MARÍA, HERMOSA NAZARENA, VIRGEN BELLA, MADRE SACERDOTAL II HOMILIAS Y MEDITACIONES MARIANAS FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

Imagen venerada en el Seminario de Plasencia

MARÍA, HERMOSA NAZARENA,

VIRGEN BELLA, MADRE SACERDOTAL

II

HOMILIAS Y MEDITACIONES MARIANAS

FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS

 

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

 

Cuadro de portada: Imagen de la Inmaculada que se venera en el Seminario Mayor de Plasencia.  (Cáceres)

 

EDIBESA. MADRID. 2009

• Colección VIDA Y MISIÓN, N.° 155

• Cuadro de portada:

© EDIBESA

Madre de Dios, 35 bis - 28016 Madrid

Tel.: 91 345 1992-Fax: 91 3505099

http: www.edibesa.com

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ISBN: 978-84-8407-535-6

Depósito legal: M-978-84-8407-535-6

Impreso en España por: Gráficas Romero

Jaraiz de la Vera.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

 

(ANUNCIACIÓN (Detalle) Fray Angélico

 

MARÍA, HERMOSA NAZARENA

VIRGEN BELLA

II

 

HOMILIAS Y MEDITACIONES MARIANAS

DE FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS

 

 

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

 

 

 

¡SALVE,

 

MARÍA,

 

HERMOSA NAZARENA,

 

VIRGEN BELLA,

 

MADRE SACERDOTAL,

 

MADRE DEL ALMA

 

CUÁNTO ME QUIERES,

 

CUÁNTO TE QUIERO

 

GRACIAS POR HABERME DADO A JESÚS

 

SACERDOTE ÚNICO, SALVADOR DEL MUNDO 

 

ENCARNADO EN TU SENO.

 

GRACIAS POR HABERME LLEVADO HASTA ÉL,

 

Y GRACIAS TAMBIÉN POR QUERER SER MI MADRE,

 

MI MADRE SACERDOTAL Y MI MODELO

 

¡GRACIAS!

 

 

SIGLAS

 

BAC= Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1944

Bpa= Biblioteca Patrística, Ciudad Nueva,

         Madrid1986

CMP= Corpus Maríanum Patristicum, S. Álvarez

         Campos, Ediciones Aldecoa, 8 vols., Burgos

         1970-1985

LG= Lumen gentium. Constitución sobre la Iglesia.

DV= Dei Verbum. Constitución sobre la revelación

        divina.

SC= Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia.

GS= Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo.

MC= Maríalis cultus, Exhortación de Pablo VI.

RM= Redemptoris Mater, Carta A. de Juan Pablo II

CEC = Catecismo de la Iglesia Católica

DS = Denzinger-Schonnet. Enchiridium Symbolorum

PG = Patrología griega, Migne.

PL=  Patrología latina, Migne

NDM=Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988.

 

 

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN.....................................................................       9

 

Capítulo Primero

María en la doctrina de la Iglesia del Vaticano II

 

I Capítulo VIII de la Lumen gentium del Vaticano II:

La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia  ...............................................................      15

II. Oficio de la bienaventurada Virgen en la economía

     de la salvación  .........................................................................17

III La bienaventurada Virgen y la Iglesia...............................,,,,,,, 21   

IV  Culto de la bienaventurada Virgen en la Iglesia.................,    24

V   María, signo de esperanza cierta y consuelo,.......................    26

 

Capítulo Segundo

María en el Misterio de Cristo

 

Predestinación de María..........................................................      28

A) Homilía .............................................................................      28

B) Madre del Redentor .........................................................        32

 2  María en el Misterio de la Iglesia ...................  ……..…. ..      35 

2. 1 María, Madre de la Iglesia ............................................         36

2. 2 María, Modelo de la Iglesia  ........................................          37

2. 3 María, Madre y Modelo por la Palabra ..............................    40

2. 4 María, Madre y Modelo en la    Liturgia  .............................  41

3.-María, la Virgen Oferente: Desde la Anunciación la vida de la Virgen es una ofrenda a Dios.

4.- María, modelo de ofrenda a Dios  .......................................     51

4.- María, Signo y Delegada de la Paternidad del Padre…………53

 

Capítulo Tercero

Catequesis del Papa Juan Pablo II sobre la Virgen

1 La llena de gracia ............................................                         60

2 La santidad perfecta de María  …………….............                63

3 El propósito de Virginidad .......................................                66

4 María, modelo de Virginidad  ...................................               70

5  La unión virginal de María y José ...............................            73

6 María siempre Virgen  ........................................                     75

7 La esclava del Señor ...................................                             79

8 María, nueva Eva ........................................                             80

 

Capítulo Cuarto

Las dimensiones del Sí Mariano

 

Introducción  ..............................................................................  83

1 Las dimensiones del Sí mariano.............................. ………..    85

2 Preparación de María para la maternidad eclesial……,,……. ...87

3. María, prototipo de la Iglesia........................................      …    90

4. El credo de María de Fr. M. Flanagan... ……………….           92

 

Capítulo Quinto

El santo Rosario

 

Carta de Juan Pablo II: El rosario de la Virgen María,,,,,,,,….,,, 96

1 El rosario, dulce cadena que nos une a Dios..........................     96

2 Capt. I:Contemplando con María el rostro de Cristo..,,,,,,....... 100

3 Capt. II: Misterios de Cristo, Misterios de María……,,……..104

5 Resumiendo: El Rosario nos lleva a:

a) Cristo   .....................................................................................108

b) con María y como María......................................................   109

c) Jesús es Luz, rezando el rosario María es la Madre de la Luz.110

d) es una forma sencilla de hacer oración todos los días……… .112

 

Capítulo Sexto

María, Madre Sacerdotal

 

1.- Para ser sacerdotes en Cristo necesitamos que el  Espíritu Santo nos “cubra con su sombra”, como a María……..........................113

2.- Cristo quiso y pidió que el Espíritu Santo llevase  a los

    Apóstoles hasta la “verdad completa”.................................... 116

3.- María, Madre de todos los sacerdotes, al encarnar  por el

     Espíritu a Cristo, Único Sacerdote ........................................ 118

4.- María, proclamada Madre de todos los sacerdotes  por Cristo en

    la persona de Juan: “He ahí a tu hijo… he ahí a tu madre” ...121

5.- María, modelo y camino del celibato sacerdotal por amor

      total a  Cristo………………………………………………..127

 

Capítulo séptimo

 

1.- María, madre de fe, de esperanza y de amor para todos sus hijos...135

2.-Presentación de Jesús en el templo……………………………….. 140

3.-Fiesta de la Presentación del Señor (1997)………………………...144

4.-    María, desde Pentecostés a la Asunción………………………..146

 

 

BIBLIOGRAFÍA .................................................,,,,,,,,,,,,....        129

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Queridos amigos y amigas, en este libro dedicado a la Madre, quiero poner por escrito todo lo más bello y hermoso, tanto bíblico-teológico como espiritual, que yo he  leído,  meditado, vivido y predicado sobre nuestra Madre. Y cada uno de estos verbos tiene su importancia y significado, porque a veces lo meditado y vivido y predicado por mí sobre ella me gusta tanto que lo pongo tal cual, aunque sea de tiempos lejanos; y lo mismo lo que he leído en otros hijos de la Virgen, lo pongo tal cual, procurando modificarlo muy poco, para no hacerlo mío propio, porque me gusta respetar la forma de decir de los otros, auque tengamos las mismas ideas, pero podemos expresarlas de forma diversa.

Por lo tanto, teniendo presente toda la teología Mariana, toda la Mariología  que he meditado atenta y amorosamente, este libro quiere ser una especie de «lectio divina», de lectura espiritual, meditativa, para conocer y amar más a la Virgen Bella, a la Hermosa Nazarena, teniendo en cuenta lo que los evangelios dicen de ella, y algo de lo que la Tradición y los Padres de la Iglesia y los hijos devotos han dicho o escrito sobre ella; también algo de lo que la teología ha reflexionado sobre ella,.            

Ya dije en algún libro mío, que estoy maravillado de la Tradición, de lo que los Padres de la Iglesia, sobre todo, orientales, han dicho de la Virgen.

            Por eso, hace años, hice propósito de leerlos más despacio. Y aquí está algo de su fruto, en la abundancia de sus citas, que pudieron ser más. Pero todo hecho y escrito no especulativa o racionalmente, sino con método y andadura de  teología y sabiduría de amor.

No pongo notas ni tengo metodología  científica, como cuando uno hace una tesis doctoral o trabajo científico-teológico, pero los que me conocen bien, saben que detrás de cada afirmación o texto de este libro, hay una densa lectura y bibliografía, atentamente examinada y leída y revisada. Y para eso me ayudo de todo lo bueno que  he encontrado sobre la Virgen, de la cual «nunquam satis».

Ya he dicho cual fue y es mi camino y ruta para llegar a María. Primero fue ella, y desde ella a Cristo. Ahora miro a la Virgen con los ojos y el corazón del Hijo hacia la Trinidad, en camino de entrada y salida del proyecto de Amor de Dios sobre el hombre. Desde entonces, desde su advertencia en el Santuario del Puerto, todo lo que yo he dicho y predicado y escrito y realizado, todo, absolutamente todo, ha sido desde Cristo, especialmente desde Jesucristo Eucaristía que tanto sabor tiene mariano, porque es carne de María, y beso y amor de Maria sobre ese cuerpo bendito del Hijo, y que tantas cosas bellas nos dice y recuerda y realiza por y desde su Madre, que Él quiso también que fuera nuestra. La quiso compartir, la quiso Madre de todos los hombres.

Él es el Verbo de Dios, la única Palabra de la Salvación pronunciada por el Padre con Amor de Espíritu Santo, y escuchada y encarnada primero en María, y por ella y desde ella, pronunciada como Canto de Amor y Palabra de Salvación para toda la humanidad: El Hijo de María es la Palabra “que estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se  hizo nada de cuanto ha sido hecho”: también María fue hecha Madre por esta Palabra pronunciada sobre ella desde el Padre y el Hijo por el Amor del Espíritu Santo, Espíritu de Amor de Dios Trino y Uno: “En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María...El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios... Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel” (Lc 1, 26-38).

He querido poner este texto de San Lucas porque sin la raíz de la carne que es el cuerpo de esta Mujer, todo el misterio de la Encarnación, toda la Mariología termina perdiendo su indispensable materialidad para convertirse en puro espiritualismo o narración de cosas extraordinarias o moralismos ideológicos.

La mariología no es el «tumor  del catolicismo», como sostienen algunos profesores protestantes, sino que es el desarrollo lógico y orgánico de los postulados evangélicos; no es una «excrecencia» injustificada de la teología, sino que es un capítulo fundamental, sin el cual faltaría un apoyo para su estabilidad.

Es más, como dije antes y la historia y la experiencia de los pueblos y personas ha confirmado, María es la mejor guardiana de la fe católica y el mejor camino para llegar a Cristo, porque Cristo es Dios, pero María está junto a nosotros, es humana como nosotros, pero al ser madre del Hijo, es casi divina, es casi infinita, y esto le ha llevado a un conocimiento y amor que son únicos.

María es «la destructora de toda herejía» y su función maternal de proteger al Hijo y a los hijos, al dárnosla como madre, continúa y continuará hasta la Manifestación última y gloriosa del Hijo.

Hoy, más que en otros tiempos, necesitamos de esta protección materna, que no le faltará a la Iglesia: Lourdes, Fátima, Siracusa..., siempre que escuchemos sus consejos, dándole el puesto que le corresponde: Consagración del mundo a su Corazón Inmaculado, como signo de la protección que Dios quiere para su Iglesia y sus hijos por medio  de María.

Lo único que pretendo es que María sea más conocida y amada. Pero sin caer en un estilo beato o dulzarrón; no es mi estilo, porque tampoco ha sido mi vida. Respeto todo, pero nada de cosas extraordinarias y manifestaciones  paranormales. Todo natural y normal, como es el amor de los hijos a su madre.

            Este libro quiere ser una meditación fundada en la lectura y  seguimiento de los textos evangélicos. Muchos santos, sobre todo mujeres santas, jamás cursaron teología, y hablan profunda y teológicamente desde la teología espiritual de la vivencia de amor de aquella “mujer fuerte” que entonó el Magnificat, --canto de adoración y de sentirse criatura ante el Dios infinito--,  y de la Madre solícita de Caná: “haced lo que Él os diga”, más atenta a las necesidades de los demás que a las suyas propias y que supo adelantar la “hora” del Hijo con el signo de su divinidad, convirtiendo el agua en vino. 

Y todo, porque ella nos ama de verdad, se preocupa de verdad de sus hijos y se aparece en algunos lugares, a

veces triste, porque no puede aguantar más la ignorancia o desprecio que muchos hombres tienen y manifiestan de la salvación de su Hijo y de los bienes eternos, dado que ella vive siempre inclinada sobre la universalidad de sus hijos y se da cuenta de lo que es lo fundamental y la razón de su existencia en el mundo, de lo que nos dijo su Hijo y por lo que vino a este mundo y murió por todos nosotros y que muchos de sus hijos ignoran: “ De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”.

Hay que ver lo que ella insiste en sus apariciones en la vida eterna, en la condenación, en el infierno. Le duele infinito. Esta verdad debiera estar más presente en nosotros, en nuestras vidas y predicaciones, somos sembradores y cultivadores de eternidades. De otra forma, el cristianismo, el sacerdocio, sin vida eterna, no tendría sentido, lo perdería todo, si no hay vida con Dios después de esta vida. Pero la resurrección de Cristo es el fundamento y la garantía de la Verdad y Vida de la vida eterna en Dios Trino y Uno. No oigo, en homilías y meditaciones, con la frecuencia que otras veces, especialmente en mis años juveniles, hablar de las verdades eternas. Especialmente a mis superiores. Resulta antipático. Sin embargo, es lo único necesario.

            La Madre de Caná es la síntesis del papel que el Hijo quiere que ejerza sobre los creyentes, es la manifestación de lo que lleva en su corazón de madre, es el sentido de la misión que el Hijo le confió en la cruz, lo que ella misma nos manifiesta en todas sus apariciones: “Haced lo que Él os diga”.

            ¡Lo haremos, Madre! Y  te digo ahora lo que tantas veces te rezo y digo cuando tengo problemas personales o pastorales: «Madre, díselo, díselo, como en las Bodas de Caná». No le digo más. Porque sé que de todo lo demás se encarga ella. Y el Hijo obedeció, porque Él mismo, por su Espíritu Santo, se lo había inspirado a su madre, y porque Él mismo estaba impaciente de manifestarse como Mesías, con el primero de sus signos, a sus discípulos y al mundo entero; para eso vino y se encarnó, para venir en nuestra búsqueda y abrirnos las puertas de la eternidad gozosa con Dios Trino y Uno. Eso es así,  y así me ha parecido escuchárselo en diálogos de amor con la Madre, que sabe de estas cosas más de lo que aparece y está escrito en los evangelios

            Por eso, como el Hijo sabe que voy a hablar de su madre en este libro, y como la Virgen es la que mejor le conoce, espero que ya habrá recibido el recado que le ha dado su madre «Madre, díselo, díselo, como en las Bodas de Caná». Así que espero su intervención, y que me inspire o me diga lo que Él piensa de su madre y yo, con su ayuda, «benedicere», la bendiga, esto es, diga cosas bellas al Hijo por su Madre, y a la Madre, por el Hijo, que esto significa bene-dicere. Es obligado al Hijo; se lo merece la Madre ¡Es tan buena madre! ¡Me ha ayudado tanto! ¡Nos quiere tanto a todos los hombres sus hijos!

            El camino para conocer mejor a María y quedar cautivos de su vida y amor, es aplicarnos a conseguir con relación a ella un triple conocimiento:

 

-- Un conocimiento histórico desde los evangelios.    Son pocos los textos bíblicos que hacen alusión a María, por lo que no es difícil acceder a ese conocimiento de una forma

exhaustiva. Esto es fundamento y base para acceder a los otros. Lucas es el evangelista de María: a él le debemos los relatos de la infancia de Jesús, que faltan en los otros tres. Pero también en otros puntos también el tercer evangelista se caracteriza por su atención especial a la Madre de Cristo.

            Según tradición antigua, Lucas era pintor; de hecho se le atribuyen varias imágenes de la Virgen. ¿Será realmente esta la causa de que nos haya pintado en su evangelio la belleza y fascinación de aquella que habría de convertirse, durante los milenios, en la mayor inspiradora del arte?

 

-- Un conocimiento teológico-sapiencial. Es necesario conocer, con todo esmero y dedicación, la doctrina de la Iglesia acerca de los dogmas Marianos y

de la sencilla y, a la vez, extraordinaria vida de la Madre de Dios. Como doctrina de la Iglesia me encanta el capítulo VIII de la LG  para conocer y amar a María: LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA.

            Leer a los Santos Padres, las catequesis de los Papas, y la mariología de  buenos teólogos, desde la teología espiritual, es necesario para saborear la riquísima tradición de la Iglesia. Desde luego los Santos Padres son alucinantes, te alucinan, te llenan de esplendores y luces divinas. Daos cuenta de lo que cito a los Padres en mis últimos libros. Eran sabios por ser santos.

 

-- Un conocimiento vivencial y pentecostal de María,  hecho por el Espíritu Santo en nosotros. Para ello es imprescindible orar y contemplar en oración personal toda la Mariología; hay que orar y contemplar lo que otros han vivido y experimentado, desde una devoción de buenos hijos de la Virgen, especialmente de los más santos y místicos.

            Porque ante esta Madre, toda llena de gracia de Dios, llena de sin igual santidad y belleza, de María, los conceptos teológicos se quedan a veces demasiado cortos y periféricos y no expresan ni contienen  suficiente y adecuadamente esta realidad sobrenatural de María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Y todo programado y querido por Dios.

 

 

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

MARÍA EN LA DOCTRINA DE LA IGLESIA DEL CONCILIO VATICANO II

 

            Me ha gustado mucho siempre, desde su promulgación, toda la Mariología del Concilio Vaticano II, en el Capítulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium. Es una síntesis bíblica-teológica-espiritual   insuperada, incluso por otros escritos papales o eclesiales. Por eso, para facilitar su lectura, me ha parecido oportuno, ponerla completa, para hacer una lectura piadosa y teológica sobre la santísima Virgen y su misión junto al Hijo.

            No me atrevía, lo consulté incluso con un amigo, porque yo no había visto publicado entero el Capítulo VIII en ningún libro de los leídos por mí. Hasta que me topé en mi propia biblioteca con la ENCICLOPEDIA MARÍANA POSTCONCILIAR, Madrid 1975, pag 61-65, que transcribe íntegro el documento.   Por eso me he ido al Vaticano II y he hecho lo mismo. Es una «lectio divina» estupenda sosegada, profunda, completa para unos días de meditación y estudio sobre la Virgen, sobre la elección  del Padre, sobre la pasión de Hijo, sobre  el fuego creador, la potencia de Amor del Espíritu Santo.

 

CAPÍTULO VIII

 

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

 

1. PROEMIO

(La bienaventurada Virgen María en el Misterio de Cristo)

 

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer, para que recibiésemos la adopción de hijos (Gal 4, 4-5) «El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen» (Credo de la misa: Símbolo Niceno- Constantinopolitano).

            Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria «en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo» (Canon de la misa romana)

 

(La bienaventurada Virgen y la Iglesia)

 

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con a todas las criaturas celestiales y terrenas.

            Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor  a que naciesen en la Iglesia los fieles, que «son miembros de aquella cabeza» (San Agustín, De s. virginitate 6: PL 40,399), por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

 

(Intención del Concilio)

 

54. Por eso, el sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el divino Redentor realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo místico como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos. «Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquella que en la santa Iglesia ocupa después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros».

 

II. OFICIO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN

 

(La Madre de Dios en el Antiguo Testamento)

 

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Venerable Tradición muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación, y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos.

            Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación, en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15).

             Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (cf. Is 7,14; Mich 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.

 

(María en la anunciación)

 

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que difundió en el mundo la vida misma que renueva todas las cosas.

            Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura .

            Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

            Así, María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente.

            Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, «obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero» (San Ireneo, Adv. haer. III 22,4: PG 7,959; HARVEY, 2,123). 

            Por eso no pocos padres antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» (San Ireneo, ibid.; HARVEY, 2,124); y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes» (San Epifanio, Haer. 78,18:PG 42,728CD-729AB), y afirman con mayor frecuencia: «la muerte vino por Eva, por María la vida» (San Jerónimo, Epis. 22,21 PL 22,408) .

 

(La Bienaventurada Virgen y el Niño Jesús)

 

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal (Cf. Conc. Lateralense, año 649, can. 3: MANSI 10,11-51). Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. LC 2,45-58).

 

 

(La Bienaventurada Virgen en el ministerio público de Jesús)

 

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente: ya al principio, durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11). En el decurso de la predicación de su Hijo recibió las palabras con las que (cf. Lc 2,19 y 51), elevando el Reino de Dios por sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35 par.; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19,25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús moribundo en la Cruz, con estas palabras: “¡Mujer, he ahí a tu hijo”    (Jn 19,26-27) (Cf Pío XII, encl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AA 35(1943) 247-248).

 

(La Bienaventurada Virgen después de la ascensión)

 

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés “perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este” (Act 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación.

            Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original (Cf Pío IX, bula Ineffabilis, 8 dic. 1845: Acta Pío IX, P.616, DENZ. 1641(2803), terminado el curso de la vida terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte(Cf Pío XII, const. apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950).

 

III. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA

 

(María, esclava del Señor, en la obra de la redención

y de la santificación)

60. Único es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: “Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos” (1 Tim 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

 

(Maternidad espiritual)

 

61. La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda eternidad cual Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo por designio de la divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.

            Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

 

(Mediadora)

 

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación (San Juan Damasceno, In dorm. B.V. Maríae hom. I: PG 96, 712 BC-713A).

            Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz.

            Por eso la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos (Cf León XIII, enc. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AA 15 (1895-96) de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite, ni agregue (San Ambrosio, Epit. 63: PL 16,1218)  a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras, tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única.

            La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

(María como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia)

 

63. La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia.

            La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (San Ambrosio, Expos. Lc. II 7. PL 15,1555). Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre(Cf PS.-PEDRO DAM., Serm. 63: PL 144, 861AB), pues creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber: los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.

 

(Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia)

 

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad (San Ambrosio, Expo. Lc II 7: PL 15, 1555)

(Virtudes de María que han de ser imitadas por la Iglesia)

65. Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes.

            La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo.

            Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre.

            La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad.

                        Por lo cual, también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles.

            La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

 

IV CULTO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA IGLESIA.

 

            66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por sobre todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas (Sub tuum praesidium).

            Especialmente desde el Sínodo de Éfeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de ella misma: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso” (Lc 1,48).

            Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración que se rinde al Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1, 15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1, 19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

 

Espíritu de la predicación y del culto

 

67. El sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los santos (CONC. NICENO II, año 787: Mansi, 13, 378-379).

            Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios (Pío XII, mens. Radiof. 24 oct. 1954). Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las liturgias de la Iglesia, bajo la dirección del Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad; eviten celosamente todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia.

            Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

 

 

V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO

PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

 

(Antecede con su luz al pueblo de Dios)

 

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y en alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Petr 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo.

 

(Que nos alcance formar un solo pueblo)

 

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos (Cf Pío XI. Enc. Ecclesiam Dei, 22 nov. 1923: AA 15(1923) 581); Pío XII, fulgens corona, 8 sep. 1953) con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios.

            Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre de cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisa Trinidad.

            Todas y cada una de las cosas que en esta constitución dogmática han sido consignadas, han obtenido el placet de los Padres. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos, decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo establecido por el Sínodo se promulgue para gloria de Dios.

 

Roma, en San Pedro, día 21 de noviembre de 1964.

 

Yo, PABLO, obispo de la Iglesia católica.

 

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO

 

Ya he dicho muchas veces que la grandeza y el misterio de María sólo puede ser comprendido desde el misterio de Cristo. Como esa ha sido mi vivencia, así también quiero que sea mi exposición teológica y espiritual sobre la Madre de Dios y de los hombres desde una Mariología muy sencilla, tomada principalmente del Catecismo de la Iglesia Católica. No se puede decir más sencillo y más claro.

 

2. 1. PREDESTINACIÓN DE MARÍA: “Desde la eternidad fui yo establecida”

 

A) La predestinación de María:

 

            Sobre la predestinación de la Virgen  prediqué la siguiente homilía en mayo del 1973 inspirada en  Proverbios 8, 22-35):

 

            QUERIDOS HERMANOS:

 

            1 Una historia redonda, acabada de la Virgen, tenía que empezar por la predestinación, que es el principio siempre. Y en este principio está Dios, que es el principio de todo. También de la Virgen, porque la Virgen tuvo principio, lo tuvo en su Hijo, porque aquí el Hijo es antes que la Madre en todo, pero Ella estuvo junto siempre a Él, por eso es casi divina, pero humana, porque es criatura, es de los nuestros. La Virgen tuvo principio, aunque distinto al de todos los hombres.

 

            2 Oigamos a Dios en la Biblia, al Espíritu de Dios que nos habla de la Sabiduría de Dios en el Antiguo Testamento, Palabra de Dios en el Nuevo:

            “Yahvé me poseyó al principio de sus caminos, antes de sus obras, desde antiguo. Desde la eternidad fui yo establecida; desde los orígenes, antes que la tierra fuese.

            Antes que los abismos, fui engendrada yo;  antes que fuesen las fuentes de abundantes aguas.

