HOMILÍAS EUCARÍSTICAS del Jueves santo y corpus christi PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

HOMILÍAS  EUCARÍSTICAS

del

Jueves santo y corpus christi

 

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

A JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a todos los hombres; y a todos mis hermanos sacerdotes, ministros del Misterio admirable de nuestra fe y Servidores de la mesa del Pan de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, a  los que tanto quiero, respeto y recuerdo todos los días, con ferviente devoción, ante nuestro Único Sacerdote y Víctima de la Nueva Pascua y Eterna Alianza con la Trinidad Divina.   

PRÓLOGO

LA EUCARISTÍA COMO PASIÓN

Hay formulaciones felices que se convierten en referencia obligada siempre que hay que decir algo sobre determinados temas. En concreto, al hablar de la Eucaristía es imprescindible afirmar: «Eucaristía es fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia». Desde que esta frase apareció en la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, en su número 10, recogiendo la experiencia cristiana, no ha dejado de repetirse como santo y seña de todo aquel que quiera decir algo sobre el sacramento eucarístico. Si la frase ha hecho tanta fortuna es porque con ella se pone de relieve la centralidad de la Eucaristía en la vida del cristiano.

Este sacramento, en efecto, alimenta el vivir cotidiano de Pan de vida eterna; es decir, eleva lo vivido cada día a un horizonte en el que lo divino se une a lo humano y todo lo humano se proyecta hacia lo divino; pues se podía decir que la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor se realiza también místicamente en la vida de cada cristiano que lo recibe. Por eso, los que quieran que sea su centro y su corazón han de vivirlo con hondura y pasión. El autor de estas páginas es uno de esos cristianos que viven como testigos apasionados de la centralidad eucarística. Digo “vive”, porque, aunque es un valorado profesor de teología y un reconocido autor de profundos estudios sobre la Eucaristía, es también, y sobre todo, un sacerdote que cada día celebra ese maravilloso misterio con su comunidad parroquial de San Pedro, en la ciudad de Plasencia, a la que alienta -insisto en que apasionadamente- a vivir de la Eucaristía.

A lo largo de estas páginas, que ahora comienzas a leer, de la mano de Gonzalo Aparicio, -un buen guía- descubrirás la diversidad de matices de este misterio de amor en el que Jesús nos ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por nuestra salvación. Verás, en efecto, qué es el sacrificio anticipado y perpetuado de Jesucristo, fuente de gracia para los creyentes en la Iglesia. Descubrirás que ese sacrificio es el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza; y sentirás que la presencia permanente del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las especies de pan y de vino, es alimento para nuestra vida, como viático que fortalece en el camino y sagrario para el encuentro, que alivia en el cansancio y la fatiga.

En lo que ahora vas a leer podrás comprender la grandeza de este misterio y cuáles son sus consecuencias para la vida de la Iglesia, sobre todo que la Eucaristía la conforma; pues «la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia», como nos acaba de recordar Juan Pablo II en su Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, recogido de la tradición teológica. Las comunidades cristianas, en efecto, cada vez que celebran la Eucaristía, se abren a la unidad del Pan que los hace uno en el Señor, pues «participamos en el misterio que somos», como decía San Agustín, refiriéndose a este misterio de unidad; y sus miembros quedan unidos a Cristo para su santificación; juntos manifiestan su unidad católica en la única profesión de fe, de doctrina, de vida sacramental y de orden jerárquico; y cada comunidad actualiza la tradición apostólica celebrándola en memoria y por mandato del Señor. En resumen, la Eucaristía muestra a la Iglesia que la celebra como una, santa1católica y apostólica.

Pero como la Iglesia no vive para sí misma, sino para la misión, el don de la Eucaristía es siempre un paso imprescindible para la tarea. La unión con Cristo que tiene lugar al participar en el banquete eucarístico, no sólo transforma la vida del hombre y lo une a él, también lo envía a ser su testigo. La Eucaristía, aunque se celebre en el altar de una pequeña iglesia, se celebra siempre en el altar del mundo, pues une el cielo y la tierra y por la vida de cuantos participan en su gracia impregna de santidad toda la creación. El que escucha al final de la celebración «podéis ir en paz», se sabe enviado a ser testigo de la buena noticia que ha experimentado; sabe que ha de llevar el anuncio de ese misterio fontal y cumbre de la vida cristiana a todos los rincones del mundo con su vivir y su decir, pues con obras y palabras se evangeliza. De un modo especial, la Eucaristía, vínculo de caridad dentro y fuera de la Iglesia, nos ha de llevar a vivir la comunión en el tejido de las relaciones sociales y a ofrecer amor fraterno en las situaciones humanas de pobreza, tal y como se manifiestan en nuestro entorno social.

Sólo una palabra, antes de dejarles con el autor, para recordar una actitud imprescindible con la que acercarnos a la Eucaristía: tener conciencia de que es un don para adorar. Si de verdad queremos que ese maravilloso intercambio entre Jesús sacramentado y nosotros transforme nuestra vida y sea verdaderamente fuente y culmen, hemos de abrirnos con profunda docilidad y actitud interior de fe al misterio que celebramos.

Sin adoración no podemos experimentar la encarnación sacramental de Jesucristo en nosotros; y, si no se encarna, no me transforma; si no me transforma, no me renuevo; si no me renuevo, no tengo nada que compartir; si no comparto nada, no puedo ofrecer lo que no tengo cuando salga a la calle y me encuentre con los que no han podido o querido sentarse a esa mesa. El primer paso, pues, para vivir la Eucaristía es de confianza y adoración devota; sólo así podemos alimentarnos en ella y ser testigos de su eficacia salvadora.

Con mi bendición y estímulo a seguir profundizando en el misterio eucarístico para el autor y para quienes lean estas reflexiones teológicas y sus consideraciones espirituales.

Amadeo Rodríguez Magro,

Obispo de Plasencia.

INTRODUCCIÓN

El Papa Juan Pablo II ha declarado «año de la Eucaristía», desde octubre de este año del 2004, Congreso Internacional Eucarístico de Guadalajara, Méjico, hasta finales de octubre del 2005, Sínodo de los Obispos en Roma. Queriendo ayudar según mis posibilidades a su mejor celebración me ha parecido oportuno publicar este libro de HOMILÍAS Y MEDITACIONES EUCARÍSTICAS, teniendo muy en cuenta también las aportaciones de la última Encíclica del Papa Ecclesia de Eucharistia: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fín del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia  con un intensidad única”       (Ecclesia de Eucharistia 1a).

La Eucaristía del domingo, como mesa de la Palabra y del Sacrificio, siempre me ha parecido el corazón de toda la vida espiritual y pastoral cristiana, tanto a nivel parroquial como personal. En esto no soy nada original, lo dice la misma Encíclica antes citada: «Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida cristiana» (Ecclesia de Eucaristía 1b). El  Concilio Vaticano II:  «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5) «La Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica...»; «...ninguna comunidad cristiana se edifica, si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda la educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía. La Eucaristía dominical es la manifestación pascual y semanal del Señor resucitado, en la que se aparece a sus discípulos y seguidores de todos los siglos para  alimentarnos con el pan de su Palabra y de su Cuerpo. Por eso, me gusta la Eucaristía dominical con su homilía, porque es el mismo Cristo entregando su vida por nosotros y explicándonos los motivos. La homilías de este libro, al ser eucarísticas, casi todas fueron predicadas en las festividades  del Jueves Santo o del Corpus, pero su contenido vale para todos los tiempos y celebraciones que tengan como motivo o finalidad alimentar el amor a Jesucristo Eucaristía. Basta decir “en este día o en esta celebración”, donde el autor tenga escrito Jueves Santo o Corpus, y todo encaja perfectamente. Y lógicamente, aunque siempre trato de la Eucaristía, he procurado también que el contenido sea distinto, abarcando los diversos aspectos de la Eucaristía como sacrificio, comunión y presencia.

Por otra parte, todos sabemos que el estilo es la persona y, por tanto, las homilías de cada uno serán siempre  personales, en la forma, en el desarrollo y en el contenido. Todos los estilos son respetables, siempre que conserven las enseñanzas de los Apóstoles y la doctrina de la Iglesia y las normas de la liturgia y nos ayuden a conocer y amar más a Jesús Eucaristía. Estas homilías y meditaciones eucarísticas han sido escritas primeramente para que puedan servir de alimento espiritual a todos aquellos que las lean, además de los que las escucharon; segundo, quieren ser una sencilla ayuda para aquellos que ejercen el ministerio de la predicación, especialmente en esos días, en que uno no se siente inspirado o las ocupaciones pastorales no nos han dejado tiempo para pensar y orar la homilía que quisiéramos. Las meditaciones también pueden servir para Ejercicios Espirituales o días de Retiros personales o en grupo. Si os sirven para esto ¡adorado sea el Santísimo Sacramento del altar!

Estas homilías y meditaciones están pensadas y oradas principalmente para el pueblo cristiano, aunque algunas meditaciones hayan sido dirigidas a sacerdotes, variando por ellos un poco el nivel o las aplicaciones de las mismas, pero el evangelio  siempre es el mismo para todos. Y por favor, que a nadie se le ocurra expresarlas tal cual. Esto es muy personal. Este es mi estilo. El tuyo quizá sea distinto. Yo sencillamente digo a cada uno de los que las lean: hermano, aquí tienes unas ideas, medita y predica las que te guste.

Por último diré que han sido transcritas aquí tal cual fueron predicadas en la Eucaristía o donde fuera, sin ese cuidado crítico de citas y autores que se tiene, cuando van a ser publicadas; tampoco he querido retocarlas ahora, para que no pierdan nada de su inmediatez y frescura; sólo quiero que sean una humilde aportación y ayuda para los que las lean: el pueblo sencillo  y mis hermanos los sacerdotes. Y cuidado con uno de mis amigos predilectos, San Juan de la Cruz, a quien cito muchas veces en sus poesías y escritos, pero no pongo su nombre.

