MARÍA, HERMOSA NAZARENA VIRGEN BELLA, MADRE SACERDOTAL I HOMILIAS Y MEDITACIONES MARIANAS FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

MARÍA, HERMOSA NAZARENA

VIRGEN BELLA, MADRE SACERDOTAL

I

HOMILIAS Y MEDITACIONES MARIANAS

FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

(ANUNCIACIÓN (Detalle) Fray Angélico

 

MARÍA, HERMOSA NAZARENA

VIRGEN BELLA, MADRE SACERDOTAL

I

HOMILIAS Y MEDITACIONES MARIANAS

DE FIESTAS Y TIEMPOS LITÚRGICOS

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA.1966-2018

 

 

 

¡SALVE,

 

MARÍA,

 

HERMOSA NAZARENA,

 

VIRGEN BELLA,

 

MADRE SACERDOTAL,

 

MADRE DEL ALMA

 

CUÁNTO ME QUIERES,

 

CUÁNTO TE QUIERO

 

GRACIAS POR HABERME DADO A TU HIJO JESÚS

 

SALVADOR DEL MUNDO Y SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO

 

ENCARNADO EN TU SENO,

 

GRACIAS POR HABERME LLEVADO HASTA ÉL,

 

Y GRACIAS TAMBIÉN POR QUERER SER MI MADRE,

 

MI MADRE SACERDOTAL Y MI MODELO.

 

¡GRACIAS!

 

 

 

MEDITACIONES Y HOMILÍAS DE LAS FIESTAS DE LA VIRGEN SIGUIENDO EL TIEMPO LITÚRGICO

 

RETIRO DE ADVIENTO CON LA VIRGEN

 

(Otras meditaciones para el retiro de Adviento, en mis libros ARDÍA NUESTRO CORAZÓN ciclos A y B Y C, Edibesa 2004, Madrid)

 

            Queridos hermanos: El retiro o desierto espiritual del Adviento es un tiempo más intenso de oración, que lo podemos hacer en el templo, en lugares o casas destinadas a la  oración o en la misma soledad de la naturaleza, solos o acompañados. Para preparar esta venida del Señor, como hemos dicho, necesitamos retirarnos a la oración, hacer un poco de desierto en nuestra vida.

            El Adviento es el recuerdo de aquel duro y largo adviento de siglos, desde Adán hasta la Encarnación del Hijo de Dios, que estuvo invadido por el deseo y anhelo del Salvador prometido. Todo el Antiguo Testamento es espera ansiada del Mesías. Y esto es lo que la Liturgia de estos días quiere suscitar en nosotros. Ésta es la primera actitud  que debemos potenciar y alimentar en nosotros, por la lectura de los Profetas que mantuvieron durante siglos esta espera en el pueblo de Dios.

            El mundo actual, en su mayoría, no espera a Cristo, porque pone su esperanza en las cosas, en el consumismo; por eso no siente necesidad de Cristo, no siente necesidad de salir a su encuentro, no espera su venida. Y por eso precisamente lo necesita mucho más. El mundo actual tiene muchas esperas: espera ganar más dinero, conquistar la técnica, los medios de producción, vivir más años, tener más y más cosas que le llenen y le hagan ser más feliz… todos tenemos muchas esperas, un número ingente de deseos y anhelos, nos llenamos de más y más cosas, y paradójicamente ahora que creemos tenerlo todo, estamos más vacíos, porque nos falta todo, el todo que es Dios; son muy pocos los que esperan al único que puede llenar todas estas ansias y saciar de contenido tanto vacío existencial actual y salvar a este mundo: Jesucristo.           

            La Navidad y el Adviento, incluso también para nosotros, los cristianos, ¿son realmente tiempo de gracia y de salvación, o se han apoderado de ellos las multinacionales y las han convertido en tiempos de consumismo, de champán y turrones? Y los creyentes, los cristianos, ¿sentimos necesidad de Cristo, de su salvación, de su presencia en nosotros, en nuestra juventud para que la oriente, en nuestra familia, en el mundo, para que lo haga fraterno y habitable? Ésta es  la primera actitud que quiere suscitar en nosotros este tiempo santo del Adviento. Por eso, qué conveniente y necesario es este retiro, para prepararnos mejor así a una celebración cristiana de la Navidad, esperando a Cristo.

 

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Canto de entrada

VAMOS A PREPARAR EL CAMINO DEL SEÑOR; VAMOS A CONSTRUIR LA CIUDAD DE NUESTRO DIOS.

 

Vendrá el Señor con la aurora, Él brillará en la mañana, pregonará la verdad. Vendrá el Señor con su fuerza, Él romperá las cadenas, Él nos dará la libertad.

Él estará a nuestro lado, Él guiará nuestros pasos, Él nos dará la Salvación. Nos limpiará del pecado, ya no seremos esclavos, Él nos dará la libertad.

VAMOS A PREPARAR EL CAMINO DEL SEÑOR; VAMOS A CONSTRUIR LA CIUDAD DE NUESTRO DIOS.

Visitará nuestras casas, nos llenará de esperanza, Él nos dará la Salvación. Compartirá nuestros cantos, todos seremos hermanos, El nos dará la libertad.

Caminará con nosotros, nunca estaremos ya solos, Él nos dará la salvación. Él cumplirá la promesa, y llevará nuestras penas, Él nos dará la libertad.

 VAMOS A PREPARAR EL CAMINO DEL SEÑOR; VAMOS A CONSTRUIR LA CIUDAD DE NUESTRO DIOS.

 

“Mirad a vuestro Dios que viene en persona... El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará el páramo y la estepa...” (Is 35,1-2).


DIOS MÍO, VEN EN MI AUXILIO,

SEÑOR, DATE PRISA EN SOCORRERME.

 

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo,Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Salmo 62, 2-9

 

EL ALMA SEDIENTA DE DIOS

(Madruga por Dios todo el que rechaza las obras de las tinieblas).

 

 1.- Antífona: El ángel Gabriel dijo a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre todas las mujeres».

 

Salmo 64, 2-12


Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,

mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario

viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.

En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.

Gloria al Padre.

 

1.- Antífona: El ángel Gabriel dijo a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre todas las mujeres».

 

2.- Antífona: Los profetas anunciaron que el Salvador nacería de la Virgen María.

 

Oh Dios, tú mereces un himno en Sión,

y a ti se te cumplen los votos,

porque tú escuchas las súplicas.

A ti acude todo mortal,

a causa de sus culpas;

nuestros delitos nos abruman,

pero tú los perdonas.

 

Con portentos de justicia nos respondes,

Dios, salvador nuestro;

tú, esperanza del confín de la tierra

y del océano remoto.

 

Tú, que afianzas los montes con tu fuerza,

ceñido de poder;

tú que reprimes el estruendo del mar,

el estruendo de las olas

y el tumulto de los pueblos.

 

Los habitantes del extremo del orbe

se sobrecogen ante tus signos,

y a las puertas de la aurora y del ocaso

las llenas de júbilo.

 

Tú cuidas de la tierra, la riegas

y la enriqueces sin medida;

la acequia del Señor va llena de agua,

coronas el año con tus bienes.

 

Gloria al Padre.

 

2.- Antífona: Los profetas anunciaron que el Salvador nacería de la Virgen María.

 

3.- Antífona: El ángel Gabriel dijo a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres».

 

Abridme las puertas del triunfo,
y entraré para dar gracias al Señor.
Esta es la puerta del Señor:
los vencedores entrarán por ella.

Te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación.

La piedra que desecharon los arquitectos

es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.

 

Éste es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Señor, danos la salvación;
Señor, danos prosperidad.

Ordenad una procesión con ramos
hasta los ángulos del altar.

 

Tú eres mi Dios, te doy gracias;
Dios mío, yo te ensalzo.

 

Dad gracias al Señor porque es bueno,

porque es eterna su misericordia

 

Gloria al Padre.

 

3.- Antífona: El ángel Gabriel dijo a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.»

 

LECTURA BREVE (Is 45,8)

Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote la salvación, y con ella germine la justicia.

 

RESPONSORIO BREVE

R. Sobre ti, Jerusalén, * Amanecerá el Señor.// Sobre ti,

V. Su gloria aparecerá sobre ti. *Amanecerá el Señor.

Gloria al Padre. *Sobre ti.

 

Benedictus, ant. «Aguardaré al Señor, mi salvador, y esperaré en Él mientras se acerca. Aleluya».

 

Benedictus Lc 1, 68-79
El Mesías y su Precursor

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,

suscitándonos una fuerza de salvación

en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo

por boca de sus santos profetas.

 

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
realizando la misericordia
que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.

Para concedernos que, libres de temor,

arrancados de la mano de los enemigos,

le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.

 

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,

porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,

el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,

nos visitará el sol que nace de lo alto,

para iluminar a los que viven en tinieblas

y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.

Gloria al Padre.

 

Ant. «Aguardaré al Señor, mi salvador, y esperaré en Él mientras se acerca. Aleluya».

 

PRECES

Invoquemos confiados a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, cuyo gozo es estar con los hijos de los hombres, y digámosle: Quédate junto a nosotros, Señor.

Señor Jesucristo, que nos has llamado al reino de tu luz,
— haz que nuestra vida sea agradable a Dios Padre.

Tú que, desconocido por el mundo, has acampado entre nosotros,
— manifiesta tu rostro a todos los hombres.

Tú que estás más cerca de nosotros que nosotros mismos,
— fortalece nuestros corazones con la esperanza de la salvación.

Tú que eres la fuente de toda santidad,

— consérvanos santos y sin tacha hasta el día de tu venida.

 

Padre nuestro.

 

Oración

Señor, Dios todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, que va a nacer, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta Él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente de su salvación. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

Canto final

 

LA VIRGEN SUEÑA CAMINOS, está a la espera; la Virgen sabe que el Niño está muy cerca. De Nazaret a Belén hay una senda; por ella van lo que creen en las promesas

 

Los que soñáis y esperáis la buena nueva, abrid las puertas al niño, que está muy cerca. El Señor cerca está, Él viene con la paz. El Señor cerca está, Él trae la verdad.

 

EN ESTOS DÍAS DEL AÑO, el pueblo espera, que venga pronto el Mesías a nuestra tierra. En la ciudad de Belén, llama a las puertas, pregunta en las posadas y no hay respuesta.

 

Los que soñáis y esperáis la buena nueva, abrid las puertas al niño, que está muy cerca. El Señor cerca está, Él viene con la paz. El Señor cerca está, Él trae la verdad.

 

 

 

 

MEDITACIÓN: LA VIRGEN DEL ADVIENTO

 

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 1, 26-38.

 

            QUERIDOS HERMANOS:

            1.- El rey David deseaba construir una “casa”, un templo a Dios; pero Yahvé le hace saber por el profeta Natán que su voluntad es otra: que más bien Dios mismo se preocupará de la <casa> de David, es decir de prolongar su descendencia, porque de ella deberá nacer el Salvador: “Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre”. La elección de David, como toda elección, es pura gracia y benevolencia de Dios. El Señor ha protegido a David, su siervo; por amor a él y a su pueblo le promete la permanencia de su reino. Israel ha visto en la profecía de Natán, la promesa del rey Mesías. Esta promesa se realizará en la persona del Señor Jesucristo, hijo de David por excelencia. Muchas veces a través de las vicisitudes de la historia pareció que la estirpe davídica estuviese para extinguirse, pero Dios la salvó siempre: “José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo”. (Mt 1,16); “Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará… por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc.1, 32-33)

           

            2.-Este proyecto lo realizó Dios por medio de María. María es el templo de la Nueva Alianza, inmensamente más precioso que el que David deseaba construir al Señor, templo vivo que encierra en si no el arca santa, sino al Hijo de Dios. El “hágase” de Dios creó de la nada todas las cosas; el “hágase” de María dio curso a la redención de todas las criaturas. María fue templo de Dios porque estuvo totalmente disponible a la voluntad y al proyecto de Dios.

            Ya en el paraíso, inmediatamente después del pecado original, Dios prometió la salvación del hombre por la descendencia de una mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente tentadora: “Luego dijo Yahvé Dios a la serpiente: Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; este te aplastará la cabeza, y tú le acecharás el calcañal”.

            El pueblo elegido esperó con ansias durante siglos esa descendencia, ese Mesías que le habían prometido y que le liberaría de las consecuencias del pecado.   Tan intensa se hizo esa espera en aquellos tiempos que cualquier hombre extraordinario les parecía a los judíos que era el Mesías prometido. Así pasó con Juan el Bautista. “Le preguntaron: ¿eres tú el Mesías o tenemos que esperar a otro?” Y la Samaritana dirá a Jesús en el diálogo junto al pozo: “Sé que el Mesías está por venir”. Así quiere la Iglesia que nos preparemos para la venida de Cristo en la Navidad. Así quiere que deseemos su Encarnación.La pena grande es que en este tiempo de Adviento en que la Iglesia nos dice que vendrá ciertamente el Señor en la Navidad y nos quiere preparar para esta venida, gran parte de los suyos, la mayor parte de los cristianos no sale al encuentro del Señor, el Señor no es esperado y deseado, llegará porque avanzan los días y llegará la fecha del 25 de diciembre, pero pocos son los que preparan su corazón para recibirle, se alegran con su venida y agradecen a Cristo su Encarnación.

 

            3.- El hombre moderno conoce un número extraordinario de esperas y desea muchas venidas, y vive muchos advientos. Pero son paganos, de cosas y dineros y consumismos y realidades mundanas, pero no esperan con ansias al Único Salvador que tiene este mundo. Estos matrimonios, estas familias, estos hombres, esta humanidad esclavizada por tantos ídolos de barro, que se compran con el dios dinero para sumergirnos en la idolatría del consumismo de una vida vacía sin sentido.

            La Iglesia nos invita en este Adviento a esperar al Mesías Salvador y el mejor modelo de esta espera es María (Ver Retiro de Adviento ciclo A). Hace ya más de dos mil años que el ángel Gabriel transmitió a la hermosa Nazarena la noticia más luminosa y llena de gracia de la historia de la humanidad: que Dios no se olvidaba del hombre, que Dios ama al hombre, que Dios vendría en busca del hombre para que el hombre pudiera encontrarse con su Dios y Creador y vivir la historia de amor y amistad más hermosa que se pueda concebir, escribir y vivir: Dios se hace hombre para que el hombre pueda hacerse hijo de Dios, para que pueda llamarle Padre y vivir su misma felicidad y amistad; la segunda persona de la Santísima Trinidad vino a realizar por nosotros lo que nosotros no podíamos realizar.

            Este es el hecho más importante que ha ocurrido en este mundo; por eso toda la vida de la humanidad se mide por esta fecha, desde el nacimiento del Hijo de Dios entre nosotros: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María» (Credo). Por la Palabra de Dios fueron hechas todas las cosas y esa misma “Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”.

            4.- La Virgen nos enseña cómo hay que esperar al Salvador, por donde viene el Señor:

            A) Por la oración. La Virgen está orando cuando la sorprende el ángel. Está orando mientras cosía o barría o hacía otra cualquier cosa, o sencillamente orando, sin hacer otra cosa más que orar. Y en oración recibe el mensaje del ángel de parte de Dios: “Alégrate, llena de gracia… No temas…Darás a luz un hijo”. Ha empezado a verificarse la profecía de Isaías,14: la promesa mesiánica de un reino eterno, hecha a David por el profeta Natán, de parte de Dios y leída en la primera Lectura de este domingo. Y María sigue orando, hablando y preguntando a Dios por medio del ángel: “¿Cómo será eso pues no conozco varón?”; es una simple constatación de su estado todavía célibe, aunque desposada o simple objeción del modo en que tiene que proceder ante este plan de Dios. Y la solución se la revela de parte de Dios el ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Esto nos recuerda la presencia de Dios en la Nube, cubriendo la Tienda del Encuentro, que contenía el Arca de la Alianza y se inundaba de la gloria de Yavé (Ex 18, 1-14). Y María acepta el plan divino y ser madre del Hijo de Dios: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. De esta forma, al abrazar la voluntad de Dios se consagró totalmente a la persona y obra de su Hijo, sirviendo al misterio de redención. Cooperando así María no fue un instrumento meramente pasivo en las manos de Dios, sino que ayudó a la salvación de los hombres como Madre del Salvador con una fe y amor y obediencia totalmente personal y libre, que mantendrá fielmente toda su vida.

            María orando y hablando con Dios ha encontrado el sentido de su vida y misión. Oró y escuchó a Dios y recibió de Él las respuestas a sus preguntas. Pues bien, la contestación y respuesta de María debe convertirse en misión y programa para la comunidad cristiana, comunidad orante, que en la oración privada y pública debe recibir las respuestas de Dios sobre la vocación y la misión que tiene que cumplir en la tierra en el ministerio de la Salvación de los hombres. María, con su oración silenciosa fue más eficaz que todas las palabras.

            B) Por la fe. Porque orando creyó con total certeza en la promesa de Dios, y creyó que era el Hijo de Dios quien nacía en sus entrañas, y vivió ya totalmente para Él en fe, porque en ese momento no florecieron los rosales de Nazaret, ni se oyeron cantos de ángeles ni se paró el sol… no paso nada extraordinario, tuvo que creer a palo seco y sufriendo incomprensiones de todo tipo, porque no anduvo dando explicaciones a nadie, si siquiera a su esposo José. Por eso paso lo que pasó con él.

            Luego, hecha templo y morada y tienda de la presencia de Dios en la tierra, primer sagrario del mundo y arca de la Alianza nueva y eterna, llena de esa fe y certeza con inmensa alegría,  preñada del Dios que la tomó por Madre, Esposa e hija especial en el Hijo Amado, sintiéndose plenamente habitada por la Santísima Trinidad, fue a visitar a su prima sin mirar aquellos paisajes hermosos de las montañas de Palestina, porque ya sólo vivía para el que nacía en sus entrañas; ya todo era silencio, contemplación del misterio, amor y compromiso y fidelidad, en medio de las incomprensiones de su familia, de José y de sus vecinos. Y no dio explicaciones ni se excusó ante nadie; dejó que Dios lo hiciera todo por ella, como Él y cuando Él quisiera.

            La oración todo lo alcanza, cantábamos al Corazón de Jesús, en mis años juveniles. En oración recibió María el mensaje; en oración vio el camino a seguir; con su actitud de escucha recibió luz y aclaración, resolvió sus dudas y encontró la fuerza para llevarlo a efecto en medio de duras pruebas. Por la oración recibió a Cristo en su seno, lo paseó por las montañas de Judea en su visita a Isabel y ya no se apartó de Él, ni en la cruz, cuando todos le dejaron y ella siguió creyendo que era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.

            Con su sí fue Navidad en el mundo. Dios tenía necesidad de ella, de una criatura totalmente dispuesta a seguir y cooperar con su plan de salvación en medio de dificultades; una criatura que no pusiera resistencia ni pegas al plan de Dios; una criatura que al contrario de Eva, obedeciera totalmente a la voluntad de Dios, para que recuperásemos por su obediencia lo que habíamos perdido por la  desobediencia de Eva: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra. “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”.

            C) Por el amor. Amor a la voluntad de Dios y amor a los hombres, a José y a su prima Isabel. El amor a Dios pasa por el amor a los hermanos. Primero hay que tener un corazón limpio de rencores y de pecados. En pecado, de cualquier clase que sea, no se puede celebrar la Navidad cristiana. Hay que vivir en gracia. Ella estaba llena de gracia. Si hay pecado Cristo no puede nacer dentro de nosotros. La Navidad es la fiesta del amor de Dios a los hombres y en correspondencia de los hombres a Dios y a los hermanos, porque si Cristo nace todo hombre es mi hermano. Hay que llenarse del amor que Cristo nos trae y que nos hace hermanos de todos los hombres, nuestros hermanos en Cristo nacido hombre.

 

 

 

 

 

 

 

 

MEDITACIÓN DE ADVIENTO

 

VIVIR EL ADVIENTO CON MARÍA

 

            QUERIDOS HERMANOS: Aunque Cristo naciese mil veces, si no nace en nuestro corazón, todo habrá sido inútil; el Adviento no ha existido en nosotros. Cristo viene todos los años, litúrgica y sacramentalmente, a nuestro encuentro en este tiempo de Adviento, si no salimos a esperarle, no puede haber encuentro de gracia y salvación con Él. La Navidad no será una Navidad cristiana sino pagana. Y así lo cantamos en estos días de Adviento: «Villancicos alegres y humildes, nacimientos de barro y cartón, mas no habrá de verdad Nacimiento, si a nosotros nos falta el amor. Si seguimos viviendo en pecado o hay un niño que llora sin pan, aunque sobren champán y turrones (canciones y fiestas), no podremos tener Navidad… Esperamos… esperamos, Señor, tu venida; tu venida de verdad».

            Adviento es una palabra contracta de advenimiento; significa llegada, venida de alguien que se acerca… El Señor, la Navidad. El Adviento es la venida del Señor a este mundo, a estos hombres creados por amor de Dios, pero que se alejaron de su proyecto de eternidad; por eso fue y siempre será una venida salvadora, una venida para salvarnos. Es una venida para liberarnos de tantas esclavitudes como tenemos, para iluminarnos del verdadero concepto de hombre, mujer, familia, matrimonio, sentido de vida humana. Es una venida, por tanto, sumamente deseable y necesaria, que debemos pedir y preparar para celebrarla en plenitud de encuentro salvador. Y así se prepara la Iglesia y lo canta y reza por nosotros en su Liturgia: «Ven, Señor, no tardes, ven que te esperamos, ven pronto y no tarde más».

            Actualmente, en este mundo que se aleja de la fe cristiana, los grandes medios de comunicación, como dije antes, se empeñan en sustituir la verdadera Navidad por esperas y encuentros y navidades puramente humanas, y a veces,  sencillamente paganas, puro consumismo. Nosotros no podemos dejarnos arrastrar por la televisión y los medios, debemos recogernos en silencio de ruidos mundanos ahora para meditar los textos sagrados. Para eso estamos reunidos aquí y no podemos dejar pasar esta oportunidad que el Señor nos ofrece.

            ¿Por dónde vendrá Cristo esta Navidad?  Si yo tengo que salir al encuentro de mi hijo o de una persona, si yo quiero llegar a Madrid, tengo que ir por una carretera distinta que si voy a Salamanca. ¿Por qué caminos tengo que esperar a Cristo en este tiempo de Adviento, para que nazca en mi corazón o para que aumente su presencia de amor?

            En este tiempo de Adviento la Iglesia pone a nuestra consideración diversos personajes que se prepararon muy bien para este encuentro con el Señor y vivieron el verdadero Adviento cristiano. Hay dos que sobresalen: María y Juan, el precursor. Hoy vamos a tomar como modelo a María. Vamos a vivir el Adviento con María y como María. Y ¿cómo vivió la Virgen el Adviento de Cristo? ¿Qué Navidad vivió la Virgen? ¿Por qué caminos esperó María el nacimiento de su hijo?

 

3. 2 POR EL CAMINO DE LA ORACIÓN, COMO MARÍA

 

            La Virgen estaba orando cuando la visitó el ángel y le anunció que Dios la había escogido para ser la madre del Hijo; la Virgen siguió orando y dialogando con el ángel y siguió orando y dialogando con el Padre y su Hijo, que empezó a nacer en sus entrañas. Y orando fue a visitar a su prima Isabel, recogida y contemplando en su seno, mientras caminaba por aquellas montañas de Palestina hasta la casa de Isabel, que empezó con diálogo de fe y esperanza y se remató con la oración de alabanza del Magnificat, que Jesús y Juan recitaron en voz baja, éste saltando en el vientre de su madre Isabel, y Jesús llenando de alegría a su Madre para que lo pronunciara fuerte, confirmándole que era verdad todo lo que decía, ya que no estaba bien que tan niño empezara haciendo milagros; así que una parte del Magnificat se la debemos a Él. Por otra parte,  no sería bueno para nosotros que hemos de recorrer a veces este camino, con frecuencia duro y seco aparentemente de fe, esperanza y amor,  sin ver ni sentir nada, que es la oración. María nos invita a entrar en clima de Adviento por el camino de la oración. Es un camino absolutamente necesario e imprescindible si queremos de verdad vivir el adviento cristiano. Sin oración meditativa, no digamos afectiva y contemplativa, no hay Adviento ni Navidad cristiana, de encuentro con Cristo, aunque hay villancicos y turrones y reunión de familia. Falta Cristo, que siempre vino y vendrá para las almas que le esperan por el camino de la oración. Sin ella, sin oración personal, aun la litúrgica carece de alma.

            La gran pobreza de la Iglesia es pobreza de oración, meditación, contemplación. La oración es absolutamente necesaria para el encuentro con Dios en la Palabra, en la Eucaristía, en la vida cristiana, en la conversión, en la fe, esperanza y amor. Y si la hacemos ante el Sagrario, que es Encarnación continua y continuada, Navidad permanente y Venida y  Presencia permanente de Cristo en amistad, mucho mejor. Sin oración eucarística no hay encuentro con Cristo “en espíritu y verdad”.

            Para demostrar esta verdad bastaría leer la definición de Santa Teresa sobre la oración: «Que no es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

            Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, Ael que nos ama@ nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así como la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

            Toda oración, especialmente la eucarística, es un itinerario de  encuentro personal con Jesucristo. No olvidemos que el Verbo de Dios se hizo carne, y luego una cosa, un poco de pan, por amor extremo al Padre, cumpliendo su voluntad, y por los hombres, para salvarlos. Su presencia eucarística perpetúa y prolonga su encarnación salvadora, con amor extremado, hasta el fín de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a todos los hombres. Desde su presencia en la eucaristía, sigue diciéndonos a todos, de palabra y de obra: “Vosotros sois mis amigos”, “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “ya nos os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer;” “yo doy la vida por mis amigos;@ ANadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”.

            Esta amistad salvadora para con nosotros ha sido el motivo principal de su Encarnación y de la Eucaristía, que es una encarnación continuada. Y esto es lo que busca siempre en cada misa y comunión y desde cualquier sagrario de la tierra: salvarnos desde la cercanía de una amistad recíproca. Y esto es también lo que pretendo recordar ahora en esta meditación:  que Jesucristo está vivo, vivo y resucitado, y en esta Navidad viene a nuestro encuentro, y nosotros tenemos que orar, salir a su encuentro mediante ratos de silencio y meditación sobre los textos sagrados de estos días, o en contemplación silenciosa ante su presencia de Amor encarnado en un trozo de pan. Ahí, en la Eucaristía, que es una Encarnación continuada, está viniendo en mi busca para salvarme, para perdonarme, para los mismos fines de su primera venida, de su Encarnación y Navidad, y busca nuestra amistad, no porque Él necesite de nosotros, Él es Dios, ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga? Somos nosotros lo que nosotros necesitamos de Él, para realizar el proyecto maravilloso de eternidad, que la Santísima Trinidad tiene  sobre cada uno de nosotros y por el cual existimos.

            Ya no podemos renunciar a este proyecto, porque si existimos, ya no dejaremos de existir; los que tenemos la dicha de vivir, ya no moriremos, somos eternidad, aquí nadie  muere ya, somos eternidad iniciada en el tiempo para fundirse en la misma eternidad de Dios Trino y Uno. De aquí la gravedad de no encontrarnos con Cristo, de equivocarnos de camino en la vida, porque nos podemos equivocar para siempre.

Cristo se encarna, viene a nosotros, porque nosotros valemos mucho, mi vida es más que esta vida, el hombre es más que hombre, es un misterio, que sólo Dios Trino y Uno conoce, porque nos ha creado a su imagen y semejanza y todo esto nos lo ha revelado por la Palabra hecha carne. Dios entrando dentro de sí mismo y viéndose tan lleno de vida y de amor, creó a otros seres para hacerlos partícipes de su misma dicha. 

            “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1,1-3), pero no sólo este mundo, sino la misma realidad divina, porque al contemplarse el Padre a sí mismo, en su mismo serse por sí mismo y verse tan lleno de vida, de amor, de felicidad, de hermosura, Ade túneles y cavernas insospechadas@, de paisajes y felicidad y fuego de las relaciones divinas del volcán divino en eterna erupción de su esencia, se vio plenamente en su Idea y la pronunció en Palabra llena de amor para sí y se amó con fuego de su mismo Espíritu y luego la pronunció para nosotros en carne humana.

            Por eso, meditando todo esto, con qué amor voy a celebrar y a vivir el Adviento; con qué cuidado voy a preparar en este Adviento la Navidad, este nuevo encuentro litúrgico con Cristo, que especialmente por la Eucaristía hace presente todos sus sentimientos, vivencias y amores al hombre; con qué hambre y sed la voy a comer, con qué ternura y piedad y cuidado voy a besar, tocar y  venerar en cada sagrario, en cada pesebre, en cada imagen de Niño.«“Ven, Señor, y no tardes».

 

3. 3 POR EL CAMINO DE LA FE VIVA Y DESPIERTA, COMO MARÍA

 

            “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. Así expresó María su total seguridad y confianza en la palabra y el anuncio del ángel. María vivió el primer Adviento con fe, con fe viva, superando dudas e incertidumbre inevitables: creer que era el Hijo de Dios el que nacía en sus entrañas… por qué ella y no otra… ella no se sentía digna ni grande ni preparada para este misterio… qué iba a creer su esposo… qué diría la familia… ¿Y cómo será eso si no conozco varón?

            Pero la Virgen se fió totalmente de la Palabra de Dios. Y creyó contra toda evidencia en el misterio que nacía en sus entrañas. Se fió totalmente de Dios y creyó sola, sin apoyo de nadie ni de nada. Así debemos creer también nosotros. Sin tratar de apoyarnos en motivos o razones humanas, porque en el fondo, muchas veces dudamos de las verdades y acciones exigidas por la fe, porque no somos capaces de demostrarlas o comprobarlas con la razón; y porque nos fiamos más de nuestros propios criterios que de lo que nos dicta la fe, dudamos de lo que Dios nos dice por el Evangelio, porque supera toda comprensión humana. Tenemos que apoyarnos, como María, sólo en Dios. Tenemos que creer de verdad que ese niño, hijo de una mujer sencilla en lo externo, pero casi grande en su interior, es el Hijo de Dios, y por eso merece todo nuestro cuidado y dedicación y espera y amor, rectificando o corrigiendo o quitando todo pensamiento, acciones, tiempo en otros asuntos y esperas, que impidan la vivencia de  esa fe, que lleva consigo nuestro amor a Dios sobre otras cosas o criterios.  Ella, María, creyó y nos trajo la Salvación; nosotros, sus hijos, queremos y pedimos creer como ella, y así vendrá la Salvación de Dios hasta nosotros.

            Pedimos esta fe, aunque en estos tiempos nada nos ayude a creer y esperar a Cristo como único Salvador del mundo: ambiente, materialismo, desenfreno secularista, persecución clara y manifiesta del gobierno y de los medios de comunicación de todo lo que huele a Iglesia, Dios, Evangelio…; este mundo que ha querido encontrar la felicidad de Dios en la cosas finitas; este mundo, que se ha llenado de todo y cree que lo tiene todo, pero está triste, porque le falta todo, porque le falta Dios. Y estamos todos más tristes, más solos: los matrimonios, los padres, los hijos, los amigos… nos falta Dios; es necesario que Dios nazca en los hombres, viva en los matrimonios, sea invitado y comensal diario en nuestros  hogares.

            Por eso, lo primero de todo será la fe, fe en su Venida, en su Encarnación, en su nacimiento, en su presencia eucarística; si creo en Cristo, no puedo separar unas realidades de otras, tengo que creer en el Cristo completo.        ¡María, madre de fe y por la fe, enséñame a esperar como tú a Cristo! Que como tú salga en estos días a esperar a Cristo en la oración, especialmente eucarística, por la fe  viva y verdadera. Que como tú, yo sólo viva para Cristo y desde Cristo oriente mi vida y toda mi existencia. Que Cristo, porque creo que es Dios, sea lo primero y lo absoluto en mi vida. Y someta todo mi yo y mis criterios y mis actitudes y mis deseos y proyectos a su amor, a su palabra, como María, por una fe viva.Desde que el niño empezó a nacer en sus entrañas, ella sólo vivió para Él. Era su Hijo, era su Dios, Dios y Todo. Sobre el fondo de sus miradas, trabajos y preocupaciones, todo era Navidad. Igual nosotros. La Navidad fundamentalmente es creer que Dios ama al hombre, sigue amando al hombre, sigue amando y perdonando a este mundo.

            La Virgen mereció la alabanza de su prima por su fe: “Dichosa tú que has creído, porque todo lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá”. Si creemos, todo se cumple, todo tiene sentido, todo nos prepara para el nacimiento más profundo de Cristo en nosotros. La fe es un don de Dios. Pero hay que pedirla y disponerse, cooperar con ella, sobre todo, pedirla muchas veces, siempre. Con la Virgen y como la Virgen que nosotros no le fallemos a Dios. Que merezcamos su alabanza por haber creído en su venida de amor a este mundo.

Con qué fe, con qué certeza, con qué emoción y temblor lo recibió ella. ¡Madre, enséñanos a esperarlo y recibirlo así!

 

3. 4 POR EL CAMINO DEL AMOR AGRADECIDO, COMO MARÍA

 

            María expresó maravillosamente este sentimiento ante su prima Isabel con el canto del Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1,46-47).

            Aun los ateos y los que no saben de qué va la Navidad,  no digamos los creyentes, nos sentimos llenos de amor en estos días, agradecidos, más hermanos, más solidarios y abiertos a los demás, nos entran ganas de ayudar a la gente, especialmente a los necesitados. Como la Virgen: visitó a su prima y la ayudó en su parto. Pero en estos días, como siempre, lo primero debe ser Dios. Y si alguien nos pregunta, tanto ahora en Navidad como en cualquier tiempo del año, ¿por qué el hombre tiene que amar a Dios? Pues porque Él nos amó primero. Dios nos visita, se hace cercano, se hace hombre y viene a nosotros por amor y para que nos amemos y le amemos: “Porque Dios es Amor… En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó, y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,8.10). Qué claro lo vio Juan: Dios nos amó primero y, roto este amor por el pecado de Adán, Dios volvió a amar más intensamente al hombre, enviándonos a su propio Hijo para salvarnos.

            Santa Catalina de Siena nos describe así todo el amor de Dios en la creación del hombre y, sobre todo, una vez caído, en la recreación, por el amor del Hijo amado: «Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, Padre Dios, que la inestimable caridad que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva atrás ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que, a causa de la culpa del pecado, perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto.

            A pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra de tu Hijo unigénito. El fue efectivamente el mediador y reconciliador entre nosotros y tú, y nuestra justificación, al castigar y cargar sobre sí todas nuestras injusticias e iniquidades. Él lo hizo en virtud de la obediencia que tú, Padre eterno, le impusiste, al decretar que asumiese nuestra humanidad. ¡Inmenso abismo de caridad! ¿Puede haber un corazón tan duro que pueda mantenerse entero y no partirse al contemplar el descenso de la infinita sublimidad hasta lo más hondo de la vileza, como es la de la condición humana?

            Nosotros somos tu imagen, y tú eres la nuestra, gracias a la unión que realizaste en el hombre, al ocultar tu eterna deidad bajo la miserable nube e infecta masa de la carne de Adán. Y esto, ¿por qué? No por otra causa que por tu inefable amor. Por este inmenso amor es por el que suplico humildemente a tu Majestad, con todas las fuerzas de mi alma, que te apiades con toda tu generosidad de tus miserables criaturas» (Santa Catalina de Siena, Diálogo, Cap. 4).

            Y Balduino de Cantorbery nos dice:« “Porque Él nos amó primero…” porque en esto nos ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas... Por esto dice: Grábame como un sello en tu corazón. Es como si dijera: Ámame, como yo te amo. Tenme en tu pensamiento, en tu recuerdo, en tu deseo, en tus suspiros, en tus gemidos y sollozos. Acuérdate, hombre, qué tal te he hecho, cuán por encima te he puesto de las demás criaturas, con qué dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado de gloria y de honor, cómo te he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he puesto bajo tus pies todas las cosas. Acuérdate no sólo de cuán grandes cosas he hecho para ti, sino también de cuán duras y humillantes cosas he sufrido por ti; y dime si no obras perversamente cuando dejas de amarme. ¿Quién te ama como yo? ¿Quién te ha creado sino yo? ¿Quién te ha redimido sino yo?

            Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí este corazón endurecido, incircunciso. Tú que purificas los corazones y amas los corazones puros, toma posesión de mi corazón y habita en él, llénalo con tu presencia, tú que eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más dentro de mí que mi propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la belleza y el sello de la santidad, sella mi corazón con la impronta de tu imagen; sella mi corazón, por tu misericordia, tú, Dios por quien se consume mi corazón, mi lote perpetuo. Amén.» (Balduino de Cantorbery, Tratado 10, PL 204, 514, 516).

                        Esta debe ser una actitud fuerte en estos días: amor agradecido al Señor, que nos quiere salvar, que viene a nosotros, que viene desde su Felicidad infinita a complicar su vida por nosotros. Procuremos retirarnos a la oración, revisar nuestro comportamientos para con Él, corrijamos, enderecemos los caminos, salgamos a su encuentro, mirando a los hermanos.

Más frecuencia y más fervor en todo: oración, misas, comuniones, obras de caridad con los hermanos,  control de la soberbia y orgullo, porque Cristo se hizo pequeño, visitemos a los necesitados como María a su prima santa Isabel.

 

3. 5 POR EL CAMINO DE LA CONVERSIÓN, COMO MARÍA

 

            “¿Cómo será eso pues no conozco varón?”. Así respondió María al ángel, a la maternidad que le anunciaban, porque sus pensamientos y su planes no eran esos. Pero se convirtió totalmente a la voluntad y a los deseos de Dios, como nosotros tenemos que hacer en nuestras vidas, cuando sus planes no coincidan con los nuestros. Hemos de responder como María: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

            A veces estamos tan llenos de nuestro yo, de nuestros criterios, de nuestros planes… que no caben los de Dios. El hombre, desde que existe, por impulso natural, tiende a amarse a sí mismo más que a Dios. El mandamiento de “amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, el hombre, por el pecado original, lo convierte en me amaré a mí mismo con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser…  Y esto es idolatría. Pero que uno la ve mucho dentro de la misma Iglesia, en los de arriba, muy arriba y en los de abajo. Dios no es lo absoluto de nuestra vida. En el centro de nuestro corazón nos entronizamos a nosotros mismos y nos damos culto idolátrico, de la mañana a la noche.

            Por esta razón, si queremos que Cristo nazca en esta Navidad, dentro de nosotros, en nuestro corazón, en nuestro ser y existir, tenemos que destronar este <yo> del centro de nuestro corazón y de nuestra vida. Porque estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe ni su Evangelio, ni sus criterios, ni sus mandatos, no cabe ni Dios porque nosotros nos hemos constituido en dioses de nuestra vida. Por tanto, si queremos que Cristo nazca dentro de nosotros,  en nuestro corazón, en nuestra vida, tenemos que vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros criterios,  y de esos amores egoístas y consumistas, que nos invaden totalmente y nos vacían de Dios que es el Todo. Y ese es el vacío que siente el mundo actual, muchos hombres y mujeres, las familias estamos, los matrimonios, más solos y tristes, porque nos falta Dios. Necesitamos que Dios llene nuestra vida, nuestro corazón; necesitamos la Navidad; pero la Navidad cristiana, porque, aunque Cristo naciese mil veces, si no nace dentro de nosotros, en nuestro corazón, no habrá Navidad; no habrá encuentro con Dios; todo habrá sido inútil, aunque sobren champán y turrones, no podremos tener Navidad.

            Y para eso, repito, es necesaria la conversión, el vaciarnos de nosotros mismos y de tantas cosas que impiden el nacimiento de Dios en nosotros. Hay que perdonar a todos, no puede haber soberbia y rencor en nuestro corazón para que Cristo pueda nacer; hay que ser generosos en tiempo y amor con nuestros padres, familiares, amigos; hay que convertirse de la crítica continua a los hermanos a la comprensión,  a la aceptación, jamás criticar, no podemos criticar si queremos tener el corazón dispuesto para que nazca Cristo; la soberbia, la murmuración y la falta de caridad con los hermanos impiden este nacimiento. Todo debe ser buscado, rezado y realizado conforme a la voluntad de Dios, mediante una conversión sincera.

            Por eso, repito, que, unido a la fe, va el amor, la oración, la conversión... Estos tres verbos ORAR-AMAR-CONVERTIRSE tienen para mí casi el mismo significado y se conjugan igual y el orden tampoco altera el producto, pero siempre en línea de experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, que vuelve por la Liturgia Eucarística a repetir su historia y su nacimiento para nosotros.

            Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. La conversión debe durar toda la vida, porque siempre tendemos a ponernos y colocar nuestra voluntad y deseos delante de los de Dios, a amarnos más que a Dios, que debe ser lo primero y absoluto. Por eso, la conversión debe ser permanente y exige oración permanente. Y la oración, si verdaderamente lo es, debe ser permanente y debe ser y llevarnos a la conversión permanente. Porque si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente. 

            Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tan poco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas. Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide  y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia. “Dios es amor”, dice S. Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Y ese amor se ha hecho carne, se ha hecho hombre, y ese amor de Dios al hombre se llama Jesucristo, y esto es la Navidad cristiana, el misterio del Amor de Dios Encarnado.

            Si es Navidad en este año, quiere decir que Dios sigue amando al Hombre; si Dios nace, quiere decir que Dios no se olvida del hombre; si  Dios nace, el mundo tiene salvación, no debemos desesperar; si Dios nace, todo hombre es mi hermano y el hombre vale mucho, vale infinito, vale una eternidad. Somos más que este espacio y este tiempo, para eso ha nacido Jesucristo. Si Cristo nace, sí hay Navidad, Dios me ama, Dios me ama, Dios me ama: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn  3,17).

 

FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

 

MI PRIMER SERMÓN DE LA INMACULADA

           

            (Lc 1,26-38: Fue la primera homilía de mi vida. En mis primeros tiempos, sobre todo si era durante la homilía, y aunque fuese durante la misa, todo se llamaba el Sermón; la hice y la dí en el Seminario, siendo diácono, en la novena de la Inmaculada, pronunciada con los tonos propios de la época, pero, como siempre, con el mismo amor de hijo a la hermosa Nazarena, a la Virgen bella, en la novena del Seminario de Plasencia, 1959)

 

            QUERIDOS HERMANOS:

 

            1.- Al comenzar la santa Misa, la acción de gracias más pura que ofrecemos a Dios todos los días, le pedimos perdón de haber pecado con el pensamiento, con las palabras y con las obras. Tenemos conciencia  de nuestras obras manchadas de soberbia y de  egoísmo, de nuestras palabras manchadas, de nuestros pensamientos  y deseos manchados. Hasta al niño recién nacido lo sometemos al rito del bautismo para borrar su pecado de origen. Por eso, el recuerdo anual de la Inmaculada, redimida desde el primer instante de su Concepción, nos llena de alegría y orgullo a nosotros, los manchados hijos de Eva. Todos los hombres necesitamos las aguas bautismales; sólo Ella fue siempre tierra virgen, sin pisadas de nadie, excepcionalmente concebida, inmaculada, intacta, impoluta, incontaminada.

            Este día, hermanos, es de suma veneración, día grande, cuya solemnidad aventaja a la solemnidad de los santos porque en él nuestra Virgen, la Purísima fue concebida Inmaculada sin pecado original, fue concebida sin macha, llena de luz y de gracia en el seno materno.

           

            2.- Todos los hombres somos engendrados con el pecado de Adán, necesitamos las aguas bautismales para limpiar esta sombra de luz divina que en todos nosotros empaña el resplandor de nuestra alma. Solo ella, la Virgen bella, la hermosa nazarena fue siempre tierra virgen, materia limpia, fue concebida llena de amor divino y de gracia sobrenatural.

            No hay corriente tan impetuosa que no pueda ser detenida por la Omnipotencia de Dios. El sol sigue siempre su eterna carrera; el agua del río nos impide el camino y el abrazo entre ambas orillas y el fuego nos quema siempre. Sin embargo, cuando Dios quiso, el sol se detuvo en su carrera, para que venciese su pueblo, el Jordán y el mar Rojo mostraron un camino seco a los Israelitas y el fuego del horno no quemó a Daniel y sus compañeros.

            Con esta misma potencia, queridos hermanos, pero con más amor y voluntad que nunca, Dios quiso que la impetuosa corriente del pecado de Adán, que hiere e infarta al hombre en lo más profundo de su ser, no lesionara ni tocara a la que sería su Madre, y fue concebida Inmaculada. Ella, la única y simplemente porque Dios quiso.

           

            3.- Acabo de decir que Dios lo puede todo y, sin embargo, no es verdad. La Omnipotencia divina que detiene al sol y separa las aguas, tiene también sus límites, porque los tiene también su libertad. Dios, por ejemplo, no es libre para dejar de ser Dios, ya que el Infinito tiene que existir en razón de su mismo Ser que es vida eterna, sin límites en ninguna dirección. Puede sí colgar más y más estrella en el cielo para que nosotros inexactamente digamos que son infinitas; puede construir un mundo más dilatado y variado, de colores más brillantes; puede, desde luego y con mucha facilidad crear otros cielos más limpios, un mar más azul y profundo, unos claveles más rojos, unas cascadas más altas e impresionantes. Puede todo eso y otras cosas más difíciles que ni siquiera la mente humana puede imaginar. Pero el poder de Dios tiene un límite, se puso un límite, no puede traspasarlo, porque sería crear otro Dios, no puede ni quiere inventar ni plasmar para su Hijo una madre más buena y hermosa, más limpia y excelente, que la grandiosa bienaventurada Virgen María.

           

            4.- Es impresionante el esfuerzo hecho por Dios para realizar en carne humanan la idea más perfecta que de mujer haya concebido en su mente divina. Para plasmarla, como hemos dicho, cogió el azul de los mares, el resplandor de los soles, el frescor de las auras, la suavidad más dulce de las brisas; lo juntó todo y lo llamó María. María, la misma mujer y humilde jovencita Nazaret, que acarreaba el agua y la leña para su casa y en cuyas manos ponemos nosotros ahora todas nuestras plegarias, es el límite que Dios se ha impuesto a sus esfuerzos creadores. Al conjunto de todas las aguas nosotros lo llamamos «María»; y Dios, al conjunto de todas las gracias que puede conceder a una criatura, lo llamó María.

            Por esto, María es Virgen bella, Señora de todas las cosas, Estrella de todos los mares, Señora del buen aire y Reina de los cielos. No puede existir nadie ya más perfecto que ella, simplemente porque Dios no lo quiere, porque escogió para ella todo lo sobrenatural más bello y gracioso que pueda existir. La Virgen contiene en sí la suma perfección de las cosas creables, por eso es distinta de todos y de todo: Inmaculada, impecable, dotada de todas las defensas y hermosuras de la gracia, en la misma orilla de Dios, la Virgen es un ser aparte.

           

            5.- Cuando antes de crear los mundos, desfilaron ante los ojos de la Santísima Trinidad todos los seres posibles, se detuvieron amoroso ante una criatura singular. El Padre la amó  y dijo: serás mi Hija Predilecta; el Hijo la besó diciendo: será mi madre acariciada; el Espíritu Santo la abrazó y dijo: Tú serás mi esposa amada. La llenaron de regalos y de gracias, y cuando la Reina estuvo vestida de luz, los Tres colocaron sobre su sienes una corona: en el centro ponía: Inmaculada.

            Es dulce pensar en aquellas tareas preparatorias de la Trinidad dichosa. Imaginémonos a Dios Trino y Uno ocupado con Amor de Espíritu Santo, ternura de Hijo y  anhelos de Padre creador de vida, trazando el semblante, el rostro y los rasgos de su hija predilecta y escogida en el semblante y hermosura de su mismo Ser contemplado y visto y plasmado en el Esplendor de su Imagen e Idea creadora del Hijo “Amado por quien todo ha sido hecho”; qué miradas entre el Padre y el Hijo, qué diálogos de Amor, qué miradas de gozo, qué contemplación de Amor, qué fuerza creadora de lo visto y contemplado en el Hijo, Hermosura, Esplendor infinito del Ser y Reflejo del Padre infinito, qué potencia creadora con Amor de Espíritu Santo. Con qué manos temblorosas de emoción el Padre la creó en su Mente divina trinitaria; con qué manos emocionadas el Hijo la acarició en su mismo Ser de Hijo imagen del Padre; con qué potencia de beso de amor el Espíritu Santo la plasmó en cuerpo y alma.

            Nuestras iglesias han de levantarse sobre un terreno bendecido, acotado, libre de todo aprovechamiento humano. Un delito ocurrido en ellas las inutiliza para el culto divino, porque impide la tranquila presencia de Dios. Y es que Dios es Dios y para el Dios Infinito y Grande siempre el templo, limpio; los corporales, bien planchados; la patena, de buen metal: la Madre,  Inmaculada.       

            Asociada por Cristo a la obra redentora de la humanidad convenía que desde el primer instante de su ser, en su misma concepción divina y humana, estuviera libre de toda mancha y pecado. Muchas son las razones porque las que Dios quiso que María estuviera limpia de todo pecado y llena de dones y blancura.

            6.- Entre estas razones, la principal era la conveniencia de tener una madre limpia, que iba a asociar a su obra salvadora. El que redime debe estar libre de la culpa, del pecado que quita; lo mismo que, para lavar los objetos o personas, las manos que ayudan a limpiar las manchas deben estar previamente lavadas, limpias de la suciedad que tratan de quitar.          

            Por eso, María vino a esta tierra por concepción maternal y humana, como vendría su hijo, como venimos todos nosotros, pero Inmaculada, por designio de amor del Padre, por exigencia de pureza por el Hijo, por necesidad del Amor extremo del Espíritu Santo.

            Y este es el misterio de la Inmaculada Concepción de María que hoy estamos celebrando. Si removéis el cieno de las fuentes, toda el agua que baja de gran río de la vida se enturbia y baja encenagada. Dios constituyó a Adán, fuente de vida humana; al comer la manzana, al comer del árbol del bien y del mal, esto es, al no querer obedecer a Dios y tratar de ser él Dios, diciendo lo que está bien y mal en contra de lo establecido por Dios, vino el pecado; porque eso es el pecado, decir nosotros y decidir nosotros lo que está bien o mal en contra de lo que Dios dice. Nosotros procedemos de la carne manchada de Adán.

            Solo ella, procediendo de esa misma fuente, fue preservada en razón de los méritos y deseos de su Hijo, de toda mancha de pecado y recibió la vida desde Dios por su madre santa Ana, limpia y transparente y su concepción fue inmaculada, esto es, no maculada, no manchada.

            Dios que estaba preparando a su propia madre no podía consentir que fuera escupida por el veneno de la serpiente, del reptil inmundo. ¿Quién de nosotros no lo hubiera hecho si lo hubiera podido? El Hijo no podía consentir que ni por un momento fuera pisada por la serpiente de la enemistad con Dios, que su madre fuera su enemiga y rebelde por el pecado original. No lo quiso y como podía, lo hizo. Si el Hijo se estaba preparando su morada en la tierra, tenía que parecerse lo más posible a la del Cielo de su Padre, a la Santidad Esencial del Dios Trino y Uno; si Dios se preparaba su primer templo y sagrario  y tienda en la tierra no podía consentir que estuviera primero habitada por el demonio, pisoteada por su enemigo, que la estrenase la serpiente. No estaría bien en un Dios, en un Hijo, en un Esposo que pudo hacer a su propia madre, a su propia esposa, a su propia Hija.

            María por eso fue siempre tierra limpia y virginal, sin pisadas de nadie, siempre paraíso de Dios entre los hombres, donde sólo se paseó Él desde antes de ser concebida y en su misma Concepción Inmaculada. Había que concluir esta parte con los versos de la Hidalga del Valle: « Decir que Dios no podía, es manifiesta demencia y es faltar a la decencia, si pudiendo, no quería; pudo y quiso, pues lo hizo y es consecuencia cabal ser concebida María sin pecado original».    Son esas razones del corazón que la razón no entiende porque tiene uno que estar lleno de ese amor para comprenderlo: ¿Quiso y no pudo? No sería Dios todopoderoso. ¿Pudo y no quiso? No puede ser Hijo. Digamos, pues, que quiso y pudo.  Para que entendamos mejor: Quiso hacerla Inmaculada y no pudo, no es Dios porque no tiene poder infinito. Pudo y no quiso, no es Hijo, porque un hijo busca lo mejor para su madre. Digamos, pues, que Jesucristo, como Dios y como Hijo, pudo y quiso hacerla Inmaculada. Y así vino la Virgen desde la mente de Dios hasta esta tierra: vino toda ella limpia e Inmaculada, sin que el vaho y el aliento pestilente y dañino de la serpiente mordiese su alma y su cuerpo.

            Qué pura qué divina, qué encantadora es la Virgen, hermanos, que gran madre tenemos, qué plenitud de gracias, y hermosura y amor. Qué dulce saber que tenemos una madre tan buena tan bella y tan en la orilla de Dios.

            Pensar, saber y, sobre todo, gustar del amor y trato con esta deliciosa madre es lo más hermoso que nos puede acontecer. Cuánto nos quiere la Virgen. Aprovechémonos de esta  madre tan dulce y sabrosa, cariño y  miel de nuestras almas. Porque es nuestra, hermanos, nos pertenece totalmente, Dios la hizo así de hermosa y de buena y de poderosa para nosotros, los desterrados hijos de Eva.

            Queridos hermanos, que la Virgen existe, que es verdad, que existe y nos ama, que no es una madre simbólica, para cuadros de pinturas; a nuestra madre se la puede hablar, tocar, besar, nos está viendo ahora mismo; está, pues, presente, no con presencia material, pero está real, realísima, nada de imaginación, sino real y verdaderamente cercana y atenta y con posibilidad de querer y amar y sentir su presencia y su mano protectora sobre nosotros. A nuestra madre se la puede hablar, abrazar comérsela de amor.

            María está presente en cuerpo y alma en los cielos, y desde allí nos está viendo ahora mismo; está, pues, materialmente distante de nosotros, pero también es verdad que está presente con un presencia espiritual, afectiva y moral en todos los corazones recogidos que la besan y la invocan y la rezan y siente sus efectos maternales de gracia y salvación.

            Madre, haznos semejantes a ti. Limpia con tu poder intercesor todos nuestros pecados. Haznos limpios e inmaculados de corazón y de alma. Sea esta oración, esta mirada de amor, este recuerdo nuestro beso emocionado y de felicitación en el día de tu Concepción Inmaculada. ¡Madre, qué bella eres, qué gozo tener una madre así, haznos semejantes a ti.

 

 

MEDITACIÓN

 

LA DICHA DE LA INMACULADA: VER A DIOS

 

LLENA DE GRACIA ES EL NOMBRE QUE MARÍA TIENE A LOS OJOS DE DIOS

 

MADRID, domingo 4 diciembre 2011 (ZENIT.org).- Blas Rivera Balboa, profesor de la Universidad de Jaén, de su Seminario mayor diocesano, y agregado a la Facultad de Teología de la Cartuja de Granada, propone una lectura actual de la Inmaculada Concepción de María, advocación con la que España la honra como patrona. Publicado en la revista Ephemerides Mariologicae, en Madrid, ofrecemos aquí un extracto de los pasajes más significativos del artículo aparecido en el vol. 61 (2011) 211-224, titulado:"Esos tus ojos misericordiosos".

 

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LA MIRADA DE MARÍA.

 

Blas Rivera Balboa

 

María y Dios: un cruce de miradas en la historia de la salvación

 

Este cruce de miradas se expresa en las palabras del Magníficat: «porque ha mirado la pequeñez de su sierva..., ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Poderoso» (Lc 1,48-49). Dios se convierte así en mirada creadora y misericordiosa.

Es creadora porque la transforma y engrandece, de tal forma que «de ahora en adelante me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). La creación se ha convertido de esa manera en cruce de miradas. Ha fijado Dios sus ojos en María, poniendo en ella su fuerza y su ternura. María se descubre así mirada, transformada, enriquecida y liberada por la gracia de unos ojos que la contemplan con amor: María descubre su valor porque la miran y gozosamente exclama: «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Lc 1,47).

Esta mirada de Dios desvela su grandeza creadora: ha creado a los hombres para poder mirarles y complacerse en ellos. Dios ha fijado sus ojos en María, el Creador se contempla en ella. Habiendo Dios creado al hombre a su semejanza, le llama por su gracia a salir de la desemejanza del pecado, para encontrar su camino que desemboca en la visión divina. Es el pecado de origen, momento en el que la criatura da la espalda al rostro del Creador, lo que impide al hombre contemplarlo. En efecto, con la caída el hombre perdió su semejanza con Dios (Gn 1, 26), su lugar original. Pues bien, María ya no tiene que esconderse en el jardín, como los hombres han hecho descubriendo la vergüenza de su desnudez pecadora, desde Adán y Eva (cf. Gn 3, 7-11).María mantiene la mirada, y manteniéndola, en un gesto de amor y transparencia, responde ante el misterio de Dios diciendo en plena libertad: «He aquí la sierva del Señor» (Lc 1,38). Por eso, María ha respondido, sosteniendo la mirada: «ha hecho en mí cosas grandes aquel que es poderoso» (Lc 1,49).

María se descubre así mirada por la gracia de unos ojos que la contemplan con misericordia. La propia bula Ineffabilis Deus recoge estas mismas ideas desde su inicio, recordando que María es el inicio de la «primitiva obra de la misericordia» de Dios (n. l). Reconoce lo mucho grande que Dios hace en ella. María descubre su valor porque la miran y gozosamente exclama: «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Lc 1,47). De la misma manera que Dios se había manifestado en ella mirando su pequeñez, María descubre la mano de Dios en la historia. Hizo un canto de bendición a Dios, en el que reconoce que todo lo bueno viene de Dios.

De igual modo que Dios se había manifestado en ella mirando su pequeñez, María descubre la mano de Dios en la historia cuando los poderosos caen y los empobrecidos son levantados. María cree que Dios echa abajo a los grandes y poderosos, mientras que levanta a la gente sencilla, los humildes de la tierra; colma de bienes a los pobres, mientras que a los ricos los deja «con las manos vacías». Ella comprende que los planes de Dios son completamente al revés de los planes del mundo. María ve a Dios en estos actos y se alegra por ello. Al elegirla, Dios está prefiriendo a los pobres. María representa el clamor y la esperanza de los sencillos que ponen su corazón en el Señor. Por eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los siglos la llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios.