            Antes que los montes fuesen cimentados; antes que los collados yo fui  concebida.

            Cuando afirmó los cielos, allí estaba yo; cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo.

            Cuando condensó las nubes en lo alto; cuando daba fuerza a las fuentes del abismo.

            Cuando fijó sus términos  para que las aguas no traspasasen linderos. Cuando echó los cimientos  de la tierra.

            Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome Él en todo tiempo

            Recreándome en el orbe la tierra, siendo mis delicias las de los hombres.

            Oídme, pues, hijos míos; aventurado el que sigue mis caminos.

            Escuchad la instrucción y sed sabios, y no lo menospreciéis.

            Bienaventurado quien me escucha, y vela a mi puerta cada día, guardando las jambas de mis puertas.Porque el que me halla a mí, halla la vida y alcanzará el favor de Yahvé.

            Y al contrario, el que ofende, a sí mismo se daña, y el que me odia, ama la muerte”(Pr 8, 22-35).

 

            Este texto explica y la Tradición lo aplica a los orígenes de la Sabiduría de Dios. Ella existió con Dios antes de todas las cosas porque es eterna con Dios. El prólogo de San Juan  y otros pasajes paralelos de San Pablo son explicaciones plenas de este texto al hablarnos del Verbo, por quien todo fue creado y todo subsiste (Jn 1,3; Col 1, 15). Por lo tanto, es texto, aplicado a la Virgen, entraría en la categoría de los «Textos mariológicos por sola acomodación», que diría Cándido Pozo.

            “Dios es Amor”, dice San Juan. Su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. No existía nada, y ese Dios infinito, entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de amor y sabiduría y belleza quiso crear a otros seres para hacerlo partícipes de su felicidad. Si existimos, es que Dios nos ha amado, nos ama. Entre los seres que vio en su Sabiduría y creó en su Verbo, María ocupa el primer lugar.

            La liturgia de la Iglesia pone en los labios de la Virgen algunos versículos de este texto: “Yahvé me poseyó al principio...”

            El amor de Dios contemplando en su mente divina todos los seres posibles y por donde fuimos pasando antes de ser creados, se estrenó en María: “al principio fue creada...” Por ser la primera en el amor de Dios entre sus criaturas, lo es también en grandezas y favores y privilegios y hermosura y belleza divinas. Dios ha puesto a María la primera en el orden de todos los seres pensados, amados y creados.

 

3 Meditemos el texto: “Antes que los abismos, fui engendrada yo.

            Antes que fuesen las fuentes de abundantes aguas; antes que los montes fuesen cimentados; antes que los collados yo fui concebida. Antes que hiciese la tierra, ni campos, ni el polvo primero tierra”.

            Quien pudiera ahora, por una contemplación de la eternidad divina y trinitaria, trasladarse a ese momento del Ser, cuando el tiempo no existía, sólo el Dios Amor en abrazo eterno del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el mismo Amor de Espíritu Santo. Quien pudiera entrar en la mente divina y yendo hacia atrás entrar en ese momento en que piensa y ama y plasma en su amor a la Virgen María.

            Cuando antes de plasmar la creación, fueron pasando delante de la Santísima Trinidad todos los seres posibles, los ojos de Dios se detuvieron en una criatura tan bella, tan radiante que la amó más que a todas las demás y porque la amó, como Dios, al amar, crea, la creó más llena de su hermosura que ninguna otra. Participó más que todas de su amor, de su belleza, de su santidad, de su Verdad porque la predestinó para encarnar el Verbo de Dios en su seno por obra del Amor del Espíritu Santo.

            El Padre dijo: ésta será mi Hija predilecta. El Hijo: ésta será mi Madre inmaculada. El Espíritu Santo: será mi posesión, mi esposa amada. La llenaron de gracias y regalos y dones. Y cuando la reina estuvo vestida de belleza, llena de luz y fulgores, colocaron sobre sus sienes una corona. En el centro decía: Inmaculada. María fue siempre, desde la predestinación de Dios en su mente, tierra limpia, impoluta, incontaminada, huerto cerrado sólo

para Dios, que se paseaba por ella en su mente divina llena de amor desde toda la eternidad.

            Es dulce pensar en aquellas tareas preparatorias, vividas desde la mente creadora de la Trinidad, antes de existir María en el mundo. Con qué temblor el Hijo la fue adornando de todas las prerrogativas posibles a su madre. Para el azul de su Concepción Inmaculada cogería el azul de los mares, de estas mañanas limpias, limpísimas de mayo, mes de las flores, de María; para el rojo de la caridad y del amor, los claveles más rojos, manchados al final de sangre, de su misma sangre encarnada...

 

4 “Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome Él en todo tiempo”

            Dios también pensó en nosotros. Para su gloria, para su amor, para su gozo. Pero Ella antes y superior a todos, antes, primero estaba con Él como arquitecto de la nueva creación, de la recreación por  el Verbo nacido de ella, por la Palabra eterna hecha carne. Somos obra de Cristo Redentor, pero también de María. Lo ha dicho sin miedo el Vaticano en la Lumen gentium.        

            Hermoso pensar en esos momentos en que Dios Trino y Uno nos pensó y luego nos recreó por el Verbo en su Sabiduría eterna, nacido en el tiempo luego de María, a ti, a mi, a cada hombre, porque todos hemos sido pensados y amados y recreados por Dios en su Verbo con María: “he ahí a tu hijo”.

B) MADRE DEL REDENTOR

 

            “Dios envió a su Hijo”(Ga 4, 4), pero para “formarle un cuerpo” (cf Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27):

            «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyo a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (LG 56: cf 61)» CEC 587-588).

            «La Virgen María, que, según el anuncio del ángel, recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor (LG 53) Por lo tanto la Virgen es conocida y honrada porque es la MADRE DEL REDENTOR.

            La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque“al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, (Padre!” (Gal 4, 4 6).

            Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María (LG 52). María sólo puede ser comprendida a la luz de Cristo, su Hijo. Pero el misterio de Cristo, «misterio divino de salvación, se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo» (LG 62)

            El misterio de María queda inserto en la totalidad del misterio de Cristo y de la Iglesia, sin perder de vista su relación singular de Madre con el Hijo, pero sin separarse de la comunidad eclesial, de la que es un miembro excelente y, al mismo tiempo, figura y madre. María se halla presente en los tres momentos fundamentales del misterio de la redención: en la Encarnación de Cristo, en su Misterio Pascual y en Pentecostés.

            La Encarnación es el momento en que es constituida la persona del Redentor, Dios y hombre. María está presente en la Encarnación, pues ésta se realiza en ella; en su seno se ha encarnado el Redentor; tomando su carne, el Hijo de Dios se ha hecho hombre.

            El seno de María, en expresión de los Padres, ha sido el «telar» en el que el Espíritu Santo ha tejido al Verbo el vestido humano, el «tálamo» en el que Dios se ha unido al hombre.

            «“Hágase en mí según tu palabra...“ Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (cf Lc 1, 28-37), María respondió por “la obediencia de la fe” (Rm 1, 5), segura de que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38).

            Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con Él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cf LG 56): María estuvo siempre unida al misterio de  Cristo  Redentor: Llamada en los evangelios “la Madre de Jesús” (Jn 2, 1; 19, 25; cf Mt 13, 55), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como “la madre de mi Señor” desde antes del nacimiento de su hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquel que Ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo

según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios <Theotokos> (cf DS 251)» (CEC 494-495).

            María está presente en el Misterio pascual, cuando Cristo ha realizado la obra de nuestra redención destruyendo, con su muerte, el pecado y renovando, con su resurrección, nuestra vida. Entonces “junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre” (Jn 19, 25).

            Y María estaba presente en Pentecostés, cuando, con el don del Espíritu Santo, se hizo operante la redención en la Iglesia. Con los apóstoles “asiduos y concordes en la oración estaba María, la madre de Jesús” (Hch 1,14). Esta presencia de María junto a Jesús en estos momentos claves, aseguran a María un lugar único en la obra de la redención.

            Según la antigua y vital intuición de la Iglesia, María, sin ser el centro, está en el corazón del misterio cristiano. En el mismo designio del Padre, aceptado voluntariamente por Cristo, María se halla situada en el centro de la Encarnación, marcando la ‘hora” del cumplimiento de la historia de la salvación. Para esta “hora” la ha plasmado el Espíritu Santo, llenándola de la gracia de Dios.

 

2. 2 MARÍA, EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA

 

«Después de haber hablado del papel de la Virgen María en el Misterio de Cristo y del Espíritu, conviene considerar ahora su lugar en el Misterio de la Iglesia. <Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor... más aún, es verdaderamente la madre de los miembros (de Cristo) porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza> (S. Agustín, virg. 6)» (LG 53). «María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia» (Pablo VI, discurso 21 de noviembre 1964) (CEC 963).

 

2. 2. 1  MARÍA, MADRE  DE LA IGLESIA

 

            El capítulo VIII de la Lumen gentium lleva como titulo «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». El Catecismo de la Iglesia nos dice: «Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos... Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

            «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna... Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62).

            «La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la

única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres... brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia» (LG 60).

            «Ninguna criatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente (LG 62)» (CEC 967-970).

            «Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

            María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia (cf LG 63): «La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo (LG 64)» (CEC 507).

            Uno de los iconos Marianos más repetido de la Iglesia de Oriente es el de la Odigitria, es decir, «La que indica la vía» a Cristo. María no suplanta o sustituye a Cristo; sino que lo presenta a quienes se acercan a ella, nos guía a todos hacia Él y, luego, escondiéndose en el silencio, nos dice: “Haced lo que Él os diga”. Como dice San Ambrosio, «María es el templo de Dios, no el Dios del templo».  

            Por eso, toda devoción Mariana conduce a Cristo y, por Cristo, al Padre en el Espíritu Santo. Por ello, como Moisés, nos acercamos a ella con los pies descalzos porque en su seno se nos revela Dios en la forma más cercana y transparente, revistiéndolo la carne humana.

            El fiat de María se integra en el amén de Cristo al Padre: “He aquí que yo vengo para hacer, oh Padre, tu voluntad” (Heb 10, 7), “porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha mandado” (Jn 6, 38). El fiat de María y el amén de Cristo se compenetran totalmente.

            No es posible una oposición entre Cristo y María. Como son inseparables Cristo cabeza y la Iglesia, su cuerpo. Quienes temen que la devoción Mariana prive de algo a Cristo, como quienes dicen «Cristo sí, pero no la Iglesia», pierden la concreción histórica de la encarnación de Cristo.

            María tiene su lugar en el acontecimiento central del misterio de Cristo, pero de Cristo considerado como Cristo total, cabeza y cuerpo; y, en consecuencia, juntamente con la Iglesia. En ambos aspectos de este único misterio, María ocupa un puesto único y desempeña una misión singular.

            Para que Cristo obtuviese la reconciliación de los hombres con el Padre, se encarnó en María, de la que tomó cuerpo para que fuese posible la ofrenda y la víctima digna de un hombre, Dios, en igualdad en cuanto a la divinidad del Padre.

            Satisfacción plena, que ningún hombre podría ofrecer con plenitud ante la Justicia de Dios. Si Dios es amor, no por ello puede dejar, por su propia esencia, de ser justo. De aquí lo que llamamos santo temor de Dios.

            Pero es en María donde se ha concebido la vida sobrenatural de la gracia cuando concibió a Cristo, cabeza de la humanidad, puesto que en aquel momento comenzó la regeneración sobrenatural. Y María en el Calvario, tuvo su plenitud de dar a luz redentora a la humanidad sacrificada de Cristo, representante de todos nosotros, porque fue esa humanidad engendrada en ella y cumplida la total regeneración por Cristo, en la Cruz.

            Y así como María concibe en su seno a Cristo, como Cabeza del Cuerpo Místico, concibe en él, por una maternidad espiritual, la vida sobrenatural para el resto de su Cuerpo. Resultando que tanto la Cabeza como sus místicos miembros, son fruto de la misma concepción en María, y ella es constituida Madre del Cristo total, siendo nosotros sus hijos en el Hijo.

 

2. 2. 2  MARÍA, MODELO DE LA IGLESIA

 

            «Ella es nuestra Madre en el orden de la gracia. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es <miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia> (LG 53), incluso constituye <la figura> <typus> de la Iglesia (LG 63)» (CEC 967).

            El culto de la Madre de Dios está incluido en el culto de Cristo en la Iglesia. Se trata de volver a lo que era

tan familiar para la Iglesia primitiva: ver a la Iglesia en María y a María en la Iglesia. María, según la Iglesia primitiva, es el tipo de la Iglesia, el modelo, el compendio y como el resumen de todo lo que luego iba a desenvolverse en la Iglesia, en su ser y en su destino.

            Sobre todo la Iglesia y María coinciden en una misma imagen, ya que las dos son madres y vírgenes en virtud del amor y de la integridad de la fe: «Hay también una, que es Madre y Virgen, y mi alegría es nombrarla: la Iglesia» (CLEMENTE DE  ALEJANDRÍA, Pedagogo, 1,6, 42)

            San Pablo ve a la Iglesia como “carta escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (2 Cor 3, 3). Carta de Dios es, de un modo particular, María, figura de la Iglesia. María es realmente una carta escrita con el Espíritu del Dios vivo en su corazón de creyente y de madre.

            La Tradición, por ello, ha dicho de María que es «una tablilla encerada», sobre la que Dios ha podido escribir libremente cuanto ha querido (Orígenes);  como «un libro grande y nuevo» en el que sólo el Espíritu Santo ha escrito (San Epifanio); como «el volumen en el que el Padre escribió su Palabra» (Liturgia bizantina).

            En María aparece la realización del hombre que, en la fe, escucha la apelación de Dios, y, libremente, en el amor, responde a Dios, poniéndose en sus manos para que realice su plan de salvación. Así, en el amor, el hombre pierde su vida y la halla plenamente. María, en cuanto mujer, es la representante del hombre salvado, del hombre libre, María se halla íntimamente unida a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad (CEC 963ss). María revela a la Iglesia su misterio genuino. María es la imagen de la Iglesia sierva y pobre, madre de los fieles, esposa del Señor, que camina en la fe, medita la palabra, proclama la salvación, unifica en el Espíritu y peregrina en espera de la glorificación final:

            «Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio encuentra su verdadera luz el misterio del hombre (GS 22), como prenda y garantía de que en una pura criatura, es decir, en ella se ha realizado ya el designio de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre.

            Al hombre moderno, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin término, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de nausea y de hastío, la Virgen, contemplada en su trayectoria evangélica y en la realidad que ya posee en la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra confortante: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la nausea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte» (MC 57).

            La única afirmación que María nos ha dejado sobre sí misma une los dos aspectos de toda su vida: “Porque ha mirado la pequeñez de su sierva, desde ahora me dirán dichosa todas las generaciones” (Lc 1, 48). María, en su pequeñez, anuncia que jamás cesarán las alabanzas que se la tributarán por las grandes obras que Dios ha realizado en ella.

            Es lo mismo que confesara Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10). Este es el camino del cristiano “cuya luz resplandece ante los hombres... para gloria de Dios” (cf Mt 5, 14-16). El cristiano, como Pablo, es primero cegado de su propia luz, para que en él se encienda la luz de Cristo e ilumine el mundo.

            Todos nosotros proclamamos bienaventurada a María en su canto de alabanza a Dios, porque sobre ella se posó la mirada del Señor y en ella Dios depositó plenamente el plan de redención, proyectado para todos nosotros. De este modo la reflexión de fe sobre María, la Madre del Señor, es una forma de doxología, una forma de dar gloria a Dios por el Hijo Salvador engendrado en Ella.

 

2. 2. 3 MARÍA, MADRE Y MODELO LA IGLESIA, POR LA “PALABRA” ENCARNADA

 

            María es la “Mujer” que compendia en sí el antiguo Israel. La fe y esperanza del pueblo de Dios desemboca en María, la excelsa “Hija de Sión”.En la Escritura, el Espíritu Santo, nos ha diseñado el icono de la Madre de Jesús, para ofrecerlo a la Iglesia de todos los tiempos. La Lumen gentium presenta en la primera parte (52-54) la mariología bíblica, en la que se subraya la unión progresiva y plena de María con Cristo dentro de la perspectiva de la historia de la salvación. Y en la segunda parte (55- 59) presenta la relación entre María y la Iglesia y entre la Iglesia y María.

            La Redemptoris Mater se estructura según el esquema conciliar con una fuerte impregnación bíblica, presentando primero a María en el misterio de Cristo (7-24) y luego en el centro de la Iglesia en camino (28-38), para subrayar finalmente su mediación maternal (38-50). La novedad respecto al Concilio está en la insistencia en la dimensión histórica: presenta a María en su itinerario de fe, señalando su carácter de «noche espiritual»  y «kénosis».

            «El Verbo inefable del Padre se ha hecho describible encarnándose de ti, oh Theotókos; y habiendo restablecido la imagen desfigurada en su antiguo esplendor, él la ha unido a la belleza divina» (cf Kondakion del domingo de la Ortodoxia).

            «Visto que Cristo como Hijo del Padre es indescriptible, Él no puede ser representado en una imagen... Pero desde el momento en que Cristo ha nacido de una madre describible, Él tiene naturalmente una imagen que corresponde a la de la madre. Por tanto si no se le puede representar por la pintura, significa que Él ha nacido sólo del Padre y que no se ha encarnado. Pero esto es contrario a toda la economía de la salvación» (TEODORO ESTUDITA: PG 99, 417 C).

            Los iconos, en su lenguaje figurativo, nos revelan una realidad interior, que los creyentes de todos los tiempos nos han transmitido como voz de la presencia de María en la Iglesia.

            Es un rostro que siendo el mismo y diciendo lo mismo sobre él, siempre es nuevo y eterno, porque de eso se encarga el amor. La escucha atenta de la Palabra de Dios lleva a la «sapientia», a gustar la dulzura de María, de su verdad y amor, a la sabiduría de la Palabra hecha carne, pues miramos a Cristo para dibujar a la Madre.

            Sólo quien escucha y medita en su corazón, como María,  percibe la honda riqueza del pan de la Palabra de Dios, en su cumplimiento mesiánico en la Virgen de Nazaret, convirtiendo a la Escritura en una fuente perenne de vida, amor y gozo.

             Se trata de seguir el método de María misma, que “guardaba todas las palabras en su corazón y las daba vueltas”. María compara y relaciona unas palabras con otras, unos hechos con otros, busca una interpretación, explicarse los acontecimientos de su Hijo, a la luz de las prefiguraciones del Antiguo Testamento, como se ve en el Magnificat.

            El Papa Juan Pablo II, en una oración,  invoca a María, diciéndole: «¡Tú eres la memoria de la Iglesia La Iglesia aprende de ti, Madre, que ser madre quiere decir ser una memoria viva, quiere decir guardar y meditar en el corazón!».

            El misterio de la Virgen Madre, Arca de la Nueva Alianza y Eterna Alianza, templo y primer sagrario de Cristo en la tierra, la convierte en icono de todo el misterio cristiano.

 

2. 2. 4 MARÍA, MADRE Y MODELO DE LA IGLESIA EN LA LITURGIA

 

Y desde aquí, porque ya lo he insinuado, quiero acercarme ahora a María en la liturgia, donde la comunidad cristiana expresa y alimenta su relación con María. La liturgia tiene su estilo propio de afirmar y testimoniar la fe. La liturgia, en su forma celebrativa, nos da una visión interior de fe, basada en la revelación y enriquecida con toda la sensibilidad  secular de la Iglesia (lex orandi, lex credendi, lex vivendi). Es, sin duda, el lenguaje más apto para entrar en comunión con el misterio de Cristo, reflejado en su Madre, la Virgen María.

            La memoria de María en la liturgia va íntimamente unida a la celebración de los misterios del Hijo (MC 2-15) y así aparece como modelo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios (MC 16-23). De esto ya he hablado ampliamente en las primeras páginas del libro.

            «En la celebración del ciclo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a María santísima, Madre de Dios, unida indisolublemente a la obra salvífica de su Hijo; en María admira y exalta el fruto más excelso de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, lo que ella desea y espera ser» (SC 103).

            Y lo que Dios ha unido en la Encarnación y en  la Vida de Cristo y en su muerte y resurrección, hechos principalmente presentes en la Eucaristía, que no lo separe ni la teología ni la liturgia. No se puede separar a María de Jesús, no solo por su maternidad humana, unida a ella la Persona divina del Verbo, sino en el destino real de la redención y de la ofrenda a Dios que está concretada en la Persona del Verbo engendrado como hombre, en María.

            Nosotros ofrecemos en la Eucaristía, a Cristo, el Cuerpo de Cristo que se hizo humano en María. María tiene la grandeza de ser medio, Mediadora de Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Esto se desprende del hecho real de que Dios la usa como medio entre él y los hombres, y así como por ser Madre de Dios no puede estar más cerca de Él, por el mismo hecho, por ser mujer, persona humana en sí misma Dios se acerca al hombre, a la naturaleza humana, hasta hacerla divina en su Hijo y a través de María, humana y casi divina a la vez, el hombre puede llegar hasta Dios.

            María es medio, puente; esta es su mediación real innegable. A través de ella viene El Verbo y a través de ella encontramos a Dios. Es su cualidad de Medianera, pero no sólo físicamente, sino espiritualmente, porque al engendrar a la Cabeza del Cuerpo Místico, necesariamente engendra místicamente a todos los miembros de este Cuerpo que es la Iglesia, no sólo en la Encarnación, sino “junto a la cruz” y en Pentecostés.

            El Concilio Vaticano II, dice de María: «Es verdadera madre de los miembros (de Cristo)...por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza... Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte».

            Y de la misma forma que el Sagrario no es presencia meramente pasiva de Cristo, sino presencia celebrativa y continuadora de la ofrenda eucarística que se acaba de hacer en la misa y luego continúa en el Sagrario con las actitudes sacerdotales de Cristo, el Cristo resucitado “cordero degollado ante el trono de Dios”, de la misma forma, María desde la Encarnación es no solo un sagrario viviente, sino que está siendo, con su oración y grandeza como Madre de Dios, oferente de su hijo al Padre, para la redención. Y toda su vida, desde el pesebre, ha estado totalmente unida ayudando y cuidando al Redentor para que cumpla la obra que le encomienda el Padre, siendo así colaboradora de Dios en la redención.

            María con su hijo en brazos, mimándolo con amor materno, siempre ofrecía al Padre, ella, la madre, aquella victima formada de su misma carne. Sus brazos fueron el primer altar, idea que inspiró esta canción que todos los sábados dedico a la Madre del Puerto en mi visita: «Virgen sacerdotal, Madre querida, Tú que diste a mi vida tan dulce ideal; alárgame tus manos maternales, ellas mis blancos corporales, tu corazón, mi altar sacrificial».

            Ella es la primera oferente del Hijo al Padre. Cumple con la máxima perfección la misión posterior Sacerdotal de la Iglesia. Es ejemplo de ofrenda y oferente. Por eso es nuestra Madre sacerdotal perfecta.

            Lo dice también la Congregación para el Culto Divino en los dos libros publicados en castellano por la Conferencia Episcopal Española, mediante la Comisión Episcopal de Liturgia: en el primero I, están la misas, y, en el segundo II, el Leccionario. En las primeras palabras del Decreto de la publicación de estas Misas, (Prot. N. 309/86) dice:

            «Al celebrar el misterio de Cristo, la Iglesia conmemora muchas veces con veneración a la bienaventurada Virgen María, unida íntimamente a su Hijo: porque recuerda a la mujer nueva que, en previsión de la muerte de Cristo, fue redimida del modo más sublime en su misma concepción; a la madre que, por la fuerza del Espíritu Santo, engendró virginalmente al Hijo; a la discípula que guardó cuidadosa en su corazón las palabras del Maestro; a la socia del Redentor que, por designio divino, se entregó generosamente por entero a la obra del Hijo.

            En la bienaventurada Virgen reconoce también la Iglesia a su miembro más excelso y singular, adornado con toda la abundancia de las virtudes; a ella, que Cristo le confió como madre en el ara de la cruz, colma de piadoso amor y continuamente solicita su patrocinio; a ella profesa como compañera y hermana en el camino de la fe y en las aflicciones de la vida; en ella, instalada ya junto a su Hijo en el reino celestial, contempla gozosa la imagen de su gloria futura».

            LAS MISAS DE LA VIRGEN, que así titulan en su versión castellana a estos dos libros, nos ofrecen 46 títulos diferentes para honrar a María, con oraciones y prefacios propios. En el primer libro vienen UNAS ORIENTACIONES GENERALES, que son todo un tratado de Mariología desde la liturgia, de Mariología Litúrgica, con matices distintos a una Mariología Teológica: lex orando, lex credendi. Me han parecido muy interesantes, por eso voy a transcribir algunas; pongo su enumeración:

«6. Las misas de la bienaventurada Virgen María encuentran su razón de ser y su valor en esta íntima participación de la Madre de Cristo en la historia de la salvación. La Iglesia, conmemorando el papel de la Madre del Señor en la obra de la redención o sus privilegios, celebra ante todo los acontecimientos salvadores en los que, según el designio de Dios, intervino la Virgen María con vistas al misterio de Cristo.

 

11. Después de la gloriosa ascensión de Cristo al cielo, la obra de la salvación  continúa realizándose sobre todo en la celebración de la liturgia, la cual es considerada no sin razón el momento último de la historia de la salvación. Pues en la liturgia Cristo está presente de varios modos...