PRIMERA PARTE

HOMILÍAS  DEL JUEVES SANTO

   (Valederas para toda celebración eucarística, sustituyendo el término      «Jueves Santo» por «este día», «esta celebración». Así mismo advierto que las titulo homilías pero muchas pueden servir de meditación ante el Monumento o ante el Sagrario en dias de retiro o meditación personal).

PRIMERA HOMILÍA

QUERIDOS HERMANOS: En estos días solemnísimos de la Semana Santa, Cristo en persona debería realizar la liturgia, porque nuestras manos son torpes para tanto misterio y nuestro corazón débil para tantas emociones. Pero Cristo quiso hacerla  visiblemente sólo una vez, la primera, con su presencia corporal e histórica, y luego, oculto en la humanidad de otros hombres, los sacerdotes, quiso continuar su obra hasta el final de los tiempos. Por eso, ya que indignamente me toca esta tarde hacer presente ante vosotros la Última Cena, os pido que me creáis, porque os digo la verdad, siempre os digo la verdad, pero hoy de una forma especial en nombre de Cristo, a quien represento, aunque mi pobre vida sacerdotal más que revelaros esta presencia de Cristo en medio de vosotros,  pueda velarla.

Os pido que me creáis, cuando os hable de esta maravillosa presencia de Cristo en su ofrenda total al Padre por nosotros y nuestra salvación, de esta presencia para siempre en el pan consagrado; de su presencia también en el barro de otros hombres, los sacerdotes, y cuando os recuerde también su presencia en los hermanos, con el mandato de amarnos los unos a los otros como Él nos amó.

Todos recordáis aquella escena. La acabamos de evocar en la lectura del evangelio. Fue hace veinte siglos, aproximadamente sobre estas horas, en la paz del atardecer más luminoso de la historia, Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de su amor y del tiempo y de sus fuerzas, e instituyó el sacramento de su Amor extremo. Aquel primer Jueves Santo Jesús estaba emocionado, no lo podía disimular, le temblaba el pan en las manos, sus palabras eran profundas, efluvios de su corazón: “Tomad y Comed, esto es mi cuerpo...”, “Bebed todos de la copa, esta es mi sangre que se derrama por vosotros...” Y como Él es Dios, así se hizo. Para Él esto no es nada, Él que hace los claveles tan rojos, unas mañanas tan limpias, unos paisajes tan bellos.

Y así amasó Jesús el primer pan de Eucaristía. Porque nos amó hasta el extremo, porque quiso permanecer siempre entre nosotros, porque Dios quiso ser nuestro amigo más íntimo, porque deseaba ser comido de amor por los que creyesen y le amasen en los siglos venideros, porque “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, como nos dice el Apóstol Juan, que lo sabía muy bien por estar reclinado sobre su pecho aquella noche. Por eso, queridos hermanos, antes de seguir adelante, hagamos un acto de fe total y confiada en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía. Porque Él está aquí. Siempre está ahí, en el pan consagrado, pero hoy casi barruntamos más vivamente su presencia, que quisiera como saltar de nuestros sagrarios para hacer presente otra vez la liturgia de aquel Jueves Santo, sin mediaciones sacerdotales.

        Dice la Encíclica Ecclesia de Eucharistia: «Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del <Triduum sacrum,> es decir, el papso que va dela tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el <mysterium paschale;> en ellos se inscribe también el <mysterium eucharisticum>» (Ecclesia de Eucharistia 2b).

Queridos hermanos, esta entrega en sacrificio, esta presencia por amor debiera revolucionar toda nuestra vida, si tuviéramos una fe viva y despierta. Descubriríamos entonces sus negros ojos judíos llenos de luz y de fuego por nosotros, expresando sentimientos y palabras que sus labios no podían expresar; esos ojos tan encendidos podrían despertar a tantos cristianos dormidos para estas realidades tan maravillosas, donde Dios habla de amor incomprensible para los humanos. Este Cristo eucaristizado nos está diciendo: Hombres, yo sé de otros cielos, de otras realidades insospechadas para vosotros, porque son propias de un Dios infinito, que os amó primero y os dio la existencia para compartir una eternidad con todos y cada uno de vosotros. Yo he venido a la tierra y he predicado este amor y os he amado hasta dar la vida para deciros y demostraros que son verdad, que el Padre existe y os ama,  y que el Padre las tiene preparadas para vosotros; yo soy“el testigo fiel”, que, por afirmarlas y estar convencido de ellas, he dado mi vida como prueba de su amor y de mi amor, de su Verdad, que soy Yo, que me hizo Hijo aceptándola: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios”; “Tanto amó Dios al mundo que  entregó  a su propio hijo para que perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.

También el sacerdote, que os está predicando en este momento, se siente pobre y falto de palabras  para describir toda la emoción y profundidad de la Última Cena que estamos celebrando: Señor, yo hago lo que puedo, les repito tus palabras, tus hechos, pero no puedo robarte tu corazón que es el centro y la fuente de toda esta liturgia. Mi vida también es pobre. Yo les he dicho que Tú estás aquí por amor, en la Eucaristía que celebramos, en el pan que consagramos. Háblales tú al corazón con esas palabras que incendian, abrasan y que jamás se olvidan. Señor, Tú conservas intactas en tu corazón todas las emociones de aquel día, Tú puedes y debes hacerlas ahora presentes para todos nosotros; Señor, quémanos con ellas el corazón, porque estas cosas solo se comprenden si amamos como Tú... con ese amor que Tú mismo nos tienes que dar: “los que me coman vivirán por mí”, porque la Eucaristía es un misterio de amor, que  sólo se comprende cuando se ama así, hasta el extremo, como Tú; sólo un corazón en llamas puede captar estas realidades divinas, inabarcables para la inteligencia, solo el amor puede tocarlas y fundirse en una sola realidad en llamas con ellas, solo el amor... Señor, danos ese amor, tu amor, para que yo pueda amarte como Tú me amas.

El Jueves Santo es el día de la Eucaristía, pero también delSacerdocio. Porque después de veinte siglos, ¿de qué nos hubiera servido a nosotros tanto amor, tanta entrega, si no hubiera alguien encargado de multiplicarlo y ponerlo sobre nuestros altares? Por eso, porque en el correr de los siglos Cristo vio una multitud hambrienta de Dios, de cielo, de eternidad... Jesús hizo a los encargados de amasar este pan, esta harina divina, Jesús hizo a los sacerdotes, cuando les dio el mandato de seguir celebrando la Eucaristía: “haced esto en conmemoración mía”: seguid haciendo esto mismo vosotros; por el amor que tengo a todos los hombres, seguid consagrando vosotros y vuestros sucesores esta Hostia santa. Comunicad este poder sagrado a otros. Haced que otros puedan consagrar... y así instituyó Jesús el sacerdocio católico como prolongación de su mismo sacerdocio, con poder sobre su cuerpo  físico, la Eucaristía, y sobre su cuerpo místico, la Iglesia. Qué grandeza ser sacerdote, cuánta gracia, cuánto poder.

Cuando las almas tienen fe, se sobrecogen ante el misterio del sacerdocio, porque el sacerdote católico tiene poderes divinos, trascendentes, es sembrador, cultivador y recolector de eternidades, cultiva la salvación única y trascendente del hombre, tiene el poder divino de la Eucaristía y del perdón de los pecados:“Dijeron, éste blasfema, sólo Dios puede perdonar los pecados”.  ¡Qué bueno es el Señor! Para que nunca faltase sobre nuestros altares su ofrenda de adoración al Padre, en obediencia extrema, hasta dar la vida; para que nunca pasásemos hambre de Dios, para que siempre tuviéramos el perdón de los pecados, hizo a los sacerdotes, como continuadores de su misión y tarea. Aquella noche, de un mismo impulso de su amor, brotaron la Eucaristía y los encargados de amasarla. Por eso están y deben permanecer siempre tan unidos la Eucaristía y el sacerdocio. La Eucaristía necesita esencialmente de sacerdote para realizarse y por eso el sacerdote nunca es tan sacerdote como cuando celebra la Eucaristía: el sacerdocio tiene relación directa con la Eucaristía y la Eucaristía está pidiendo sacerdote que la realice.

“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí…”dice el Señor. Qué profundo significado encierran estas palabras para todos, especialmente para nosotros, los sacerdotes. Todos debiéramos recordarlas cuando celebramos la santa Eucaristía: “acordaos de mí...”  acordaos de mis sentimientos y deseos de redención por todos, acordaos de mi emoción y amor por vosotros, acordaos de mis ansias de alimentar en vosotros la misma vida de Dios, acordaos... y nosotros, muchas veces, estamos distraídos sin saber lo que hacemos o recibimos; bien estuvo que nos lo recordases, Señor, porque Tú verías muchas distracciones, mucha rutina, muchos olvidos y desprecios, en nuestras Eucaristías, en nuestras comuniones, distraídos sin darte importancia en los sagrarios olvidados como trastos de la iglesia, sin presencia de amigos agradecidos. Vosotros, los sacerdotes, cuando consagréis este pan y vosotros, los  comulgantes, cuando comulguéis este pan, acordaos de toda esta ternura verdadera que ahora y siempre siento por vosotros, de este cariño que me está traicionando y me obliga a quedarme para siempre tan cerca de vosotros en el pan consagrado, en la confianza de vuestra respuesta de amor... Acordaos... Nosotros, esta tarde de Jueves Santo, NO TE OLVIDAMOS, SEÑOR. Quisiéramos celebrar esta Eucaristía y comulgar tu Cuerpo con toda la ternura de nuestro corazón, que te haga olvidar todas las  distracciones e indiferencias nuestras y ajenas;  nos acordamos agradecidos ahora de todo lo que nos dijiste e hiciste y sentiste y sigues sintiendo por nosotros y recordaremos siempre agradecidos, desde lo más hondo de nuestro corazón.