María se siente envuelta por la mirada de Dios, que pone sus ojos en los humildes y en los pobres (cf. Lc 1, 47-56). El Dios experimentado por la Virgen María no es un Dios indiferente al sufrimiento y humillación humana, no vuelve el rostro ante la injusticia y la violencia contra los indefensos, sino un Dios que «mira» la humillación y opresión de su pueblo.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios

El Salmo 24 se formula la pregunta: «¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?» (Sal 24,3); o lo que es lo mismo: ¿quién puede estar en la presencia de Dios?, ¿qué condiciones hay que tener para poder gozar de la compañía del Señor?, ¿quién puede contemplar a Dios? Y el mismo Salmo responde: «El que tiene manos limpias y puro corazón» (Sal 24,4).

Pureza de corazón y visión de Dios son términos correlativos de la Bienaventuranza: «Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,8); pero el término «visión» no se refiere a una simple mirada pasiva de espectador, sino a la gracia de ser admitido a la presencia de Dios: «Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2 Pe 1,4) y de la Vida eterna (cf. Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf. Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria»

 

La Bienaventurada Virgen María, limpia de corazón, ve a Dios

 

La Virgen María es el espejo de las bienaventuranzas y del perfecto seguimiento de Jesús. La fidelidad plena a la palabra de Dios, en cada momento de su vida, es la causa de su bienaventuranza. No es bienaventurada simplemente por ser la madre del Mesías sino porque ha escuchado la palabra de Dios y la ha puesta en práctica (Lc.11,28).Su vida entera es una floración de las bienaventuranzas.

El evangelio nos habla de las bienaventuranzas (Mt. 5,3-12): dichosos los sufridos, los pobres, los mansos, los humildes; todas estas cualidades están presentes en María.Todas las generaciones la bendicen y la llaman bienaventurada.

La Virgen María ha sido la persona humana más limpia de corazón, a la que Dios ha hallado digna no sólo de admitirla en su presencia, sino de hacerla santuario de su presencia, Madre de su Hijo eterno, Jesucristo. En la Anunciación, el ángel Gabriel le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). Su pureza de corazón y su plenitud de gracia le permiten que el Señor la llene con su presencia personal: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dio; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30-31). María acoge en su propio seno al Hijo de Dios.

La presencia divina, por obra del Espíritu Santo, la llena desde dentro: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). María lleva dentro de sí al Santo de los santos; no sólo puede estar en presencia de Dios, sino que lo contempla amorosamente dentro de sus entrañas maternales. La limpieza de corazón en María ha dado como fruto la maternidad divina y la maternidad eclesial: «La Virgen María al recibir la Palabra con corazón limpio, mereció concebirla en su seño virginal, y al dar a luz a su Hijo, preparó el nacimiento de la Iglesia»3.

 

A Dios nadie lo ha visto jamás (Jn. 1,18): La invisibilidad de Dios.

La expresión ver a Dios cara a cara es frecuente en el Antiguo Testamento. Jacob dijo haber visto a Dios cara a cara cuando luchó con el ángel: Jacob llamó el nombre de aquel lugar Penuel, diciendo: «Porque vi a Dios cara a cara y salí con vida» (Gn. 32, 31). Moisés también dice que lo vio, cuando en otra ocasión Dios le había dicho: «No podrás ver mi rostro, porque el hombre no puede ver a Dios y vivir» (Ex. 33, 20). No es que mate la vista de Dios, sino que El vive en otra dimensión a la que hay que pasar por la muerte. El conocimiento natural de Dios en esta vida no es inmediato ni intuitivo, sino mediato y abstracto, pues lo alcanzamos por medio del conocimiento de las criaturas. Por tanto, esas visiones se referían a visiones a través de figuras y de imágenes, lo que San Pablo llama visión mediata, oscura y parcial. A ésta contrapone el Apóstol la que tendremos cuando venga el fin; a la que él llama visión cara a cara.

A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica”5.

«Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, nadie verá a Dios y seguirá viviendo, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios [...] porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios»6.

La felicidad del cielo implica la unión con Dios por el amor, un amor mucho más intenso que en la tierra, ya que lo veremos cara a cara; allí sí que cumpliremos a la perfección el mandato del amor: con todo el corazón, con toda el alma, toda la mente7. La caridad, el amor de Dios, como explica San Pablo, no decaerá nunca: allí los bienaventurados amarán a Dios, pero no creerán en Él, porque ya no necesitan la fe, sino que ven a Dios cara a cara; ni habrá esperanza, porque los bienaventurados poseerán a Dios, que es el objeto de la esperanza8. De ahí que el misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo nos invite a reflexionar sobre nuestro fin último: la Vida Eterna, junto con la Santísima Trinidad, la Santísima Virgen María y los Ángeles y Santos del Cielo. El saber que María ya está en el Cielo gloriosa en cuerpo y alma, como se nos ha prometido a aquéllos que hagamos la Voluntad de Dios, nos renueva la esperanza en nuestra futura inmortalidad y felicidad perfecta para siempre.

 

La fe, comienzo de la vida eterna. María: «Dichosa la que ha creído»

 

La pureza de corazón es don de Dios. Por eso, la pureza de corazón es, ante todo, la pureza de la fe. Por eso, María es bienaventurada porque ha creído.

La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12), «tal cual es» (1 Jn. 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna9: «Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día»10.

El misterio de la Inmaculada Concepción no sólo hace alusión exclusiva a la obra de Dios en María, a la preservación de toda mancha de pecado original y personal, sino que es, además, la celebración de la fidelidad guardada por María a la gracia de Dios a lo largo de toda su vida. Nació a esta vida mortal siendo desde el primer instante inmaculada, hija de la luz y nació a la vida eterna habiendo conservado encendida su lámpara. María es ejemplo por sus virtudes personales, «la cual refulge como modelo de virtudes ante toda la comunidad de los elegidos»11. La insistencia en la fe de la santísima Virgen tiene la finalidad de confirmar su condición de redimida, no fijada aún en la visión beatífica, sino partícipe todavía del “status viae”, en el que la existencia cristiana está caracterizada por la fe, junto con las otras virtudes teologales12.

 

Del peregrinaje de la fe a la visión beatífica: María contempla el rostro de Dios cara a cara.

 

El Concilio Vaticano II asocia la santidad a la inmaculada: “Nada tiene de extraño que entre los santos padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva creatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como “llena de gracia” (LG 56). A lo que el papa Juan Pablo II añade: «Preservada libre de toda mancha de pecado original (LG. 59), la hermosa Virgen de Nazaret no podía quedarse como las demás personas en estado de muerte hasta el fin de los tiempos. La ausencia del pecado original y la santidad, perfecta ya desde el primer momento de su vida, pedían para la Madre de Dios la completa glorificación de su alma y de su cuerpo» 13.

Solamente la esperanza de la transfiguración total en Dios, en un eterno cara a cara con él, es lo que enciende la chispa de la certeza. Esa esperanza, fundada en la fidelidad de Dios a su palabra, es por consiguiente motivo de aliento supremo. María es su “gran señal”, que asegura nuestra esperanza y confirma nuestro aliento. No sólo “es imagen y comienzo de la iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la edad futura” (LG 68) sino que desde la gloria de los cielos en donde ha sido coronada como reina, “se cuida con caridad maternal de los hermanos de su Hijo” para que, superando las pruebas de la vida, puedan alcanzarla “en la patria bienaventurada” (LG 62)14.

 

 

HOMILÍA DE LA INMACULADA

 

            QUERIDOS HERMANOS: Al comenzar la santa misa, la acción de gracias y la oblación más pura que ofrecemos a Dios todos los días, le pedimos perdón por haber pecado con el pensamiento  con las palabras y con las obras. Tenemos conciencia de nuestras palabras manchadas de orgullo, de nuestros pensamientos manchados de materialismo, de nuestros deseos manchados de consumismo. Hasta al niño inocente y recién nacido le sometemos al rito del bautismo, para borrarle su pecado de origen.

            El recuerdo y la mirada filial que dirigimos hoy a la Virgen toda limpia, en su misterio de Concepción Inmaculada, nos llena de gozo y alegría y estímulo a nosotros, sus hijos, los manchados desde nuestro nacimiento, los hijos de Eva. Ella, concebida sin pecado, nos está invitando a todos nosotros, sus hijos, a vivir la pureza recibida en las aguas bautismales, a vivir siempre la gracia y la vida plena de Dios.

 

            1.-En el contexto del tiempo litúrgico del Adviento, en que salimos con gozo a esperar al Señor, la Iglesia quiere que dirijamos nuestra mirada hoy a la Madre, por la que nos vino la Salvación. Celebramos hoy la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen Maria: «comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura» (Prefacio)

            El 8 de diciembre del 1854, Pío IX definía en la bula Ineffabilis Deus: «Es doctrina revelada por Dios y, por tanto, ha de creerse firme y constantemente por todos los fieles, que la Virgen María por gracia y privilegio de Dios todopoderoso, en atención  a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción» (DS. 2803).

            El Concilio Vaticano II ha vuelto sobre esta realidad luminosa de la Virgen y nos dice: «La Madre de Jesús, que dio a luz la Vida misma, que renueva todas las cosas… fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan gran dignidad… enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular.» (LG 56).

            Nuestra Madre la Virgen Maria fue, pues, concebida inmaculada, impecable, incontaminada, sin macha alguna, desde el primer instante de su ser.

           

            2.- El testimonio más singular y válido de la Inmaculada Concepción de la Virgen lo constituyen las palabras traídas desde el seno de Dios por el ángel Gabriel, al anunciarla que será Madre de Dios: “Salve, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc1,8). No sería “llena de gracia” si en algún momento no lo hubiera estado; no sería en sentido total si el pecado la hubiera tocado aun levemente en cualquier momento de su vida. María es la “llena de gracia” por antonomasia, porque su vida estuvo siempre rebosante de vida divina de amor a Dios.

 

            3.- Inmaculada por Madre. El saludo a la “llena de gracia” fue precisamente para anunciarla este mensaje de parte de Dios. María estaba destinada por Dios para ser la madre de su Hijo. Desde su Concepción debía estar llena totalmente de Dios, en cuanto a una criatura le es posible. Su maternidad debía ser un denso reflejo de la Paternidad Santa de Dios Padre y por otra parte, debía estar llena del Espíritu de Dios, pues por su potencia debía colaborar con ella en la generación humana del Verbo de Dios en Jesús de Nazaret.

            No estaba bien que ni por un momento el pecado la poseyese, la hiciera enemiga de Dios. Así que Maria fue un Sí total a Dios desde el primer instante de su ser. Fue la Gracia perfecta, la redimida perfecta.

 

            4.- Inmaculada por corredentora. Es una conveniencia que pide que Maria sea concebida sin pecado y llena de la gracia de Dios. Convenía que fuera preservada  de todo pecado desde el primer instante de su existir en función de estar muy unida a Cristo, Único Redentor, que quiso asociar a su madre y tenerla junto a la cruz cuando moría por la salvación de los hombres sus hermanos. Era congruente y estaba perfecto que estuviera limpia de toda mancha, de todo pecado como corredentora subordinada en esta tarea por su Hijo, la que iba a colaborar con su Hijo en la limpieza del mundo; por eso fue preservada de toda mancha para ejercer su misión adecuada y coherentemente.

 

            5.- Inmaculada por ser modelo e imagen de la humanidad redimida. María es tipo y modelo de todo creyente, de toda la Iglesia, santa e inmaculada. Ella ha sido elegida por Dios para ser imagen de lo quiere de todos nosotros. Bien está el que se arrepiente y se levanta. Pero mejor es no caer por su gracia. Maria tuvo este privilegio. Maria, desde el primer instante de su ser tenía que se la “mujer nueva, vestida de sol, coronada de 12 estrellas…” que vio Juan en el Apocalipsis y es, en definitiva, la nueva criatura, la nueva creación.

            En el anuncio del Génesis sobre la estirpe de la mujer que aplastará la cabeza de la serpiente, la tradición eclesial siempre ha visto a María, como nueva Eva. La desobediencia de la primera Eva fue reparada por la obediencia de la María, que por eso ha recibido el título de la Iglesia como “la madre de los vivientes”.

            Cristo y Maria representan a la nueva Humanidad restaurada de su condición primera. En los versos de la Hidalga del Valle, de nuestros poetas clásicos, queda perfectamente reflejada esta teología: «Decir que Dios no podía, es manifiesta demencia, y es falta a la decencia, si pudiendo, no quería. Pudo y quiso, pues lo hizo y es consecuencia cabal ser concebida María sin pecado original».

           

            6.- Queridos hermanos: Qué gran madre tenemos, qué grande hizo Dios a María y no sólo para Él sino para nosotros, qué plenitud de gracia, hermosura y amor. Nuestros sentimientos hacia ella en el día su fiesta son:

 

            a) El primer sentimiento nuestro para con María será felicitarla y alegrarnos de que Dios le haya elegido para Madre y le haya hecho tan grande, tan llena de gracias y dones sobrenaturales desde el primer momento de su Concepción. Lo hacemos con sus mismas palabras: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”.

 

            b) Dios ha hecho tan grande y limpia a Maria como icono y modelo nuestro.  Así quiere Dios que seamos todos sus hijos. En ella tenemos que mirarnos y tratar de vivir su humildad en la grandeza, su fiarse totalmente de Dios en las dificultades, aprender de ella la escucha atenta de la Palabra, obediencia y seguimiento total. Es modelo de santidad en la fe, en el amor, en la esperanza cristianas. Creyó siempre y esperó contra toda esperanza; amó hasta olvidarse de sí, creyendo que era el Salvador del mundo el hijo que moría en la cruz. Sola se quedó en el Calvario, creyendo que era el Salvador del mundo e el que moría abandonado de todos, hasta de sus mismos discípulos.

            c) ¡Madre! Ayúdanos a ser como tú. Sólo tú  puedes ayudarnos. Queremos ser buenos cristianos, seguidores de tu Hijo, pero caemos a cada paso. Queremos salvar a los hermanos, pero nos cansamos. ¡Ayúdanos tu, Virgen guapa, Inmaculada, Auxiliadora del pueblo de Dios. Es tan grande tu poder ante Dios, porque eres omnipotente suplicando a tu Hijo que es omnipotente realizando, porque es Dios. Por eso la Iglesia te tiene como abogada nuestra, intercesora del pueblo de Dios. Todos recurrimos a ti.

            Queridos hermanos: pidamos todas las cosas a Dios por medio de la Virgen Inmaculada, recemos con ella con plena confianza. Ella es la mejor madre de la fe y del amor y de la esperanza. ¡Qué certeza y seguridad nos da a los creyentes! ¡Cuántas veces hemos sentido su protección maternal!

            ¡María, hermosa Nazaretana, Virgen guapa, Madre del alma, cuánto te quiero, cuánto nos quieres. Gracias por habernos dado a Jesús; gracias por querer ser nuestra madre; nuestra madre y modelo; gracias.

 

 

 

 HOMILÍA DE LA INMACULADA

(Homilía elaborada sobre una audiencia general de los miércoles del Papa, 1983, del original italiano que escuché personalmente)

 

                        QUERIDOS HERMANOS:

 

            1.- La fiesta que estamos celebrando nos sitúa en presencia de la obra maestra realizada por Dios en la Redención. María Inmaculada es la criatura perfectamente redimida: mientras todas las demás seres han sido liberadas del pecado, ella fue preservada del mismo por la gracia redentora de Cristo. La Inmaculada Concepción es un privilegio único que convenía a Aquélla que estaba destinada a convertirse en la Madre del Salvador. Cuando el Padre decidió enviar al Hijo al mundo quiso que naciese de una mujer, mediante la intervención del Espíritu Santo, y que esta mujer fuese absolutamente pura, para acoger en su seno, y luego en sus brazos maternales, a Aquel que es Santidad perfecta. Entre la Madre y el Hijo quiso que no existiese barrera alguna. Ninguna sombra debía oscurecer sus relaciones. Por esto, María fue creada Inmaculada. Ni siquiera por un momento ha estado rozada por el pecado. Podemos decir que María en el misterio de su Inmaculada Concepción es la revancha de Dios sobre la degeneración humana por el pecado.

            Es esta belleza la que durante la Anunciación contempla el Ángel Gabriel, al acercarse a Maria: “Alégrate, llena de gracia”. Lo que distingue a la Virgen de Nazaret de las demás criaturas es la plenitud de gracia que se encuentra en Ella. María no recibió solamente gracias. En Ella todo está dominado y dirigido por la gracia desde el origen de su existencia. Ella no solamente ha sido preservada del pecado original, sino que ha recibido una perfección admirable de santidad.

            Es la criatura ideal, tal como Dios la ha soñado. Una criatura en la que jamás ha existido el más mínimo obstáculo a la voluntad divina. Por el hecho de estar totalmente penetrada por la gracia, en el seno de su alma todo es armonía y la belleza del ser divino se refleja en ella de forma más impresionante.

 

            2.- María, primera redimida. Debemos comprender el sentido de esta perfección inmaculada a la luz de la obra redentora de Cristo. En la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, María fue declarada «preservada intacta de toda mancha de pecado original, desde el primer instante de su concepción, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano» (DS. 2803). Ella, pues, se benefició anticipadamente de los méritos del sacrificio de la Cruz.

            La formación de un alma llena de gracia aparecía como la revancha de Dios sobre la degradación que se había producido, tanto en la mujer como en el hombre, como consecuencia del drama del pecado. Según la narración bíblica de la caída de Adán y Eva, Dios impuso a la mujer un castigo, y comenzó a desvelar un plan de salvación en el que la mujer se convertiría, en la primera aliada.

           

            3.- María corredentora o asociada a la Alianza de Dios con los hombres por medio de su Hijo. En el oráculo, llamado protoevangelio, Él declaró a la serpiente tentadora, la cual había conducido a la pareja al pecado: “Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; Ella te aplastará la cabeza y tú le morderás el calcañal”. Estableciendo una hostilidad entre el demonio y la mujer, manifiesta su intención de considerar a la mujer como primera asociada en su alianza, con miras a la victoria, que el descendiente de la mujer obtendría sobre el enemigo del género humano.

            La hostilidad entre el demonio y la mujer se ha manifestado de la forma más completa en María. Con la Inmaculada Concepción fue decretada la victoria perfecta de la gracia divina en la mujer, como reacción a la derrota sufrida por Eva en el pecado de los comienzos.

            En María se operó la reconciliación de Dios con la humanidad, pero de forma que María misma no tuvo necesidad, personalmente, de ser reconciliada, puesto que al haber sido preservada del pecado original. Ella vivió siempre de acuerdo con Dios. Sin embargo, en María se ha realizado verdaderamente la obra de la reconciliaci6n, porque Ella ha recibido de Dios la plenitud de la gracia en virtud del sacrificio redentor de Cristo. En Ella se ha manifestado el efecto de este sacrificio con una pureza total y con un maravilloso florecimiento de santidad. La Inmaculada es la primera maravilla de la Redención.

           

            4.- La perfección otorgada a María no debe producir en nosotros la impresión de que su vida sobre la Tierra ha sido una especie de vida celestial, muy distante de la nuestra. En realidad, María ha tenido una existencia semejante a la nuestra. Ella conoció las dificultades cotidianas y las pruebas de la vida humana. Vivió en la oscuridad que comporta la fe. Ella fue preservada del pecado que siempre es egoísmo, para poder vivir totalmente al servicio de todos los hijos, de natural Jesucristo y de los confiados por el Hijo en la cruz, todos los hombres.

            No en menor grado que Jesús experimentó la tentación y los sufrimientos de las luchas internas. Podemos imaginarnos en qué gran medida se ha visto sacudida por el drama de la pasión del Hijo. Sería un error pensar que la vida quien estaba llena de gracia fue una vida fácil, cómoda. Maria ha compartido todo aquello que pertenece a nuestra condición terrena, con lo que ésta tiene de exigente y de penoso.

            Es necesario, sobre todo, tener presente que Maria fue creada Inmaculada, a fin de poder actuar mejor en favor nuestro. La plenitud de gracia le permitió cumplir plenamente su misión de colaboración con la obra de salvación: ha dado el máximo valor a su cooperación en el sacrificio. Cuando María presentó al Padre, el Hijo clavado en la Cruz, su ofrecimiento doloroso fue totalmente puro. Y ahora también desde el cielo la Virgen Inmaculada, también en virtud de la pureza de su corazón y su presencia junto a Cristo Glorioso y triunfante del pecado y de la muerte, nos ayude a aspirar hacia la perfección por Ella conseguida. Y por esto es por lo que la Virgen ha recibido estas gracias especiales y ha sufrido singularmente, para poder así ayudarnos a nosotros pecadores, es decir, fue Inmaculada por el poder y amor singular de Dios para todos nosotros, la razón por lo que Ella ha recibido esta gracia excepcional.
            En su calidad de Madre, trata de conseguir que todos sus hijos terrenales participen de alguna forma en el favor con el que personalmente fue enriquecida. María intercede junto a su Hijo para que obtengamos misericordia y perdón. Ella se inclina invisiblemente sobre todos los que sufran angustia espiritual y material para socorrerlos y conducirlos a la reconciliación. El privilegio único de su Inmaculada Concepción la pone al servicio de todos y constituye una alegría para todos los que la consideran como su Madre.

             Su Inmaculada Concepción ha sido la primera maravilla de la Redención de la que todos hemos recibido la alianza y amistad con Dios que nos llevará a participar plenamente de su vida divina aquí abajo, mediante la lucha y la conversión permanente junto a la cruz de Cristo, y en el cielo, con este mismo Cristo Triunfante y Glorioso junto a Ella.

 

 

 

 

MEDITACIÓN

 

Mensaje de la LXXXIII Asamblea Plenaria de la CEE en el CL Aniversario de la definición del Dogma de la Concepción Inmaculada de la Virgen María

 

ANEXOS O COMPLEMENTOS PARA HABLAR DE LA INMACULADA: Conferencias, Meditaciones…

 

«Signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios».

 

1.- Al cumplirse el CL Aniversario de la proclamación del dogma de la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen María, los obispos españoles queremos hacer llegar a nuestros hermanos, los hijos de la Iglesia en España, unas palabras sobre el sentido de este dogma para nuestra vida de fe y una invitación a renovar nuestra consagración, personal y comunitaria, a nuestra Madre, la Virgen Inmaculada. De este modo, convocamos a todos a la celebración de un Año de la Inmaculada, que comenzará el próximo día 8 de diciembre y concluirá el 8 de diciembre de 2005.

 

 2. Sentido del dogma mariano:El dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, confiesa: «...la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano». Con la definición de este dogma culminó un largo proceso de reflexión eclesial, bajo el impulso del Espíritu Santo, sobre la figura de la Virgen María, que permitió conocer, de modo más profundo, las inmensas riquezas con las que fue adornada para que pudiera ser digna Madre del Hijo eterno de Dios.

Tres aspectos de nuestra fe han sido subrayados de modo singular con la proclamación del dogma de la Inmaculada: la estrecha relación que existe entre la Virgen María y el misterio de Cristo y de la Iglesia, la plenitud de la obra redentora cumplida en María, y la absoluta enemistad entre María y el pecado.

 

3.- María Inmaculada en el misterio de Cristo y de la Iglesia

 

Elegida para ser la Madre del Salvador, María ha sido «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante». En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la saluda como llena de gracia (Lc 1, 28) y ella responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios. Preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, María es la «digna morada» escogida por el Señor para ser la Madre de Dios.

 

4.- Abrazando la voluntad salvadora de Dios con toda su vida, María «colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia». Madre de Dios y Madre nuestra, María ha sido asociada para siempre a la obra de la redención, de modo que «continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna». En ella la Iglesia ha llegado ya a la perfección, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), por eso acude a ella como «modelo perenne», en quien se realiza ya la esperanza escatológica…

 

 

5- María Inmaculada, la perfecta redimida.

 

La santidad del todo singular con la que María ha sido enriquecida le viene toda entera de Cristo: «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo», ha sido bendecida por el Padre más que ninguna otra persona creada (cf. Ef 1, 3) y ha sido elegida antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor (Ef 1, 4).

Confesar que María, Nuestra Madre, es «la Toda Santa» --como la proclama la tradición oriental-- implica acoger con todas sus consecuencias el compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana:

«Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor». El amor filial a la «Llena de gracia» nos impulsa a «trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria», respetando «un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia».


6.- María Inmaculada y la victoria sobre el pecado.

 

María Inmaculada está situada en el centro mismo de aquella «enemistad» (cf. Gn 3, 15; Ap 12, 1) que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. «Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los seres humanos».          Sabemos por la Revelación que el pecado personal de nuestros primeros padres ha afectado a toda la naturaleza humana: todo hombre, en efecto, está afectado en su naturaleza humana por el pecado original.

El pecado original, que consiste en la privación de la santidad y la justicia que Dios había otorgado al hombre en el origen, «es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto». Y aun cuando «la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente», comprobamos cómo «lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia, pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males».

La Purísima Concepción —tal como llamamos con fe sencilla y certera a la bienaventurada Virgen María—, al haber sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, permanece ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios. Esta elección es más fuerte que toda la fuerza del mal y del pecado que ha marcado la historia del hombre. Una historia en la que María es «señal de esperanza segura».

En María contemplamos la belleza de una vida sin mancha entregada al Señor. En ella resplandece la santidad de la Iglesia que Dios quiere para todos sus hijos. En ella recuperamos el ánimo cuando la fealdad del pecado nos introduce en la tristeza de una vida que se proyecta al margen de Dios.

En ella reconocemos que es Dios quien nos salva, inspirando, sosteniendo y acompañando nuestras buenas obras. En ella encuentra el niño la protección materna que le acompaña y guía para crecer como su Hijo, en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). En ella encuentra el joven el modelo de una pureza que abre al amor verdadero. En ella encuentran los esposos refugio y modelo para hacer de su unión una comunidad de vida y amor.

En ella encuentran las vírgenes y los consagrados la señal cierta del ciento por uno prometido ya en esta vida a todo el que se entrega con corazón indiviso al Señor (cf. Mt 19, 29; Mc 10, 30). En ella encuentra todo cristiano y toda persona de buena voluntad el signo luminoso de la esperanza. En particular, «desde que Dios la mirara con amor, Maria se ha vuelto signo de esperanza para la muchedumbre de los pobres, de los últimos de la tierra que han de ser los primeros en el Reino de Dios».


7.- El testimonio mariano de la Iglesia en España.

 

La evangelización y la transmisión de la fe en tierras de España han ido siempre unidas a un amor singular a la Virgen María. No hay un rincón de la geografia española que no se encuentre coronado por una advocación de nuestra Madre. Así lo recordó Juan Pablo II en los comienzos mismos de su pontificado: «Desde los primeros siglos del cristianismo aparece en España el culto a la Virgen. Esta devoción mariana no ha decaído a lo largo de los siglos en España, que se reconoce como “tierra de María”». Y así lo ha venido reiterando desde su primer viaje apostólico a nuestra patria: «El amor mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad. Impulsó a las gentes de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de las grandezas de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción».

 

8.-La peculiar devoción a María Inmaculada en España.

 

El amor sincero a la Virgen María en España se ha traducido desde antiguo en una «defensa intrépida» y del todo singular de la Concepción Inmaculada de María; defensa que, sin duda, preparó la definición dogmática. Si España es «tierra de María», lo es en gran medida por su devoción a la Inmaculada.

¿Cómo no recordar en este punto el extraordinario patrimonio literario, artístico y cultural que la fe en el Dogma de la Inmaculada ha producido en nuestra patria? A la protección de la Inmaculada se han acogido desde época inmemorial Órdenes religiosas y militares, Cofradías y Hermandades, Institutos de Vida Consagrada y de Apostolado Seglar, Asociaciones civiles, Instituciones académicas y Seminarios para formación sacerdotal. Numerosos pueblos hicieron y renovaron repetidas veces el voto de defender la Concepción Inmaculada de María. Propio de nuestras Universidades era el juramento que, desde el siglo XVI, profesores y alumnos hacían en favor de la doctrina de la Inmaculada.

Como propio también de nuestra tradición cristiana es el saludo plurisecular del «Ave María Purísima...». Siguiendo una antiquísima tradición el nombre de la Inmaculada Concepción ha ido acompañando generación tras generación a los miembros de nuestras familias.

A cantar sus alabanzas se han consagrado nuestros mejores músicos, poetas y dramaturgos. Y a plasmar en pintura y escultura las verdades de la fe contenidas en este dogma mariano se han entregado nuestros mejores pintores y escultores. Una muestra selecta de estos tesoros artísticos podrá contemplarse en la exposición que bajo el título Inmaculada tendrá lugar, D.m., en la Catedral de la Almudena de Madrid, del 1 de mayo al 12 de octubre de 2005.

Con esta exposición la Conferencia Episcopal Española en cuanto tal desea unirse a las iniciativas semejantes que la mayoría de las diócesis ya están realizando o realizarán a lo largo del próximo año.

9.- Fuerte arraigo popular de la fiesta de la Inmaculada

 

En la solemnidad litúrgica del 8 de diciembre «se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de Maria, la preparación primigenia a la venida del Salvador (Is 11, 1. 10) y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga».

Al inicio del Año litúrgico, en el tiempo de Adviento, la celebración de la Inmaculada nos permite entrar con María en la celebración de los Misterios de la Vida de Cristo, recordándonos la poderosa intercesión de Nuestra Madre para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en nuestra propia alma, como pidiera ya en el siglo VII San Ildefonso de Toledo en una oración de gran hondura interior: «Te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne ha concebido al mismo Jesús (...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo».


10.- Conscientes de esta riqueza, expresión de una fe que genera cultura, en diversas ocasiones la Conferencia Episcopal Española ha llamado la atención sobre el fuerte arraigo popular que la Fiesta de la Inmaculada tiene en España, considerada de «decisiva importancia para la vida de fe del pueblo cristiano».          

Al hacerlo hemos recordado que «la fiesta del 8 de diciembre viene celebrándose en España ya desde el siglo XI, distinguiéndose los diversos reinos de la Península en el fervor religioso ante esta verdad mariana por encima de las controversias teológicas y mucho antes de su proclamación como dogma de fe».

Tras la definición dogmática realizada por el Papa Pío IX en el año 1854, la celebración litúrgica de la Inmaculada Concepción ha crecido constantemente hasta nuestros días en piedad y esplendor», tal como demuestra, entre otros actos, la cada vez más arraigada «Vigilia de la Inmaculada». Con la Vigilia y la Fiesta de la Inmaculada de este año, se abrirá el mencionado Año de la Inmaculada, que concluirá también con la Vigilia y la Fiesta del año 2005.

 

11.- En el año de la Eucaristía


              La conmemoración del CL Aniversario del dogma de la Inmaculada coincide con el Año de la Eucaristía proclamado para toda la Iglesia por el Papa Juan Pablo II. «María guía a los fieles a la eucaristía». «María es mujer eucarística con toda su vida», por ello, creceremos en amor a la Eucaristía y aprenderemos a hacer de ella la fuente y el culmen de nuestra vida cristiana, si no abandonamos nunca la escuela de María: ¡Ave verum Corpus natum de María Virgine!

 

 

 

HOMILÍA

 

INMACULADA CONCEPCIÓN

 

QUERIDOS HERMANOS: Celebremos hoy con gozo y alegría el misterio de la INMACULADA CONCEPCIÓN. Decir Inmaculada es quizás poca cosa. Porque esto indica simplemente que no estuvo manchada. Y el misterio encierra mucho más plenitud y gracias positivas. Porque quiere decir fundamentalmente que estuvo “llena de gracia”, llena de la vida de Dios, de sus gracias y virtudes desde el principio. No tuvo pecado alguno, ni original ni personal.

El pecado original mancha todo el ser humano. Es original no sólo porque estuvo en el origen histórico del hombre, sino porque sigue estando en el origen mismo de  toda personalidad humana. El hombre nace ya manchado por el Yo, el amor a sí mismo por encima del amor a Dios y a los hermanos desde que estamos en el seno materno.

Pero Dios quiere curar esta raíz podrida del hombre. Anuncia la lucha y la victoria de una mujer y de su hijo sobre la serpiente que ha introducido por su desobediencia a Dios el pecado en el mundo. María es ya en sí misma, en su misma persona, en su misma concepción y origen, la victoria de Dios sobre el pecado de origen y sobre el origen del pecado.

Porque ¿cuál fue la causa del pecado original? Lo fue Eva, con su desobediencia a la voluntad de Dios. Pues María por su Hijo Jesucristo será el origen de la victoria conseguida por el camino inverso al de la caída que propuso la serpiente.

Aplastar la cabeza de la serpiente es vencer a la raíz del mal humano. Si la raíz estaba viciada, la raíz debía ser sanada. Y Jesús, en su Madre, al soñarla y al ser concebida por el amor de sus padres Joaquín y Ana, empezó a desandar el camino desviado. Y como lo había prometido Dios a nuestros primeros padres, después del pecado, la serpiente fue aplastada en su cabeza por la “mujer y la descendencia de la mujer”, esto es, por María en su misma Concepción Inmaculada y por su Hijo, desde su Encarnación.

En su mismo nacimientos la “mujer” “nacido de una mujer”, que dirá San Pablo,  la que había sido elegida para Madre de Dios estuvo ya plenamente llena de gracia y estuvo inundada de virtudes. Fue pensada y soñada por su Hijo llena de gracia. Así es saludada por el arcángel Gabriel: “Jaire, kejaritomene, salve, la llena de gracia”. Y la razón te lo dicen los versos de la Hidalga del Valle: «Decir que Dios no podía, es manifiesta demencia; y es faltar a la decencia, si pudiendo, no quería; pudo y quiso, pues lo hizo; y es concebida María sin pecado original».

Y lo mismo que Jesús, el fruto bendito de su vientre, Ella, desandando el camino de Eva, se convierte par nosotros en camino de la Salvación. ¡Qué éxito la negociación de Gabriel! Con razón es patrón de los diplomáticos y embajadores. Consiguió la respuesta perfecta: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”.

Con esto respuesta, María inicia aquí el camino inverso al que escogió Eva para perdernos. Eva, la mujer universal, no guardó la palabra dada a Dios. María, la mujer nueva, la guarda en su corazón, en su mente y en su vientre. Eva quería ser como Dios; María se considera una esclava del Señor. Eva duda; María se fía de Dios. Eva, egoísta, desobedece; Maria, amando, da su fiat. Eva huye y se oculta; María se hace presente: “Aquí está la esclava, la madre de la nueva humanidad, de los salvados.”

Como María, nosotros, los salvados por su Hijo nacido de su obediencia a la palabra de Dios, también tenemos que luchar contra la serpiente para hacernos limpios e inmaculados. La lucha sigue planteada, aunque la serpiente ha sido ya vencida, pero tenemos que derrotarla en cada una de nuestras vidas. Contamos con la gracia de Dios y la ayuda de su Madre Inmaculada. Debemos irnos transformando en imagen de nuestra Madre, en hombres nuevos, nacidos de su amor, y no del egoísmo de Eva. María se ha convertido en el inicio de los salvados, es la primicia de la Salvación de Dios.

María, ya desde su Concepción Inmaculada, por los méritos de Cristo aplicados proféticamente, esto es, aún antes de que Cristo muriera en la cruz, es la primera realidad humana totalmente sana, limpia y llena de hermosura divina, anticipo de la nueva creación y del hombre nuevo. Nosotros debemos continuar y ampliar la victoria de Cristo en María Inmaculada tanto en nosotros como en el mundo.

 

María, Madre y Modelo de la Iglesia y de todos los creyentes nos enseña a obedecer y amar y preferir a Dios sobre todas las cosas. Con Ella y como Ella rezamos:

 

María, Madre nuestra, te pedimos:

-- Que se haga siempre la palabra de Dios en nosotros y se cumpla su voluntad en toda criatura.

-- Que aprendamos como Tu   a servir a los planes de Dios y no a servirnos de Dios o de los hermanos.

 

-- Que como Tu sepamos vencer las tentaciones de no fiarnos de Dios ante las seducciones de la serpiente en el orgullo y amor propio.

 

-- Que no nos acostumbremos a nuestras manchas y pecados, sino que nos esforcemos en ser santos e inmaculados.

 

De la soberbia que ciega, líbranos, María

De la avaricia que endurece, líbranos, María

De la lujuria que esclaviza, líbranos, María

De la ira que enloquece, líbranos, María

De la gula que embota, líbranos, María

De la envidia que entristece, líbranos, María

De la pereza que inutiliza, líbranos, María

 

Madre, ayúdanos a parecernos a Ti, a ser como Tu. Sólo Tu puedes ayudarnos. No olvides que eres madre, vida, dulzura y esperanza nuestra. Salve, María, la llena de gracia,  Hermosa Nazarena, Madre del alma. Te queremos, Virgen bella, MADRE INMACULADA.

MARÍA EN LA DOCTRINA DE LA IGLESIA DEL CONCILIO VATICANO II

 

            Me ha gustado mucho siempre, desde su promulgación, toda la Mariología del Concilio Vaticano II, en el Capítulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium. Es una síntesis bíblica-teológica-espiritual   insuperada, incluso por otros escritos papales o eclesiales. Por eso, para facilitar su lectura, me ha parecido oportuno, ponerla completa, para hacer una lectura piadosa y teológica sobre la santísima Virgen y su misión junto al Hijo.

            No me atrevía, lo consulté incluso con un amigo, porque yo no había visto publicado entero el Capítulo VIII en ningún libro de los leídos por mí. Hasta que me topé en mi propia biblioteca con la ENCICLOPEDIA MARÍANA POSTCONCILIAR, Madrid 1975, pag 61-65, que transcribe íntegro el documento.         

            Por eso me he ido al Vaticano II y he hecho lo mismo. Es una <lectio divina> estupenda sosegada, profunda, completa para unos días de meditación y estudio sobre la Virgen, sobre la elección  del Padre, sobre la pasión de Hijo, sobre  el fuego creador, la potencia de Amor del Espíritu Santo.

 

CAPÍTULO VIII

 

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

 

1. PROEMIO

(La bienaventurada Virgen María en el Misterio de Cristo)

 

52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer, para que recibiésemos la adopción de hijos (Gal 4, 4-5) «El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen» (Credo de la misa: Símbolo Niceno- Constantinopolitano).

            Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria «en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo» (Canon de la misa romana)

 

(La bienaventurada Virgen y la Iglesia)

 

53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con a todas las criaturas celestiales y terrenas.

            Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor  a que naciesen en la Iglesia los fieles, que «son miembros de aquella cabeza» (San Agustín, De s. virginitate 6: PL 40,399), por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

 

(Intención del Concilio)

 

54. Por eso, el sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el divino Redentor realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo místico como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos. «Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquella que en la santa Iglesia ocupa después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros».

 

II. OFICIO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN

(La Madrede Dios en el Antiguo Testamento)

 

55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la Venerable Tradición muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación, y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos.

            Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la salvación, en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15).

             Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Enmanuel (cf. Is 7,14; Mich 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.

 

(María en la anunciación)

 

56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que difundió en el mundo la vida misma que renueva todas las cosas.

            Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura .

            Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

            Así, María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente.

            Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, «obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero» (San Ireneo, Adv. haer. III 22,4: PG 7,959; HARVEY, 2,123). 

            Por eso no pocos padres antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» (San Ireneo, ibid.; HARVEY, 2,124); y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes» (San Epifanio, Haer. 78,18:PG 42,728CD-729AB), y afirman con mayor frecuencia: «la muerte vino por Eva, por María la vida» (San Jerónimo, Epis. 22,21 PL 22,408) .

 

(La Bienaventurada Virgeny el Niño Jesús)

 

57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal (Cf. Conc. Lateralense, año 649, can. 3: MANSI 10,11-51). Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. LC 2,45-58).

 

(La Bienaventurada Virgenen el ministerio público de Jesús)

58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente: ya al principio, durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11). En el decurso de la predicación de su Hijo recibió las palabras con las que (cf. Lc 2,19 y 51), elevando el Reino de Dios por sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35 par.; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19,25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús moribundo en la Cruz, con estas palabras: “¡Mujer, he ahí a tu hijo! “(Jn 19,26-27) (Cf Pío XII, encl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AA 35(1943) 247-248).

 

(La Bienaventurada Virgendespués de la ascensión)

 

59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés “perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este” (Act 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación.

            Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original (Cf Pío IX, bula Ineffabilis, 8 dic. 1845: Acta Pío IX, P.616, DENZ. 1641(2803), terminado el curso de la vida terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte(Cf Pío XII, const. apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950).

 

III. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA

(María, esclava del Señor, en la obra de la redención

y de la santificación)

 

60. Único es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: “Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos” (1 Tim 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.

 

(Maternidad espiritual)

 

61. La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda eternidad cual Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo por designio de la divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.

            Concibiendo a Cristo, engendrándolo,alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.

(Mediadora)

 

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación (San Juan Damasceno, In dorm. B.V. Maríae hom. I: PG 96, 712 BC-713A).

            Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz.

            Por eso la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos (Cf León XIII, enc. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AA 15 (1895-96) de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite, ni agregue (San Ambrosio, Epit. 63: PL 16,1218)  a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras, tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única.

            La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

 

(María como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia)

 

63. La Bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (San Ambrosio, Expos. Lc. II 7. PL 15,1555). Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre(Cf PS.-PEDRO DAM., Serm. 63: PL 144, 861AB), pues creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber: los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.

 

(Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia)

 

64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad (San Ambrosio, Expo. Lc II 7: PL 15, 1555)

 

(Virtudes de María que han de ser imitadas por la Iglesia)

 

65. Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo.

            Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad.

            Por lo cual, también en su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles.

            La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

 

IV CULTO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN LA IGLESIA.

 

            66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por sobre todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas (Sub tuum praesidium).

            Especialmente desde el Sínodo de Éfeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de ella misma: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso” (Lc 1,48).

            Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración que se rinde al Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1, 15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1, 19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.

 

Espíritu de la predicación y del culto

 

67. El sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Bienaventurada Virgen y de los santos (CONC. NICENO II, año 787: Mansi, 13, 378-379).

            Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios (Pío XII, mens. Radiof. 24 oct. 1954). Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las liturgias de la Iglesia, bajo la dirección del Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad; eviten celosamente todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia.

            Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

 

V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE

(Antecede con su luz al pueblo de Dios)

68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y en alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Petr 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo.

 

(Que nos alcance formar un solo pueblo)

69. Ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos (Cf Pío XI. Enc. Ecclesiam Dei, 22 nov. 1923: AA 15(1923) 581); Pío XII, fulgens corona, 8 sep. 1953) con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios.

            Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre de cristiano como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad.

            Todas y cada una de las cosas que en esta constitución dogmática han sido consignadas, han obtenido el placet de los Padres. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos, decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo establecido por el Sínodo se promulgue para gloria de Dios.

 

Roma, en San Pedro, día 21 de noviembre de 1964.

Yo, PABLO, obispo de la Iglesia católica.

 

 

MEDITACIÓN: MAGNIFICAT

 

ESPIRITUALIDAD MARIANA DESDE EL MAGNIFICAT

   

1. «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lc1,46s).

 

Aquí vemos, hermanas, una de las actitudes esenciales d María, libre de pecado, que nos enseña mucho, pues es la acti tud testificadora de la Verdad, en la que estaba sumergida la San tísima Virgen. Adán pecó y originó el pecado en la humanidad: la rebelión contra Dios, por querer ser como Dios, sugestionado por el que es la mentira y la soberbia esencialmente. María, en cambio, en el momento de su mayor exaltación: Madre de Dios, sólo sabe proclamar la grandeza del Señor, glorificar al que es ci Autor de todas las obras grandes. Vemos, pues, a María, glorificando a Dios porque se ve salvada por El. Adán glorificó la mentira al aceptar la propuesta del padre de la mentira, Satán, y se alejó del ámbito de Dios. El pecado siempre es negación de la Verdad, Dios, y reafirmación de la mentira, Satán.

María se proclama criatura de Dios, necesitada de El, vinculada a El, por eso se regocija en Dios, su Salvador. Lo contrario a Adán, que no acepta el designio de su Creador sobre El, se separa de Dios al querer, engañado por Satán, glorificarse a sí mismo, llegando a ser como Dios. Dos caminos opuestos al alcance de toda criatura: el de la Verdad, que nos hace humildes reconociendo que sin Dios nada somos y nada podemos; y el de la mentira, que nos hace creer lo que no somos y lo que no podemos sin Dios, creyendo tocar el cielo con las manos, cuanto más alejados estamos de Dios, al situarnos en la mentira.

La enseñanza para nosotras, concepcionistas, es la de asimilar en nuestro espíritu la actitud humilde y glorificadora de María, nuestra Madre, que nos hace sentirnos salvadas por Dios, deudoras de Dios en todo lo que somos y hacemos. No trabajar por adquirir esta actitud de María es quedarnos situadas en la esencia del pecado original, que nos saca de la verdad y de la glorificación que debemos a nuestro Dios Creador y Padre, y, por lo mismo, nos sitúa en la actitud de Adán, engendradora del pecado, y nos hace pecar, revelarnos contra Dios y su designio creador sobre nosotras.

Y en este camino, hermanas, siempre que pecamos estamos frustrándonos, porque estamos activando la fuerza del pecado original que heredamos de Adán, haciendo crecer en nuestro interior su actitud pecadora que destruye el ser o vida divina que recibimos de Dios, generadora de paz y felicidad, de santidad. Cuando luchamos por liberarnos del pecado, estamos luchando por adquirir la actitud esencial de María, actitud que, por ser la de la libre de pecado, es la actitud libre de error; actitud de humildad, llamamos nosotras, porque está cargada de la verdad de Dios, que hace que le glorifique por su grandeza y santidad. Actitud propia del ser creado por Dios a su imagen y semejanza representado perfectamente por María, nuestra Madre Inmaculada.

Tenemos, por tanto, en María la auténtica actitud del que lucha contra la semilla de Satán, que es la mentira, el error, el pecado, la muerte, que todo esto trae consigo la propia glorificación. Por ello, cuando descubramos en nosotras dones del Señor, cuando a causa de las capacidades recibidas de El hagamos cosas relevantes o bien hechas, jamás busquemos las propias alabanzas, que sería caer en las trampas de Satanás, sino glorifiquemos con toda el alma al Señor, como María, sin que nos quede capacidad para el engrandecimiento propio, sino que todo nuestro ser proclame la grandeza del Señor; y, si no podemos ocultar esos dones de Dios después de haberlo procurado, regocijémonos en Dios nuestro Salvador, pues todo es de El y todo debe volver a El.

Y así hagamos que se cumpla en nosotras con toda fidelidad lo que canta el salmo: «No a nosotros, Yahvé, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 1 13b,1) porque sólo de El es cuanto contiene la tierra, y los bienes que recibimos de El son. Por tanto, como María, devolvamos a Dios lo que es de Dios: todo nuestro ser rendido glorificándole sólo a El. Pidamos a María este espíritu glorificador de Dios.

 

2. «Porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava»


Estremece a María que Dios haya puesto sus ojos en ella. Él, el Sadday, el Omnipotente, ha mirado su pequeñez y le ha hecho Madre del «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 35). Ante este inefable misterio ella se percibe como es, pequeña, muy pequeña y todo su ser se convierte en alabanza al Poderoso que ha mirado su pequeñez. En cambio, Adán en el Paraíso, por no decir el pecado, prescinde del que le ha creado y busca su propia grandeza. El pecado desoye siempre a Dios y sigue la voz de la propia soberbia autosuficiencia que le dice: «Serás como Dios» (Gén 3,5).

            Buscamos ser más, o no someternos a Dios cuando pecamos. María, la que no conoce la senda del pecado, en la grandeza de la mater nidad divina que Dios le ha dado, se asombra de que Dios haya hecho eso con ella. Se asombra de la elección divina, y no encuentra más explicación que la de que Dios ha mirado su pequeñez, la pequeñez de su esclavita.

Como digo arriba, ésta es la senda del no pecado, el asombro agradecido, confiado, de entrega constante y amorosa que inclina todo su ser ante el proyecto de Dios, Señor soberano de todo lo creado, Autor de todo lo bueno. Asombro nacido de la conciencia de su realidad humana. Elia veía con claridad que sin Dios no hubiera sido nada, porque todo lo había recibido de El. Esta es la grandeza de María: proclamar a viva voz que todo lo había hecho Dios porque había mirado la pequeñez de su esclava, su nada vuelta hacia su Creador y Señor.

Es lo que le faltó a Adán. Adán fue creado por Dios también sin pecado, pero él, desoyendo la voz de la Verdad —Dios, que le había hablado—, escuchó y creyó la voz de la mentira —Satán—, y se metió por la senda del pecado. Su actitud fue de rebelión contra Dios porque no reconoció su pequeñez, sino que en la ocasión que se le presentó buscó su grandeza, en la que encontró su propia ruina, que es el fruto de entrar por la senda de la mentira, del pecado, de la independencia de Dios, de la soberbia. En definitiva, es la actitud de autoafirmación en lo que somos cuando nos apartamos de Dios: nada, pecado.

La actitud de todo ser humano creado a imagen y semejanza de Dios es la de María. Es la que nos conduce a Dios y a su felicidad. Es la actitud por antonomasia que debemos imitar en María las Concepcionistas. Actitud de asombro por haber sido elegidas por Dios, creadas y predestinadas por Dios (Rom 8,30), amadas por Dios con amor de predilección, electivo. Actitud de asombro de que Dios siga amándonos a pesar de nuestros pecados. Actitud de asombro de que Dios mire, siga mirando nuestra pequeñez para concedernos nuevas gracias de misericordia, de amor y perdón. Conciencia de que todo lo que somos y recibimos es del Creador, no nuestro, y de que, si queremos o pretendemos ignorar nuestra nada y pequeñez, nunca cantaremos la grandeza de Dios en lo que somos y hacemos, sino la grandeza de nuestra miseria y debilidad que terminará siempre en la propia frustración, en el propio pecado, diría en el ridículo.

Porque no hay persona que caiga más en el ridículo que la que se alaba a sí misma. Está fuera de sitio, fuera de la virtud. En cambio, está en la virtud y muy cerca de la verdadera conversión quien reconoce la propia pequeñez, pues será iluminada por el Señor para ver con claridad su mediocridad y la belleza de la santidad, para seguirla, para acoger con humilde corazón el proyecto creador y vocacional de Dios confiando en su gracia para vivirlo.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que nos alcance del Señor esta actitud de autenticidad que rezuma verdad, que rezuma a Dios, porque es la verdad y es poner las cosas en su sitio. ¡El grande es sólo Dios! María en la plenitud de su santidad lo sabía, lo vivía, y así lo proclama. Si ella es grande, es porque Dios la ha hecho grande. Es la actitud, vuelvo a repetir, de la libre del pecado, la actitud del humilde, y, por lo tanto, libre de error.

Pues así hemos de ser para ser hijas suyas. No nos será difícil, pues, además de pequeñas en la virtud, somos pecadoras. Asombrémonos con María de nuestra elección, que no merecemos. Y aceptemos con ella lo que Dios ha hecho con nosotras; y, con María, entonemos con agradecimiento un cántico de amor y de alabanza al Creador, porque se ha dignado poner sus ojos en nuestra pequeñez y elegimos para El.

 

3. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Omnipotente, es santo su nombre»

 

María sigue proclamando su vinculación agradecida al Todopoderoso, por el que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Adán, en cambio, buscó su bienaventuranza, su felicidad en la materia, gustando, disfrutando de ella. «Comió del fruto prohibido» (Gén 3,17), y la tierra, la materia, se volvió contra él, porque había desobedecido al Creador de ella. María, aunque contrariada en sus deseos de pasar desapercibida en el pueblo de Israel, encontró su gozo en la aceptación del designio de Dios sobre ella, y allí encontró su bienaventuranza. En la santidad, en el rendimiento de su voluntad, no en la posesión de cosas, sino en la renuncia de su voluntad, encontró su gozo, y con alegría se entregó íntegra al cumplimiento del divino designio, experimentando y cantando su plenitud en ello.

María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones, no por lo que ella haría en el futuro sino por lo que Dios había hecho en su favor, el Omnipotente, el Santo. Y se gozó en su Nombre santo. Se gozó en Dios, no en lo que ya era ella: Madre de Dios. Se perdió en Dios, no en su grandeza maternal. Se olvidó de sí y entonó un canto de glorificación a la divina voluntad.

Recordemos que el Magníficat lo cantó María después de que le dijo su prima Isabel que era bienaventurada porque había creído que se cumplirían las cosas que se le habían dicho de parte del Señor, y María, recogiendo de labios de Santa Isabel esta profecía, cuyo autor era el Espíritu Santo, responde que si la llamarán bienaventurada las generaciones es por el Omnipotente, por lo que El se ha dignado hacer en ella. No sabe salir de Dios María, ni las alabanzas la pueden sacar. Ella queda vacía de sí misma y llena de Dios.

Las alabanzas no caben en ella porque el Verbo de Dios ocupaba todo su ser, y éste es su gozo: Dios y sus cosas, el Omnipotente que las ha hecho, y, a pesar de las alabanzas de Isabel, María deja las cosas en su sitio. Dios es Dios. Su nombre es santo, es el Omnipotente, es el que Es. Y ella es su sierva, su esclava, entregada con amor a su designio divino, con humildad y gozo infinito.

Esta ha de ser nuestra respuesta o actitud ante el designio de Dios sobre cada una de nosotras. Nos ha elegido para El, no porque seamos mejores que las demás, sino porque su nombre es santo, misericordioso. Porque nos ha amado con predilección sin nosotras merecerlo.

Nuestra respuesta ha de ser entregarnos con gozo al cumplimiento de sus designios sobre nosotras, con corazón humilde, proclamando su obra salvadora, redentora, a favor nuestro, sin quedarnos en nosotras, sino sólo en Dios. Viviendo desprendidas de la materia, no sujetas a las cosas, sino sólo en la cosas de Dios, y en Dios mismo, como María.

Vacías de la vanagloria, llenas sólo de Dios, en humildad, reconociendo que sólo Dios es santo, y nosotras quedándonos en nuestro sitio, sólo siervas de Dios, esclavas suyas en el desarrollo interno y externo de nuestra vocación. Reconociendo que todo lo que hay en nosotras es obra de la misericordia y omnipotencia de Dios, quedaremos vacías de nosotras mismas y con el corazón abierto a la obra santificadora del Espíritu.

Muy importante interiorizar este reconocimiento, que hagamos oración sobre ello, porque nuestro ser responde poco o casi nada al Ser divino; por eiio, ha tenido que desplegar Dios su amor, su omnipotencia y su misericordia para atraernos hacia El, día a día. Reconociendo así nuestra pequeñez, nuestra nada, agradecidas nos gozamos, como María, nuestra Madre, en Dios nuestro Salvador. Y nos sentiremos deudoras de El, porque ¡ha hecho tantas cosas a favor nuestro, nuestro Dios y Señor!

 

4. «Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo; dispersó a los de corazón altanero»

 

María, nuestra Madre, recuerda la historia de su pueblo, testigo de las misericordias del Señor cuando ha caminado por las sendas de Dios. Nosotras recordamos hoy a Adán, al Adán de hoy, que se desliga de Dios, gloriándose de sus descubrimientos, de sus conquistas, de sus riquezas, de sus honores. Esto es el pecado, abocado a la ruina. En un momento pueden venir abajo sus conquistas, sus riquezas. No está en las cosas la seguridad, sino sólo en Dios que prolonga su estabilidad, su misericordia con los que le temen amorosamente, con los que reconocen lo que Dios es: ¡Todo!; el hombre: ¡nada! Pero el pecado piensa así, equivocadamente. Porque fuera de Dios sólo existe el error.

María, o el no pecado, desde su permanencia en Dios, contempla cómo Dios va llenando las generaciones de su gracia y sabiduría, de su inteligencia, en los que le aman y en los que no le aman, aunque ellos no lo entiendan, porque su misericordia y amor son eternos. Pero más en los que le aman y reconocen su poder y bondad. A éstos los llena de su sabiduría divina, les abre la inteligencia para más conocerle experimentalmente y en toda la creación. Les llena de su gracia, los acoge en su corazón. Todo esto lo contempla María desde su pequeñez, desde su humildad, que le acerca más íntimamente a Dios y al conocimiento de sus designios. Y se gloría de la potencia de su brazo con los que le aman.

Y contempla también cómo la potencia del Omnipotente se complace en lo pequeño, en el humilde, porque se complace en la verdad, no en la falsedad de la arrogancia humana, que terminará bajo la fuerza de su brazo poderoso, que arroja o dispersa a los de corazón altanero lejos de su ámbito de santidad.

María es la pequeña, la que canta su dependencia humilde con el Dios misericordioso que llena de gloria su alma. Así debemos cantar las concepcionistas y vivir nuestra dependencia de Dios, haciéndonos pequeñas frente a quien se quiera hacer grande; siendo humildes ante la prepotencia que tengamos a nuestro alrededor, y gloriándonos de nuestra pequeñez porque sólo Dios es grande, repito, reconociendo vitalmente con las obras esta realidad divina, porque es en lo que se complace Dios, ya que es la verdad, y es lo que nos acerca a El, no la soberbia, no el orgullo, no la envidia de los que hacen grandes cosas, de quien tenga más cosas, sino la vivencia de la esencia de nuestro ser, que es la pequeñez, y es la que nos acerca al Esencial, al Dios misericordioso.


5. «Derribó a los potentados de sus tronos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías»

 

Continúa María cantando la historia de su Pueblo y las consecuencias que trajo para el mismo su arrogancia y soberbia. Fue la historia también de Adán que arrodilló su corazón ante Satán en el paraíso, ya que «al llegar a ser como Dios» sería dueño de todo. Adoró la mentira, que era el mismo Satán. Es lo que adora el hombre de hoy al adorar el poder y la ambición.

María, desde su corazón humilde, adora la fidelidad de Yahvé con ios humildes que se sacian de sus bienes. María es la pobre de Yahvé que se gloría de no tener nada para recibirlo todo de la fidelidad y del amor de Dios que abre sus tesoros a los humildes. Expresa aquí María su actitud real de despojo de todo lo que no sea Dios, despojo afectivo y efectivo de los bienes materiales y espirituales.