 

12. De manera semejante, la bienaventurada Virgen, asunta gloriosamente al cielo y ensalzada junto a su Hijo, Rey de reyes y Señor de señores (cf. Ap 19. 16), no ha abandonado la misión salvadora que el Padre le confió, <sino que continúa alcanzándonos, por su múltiple intercesión, los dones de la salud eterna>. La Iglesia, que <quiere vivir el misterio de Cristo> con María y como María, a causa de los vínculos que la unen a ella, experimenta continuamente que la bienaventurada Virgen está a su lado siempre, pero sobre todo en la sagrada liturgia, como madre y como auxiliadora.

 

13. En íntima comunión con la Virgen María, e imitando sus sentimientos de piedad, la Iglesia celebra los divinos misterios, en los cuales <Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados>:

— asociándose a la voz de la Madre del Señor, bendice a Dios Padre y lo glorifica con su mismo cántico de alabanza.

— con ella quiere escuchar la palabra de Dios y meditarla asiduamente en su corazón.

— con ella desea participar en el misterio pascual de Cristo y asociarse a la obra de la redención.

— imitándola a ella, que oraba en el Cenáculo con los apóstoles, pide sin cesar el don del Espíritu Santo.

— apelando a su intercesión, se acoge bajo su amparo, y la invoca para que visite al pueblo cristiano y lo llene de sus beneficios.

— con ella, que protege benignamente sus pasos, se dirige confiadamente al encuentro de Cristo.

Valor ejemplar de la Virgen María en las celebraciones litúrgicas

 

14. La liturgia, que tiene el poder admirable de evocar el pasado y hacerlo presente, pone con frecuencia ante los ojos de los fieles la figura de la Virgen de Nazaret, que <se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él>.

            Por esto la Madre de Cristo resplandece, sobre todo en las celebraciones litúrgicas, como modelo de virtudes y de fiel cooperación a la obra de salvación».

            También es importante ver la presencia de María en la Liturgia de las Horas, con sus himnos, antífonas, responsorios, preces, además de las lecturas bíblicas y patrísticas. Cada día, en las Vísperas, la comunidad cristiana se une al canto de María, al Magníficat, alabando a Dios por su actuación en la historia de la salvación.Y de la liturgia, como prolongación, brota la piedad Mariana, que la Maríalis cultus ofrece a los fieles, resaltando la nota trinitaria, cristológica y eclesial del culto a María (25-28).

            La fe de la Iglesia permanece en su viva integridad, imperturbablemente celebrada en la liturgia. La mariología, pues, no puede considerarse como un tratado separado de los demás, sino en un contexto más amplio y orgánico, explicitando sus conexiones con la cristología, la eclesiología y el conjunto del misterio de la salvación.

 

 

3.-  MARÍA, LA VIRGEN OFERENTE

 

“He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”.María se ofrece totalmente, ya no quiere tener voluntad propia, renuncia a sí misma para ofrecerse toda entera al Señor, renuncia a sus planes para vivirlos en Dios, se hace esclava...

           

3. 1 DESDE LA ANUNCIACIÓN TODA LA VIDA DE LA VIRGEN ES UNA OFRENDA A DIOS

 

Voy a decir ahora cosas que tengo meditadas y escritas desde mi vida de seminarista, cuando estudiaba Mariología. Pero siempre, como en todos mis textos de Teología y todos los libros que tengo en mi biblioteca: subrayando, para aprendérmelo de memoria, lo que me gustaba. Y quiero advertir a mis lectores, que debo muchísimo en esta materia que voy a desarrollar ahora, a un querido profesor mío de Roma, JEAN GALOT, a quien admiro y escuché muchas veces, y del que he tomado, con pequeñas aportaciones mías, las reflexiones que  siguen hasta el final del capítulo.

            Y después de esta larga advertencia, empiezo. Desde la Anunciación toda la vida de la Virgen es una ofrenda a Dios y a su plan de Salvación por el Hijo. En el episodio de la presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (Hb 10, 5- 7); ha visto proclamada la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño “luz que ilumina las gentes y  gloria de Israel” Lc 2, 32), reconocía en Él al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la Pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, “Signo de contradicción” (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (Lc 2, 35), se cumplieron sobre el Calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la Cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito.

            Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención alcanza su culminación en el Calvario, donde Cristo “a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios” (Hbr 9, 14) y donde, «no sin designio divino», María estuvo “junto a la Cruz” (Jn 19, 15) sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por ella engendrada y ofreciéndola ella misma al Padre Eterno (Cfr LG ).

            Para perpetuar en los siglos el sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio eucarístico. Memoria de su Muerte y Resurrección, y lo confió a la Iglesia, su Esposa, la cual, sobre todo el Domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga: lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen, de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.

            Como vemos en la vida de María hay un itinerario de oración trazado por Dios. Después de la Anunciación, la oración de aquella que se había convertido en madre del Salvador se desarrolló en respuesta al mensaje del ángel. En el momento de la presentación de Jesús, esta revelación del sacrificio exige de María una forma más dolorosa de oración de ofrenda.

            El episodio muestra que María está animada del espíritu de ofrenda, porque llega a presentar su niño en el templo, mientras que hubiera bastado, según los términos de la ley, pagar una cantidad a un sacerdote para el rescate de su “primogénito”. Ella deseaba expresamente realizar un gesto de ofrenda, que dé al rescate todo su valor. La ofrenda es la oración en la cual la persona se empeña más a fondo. Más que una palabra, es un gesto en el que se expresa el homenaje del amor con el don de sí mismo.

            Con la luz que brinda la profecía de Simeón, el compromiso va más allá de lo que María había previsto. Ella pone la espada del dolor en el centro de su ofrenda. No sabe exactamente en qué consistirá, pero comprende que se trata de un sufrimiento maternal vinculado a las pruebas que herirán a su hijo en su misión salvadora. Está suficientemente iluminada para que su gesto realice la primera ofrenda del sacrificio del Calvario, más de treinta años antes de que se realice.

            Este sacrificio todavía lejano forma ahora parte del horizonte espiritual de María. Entró en su oración y en ella permanece. Mirando a su hijo, María no puede olvidar lo que le han anunciado acerca de él. Pero lejos de dejarse deprimir por la perspectiva de un drama al que no podrá escapar, manifiesta el impulso de su ofrenda preparándose en la serenidad y generosidad a la prueba suprema.

            Durante los treinta años de Nazaret, nada le hace temer en especial esa prueba, fuera del episodio excepcional del muchacho de doce años que se queda en el templo. La angustia que experimenta en esa ocasión culmina en el gozo de encontrar a Jesús al tercer día, pero las palabras pronunciadas por el muchacho la preparan para una angustia futura, que florecerá en el gozo del encuentro con el Resucitado.

            En el mismo templo donde lo había presentado al Señor, María ofrece una vez más a su hijo por toda la pena que ello causaría a su corazón de madre. A partir de este momento, la ofrenda no se fundaba ya sólo en el anuncio de Simeón, sino también en las palabras de Jesús.

            Orientada hacia la perspectiva del sacrificio final, María ha comprendido mejor el desarrollo del ministerio de su hijo. A sus ojos, la contradicción que el Salvador encontraba de parte de adversarios encarnizados, no era un sencillo incidente. El multiplicarse de los actos de hostilidad no procedía de una tempestad momentánea que hubiera podido calmarse rápidamente. Eran los primeros pasos hacia un trágico final. Podemos intuir que en María la oración de ofrenda adquiría una intensidad cada vez mayor.

            Cuando la madre de Jesús vio que perseguían a su hijo, fuera de la sinagoga de Nazaret, aquellos que hubieran deseado hacerlo caer en un precipicio, experimentó un gran espanto, pero no dejó de reforzar su intención de ofrenda.

            En el Calvario, fue una vez más la voluntad de ofrenda la que ayudó a María a unirse plenamente a la oblación única de la cruz. Su ofrenda, animada por la fe y la esperanza, la hizo sin rencor o desaliento mantenerse en pie al lado del crucificado. Esa voluntad la preservaba de sentimientos de desconsuelo o de acritud.

            La carta a los Hebreos describe el sacrificio de Jesús como la oración o súplica suprema (5, 7 ). La ofrenda se eleva, en efecto, hacia el cielo como la oración de intercesión más eficaz, fundada en el homenaje más completo del ser. En forma análoga, podemos reconocer en la ofrenda de María su oración suprema. Aceptando la espada del dolor y convirtiéndola con todo su corazón materno en homenaje a aquel que recogía a su hijo, elevaba la súplica más fecunda para la salvación de la humanidad.

            María había orado siempre con toda su alma, pero en el sufrimiento más cruel que se le imponía, su oración superaba todo aquello que había sido anteriormente. Era la oración de la ofrenda perfecta en la que se pierde todo a fin de producir, según el misterioso designio divino, el fruto más abundante.

 

3. 2 MARÍA, MODELO DE OFRENDA A DIOS

 

            En el itinerario de oración de la vida cristiana, especialmente de los sacerdotes y consagrados, la ofrenda ocupa puesto muy importante, como vivencia de su ordenación y consagración. Deben ser con Cristo, sacerdotes y víctimas. Por eso, la ofrenda confiere a la oración toda su densidad y permite a la generosidad expresarse más ampliamente. Los llamados por Cristo a seguirlo quedan invitados a ofrecerse en forma más completa, de manera que la ofrenda guíe toda su existencia. Toda su vida debe ser un ofrenda agradable a Dios, quitando todo aquello que manche la ofrenda y desagrade a Dios.

            María enseña a los llamados a seguir a Cristo en una vocación específica a pisar las mismas huellas de Cristo, como ella, a seguir sus pasos hasta la cruz, en las exigencias concretas de su vida ofrecida y consagrada.

            Ella, que tenía el espíritu de ofrenda, busca comunicarles ese espíritu: les ayuda a reaccionar ante los acontecimientos, ofreciendo todo el esfuerzo que conllevan, la paciencia que ejercitan, o el gozo que acogen. Muestra cómo puede transformarse en ofrenda la vida de cada día; en particular, las contrariedades se hacen más ligeras de cargar, desde el momento en que se las ofrece.

            María nos aparta a todos de la ilusión de pensar que la cruz debería tener un puesto mucho más restringido en su existencia. En realidad, hay una cruz de todos los días: la que Jesús mismo recordó cuando anunciaba una condición esencial para seguirlo: “Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame” (Lc 9,23). María no había necesitado escuchar una palabra de este género para saber que no se puede vivir cerca de Cristo sin compartir su cruz: la predicción de la espada de dolor la había asociado a esa cruz mucho tiempo antes de que fuera elevada en Gólgota.

            Ella nos ayuda a todos los cristianos a entrar en esta perspectiva, a no extrañarse ante las dificultades y dolores cuyo peso experimentan.

            En los momentos más penosos, María se hace presente para sostener el valor, ayudar a aquellos a quienes sacude violentamente la prueba a no dejarse derrotar. Mirando el ejemplo de María, los creyentes verdaderos, seguidores de su Hijo, pueden transformar más fácilmente sus penas en ofrendas con Cristo. Al contemplarla llorosa pero erguida junto a la cruz, comprenderán que su deber es el de cargar con valor sus sufrimientos y unirlos a los de Cristo con una fidelidad total.

            María nos estimula a todos a hacer de sus pruebas una oración de intercesión en la que se empeña toda el alma. Con esta oración se mantiene el contacto con Dios y el sufrimiento asume el sentido que le atribuye el designio divino. Los dolores, vistos bajo la luz que procede de lo alto, parecen otra cosa y evocan el rostro de Cristo crucificado.

            María que un día miró con tanta insistencia y compasión al que sufría y moría en la cruz trata de atraer la atención sobre el rostro de Jesús. Recuerda a todos los cristianos que las pruebas de la vida se pueden convertir para todos en una posibilidad de amor más grande.

            «Cargar con la propia cruz» es ciertamente una alusión al suplicio de la cruz, que entonces estaba bastante difundido y se aplicaba a los rebeldes y a los grandes criminales. Después del Calvario, a la luz de la cruz del Señor comprenderán todos los creyentes y seguidores de Cristo la necesidad de cargar con su cruz. María les hace comprender mejor la fecundidad de todo dolor que se trasforma en ofrenda.

            Como los demás cristianos, los consagrados se encuentran con las objeciones al valor del sufrimiento y pueden experimentar la tentación de considerarlo inútil o nocivo. Habiendo vivido la experiencia terrible del Calvario, que parecía llegar al fracaso completo de Cristo, María puede mostrar a todos la fecundidad de su ofrenda materna. Esta ofrenda parecía pura pérdida, pero ha sido la fuente de una nueva maternidad. Toda asociación a la cruz del Salvador participa en sus frutos y la fecundidad prometida por Jesús a todo sacrificio no puede dejar de verificarse.

            Por último, María anima a todos sus hijos a la ofrenda recordándoles que el sufrimiento es el paso a un gozo más grande. Ella gustó tanto más el gozo de la resurrección cuanto que se empeñó con una generosidad sin reservas en el drama de la pasión.

            A nosotros nos sucede lo mismo: cuanto más generosa sea la ofrenda, tanto mejor desemboca en gozo intenso. La madre del Resucitado se hace garante de ese gozo, acompañando la ofrenda de todos sus hijos, especialmente de los que siguen al Hijo en el sacerdocio y en la vida religiosa; a ellos especialmente, a través de todas las vicisitudes de una vida colocada bajo la cruz de Cristo, les abre el camino del gozo más profundo.

            Si los cristianos, especialmente los sacerdotes y religiosos, abren su corazón a la Virgen por la oración,  María se hará presente en su espíritu y en su corazón; y la ofrenda y la unión con ella, junto a la cruz del Hijo, se desarrollará recibiendo fuerza y consuelo en el dolor, que, como el suyo, luego producirá las flores de la alegría y los frutos de la irradiación apostólica.

 

 

 

 

4.- MARÍA, SIGNO Y DELEGADA DE LA MATERNIDAD DE DIOS PADRE

MEDITACIÓN

 

María delegada por el Padre como Padre-Madre de la humanidad

 

El don de María

 

El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad en comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —demasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió darnos una representación concreta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es como nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, un testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre.

Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que nos ha ofrecido el Padre. En sus rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.

Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como en uno materna. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. En efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos paternidad y maternidad.

El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía del Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.

Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es corno si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran escondidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo que este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.

Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan corno gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

            Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carEsta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia. Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15).

Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos: “¡Hijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ga 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada.

Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel superioi tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papeI de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso.

El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atractiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que colma el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecido como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina.

Él, que poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal. Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres el afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de dar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad.

Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre del Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos.

Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque siendo la Madre del mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Elia es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.

Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante.

Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Elia, por tanto, nos ha dado a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.

La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad del Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano.

Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor del Calvario. Ella nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasado, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad. En la Madre Dolorosa, que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor paterna! que ha llegado hasta el fin.

¡No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María una indulgencia, una bondad y una misericordia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese criterio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bondad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hombre pudiera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.

Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de la justicia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual.

El Padre actúa con cada uno de nosotros como con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria si lo representáramos únicamente bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María, lleno de dulzura y suavidad.

Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de su acogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía.

Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros.

Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón maternal, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidades del corazón del Padre.

La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre. Tal es el papel de la Virgen: Ella nos hace llegar al amor del Padre. El Padre sabía que nuestro espíritu humano hubiera tenido dificultad en comprender que su corazón paternal alimentaba todo el cariño que podemos desear de un Padre y de una Madre.

Ya lo hemos indicado: para muchos hombres, el Padre es una figura abstracta; su rostro paterno, al ser invisible, les parece lejano y frío, poco digno de interés. Si ya tienen dificultad en considerarlo verdaderamente como Padre, todavía serán menos capaces de percibir en Él todo el calor que se encuentra en un amor maternal.

El Padre ha venido, pues, en socorro de nuestra impotencia y ha colocado ante nuestros ojos a una Madre, que es, a la vez, una mujer de nuestra naturaleza e ideal perfecto del amor. Ella está aquí para hacernos sentir la ternura y la solicitud que Él nos dirige. Y lo consigue tan bien que ejerce sobre muchos un atractivo que el mismo Padre no parecería poseer en tal grado. En realidad, Ella no es sino una mensajera de la bondad divina que quiere ofrecerse a nosotros de manera más convincente; no es sino la expresión del corazón del Padre.

 

 

CAPÍTULO TERCERO

 

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II SOBRE LA VIRGEN

 

3. 1   LA LLENA DE GRACIA

       (Audiencia general 8-V-1996)

 

1. En el relato de la Anunciación, la primera palabra del saludo del ángel “Alégrate” constituye una invitación a la alegría que remite a los oráculos del Antiguo Testamento dirigidos a la hija de Sión. Lo hemos puesto de relieve en la catequesis anterior, explicando también los motivos en los que se funda esa invitación: la presencia de Dios en medio de su pueblo, la venida del rey mesiánico y la fecundidad materna. Estos motivos encuentran en María su pleno cumplimiento.

            El ángel Gabriel, dirigiéndose a la Virgen de Nazaret, después del saludo “jaire” (alégrate) la llama “kejaritomene” “llena de gracia”. Esas palabras del texto griego: “jaire y kejaritomene” tienen entre sí una profunda conexión: María es invitada a alegrarse sobre todo porque Dios la ama y la ha colmado de gracia con vistas a la maternidad divina.

            La fe de la Iglesia y la experiencia de los santos enseñan que la gracia es la fuente de alegría y que la verdadera alegría viene de Dios. En María, como en los cristianos, el don divino es causa de un profundo gozo.

 

2. “Kejaritomene”: esta palabra dirigida a María se presenta como una calificación propia de la mujer destinada a convertirse en la madre de Jesús. Lo recuerda oportunamente la constitución Lumen gentium, cuando afirma: «La Virgen de Nazaret es saludada por el ángel de la Anunciación por encargo de Dios, como “llena de gracia”» (n. 56).

            El hecho de que el mensajero celestial la llame así confiere al saludo angélico un valor más alto: es manifestación del poder salvífico de Dios con relación a María. Como escribí en la encíclica Redemptoris Mater: «La plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo» (n. 9).

            Llena de gracia es el nombre que María tiene a los ojos de Dios. En efecto, el ángel, según la narración del evangelista san Lucas, lo usa incluso antes de pronunciar el nombre de María, poniendo así de relieve el aspecto principal que el Señor ve en la personalidad de la Virgen de Nazaret.

            La expresión «llena de gozo» traduce la palabra griega, kejaritomene, la cual es un participio pasivo. Así pues, para expresar con más exactitud el matiz del término griego, no se debería decir simplemente “llena de gracia”, sino “hecha llena (llenada) de gracia” o “colmada de gracia”, lo cual indicaría claramente que se trata de un don hecho por Dios a la Virgen. El término, en forma de participio perfecto, expresa la imagen de una gracia perfecta y duradera que implica plenitud. El mismo verbo, en el significado de «colmar de gracia», es usado en la Carta a los Efesios para indicar la abundancia de gracia que nos concede el Padre en su Hijo amado (cfr Ef 1, 6). María la recibe como primicia de la Redención (cfr Redemptoris Mater, 10).

 

3. En el caso de la Virgen, la acción de Dios resulta ciertamente sorprendente. María no posee ningún título humano para recibir el anuncio de la venida del Mesías. Ella no es el sumo sacerdote, representante oficial de la religión judía, y ni siquiera un hombre, sino una joven sin influjo en la sociedad de su tiempo. Además, es originaria de Nazaret, aldea que nunca cita el Antiguo Testamento y que no debía gozar de buena fama, como lo dan a entender las palabras de Natanael que refiere el evangelio de san Juan: “De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46).

            El carácter extraordinario y gratuito de la intervención de Dios resulta aún más evidente si se compara con el texto del evangelio de san Lucas que refiere el episodio de Zacarías. Ese pasaje pone de relieve la condición sacerdotal de Zacarías, así como la ejemplaridad de vida, que hace de él y de su mujer Isabel modelos de los justos del Antiguo Testamento: “Caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Señor” (Lc 1, 6).

            En cambio, ni siquiera se alude al origen de María. En efecto, la expresión “de la casa de David” (Lc 1, 27) se refiere sólo a José. No se dice nada de la conducta de María. Con esa elección literaria, San Lucas destaca que en ella todo deriva de una gracia soberana. Cuanto le ha sido concedido no proviene de ningún título de mérito, sino únicamente de la libre y gratuita predilección divina.

 

4. Al actuar así, el evangelista ciertamente no desea poner en duda el excelso valor personal de la Virgen santa. Más bien, quiere presentar a María como puro fruto de la benevolencia de Dios, quien tomó de tal manera posesión de ella, que la hizo, como dice el ángel, llena de gracia.Precisamente la abundancia de gracia funda la riqueza espiritual oculta en María.

            En María, en los albores del Nuevo Testamento, la gratuidad de la misericordia divina alcanza su grado supremo. En ella la predilección de Dios, manifestada al pueblo elegido y en particular a los humildes y a los pobres,  llega a su culmen.

            La iglesia, alimentada por la palabra del Señor y por la experiencia de los santos, exhorta a los creyentes a dirigir su mirada hacia la Madre del Redentor y a sentirse como ella amados por Dios. Los invita a imitar su humildad y su pobreza, para que, siguiendo su ejemplo y gracias a su intercesión, puedan perseverar en la gracia divina que santifica y transforma los corazones.

 

 

 

 

 

 

3. 2  LA SANTIDAD PERFECTA DE MARIA

   (Audiencia general 15-V-1996)

 

1. En María, “llena de gracia”, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (...) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).

            Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción. El término “hecha llena de gracia” que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo “kejaritomene” tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.

 

2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.

            El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen gentium, 56).

            La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.

3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.

            A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha), alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).

            Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.

            La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (San Gregorio Nacianceno, Oratio 38, 16) como en el momento mismo de la Encarnación (San Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.

 

4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (...) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón 1, sobre el nacimiento de María).

            Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón 1, sobre la dormición de María).

            La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.

            Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por San Germán de Constantinopla y por San Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.

            De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la Carta a los Efesios (Ef 1, 6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.

 

 

 

 

 

 

3. 3  EL PROPÓSITO DE VIRGINIDAD

(Audiencia general, 24-VII-1996)

 

MARÍA DIJO: “¿CÓMO SERÁ ESO PUES NO CONOZCO VARON?”

 

1. Al ángel, que le anuncia la concepción y el nacimiento de Jesús, María dirige una pregunta: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34). Esa pregunta resulta, por lo menos, sorprendente si recordamos los relatos bíblicos que refieren el anuncio de un nacimiento extraordinario a una mujer estéril. En esos casos se trata de mujeres casadas, naturalmente estériles, a las que Dios ofrece el don del hijo a través de la vida conyugal normal (cfr 1 S 1, 19-20), como respuesta a oraciones de súplicas conmovedoras (cfr Gn 15, 2; 30, 22-23; 1 S 1, 10; Lc 1, 13).

            Es diversa la situación en que María recibe el anuncio del ángel. No es una mujer casada que tenga problemas de esterilidad; por elección voluntaria quiere permanecer virgen. Por consiguiente, su propósito de virginidad, fruto de amor al Señor, constituye, al parecer, un obstáculo a la maternidad anunciada.

            A primera vista, las palabras de María parecen expresar solamente su estado actual de virginidad: María afirmaría que no «conoce» varón, es decir, que es virgen. Sin embargo, el contexto en que plantea la pregunta “¿cómo será eso?” y la afirmación siguiente “no conozco varón” ponen de relieve tanto la virginidad actual de María como su propósito de permanecer virgen. La expresión que usa, con la forma verbal en presente, deja traslucir la permanencia y la continuidad de su estado.

 

2. María, al presentar esta dificultad, lejos de oponerse al proyecto divino, manifiesta la intención de aceptarlo totalmente. Por lo demás, la joven de Nazaret vivió siempre en plena sintonía con la voluntad divina y optó por una vida virginal con el deseo de agradar al Señor. En realidad, su propósito de virginidad la disponía a acoger la voluntad divina «con todo su yo, humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo» (Redemptoris Mater, 13).

            A algunos, las palabras e intenciones de María les parecen inverosímiles, teniendo presente que en el ambiente judío la virginidad no se consideraba un valor ni un ideal. Los mismos escritos del Antiguo Testamento lo confirman en varios episodios y expresiones conocidos. El libro de los Jueces refiere, por ejemplo, que la hija de Jefté, teniendo que afrontar la muerte siendo aún joven núbil, llora su virginidad, es decir, se lamenta de no haber podido casarse (cfr fc 11, 38). Además, en virtud del mandato divino “sed fecundos y multiplicaos” (Gn 1, 28), el matrimonio es considerado la vocación natural de la mujer, que conlleva las alegrías y los sufrimientos propios de la maternidad.

 

3. Para comprender mejor el contexto en que madura la decisión de María, es preciso tener presente que, en el tiempo que precede inmediatamente el inicio de la era cristiana, en algunos ambientes judíos se comienza a manifestar una orientación positiva hacia la virginidad. Por ejemplo, los esenios, de los que se han encontrado numerosos e importantes testimonios históricos en Qumrán, vivían en el celibato o limitaban el uso del matrimonio, a causa de la vida común y para buscar una mayor intimidad con Dios.

            Además, en Egipto existía una comunidad de mujeres que, siguiendo la espiritualidad esenia, vivían en continencia. Esas mujeres, las terapeutas, pertenecientes a una secta descrita por Filón de Alejandría (cfr De vita contemplativa, 2 1-90), se dedicaban a la contemplación y buscaban la sabiduría.

            Tal vez María no conoció esos grupos religiosos judíos que seguían el ideal del celibato y de la virginidad. Pero el hecho de que Juan Bautista viviera probablemente una vida de celibato, y que la comunidad de sus discípulos la tuviera en gran estima, podría dar a entender que también el propósito de virginidad de María entraba en ese nuevo contexto cultural y religioso.