Jueves Santo, día grande cargado de misterios, día especial para la comunidad creyente, nuestro día más amado, deseado y celebrado, porque es el día en que Jesús se quedó para siempre con nosotros de dos formas: una, material, en el pan consagrado; otra, humana, bajo la humanidad de otros hombres. Porque la Eucaristía es Cristo oculto y sacramentado bajo las especies del pan y del vino, y el sacerdote es también Cristo mismo, bajo el barro de otros hombres. Las apariencias son accidentales, pero los sacerdotes y el pan y el vino consagrados, por dentro, son Jesús.

Qué gozo ser sacerdote, tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote, tan cerca de Cristo, tan omnipotente... valóralo, estímalo, reza por ellos en este día, es  mejor que todos los puestos y cargos del mundo. No os maravilléis que almas santas hayan sentido en su corazón un aprecio tan grande hacia el sacerdocio, cuando Dios las ha iluminado y han podido ver con fe viva este misterio; no había nada de exagerado en sus expresiones, todo es cuestión de fe, si Dios te la da. Una Teresa de Jesús, que se quejaba dulcemente al Señor, porque no hubiera nacido hombre para poder ser sacerdote. Una Catalina de Siena, que después de contemplar su grandeza, corría presurosa a besar las huellas de los dulces Cristos de la tierra. Un S. Francisco de Asís que decía: Si yo viera venir por un camino a un ángel y a un sacerdote, correría decidido al sacerdote para besarle las manos, mientras diría al ángel: espera, porque estas manos tocan al Hijo de Dios y tienen un poder como ningún humano.

Comenzó Jesús exagerando la grandeza del sacerdocio, cuando en la Última Cena se postró ante ellos, ante los pies de los futuros sacerdotes y les dijo:“de ahora en adelante ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamaré amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conocer...” Y desde entonces,  los sacerdotes, somos sus íntimos y confidentes. Por eso, nos confía  su cuerpo.

Cómo me gustaría que las madres cristianas cultivaran con fe y amor en su corazón la semilla de la vocación, para transplantarla luego al corazón de sus hijos, como cultiváis en vuestras eras  las semillas de tabaco o de pimiento, para luego transplantarlas a la tierra. Hacen falta madres sacerdotales, en estos tiempos de aridez religiosa y desierto espiritual en nuestras comunidades. Queridas madres, qué maravilla tener un hijo sacerdote, que todas las mañanas toca el misterio, trae a Cristo a la tierra, lo planta entre los hombres con todos los dones de la Salvación. Si tuvieras más fe, querida madre..., hacer a Dios de un trozo de pan y que fuera Navidad y Pascua para la almas que se acercan con amor... qué ayuda prestas a Dios y qué beneficio haces a la humanidad con un hijo sacerdote. Querida madre, ¿cuánto vale un alma? Cualquiera, no sólo la tuya o la mía sino hasta la del pecador más empedernido... vale una eternidad y tu hijo, sacerdote, puede salvarla con Cristo: “vete en paz, tus pecados están  perdonados; a vosotros no os llamo siervos sino amigos...” y tu hijo es amigo de Cristo para siempre y no siervo... y en cada Eucaristía, si está despierto en la fe, entra en el misterio de la Santísima Trinidad por el Espíritu, que da vida al Hijo, mediante una nueva encarnación sacramental en el pan, para gloria del Padre y tu hijo sacerdote se mete y dialoga con los Tres sobre su proyecto por el Hijo, sacerdote y víctima de Salvación eterna para el mundo y los hombres y todo se realiza con la Potencia del Amor Personal del Espíritu Santo porque para el sacerdote, en ese momento, el tiempo ya no existe, ha terminado y a veces vienen ganas hasta de morir para vivir plenamente lo que está celebrando. Qué pena, Señor, que falte fe en el mundo, en las madres, para hablar de estas realidades a sus hijos, para decirles que Tú nos amas hasta el extremo.

 Hermanos, sabéis de mi sinceridad, y desde ella os digo: mil veces nacido, mil veces sacerdote por amor, porque Él vale más que todo lo que existe,  Cristo, Hijo de Dios, hecho pan de Eucaristía, en el Jueves Santo.

 

 

SEGUNDA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: Ninguna lengua de hombre ni de ángel podrá jamás alabar suficientemente el designio y el amor de Cristo, al instituir la sagrada Eucaristía. Nadie será capaz de explicar ni de comprender lo que ocurrió aquella tarde del Jueves Santo, lo que sigue aconteciendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un trozo de pan. Todos los esfuerzos del corazón humano son incapaces de penetrar ese núcleo velado, que cubre el misterio, y que sólo admite una palabra, la que la Iglesia ha introducido en el mismo corazón de la liturgia eucarística: «Mysterium fidei»:  «Este es el misterio de nuestra fe». Y la liturgia copta responde a esta afirmación: «Amén, es verdad, nosotros lo creemos».

Fray Antonio de Molina, monje de Miraflores, escribió hace tres siglos y medio esta página vibrante y llena de amor eucarístico: «Si se junta la caridad que han tenido los hombres desde el principio del mundo hasta ahora y tendrán los que hubiere hasta el fin de él, y los méritos de todos y las alabanzas que han dado a Dios, aunque entren en cuenta las pasiones y tormentos de todos los mártires y los ejercicios y virtudes de todos los santos, profetas, patriarcas, monjes... y finalmente, junta toda la virtud y perfección que ha habido y habrá de todos los santos hasta que se acabe el mundo... Todo esto junto no da a Dios tanta honra ni tan perfecta alabanza ni le agrada tanto como una sola Eucaristía, aunque sea dicha, por el más pobre sacerdote del mundo».

Queridos hermanos, el Jueves Santo fue la primera Eucaristía del primer sacerdote del Nuevo Testamento: Jesucristo. Pero si grande fue el misterio, grande fue también el marco. Otros años, en el Jueves Santo, atraído por la excelencia del misterio eucarístico, que es el centro y corazón de todo este día, no teníamos tiempo para contemplar el marco grandioso que encuadra aquella primera Eucaristía de Jesucristo. Hoy vamos a meditar sobre este marco y vamos a tratar de explicarlo con palabras luminosas, suaves y meditativas. Este año nos quedaremos en el prólogo del gran misterio.

Siguiendo el relato que San Juan nos hace en su evangelio, podemos captar los hechos y matices que acontecieron en aquella noche llena de amores y desamores, donde se cruzaron la traición de Judas al Señor por dinero, juntamente con la huida y el abandono de los once por  miedo y  los deseos de  salvación y entrega total por parte de Cristo, en un cruce de sentimientos y contrastes de caminos humanos y divinos, que es el Jueves Santo.

Nos dice San Juan:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. “Sabiendo...” Jesús sabía lo que tenía que hacer, aquello para lo que se había ofrecido al Padre en el seno de la Trinidad:“Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...”  los Apóstoles barruntaban también  algo especial aquella tarde; San Juan, como reclinó la cabeza sobre el corazón de Cristo, captó más profundamente este dramatismo. Hay dos formas principales de conocer las cosas para los humanos: por el corazón o por la razón. Si el objeto de conocimiento no es pura materia, no es puro cálculo, el corazón capta mejor el objeto, poniéndose en contacto de amor y sentimientos con él. La Eucaristía no es pura materia muerta o  pura verdad abstracta, quien se acerque a ella así, no la capta; aquí no es suficiente la fe seca y puramente teórica; la Eucaristía es una realidad en llamas, es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, amando hasta el extremo, y hay que arder en amor y fe viva para captarla. La Eucaristía no es una cosa, es una persona amando con pasión,  es Jesucristo amando hasta donde nunca comprenderemos los hombres. Sin amor no es posible captarla, sentirla y vivirla; sin fe viva, no la podemos experimentamos, y si no la experimentamos, no la comprendemos. Es puro rito y ceremonia. Sólo se comprende  si se vive. Por eso, aunque siempre es eficaz en sí misma, a unos no les dice nada y a otros, a los santos vivientes, los llena de su amor, vivo y quemante. 

Queridos hermanos, no os acerquéis nunca al Cristo del Jueves Santo, al Cristo de todas las Eucaristías, no os acerquéis a ningún sagrario de la tierra, no comulguéis nunca sin hambre, sin ansias de amor o al menos sin deseos de ser inflamados; si no amáis o no queréis amar como Él, no captaréis nada. Por eso, Señor, qué vergüenza siento, Señor, por este corazón mío, tan sensible para otros amores humanos, para los afectos terrenos y tan duro insensible para Ti, para tu pan consagrado, para tu entrega total y eucarística, tan insensible para Ti; celebro y comulgo sin hambre, sin deseos de Ti, sin deseos de unión y amistad contigo. Pero Tú siempre nos perdonas  y sigues esperando, empezaré de nuevo, aquella primera Eucaristía tampoco fue plena, Judas te traicionó, los Apóstoles estaban distraídos; sólo Juan, porque amaba, porque sintió los latidos de tu corazón y se entregó y confió totalmente en Tí, comprendió tus palabras y tus gestos y nos los transmitió con hondura. 