Entendemos, hermanas, que este despojo espiritual, esta experiencia gozosa de sentirse pequeña, muy pequeña ante Dios, vacía, muy vacía de deseos ante Dios para llenarse de su fidelidad y amor, es una reverberación de la existencia de Dios en ella, de su Ser divino en la criatura que no abriga más deseos que los deseos de su Dios, que se gloría en ser pequeña para Ilenarse de la grandeza de su Dios. Más aún, que se goza en ser pequeña, para necesitar de su Dios, de la fidelidad de su Dios, de su amor y lealtad, de su bondad con los humildes de corazón.

En este canto, María nos abre su alma llena de la luz de Dios, llena de Dios mismo, y deja que Dios mismo se haga canto en su boca para decirnos que a los pobres, a los humildes los colma de bienes y despide a los ricos con las manos vacías. Llena de su Ser divino a los humildes que reconocen y cantan la grandeza del que es Eternidad, Autor y Creador de todo lo bueno, Bien infinito que tiende a comunicarse, a darse a los que abren su corazón vacío de cosas a la liberalidad amorosa y divina de su Dios, que se gozan de poseer sólo a Dios. En cambio, deja vacíos de su trascendencia divina a los que están llenos de ambiciones terrenas, encadenado su corazón a las riquezas de la tierra.

Esta revelación del Ser divino, como criatura, sólo la pudo cantar la Unica que fue libre del pecado, sin experiencia de desorden, no atrapada por el mal. Que sólo tuvo experiencia de Dios, de su santidad, de la forma de existencia de Dios, o modo de ser. Que fue muy cercana a Dios y a su modo de pensar, al ser ella purísima, espiritual, santísima, fiel, establecida en la Verdad, en la Inmutabilidad, en Dios eternidad, y por ello siempre fue llevada por el espíritu de Dios. Y la cantó para nosotras para que pensemos como Dios piensa, y para que amemos lo que Dios ama: la humildad y a los humildes, la pobreza y a los despojados, a los que están vacíos de vicios, pero llenos de virtudes, llenos de Dios.

Nosotras entendemos poco de estas grandezas divinas, pero podemos contemplarlas, adorarlas y amarlas, como María, desde nuestra pequeñez, y cantarlas como ella, deseando vivir en Dios y de Dios. No desear tener ningún deseo, para que seamos llenas de los deseos de Dios. Desear estar muy vacías de las cosas terrenas para que nos llene Dios de su amor deseable, fiel, eterno, inefable.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que así como ella supo tan perfectamente ocupar su puesto y supo vivir pequeña ante Dios, porque lo era de verdad, así a nosotras nos alcance del Señor vivir pequeñas en su presencia, humildes delante de los demás. Que nos enseñe a no prosternamos ante las cosas, ante la ambición y grandezas humanas. Que nos enseñe a no adorar la mentira de Satán y las apariencias falsas de santidad. Que, en fin, nos llene de su espíritu empapado, rebosante de Dios, para que nos convirtamos en un canto de amor a Dios que lo revele, como ella lo hizo.


6. «Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había anunciado a nuestros padres a favor de Abrahán y su linaje por ios siglos» (Lc 1,54s)

 

María canta, por fin, la gloria de la fidelidad de Dios, la gloria de estar cerca de su Dios por su misericordia que se acuerda de lo anunciado a Abraham, de la palabra dada a los que creen y esperan en El. Por el contrario, Adán creyó a Satán más que a Dios y a su fidelidad con El. Se apegó a lo efímero, y el premio fue su destrucción espiritual y moral, y aun material; su incredulidad le alejó de Dios y le metió en el pecado, en el reino de las tinieblas.

            María, en cambio, sabiendo que el Esencial es invisible, ajeno a poseer nada, esperó despojada sólo en Dios, y el premio fue ser acogida por El. Así lo entendió ella en su maternidad divina. Canta que había engendrado a Dios contemplando en ello la acogida de Dios a su pueblo, según le prometió a Abraham. Y en su pueblo se sintió acogida ella también. Así lo canta: «Acogió a Israel, su siervo». Y, como consecuencia de esta fidelidad de Dios, María se veía hecha Madre del Altísimo, y esta misericordia del Señor desborda su alma de gozo y de paz.

Tan profunda fue su fe, su amor, su culto a la fidelidad de Dios, que entonó mayor grandeza para su pequeñez —ser acogida por la fidelidad de Dios— que ser elegida por El para las grandes cosas que había hecho en ella. Estimó mayor grandeza ser acreedora de la misericordia de Dios que de su propia grandeza maternal. Se sintió más acogida de Dios por ser descendiente de Abraham, a quien acoge la fidelidad de Yahvé, que por los méritos de su fiel esclava. En una palabra, hermanas, María, nuestra Madre, lo que canta en su Magníficat es su pequeñez, el esencial despojo de sí misma, ante la obra grandiosa que Dios ha hecho a favor de su pueblo, aunque haya sido ella, como hija de Abraham, la elegida donde Dios ha demostrado su fidelidad a las promesas hechas a Israel.

Como vemos, hermanas, María sólo sabe moverse en Dios, no sabe salir de Dios. Le es imposible. Porque antes había salido de sí misma. ¿Qué nos dice a nosotras, concepcionistas, hijas suyas, hijas de este espíritu íntegramente libre del pecado, despojado del mal, que manifiesta claramente la imagen y semejanza de Dios? Nos dice, resumiendo todos estos días de Ejercicios espirituales concepcionistas, que, asumiendo nuestra realidad ante Dios, es decir reconociéndonos nada en su presencia convencidamente y, consecuentemente vaciando de nuestra realidad humana toda la soberbia y desorden que tenernos, apareceremos ante Dios pequeñas y seremos acogidas por El con entrañas de misericordia, análogamente a como fue acogida nuestra Madre Inmaculada. Y si nos hacemos y aparecemos pequeñas también ante nuestras Hermanas, si somos humildes, viviremos sin duda la imagen y semejanza de Dios, porque cimentaremos nuestra vida en la verdad.

Cimentaremos en la verdad, si somos humildes, los compromisos de nuestra consagración monástica, nuestros votos de obediencia, castidad y pobreza o despojo concepcionista; nuestra clausura o búsqueda de Dios; nuestra oración nuestra alabanza divina. Haciéndonos pequeñas, humildes, cimentaremos en la autenticidad nuestra mortificación y vida d penitencia; nuestro amor a Dios y nuestro amor fraterno; cimentaremos en la verdad nuestra fe y la vivencia de nuestro propio carisma.

En cambio, si no nos hacemos humildes, si no nos establecernos en la verdad, la soberbia o espíritu desordenado de Adán, atravesará nuestro ser haciéndonos desear grandezas, ambiciones. Nos hará prescindir de Dios en muchas ocasiones de nuestras ocupaciones. Desoyendo su voz de santidad, nos hará buscar en las cosas la propia satisfacción y felicidad; nos hará orgullosas gloriándonos de nuestras capacidades o de las propias obras de nuestras manos. Nos hará prosternar, no ante la grandeza de Dios, sino ante los triunfos que nos puede ofrecer la propia honra buscando fama y aplausos humanos en nuestro obrar. Nos hará creer más en la eficacia de las cosas y del propio esfuerzo que en la fidelidad y amor de Dios que da su gracia a los humildes para llevarlas a cabo. Nos hará insensibles al amor de las hermanas, a sus necesidades, a su modo de ser.

Por tanto, hermanas, además de los propósitos que hayamos hecho en estos Ejercicios, saquemos fundamentalmente el de reconocer nuestra pequeñez delante de Dios y de las hermanas, admitiendo humildemente que conozcan nuestra pequeñez, que cuesta más, gloriándonos de ello, para agradar más a Dios; aceptando con paz que se conozcan asimismo nuestros errores y fallos, y que nos los digan en corrección fraterna, para que lo que resplandezca en nuestra vida sea todo y sólo obra de Dios a imitación de nuestra Madre Inmaculada, y seamos así más fácilmente imagen santa de Dios quitando el desorden de nuestra vida.

Verdaderamente, hermanas, que fue la soberbia la causa del pecado, porque aquí tenemos a María. Ella misma se hace un retrato en su Magníficat y lo cimienta en la verdad, que no sé por qué la llamamos humildad. Su nombre verdadero es reconocimiento de la verdad, que nos lleva al conocimiento de Dios, Causa de todo lo bello y bueno que existe. Quien tiene esta virtud de reconocimiento de la verdad canta como María su pequeñez y sólo sabe gloriarse en Dios su Salvador y Señor. Esta es María, la conocedora de Dios y de sus deudas con Dios, cuyo Nombre es santo.

Si la imitamos, comportándonos como somos, muy pequeñas delante de Dios y de las hermanas, habremos dado el puntillazo mortal a nuestro egoísmo y a nuestro deseo de salirnos de la verdad buscando ser algo o alguien delante de los demás. Nos habremos liberado de lo falso y de la mentira, de todo lo que no es estar en Dios, y con ello habremos conseguido nuestra mayor grandeza, la grandeza a que nos lleva el desarrollo de nuestras raíces: la santidad, y, en consecuencia, ser agradables a los ojos de Dios. Habremos conseguido que nos mire y nos acoja como a María, nuestra Madre, y así seremos de verdad fecundas para la Iglesia, porque Dios podrá hacer cosas grandes desde nuestra pequeñez.

Si no empezamos por aquí, estamos fuera de sitio, habremos perdido el tiempo y fracasado en nuestra vocación concepcionista. Tenemos que situarnos en la verdad, y mirarnos desde Dios, y vernos como somos: nada, insignificantes, pequeñas ante .l, y así tendremos la fuerza de Dios, porque estaremos en El al estar en la verdad. Ciertamente no os puedo desear ni me puedo desear mayor bien que la grandeza de hacernos pequeñas, porque así lo sintamos y deseemos; será prueba de que hemos captado la verdad de Dios.

Es una gran iluminación, sin duda, lo que os estoy y me estoy deseando: la gran iluminación de situarnos en la verdad, en Dios, de donde nos sacó el pecado. Podemos rechazar esta verdad, pero el mal lo palparemos nosotras aquí y en la eternidad. Situémonos en la luz, en la verdad; será el mejor broche de oro que pongamos a estos Ejercicios y a nuestra vida. Lo repito tantas veces porque necesitamos a fondo quitar el lastre de la soberbia que nos atenaza y nos aleja de Dios.

No podremos de otro modo ser concepcionistas, porque precisamente es la espiritualidad que exige vivir lo que estamos reflexionando, que está llamada a vivir la pureza de la sin pecado ¡María! Que es decir estar con ella en Dios, sin querer movernos fuera de Dios porque entendamos que es el supremo valor en nuestra vida, por el que debemos luchar para conseguirlo. Que lleguemos a entender con todo nuestro ser, como María, que Dios es Dios, y nosotras sólo somos sus criaturas, pequeñas criaturas suyas que reciben de El el «ser» y el «hacer».

Que así nos conceda nuestra Madre sentirnos pequeñas ante las demás, y como ella las sirvamos con todo nuestro ser, como nuestra ocupación preferida, así como ella lo hizo con su prima Santa Isabel, para que, en todo momento, proclamemos con júbilo y autenticidad el gozo de sentirnos inmersas en Dios nuestro Salvador, único bien deseable sobre todas las cosas.

Hermanas, ojalá sea éste el fruto de estos Ejercicios: salir de  ellos afianzadas fuertemente en la virtud de la humildad, porque por aquí empezaremos a desandar el camino del desorden, del pecado, de la ruptura con Dios, y nos remontaremos hacia la cumbre de la santidad, hacia la cima del Monte santo de la Concepción, que para eso somos hijas suyas y ella nos tiene por tales. Que nuestra gloria sea parecernos a ella, como lo fue la de nuestra Madre Santa Beatriz, y por alcanzarlo dejó toda la vacuidad del mundo y honra.

Termino recomendándonos, una vez más, el reconocimiento de nuestra pequeñez, y que nos preguntemos cada vez que seamos soberbias en nuestra mente, en nuestro corazón y comportamiento: ¿Cómo nos mirará Dios? ¿Podrá poner El sus ojos en nosotras con agrado?, ¿cómo nos mirará nuestra Madre Inmaculada? ¿Con pena? ¡Qué fracaso de vida! ¡Oh, si lo supiéramos...!

Vamos, pues, a situarnos en nuestro sitio siendo pequeñas, humildes, para que Dios sea grande en nosotras y nos acoja en su misericordia, y su fidelidad nos santifique, nos haga conformes a la imagen de su Hijo, seamos imagen y semejanza de Dios, muy unidas a nuestras raíces: Padre, Hijo y Espíritu Santo, para su gloria. Amén.

 

CONSAGRACION A MARIA INMACULADA

 

Al cumplirse el primer centenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada, el Papa Pío XII declaró el año 1954 como Año Mariano, de esa manera se pretendía resaltar la santidad excepcional de la Madre de Cristo, expresada en los misterios de su Concepción Inmaculada y de su Asunción a los cielos. En España aquel Año Mariano tuvo hitos memorables, como el magno Congreso celebrado en Zaragoza del 7 al 11 de octubre de 1954, en conexión con el cual, el 12 de octubre, se hizo la solemne consagración de España al Corazón Inmaculado de María.

Estamos convencidos de que los nuevos retos que se nos presentan como cristianos en un mundo siempre necesitado de la luz del Evangelio no podrán ser afrontados sin la experiencia de la protección cercana de nuestra Madre la Virgen Inmaculada.

Como centro de la celebración del Año de la Inmaculada, las Iglesias diocesanas de España, pastores, consagrados y laicos, adultos, jóvenes y niños, peregrinaremos a la Basílica del Pilar, en Zaragoza, los días 21 y 22 de mayo de 2005 para honrar a Nuestra Madre y consagrarnos de nuevo solemnemente a su Corazón Inmaculado.

Somos conscientes de que «la forma más genuina de devoción a la Virgen Santísima... es la consagración a su Corazón Inmaculado. De esta forma toma vida en el corazón una creciente comunión y familiaridad con la Virgen Santa, como nueva forma de vivir para Dios y de proseguir aquí en la tierra el amor del Hijo Jesús a su Madre María».

Rezamos con las palabras que el Papa Juan Pablo II dirigió a la Virgen María para consagrar el mundo a su Corazón Inmaculado, durante el Año Santo de la Redención:

 

ACTO DE CONSAGRACIÓN AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA


Madre de Cristo y Madre Nuestra, al conmemorar el Aniversario de la proclamación de tu Inmaculada Concepción, deseamos unirnos
a la consagración que tu Hijo hizo de sí mismo:
“Yo por ellos me consagro, para que ellos sean consagrados
en la verdad” (Jn 17, 19), y renovar nuestra consagración,
personal y comunitaria, a tu Corazón Inmaculado.


Te saludamos a ti, Virgen Inmaculada, que estás totalmente unidaa la consagración redentora de tu Hijo.
Madre de la Iglesia:
ilumina a todos los fieles cristianos de España

en los caminos de la fe,

de la esperanza y de la caridad;

protege con tu amparo materno

a todos los hombres y mujeres de nuestra patria

en los caminos de la paz, el respeto y la prosperidad.

 

¡Corazón Inmaculado!
Ayúdanos a vencer la amenaza del mal

que atenaza los corazones de las personas

e impide vivir en concordia:

 

¡De toda clase de terrorismo y de violencia, líbranos!

¡De todo atentado contra la vida humana,

desde el primer instante de su existencia

hasta su último aliento natural, líbranos!

 

¡De los ataques a la libertad religiosa

y a la libertad de conciencia, líbranos!

¡De toda clase de injusticias

en la vida social, líbranos!

¡De la facilidad de pisotear los mandamientos de Dios, líbranos!

 

¡De las ofensas y desprecios a la dignidad

del matrimonio y de la familia, líbranos!

¡De la propagación de la mentira y del odio, líbranos!
¡Del extravío de la conciencia

del bien y del mal, líbranos!

¡De los pecados contra el Espíritu Santo, líbranos!

 

Acoge, oh Madre Inmaculada,

esta súplica llena de confianza y agradecimiento.

Protege a España entera y a sus pueblos,

a sus hombres y mujeres.

Que en tu Corazón Inmaculado

se abra a todos la luz de la esperanza.  Amén.

 

 

 

 

1 DE ENERO: SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE  DE DIOS

 

HOMILÍA

 

            QUERIDOS HERMANOS: Nuevamente mi felicitación más afectuosa y sincera en este año que comienza. Es una nueva gracia que Dios nos concede y debemos aprovecharla. Y en este primer día del año civil, octava de la Natividad del Señor, celebramos la fiesta religiosa y litúrgica de la Maternidad divina de Maria y la jornada mundial de oración por la paz. Todas estas efemérides deben ocupar un lugar en nuestro corazón y en nuestras oraciones, especialmente María, como madre de Jesucristo, Hijo de Dios e hijo suyo.

            Hace ocho días hemos celebrado con gozo el nacimiento en carne humana del Hijo de Dios entre nosotros. Conmemorábamos aquel hecho trascendental para la humanidad del nacimiento en carne humana del Hijo eterno de Dios, de la segunda persona de la Santísima Trinidad. Ahora bien, nosotros sabemos que todo nacimiento humano supone una madre: madre e hijo son realidades inseparables.

La Iglesia, después de haberse extasiado durante ocho días adorando al Niño divino, quiere que hoy levantemos nuestra mirada y contemplemos a la Madre de aquel niño: a María, a esos ojos que le miraron por nosotros con tanto amor, a esos brazos maternos que lo cuidaron y nos lo dieron, porque toda madre es el mejor camino para encontrar a los hijos. Es lo que dice el evangelio de hoy.

            ¿Qué pretende la Iglesia al proponernos en este primer día del año a María, como madre del Redentor?

 

            1.- Proclamar admirada, ante todo, el hecho histórico y trascendental de la <theotocos>, de Madre de Dios, proclamar y venerar el hecho singular de que una mujer haya sido madre de esa carne, asumida por el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, que el Padre eterno hizo germinar en el seno virginal de esta hermosa nazarena, por el poder del Espíritu Santo.

            Dios en cuanto Dios no tiene origen, ni principio ni fin. Pero ese Dios infinito, por amor al hombre, decidió venir a salvarnos de nuestros pecados y limitaciones, y decidió hacerse hombre, tener una naturaleza humana como la nuestra, y en este sentido se hizo tiempo y espacio en el seno de María, en quién el Espíritu Santo, con su potencia de Amor, formó el cuerpo de Jesús. Como veis, este hecho nos habla muy claro del amor, de la humildad, de la predilección de Dios por el hombre y por todo lo humano.

            ¿Qué busca el Dios Trino y Uno, el Infinito en el hombre? ¿Qué le puede dar el hombre que Él no tenga? Dios es Amor y su esencia es amar y sólo se realiza en el Amor esencial de la Santísima Trinidad del cual nos hace partícipes por la Encarnación del Hijo. Dios sólo busca nuestro amor y felicidad.

             ¡Qué grande es nuestra madre! ¡Qué grande es María! Ella ha sido escogida por Dios con amor de predilección para esta misión tan gloriosa, pero a la vez tan arriesgada,  ser madre del Infinito, del Dios Omnipotente y Eterno. Mirad a María en este misterio y os llenaréis de amor, de fe, de confianza, de seguridad en su valimiento. Lo expresa muy bien la oración de postcomunión de esta fiesta: «Hemos recibido con alegría los sacramentos del cielo: te pedimos ahora, Señor, que ellos nos ayuden para la vida eterna, a cuantos proclamamos a María Madre de tu Hijo y Madre de la Iglesia». Pedimos, al comenzar el año, la protección y la ayuda poderosa de María Santísima, Madre de Cristo y, por la misma razón, Madre de la Iglesia.

 

            2.- Consecuentemente, quiere nuestra Madre la Iglesia que todos los creyentes felicitemos a María por haber cumplido perfectamente con su misión. No fue fácil. Lo arriesgó todo a la baza de la fe y confianza en Dios: “He aquí la esclava del Señor…” Y os he dicho que una de las maravillas que más admiro de nuestra Madre, María, fue su confianza y seguridad en Dios, guardando silencio, sin dar explicaciones del misterio que nacía en sus entrañas para evitarse murmuraciones e incomprensiones.

La Virgen del silencio me admira a mí, que enseguida empiezo a dar explicaciones de todo, especialmente si me sirven como excusa de hechos o acontecimientos personales, que me cuestan. Maria no dio explicaciones a nadie, ni a José, ni a su familia y esta fe la vivió y mantuvo hasta la cruz, donde se quedó prácticamente sola, creyendo contra toda evidencia, que era Dios y Salvador del mundo el que moría así en la cruz, como fracasado.

            Yo pido, quiero esa fe, ese silencio, esa confianza en el evangelio de Dios, en los planes de Dios sobre mi vida, aunque me hagan pasar por hechos y realidades que no comprendo, más, que me parecen por la evidencia humana que son contrarias a mi realización como persona humana e hijo de Dios.

            Por eso, María, la Madre de Dios y madre nuestra, merece nuestra felicitación más sincera y lo haremos cantando en la comunión eucarística de esta misa con la recitación de su oración, del Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…”

 

            3.- Lógicamente esta admiración debe movernos a la imitación y a la súplica: Madre, haznos semejantes a ti, danos esa fe, esperanza y amor, esa disponibilidad a la voluntad de Dios. Tú eres nuestro auxilio y nuestra ayuda protectora. Lleva en nosotros a plenitud la obra salvadora de tu Hijo.

Así lo pedimos en la oración colecta de esta fiesta: «Señor y Dios nuestro… concédenos experimentar la intercesión de aquella de quien hemos recibido a tu hijo Jesucristo, el autor de la vida…» Y también en la oración sobre las ofrendas: «Señor y Dios nuestro… concede, te rogamos, a cuantos celebramos hoy la fiesta de la Madre de Dios, santa Maria, que así como nos llena de gozo celebrar el comienzo de nuestra salvación, nos alegremos un día de alcanzar su plenitud». ¡Ayúdanos, Madre de Dios y Madre nuestra, tú que eres abogada de gracia, distribuidora de la piedad, auxiliadora del pueblo de Dios, reina de la caridad, reina de la misericordia, esclava del Señor.

            La Iglesia nos invita a poner el año nuevo en manos de Maria. No tiene nada de particular. Si Dios la escogió como madre y  confió totalmente en ella, cómo no lo haremos nosotros, los desterrados hijos de Eva. Hagamos una consagración total de nuestra vida y de este año entero que empieza, poniéndolo todo en sus manos. Oremos todos juntos esta consagración que aprendimos desde niños: «Oh Señor mía, oh Madre mía, yo me ofrezco enteramente a Ti, y en prueba de mi filial afecto, te consagro al comenzar este año mis ojos, mis oídos, mi lengua y mi corazón, en una palabra, todo mi ser, ya que soy todo tuyo/a, oh Madre de bondad, guárdanos y defiéndenos como cosa y posesión tuya».

HOMILÍA

 

MARÍA, MADRE DE DIOS

 

QUERIDOS HERMANOS: El año nuevo se abre con una fiesta de María, de Santa María Madre de Dios. Esto nos indica la importancia que la Virgen tiene para Dios y para la Iglesia. Es la fiesta más antigua y más celebrada por la Comunidad cristiana: María, Madre del Verbo Encarnado. Dios la eligió para ser Madre suya y Ella, aceptando, hace posible la Navidad, la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios y de María.

Gracias al buen parto de María se nos ha revelado el amor de Dios en el rostro de un niño, gracias a la bienparida, una gran luz ha amanecido e iluminado al mundo y una gran alegría ha inundado el orbe entero.

En la primitiva comunidad cristiana María es venerada y acogida Madre del Hijo Dios, como memorial vivo de su persona, como testigo cualificado de su presencia, como modelo y madre de todos los creyentes. No son otros los motivos que movieron a la Iglesia a poner su fiesta en el primer día del año. La Madre Iglesia quiere que consagremos a la Madre de todos los hombres el año que empieza, para que vivamos de su espíritu mariano nuestra relación con Dios y con los hermanos, quiere que la imitemos, que ha honremos viviendo en unión con sus sentimientos. Que sintamos admiración y veneración por ella, ya que en Ella el Dios infinito se ha hecho cercano al hombre. Nosotros hemos de aprender de María el modelo de responder a Dios con nuestra vida y aceptar el plan de salvación que Dios nos ofrece.

Hay unos textos maravillosos de los santos padres sobre la maternidad divina de María en toda Tradición de la Iglesia que no resisto la tentación de citarnos brevemente. El Credo del décimo Concilio Toledano del siglo VII dice: « Y en él (Cristo) ambas generaciones son igualmente admirables pues antes de los siglos fue engendrado de padre sin madre, y al fin de los siglos fue engendrado de madre sin padre: y el queç, en lo que tiene de Dios, creó a Maria, en cuanto hombre fue creado por María: y así es Padre de su misma Madre al tiempo que Hijo»

San Hilario de Poitiers, siglo IV, dice: «Una realidad es la que se ve, otra la que se entiende; una se ve con los ojos, la otra con la inteligencia. Da a luz una Virgen, el parto es de Dios. Hay gemidos de un niño, pero se oyen alabanza de ángeles. Hay suciedad de pañales: Dios es adorado.

Y San Agustín, siglo IV y V añade:«Virgen al concebir, virgen en su embarazo, virgen al dar a luz, virgen perpetuamente. Virgen Madre a quien su esposo la encontró encinta, no la hizo; embarazada de un hijo varón, pero sin intervención de hombre alguno, más dichosa y admirable por la fecundidad que se le añadía y por la virginidad que no perdía ¿De qué te admiras, hombre? Así la hizo quien de Ella fue hecho».

Y para terminar esta mañana vamos a recitar una oración que para nosotros, los que ya hemos vivido algunos años y hemos tenido momentos emocionantes, expresa todo lo que de bueno ha tenido nuestra vida. Por eso va dedicada a Ella en nombre de todos para suplicar amistad y alegría con Ella en nuestra vida. Está tomada de un autor que ahora no recuerdo:

«Santa María, Dulzura nuestra, Madera olorosa, Cielo de pájaros, Vacaciones, Talla románica, Plaza de niños, Carta de casa, Ventana a sol, Mano que guía, Mano para apoyar la frente, Mano suavísima que acaricia y seca las lágrimas, Silla baja, Huerta de recreo, Vuelta a casa, Campana en el valle, Aceite oloroso que suaviza heridas, «Buenas noches» con sueño, «Buenos días» con sol en la cama, Paloma blanca, Susurro de tórtola, Hermana, Madre.Dígnate concedernos una templada alegría, amor a los hombres y conocimiento tranquilo de las cosas. Amén.

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HOMILÍA: 1º DE ENERO: SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE DE DIOS

 

            QUERIDOS HERMANOS: Hoy, esta palabra <hermanos>, tiene una resonancia especial y un sentido pleno y total. Porque en este día primero del año estamos celebrando la solemnidad de María Madre de Dios que, por ser la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y Madre de todos los creyentes. Y todo esto también por disposición de Dios, porque Dios lo quiso para su Hijo y lo quiere para nosotros, en la plenitud de los tiempos, como hemos leído hoy, en la Carta de San Pablo a los Gálatas.

 

            1.- El Evangelio de hoy, con discreción y naturalidad, nos presenta a María, cumpliendo su función de madre, cuidando “del niño acostado en el pesebre”. La narración de Lucas deja entrever a María, que, poco después del nacimiento, acoge a los pastores y les muestra a su Hijo, escuchando con atención todo lo que ellos cuentan de la aparición y anuncio del ángel. Luego, mientras se  van los pastores glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído (Lc 2,20): “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.

            María es madre de Jesús no sólo porque le ha dado la carne y la sangre, sino también porque ha penetrado íntimamente en su misterio y se ha unido a Él de la manera más profunda. Dice el Vaticano II: «se consagró totalmente a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con Él y bajo  Él”»(LG 56). Por eso María «es nuestra Madre en el orden de la gracia» (LG 61).

            El Evangelio de hoy nos dice claramente que los pastores encontraron a María por ser y hacer de madre, por ejercer su función maternal, junto al niño recién nacido. Y esto es lo que hace hoy la Iglesia. Quiere llevarnos a todos a Jesucristo, por el mejor camino que existe, que es su Madre, María. Así que al comenzar el año, nos pone a la Madre, porque sabe que esta Madre no vive más que para su Hijo, nuestro Salvador. En la Navidad el Hijo nos viene por María; al comenzar el año y durante toda la vida hay que ir al Hijo por la Madre.

            Queridos hermanos: Si Dios se fió de ella, si el Hijo la eligió por Madre… ¿no nos  vamos a fiar nosotros de ella? ¿No nos vamos a confiar con ella y a poner bajo su protección materna el nuevo año que empieza? Eso es lo que hace hoy la Iglesia, poniendo el primer día del año a María como Madre y Protectora de todos los hombres. La Iglesia sabe muy bien que la meta de la vida cristiana y de todo es Dios; Dios debe ser lo absoluto y lo primero de todo; pero para que esto sea así, el camino más seguro hasta Dios, para vivir la vida cristiana, es  María. ¡Qué certeza, confianza, fuerza, qué poder intercediendo ante Dios, qué seguridad hasta Dios! Estoy totalmente convencido de lo que os digo. Soy totalmente mariano, devoto de la Virgen, por experiencia de muchos años y muchas luchas. Estoy seguro de esta verdad.

 

            2.- La Iglesia quiere empezar el año mirando a la Virgen Madre, tomándola como modelo de vida cristiana y poniendo todo el año que empieza bajo su protección materna. Y lo comprendo perfectamente. Sabe la Iglesia la importancia de una madre para la vida de los hombres. Malo es que en una casa falte el padre, pero la experiencia demuestra a cada paso que se nota mucho más la ausencia de la madre. Si la madre vive, los hijos siguen adelante, se mantiene el orden, la limpieza y las comidas en casa y todos llegan a su término.

            Ya esta sería la primera nota de la fiesta de hoy. Descubrir la importancia  que la Iglesia da y quiere que tenga María en nuestra vida cristiana, individual y familiar; es tan importante su función materna dentro de la fe y de la vida cristiana, que se la pone en alto en el primer día del año para que todos la invoquen y se consagren a su amor maternal  en la primera fiesta del año. Secundemos, pues, los deseos de la Iglesia: miremos a la Virgen, invoquemos a María, sigamos su ejemplo de fe, humildad, silencio, obediencia a Dios, trabajo. Al comenzar el año, pongamos bajo su protección maternal, nuestra familia, hijos, trabajo, salud, vida y enfermedad, alegrías y tristezas… todo bajo su mirada protectora y su intercesión. Que todo este año lo vivamos bajo su protección maternal y así nos será más fácil el camino.

            En realidad, la importancia de María en la obra de la Salvación se la empezó dando el mismo Dios, que quiso contar con ella para que fuera la Madre de su Hijo cuando llegó la plenitud de los tiempos. El misterio de la Encarnación, que estamos celebrando en estos días navideños, constituye una prolongada memoria de la maternidad divina de María, y esta fiesta del 1º de enero sirve para exaltar a la Madre santa por la cual merecimos recibir al autor de la vida, Jesucristo, Nuestro Señor. Toda la grandeza de María, todos sus dones y privilegios radican en su maternidad divina. Es el origen de todas sus gracias.

            Es Madre y Modelo de la fe para nosotros, que debemos imitar, porque por la fe creyó el misterio que se realizaba en ella: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. le dijo su prima santa Isabel.

            Es Madre y Modelo del amor salvador de Cristo porque lo concibió y se unió a Él junto a la cruz, en el momento del amor extremo de su Hijo en su muerte, acompañando a su Hijo y uniéndose a Él en su ofrenda al Padre por los hombres, sus hermanos, sus hijos, como la proclamó el Hijo desde la cruz.

            Es Madre y Modelo de la esperanza cristiana, porque ella fue la única que permaneció, esperando contra toda esperanza, junto a su Hijo en la cruz, que moría solo y abandonado por todos, creyendo que era el Salvador del mundo y de los hombres, quien moría de esa manera, y esperando su resurrección.

            ¡Bien sabía el Señor la elección que había hecho! Esta es la verdadera grandeza de María, que podía pasar desapercibida para los ojos de los hombres, pero no para Dios.  Dios buscó en María fidelidad en la fe, en el amor, en la esperanza, en las alegrías y en las penas. Eso mismo podemos encontrar nosotros en ella, si, desde el comienzo del año, la invocamos como Madre, como auxiliadora, como intercesora de todo el pueblo santo de Dios. Por eso tiene tanto poder ante Él. Es omnipotente suplicando. Si Dios la quiso por madre, esto nos inspira a todos tranquilidad, seguridad, certezas, consuelo.

            Encomendémonos a ella al empezar el año, para que ella nos lleve siempre de su mano. Queridos hermanos: un hijo puede olvidarse de su madre, pero una madre no se olvida nunca de sus hijos.            «¿A quién debo llamar yo vida mía, sino a ti, Virgen María? Nunca me verán decir: vida mía, sino a ti, Virgen María».

 

HOMILÍA: MARÍA, MADRE DE DIOS

 

            QUERIDOS HERMANOS:

 

1.- Nuestra madre la Iglesia, como insigne maestra y pedagoga de la fe de sus hijos, después de habernos extasiado contemplando el Nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, quiere que hoy le contemplemos como hijo de María. Y lo quiere, porque sabe por la Historia de la Salvación que Dios ha querido que María sea camino de encuentro con su Hijo, camino de salvación para todos los hombres.

Por eso, al comenzar el año nuevo, en el primer día del año, pone la festividad de la Maternidad divina de María para alegrarnos, para que felicitemos al Hijo y al Padre y al Espíritu Santo que la eligieron y la hicieron madre del Hijo de Dios en la tierra, para que cantemos con ella el «magnificat», para que nos llenemos de esperanza y confianza en su ayuda y protección en este nuevo año que Dios nos ha permitido empezar.

            Son varias las ideas que enriquecen este día dentro del tiempo litúrgico navideño en que celebramos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: octava de Navidad, maternidad divina de María, jornada mundial de la paz y comienzo del año civil. La Maternidad es, sin duda, la idea más relevante de este día litúrgico, como se destaca en las Oraciones de la Misa y en la segunda lectura; Maternidad divina de María que se prolonga naturalmente en la maternidad espiritual sobre la Iglesia.

 

            2.- En su exhortación apostólica Marialis cultus Pablo VI afirma que «el tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal y salvífica de María» (cf.Mc 5,1). Y sobre la recuperación litúrgica de la fiesta de hoy y su sentido, añade: «La Solemnidad de la Maternidad de María, fijada el día primero de enero según una antigua sugerencia de la liturgia romana, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir al Autor de la vida» (MC 5,2). Esta verdad la confesamos y creemos cuando rezamos el Credo Niceno-Constantinopolitano: «que por nosotros y por nuestra salvación bajó del  cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombres».

            El Concilio de Éfeso (431), confirmando lo que ya creía y confesaba el pueblo cristiano, definió como dogma de fe que María es «Madre de Dios» (theotókos, en griego; DS 252). Así resolvió una controversia que no era estrictamente mariana, sino cristológica; y condenó la doctrina de Nestorio que negaba la identidad personal entre el hombre Jesús, hijo de María, y el Hijo de Dios. Afirmando la única persona divina de Cristo en dos naturalezas, la divina y la humana, se concluía que María es la Madre de Dios, por ser quien dio la naturaleza humana a Cristo Jesús.

           

3.- El Concilio Vaticano II recuerda al de Éfeso (LG 66), y hablando de la tradición litúrgica de las Iglesias Orientales dice: “Los Orientales ensalzan con hermosos himnos a María siempre Virgen, a quien el concilio ecuménico de Éfeso proclamó solemnemente santísima Madre de Dios, para que Cristo fuera reconocido verdadera y propiamente Hijo de Dios e Hijo del hombre, según las Escrituras” (UR 15,2).

            Es cierto que la verdad de fe que encierra la expresión «Madre de Dios» referida a María ha de entenderse correctamente, pues María no es ni podía ser madre, es decir, causa generadora y origen, de la divinidad de Cristo,porque Dios no tiene origen temporal. María, pues, no origina la divinidad de Cristo que Él recibe solamente del Padre Dios. Por eso no es madre de Cristo, es decir, en cuanto Dios, sino que es la madre de Cristo que ya es Dios anteriormente y ahora se hace también y simultáneamente hombre, encarnándose en su seno. Y esta maternidad divina es la razón básica de la grandeza y dignidad sin igual de María, la clave de toda la teología mariana o mariología.

 

            4.- La maternidad divina es el dato y la realidad profunda que condiciona y da sentido a toda su vida y misión dentro del plan de Dios que el ángel le expone a María en la Anunciación pidiendo su consentimiento. Es también la grandeza de su maternidad lo que origina las demás características y funciones de la figura sublime de María de Nazaret: Concepción inmaculada, Corredención, Asunción, mediación subordinada a la de Cristo, maternidad espiritual sobre la Iglesia y su condición de miembro, tipo, modelo e imagen de la misma; así como el culto y devoción del pueblo cristiano a María la Madre del Señor (cf.LG 52-69).

            El Concilio Vaticano II en relación con la Maternidad divina de María nos dirá: «… la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor» (LG 53).

«En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando, en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11)» (LG 58).

 «La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor» (LG 61).

«… la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor. Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo» (LG 53).

«…desde los tiempos más antiguos, la Santísima Virgen es venerada con el título de “Madre de Dios”, a cuyo amparo los fieles suplicantes se acogen en todos sus peligros y necesidades» (LG 66).

«En este culto litúrgico, los orientales ensalzan con hermosos himnos a María, siempre Virgen, a quien el Concilio ecuménico de Éfeso proclamó solemnemente Santísima Madre de Dios, para que Cristo fuera reconocido verdadera y propiamente Hijo de Dios e Hijo del hombre, según las Escrituras» (Ec15b).

«La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia» (LG 63).

 

 

SENTIMIENTOS ANTE ESTA FIESTA DE LA MATERNIDAD DIVINA DE LA VIRGEN

 

A) Alegrarnos y felicitarla de que Dios la haya hecho tan grande, tan divina, tan llena de gracia y de Dios por este hecho de ser la madre del Hijo de Dios en la tierra. Me alegro, Madre, de que seas tan grande: María, hermosa nazarena, Virgen bella, madre del alma, cuánto te quiero, cuánto nos amas; gracias por habernos dado a tu Hijo; gracias por habernos llevado hasta Él; y gracias también por querer ser nuestra Madre, nuestra madre y modelo.

 

B) Cantar con Ella el Magnificat, agradeciendo a Dios la grandeza de su maternidad divina, origen y fundamento de todas sus grandezas y elegirla también así para madre de todos los hombres: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava; desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí...”

 

C) Si Dios confió totalmente en ella, y la eligió entre todas las mujeres, yo también la elijo como Madre y Reina, la elijo yo y la prefiero a todas y me consagro y le consagro el nuevo año que empieza: Oh Señora mía, oh Madre mía, yo me ofrezco enteramente a vos y en prueba de mi filial afecto te consagro  en este nuevo año mis ojos, mis oídos, mi corazón; en una palabra  todo mi ser; ya que soy todo tuyo, oh madre de bondad; guárdame y defiéndeme, como cosa y posesión tuya.

 

D) Y como madre del Dios que todo lo puede y madre de la Iglesia, que vive en este mundo, le pido por la paz, paz del mundo y de las familias, lo ponemos todo en sus manos, y le pido por todos vosotros en esta misa que la ofrezco con ella al Padre por vuestras familias y vuestros hijos, por el mundo, por los niños, por los jóvenes, por los mayores, por los enfermos, los ancianos, los abandonados. Ella es madre, y los hijos pueden olvidarse de su madre, pero una madre no se olvida jamás de sus hijos.

 

MI SERMÓN DE LA ANUNCIACIÓN DE MARÍA

 

            Así consta en unas cuartillas ya oscuras que tengo escritas con pluma y tinta de las de antes, nada de maquinas, ni siquiera bolígrafos, y menos ordenadores que entonces no existían; y así lo quiero titular también hoy: Sermón de la Anunciación. En letra muy pequeña porque había que ahorrar y porque jamás había que leer en la predicación, todo de memoria, aunque durase una hora.

            Fue predicado en abril de 1960 porque así consta en una cita del mismo sermón; igualmente consta que fue en el Santuario del Puerto y siendo en esa fecha, quiere decir que fue durante la Novena, que es ordinariamente en abril; me huele, por la introducción que alguna vez lo prediqué ante el Señor Expuesto, porque empiezo saludándole y en su nombre; pero no la primera vez, porque esta introducción dirigida al Señor está en tinta distinta, más negra, y en letras introducidas en entre el título: Sermón de la Anunciación y el Queridos hermanos con que ordinariamente empieza mis homilías..

            Lo prediqué, por tanto,  dos meses antes de ser ordenado sacerdote el 10 de junio 1960, clave secreta de todas mis tarjetas, cartillas y demás instrumentos, porque así no se me olvida. De paso os doy la clave por si queréis sacar algún dinero extra de los cajeros o entrar en los secretos de mi ordenador... etc. ¡le tengo tanto cariño a esta fecha!

            Como ya dije, al hablar de Cabodevilla, en mis primeros sermones y homilías, yo no le olvidaba y tengo algunas frases tomadas de él. Podía suplantarlas por otras posteriores ya elaboradas por mí, pero no quiero que pierda nada de su autenticidad y frescura. Así que ahí va el Sermón, tal cual fue escrito, y predicado: ¡Oh feliz memoria mía que era capaz de recitar durante una hora los textos aprendidos o simplemente leídos! ¿Dónde estás ahora que no te encuentro? ¡Cuánto te hecho de menos! Ahora me digo: que no se me olviden estas tres palabras, son la clave de las tres ideas principales de la homilía... y se evaporan; así que ahora estas tres o cuatro palabras las tengo que poner delante ordinariamente, aunque luego no las mire; pero por si acaso... me dan seguridad.

                       

QUERIDOS HERMANOS:

           

«En tu nombre, Señor, y en tu presencia, quisiera con tu favor y ayudado de tu divina gracia, hablar esta tarde a tus hermanos y mis hermanos, los hijos de nuestra madre común, madre tuya y nuestra, la madre del Puerto. Ayer la veíamos en la mente de Dios, casi infinita, casi divina. Hoy la vamos a ver ya joven nazarena, de catorce años, estando en oración y visitada por el ángel Gabriel.

            Queridos hermanos, empiezo diciéndoos que la Virgen María es la criatura más perfecta salida de las manos de Dios. Es tan buena, tan sencilla, tan delicada, tan prodigiosamente humilde y pura, que se la quiere sin querer.

            Su paso por el mundo apenas fue notado por sus contemporáneos. La infancia de la Virgen nos es desconocida en los Evangelios. La vida histórica de Nuestra Señora comienza en la Anunciación. En ella empieza también la historia humana del Hijo de Dios  por su Encarnación en el seno de la Madre y hasta entonces océano infinito y quieto en la pura eternidad de Dios.

            En la Anunciación, el Torrente divino del Verbo de la Vida y de la Verdad, desde el Misterio de Dios Uno y Trino, baja y fluye hasta nosotros en torrente de aguas infinitas y llega hasta nosotros por este canal maravilloso que se llama y es María.

            Por ella llega a esta tierra seca y árida por los pecados de los hombres, para vivir y escribir con nosotros su historia, esa historia que se puede contar porque está limitadas por las márgenes del espacio y del tiempo, por los mojones de los lugares y fechas por los que fue deslizando su bienhechora presencia e historia de la salvación. Y esa historia que se puede contar empieza en María, con María.

            Fijaos qué coincidencia, qué unión tan grande entre los dos, entre Jesús y María; entre el Hijo de Dios que va a encarnarse y la Virgen nazarena que ha sido elegida por Madre: los dos irrumpen de golpe y al mismo tiempo en el evangelio.

            Con un mismo hecho y unas mismas palabras se nos habla del Hijo y de la Madre. Tan unidos están estos dos seres en la mente de Dios que forman una sola idea, un solo proyecto, una misma realidad, y la palabra de Dios, al querer trazar los rasgos del uno, nos describe también los del otro, el semblante y la realidad del hijo que la hace madre.

            Todos habéis leído  y meditado muchas veces en el evangelio de San Lucas la Anunciación del Ángel a nuestra Señora. Es la Encarnación del Hijo de Dios. Es el primero de los misterios gozosos del santo rosario. Es aquella embajada que un día trajo el ángel Gabriel a una doncella de Nazaret.

            La escena, si queréis, podemos reproducirla así: La Virgen está orando. Adorando al Padre “en espíritu y verdad”. Estrenando ese estilo de oración que no necesita  ser realizada en el templo de Jerusalén, ni en monte Garizím, sino que puede efectuarse en cualquier parte, porque en todo lugar está Dios y en todo momento y lugar podemos unirnos con Él mediante la oración.

            La Virgen, pues, estaba orando. Orando, mientas cosía, barría, fregaba o hacía cualquier cosa, o, sencillamente, orando sin hacer otra cosa más que orar. El cronista San Lucas no especifica. Dios puede comunicarse donde quiere y como quiere, pero de ordinario se comunica en la oración. Y la Encarnación es la comunicación más íntima y total que Dios ha tenido con su criatura; ha sido una comunicación única e intransferible.

            Por eso, el arte de todos los tiempos nos ha habituado a figurarnos a la hermosa nazarena, a la Virgen bella, en reposo y  entornada, sumida en profunda oración.

            Unas veces, de rodillas, porque la Virgen adoraba a Dios profundamente. Otras veces sentada, porque no estaba bien que el Ángel hablase a su Señora de pié, mientras Ella estaba arrodillada.

            El diálogo mantenido entre el ángel y aquella hermosa nazaretana, de tez morena, ojos azules, alma divina, es un tejido de espumas, trenzado de alabanzas y humildad, de piropos divinos y rubores de virgen bella y hermosa. El saludo que Gabriel dirige a María no puede ser más impresionante: “Xaire, kexaritomene, o Kúrios metá soü...Ave, gratia plena, Dominus tecum... Alégrate, la llena de gracia, el Señor está contigo...”

            “Salve”, en griego “Xaire”, alégrate, regocíjate, que era el saludo corriente entre los elenos. “La llena de gracia”, el ángel emplea este participio a modo de nombre propio, lo que aumenta la fuerza de su significado. La piedad y la teología cristianas han sacado de aquí todas las grandezas de María. Y con razón, pues “la llena de gracia” será la Madre de Dios.

            Mucha gracia tuvo el alma de María en el momento de su Concepción Inmaculada; más que todos los santos juntos. Si la gracia es el mayor don de Dios, con cuánta gracia engrandecería el Omnipotente a su elegida por madre. Y esa gracia se multiplicaba en ella cada instante con el ejercicio de todos sus actos siempre agradabilísimos al Dios Trino y Uno, a los ojos divinos, porque Ella nunca desagradó al Señor. Llena estuvo siempre y, sin embargo, crecía. Diríase que la capacidad del alma de María iba creciendo a medida que la gracia, la belleza y el amor de Dios  aumentaban en ella, para que en todos los momentos de su existencia el ángel del Señor pudiera saludarla y  pudiera llamarla: “kejaritoméne, gratia plena, llena de gracia”.

            “El Señor está contigo, o Kúrios metá soü, Dominus tecum”, prosigue el divino mensajero. Dios está en todas las almas que tienen la gracia santificante. Vive en ellas. Cuanto más gracia, más se adentra Dios en el alma, en su interioridad, en su ser y existir.

            Y como la Virgen estuvo siempre llena, como un vaso que rebosa siempre de agua o licor dulce y sabroso, resulta que Nuestra Madre del Puerto, más rebosante de gracia y dones divinos que todos los ángeles y santos juntos, tuvo siempre al Señor en su corazón; pero ahora al estar en su vientre, el Señor estaba con ella más íntimamente unido que podría estarlo jamás criatura alguna. “El Señor está contigo” porque Él te acompaña y acompañará en esta tarea que vais a realizar juntos, porque Él quiere hacerte madre y para eso su presencia es esencial e imprescindible.

            No tiene nada de particular que al ir preñada del Verbo divino, la prima Isabel, al verla en estado del Hijo de Dios, le dijera lo que le decimos todos sus hijos cuando rezamos el Ave María: “Eres bendita entre todas las mujeres”. Es ésta la alabanza que más puede halagar a una mujer. Porque sólo una podía ser la madre del Hijo de Dios. Y la elegida ha sido María. Por eso Ella es la “bendita entre todas las mujeres”.             Porque su belleza resplandece y sobresale sobre todas las otras, y atrae hacia sí todas las miradas del cielo y tierra, eclipsa todas las demás estrellas como el sol, para lucir Ella como la bendita, la bien dicha y pronunciada por Dios y por los hombres. “eres la predilecta de Dios entre todas las mujeres” vino a decirle el Ángel.

            Grandes mujeres habían existido en el Antiguo Testamento. Las escogidas por Dios para libertadoras de su pueblo: Débora, Judit, Esther. Grandes santas habían de existir  en la Iglesia católica. Todas muy queridas de Dios, pero incomparablemente más que todas ellas, María.

            El chaparrón de alabanza que de repente dejó caer el ángel  sobre aquella alma humildísima la debió dejar aturdida. Por eso dice el evangelio: “Al oír tales palabras, la Virgen se turbó y se puso a considerar qué significaría aquella salutación”. Advirtió el ángel que la humildad de la Virgen había quedado un poco sonrojada y se apresuró a explicar la razón de sus piropos, dirigiéndola otra alabanza: “no temas, María, porque ha hallado gracia en los ojos de Dios”. Tu humildad, tu pureza, todas tus virtudes han atraído hacía ti la mirada del Eterno y le has ganado el corazón. Tanto se lo has robado, que quiere tenerte por madre suya cuando baje del cielo a la tierra.

            La Virgen, durante toda su vida se había puesto con sencillez en las manos de Dios. El Señor Dios le inspira el voto de virginidad y lo hace. Ahora, en cambio, por medio del ángel le revela algo cuya realización destruye humanamente la virginidad y pregunta, porque lo acepta, cómo será eso, cómo y qué tiene que hacer.

            Sabe muy bien la Virgen que el pueblo de Israel y toda la humanidad está esperando siglos y siglos la venida de un libertador. Las Escrituras santas hablan continuamente. En el templo todos los días se hacen sacrificios y se elevan oraciones pidiendo su venida. La aspiración suprema de las mujeres israelitas es que pueda ser descendiente suyo.

            Pues bien, el ángel le anuncia ahora que ella es la elegida por Dios para ser la Madre del Mesías: “Concebirás y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este hijo tuyo será grande y será llamado el Hijo del Altísimo;  el señor Dios le dará el trono de su padre David y reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fín”.

            El ángel pudo descubrir a María, desde el primer momento, el modo milagroso de obrarse la Encarnación; sin embargo, lo calla. Sólo la propone el hecho, pero no el modo. Por eso la Virgen no se precipita en contestar. Reflexiona, calla, medita en su corazón y espera.

            Está orando la Virgen. Qué candor, qué dulzura, ¿qué le preguntará a Dios, al mismo Dios  que le inspiró  la virginidad? Momento este sublime en que el cielo y la tierra están suspendidos, pendientes de los labios. Espera   en el aposento. Espera en el Cielo la Santísima Trinidad. Espera el Hijo para entrar en su seno, para tomar carne humana de la suya. Esperan en el Limbo las almas de los justos esa  palabra que les traerá al libertador y les abrirá las puertas del cielo. Esperan en la tierra todas los hombres aquel sí, que romperá las cadenas del pecado y de la muerte que les aprisiona. «Todo el mundo está esperando, virgen santa, vuestro sí; no detengáis más ahí, al mensajero dudando. Dad presto consentimiento; sabed que está tan contento, de vuestra persona Dios, que no demanda de vos sino vuestros consentimiento».       

Esperan todos, en el cielo y en la tierra, y la Virgen, mientras tanto, reflexiona. Piensa que ha hecho a Dios voto de virginidad y para Ella esto es intocable, sagrado. A Ella el ángel no le ha dicho que le dispensa del voto. Si esa fuera la voluntad de Dios lo cumpliría aunque le costase; pero el ángel no le ha dicho nada y Dios no le ha dicho que le dispense. Por la tanto su deber es cumplir lo prometido. Si es necesario renunciar a ser madre de Dios, si es necesario que otra mujer tenga en sus brazos al Hijo de Dios hecho hombre, mucho le cuesta renunciar al Hijo amado, pero que lo sea; que sea otra la que contemple su rostro y escuche de sus labios de niño el dulce nombre de madre. Que sea otra mujer la que lleve sobre su frente la corona de Reina de los cielos y de la tierra...

            Pero no, no será así porque Dios la he elegido a Ella, Ella es la preferida, “la bendita entre todas las mujeres”, marcada en su seno y  elegida por Dios desde toda la eternidad para ser la madre del Redentor, el Mesías Prometido, el Salvador del mundo y de todos los hombres.

            La Virgen ha meditado todas estas palabras del ángel y ahora ve claro que estas palabras del ángel son de Dios, es la última voluntad de Dios sobre su vida. Tan verdadero y evidente es este deseo de Dios, que se va a entregar totalmente a esta voluntad declarándose esclava, la que ya no quiere tener más voluntad y deseo que lo que Dios tiene sobre Ella.

            Cuando hizo el voto de virginidad perpetua, Dios se lo expresó a solas y en secreto, en el fondo del alma; para comunicarla ahora que ha sido elegida para ser la madre del Hijo,  recurre al portento y a lo milagroso para que la Virgen se cerciore de que este segundo deseo de Dios, aunque aparentemente, desde la visión puramente humana, destruya el primero, viene también de Él.

            Y la Virgen fiel a todo lo que sea voluntad de Dios, accede gustosamente, aunque tenga que renunciar a su don más querido. Ya solo quiere saber lo que tiene que  hacer, quiere oír del ángel qué es lo que Ella tiene que hacer de su parte para que se realicen los planes de Dios “¿Cómo ha de ser esto, pues no conozco varón?” Y oye del ángel aquellas misteriosas palabras, en las que le anuncia el portento que Dios quiere realizar en Ella. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el fruto santo que nacerá de ti, será llamado el Hijo de Dios”.

            Cuando la Virgen vio aclarada su pregunta y solucionada de un modo milagroso su dificultad, cuando ve que será madre y virgen ¿Qué responde? A pesar de las alabanzas que el ángel le ha dirigido, a pesar de las grandezas que reconoce en sí,  sabe perfectamente que todo lo ha recibido de Dios, sabe que Ella no es más que un criatura, un esclava de Dios, que desea hacer en todos los momentos la voluntad de su Dios y Señor. Por  eso dice: “Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundun verbum tuum... he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

            ¿Esclava, hermanos, la que está siendo ya la madre de Dios, la que ha sido elegida entre todas las mujeres para ser la Madre del Redentor, esclava la Señora del cielo y tierra, la reina de los ángeles, la que nos ha abierto a todos las puertas del cielo por su Hijo, la que nos ha librado a todos de la esclavitud del pecado y de la muerte, la que empieza a se madre  del Todopoderoso, del Infinito?

            Recibido el consentimiento de la Virgen, el ángel se retira de su presencia y volvió a los cielos para comunicar el resultado de su embajada a la Santísima Trinidad. La Virginidad y la sumisión a los designios divinos celebran, al fin, un pacto imposible para los hombres, pero posible para Dios. Ni Dios ni María han perdido nada; nadie ha perjudicado a nadie, todo ha sido a favor y ganancia, todo tan sencillo y suave. La Virgen está preñada del Verbo por Amor y Gracia del Espíritu Santo.

            Ella después continuó orando. Inaugurando un estilo de oración que ya no es lo mismo hacerla en cualquier sitio, en cualquier lugar, porque sólo en un sitio ha estado Dios singularmente presente como en ningún otro: en Nazaret, por ejemplo, en las entrañas de una Virgen, y “el nombre de la Virgen es María”. “El Verbo  de Dios se hizo carne” Y empezó a habitar entre nosotros por medio de María. Dios empieza a ser hombre. El que no necesita de nada y de nadie, empieza a necesitar de la respiración de la hermosa nazarena, de los latidos de su corazón para poder vivir. Qué milagro, que maravilla, qué unión, que beso, qué misterio, Dios necesitando de una virgen para vivir, qué cosa más inaudita, qué misterio de amor, amor loco y apasionado de un Dios que viene en busca de la criatura para buscar su amor, para abrirle las puertas de la amistad y  felicidad del mismo Dios Trino y Uno. Dios, ¿pero por qué te humillas tanto, por qué te abajas tanto, qué buscas en el hombre que Tú no tengas? ¿Qué le puede dar el hombre que Dios no tenga?

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora y viene en nuestra búsqueda para abrirnos las puertas de la eternidad. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

            “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. El Creador empieza a ser hijo, se hace hijo de su criatura. No sabemos si en ese momento se aceleró la floración en los huertos de Nazaret, no lo sabemos. Seguramente los hombres que estaban arando en los alrededores y en los campos vecinos no se enteraron de nada, pero ya medio cielo se había desplazado a la tierra y vivía dentro de María.

            Qué grande, qué inmensa, que casi infinita hizo el Todopoderoso a su madre. Y cómo la amó, más que a todas. A su madre, que en ese momento empezó a ser también nuestra, porque ya en la misma encarnación  nos engendró místicamente a todos nosotros, porque era la madre de la gracia salvadora, del que nos engendraba por el bautismo como hijos de Dios. Luego ya en la cruz nos lo manifestaría  abiertamente: “Ahí tienes a tu madre, he ahí a tu hijo”.

            Qué gran madre tenemos, hermanos, qué plenitud y desbordamiento de gracia, hermosura y amor. Tan cargada está de cariño y ternura hacia nosotros sus hijos que se le caen de las manos sus caricias apenas nos insinuamos a Ella. La Virgen es hoy, en  abril del 1960, igual de  buena, de pura, igual de encantadora que cuando la visitó el ángel en Nazaret. Mejor dicho, es mucho más que entonces porque estuvo creciendo siempre hasta su muerte en todas sus perfecciones. Es casi infinita.

            María es verdad, existe ahora de verdad, y se la puede hablar, tocar sentir. María no es una madre simbólica, estática, algo que fue pero que ya no obra y ama. Ella en estos momentos,  ahora mismo nos está viendo y amando desde el cielo, está contenta de sus hijos que han venido a honrarla en su propia casa y santuario; y desde el Cielo, desde este Santuario, vive inclinada sobre todos sus hijos de Plasencia, del mundo, más madre que nunca.