 

4. La extraordinaria historia de la Virgen de Nazaret no debe, sin embargo, hacernos caer en el error de vincular completamente sus disposiciones íntimas a la mentalidad del ambiente, subestimando la unicidad del misterio acontecido en ella. En particular, no debemos olvidar que María había recibido, desde el inicio de su vida, una gracia sorprendente, que el ángel le reconoció en el momento de la Anunciación. María, “llena de gracia” (Lc 1, 28), fue enriquecida con una perfección de santidad que, según la interpretación de la Iglesia, se remonta al primer instante de su existencia: el privilegio único de la Inmaculada Concepción influyó en todo el desarrollo de la vida espiritual de la joven de Nazaret.

            Así pues, se debe afirmar que lo que guió a María hacia el ideal de la virginidad fue una inspiración excepcional del mismo Espíritu Santo que, en el decurso de la historia de la Iglesia, impulsaría a tantas mujeres a seguir el camino de la consagración virginal.

            La presencia singular de la gracia en la vida de María lleva a la conclusión de que la joven tenía un compromiso de virginidad. Colmada de dones excepcionales del Señor desde el inicio de su existencia, está orientada a una entrega total, en alma y cuerpo, a Dios con el ofrecimiento de su virginidad.

            Además, la aspiración a la vida virginal estaba en armonía con aquella «pobreza» ante Dios, a la que el Antiguo Testamento atribuye gran valor. María, al comprometerse plenamente en este camino, renuncia también a la maternidad, riqueza personal de la mujer, tan apreciada en Israel. De ese modo, «ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen» (Lumen gentium, 55).

            Pero, presentándose como pobre ante Dios, y buscando una fecundidad sólo espiritual, fruto del amor divino, en el momento de la Anunciación.  María descubre que el Señor ha transformado su pobreza en riqueza: será la Madre virgen del Hijo del Altísimo. Más tarde descubrirá también que su maternidad está destinada a extenderse a toda la Iglesia Católica: «Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, porque él es el nuevo Adán que inaugura la nueva creación» (n. 504).

            En el misterio de esta nueva creación resplandece el papel de la maternidad virginal de María. San Ireneo, llamando a Cristo «primogénito de la Virgen» (Adv. Haer. 3, 16, 4), recuerda que, después de Jesús, muchos otros

nacen de la Virgen, en el sentido de que reciben la vida nueva de Cristo. «Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende a todos los hombres a los cuales él vino a salvar: Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 501).

 

4. La comunicación de la vida nueva es transmisión de la filiación divina. Podemos recordar aquí la perspectiva abierta por San Juan en el Prólogo de su evangelio: aquel a quien Dios engendró, da a los creyentes el poder de hacerse hijos de Dios (cfrJn 1, 12-13). La generación virginal permite la extensión de la paternidad divina: a los hombres se les hace hijos adoptivos de Dios en aquel que es Hijo de la Virgen y del Padre.

            Así pues, la contemplación del misterio de la generación virginal nos permite intuir que Dios ha elegido para su Hijo una Madre virgen, para dar más ampliamente a la humanidad su amor de Padre.

 

 

 

 

 

 

3. 4   MARIA, MODELO DE VIRGINIDAD

    (Audiencia general, 7-VIII-l996)

 

1. El propósito de virginidad, que se vislumbra en las palabras de María en el momento de la Anunciación, ha sido considerado tradicionalmente como el comienzo y el acontecimiento inspirador de la virginidad cristiana en la Iglesia.

            San Agustín no reconoce en ese propósito el cumplimiento de un precepto divino, sino un voto emitido libremente. De ese modo, se ha podido presentar a María como ejemplo a las santas vírgenes en el curso de toda la historia de la Iglesia. María «consagró su virginidad a Dios, cuando aún no sabía lo que debía concebir, para que la imitación de la vida celestial en el cuerpo terrenal y mortal se haga por voto, no por precepto, por elección de amor, no por necesidad de servicio» (De Sancta Vitg., IV, 4; PL 40, 398).

            El ángel no pide a María que permanezca virgen; es María quien revela libremente su propósito de virginidad. En este compromiso se sitúa su elección de amor, que la lleva a consagrarse totalmente al Señor mediante una vida virginal.

            Al subrayar la espontaneidad de la decisión de María, no debemos olvidar que en el origen de cada vocación está la iniciativa de Dios. La doncella de Nazaret, al orientarse hacia la vida virginal, respondía a una vocación interior, es decir, a una inspiración del Espíritu Santo que la iluminaba sobre el significado y el valor de la entrega virginal de la misma. Nadie puede acoger este don sin sentirse llamado y sin recibir del Espíritu Santo la luz y la fuerza necesarias.

 

2. Aunque San Agustín utiliza la palabra voto para mostrar a quienes llama santas vírgenes el primer modelo de su estado de vida, el Evangelio no testimonia que María haya formulado expresamente un voto, que es la forma de consagración y entrega de la propia vida a Dios, en uso ya desde los primeros siglos de la Iglesia. El Evangelio nos da a entender que María tomó la decisión personal de permanecer virgen, ofreciendo su corazón al Señor. Desea ser su esposa fiel, realizando la vocación de la «hija de Sión».

            Sin embargo, con su decisión se convierte en el arquetipo de todos los que en la Iglesia han elegido servir al Señor con corazón indiviso en la virginidad. Ni los evangelios, ni otros escritos del Nuevo Testamento, nos informan acerca del momento en el que María tomó la decisión de permanecer virgen. Con todo, de la pregunta que hace el ángel se deduce con claridad que, en el momento de la Anunciación, dicho propósito era ya muy firme. María no duda en expresar su deseo de conservar la virginidad también en la perspectiva de la maternidad que se le propone, mostrando que había madurado largamente su propósito.

            En efecto, María no eligió la virginidad en la perspectiva, imprevisible, de llegar a ser Madre de Dios, sino que maduró su elección en su conciencia antes del momento de la Anunciación. Podemos suponer que esa orientación siempre estuvo presente en su corazón: la gracia que la preparaba para la maternidad virginal influyó ciertamente en todo el desarrollo de su personalidad, mientras que el Espíritu Santo no dejó de inspirarle, ya desde sus primeros años, el deseo de la unión más completa con Dios.

 

3. Las maravillas que Dios hace, también hoy, en el corazón y en la vida de tantos muchachos y muchachas, las hizo, ante todo, en el alma de María. También en nuestro mundo, aunque esté tan distraído por la fascinación de una cultura a menudo superficial y consumista, muchos adolescentes aceptan la invitación que proviene del ejemplo de María y consagran su juventud al Señor y al servicio de sus hermanos.

            Esta decisión, más que renuncia a valores humanos, es elección de valores más grandes. A este respecto, mi venerado predecesor Pablo VI, en la exhortación apostólica Marialis cultus, subrayaba cómo quien mira con espíritu abierto el testimonio del Evangelio «se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María (...) no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios» (n. 37),

            En definitiva, la elección del estado virginal está motivada por la plena adhesión a Cristo. Esto es particularmente evidente en María. Aunque antes de la Anunciación no era consciente de ella, el Espíritu Santo le inspira su consagración virginal con vistas a Cristo: permanece virgen para acoger con todo su ser al Mesías Salvador. La virginidad comenzada en María muestra así su propia dimensión cristocéntrica, esencial también para la virginidad vivida en la Iglesia, que halla en la Madre de Cristo su modelo sublime. Aunque su virginidad personal, vinculada a la maternidad divina, es un hecho excepcional, ilumina y da sentido a todo don virginal.

 

4. ¡Cuántas mujeres jóvenes, en la historia de la Iglesia, contemplando la belleza y la nobleza del corazón virginal de la Madre del Señor, se han sentido alentadas a responder generosamente a la llamada de Dios, abrazando el ideal de la virginidad!

            «Precisamente esta virginidad --como he recordado en la encíclica Redentoris Mater, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret--, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo» (n. 43).

            La vida virginal de María suscita en todo el pueblo cristiano la estima por el don de la virginidad y el deseo de que se multiplique en la Iglesia como signo del primado de Dios sobre toda realidad y como anticipación profética de la vida futura. Demos gracias juntos al Señor por quienes aún hoy consagran generosamente su vida mediante la virginidad, al servicio del reino de Dios.

            Al mismo tiempo, mientras en diversas zonas de antigua evangelización el hedonismo y el consumismo parecen disuadir a los jóvenes de abrazar la vida consagrada, es preciso pedir incesantemente a Dios, por intercesión de María, un nuevo florecimiento de vocaciones religiosas. Así, el rostro de la Madre de Cristo, reflejado en muchas vírgenes que se esfuerzan por seguir al divino Maestro, seguirá siendo para la humanidad el signo de la misericordia y de la ternura divinas.

 

 

 

3. 5   LA UNIÓN VIRGINAL DE MARIA Y JOSÉ

     (Audiencia general, 21-VIII-1996)

 

1. El evangelio de Lucas, al presentar a María como virgen, añade que estaba “desposada con un hombre llamado José, de la casa de David” (Lc 1, 27). Estas informaciones parecen, a primera vista, contrarias.

            Hay que notar que el término griego utilizado en este pasaje no indica la situación de una mujer que ha contraído el matrimonio y por tanto vive en el estado matrimonial, sino la del noviazgo. Pero, a diferencia de cuanto ocurre en las culturas modernas, en la costumbre judaica antigua la institución del noviazgo preveía un contrato y tenía normalmente valor definitivo: efectivamente, introducía a los novios en el estado matrimonial, si bien el matrimonio se cumplía plenamente cuando el joven conducía a la muchacha a su casa.

            En el momento de la Anunciación, María se halla, pues, en la situación de esposa prometida. Nos podemos preguntar por qué había aceptado el noviazgo, desde el momento en que tenía el propósito de permanecer virgen para siempre. Lucas es consciente de esta dificultad, pero se limita a registrar la situación sin aportar explicaciones. El hecho de que el evangelista, aun poniendo de relieve el propósito de virginidad de María, la presente igualmente como esposa de José constituye un signo de que ambas noticias son históricamente dignas de crédito.

2. Se puede suponer que entre José y María, en el momento de comprometerse, existiese un entendimiento sobre el proyecto de vida virginal. Por lo demás, el Espíritu Santo, que había inspirado en María la opción de la virginidad con miras al misterio de la Encarnación y quería que ésta acaeciese en un contexto familiar idóneo para el crecimiento del Niño, pudo muy bien suscitar también en José el ideal de la virginidad.

            El ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, le dice: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). De esta forma recibe la confirmación de estar llamado a vivir de modo totalmente especial el camino del matrimonio. A través de la comunión virginal con la mujer predestinada para dar a luz a Jesús, Dios lo llama a cooperar en la realización de su designio de salvación.

            El tipo de matrimonio hacia el que el Espíritu Santo orienta a María y a José es comprensible sólo en el contexto del plan salvífico y en el ámbito de una elevada espiritualidad. La realización concreta del misterio de la Encarnación exigía un nacimiento virginal que pusiese de relieve la filiación divina y, al mismo tiempo, una familia que pudiese asegurar el desarrollo normal de la personalidad del Niño.

            José y María, precisamente en vista de su contribución al misterio de la Encarnación del Verbo, recibieron la gracia de vivir juntos el carisma de la virginidad y el don del matrimonio. La comunión de amor virginal de María y José, aun constituyendo un caso especialísimo, vinculado a la realización concreta del misterio de la Encarnación, sin embargo fue un verdadero matrimonio (cfr Exhortación apostólica Redemptoris custos, 7).

            La dificultad de acercarse al misterio sublime de su comunión esponsal ha inducido a algunos, ya desde el siglo II, a atribuir a José una edad avanzada y a considerarlo el custodio de María, más que su esposo. Es el caso de suponer, en cambio, que no fuese entonces un hombre anciano, sino que su perfección interior, fruto de la gracia, lo llevase a vivir con afecto virginal la relación esponsal con María.

3. La cooperación de José en el misterio de la Encarnación comprende también el ejercicio del papel paterno respecto de Jesús. Dicha función le es reconocida por el ángel que, apareciéndosele en sueños le invita a poner el nombre al Niño: “Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).

            Aun excluyendo la generación física, la paternidad de José fue una paternidad real, no aparente. Distinguiendo entre padre y progenitor, una antigua monografía sobre la virginidad de María --el De Margarita (siglo IV) afirma que «los compromisos adquiridos por la Virgen y José como esposos hicieron que él pudiese ser llamado con este nombre (de padre); un padre, sin embargo, que no ha engendrado». José, pues, ejerció en relación con Jesús la función de padre, gozando de una autoridad a la que el Redentor libremente se «sometió» (Le 2, 51), contribuyendo a su educación y transmitiéndole el oficio de carpintero.

            Los cristianos han reconocido siempre en José a aquel que vivió una comunión íntima con María y Jesús, deduciendo que también en la muerte gozó de su presencia consoladora y afectuosa. De esta constante tradición cristiana se ha desarrollado en muchos lugares una especial devoción a la santa Familia y en ella a san José. Custodio del Redentor. El Papa León XIII, como es sabido, le encomendó el patrocinio de toda la Iglesia.

 

 

3. 6     MARÍA SIEMPRE VIRGEN          

      (Audiencia general, 28-VII1-1996)

 

1. La Iglesia ha manifestado de modo constante su fe en la virginidad perpetua de María. Los textos más antiguos, cuando se refieren a la concepción de Jesús, llaman a María sencillamente Virgen, pero dando a entender que consideraban esa cualidad como un hecho permanente, referido a toda su vida.

            Los cristianos de los primeros siglos expresaron esa convicción de fe mediante el término griego <á eí      parzenos>, «siempre virgen», creado para calificar de modo único y eficaz la persona de María, y expresar en una sola palabra la fe de la Iglesia en su virginidad perpetua. Lo encontramos ya en el segundo símbolo de fe de san Epifanio, en el año 374, con relación a la Encarnación: el Hijo Dios «se encarnó, es decir, fue engendrado de modo perfecto por santa María, la siempre virgen, por obra del Espíritu Santo» (Ancoratus, 119, 5: DS 44).

           

            La expresión siempre virgen fue recogida por el segundo Concilio de Constantinopla, que afirmó: el Verbo de Dios «se encarnó de la santa gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella» (DS 422). Esta doctrina fue confirmada por otros dos concilios ecuménicos, el cuarto de Letrán, año 1215 (DS 801) y el segundo de Lyon, año 1274 (DS 852), y por el texto de la definición del dogma de la Asunción, año 1950 (DS 3.903), en el que la virginidad perpetua de María es aducida entre los motivos de su elevación en cuerpo y alma a la gloria celeste.

 

2. Usando una fórmula sintética, la tradición de la Iglesia ha presentado a María como «virgen antes del parto, durante el parto y después del parto», afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen. De las tres, la afirmación de la virginidad antes del parto es, sin duda, la más importante, ya que se refiere a la concepción de Jesús y toca directamente el misterio mismo de la Encarnación. Esta verdad ha estado presente desde el principio y de forma constante en la fe de la Iglesia.

            La virginidad durante el parto y después del parto, aunque se halla contenida implícitamente en el título de virgen atribuido a María ya en los orígenes de la Iglesia, se convierte en objeto de profundización doctrinal cuando algunos comienzan explícitamente a ponerla en duda. El Papa Hormisdas precisa que «el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre y nació en el tiempo como hombre, abriendo al nacer el seno de su madre (cfr Lc 2, 23) y, por el poder de Dios, sin romper la virginidad de su madre» (DS 368). Esta doctrina fue confirmada por el Concilio Vaticano II, en el que se afirma que el Hijo primogénito de María «no menoscabó su integridad virginal, sino que la santificó» (Lumen gentium, 57).

            Por lo que se refiere a la virginidad después del parto, es preciso destacar ante todo que no hay motivos para pensar que la voluntad de permanecer virgen, manifestada por María en el momento de la Anunciación (cfr Lc 1, 34), haya cambiado posteriormente. Además, el sentido inmediato de las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, “ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27), que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo predilecto, hace suponer una situación que excluye la presencia de otros hijos nacidos de María.

            Los que niegan la virginidad después del parto han pensado encontrar un argumento probatorio en el término «primogénito», que el Evangelio atribuye a Jesús (cfr Le 2, 7), como si esa expresión diera a entender que María engendró otros hijos después de Jesús. Pero la palabra «primogénito» significa literalmente «hijo no precedido por otro» y, de por sí, prescinde de la existencia de otros hijos. Además, el evangelista subraya esta característica del Niño, pues con el nacimiento del primogénito estaban vinculadas algunas prescripciones de la ley judaica, independientemente del hecho de que la madre hubiera dado a luz otros hijos. A cada hijo único se aplicaban, por consiguiente, esas prescripciones por ser «el primogénito» (cfr Lc 2, 23).

 

3. Según algunos, contra la virginidad de María después del parto estarían aquellos textos evangélicos que recuerdan la existencia de cuatro «hermanos de Jesús»: Santiago, José, Simón y Judas (cfr Mt 13, 55-56; Mc 6, 3), y de varias hermanas. Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra primo y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tenían un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco.

            En realidad, con el término hermanos de Jesús se indican los hijos de una María discípula de Cristo (cfr Mt 27, 56), que es designada de modo significativo como “la otra María” (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión frecuente en el Antiguo Testamento (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 500).

            Así pues, María santísima es la siempre Virgen. Esta prerrogativa suya es consecuencia de la maternidad divina, que la consagró totalmente a la misión redentora de Cristo.

 

 

3.7.     LA ESCLAVA DEL SEÑOR

      (Audiencia general 4-IX-1996)

 

1. María la “llena de gracia”, al proclamarse “esclava del Señor”, desea comprometerse a realizar personalmente de modo perfecto el servicio que Dios espera de todo su pueblo. Las palabras: “He aquí la esclava del Señor” anuncian a Aquel que dirá de sí mismo: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45; cfr Mt 20, 28). Así, el Espíritu Santo realiza entre la Madre y el Hijo una armonía de isposiciones íntimas, que permitirá a María asumir plenamente su función materna con respecto a Jesús, acompañándolo en su misión de Siervo.

            En la vida de Jesús, la voluntad de servir es constante y sorprendente. En efecto, como Hijo de Dios, hubiera podido con razón hacer que le sirvieran. Al atribuirse el título de “Hijo del hombre”, a propósito del cual el libro de Daniel afirma: “todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán” (Dn 7, 14), hubiera podido exigir el dominio sobre los demás. Por el contrario, al rechazar la mentalidad de su tiempo manifestada mediante la aspiración de los discípulos a ocupar los primeros lugares (cfr Mc 9, 34) y mediante la protesta de Pedro durante el lavatorio de los pies (cfr Jn 13, 6), Jesús no quiere ser servido, sino que desea servir hasta el punto de entregar totalmente su vida en la obra de la redención.

 

2. También María, aun teniendo conciencia de la altísima dignidad que se le había concedido, ante el anuncio del ángel se declara de forma espontánea "esclava del Señor”. En este compromiso de servicio ella incluye también su propósito de servir al prójimo, como lo demuestra la relación que guardan el episodio de la Anunciación y el de la Visitación: Cuando el ángel le informa de que Isabel espera el nacimiento de un hijo, María se pone en camino y “de prisa” (Lc 1, 39) acude a Galilea para ayudar a su prima en los preparativos del nacimiento del niño, con plena disponibilidad. Así brinda a los cristianos de todos los tiempos un modelo sublime de servicio.

            Las palabras “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38) manifiestan en María, que se declara esclava del Señor, una obediencia total a la voluntad de Dios. El optativo “hágase”, que usa san Lucas, no sólo expresa aceptación, sino también acogida convencida del proyecto divino, hecho propio con el compromiso de todos sus recursos personales.

 

3. María, acogiendo plenamente la voluntad divina, anticipa y hace suya la voluntad de Cristo que, según la Carta a los Hebreos, al entrar en el mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.... Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 5-7; Sal 40, 7-9).

            Además, la docilidad de María anuncia y prefigura la que manifestará Jesús durante su vida pública hasta el calvario. Cristo dirá: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). En esta misma línea, María hace de la voluntad del Padre el principio inspirador de toda su vida, buscando en ella la fuerza necesaria para el cumplimiento de la misión que se le confió.

            Aunque era el momento de la Anunciación María no conoce aún el sacrificio que caracterizará la misión de

Cristo, la profecía de Simeón le hará vislumbrar el trágico destino de su Hijo (cfr Lc 2, 34-35). La Virgen se asociará a Él con íntima participación. Con su obediencia plena a la voluntad de Dios, María está dispuesta a vivir todo 1o que

el amor divino tiene previsto para su vida, hasta la “espada” que atravesará su alma.

 

 

3. 8    MARIA, NUEVA EVA

     (Audiencia general 18-IX-1996)

 

1. El Concilio Vaticano II, comentando el episodio de la Anunciación, subraya de modo especial el valor del consentimiento de María a las palabras del mensajero divino. A diferencia de cuanto sucede en otras narraciones bíblicas semejantes, el ángel lo espera expresamente: «El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a su muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (Lumen gentium, 56).

            La Lumen gentium recuerda el contraste entre el modo de actuar de Eva y el de María, que san Ireneo ilustra así: «De la misma manera que aquella --es decir, Eva-- había sido seducida por el discurso de un ángel, hasta el punto de alejarse de Dios desobedeciendo a su palabra; y como aquella había sido seducida para desobedecer a Dios, ésta se dejó convencer a obedecer a Dios; por ello, la Virgen María se convirtió en abogada de la virgen Eva. Y de la misma forma que el género humano había quedado sujeto a la muerte a causa de una virgen, fue librado de ella por una Virgen; así la desobediencia de una virgen fue contrarrestada por la obediencia de una Virgen...» (Adv. Haer., 5, 19, 1).

 

2. Al pronunciar su «sí» total al proyecto divino, María es plenamente libre ante Dios. Al mismo tiempo, se siente personalmente responsable ante la humanidad, cuyo futuro está vinculado a su respuesta.Dios pone el destino de todos en las manos de una joven. El «sí» de María es la premisa para que se realice el designio que Dios, en su amor, trazó para la salvación del mundo.

            El Catecismo de la Iglesia Católica resume de modo sintético y eficaz el valor decisivo para toda la humanidad del consentimiento libre de María al plan divino de la salvación: «La Virgen María colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella pronunció su “fiat” «loco totius humanae naturae» («ocupando el lugar de toda la naturaleza humana»). Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes» (n. 511).

 

3. Así pues, María, con su modo de actuar, nos recuerda la grave responsabilidad que cada uno tiene de acoger el plan divino sobre la propia vida. Obedeciendo sin reservas a la voluntad salvífica de Dios que se le manifestó a través de las palabras del ángel, se presenta como modelo para aquellos a quienes el Señor proclama bienaventurados, porque “oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28). Jesús, respondiendo a la mujer que, en medio de la multitud, proclama bienaventurada a su madre, muestra la verdadera razón de ser de la bienaventuranza de María: su adhesión a la voluntad de Dios, que la llevó a aceptar la maternidad divina.

            En la encíclica Redemptoris Mater puse de manifiesto que la nueva maternidad espiritual, de la que habla Jesús, se refiere ante todo precisamente a ella. En efecto, «¿no es tal vez María la primera entre “aquellas que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”? Y por consiguiente, ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima?» (n. 20). Así, en cierto sentido, a María se la proclama la primera discípula de su Hijo (cfr ib.) y, con su ejemplo, invita a todos los creyentes a responder generosamente a la gracia del Señor.

 

4. El Concilio Vaticano II destaca la entrega total de María a la persona y a la obra de Cristo: «Se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la redención» (Lumen gentium, 56).

            Para María, la entrega a la persona y a la obra de Jesús significa la unión íntima con su Hijo, el compromiso materno de cuidar de su crecimiento humano y la cooperación en su obra de salvación.

            María realiza este último aspecto de su entrega a Jesús en dependencia de él, es decir, en una condición de subordinación, que es fruto de la gracia. Pero se trata de una verdadera cooperación, porque se realiza con él e implica, a partir de la anunciación, una participación activa en la obra redentora. «Con razón, pues —afirma el Concilio Vaticano II—, creen los santos Padres que Dios no utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella, en efecto, como dice San Ireneo, «por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano» (Adv. Haer., 3, 22, 4)» (ib.).  

Su maternidad, aceptada 1ibremente por obediencia al designio divino, se convierte en fuente de vida para la humanidad entera. María asociada a la victoria de Cristo sobre el pecado de nuestros primeros padres, aparece como la verdadera «madre de los vivientes» (ib.).

 

 

CAPÍTULO CUARTO

 

LAS DIMENSIONES DEL SI MARIANO

 

Quiero exponer ahora en este capítulo algunas ideas de un teólogo de este siglo que habla muy bellamente de la Virgen. Se trata HANS URS von BALTHASAR, en un libro titulado MARÍA, IGLESIA NACIENTE, donde escribe artículos sobre la Virgen juntamente con JOSEPH RATZINGER, luego Benedicto XVI.