Por eso, queridos hermanos, esta tarde, lo primero que hemos de pedirle a Jesús es su amor, que nos haga partícipes del amor que siente por nosotros y así podremos comprenderle y comprender sus gestos de entrega y donación,  porque el Cristo del Jueves Santo es amor, solo amor entregado y derramado en el pan que se entrega y  se reparte, en la sangre que se derrama por todos nosotros. Podríamos aplicarle aquellos versos del alma enamorada, que, buscando sus amores, que se concentran sólo en Cristo, lo deja todo y pasa todas las mortificaciones necesarias de la carne y los sentidos, todas las pruebas de fe y purificaciones de afectos y amor a sí mismo para llegar hasta Cristo: “Buscando mis amores iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras”  (Cántico Espiritual, 3).

 Esto lo hizo realidad el Señor con su Encarnación, atravesó los límites del espacio y del tiempo para hacerse hombre y ahora continúa venciendo los nuevos límites, para hacerse presente a nosotros en cada Eucaristía, permaneciendo luego en cada sagrario de la tierra, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas, pero sin imponerse. Ha vencido por amor a nosotros todas las barreras, los muros y dificultades.

Sigamos, hermanos, con este prólogo de San Juan a la Cena del Señor, porque «La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y “su sudor  se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44). La sangre, que poco antes habia entregado a la Iglesia como bebida de salvación el el Sacramento eucarístico, “comenzó a ser derramada” »(Ecclesia de Eucharistia, 3).

 Jesús sabe que ha llegado su “hora”, es la Hora del Padre, esa Hora para la que ha venido, por la que se ha encarnado, que le ha llevado polvoriento y sudoroso en busca de almas por los caminos de Palestina y que ahora  le va a hacer pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección y a la vida. Cristo se ve, por otra parte, en plenitud de edad y fuerza apostólica, con cuerpo y sangre perfectos, en plenitud de vida y misión; por eso, “aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su “Hora”: “¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! (Jn 12,27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono: “¿Con que no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad par que no caigáis en tentación” (Mt 26, 40-41) (Ecclesia de Eucharistia 4a).

 La agonía en Getsemaní ha sido la introducción de la agonía de la Cruz del Viernes Santo: las palabras de Jesús en Getsemaní: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...”  tienen el mismo sentido que las pronunciadas desde la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? Y es que en Getsemaní ya siente dentro de sí toda esta pasión de oscuridad:  la divinidad le ha dejado solo, se ha alejado  de su humanidad, no la siente, ha empezado a dejarle solo con todo el peso de la salvación de los hombres por la muerte en cruz... es la noche de la fe de Cristo, más dolorosa y cruel que la cruz, que es dolor físico... pero estando acompañado, se lleva mejor; Cristo ve que va a ser inmolado como cordero llevado al matadero y Él quiere aceptar esa voluntad del Padre, quiere inmolarse, pero le cuesta.

En el primer Jueves Santo, proféticamente realizado, como actualmente recordado en cada Eucaristía, “en memoria mía”,  son dos las partes principales del sacrificio ofrecido por Cristo al Padre y representadas ahora en el pan y el vino: el sacrificio del alma en noche y sequedad total de luz y comprensión y el sacrificio de su cuerpo que será triturado como el racimo en el lagar. Y ante estos hechos, ¿cómo reaccionó Jesús? Nos lo dice S. Lucas: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros antes de padecer” (Lc 22,15); “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” Para comprender al Cristo del Jueves Santo uno tiene que estar dispuesto a amar mucho, tiene que haber amado mucho alguna vez...“los amó hasta el extremo”, hasta donde el amor se agota y ya no existe más fuerza, tiempo o espacio, hasta la plenitud natural, psicológica y humana posible, hasta el último átomo y latido de su corazón, hasta donde su amor infinito encuentra el límite de lo posible en abandono sensible de su divinidad. En la hora trascendente de la muerte, de la sinceridad total y definitiva, Cristo se olvida de sí, sólo piensa en nosotros, pensó en ti, en mí y nos amó y nos ama y se entrega hasta el extremo.

Por eso, desde que existe el Jueves Santo, ningún hombre, ningún católico puede sentirse solo y abandonado, porque hay un Cristo que ya pasó por ahí y baja nuevamente en cada Eucaristía hasta ahí para ayudarte y sacarte de la soledad y sufrimiento en que tes encuentres. Si nos sentimos a veces solos o abandonados es que nuestra fe es débil, poca, porque desde cualquier Eucaristía y desde cualquier sagrario de la tierra Cristo me está diciendo que me ama hasta el extremo, que piensa en tí, que no estás abandonado, que ardientemente desea celebrar la pascua de la vida y de la amistad conmigo.

 

Queridos hermanos, el Amor existe, la Vida existe, la Felicidad existe, la podemos encontrar en cualquier sagrario de la tierra, en cualquier Eucaristía, en cualquier comunión eucarística. Esto debe provocar en nosotros sentimientos de compañía, amistad, gozo, de no sentirnos nunca solos, hay un Dios que nos ama. Cristo me explica en cada Eucaristía que me ama hasta el extremo, y todo este amor sigue en el pan consagrado. Pidamos a Dios virtudes teologales, solo las teologales, las que nos unen directamente con Él, luego vendrá todo lo demás. Es imposible creer y no sentirse amado hasta el extremo, es imposible amar a Cristo y no sentirse feliz, aun en medio de la hora del Padre que nos hace pasar a todos, si la aceptamos, por la pasión y la muerte del yo, de la carne y del pecado, para pasar a la vida nueva y resucitada de la gracia, de la caridad verdadera, de la generosidad, de la humildad y el silencio de las cosas, que nos vienen por la amistad con Él. Cristo es “ágape”, no  “eros”. Me busca para hacerme feliz y me quiere para llenarme, no para explotarme o para vaciarme, para hacerse feliz a costa de mí. 

Sigue San Juan: “Comenzada la cena, como el diablo hubiese puesto ya en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había salido de Dios y a El volvía, se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó, luego echó agua en una jofaina y comenzó a lavar los pies de los discípulos” (13,3-5).

“Comenzada la cena...” Cristo había comido y bebido muchas veces con otros durante su vida. Le acusaron de borracho y comilón. Pero la comida en torno a la mesa congrega también los corazones y unifica sentimientos, quita diferencias. Y esta cena era especial, porque, en primer lugar, recordaba la liberación del pueblo escogido. Estamos en la celebración de la pascua judía, dentro de la cual Cristo va a instaurar la nueva pascua cristiana, el definitivo paso de Dios junto a nosotros, el pacto de amor definitivo: “Yo seré vuestro único Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Por eso, en esta Cena, hará gestos también definitivos.

Se levanta de la mesa, lo dice San Juan, y se dispone a lavar los pies de sus discípulos, trabajo propio de esclavos. Pedro lo rechaza, pero Jesús insiste,  para que nos demos cuenta todos sus discípulos de que a la Eucaristía hay que ir siempre con sentimientos de humildad y servicio a los hermanos, limpios de amor propio, para que sepamos que el amor verdadero a Dios pasa por el amor al hermano, como Cristo nos enseñó y practicó; se quitó el manto, para decirnos a todos sus discípulos que, para comprender la Eucaristía, hay que quitarse todos los ropajes de los conceptos y sentimientos puramente humanos, el abrigo de los afectos desordenados, de los instintos y de las pasiones humanas. Nos enseña a arrodillarnos unos ante otros y lavarnos los pies mutuamente, las ofensas, las suciedades de tanta envidia, que mancha nuestro corazón y nuestros labios de crítica que nos emponzoña y mancha el cuerpo y el alma, impidiendo a Cristo morar en Él. Cristo nos enseña, en definitiva, humildad: “Porque el hombre en su soberbia se hubiera perdido para siempre si Dios en su humildad no le hubiera encontrado”. Sólo ejercitándonos en amar y ser humildes, nos vamos capacitando  para comprender esa  lección de amor y humildad, que es la Eucaristía.

Y ahora, ya lavados, pueden comprender y celebrar el misterio: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” Este pan que ahora os doy es mi propio cuerpo que ya se lo ofrezco al Padre y a vosotros, como hecho profético y anticipado que realizaré mañana cruentamente en la cruz; de él quiero que comais y os alimentéis hasta que se abran un día los graneros inacabables y eternos del cielo. No os dejo huérfanos, me voy de una forma para venir de otra, no os  doy tan solo mi recuerdo, mis palabras; os dejo en este pan toda mi persona entera, mi evangelio entero y completo, toda mi vida entera, hecha adoración obediencial al Padre hasta la muerte y amor redentor por vosotros. Estaré presente con vosotros con una presencia misteriosa pero real hasta el final de los siglos. Estos panes de miga blanca o morena sentirán el ardor del horno y fuego de mi corazón y con ellos quemaré y abrasaré a los que me coman y me amen y los transformaré en amor y ofrenda al Padre. Todas las mañanas y todas las tardes de todos los días de todos los siglos bajaré del cielo a la tierra para alimentaros y estar con vosotros.“el que me coma, vivirá por mí” nunca estará solo.

“Bebed todos de este cáliz, es mi sangre que será derramada por la salvación de todos...”. Mi sangre no ha caído todavía en la tierra mezclada con sudor de muerte bajo los olivos y no ha goteado todavía desde los clavos de Gólgota, pero ha sido ofrecida ya en esta hora del Jueves Santo, ya está hecho el sacrificio.

Ya os dije antes, queridos amigos, que, en el corazón de Cristo, esta Eucaristía del jueves es tan dolorosa como la del viernes. Por fin, después de una larga espera de siglos, la sangre, que sellaba el primer pacto de la Alianza en el Sinaí, va a ser sustituida por otra sangre de valor infinito. Cesará la figura, la imagen, ha llegado lo profetizado, el verdadero Cordero, que, por su sangre derramada en el sacrificio, quita el pecado del mundo; y, por voluntad de Cristo, esta carne  sacrificada a Dios por los hombres,  se  convierte también en  banquete de acción de gracias, que celebra y hace presente  la verdadera y definitiva Pascua, el sacrificio y el banquete de la Alianza y el pacto de perdón y de amor definitivos.