            Ella es nuestro sol que nos alumbra en el camino de la vida venciendo todas las oscuridades, todas las faltas de fe, de sentido de la vida, de por qué vivo y para qué vivo; ella es nuestra Reina, nuestra dulce tirana. Acerquémonos  confiadamente a esta madre poderosa que tanto nos quiere. Pidámosla lo que queremos y como se nos ocurra, con la esperanza cierta de que lo conseguiremos.

            Necesitamos, madre, tu espíritu de oración para que Dios se nos comunique a nosotros como se te comunicó a ti en Nazaret. Necesitamos esa oración tuya continua e incesante, esa unión con Dios permanente que nos haga encontrarte en todas las cosas, especialmente en el trato con los demás.      Necesitamos, Madre, meditar en nuestro corazón como tú lo hacías; necesitamos, madre, esa unión permanente de amor con Dios, mientras cosías o barráis o hacías los humildes oficios de tu casa. Queremos esa oración tuya que te daba tanta firmeza de voluntad y carácter que te hacía estar dispuesta a renunciar a todo por cumplir al voluntad de Dios, por cumplir lo que tú creías que era la voluntad de Dios. Tú siempre estabas orando. Orando te sorprendió el ángel y orando seguiste cuando te dejó extasiada, arrullando y adorando al niño que nacía en tus entrañas.

            Madre santa del Puerto, enséñanos a orar, enséñanos el modo de estar unidos  con Dios siempre en todo memento y lugar...

            «Desde niño su nombre bendito, de mi madre en el seno aprendí, ella alienta mi alma y mi vida,  nunca madre mejor conocí. Placentinos, placentinos, en el Puerto su trono fijó; una madre, una reina, que Plasencia leal coronó».

 

 

MEDITACIÓN

 

LAS BODAS DE CANÁ

 

QUERIDOS HERMANOS:

 

            Sólo en tres ocasiones de vida pública de Jesús aparece su madre, María. Una de ellas es en las bodas en Caná. S. Juan es el evangelista que nos lo cuenta en el evangelio de este domingo y digamos ya de entrada, que María juega un papel muy importante en estas bodas.

            S. Juan comienza la descripción diciendo, que había unas bodas en Caná, y que la madre de Jesús estaba allí. S. Juan nunca la cita por su nombre, sino por su papel de madre. Uno se queda con la impresión, de que Jesús fue invitado, porque estaba allí su madre. ¿Cuál es la razón de la presencia de María en las bodas? Es una curiosidad, que no podemos satisfacer. ¿Familia, amistad? No lo sabemos. Sí podemos aventurar, que María esta allí por amor. Bien sea por amor proveniente de lazos familiares o bien de relaciones de amistad.

            Los festejos habituales comenzaban con una procesión formada por los amigos del novio, que trasladaban a la novia de la casa paterna del novio. A continuación se celebraba el matrimonio con uno o varios banquetes, ya que parece ser que los festejos se prolongaban durante siete días. No resulta nada fácil interpretar esta escena, si tenemos en cuenta la multitud de opiniones tan diversas, que hoy presentan los especialistas. El Concilio Vaticano II se contenta con afirmar: «En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías» (LG 58).

            Llama la atención, que María caiga en la cuenta de que falta el vino y de que acuda a Jesús a comunicarle la noticia. Su petición: “No tienen vino” no sería comprensible, si en María no hubiera un cierto conocimiento de los poderes del Hijo. Es además una muestra de la confianza de que su deseo va a ser acogido y satisfecho.

            La respuesta de Jesús es un tanto enigmática y crea varios interrogantes. “Qué a mí y a ti, mujer. Todavía no ha llegado mi hora”. ¿Cómo es posible que un judío llame a su madre “mujer,” cuando la forma corriente de dirigirse a ella era «inma» = madre? Juan no es un historiador o un taquígrafo, que busca la exactitud de la frase. Es un teólogo, que quiere comunicar a los lectores el significado profundo de aquella escena.

            Para eso hace una redacción en la que aparecen palabras clave para interpretar su mensaje. En la cruz volverá a poner en los labios de Jesús esta misma palabra: «mujer». Con ella establece relación entre las dos escenas, que mutuamente se complementan. Al llamarle a María mujer, la sitúa más allá del plano familiar y le da un sentido salvífico universal.

            ¿Qué significan las palabras “¿qué a mí y a ti”? No son raros los que ven en esta respuesta de Jesús un rechazo de la petición de María e incluso descubren una cierta enemistad entre el Hijo y la Madre. María habría sido una imprudente en este caso y Jesús se molesta ante su intervención. Muchas son las interpretaciones hoy en el mercado, que buscan una solución por otros caminos. Detenemos en recorrerlas sería impropio del tono de una homilía. Una vez más por los frutos los conoceréis: y con toda certeza se puede asegurar, que la petición de María no fue rechazada, sino cumplida plenamente.           

            Por eso María no dudó en dirigirse a los camareros y mandarlos, que se pusieran a las órdenes de Jesús. ¿Se hubiera atrevido en la hipótesis contraria? “Todavía no ha llegado mi hora”. Son muchos los que interpretan estas palabras en el sentido, de que no ha llegado todavía para Jesús la hora de hacer milagros y la adelanta, para satisfacer los deseos de la madre. Choca esta interpretación con la imagen que Juan nos ofrece de Cristo, que en todo momento hace lo que le agrada al Padre: “El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). No parece acertado pensar, que en esta ocasión se salga de esa norma de su vida. La «hora de Jesús» sale varias veces en el evangelio de San Juan y en todas indica la pasión. Y es que la pasión es la hora del triunfo de Jesús. En ella el príncipe de este mundo queda vencido, el Padre glorificado y los hombres redimidos. Si se aplica este sentido a la frase que comentamos, Juan está relacionando las bodas de Caná con la muerte de Cristo y a Maria se la cita para aquel momento. Jesús quiere dar a entender a su madre, que en la vida pública ha surgido una situación nueva, que reclama de él la dedicación plena a las cosas del Padre, y de ella, permanecer en la penumbra de Nazaret hasta el momento de la cruz.

            Cuando llegue la “hora”, ella ha de estar al lado del Hijo compartiendo su dolor y recibiendo la última revelación acerca de su misión en la nueva humanidad, que surge de la cruz. No es la primera intención, ni la más importante para San Juan hablar de María en esta escena. Su preocupación primordial es Cristo. Las bodas de Caná de Galilea se celebran al final de una semana, en la cual poco a poco se ha ido dando a conocer la persona de Jesús. Juan Bautista le presenta primero como alguien que es muy superior a él, luego dos veces como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, vocación de Felipe y Natanael. Por último, tres días después se celebran las bodas. En ellas, sin decirlo, Juan presenta a Jesús como el verdadero esposo, porque propio del esposo es dar el vino bueno y abundante. En este caso Cristo es el que ofrece ese vino bueno y abundante. Se lo dijo el jefe de camareros al novio: “Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”(Jn 2, 10).

            El banquete de bodas es una figura profética, usada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, para indicar el reino mesiánico. Jesús lo plantea así en una parábola: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22, 2). Con habilidad Juan aparta nuestros ojos del esposo de las bodas reales y nos los dirige a Jesús, que es quien con su sangre establece el Reino de los cielos.

            Dado que en el evangelio de San Juan se suelen distinguir dos planos: el histórico y el simbólico, no forzamos el sentido del texto, si suponemos, que el evangelista en esta narración está pensando en la Iglesia. En ella se celebra el banquete del reino, donde Cristo, el Esposo, ofrece el vino bueno y abundante de su sangre en la Eucaristía.

            Una cosa es que San Juan no tenga como fin principal hacer Mariología y otra muy distinta que no se interese por la figura de María. Teniendo en cuenta el realce que da a su presencia en la celebración de estas bodas, es evidente que para el autor tiene una importancia especial en la escena. Se advierte ya en esta narración una ley del discurso teológico, que perdura a lo largo de la historia de la teología. Y es que María viene reclamada por el misterio de Cristo, si éste quiere ser comprendido en toda su profundidad. Le sucede lo mismo a San Lucas, cuando habla de la encarnación del Verbo. Sin María no habría encarnación en este proyecto actual de salvación.

            María en Caná no es una figura decorativa, ni de relleno. San Juan la destaca desde el primer momento. Es la primera persona, con la que nos encontramos. Juega un papel decisivo en la realización del milagro. Desaparece, cuando se habla del comienzo de la fe de los discípulos y luego vuelve a aparecer camino de Cafarnaúm.

            Desde la cruz Cristo proclama la maternidad de María para todos los hombres, pero es en Caná, donde el apóstol describe el papel de María como madre. Un primer detalle de esa solicitud maternal es que María no se entrega al ritmo de la fiesta, sino que está atenta a las necesidades del banquete.         En un banquete de familia es siempre la madre la que se cuida de los detalles. Como Cristo ha ocupado el puesto del esposo, María ocupa el de la madre. Para ello se sitúa entre Cristo y los hombres, porque ama al uno y a los otros. Ejerce una mediación maternal. Su función es conectar a los hombres con Cristo y lo hace según los tipos diversos.

            Los novios son los que no se han dado cuenta del mal bochornoso, que se les va a echar encima. El hecho es que, culpable o inculpablemente, no han advertido el peligro. María sí. ¿Cómo? No lo sabemos. Es amor vigilante, que prefiere evitar la herida, a curarla. Lleva el problema con gran delicadeza. No lo divulga, sino que se pregunta así misma, qué puede hacer. No tiene dinero, pero sí una súplica al Hijo. Era todo su capital y lo pone al servicio de los necesitados. Los esposos no piden, porque no saben, que tienen que pedir. Ella lleva sus necesidades a Cristo y así los une a Él.

            En los camareros crea una actitud de obediencia a un invitado de las bodas. Convencidos por las palabras de María, se ponen a las órdenes de Cristo y hacen lo que Él les ordena. Llenan las tinajas de agua hasta arriba y luego la sacan convertida en un vino excelente. Nada más se dice de estos hombres. Juan los deja escondidos en el olvido. Sin duda que sellos participarían también de la admiración del jefe. Ellos han sido mediadores del milagro, pero ni a ellos, ni a María se debe la conversión del agua en vino. Cristo es el único del signo, en el que se manifestó la gloria de Dios.

            Con los apóstoles María no tiene ninguna relación inmediata, sino mediata. Ella no necesita el signo para creer. Por eso, cuando se trata de señalar a los que empiezan a creer, María desaparece de la escena. Ella creía ya y su fe le impulsó a pedir la intervención del Hijo. En este sentido en el origen del milagro esta la fe. Esta fe suscitada por el signo realizado por el Hijo y provocado por la madre; y los Apóstoles, al verlo, creen en Jesús. María ha ejercido también respecto de los apóstoles una mediación maternal. «En Caná María, escribe Juan Pablo II, aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera «señal» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos»(RM 21).

            En la misa de «La bienaventurada Virgen María en Caná» la Iglesia le canta: «Eres bienaventurada, Virgen María: por ti tu Hijo dio comienzo a los signos; por ti el Esposo preparó a la Esposa un vino nuevo; por ti los discípulos creyeron en el Maestro» (Antífona de la comunión).         Hemos indicado en otro lugar que María, tal y como aparece en el Evangelio, se convierte en palabra de Dios para los creyentes. Como figura que es de la Iglesia «resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (LG 65).

            En Caná de Galilea es la mujer que oye el silencio del dolor ajeno y lo intenta remediar. Sabe acercarse al necesitado, para atenderle en su necesidad, sin que él lo advierta. Es esta una gran lección evangélica. Son muchos hoy los necesitados que no piden, porque no pueden o porque no saben que viven en una gran miseria.

            Comprometer la propia vida, para que la de ellos mejore es una virtud civil y evangélica de primera necesidad en la sociedad actual. «María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en medio» o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal —más bien «tiene el derecho de»— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres» (RM 21).

            Las palabras de María a los camareros “Haced lo que El os diga” pueden ser consideradas como su testamento. Son las últimas palabras, que nos llegan de ella por la pluma de los evangelistas. Pero sería un tanto superficial tenerlas por tales sólo por esta circunstancia. Con ellas María invita a aceptar aquellas exigencias de la fe, que provienen de la voluntad de Dios. Este fue el lema de su vida. Lo expresó al terminar la anunciación, cuando dijo “he aquí la esclava del Señor”, y lo mantuvo hasta el final de su vida. Por eso son su testamento.

            Si en el fondo de esta descripción de la bodas de Caná está la Iglesia, considerada como el grupo de creyentes que celebran la Eucaristía, S. Juan señala el puesto de María en la comunidad actual. Ella está en medio de la Iglesia como intercesora, llevando las necesidades de los hombres a Cristo. De esta forma S. Juan se adelanta al Concilio Vaticano II: «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 62).

            Una última lección se desprende de la conducta de María. Su fe en el Hijo suscita el signo y en él la manifestación de la gloria de Dios. Jesús dijo en el sermón de la montaña: “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). El creyente tiene que ser, con su palabra y sobre todo con sus obras, manifestación de la gloria de Dios, como así ha acontecido en la historia, de una manera especial en los mártires y en los que han practicado con heroísmo la caridad. También en esto María, como figura de la Iglesia, la precede.

 

HOMILIA

 

LAS BODAS DE CANÁ

 

QUERIDOS HERMANOS:

 

            1.- Si queremos comprender bien los milagros de Jesús en el evangelio de San Juan, tenemos, ante todo, que darnos cuenta de su significación, de su motivación y sentido.

            En primer lugar, los milagros de Jesús no son nunca un espectáculo, un retablo de maravillas. Eso lo rechaza Jesús como una tentación. Son siempre acciones de ayuda personal a un hombre determinado o a una comunidad concreta. El motivo y la ocasión primera parecen ser siempre la necesidad descubierta por Él en los individuos o en las multitudes; Jesús obra movido por la compasión. Los milagros se destinan a curar, despertar a la vida, librar del poder de las tinieblas y devolver la libertad de los hijos de Dios: “a que los ciegos vean, los cojos anden y la buena nueva se predique a los pobres”.

            En segundo lugar, los milagros tienen una significación simbólica, un trasfondo más profundo que la simple apariencia. San Juan hoy a éste le llama «signo». Los milagros son signos de lo que Dios quiere o piensa, son anuncio previo de lo que va a hacer. Dios muestra en algunos momentos lo que quiere y puede hacer con el hombre y para el hombre. Es un anuncio callado de la salvación última, de la consumación de la historia de la salvación.

 

            2.- Aquí todavía no había llegado “su hora”, pero María la anticipa; todo esto es un signo del poder suplicante de la madre y de los futuros esponsales del Hijo con su Iglesia. Los signos son del Hijo enviado por el Padre para la salvación de los hombres; en ellos pone de manifiesto su poder, su grandeza, su gloria. De ahí que la verdadera respuesta es la fe, como en el signo de hoy, “donde manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él”.

            Y en esta historia de la Salvación San Juan contó con la intimidad de María en su casa y se enteró de viva voz por ella de la vida vivida con su Hijo, que nos manifiesta el papel de María en la obra de Cristo. María es la nueva Eva, la mujer de la primera página del Génesis “la mujer que me diste como compañera…” Pero aquí “la mujer”, término usado en San Juan en lugar de madre, está dada y asociada a la salvación, a «su hora», donde ella interviene como mediadora  e intercesora.

 

            3.- El Vaticano II ha hablado muy claramente de María como mujer asociada a la obra de la Salvación, de la Iglesia y de cada uno de nosotros: «Esta su maternidad perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pié de la cruz, hasta la consumación perpetua de los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hayan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 62,1).         

            Por ser Madre de Cristo y Colaboradora en la obra de la Redención, por voluntad de su Hijo, «María es nuestra madre en  el orden de la gracia» (LG 61). Madre de Cristo, es Madre de la Iglesia y de todos los hombres en el orden espiritual. De Cristo, madre física; de nosotros, madre y modelo de fe, esperanza y caridad, madre espiritual. Dice el Vaticano II: «En María, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente con purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansia y espera ser» (SC.103).

 

            4.- De la presencia e intervención de María en las bodas de Caná, nosotros, sus hijos, debemos aprender varias enseñanzas:

            a) El amor siempre materno y activo, la sencillez y la humildad. María no ha ido a la boda para pasarlo bien sino para  que todos lo pasen bien. No lo olvidemos nunca. Es muy rentable ser devoto de María. Siempre está inclinada sobre la universalidad de sus hijos. María se acerca a su hijo para pedirle una gracia, una atención para con los nuevos esposos, porque todo está presente en su corazón.

            b) Llama la atención que sea María la que caiga en la cuenta de que falta el vino y de que acuda a Jesús a comunicarle la noticia. Su petición: “No tienen vino” no sería comprensible, si en María no hubiera un cierto conocimiento de los poderes del Hijo. Es además una muestra de la confianza de que su deseo va a ser acogido y satisfecho.

            c)Y sorprende más todavía, porque los novios, que son los verdaderos protagonistas de la fiesta,  son los que no se han dado cuenta del mal bochornoso, que se les va a echar encima. El hecho es que, culpable o inculpablemente, no han advertido el peligro. María sí. ¿Cómo? No lo sabemos. Es amor vigilante, que prefiere evitar la herida, a curarla. Ella lleva el problema con gran delicadeza. No lo divulga, sino que se pregunta a sí misma, qué puede hacer para remediarlo. No tiene dinero, pero sí una súplica al Hijo. Era todo su capital y lo pone al servicio de los necesitados. Los esposos no piden, porque no saben, que tienen que pedir. Ella lleva sus necesidades a Cristo y así los salva de esta situación bochornosa y los une a Él.

 

            d) En los camareros crea una actitud de obediencia en relación con su Hijo. Convencidos por las palabras de María, se ponen a las órdenes de Cristo y hacen lo que Él les ordena. Llenan las tinajas de agua hasta arriba y luego la sacan convertida en un vino excelente. Nada más se dice de estos hombres. Juan los deja escondidos en el olvido. Sin duda que ellos participarían también de la admiración del mayordomo. Ellos han sido mediadores del milagro, pero ni a ellos, ni a María se debe la conversión del agua en vino, del signo obrado, sino a Cristo, porque así en Cristo “se manifestó la gloria de Dios en Él”, es decir, que era el Mesías.

 

            e) Detrás vino la gracia espiritual “y sus discípulos creyeron en Él”. Por intercesión de María, Jesús hace un signo, como los sigue haciendo ahora, por medio de la intercesión de su Madre, para que creamos en Él. La confianza y la fe viva de María ha servido para fortalecer la fe incipiente de los discípulos de entonces y de todos los tiempos.

           

5º.-  “Haced lo que Él os diga...” Cuando tengamos un problema o una necesidad, digamos: María, Madre, díselo, díselo, dile a tu Hijo mi problema, mi necesidad, mis deseos. Conservemos siempre en nuestro corazón estas palabras de la Virgen. Son las últimas que los evangelios nos consignan de Ella; es su testamento; y aprendamos de Ella, de su palabra, porque es su último consejo para todos nosotros: Madre, haré siempre “lo que Él diga”. No las olvidaremos nunca, no las podemos olvidar. Madre, te queremos, confiamos totalmente en ti, es decir, en tu Hijo, en el poder y amor del Encarnado en tu seno.

HOMILIA: BODAS DE CANÁ

 

            QUERIDOS HERMANOS:

            Sólo en tres ocasiones de la vida pública de Jesús aparece su madre, María. Una de ellas es en las bodas de Caná. San Juan es el evangelista que nos lo cuenta en el evangelio de este domingo y digamos ya de entrada, que María juega un papel muy importante en estas bodas.

            San Juan comienza la descripción diciendo, que había unas bodas en Caná, y que la madre de Jesús estaba allí. San Juan nunca la cita por su nombre, sino por su papel de madre. Uno se queda con la impresión, de que Jesús fue invitado, porque estaba allí su madre. ¿Cuál es la razón de la presencia de María en las bodas? Es una curiosidad, que no podemos satisfacer. ¿Familia, amistad, vecindad? No lo sabemos. Sí podemos aventurar, que María esta allí por amor. Bien sea por amor proveniente de lazos familiares o bien de relaciones de amistad.

            Los festejos habituales comenzaban con una procesión formada por los amigos del novio, que trasladaban a la novia de la casa paterna del novio. A continuación se celebraba el matrimonio con uno o varios banquetes, ya que parece ser que los festejos se prolongaban durante siete días. No resulta nada fácil interpretar esta escena, si tenemos en cuenta la multitud de opiniones tan diversas, que hoy presentan los especialistas. El Concilio Vaticano II se contenta con afirmar: «En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías» (LG 58).

            Llama la atención, que María caiga en la cuenta de que falta el vino y de que acuda a Jesús a comunicarle la noticia. Su petición: “No tienen vino” no sería comprensible, si en María no hubiera un cierto conocimiento de los poderes del Hijo. Es además una muestra de la confianza de que su deseo va a ser acogido y satisfecho.

            La respuesta de Jesús es un tanto enigmática y crea varios interrogantes. “Qué a mí y a ti, mujer. Todavía no ha llegado mi hora”. ¿Cómo es posible que un judío llame a su madre “mujer,” cuando la forma corriente de dirigirse a ella era «inma» = madre? Juan no es un historiador o un taquígrafo, que busca la exactitud de la frase. Es un teólogo, que quiere comunicar a los lectores el significado profundo de aquella escena. Para eso hace una redacción en la que aparecen palabras claves para interpretar su mensaje. En la cruz volverá a poner en los labios de Jesús esta misma palabra: “mujer”. Con ella establece relación entre las dos escenas, que mutuamente se complementan. Al llamarle a María “mujer”, la sitúa más allá del plano familiar y le da un sentido salvífico universal.

            ¿Qué significan las palabras “¿qué a mí y a ti”? No son raros los que ven en esta respuesta de Jesús un rechazo de la petición de María e incluso descubren una cierta enemistad entre el Hijo y la Madre. María habría sido una imprudente en este caso y Jesús se molesta ante su intervención. Muchas son las interpretaciones hoy en el mercado, que buscan una solución por otros caminos. Detenernos en recorrerlas sería impropio del tono de una homilía. Una vez más por los frutos los conoceréis: y con toda certeza se puede asegurar, que la petición de María no fue rechazada, sino cumplida plenamente.            Por eso María no dudó en dirigirse a los camareros y mandarlos que se pusieran a las órdenes de Jesús. ¿Se hubiera atrevido en la hipótesis contraria? “Todavía no ha llegado mi hora”. Son muchos los que interpretan estas palabras en el sentido, de que no ha llegado todavía para Jesús la hora de hacer milagros y la adelanta, para satisfacer los deseos de la madre.

Choca esta interpretación con la imagen que Juan nos ofrece de Cristo, que en todo momento hace lo que le agrada al Padre: “El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). No parece acertado pensar, que en esta ocasión se salga de esa norma de su vida.

La «hora de Jesús» sale varias veces en el evangelio de San Juan y en todas indica la pasión. Y es que la pasión es la hora del triunfo de Jesús. En ella el príncipe de este mundo queda vencido, el Padre glorificado y los hombres redimidos. Si se aplica este sentido a la frase que comentamos, Juan está relacionando las bodas de Caná con la muerte de Cristo y a María se la cita para aquel momento. Jesús quiere dar a entender a su madre, que en la vida pública ha surgido una situación nueva, que reclama de Él la dedicación plena a las cosas del Padre, y de ella, permanecer en la penumbra de Nazaret hasta el momento de la cruz.

            Cuando llegue la “hora”, ella ha de estar al lado del Hijo compartiendo su dolor y recibiendo la última revelación acerca de su misión en la nueva humanidad, que surge de la cruz. No es la primera intención, ni la más importante para San Juan hablar de María en esta escena. Su preocupación primordial es Cristo. Las bodas de Caná de Galilea se celebran al final de una semana, en la cual poco a poco se ha ido dando a conocer la persona de Jesús. Juan Bautista le presenta primero como alguien que es muy superior a él, luego dos veces como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, vocación de Felipe y Natanael. Por último, tres días después se celebran las bodas.

            En ellas, sin decirlo, Juan presenta a Jesús como el verdadero esposo, porque propio del esposo es dar el vino bueno y abundante. En este caso Cristo es el que ofrece ese vino bueno y abundante. Se lo dijo el jefe de camareros al novio: “Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2, 10).

            El banquete de bodas es una figura profética, usada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, para indicar el reino mesiánico. Jesús lo plantea así en una parábola: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22, 2). Con habilidad Juan aparta nuestros ojos del esposo de las bodas reales y nos los dirige a Jesús, que es quien con su sangre establece el Reino de los cielos.

            Dado que en el evangelio de San Juan se suelen distinguir dos planos: el histórico y el simbólico, no forzamos el sentido del texto, si suponemos, que el evangelista en esta narración está pensando en la Iglesia. En ella se celebra el banquete del reino, donde Cristo, el Esposo, ofrece el vino bueno y abundante de su sangre en la Eucaristía.

            Una cosa es que San Juan no tenga como fin principal hacer Mariología y otra muy distinta que no se interese por la figura de María. Teniendo en cuenta el realce que da a su presencia en la celebración de estas bodas, es evidente que para el autor tiene una importancia especial en la escena.

            Se advierte ya en esta narración una ley del discurso teológico, que perdura a lo largo de la historia de la teología. Y es que María viene reclamada por el misterio de Cristo, si éste quiere ser comprendido en toda su profundidad. Le sucede lo mismo a San Lucas, cuando habla de la encarnación del Verbo. Sin María no habría encarnación en este proyecto actual de salvación.

            María en Caná no es una figura decorativa, ni de relleno. San Juan la destaca desde el primer momento. Es la primera persona, con la que nos encontramos. Juega un papel decisivo en la realización del milagro. Desaparece, cuando se habla del comienzo de la fe de los discípulos y luego vuelve a aparecer camino de Cafarnaún.

            Desde la cruz Cristo proclama la maternidad de María para todos los hombres, pero es en Caná, donde el apóstol describe el papel de María como madre. Un primer detalle de esa solicitud maternal es que María no se entrega al ritmo de la fiesta, sino que está atenta a las necesidades del banquete.

            En un banquete de familia es siempre la madre la que se cuida de los detalles. Como Cristo ha ocupado el puesto del esposo, María ocupa el de la madre. Para ello se sitúa entre Cristo y los hombres, porque ama al uno y a los otros. Ejerce una mediación maternal. Su función es conectar a los hombres con Cristo y lo hace según los tipos diversos.

            Los novios son los que no se han dado cuenta del mal bochornoso, que se les va a echar encima. El hecho es que, culpable o inculpablemente, no han advertido el peligro. María sí. ¿Cómo? No lo sabemos. Es amor vigilante, que prefiere evitar la herida, a curarla. Lleva el problema con gran delicadeza. No lo divulga, sino que se pregunta así misma, qué puede hacer. No tiene dinero, pero sí una súplica al Hijo. Era todo su capital y lo pone al servicio de los necesitados. Los esposos no piden, porque no saben, que tienen que pedir. Ella lleva sus necesidades a Cristo y así los une a Él.

            En los camareros crea una actitud de obediencia a un invitado de las bodas. Convencidos por las palabras de María, se ponen a las órdenes de Cristo y hacen lo que Él les ordena. Llenan las tinajas de agua hasta arriba y luego la sacan convertida en un vino excelente. Nada más se dice de estos hombres. Juan los deja escondidos en el olvido. Sin duda que ellos participarían también de la admiración del jefe. Ellos han sido mediadores del milagro, pero ni a ellos, ni a María se debe la conversión del agua en vino. Cristo es el único del signo, en el que se manifestó la gloria de Dios.

            Con los apóstoles María no tiene ninguna relación inmediata, sino mediata. Ella no necesita el signo para creer. Por eso, cuando se trata de señalar a los que empiezan a creer, María desaparece de la escena. Ella creía ya y su fe le impulsó a pedir la intervención del Hijo. En este sentido en el origen del milagro está la fe. Esta fe suscitada por el signo realizado por el Hijo y provocado por la madre; y los Apóstoles, al verlo, creen en Jesús. María ha ejercido también respecto de los apóstoles una mediación maternal. «En Caná María, escribe Juan Pablo II, aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera «señal» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos» (RM 21).

            En la misa de «La bienaventurada Virgen María en Caná» la Iglesia le canta: «Eres bienaventurada, Virgen María: por ti tu Hijo dio comienzo a los signos; por ti el Esposo preparó a la Esposa un vino nuevo; por ti los discípulos creyeron en el Maestro» (Antífona de la comunión).

            Hemos indicado en otro lugar que María, tal y como aparece en el Evangelio, se convierte en palabra de Dios para los creyentes. Como figura que es de la Iglesia «resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (LG 65).

            En Caná de Galilea es la mujer que oye el silencio del dolor ajeno y lo intenta remediar. Sabe acercarse al necesitado, para atenderle en su necesidad, sin que él lo advierta. Es esta una gran lección evangélica. Son muchos hoy los necesitados que no piden, porque no pueden o porque no saben que viven en una gran miseria.

            Comprometer la propia vida, para que la de ellos mejore es una virtud civil y evangélica de primera necesidad en la sociedad actual. «María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en medio» o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal —más bien «tiene el derecho de»— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres» (RM 21).

            Las palabras de María a los camareros “Haced lo que Él os diga” pueden ser consideradas como su testamento. Con ellas María invita a aceptar aquellas exigencias de la fe, que provienen de la voluntad de Dios. Este fue el lema de su vida. Lo expresó al terminar la Anunciación, cuando dijo “he aquí la esclava del Señor”, y lo mantuvo hasta el final de su vida. Por eso son su testamento.

            Si en el fondo de esta descripción de las bodas de Caná está la Iglesia, considerada como el grupo de creyentes que celebran la Eucaristía, S. Juan señala el puesto de María en la comunidad actual. Ella está en medio de la Iglesia como intercesora, llevando las necesidades de los hombres a Cristo. De esta forma S. Juan se adelanta al Concilio Vaticano II: «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 62).

            Una última lección se desprende de la conducta de María. Su fe en el Hijo suscita el signo y en él la manifestación de la gloria de Dios. Jesús dijo en el sermón de la montaña: “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).

El creyente tiene que ser, con su palabra y sobre todo con sus obras, manifestación de la gloria de Dios, como así ha acontecido en la historia, de una manera especial en los mártires y en los que han practicado con heroísmo la caridad. También en esto María, como figura de la Iglesia, la precede.

 (Esta homilía esta inspirada en MARIA EN LA FE CATÓLICA, de Alejandro Martínez Sierra, Madrid 2003,  págs. 85-96)

 

 

BODAS DE CANÁ: TERCERA HOMILÍA

 

QUERIDOS HERMANOS:

 

            1.- Me alegra mucho meditar con vosotros el evangelio de este domingo sobre la narración de las Bodas de Caná; me alegro, porque en él intervienen Jesús y María; y me alegro también, porque, aunque en el fondo yo quiero hablaros de Jesús, sin embargo hablaré desde María, su Madre, que es el mejor camino para  hablar y conocer a Jesús. Hoy quiero hablaros de ella, pero desde la teología. Por eso voy a citar unos textos del Concilio Vaticano II sobre ella.

            La lectura evangélica de hoy relata una boda celebrada en Caná de Galilea. Los protagonistas, para nosotros, más que los novios, son Jesús y su Madre. Tenemos, pues, dos momentos o encuentros en el evangelio, el cristológico,  referido a Jesús que realiza el milagro, y el mariológico, en relación con María, que intercede ante su Hijo. Este segundo nivel por las razones aducidas anteriormente, centrará nuestra atención.

            El Padre ha elegido a María para una misión única en la historia de la Salvación; ser Madre del Redentor y de su obra, la Iglesia. La Virgen respondió a la llamada de Dios con  una disponibilidad plena: “He aquí la esclava del Señor”.

            Esta maternidad, iniciada hace dos mil años en el seno de la humilde muchacha de Nazareth, concibiendo en su seno al Verbo de Dios, segunda Persona de la Santísima Trinidad, llegó a su plenitud en Jerusalén, junto a la cruz, y se manifiesta ahora en su intercesión continua sobre nosotros desde el cielo, como lo hizo en Caná para los novios: “Haced lo que el os diga”. Yo quisiera resaltar tres momentos mariológicos de la relación de María con su Hijo y con sus hijos, los hombres:

            2.- Maria es Madre y colaboradora con Cristo en la obra de la redención. Dice el Vaticano II: «Desde la Anunciación… mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde no sin designio divino se mantuvo de pié, se condolió profundamente con su Unigénito y  se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con su amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella misma» (Jn 19,25-27) (LG 54 ).

            El Vaticano II, en capítulo octavo de la Lumen Gentium(52-59) acentúa el marco bíblico de la doctrina eclesial sobre Maria, cuya figura es vista desde la perspectiva de la Historia de la Salvación por Dios y leída en clave cristológica desde los datos evangélicos.

            La Santísima Virgen que nosotros los católicos veneramos y amamos tanto, es la mujer escogida por Dios para ser Madre y Colaboradora de Cristo en la obra de la Salvación y cuya vocación, misión y misterio es inseparable de Cristo. Maria lo es todo en Cristo y por Cristo. Todo en María tiene raíz, orientación y sentido critocéntricos, pues todo en ella arranca  y se refiera  a su condición de Madre Virginal de Cristo, que es Dios.

            3.- Por ser Madre de Cristo y Colaboradora en la obra de la Redención, por voluntad de su Hijo, «Maria es nuestra madre en  el orden de la gracia»(LG. 61). Madre de Cristo, es Madre de la Iglesia y de todos los hombres en el orden espiritual; de Cristo, madre física; de nosotros, madre y modelo de fe, esperanza y caridad, madre espiritual.

            Dice el Vaticano II: «En Maria, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente con purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansia y espera ser»(SC.103). Aquí añado una cualidad más: es madre de Cristo, es madre espiritual nuestra, pero además se ha convertido por su fidelidad a la gracia, su generosidad en seguir la llamada de Dios, su prontitud en obedecer…..se ha convertido en modelo de la fe. María es la perfecta cristiana, la mejor discípula de Jesús, que escucha la palabra de Dios, la medita en su corazón, la asimila y la pone en práctica toda su vida (LG. 58; MC. 35f).

            María nos precede en ejemplo de fe, entrega, disponibilidad y servicio a Dios y a los hermanos. Así lo demostró en la visita a Isabel, huída a Egipto, en las bodas de Caná, en el Calvario especialmente consintiendo en la muerte de su Hijo y creyendo que era el Salvador del mundo quien moría de esa forma y luego suplicando la venida del Espíritu Santo en Pentecostés en el Cenáculo.

            .- Finalmente, por Madre de Dios y de la Iglesia, María es intercesora nuestra, de todos los hombres. La presencia suplicante  ante su Hijo en las bodas de Caná es reflejo de la que ejerce continuamente sobre sus hijos los hombres desde el cielo. Dice el Vaticano II: «Esta su maternidad perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pié de la cruz, hasta la consumación perpetua de los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continua obteniéndonos loso dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hayan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienventurada» (LG:62,1).

            Y es lógico, toda madre es intercesión continua por sus hijos. Tengamos confianza en la intercesión de la Virgen y en su oficio, encomendado por Dios, de ser intercesora y madre espiritual de todos los hombres; si Él se fió de ella y la escogió para madre ¿no lo vamos a hacer nosotros? Decir Maria es decir paz, dulzura, consuelo, esperanza, agua convertida en vino de alegría. No había llegado su “hora”, pero hizo lo que María, su madre, le pidió. Como ahora y siempre. ¡María, madre de piedad y misericordia, madre de Cristo y madre nuestra, ruega por tus hijos a tu Hijo. Amen.”

MEDITACIÓN: MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ

 

  1. LA INTERCESION DE MARIA
  2. SIGNIFICADO CRISTOLÓGICO

3. SIGNIFICADO MARIOLÓGICO

 

QUERIDOS HERMANOS:

 

            Sólo en tres ocasiones de vida pública de Jesús aparece su madre, María. Una de ellas es en las bodas en Caná. S. Juan es el evangelista que nos lo cuenta en el evangelio de este domingo y digamos ya de entrada, que María juega un papel muy importante en estas bodas.

            S. Juan comienza la descripción diciendo, que había unas bodas en Caná, y que la madre de Jesús estaba allí. S. Juan nunca la cita por su nombre, sino por su papel de madre. Uno se queda con la impresión, de que Jesús fue invitado, porque estaba allí su madre. ¿Cuál es la razón de la presencia de María en las bodas? Es una curiosidad, que no podemos satisfacer. ¿Familia, amistad? No lo sabemos. Sí podemos aventurar, que María esta allí por amor. Bien sea por amor proveniente de lazos familiares o bien de relaciones de amistad.

            Los festejos habituales comenzaban con una procesión formada por los amigos del novio, que trasladaban a la novia de la casa paterna del novio. A continuación se celebraba el matrimonio con uno o varios banquetes, ya que parece ser que los festejos se prolongaban durante siete días. No resulta nada fácil interpretar esta escena, si tenemos en cuenta la multitud de opiniones tan diversas, que hoy presentan los especialistas. El Concilio Vaticano II se contenta con afirmar: «En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías» (LG 58).

            Llama la atención, que María caiga en la cuenta de que falta el vino y de que acuda a Jesús a comunicarle la noticia. Su petición: “No tienen vino” no sería comprensible, si en María no hubiera un cierto conocimiento de los poderes del Hijo. Es además una muestra de la confianza de que su deseo va a ser acogido y satisfecho.

            La respuesta de Jesús es un tanto enigmática y crea varios interrogantes. “Qué a mí y a ti, mujer. Todavía no ha llegado mi hora”. ¿Cómo es posible que un judío llame a su madre “mujer,” cuando la forma corriente de dirigirse a ella era «inma» = madre? Juan no es un historiador o un taquígrafo, que busca la exactitud de la frase. Es un teólogo, que quiere comunicar a los lectores el significado profundo de aquella escena.

            Para eso hace una redacción en la que aparecen palabras clave para interpretar su mensaje. En la cruz volverá a poner en los labios de Jesús esta misma palabra: «mujer». Con ella establece relación entre las dos escenas, que mutuamente se complementan. Al llamarle a María mujer, la sitúa más allá del plano familiar y le da un sentido salvífico universal.

            ¿Qué significan las palabras “¿qué a mí y a ti”? No son raros los que ven en esta respuesta de Jesús un rechazo de la petición de María e incluso descubren una cierta enemistad entre el Hijo y la Madre. María habría sido una imprudente en este caso y Jesús se molesta ante su intervención. Muchas son las interpretaciones hoy en el mercado, que buscan una solución por otros caminos. Detenemos en recorrerlas sería impropio del tono de una homilía. Una vez más por los frutos los conoceréis: y con toda certeza se puede asegurar, que la petición de María no fue rechazada, sino cumplida plenamente.           

Por eso María no dudó en dirigirse a los camareros y mandarlos, que se pusieran a las órdenes de Jesús. ¿Se hubiera atrevido en la hipótesis contraria? “Todavía no ha llegado mi hora”. Son muchos los que interpretan estas palabras en el sentido, de que no ha llegado todavía para Jesús la hora de hacer milagros y la adelanta, para satisfacer los deseos de la madre. Choca esta interpretación con la imagen que Juan nos ofrece de Cristo, que en todo momento hace lo que le agrada al Padre: “El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). No parece acertado pensar, que en esta ocasión se salga de esa norma de su vida. La «hora de Jesús» sale varias veces en el evangelio de San Juan y en todas indica la pasión. Y es que la pasión es la hora del triunfo de Jesús. En ella el príncipe de este mundo queda vencido, el Padre glorificado y los hombres redimidos. Si se aplica este sentido a la frase que comentamos, Juan está relacionando las bodas de Caná con la muerte de Cristo y a Maria se la cita para aquel momento. Jesús quiere dar a entender a su madre, que en la vida pública ha surgido una situación nueva, que reclama de él la dedicación plena a las cosas del Padre, y de ella, permanecer en la penumbra de Nazaret hasta el momento de la cruz.

            Cuando llegue la “hora”, ella ha de estar al lado del Hijo compartiendo su dolor y recibiendo la última revelación acerca de su misión en la nueva humanidad, que surge de la cruz.

No es la primera intención, ni la más importante para San Juan hablar de María en esta escena. Su preocupación primordial es Cristo. Las bodas de Caná de Galilea se celebran al final de una semana, en la cual poco a poco se ha ido dando a conocer la persona de Jesús. Juan Bautista le presenta primero como alguien que es muy superior a él, luego dos veces como el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, vocación de Felipe y Natanael. Por último, tres días después se celebran las bodas.
            En ellas, sin decirlo, Juan presenta a Jesús como el verdadero esposo, porque propio del esposo es dar el vino bueno y abundante. En este caso Cristo es el que ofrece ese vino bueno y abundante. Se lo dijo el jefe de camareros al novio: “Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”(Jn 2, 10).

            El banquete de bodas es una figura profética, usada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, para indicar el reino mesiánico. Jesús lo plantea así en una parábola: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22, 2). Con habilidad Juan aparta nuestros ojos del esposo de las bodas reales y nos los dirige a Jesús, que es quien con su sangre establece el Reino de los cielos.

            Dado que en el evangelio de San Juan se suelen distinguir dos planos: el histórico y el simbólico, no forzamos el sentido del texto, si suponemos, que el evangelista en esta narración está pensando en la Iglesia. En ella se celebra el banquete del reino, donde Cristo, el Esposo, ofrece el vino bueno y abundante de su sangre en la Eucaristía.

            Una cosa es que San Juan no tenga como fin principal hacer Mariología y otra muy distinta que no se interese por la figura de María. Teniendo en cuenta el realce que da a su presencia en la celebración de estas bodas, es evidente que para el autor tiene una importancia especial en la escena.

            Se advierte ya en esta narración una ley del discurso teológico, que perdura a lo largo de la historia de la teología. Y es que María viene reclamada por el misterio de Cristo, si éste quiere ser comprendido en toda su profundidad. Le sucede lo mismo a San Lucas, cuando habla de la encarnación del Verbo. Sin María no habría encarnación en este proyecto actual de salvación.

María en Caná no es una figura decorativa, ni de relleno. San Juan la destaca desde el primer momento. Es la primera persona, con la que nos encontramos. Juega un papel decisivo en la realización del milagro. Desaparece, cuando se habla del comienzo de la fe de los discípulos y luego vuelve a aparecer camino de Cafarnaúm.

            Desde la cruz Cristo proclama la maternidad de María para todos los hombres, pero es en Caná, donde el apóstol describe el papel de María como madre. Un primer detalle de esa solicitud maternal es que María no se entrega al ritmo de la fiesta, sino que está atenta a las necesidades del banquete.

            En un banquete de familia es siempre la madre la que se cuida de los detalles. Como Cristo ha ocupado el puesto del esposo, María ocupa el de la madre. Para ello se sitúa entre Cristo y los hombres, porque ama al uno y a los otros. Ejerce una mediación maternal. Su función es conectar a los hombres con Cristo y lo hace según los tipos diversos.

            Los novios son los que no se han dado cuenta del mal bochornoso, que se les va a echar encima. El hecho es que, culpable o inculpablemente, no han advertido el peligro. María sí. ¿Cómo? No lo sabemos. Es amor vigilante, que prefiere evitar la herida, a curarla. Lleva el problema con gran delicadeza. No lo divulga, sino que se pregunta así misma, qué puede hacer. No tiene dinero, pero sí una súplica al Hijo. Era todo su capital y lo pone al servicio de los necesitados. Los esposos no piden, porque no saben, que tienen que pedir. Ella lleva sus necesidades a Cristo y así los une a Él.

            En los camareros crea una actitud de obediencia a un invitado de las bodas. Convencidos por las palabras de María, se ponen a las órdenes de Cristo y hacen lo que Él les ordena. Llenan las tinajas de agua hasta arriba y luego la sacan convertida en un vino excelente. Nada más se dice de estos hombres. Juan los deja escondidos en el olvido. Sin duda que sellos participarían también de la admiración del jefe. Ellos han sido mediadores del milagro, pero ni a ellos, ni a María se debe la conversión del agua en vino. Cristo es el único del signo, en el que se manifestó la gloria de Dios.

            Con los apóstoles María no tiene ninguna relación inmediata, sino mediata. Ella no necesita el signo para creer. Por eso, cuando se trata de señalar a los que empiezan a creer, María desaparece de la escena. Ella creía ya y su fe le impulsó a pedir la intervención del Hijo. En este sentido en el origen del milagro esta la fe. Esta fe suscitada por el signo realizado por el Hijo y provocado por la madre; y los Apóstoles, al verlo, creen en Jesús. María ha ejercido también respecto de los apóstoles una mediación maternal. «En Caná María, escribe Juan Pablo II, aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera «señal» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos»(RM 21).

            En la misa de «La bienaventurada Virgen María en Caná» la Iglesia le canta: «Eres bienaventurada, Virgen María: por ti tu Hijo dio comienzo a los signos; por ti el Esposo preparó a la Esposa un vino nuevo; por ti los discípulos creyeron en el Maestro» (Antífona de la comunión).

            Hemos indicado en otro lugar que María, tal y como aparece en el Evangelio, se convierte en palabra de Dios para los creyentes. Como figura que es de la Iglesia «resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (LG 65).

            En Caná de Galilea es la mujer que oye el silencio del dolor ajeno y lo intenta remediar. Sabe acercarse al necesitado, para atenderle en su necesidad, sin que él lo advierta. Es esta una gran lección evangélica. Son muchos hoy los necesitados que no piden, porque no pueden o porque no saben que viven en una gran miseria.

            Comprometer la propia vida, para que la de ellos mejore es una virtud civil y evangélica de primera necesidad en la sociedad actual. «María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en medio» o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal —más bien «tiene el derecho de»— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres» (RM 21).

            Las palabras de María a los camareros “Haced lo que El os diga” pueden ser consideradas como su testamento. Son las últimas palabras, que nos llegan de ella por la pluma de los evangelistas. Pero sería un tanto superficial tenerlas por tales sólo por esta circunstancia. Con ellas María invita a aceptar aquellas exigencias de la fe, que provienen de la voluntad de Dios. Este fue el lema de su vida. Lo expresó al terminar la anunciación, cuando dijo “he aquí la esclava del Señor”, y lo mantuvo hasta el final de su vida. Por eso son su testamento.

            Si en el fondo de esta descripción de la bodas de Caná está la Iglesia, considerada como el grupo de creyentes que celebran la Eucaristía, S. Juan señala el puesto de María en la comunidad actual. Ella está en medio de la Iglesia como intercesora, llevando las necesidades de los hombres a Cristo. De esta forma S. Juan se adelanta al Concilio Vaticano II: «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 62).

            Una última lección se desprende de la conducta de María. Su fe en el Hijo suscita el signo y en él la manifestación de la gloria de Dios. Jesús dijo en el sermón de la montaña: “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). El creyente tiene que ser, con su palabra y sobre todo con sus obras, manifestación de la gloria de Dios, como así ha acontecido en la historia, de una manera especial en los mártires y en los que han practicado con heroísmo la caridad. También en esto María, como figura de la Iglesia, la precede.

 

MEDITACIÓN

 

LA PERSONALIDAD DE MARÍA: CONOCER A MARÍA:

 

1. ES UN TESORO

 

Algunas personas, con su forma de ser y de afrontar las circunstancias de la vida, nos ayudan a vivir la nuestra, a hacerla más intensa y agradable. Conocer. a alguien así es un tesoro que no tiene precio: conocer a María, aprender de Ella a vivir cada situación ¡y vivirla con Ella al lado!, dejarse contagiar por sus cualidades, es ese tesoro que se nos ofrece hoy ¡y que no podemos dejar escapar! Cada aspecto de su personalidad es un detalle de amor de Dios hacia nosotros, pues Él mismo nos la ha regalado como Madre, como Amiga, como Consejera.

2. ES ENCONTRAR UNA FE AUDAZ


Lo primero que nos brinda María es su propio camino de fe, su audacia que ya en la Anunciación cree ¡o humanamente imposible, acepta de corazón la «locura” de un Dios que se hace niño en su seno. Y su audacia, a partir de Belén, se convierte en perseverancia de fe cuando el Niño llora como todos, necesita a su madre como todos... pero Ella sigue creyendo que es el Hijo deI Altísimo que ha venido a traer la salvación.

            ¡Cómo atamos las manos al Señor cuando no le damos la oportunidad de hacer en nuestra vida “lo humanamente imposible” Qué alegría aprender a esperar con María los tiempos del Señor, a «calar” su forma humilde de actuar tan diferente de la nuestra. Ella no pone condiciones ni plazos, no pasa factura ni regatea, no acepta con «resignación’ ¡sino con gozo y confianza!

 

3. MUJER DE SILENCIO

 

María se expresa también en el silencio y nos enseña a apreciar su valor. Ese silencio no es sólo sobriedad al hablar, sino sobre todo capacidad de comprensión empapada de amor. En un mundo que no sólo padece sino también busca el ruido tanto exterior como interior, Ella nos enseña que no hay que temer al silencio sino convertirlo en momento de conversación con el Señor, en lugar de compañía cariñosa y amable de Aquél que nunca nos deja, que nos comprende y nos habla desde dentro de nuestro propio corazón. El silencio no es soledad sino compañía, no es un vacio sino una riqueza espiritual.

 

4. HUMILDAD: ATENTA A MIS NECESIDADES

 

            Pero si estamos hablando de características de la personalidad de María es inevitable destacar de qué manera testimonia con su vida el valor de una existencia humilde y escondida. ¡Con lo que nos gusta ser la excepción! Pero mira por dónde María, que era de verdad “la excepción”, la única criatura concebida sin pecado original, la de una pureza intachable, no sólo no reivindica las ventajas que le corresponden como Inmaculada y Madre de Dios, sino que no deseó nunca honores ni privilegios. Sus ojos no estaban puestos en Ella misma, sino en Jesús y en todos los que la rodeaban, por eso tenía -y tiene!- esa capacidad finísima de ver lo que cada uno necesita, le falta o le preocupa. Cuando uno se llena de Dios, el corazón se sanea, deja uno de estar pendiente de si me hacen caso o no, de si me tienen consideración o no, de si me tratan como merezco... ¡y tantas cosas que son raíces de orgullo que no traen más que amarguras! María, despojada de sí misma y pendiente de la voluntad de Dios y de las necesidades de sus hijos es entonces la mujer más feliz del mundo. Que la felicidad está más en dar que en poseer. ¡Qué grande se hace Dios en lo pequeño!

 

5. CAUSA DE NUESTRA ALEGRIA

 

            Tampoco podemos dejar, entre las muchísimas ayudas que la Virgen nos ofrece, la de ser “causa de nuestra alegría”, como dicen las letanías del Rosario. No es sólo modelo, sino causa. Esto significa que Ella, por gracia de Dios, es capaz de comunicarnos la alegría que nace de la esperanza incluso, y, sobre todo, en medio de las pruebas de la vida, que a Ella no le faltaron y a nosotros tampoco.

            No sabemos cómo es exactamente el rostro de María, pero sin duda es un rostro alegre, sonriente como tantas veces hemos visto: «el rostro alegre de la Iglesia»

 

 

PLEGARIA-HIMNO A LA VIRGEN MARIA

 

1. MARÍA, tú eres para el cristiano, en claridad de fe, lo que cantan estos versos: Lucero del alba, luz de mi alma, santa María.

En tres versos te he dicho, Señora, que tú me pareces aurora de la nueva creación que se dará para míen Cristo, foco de luz para que mi alma —que quiere saber de dónde viene y a dónde va— no se pierda en falsos caminos de salvación, ejemplo de vida noble y digna que haces de ti misma donación, oblación, entrega a los demás, arrodillada como dulce sierva ante los designios divinos que presiden tu existencia.

 

2. MARÍA, tú has sido persona predestinada por el Amor de Dios, y  la miras como: Virgen y Madre, hija del Padre, santa María.

El Amor te tomó de la mano y del corazón, desde tu Concepción. Él te condujo, piadosa doncella, a que hicieras la ofrenda de todo tu ser, y, al no tener otro amor que el suyo, te concedió el honor de ser privilegiada Hija del Padre a la que se otorgaría el don de ser Madre con gloria inmortal. Hija y madre. Misterio de amor y de luz. Hija del Padre, Dios bondadoso creador; madre del Hijo, Dios bondadoso redentor. Aunque no entiendo los misterios divinos, me gozo contemplando el beneficio concedido a María, mi madre.

 

3. MARÍA, tú has sido objeto preferido en el que tiene sus delicias el Espíritu. La liturgia dice que eres su flor: Flor del Espíritu.

Y es que embebes con tu presencia más todavía el jardín de la redención, dándole un toque femenino a todo su contorno. El Espíritu te da su amor, te llena de gracia, y tú eres enormemente generosa en la respuesta. Nada te reservas, nada te escondes, nada te guardas. Cuanto eres te muestra dadivosa para «ser a favor de los demás».

 

4. MARÍA, tú eres, por antonomasia, madre: Madre del Hijo. Ése es un honor y una gloria que ni tiene precedentes ni será nunca igualado. Porque el hijo es Hijo de Dios e Hijo tuyo. Y en tu maternidad no eres tú la que la das en herencia tu historia y vida vieja metida en las venas, sino que es el Hijo quien pone en tus venas espirituales savia nueva. Tu gloria de MADRE es la que recibes del HIJO.

 

5. MARÍA, tú eres, en fin, el regazo en el que todos los redimidos cabemos..., pues, al ser Madre de Jesús, cabeza del reino y de la iglesia, eres madre de todos los redimidos y discípulos del Hijo. Por eso te aclamamos gozosos como:

Amor maternal del Cristo total, Santa María,

Madre de la Iglesia, madre mía, madre de todos. Amén.

 

MARÍA INMACULADA (Gabriel y Galán)

 

MUSA MÍA CAMPESINA,

QUE VIVES ENAMORADA

DE LA FUENTE Y DE LA ENCINA

DE LA LUZ DE LA ALBORADA,

DE LA PAZ DE LA COLINA.

 

DEL VIVIR DE SUS PASTORES,

DEL VIBRAR DE SUS SENTIRES,

DEL PUDOR DE SUS AMORES,

 DEL VIGOR DE SUS DECIRES

Y EL CALLAR DE SUS DOLORES....

 

¿NO ME HAS DICHO, MUSA MÍA,

QUE TE PLACEN COSAS BELLAS?

¡PUES VIÉRTETE EN ARMONÍA,

 QUE ES CENTRO DE TODAS ELLAS

LA BELLEZA DE MARÍA!

 

¿NO ME DICES CUANDO CANTAS

 EL CANDOR Y LA HUMILDAD,

 QUE TE PLACEN COSAS SANTAS?

¡PUES MARÍA ES, ENTRE TANTAS,

LA MÁS GRANDE SANTIDAD!

 

¿NO TIENES PARA LA ALTEZA

DE COSAS BELLAS TONADA?

¡PUES LA ESENCIA, LA RIQUEZA,

EL SOL DE TODA PUREZA

 ES MARÍA INMACULADA.

 

¡QUE TODO EL MUNDO TE ADORE!

¡QUE TE CANTE Y TE IMPLORE!

¡QUE TÚ LE MIRES AMANTE,

 CUANDO RECE Y CUANDO LLORE,

CUANDO BREGUE Y CUANDO CANTE!

Y QUE UNA VOZ CONCERTADA,

DIGA ANTE TANTA GRANDEZA,

 LA HUMANIDAD POSTERNADA:

GLORIA A DIOS EN LA GRANDEZA

DE MARÍA INMACULADA!

 

 

MEDITACIÓN MARIANA

 “He aquí la esclava del Señor”. (Mayo 1982).

 

MARÍA, SIERVA DE DIOS Y DE LOS HOMBRES

 

1. Vamos a meditar esta tarde sobre la respuesta de María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y vamos a meditar sobre esta respuesta de la Virgen precisamente porque la palabra servir no tiene buena prensa ni aceptación entre nosotros mismos, que tratamos de vivir en cristiano, especialmente el grupo de la parroquia.

            La Declaración de los Derechos Humanos insta a que nadie sea siervo o esclavo de otro. Cada persona deber ser libre y responsable de su vida y de sus actos. No podemos aceptar que haya hombres esclavos. Entonces ¿cómo poder afirmar que María es  la esclava, la sierva del Señor? ¿Qué sentido pueden tener estas palabras?

 

2. Lo primero que debemos afirmar es que María, la sierva del Señor, está en la llena del servicio a Dios y no de esclavitud. María quiere servir a Dios, a sus planes y para eso se entrega totalmente, pone toda su voluntad, toda su persona al servicio del proyecto de Dios. Y para poder hacer esto plenamente, lo primero que se requiere en la Virgen es ser y sentirse libre. Cómo puede realmente ponerse al servicio pleno de Dios, aunque uno lo afirme, si no está totalmente libre de pasiones fuertes o débiles como la soberbia, el egoísmo, la comodidad que le impiden a la persona ser y vivir con libertad y totalidad para con Dios y los hermanos? ¿Cómo poder servir sin fallos, sin reservas quien es esclavo de sí mismo?

Precisamente este es el sentido de la mortificación cristiana, de la revisión de vida en los grupos; es descubrir y mortificar las ramificaciones del yo que impiden el total amor y servicio y entrega a la voluntad de Dios y de los hermanos.

Y esto que es necesario para la relación con Dios, lo es igualmente para las relaciones humanas en el matrimonio, en las amistades, en la vida cristiana yen el grupo: cómo creerse uno que ama  al esposo, al amigo, y decir te amo con todo su corazón, cuando uno es esclavo de sí mismo y se ama casi exclusivamente a sí mismo, y se busca a sí mismo incluso en la relación con el esposo o los amigos? Cuanto más esclavo sea uno de sí o de cosas, menos fuerza y entrega puede tener para amar y entregarse de verdad a los demás.

De aquí la necesidad del servicio del amor que soporta los fallos del otro y le  perdona, la necesidad diaria de superar las faltas de amor de los otros, de amar a fondo perdido, de amar con gratuidad sin exigir o esperar a cada paso la tajada de recompensa, de amar como la Virgen, gratuitamente, como sierva que no tiene ego, egoísmo, amor propio o amor a sí misma más que a los demás.

Si no ese ama así, si en la amistad, en el matrimonio no se perdona gratuitamente, vendrá el divorcio, la separación, so pretexto de libertad, de derechos y autonomías, el mismo aborto es una derecho que dan a la madre estos gobiernos ateos sin mencionar los derechos de hijo a la vida y al amor.