           

INTRODUCCIÓN

 

            «Resulta innegable que precisamente esta abundancia de aspectos de los misterios marianos dificulta el hablar sobre María y provoca el peligro de formulaciones unilaterales; pero, ¿acaso no sucede lo mismo en el misterio aún mayor de su Hijo? Si María puede ser llamada la Reina del cielo, de los ángeles, de la Iglesia, es ciertamente en virtud del hecho de que, en su calidad de esclava humilde del Señor, encontró gracia ante Dios. Pero ¿acaso ambos aspectos no están ya unidos de forma germinal en la única auto-declaración que poseemos de ella: “ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48)? Nadie que reconozca la autoridad de la Escritura se puede sustraer a la pretensión de esta afirmación (de los ojos puestos en la esclava humilde) y esta promesa (de la alabanza que no cesará nunca)»

            Me gusta ver en un autor tan autorizado esta afirmación que repito varias veces. Qué difícil ser original sobre la Virgen. Trata un aspecto y ya está tratado; mira una particularidad y ya la han visto mejores autores que tú. Así que me gusta citar al pié de la letra, para decir: Es lo que he dicho en otra parte de este libro, pero a mi modo, porque de Maria «nunquam satis». «Tampoco en el ámbito del pensamiento cristiano resulta incomprensible una paradoja así: pues también el Cordero de Dios, que está victorioso sobre el trono de su Padre, será eternamente el Cordero como degollado (Ap 13,8), y, después de todo, también el Apóstol expone detalladamente que su fuerza apostólica descansa en su configuración con el Crucificado: “Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10).

            De esta tensión aparente de las verdades mariológicas podemos decir aún más profundamente: cuanto más entregado está un hombre a Dios y más abismado se encuentra en él, tanto más puede Dios, cuando quiera, ponerlo de relieve en su independencia.

Si Jesús dice de sí mismo “Yo soy la luz (Jn 8,12), y lo hace con una exclusividad sublime, nada le impide, sin embargo, designar a su vez a sus discípulos, que le están completamente entregados, diciendo: “Vosotros sois la luz del mundo... Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,14.16). De nuevo habría que recordar a Pablo, cuya luz propia quedó completamente extinguida primero, a las puertas de Damasco, para que Cristo encendiera en él su luz y ésta iluminara grandemente el orbe».

            En esta primera parte queremos intentar profundizar en las leyes de esas relaciones; por tanto, en la doctrina cristiana sobre María, para a partir de allí, en una segunda parte, poder deducir la forma correcta de la veneración y piedad marianas de la Iglesia. Ambas cosas, doctrina y piedad, deben poseer, conforme al carácter definitivo y escatológico de la misma revelación neotestamentaria, un núcleo definitivo, cuya existencia se ve plenamente confirmada por la historia de la mariología y de la piedad mariana.

            Por otro lado, la Iglesia, junto con su interpretación de la revelación, camina a lo largo de los períodos de la Historia universal en constante cambio; surgen nuevos aspectos,  mientras que otros se desvanecen, se busca compensar las perspectivas parciales, pero éstas no rara vez son sustituidas por extremos contrapuestos; así, también hoy existe el deber de expresar lo válido de forma nueva y acorde con los tiempos, y de incluir además lo permanente, pero de la forma más mesurada posible.

4. 1 LAS DIMENSIONES DEL SÍ MARIANO

 

            Dice nuestro autor:

            «Existe acuerdo en afirmar que la respuesta final de María al ángel, y a través de él a Dios, “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”, fue la expresión plena de la fe de Abraham y de todo Israel.

            Ya a Abraham se le había reclamado una obediencia entusiasta de fe cuando se le exigió devolver a Dios en el monte Mona precisamente el don que Dios le había hecho por su fe, el hijo de la promesa, en un sacrificio espiritualmente completo, sólo interrumpido en su materialidad.

            En el caso de María, Dios irá hasta el final de esa fe cuando, en la cruz, junto a la cual está ella de pie, no interviene ningún ángel rescatador, y ella debe devolver a Dios a su Hijo, el hijo del cumplimiento, en una oscuridad de fe incomprensible e impenetrable para ella.

            Pero ya en la concepción de Jesús se exige un acto de fe que supera infinitamente al de Abraham (y con mayor razón el de Sara, que se rió incrédula). La Palabra de Dios, que quiere tomar carne en María, necesita un sí receptivo que sea pronunciado con la persona entera, espíritu y cuerpo, sencillamente sin restricción alguna (ni siquiera inconsciente), y que ofrezca la totalidad de la naturaleza humana como lugar de la humanación.

            Recibir y consentir no tienen por qué ser algo pasivo; respecto a Dios son siempre, cuando se realizan en la fe, suprema actividad. Si en el SÍ de María hubiera habido siquiera la sombra de un reparo, «de un hasta aquí, pero no más lejos», a su fe se habría adherido una mácula, y el Hijo no habría podido tomar posesión de toda la naturaleza humana.           Esta carencia de reparos del si de María se revela quizás más claramente allí donde María aprueba también su matrimonio con José y deja en manos de Dios su compatibilidad con su nueva tarea. Lo mismo que esta cualidad del sí de María está condicionada totalmente desde la cristología, también lo están las dos declaraciones dogmáticas conectadas con ella, acerca de su virginidad y su condición libre del pecado original común.

            La virginidad, por el contrario, asegura el hecho cristológico de que Jesús sólo reconoce como suyo a un Padre, el del cielo, como resulta visible claramente por la respuesta que da con doce años “Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando... ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49).

            Es imposible que un hombre tenga dos padres, dice ya con precisa brevedad Tertuliano, por eso la Madre debe ser virgen. Esta virginidad motivada cristológicamente tiene su sentido fundamental, no en una integridad sólo corpórea, hostil al sexo, que poseería importancia religiosa tomada en sí misma, sino en la maternidad de María; para poder ser la madre del Hijo mesiánico de Dios, que no puede tener ningún otro padre salvo Dios, ella debe ser cubierta por la sombra del Espíritu Santo, y además esto significaba pronunciar su sí que abarcaba la totalidad de su persona, alma y cuerpo.

            También la virginidad dentro de la Iglesia será oportuna más tarde sólo con ese mismo sentido, para, en un seguimiento lejano de María, poder ocuparnos «sin división», como dice Pablo, “con cuerpo y alma santos” (es decir, consagrados a Dios), “de las cosas del Señor” (1 Cor 7,34), en una especie de maternidad espiritual que Jesús mismo prometió a los que escuchan y cumplen la palabra de Dios con fe pura (Lc 8,21).

            Hay otra cosa digna de consideración en la escena de la anunciación: ésta no es sólo una escena cristológica en su conjunto, sino además una escena trinitaria. Su estructura es, de forma totalmente espectacular, la primera revelación de la Trinidad de Dios. Las primeras palabras del ángel a María la llaman la agraciada por antonomasia, le traen el saludo del “Señor”, Yahvé, el Padre, al que como creyente judía conoce.

            Ante su reflexión sobre lo que podía significar este saludo, el ángel le revela en una segunda intervención que de ella nacerá el “Hijo del Altísimo”, que al mismo tiempo será el Mesías para la casa de Jacob. Ya la pregunta acerca de lo que se espera de ella, el ángel le desvela en una tercera explicación que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, de manera que su Hijo se habrá de llamar con razón “Santo e Hijo de Dios”. A lo cual María responde que se cumpla todo en ella, la esclava.

            Por ese motivo, paralelamente a la vida de Jesús, existe también una vida de María en la que, desde la intimidad del aposento de Nazaret, ella va siendo preparada para el papel que le habrá de tocar en suerte junto a la cruz: ser prototipo de la Iglesia».

                                     

4. 2 Preparación de María para la maternidad eclesial

 

            «Al principio, la Madre tenía que educar al Hijo para su función de mesías introduciéndolo en la Antigua Alianza; pero no fue ella, sino el propio conocimiento que el Hijo tenía en el Espíritu Santo acerca de la misión del Padre, lo que le había indicado quién era él y lo que tenía que hacer. Y así se invierte la relación: en lo sucesivo el hijo educará a la Madre para la grandeza de su propia misión, hasta que esté madura para permanecer de pie junto a la cruz y, finalmente, para recibir orando dentro de la Iglesia al Espíritu Santo destinado a todos. 

            Esta educación está desde un principio bajo el signo de la espada vaticinada por Simeón, que ha de atravesar el alma de la Madre. Es un proceso sin miramientos. Todas las escenas que se nos han transmitido son de un rechazo más o menos brusco. No es que Jesús no fuera obediente durante treinta años, cosa que se asegura explícitamente (Lc 2,51). Pero, de forma soberana y desconsiderada, hace saltar por los aires las relaciones puramente corporales a las que tan estrechamente seguía ligada la fe en la Antigua Alianza: en lo sucesivo, ya se trata sólo de la fe en él, la Palabra de Dios humanada.

            María tiene esta fe; esto resulta especialmente claro en la escena de Caná, en la que dice sin desconcertarse: “Haced lo que él os diga”; ella, la que cree perfectamente, debe aguantar, sin embargo, como objeto de demostración para el Hijo y su separación respecto a la “carne y sangre” (desde el sí de ella se puede dar forma a todo) y ser preparada precisamente así para la fe abierta y consumada.

            Como hemos visto, brusca resulta ya la respuesta del adolescente, que contrapone su Padre al supuesto padre terreno; ahora sólo cuenta el primero, lo entiendan o no sus padres terrenos. “No lo comprendieron” (Lc 2,50).

            Inexplicablemente áspera es la respuesta de Jesús a la delicada insinuación suplicante de su madre en Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?”. Tampoco esto lo debió de entender ella. “Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4), presumiblemente la hora de la cruz, cuando la Madre recibirá el derecho pleno a la intercesión.

            Su fe inquebrantable: “Haced lo que él os diga” obtiene, no obstante, una anticipación simbólica de la eucaristía de Jesús, lo mismo que la multiplicación de los panes la prefigura. Casi intolerablemente dura nos parece la escena donde Jesús, que está enseñando en la casa a los que lo rodean, no recibe a su madre, que se encuentra a la puerta y quiere verlo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,34s.).

            ¡Cuánto se alude aquí sobre todo a ella, aunque no sea mencionada! Pero ¿quién lo entiende? ¿Lo entendió ella misma? hay que acompañar espiritualmente a María en su regreso a casa y hacerse cargo de su estado de ánimo: la espada hurga en su alma; se siente, por decirlo así, despojada de lo más propiamente suyo, vaciada del sentido de su vida; su fe, que al comienzo recibió tantas confirmaciones sensibles, se ve empujada a una noche oscura. El hijo, que no le hace llegar noticia alguna sobre su actividad,  ha como escapado de ella; no obstante, ella no puede simplemente dejarlo estar, debe acompañarlo con la angustia de su fe nocturna.

            Y una vez más es colocada como alguien anónimo en la categoría general de los creyentes: cuando aquella mujer del pueblo declara dichosos los pechos que amamantaron a Jesús. Esta fémina da ya comienzo a la prometida alabanza por parte de todas las generaciones, pero Jesús desvía la bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

            El sentido de esta continua ejercitación en la fe desnuda, y en el estar de pie junto a la cruz, a menudo no se comprende suficientemente; uno se queda asombrado y confuso ante la forma en que Jesús trata a su madre, a la que se dirige en Caná y en la cruz llamándola sólo “mujer”.

            Él mismo es el primero que maneja la espada que ha de atravesarla. Pero ¿cómo, si no, habría llegado a madurar María para estar de pie junto a la cruz, donde queda patente, no sólo el fracaso terreno de su Hijo, sino también su abandono por parte del Dios que lo envió? También a esto tiene que seguir diciendo sí, en definitiva, porque ella asintió a priori al destino completo de su hijo. Y, como para colmar la copa de amargura, el Hijo moribundo abandona además explícitamente a su madre, sustrayéndose a ella y encomendándole en su lugar otro hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26).

            En ello se suele ver ante todo la preocupación de Jesús por el ulterior paradero de su madre (con lo cual queda patente al mismo tiempo que María evidentemente no tenía ningún otro hijo carnal, pues, de haberlo tenido, habría sido innecesario e improcedente entregarla al discípulo amado); pero no se debe pasar por alto además este otro tema: lo mismo que el Hijo está abandonado por el Padre, así él abandona a su madre, para que ambos estén unidos en un abandono común. Sólo así queda ella preparada interiormente para asumir la maternidad eclesial respecto a todos los nuevos hermanos y hermanas de Jesús».

4. 3. María, prototipo de la Iglesia

 

            Las ideas acerca de este tema, incansablemente meditadas y ahondadas por la tradición católica, son tan ricas, que aquí sólo podemos aludir a ella brevemente. Pero no se pueden tildar de insignificantes y superadas, como desgraciadamente se hace con frecuencia en la reflexión actual sobre la Iglesia.

            Maria es encomendada por su Hijo a la protección de uno de los apóstoles, por consiguiente a la Iglesia apostólica. Con ello Jesús regala a la Iglesia ese centro o cima que encarna de forma inimitable, pero a la que siempre hay que aspirar, la fe de la nueva comunidad: el sí inmaculado, ilimitado, a todo el plan divino de salvación para el mundo. En este centro y cima, la Iglesia es, no sólo en la eternidad venidera, sino ya ahora, la “esposa sin mancha ni arruga”, la “inmaculada”, como la llama Pablo explícitamente (Ef 5,27).

            Pero este miembro preeminente de la Iglesia no posee sus cualidades especiales a título privado, para sí mismo, sino, con una fecundidad nueva derivada de la gracia de la cruz. Cuanto con mayor pureza recibe un hombre la gracia de Dios, más evidente es su disposición a no retenerla para sí, sino a hacer participar de ella a todos los demás.

            Por eso la madre de Jesús, que gracias a su hijo pudo recibir la suprema disponibilidad creyente y amorosa, es a la vez el prototipo preeminente y el modelo que se ha de imitar y que presta su ayuda en esta empresa: la representación popular del manto de gracia de la madre de Jesús, que se extiende en torno a todos los miembros de la Iglesia, expresa a la vez las dos caras de una misma verdad.

            Por lo cual, siempre se ha de tener presente que esta imagen no descansa en sí misma; María no es la remodelación de una diosa protectora pagana, sino que da su perfecto sí eclesial a la persona y a la obra del hijo, el cual sólo puede ser comprendido como uno de la Trinidad de Dios. Por consiguiente, como habrá que indicar después, no puede haber una piedad eclesial que se detenga en María; si dicha piedad es eclesial  y es mariana, inmediata y necesariamente continuará por María a Jesús, y por éste en el Espíritu Santo al Padre.

            En el carácter modélico de María dentro de la Iglesia se encuentran ocultos varios conceptos y consecuencias importantes para nuestro tiempo. En primer lugar, el de que la Iglesia en su núcleo perfecto se ha de considerar femenina, cosa que no puede sorprender a nadie que conozca la Biblia del Antiguo y Nuevo Testamento.

            Ya la Sinagoga era descrita respecto a Yhaveh ante todo como femenina, como novia o esposa, igual que la Iglesia de la Nueva Alianza en su relación con Cristo (cf. sólo 2 Cor 11, 1s.), llegando hasta la boda escatológica entre el Cordero y su esposa engalanada para la unión.

            Esta feminidad de la Iglesia es la denominación, mientras que el ministerio de servicio desempeñado por los apóstoles y sus seguidores varones es una pura función dentro de esa marca dominante. Esta relación se debería tener mucho más presente cuando hoy en día se entablan discusiones sobre la eventual participación de la mujer en el ministerio de servicio. Visto con mayor profundidad, con tal cambio la mujer entregaría más por menos.

            Y así, en este punto, la imagen del manto de gracia de María puede ser también trasladada, en cierto sentido, a la fecundidad virginal y materna de la Iglesia: ese manto se extiende sobre toda la Humanidad, hasta donde llega la voluntad salvífica de Dios, y con este manto se significa, tanto la acción apostólica exigida categóricamente de la Iglesia, como también la oración que incluye a todos los hombres y el sufrimiento de la Iglesia ofrecido por el mundo en su conjunto.

            Si en este momento volvemos con el pensamiento a la escena de Caná, donde Maria, pese al rechazo de Jesús, habla a los criados con una fe firme: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5), queda patente con qué certeza de ser escuchada puede presentar su súplica y sacrificio la Iglesia que ora y sufre por la redención del mundo.

 (Cfr HANS URS VON BALTHASAR, María en la doctrina y la piedad de la Iglesia, en MARÍA, IGLESIA NACIENTE, Madrid 199, pag 81-88)

 

4.4. CREDO MARÍANO (Fr. NEAL M. FLANAGAN, de los Siervos de María)

 

1.-  “Creo que el “Fiat” de María señaló el inicio de la era cristiana, fue el ejemplar original de todo cristiano que cree, de todo cristiano que se abre a Dios.

            En un tiempo como el nuestro, invadido por movimientos de liberación, es hermoso y conmovedor descubrir que Dios dio principio a la era cristiana escogiendo a una mujer, una mujer hebrea.

            En el evangelio de Lucas—y también en sus Hechos de los Apóstoles— el iniciador es el Espíritu Santo; Él es el guía divino que traza el camino de Jesús en el mundo, sobre la cruz.

            El “Fiat” de María es fe que se expresa y, a la vez, fe que se concibe. Creyendo en el Espíritu, ella se hizo Madre del Hijo de Dios, viviendo por Él y para Él. Mejor noble meta no se nos pudo ofrecer.

 

2.- Creo que el “Fiat” de María la introdujo en lo más vivo de la obra salvadora de Cristo. Madre del Siervo doliente de Yahvé, también ella fue implicada en el dolor, en el sufrir y en la gloria que acompañan al amor que se entrega.

            “He aquí la Sierva del Señor”—dijo María—. La criada, la sierva que engendró al hijo siervo, el siervo doliente de Yahvé llamado a sacrificar la propia vida por los pecados de muchos.

            El anciano Simeón, “el hombre justo y dócil a Dios”, habló abiertamente del hijo siervo que el profeta Isaías (42, 6) había llamado “luz reveladora para los gentiles y gloria para su pueblo, Israel” (Lc. 2, 32).

            Sin embargo, Simeón no habló de la pasión del siervo de Yahvé sino de María doliente con Él. Asociada a la misión del Hijo, fue conducida por el mismo camino de la Cruz y, como Él, anonadada en completa entrega.

            El camino de la Cruz del siervo de Yahvé fue también el camino recorrido por la Madre. Es nuestro mismo camino, pues somos hermanas y hermanos suyos.

 

3- Creo, que a la disponibilidad de María para con Dios le acompañó su apertura a las necesidades del prójimo: aquella de Isabel, de los jóvenes esposos de Caná, de Cristo sobre la Cruz, de la Iglesia naciente.

            El Siervo, hijo de María, “no había venido —como Él dijo— para ser servido, sino para servir, para dar su vida en rescate por muchos” (Mc. 10, 45).

            También María ha venido para servir. Su “Fiat” a Dios encontró respuesta en el “Fiat” al prójimo. Su “hágase” fue oído por las voces que repetían con lágrimas su petición de ayuda. ¿Tenía Isabel necesidad de ella? Vedla llegar, sola, ansiosa, veloz en sus pasos. ¿Tenían necesidad de ella los jóvenes esposos de Caná? Fue la primera en darse cuenta de su situación e intervino. ¿La buscaba su hijo en el Calvario? Allí estaba. En el miedo, en la alegría, en la confusión que siguieron al viernes santo y al domingo de pascua ella estaba junto a los demás: para condividir, para ayudar, para ser ayudada.

 

4.- Creo que el sí continuo de María a Dios y al prójimo es la expresión viviente de la radical ausencia de pecado en ella. Por eso es y la llamamos Inmaculada Concepción.

            Si el pecado es romper la comunión, es separación del hombre de Dios su Padre, y es división de los propios semejantes: indisponibilidad a aceptar a Dios como padre, a aceptar al prójimo como hermana o hermano.

            La ausencia de pecado en María no es un atributo negativo, ni la separa de la condición humana, sino más bien lo contrario. Ausencia de pecado es apertura ilimitada a Dios, a su amor, a sus designios, a sus solicitudes, y es también disponibilidad para advertir las laceraciones y necesidades de cuantos sufren y piden ayuda.

            La ausencia total de pecado, la Inmaculada Concepción de María, no es un foso abierto entre ella y su prójimo, sino un puente echado entre María y cuantos viven en la necesidad.

 

 5 - Creo que la Asunción de María, como la resurrección de Cristo, nos es garantía y esperanza de que el amor es de verdad más fuerte que la muerte.

            «El amor es más fuerte que la muerte». ¿Es acaso un sueño de los poetas o el sentido evangélico de la realidad? El amor de los padres engendra vida; el amor modela la vida en su nacer y la hace crecer y madurar. El amor llega a empujar la vida más allá de la rendición declarada de la ciencia médica. Según el evangelista Juan, el amor es vivir, no morir nunca. Jesús murió amando porque había amado, para amar más aún. Por eso pasó a vida más intensa.

            María participó de la vida del Hijo. También para ella la muerte fue tránsito hacia una vida en plenitud. Vivir, para ella, era amar; su morir era ya un encontrarse en la vida. Su condición será la nuestra.

 

6 - Creo que María, en cuanto Madre de Cristo, plasmó largamente la personalidad y el ambiente en que creció Cristo. “¿No es él el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 3). ¿No posee, acaso, la dulzura de su Madre? Su sensibilidad, su solicitud por los otros, su imaginación poética, su intuición diríamos son dotes femeninas.

            Su disponibilidad en el servir --¿no tenía quizá un modelo delante de los ojos?-- ¿Qué decir del empuje de su amor, de sus atenciones? ¿Es tal vez sólo un don recibido de lo alto? ¿Y la sencillez con que sabía acercarse a la mujer, a toda tipo de mujer, y cómo era capaz de amarlas? ¿Lo aprendió por caso en la Sinagoga? ¿No fue una mujer en cambio su primera y mejor maestra, una mamá, su Madre?

 

7 Creo que María no es solamente un modelo, un ideal lejano, sino una persona viva, viva y resucitada para siempre, amable de forma extraordia.

            “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá...” (Jn 2, 25). Jesús vive, sus apóstoles viven, sus discípulos viven. María vive, de vida humana, gloriosa, en la plenitud de la vida.

            María no es sólo un modelo, un simple ideal, una meta lejana, una cosa, sino una mujer resplandeciente en la gloría del Hijo del Padre, de un Hijo —parece cosa imposible de creer— que es también su Hijo, por el Amor del Espíritu Santo.

¡Esto, oh Señor, creo; socorre Tú mi incredulidad!

 

FR. NEAL M. FLANAGAN, de los Siervos de María

 

CAPÍTULO QUINTO

 

CARTA DEL PAPA JUAN PABLO II SOBRE EL ROSARIO

 

EL ROSARIO, DULCE CADENA QUE NOS UNE A DIOS.

 

            El Papa Juan Pablo II publicó una Carta Apostólica sobre el santo rosario y proclamó año del rosario desde octubre del 2002 hasta octubre del 2003. Es una carta interesantísima. Ha coincidido, además,  con la llegada a nuestra parroquia, – estuvo primero en el Cristo dos meses y ahora ya definitivamente en San Pedro– , de la imagen de la Stma. Virgen del Rosario, perteneciente a la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de la Pasión. Es una gracia más de Dios que tenemos que aprovechar.

            Secundando este llamamiento de Juan Pablo II, quiero brevemente  ofreceros las ideas principales de este documento, con el deseo expresado por el Papa de que «tomen de nuevo entre las manos el rosario» redescubriendo esta oración mariana que ha ido perdiendo tristemente práctica entre las familias y los fieles cristianos y que si se comprende bien y se reza, «conduce al corazón mismo de la vida cristiana».

 

INTRODUCCIÓN

 

1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y

 

fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (¡duc in altum!), para anunciar, más aún, «proclamar» a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».

            El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.

           

Los romanos pontífices y el rosario

 

            Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano

 

II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica.         Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria.

            El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo.

El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».

            Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: ¡Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!

 

Vía de contemplación

 

5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera y propia 'pedagogía de la santidad': «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración». Mientras en la cultura contemporánea, incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad, impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de oración».

El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón», u «oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.

 

“¡Ahí tienes a tu madre!”(Jn 19, 27)

 

7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy, precisamente a través de esta oración, aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo predilecto:

 

«¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19, 26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en el vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y Fátima, cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

Contemplar a Cristo con María

 

Un rostro brillante como el sol

 

9. “Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol” (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada «como icono de la contemplación cristiana». Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: “Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Co 3, 18).

 

María modelo de contemplación

 

10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande

 

aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).

            Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? » (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la 'parturienta', ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

 

Los recuerdos de María

 

11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

            Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.

 

El Rosario, oración contemplativa

 

12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza». Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de contemplación cristológica.

 

Recordar a Cristo con María

 

13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin embargo entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el propio Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también el 'hoy' de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda consideración piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.   

            Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza», también es necesario recordar que la vida espiritual « no se agota sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado a orar en común, debe no obstante, entrar también en su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».

            El Rosario, con su carácter específico, pertenece a este variado panorama de la oración 'incesante', y si la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y forje la propia existencia. 

 

Comprender a Cristo desde María

 

14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de 'comprenderle a Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su misterio.

            El primero de los “signos” llevado a cabo por Jesús –la transformación del agua en vino en las bodas de Caná– nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5). Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.

            Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe», en la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos invita, como en su Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz, para concluir siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).

 

 

CAPÍTULO II

 

MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE

 

El Rosario «compendio del Evangelio»

 

18. Ala contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es indispensable ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio»

            El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa Pablo VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto, su elemento más característico –la repetición litánica del "Dios te salve, María"– se convierte también en alabanza constante a Cristo, término último del anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: "Bendito el fruto de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave Maria constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».

 

De los «misterios» al «Misterio»: el camino de María

 

24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son ciertamente exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, preparando el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo narran los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio». El “duc in altum” de la Iglesia en el tercer Milenio se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar «en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (3, 17-19).