 La sangre que se verterá mañana en la colina del Gólgota es sangre verdadera, sangre limpia y ardiente que se mezclará con lágrimas también de sangre. Es el bautismo de sangre con que Cristo sabía que tenía que ser bautizado, para que todos tuviéramos vida. No fue suficiente el bautismo de Juan en el Jordán con brillante teofanía, era necesario este bautismo de sangre con ocultamiento total de la divinidad, prueba tremenda para Él y para sus mismos discípulos, obligados a creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado en la cruz. No fue suficiente el bautismo de salivazos y sangre brotada de los latigazos de los que le azotaron... era necesaria toda la sangre de los clavos y de la cruz para borrar el pecado del mundo...

 

Y terminada la cena pascual, Cristo, siguiendo el rito judío, se levanta para cantar el himno de la liturgia pascual, el gran Hallel: “El Eterno está a favor mío, no tengo miedo ¿qué me pueden hacer los hombres? Me habían rodeado como abejas. Yo no moriré, viviré...”.

La víctima está dispuesta. Salen hacia el monte de los Olivos. El Jueves Santo termina aquí. Pero Cristo había dejado ya el pan y el vino sobre la mesa, que guardaban en su hondón la realidad de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza, que Cristo se disponía a realizar cruentamente el Viernes Santo.

 

 

 

TERCERA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: Para celebrar bien la fiesta que aquí nos congrega, la fiesta de la Cena del Señor, de la institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del amor fraterno, es necesario mucho silencio interior y una luz especial del Espíritu Santo, que nos permita penetrar en las realidades misteriosas que Jesucristo, Hijo de Dios y hombre verdadero,  realizó en esta noche memorable.

Esta tarde estamos reunidos una comunidad de católicos, unidos por la misma fe y en la misma caridad, somos una comunidad viva en virtud de una animación vital, que nos llega del Señor, del mismo Cristo y que alimenta su Espíritu. Somos su Iglesia, su mismo cuerpo y lo sentimos. Esta Iglesia posee dentro de sí un secreto, un tesoro escondido, como un corazón interior, posee al mismo Jesucristo, su fundador, su maestro, su redentor. Y fijaos bien en lo que digo: lo posee presente. ¿Realmente presente? Sí. ¿En la presencia de la comunidad porque donde dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos? Sí. ¿Pero algo más? ¿En la presencia de su Palabra? Sí, ¿pero más, más todavía? ¿En la presencia de sus ministros, porque el Señor ha dado a los sacerdotes un poder propio personal casi intransferible? Sí, ciertamente. Pero, por encima de todas estas presencias, Jesús ha querido quedarse presente y vivo en una presencia que es toda ella adoración al Padre y amor a los hermanos, Jesús ha querido quedarse especialmente presente, todo entero y completo, en el pan y el vino consagrados, dándose y ofreciéndose en cada Eucaristía, en amor extremo al Padre y a los hombres, es decir, vivo y resucitado, con su pasión, muerte y resurrección,  con toda su vida, desde que nace hasta que sube al cielo.

«Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud,» dice el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a los largo de los siglos tienen una <capacidad> verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagracion. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. El sacerdote  pronuncia estas palabras o, má bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente del su sacerdocio” (Ecclesia de Eucharistia, 5b).

 

En la Eucaristía está presente totalmente Cristo, Dios y hombre, toda su vida y existencia, toda su salvación, aunque no se vea con lo ojos de la carne, porque es una presencia sacramental, es decir, escondida, velada, pero a la vez revelada, identificable. Se trata de una presencia revestida de señales especiales, que no nos dejan ver su divina y humana figura, tal como estaba en Palestina o está ahora en el cielo, pero que nos aseguran con certeza mayor que la misma visión corporal, que Él, el Jesús del Evangelio y ahora el Cristo de la gloria, resucitado y vivo, está aquí, está aquí en la Eucaristía. Creer esto es un don de la fe, sentirlo y vivirlo es un don especial de Dios para los creyentes que lo buscan y están dispuestos a sacrificar, a vaciarse de sí mismo, del propio yo, para llenarse de Él, para realizar este encuentro vital con Él, porque la  vivencia existe y es una realidad, llena de gozo, que  anticipa el cielo en la tierra.

        «La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, la mismo tiempo, misterio de luz. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: “Entonces se le abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,31)» (Ecclesia de Eucharistia 6).

La fe que acepta lo que no ve ni comprende, fe, en el primer paso, heredada, que habrá que ir haciendo cada día más personal por la oración y la contemplación, fe seca y árida al principio, pero que barrunta con la confianza puesta en la palabra de Cristo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; luego, en la oración y con el evangelio en la mano y mirando todos los días al sagrario, vamos aprendiendo poco a poco, en la medida en que nos convertimos y nos vaciamos de nosotros mismos para llenarnos de Él, todas las lecciones que encierra para nosotros, vamos comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes hasta convertirse en vivencias tan suyas y tan nuestras, que ya no podemos vivir sin ellas, que ya no sabemos distinguirlas, saber si son suyas o nuestras, porque son nuestra misma vida, vida de nuestra vida, porque a esta alturas podemos decir, como Pablo: “para mí la vida es Cristo”.

Desde la Eucaristía,  Cristo nos enseña primeramente su amor. Fijaos bien en que Jesús se presenta en este misterio, no como Él es, sino como quiere que nosotros lo veamos y consideremos, como quiere que nosotros nos acerquemos a Él. Él se nos presenta bajo el aspecto de señales especiales y expresivas, pan y vino, que son para ser comidos y asimilados. La intención de su amor es darse, entregarse, comunicarse a todos. El pan y el vino sobre nuestras mesas no sirven sino para ser consumidos, no tienen otro sentido. Este fue el sentido de su Encarnación. «Nobis natus, nobis datus…» Nacido para nosotros, se nos dio en comida. Este amor de entrega fue la motivación de toda su vida. Y la Eucaristía es el resumen de toda su existencia. “Habiendo amado a los suyos...los amó hasta el extremo...”. Cuando mire y contemple y comulgue la Eucaristía, puedo decir: Ahí está Jesús amando, ofrecido en amistad a todos, deseando ser comido, visitado. Sí, para eso está Jesús ahí. Para esto ha multiplicado su presencia sacramental en cada uno de los sagrarios de la tierra, desde los de las chozas africanas hasta los de la Catedrales románicas, góticas, barrrocas... etc. Bueno sería en este momento examinar mi respuesta a tanto amor, cuánto y cómo es mi amor a Cristo Eucaristía, cómo son mis Eucaristías y comuniones, mis visitas al sagrario, mi oración eucarística.

Otro aspecto del amor eucarístico es la unidad de los creyentes: “los que comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo...”, nos dirá San Pablo. Por eso, Cristo Jesús,  en esta noche, en que instituyó la Eucaristía, lavó los pies de sus discípulos y nos dio el mandamiento nuevo:“Amaos lo unos a los otros, como yo os he amado”. San Juan no trae la institución de la Eucaristía en su evangelio, en cambio sí narra el lavatorio y el mandamiento nuevo, que, para algunos biblistas, son los frutos y efectos de la Eucaristía, contiene la institución misma. El lavarse los pies unos a otros, el perdonarnos los pecados que nos separan y nos dividen, es efecto directo de toda Eucaristía, supone haberla celebrado bien o disponerse y querer celebrarla como Cristo lo hizo, quiso y quiere siempre. 

Por eso, al Jueves Santo, como al Corpus Christi, unimos espontáneamente la colecta de caridad, pero sin perder el orden, primero la Eucaristía, y desde ahí, si está bien celebrada, como Cristo quiere, nace la caridad. Pero no sólo de dinero, hay otras muchas formas de caridad, más importantes y heroicas, que no pueden ser ejercidas con dinero, sino que necesitan la misma fuerza de Cristo para perdonar a los que nos han calumniado, dañado en los hijos o en la familia, nos odian o hablan mal de los hermanos. Lo que no comprendo es cómo seguir odiando y a la vez comulgar con el Cristo que nos dijo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Para amar como Cristo nos manda e hizo en la Eucaristía no basta la caridad del dinero. Y, como ya hemos repetido varias veces, Jesús instituyó la Eucaristía en una cena pascual, queriendo expresar y realizar por ella el pacto con Dios y  la unión de  todos los comensales. Y este sentimiento, esta unión, este amor fraterno, en la intención de Jesús, es esencial para poder celebrar su cena eucarística.

 “Nosotros formamos un solo cuerpo, todos nosotros los que comemos un mismo pan”. Con esta verdad teológica San Pablo nos quiere decir: de la misma forma que los granos de trigo dispersos por el campo, triturados forman un mismo pan, así la diversidad de creyentes, esparcidos por el mundo, si amamos como Cristo, formamos su cuerpo. Es lógico que no debamos comer el mismo pan y en la misma mesa eucarística,  si no hay en nosotros una actitud de acogida y de amor y de perdón a todos los comensales de aquí y del mundo entero. Es necesario exclamar con San Agustín: «Oh sacramento de bondad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad». Es este otro momento para pararnos y examinar nuestras Eucaristías: quien no perdone, quien no tenga estos deseos de amor fraterno, quien no rompa dentro de sí envidias y celotipias, no puede entrar en comunión con Cristo. Cristo viene y me alimenta de estas actitudes suyas, que a nosotros nos cuestan tanto y que Él quiere en todos sus seguidores. Solo Él puede perdonar, amar a fondo perdido... Quiero, Señor, tener estos mismos entimientos tuyos, al participar de la Eucaristía, al comer tu cuerpo con mis hermanos, quiero amar más, pensar bien, hablar bien y hacer bien a todos, para eso vienes a mí, ya no soy yo, es Cristo quien quiere vivir en mí por la comunión para vivir su vida en mí, para que yo viva su misma vida.