María, por ser y sentirse libre, puede decir: “He aquí la esclava, la sierva del Señor”, porque al no buscar su egoísmo puede servir totalmente a Dios. Nosotros, para poder optar por Dios, necesitamos estar más libres de orgullos, de amor propio, de egoísmos, de envidias y soberbias... porque todo esto nos hace esclavos, nos incapacita para amar a Dios y a los hermanos.

 

3. El servicio de María es libre, no se busca a sí misma, sólo busca amar a Dios sobre sí misma, y cumplir su voluntad por encima de todo. Y por eso, cuando el Espíritu Santo “la cubre con su sombra” y engendra la Hijo de Dios, no da explicaciones a nadie y soporta la calumnia y las murmuraciones y la incomprensión, por otra parte, lógica y santamente llevada por su esposo José, y se lo confía todo a Dios.

El sí de María es amar a Dios y ponerse a su servicio por encima de todo, amar sobre todas las cosas; he aquí el verdadero amor, el que se vacía de sí mismo, el que piensa en Dios y en los demás más que en uno mismo. Quien ama de verdad, está siempre a disposición de la persona amada, no concibe la vida sin ella, no se ve sino en ella, no se realiza sin ella. María, por amor a Dios, se hace libre de esclavitudes y lo hace por amor obedencial y servicial a Dios. María amó y se pone al servicio total de Dios. María, desde la libertad y del amor total, se hace sierva de Dios y de los hombres. Desde esta perspectiva mariana sí que podemos decir que «servir es amar» y «amar es servir».

 

4. María fue saludada por el ángel como “kejaritomene, la llena de gracia”. Si estuvo llena de gracia desde el primer instante de su ser, también estuvo llena del amor de Dios. Y “Dios es amor”, dice San Juan. Amor gratuito, servicial y entrega total al hombre sin esperar nada de él porque el hombre no le puede dar nada que Él no tenga. Y este amor es el que llena a María.

Ella ama gratuitamente, sin esperar nada, sólo por amor, por hacer feliz a la persona amada. Nosotros, por naturaleza, somos egoístas, tenemos el pecado de origen, que consiste en amarnos a nosotros mismos más que a nadie. Pero “Dios es amor... en esto consiste el amor, en que Dios envió a su Hijo Único al mundo para que vivamos por Él... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1jn. 4, 8-10. María, lo afirma el arcángel Gabriel, estuvo llena de este amor.

El amor de Dios es gratuito, por el puro deseo de amarnos y hacernos felices.  Él no ama para que vivamos su misma vida de amor y felicidad. Quiere hacernos igual a Él: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan  vida eterna”. Sólo hay una cosa que Dios no tiene si nosotros no se lo damos, nuestro amor.

 

5. En el Evangelio Cristo nos dice que vino al mundo para “servir y no para se servido... haced vosotros lo mismo”. Servir al Padre cumpliendo su voluntad: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado”. Y siendo maestro el Señor está con los suyos como el que sirve, lavando los pies de sus discípulos, atendiendo a las necesidades de los hombres, curando sus heridas, sanando sus enfermedades, consolando, acariciando a los niños (Lc 22,26-27; Jn 13, 1-17).

Este amor servicial y amistoso de Dios y de su Hijo nos ha llegado a se ser totalmente extraño en estos tiempos en que sólo se habla de derechos; esta forma de amar en cristiano resulta ajena hoy a los mismos cristianos, seguidores del“Siervo de Yavéh”  por las circunstancias de la política y sindicatos y  sociedad que solo habla de derechos.

El amor de servicio es algo de lo que hablamos en la iglesia, cuando predicamos o meditamos, pero no nos sirve luego para la vida, nada de ponerlo en práctica, como programa de vida y relación con los demás; pensamos así aquí ahora, viendo y oyendo a Cristo, pero luego nos comportamos como todos los demás: nos ponemos en una postura de servirnos de los demás, como hace todo el mundo y no en una mentalidad y actitud de servicio.

Sin embargo, fijémonos en lo que Cristo nos enseña con su comportamiento. Dice así el Evangelio: “Jesús llamó a los discípulos y le dijo: sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro servidor; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos” (Mt. 20, 25-27).

 

6. María captó plenamente esta mentalidad de Dios: se pone  a servicio de la Palabra de Dios, a servicio de Isabel, del niño por el que tiene que huir a Egipto, al servicio de los novios que no se enteran, igual que el resto de los invitados a la boda de Caná, de que se han quedado sin vino, porque solo pensaban en si mismos y estaban pendientes de pasarlo bien ellos. María está pendiente de los demás más de que de si misma y por eso se da cuenta de que falta el vino. María, hasta el Calvario, fue puro servicio a todos. Por eso todos la quieren, desde Dios hasta el más pecador.

Aprendamos de María a ser cada día más serviciales, más libres de esclavitudes, para poder amar y servir a todos como Ella. Este  servicio debe ser motivado desde el amor a Dios, que es el más gratuito y fuerte. Sin deseos de querer amar más Dios y a los hombres, al esposo, al grupo de amigos no es posible emprender este camino de liberación, de superación, de gratuidad, porque supone una generosidad que naturalmente no tenemos, tiene que ser por la gracia de Dios.

Que María nos ayude a comprender todo esto. Que Ella nos convenza de que así deber ser un cristiano, fiel al ejemplo de Cristo, siguiendo y pisando sus huellas; que Cristo nos de su fuerza, su gracia, su amor para amar así, que seamos fieles a lo que Cristo nos pide. De esta forma todos los problemas del grupo, de los matrimonios, de las relaciones humanas quedarían superados por el amor servicial y gratuito.

María, madre y sierva del Señor, que por amor a Dios te hiciste esclava de tus hijos los hombres, danos deseos de imitarte como tú imitaste a tu Hijo. Queridas hermanas: Repitamos durante todo este mes de mayo: María, modelo de entrega a Dios, ruega por nosotros a tu Hijo, para que seamos semejantes a ti, y podamos decir tus mismas palabras con tus mismos sentimientos “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Amén.

 

 

 

MEDITACIÓN

 

 MARÍA, MADRE DE FE, DE ESPERANZA Y DE AMOR PARA TODOS SUS HIJOS

 

            Queridos hermanos:

 

1.- María es primeramente madre; Madre de Cristo y Madre de todos los creyentes en Cristo. María es nuestra Madre. Porque Dios lo quiso. Y lo quiso al enviarnos a su Hijo y elegir a María para Madre. Madre de la Cabeza, madre del cuerpo místico, que es la Iglesia, que somos todos nosotros.

Dios envió a su Hijo para salvarnos y quiso que tuviera una madre, como todos nosotros. Y el Hijo la eligió como madre. Y la quiso madre para todos nosotros, porque así nos la entregó a todos en la persona de Juan: “He ahí a tu hijo, he ahí a tu madre”. Y el parto de este alumbramiento fue doloroso, porque fue el de su pasión y cruz de Cristo a la que quiso asociar a su Madre, la Virgen de los Dolores: “estaban junto a la cruz su madre...” Así la proclamó solemnemente Pablo VI en pleno Concilio Vaticano II:

«Para gloria de la Virgen y consuelo nuestro Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, del Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre amorosa. Queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título»,

El título de Madre de la Iglesia era ciertamente nuevo en cuanto a su proclamación, pero no en su contenido, porque desde siempre todos los cristianos se han considerado hijos de María y la han invocado como Madre, con afecto filial.

Ya en las primeras páginas de la Biblia se nos promete como tal: “Pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella herirá tu cabeza, cuando tu hieras su talón” (Gn 3, 15).

La revelación posterior del Nuevo Testamento nos permite descubrir en este pasaje su sentido mariológico: esa mujer que triunfará con su Hijo sobre la serpiente no es otra que María.

Pero es, sobre todo, en el misterio de la Anunciación, donde Maria, con su Sí al plan salvífico del Padre, es constituida Madre de todos lo redimidos, acogiendo en su seno la Palabra divina Encarnada en su seno , Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.

Tenemos este texto maravilloso de la Lumen gentium: «Desde la Anunciación... mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consistiendo con su amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella misma» (Jn 19, 25-27).

Y allí en el Calvario, fue proclamada solemnemente por Cristo como madre de los hombres en la figura de Juan: “Mujer, he ahí a tu hijo”, a tus hijos.

Si hay una madre, lógicamente  tiene que haber  hijos. Podíamos ahora considerar nuestra relación, nuestros deberes de hijos para con Ella, pero nos vamos a detener más bien en sus deberes y relación de Madre para con nosotros, en su maternidad actual para con todos los hijos de la Iglesia, con todos los hombres. Y citamos nuevamente la Lumen gentium:

«Esta maternidad de María en la economía de la gracia, perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación de todos los elegidos. Pues, asunta en cuerpo y alma a los cielos, no ha dejado esta misión solidaria, sino que con su múltiple intercesión, continúa obteniéndonos los dones de la Salvación Eterna» (LG 62).

María, como madre, se ha convertido así en fuente de gracias, y a la vez en arquetipo y modelo de santidad y virtudes cristianas y evangélicas para todos nosotros, sus hijos. Es madre y modelo de santidad evangélica.

 

23. Madre y modelo de fe. Desde la Inmaculada Concepción hasta el Calvario caminó sin vacilar por el camino de la fe que mantuvo viva su esperanza y la hizo caminar y  vivir en caridad y entrega permanente a los planes de su Hijo Dios y sus hijos, los hombres. Y como modelo y madre, Ella es la realización anticipada de lo que testamos llamados a ser cada uno de sus hijos. Mirando a nuestra Madre como modelo, nos animamos a vivir las virtudes teologales, que son la base de toda la vida cristiana.

Madre de fe en la Anunciación, donde sin ver claro, aceptó la palabra divina y se abrazó a la voluntad salvífica de Dios. Concibió creyendo  al que dio a luz creyendo. Madre de la fe sin límites al pié de la cruz, cuando se consumaba el misterio de la Redención de la forma mas paradójica, fracasando su Hijo ante el pueblo y creyendo que era Dios, el Hijo que moría de forma tan cruel y dolorosa. Solo una fe del todo singular pudo sostener a la Madre en su unión salvífica con el Hijo.

Queridos hermanos, cuando no se comprenden los planes de Dios, porque no coinciden con los nuestros, que siempre van buscando el éxito inmediato; cuando no se entiende lo que Dios quiere y nos propone y uno tiene que decir Si a Dios sin saber donde le va a llevar ese sí; cuando crees que ya lo vas realizando y se van cumpliendo los planes de Dios, pero viene una desgracia que los mata en la cruz del fracaso, sin apoyos y explicaciones, en noche oscura y total de fe, de luz, de comprensión y explicación, como pasó con María; Ella, como Madre de la fe oscura y heroica te ayudará a pasar ese trance doloroso y estará junto a ti y sentirás su presencia como Jesús quiso que estuviera junto a su cruz, junto al Hijo de su entrañas y de su amor. Ella es ejemplo de cómo tenemos que vivir esos momentos dolorosos de la vida.

 

3. María, Madre de fe, es también madre auxiliadora en los momentos de peligros y desgracias, es auxiliadora e intercesora del pueblo santo de Dios. Además, lo puede todo, es omnipotente suplicando y pidiendo a su Hijo por nosotros. Como toda madre es intercesión para sus hijos. Todos  sabemos y decimos que no hay nada como el amor de una madre. Triste es la orfandad de cualquiera de los padres, pero  si la madre permanece, existe hogar y los hijos siguen unidos y caminan hacia adelante. Un hijo puede olvidrse de su madre, pero una madre no se olivara jamás de sus hijos. Si Dios nos dio a María por madre, esto nos inspira consuelo, paz, tranquilidad, seguridad. Es Dios quien lo ha querido y lo ha hecho.

 

4.- María, madre de fe, es esperanza nuestra; vida, dulzura y esperanza nuestra como rezamos en la Salve. Maria ha conseguido la plenitud de vida y salvación que buscamos. Ha sido asunta, es Madre del cielo, es premio, eternidad dichosa en Dios que abre su regazo para todos sus hijos. Es cita de eternidad. Es cielo anticipado para sus hijos. El cielo de María es que todos sus hijos se salven y lleguen a su Hijo, a Dios, para lo que su Hijo se encarnó en su seno.

Recemos: Maria, madre de fe y esperanza, auxiliadora del pueblo de Dios, intercede por tus hijos ante el Hijo que nos salvó y todo lo puede; tú lo puedes todo ante Él suplicando, porque es tu Hijo, lo llevaste en tus entrañas.

Madre, llévanos de la mano un día a donde tu ya vives como reina de la ángeles, tú que eres la mujer nueva, la Virgen Madre vestida del resplandor del Sol divino que es tu Hijo, coronada de estrellas, madre del cielo. Amén.

 

Complemento de María, Madre y Modelo de fe.

 

Así como en el Antiguo testamento rompe Abrahán la marcha de la fe y es llamado padre de los creyentes,, porque se fía del Señor que le invita  a salir de su tierra y parentela para caminar hasta la tierra prometida y fiado en esa misma palabra está dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, así también en el Nuevo Testamento María abre la marcha de los creyentes como madre de la fe, creyendo en la palabra que Dios le envía por medio del arcángel Gabriel que la hace por el Espíritu Santo madre del Salvador.

            Esta fe-confianza de María la encontramos totalmente clara y reflejada en el misterio de la Encarnación del Verbo, creyendo que era el Hijo de Dios el que nacía en sus entrañas. Y esta fe la aceptó orando, estaba orando cuando el ángel la saludó y le trajo buenas noticias de parte de Dios. Orando, mientras cosía o barría, o sencillamente orando, sin hacer otra cosa más que orar. Así se le aparece el ángel y le descubre el misterio: “concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús...será grande y se llamará Hijo del Altísimo...”

            Y Maria lo admite y sólo quiere saber qué tiene que hacer. Porque Ella tiene voto de virginidad: ¿Cómo puede ser eso? Y el ángel dice que el Señor con su poder se encargará de solucionarlo todo y ante esto y siguiendo sin ver claro pero fiándose totalmente: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

            Si para que se cumpla este proyecto de Dios es necesario que venga abajo mi reputación, mis planes, mi fama, incluso ante mi marido José, he aquí la que ya no tiene voluntad ni planes propios, pero que Dios haga en mí sus planes.

            Se fía y se entrega totalmente a Dios: “Bienaventurada tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”, le dirá luego su prima Isabel cuando María va a visitarla, porque está también embarazada.

            La fe de María ha sido el principio en el tiempo de nuestra salvación, es el principio de la maternidad divina de María. Pero quede claro, que esta fe, esta confianza no le descubre el misterio de Cristo y su misión, sino que lo irá descubriendo en la medida que  se vaya realizando. Lo tiene que ir descubriendo en contacto con su Hijo y su misterio: “María consevaba todas estas cosas en su corazón”. Siempre lo fue descubriendo por la oración. Por ejemplo, se ha perdido el niño. Y Ella lo busca, no sólo para sí sino para todos nosotros. Porque Ella está versada  en las Escrituras santas y sabe que el Mesías nos salvará. Por eso quiere encontrarlo para todos: “Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Y recibe esta respuesta desconcertante: “No sabíais que debía ocuparme de la casa de mi Padre”.

            Y añade muy acertadamente San Lucas, que lo escucharía de la Virgen: “María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”. María meditaba, reflexionaba y su fe iba abriendo y descubriendo y aumentando y ejercitando hasta la perfección, como aumenta la tuya y la mía mediante la oración y las puestas con la  confianza en Dios.

            La fe dolorosa y redentora de la Virgen aparece sobre todo en el Calvario. Sigue siendo una fe abrahámica. La de Madre de todos los creyentes. En aquella oscuridad dolorosa del Viernes Santo hay una doble luz: primero, el amor invencible al Hijo y del Hijo, y la fe invencible de la Madre. Allí está ella de pie, firme, creyendo contra toda evidencia, dando a luz a la Iglesia, que está naciendo de los dolores del Hijo crucificado, a los que ella se une en noche de fe, sin ver nada, todo lo contrario, con una fe muy oscura y dolorosa y más meritoria que la de Abrahán  porque él no llegó a sacrificar a su hijo y verlo muerto, y María, sí. Y, sin embargo, cree, cree en la Victoria del Hijo viéndole morir en el más vergonzoso fracaso. Cree en la vida que está naciendo de la muerte de su Hijo. Y de hecho, con la palabra del Hijo, queda explicada toda esa noche de fe, porque realmente se ha convertido, unida al dolor de su Hijo en madre de todos los creyentes. Así se lo testifica su Hijo: “Mujer, he ahí a tu hijo, he ahí a tu madre”.

            Con estas palabras del Hijo ha quedado todo explicado, manifestado, descubierto: María por su fe, unida al sacrificio de su Hijo, se ha convertido en Madre de la Iglesia., de los creyentes, y al peder el Hijo, ha conseguido la multitud de todos, los nuevos hijos: Juan es el representante.

            Y María ensancha aún más, en la misma pérdida del Hijo, su amor y caridad por esta fe y nos recibe a todos en su corazón que adquiere dimensiones universales como la redención de Cristo.

 

 

 

FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR (1997)

 

HOMILÍA

 

QUERIDOS HERMANOS: Celebramos hoy, día 2 de febrero, a los cuarenta días después de la Navidad, la fiesta de la Presentación del Niño en el Templo de Jerusalén. Y aunque caiga en domingo, prevalece sobre la liturgia dominical, porque es un domingo ordinario, y hoy es fiesta del Señor, como son las de Epifanía, etc.

El suceso es narrado en el Evangelio y en la primera Lectura; el salmo también encarece el momento solemne de la Entrada del Señor en el Templo. El profeta Malaquías nos dice: “Miradlo entrar”. Y el salmo repite: “va a entrar el rey de la gloria”. La segunda Lectura desentraña la esencia del sentido de esta fiesta: Jesucristo es presentado en el Templo en brazo de su Madre María y es ofrecido, mejor dicho, se ofrece Él mismo con toda su vida para cumplir la voluntad del Padre, que se consumará en el sacrificio de la cruz.

La voluntad del Padre no es otra que la entrega total del Hijo por la salvación de los hombres hasta la muerte de cruz, como anunciará el anciano Simeón; sólo así llegará a la consumación, a la glorificación ya que Cristo “puede aniquilar al que tenía el poder de la muerte y liberar a todos los que por miedo a la muerte, pasaban la vida como esclavos”; Cristo “ha expiado nuestros pecados y puede auxiliar a los que pasan con Él la prueba del dolor”.

La vida de Jesús ofrecida, sacrificada “la ofrenda como es debido”, en expresión del profeta Malaquías, es “Salvación para todos”, como dijo el anciano Simeón, pues nuestro destino es el suyo, porque “participa de nuestra carne y sangre.” Y unidos a Él, “nuestro Pontífice fiel y compasivo”, podemos ofrecer, juntamente con Él, la ofrenda de nuestra vida, “ofrenda agradable a Dios”.

El sentido de la Presentación es que Dios es el autor de la vida; el hombre es ser creado por Dios, dependiente y necesitado de Dios: criatura que debe dar gracias por la vida que le viene de Dios y ponerla a su disposición.

Jesucristo, en su Presentación en el Templo, nos anticipa la ofrenda sacrificial que irá haciendo a los largo de toda su vida y que culminará en el Templo de  Sí mismo, en su Cuerpo y Sangre entregada en el altar de la Cruz, ofrenda sacrificial que Él nos ha dejado como memorial en el Sacramento de la Eucaristía.

La santa misa debe ser para nosotros ofrenda agradable con Cristo al Padre, para quedar consagrados con Él para gloria de la Santísima Trinidad. Y como nos hemos ofrecido con Él y hemos sido consagrados con Él al Padre, cuando salimos del templo ya no nos pertenecemos, hemos perdido la propiedad de nosotros mismos a favor del servicio a los hermanos; para gloria de Dios, tenemos que vivir o dejar que Cristo viva en nosotros su ofrenda al Padre. Esto es la santa misa. Esta es su espiritualidad y su liturgia. Es ofrenda y consagración con Cristo para gloria de Dios y  servicio y entrega a los hombres.

En la celebración de la Presentación de Jesús estuvo María íntimamente unida a este Misterio de su Hijo, como la Madre del Siervo de Yaveh, ejerciendo un deber propio del Antiguo Israel y presentándose a la vez como modelo del nuevo pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y la esperanza por el sufrimiento y la persecución (Cr Marialis cultus 7).

«Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la Concepción virginal de Cristo hasta su muerte... Y cuando hecha la ofrenda propia de los pobres lo presentó al Señor en el templo oyó profetizar a Simeón que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la madre, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (LG 57).

Con Simeón y Ana todos nosotros y todos los hombres debemos de salir al encuentro del Señor que viene. Debemos reconocerle como ellos como Mesías, “Luz de la Naciones” “Gloria de Israel”, pero también “signo de contradicción”.La espada de dolor predicha a María será el signo y la consecuencia de esa contradicción que anuncia otra oblación perfecta y única, la de la Cruz, que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”.

La monición de entrada nos explica perfectamente el sentido de esta fiesta: «Hace cuarenta días celebramos llenos de gozo la fiesta del Nacimiento del Señor. Hoy es el día en que Jesús fue presentado en el tempo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente. Impulsados por el Espíritu Santo, llegaron al  templo los santos ancianos Simeón y Ana, que, iluminados por el mismo Espíritu, conocieron al Señor y lo proclamaron con alegría.

De la misma manera nosotros, congregados en una sola familia por el Espíritu Santo vayamos a la casa de Dios, al encuentro de Cristo. Lo encontraremos y lo conoceremos en la fracción del pan, “hasta que vuelva revestido de gloria.

 

 

HOMILÍA

 

MARÍA, MADRE DEL AMOR HERMOSO: AMÉMOSLA, IMITÉMOSLA, RECÉMOSLA

 

QUERIDOS HERMANOS: Ni uno solo de nosotros piensa que un niño exista sin madre o pueda vivir recién nacido sin el cuidado materno. Dios ha querido que existan las madres que son la presencia de Dios en la naturaleza. No sé cómo algunos puedan pensar que no existe Dios cuando existen las madres, su presencia más evidente y luminosa en el orden natural.

Hasta los animalitos más pequeños Dios ha querido que no les falte el cuidado de una madre para nacer y crecer. Es la realidad más dulce y hermosa y esencial para ser y existir como realidad animal y humana. Por eso no debemos extrañarnos de que Dios haya querido tener una madre para nacer como hombre.

Podía haber bajado directamente del cielo, incluso con portentos y relámpagos, podía haber venido adulto o haber inventado mil modos para salvar al hombre. Pero Dios escogió el camino inventado por Él en el orden natural. “Nacido de una mujer” es toda la Mariología de San Pablo. Y el capítulo VII de la LG 56 lo expresa así: «La Madre de Jesús, que dio a luz la Vida misma que renueva todas las cosas... fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan gran dignidad... enriqueciéndola desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular».

Queridos amigos: Pensemos un momento. Dios pudo escoger madre, Dios eligió la mujer y tipo de madre que le convenía y más le gustó, Dios escogió a María. Es más: Dios puede hacer todo lo que quiera, es omnipotente, Dios hizo lo más grande que pudo hacer e hizo así a su madre y esa es María;María: conjunto de todas las gracias, llena hasta la plenitud desde el primer instante  de su concepción. Y ahora una pregunta: Si Dios se fió de Ella, ¿no nos vamos a fiar y confiar en Ella nosotros? Si Dios la eligió por Madre ¿no la vamos a elegir nosotros?

Cuando el arcángel Gabriel la visita para anunciarla el proyecto de Dios, queda admirado de su belleza y plenitud interior que nosotros no podemos ver como los ángeles, y estupefacto exclama: “Dios te salve,  jaire, quejaritomene, o Kurios metá sou... te saludo, la llena de gracia, el Señor está contigo...”

Si los reyes de la tierra preparan a sus hijos para es la tarea de su misión y es para unos años y para unos hombres determinados, qué no habrá hecho Dios en María para que fuera su Madre y madre de todos los hombres y para todos los siglos.

Queridos hermanos: felicitemos a Dios por habernos dado a su propia madre, felicitémonos nosotros mismos por tener este regalo de María Madre de fe, amor y esperanza nuestra, alegrémonos de tener la misma madre de Dios, tengamos la certeza y el gozo de saber que Cristo la quiso madre suya y nuestra, y que está preparada para serlo en plenitud de gracias y dones y se fió de Ella. Qué seguridad la nuestra. Qué certeza y hermosura de madre. “Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” cantemos con el salmista. Y la maravilla más grande es que nos haya dado a su propia madre.

El prefacio ambrosiano de la fiesta de la Inmaculada Concepción expresa maravillosamente esta alegría que debe existir en nosotros los creyentes al hablar querido Dios compartir su madre, al danos a su propia madre: «Es muy justo y conveniente, Dios todopoderoso, que te demos gracias y con la ayuda de tu poder celebremos la fiesta de la Bienaventurada Virgen María. Pues de su sacrifico floreció la espiga que luego nos alimentó con el pan de los ángeles. Eva devoró la manzana del pecado, pero María nos restituyó el dulce fruto del Salvador ¡Cuan diferentes son las empresas de la serpiente y de la Virgen! De aquella provino el veneno que nos separó de Dios; en María se iniciaron los misterios de nuestra redención. Por causa de Eva prevaleció la maldad del tentador; en María encontró el Salvador una cooperadora. Eva, con el pecado, mató a su propia prole; en María, por Cristo, resucitó su propia prole; en María , por Cristo, resucitó esta prole, devolviéndola a la libertad primera».

Y dónde adquirimos nosotros la libertad primera, la redención de los pecados: en la cruz de Cristo junto a la cual esperándonos está la Madre, la Virgen de la cruces, del Calvario, de los dolores, la madre del crucificado.Por eso, cuando Cristo desde la cruz dice: “he ahí a tu hijo, he ahí a tu madre”, la fe redentora y dolorosa de María descubre el sentido de aquel alumbramiento de los nuevos hijos que Dios le confía en la persona de Juan. Jesús descubre el sacramento que se ha realizado:

María se ha convertido en madre de la Iglesia, de todos los creyentes. No ha sido un premio gratuito, una realidad improvisada, un gesto puramente sentimental, ha sido un proyecto del amor de Dios, ha sido el parto más doloroso que hay podido tener madre alguna sobre la tierra: y desde aquel momento Maria recibió a toda la Iglesia en su Corazón y su amor adquirió dimensiones eternales y universales como la misma obra de Cristo.

Lo expresa muy bien la LG 58: «Desde la Anunciación mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo en pié, se condolió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con su amor a la inmolación de la Víctima engendrada por ella misma (Jn 19, 25-27).Aquí está el fundamento de la devoción a la Virgen de la Cruces, la teología de la Virgen de los dolores, el misterio más profundo de cooperación entre la criatura y  Dios, aquí se hizo madre de todos los creyentes en el dolor.

Me encantas, María, Madre de las cruces, no lo puedo remediar. De todos los hechos de tu vida, me quedo con la Encarnación y tu presencia de pie junto a la Cruz de tu hijo. Aquel es un misterio gozoso de tu vida que rezamos en el santo rosario; éste es misterio doloroso. Me quedo atónito, asombrado ante esta victimación total son tu hijo por nosotros los hombres.

«¡Oh dulce fuente de amor! Hazme sentir su dolor, para que llore contigo. Y que por mi Cristo Amado, mi corazón abrasado, más viva en él que conmigo! ¡Virgen de vírgenes santa, llore yo con ansias tantas que el llanto dulce me sea, porque su pasión y muerte, tenga en mi alma de suerte, que siempre sus penas vea». (Stabat Mater).

¿Qué sentimientos debemos tener todos nosotros, sus hijos, en relación con la Madre del Amor hermoso, con la Virgen de las Cruces, Nuestra Señora de los Dolores?

Amor. Madre, me alegro deque existas, de que Dios te haya hecho tan grande, de que seas mi madre. Te amo, te quiero, te bendigo, es decir, te digo las cosas más bellas que mi corazón pueda sentir y mi inteligencia expresar, quiero cantarte, alabarte porque eres toda hermosa, un portento de lágrimas de amor y belleza de sentimientos. Si amar es desear el bien de la persona amada, quiero que todos te conozcan y te amen. ¿Por qué? Porque me inspiras confianza y seguridad plena. Ha sido Dios mismo quien te hizo así y me la ha dado como madre. Gracias. Te queremos.

 

 

HOMILÍA PARA RELIGIOSAS Y CONSAGRADAS

 

CON MARÍA, A LA BÚSQUEDA DE DIOS.

 

 

Queridas hermanas y hermanos religiosos y consagrados: “La gracia del Señor Jesús esté con vosotros. Mi amor con todos vosotros en Cristo Jesús” (1 Cor 16,23). Con estas palabras del apóstol Pablo, quiero empezar saludándoos a todos esta mañana. Quisiera meditar con vosotros este lema escogido para la reflexión de esta jornada: «Con Santa María, de la escucha de Dios al servicio de la vida». Éste centra nuestra reflexión sobre la necesidad de lograr que el testimonio de cada uno de nosotros y de nuestras instituciones sean cada vez más fieles al carisma de los orígenes y al mismo tiempo más cercano a las necesidades del hombre contemporáneo. La Virgen es para todos nosotros la Estrella que ilumina nuestro camino y la referencia segura de toda vuestra programación apostólica.

 

1. Con Santa María en la búsqueda de Dios.


La búsqueda de Dios es una componente esencial de la vida consagrada. La Virgen María es guía segura en este itinerario. ¡Buscad al Señor! Habéis colocado la reflexión de este tema, centro de vuestra vocación, en el primer lugar de vuestros trabajos. ¡Sí! Buscad a Cristo; buscad su rostro (cfr Sal 27,8). Buscadlo cada día, desde la aurora (cfr Sal 63,2), con todo el corazón (cfr Dt 4,29; Sal 119,2). Buscadlo con la audacia de la Sionita (cfr Ct 3, 1-3), con el asombro del apóstol Andrés (cfr Jn 1,25-39), con la premura de María Magdalena(cfr Jn 20,1-18). Siguiendo su ejemplo, buscad también vosotros al Señor en los momentos gozosos y en las horas tristes; imitad a María que va a Jerusalén llena de angustia a buscar su Hijo adolescente (cfr Lc 2,44-49), y más tarde, al comienzo de la vida pública de Jesús, corre presurosa a buscarlo (cfr Mt 3,22), preocupada por algunos rumores que le habían llegado a sus oídos (cfr ibid., 3,20-21). Sentir la exigencia de buscar a Dios es ya un don que debe ser acogido con espíritu agradecido. En realidad, es siempre Dios el que nos sale al encuentro primero, ya que ha sido el primero en amarnos (cfr l Jn 4,10).

            Es consolador buscar a Dios, pero es al mismo tiempo exigente; supone hacer renuncias y tomar opciones radicales. ¿Cómo repercute esto entre nosotros, en el contexto histórico actual? Seguramente supone acentuar la dimensión contemplativa, intensificar la oración personal, revalorizar el silencio del corazón, sin llegar nunca a contraponer la contemplación a la acción, la oración a la celebraciones litúrgicas, la necesaria «fuga del mundo» a la presencia del que sufre:  La Experiencia demuestra que sólo desde la contemplación intensa puede nacer una fervorosa y eficaz accion apostólica.

 

 2 Con Santa María a la escucha de Dios.

 

En estrecha conexión con la búsqueda de Dios está la escucha de su Palabra de salvación. También en este itinerario María es para nosotros ejemplo y guía; de Ella la Iglesia resalta su singular relación con la Palabra.

            «Santa María es la Virgen de la escucha», siempre dispuesta a hacer suya, en actitud de humildad y sabiduría, las palabras que el Ángel le dirige. Con su “fiat” María acogió al Hijo de Dios, Palabra que existe desde el principio y que en Ella se hace carne para la salvación del mundo.

            Un buen modo, y siempre oportuno, de escuchar la Palabra es la «lectio divina», que vosotros tanto apreciáis. De ella hacéis explícita mención a veces en la misma fórmula de la profesión solemne, pues os comprometéis a vivir “en la escucha de la Palabra de Dios”.         María escucha y en Ella la Palabra es acogida dócilmente mucho antes en el corazón que en su seno virginal. Imitando su “Fiat” (cfr Lc 1,38) también vosotros pronunciáis vuestro sí total a Dios que se revela (cfr Rom 16,26). En la palabra de la Sagrada Escritura Dios muestra las riquezas de su amor, revela su proyecto de salvación y confía a cada uno una misión en su Reino.

            El amor por la Palabra os llevará a reconsiderar la oración comunitaria. a privilegiar la vida litúrgica, y a hacerla mas participativa y viva. Vuestra oración comunitaria sea tal que la oración personal prepare y prolongue la celebración litúrgica. De este modo se cumplirá entonces también en vosotros la exhortación del Apóstol: “La Palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente” (Col 3,16).

 

3 Con Santa María en una vida de servicio.

 

Mirando a la Virgen, siempre en actitud de humilde servicio, tratemos todos los hijos de María se distingan por un estilo de gozosa dedicación a hermanos, de ardor y de empuje, valoración de las relaciones humanas y de atención a las necesidades de la persona. Un estilo que no busque por encima de todo la eficiencia de las estructuras y el progreso de la tecnología, sino que más bien demuestre la eficacia de la gracia del Señor en la debilidad y en la pequeñez de lo humano como en María

            Entre las muchas formas de servicio, y en un mundo en el cual parece prevalecer la cultura de la muerte, sed sembradores de la vida, fieles a Dios que “no es Dios de muertos sino de vivos” (Mt 22,  32) y heraldos de la esperanza bajo la protección de Santa María, “Madre de la vida”.

 

4 Con Santa María al servicio de la animación vocacional.

 

            Las vocaciones son un don para la Iglesia y para cada uno de nuestras instituciones. Por las que se debe implorar incesantemente en la oración. La imagen de la Virgen de Pentecostés ilumine vuestra reflexión. En el Cenáculo María aparece como la Orante; junto a los Apóstoles implora la venida del Espíritu, suscitador de toda vocación. María es Madre de la Iglesia: en el Cenáculo la Virgen comienza a ejercitar, en la comunidad de los discípulos, la maternidad que su Hijo moribundo en la Cruz le confió.

            A parte de la oración (cfr Lc 10,2) también se favorece el nacimiento de las vocaciones con el testimonio coherente y fiel de los que son llamados a vivir con radicalidad el seguimiento evangélico. Las nuevas generaciones os miran, atraídas no por una vida consagrada “facilote”, sino por la propuesta de vivir el evangelio sin añadiduras. Esto lleva a dar un testimonio de pobreza todavía más riguroso, que se traduzca en un sobrio tenor de vida y la práctica de una fiel comunión de bienes.                                      

 

 

 

HOMILIA

 

EL AVE MARÍA

 

            QUERIDOS FIELES, DEVOTOS DE MARÍA: La Virgen, nuestra Madre y Señor, ha sido elegida por Dios para ser abogada nuestra en el cielo y distribuidora universal de todas las gracias del Hijo. A su amparo y protección nos acogemos todos los que la conocemos y amamos para conseguir los auxilios y medios sobrenaturales de la salvación de Dios. Para que nos resultase más fácil hablar y pedir a esta dulce madre del cielo el arcángel Gabriel, mejor dicho, Dios, por medio de su mensajero Gabriel, nos enseñó a los hombres la hermosa salutación del “Ave-María: Jaire, kejaritomene”. Y este saludo, por su celestial origen y bello contenido, es la más bella oración que podemos dirigir a nuestra Señora, después del Padre nuestro.

La primera Ave María que oyó la Virgen, se la rezaron en la tierra y nada menos que uno encargado por Dios, el arcángel de la Anunciación. Es este saludo una guirnalda de alabanzas y piropos divinos, hecha, no para pedir y suplicar, sino para bendecir y alabar a la Reina del cielo.

La primera Ave María la rezó el arcángel Gabriel en una casa de Nazaret; una casa de adobes sencilla, casi rústica, algo que para nuestra mentalidad nos resulta incomprensible. La escena, si queréis, la podemos reproducir así: La Virgen está orando. Adorando al Padre en espíritu y verdad. Estrenando ese estilo de oración que no necesita ser realizad en el templo, sino que puede efectuarse en cualquier parte, porque en todo lugar está Dios, y en todo momento y lugar podemos unirnos con Él mediante la oración.

La Virgen, pues, estaba orando, orando mientras cosía, barría o hacía otra cualquier cosa, os sencillamente orando, sin hacer otra cosas más que orar.

El ángel la sorprende en esa postura y el diálogo que sostiene con la doncella es un tejido de espumas, un trenzado de piropos divinos y rubores de virgen. El saludo que Gabriel dirige a María no puede ser más impresionante: “Dios te salve”; lo cual quiere decir: te traigo saludos de Dios, María, y en nombre suyo te los doy.

“Tú eres la llena de gracia”. Mucha gracia tuvo el alma de la Virgen en el momento de su Concepción Inmaculada, más que todos los santos juntos. Pues si la gracia es el mayor don de Dios, con cuánta no engrandecería el Omnipotente a su Madre. Por eso la hizo inmensa, casi infantita, rebosante hasta los bordes de gracias, hermosura y amor. La hizo Virgen y Madre Inmaculada, corredentora, asunta en cuerpo y alma al cielo, mediadora de todas las gracias. Reina de los ángeles y Señor de las cosas. Es madre de los hombres, madre de piedad y misericordia, madre purísima, castísima y virginal, en su calma no hubo pecado original, ni venial ni imperfección alguna, en fín, coged las letanías y ya veréis cómo es imposible decir más cosas y alabanzas de una simple criatura, sin despertar los celos de la divinidad.

Todas las bellezas de su alma el ángel las resumió sencillamente en dos palabras: “la llena de gracia, kejaritomene”. ¿Llena de todas las gracias? De todas. Por eso Dios podrá hacer mundos más bellos, paisajes más encantadores, claveles más rojos y cascadas más impresionantes, pero María solo quiso hacer una de entre todas las criaturas. No estaría llena de todas las gracias si no fuera la única, si pudiera existir otra persona igual o semejante a ella, porque le faltaría entonces la gracia de ser la más llena de gracias.

Llena estuvo siempre y, sin embargo, crecía. Diríase que la capacidad de su alma iba creciendo a medida que la gracia aumentaba en ella como la presión del aire aumenta la capacidad del globo que estaba lleno; María estuvo siempre rebosante de gracias, para que en todos los momentos se la pudiera llamar: “la llena de gracia”.

“El Señor está contigo”, prosigue el divino mensajero. Dios está en todas las almas que tienen la gracia santificante. Cuanto más gracia, más se adentra Dios en el alma. Y como la Virgen tuvo más gracias que todos los ángeles y santos juntos, resulta, por tanto, que el Señor estaba con Ella, más íntimamente unido, que podrá estarlo jamás con criatura alguna. El Señor siempre estuvo en Ella por la gracia y el amor, pero sobre todo la llenó de su presencia plenamente en su cuerpo y en su alma por la Encarnación, por su maternidad divina.

Por eso, queridos hermanos, qué de particular tiene que Santa Isabel, al recibir la visita de su prima, portadora del Hijo de Dios en su seno, la saludase, diciendo: “Bendita tú entre todas las mujeres”. Grandes mujeres habían existido en el Antiguo testamento. Las escogidas por Dios para libertadoras de su pueblo: Débora, Judit, Esther. Grandes santas habían d existir en la Iglesia Católica. Todas muy queridas del Señor, pero incomparablemente más que todas ellas. María.

Y siguiendo su saludo, Isabel nos da clave todas sus grandezas: “Y bendito el fruto de tu vientre”. Uno duda si el piropo va dirigido a la madre o al Hijo que latía en su entrañas. Da lo mismo. Al fin y al cabo no hay mayor alabanza para una madre que oír alabanzas para el hijo, máxime siendo el Hijo de Dios. Uno piensa de todas formas que una criatura debe ser muy bella y sublime cuando le vienen bien los piropos que se dirigen al Infinito, porque María es casi infinita, casi divina, criatura como nosotros, pero elevada y tocando la divinidad.

Después de estas palabras de Santa Isabel, la Iglesia añadió: Jesús, como había añadido María, en el saludo del ángel, para mejor determinar las personas a quienes iban dirigidos los saludos. El del Ángel fue para Ella, por eso después de : “Dios te salve”, la Iglesia intercaló: Maria. El de Isabel fue para el fruto de su vientre, esto es, Jesús. Así termina la primera parte del Ave-Maria  No hemos pedido nada, nos hemos suplicado su ayuda, nos hemos olvidado de nosotros mismos, embelesados en la Madre hermosa.  No hacemos más que felicitar, saludar, alabar a la madre común, a la madre de Dios y de los hombres.

La segunda parte es una súplica y ha sido compuesta por la Iglesia; en ella pedimos a Santa María, Madre de Dios que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.. Es el suspiro espontáneo del hijo que lo espera todos confiado en su Madre;  es el grito esperanzador del peregrino de esta vida que sabe ciegamente arribará a buen puerto porque se lo ha pedido a Santa María, estrella del mar, puerta del cielo y Señora del buen aire. 

El santa María nos trae aires de eternidad, tiene sabor a peregrinación, de llegada a buen término de un viaje, a puerto seguro de salvación, como es María. Ella lo puede todo y nosotros lo confiamos todo a Ella, esperándolo todo plenamente de su bondad, de nuestra Madre del alma: Santa María, ruega por nosotros ahora, ahora en este momento, en este trance, en esta vida hasta pasar a la otra contigo.

«Y en la hora de nuestra muerte», en el trance decisivo, en el último combate. Queridos hermanos, qué dulce es morir habiendo sido devotos de la Virgen y habiéndola rezado todos los días de esta peregrinación el Ave María, aunque entonces ya no podamos. Ya  nos sentimos salvador ahora y en la hora de nuestra muerte: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Así sea.

 

 

 

 

 

TRIDUO A LA VIRGEN DEL CARMEN:

 

 (CARMELITAS DE DON BENITO)

 

PRIMERA HOMILÍA

 

LA ENTREGA DE MARIA, MODELO DE NUESTRA CONSAGRACIÓN TOTAL A DIOS

 

                        QUERIDAS HERMANAS CARMELITAS, queridos devotos de la Virgen del Carmen, presentes en este Triduo dedicado a ella: El gran modelo de nuestra consagración total a Cristo es la Virgen María. Su ejemplo es verdaderamente maravilloso e irrepetible ya desde el mismo instante de su Concepción Inmaculada.

            Hay cierta tendencia actual a presentarnos la vida de la Santísima Virgen como totalmente parecida a la de cualquier joven de su tiempo o del nuestro. Cierto que en el exterior, en su cualidades habría muchas semejantes a las nuestras, pero su corazón, su vida espiritual, su entrega a Dios con todas las actitudes concomitantes es casi infinitamente superior a la de cualquier humano.

            Cuando leo algo sobre estos aspectos de ella como si fuera una joven común, igual a cualquiera, con las misma ilusiones de tener novio, casarse, divertirse, no se que experiencia puedan haber tenido estos señores de un amor y de una entrega absoluta y plena a Dios.

No se en qué consistirá para ellos el hecho de que la Virgen estuvo llena de gracia, de amor, de atracción exclusiva a Dios desde el primer instante de su nacimiento. Para mí que esa forma de pensar es una injuria a la gracia de Dios y una injuria a la Virgen.

Cuando un alma se da de veras a Cristo, del todo, cuando un alma tiene experiencia de sentirse amada por Dios, lo primero que surge en ella de una forma espontánea es el deseo de ser sólo para Él, de consagrarse a Él en plenitud, de vivir solo para Él, y eso es la Virginidad cristiana.

En nosotros llegar a esta altura supone una conquista de la gracia, supone tiempo, madurez espiritual que la Virgen tuvo desde el primer instante de su ser, porque estuvo llena de gracia. Este instinto sobrenatural de solo Dios ella lo tuvo siempre. Si la Virgen, dicen los teólogos, tuvo desde el principio más caridad y mas gracia de Dios que todos los santos y santas juntos al final de su vida, y hay que ver los miles de religiosos y religiosas, sacerdotes y seglares que han tenido esta gracia de la virginidad, de la entrega total a Dios, después de que cooperaran con la gracia, ¿por qué tenemos que empeñarnos en medir la psicología de la Virgen según los varemos de una joven normal, que apenas tienen ni un gramo de gracia santificante?

            No, nosotros para tener un pequeña idea de esto tenemos que medir la psicología de la Virgen niña y joven según la vivencia de la gracia de los grandes místicos al final de su vida y aún así ella es casi infinitamente superior.

Y esto sencillamente, porque desde su Concepción Dios la destinó a ser la Madre del Verbo, de la Segunda Persona de la Santísima. Trinidad, lo cual supone un amor de predilección por parte de Dios que nosotros no podemos ni imaginar. Dios alrededor de ella constituía como un cerco amoroso que le hacía sentir sensiblemente su predilección y ella correspondía a esta experiencia de amor infinito con una consagración virginal, es decir, exclusiva y total, como la cosa más natural del mundo.

            Yo no puedo amar a Dios sino con el amor con que Él me ama. Y esto es lo que sentís vosotras y todo los que se consagran totalmente a Dios. Primero tenemos que sentir sensiblemente, experimentalmente que Dios nos ama y al experimentar sensiblemente ese amor,-- no basta la fe, creer que Dios me ama, hay que recibir este don--, entonces el alma no quiere compartir el corazón ni la existencia con nadie sino con el Amor Divino en el que se siente llena, inundada, abrasada. Y en eso consiste la virginidad consagrada.

            Y eso es lo que sigue haciendo Dios ahora. Y esto es lo que le da gloria y honra a Dios y salva a las almas más que otras vidas apostólicas, y esto  y esta es la llamada que sigue dirigiendo Dios a muchas chicas y chicos que llama desde pequeños para que se consagren totalmente a su amor y desde ahí amen con el mismo amor de Dios a todos los hombres. Es el matrimonio espiritual, del que nos habla San Juan de la Cruz y casi todos los místicos: DIOS TRINO Y UNO, YO TE QUIERO A TI, A TI SOLO Y TE QUIERO PARA SIEMPRE, con amor exclusivo, total, virginal, para siempre. Eso era lo que experimentaba la Virgen en su interior. Y eso no se comprende sino por la fe experimentada. No solo la fe, sino fe encendida y transparente. Recordad el evangelio: solo lo entienden quienes han recibido esta gracia de lo alto.

            La Virgen es modelo de consagración a Dios porque Ella la llevó a cabo de forma irrepetible. La Virginidad consiste en tener el corazón abierto solo para Dios y desde ahí, limpio y purificado, a los demás sin quedarse con nada de nadie. Solo Dios. Por eso la Virginidad no está esencial ni principalmente en el cuerpo sino en el alma. Y por eso es fracaso total cuando se lucha por la parte sensible o corporal sin fijarse en el centro que está en amar sólo a Dios, por encima de todo. Es un fracaso de por vida, total y sin remedio. Y esta es una de las llagas sangrantes actuales de la Iglesia favorecida por tanto sensualismo.

            El mundo no entiende de estas cosas, pero tengo no solo la impresión sino la certeza por lo que veo, oigo y leo que alguna parte de la Iglesia tampoco entiende de estas cosas. Por eso la virginidad hoy no se comprende y hasta hay teólogos y teólogas, y otras muchas gentes que quieren curas casados y piensan que la vida contemplativa es inútil, que no tiene sentido. La gente no entiende. No sabe ni de qué va esto. Ojalá la Virgen, que lo vivió, nos lo haga comprender. La virginidad, la del corazón: Solo Dios Y aunque a muchos religiosos y sacerdotes les permitieran casarse, no la harían, porque la virgen y el virgen ha sentido la presencia abrasadora y totalizante de Dios y solo para el quiere vivir y amar y trabajar. Y por eso, aunque pudiera excepcionalmente haber alguna fragilidad material la virginidad no se pierde si el corazón se recupera y se consagra nueva y totalmente a Cristo.

 

¿POR QUE QUISO DIOS LA VIRGINIDAD DE MARÍA?

 

1.- PORQUE LA DESTINABA A SER MADRE. Es curioso. Dios le inspira el instinto de ser virgen, para que pueda ser fecunda. El primer instinto que brota en una niña, al menos de las de antes, era el instinto de maternidad. Por eso , en los primeros años, empieza jugando con muñecas: la viste, la cuida, la riñe.. es el instinto materno. Luego viene el de esposa.

            En la Virgen, la maternidad brota de la virginidad, de este amor exclusivo a Dios. Así le prepara Dios a ser su Madre y Madre de todos los hombres, lo cual realiza en el momento de la Encarnación. El fruto de la virginidad es la Encarnación. El sí total de Maria. Y la Virgen se hizo Madre de Dios y de los pecadores. Y esta consagración total a Dios se renueva cuando tiene al niño recién nacido en sus brazos, se ofrece a Él y le adora con una adoración total como nunca el Verbo de Dios ha sido adorado en la tierra y que nosotros debemos imitar: «Véante mis ojos, pues eres lumbre de ellos y solo para tí quiero tenerlos», que diría San Juan de la Cruz. Mis labios solo para besarte a Ti. Mis manos solo para abrazarte a Tí. «Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio...»  Y esta es la oración de la Virgen, de las vírgenes, de los consagrados: solo Dios, solo Tu. Los ojos y la vida solo para Dios. Cielo anticipado.

            Reconozco que solo Dios puede hacer esto en las almas. Reconozco que desde que se llega a esta experiencia la vida toda y entera solo consiste en danzar de alegría toda la vida en torno a Cristo. Enamorarle, ganársele con palabras de amor, con salmos, con cantos, con miradas provocativas de desposada... y no digo más porque no quiero escandalizar a quien no comprenda estas cosas del amor apasionado de Dios.

            Leed la últimas estrofas de Llama y del Cantico: bésame con el beso de tu amor para que yo te bese con ese mismo beso que es el Espíritu Santo y bese y me sienta besado por el Beso del Padre y del Hijo que es el Espíritu de mi Dios. No tiene nada de particular que la Inquisición y otros ignorantes actuales se escandalizaran y anduviesen detrás de los místicos. Pero estas son verdades divinas: «Di a la caza alcance, toda ciencia transcendiendo».

 

            RESUMIENDO: En la Encarnación, en el Nacimiento del Verbo y en toda su vida histórica María fue la primera creyente y discípula de Jesús que abrió la puerta de la Virginidad Consagrada. Y de esta actitud de amor total y de esta plegaria y de esta vida consagrada de Maria nacio el sacerdocio y la vida virginal, prolongación del estilo de vida de Maria.     Maria es así madre y maestra de las vírgenes, de las vidas almas consagradas, modelo, ayuda, imagen, icono de la Virginidad Cristiana. Y también, porque somos débiles y contingentes, es regeneradora de vírgenes como de cualesquiera otros fallos y pecados.


2.- Dios quiere Vírgenes, totalidad de amor y entrega para que sean madres y padres de gracia, para ser apóstoles. Una que es virgen, no se casa, no vive pendiente del marido, nos dice S. Pablo, sino sólo de las cosas de Dios. Es la eficacia apostólica de la virginidad. Cristo, Maria, Juan , Pablo, los santos y santas.

            Dice San Beda el Venerable que la Virgen fue feliz por haber sido Madre de Cristo engendrándolo físicamente, pero más dichosa todavía porque quedó como custodia perpetua del amor de Cristo. Ella es la que tiene cuidado de que Cristo sea amado hoy con totalidad en el mundo. Cuidado de la Virgen que debe ser también nuestro particular cuidado para que todos aprendan de nosotros a amar a Cristo con amor único y exclusivo.

            Lo decía bellamente San Gregorio Magno a las jóvenes: «Jóvenes, sed vírgenes para que seáis también vosotras Madres de Cristo». Imagina a San. Agustín que hace una apuesta con Jesucristo y le dice: vamos a ver quién ama más a quién, y lanzando su amor como una jabalina, añade con santo atrevimiento: mira, Jesús, hasta allí te amo. Vamos a ver tú». Pero enseguida reacciona, dándose cuenta de la pequeñez de su amor: «Y si te parece poco esto que te amo, haz que te ame más». Es lo mismo que pido yo para vosotras y para mi y para todos los consagrados y consagradas. María y Madre del Carmelo, solo tú puedes ayudarnos. Amen.

 

 

SEGUNDO DÍA DEL TRIDUO (CARMELITAS)

 

HOMILÍA MARIANA SOBRE EL MAGNIFICAT: “Enaltece a los soberbios y a los ricos despide vacíos.

 

QUERIDAS RELIGIOSAS, amigos todos: Nadie se hizo tan pequeña y sencilla ante el Misterio de Dios, como María, que se convierte así en tipo y modelo de la Iglesia, para todos nosotros. María, siendo rica de gracias y dones de Dios, reconoce su pequeñez y se hace esclava del Señor: “Proclama mi alma...” y en sintonía con el pensamiento de Jesús expresado en el evangelio, continúa: “Él hace proezas con su brazo, desipersa a los soberbios de corazón, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.

¿Por qué reza así la Virgen? Porque Ella ha sentido esto en su corazón La humilde nazarena se ha reducido a nada de propiedad e iniciativa, a nada de propia voluntad, a nada de propio querer ante la voluntad del Padre. Es la esclava, la que no tiene volunta  propia. Por eso, a Ella hemos de volver los ojos generación tras generación para aprender a ser sencillos y humildes.

Vamos a meditar un poco esta tarde estas palabras de Cristo en el evangelio de hoy que explican un poco su propia vida y la vida de su Madre y nos indican el único camino par enterar en el reino: hacernos pequeños y sencillos: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla; sí, Padre, así te ha parecido mejor”.

Reino de Dios aquí no es el cielo o la salvación eterna, sino la amistad y el conocimiento sabroso de Dios, la unión de amor y de intereses con Él, responsabilizarse de la tarea que Jesús trajo a la tierra. El reino de Dios, lo que Dios nos pide y quiere es que hagamos con el esfuerzo de todos una mesa muy grande, muy grande, donde todos los hombres se sienten, especialmente los que nunca se sientan por ser pobres, y que éstos sean los invitados y preferidos, los incultos, los sencillos, los que ocupan los últimos puestos en el banquete del mundo.

Al bendecir Jesús al Padre porque ha tenido ocultos sus propósitos y riquezas del reino a los sabios y entendidos, no significa con ello que los sabios sean excluidos. Solamente afirma que para pertenecer al reino de Dios, a su amistad e intimidad, hay que hacerse sencillo y humilde. Y los ricos de poder, de dinero, de privilegios, de cultura deben hacer pobres.

Queridos hermanos, vosotros queréis saber por qué dice Cristo que es muy difícil a los ricos de su yo, de dinero y de poder entrar en la amistad e intimidad de Dios?

 

1. Rico de dinero: Posee y está lleno de seguridades y poder en el mismo, y no tiene a Dios como el mayor tesoro. No le busca ni lo desea con el afán y el dinero y el tiempo que invierte en conseguir más dinero. Satisfecha su hambre de dinero no siente necesidad ni hambre de Dios, necesitado y pobre de su amor y gracias.

 

2. Rico de cultura. Qué difícil no menospreciar a los que no la tienen. Que el culto aprecie y hable con el inculto, no abusando de su saber. El reino de Dios es cuando el ingeniero trata con igualdad al peón de albañil.

 

3. Rico de perfección humana: qué difícil que acepte sus defectos: soberbia, envidia, que sienta necesidad de perfeccionarse, de ser humilde. No se siente pobre y necesitado de la gracia de Dios, de convertirse de sus defectos, del perdón de Dios. No siente necesidad de orar, de los sacramentos. No se convertirá, no entrará en el reino de Dios, no pasará del hombre viejo de pecado al hombre nuevo de la vida en Dios. Esto explicaría por qué el cristianismo encuentra muchas dificultades para entrar en esos ambientes, porque exige renunciar a los esquemas del mundo para aceptar y vivir según el evangelio, según Cristo.

            Comprenderemos por qué Jesús da gracias al Padre porque su evangelio lo han comprendido y vivido los que se han hecho pobres y sencillos. María lo hizo. Por eso, María atrae la admiración y el amor de su Hijo, porque se hizo su esclava. Y por eso Ella, que lo vivió, da gracias a Dios por sus dones: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava... desde ahora me felicitarán todas las generaciones.

            Madre, nosotros nos unimos a ese coro que te alaba y te pedimos parecernos a Ti; ayúdanos porque Tú eres nuestro modelo y ejemplo. Necesitamos tu ayuda; nos cuesta mucho; pero contigo todo lo podemos, porque Tú todo lo puede suplicando y pidiendo a Dios por nosotros.

 

 

TERCER DIA: “Miró la pequeñez de su esclava”

 

QUERIDOS HERMANOS: “Miró la pequeñez de su esclava”, pudo decir la Virgen Inmaculada. Porque cuando en cada circunstancia de su vida, aunque sea pobre e indigente de la gracia de Dios, dice Sí a la voluntad del Padre, Dios llena su pequeñez y la transforma en Amor.

            María desde el Sí de la Encarnación del Hijo de Dios nos ayuda y estimula a nosotros, sus hijos pobres y necesitados, a decir un sí auténtico y hondo a los planes de Dios, que es fundamente de toda nuestra vida cristiana. Y todo esto, en medio de la oscuridad de la fe, de lo que nos pueda ocurrir, permaneciendo con María meditando la palabra del Señor y así nos iremos disponiendo para el reino de Dios, para la amistad con Dios.

            Hacerse disponible para amar corresponde a la labor que cada uno debe realizar durante su vida cristiana. Es abrir los ojos a los planes de Dios Amor, sentir la llamada acuciante de cambio, palpar la propia pobreza, enrolarse en la marcha de la Iglesia, abrirse al diálogo con Dios, decidirse a realizarse totalmente en Cristo, descubrir a Cristo escondido en nuestras circunstancias, sintonizar con sus sentimientos y actitudes, entablar una mistad profunda con Él para correr su misma suerte, celebrar la Pascua personal, la muerte y resurrección en vida.

 

“SÍ, PADRE”: Aprender a decir Padre, es un compromiso de vida, no una fórmula de rezo. Es tomar una postura de irse configurando con Cristo para tener su misma fisonomía y sentimientos y palabra y su misma voz. Decir Padre supone un esfuerzo duro y diario para sentirnos hijos parecidos a Él, un esfuerzo constante y permanente contra todo lo que nos aleja de su obediencia para poder llegar a decir con verdad: Sí, Padre.