            El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42).

 

Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre

 

25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces que « el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana ».

            A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no es difícil profundizar en esta consideración antropológica del Rosario. Una consideración más radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado».

             El Rosario ayuda a abrirse a esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del hombre, desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de la vida, mirando la casa de Nazaret se percata de la verdad originaria de la familia según el designio de Dios, escuchando al Maestro en los misterios de su vida pública encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos hacia el Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio del hombre.

 

CONCLUSIÓN

 

«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con Dios»

 

39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular, pero también la profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación más intensa.

La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada como propiciadora de la salvación.

 

 

 

RESUMIENDO: EL ROSARIO NOS LLEVA:

 

a)  A CRISTO:

 

— RECORDAR A CRISTO CON MARÍA. Se trata de penetrar de misterio en misterio en la vida del Redentor, asimilarlo profundamente, para que forje nuestra existencia humana y cristiana.

 

— COMPRENDER A CRISTO CON MARÍA. Nadie como María puede introducirnos en un conocimiento profundo de la realidad y del misterio de Cristo. Nadie conoce a Cristo mejor que María. Nadie puede hacernos vivir mejor su vida de amor y de entrega a los hombres.

 

— IMITAR A CRISTO CON MARÍA. Todo cristiano está llamado a tener los mismos sentimientos y actitudes de Cristo. El santo rosario lo consigue por doble camino: primero, porque es oración sobre la persona y la vida de Cristo y segundo, porque lo hacemos con María. La Virgen, que ayudó a Cristo en su crecimiento humano en Nazaret, nos ayuda ahora también a nosotros en su seguimiento e imitación.

 

— PEDIR Y ROGAR A CRISTO CON MARÍA. “Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá,” nos dice Jesús insistentemente en el evangelio. Cuando nosotros pedimos y suplicamos al Señor, María interviene con su intercesión maternal, ayudándonos en nuestras peticiones y necesidades. Se hace nuestra portavoz ante el Padre y el  Hijo. Y Ella es omnipotente suplicando con nosotros y por nosotros.

 

— A PREDICAR A CRISTO CON MARÍA. Toda oración cristiana es diálogo con Cristo. Este diálogo nos hace conocer y amar más  a Cristo; al conocerlo y sentir su amor, nos capacita para  anunciar a Cristo a los demás con palabras y obras llenas de fuego apostólico. POR ESO:

 

— LOS MISTERIOS DE GOZO nos ayudan a comprender el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es, ante todo, buena noticia, que se centra en Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo.          

 

— LOS MISTERIOS DE LUZ, añadidos por el Papa en esta carta, nos ayudan a comprender que Cristo es la LUZ del mundo y la vida de los hombres: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.

 

— LOS MISTERIOS DE DOLOR nos ayudan a vivir con María la pasión de Cristo, uniéndonos con nuestros sufrimientos y siendo corredentores con Ella, la única que permaneció de pié junto a la cruz.

 

— LOS MISTERIOS DE GLORIA nos ayudan a encontrarnos con  Cristo vivo y resucitado, que vive con nosotros en la Eucaristía y nos espera en la gloria.

 

b) CON MARÍA Y COMO MARÍA:

 

– “salve, llena de gracia, el señor está contigo”

–  “no temas, maría, porque has hallado gracia ante dios.”

– “he aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra.”

– “maría se puso en camino y con presteza fue a la montaña.”

– “bendita tú entre la mujeres y bendito el fruto de tu vientre.”

– ¿de dónde a mí que la madre de mi señor venga a visitarme?

– “mi alma glorifica al señor, se alegra mi espíritu en dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava.”

– “no tienen vino”

– “haced lo que el os diga.”

– “maría conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.”

– “dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el señor se cumplirá.”

– “mujer, he ahí a tu hijo” y al discípulo: “he ahí a tu madre.”

 

c) POR ESO, REZANDO EL ROSARIO, NO OLVIDAREMOS QUE

 

-- Si Jesús es la Luz, María es la madre de la luz;

-- Si Jesús es la vida, María es la madre de la vida;

-- Si Jesús es el amor, María es la madre del amor;

-- Si Jesús es nuestra  esperanza, María es la madre de la   esperanza;

-- Si Jesús es la paz, María es la madre de la paz;

-- Si María está junto a nosotros, tendremos siempre la luz, la vida, el amor, la esperanza y la paz.

 

d)  EL ROSARIO ES UNA FORMA SENCILLA Y EFICAZ DE HACER ORACIÓN TODOS LOS DÍAS

 

            «Nos lo enseña magistralmente Lumen gentium: <Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda lo comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes>» (LG 65).

            El rosario es como la oración del corazón, que sintoniza con el corazón de María en la contemplación de los misterios de Jesús: nacimiento e infancia (gozosos), vida pública (luminosos), pasión y muerte en cruz (dolorosos), gloriosa resurrección (gloriosos). El centro del rosario es Jesucristo. El rosario es una oración cristocéntrica. Y a Él nos acercamos desde el corazón de María, balcón privilegiado para contemplar el precioso paisaje de la vida de Cristo en todos sus misterios.

            María, que guarda en su corazón todas las enseñanzas de su Hijo, nos enseña a imitarle, a compartir los sentimientos de Cristo. El rosario es una escuela de vida cristiana. Y está al alcance de todos, de los sencillos y de los cultos, de los avanzados en la vida espiritual y de los que comienzan. No olvidar el mensaje del Arzobispo Norteamericano FultonSheen en su campaña del rosario en familia: «Familias, rezad el rosario. Familia que reza unida, permanece unida».

            El mismo Vaticano II, en la Presbyterorum Ordinis, aconseja a los sacerdotes la devoción mariana, cuyo santo y seña principal es el rezo del santo Rosario: «En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio”.

            Don Demetrio FERNÁNDEZ, Obispo de Tarazona, nos decía en una carta pastoral: «Es lo primero que hago todos los días. Después del aseo, un rosario. Es el momento de estrenar el día abriéndose al amor de Dios, que cuida de nosotros continuamente. Después vienen otras oraciones. Y luego, también durante la jornada, otros rosarios. Pero ése de la mañana me sabe a gloria.

            Iniciad a vuestros hijos en esta oración, tan sencilla como eficaz. Sacerdotes, invitad al rezo del rosario, y que os vean los fieles que lo rezáis. Es una buena preparación inmediata para la misa, es un medio para iniciar y progresar en la oración.

            Que en la pastoral de los jóvenes no falte el rosario, que alimenta la devoción a la Virgen. Conozco a muchos jóvenes que han aprendido a rezar, rezando el rosario. Ya sé que es más importante la Eucaristía, pero no siempre está a mano, o porque no podemos acudir, o porque no tenemos limpio el corazón. Sin embargo, siempre podemos rezar el rosario, que nos llevará al sacramento del perdón y a la comunión eucarística.

            Algunos dicen que el rosario es una oración monótona. La oración siempre es aburrida, cuando se reduce a un monólogo. Pero eso no es oración. En la oración es esencial la apertura a Dios. La oración es primeramente escucha, y por eso puede ser respuesta.    En el rosario escuchamos a Dios, que en los misterios de la vida de Cristo nos habla hoy. Y nosotros respondemos con María y como María, la mejor discípula de la escuela de Jesús.

            En el rosario hay escucha de la Palabra de Dios, contemplación, alabanza y petición, comunión con toda la Iglesia orante, con todos los que sufren. Pero todo esto es imposible, si no hay amor. Para rezar el rosario, hay que amar, y el mismo rosario se convierte en alimento de ese amor a Dios y a los hombres. Siempre es ocasión propicia para rezar el rosario. Niños, jóvenes, adultos, familias, enfermos, obispos sacerdotes, consagrados. Recemos e invitemos a rezar el rosario.

CAPÍTULO SEXTO

 

MARÍA, MADRE SACERDOTAL

 

Pentecostés, para los Apóstoles recién ordenados sacerdotes, fue el viento y las lenguas de fuego posados sobre ellos en presencia y por la oración de María; los Apóstoles oraron con María y como María a Cristo y el Hijo vino sobre ellos hecho fuego de amor y llama viva de sabiduría y experiencia de todo su misterio de Salvación por su Espíritu, que es el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por el cual fuimos soñados, creados y salvados, porque “Dios es Amor”, su esencia es amar y es el Espíritu Santo el que nos revela ese amor y viniendo sobre los Apóstoles lo entendieron de forma vivencial todo el misterio de Cristo y de Dios Trino y Uno; esta venida de Cristo no en carne ni con palabras sino en el fuego de Amor de su Espíritu, Espíritu Santo, fue comienzo en los Apóstoles de la predicación gozosa de Cristo como Salvador del mundo.

            Para nosotros hoy Pentecostés será también descubrir lo que somos en Cristo, es decir, nuestro ser y existir sacerdotal,  nuestro actuar valientemente predicando a Cristo, como único Salvador de este mundo, a quien no le pueden salvar ni el dinero y la política ni la técnica, sólo tiene un Salvador que es Jesucristo, Sacerdote y Víctima ofrecida y aceptada por el Padre como satisfacción por nuestros pecados. Pero todo esto, como en los Apóstoles, orando con María y como María, orando a María.

 

6. 1 PARA SER SACERDOTES DE CRISTO NECESITAMOS LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO QUE NOS LLENE DE SU PRESENCIA  COMO A MARÍA

 

Y María nos lleva al Espíritu Santo que vino sobre Ella y la llenó del amor y la vida del Hijo que nació en su seno, como Sacerdote Único del Altísimo, por la potencia del Amor de Dios. Para vivir  y sentir nuestro ser sacerdotal necesitamos como los Apóstoles reunirnos en comunidad pascual de Cristo Resucitado con María y potenciar así lo que somos, recibido un día por la imposición de las manos del Obispo y por el don del Espíritu.

Podemos recordarlo ahora. Para los sacerdotes de mi tiempo, años 1955-1965, la composición de lugar es fácil; sería aplicar los sentidos: ver una larguísima fila de seminaristas con sotana y roquete; detrás de ellos los ordenandos recogidos junto al Sr. Obispo, con las vestiduras específicas según el grado que habían de recibir; oler el tomillo recogido la tarde anterior por los seminaristas en el paseo hacia el Klm 4 y que nos servía de alfombra desde el Palacio hasta la entrada en la Catedral; oír el órgano que acompañaba a pleno pedal la invocación que todos llevábamos en el corazón toda esa semana, invocación que todos cantábamos: «Veni, Sancte Spiritus, et emitte coelitus, lucis tuae radium...» y que irá siempre unida al recuerdo agradecido al Espíritu Santo por nuestra ordenación sacerdotal en la Catedral el sábado de la octava de Pentecostés.

Por eso, todo nuevo Pentecostés debe encontrar a los sacerdotes reunidos en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús y de todos los elegidos: “Mujer, he ahí a tu hijo”, y todos nosotros estamos representados por Juan que no hacía veinticuatro horas que había sido ordenado sacerdote; nos reunimos hoy con María para escuchar con Ella y como Ella la plenitud del Espíritu (1ª meditación) y para sentir gozosamente la vivencia de lo que somos por el mismo Santo Espíritu: signos personales de Cristo Sacerdote, cabeza y buen pastor( 2ª meditación), que nos envía al mundo para comunicar valientemente la mejor Noticia que nosotros podemos dar y ellos escuchar: “Cristo ha muerto y ha resucitado por vosotros; por pura gracia, gratuitamente estáis justificados” (Ef 2, 4-10).

            Está claro que si hablo de la Virgen no es por sentimentalismo, sino por teología, por evangelio, porque Ella, como madre de Cristo, sacerdote y buen pastor, tiene una relación muy directa y estrechísima con los prolongadores del Sacerdote Único del Altísimo, Jesucristo, su Hijo.

            Por la vida de Cristo, por la historia de la Iglesia y por propia vivencia estoy convencido de la importancia de la presencia de María en nuestra vida sacerdotal y he lamentado que se hable poco de estos aspectos marianos en nuestro ser y existir como sacerdotes de Cristo.

            La celebración de Pentecostés es una ocasión propicia. Vamos, pues, a meditar un poco sobre ello, convencidos de que el dato mariano como el pneumatológico  son fundamentales para el pastor de almas. Son como relaciones necesarias y como connaturales entre María y el sacerdote; parecidas a nuestra relación con Cristo Eucaristía: no puedo trabajar y predicar con entusiasmo de Cristo y luego Cristo me aburre personalmente en la oración, no paso largos ratos con Él, o celebro de cualquier modo la Eucaristía o paso delante del Sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia o hablo en la iglesia como si estuviera en un salón o en la calle... Y hablo así porque hay una oración eucarística, que todos nos sabemos y rezamos con frecuencia, donde la experiencia, el sentir y el gustar la Eucaristía sigue del «Oh Dios, que este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas celebrar, participar y venerar del tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención».

            Vemos cómo la liturgia nos dice que la experiencia, el sentir lo que celebramos va en la línea de venerar de tal modo, esto es, con tanta fe y amor que experimentemos los frutos de lo que celebramos.

            Pues esto que la liturgia nos dice en relación con la Eucaristía, lo podemos aplicar también a la Virgen y el Espíritu Santo: Veneración y experiencia van unidos, van juntos, siguen el uno al otro.

            Cristo ha querido que la devoción a su Madre vaya muy unida a la experiencia sacerdotal, a la vivencia de lo que somos. Y así lo vemos claramente reflejado en la comunidad pascual: “Los apóstoles estaban reunidos con María el día de Pentecostés”. Ella, con su presencia, su palabra y su oración colaboró a que el Espíritu Santo les diera a los Apóstoles   de lo que eran y les infundiera el gozo y la valentía de predicar a Cristo, nacido de María, como único Salvador del mundo.

             La Verdad es que todos los sacerdotes queremos mucho a la Virgen. Porque Ella es nuestra madre, nos la entregó Cristo como un tesoro, como la mejor herencia junto a la cruz, donde María, «no sin designio divino» dice el Vaticano II, colaboró a la obra de nuestra salvación unida al Sumo Sacerdote. 

            Muchas veces se lo expreso así a mis feligreses: Si me decís que no amáis a Cristo, que os cuesta seguirlo, os creo, porque Cristo es Dios y ya no puede abajarse más de lo que ha hecho; pero si me decís que no amáis a la Virgen, os diré que no lo habéis intentado, porque la Virgen no exige nada, es madre, es tan sencilla y humilde que se la quiere sin querer.

            La Virgen es una criatura hecha por Dios a la medida de nuestras limitaciones, es una madre tan servicial que uno tiene que estar siempre agradecido. No hay que hacer esfuerzo. Basta mirarla y pedirla. El Jefe ya es otra cosa, hay que purificar mucho antes de sentir su presencia. Es Dios y no puede dejar de serlo.

           

6. 2 CRISTO QUISO Y ORÓ PARA QUE EL ESPÍRITU SANTO  LLEVASE  A LOS APÓSTOLES A LA “VERDAD COMPLETA”

            Vamos a meditar ahora, reunidos con María, en el significado de estas palabras en las que Jesús promete a los Apóstoles el Espíritu Santo: “Porque os he dicho estas cosas, os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré... cuando venga os llevará a la verdad completa”.

            Convenía que Cristo se fuera, porque los Apóstoles se habían fijado sólo en lo externo de Cristo, en sus milagros, en sus hechos, pero lo más grande de Cristo es su Espíritu, sin interioridad, sus sentimientos, su interior. Entonces tenía que desaparecer en su forma externa y física para que los Apóstoles llegaran a descubrirla. Sería una venida del mismo Cristo, pero hecho todo fuego, llama de amor viva, Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo es el Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el beso y abrazo de Amor que es el Espíritu. Y eso es la verdad completa para Cristo. Y sólo el Espíritu Santo, su Espíritu hecho solo amor, sin palabras, la puede enseñar.

            La Verdad completa es la experiencia de lo que sabemos, creemos, rezamos. Creer y saber las verdades, a palo seco, sin sentir nada, es verdad incompleta. Cuando la teología no experimenta, llega a olvidarse. Cuando la liturgia no se vive, todo es puro ritualismo vacío de sabor y vida. Lo decía San Ignacio: «No el mucho saber hasta y satisface al alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente».

            La Verdad completa que Cristo nos promete es la vivencia de la Santísima Trinidad dentro de nosotros, porque somos templos del Espíritu Santo, del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por la potencia de Amor del Espíritu Santo: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme de mí, para establecerme en Vos, tranquilo y sereno, como si mi alma ya estuviera en la Eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, oh mi Inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de vuestro Misterio».

            Todos nosotros hemos rastreado estos paisajes de alma en los años tranquilos y gozosos del Seminario. Hoy quizás no cueste más trabajo entrar dentro de nosotros mismos. Pero si hacemos oración a la Virgen, si la invocamos, si Ella camina junto a nosotros en nuestra vida pidiendo, contemplando, a la que es modelo de la Iglesia, de todos los cristianos, de todos los sacerdotes, su oración: “María meditaba todas estas cosas en su corazón” y su ejemplo y su ayuda, como a los Apóstoles en le Cenáculo, nos puede ayudar mucho para recibir el Espíritu Santo y llegar así a la verdad completa de Cristo, de nuestro sacerdocio, de nuestro apostolado.

            Lo que más nos interesa esta mañana de Ella es todo lo referente a su aspecto teológico-sacerdotal. La explicación de esta unión de María con nuestro sacerdocio es muy sencilla.

 

 

6. 3 MARÍA, MADRE SACERDOTAL

 

            Maria ha sido elegida para ser Madre de Cristo Sacerdote, para que en su seno tuviera origen el ser y actuar sacerdotal de Cristo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí esto yo para hacer tu voluntad” (Hb 8, 27).

            María ha sido elegida para estar siempre unida a la obra redentora de Cristo, asociada desde la Anunciación a su misión redentora como sacerdote y víctima de propiciación por los pecados del mundo  hasta el Calvario donde “Estaba junto a la cruz su madre...” Como los sacerdotes son los que prologan esa obra redentora en la tierra, los que hacen presente todo este misterio de salvación, especialmente en la Eucaristía, la Virgen tiene que seguir unida ejerciendo esa tarea maternal que Cristo la confió: “He ahí a tu madre” “he ahí a tu hijo”. María está muy unida a todo sacerdote, porque somos signos personales de Cristo Sacerdote, Cabeza de la Iglesia y buen Pastor, al cual Ella, por voluntad de su Hijo, «no sin designio divino», como dice la Lumen gentium, estuvo asociada como madre.

            Recordemos que María ha dado a luz y ha alimentado y educado y cuidado a Cristo en su realidad concreta. La unción sacerdotal de Cristo se realizó en el seno de María. La maternidad de Maria dice relación directa al ser, a la función y a la vivencia sacerdotal de Cristo que el seno de Maria inicia su “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. María y Cristo engendrado por el Espíritu Santo tienen un mismo corazón y una misma sangre y un mismo respirar, y esa sangre recibida de María será la que derrame por nuestra salvación. Por lo tanto, las vivencias  y los sentimientos y las actitudes sacerdotales de Cristo, desde el seno materno, dicen una relación intimísima. Podemos decir que entre Cristo sacerdote y María hay una unión biológica y total: carne y espíritu.

            María abre su seno y su corazón a la Palabra pronunciada con todo amor por el Padre, al Verbo encarnado, que queda desde ese momento ungido y consagrado por el mismo Espíritu Santo que nos unge a nosotros sacerdotes, y Cristo queda constituido por la potencia de Amor del Espíritu Santo Sacerdote Único de la Nueva Alianza al irrumpir por Maria en el tiempo y espacio de la historia humana, que se convierte en Historia de Salvación.

            Por eso, el Vaticano II, en el Decreto Presbyterorum Ordinis dice: «Veneren y amen los prebíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y Auxilio de su Ministerio».

            Sabe la Virgen del Sacerdocio de Cristo y nuestro más que todos los teólogos y liturgos juntos; lo mismo que de vida, entrega y espíritu sacerdotal. El Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo y Ella los que más saben y pueden ayudarnos en este conocimiento y vivencia. De aquí la pregunta: ¿Cómo ser sacerdote en plenitud y no estar unidos a María, la Madre Sacerdotal? ¿Cómo no pedírselo todos los días, cómo no estar todos los días diciéndole, eso es la oración, Espíritu de mi Cristo, Espíritu Santo, que hiciste a Cristo Sacerdote del Altísimo en el seno de María, y le enviaste al desierto de la oración y de las noches enteras, a la evangelización de las gentes por aquellos caminos de Palestina, hasta que jadeante y sudoroso se sentó en el brocal del pozo esperando a la Samaritana, y lo guiaste hasta la cruz, donde “Estaba también su madre...”, yo quiero sumergirme en el seno, en el corazón  y en respirar y vivir de María, para que sea sacerdote, presencia sacramental de su Hijo,  según tu potencia de Amor.

            El Espíritu Santo y María están muy unidos, celebraron unos desposorios muy fuertes y eficaces porque engendraron al Hijo del Eterno Padre y le dieron una naturaleza humana para que pudiera ser sacerdote y víctima en la cruz. La misma acción hizo sacerdote a Cristo y a María, Madre.

            Todo lo que hemos dicho hasta ahora se refiere más bien al ser sacerdotal de Cristo, al que María estuvo totalmente unida como Madre. Pero es que Ella también estuvo singularmente asociada la actuar sacerdotal de Cristo desde la Encarnación hasta la Cruz. Por lo pronto, Ella, con su especial maternidad-sacerdotal, se anticipó a su Hijo en el sufrimiento y en la victimación cumpliendo la voluntad del Padre.

             Por aceptar la voluntad del Padre y el deseo del Hijo de encarnarse en su seno, precisamente en Ella, María tuvo que sufrir muchas incomprensiones, sospechas y desprecios. No dio explicaciones a nadie, vivió su ofrenda y holocausto en unión con el Hijo que nacía lleno de deseos de Salvación por todos los hombres. Se ofreció al Padre con su Hijo, ofrenda anticipada a la Eucaristía, en victimación silenciosa. La Virgen del silencio martirial. Qué ejemplo para todos los sacerdotes, cuando alguien no nos comprende, no piensa bien de nosotros. María no pierde el tiempo dando explicaciones.

            María es única y elegida como madre unida por disposición divina a la vida y actuación sacerdotal de Cristo, porque lo ha querido y dispuesto la Santísima Trinidad. María participa en esta realidad sacerdotal, que es toda la vida de Cristo, en cuanto instrumento materno, que hace posible la acción sacerdotal de Cristo en la Encarnación, en la Inmolación como sacerdote y víctima en la cruz y en Pentecostés. Y María sigue asociada a la obra que realiza Cristo a través de la humanidad de otros hombres, por voluntad de su Hijo que quiso tener junto a sí en el momento cumbre de su actuar sacerdotal.

            Este sentido sacerdotal de la maternidad de María lo expresa muy claramente la L.G. 58 « Desde la Anunciación... mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con su amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella misma... (Jn 19, 25-27)».

 

 

6. 4 MARÍA, MADRE SACERDOTAL, OFRECIENDO EL SACRIFICIO JUNTO A LA CRUZ 

 

            ¿Quién dijo a María que tenía que subir al calvario, quien la llevó hasta la cruz, quién la mantuvo en pié, víctima con la Víctima? Su instinto materno, que era sacerdotal, que era de Cristo, que era por el Espíritu Santo. Todas las fibras de su ser estaban sacudidas. La presencia de María junto a la Cruz no era solamente cuestión “de la carne y de la sangre”, demostraba su compromiso de participación total en el sacrificio redentor del Hijo, por designio misterioso del Padre y así ha quedado para siempre como modelo perfecto de todos los que quieran asociarse sin reservas al ofrecimiento salvador del Hijo.

            “Mujer, he ahí a tu hijo”; esta sobriedad y esencialidad de palabras que se dirían propias de una fórmula casi sacramental hacen pensar, que María, por encima de las relaciones familiares, ha estado vinculada con el Hijo en su misión redentora y sacerdotal y que las palabra de Jesús tienen un valor simbólico que va más allá de la persona del discípulo predilecto. Abarca a todos los hombres, pero singularmente a los sacerdotes como Juan. De esta manera Cristo implica a su madre no sólo en la propia entrega al Padre, sino también en la donación de sí mismo a los hombres, especialmente a los apóstoles.

            “He ahí a tu Madre”; igualmente otras brevísimas palabras dirigidas por Jesús a Juan, parecen como sacramentales, parecen instituir un sacramento. Al amor maternal de María hacia nosotros, deberá responder de nuestra parte un amor filial a Ella. El discípulo de Jesús está invitado a amar a María y a amar como María, sufriendo como Ella junto al Hijo. Con estas palabras Jesús nos viene a decir a todos: Ámala como yo la he amado y así sentirás su ayuda. Si para mi ha sido imprescindible en este momento y consentido que mis amigos se vayan pero, sin embargo, he querido que su presencia y su consuelo y su amor no me falte en este momento, si para mi ha sido imprescindible, ¿cómo no lo será para vosotros?

            En concreto, en estas palabras Jesús funda el culto mariano, el culto filial sacerdotal. Jesús que había experimentado y apreciado el amor maternal de María en la propia vida,  ha querido también que sus discípulos pudieran, por su parte, gozar de este amor materno como componente de su relación con Él, en todo el desarrollo de su vida espiritual y sacerdotal.

            Se trata de sentir a María como Madre y tratarla como Madre para que nos forme como sacerdotes, como prolongadores de la presencia de Cristo,  y nos enseñe a tratarla como elegida por Dios para que nos forme también a nosotros y nos enseñe cómo asociarnos a las actitudes sacerdotales de su Hijo.