Queridos hermanos, estamos viendo cómo estos signos utilizados por Cristo en la cena, se convierten en irradiación permanente de amor, en signos de amor universal sin límites de tiempo ni de espacio. Debemos examinarnos sobre nuestras ctitudes y disposiciones al celebrar o participar en la Eucaristía    Pero avancemos un poco más en el significado de los signos del pan y del vino. La intención de Jesús es clarísima; antes de nada, dijo: “Tomad y comed... Tomad y bebed...”.  Todo alimento entra dentro de aquel que lo come y forma la unidad de su existir. La primera comunión fue el primer día que Jesús formó esta unidad, o mejor, nosotros formamos esta unidad de vida con Jesús y qué fuerte fue en algunos de nosotros, que no lo hemos olvidado nunca y todavía recordamos con frescura y emoción lo que Jesús nos dijo y nosotros dijimos a Jesús.

En la intención de Jesús lo primero es que comiésemos su cuerpo:“Tomad y comed”, para entrar en comunión con cada uno de nosotros. Y ésta es también la intencionalidad de Jesús en el signo elegido, el pan, que es para ser comido. Pregunto ahora: ¿Se podía amar más, realizar más, expresar más el amor? Solo una mente divina pudo imaginar tales cosas y hacerlas con la perfección que las hizo. Y todo esto porque quiere ser para cada uno de nosotros lo que el alimento es para nuestro cuerpo. Quiere ser principio de vida, pero de vida nueva, de vida de gracia, no del hombre viejo, del hombre de pecado de antes. Ya lo había dicho: “Quien me coma, vivirá por mí”.

Queridos hermanos: esta intencionalidad de Cristo suscita en nosotros otros sentimientos: Oh cristianos, tenéis junto a vosotros la vida, el agua viva, no muráis de hambre, de tristeza, comulgad, comulgad bien, comulgad todos los días y sabréis lo que es vida y felicidad, comulgad como Cristo desea y quiere ser comido, con sus sentimientos de amor y de ofrenda, y encontraréis descanso y refrigerio en la lucha, compañía en la soledad, sentido de vuestro ser y existir en el mundo y en la eternidad.Aprendamos hoy y para siempre todas estas lecciones que Jesús nos da en y desde la Eucaristía. El sacramento eucarístico no sólo es un denso misterio y compendio de verdades, es, sobre todo, un testimonio, un ejemplo, un mandamiento, una vida, todo el evangelio, Cristo entero y completo, vivo y ofrecido en ofrenda salvadora al Padre y en amistad y salvación a todos los hombres.

Es justo que hoy, Jueves Santo, celebremos este amor de Cristo, que lo adoremos y lo comulguemos. Es justo también que celebremos en este día nuestro amor a Jesucristo, que realizó este misterio de amor; que celebremos también nuestro amor al Padre, que lo programó y al Espíritu Santo, que lo llevó a término con su potencia de Amor y ahora, invocado en la consagración, lo hace presente transformando  el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Es justo que hoy celebremos y nos comprometamos a amarnos los unos a los otros como Cristo hizo y lo desea y nos lo pide en cada Eucaristía.  Hoy es la fiesta del Amor del Dios infinito, Trino y Uno, en Cristo, a los hombres: Señor, aquí nos tienes dispuestos a amarte. 

 

 

 

CUARTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

 

Queridos hermanos: El Jueves Santo encierra muchos y maravillosos misterios. Pero, entre todos, el más grande es la Eucaristía. “El Señor Jesús, la noche en que fue entregado” 1Cor 11, 23), instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está insicrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos… (la salvación) no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos…» (Ecclesia de Eucharistia 11ª).

Es tan in impresionante este misterio, que la misma liturgia, extasiada en cada  Eucaristía ante la grandeza de lo que realiza, nada más terminar la consagración, por medio del sacerdote, nos invita a venerar lo que  acaba de realizarse sobre nuestros altares, diciendo: «¡Grande es el misterio de nuestra fe!» Y el pueblo, admirado por su grandeza, exclama:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Tengo que confesar, sin embargo, que la liturgia copta supera en esta aclamación a la liturgia romana y me impresiona su respuesta extasiada ante el misterio eucarístico, que  acaba de realizarse: «Amén, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, fusión o cambio. Creo que su divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. El es quien se dio por nosotros, en perdón de los pecados, para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».

Todavía lo recuerdo con emoción y fue hace años, en una  Eucaristía, celebrada en la cripta de los Papas en la Basílica de San Pedro en Roma, cuando pude escucharlo por vez primera; quedé admirado de sus bailes y cantos ante el Señor.

Y la verdad es, queridos hermanos, que para el hombre creyente, no son posibles otras palabras ante el misterio realizado por el amor extremo de Cristo en la noche suprema. La Iglesia, que en los Apóstoles recibió el tesoro y las palabras de Cristo, no recibió, no pudo recibir explicación plena del mismo, porque la palabra siempre será pobre para expresar el inabarcable amor divino. Heredó de Cristo gestos y palabras: “Haced esto en memoria mía”, y ella, fiel a su Señor, por la liturgia, realiza con fe inconmovible lo mandado.

        «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y  se realiza la obra de nuestra salvación» (LG 3). «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubíeramos estado presentes. Así todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13,1), un amor que no conoce medida” (Ecclesia de Eucharistia 11b).

El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, quedó marcado profundamente por la experiencia de esta hora. Lo que vivió en aquellos momentos, lo expresó en estas palabras, que tantas veces hemos repetido:“Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Por lo tanto, para Juan y para todos nosotros, la Eucaristía es amor extremo de Jesús a su Padre y a los hombres. Durante dos mil años, los hombres han luchado, han reflexionado, han rezado para desentrañar el sentido de este misterio. Y no hay más explicación que la de Juan: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10). Jesucristo es Amor extremo de Dios a los hombres. Por eso no dudo en expresar mi temor al tratar de explicar el contenido de lo que Cristo realizó aquella noche cargada de misterios. Lo que Jesús hizo transciende lo humano, todo este tiempo y espacio. Solo la fe y el amor pueden tocar y sentir este misterio, pero no explicarlo.

Para acercarse a la Eucaristía, como ella es todo el misterio de Dios en relación al hombre, toda la salvación, todo el evangelio, hay que creer no solo en ella, sino en todas las verdades que la preparan y preceden: hay que creer en el amor eterno y gratuito de la Santísima Trinidad, que me crea sin necesitar nada absolutamente del hombre, sino solo para hacerle compartir eternamente su misma dicha: “en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El  nos amó…”  y la lógica de sentido añade: nos amó primero, cuando nos existíamos; si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo con Él; si existo,  es porque Él viéndome en su inteligencia infinita me amó, y con un beso de amor me dio la existencia y me prefirió a millones y millones de seres que no existirán nunca.

En segundo lugar hay que creer que, perdido este primer proyecto de amor sobre el hombre, por el pecado de Adán, Dios no sabe vivir sin él y sale en su busca por medio de Hijo; es la segunda parte del texto antes citado: “y entregó a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,9-10); “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...” (Hbr 10,5) ).  “Este aspecto de caridad universal sacrificial del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «este es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», sino que añadió «entregado por vosotros… derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvacion de todos” (Ecclesia de Eucharistia 12ª).

Cristo es la manifestación del amor extremo e invisible de un Dios-Trinidad, Amor infinito que me ha llamado a compartir con Él su eternidad trinitaria de gozo y felicidad; hay que creer que Cristo me revela y me manifiesta este amor desde la Encarnación hasta la Ascensión a los cielos, para seguir adorando la voluntad del Padre y salvando a los hombres; hay que creer que la Eucaristía  es el compendio y el resumen de toda esta historia de amor y salvación que se hace presente en cada Eucaristía, en un trozo de pan; hay que creer sencillamente que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir, por eso no tiene más remedio que amarme y perdonarme, porque eso le hace ser feliz. Y ahora pregunto: ¿por qué me ama tanto, por qué me ama así? ¿qué le puedo dar yo a Dios que Él no tenga?  “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

La Eucaristía es amor extremo de Dios Trinidad por su criatura, algo inexplicable, incomprensible para la mente humana, pero realizado por su Hijo para salvación de todos, por obra del Espíritu Santo, para cumplir el proyecto del Padre, para alabanza de gloria de los Tres y gozo de los hombres, de aquellos que creen en Él y viven enamoradas de su presencia eucarística. Los hechos, que ocurrieron aquella noche, todos los sabemos, porque hemos meditado en ellos muchas veces,  especialmente en estos días de la Semana Santa. Después de la cena pascual judía, Cristo ha tomado un poco de pan y ha dicho las palabras: “Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; “Tomad y bebed, esta mi sangre que se derrama por la salvación de muchos...” Y a seguidas, ha instituido el sacerdocio con el mandato de seguir celebrando estos misterios. “Haced esto en conmemoración mía”. Este Jueves Santo vamos a reflexionar un poco sobre estas palabras de Jesús  profundizando más en su contenido: “Haced esto en conmemoración mía”.

Lo primero que quiero explicar esta tarde es que la Eucaristía es memorial, no mero recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Recordar es traer a la memoria un hecho que no se hace presente y por eso lo evocamos mediante el recuerdo: por ejemplo, todos los años celebramos los cumpleaños, pero no hacemos presente el hecho de nuestro  nacimiento. Cuando digo memorial, sin embargo, quiero expresar más que esto; no es simple recuerdo sino que, al recordar, se hace presente el hecho mencionado.