            “Nadie conoce al Padre sino el Hijo aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.  Solo el Hijo conoce al Padre. “Dios es Amor” y todo su amor nos lo ha revelado en el Hijo, en una sola Palabra, pronunciada con amor Personal de Espíritu Santo a cada uno de nosotros. “En esto consiste el Amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sin en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”;  “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

 Con una solo Palabra se expresa a Sí mismo en una donacion infinita de Amor que le hace Padre en el Hijo que lo acepta como Padre. Por eso nadie conoce al Padre sino el Hijo. Y esta Palabra que el Padre ha pronunciado eternamente, desde siempre, la ha pronunciado en María en el tiempo para nosotros e

n carne humana. “ Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Es una palabra de amor comunicada por su mismo Espíritu, Espíritu Santo de Amor, a los hombres por medio de la Encarnación en María. En su Palabra, en su Hijo Dios nos ha dicho todo. Ya no puede decirnos más. Vivir en Cristo es nuestra respuesta a la Palabra de Dios pronunciada, cantada, deletreada por amor a nosotros.

 

EL CREDO MARIANO

(Fr. Neal M. Flanagan, de los Siervos de María)

 

1.- Creo que el Fiat de María señaló el inicio de la era cristiana, fue el ejemplar original de todo cristiano que cree, de todo cristiano que se abre a Dios. En un tiempo como el nuestro, invadido por movimientos de liberación, es hermoso y conmovedor descubrir que Dios dio principio a la era cristiana escogiendo a una mujer, una mujer hebrea.

En el evangelio de Lucas—y también en sus Hechos de los Apóstoles— el iniciador es el Espíritu Santo; Él es el guía divino que traza el camino de Jesús en el mundo, sobre la cruz.

El Fiat de María es fe que se expresa y, a la vez, fe que se concibe. Creyendo en el Espíritu, ella se hizo Madre del Hijo de Dios, viviendo por El y para El. Mejor noble meta no se nos pudo ofrecer.

 

2.- Creo que el Fiat de María la introdujo en lo más vivo de la obra salvadora de Cristo. Madre del Siervo doliente de Yahvé, también ella fue implicada en el dolor, en el sufrir y en la gloria que acompañan al amor que se entrega.

He aquí la Sierva del Señor —dijo María—. La criada, la sierva que engendró al hijo siervo, el siervo doliente de Yahvé llamado a sacrificar la propia vida por los pecados de muchos.

El anciano Simeón (el hombre justo y dócil a Dios), habló abiertamente del hijo siervo que el profeta Isaías (42, 6) había llamado luz reveladora para los gentiles y gloria para su pueblo, Israel (Lc. 2, 32). Sin embargo, Simeón no habló de la pasión del siervo de Yahvé sino de María doliente con El. Asociada a la misión del Hijo, fue conducida por el mismo camino de la Cruz y, como El, anonadada en completa entrega.El camino de la Cruz del siervo de Yahvé fue también el camino recorrido por la Madre. Es nuestro mismo camino, pues somos hermanas y hermanos suyos.

 

3.- Creo, que a la disponibilidad de María para con Dios le acompañó su apertura a las necesidades del prójimo: aquella de Isabel, de los jóvenes esposos de Caná, de Cristo sobre la Cruz, de la Iglesia naciente.

El Siervo, hijo de María, «no había venido —como El dijo— para ser servido, sino para servir, para dar su vida en rescate por muchos» (Mc. 10, 45). También María ha venido para servir. Su Fiat a Dios encontró respuesta en el Fiat al prójimo. Su «hágase» fue oído por las voces que repetían con lágrimas su petición de ayuda. ¿Tenía Isabel necesidad de ella? Vedla llegar, sola, ansiosa, veloz en sus pasos. ¿Tenían necesidad de ella los jóvenes esposos de Caná? Fue la primera en darse cuenta de su situación e intervino. ¿La buscaba su hijo en el Calvario? Allí estaba. En el miedo, en la alegría, en la confusión que siguieron al viernes santo y al domingo de pascua ella estaba junto a los demás: para condividir, para ayudar, para ser ayudada.

 

4.— Creo que el sí continuo de María a Dios y al prójimo es la expresión viviente de la radical ausencia de pecado en ella. Por eso la llamamos Inmaculada Concepción.

Si el pecado es romper la comunión, es separación del hombre de Dios su Padre, es división de los propios semejantes, indisponibilidad a aceptar a Dios como padre, a aceptar al prójimo como hermana o hermano. La ausencia de pecado en María no es un atributo negativo, ni la separa de la condición humana, sino más bien lo contrario. Ausencia de pecado es apertura ilimitada a Dios, a su amor, a sus designios, a sus solicitudes, y es también disponibilidad para advertir las laceraciones y necesidades de cuantos sufren y piden ayuda. La ausencia total de pecado, la Inmaculada Concepción de María, no es un foso abierto entre ella y su prójimo, sino un puente echado entre María y cuantos viven en la necesidad.

 

5.- Creo que la Asunción de María, como la resurrección de Cristo, nos es garantía y esperanza de que el amor es de verdad más fuerte que la muerte.

«El amor es más fuerte que la muerte». ¿Es acaso un sueño de los poetas o el sentido evangélico de la realidad? El amor de los padres engendra vida; el amor modela la vida en su nacer y la hace crecer y madurar. El amor llega a empujar la vida más allá de la rendición declarada de la ciencia médica. Según el evangelista Juan, el amor es vivir, no morir nunca. Jesús murió amando porque había amado, para amar más aún. Por eso pasó a vida más intensa.

María participó de la vida del Hijo. También para ella la muerte fue tránsito hacia una vida en plenitud. Vivir, para ella, era amar; su morir era ya un encontrarse en la vida. Su condición será la nuestra.

 

6.- Creo que María, en cuanto Madre de Cristo, plasmó largamente la personalidad y el ambiente en que creció Cristo.

«No es él el carpintero, el hijo de María?» (Mc. 6, 3). ¿No posee, acaso, la dulzura de su Madre? Su sensibilidad, su solicitud por los otros, su imaginación poética, su intuición diríamos son dotes femeninas. Su disponibilidad en el servir —no tenía quizá un modelo delante de los ojos?— ¿Qué decir del empuje de su amor, de sus atenciones? ¿Es tal vez sólo un don recibido de lo alto? ¿Y la sencillez con que sabía acercarse a la mujer, a toda tipo de mujer, y cómo era capaz de amarlas? ¿Lo aprendió por caso en la Sinagoga? ¿No fue una mujer en cambio su primera y mejor maestra, una mamá, su Madre?

 

7.- Creo que María no es solamente un modelo, un ideal lejano, sino una persona viva, extraordinariamente amable.

«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá...» (Jn. 2, 25). Jesús vive, sus apóstoles viven, sus discípulos viven. María vive, de vida humana, gloriosa, en la plenitud de la vida; María no es sólo un modelo, un simple ideal, una meta lejana, una cosa, sino una mujer resplandeciente en la gloría del Hijo del Padre, de un Hijo —parece cosa imposible de creer— que es también su Hijo.

¡Esto, oh Señor, creo; socorre Tú mi incredulidad!

 

 

 

MEDITACIÓN

 

LA VISITA A SANTA ISABEL

1. EL CAMINO

 

La narración de la visita a Sta. Isabel está íntimamente relacionada con la Anunciación. En todas las anunciaciones se le da un signo al vidente, para que por sus propios sentidos corporales pueda fortalecer el asentimiento prestado por la fe. El ángel le ha dado un signo a María: la maternidad de Isabel. Esta es la razón que le impulsa a María a ponerse en camino para comprobar el signo. «En aquellos días María se levantó y se encaminó presurosa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39).

Nada se nos dice del viaje de María de Nazaret a la montaña donde habita Isabel. Algunos detalles podemos conjeturarlos por las costumbres de la época. Solían juntarse en grupos, que iban de un pueblo a otro, siguiendo la ruta trazada. Era conveniente para librarse del ataque de ladrones o malhechores, que asaltaban a los caminantes. María tuvo que unirse a uno de esos grupos, porque era impensable, que una mujer pudiera hacer el camino ella sola. Abundaban en estas rutas los grupos de comerciantes, que llevaban sus productos de un lugar a otro.

Obtenido el permiso de sus padres y de S. José, al que ya está prometida, María emprende el camino. Como persona humana se fía de la palabra del ángel, pero es de suponer que a ratos le asaltase la idea de que, si Isabel no estaba en el sexto mes, ella habría padecido una ilusión. Se agarraba a la palabra de Dios y mantenía su promesa, pero las nubecihas de la duda no desaparecían del horizonte de su conciencia. No duda, pero tenía que luchar para no dudar. Sus noches en las posadas serían momentos de descanso, pero también de lucha. Le urgía llegar a la casa de su prima.


2. EL ENCUENTRO


            Cuando llegó, el alma se le iluminó y un chon’o de alegría saltó desde lo más profundo de su ser. Si hasta ahora creía por la fe, ahora los sentidos le confirman que la palabra del ángel era en realidad palabra de Dios. El Magnificat es la expresión de ese gozo y alegría incontenibles. La visitación es como una nueva revelación de Dios que le aclara a María el sentido del reinado de su Hijo anunciado por Gabriel. Escribe Juan Pablo II: «Pero. más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: «De donde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? (Lc 1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías» (RM 12).

El encuentro de María con su prima Isabel es considerado por algunos autores como un «Pre-pentecostés». En efecto, con la bajada del Espíritu Santo sobre la Iglesia primitiva se opera un cambio espectacular en ella. Todos quedan inundados de una fuerza nueva que les llena de alegría y les impulsa a anunciar la salvación. Puede decirse, que eso mismo acontece en casa de Zacarías. Isabel y María se llenan del Espíritu Santo, el Bautista queda santificado en el seno de su madre y tanto Isabel como María anuncian la salvación: «Bendita tú y bendito el fruto de tu vientre». «Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha hecho en mi las cosas maravillosas».


3. ARCA DE LA ALIANZA


Cuando la exégesis actual compara la narración de la visitación lucana con la descripción que el Antiguo Testamento (2 Sam 6,1-16; 1 Cr.15, 25ss) hace del traslado del Arca de la Alianza, descubre un gran paralelismo entre las dos narraciones. No es aventurado suponer, que para S. Lucas María es la nueva y definitiva Arca de la alianza de Dios con los hombres. Hay que tener en cuenta de entrada, que Lucas considera la encarnación al estilo de la consagración de la tienda de reunión., que describe así el autor del Éxodo: «Entonces la Nube cubrió la Tienda de reunión, y la gloria de Yahvé llenó el tabernáculo. Moisés no pudo ya entrar en la Tienda de reunión, porque la Nube moraba sobre ella, y la gloria de Yahvé henchía el Tabernáculo)> (40, 34 s). La Nube es un signo de la presencia de Dios. También en el Tabor bajó la nube y de ella salió la voz del Padre. La gloria de Dios designa la persona divina que ha santificado la tienda con su presencia. En la Anunciación a María la cubre la sombra del espíritu, por eso lo que nacerá de ella será el santo, el Hijo de Dios (Lc 1, 35). Así María queda convertida en el nuevo Tabernáculo de la presencia salvadora de Dios entre los hombres.

Tienda y Arca vienen a ser equivalentes, porque las dos son signos del Dios liberador en medio del pueblo. Nada tiene de extraño que Lucas, para presentar a María como la Portadora de Dios, la describa como el Arca de la nueva Alianza. Ante ella danza Juan Bautista, como David ante el Arca. Isabel la aclama, está unos tres meses en casa de Zacarías como el Arca en casa de Obed Edom, y también la casa de Zacarías se llena de bendiciones.

Un obispo, nacido a mediados del siglo iv y llamado Máximo de Turmn, comentaba con estas palabras la relación de María con el Arca de la alianza: (<Lleno de gozo (David) se entregó a la danza. El, en efecto, veía con espíritu profético que María, su descendiente, sería asociada al tálamo de Cristo, y por eso dijo: Saldrá corno esposo de su tálamo (Sal 18, 6). (...). Pero digamos qué es el arca sino Santa María, pues si el arca contenía las tablas del testamento, María llevó en su seno al heredero del testamento. Aquélla encerraba en su interior la ley, ésta guardaba el Evangelio. Aquélla tenía la palabra de Dios, ésta el Verbo mismo. Además, si el arca resplandecía por dentro y por fuera por el color del oro, Santa María brillaba interior y exteriormente por e]. resplandor de la virginidad. Aquella estaba adornada con oro terrenal, ésta con el oro celestial» (Sermón 42, 5).


 LA MADRE DE DIOS

 

Nunca en el Nuevo Testamento se le da a María el nombre de «Madre de Dios». Los autores del Nuevo Testamento prefieren llamarla la madre de Jesús. S. Lucas pone en labios de Isabel el título: «La Madre de mi Señor». Tanto este título como el de Madre de Jesús expresan el carácter divino de su maternidad.

El título de «Madre de Dios» tiene su origen en el siglo iii. Esta presente en la oración: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». La firmeza con la que se admitía este título en el siglo iv queda reflejada ¡ en este párrafo de S. Gregorio Nacianceno (s. IV): «Si alguno no cree que Santa María es Madre de Dios, se separa de la divinidad. Si alguno afirma que, Cristo solamente pasó a través de la Virgen, como a través de un canal, y niega que El haya sido formado dentro de ella de un modo divino, pues fue sin intervención del hombre, y de un modo humano, o sea según las leyes de la gestación, ese tal es así mismo impío. Si alguno afirma que se formó primero el hombre y que sólo después éste se revistió de la divinidad, también éste ha de ser condenado. Ello, efectivamente, no sería una generación de Dios, sino una negación de la generación. Si alguno introduce el concepto de dos hijos, uno de Dios Padre y otro de la madre, y no de uno solo e idéntico Hijo, sea ese tal privado de la adopción filial prometida a quienes profesan la fe ortodoxa» (Carta 101 a Celedonio).

Cuando se puso en tela de juicio la maternidad divina de María el Concilio de Éfeso (431) lo definió solemnemente: «No nació primero un hombre vulgar de la Virgen, al que descendió después el Verbo; sino que unido a la carne en el mismo seno se dice engendrado según la carne, estimando Como propia la generación de su carne... Por esto los santos Padres no dudaron en llamar a la santa Virgen Madre de Dios, no en el sentido de que la naturaleza del Verbo o su divinidad hayan tenido su origen de la Virgen santa, sino porque tomó de ella el sagrado cuerpo perfecto por el alma inteligente, al cual, unido, según la hipóstasis, el Verbo de Dios se dice nacido según la carne». La tradición ha sido Unánime en profesar, como algo fundamental para la fe, la maternidad divina de María.

La teología ha reconocido dos generaciones en Jesucristo.
S. Agustín lo expresaba gráficamente: «Caso único, El nació del Padre sin madre, de la madre sin padre: sin madre como Dios, sin padre como hombre; sin madre antes de los tiempos, sin padre en la plenitud de los tiempos» (Comentario al Evangelio de S. Juan 8, 8). En Cuanto Dios, ha sido engendrado desde toda la eternidad. En Cuanto hombre, ha sido engendrado en el tiempo por el Espíritu en María. En la generaCión eterna es evidente que María no ha tenido parte, sino sólo en la humana. Ello no obsta para reconocer que María es verdadera madre de Dios, porque la maternidad es una relación con la persona. Ahora bien, la persona que nace de María es la del Hijo de Dios.

La maternidad divina de María es el hecho central de su misterio. Todo en ella está relacionado con esta prerrogativa singular y única. No porque así tuviera que ser, sino porque quiso Dios ayudar a la mujer, que había de ser la madre de su Hijo, con dones y gracias especiales. Por eso todos los privilegios marianos tienen un trasfondo cristológico. que les da su consistencia. Cristo es la razón de ser de su Concepción Inmaculada, de su virginidad perpetua, de su Asunción a los cielos, etc.

María, por su condición de madre de Dios, está situada en el centro mismo de la Historia de la salvación. S. Pablo lo da a entender en la carta a los Gálatas (4,4ss): «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva». Según este texto, es el Padre el que decide salvar al hombre y escoge para ello el camino de la encarnación. En la plenitud de los tiempos envía a su Hijo, para que asuma la carne irredenta de Adán en el seno de una mujer. Así se hace solidario y hermano de los hombres, para liberarlos del pecado y ofrecerles la posibilidad de llegar a ser hijos adoptivos de Dios. 5. Pablo no cita explícitamente a María, pero es evidente, que ella, y sólo ella, puede ser la mujer aludida por el apóstol. La maternidad divina de María es la garantía de que el Verbo se encarnó y redimió a los hombres.

Por eso en el misterio de Cristo María es pieza clave para su comprensión. Pablo VI lo afirmó en el Concilio Vatica-no II: «Y el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia». (Discurso en la clausura de la 3ª sesión, 23).

 

 

 

MEDITACIÓN

 

MARÍA, LA POBRE DE YAHVÉ

 

María, como el soldado, espera que Dios le señale el camino para echar a andar. Aquí comienza su difícil y dolorosa peregrinación en la fe.

En el canto del Magnificat descubre las razones de su audacia, y canta al Dios Señor de la historia, que con su brazo poderoso dispersa a los poderosos y enaltece a los pobres.


EL MAGNIFICAT

 

          Muchos son los problemas que tiene planteados este canto entre los especialistas modernos acerca de su composición, su autor, etc. Considero que todos ellos caen más allá de los horizontes de este libro. Por eso, los dejamos de lado.

S. Lucas ha puesto este canto en labios de María, porque en él se recogen bellamente los sentimientos, que ella tuvo al comprobar el signo del embarazo de su prima, que el ángel le había dado en la anunciación. Ahora veía ella con los ojos corporales, que para Dios no hay nada imposible, porque el seno de la estéril se ha vuelto fecundo.

A poco que se le compare con los salmos, se ve claramente que el Magnificat es un cosido de trozos de salmos, que María habría rezado muchas veces en casa y en la sinagoga. Era habitual entre los israelitas memorizar salmos. El mayor parecido lo tiene con el canto de Ana, la madre de Samuel (1 Sam 2, 1-0).

El Magnificat es un canto al misterio de la encarnación. Brota del alma exultante de María, llena de gozo, cuando comprueba en casa de Isabel, que en sí misma se ha cumplido la promesa de Dios al pueblo de Israel. El Salvador está ya en medio del pueblo, porque tiene la certeza absoluta de que ella lo lleva en su seno. María interpreta la encarnación en clave liberadora. Para ello se coloca entre los «pobres», que esperaban ansiosos la llegada de ese día.

Es el pregón de las fiestas liberadoras, entonado por la joven aldeana de Nazaret, que se siente plenamente madre del Salvador: «Engrandece mi alma al Señor y mi Espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo, y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón, Derribó del trono a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, Como había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia para siempre» (Lc 1, 46-55) Se puede dividir este canto en dos partes. La primera comprende los versículos 46-50. La segunda del 51 al 55, aunque el versículo 50 en su segunda mitad entra ya en comparación con el versículo 51: los soberbios y los humildes.

 

Primera parte

 

a) El Magnificat es modelo perfecto de la oración cristiana. De hecho tanto la Iglesia occidental como la oriental lo recitan todos los días en el oficio litúrgico. Comienza con un acto de fe en la grandeza de Dios y reconoce su acción extraordinaria en María, por puro amor. Este reconocimiento produce en ella un sentimiento de gratitud y alabanza. El Magnificat es ante todo un canto de acción de gracias. Sugieren algunos comentaristas que la Iglesia primitiva, humilde y arraigada preferentemente en las clases pobres, se sentiría identificada con esta oración mariana. En el corazón de María bulle una doble alegría. La mesiánica, es decir, aquélla a la que, siguiendo la línea de los profetas, le había invitado el ángel en el saludo de la anunciación. Es la alegría que brota de la liberación tan esperada a lo largo de los siglos. Además, María se alegra también con una alegría humana. La comprobación del signo dado por el ángel ha desterrado de su interior toda posible duda o tentación de incertidumbre acerca de su maternidad. Como toda mujer madre por primera vez se alegra de llevar un hijo en sus entrañas. Esta alegría humana es el fundamento de la alegría mesiánica.

 

b) María vive su fe y alegría en conexión con su pueblo. De él recibió la fe y la alegría en la promesa, de la que el pueblo era garante. Ella ahora se las devuelve en la promesa cumplida. «Dios ha hecho en mí las cosas grandes». A la luz del Deuteronomio (10, 21-22) las obras grandes de Dios —«las maravillas»— son la elección de Abraham, la liberación de Egipto, la conquista de la tierra prometida, etc, como signos de la predilección de Dios por el pueblo. Todas aquellas obras maravillosas eran realidad y profecía. Realidad, porque efectivamente eran hechos ciertos, que jalonaban la historia del pueblo, y profecía, porque anunciaban la liberación definitiva por medio del Mesías. La encamación es el cumplimiento de lo que significaban aquellas gestas gloriosas. María así lo canta en medio de la comunidad israelita.

 

c) Como motivo de esa alegría la certeza de la fidelidad de Dios para con ella y para con todo el pueblo de Israel. La palabra del ángel se había cumplido en ella, como le asegura la maternidad de su prima Isabel. Pero al mismo tiempo su propia maternidad mesiánica es el cumplimiento de las promesas de Dios al pueblo. Lo dice ella al final del canto: «Acogió a Israel, su siervo acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia para siempre». María en la visitación está cierta de la fidelidad de Dios no sólo por la fe, sino también por la propia experiencia.


d) El encuentro de María con su prima Isabel viene a ser como una nueva revelación de Dios. No en el sentido de que se le comuniquen nuevas verdades, sino más bien, porque, con las palabras de Isabel y su maternidad, se le aclara el mensaje del ángel en la anunciación. Por eso el Magnificat es un nuevo acto de fe de María en respuesta a la nueva revelación. «Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el Magnificat. En el saludo, Isabel había llamado antes a María «bendita» por el «fruto de su vientre, y luego «feliz» por su fe (cf. Lc 1, 42-45). Estas dos bendiciones se referían al momento de la anunciación. Después, en la visitación, cuando el saludo de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad de la «obediencia de la fe», se diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión de su fe, en que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel, se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre» (RM 36).

 

 e) Este momento de exultación no ha cambiado lo más mínimo el aprecio que María tiene de su persona. Si en la anunciación se consideró la esclava del Señor, ahora se tiene por una esclava pequeña. «Miró la pequeñez, el desvalimiento, la incapacidad, de su esclava» Se diría, que el reconocimiento de la grandeza de la obra de Dios en ella, la hace sentirse más pequeña. Es una muestra evidente del equilibrio humano de María. Sabe reconocer en su grandeza la obra de Dios y agradecérselo, atribuyéndoselo todo a El, y al mismo tiempo descubre también su pequeñez.

S. Beda, el venerable (672-735) en su comentario al Magnificat escribe: «Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza se la refiere a la libre donación de aquél que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes. Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y todos aquellos, a los que habían de llegar sus palabras, comprendieran que la fe y el recurso a este nombre habría de procurarles, también a ellos, una participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación» (Homilías, libro 1, 4).

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada».


Con estas palabras María profetiza aquí su alabanza como reconocimiento de la obra salvadora, que Dios ha realizado en ella en favor de todos los hombres.


Segunda parte


Está construida sobre la base de una oposición de términos: los soberbios — los que temen a Dios; los potentados — los humildes; los ricos — los hambrientos. Existe un parecido muy grande entre estos tipos opuestos y los que presenta Jesús en su oración. «Escondiste estas cosas a los sabios e inteligentes y se las revelaste a los pequeños» (Mt 11, 25). María comienza con la misma contraposición los orgullosos y los que temen a Dios. Y como ejemplo de los orgullosos son los potentados y los ricachones.
Maria canta la liberación de los pobres. Hay en ella una visión profunda de la historia de su pueblo y del estilo de Dios revelado en sus hechos. Anticipa las bienaventuranzas con una intuición, que le nace de su trato personal con Dios. La recitación de los salmos y la meditación del Antiguo Testamento le han llevado a ese conocimiento. La acción de Dios es para salvar y ejercer misericordia. Dios nunca va en contra de nadie. Ama también al pecador y al injusto. La salvación entra a veces en conflicto con los poderosos, cuando ellos quieren seguir explotando al pobre y al desvalido. Dios se compromete con los pobres, en cuanto defiende sus derechos y denuncia las injusticias, de que son víctimas.

Se cierra el canto con una referencia al pueblo de Israel, al que llama siervo. También podría traducirse la palabra griega «pais» por niño. El Israel siervo o niño es el Israel de la fidelidad y de la humildad. Viene a indicarnos, que sólo con esa actitud espiritual Dios puede ser recibido por el hombre. María pertenece a ese pueblo, y es en ella donde se realiza el cumplimiento de las promesas. El Hijo de María es la respuesta de Dios a las aspiraciones de los que temen a Dios, de los oprimidos de la sociedad, del pueblo de Israel. Este es el pregón que María lanza al mundo.

 EL DIOS DEL MAGNIFICAT


Porque el Magnificat es retrato espiritual de Maria podemos descubrir en él cómo es el Dios en que ella cree. Lo descubrimos a través de los títulos con los que ella se dirige a Dios.

Hay términos que le sitúan a Dios en el plano de la trascendencia: ((Señor», ((Dios», ((Santo es nombre». Los judíos tenían una certeza absoluta del dominio de Dios sobre todas las cosas, porque El las había creado, sin que nada se opusiera al imperio de su voz, como bellamente lo canta el capítulo primero del Génesis. Además, este Dios, dominador de todas las cosas creadas, es el que rige los destinos de la historia. Todo esto es lo que contiene el término ((Señor». María era heredera de esta tradición multisecular del pueblo.

Los salmos han cantado este dominio de Dios reiteradamente. «Dios» indica la trascendencia y la unicidad de Dios. Dos conceptos muy claros en la fe de Israel. Luchó contra toda idolatría y confesó siempre la unicidad de Dios. Yahvé es el único Dios de toda la tierra. Además, este Dios no se mezcla con la materia. Hasta estaba prohibida toda representación de Dios, para evitar el peligro de la idolatría. Este es el contenido de la palabra «Dios».

Pero el Dios trascendente y único no es un Dios lejano. Vive en medio del pueblo. La santidad de Dios crea en el judío un cierto temor de acercarse a él. El judío piadoso se siente pecador y por reverencia ni siquiera invoca el nombre de Dios, porque es hacerle presente. Pero, al mismo tiempo ese Dios santo vive en medio dl pueblo y signos de su presencia son el Arca de la Alianza y el Templo de Jerusalén. Una expresión de esta presencia reconfortante es este himno de Isaías: «Yo te alabo, Yahvé, pues aunque te airaste contra mí, se ha calmado tu ira, y me has compadecido.

He aquí a Dios mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues Yahvé es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación, Sacaréis aguas con gozo de los hontanares de la salvación, y diréis aquel día: Dad gracias a Yahvé, aclamad su nombre, divulgad entre los pueblos sus hazañas, pregonad que es sublime su nombre. Cantad a Yahvé, porque ha hecho algo sublime, que es digno de saberse en toda la tierra. Dad gritos de gozo y de júbilo, moradores de Sión, qué grande es en medio de ti el Santo de Israel».(Is 12, 1-6)

María invoca también a Dios como «Salvador». Estamos en el plano de la misericordia. El Señor es el que salva con entrañas de misericordia. Su salvación ahora se concreta en Cristo, como salvador de todos los hombres. Miró a María, recibió a Israel Cumpliendo su promesa. El Dios trascendente no es lejano, sino próximo al hombre. Entra en contacto con él para salvarlo. Este es el mensaje central del evangelio de la infancia. María entra en contacto con esa salvación y anuncia al mundo, con gran alegría, la liberación que ya está presente.

Otro nombre con el cual María invoca a Dios es el de «Poderoso». En el versículo del Magnificat este título tiene una referencia clara con las obras maravillosas hechas en María. Ahora bien, estas obras están hechas a favor de los hombres. Dios salvando es todopoderoso, se compromete con el hombre, para que éste pueda realizar su destino eterno. La gran obra de Dios no es la creación, sino la encamación redentora. Por eso en ella Dios, al mismo tiempo que manifiesta su poder, revela también su amor. Así se lo decía Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo, para que el que cree en él no perezca sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).

Se cierra el Magníficat con un recuerdo a la fidelidad de Dios. Lo nuevo acaecido en María es el cumplimiento de lo que Dios había prometido y lo que la descendencia de Abraham ha estado esperando a lo largo de toda la historia. Cuando Dios se acuerda de algo, es para cumplir lo prometido. Dios le dijo a Noé: «Esta es la señal de la alianza que para las generaciones perpetuas pongo entre yo y vosotros y toda alma viviente que os acompaña: Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de alianza entre yo y la tierra. Cuando yo anuble de nubes la tierra, entonces se verá el arco en las nubes, y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y toda’ alma viviente y toda carne que existe sobre la tierra» (Gen 9, 12-16).

 

 

 

 

 

 

 

HOMILIA

 

EL MAGNIFICAT: EL RETRATO ESPIRITUAL DE MARÍA


          El corazón de María está lleno de la alabanza de Dios. Le es fácil referirlo todo a él. Como a Jesús, el alma se le pone en oración de alabanza y acción de gracias, cuando descubre la acción de Dios en su propia vida, o en la vida de los demás.
Siente la fuerza del poder de Dios. Antes de la encarnación creía en él. Ahora lo ha experimentado y sabe que para él nada hay imposible, como prueba la maternidad de su prima y su concepción virginal. El Dios, que hizo el mundo de la nada y llevó, como Señor de la historia, las riendas del pueblo de Israel, es un Dios poderoso y fuerte. No quedará defraudado quien se fíe de su palabra.

Canta la liberación de los pobres y hay en ella una profunda visión de la historia de su pueblo y del estilo de Dios revelado en sus acontecimientos. Escribe Juan Pablo II: «María está profundamente impregnada del espíritu de los «pobres de Yahvé», que en la oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en él toda su confianza» RM 37).

Su esperanza no tiene límites. Como 5. Pablo podía decir: sé de quién me he fiado y sé que no fallará. Dios no se olvida de la palabra dada y está siempre dispuesto a echar una mano a quien no le pone trabas. Protege y ama a los que le temen y se acogen a su providencia.

En ella la verdad es la humildad y viceversa. No se antepone a nadie, porque todo lo refiere a Dios, pero no niega lo que Dios, porque él lo ha querido, ha realizado en ella. Maravillosa expresión de equilibrio, entre la vanidad que entontece al hombre y la ignorancia de quien cree que ser humilde es cerrar los ojos a la realidad.


EL MAGNIFICAT ORACIÓN DE LA IGLESIA

 

En la era del ecumenismo el Magnificat tiene una fuerza especial. Es la oración, con la que se identifican todas las Iglesias cristianas y con la que oramos en común en asambleas y congresos. Porque el Magnificat es un canto a la encamación redentora y al amor de Dios. <(En el Magnificat, escribe Juan Pablo II, la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la poca fe en Dios>) (RM 37).

Ya en la edad media era costumbre cantar el Magnificat a la hora de las vísperas. Lo justificaba de esta manera 5. Beda el venerable: «Por esto se introdujo en la Iglesia la hermosa y saludable costumbre de cantar diariamente este cántico de María en la salmodia de la alabanza vespertina, ya que así el recuerdo frecuente de la encamación del Señor enardece la devoción de los fieles y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los corrobora en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la hora de Vísperas, para que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las múltiples ocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a encontrar el recogimiento y la paz del espíritu» (Homilías, Libro 1, 4). El Magnificat le recuerda cada día a la Iglesia que, así como Dios se comprometió con los humildes y sencillos para defender sus derechos y librarlos de la opresión injusta de los potentados, también ella debe comprometerse en el mismo sentido por aquellos que no tienen voz o no pueden usarla.

 

MARÍA, PEREGRINA DE LA FE

 

BIENAVENTURADA, LA QUE CREYÓ

 

Dos veces en el evangelio de 5. Lucas se le da a María un nombre nuevo. Y las dos desde lo alto. La primera el ángel en la anunciación la llama ((llena de gracia». La segunda el Espíritu Santo, por boca de Isabel, la llama «la que creyó». Con estos dos nombres se define todo el ser de María. El nombre del ángel designa los dones gratuitos que Dios concede a María, para que pueda realizar la vocación a la que es llamada. Con el nombre de Isabel se indica la respuesta de María a esa vocación. ((En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al final: «Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Estas palabras se pueden poner junto al apelativo «llena de gracia» del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque «ha creído». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este don (RM 12).

HOMILÍA DE BENEDICTO XVI

 

EN EL ROSTRO DE MARÍA PODEMOS PERCIBIR REALMENTE LA LUZ DIVINA     

 

(Homilía en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María en la parroquia de Santo Toribio de Villanueva, Castelgandolfo (15-8-2006)

 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:

En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». La Madre del Señor profetiza ¡as alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo «ajeno» a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.

            Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice San Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: «Dichosa la que ha creído». Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: «Me felicitarán todas las generaciones». Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.

 

No alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos.

 

Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la «Santa» que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.

«Me felicitarán todas las generaciones». Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es «feliz», feliz para siempre. Y éste es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: «Voy a prepara- ros una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14, 2). María, al decir: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

 

María es la verdadera Arca de la Alianza

 

San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del lemplo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Los que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: «Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma». Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se en— carnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.

Al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es «feliz» porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: «Dichosa la que ha creído». El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la Sagrada Escritura.

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.

Creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida

Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: «Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros», orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.

            María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: <<su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación». Con toda la Escritura, habla del «temor de Dios». Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el «temor de Dios» no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.

            «Me felicitarán todas las generaciones»: esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.

            Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.

Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: «Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!». Amén.

 

 

MEDITACIONES MARIANAS

 

(Esta meditación, aunque compuesta por el autor, está tomada en su mayor parte de Emiliano Jiménez: MARÍA, MADRE DEL REDENTOR; recomiendo la lectura del libro)

 

MARÍA JUNTO A LA CRUZ

 

  1. MARÍA, CORDERA SIN MANCHA

 

Todo lo que estaba prefigurado en el primer signo de las bodas de Caná llega en la cruz a su cumplimiento. “Jesús, sabe que todo se había cumplido” Qn 19, 28) tras la escena de la Madre junto a la cruz con las palabras que dirigió a ella y al discípulo amado (v.25-27). El diálogo del Hijo con la Madre y el discípulo sella el cumplimiento de “todo”, de toda la obra encomendada por el Padre a Jesús Qn 4, 34; 5, 36; 17, 4)1. Como en Caná, Jesús desde la cruz se dirige a su madre con el título de “Mujer”, que tiene como trasfondo las profecías sobre la “Hija de Sión”, con su significación mesiánica, Ya en Cana Jesús habla de “su hora”, aludiendo a la hora de su muerte y de su glorificación en la cruz, Pero es en la cruz donde reparte en plenitud el “vino bueno” de la salvación. La “hora” de Jesús, aún no llegada en Cana, ha llegado en el Calvario, cuando Jesús pasa de este mundo al Padre (Jn 13, 1.19, 27).

            Y la “hora” de Jesús es también, en cierto sentido, la hora de su Madre, pues inaugura para ella una nueva maternidad en relacion a los que su Hijo rescata muriendo en la cruz. La hora de Jesus es la hora del ingreso del Hijo del hombre en la gloria del Padre Qn 13, 31- 32); es también la hora en que hace hijos adoptivos a aquellos por quienes muere, los mismos a quienes declara hijos de su Madre, representados en el discípulo amado. San Ambrosio dice que ‘mientras los apóstoles habían huido, ella estaba junto a la cruz y contempla ba con mirada de ternura las heridas de su Hijo. porque ella no se fijaba en la muerte del Hijo sino en la salvacion del mundo”.

            María está junto a la cruz, no sólo geograficamente, sino unida a Cristo en su ofrenda, en su sacrificio. Maria es la primera de quienes “padecen con Cristo” (Rom 8, 17), Sufre en su corazon lo que el Hijo sufre en su carne. El cuchillo de Abraham subiendo al Mona junto a su hijo Isaac, en Maria se transforma en espada que le traspasa el alma. Meliton de Sardes, obispo de una de las Iglesias joanneas del Asía Menor, en una noche de Pascua entre el 160 y el 180, proclama: <<La ley se ha convertido en el Verbo, el mandamiento en gracia, la figura en realidad, el cordero en el Hijo. Este es el Cordero que no abre boca... Este es el Cordero dado a luz por Maria, la inocente cordera: El es el que en la tarde fue inmolado y que ha resucitado de entre los muertos.

            El Hijo único muere, el vinculo terreno con la madre se rompe; la primera alianza, fundada sobre la carne de Cristo, expira. En la persona de Maria, el Israel según la carne y la fe está sometido a Dios hasta en la muerte. Así se inaugura la Iglesia nueva, de la que se dice: “No sabeis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte?” (Rom 6, 3). En María, de pie junto a la cruz de Jesús, el Israel de la primera alianza se transforma en la Iglesia de la nueva alianza. La antigua alianza no queda abolida, sino transformada, alcanzando su cumplimiento. En Caná, las tinajas de agua no fueron vaciadas primero para hacer sitio al vino. El agua fue transfor mada en vino. Del mismo modo la vida terrena de Jesús no es negada en la resurrección. El Resucitado es el Crucificado. La cruz es para siempre el trono eterno de su realeza. Y Maria no deja de ser la madre de Jesus. Después de la resurrección del Hijo, “la madre de Jesús” está allí en medio de los discípulos (He 1, 14). Su maternidad se despliega en nuevas dimensiones.

            A María se la menciona “junto a la cruz de su Hijo”, pero no se la menciona en la resurrección. En los Evangelios no hay huella de aparición alguna del Señor a su Madre. ¿Ha vivido María sólo mitad del misterio pascual de Cristo, que lo componen la muerte y la resurrección? Quien habla de María junto a la cruz es el evangelio de Juan. ¿Y qué es lo que representa para Juan la cruz de Cristo? Representa la “hora”, la hora en que el Hijo del hombre es glorificado, la hora para la que ha venido al mundo (Jn 12, 23.27; 17, 1). El momento de la muerte es el momento en que se revela plenamente la gloria de Cristo. En el momento en que en el templo de Jerusalén se inmolaban los corderos pascuales, Jesús está ofreciéndose en la cruz como el Cordero pascual, que anula todos los sacrificios, inaugurando con su pascua la nueva alianza. Es el momento en que todo llega a “su cumplimiento”.

            Para Juan van unidas muerte y resurrección, cruz y exaltación: es el triunfo del amor sobre la muerte. Por ello en las Iglesias del Asía Menor, de las que Juan fue fundador y guía, celebraban la Pascua el 14 de Nisán, en el aniversario de la muerte de Cristo, y no en el aniversario de la resurrección como hacían las demás Iglesias. Celebrando la muerte de Cristo, celebraban la victoria sobre la muerte. Así, pues, colocando a María junto a la cruz de su Hijo, Juan situa a María en el corazón del misterio pascual. Maria, como Juan, ha visto ‘la gloria de Dios” en el amor manifestado en la cruz de Cristo. ¿Significa esto que María, junto a la cruz de su Hijo, no ha sufrido? Acaso no sufrió Cristo aunque llamara a aquella hora la hora de su gloria?

<<María avanzo en la peregrinación de la fe y mantuvo t;etniente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde. no sin designio divino, se rn,iritu yo de pie (jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigenito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con re; i vIi la inmolacion de la víctima engendrada por Ella misma (LG 58).

MUJER, HE AHI A TU HIJO

 

Desde la cruz, “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discipulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ala tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discipulo la acogió con él” (Jo 19, 26-27). Jesús revela, pues, que su madie es t,irn bien la madre de todos sus discípulos, hermanos suyos, gracias a su muerte y resurrección: “Ve donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20, 17; Heb 2, 11-12). Desde la cruz Jesús ha entregado su madre a un apóstol, poniéndola bajo su custodio y, por tanto, la ha entregado a la Iglesia apostólica. Cristo hace a la IgIesia el don precioso de su madre, Con tal don la Iglesia es para siempre la esposa “sin mancha ni arruga”, la “inmaculada”, como la llama expresamente Pablo (Ef 5, 27).

            María está junto a la cruz como madre. Es la hora de la nueva maternidad. En Caná quiso marcar la hora a Jesús. Alli es Ella quien habla a Jesús y a los sirvientes. Pero ahora, junto a la ciuz tras haber recorrido el camino de la fe, le llega realmente la hora, con los dolores del parto y la alegría del alumbramiento (Jn 16, 21 2.1) y ahora es Jesús quien habla y ella escucha: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Ha recorrído el camino desde la primera maternidad a la nueva maternidad, que abraza a los discípulos a quienes Jesús ama, a sus hermanos, hijos del Padre, “que escuchan y cumplen la voluntad del Padre” (Mt 12, 50).

            María no es llamada por su nombre, sino “Mujer ‘ y tampoco Juan es llamado por su nombre, sino “el discípulo” es decir los discipulos amados de Jesús. Estos son entregados a Matia como sus hijos, lo mismo que a ellos es entregada María como madre. Es la palabra de Cristo la que constituye a Maria en madre y a los discípulos en hijos. Es una maternidad o filiación que no viene de María, de la carne o de la sangre, sino de la Palabra de Cristo. Es una gracia de Cristo en la cruz a la Iglesia, que está naciendo de su costado abierto.

            Jesús, antes de morir en la cruz, revela que su madre, en cuanto ‘Mujer”, es desde ahora la madre del “discípulo a quien Jesús amaba”, y que éste, como representante de todos los discípulos de Jesús, desde ahora es hijo de su propia madre. De este modo revela la nueva dimensión de la maternidad de María. Y, al mismo tiempo, revela que la primera tarea de los discípulos consiste en ser “hijos de María”. Esta nueva relación entre la madre de Jesús y sus discípulos es querida por Jesús, expresada en el momento supremo de la cruz. El acontecimiento, como sucede frecuentemente en Juan, adquiere un valor simbólico. Juan presenta las acciones simbólicas personalizadas en personas singulares, que son tipos de una realidad más amplia: como el encuentro con Nicodemo, con la samaritana, con Marta y María... También la madre de Jesús y el discípulo amado cumplen aquí una función representativa.

            En este sentido, Juan jamás llama por su nombre al “discípulo a quien Jesús amaba” ni a “la madre de Jesús”, queriendo indicar que no están nombrados en calidad de personas singulares, sino como “tipo”. Se trata de la condición de madre o mujer, o de la condición de discípulo, por quien Jesús siente siempre amor. En el evangelio de Juan “los discípulos” en general son los “amigos” de Jesús (15, 13-15). El “discípulo a quien Jesús amaba” representa, pues, a los discípulos de Jesús, quienes, como tales discípulos, son acogidos en la comunión de Jesús, hijos de su misma madre, El discípulo de Jesús es testigo del misterio de la cruz, donde es hecho hijo de la madre de Jesús, pues es acogido como hermano de Jesús (Jn 20, 17). Como escribe M. Thurian: “El discípulo designado como ‘aquel a quien Jesús amaba’ es, indudablemente, la personificación del discípulo perfecto, del verdadero fiel a Cristo, del creyente que ha recibido el Espíritu. No se trata aquí de una afecto especial de Jesús por uno de sus apóstoles, sino de una personificación simbólica de la fidelidad al Señor”.

            Y si el título de “Mujer” es la personificación de la “Hija de Sión”, vemos entonces cumplida la palabra en que la “Madre Sión” llama a sus hijos del exilio a fin de formar en tomo a ella el nuevo pueblo de Dios sobre el monte Sión. En Isaías leemos: “Alza en torno tus ojos y mira; todos se reúnen y vienen a ti, llegan de lejos tus hijos, y tus hijas son traídas en ancas” (Is 60, 4). Este texto profético, que ve a hijos e hijas volver del exilio, sirve de fondo a las palabras que Jesús pronuncia desde la cruz: “Mujer, he aqui a tu hijo”. El discípulo que se hace hijo de la “Mujer” es la personificacion de los ‘hijos de Israel” que en torno a Maria forman el nuevo pueblo de Dios sobre el monte Sión, junto a la cruz.

            Bajo la cruz de su Hijo. María, como Sion tras el luto por la perdida de sus hijos, recibe de Dios nuevos hijos, más numerosos que antes. El salmo 87, que la liturgia aplica a María, canta de Sión: “¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios:...Filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Se dirá de Sión: Uno por uno todos han nacido en ella... El Señor escribirá en el registro de los pueblos: Este ha nacido allí. Y cantarán mientras danzan: Todas mis fuentes están en ti”. “¡Que pregón tan glorioso para ti, Virgen María!”, nueva Sión. Es la antífona de este salmo en el Oficio de la Virgen María. María, como Sión reedificada después del exilio, puede decir: “Quién me ha dado a luz a éstos? Pues yo había quedado sin hijos y estéril, desterrada y aparte, ¿y a éstos quién los crió’?” (Is 49,21). Abraham, por su fe y obediencia a la palabra de Dios, se convirtió en padre de una multitud “más numerosa que las estrellas del cielo” (Gn 15,5).

María, madre del nuevo Isaac, por su fe y obediencia, se convierte en madre de la Iglesia, de los hijos de Dios dispersos por toda la tierra. María, la madre de Cristo, es la madre de los discípulos de Cristo. María nos ha acogido como hijos cuando Jesucristo se ha hecho “primogénito entre muchos hermanos”. Haciéndonos hijos adoptivos del Padre, nos ha entregado como hijos también a su madre: “He ahí a tu hijo”. San Agustín nos señala la semejanza y la diferencia de esta doble maternidad de María: María, corporalmente, es madre únicamente de Cristo, mientras, espiritualmente, en cuanto que hace la voluntad de Dios, es para El hermana y madre. Madre en el espíritu, ella no lo fue de la Cabeza, que es el Salvador, de quien más bien nació espiritualmente, pero lo es ciertamente de los miembros que somos nosotros, porque cooperó, con su amor, al nacimiento en la Iglesia de los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza.

 Bajo la cruz, María ha experimentado los dolores de la mujer cuando da a luz: “La mujer cuando da a luz está afligida, porque ha llegado su hora” (Jn 16,21). La “hora” de Jesús es la hora de María, “la mujer encinta que grita por los dolores del parto” (Ap 12,1). Si es cierto que la mujer del Apocalipsis es, directamente, la Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz el hombre nuevo, María está aludida personalmente como inicio y representante de esa comunidad creyente. Así lo ha visto la Iglesia desde sus comienzos. San Ireneo, discípulo de San Policarpo, discípulo a su vez de San Juan, ha llamado a María la nueva Eva, la nueva “madre de todos los vivientes”.

Con el “ahí tienes a tu hijo” María recibe su vocación y misión en la Iglesia. Ya Orígenes, partiendo de la idea del cuerpo de Cristo y considerando al cristiano como otro Cristo, interpreta la palabra dirigida por Cristo a Juan como dirigida a todo discípulo: Nos atrevemos a decir que, de todas las Escrituras, los evangelios son las primicias y que, entre los evangelios, estas primicias corresponden al evangelio de Juan, cuyo sentido nadie logra comprender si no se ha inclinado sobre el pecho de Jesús y no ha recibido a María por madre de manos de Jesús.

Y para ser otro Juan, es necesario hacerse tal que, como Juan, lleguemos a sentirnos designados por Jesús como siendo Jesús mismo. Porque María no tiene más hijos que Jesús. Por tanto, cuando Jesús dice a su madre: “he ahí a tu hijo” y no “he ahí a este hombre, que es también hijo tuyo”, es como si le dijera: “He ahí a Jesús, a quien tú has alumbrado”. En efecto, quien alcanza la perfección “ya no vive él, es Cristo quien vive en él” (Ga 2,20) y, puesto que Cristo vive en él, de él se dice a María: “He ahí a tu hijo”, Cristo.

San Ambrosio nos dice: “Que Cristo, desde lo alto de la cruz, pueda decir también a cada uno de vosotros: he ahí a tu madre. Que pueda decir también a la Iglesia: he ahí a tu hijo. Comenzaréis a ser hijos de la Iglesia cuando veáis a Cristo triunfante en la Cruz”.7 El discípulo, en cuanto dirige la mirada al costado abierto de Jesús, guiado por la mirada de Mai’ía, es transformado en hombre nuevo, se hace hijo de María e hijo de la Iglesia, es decir, cristiano. La Lumen gentium, colocando a María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo y de la Iglesia, ha formulado así la doctrina tradicional de María, madre de los cristianos: La bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad cual Madre de Dios junto con la encarnación del Verbo por designio de la divina providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.

Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular; por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en orden a la gracia (LG 61).

Antes, el concilio ha precisado:La misión materna de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombi’es no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo (LG 60).

¿Cómo podría ser diversamente? María, “la Madre de Dios es figura de la Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio, en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo” (LG 63). Con relación a Cristo, María es madre y discípula. Con relación a la Iglesia es madre y maestra. Es madre y maestra nuestra en cuanto es la perfecta discípula de Cristo. A María se puede aplicar la palabra de Pablo; “Haceos imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (iCo 11,1).

El Papa Pablo VI dio explícitamente a María el título de “Madre de la Iglesia”; “Para gloria de María y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios. tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman madre amantísima”.8

María permanece madre por siempre. El sello materno que el Espíritu ha impreso en ella es indeleble. Tal es para siempre la identidad de María; Theotóhos es su nombre. Ha quedado para siempre consagrada al misterio de su Hijo, al servicio de la concepción santa del Hijo en el mundo. Por eso, María se halla en su ámbito propio en la Iglesia, que también es siempre madre por la gracia del Espíritu Santo.

 

c) HE AHÍ A TU MADRE

 

Al lado de la Madre está el discípulo “a quien Jesús amaba” (v.16). Se trata del “tipo” del discípulo. que es objeto del amor del Padre y del Hijo; “El que acepta mis preceptos y los pone en práctica, ése me ama de verdad; y el que me ama será amado por mi Padre y también yo le amaré” (Jn 14,21). Es el discípulo fiel hasta la cruz, testigo del misterio de la sangre y del agua que brotaron del costado traspasado del Crucificado Jn 19,35) y testigo privilegiado de la resurrección (Jn 20,8). Es el discípulo que “a partir de aquella hora acoge a la Madre como suya” (v.27).María y el discípulo amado, aunque tengan un significado simbólico, siguen siendo personas concretas, con su función personal y su significación propia en el miste-! rio de la salvación. Sin duda, el misterio se hace en ellos más amplio, pero no hasta el punto de anular a las personas y convertirlas en puros símbolos. La madre de Jesús conserva su misión maternal y el discípulo que Jesús amaba ha de hacerse, de manera cada vez más perfecta, un verdadero discípulo de Jesús e hijo de María.

Es importante mantener unidas la significación personal y la significación simbólica de la maternidad de María. Al hacerse madre de todos los discípulos de Jesús, María se hace madre de toda la Iglesia. No hay contradicción alguna en decir que María es, a la vez, imagen de la Iglesia y madre de la Iglesia. Como persona individual, ella es la madre de Jesús. Pero su maternidad corporal con respecto a Jesús se prolonga en una maternidad espiritual hacia los creyentes y hacia la Iglesia. Y esta maternidad espiritual de María es la imagen y la forma de la maternidad de la Iglesia. La maternidad de María y la maternidad de la Iglesia son, inseparablemente, importantes para la vida filial de los creyentes.

Para hacerse hijos de Dios es necesario hacerse hijos de María e hijos de la Iglesia. Su Hijo único es Jesús, pero nos hacemos conformes a El si nos convertimos en hijos de Dios e hijos de María (Jn 1,12-13). En la medida en que acogemos en la fe al Hijo único del Padre, crece en nosotros la vida de hijos de Dios. María que, en
la Encarnación, concibió y dio a luz corporalmente a Jesús, concibe y alumbra espiritualmente a los discípulos de Jesús. Virginalmente en ambos casos.

María al pie de la cruz es la Iglesia naciente. Desde entonces la Iglesia es mariana. H. von Balthasar habla del “rostro mariano de la Iglesia”. Y C. Journet escribe: “María se nos presenta como la forma, es decir, como el modelo y el tipo de la Iglesia. San Pedro pedía a los presbíteros de la Iglesia que fueran los modelos, los tipos del rebaño que se les había confiado (1P 5,3). En un sentido incomparablemente más elevado, María es modelo y tipo de la Iglesia. Ella es, en el interior de la Iglesia, la forma en la que la Iglesia se perfecciona como Esposa para darse al Esposo. Cuanto más se parece la Iglesia a la Virgen, más se hace Esposa; cuanto más se hace Esposa, más se asemeja al Esposo; y cuanto más se asemeja al Esposo, más se asemeja a Dios: porque estas instancias superpuestas entre la Iglesia y Dios no son más que transparencias en las que se refleja el único esplendor de Dios”.9

La “Hija de Sión”, la “Virgen Israel”, en tiempos infiel, en María ha sido fiel, cumpliéndose la palabra de Jeremías: “Vuelve, Virgen Israel; retorna a tus ciudades. ¿Hasta cuando has de andar titubeando, hija descarriada? Pues hará Dios una cosa nueva en la tierra: la Mujer buscará a su marido” (Jr 31,22). María reanuda las relaciones de amor entre Israel y su Esposo Yahveh. Ella es el símbolo de la Iglesia en su relación esponsal con Cristo.

A partir de este texto de Jeremías, H. von Balthasar muestra el puesto de la mujer en la Iglesia. En el lenguaje simbólico únicamente la mujer puede simbolizar a la Iglesia-Esposa. En este sentido puede aplicarse a la Iglesia la escena de María y del discípulo amado al pie de la cruz. Una “Mujer” y un hombre permanecen junto a la cruz de Jesús, con una misión de representación tipológica. Pero el discípulo amado, como figura de todos los discípulos de Cristo, es también figura de la Iglesia. El representa a los creyentes en Cristo, en cuanto discípulos, que escuchan la palabra de Cristo. Entre estos discípulos está también María, discípula fiel de Cristo.

 Pero María es, además, figura de la Iglesia en cuanto Madre, en cuanto comunidad en cuyo seno se congregan en Cristo los hijos de Dios dispersos. La figura principal no es el discípulo, sino la “Mujer”: María. En cuanto al “discípulo que Jesús amaba”, la primera misión que recibe no es ir a predicar el evangelio, sino aceptar a María por madre, hacerse “hijo” de María. Para él y para todos los demás apóstoles es más importante ser creyente que apóstol, nacer como hijo de María más que la misión apostólica. La misión apostólica le será confiada más tarde, después de la resurrección (Jn 20,21; 2 1,20-23). Ser hijo de María y de la Iglesia es el aspecto primero y fundamental de toda existencia cristiana.

Ser incorporado como hijos de Dios al misterio de la Iglesia, nuestra madre, es más esencial que ejercer un ministerio en la Iglesia. En el Calvario, en el momento en que la Iglesia nace en estas dos personas, en esta mujer y en este hombre, que simbolizan la Iglesia, las palabras de Jesús son fundamentales para su recíproca relación. No se trata todavía de enviar al discípulo en misión apostólica, ni de encomendarle la tarea de proclamar la Buena Nueva y de enseñar, sino hacerse previamente hijo de María, hijo de la Iglesia, es decir, un verdadero creyente en la Iglesia. Y aquellos que creen llegan a ser hijos de Dios, hermanos de Jesús, hijos de María e hijos de la Iglesia.

Lo fundamental en la Iglesia es ser miembro del pueblo de Dios, viviendo en alianza con Cristo y, en El, con Dios. Este es el rostro mariano de la Iglesia. En el plano simbólico, la Iglesia, como María, es “la Mujer”, que vive en alianza con su Esposo, Cristo. Esta es la estructura básica de la Iglesia en cuanto Esposa de Cristo y Madre del pueblo de Dios. La Iglesia es esto en primer lugar. Luego viene el rostro apostólico, representado en •Juan o en Pedro. Ambos aspectos pertenecen a la estructura de la Iglesia. Pero el rostro mariano expresa el aspecto interior y más profundo del misterio de la Iglesia.

De aquí que la tradición patrística haya hablado de la misión materna de la Iglesia constantemente. Fundamentalmente la Iglesia es nuestra madre. A ella le debemos el haber nacido a la vida cristiana, pues ella nos ha hecho descubrir a Cristo, nos ha anunciado su palabra y en el bautismo nos ha engendrado como cristianos. Gracias a la Iglesia, nuestra madre, hemos renacido como hijos de Dios. Nos ha concebido por la palabra y el Espíritu Santo, nos ha dado a luz en las aguas del/ bautismo, nos ha educado con la catequesis, nos hecho crecer con la eucaristía, nos ha cuidado y levantado en nuestras caídas. Nos ha dado hermanos en la con quienes caminar en comunión y cantar en comunidad las alabanzas del Señor.

 

D) MADRE DE LOS CREYENTES

 

Una vez que Cristo nos ha dado su madre, ya puede decir: “todo está cumplido”. Ya puede entregar su espíritu: “Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, inclinando la cabeza entregó su espíritu”. Jesús acaba su obra fundando la Iglesia, de la cual su madre es el símbolo. El vínculo de maternidad y de filiación, que une a María y al discípulo, a la Iglesia y a los fieles, forman parte de la “hora”, es decir, de la obra de la salvación. Por eso se puede pensar que el amor filial hacia María, igual que la pertenencia a la Iglesia, es para el cristiano una prenda de salvación. Todo el que pertenece vitalmente a la Iglesia tiene sus raíces en el reino de los cielos, del cual la Iglesia, en la tierra, es el sacramento. Y todo el que ama a María está vinculado a la Iglesia, de la que ella es el símbolo. Quien rechaza a la Iglesia, quien la desprecia, como quien no ama a María, se endurece en su orgullo: no es hijo de una madre.

La significación fundamental del misterio de María se encuentra, pues, en su función esponsal y materna. Ella es madre de Jesús y de los discípulos; y ella es la “Mujer”, Esposa de Cristo, colaboradora de Cristo en su obra salvadora. Y lo mismo vale para la Iglesia, Esposa y Madre de Cristo. La túnica de Cristo, no rota por los soldados, es un signo de la unidad de la Iglesia, que se constituye por la unión entre María y el discípulo amado (Jn 19,24-25). Y esta unión de la nueva comunidad mesiánica, presente a los pies de la cruz, es reforzada por el Espíritu Santo, que Jesús infunde cuando, “inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (Jn 19,30).

Las nuevas relaciones entre la “Mujer” y el “discípulo”, manifestadas por Cristo desde la cruz, son la expresión del amor extremo de Jesús en el momento de su hora. María, la madre de Jesús, simboliza a la Iglesia misma en su misión materna. Y si María es la Madre del Hijo de Dios hecho hombre, también tiene un papel en nuestro renacimiento como hijos de Dios. La maternidad de María, que comenzó en la Encarnación de Jesús, se prolonga en la vida de los cristianos. Ella es madre del Cristo total; por tanto, también de los discípulos y hermanos de Jesús.