            El evangelista concluye diciendo que “desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19, 27). Esto significa que el discípulo ha respondido inmediatamente a la voluntad de Jesús. Como nosotros debemos hacerlo. Aquel gesto de Juan era la ejecución del testamento oral de Cristo que tenía un valor para todo apóstol invitado ya a recibir a María en su casa, a hacerle un puesto en la propia vida. En virtud de las palabras de Jesús agonizante, todo sacerdote, todo apóstol debe ofrecer un espacio a María, no puede dejar de incluir su presencia en su vida sacerdotal. Y todo por voluntad de Cristo.

            Y de hecho, en la historia de la Iglesia, sobre todo desde la Ascensión de su Hijo, María ha estado muy presente en la vida de los Apóstoles en Pentecostés, hasta las manifestaciones y apariciones verdaderas, que nos hablan claro de su amor por todos los hombres. Por lo tanto, María nos será siempre una ayuda y un modelo valiosísimo, imprescindible en nuestra dura y a veces incomprendida vida sacerdotal.

            La maternidad de Maria dice relación al ser y existir sacerdotal de Cristo, corrió su misma suerte, pisó sus huellas de dolor, tuvo sus mismas marcas por su unión al misterio redentor del Hijo. Y como todo sacerdote es prolongación de Cristo, es hijo de María especialmente, y Ella es la que principalmente me puede enseñar a ser y actuar sacerdotalmente como hijo en el Hijo. Es más, en razón de su maternidad actual, de su  actuar salvífico presente sobre la Iglesia, la acción de acción de Maria tiene un marcado sentido sacerdotal y eclesial. Nuestras acciones como sacerdotes para engendrar a sus hijos, los hombres, a la vida cristiana, se identifican a veces con las acciones nuestras sacerdotales. Atención, que estoy rozando el límite, pero no llego a la herejía. Porque no digo cuales, que sería lo más difícil teológicamente, hablo en general, vale. ¿Quién es aquella Señora vestida de sol y coronada de estrellas que en el Apocalipsis aparece entre dolores de parto danto a luz a un hijo? No puede ser el nacimiento del Hijo, que fue sin dolor, sino de los hijos, como los sacerdotes, como la Iglesia a la que representa aquella señora, pero la Iglesia es a los sacerdotes a los que confía en engendrar hijos de Dios por la gracia, la predicación, el apostolado. En relación con María el Vaticano II lo dice muy claro: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia, perdura sin cesar, desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pié de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielo, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión, continúa obteniéndonos los dones de la Salvación eterna» (LG 62).

            Aquí entraría un nuevo concepto teológico que se refiere a su actuación salvífica actual, unida a Cristo, que ejerce su sacerdocio celeste ante el Padre, ofreciéndose e intercediendo como Único Mediador y Ella como asociada. En María es su maternidad eclesial actual como Madre de la Iglesia. Lo dice muy claramente el Concilio: «Asunta a los cielo, no ha dejado esta misión salvadora... continúa obteniéndonos los dones de la Salvación eterna»

            Los efectos de su acción maternal o de María como madre de la Iglesia es ayudar a engendrar a Cristo por el Espíritu Santo en nosotros y por nosotros, cuidar de esa vida como madre, tarea confiada por Cristo y unida a Él a favor nuestro.

            Los efectos de las acciones de Cristo, María y nosotros sacerdotes son santificadores: Cristo, en razón de Cabeza y Único Sacerdote; Maria como Madre de Cristo y de la Iglesia; y nosotros, sacerdotes, como presencia sacramental y prolongaciones del Único Sacerdote. Ciertamente en Maria estas acciones no son estrictamente sacerdotales, ministeriales, como en nosotros, que prestamos nuestra humanidad a Cristo, sino acciones maternales con efectos suprasacerdotales, incluso, engendradores también de filiación y vida divina. Y en esto como en todo, María es modelo y tipo para los sacerdotes.

            Dice muy bien la Lumen gentium: «La Virgen María en su vida fue ejemplo de aquel afecto (celo pastoral) materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres» (65). Es decir, la misma realidad de María, presente activamente en la Iglesia, es una realidad sacerdotal en cuanto sacerdocio de Cristo por medio de los signos eclesiales.

            Además, si toda la Iglesia es Pueblo Sacerdotal, cada uno según su propia vocación, María, como Madre de la Iglesia, es punto culminante de esta participación, aunque el modo le es peculiar, siempre como Madre de Cristo, unida a su ser y existir sacerdotal en relación a la Iglesia y a los hombres, como Madre de la Iglesia.

            Repito: la participación de María en el sacerdocio de Cristo no es ministerial, por eso, Ella no ejerce los servicios sacerdotales del sacerdote en nombre de Cristo: no bautiza, no consagra: Ella está a un nivel distinto y superior, que podría llamar fontal, porque actúa en la cabeza, junto a la Cabeza y desde la Cabeza, que es Cristo, como madre de su ser y existir sacerdotal.

Y por eso, todos nosotros, pastores, tenemos que mirar a María para imitar sus actitudes maternales en relación a Cristo y también tenemos que mirar a Cristo sacerdote en la relación con su Madre. De Cristo aprenderíamos afecto filiar a María. De Maria a

Cristo: cómo vivir nuestra unión con Él y espíritu materno en relación con la Iglesia: celo pastoral, que engendra vida y sobre todo, ayuda de María para llevar a efecto nuestra propia participación en el sacerdocio de Cristo.

Y desde aquí surge nuestra peculiar relación con María, Madre de Cristo Sacerdote, y de la Iglesia, pueblo sacerdotal. Y de aquí surge una relación especialísima de protección y de ayuda de María en relación con los sacerdotes, a los que Ella ve como prolongaciones de su Hijo Sacerdote, especialmente en la celebración de la Eucaristía que hace presente su estar “junto a la cruz” unida a su pasión y muerte de su Hijo.

De aquí se deduce que la devoción, la unión del sacerdote con María como Madre Sacerdotal no es marginal, ni de añadidura ni de adorno, sino consustancial y parte integrante de su sacerdocio, tipo y modelo de su espiritualidad sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal, para que sea verdad completa, ha de tener vibraciones marianas, por ser precisamente cristológica y eclesial. Los sacerdotes anunciamos a Cristo, que nació de Maria Virgen, hacemos presente el misterio redentor de  Cristo, al que asoció a Maria, y seguimos engendrando a los hijos de Dios por la gracia sacramental, con María, Madre de la Gracia y de la Iglesia.

Sin María, sin una relación muy íntima con Ella nuestro sacerdocio no es pleno en Cristo, ni gratificante ni plenificante para nosotros ni para la Iglesia, no hay gozo sacerdotal pleno sin María, no hay verdad completa, ni vivencia “en Espíritu y Verdad” de lo que somos y hacemos en Cristo. Sin María el sacerdocio se vive en noche oscura y tremenda y espesa. No querer y amar a María en intensidad indicaría muchas cosas. Y todas negativas. ¡Qué gran madre sacerdotal tenemos. Qué plenitud de gracias y consuelo y ánimos y privilegios para los sacerdotes! ¡Qué madre más dulce y sabrosa! ¡Qué hermosa y dulce y tierna nazaretana!

El Magisterio y la Tradición eclesial han indicado esta realidad con afirmaciones muy expresivas: «Si la Virgen Madre de Dios ama a todos con tiernísimo afecto, de una manera muy particular siente predilección por los sacerdotes, que son viva imagen de Jesús» (PÍO XII, Menti nostrae, 24). Qué alegría escuchar esto, pero sobre todo, vivirlo.

Y Juan Pablo II: «Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio» (Carta del Jueves Santo 1989, 11). Renovemos, pues, hoy, esta consagración a María de todo lo que somos y hacemos en nuestro sacerdocio. Y manifestemos esta devoción sacerdotal a la Virgen en la fidelidad a la Palabra: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”; y en la docilidad al Espíritu Santo que nos consagró sacerdotes del Altísimo.

El Concilio Vaticano II resume la espiritualidad o actitud mariana del sacerdote con estas palabras: «De esta

docilidad (a la misión del Espíritu Santo) hallarán siempre un maravilloso ejemplo en la Bienaventurada Virgen  María, que guiada por el Espíritu Santo, se consagró al ministerio de la redención de los hombres: Los presbíteros revenciarán  y amarán con filial devoción y culto a esta Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio» (PO 18).Esta santidad mariana o unión a María, junto con la devoción especial al Espíritu Santo, es una línea fuerte de espiritualidad sacerdotal, porque de ellas surgen y se alimentan el amor a Cristo Sacerdote y el amor a su Iglesia.

Termino como empecé: Toda potenciación o renovación sacerdotal auténtica, todo nuevo Pentecostés verdadero tanto sacerdotal como eclesial, encontrará siempre, absolutamente siempre a los apóstoles reunidos con María, la Madre de Jesús, para escuchar la Palabra con Ella, como Ella y se llenarán del Espíritu Santo con Ella y como los Apóstoles.         

           

 

6. 5. MARÍA Y EL CELIBATO SACERDOTAL

 

            En una canción de mis años de Seminario, que mis compañeros de curso tomamos como himno oficial de nuestra ordenación y grupo sacerdotal, cantábamos así: «Virgen sacerdotal, Madre querida; Tú que diste a mi vida tan dulce ideal; alárgame tus manos maternales, ellas serán mis blancos corporales, tu corazón, mi altar sacrificial».

            Teológicamente puede ser excesiva, pero nosotros solo nos fijábamos en que Ella estuviera siempre cerca de nosotros, sus hijos sacerdotes, sobre todo cuando celebrásemos el misterio de su Hijo, que pudo prescindir de todos en la cruz, menos de Ella, de la Madre. Nosotros igual. El Hijo es el Sacerdote. Es el Único y principal. Pero “estaban junto a la  cruz su madre...” Y con ella todos estábamos seguros: el Hijo y los hijos

            Nosotros, mirándola a Ella y teniéndola junto a nosotros, estábamos más  firmes en nuestra vocación y confiados en todo lo que nos esperaba después en  nuestra vida sacerdotal. Y así ha sido. Y ésta es la devoción absolutamente necesaria para un seminarista y para un sacerdote, sobre todo,  en la lucha por la virginidad, por el celibato: María, Virgen Inmaculada, Hermosa nazarena, Virgen bella, Madre del alma, haznos partícipes de tu Virginidad, danos ese amor único, total y exclusivo que Tú tenias a Dios por medio de tu Hijo en el Espíritu Santo; limpia y lava con tus manos maternales todas nuestras manchas, porque Tú eres nuestro modelo; Tú nos impulsas a amar con todo nuestro ser y fuerzas y corazón a Tu Hijo y a los hombres, con un corazón total y virginal como Tú lo hiciste; Tú fuiste virgen antes y después del parto; Tú eres nuestro Modelo, ¡cuánto nos quieres, cuánto te queremos! Gracias por querer ser nuestra madre, nuestra ayuda, nuestra pureza, ayúdanos Tú, Virgen limpia de todo pecado, Virgen Inmaculada.

            La devoción y el amor a la Madre Inmaculada, el rezo del santo rosario, la imagen de la Virgen cerca de nosotros en nuestra habitación para invocarla, para arrodillarnos, especialmente en los peligros contra la pureza de cuerpo y pensamientos la mirada permanente, llena de súplica y deseos de parecernos como buenos hijos, nos va haciendo semejantes a Ella, y ha sido el fundamento de castidad de muchas vidas sacerdotales; debe serlo de todas.

 

           

6.6. MARIA, MODELO Y AYUDA DEL AMOR TOTAL AL HIJO

 

            Porque Ella ama más que nosotros a su Hijo; nosotros también, porque queremos parecernos a su Hijo en todo y porque queremos amarle sobre todas las cosas, queremos ser célibes para entregarnos con un amor de donación total que no exige nada de cuerpo ni de afectos desordenados a nuestros hermanos; nosotros no sabemos amar así porque la carne que está contra el espíritu lo impide; pero ahí está la tarea de la Madre sacerdotal; Ella nos enseña, nos ayuda, nos levanta si caemos, nos anima siempre a la lucha.

            Y así lo hemos sentido y lo hemos comprobado. Qué confianza y seguridad nos inspira. Aunque un hijo se olvide de su madre, una madre no se olvida de sus hijos. Y María es nuestra madre, verdaderamente; no es un título o un adorno literario; es verdad comprobada en nuestras vidas, en la vida de todos los cristianos que la han tenido como madre, como la ayuda materna; y así Ella nos enseña ser virginales y célibes de cuerpo y alma, esto es, sin concupiscencia de deseos egoístas, de generosidad absoluta, sin pedir nada a cambio, como toda madre, que Dios ha puesto a nuestro lado para educarnos en virginidad total, de cuerpo y alma.

            Y para sentir esto, no hace falta, como en el caso de su Hijo, de purificarse primero. Porque Dios es Dios y lo exige todo. Yo soy pura criatura y tengo que arrodillarme ante Él, tengo que purificarme de mis pecados, tengo que adorarle antes con todo mi corazón y con todas mis fuerzas.

            Pero María es casi divina porque está muy cerca de Dios; pero es humana, plenamente humana, de nuestra raza, porque es criatura y está muy cerca de nosotros, porque además es madre nuestra; como madre nuestra recibe nuestras súplicas y preocupaciones y ve nuestras necesidades; y como casi divina, que todo lo puede suplicando, intercede ante su Hijo por nosotros, para conseguirnos las gracias necesarias para la santidad, para la unión total con su Hijo Sacerdote, con Dios. De esto todos somos testigos. Testigos de sus milagros a través de la historia, milagros de todo tipo.

            Para alcanzar estos milagros, no hace falta irse a Fátima o Lourdes... o sitios o santuarios especiales. Ella está siempre junto a nosotros.

            Hoy, como en otros tiempos, y quizás con más razón, los cristianos, el sacerdote debe pedir a María especialmente la gracia de saber aceptar el don de Dios con amor agradecido; la gracia de la pureza y de la fidelidad a la obligación del celibato, siguiendo su ejemplo como «Virgen fiel».

            El ofrecimiento del sacrificio de la misa, siendo para el sacerdote una actividad esencialmente cristocéntrica, no debe dejar de lado a la Madre que dio vida al Cuerpo que es sacrificado en nuestras manos.

            Si el sacramento del Orden nos hace prestar nuestra humanidad a Cristo para que Él pueda seguir consagrando su Cuerpo y Sangre, para que pueda seguir amando a los hombres y salvándolos, ella debe transformar este cuerpo de pecados mío en cuerpo de su Hijo, en humanidad supletoria de la de su Hijo, para que su Hijo, por medio de esta humanidad que le presto, viva en mí y por mi en plenitud su mismo amor total al Padre, hasta dar la vida: “El que me coma vivirá por mí”: como María, con Cristo y por Cristo, dando a Dios todo honor y toda gloria con amor único y total no sólo de cuerpo, sino de alma, de deseos, de amor.

            Maria, repito, puede conseguirlo para que el Padre me conceda este don del amor célibe por la potencia del Espíritu Santo, como en María, que concibió al mismo Cristo; siempre es el Espíritu Santo, es el Espíritu de Dios el que tiene que hacerlo como hizo a Jesús en su vientre, en su seno maternal. Y Ella sigue siendo el seno maternal de todos los nuevos «Jesús» que se hacen con la gracia de Dios, el amor de su Hijo y la fuerza y potencia del Espíritu de Amor de la Santísima Trinidad.

            Porque eso es ser sacerdote. Meterse dentro del Consejo Trinitario, decir de palabra y de obra por la unión con el Verbo encarnado en el Hijo-hijo de María, pero no en dirección ascendente como la primera sino encarnada y ascendente hacia arriba: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios... aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y desde esa decisión tomada en el Hijo, que se hizo hijo también de Maria y en ella encarnó esta decisión, poder imitar el amor de Dios Uno y Trino en pobre naturaleza humana y sacerdotal: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito, para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”, “Dios es amor... en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”.

            Este amor extremo del Verbo a su Padre y a los hombres, desde el mismo seno de la Santísima Trinidad, hizo que esta decisión y amor divino tomara carne humana, al ver el Hijo Verbo de Dios entristecido al Padre, porque los hombres por el pecado de Adán, ya no podían entrar en su misma intimidad y felicidad.

            Esta experiencia diaria, hecha ofrenda de amor y realidad sacramental en la misa, debería crear un vínculo único entre el sacerdote y María, a la que debe concederle un papel especial en su vida como madre de esa humanidad supletoria que el sacerdote debe prestar a su Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote, Dios y hombre verdadero y encarnado.

            El sacerdote necesita tener a María como mujer central de su vida, capaz de llenar su corazón. La devoción a Nuestra Señora le hará partícipe de su calor maternal y de su auxilio diario de gracia. En su esfuerzo por vivir el amor total y gratuito de cuerpo y alma, de ser célibe integralmente, debe elevar sus ojos y su corazón a su madre, a la Reina y Madre de las Vírgenes, que no sólo es modelo y arquetipo de la humanidad en el divino ordenamiento del mundo, sino que encarna también el ideal más perfecto y más puro de mujer, de virgen, de madre, de sierva y de reina. Es a Ella, la prudente, la poderosa, la amable y fiel Virgen, a quien el sacerdote debe volverse; es ante Ella, la pura, la amable Madre de Cristo y de la divina Gracia, a cuya escuela los sacerdotes debemos matricularnos y asistir para aprender a amar virginalmente y ser padres de nuestros hijos espirituales por el apostolado.

            Los sacerdotes, devotos fieles de María, que la veneramos con total confianza y seguridad devocional, aprendemos de ella, poco a poco, a amar como ella, a ser limpios de pecado carnal como ella, a entregarnos sin egoísmos como ella. Por eso Jesús nos la dio como madre y por eso ella es madre sacerdotal, porque lo fue del primero y único sacerdote, del cual todos somos presencias sacramentales.

            Por otra parte, teniéndola a Ella como modelo y teniéndola siempre presente y proponiéndola como ejemplo a seguir por las mujeres que encontremos en nuestra vida apostólica, María les enseñará a ser como Ella, a amar como Ella – querida mujer, ámame como la Virgen, pide a la Virgen amarme como Ella me ama; yo también te quiero amar así, y con esta forma de amar se aunarán los dos amores de una forma completamente única y desconocida; quizás para alguna de ellas, será una gracia toda relación y amor a los sacerdotes; es una gracia que el sacerdote debe pedir continuamente para todas las mujeres que entren en relación frecuente y profunda con el pastor por razón del apostolado, para que estas mujeres quieran como madres y hermanas al sacerdote, como María, madre de todos los sacerdotes.

            Quiero terminar este artículo sobre el celibato y la devoción a la Virgen con las palabras que la dirige el Papa Juan Pablo II en su Carta Pastores dabo vobis: «Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre y educadora de nuestro sacerdocio.

            Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia. Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente.

 

Oh María,

Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:

acepta este título con el que hoy te honramos

para exaltar tu maternidad

y contemplar contigo

el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,

oh Santa Madre de Dios.

Madre de Cristo,

que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne

por la unción del Espíritu Santo

para salvar a los pobres y contritos de corazón:

custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,

oh Madre del Salvador.

Madre de la fe,

que acompañaste al templo al Hijo del hombre,

en cumplimiento de las promesas

hechas a nuestros Padres:

presenta a Dios Padre, para su gloria,

a los sacerdotes de tu Hijo,

oh Arca de la Alianza.

Madre de la Iglesia,

que con los discípulos en el Cenáculo

implorabas el Espíritu para el nuevo Pueblo y sus Pastores:

alcanza para el orden de los presbíteros

la plenitud de los dones,

oh Reina de los Apóstoles.

Madre de Jesucristo,

que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión,

lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz, exhausto por el sacrificio único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:

acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio,

protégelos en su formación

y acompaña a tus hijos en su vida y en su ministerio,

 oh Madre de los sacerdotes. Amén.

 

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 2 de marzo —solemnidad de la Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado. Juan Pablo II

 

 

CAPÍTULO SÉPTIMO

 

HOMILÍAS Y MEDITACIONES MARIANAS

 

 

1.- MARÍA, MADRE DE FE, DE ESPERANZA Y DE AMOR PARA TODOS SUS HIJOS

 

            Queridos hermanos:

 

             María es primeramente madre; Madre de Cristo y Madre de todos los creyentes en Cristo. María es nuestra Madre. Porque Dios lo quiso. Y lo quiso al enviarnos a su Hijo y elegir a María para Madre. Madre de la Cabeza, madre del cuerpo místico, que es la Iglesia, que somos todos nosotros.

Dios envió a su Hijo para salvarnos y quiso que tuviera una madre, como todos nosotros. Y el Hijo la eligió como madre. Y la quiso madre para todos nosotros, porque así nos la entregó a todos en la persona de Juan: “He ahí a tu hijo, he ahí a tu madre”. Y el parto de este alumbramiento fue doloroso, porque fue el de su pasión y cruz de Cristo a la que quiso asociar a su Madre, la Virgen de los Dolores: “estaban junto a la cruz su madre...” Así la proclamó solemnemente Pablo VI en pleno Concilio Vaticano II:

«Para gloria de la Virgen y consuelo nuestro Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, del Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre amorosa. Queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título»,

El título de Madre de la Iglesia era ciertamente nuevo en cuanto a su proclamación, pero no en su contenido, porque desde siempre todos los cristianos se han considerado hijos de María y la han invocado como Madre, con afecto filial.

Ya en las primeras páginas de la Biblia se nos promete como tal: “Pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella herirá tu cabeza, cuando tu hieras su talón” (Gn 3, 15).

La revelación posterior del Nuevo Testamento nos permite descubrir en este pasaje su sentido mariológico: esa mujer que triunfará con su Hijo sobre la serpiente no es otra que María.Pero es, sobre todo, en el misterio de la Anunciación, donde María, con su Sí al plan salvífico del Padre, es constituida Madre de todos lo redimidos, acogiendo en su seno la Palabra divina Encarnada en su seno , Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.

Tenemos este texto maravilloso de la Lumen gentium: «Desde la Anunciación... mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consistiendo con su amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella misma» (Jn 19, 25-27).

Y allí en el Calvario, fue proclamada solemnemente por Cristo como madre de los hombres en la figura de Juan: “Mujer, he ahí a tu hijo”, a tus hijos.

Si hay una madre, lógicamente  tiene que haber  hijos. Podíamos ahora considerar nuestra relación, nuestros deberes de hijos para con Ella, pero nos vamos a detener más bien en sus deberes y relación de Madre para con nosotros, en su maternidad actual para con todos los hijos de la Iglesia, con todos los hombres. Y citamos nuevamente la Lumen gentium:

«Esta maternidad de María en la economía de la gracia, perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación de todos los elegidos. Pues, asunta en cuerpo y alma a los cielos, no ha dejado esta misión solidaria, sino que con su múltiple intercesión, continúa obteniéndonos los dones de la Salvación Eterna» (LG 62).

María, como madre, se ha convertido así en fuente de gracias, y a la vez en arquetipo y modelo de santidad y virtudes cristianas y evangélicas para todos nosotros, sus hijos. Es madre y modelo de santidad evangélica.

 

2. Madre y modelo de fe. Desde la Inmaculada Concepción hasta el Calvario caminó sin vacilar por el camino de la fe que mantuvo viva su esperanza y la hizo caminar y  vivir en caridad y entrega permanente a los planes de su Hijo Dios y sus hijos, los hombres. Y como modelo y madre, Ella es la realización anticipada de los que estamos llamados a ser cada uno de sus hijos. Mirando a nuestra Madre como modelo, nos animamos a vivir las virtudes teologales, que son la base de toda la vida cristiana.

Madre de fe en la Anunciación, donde sin ver claro, aceptó la palabra divina y se abrazó a la voluntad salvífica de Dios. Concibió creyendo  al que dio a luz creyendo. Madre de la fe sin límites al pié de la cruz, cuando se consumaba el misterio de la Redención de la forma mas paradójica, fracasando su Hijo ante el pueblo y creyendo que era Dios, el Hijo que moría de forma tan cruel y dolorosa. Sólo una fe del todo singular pudo sostener a la Madre en su unión salvífica con el Hijo.

Queridos hermanos, cuando no se comprenden los planes de Dios, porque no coinciden con los nuestros, que siempre van buscando el éxito inmediato; cuando no se entiende lo que Dios quiere y nos propone y uno tiene que decir Sí a Dios sin saber donde le va a llevar ese sí; cuando crees que ya lo vas realizando y se van cumpliendo los planes de Dios, pero viene una desgracia que los mata en la cruz del fracaso, sin apoyos y explicaciones, en noche oscura y total de fe, de luz, de comprensión y explicación, como pasó con María; Ella, como Madre de la fe oscura y heroica te ayudará a pasar ese trance doloroso y estará junto a ti y sentirás su presencia como Jesús quiso que estuviera junto a su cruz, junto al Hijo de su entrañas y de su amor. Ella es ejemplo de cómo tenemos que vivir esos momentos dolorosos de la vida.

 

3. María, Madre de fe, es también madre auxiliadora en los momentos de peligros y desgracias, es auxiliadora e intercesora del pueblo santo de Dios. Además, lo puede todo, es omnipotente suplicando y pidiendo a su Hijo por nosotros. Como toda madre es intercesión para sus hijos. Todos  sabemos y decimos que no hay nada como el amor de una madre. Triste es la orfandad de cualquiera de los padres, pero  si la madre permanece, existe hogar y los hijos siguen unidos y caminan hacia adelante. Un hijo puede olvidarse de su madre, pero una madre no se olvidará jamás de sus hijos. Si Dios nos dio a María por madre, esto nos inspira consuelo, paz, tranquilidad, seguridad. Es Dios quien lo ha querido y lo ha hecho.