Por eso, al afirmar que la Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, afirmo y creo que en cada Eucaristía se hacen  presentes, se presencializan estos hechos salvadores de la vida de Cristo, su pasión, muerte y resurrección; es más, se hace presente toda la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su Ascensión a los cielos. El recuerdo no hace presente el hecho y menos tal y como aconteció. El memorial sí lo hace presente, superando las dimensiones del espacio y del tiempo, hace presente a las personas y sus sentimientos; en la consagración, es como si con unas tijeras divinas se cortase toda la vida de Cristo, desde que se ofreció al Padre hasta que subió a los cielos, y se hicieran presentes sobre el altar, con las mismas palabras y gestos,  los mismos sentimientos y actitudes que tuvo Cristo.

Cuando afirmo que la Eucaristía es un memorial, afirmo que la Eucaristía hace presente a Jesús y todo lo que Él hizo y vivió y padeció y sintió. Por ella y en ella está tan real y verdaderamente presente Jesús, como lo estuvo en aquella Noche santa; en cada Eucaristía está en medio de nosotros, como lo estuvo en Palestina y ahora en el cielo. No es que vuelva a sufrir y a derramar sangre ni a repetir aquellos mismos gestos y palabras, sino que todo aquello cortado por la tijeras divinas se hace presente en cada Eucaristía, la diga el Papa o cualquier sacerdote, siempre el mismo hecho, las mismas actitudes, los mismos y únicos sentimientos, porque no hay más Eucaristía que una, la de Cristo, la que celebré aquella Noche santa y que los sacerdotes hacemos presente en cada Eucaristía, por el mandato de Cristo: “Haced esto en conmemoración mía”.

Hoy, Jueves Santo, recordamos los hechos y dichos de Jesús, que en la Eucaristía de hoy y de siempre los presencializamos. Los hacemos presentes, recordando, como en la Última Cena los hizo presentes, anticipándolos, “profetizándolos”. En cada Eucaristía me encuentro con el mismo Cristo, con el mismo amor, la misma entrega, el mismo deseo de amistad... no hay otro ni otras actitudes, ni se repiten, son la mismas y únicas del Jueves Santo y de toda su vida, única e irrepetible, que se presencializan, se hacen presentes, como aquella vez, en cada Eucaristía. Bastaría esto para quedarme en contemplación amorosa después de cada consagración, después de cada Eucaristía, hoy y todos los días.

 La Eucaristía necesita para ser comprendida ojos llenos de fe y amor, no sólo de teología seca y árida o de liturgia de meros ritos externos, que no llegan hasta el hondón del  misterio. Qué poco y qué superficialmente se contempla, se adora, se medita, se comulga, se penetra en la Eucaristía. “Cuantas veces comáis este pan y bebáis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, cada vez que comulgamos, entramos en comunión con el acto único que selló la nueva Alianza, nos quiere decir San Pablo. Veneremos y adoremos este amor de Cristo presente entre nosotros no como puro recuerdo sino como aquella y única vez en que realizó estos misterios preñados de ternura y salvación para el hombre.

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación, invocando su nombre”. Este salmo nos indica cuáles deben ser nuestras disposiciones y nuestra respuesta admirativa ante este misterio. Alabar y bendecir, <benedicere>, decir cosas bellas al Señor, por tanta pasión de amor y entrega en favor nuestro.

 En primer lugar, la Eucaristía, ofrecida por Cristo al Padre en cumplimiento de su voluntad, es el sacrificio de adoración y alabanza a la Santísima Trinidad, porque en ella Cristo le entrega en obediencia lo que más vale, su vida, y hace así el acto de adoración máximo que se puede hacer. Por eso, la Eucaristía es el “sacrificium vital”, el sacrificio por excelencia. Cada vez que la celebramos, damos al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo el mayor culto y veneración posible en la Iglesia, superior a todos los demás juntos. Y por eso también, la vida y el ministerio y las ocupaciones y la profesión de cada uno de nosotros, seglares y sacerdotes, deben estar  preñadas de esta alabanza y adoración de Cristo a Dios Trino y Uno, uniéndonos a Él en una sola ofrenda,  transformándonos todos en el mismo “sacrificium crucis”, que se convierte en el sacrificio de la adoración perfecta a Dios. De aquí sacan sus deseos de victimación y alabanza y de adoración las almas eucarísticas, de aquí los santos sacerdotes, las santas y santos religiosos, madres y padres cristianos, todos los buenos cristianos que han existido y existirán, ofrecen en sacrificio su vida con Cristo al Padre.

El memorial de la muerte y resurrección de Cristo sigue siendo, por ese amor de Cristo, obedeciendo en adoración al Padre hasta el extremo, la fuente de remisión de deudas y pecados. La Eucaristía es la fuente del perdón, tiene más poder y valor que la confesión, porque de aquí le viene a este sacramento toda su capacidad de perdonar: de la muerte y resurrección de Cristo. Este paso pascual de la muerte a la vida en ningún sacramento tiene su plenitud como en la santa Eucaristía. Aquí vuelve Dios a darnos la mano, a renovar el pacto y la amistad, la alianza que habíamos roto por nuestros pecados. No hay pecado que no pueda ser perdonado por la fuerza de la Eucaristía, aunque el canal de esta gracia la Iglesia lo administre también por el sacramento de la Penitencia.

Y como Cristo es el Amado del Padre, el Hijo predilecto, cuando queramos pedir y suplicar al Padre, por vivos y difuntos alguna gracia de cuerpo y alma, ningún mérito mayor, ninguna fuerza convincente mayor, nada mejor que ponerle al Padre, delante de nuestras peticines, al Hijo amado, por el cual nos concede todo lo que le pidamos. Que no lo olvidemos y demos esta alabanza y gozo a la Santísima Trinidad por la Eucaristía, Memorial de la Pascua de Cristo.

 

 

 

QUINTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y el Jueves Santo es anochecer de amores, de redenciones, de traiciones. Anochecer de amores de Cristo a su Padre y a todos los hombres, amando hasta los límites de sus fuerzas y del tiempo: es  anochecer de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y del Mandato Nuevo. Es anochecer de la redención y salvación del mundo: anochecer de la Nueva Pascua y la Nueva Alianza.  Dios de rodillas ante sus discípulos y ante el mundo, para limpiar toda suciedad y pecados: anochecer del mandato nuevo. Anochecer de traiciones de Judas y de todos, de venta por dinero, anochecer  de un Dios que quiere servir al hombre y de unos hombres que quieren servirse de Dios. Por eso, el Jueves Santo es Amor, redención, entrega, traición y perdones, pero por encima de todo, el Jueves Santo es Eucaristía, mesa grande sin aristas, redonda, donde se juntan todos los comensales, en torno al pan que unifica, alimenta y congrega, donde las diferencias se difuminan y el amor se agranda y comparte.

El hombre se mide por la grandeza y la profundidad de su amor y hoy es día de proclamar a Jesucristo como culmen y modelo de todo amor, amor que se hizo visible en aquel que se arrodilla ante sus íntimos, como si fuera su esclavo, aún del traidor; amor que se entrega y se da por nosotros en comida y en cruz; amor que desea la eternidad de todos los hombres con la entrega de su vida, porque, en definitiva, esto es la eucaristía. Hoy sólo quiero deciros que Él existe, que Él es Verdad, que Él es Amor, que Él es sacrificio de salvación, que está aquí en el pan y en el vino consagrado. Y dicho esto, no quisiera añadir nada más para no distraeros de este misterio, para no ocultar con mi palabra  tanta verdad.

¡Parroquia de San Pedro, tú a los pies de Cristo, arrodíllate, aprende de Él a perdonar, a entregarte, a servir! ¡Parroquia de San Pedro, ponte de rodillas ante este misterio y pide fe y amor para adorarlo! ¡Parroquia de San Pedro, toda entera, por la Eucaristía, consúmete como la lámpara de aceite mirando y contemplando a tu Señor, alumbra e indica con tu fe esta incomprensible presencia del Amado y del Amor, mira y clava tus ojos en el pan consagrado hasta que lo transparenten y vean al Hijo Amado en canto de amor por el hombre, ansiado el  encuentro definitivo con Él sin mediaciones de ningún tipo!      ¿Por qué pues has llagado este corazón/ no le sanaste, /y, pues me lo has robado,/ por qué así lo dejaste, /y no tomas el robo que robaste? /Descubre tu presencia/ y máteme tu rostro y hermosura,/ mira que la dolencia de amor/que no se cura,/ sino con la presencia y la figura…” (San Juan de la Cruz)

La iglesia parroquial es hoy un cenáculo donde Cristo va a hacer presente la cena pascual. El párroco presta su humanidad a Cristo y es presencia sacramental del  Señor. Hay una numerosa concurrencia de invitados: hombres, mujeres y niños, la comunidad de sus íntimos en el siglo XXI. Estamos todos reunidos, la mesa preparada y“Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita el manto y tomando una toalla se la ciñe; luego echa agua en una jofaina y se pone a lavar los pies a los discípulos secándoselos con la toalla que se había ceñido”.

 Hermanos, este es el gran ejemplo de humildad, de servicio, de caridad que Cristo nos da. Para San Juan esto supone la Eucaristía, es continuación de la Eucaristía, es efecto de la Eucaristía. Por amor es capaz de arrodillarse, de lavar los pies de sus criaturas, es decir, de echar sobre sí la suciedad de todos mis pecados y llevarlos a la cruz, para lavarlos con su sangre, en el fuego de un holocausto perfecto.Después del lavatorio, entra en escena Judas. Jesús se sienta a la mesa y mientras comían, dijo: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarse unos a otros:“¿soy yo acaso, Maestro? Entonces preguntó Judas el que lo iba a entregar:”¡Soy yo acaso, Maestro? El respondió: Así es”.