La maternidad virginal de María, al extenclerse a todos los creyentes, implica para nosotros una invita- ción a acogerla en nuestra vida y a considerarla como madre nuestra, al mismo tiempo que recibimos a aquel de quien ella es madre, a Cristo. En cada uno de nosotros ha de formarse Cristo; por ello también nosotros, como María, concebimos y damos a luz a Cristo en nosotros. Así lo expresa un texto anónimo del s. XVI: Bienaventurada tú, alma virginal, porque de ti ha de nacer el Sol de justicia... Aquel que nos ha creado nace de nosotros. Y,como si no fuera suficiente que Dios quiera ser nuestro Padre, quiere que seamos su madre. (María y el discípulo son los que ve Jesús al inclinar la cabeza“Jesús, pues, viendo a su nadie y junto a ella al discípulo a quien amaba’’ (Jo 19,26) Alma buena y fiel, ensancha el seno de tu corazón; abre hasta el extremo tu deseo; no vivas estrechamente en tu interior, a fin de que puedas concebir a Cristo, a quien el mundo entero no puede contener.

 Después de haberle concebido la bienaventurada Virgen María, continúa aún siendo concebido cada día en mí en virtud de la fe... Creo que damos a luz verdaderamente a Cristo en la medida en que nosotros recibirnos de su plenitud (Jn 1,16). Es primeramente concebido en sus palabras; luego el alma fructifica y, por sus buenas obras, Cristo es alumbrado. Esto es lo que dice San Pablo: “Hijos míos, por quienes siento de nuevo los dolores del parto, hasta que se forme Cristo en vosotros” (Ga 4,19; 1Co 4,15). Hubo un tiempo en que Cristo fue llevado en el seno y alumbrado corporalmente por su madre, la Virgen; pero siempre es concebido y alumbrado espiritualmente por las vírgenes santas.

María cumple su misión como madre de todos los discípulos de Cristo, llevándonos a Cristo. Juan concluye su evangelio, diciéndonos: “Ellos miraban al que traspasaron” (19,31-37). ¿Quiénes son los que miran? Los que están presentes al pie de la cruz: María y el discípulo, y con ellos todos los discípulos, toda la Iglesia. En esa mirada de María y de los discípulos al costado abierto de Jesús, la madre de Jesús ejerce su misión de madre. Corno en Caná dice a los sirvientes que hagan todo lo que El les diga, orientándolos hacia Jesús, también ahora invita a mirar el costado abierto de su Hijo. El discípulo fija la mirada en el corazón de Jesús gracias a la mirada de la madre, que orienta siempre a los discípulos hacia el Hijo.

María y el discípulo amado, al pie de la cruz, con la mirada fija en el costado abierto de Jesús, forman conjuntamente la imagen de la Iglesia-Esposa, que contempla al Esposo, “levantado de la tierra, atrayendo a todos hacia El” (Jn 12,32). La vida profunda de Jesús, la vida de su corazón, simbolizada por el agua del Espíritu que sale de su costado, se convierte en la vida de la Iglesia. Así la Iglesia, como repiten los Padres, nació del costado traspasado de Jesús. María con su fe y con su mirada fija en la llaga del costado de Jesús invita a los creyentes, sus hijos, a acercarse al corazón de Jesús, donde la Iglesia hahita en su misterio: “Cuando abrieron su corazón, ya había El preparado la morada, y abrió la puerta a su Esposa. Así, gracias a El, pudo ella entrar y pudo El acogerla. Así pudo ella habitar en El y El en ella”.

Habiendo dado a luz en el mundo al Hijo único del Padre, la “Mujer vestida de sol” conoce una fecundidad inconmensurable (Ap 12,17). Ya el salmista había contemplado en la Sión mesiánica la madre de los pueblos: “Se dirá de Sión: uno a uno, todos han nacido en ella, y el Altísimo en persona la sostiene. El Señor escribirá en el registro de los pueblos: Este ha nacido en ella. Y los que bailan cantan a coro: En ti están todas mis fuentes” (Sal 87). Transportada al cielo en la pascua de Jesús, la Jerusalén mesiánica se hace “la Jerusalén de lo alto, nuestra madre” (Ga 4,26). Siendo María el símbolo y síntesis de la Iglesia se le da a ella con prioridad la gracia de la maternidad universal. La experiencia de María junto a la cruz de Jesús dilató su corazón hasta hacerle similar a la “ciudad” abierta a todos los pueblos.

María, icono de la Iglesia madre, es mediadora por su santidad de amoi que la une a todos los fieles. Gracias a este vínculo de amor los fieles son amados por Dios, forman parte de la comunidad de los santos, donde reina la gracia del Espíritu Santo. María es mediadora del amor universal que el Espíritu deposita en su corazón. En realidad, todo verdadero cristiano es mediador de gracias: santifica a otros con el poder del amor que lo santifica a él. El privilegio de la mediación no separa a María de la comunidad. Su privilegio es de un amor incomparable que la distingue situándola en el corazón de la Iglesia. En ella la comunión de los santos es llevada a su máxima intensidad.

 

E) EL DISCÍPULO LA ACOGIÓ CONSIGO

 

“A partir de aquella hora el discípulo la acogió como suya” (Jn 19,27). La madre, más que entrar en la casa del discípulo, entra en lo profundo de su vida, formando parte inseparable de la misma. El discípulo la considera su madre. Acoger a María significa abrirse a ella y a su misión maternal, introducirla en la propia intimidad en donde ya se ha acogido a Cristo y todos sus dones. Acoger a María expresa una actitud de fe, la “acogió en la fe”,13 considerándose hijo de María. Desde este momento la madre de Jesús es también su madre.

Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, “acoge entre sus cosas propias” a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su “yo” humano y cristiano: “La acogió en su casa”. Así el cristiano trata de entrar en el radio de acción de aquella “caridad materna”, con la que la Madre del Redentor “cuida de los hermanos de su Hijo”, “a cuya generación y educación coopera” (RM 45).

Al momento del nacimiento del Hijo, Dios dice a José: “José, hijo de David, no temas acoger contigo a María” (Mt 1,20). Y José la tomó consigo. Ahora, en el momento de su muerte, Cristo encomienda, cte nuevo, a Juan que acoja a María y, “desde aquel instante, Juan la tomó consigo”. María, discípula de Cristo, desde el comienzo al final, vive sin tener donde reclinar la cabeza, necesitando ser acogida, dependiendo de Dios, que decide de su vida.

Pero Jesús no sólo confía su madre al discípulo, sino que se dirige primero a ella, señalando en primer lugar el papel de la Virgen María. La misión del discípulo queda subordinada a la de la Madre, que debe “con- gregal’ en la unidad a los hijos dispersos”, que es para lo que ha muerto El (Jn 11,51-52). La Madre de Jesús es la Madre de todos los hijos de Dios dispersos y, ahora, congregados por la muerte de Cristo, su Hijo. Siendo la Madre de Jesús, a los pies de la cruz, María es proclamada Madre de todos los que con Cristo son una sola cosa por la fe. El profeta Isaías decía: “Como una madre consuela a un hijo, así os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados” (Is 66,13L María, nueva Jerusalén, imagen de la Iglesia, es la refracción y trasparencia materna de la consolación de Dios.

La Iglesia de todos los tiempos, nacida de la cruz de Cristo, es invitada a mirar a María como Madre y a acogerla con amor filial, como hizo el discípulo a quien Jesús amaba: “Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos, es decir, reconocer la relación esencial, vital y providencial que se da entre la Virgen y Jesús. Ella es la que nos abre la vía que conduce a El”.14 El discípulo es invitado a acoger a María, imagen de la Iglesia; como creyente, cada discípulo lleva en su corazón a la Iglesia como madre amada, confiada a él y a la que él ha sido confiado.

Con providente designio, Padre santo, quisiste que la madre permaneciese fiel junto a la Cruz de su Hijo, dando cumplimiento a las antiguas figuras. Porque allí la Virgen bienaventurada brilla como nueva Eva, a fin de que, así como la mujer cooperó a la muerte, otra mujer contribuyese también a la vida. Allí realiza el misterio de la Madre Sión, acogiendo con amor maternal a los hombres dispersos y congregados ahora por la muerte de Cristo.15

 

HOMILÍA

 

MARIA Y LA RESURRECCIÓN

 

QUERIDOS HERMANOS:

 

1. Después de que Jesús es colocado en el sepulcro, María «es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección»  La espera que vive la Madre del Señor el Sábado Santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas.

            Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.

            Suponiendo que se trata de una «omisión», se podría atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a la palabra de «testigos escogidos por Dios» (Hch 10,41), es decir a los Apóstoles, los cuales «con gran poder» (Hch 4,33) dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús.

            Antes que a ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su función eclesial: “Id avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10). Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.

 

2. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica completa de todo lo que sucedió durante los cuarenta días después de la Pascua.

            San Pablo recuerda una aparición “a más de quinientos hermanos a la vez” (1 Co 15,6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas. ¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cf. Hch 1,14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?


3. Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16,1; Mt 28,1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la cruz y por tanto, más firmes en la fe.

            En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (cf Jn 20,17-18). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se apareció primero a su madre, pues ella fue la más fiel y en la prueba conservó íntegra su fe.

            Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la cruz, parecen postular su participación particularísima en el misterio de la Resurrección.

            Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo .a su madre. En efecto, Ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia (cf. Sedulio Carmen pascale, 5,35 7-3 64: CSEL 10,14 Os).

 

4. Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con Él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual.

La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes Santo (cf. Jo 19,25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf Hch 1,14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos.

            En el tiempo pascual la comunidad cristiana dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli lactare. Alleluia». «Reina del cielo alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la resurrección de Jesús prolongando en el tiempo el «Alégrate!»; que le dirigió el ángel en la Anunciación para que se convirtiera en «causa de alegría» para la humanidad entera.

(Catequesis durante la audiencia general del 3 de abril de 1996, n. 2: «LOsservatore Romano», edición en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 3).

 

MEDITACIÓN

 

MARÍA EN PENTECOSTÉS

 

La presencia de María en el cenáculo nos hace ver cómo ella era considerada ya el centro de la Iglesia apostólica. El Vaticano II une el momento de la Anunciación y el de Pentecostés, diciendo: Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles perseverar l(llónimemen/e en la oración, con las m lijeres Y Murta la Mac/re de Jesús y los hermanos de Este (Hch 1,14); ya María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la babia cubierto con su sombra en la Anunciación (LG 59).

Después de la muerte, resurreccion y ascensión de Cristo, se reúnen en torno a su Madre los que representaban a la familia de Jesús según la carne, “los hermanos”, y los que representaban la familia en la fe, “los discípulos y las mujeres que le seguían”. María, fiel a Cristo hasta la cruz, participa de su gloria, viendo reunidos en torno a ella a los rescatados por su Hijo. Su gloria es su nueva maternidad. Esta es la última imagen de María que nos ofrece la Escritura en su vida terrena: María, la madre de Jesús, en medio de los discípulos constantes en la oración. Es la presencia orante en el corazón de la Iglesia naciente.

Si la hora de la Anunciación determinó toda la existencia ulterior de María, algo semejante ocurre con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Lo que ocurre en los apóstoles nos ayuda a comprender lo que en aquella hora ocurrió en María. Hasta entonces los apóstoles del nuevo comienzo del mundo. María es la Madre del Hijo de Dios, no por ser virgen, sino porque el Padre la ha escogido como virgen y la ha cubierto con la sombra del Espíritu. Pero la elección de una virgen expresa el carácter extraordinario del acontecimiento. La ausencia de un padre terreno pone de manifiesto cómo la única forma fecunda de situarse ante Dios es la de la acogida en la fe virginal. El silencio acogedor de un seno de mujer fue escogido por Dios como espacio en donde hacer resonar su Palabra hecha carne en el mundo. La virginidad de María se ofrece, pues, como signo del acontecimiento prodigioso que Dios ha realizado en ella, haciéndola madre de su propio Hijo.

            En Pentecostés puede realmente reconocer a su Hijo como el Hijo de Dios hecho hombre en su seno; comprende su vida como vida del Dios-Hombre y su misión como acontecimiento de redención de los hombres. También en aquella hora comprende del todo su misión personal de madre del Hijo de Dios y como primera redimida. Desde aquella hora, María pudo hacer suyas las expresiones de Pablo: “Cristo en mí”, “yo en Cristo”, “no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. Allí, en el Cenáculo con los discípulos, comprendió la misión que su Hijo la encomendara desde la cruz: “He ahí a tu hijo”. Su seno se dilató para acoger al cuerpo de Cristo, la comunidad de su Hijo.

Después de Pentecostés, como antes, Jesús era para ella su Hijo, con la entrañable exclusividad de esta relación. Pero, a la vez, ella le comprende ya profundamente como Cristo, Mesías, Redentor de todos los hombres. Entonces su amor de madre a Cristo se dilata hasta abrazar a todos los discípulos “a quienes El amaba”. Su amor materno a Cristo asume a aquellos entre los cuales Cristo es “primogénito entre muchos hermanos”. La Madre de Cristo se convierte en Madre de los creyentes., El Papa Pablo VI, en la Marialis cultus, comenta ampliamente la relación de María y el Espíritu Santo:

Ante todo es conveniente que la piedad mariana exprese la nota trinitaria... Pues el culto cristiano es, por su naturaleza, culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu Santo... En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo...

La reflexión teológica y la liturgia han subrayado cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos santos Padres y escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María, como plasmada y convertida en nueva creatura por El; reflexionando sobre los textos evangélicos (...), descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María y la transformó en Aula del Rey, Templo o Tabernáculo del Seño; Arca de la Alianza o de la Santificación.

Profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu y la llamaron Sagrario del Espíritu Santo, expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen, convertida en mansión estable del Espíritu de Dios... De El brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu Santo la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su “compasión” a los pies de la cruz; señalaron en el canto profético de María (Lc 1,46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas; finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo donde el Espíritu Santo descendió sobre la naciente Iglesia (Hch 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia; y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma (MC 25-26).

            María, plasmada por el Espíritu Santo, es la mujer del misterio. Ya la escena de la Anunciación revela cómo está envuelta en el misterio de Dios, al acoger en sí misma por obra del Espíritu Santo al Hijo del Padre: “Su estructura narrativa revela por primera vez de un modo absolutamente claro la Trinidad de Dios. Las primeras palabras del ángel, que definen a María como la ‘llena de gracia’ por excelencia, son expresión del saludo del Señor, de Yahveh, del Padre, que ella como creyente hebrea conoce muy bien. Tras su aturdimiento sobre el significado de aquel saludo, el ángel le revela en una segunda intervención que nacerá de ella el Hijo del Altísimo, que será el Mesías para la casa de Jacob. Y a la pregunta de qué es lo que se esperaba de ella, el ángel le manifiesta en una tercera intei’vención que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, de manera que su hijo será llamado con toda razón el santo y el Hijo de Dios”.

            San Francisco de Asís, en una oración, expresa la relación de María con las tres personas de la Trinidad: “Santa María Virgen, no hay mujer alguna, nacida en el mundo, que te iguale, hija y sierva del Altísimo Rey, el Padre celestial, madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo..., ruega por nosotros a tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro”.5 Y también el Vaticano II, sitúa a María en el misterio trinitario. El capítulo VIII de la LG comienza y termina con una referencia a la Trinidad. Implicada en el designio del Padre, María es cubierta por la sombra del Espíritu Santo, que hace de ella la madre del Hijo eterno hecho hombre. Entre María y la Trinidad se establece una relación de intimidad única: “Redimida de un modo eminente en atención a los futuros méritos de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo” (LG 53). María es “el santuario y el reposo de la santísima Trinidad”. La maternidad divina de María ha vinculado a María estrechamente con las personas trinitarias. Por ser madre del Hijo entra necesariamente en relación con el Padre y también con el Espíritu Santo, por obra del cual le concibe.

A las tres divinas personas hacen referencia los aspectos de la única Virgen-Madre-Esposa. En cuanto Virgen, María está ante el Padre como receptividad pura y se ofrece, por tanto, como imagen de aquel que en la eternidad es puro recibir, puro dejarse amar, el engendrado, el amado, el Hijo. En cuanto Madre del Verbo encarnado, María se refiere a El en la gratuidad del don, como fuente de amor que da la vida y es, por tanto, el icono maternal de aquel que desde siempre y para siempre comenzó a amar y es fontalidad pura, puro dar, el engendrante, la fuente primera, el eterno amante, el Padre. En cuanto arca de la alianza nupcial entre el cielo y la tierra, Esposa en la que el Eterno une consigo a la historia y la colma con la novedad sorprendente de su don, María se refiere a la comunión entre el Padre y el Hijo, y entre ellos y el mundo, y se ofrece, por tanto, como icono del Espíritu Santo, que es nupcialidad eterna, vínculo de amor infinito y apertura permanente del misterio de Dios a los hombres. En María, humilde sierva del Señor; se refleja, pues, el misterio mismo de las relaciones divinas. En la unidad de su persona se reproduce la huella de la vida plena del Dios personal.7

La fe, la caridad y la esperanza reflejan en María la profundidad del asentimiento a la iniciativa trinitaria y la huella que esa misma iniciativa imprime indeleblemente en ella. La Virgen se ofrece, pues, como el icono del hombre según el proyecto de Dios. Virgen-Madre- Esposa, María acoge en sí el misterio, lo revela al mundo, ofreciéndose como lugar de alianza esponsal. Dios escoge a una Virgen para manifestarse, a una Madre para comunicarse, a una Esposa para hacer alianza con los hombres.

 

B) MARÍA, HIJA E ICONO DEL PADRE

 

María conoció en su existencia terrena la triple condición de Virgen, Madre y Esposa, sin perder nunca ninguno de estos tres aspectos. María es “la Virgen”. Así la reconoce la fe cristiana desde sus orígenes. El credo ficeno-constantinopolitano confiesa, no que es una virgen, sino “la Virgen”. La virginidad no es en ella una etapa de su vida, sino una cualificación permanente: es la “siempre Virgen”. 8 La condición virginal de María está de tal modo vinculada a la Madre del Señor que la fe de la Iglesia ha sentido la necesidad de confesarla como la “siempre Virgen”.

            Frente a Israel, que pierde su virginidad cuando se aparta de la fidelidad al Señor, único Esposo del pueblo, la presentación de María como Virgen manifiesta su fidelidad plena a la alianza con Dios. La condición física de virginidad remite a una condición espiritual más profunda: María es la creyente, la bienaventurada por haber creído en el cumplimiento de las palabras del Señor, acogiéndolas y meditándolas en su corazón. Profundamente femenina en la capacidad de acogida radical, de silencio fecundo, de receptividad del Otro, la Virgen se deja plasmar totalmente por Dios. Su virginidad es la expresión de la radical donación de sí misma a Dios Padre, dejándose habitar y conducir por El. Así, virgen en el cuerpo y en el corazón, vivió el inaudito acontecimiento de la anunciación y de la concepción, por obra del Espíritu Santo sin concurso humano, del Hijo de Dios hecho hombre.

            La Virgen, sin dejar de serlo, es Madre. Y así, María es el icono maternal de la paternidad de Dios, que tanto amó al mundo que le entregó su Hijo: “El mismo engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, ha sido engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad”.

El Hijo de María es el Hijo de Dios, verdaderamente Dios. Y el Hijo de Dios es el Hijo de María, verdaderamente hombre. Lo primero guarda relación con el misterio de la elección de María por pat-te de Dios para ser la Madre de su Hijo Unigénito: engendrado desde toda la eternidad en el seno del Padre es engendrado en el tiempo en el seno virginal de María. María es la tierra virgen en la que el Unigénito del Padre ha puesto su tienda entre los hombres. Pero también es verdad que el Hijo de Dios es verdaderamente Hijo de María. No recibió una apariencia de carne, no se avergonzó de la fragilidad y pobreza de la carne humana, sino que “se hizo” realmente hombre, plantó de veras su tienda entre nosotros. La Virgen Madre es verdaderamente el seno humano del Dios encarnado. El hecho de que el Dios encarnado tenga una Madre verdadera dice hasta qué punto El es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Llamar a María Madre de Dios quiere decir expresar de la única manera adecuada el misterio de la encarnación de Dios hecho hombre.

Dios ha manifestado a Moisés su Nombre: “El Señor, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad” (Ex 34,6). El término “misericordioso” en hebreo se dice lara ham, que procede de la raíz raham, que significa “seno materno”, “útero”, “matriz”. Dios se ha nombrado a sí mismo como “seno materno” que da la vida. Dios se nos ha revelado, pues, como Madre que da la vida en la ternura y el amor (Os 11,1-8; Is 63,15-16). Por ello, podemos decir que la imagen de Dios en la mujer se refleja en su misma fisiología, en todo lo que la hace capaz de concebir, llevar, nutrir y dar la vida fisica y espiritualmente. María constituye “el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre”.

Eva significa la “madre de la vida”. María, nueva Eva, es este icono viviente de Dios dador de vida. Por esto es virgen. La virginidad, -de toda mujer-, es como un sello, que cierra a la mujer, haciendo patente que la mujer no es una hembra disponible a todos los machos, como ocurre con los animales, sino que está reservada para dar la vida, participando con el Dios creador y misericordioso: “Jardín cerrado eres tú, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada” (Ct 4,12; Pr 5,15-20). El Espíritu Santo, que ha inspirado este texto, ha inspirado a la Iglesia cuando lo ha aplicado a María. Significa que María, la Virgen, es totalmente de Dios, en la unidad de su ser corporeo-espiritual. María pertenece a Dios en la totalidad de su existencia, íntegramente, virginalmente. Es el signo de lo que todo bautizado está llamado a ser: “una sola cosa con Cristo” (Rm 6,5).

La imagen de Dios que nos muestra la concepción virginal de María es la del Dios de la iniciativa gratuita de amor hacia su sierva y, en ella, hacia la humanidad entera. En María resplandece la imagen del “Padre de la misericordia” (LG 56), que sale del silencio para pronunciar en el tiempo su Palabra, vinculándola a la humildad de una hora, de un lugar, de una carne (Ic 1,26-27).

En este asombroso milagro, Dios es el que tiene la iniciativa, invitando a María y suscitando en ella la capacidad de respuesta. María lo único que presenta es su virginidad de cuerpo y de corazón ante el poder de Aquel para quien nada es imposible (Le 1,37). Y gracias a este puro actuar divino, el fruto de la concepción es también divino, el Hijo del Altísimo.

La virginidad de María no es causa, sino sólo la condición escogida libremente por Dios como signo del carácter prodigioso del nuevo comienzo del mundo. María es la Madre del Hijo de Dios, no por ser virgen, sino porque el Padre la ha escogido como virgen y la ha cubierto con la sombra del Espíritu. Pero la elección de una virgen expresa el carácter extraordinario del acontecimiento. La ausencia de un padre terreno pone de manifiesto cómo la única forma fecunda de situarse ante Dios es la de la acogida en la fe virginal. El silencio acogedor de un seno de mujer fue escogido por Dios como espacio en donde hacer resonar su Palabra hecha carne en el mundo. La virginidad de María se ofrece, pues, como signo del acontecimiento prodigioso que Dios ha realizado en ella, haciéndola madre de su propio Hijo.

Al confesar, más tarde, la virginidad en el parto, la Iglesia quiso transmitir el asombro frente a una maternidad virginal, que es signo de lo que sólo Dios puede realizar: la encarnación del Hijo eterno en la historia de los hombres. La negación de la virginidad de la Madre, escogida por Dios como lugar y signo del milagro de la encarnación del Hijo, se traduce inevitablemente en la negación de la condición divina del Hijo engendrado en ella.

Separar el significado del hecho de este signo, como si lo uno pudiera subsistir sin lo otro, no es legítimo. Afirmar que la condición virginal no forma parte del “núcleo central del evangelio” ni constituye “un fenómeno histórico-biológico”, sino que es tan sólo una “leyenda etiológica”, “un símbolo preñante” del giro realizado por Dios en Jesucristo, es contradecir a la economía de la revelación, hecha de acontecimientos y de palabras íntimamente vinculados entre sí.13

 “El hecho biológico de la concepción virginal no puede separase jamás del sentido profundo escondido en él... Toda la obra de la salvación es una intervención de Dios en la historia por medio de hechos concretos. La revelación del plan de salvación querido por Dios se encuentra precisamente escondida en esos hechos y no puede separarse de ellos. Lo mismo ocurre con la concepción virginal de Jesús, que se convierte de este modo en un sí,nbolo significativo del misterio”.14 La negación del hecho de la concepción virginal, como signo del misterio encerrado en él, se convierte en negación del mismo misterio.

La Madre de Dios, como imagen maternal de la paternidad divina, nos permite percibir la imagen de un Dios al que corresponde la primacía y la gloria, pero cuyos rasgos fundamentales son los de la gratuidad, los del amor entrañable y maternal. Así se muestra ya en la fe de Israel, cuando habla del amor cariñoso y envolvente de Dios, parecido al amor entrañable de una madre.15 El cariño o la misericordia del Padre asumen un rostro, una configuración concreta en María. Es lo que intenta comunicar el famoso icono de la Madre de Dios de Vladimir, llamado “Virgen de la ternura”, como los iconos de la llamada “Eleúsa”, la tierna, la misericordiosa.

Pero la Madre de Dios es icono materno del Padre también en su maternidad espiritual respecto a los que el Padre ha hecho hijos en el Hijo nacido de María: “Dios Padre ha comunicado a María su fecundidad, en cuanto una pura criatura era capaz de recibirla, para concederla el poder de producir a su Hijo y a todos los miembros de su cuerpo místico”.17 A esta luz comprendemos la mediación maternal de María y su presencia, no sólo junto a su Hijo, sino también junto a todos los que son hechos hijos en el Hijo (LG 60-62; RM 21-24).

 

C) MADRE DEL HIJO

 

María es la Madre del Señor (Lc 1,43), según el testimonio de la Escritura; la Madre de Dios, como la define la fe de la Iglesia en Calcedonia (451): “Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una enseñarnos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto ala humanidad”.18 Y, antes aún, el concilio de Éfeso (431) había precisado: “Porque no nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen y luego descendió sobre él el Verbo; sino que unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, corno quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera, los santos padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios (Theotókos) a la santa Virgen”.’9 Y ya antes la Iglesia en su oración había llamado a la Virgen “Madre de Dios”, como aparece en el tropario del siglo III: “Sub tuum praesidium”: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios...”.

Esta maternidad abarca en primer lugar el nivel físico de la gestación y del parto, con todo el conjunto de cariño y solicitud que lleva consigo: “Dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7.12.16). Al mismo tiempo abarca la preocupación maternal por aquel que “iba creciendo en sabiduría, en estaturay en gracia ante Dios y ante los hombres” (Le 2,52). Esta preocupación la expresa María, al encontrarlo en el templo a los doce años: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (2,41- 50). Las relaciones maternales eran tan perceptibles que Jesús es señalado simplemente como “el hijo de María” (Mc 6,3). La fidelidad a los textos nos hace percibir en estas alusiones la profundidad de la comunicación de vida y de afectos que existía entre Jesús y su Madre. Los episodios de Caná y el de la Madre al pie de la cruz son una prueba más de ello. Y, sin embargo, en estos textos se vislumbra la voluntad de Jesús de superar estas relaciones tan profundas, llevando a su Madre a otra dimensión más alta: la de la fe (Lc 8,19-21; 11,27-28). El testimonio de la Escritura nos hace comprender cómo María supo aceptar y vivir este “paso a la fe”.

El Padre de la misericordia quiso que precediera a la encamación la aceptación de la Madre predestinada, para que, de esta manera, así como ¡ la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyera a la vida... Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino se convirtió en Madre de Jesús y, al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente, como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente (LO 56).

El hecho de que aquellos que Cristo ha rescatado se hayan hecho, por medio del Espíritu Santo, hijos adoptivos del Padre, ha generado una nueva fraternidad: la fraternidad en el Padre y en el Hijo por medio del Espíritu Santo. Se puede hablar de una nueva familia: los hombres se han convertido en hermanos de Jesús, hijos del Padre, mediante el Espíritu Santo (Jn 20,17; Hb 2,11-12). Como hermanos suyos, Cristo les ha declarado hijos de su Madre, confiándoles a sus cuidados. Ella puede interceder ahora con todo derecho en favor de ellos, siempre que les falte el “vino”, la alegría, la fiesta. Nueva Eva, madre de los vivientes, María es la “ayuda” ofrecida a Cristo para que se encarnara y, tomando verdaderamente la carne humana, verdaderamente nos redimiera, “llevando mediante su oblación a la perfección para siempre a los santificados”. Para siempre María está como “ayuda” junto a Cristo intercediendo por quienes el Hijo le ha confiado como hijos. María es mujer y madre y, por tanto, “ayuda”.

La maternidad de la Virgen constituye, pues, la figura humana de la paternidad divina, como atestigua la oración litúrgica oriental, que dirigiéndose a María dice: “Tú has engendrado al Hijo sin padre, este Hijo que el Padre ha engendrado antes de los siglos sin madre”.20 La generación fisica del Hijo, seguida por la constante solicitud maternal, manifiesta la gratuidad del amor de la Madre, que se dilata a las relaciones de caridad atenta, concreta y cariñosa con los demás y a su maternidad espiritual universal. En este amor maternal se refleja el amor eterno del Padre, su amar sin verse obligado a amar, su amor totalmente gratuito. Dios Padre no nos ama porque seamos buenos, sino que nos hace buenos al amarnos. Esta gratuidad luminosa, este gozo de amar encuentra su imagen en la prontitud de María al asentimiento, en su disponibilidad para el don, aunque la lleve hasta la cruz.

Realmente el Padre plasmó en María la imagen de su paternidad. Es primero y ante todo por su participación en la paternidad de la primera Persona como María llega a ser la madre del Hijo. El Hijo acepta esta filiación temporal del mismo modo que desde la eternidad acepta la procesión que le viene del Padre y le constituye Hijo. De esta manera, “Dios ha hecho de la filiación humana del Verbo una imagen de su filiación divina”.

María es la madre que acompaña en el amor durante toda la existencia humana del Señor entre nosotros. Su participación en la vida, muerte y resurrección del Salvador se caracteriza por el vínculo materno, el amor entrañable, que la lleva a acoger a Cristo, a presentarlo a Isabel, a los pastores y a los magos, a ofrecerle a Dios en el templo, y a invitar a todos a hacer “todo lo que El diga”... María no se interpone, sino que siempre colabora en la misión del Hijo. Lo mismo que el Padre da su Hijo a los hombres, así María, icono materno del Padre, ofrenda el Hijo al Padre y a los hombres. Su participación en la redención no es otra que la de entregar su Hijo a los hombres, uniendo su intercesión y ofrenda al único y perfecto sacrificio de Cristo:

Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue de las demás criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación participada (RM 38; Cfr2l-23).

            Es claro que la fe cristiana confiesa que “Dios es único, como único también es el mediador entre Dios y los hombres: un hombre, Jesucristo, que se entregó a sí mismo para redimir a todos” (lTm 2,5s). Pero la participación de María en la obra de su Hijo no oscurece esta única mediación de Cristo: Uno solo es nuestro mediador según las palabras del Apóstol... Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la sobreabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta (LG 60; Cfi’. 62).

Esta mediación de María tiene su origen en el beneplácito libre y gratuito de Dios; se basa en el ser maternal de María, en el que el Padre ha impreso gratuitamente una huella de su paternidad; consiste en la doble misión de la “maternidad espiritual” por la que la Madre de Dios contribuye a engendrar a Cristo en el corazón de los creyentes, y de la “intercesión”, en virtud de la cual María une su propia ofrenda y la de los fieles al sacrificio del Salvador, ofrecido y acogido por el Padre.

Dado que los dones y la llamada de Dios son irrevocables (Rm 11,29), la participación de María en el misterio de la generación del Hijo está grabada indeleblemente en su ser. El “ser maternal”, que le ha sido concedido por Dios, es irrevocable en la eternidad de la fidelidad divina. María vive plenamente en la Trinidad como “Madre del Hijo” y, gracias a esta presencia viva en el misterio trinitario, actúa en la historia de la salvación conforme a ese ser maternal. Después de Pentecostés, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo, parten a la misión, evangelizan, ftindan comunidades cristianas. Pero de María no encontramos ni en los Hechos ni en las Cartas ni una palabra más. María queda en el silencio, como si de ella no hubiera más que decir que “estaba con los apóstoles perseverantes en la oración”.

María es el icono de la Iglesia orante. Es lo que ha querido ie ntare1IccnoeIarúien’ia Ascensión de Jesús al cielo, de la escuela de Rublev (s.XV), conservado en la Galería Tretakob en Moscú. Este icono no se fija sólo en el momento de la Ascensión, sino que nos quiere mostrar la vida de la Iglesia y, en particular, el carisma de María tras la Ascensión de Jesús al cielo. Allí está también San Pablo que no estaba entre los apóstoles en el momento de la Ascensión.

 En el icono, María está en pie, con los brazos abiertos en actitud orante, como aislada del resto de la escena por la figura de dos ángeles vestidos de blanco. Pero está en el centro, como el árbol maestro que asegura el equilibrio y estabilidad de la barca. En torno a ella están los apóstoles, todos con un pie o una mano alzada, en movimiento, representando a la Iglesia que parte a la misión evangelizadora.

María, en cambio, está inmóvil, bajo Jesús, justo en el lugar desde donde El ha ascendido al cielo, corno queriendo mantener viva la memoria y la espera de El. Desde su asunción a los cielos “no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna.

Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (LG 62). “Así, la que está presente en el misterio de Cristo como madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabra pronunciadas en la cruz: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’, ‘Ahí tienes a tu madre” (RM 24).

 

D) ESPOSA EN EL ESPÍRTU SANTO

 

Se ha dicho del Espíritu que es la humildad de Dios. El está, en efecto, en total referencia a otros: al Padre, del cual él es el Espíritu de paternidad; y al Hijo, del cual él es el Espíritu de filiación. No se afirma nunca frente al otro; es suifi’i1dad, su profundidad. El no es ni el engendrante ni el engendrado; no es el amante ni el amado, ni el revelador ni el revelado; él es el engendramiento, el amor, la revelación, todo al servicio del Padre y del Hijo. María, invadida por este misterio, vive en referencia al Padre, por quien ella es madre; a Cristo, del cual es madre. Del mismo modo que el Espíritu no tiene nombre, así María en el evangelio de Juan no tiene nombre, se eclipsa en su misión y es llamada “la mujer” o “la madre de Jesús”. Pero la humildad es siempre exaltada. El Espíritu, que es la humildad de Dios, es también su gloria, llamado “Espíritu de gloria” (1P 4,14). En él brilla la inmensa grandeza de Dios, su poder de infinita paternidad, de amor ilimitado. La humildad es la acogida que María da al poder de Dios. En su desnudez se deja vestir del sol. “El Espíritu Santo, que por su poder cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando en ella inicio a la divina maternidad, al mismo tiempo hizo su corazón perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios, que superaba todo pensamiento y toda capacidad del hombre”. 22 El Espíritu Santo es, en María, el sello del amor personal del Padre y del Hijo.

            María es obra del Espíritu Santo, según expresión de los Padres. Ocupa un lugar privilegiado en el misterio cristiano por obra del Espíritu Santo, que la enriqueció con sus dones para que fuera la Madre de Cristo y el modelo de la Iglesia. María es la llena del Espíritu Santo desde su concepción inmaculada y en su maternidad “por obra del Espíritu Santo”. Y, en Pentecostés, en medio de la comunidad cristiana, está María para ser colmada de nuevo con el fuego del Espíritu Santo. Por eso en los textos litúrgicos se la llama la “Virgen de Pentecostés”, “Nuestra Señora, la llena del Espír1eva1te San Lucas comienza destacando la relación del Espíritu Santo con María - “el Espíritu vendrá sobre ti”-, y termina con el nacimiento de la Iglesia por obra también del Espíritu: “recibiréis la fuerza del Espíritu que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos...”.

San Francisco de Asís ha llamado a María Esposa del Espíritu Santo. Y es que Jesús ha unido para siempre a María y al Espíritu Santo, mucho más de lo que puede unir un hijo a su padre y madre. Jesús es para siempre, en el Reino del Padre, en la Iglesia, en la Eucaristía.., el “engendrado por el Espíritu Santo y por la Virgen María”. En María la Palabra se ha hecho carne por obra del Espíritu Santo. Este título de “Esposa del Espíritu Santo” era frecuente en la piedad y teología antes del Concilio. Pero como no aparece en la Escritura ni en la tradición patrística el Vaticano II decidió evitarlo. En la Escritura la unión esponsal caracteriza las relaciones entre Yahveh e Israel; y en el Nuevo Testamento esta relación se transfirió a Cristo y la Iglesia. Los Santos Padres tampoco usan este título en relación a María; prefieren llamar a María “Sagrario del Espíritu Santo”, “Arca de la Nueva Alianza”, “Tálamo del Espíritu Santo”. Así el Concilio ha reservado el término de esposo a Cristo y el de esposa a la Iglesia. A María le da el título de “Sagrario del Espíritu Santo” (LG 53), con el que se indica la relación de intimidad extraordinaria de María con el Espíritu Santo. Y creo que se puede hablar de María “Esposa en el Espíritu Santo”.

Todo lo que ocurre en María realiza lo que la fe y la esperanza de Israel había confesado a través de la imagen de la alianza nupcial: “El Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se casa con su novia, así se casará contigo tu constructor; así se gozará contigo tu Dios” (Is 62,4s). “Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura; te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor” (Os 2,21-22).

El título de esposa es el que más inmediatamente sitúa a María en el misterio de la alianza. Y, puesto que la alianza prometida está vinculada al Espíritu y la Virgen ha sido cubierta por su sombra, en este título esponsal se evoca de modo especial la obra del Espíritu Santo en María. El misterio nupcial de la Virgen Madre la sitúa en relación con Aquel que es, en el misterio de Dios, la nupcialidad eterna del Padre y del Hijo y, en la historia de la salvación, el artífice de la alianza esponsal entre Dios y su pueblo.

La imagen de Dios que nos ofrece María, como esposa, es la del Dios cercano, que se hace Emmanuel, Dios con nosotros. En el seno de María Dios se une a los hombres en alianza nupcial. El Espíritu Santo, que cubre a María con su sombra, hace presente en el interior de nuestra carne el misterio trinitario. En el seno de María, por obra del Espíritu Santo, se unen el Padre engendrante y el Hijo engendrado tan realmente que el engendrado por María en el tiempo es el mismo y único Hijo de Dios, engendrado en la eternidad. El Espíritu Santo, amor personal, une en el seno de María, el Hijo amado con el Padre amante.

El Espíritu Santo es la nupcialidad, el vínculo de amor eterno entre el Padre y el Hijo, y también el vínculo de amor que une al Padre con el Hijo encarnado en el seno de María. El Espíritu Santo es también el vínculo de la alianza entre Dios y los hombres en la Iglesia. María, arca de la alianza, Esposa de las bodas escatológicas entre Dios y su pueblo, está íntimamente vinculada al Espíritu Santo, derramado sobre ella para actuar la nueva y eterna alianza, sellada en la sangre de Cristo. En el Espíritu Santo, María se une con el Padre y con el Hijo. En el Espíritu Santo, María participa de la fecundidad del Padre y de la filiación del Hijo. Esposa en el Espíritu, Maria se nos presenta como la transparencia de su acción esponsal, como vínculo de unidad, sello del amor divino en su vida trinitaria y en su actuación salvadora. Madre del Hijo de Dios, hija predilecta del Padre, María es “templo del Espíritu Santo” (LG 53), “sagrario” y “mansión estable del Espíritu de Dios” (MC 26). El Espíritu es el que hace de María la Esposa, haciéndola Virgen Madre del Hijo y de los hijos de la nueva alianza.

María es, por tanto, icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo siempre se manifiesta a través de la mediación de otra persona. No habla con voz propia, sino por medio de los profetas. Nadie tiene experiencia directa del Espíritu Santo, sino de sus efectos, de las maravillas que obra en el mundo y en la historia de la salvación. En María se refleja el ser y el obrar del Espíritu. Poseída por el Espíritu desde el primer instante, en la encarnación, en el Calvario, en Pentecostés y en la vida de la Iglesia coopera con El, actúa bajo su impulso y posibilita su transmisión a la Iglesia. Ella es la realización perfecta de la comunión con Dios que el Espíritu Santo suscita y lleva a cabo en la Iglesia. María no suplanta al Espíritu Santo, sino que da rostro humano a su acción invisible. La Virgen, pues, “plasmada por el Espíritu”, es icono del Espíritu Santo, reflejo de su misterio nupcial:

Profundizando en el misterio de la encarnación, los Padres vieron en la misteriosa relación Espíritu- María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu (MC 26).

A través de imágenes bíblicas, San Luis Grignon de Monfort expresa la relación íntima y singular de María con el Espíritu Santo: María es la fuente sellada, el paraíso terrestre de tierra virgen, inmaculada, donde habita el Espíritu Santo. Este lugar tan santo es guardado, no por un querubín, sino por el mismo Espíritu Santo. Con el Espíritu Santo, María produce el más grande fruto que jamás se haya dado: un Dios-hombre. Por medio del Espíritu Santo, María continúa engendrando a los cristianos: “El Espíritu Santo, que se desposa con María, y en ella y por ella y de ella produjo suobra maestra, el Verbo encarnado, Jesucristo, como jamás la ha repudiado, continúa produciendo todos los días en ella y por ella a los predestinados por verdadero, aunque misterioso modo”.

Jesús, al morir en la cruz, “inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (Jn 19,30). Y, a continuación, del costado abierto de Cristo, salió sangre y agua, cumpliéndose la profecía de Jesús, que había anunciado que de su seno brotarían ríos de agua viva, corno signo del Espíritu que recibirían los que creyeran en El (Jn 7,39). Allí, bajo la cruz, estaban María y Juan. Ellos son los “creyentes en El” que asisten al cumplimiento de la promesa, recibiendo el Espíritu de Cristo. Bajo la cruz, pues, estaba María recibiendo el Espíritu Santo, como inicio e imagen de la Iglesia.

En Pentecostés, María queda inmersa en el fuego del Espíritu Santo. Ya no está sólo cubierta por la ¡ sombra del Espíritu Santo, sino penetrada por su fuego junto con los discípulos, fundida con ellos, transformada en el único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ella, en el corazón de la Iglesia, transfigurada por el Espíritu Santo, es la memoria viva, testimonio singular del misterio de Cristo. Y hasta el final de los tiempos María permanece en el corazón de la Iglesia “implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo” (LG 59).

 

 

MEDITACIONES DE MARÍA

 

LA ASUNCIÓN DE MARÍA A LOS CIELOS

 

           En María tenemos el primer testimonio de la victoria de su Hijo sobre la muerte. Con su asunción al cielo en cuerpo y alma, María es la primera testigo viviente de la resurrección. En su persona misma, María nos testimonia que el reino de Dios ha llegado ya. Ella proclama el triunfo de la obra salvadora del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En el “cielo aparece como signo” de esta victoria para toda la Iglesia. La asunción de la bienaventurada Virgen en cuerpo y alma al cielo afirma sobre María aquello que confesamos para nosotros en la fórmula de fe del símbolo apostólico: la resurrección de la carne y la vida eterna.

La maternidad divina y la virginidad perpetua (los dos primeros dogmas) y la concepción inmaculada y la asunción en cuerpo y alma a los cielos (los dos últimos) salvaguardan la fe cristiana en la Encarnación del Hijo de Dios, salvaguardando igualmente la fe en Dios Creador, que puede intervenir libremente sobre la materia y nos garantiza la resurrección de la carne. Las dos primeras expresiones mariológicas se formularon en el contexto de las controversias cristológicas; las dos últimas responden a las cuestiones de antropología teológica sobre el estado original, el pecado original, la donación de la gracia y el destino final del hombre.

Las fiestas marianas del 15 de agosto y del 8 de diciembre representaron un fuerte estímulo para profundizar en el misterio de María: como glorificación de Dios en María se afirmó su Inmaculada concepción en el comienzo; y en el final, su Asunción a los cielos en cuerpo y alma. Así los dos últimos dogmas marianos son un “acto de culto” a Dios, a quien se da gloria por las maravillas realizadas en María, como siguo de las maravillas que desea realizar en todos nosotros. Esta intención se señala expresamente en la bula de la definición: “Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios declaramos”; “para gloria de Dios omnipotente..., para honor de su Hijo..., para mayor gloria de la misma augusta Madre..., proclamamos, declaramos y definimos”.

Al mismo tiempo estas definiciones se proclaman “para gozo y regocijo de toda la Iglesia”. Es la dinámica de la fe eclesial la que se expresa en estos dogmas, en su deseo de profundizar en el conocimiento del misterio cristiano, dentro de una contemplación creyente y adorante del mismo: “después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu de verdad”.

Junto a esta intención primera, estas dos últimas definiciones responden a dos reduccionismos opuestos en el ámbito de la antropología teológica: por un lacio se responde a la exaltación moderna del hombre en su subjetividad y en su protagonismo histórico, llevado hasta el extremo de negar a Dios. Y por otro lado se responde al pesimismo de la Reforma protestante, que, para exaltar a Dios, anula al hombre. Entre estos dos extremos -la gloria del hombre a costa de la muerte de Dios y la gloria de Dios a costa de la negación del hombre- se sitúa la Fe de la Iglesia, que une lo humano y lo divino en la unidad de la persona del Verbo encarnado. Y, como en los dos dogmas primeros, también ahora María es el vehículo para presentar la auténtica fe de la Iglesia.

En contra de la idea del hombre como árbitro absoluto de su propio destino, en el dogma de la Inmaculada concepción de María se afirma la absoluta primacía de la iniciativa de Dios en la historia de la redención: “Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el mismo instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firmemente creída por todos los fieles”.

La Inmaculada nos muestra la soberanía de Dios sobre la creación. María es vista, en el proyecto de salvación de la Trinidad santa, totalmente referida a su Hijo. La elección por parte del Padre, absolutamente libre y gratuita, se realiza para María -como para todos- a través de la mediación única y universal del Hijo Jesús, por cuyos méritos ante el Padre quedó preservada inmune del pecado original desde el momento de su concepción. María viene a la existencia por obra del Padre mediante el Hijo en el Espíritu. Esta visión celebra el triunfo de la gracia de Dios. En el comienzo del misterio de María todo es gratuito. Ella queda colmada de la gracia de Dios desde el primer instante, antes de haber podido hacer ningún acto meritorio. Ella entra en el mundo envejecido llena de la gracia de Dios, que devuelve en ella la creación a su origen primordial.

Y María, la transformada por la gracia de Dios en el instante mismo de su concepción, terminada su peregrinación por la tierra, es asunta en cuerpo y alma al cielo. Frente al pesimismo de la reforma en relación al hombre, la Iglesia proclama con el dogma de la Asunción que Dios no rivaliza con el hombre y su gloria, sino que la afirma. En la Asunción de María se verifica el antiguo axioma de San Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre vivo”. El Dios que actúa en la historia de la salvación se complace en la salvación del hombre, que la acoge. Lo mismo que María es inmaculada porque el Espíritu de Dios la colmó de gracia y la preservó del pecado en atención a los méritos del Hijo, así la victoria sobre la muerte, realizada en Cristo resucitado, resplandece plenamente en María, que tiene con El un lugar en el cielo. Recogiendo la tradición eclesial, el sen- sus fic/ei, la constitución Munificentissimus Deus, del 1 de noviembre de 1950, afirma: “Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.

Las razones de este acto divino se evocan en los títulos que se atribuyen a María en la misma definición: Inmaculada, Madre de Dios, siempre Virgen. Estos títulos remiten a la relación de María con su Hijo, en el marco de la elección por parte del Padre y bajo la acción del Espíritu Santo. En el misterio de María se manifiesta anticipadamente lo que su Hijo divino realizó por nosotros al resucitar de entre los muertos, es decir, la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. En María resplandece para nosotros el proyecto divino sobre el hombre. La dignidad y vocación del hombre aparece plenamente iluminada en la Virgen María, elevada a la gloria celestial. De este modo es para nosotros un signo de esperanza, ya que manifiesta el destino de nuestra ¡ peregrinación terrena y alimenta la fe de nuestra resurrección, garantizada por la resurrección de Cristo.

La virginidad de María es ya un anuncio de su glorificación escatológica. Isaías había entrevisto la gloria eI.erna de Jerusalén como centro del mundo (Is 2,2-3), llamándola “virgen hija de Sión” (Is 37,22-29). Así Jerusalén era figura de la Jerusalén celestial (Ap 22,9), Esposa del Cordero. La visión de Isaías ha hallado su cumplimiento en María. Cristo, nuevo Adán, en su concepción virginal inicia una nueva genealogía de la humanidad. María virgen es, en su persona, el signo de este mundo nuevo, la primera elegida, anticipación del estado de resucitados, en el que los hombres serán igual a los ángeles (Lc 20,34ss). De este modo la Virgen María es el anuncio de la Esposa del Cordero (Ap 19,7-9; 21,9), morada de todos los elegidos, que serán llamados vírgenes (Ap 14,4), porque siguen al Cordero dondequiera que va.

Quedando en pie la absoluta primacía de Dios, gracias a su voluntad e iniciativa libre y gratuita en Cristo, Dios y Hombre, lo humano queda redimido y la vida divina se hace accesible, de modo que la gloria de Dios es el hombre vivo y la vida plena del hombre es la visión de Dios.9 La Inmaculada concepción y la Asunción de María no son el fruto de un nuevo mensaje de Dios, sino una explicitación de lo revelado por Dios en la historia de la salvación a la luz del Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia a la verdad plena de lo que Cristo enseñó (Jn 14,26; 16,13). Su definición “es el sello de dos intuiciones de la Iglesia relativas al principio y al final de la misión de María, que se fueron aclarando progresivamente al profundizar en las relaciones de la Virgen con Cristo y con la Iglesia”.10 Ningún cristiano puede renunciar a la verdad sobre la Virgen porque comprometería la verdad salvífica sobre Cristo y sobre Dios, Trinidad santa: María, por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe. Cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre (LG 65). La representación de María -en la imagen de la Medalla milagrosa, según las apariciones de 1830 a santa Catalina Labouré- une los dos puntos, inicial y final, de su existencia. Es la Virgen de Nazaret, que apoya sus pies sobre el mundo y aplasta la cabeza de la serpiente: el mal no tuvo poder sobre ella. Y es la Virgen glorificada, inundada de luz, mediadora de gracia, que derrama los dones divinos sobre el globo.

 

C) IMAGEN E INICIO DE LA IGLESIA GLORIOSA

 

Hoy es preciso mirar a María, verla en el Evangelio como ella se presenta y no como nosotros nos la imaginamos. Es necesario mirar a María para contemplar el papel esencial que ella tiene en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia. En ella, como imagen de la Iglesia, se nos muestra el sello con el que nosotros debemos sei’ modelados: cada cristiano y la Iglesia entera. Más que mirar a renovar la Iglesia según las necesidades del tiempo presente, escuchando las críticas de los enemigos o siguiendo nuestros propios esquemas, es necesario alzar los ojos a la imagen perfecta de la Iglesia, que se nos muestra en María.

La Iglesia contempla a Maria “como purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser” (SC 103; MC 22). Basándose en la tradición patrística y medieval, H de Lubac dice que la conciencia cristiana “percibe a María como la figura de la Iglesia su sacramento..., el espejo en el que se refleja toda la Iglesia. Ella la lleva ya y la contiene toda entera en su persona”.’2 María es el inicio, el germen y la forma perfecta de la Iglesia; en ella se encuentra todo lo que el Espíritu derramará sobre la Iglesia. En María se celebra la promesa y la anticipación del triunfo de la Iglesia. De este modo, María “no eclipsa la gloria de todos los santos como el sol, al levantarse la aurora, hace desaparecer las estrellas”, como se lamentaba santa Teresa de Lisieux de las presentaciones de la Virgen. Al contrario, la Virgen María “supera y adorna” a todos los miembros de la Iglesia.

El dogma de la Asunción fue promulgado no el 15 de agosto, sino el 1 de noviembre, en la fiesta de todos los santos. No se trata de glorificar a María en sí misma, sino de glorificar en ella la bondad y poder del Salvador. La Asunción no es un privilegio singular, sino la anticipación de lo que espera a todos los creyentes, destinados desde su bautismo a la gloria del cielo, pues “si perseveramos con El, reinaremos con El” (2Trn 2,12). María es la garantía de lo que todos esperamos. La Asunción es una profecía para nosotros. Después de Pentecostés María no sale, como los apóstoles, a predicar, pero con su Asunción proclama y testimonia el anuncio de todos los apóstoles: que la muerte ha sido vencida por el poder de Cristo resucitado: “Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que esta escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria” (lCo 15,54).

Maria, entre los santos, es la primera salvada, la primera en quien el poder de Dios se ha realizado plenamente. Pero, como la gracia de la Inmaculada Concepción, no la substrajo de la condición humana, tampoco la Asunción ha separado a María de la Comunión de los Santos, sino que la ha situado en el corazón de la Iglesia celeste. María, revestida del Sol de la gloria de Dios, nos manifiesta luminosamente la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. María, la primera redimida, es también la primera glorificada.

María, “figura de la Iglesia”, es el espejo de la Iglesia. En ella se refleja la luz de Cristo y en ella la Iglesia se ve a sí misma en todo su esplendor y belleza. Confrontándose con esta imagen la Iglesia se renueva y embellece cada día para presentarse como Esposa de Cristo. Contemplar a María como figura de la Iglesia y como Palabra de Dios a la Iglesia tiene que llevar a “poner por obra la Palabra y no contentarse sólo con oírla, engañándoos a vosotros se parece al que contemplasu imagen en un espejo, pero, apartándose, se olvida de cómo es” (St 1,2224).14

María es el inicio y la primicia de la Iglesia. La Iglesia nace de la Pascua de Cristo. Pero el fruto de la Pascua se anticipa en María. Las fiestas de María nos llevan a celebrar en María lo que esperamos que se realice en nosotros. Por eso, en la liturgia, se la llama repetidamente “tipo”, “inicio”, “exordio”, “aurora de la salvación”, “principio de la Iglesia”. María nos enseña a vivir, como ella, abiertos al Espíritu, para dejarnos fecundar por su sombra. En la Eucaristía invocamos al Espíritu para que “santifique los dones de pan y vino aquel Espíritu que llenó con su fuerza las entrañas de la Virgen María” (Misal mariano).

“Del mismo Espíritu del que nace Cristo en el seno de la madre intacta, nace también el cristiano en el seno de la santa Iglesia”.15 Como María, la Iglesia “da a luz como virgen, fecundada no por hombre, sino por el Espíritu Santo”.16 La total apertura y acogida de la Virgen a la acción del Espíritu Santo es la que le llevó a ser Madre de Dios. En eso aparece como imagen y primicia de lo que la Iglesia es y está llamada a ser cada vez más: arca de la alianza, esposa bella “sin mancha ni arruga”, “pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).

María es realmente imagen de la Iglesia, su mejor realización completa, en perfecta comunión con Cristo. María, por ello, es llamada “hija de Sión”, como personificación del pueblo de Israel y del nuevo Israel, la Iglesia. El prefacio de la fiesta de la Inmaculada canta a la Virgen “como comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura”. Y en la fiesta de la Asunción la celebramos, gloriosa en el cielo, “como inicio e imagen de toda la Iglesia”.

En ella celebramos lo que Dios tiene preparado para nosotros al final de la historia. Por ello el prefacio de la fiesta canta: “hoy ha sido llevada al cielo la Virgen Madre de Dios: ella es figura y primicia de la Iglesia, que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo todavía peregrino en la tierra”. Recogiendo esta expresión de la fe del pueblo de Dios, el Catecismo de la Iglesia Católica llama a María “icono escatológico de la Iglesia” (n.972).

Otro de los prefacios marianos del Misal romano da gracias a Dios porque “en Cristo, nuevo Adán, y en María, nueva Eva, se revela el misterio de la Iglesia, como primicia de la humanidad redimida”. Como primera cristiana nos invita con su palabra y con su vida a seguir a Cristo: “haced lo que El os diga”; a acoger la palabra de Dios: “Hágase en mí según tu palabra”; a vivir en la alabanza: “proclama mi alma la grandeza del Señor”. Como la llama Juan Pablo II, María “es la primera y más perfecta discípula de Cristo” (RM 20). Como primera creyente es la primera orante, la que escucha la palabra y la medita en su corazón.

Como dice otro prefacio: “María, en la espera pentecostal del Espíritu, al unir sus oraciones a las de los discípulos, se convirtió en el modelo de la Iglesia orante”. Como primera discípula de Cristo es también maestra, que nos enseña la fidelidad a Cristo. En la santidad de María, la Iglesia descubre la llamada de todos sus hijos a la santidad: Mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (LG 65).

La Iglesia, contemplando la santidad de María, aprende el camino de la santidad. María testimonia a todos los cristianos la experiencia del Espíritu, que la ha colmado de gracia, les remite a Cristo, único mediador entre los hombres y el Padre, para asemejarse cada día más a su Esposo, como María se conformó a El en la fe. Mirando a María, esperanza realizada, la Iglesia aprende a vivir con los ojos puestos en las cosas de arriba, afianzándose en la certeza de los bienes futuros, sin instalarse en lo efimero y caduco de la escena de este mundo que pasa.

La Virgen Madre es el Icono de la Iglesia. En ella resplandece la elección de Dios y el libre consentimiento de la fe a esa elección divina. En ella se ofrece a los ojos del corazón creyente la ventana del misterio. Lo mismo que “el icono es la visión de las cosas que no se ven”,17 así también María es, ante las miradas puras de la fe, el lugar de la presencia divina, el “arca santa” cubierta por la sombra del Espíritu, la morada del Verbo de vida entre los hombres. Pero, sino visible del icono es perceptible para todos, lo invisible se ofrece a quien se acerca a él con corazón humilde y con docilidad interior Sólo acercándose a María con esta actitud se puede descubrir en ella el misterio de Dios actuando en ella.