 

4.- María, madre de fe, es esperanza nuestra; vida, dulzura y esperanza nuestra como rezamos en la Salve. María ha conseguido la plenitud de vida y salvación que buscamos. Ha sido asunta, es Madre del cielo, es premio, eternidad dichosa en Dios que abre su regazo para todos sus hijos. Es cita de eternidad. Es cielo anticipado para sus hijos. El cielo de María es que todos sus hijos se salven y lleguen a su Hijo, a Dios, para lo que su Hijo se encarnó en su seno.

Recemos: María, madre de fe y esperanza, auxiliadora del pueblo de Dios, intercede por tus hijos ante el Hijo que nos salvó y todo lo puede; tú lo puedes todo ante Él suplicando, porque es tu Hijo, lo llevaste en tus entrañas.

Madre, llévanos de la mano un día a donde tu ya vives como reina de la ángeles, tú que eres la mujer nueva, la Virgen Madre vestida del resplandor del Sol divino que es tu Hijo, coronada de estrellas, madre del cielo. Amén.

 

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Complemento de María, Madre y Modelo de fe.

 

Así como en el Antiguo testamento rompe Abrahán la marcha de la fe y es llamado padre de los creyentes,, porque se fía del Señor que le invita  a salir de su tierra y parentela para caminar hasta la tierra prometida y fiado en esa misma palabra está dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, así también en el Nuevo Testamento María abre la marcha de los creyentes como madre de la fe, creyendo en la palabra que Dios le envía por medio del arcángel Gabriel que la hace por el Espíritu Santo madre del Salvador.

            Esta fe-confianza de María la encontramos totalmente clara y reflejada en el misterio de la Encarnación del Verbo, creyendo que era el Hijo de Dios el que nacía en sus entrañas. Y esta fe la aceptó orando, estaba orando cuando el ángel la saludó y le trajo buenas noticias de parte de Dios. Orando, mientras cosía o barría, o sencillamente orando, sin hacer otra cosa más que orar. Así se le aparece el ángel y le descubre el misterio: “concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús...será grande y se llamará Hijo del Altísimo...”

            Y María lo admite y sólo quiere saber qué tiene que hacer. Porque Ella tiene voto de virginidad: ¿Cómo puede ser eso? Y el ángel dice que el Señor con su poder se encargará de solucionarlo todo y ante esto y siguiendo sin ver claro pero fiándose totalmente: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

            Si para que se cumpla este proyecto de Dios es necesario que venga abajo mi reputación, mis planes, mi fama, incluso ante mi marido José, he aquí la que ya no tiene voluntad ni planes propios, pero que Dios haga en mí sus planes. Se fía y se entrega totalmente a Dios: “Bienaventurada tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”, le dirá luego su prima Isabel cuando María va a visitarla, porque está también embarazada.

            La fe de María ha sido el principio en el tiempo de nuestra salvación, es el principio de la maternidad divina de María. Pero quede claro, que esta fe, esta confianza no le descubre el misterio de Cristo y su misión, sino que lo irá descubriendo en la medida que  se vaya realizando. Lo tiene que ir descubriendo en contacto con su Hijo y su misterio: “María consevaba todas estas cosas en su corazón”. Siempre lo fue descubriendo por la oración. Por ejemplo, se ha perdido el niño. Y Ella lo busca, no sólo para sí sino para todos nosotros. Porque Ella está versada  en las Escrituras santas y sabe que el Mesías nos salvará. Por eso quiere encontrarlo para todos: “Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Y recibe esta respuesta desconcertante: “No sabíais que debía ocuparme de la casa de mi Padre”.

            Y añade muy acertadamente San Lucas, que lo escucharía de la Virgen: “María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”. María meditaba, reflexionaba y su fe iba abriendo y descubriendo y aumentando y ejercitando hasta la perfección, como aumenta la tuya y la mía mediante la oración y las puestas con la  confianza en Dios.

            La fe dolorosa y redentora de la Virgen aparece sobre todo en el Calvario. Sigue siendo una fe abrahámica. La de Madre de todos los creyentes. En aquella oscuridad dolorosa del Viernes Santo hay una doble luz: primero, el amor invencible al Hijo y del Hijo, y la fe invencible de la Madre. Allí está ella de pie, firme, creyendo contra toda evidencia, dando a luz a la Iglesia, que está naciendo de los dolores del Hijo crucificado, a los que ella se une en noche de fe, sin ver nada, todo lo contrario, con una fe muy oscura y dolorosa y más meritoria que la de Abrahán  porque él no llegó a sacrificar a su hijo y verlo muerto, y María, sí. Y, sin embargo, cree, cree en la Victoria del Hijo viéndole morir en el más vergonzoso fracaso. Cree en la vida que está naciendo de la muerte de su Hijo. Y de hecho, con la palabra del Hijo, queda explicada toda esa noche de fe, porque realmente se ha convertido, unida al dolor de su Hijo en madre de todos los creyentes. Así se lo testifica su Hijo: “Mujer, he ahí a tu hijo, he ahí a tu madre”.

            Con estas palabras del Hijo ha quedado todo explicado, manifestado, descubierto: María por su fe, unida al sacrificio de su Hijo, se ha convertido en Madre de la Iglesia., de los creyentes, y al perder el Hijo, ha conseguido la multitud de todos, los nuevos hijos: Juan es el representante.

 

 

2.- PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO

(Luis M Mendizábal, S.J)

 

Queridos hermanos y hermanas: Justo cuando nos disponemos a comenzar el santo tiempo de la Cuaresma, con el horizonte del Calvario, podemos retomar nuestra contemplación del misterio de la Presentación del Señor desde el matiz que Juan Pablo II recalcó en su encíclica Redentoris Mater (cf. n° 16). Él lo llama «segundo anuncio a María». El primero fue por labios del ángel, este segundo por labios de Simeón. En el primero se anuncia su maternidad, en el segundo se anuncia cómo su maternidad implica asociarse al sufrimiento redentor de su Hijo.

 

Por la luz del Espíritu reconoce al Señor

 

            El anciano que lleva tantos años en torno al Templo, reconoce al Niño, por su docilidad al Espíritu. Esto sólo puede ocurrir por la luz del Espíritu, porque no correspondía en nada a las descripciones espectaculares que habían dicho los profetas. No venía con triunfo ni ruido, venía silenciosamente en brazos de una joven madre. Reconocer al Señor en sus visitas es lo más grande que podemos vivir. Reconocer a Dios en las personas con las que tratamos.

            Reconoce al Mesías en un niño indefenso insignificante y lo toma en brazos, la Virgen se lo da, la Virgen es una madre generosa, parece que no lleva al Niño más que para darlo, da la impresión de que el Niño se le iba de los brazos, de las ganas que tenía de irse a aquel anciano... entonces lo torna en brazos, lo levanta en brazos. Con El levantado en brazos es como tenemos que escuchar el himno, ese himno que la Iglesia repite cada noche en las completas, en labios de sus sacerdotes y religiosos, que es como querer indicar que cada día tenemos que haber  encontrado también nosotros al Mesías. Entonces podemos decir, ya puedo dormir en paz, ya puedo descansar en paz porque mis ojos han visto al Salvador. Lo he visto en las personas con las que he tratado, en los acontecimientos, en la oración, en el trato personal con El, lo he encontrado y ahora puedo descansar en paz.

            Simeón lo que levanta es al Niño que se ha ofrecido y que ha sido ofrecido al Padre. Es la anticipación de Cristo crucificado, es reconocer al Mesías, al que enviado por el Padre da su vida por nosotros. Y eso es lo que levanta, como el sacerdote la Hostia después de la consagración. Lo levanta al Padre y lo presenta a la humanidad. Y en cada misa, en el altar podemos también nosotros, como el anciano Simeón contemplar al que es “luz de las gentes y salvador de tu pueblo Israel”.

            Lo que es luz de las gentes es el Jesús ofrecido e inmolado por nosotros. Es el Cristo crucificado, es el Niño presentado y ofrecido por manos de María, el Cristo crucificado a cuyos pies está también la Virgen y en la sombra gozoso siempre, silencioso, contemplativo, San José, que es testigo de todo eso y es arrebatado por ese misterio, también metido en él, introducido en él, envuelto en ese misterio de entrega, de inmolación de iluminación del mundo.

            En la primera ocasión fue enviado un ángel para anunciar su maternidad. En esta segunda decimos que fue enviado un anciano llamado Simeón para anunciarle cómo a ser su maternidad.         Reconocer al mesías en el niño sólo puede ocurrir por la luz del Espíritu. No venía con triunfo ni ruido, venía silenciosamente en brazos de una joven madre. Reconocer al Señor en sus visitas es lo más grande que podemos vivir.

            Simeón siente ahora que su espera está bien pagada, todo lo que él ha tenido que subir uno y otro día al templo con deseos de encontrarse con el Mesías está ahora cumplido y se siente inmensamente feliz, ya ha visto cumplido su deseo, ya su vida puede terminar, porque  “mis ojos han visto al salvador”.

            Ojalá El nos concediera que le viéramos también nosotros y de esta manera pudiéramos morir a lo que es pecado, a lo que es desorden, para vivir sólo para el Señor. Una especie de muerte para entrar en la vida, en la vida que es esa “luz para las gentes y gloria del Señor”. Y dirigiéndose a María le da el «segundo anuncio».

            La otra anunciación. En la primera ocasión fue enviado un ángel para anunciar su maternidad. En esta segunda decimos que fue enviado un anciano llamado Simeón para anunciarle cómo va a ser su maternidad. Por una parte será “luz de las gentes” pero por otra “signo de contradicción”. Y añade: “una espada atravesará tu corazón”. Aquí hay algo importante. El Señor nos va llevando y va descubriéndonos aspectos de nuestra vida.

            La Virgen desde la anunciación creyó. Vive en obediencia de fe. Isabel le dice: “dichosa tú que has creído” (Lc 1,45). Creyó con todo lo que significa creer. Creyó no sólo a la palabra que se le había dado, sino creyó entregándose a esa Palabra con una entrega total, en una obediencia de fe. Con sencillez, con humildad se entregó para ser madre de Jesús. Ella tiene esa postura fundamental de esclava del Señor que mantiene en todos los pasos, también en la cruz estará como esclava del Señor, lo mismo que Jesús mantiene siempre la actitud de su corazón.

            El Concilio nos dice que María se entregó a la persona y a la obra de Jesús: aceptó ilimitadamente su misión. El Papa asemeja esa fe de María a la fe de Abraham que sale de su tierra sin saber a dónde iba, pero sabiendo que estaba siguiendo a Dios. Esta es la verdadera fe y la oscuridad de la fe. No es sólo salir sin saber siquiera si es lo que Dios quiere. Es no saber dónde va a terminar el camino. Pero en la certeza de caminar con el Señor. Y caminar sin preguntar qué circunstancias van a ser. Abraham camina sin preguntar. Se pone en camino hacia un lugar que no conoce nada, fiándose de Dios que es quien le hace salir. Está seguro de que es Dios quien le hace salir y nada más.

            La Virgen también camina así. Dando cada paso según la voluntad de Dios pero sin saber dónde va a terminar. Con una inmensa confianza en esa obediencia de fe por los caminos oscuros del Señor. También para María son oscuros ¡os caminos del Señor. Basta recordar las dudas de San José, los titubeos después de la anunciación y en estos mismos momentos ella no sabe concretamente lo que va a ser, cómo va a ser.

            Un si que se renueva en cada paso del camino. Incluso no es aventurado y no es una temeridad pensar -hace a ello alguna referencia el Papa- que ella había entrevisto el triunfo del, Mesías porque se le había anunciado: “Él ocupará el trono de David su  Padre, será Rey” (Lc 1,32). Hay una cierta aureola de triunfo. Sin embargo, ella sigue ese camino que el Señor le traza, quizás con esa ilusión en el fondo, de ir hacia ese triunfo.

            Pero su voluntad era una voluntad radical, aceptó la voluntad de Dios radicalmente y aún sin conocer todos los detalles, dispuesta a todo. Esta es la verdadera postura del corazón enamorado. Cada cristiano, al entregarse ahora, no conoce los detalles de lo que va a ser su vida, pero la acepta y la entrega. Solemos imaginarla con ciertos rasgos de triunfo.

            María estaba disponible a ser Madre de Jesús con todas sus consecuencias. Ella, pues, aceptó la voluntad de Dios no en cada uno de sus detalles -que no conocía-, pero sí la aceptó sin excluir nada, aunque no lo incluyera positivamente. Es esta la buena postura. En cambio, si uno empezara a imaginarse el futuro con sus dificultades se atormentaría inútilmente. Eso no es fiarse del Señor. Solemos además imaginar algo en el fondo más triunfante. Pero aún sin saber, puedo dar mi sí al Señor con todas sus consecuencias.

            Ahora bien, ella sí conocía alguna relación con la redención de Israel, pero no cómo iba a ser esa salvación de Israel. Ella reconoce que en el hecho de la aceptación de su maternidad, Dios recibe a Israel su siervo, lo acoge. El ángel había dicho también a José: “El sacará a su pueblo de los pecados” (JIt 1,21), pero no cómo, cuál sería ese camino.

            También en el benedictus Zacarías había anunciado: “anunciando la salvación para el perdón de los pecados” (Lc 1,77). Pero ¿comprendió la Virgen que esa función le asociaba a un misterio doloroso? No tenemos ningún argumento para ello. Pero en las palabras de Simeón sí se le abre este camino. Por eso es una segunda anunciación. Se añaden unas matizaciones. Dice el Papa que es segundo anuncio hecho a María dado que indica la dimensión histórica concreta en la cual el hijo cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en el dolor. Se le revela además que ella deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre y que su maternidad será oscura y dolorosa. Esto es el anuncio del anciano Simeón.

 

3.- FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR (1997)

 

QUERIDOS HERMANOS: Celebramos hoy, día 2 de febrero, a los cuarenta días después de la Navidad, la fiesta de la Presentación del Niño en el Templo de Jerusalén. Y aunque caiga en domingo, prevalece sobre la liturgia dominical, porque es un domingo ordinario, y hoy es fiesta del Señor, como son las de Epifanía, etc.

El suceso es narrado en el Evangelio y en la primera Lectura; el salmo también encarece el momento solemne de la Entrada del Señor en el Templo. El profeta Malaquías nos dice: “Miradlo entrar”. Y el salmo repite: “va a entrar el rey de la gloria”.

La segunda Lectura desentraña la esencia del sentido de esta fiesta: Jesucristo es presentado en el Templo en brazo de su Madre María y es ofrecido, mejor dicho, se ofrece Él mismo con toda su vida para cumplir la voluntad del Padre, que se consumará en el sacrificio de la cruz.

La voluntad del Padre no es otra que la entrega total del Hijo por la salvación de los hombres hasta la muerte de cruz, como anunciará el anciano Simeón; sólo así llegará a la consumación, a la glorificación ya que Cristo “puede aniquilar al que tenía el poder de la muerte y liberar a todos los que por miedo a la muerte, pasaban la vida como esclavos”; Cristo “ha expiado nuestros pecados y puede auxiliar a los que pasan con Él la prueba del dolor”.

La vida de Jesús ofrecida, sacrificada “la ofrenda como es debido”, en expresión del profeta Malaquías, es “Salvación para todos”, como dijo el anciano Simeón, pues nuestro destino es el suyo, porque “participa de nuestra carne y sangre.” Y unidos a Él, “nuestro Pontífice fiel y compasivo”, podemos ofrecer, juntamente con Él, la ofrenda de nuestra vida, “ofrenda agradable a Dios”.

El sentido de la Presentación es que Dios es el autor de la vida; el hombre es ser creado por Dios, dependiente y necesitado de Dios: criatura que debe dar gracias por la vida que le viene de Dios y ponerla a su disposición.

Jesucristo, en su Presentación en el Templo, nos anticipa la ofrenda sacrificial que irá haciendo a los largo de toda su vida y que culminará en el Templo de  Sí mismo, en su Cuerpo y Sangre entregada en el altar de la Cruz, ofrenda sacrificial que Él nos ha dejado como memorial en el Sacramento de la Eucaristía.

La santa misa debe ser para nosotros ofrenda agradable con Cristo al Padre, para quedar consagrados con Él para gloria de la Santísima Trinidad. Y como nos hemos ofrecido con Él y hemos sido consagrados con Él al Padre, cuando salimos del templo ya no nos pertenecemos, hemos perdido la propiedad de nosotros mismos a favor del servicio a los hermanos; para gloria de Dios, tenemos que vivir o dejar que Cristo viva en nosotros su ofrenda al Padre. Esto es la santa misa. Esta es su espiritualidad y su liturgia. Es ofrenda y consagración con Cristo para gloria de Dios y  servicio y entrega a los hombres.

En la celebración de la Presentación de Jesús estuvo María íntimamente unida a este Misterio de su Hijo, como la Madre del Siervo de Yaveh, ejerciendo un deber propio del Antiguo Israel y presentándose a la vez como modelo del nuevo pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y la esperanza por el sufrimiento y la persecución (Cr Maríalis cultus 7).

«Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la Concepción virginal de Cristo hasta su muerte... Y cuando hecha la ofrenda propia de los pobres lo presentó al Señor en el templo oyó profetizar a Simeón que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la madre, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (LG 57).

Con Simeón y Ana todos nosotros y todos los hombres debemos de salir al encuentro del Señor que viene. Debemos reconocerle como ellos como Mesías, “Luz de la Naciones” “Gloria de Israel”, pero también “signo de contradicción”.

La espada de dolor predicha a María será el signo y la consecuencia de esa contradicción que anuncia otra oblación perfecta y única, la de la Cruz, que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”.

La monición de entrada nos explica perfectamente el sentido de esta fiesta: «Hace cuarenta días celebramos llenos de gozo la fiesta del Nacimiento del Señor. Hoy es el día en que Jesús fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente. Impulsados por el Espíritu Santo, llegaron al  templo los santos ancianos Simeón y Ana, que, iluminados por el mismo Espíritu, conocieron al Señor y lo proclamaron con alegría.

De la misma manera nosotros, congregados en una sola familia por el Espíritu Santo vayamos a la casa de Dios, al encuentro de Cristo. Lo encontraremos y lo conoceremos en la fracción del pan, “hasta que vuelva revestido de gloria.

 

 

 

4.- MARÍA, DESDE PENTECOSTÉS A LA ASUNCIÓN

 

UN MISTERIO OLVIDADO

 

Cumplida la Pasión, y habiendo tenido ya lugar la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés, María, la Madre de Dios, Corredentora ya y Santísima, aún se quedó en la tierra. Parecía natural entrase en el cielo con su Hijo, San José y los demás santos del Antiguo Testamento, pero es que además era Madre de la iglesia. ¿Cuáles fueron su misión maternal y ejemplos tan especiales, que le hicieron permaneciese aún años con los primeros cristianos? Bien merecen nuestra atención e imitación, junto con nuestro agradecimiento.

 

1. Madre sacrificada


            La abnegación maternal de la Virgen es una constante sublime, y admirable modelo en toda su vida, que llega a su cénit al pie de la Cruz. Había empezado ya en el mismo momento en que comenzó a ser Madre de Cristo, y como tal, Madre también de su Cuerpo místico, la Iglesia.

             Comienzo que fue el molesto viaje y servicio doméstico para ayudar a su prima Santa Isabel en la natividad de San Juan Bautista. Y cuando la Iglesia está ya nacida, aún persiste su dedicación total, hasta el punto de retrasar su coronación gloriosa en el cielo, a fin de prestarle sus últimos cuidados maternales en esta vida.

            Para penetrar en este sacrificio que le supuso el desempeño perfecto de su oficio de Madre nuestra, pensemos los deseos que tendría de irse a reunirse con su Hijo, y de gozar de Dios, Ella que como nadie le conocía, le amaba y merecía.

            Pero todo lo pospuso, ¡durante veinte años!, al cumplimiento pleno de la misión recibida de Cristo: “Ahí tienes a tu hijo”. Como si ya no hubiera hecho bastante.


                                               * * *

            Madre admirable, más madre que ninguna, pues TU ABNEGACION MATERNAL ES LA MAYOR. Prueba que también tu amor por nosotros es superior al de cualquier otra madre.

            Ángel de mi guarda, ¡si llegase yo con tu asistencia, A CONVENCERME de este amor sin límites de mí Madre! Para agradecérselo sin cesar, para corresponder a él con mi entrega total a Cristo en sus manos, pues no es otro su deseo; para imitarla, como homenaje y muestra de amor.

            Imitarla particularmente LAS MUJERES en su abnegación maternal, ahora que el demonio quiere pervertirlas con sus halagos de independencia, de pasarlo bien, se trate de maternidad natural o sobrenatural, a la que no solamente las religiosas están llamadas.

            Imitarla TODOS en cumplir la misión encomendada por Dios, como cristianos: en la familia, trabajo, apostolado...


II. Madre oculta


            Si nos deja asombrados su abnegación hasta el fin, no es menor causa de admiración su humildad. De todos esos años, los de su mayor santidad, y por consiguiente inmenso tesoro de nuevos méritos y gracias para la Iglesia, no sabemos nada, ni tan siquiera de su dichoso tránsito al cielo.

            Ella misma proclamó diversas veces, en los momentos más significativos: “He aquí la esclava del Señor...Ha mirado la humildad de su esclava”.

            Humilde también en la plenitud y final de su vida. De este tiempo no cuentan nada de Ella los Hechos de los Apóstoles, ni sus cartas. Señal que en nada intervino públicamente.

            Esta vida oculta, segundo Nazaret, es otra corona más en su gloria sin par. Y el mismo Dios, su Hijo, la ha querido resaltar, precisamente silenciándola en los autores inspirados del Nuevo Testamento.

            Enseñándonos así, qué es lo más importante en la vida de la Iglesia. Humildad oculta que no excluye el hablar y entusiasmar con Cristo. Y se deduce de los Evangelios de San Lucas (c. 1 y 2; y 2,51) y San Juan (2,3-5; y todo su sentido profundo de la vida interior de Cristo), que debieron escuchar de labios de Santa María lo que guardaba en su corazón.

                                               * * *

 

            Virgen prudentísima, ENSEÑAME A CALLAR. A callar ante los hombres y hablar ante Dios. Por el misterio de tu silencio.

            ¡Me es tan difícil aprender la humildad! Que viéndote a ti, allá, escondida en tu celda, en una casita blanca de Éfeso, con San Juan, según suponemos, consiga vencer Ml AMBICION INSACIABLE de cosas, de placeres, de fama, de vanidad y soberbia.
¡Qué absurdo que cuando Tú, Reina del Universo, vives de incógnito, pretenda yo subir sobre los demás, y ser reverenciado!

                        Enséñame a hacer el bien sin focos de publicidad, ni siquiera con el reconocimiento a mis buenas obras. Mucho menos buscando la reverenda a mis limitadas cualidades, a mis imperfectas virtudes, a tanto oropel como me visto. Infinitamente más gozoso será participar, a tu lado, de la EXALTACION DE LOS HUMILDES por el poderoso brazo de Dios.

 

III. Madre orante

            Sin duda oraba siempre; en oración la sorprendió el Ángel Gabriel y en oración, por su oración recibieron el Espíritu Santo los Apóstoles. Si alguna virtud característica suya aparece en el Evangelio es esa. Oración son sus palabras al arcángel San Gabriel en la Anunciación. Oración, su saludo a Santa Isabel con el «Magníficat>’. Oración, su intervención en las bodas de Caná. Oración, su compañía a Cristo en el Calvario, el primer altar y sagrario. Oración, su reunión con los apóstoles en el Cenáculo, para rezar con insistencia (Hech. 1,14).

            ¡Qué no conseguiría la oración de la Virgen desde Éfeso (hoy Turquia) por la primitiva Iglesia!

            ¡Qué no conseguirá nuestra oración si la unimos a la suya!

            Porque es tanto su aprecio por la oración, que aun en el cielo sigue intercediendo por nosotros. Y nada menos que como Medianera universal, Madre de la divina gracia.

            Oración que para ser eficaz ha de estar acompañada, como Ella nos lo enseña,  de caridad abnegada y de humildad, sin prisa de tiempo, como tampoco la tuvo Ella de terminar su misión en la tierra.

            Oración que resulta -se dice pronto, pero lo es todo-: de poner la confianza en Dios, no en los hombres, y procurar agradarle a Él, sin importarnos las críticas injustificadas, pues Él es quien rige la vida y la historia.

 

* * *

++“Virgen fiel, DAME FIDELIDAD a la oración. Puerta del cielo, ABREME la del Corazón de Jesús.

 

++ Madre purísima, concédeme LIMPIEZA DE CORAZON para que vea a Dios.

 

++ Auxilio de los cristianos, SOCÓRREME en las luchas contra el demonio, el mundo y la carne, pues solamente los victoriosos en ellas comerán del árbol de la vida (Apoc. 2,7).


++ Que así limpio y victorioso me alcances ver a Dios en la oración, tener entrada y FAMILIARIDAD con Cristo Eucaristía, alimentarme de sus frutos, pues Él es mi vida.


++ QUE APRENDA DE TI, como los evangelistas, los misterios de Cristo y su significación, para hacerlos mi luz y mi alimento.


++QUE CONVIERTA CONTIGO mi vida en oración, y mi oración y sacrificio en apostolado fecundo: por las necesidades de mi familia, mi parroquia, mi diócesis, de la Iglesia toda. Amén.

 

 

 

 

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