En la singularidad de María la Iglesia se reconoce a sí misma. La Iglesia, pueblo de Dios, es más que una estructura y una actividad. En la Iglesia se da el misterio de la maternidad y del amor esponsal, que hace posible tal maternidad. La Iglesia es el pueblo de Dios constituido cuerpo de Cristo. Pero esto no significa que la Iglesia sea absorbida en Cristo. La expresión “cuerpo de Cristo”, Pablo la entiende a la luz del Génesis: “dos en una sola carne” (Gn 2,24; iCo 6,17). La Iglesia es el cuerpo, carne de Cristo, en la tensión del amor en la que se cumple el misterio conyugal de Adán y Eva que, en su “una carne”, no elimina el ser-uno-frente-al-otro.

La Iglesia, pueblo de Dios constituido cuerpo de Cristo, es la esposa del Señor Este es el misterio de la Iglesia que se ilumina a la luz del misterio de María, la sierva que escucha el anuncio y, en absoluta libertad, pronuncia su fiat convirtiéndose en esposa y, por tanto, en un cuerpo con el Señor En la figura concreta de la Madre del Señoi la Iglesia contempla su propio misterio. En ella encuentra el modelo de la fe virginal, del amor materno y de la alianza esponsal a la que está llamada. Por eso, la Iglesia reconoce en María su propio arquetipo, la figura de lo que está llamada a ser: templo del Espíritu, madre de los hijos engendrados en el Hijo, pueblo de Dios, peregrino en la fe por los senderos de la obediencia al Padre.

El Vaticano II, con San Agustín, ha confesado a María en la Iglesia como “madre de sus miembros, que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza”.18 “Por este motivo es también proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera como madre amantísima, con afecto de piedad filial” (LG 53).

Virgen-Madre-Esposa, icono del misterio de Dios, es, por tanto, análogamente icono del misterio de la Iglesia. Como en María, la comunión trinitaria se refleja también en el misterio de la Iglesia, “icono de la Trinidad”. La comunión eclesial viene de la Trinidad, que la suscita por la iniciativa del designio del Padre y las misiones del Hijo y del Espíritu. La luz que irradia la santa Trinidad resplandece en su icono María-Iglesia, criatura del Padre, cubierta por la sombra del Espíritu para engendrar al Hijo y a los hijos en el Hijo. Los padres de la Iglesia han relacionado la fuente bautismal de la que salen los regenerados por el agua y el Espíritu Santo con el seno virginal de María fecundada por el Espíritu Santo. María virgen está junto a toda piscina bautismal. Así San León Magno relaciona el nacimiento de Cristo con nuestro nacimiento en el bautismo: Para todo hombre que renace, el agua bautismal es una imagen del seno virginal, en la cual fecunda a la fuente del bautismo el mismo Espíritu Santo que fecundó también a la Virgen.9 El Espíritu, gracias al cual Cristo nace del cuerpo de su madre virgen, es el que hace que el cristiano nazca de las entrañas de la santa Iglesia.

Icono de la Iglesia Virgen en la acogida creyente de la Palabra de Dios, María es igualmente icono de la Iglesia Madre: “La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios” (LG 64; MC 19). Esta relación se basa en el misterio de la generación del Hijo y de los hijos en el Hijo: “Al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia” (RM 43). Por eso puede decirse que la maternidad de la Virgen es un trasunto acabado de la maternidad de la Iglesia. De aquí que hablar de María sea hablar de la Iglesia. La una y la otra están unidas en una misma vocación fundamental: la maternidad.

Los testimonios de los Padres son numerosísimos: “La Iglesia es virgen. Me dirás quizás: ¿Cómo puede alumbrar hijos si es virgen? Y si no alumbra hijos, ¿cómo hemos podido dar nuestra semilla para ser alumbrados de su seno? Respondo: es virgen y es madre. Imita a María que dio a luz al Señor ¿Acaso María no era virgen cuando dio a luz y no permaneció siendo tal? Así también la Iglesia da a luz y es virgen. Y silo pensamos bien, ella da a luz al mismo Cristo porque son miembros suyos los que reciben el bautismo. ‘Sois cuerpo de Cristo y miembros suyos’, dice el Apóstol (lCo 12,28). Por consiguiente, si da a luz a los miembros de Cristo, es semejante a María desde todos los puntos de vista”.21 “Esta santa madre digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: da a luz y es virgen; habéis nacido de ella; ella engendra a Cristo porque sois miembros de Cristo”.

“María dio a luz a vuestra cabeza, vosotros habéis sido engendrados por la iglesia. Por eso es al mismo tiempo madre y virgen. Es madre a través del seno del amor; es virgen en la incolumidad de la fe devoto. Ella engendra pueblos que son, sin embargo, miembros de una sola persona, de la que es al mismo tiempo cuerpo y Esposa, pudiéndose así también comparar con la única Virgen María, ya que ella es entre muchos la Madre de la unidad”.

Icono materno de la paternidad de Dios, la iglesia está siempre unida a María, dando a luz a sus hijos: “No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por madre”. La Iglesia, imitando a María, tiene la misión de hacer nacer a Cristo en el corazón de los fieles, a través del anuncio de la palabra de Dios, de la celebración del bautismo y de los otros sacramentos y mediante la caridad: “Como madre, recibe la semilla de la palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y los da a luz”.25 “La Iglesia da a luz, alimenta, consuela, cuida a los hijos del Padre, hermanos de Cristo, en el poder del Espíritu Santo. Por la palabra de Dios y el bautismo, cia a luz en la fe, la esperanza y la caridad a los nuevos creyentes; por la eucaristía, los alimenta con el cuerpo y la sangre vivificantes del Señor: por la absolución, los consuela en la misericordia del Padre; por la unción y la imposición de las manos les da la curación del alma y del cuerpo”.

En la escuela de la Madre de Dios, la Iglesia madre aprende el estilo de vida de la gratuidad, del amor que no espera contracambio, que se adelanta a las necesidades del otro y le trasmite no sólo la vida, sino el gozo y el sentido de la vida: “La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres” (LO 65).

La virginidad de María, como consagración a Dios, clisponibihdad y obediencia integral en la fe, le recuerda a la iglesia su comunión teologal en la fe, esperanza y caridad. La maternidad de la Virgen, por la que acoge la palabra de Dios coopera activamente en la salvación del mundo, le recuerda a la iglesia su misión maternal de servicio en vistas al reino de Dios. Por su íntima unión con Cristo, como madre y discípula perfecta, María induce a la Iglesia a considerarse como encarnación continuada de Cristo a lo largo de los siglos, invitándola a seguir sus huellas. Y la Virgen, “que avanza en la peregrinación de la fe” para participar luego de la victoria definitiva de Cristo en la gloria, indica a la Iglesia su condición peregrinante en tensión hacia la parusía del Señor.

La maternidad de María respecto al pueblo de Dios se ve sobre todo en su cooperación en la obra del Hijo: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente simpar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural en las almas. Por esto es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61). Y más adelante, se añade: “Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna” (LG 62; CEC 963-975).

La realidad profunda de la Iglesia es femenina, porque es el cuerpo de Cristo, Esposa del Cordero. María es virgen y también la Iglesia es virgen, porque sólo de Dios recibe su fuerza y fecundidad, sin confiar en el vigor “del varón”. Así María es esposa y símbolo de la Iglesia esposa. María ha dado a Jesús su carne y Jesús da a la Iglesia su propia carne, haciéndose con ella una sola carne. La Eucaristía, en el corazón de la Iglesia, es este don total del Esposo a la Esposa, para hacer de nosotros carne de la carne de Dios. María es madre y símbolo de la Iglesia madre, que continuamente da la vida y el alimento de esa vida. María, desde el pesebre hasta la cruz, ha cuidado del cuerpo de Cristo y continúa este ministerio en la Iglesia. Juan Pablo II, en su carta a las mujeres del mundo, les presenta así a María: En la feminidad de la mujer creyente... se da una especie de “profecía” inmanente, un fecundo “carácter de icono”, que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón “virgen”, para ser “esposa” de Cristo y “madre” de los creyentes.

 

D) SIGNO SEGURO DE ESPERANZA

 

María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia llegará a ser. En la Lumen gentiurn leemos: “La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (2P 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo” (LG 68). Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la gloria donde la ha precedido su primer miembro.

La Iglesia sabe que, acogiendo al Espíritu corno María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en ella no ha hecho más que iniciarse, pero que lo contempla ya realizado en María, la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice un prefacio del Misal: “desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida gloriosa del Señor”.

María, la humilde sierva del Señoi es un signo de esperanza para todos los creyentes. Envuelta y bendecida por el poder del Altísimo, se ha convertido en la imagen de su presencia entre los hombres. Glorificada con Cristo, la asunción a los cielos inaugura para María una vida nueva, una presencia. espiritual no ligada ya a los condicionamientos de espacio y tiempo, un influjo dinámico capaz de alcanzar ahora a todos sus hijos: Precisamente en este camino, peregrinación eclesial a través del espacio y del tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente, como la que es “feliz porque ha creído”, como “la que avanzaba en la peregrinación de la fe”, participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo (RM 25).

Podemos aplicar a María la palabra del prot feta Isaías: “Esta es la vía, id por ella” (Is 30,21). San Bernardo decía que María es “la vía real” por la que Dios ha venido a nosotros y por la que nosotros podemos ahora ir hacia El.28 “María coopera con amor de Madre a la regeneración y formación” de los fieles (LG 63). Ella “está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y a la vez como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu a todos y a cada uno en la Iglesia; acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia” (RM 47).

María, con el ftat de la Anunciación, recibe en su seno a Cristo, aceptando la voluntad del Padre de redimir a la humanidad por la encarnación del Verbo. Esta aceptación del plan redentor de Dios se le fue aclarando poco a poco a lo largo de su vida, en el itinerario de la fe tras las huellas de su Hijo. De este modo fue tomando conciencia de su misión maternal respecto a nosotros. Según se fue desplegando dentro de la historia el misterio de su Hijo, a María se le fue dilatando su seno maternal, hasta llegar al momento de la cruz (y de pentecostés) en que su maternidad llegó a su plenitud, abrazando a toda la Iglesia y a todos los hombres. Y ahora, glorificada en el cielo, María es perfectamente consciente de su misión maternal dentro del plan de salvación de Dios. Por ello sigue totalmente unida, en voluntad e intención, con la voluntad e intención salvífica del único Salvador de la humanidad, Cristo glorificado.

El tema de la intercesión de María, como la intercesión de los santos, es constante en la liturgia, donde se presenta a Cristo como el único mediador y redentor. Esto significa que la intercesión de María no se añade a la interceSión de Cristo, ni la sustituye, sino que se integra dentro de ella. Se puede comparar con la intercesión de los cuatro hombres de Cafarnaúm que colocan al paralítico ante Cristo y “con su fe” obtienen el perdón de los pecados y la curación del paralítico (Mc 2,5). María, gracias a la victoria de Cristo sobre la muerte, puede seguir cumpliendo esta intercesión más allá de la muerte. La vida nueva, fruto de la victoria de Cristo sobre la muerte, permite a cuantos la han heredado, seguir participando en la vida de la Iglesia después de su muerte. Ellos están llamados a impulsar con Cristo la llegada plena del Reino de Dios. Los mártires, que han testimoniado con su muerte, esta nueva vida, y los que lo han hecho con su vida, los santos, han sido venerados en el culto de la Iglesia desde los primeros siglos. Entre ellos, en primer lugar y de un modo singular es nombrada en la liturgia la Virgen María.

 

E) MARÍA, ESPLENDOR DE LA IGLESIA

 

Descubriendo el carácter eclesial de María descubrimos el carácter mariano de la Iglesia. María es miembro de la Iglesia, como la primera redimida, la primera cristiana, hermana nuestra y, a la vez, madre y modelo ejemplar de toda comunidad eclesial en el seguimiento del evangelio. María es hermana y madre nuestra. María no puede ser vista separada de la comunión de los santos. Se la puede llamar “madre de la Iglesia”, porque es madre de Cristo y, por tanto, de todos sus miembros. Y, sin embargo, María sigue siendo “nuestra hermana”.

 La tradición hebrea interpretó el salmo 45 en clave mesiánica, como encuentro nupcial del Mesías con la comunidad de Israel. La carta a los Hebreos lo aplicó a Cristo para exaltar su supremacía sobre los ángeles, los “compañeros” del salmo, y para celebrar su obra salvífica en la muerte y resurrección. El salmo así adquiere una dimensión nueva, convirtiéndose en el retrato anticipado de Cristo Rey glorificado, salvador y guía de los redimidos. Luego, los Padres continuarán este proceso interpretativo aplicando todo el salmo a Cristo y a la Iglesia, iluminando el salmo con otros textos del Nuevo Testamento que presentan este simbolismo nupcial: “Este misterio es grande: lo diga en relación a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32), “pues os he desposado con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Co 11,2).

Y tras esta interpretación fue fácil pasar a la interpretación mariana, pues la belleza y el esplendor de la Iglesia brilla con los rasgos del salmo en María. Ella es la esposa y reina por excelencia. “De pie a tu derecha (de Cristo) está la reina enjoyada con oro de Ofir El Rey está prendado de tu belleza. El es tu Señor... Toda espléndida, entra la hija del Rey con vestidos en oro recamados; con sus brocados es llevada ante el Rey. Vírgenes tras ella, compañeras suyas, donde El son introducidas; entre alborozo y regocijo avanzan, al entrar en el palacio del Rey”.

Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, segin la última reforma litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen gentium: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59).

En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada. María en el cielo es “alabanza de la gloria” de Cristo (Ef 1,14). María ajaba, glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: ‘AJaba, Sión, a tu Dios” (Sal 147,12). María es la hija de Sión, la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se aiegra, goza y exulta plenamente en Dios.

“Ven, te mostraré la novia, la esposa del Cordero” (Ap 21,9) dice el ánl del Apocalipsis, invitando a contemplar “la ciudad santa, Jerusalén, que desciende del cielo, desde Dios, resplandeciente con la gloria de Dios”. Si esta ciudad no esta hecha de muros y torres, sino de personas, de los salvados, de ella forma parte María, la “Mujer”, expresión plena de la hija de Sión. Igual que, al pie de la cruz, María es la figura y personalización de la Iglesia peregrina naciente, así ahora en el cielo es la primicia de la Iglesia glorificada, la piedra más preciosa de la santa ciudad. “La ciudad santa, la celeste Jerusalén, -dice San Agustín-, es más grande que María, más importante que ella, porque es el todo y María, en cambio, es un miembro, aunque el miembro más excelso”.

“Al celebrar el tránsito de los santos, la Iglesia prodama el misterio pascual cumplido en ellos” (SC 104). La fiesta de la Asunción de María celebra el pleno cumplimiento del misterio pascual de Cristo en la Virgen Madre, que por designio de Dios estuvo durante toda su vida indisolublemente unida al misterio de Cristo. Asociada a la encarnación, a la pasión y muerte de Cristo, se unió a El en la resurrección y glorificación. La segunda lectura (iCo 15,20-26) de la celebración sitúa la Asunción de María en relación con el misterio de Cristo resucitado y glorioso. como anticipo de nuestra glorificación: En verdad es justo darte gracias, Padre santo, porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.

 

HOMILÍA: MARIA ASUNTA A LOS CIELOS

 

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

 

Todos los privilegios marianos tienen su origen y fundamento en la Maternidad Divina de María. Esta Maternidad Divina por lo tanto exigía la Inmaculada Concepción, porque un cuerpo que jamás tuvo pecado no puede corromperse, pues la corrupción y la muerte son consecuencia del pecado. Igual que para su Inmaculada Concepción, podemos decir de su Asunción a los cielos: «DECIR QUE DIOS NO PODÍA… porque Dios quiso, porque la quiso madre sin pecados ni consecuencia del pecado. Habiendo sido templo del Verbo de Dios por obra del Espíritu Santo, convenía a esta dignidad que fuera reservado incólume el cuerpo que en el parto conservó la virginidad.

San Pablo en (1 Cor 15, 20, 26) hablando de Cristo como primicia de los resucitados, concluye que un día los creyentes tendrán parte en su glorificación, pero en distinto grado: Cristo, como primicia; después todos los cristianos. Y entre los cristianos, el primer puesto le corresponde sin duda a María, que fue siempre suya, porque como hemos afirmado anteriormente, jamás estuvo manchada por el pecado.

Ella, la Virgen, es la única criatura en quien la imagen de Dios nunca fué ofuscada, porque Ella es la Inmaculada Concepción, obra predilecta e intacta de la Santísima Trinidad. En la que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo siempre se han complacido.

Esta predilección de Dios Uno y Trino, por María halla en Ella una respuesta por este amor de Dios, su adhesión total al querer de Dios, como lo podemos apreciar (Lc 1.59, 56), la Virgen ante el saludo de Isabel que exalta su fe, responde con ese himno de alabanza que la Iglesia en su liturgia lo reza siempre: PROCLAMA MI ALMA LA GRANDEZA DEL SEÑOR, PORQUE HA MIRADO LA PEQUEÑEZ DE SU ESCLAVA, DESDE AHORA ME LLAMARÁN BIENAVENTURADA TODAS LAS GENERACIONES!

Sí ¡Sí Madre!, todos nos alegramos y gozamos por las maravillas que Dios ha hecho en Tí. Nosotros creemos con todo el fervor de nuestra fe en tu Asunción, y estamos seguros como nos dice la liturgia, que desde tu Asunción a los cielos nos acompañas con amor materno, ejerciendo esta maternidad, que tu Hijo nuestro Señor Jesucristo te confíó en la Cruz.

Nos unimos a toda la Iglesia en aquella mañana del 1° de noviembre de 1950, cuando Su Santidad Pío XII proclamó el dogma de tu glorificación, Asunción con estas palabras: «Pronunciamos, Declaramos, y Definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María terminado el curso de su vida terrestre fué Asunta en cuerpo y alma a la gloria celestiaI»

Para terminar este editorial gozoso.

Nosotros ahora y siempre te cantamos: ¡salve madre EN LA TIERRA DE MIS AMORES TE SALUDAN LOS CANTOS QUE ALZA EL AMOR!Mejor y así terminamos hoy: UN DÍA VER AL IRÉ AL CIELO, PATRIA MÍA, ALLÍ VERÉ A MARÍA , OH SI YO LA VERÉ.

HOMILÍA

 

LA ASUNCIÓN DE MARÍA AL CIELO

 

(Ahí va una homilía chula, de cuando uno tenía veintitrés años, mucho amor a la Virgen y se ajustaba a la oratoria que le había enseñado Don Pelayo en el Seminario.  Fue mi «primer sermón» a la Virgen en el misterio de su Asunción a los cielos)

           

QUERIDOS HERMANOS:

           

            1.- Celebramos hoy el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Esta verdad fue definida como dogma de la fe por el Papa Pío XII en el año 1950, siendo yo seminarista y todavía recuerdo la fiesta por todo lo alto que celebramos en el Seminario y en la Catedral de Plasencia, con misa «pontifical» solemnísima del Señor Obispo, D. Juan Pedro Zarranz y Pueyo y todas la banderas de España y de todos los movimientos apostólicos. ¡Qué buen Obispo, cómo le recuerdo!¡Qué homilía!

            Sin embargo, queridos hijos de María Reina y Madre, esta definición no hacía falta realmente, porque el pueblo cristiano ya profesaba esta verdad desde siglos y la había celebrado con certeza y gozo desde siempre; por eso, a muchos cristianos, sobre todo al pueblo sencillo, más que admiración, le causó extrañeza, porque él siempre había celebrado la Asunción de María al cielo y honrado a la reina de los cielos y había rezado y había contado entre sus verdades de fe este privilegio de María.

            2.- Y es que necesariamente tenía que ser así, tenía que subir al cielo con su Hijo, necesariamente tenía que subir en cuerpo y alma antes de corromperse en el sepulcro, por las exigencia eternas del amor del Hijo a la Madre y de la Madre al Hijo.

            La Virgen añoraba la presencia del Hijo de sus entrañas, del Hijo que tanto la amaba y aunque amaba y quería a la Iglesia naciente y a sus hijos de la tierra, ella no podía soportar más la ausencia maternal y externa del hijo, porque siempre lo tenía en su corazón abrasado de amor hacia Él; a nuestra Madre Inmaculada, llena de gracia y amor, no le podía caber en su limitado cuerpo, aunque totalmente adaptado y sutil a su alma, la plenitud casi infinita de Madre de Dios y de los hombres; su carne inmaculada no pudo contener mas el torrente de estos dos amores, y habiendo ella reunido en su espíritu, con vivo y continuo amor, todos los misterios más adorables de su vida llevada con Jesús y recibiendo siempre perpendicularmente las más abrasadas inspiraciones que su Hijo, Rey del cielo y Esplendor de la gloria del Padre, lanzaba de continuo sobre ella, fue abrasada, consumida por completo por el fuego sagrado del Amor del Espíritu Santo, del mismo fuego del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, de manera que murió y su alma, así extasiada y enajenada, pasó a los brazos dulcísimos de su hijo, Hijo del Padre, como el gran río se penetra en el océano o la mínima sacudida desprende del árbol el fruto ya maduro, como la luz dulce y serena de una estrella, que al llegar la mañana, se esconde en el azul del cielo.

 

            3.-Porque la Virgen murió, sí, hermanos, murió, pero murió de amor, murió abrasada por el fuego sagrado del amor a su Hijo y a sus hijos a los que ayudaría más desde el cielo que desde la tierra, porque podría estar juntos a ellos, en todas las partes del mundo, y en comunicación directa y eficaz.

            Murió de amor. Se puede morir con amor, como todos los cristianos que mueren con la gracia de Dios en el alma, como mueren todos los justos, como moriremos nosotros. Se puede morir por amor, como los mártires, que prefieren morir, derramar su sangre antes de ofender a Dios; pero morir de amor, morir abrasada por el fuego quemante y transformante del amor de Dios, por el fervor llameante del Espíritu Santo, morir de Espíritu Santo, metida por el Hijo en su Amor al Padre, al Dios Amor que realizó y se goza en el proyecto de amor más maravilloso, ya realizado por el Hijo totalmente y consumado en ella… eso sólo en María.

            Por eso a ella con mayor razón que a ninguna otra criatura se le pueden aplicar aquellos versos de San Juan de la Cruz, que describen estas ansias de unión total en el Amado:  Hijo mío, «descubre tu presencia y tu figura, y máteme  tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura…¿Por qué pues has llagado este corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?». Son las nostalgias del amante que quiere fundirse en una realidad en llamas con el Dios amado.

            Jesús, el Hijo, había robado el corazón de su madre que permanecía separada de Él en la tierra. Es justo que si Él había robado el corazón de la madre, fuera un ladrón honrado y se llevase hasta el cielo lo que había robado.

           

4.- ¡Ah hermanos! Es que el Hijo de María es hijo, hijo de una madre y esta madre está llena del Amor de Espíritu Santo de la Santísima Trinidad que le hace al Hijo el Hijo más infinito de amor y entrega y pasión por el Padre, porque le constituye en el  Hijo Amado, y el Hijo con el mismo Amor de Espíritu Santo le hace Padre al Padre, con el mismo amor de Espíritu Santo, y de este amor ha llenado el Hijo por ser hijo a la madre. El hijo de María es el Hijo más Hijo y adorable que pueda existir porque es el mismo Hijo de Dios. El Hijo de Dios es verdaderamente el hijo de María.

            Lógicos, madre, tus deseos, tus ansias por estar  con Él, tu anhelo de vivir siempre junto a Él. Por eso, Madre, en tus labios se pueden poner con mayor razón  que en los de  nuestros místicos: «Vivo sin vivir en mi y de tal manera espero, que muero porque no muero. Sácame de aquesta vida, mi Dios y dame la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es tan entero, que muero porque no muero.»

            Sí, hermanos, desde la Ascensión de su hijo al Cielo, a la Esencia Plena de la Trinidad, María vivía más en el cielo que en la tierra. Le suponía a Dios «más trabajo» mantenerla viva aquí abajo en la tierra que llevársela consigo al cielo. Son las ansías de amor, las impaciencias que sienten las almas transformadas e inflamadas por el fuego pleno del Espíritu Santo, una vez transformadas totalmente y purificadas, de que habla San Juan de la Cruz, almas o que las colma el Señor totalmente o mueren de amor.

            El que abrasa a los Serafines y los hace llama ardiente, como dice la Escritura, ¿no será capaz de abrasar de amor y consumirla totalmente con un rayo de Espíritu Santo que suba hasta los Tres en el cielo de su Esencia divina? Nosotros no entendemos de estas cosas porque no entendemos de esta clase de amor, porque esto no se entiende si no se vive, porque para esto hay que estar purificados y consumidos antes por el Amor de Espíritu Santo, que lo purifica y lo quema todo y lo convierte todo en «llama de amor viva, qué tiernamente hieres, de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro». Es morir de amor, la muerte más dulce que existe, porque en ese trance de amor tan elevado que te funde en Dios, eso es el cielo: «esta vida que yo vivo, es privación de vivir y así es continuo morir, hasta que viva contigo. Oye, mi Dios, lo que digo, que esta vida no la quiero, que muero porque no muero».

            Y murió la Virgen, sí, hermanos, murió de amor y su cuerpo permaneció incorrupto en el sepulcro como el de Jesús, hasta que Él se lo llevó al cielo.

 

            5.- La Asunción de la Virgen al Cielo de la Trinidad fue precedida de diversos hechos. Primeramente, su muerte. Muerte física y real como la nuestra, aunque causada por el amor. Por eso no fue precedida por el dolor o el sufrimiento o la agonía. Fue muerte gozosa, tranquila, como un sueño de amor. Murió por seguir en todo al hijo; el Hijo fue el Redentor y murió para salvarnos; la Madre fue corredentora y tenía que seguir sus mismos pasos muriendo, pero de amor por el Hijo y por los hijos transformada y recibiendo ya la plenitud de Salvación del Hijo, que tuvo ya en su Concepción Inmaculada desde el primer instante de su ser y la rebasó totalmente de ese mismo amor en el último instante de su existir.  

            Antiguamente se celebraba esta fiesta en la Iglesia con el nombre de la «Dormición de la Virgen» o el «Tránsito de la Virgen». Murió la Virgen y su cuerpo permaneció incorrupto hasta que la Virgen se lo llevó al cielo. Por eso, no tenemos reliquias corporales de la Virgen ni de Cristo, a pesar de la devoción que siempre tuvo la cristiandad a la Madre. No sabemos el tiempo que permaneció así, no sabemos si fueron horas o minutos, pero fue la primera redimida totalmente, como en nuestra resurrección lo seremos todos nosotros.

 

            6.- No pudo permanecer mucho tiempo en el sepulcro, porque no podía corromperse aquel cuerpo que había sido durante nueve meses templo de Dios en la tierra y morada del Altísimo, primer sagrario en la tierra, arca de la Alianza, Madre de la Eucaristía. No convenía que conociese la corrupción para gloria de Dios Padre, que quiso asociarla tan íntimamente a su generación del Hijo en el hijo; no convenía por el Hijo: «decir que Dios no podía es manifiesta demencia y es faltar a la decencia, si pudiendo (subirla a los cielos), no quería; pudo y quiso, pues lo hizo y es consecuencia cabal… <<ser concebida, María>>  aquí lo cambio por <<ser asunta a los cielos, sin pecado original>>.

            Tenía que subir al cielo porque la gloria de Dios lo exigía, notaba su ausencia de vida, no podía permanecer inactivo aquel corazón capaz de amarle más que todos los ángeles y santos juntos. Así que cuando su Hijo quiso, se la llevó consigo y fue coronada reina del cielo y del universo.

            El Padre la dijo: Tú eres mi Hija predilecta porque he querido hacerte copartícipe de mi virtud generadora del Hijo en el hijo que concebiste por el Espíritu Santo, como ninguna otra criatura podrá serlo ni yo quiero ya. El Hijo la dijo: Tú eres mi Madre, la madre más grande que he tenido y puedo tener. El Espíritu Santo le dijo: Tú serás mi Esposa, te haré Madre del Verbo Encarnado. Y desde allí, coronada de la Luz y de Gloria  divinas, no deja de amarnos y cuidar de los hijos de la tierra, más que si hubiera permanecido entre nosotros, porque desde allí puede estar con todos, cosa imposible en la tierra, allí siempre y con todos a la vez.

            Por eso, desde el cielo es más madre, más nuestra, está totalmente inclinada sobre la universalidad de todos sus hijos. Se ha convertido en pura intercesión nuestra, totalmente inclinada sobre nuestras necesidades. Por eso, tenemos que pensar más en el cielo, amar más el cielo, querer y desear el cielo: el cielo es Dios, es estar en el regazo eternamente del Padre y de la madre, junto al Hijo, llenos de Espíritu Santo.

            ¡Qué gran madre tenemos, qué plenitud de gracia, hermosura y amor! Está tan cargada de dones y gracias, que necesita volcarlas en sus hijos de la tierra a los que tanto quiere.

            Al subir al cielo, iría viendo todos los lugares donde había sufrido. Todo ha pasado. Todo pasa, hermano, que sufres, y la Virgen desde el cielo te quiere ayudar.

            Mírala con amor en este día. Ella subiendo al cielo nos enseña a elevarnos sobre la tierra y saber que todo tiene fin aquí abajo y debe terminar en el cielo. Y eso es lo que la pedimos, y esto es lo que rezamos y así terminamos: <<Al cielo vais, Señora, y allá os reciben con alegre canto, oh quien pudiera ahora asirse a vuestro manto>> para escalar con Vos el Monte Santo.        Santa María,

Reina del cielo, tu Asunción nos valga; llévanos un día, a donde tú hoy llegas, pero llévanos tú, Señora del buen aire, Reina del Camino y Estrella de los mares.

 

 

SEGUNDA HOMILÍA DE LA ASUNCIÓN

(Es la misma homilía anterior, pero más sencilla, más acomodada a los tiempos actuales, pero con el mismo amor)

 

            QUERIDOS HERMANOS: Celebramos hoy, llenos de alegría y esperanza, la Asunción de la Virgen al cielo. Nosotros esperamos el cielo y vamos caminando hacia el encuentro definitivo con Dios para el cual hemos sido creados y existimos. Hoy es un día para hablar del cielo, para pensar en el cielo, para desear y pedir el cielo con Dios y la Virgen para todos. Pensamos y deseamos poco el cielo. Esta fiesta de la Asunción de la Virgen nos ayude a vivir más pensando en el cielo. Ella deseó tanto estar en el cielo con su hijo que fue asumida totalmente por este amor, como los santos, como todos nosotros, si morimos en gracia de Dios. Esto es lo que tenemos que pedir hoy para todos.

           

            1.- En este día de la Asunción de la Virgen, meditemos primeramente en el hecho:

            a) Asunción es la acción de asumir, llevarse algo en brazos; asunción quiere decir que la Virgen fue asumida por el amor de su hijo, que era el Hijo Amado del Padre y por el Padre; por eso, en la Asunción, María es asumida por el Padre en el Hijo con Amor de Espíritu Santo. Fue asumida por la Trinidad totalmente, en cuerpo y alma;

             b) para ser asumida, tuvo que morir primero como el Hijo había muerto en el hijo engendrado por ella; muere el hijo en su naturaleza humana, tiene que morir la madre para seguir sus mismos pasos. No estaba bien que muriera el hijo por amor y la madre no muriera, aunque fuera por amor;

            c) murió y fue resucitada por el hijo ya Hijo total, como Él también había muerto en el hijo;

            d) y subió al cielo; el cielo no es un lugar, sino la posesión hasta donde le es posible al hombre; María está en la misma orilla de la Divinidad, por eso es omnipotente como Dios, pero suplicando

            2.- María fue asunta en cuerpo y alma al cielo:

 

            a).- Por Madre de Dios. Porque su Hijo lo quiso y pudo hacerlo porque Él es Dios. Porque  (ver el prefacio)

            b).- Por llena de gracias desde el primer instante de su existencia. Y la gracia es la semilla del cielo. A más gracia, más cielo. Y como rebosaba y estaba llena de gracia al principio, fue llenada y asunta al cielo al final. Si el cielo es Dios, ella estaba llena de su Hijo, que es Dios y se fue con Él al cielo.

            c).- Por corredentora. Por haber estado siempre junto a su hijo. Es más, en su pasión y muerte, ese hijo permitió que el Padre le quitara todas las ayudas, para poder sufrir más por Él y por los hombres, sus hermanos; pero no consintió que no estuviera junto a Él su madre, porque la necesitaba. Pisó las huellas dolorosas del hijo, convenía, era exigencia de amor que pisara las huellas gloriosas hasta el cielo. Fue la primera redimida totalmente desde el principio hasta el final de la redención.

            d).- Por santa. Santidad es unión con Dios. Si algunos santos desean morir para estar con Dios, la Virgen mucho más.

Estando su hijo hecho Hijo plenamente en el cielo, donde la humanidad se hizo totalmente Verbo de Dios, era natural y lógico que natural que su madre deseara Verbalizarse en Él y por Él con el Padre y el Espíritu Santo. Le pegan mejor que a nadie estos versos de las almas enamoradas: «Esta vida que yo vivo, es privación de vivir, y así es continuo morir, hasta que viva contigo; oye mi Dios lo que digo, que esta vida no la quiero, que muero porque no muero»

 

            3.- Felicitémosla:

 

            a).- Por criatura totalmente redimida, la primera, por ser una de los nuestros, criatura creada por amor y para el amor, pero, en definitiva, criatura que ha llegado hasta la plenitud de lo que nos espera a todos: es la primera redimida en totalidad. Nos enseña el camino y la meta de la vida cristiana. Felicitémosla porque cumplió totalmente  la voluntad de Dios.

            b).- Por haber sido madre del Hijo de Dios, que nos lleva a todos al cielo. Qué seguridad y certeza de conseguirlo, por ser nuestra madre también y por hacernos hermanos de uno tan grande que es Dios, que todo lo puede. Y el cielo nos lo ha conseguido y prometido. Y lo cumplirá. ¡Qué gran madre tenemos, qué plenitud de gracia, hermosura y amor y cielo, es un cielo, es nuestro cielo con Dios! En el cielo sigue siendo nuestra madre y no cesa de interceder por todos nosotros sus hijos de la tierra. Por eso su triunfo es el nuestro; como criaturas creadas por el amor de Dios tenemos su mismo destino. Ella ha conseguido ya la plenitud que buscamos. Como madre nos ayudará a conseguirlo. Es día de rezar el rosario, subir al Puerto, mirarla, hacer alguna cosa por ella.

            c) Por ser meta y camino: María asunta al cielo se convierte por eso para todos nosotros los desterrados hijos de Eva en nuestra meta y gracia para conseguirlo: hoy hay que pensar en el cielo, pensar y vivir para el cielo, en pecado no se puede celebrar esta fiesta, hay que confesar nuestros pecados y comulgar plenamente con el Hijo. Por eso se convierte en nuestra esperanza, en vida y esperanza nuestra, Dios te salve, María. Ella es ya la Madre del cielo y de la tierra creyente, es eternidad feliz con Dios. Es cita de eternidad para todos sus hijos. “Es la mujer vestida de sol, coronada de estrellas”. En ella la resurrección total ha empezado a extenderse a toda la humanidad.

 

            d) Por Intercesora. En el cielo María se ha convertido en intercesora de todo el pueblo santo de Dios; es divina, es omnipotente suplicando e intercediendo por sus hijos. Un hijo puede olvidarse de su madre, pero una madre no se olvida jamás de sus hijos; y ella es nuestra madre y está en el cielo y esto nos inspira seguridad, certezas, consuelo, esperanza, fortaleza hasta el triunfo final. Como ha sido elevada al cielo, para hablar con ella hoy hay que mirar hacia arriba, hay que elevar la mirada sobre todas las cosa terrenas y esto nos inspira fe, amor, pureza de vida

            Celebremos así esta fiesta, que es nuestra, porque ella es nuestra madre; celebrémosla con estos sentimientos y actitudes y certeza. Recemos. Contemplemos. Bendigamos, digámosla cosas bellas porque se lo merece, esto es «benedicere», bendecir a Dios  por las maravillas obradas en Ella, que es un cielo en el Cielo de la Trinidad. Amén.    

 

PENTECOSTÉS: CON MARÍA A LA VERDAD COMPLETA:

 

            Vamos a meditar ahora, reunidos con María, en el significado de estas palabras en las que Jesús promete a los Apóstoles el Espíritu Santo: “Porque os he dicho estas cosas, os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré”.

            Convenía que Cristo se fuera, porque los Apóstoles se habían fijado sólo en lo externo de Cristo, en sus milagros, en sus hechos, pero lo más grande de Cristo es su Espíritu, sin interioridad, sus sentimientos, su interior. Entonces tenía que desaparecer en su forma externa y física para que los Apóstoles llegaran a descubrirla. Sería una venida del mismo Cristo, pero hecho todo fuego, llama de amor viva, Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo es el Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en el beso y abrazo de Amor que es el Espíritu. Y eso es la verdad completa para Cristo. Y sólo el Espíritu Santo, su Espíritu hecho solo amor, sin palabras, la puede enseñar.

            La Verdad completa es la experiencia de lo que sabemos, creemos, rezamos. Creer y saber las verdades, a palo seco, sin sentir nada, es verdad incompleta. Cuando la teología no experimenta, llega a olvidarse. Cuando la liturgia no se vive, todo es puro ritualismo vacío de sabor y vida. Lo decía San Ignacio: «No el mucho saber hasta y satisface al alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente».

            La Verdad completa que Cristo nos promete es la vivencia de la Santísima Trinidad dentro de nosotros, porque somos templos del Espíritu Santo, del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por la potencia de Amor del Espíritu Santo: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme de mí, para establecerme en Vos, tranquilo y sereno, como si mi alma ya estuviera en la Eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, oh mi Inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de vuestro Misterio».

            Todos nosotros hemos rastreado estos paisajes de alma en los años tranquilos y gozosos del Seminario. Hoy quizás nos cueste más trabajo entrar dentro de nosotros mismos. Pero si hacemos oración a la Virgen, si la invocamos, si Ella camina junto a nosotros en nuestra vida pidiendo, contemplando, a la que es modelo de la Iglesia, de todos los cristianos, de todos los sacerdotes, su oración: “María meditaba todas estas cosas en su corazón” y su ejemplo y su ayuda, como a los Apóstoles en el Cenáculo, nos puede ayudar mucho para recibir el Espíritu Santo y llegar así a la verdad completa de Cristo, de nuestro sacerdocio, de nuestro apostolado.

            Lo que más nos interesa esta mañana de Ella es todo lo referente a su aspecto teológico-sacerdotal. La explicación de esta unión de María con nuestro sacerdocio es muy sencilla.

            María ha sido elegida para ser Madre de Cristo Sacerdote, para que en su seno tuviera origen el ser y actuar sacerdotal de Cristo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” ( Hbr  ).

            María ha sido elegida para estar siempre unida a la obra redentora de Cristo, asociada desde la Anunciación a su misión redentora como sacerdote y víctima de propiciación por los pecados del mundo  hasta el Calvario donde “Estaba junto a la cruz su madre...” Como los sacerdotes son los que prologan esa obra redentora en la tierra, los que hacen presente todo este misterio de salvación, especialmente en la Eucaristía, la Virgen tiene que seguir unida ejerciendo esa tarea maternal que Cristo la confió: “He ahí a tu madre” “he ahí a tu hijo”. María está muy unida a todo sacerdote, porque somos signos personales de Cristo Sacerdote, Cabeza de la Iglesia y buen Pastor, al cual Ella, por voluntad de su Hijo, «no sin designio divino», como dice la Lumen gentium, estuvo asociada como madre.

            Recordemos que María ha dado a luz y ha alimentado y educado y cuidado a Cristo en su realidad concreta. La unción sacerdotal de Cristo se realizó en el seno de María. La maternidad de María dice relación directa al ser, a la función y a la vivencia sacerdotal de Cristo que el seno de María inicia su “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. María y Cristo engendrado por el Espíritu Santo tienen un mismo corazón y una misma sangre y un mismo respirar, y esa sangre recibida de María será la que derrame por nuestra salvación. Por lo tanto, las vivencias  y los sentimientos y las actitudes sacerdotales de Cristo, desde el seno materno, dicen una relación intimísima. Podemos decir que entre Cristo sacerdote y María hay una unión biológica y total: carne y espíritu.

            María abre su seno y su corazón a la Palabra pronunciada con todo amor por el Padre, al Verbo encarnado, que queda desde ese momento ungido y consagrado por el mismo Espíritu Santo que nos unge a nosotros sacerdotes, y Cristo queda constituido por la potencia de Amor del Espíritu Santo Sacerdote Único de la Nueva Alianza al irrumpir por María en el tiempo y espacio de la historia humana, que se convierte en Historia de Salvación.

            Por eso, el Vaticano II, en el Decreto Presbyterorum Ordinis dice: «Veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y Auxilio de su Ministerio». Sabe la Virgen del Sacerdocio de Cristo y nuestro más que todos los teólogos y liturgos juntos; lo mismo que de vida, entrega y espíritu sacerdotal. El Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo y Ella los que más saben y pueden ayudarnos en este conocimiento y vivencia. De aquí la pregunta: ¿Cómo ser sacerdote en plenitud y no estar unidos a María, la Madre Sacerdotal? ¿Cómo no pedírselo todos los días, cómo no estar todos los días diciéndole, eso es la oración, Espíritu de mi Cristo, Espíritu Santo, que hiciste a Cristo Sacerdote del Altísimo en el seno de María, y le enviaste al desierto de la oración y de las noches enteras, a la evangelización de las gentes por aquellos caminos de Palestina, hasta que jadeante y sudoroso se sentó en el brocal del pozo esperando a la Samaritana, y lo guiaste hasta la cruz, donde “Estaba también su madre...”?, yo quiero sumergirme en el seno, en el corazón  y en respirar y vivir de María, para que sea sacerdote, presencia sacramental de su Hijo,  según tu potencia de Amor.

            El Espíritu Santo y María están muy unidos, celebraron unos desposorios muy fuertes y eficaces porque engendraron al Hijo del Eterno Padre y le dieron una naturaleza humana para que pudiera ser sacerdote y víctima en la cruz. La misma acción hizo sacerdote a Cristo y a María, Madre.

            Todo lo que hemos dicho hasta ahora se refiere más bien al ser sacerdotal de Cristo, al que María estuvo totalmente unida como Madre. Pero es que Ella también estuvo singularmente asociada alactuar sacerdotal de Cristo desde la Encarnación hasta la Cruz. Por lo pronto, Ella, con su especial maternidad-sacerdotal, se anticipó a su Hijo en el sufrimiento y en la victimación cumpliendo la voluntad del Padre.

             Por aceptar la voluntad del Padre y el deseo del Hijo de encarnarse en su seno, precisamente en Ella, María tuvo que sufrir muchas incomprensiones, sospechas y desprecios. No dio explicaciones a nadie, vivió su ofrenda y holocausto en unión con el Hijo que nacía lleno de deseos de Salvación por todos los hombres. Se ofreció al Padre con su Hijo, ofrenda anticipada a la Eucaristía, en victimación silenciosa. La Virgen del silencio martirial. Qué ejemplo para todos los sacerdotes, cuando alguien no nos comprende, no piensa bien de nosotros. María no pierde el tiempo dando explicaciones.

            María es la única y elegida como madre unida por disposición divina a la vida y actuación sacerdotal de Cristo, porque lo ha querido y dispuesto la Santísima Trinidad. María participa en esta realidad sacerdotal, que es toda la vida de Cristo, en cuanto instrumento materno, que hace posible la acción sacerdotal de Cristo en la Encarnación, en la Inmolación como sacerdote y víctima en la cruz y en Pentecostés. Y María sigue asociada a la obra que realiza Cristo a través de la humanidad de otros hombres, por voluntad de su Hijo que quiso tener junto a sí en el momento cumbre de su actuar sacerdotal.

            Este sentido sacerdotal de la maternidad de María lo expresa muy claramente la L.G. 58 « Desde la Anunciación... mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en donde no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con su amor a la inmolación de la víctima engendrada por ella misma... (Jn 19, 25-27)».

            ¿Quién dijo a María que tenía que subir al calvario, quien la llevó hasta la cruz, quién la mantuvo en pié, víctima con la Víctima? Su instinto materno, que era sacerdotal, que era de Cristo, que era por el Espíritu Santo. Todas las fibras de su ser estaban sacudidas. La presencia de María junto a la Cruz no era solamente cuestión “de la carne y de la sangre”, demostraba su compromiso de participación total en el sacrificio redentor del Hijo, por designio misterioso del Padre y así ha quedado para siempre como modelo perfecto de todos los que quieran asociarse sin reservas al ofrecimiento salvador del Hijo.

            “Mujer, he ahí a tu hijo”; esta sobriedad y esencialidad de palabras que se dirían propias de una fórmula casi sacramental hacen pensar, que María, por encima de las relaciones familiares, ha estado vinculada con el Hijo en su misión redentora y sacerdotal y que las palabra de Jesús tienen un valor simbólico que va más allá de la persona del discípulo predilecto. Abarca a todos los hombres, pero singularmente a los sacerdotes como Juan. De esta manera Cristo implica a su madre no sólo en la propia entrega al Padre, sino también en la donación de sí mismo a los hombres, especialmente a los apóstoles.

            “He ahí a tu Madre”; igualmente otras brevísimas palabras dirigidas por Jesús a Juan, parecen como sacramentales, parecen instituir un sacramento. Al amor maternal de María hacia nosotros, deberá responder de nuestra parte un amor filial a Ella. El discípulo de Jesús está invitado a amar a María y a amar como María, sufriendo como Ella junto al Hijo. Con estas palabras Jesús nos viene a decir a todos: Ámala como yo la he amado y así sentirás su ayuda. Si para mi ha sido imprescindible en este momento y consentido que mis amigos se vayan pero, sin embargo, he querido que su presencia y su consuelo y su amor no me falte en este momento, si para mi ha sido imprescindible, ¿cómo no lo será para vosotros?

            En concreto, en estas palabras Jesús funda el culto Maríano, el culto filial sacerdotal. Jesús que había experimentado y apreciado el amor maternal de María en la propia vida,  ha querido también que sus discípulos pudieran, por su parte, gozar de este amor materno como componente de su relación con Él, en todo el desarrollo de su vida espiritual y sacerdotal.

            Se trata de sentir a María como Madre y tratarla como Madre para que nos forme como sacerdotes, como prolongadores de la presencia de Cristo,  y nos enseñe a tratarla como elegida por Dios para que nos forme también a nosotros y nos enseñe cómo asociarnos a las actitudes sacerdotales de su Hijo.

            El evangelista concluye diciendo que “desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19, 27). Esto significa que el discípulo ha respondido inmediatamente a la voluntad de Jesús. Como nosotros debemos hacerlo. Aquel gesto de Juan era la ejecución del testamento oral de Cristo que tenía un valor para todo apóstol invitado ya a recibir a María en su casa, a hacerle un puesto en la propia vida. En virtud de las palabras de Jesús agonizante, todo sacerdote, todo apóstol debe ofrecer un espacio a María, no puede dejar de incluir su presencia en su vida sacerdotal. Y todo por voluntad de Cristo.

            Y de hecho, en la historia de la Iglesia, sobre todo desde la Ascensión de su Hijo, María ha estado muy presente en la vida de los Apóstoles en Pentecostés, hasta las manifestaciones y apariciones verdaderas, que nos hablan claro de su amor por todos los hombres. Por lo tanto, María nos será siempre una ayuda y un modelo valiosísimo, imprescindible en nuestra dura y a veces incomprendida vida sacerdotal.

            La maternidad de María dice relación al ser y existir sacerdotal de Cristo, corrió su misma suerte, pisó sus huellas de dolor, tuvo sus mismas marcas por su unión al misterio redentor del Hijo. Y como todo sacerdote es prolongación de Cristo, es hijo de María especialmente, y Ella es la que principalmente me puede enseñar a ser y actuar sacerdotalmente como hijo en el Hijo. Es más, en razón de su maternidad actual, de su  actuar salvífico presente sobre la Iglesia, la acción de acción de María tiene un marcado sentido sacerdotal y eclesial. Nuestras acciones como sacerdotes para engendrar a sus hijos, los hombres, a la vida cristiana, se identifican a veces con las acciones nuestras sacerdotales. Atención, que estoy rozando el límite, pero no llego a la herejía. Porque no digo cuales, que sería lo más difícil teológicamente, hablo en general, vale. ¿Quién es aquella Señora vestida de sol y coronada de estrellas que en el Apocalipsis aparece entre dolores de parto danto a luz a un hijo? No puede ser el nacimiento del Hijo, que fue sin dolor, sino de los hijos, como los sacerdotes, como la Iglesia a la que representa aquella señora, pero la Iglesia es a los sacerdotes a los que confía en engendrar hijos de Dios por la gracia, la predicación, el apostolado. En relación con María el Vaticano II lo dice muy claro: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia, perdura sin cesar, desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pié de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielo, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión, continúa obteniéndonos los dones de la Salvación eterna» (LG 62).

            Aquí entraría un nuevo concepto teológico que se refiere a su actuación salvífica actual, unida a Cristo, que ejerce su sacerdocio celeste ante el Padre, ofreciéndose e intercediendo como Único Mediador y Ella como asociada. En María es su maternidad eclesial actual como Madre de la Iglesia. Lo dice muy claramente el Concilio: «Asunta a los cielo, no ha dejado esta misión salvadora... continúa obteniéndonos los dones de la Salvación eterna»

            Los efectos de su acción maternal o de María como madre de la Iglesia es ayudar a engendrar a Cristo por el Espíritu Santo en nosotros y por nosotros, cuidar de esa vida como madre, tarea confiada por Cristo y unida a Él a favor nuestro.

            Los efectos de las acciones de Cristo, María y nosotros sacerdotes son santificadores: Cristo, en razón de Cabeza y Único Sacerdote; María como Madre de Cristo y de la Iglesia; y nosotros, sacerdotes, como presencia sacramental y prolongaciones del Único Sacerdote. Ciertamente en María estas acciones no son estrictamente sacerdotales, ministeriales, como en nosotros, que prestamos nuestra humanidad a Cristo, sino acciones maternales con efectos suprasacerdotales, incluso, engendradores también de filiación y vida divina. Y en esto como en todo, María es modelo y tipo para los sacerdotes.

            Dice muy bien la Lumen gentium: «La Virgen María en su vida fue ejemplo de aquel afecto (celo pastoral) materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres» (65). Es decir, la misma realidad de María, presente activamente en la Iglesia, es una realidad sacerdotal en cuanto sacerdocio de Cristo por medio de los signos eclesiales.

            Además, si toda la Iglesia es Pueblo Sacerdotal, cada uno según su propia vocación, María, como Madre de la Iglesia, es punto culminante de esta participación, aunque el modo le es peculiar, siempre como Madre de Cristo, unida a su ser y existir sacerdotal en relación a la Iglesia y a los hombres, como Madre de la Iglesia.

            Repito: la participación de María en el sacerdocio de Cristo no es ministerial, por eso, Ella no ejerce los servicios sacerdotales del sacerdote en nombre de Cristo: no bautiza, no consagra: Ella está a un nivel distinto y superior, que podría llamar fontal, porque actúa en la cabeza, junto a la Cabeza y desde la Cabeza, que es Cristo, como madre de su ser y existir sacerdotal.

            Y por eso, todos nosotros, pastores, tenemos que mirar a María para imitar sus actitudes maternales en relación a Cristo y también tenemos que mirar a Cristo sacerdote en la relación con su Madre. De Cristo aprenderíamos afecto filiar a María. De María a Cristo: cómo vivir nuestra unión con Él y espíritu materno en relación con la Iglesia: celo pastoral, que engendra vida y sobre todo, ayuda de María para llevar a efecto nuestra propia participación en el sacerdocio de Cristo.

            Y desde aquí surge nuestra peculiar relación con María, Madre de Cristo Sacerdote, y de la Iglesia, pueblo sacerdotal. Y de aquí surge una relación especialísima de protección y de ayuda de María en relación con los sacerdotes, a los que Ella ve como prolongaciones de su Hijo Sacerdote, especialmente en la celebración de la Eucaristía que hace presente su estar “junto a la cruz” unida a la pasión y muerte de su Hijo.

            De aquí se deduce que la devoción, la unión del sacerdote con María como Madre Sacerdotal no es marginal, ni de añadidura ni de adorno, sino consustancial y parte integrante de su sacerdocio, tipo y modelo de su espiritualidad sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal, para que sea verdad completa, ha de tener vibraciones Maríanas, por ser precisamente cristológica y eclesial. Los sacerdotes anunciamos a Cristo, que nació de María Virgen, hacemos presente el misterio redentor de  Cristo, al que asoció a María, y seguimos dando a los hijos de Dios la gracia sacramental, con María, Madre de la Gracia y de la Iglesia.

            Sin María, sin una relación muy íntima con Ella nuestro sacerdocio no es pleno en Cristo, ni gratificante ni plenificante para nosotros ni para la Iglesia, no hay gozo sacerdotal pleno sin María, no hay verdad completa, ni vivencia “en Espíritu y Verdad” de lo que somos y hacemos en Cristo. Sin María el sacerdocio se vive en noche oscura y tremenda y espesa. No querer y amar a María en intensidad indicaría muchas cosas. Y todas negativas. ¡Qué gran madre sacerdotal tenemos. Qué plenitud de gracias y consuelo y ánimos y privilegios para los sacerdotes! ¡Qué madre más dulce y sabrosa! ¡Qué hermosa y dulce y tierna nazaretana!

            El Magisterio y la Tradición eclesial han indicado esta realidad con afirmaciones muy expresivas: «Si la Virgen Madre de Dios ama a todos con tiernísimo afecto, de una manera muy particular siente predilección por los sacerdotes, que son viva imagen de Jesús» (PÍO XII, Menti nostrae, 24). Qué alegría escuchar esto, pero sobre todo, vivirlo.

            Y Juan Pablo II: «Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio» (Carta del Jueves Santo 1989, 11). Renovemos, pues, hoy, esta consagración a María de todo lo que somos y hacemos en nuestro sacerdocio. Y manifestemos esta devoción sacerdotal a la Virgen en la fidelidad a la Palabra: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”; y en la docilidad al Espíritu Santo que nos consagró sacerdotes del Altísimo.

            El Concilio Vaticano II resume la espiritualidad o actitud Mariana del sacerdote con estas palabras: «De esta docilidad (a la misión del Espíritu Santo) hallarán siempre un maravilloso ejemplo en la Bienaventurada Virgen  María, que guiada por el Espíritu Santo, se consagró al ministerio de la redención de los hombres: Los presbíteros reverenciarán  y amarán con filial devoción y culto a esta Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio» (PO 18).

            Esta santidad Mariana o unión a María, junto con la devoción especial al Espíritu Santo, es una línea fuerte de espiritualidad sacerdotal, porque de ellas surgen y se alimentan el amor a Cristo Sacerdote y el amor a su Iglesia. Y María es la mejor ayuda.

SIGLAS

 

BAC= Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1944.

Bpa= Biblioteca Patrística, Ciudad Nueva,

         Madrid 1986

CMP= Corpus Marianum Patristicum, S. Álvarez

         Campos, Ediciones Aldecoa, 8 vols., Burgos

         1970-1985.

LG= Lumen gentium. Constitución sobre la Iglesia.

DV= Dei Verbum. Constitución sobre la revelación

        divina.

SC= Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia.

GS= Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo.

MC= Maríalis cultus, Exhortación de Pablo VI.

RM= Redemptoris Mater, Carta A. de Juan Pablo II

CEC = Catecismo de la Iglesia Católica.

DS = Denzinger-Schonnet. Enchiridium Symbolorum.

PG = Patrología griega, Migne.

PL=  Patrología latina, Migne.

NDM=Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

ADVIENTO: RETIRO DE ADVIENTO CON LA VIRGEN .........................   5

LA VIRGENDELADVIENTO ................................................. …………..  12

VIVIR EL ADVIENTO CON MARIA ......................................... …………. 17

INMACULADA CONCEPCION, HOMILÍA 1ª ............................................. 28

INMACULADA CONCEPCION, HOMILÍA  2ª  ........................................    33

INMACULADA CONCEPCION, HOMILÍA  3ª .........................................   39

INMACULADA CONCEPCION, HOMILÍA  4ª  .........................................  43

ANEXO  DE LA INMACULADA:ASAMBLEA PLENARIA DE LA CE...  46

 MARÍA EN LA DOCTRINA DE LA IGLESIA: CONCILIO VATICANO II Capítulo VIII de la Lumen gentium: LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA.....55

CONSAGRACIÓN A MARÍA …………………………………………….78

1º DE ENERO: SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS…………….………83

MI SERMÓN DE LA ANUNCIACIÓN………………………..…..………91

MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ, HOMILÍA 1ª ....................................100

MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ, HOMILÍA 2ª.....................................106

MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ, HOMILÍA 3ª.....................................109

MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ, HOMILÍA 4ª.................................... 114

MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ: MEDITACIÓN……………….……117

PERSONALIDAD DE MARIA……………………………………….…….122

PLEGARIA-HIMNO A MARÍA……………………………….……..…….124

POESIA A MARIA INMACULADA (GABRIEL Y GALÁN)..……...……126

MARÍA, SIERVA DE DIOS Y DE LOS HOMBRES………………………127

MARÍA, MADRE DE LA FE, ESPERANZA Y DEL AMOR………….…..131

FIESTA DE LA PRESENTACIÓ DEL SEÑOR……………………………136

MARÍA, MADRE DEL AMOR HERMOSOS………..……………….…….138

RELIGIOSAS  CON MARÍA…………………………………….…………141

EL AVE MARÍA……………………………..………….………………..…144

TRIDUO A LA VIRGEN DEL CARMEN……………………..….………..148

EL CREDO MARIANO …………………………………………………… 156

VISITA A SANTA ISABEL……………………….………..……….…..….158

MARÍA, POBRE DE YAHVÉ……………………………..…………..……163

EL MAGNIFICAT, RETRATO ESPIRITUAL DE LA VIRGEN……..……170

ASUNCIÓN DE LA VIRGEN, BENEDICTO XVI…………………………172

MEDITACIONES MARIANAS……………….……………….……....……175

MARÍA EN PENTECOSTÉS………………..…….…………………...…....192

HOMILIA DE LA ASUNCIÓN……….……………………..………..…….208

HOMILIA DE LA ASUNCIÓN……………….…………………………….223

HOMILIA DE LA ASUNCIÓN…………………………….………….……224

PENTECOSTÉS CON MARÍA………………..……………………….……232

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