Jesús ha ido consciente al suplicio, ha sabido quién lo entregaba:“Mi amigo me traicionará con un beso”; “El que meta la mano conmigo en el plato, me entregará en manos de los pecadores”. Terrible traición la de Judas, pero con ella Jesús iba a redimir también nuestras traiciones y cobardías y los de toda la humanidad. Ante esta traición, es lógico que el corazón de toda la asamblea aquí reunida tiemble esta tarde. Porque todos hemos pecado y todos nuestros pecados han sido traiciones a su amor y causa de su entrega sacrificial. 

“Era de noche”,dice San Juan. La noche es signo de pecado, de dolor y de muerte, de traiciones, noche oscura del inescrutable  misterio de Dios, que redime el pecado del mundo con la sangre y la muerte del Hijo. No hubo compasión para Él. En Getsemaní implorará la ayuda del Padre:“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”,  pero el Padre está tan pendiente de la salvación de los hombres, desea tanto, tanto, que nosotros seamos de nuevo hijos suyos, que se olvida del Hijo por los nuevos hijos que va a conseguir. Ante esto, como ante toda acción misteriosa de Dios, sólo cabe la aceptación y la adoración de sus designios de amor incomprensibles para el hombre. Horror del pecado de Judas, horror de nuestros propios pecados.

 “Hijo de Dios, reza la liturgia griega, Tú me admites como comensal en tu maravillosa Cena. Yo no entregaré tu misterio a tus enemigos. Yo no te daré un beso como Judas, sino que, como el buen ladrón, me arrepiento y te digo: acuérdate de mí, Señor, en tu reino”.

Pero en esta noche, no celebramos tan solo el día en que Jesús fue entregado, sino principalmente el día, en el que nuestro Señor se entregó a nosotros y por nosotros:“El Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, lo bendijo y lo entregó a sus discípulos, diciendo”: “Tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en memoria mía...”. Entregar quiere decir que yo doy del todo una cosa, soltándola de mis manos para que pase a otra persona. Si yo entrego así una cosa, ya no tengo ningún derecho, ningún poder sobre ella. Derecho y poder pasan a su nuevo dueño y depositario. Esto lleva consigo el riesgo de que el nuevo depositario no sepa valorar y guardar esta entrega. 

Todo esto vale para todo lo humano pero especialmente para este tesoro de la Eucaristía, misterio de amor para almas en fe y en adoración, que no siempre sabemos valorar y guardar con la fidelidad y el amor merecidos todo el pueblo cristiano, especialmente los sacerdotes, que hemos recibido directamente del Señor este don infinito; ¡qué generosidad, qué confianza ha depositado Cristo en nosotros, en mí, sacerdote! No quiero defraudarle. Él se me ha entregado todo entero en este don sin reservas y la verdad es que no quiero defraudarle. Él ha hecho ya todo lo que tenía que hacer. Ya no tiene ningún dominio sobre este tesoro. Él solo tiene que obedecerme, hacer y recibir lo que yo haga... Es Jesucristo, es el Hijo de Dios, el Padre me lo ha confiado y tengo que dar un día cuenta de ello. Jesucristo Eucaristía, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida; también yo quiero darlo todo por Tí, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡ Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios, Tú los puedes todo!

Hermanos todos, parroquia y sacerdote de San Pedro, vosotros habéis recibido esta presencia corporal de Dios, cómo la cuidas, cómo la veneras, cómo lo agradeces. Aquí está el fundamento y la base y la fuente de todo apostolado, de toda vida cristiana, de la vitalidad de grupos, de todas las instituciones cristianas, de todas la catequesis, de toda la vida parroquial.  

Qué pensar de tantos cristianos hermanos que no pisan la iglesia, que no valoran el tesoro que encierra, cómo llamarlos católicos, cómo decir que creen y aman a Jesucristo, teniendo por insípida la comida del Señor. Pobre sacerdote, cómo no llorar tanto abandono de la Eucaristía, de las Eucaristías, de las comuniones, del sagrario; cómo no sufrir si verdaderamente tú crees en este misterio, que aquí está la fuente de gracia y salvación de toda la parroquia, que se te ha confiado. Si no te duelen estas ausencias y abandonos, cómo poder decir que crees en Él, que lo amas, que sabes y vives la Eucaristía,  como fuente de todo tu hacer apostólico y sacerdotal.

Quisiera terminar hoy con un texto de San Juan de Ávila:     «El sacerdote en el altar representa, en la Eucaristía, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón, que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro sua reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndose delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a sí mismo, hacienda y honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo. Y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos» (TRATADO DEL SACERDOCIO).

Cristo, permíteme levantarme en este momento de la cena, y salir apresuradamente afuera y poniéndome a la puerta de tu casa, gritar a todos los que llevan tu nombre sin amarte, sin tener hambre de tí, permíteme gritarles: Oh vosotros, los sedientos de plenitud de vida, de sentido y de felicidad, venid a las aguas... aún los que no tenéis dinero. Venid, comed y comprad sin dinero, bebed el vino sagrado sin pagar. Dadme oídos y venid; así esta tarde de Jueves Santo no habrá ningún espacio vacío en el mesa del Señor, así Cristo podrá llenar con vuestra presencia la ausencia de Judas, así se llenarán nuestros cenáculos, las iglesias del mundo entero, como muchedumbres inmensas, movidas como trigales por el viento de una sola fe y un mismo amor: Jesucristo Eucaristía.

 

SEXTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo. El mundo creyente y católico vuelve una vez más a sumergirse en el misterio asombroso de un Dios, que nos ofrece la Eucaristía, como encuentro vivo y consubstancial con Él en su cuerpo humano, lleno de la Divinidad , triturado como racimo por la pasión y la muerte, pero resucitado por la promesa llena de vida y amor del Padre. Por la pasión y la muerte se convirtió en grano de trigo sembrado en la tierra, pero convertido, por la fuerza y potencia del Espíritu del Padre, en grano de trigo florecido para la espiga de la Eucaristía. Fue también racimo triturado entre clavos para el vino de la Salvación. Esta tarde, nuevamente vamos a repetir las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena, porque siguen siendo los únicos capaces de hacer presente la Eucaristía y todo lo que aconteció en aquella noche preñada de misterios.

Los misterios del Jueves Santo son tesoros  de nuestra fe y de nuestra salvación, grabados en la memoria viva de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, que invocado en la epíclesis de la Eucaristía, por su poder y fuego de amor transformante que todo lo puede, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y presencializa así, metahistóricamente, más allá del tiempo y del espacio, el memorial de la muerte y resurrección de Cristo en amor extremado y en entrega total, con sus mismos sentimientos y actitudes.

Cada año volvemos a hacer presentes  las mismas palabras, las mismas acciones, los mismos sentimientos, que tuvo Jesús en la Última Cena, que no repetimos, sino que por las palabras de la consagración se hace presente toda su vida, desde que nació hasta que subió al cielo: el mismo amor, los mismos gestos, el mismo lavatorio, los mismos sentimientos, la misma y única entrega, porque no es una repetición teatral, sino un memorial, que hace presente todo lo que Crito dijo e hizo aquella noche santa. 

 

Luego, después de haberlo hecho presente y de haberlo celebrado y comido con amor, todo este misterio lo guardamos  en el Monumento y permanecemos en adoración junto a Él,  hasta mañana, Viernes Santo, en que ya no lo celebramos con misa, porque ha muerto el supremo sacerdote, Jesucristo, y litúrgicamente no puede hacerlo presente como el Jueves Santo; en el Viernes, sólo comemos el pan eucaristico adorado en el  Monumento,lo comemos y lo guardamos en nuestros sagrarios, donde el misterio, sus palabras, sus gestos, su entrega, sus deseos de amistad permanecen vivos y eternamente ofrecidos a Dios y a los hombres todo el año, todas las horas, todos los días, sin cansancio, sin rutina de ninguna clase, con el mismo amor y la misma entrega, siempre viva, encendida, entusiasmada y entusiasmante. Para expresar esta admiración de los creyentes, no tengo ahora a mano en mi memoria otras palabras más sugerentes y expresivas que las del prefacio romano: «Es justo y necesario, darte gracias, Padre Santo, por Cristo Señor Nuestro. Él, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de Salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya… Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica». Y luego la súplica del alma creyente: «Te pedimos, Padre, que la celebración de estos santos misterios, nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida».

Queridos hermanos, que Dios nos lo conceda este año, que haga realidad en cada uno de nosotros todo lo que recordamos y alabamos en este prefacio, que nos llene de su amor y de su vida. Y ahora antes de terminar, quiero recordaros lo que fue para Jesucristo y tiene que seguir siendo para nosotros el Jueves Santo. Éste día tiene que ser para la Iglesia:

Día deseado:“Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros” ¿Cómo lo deseamos y preparamos  nosotros? ¿Tenemos hambre de Cristo Eucaristía, creemos con fe y amor todo lo que encierra este día hasta desearlo como Cristo? ¿Qué va a significar para mí este Jueves Santo? (Silencio).

 

Día de su amor: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. ¿Amo a Cristo, le amo de palabra y de obra como Él me amó? ¿Cómo le expreso mis sentimientos de amor en palabras de oración y diálogo? ¿Qué le digo, cuántas veces le digo que le amo, cuántas veces busco yo este encuentro tan ardientemente deseado y buscado por Él?  (Silencio).

Día del sacerdocio: “Haced esto en memoría mia”. ¿Me acuerdo de los sentimientos y deseos de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Me acuerdo de su emoción y entrega? ¿Cómo es la mía? Haced esto vosotros y vuestros sucesores en el ministerio de la Eucaristía. Qué maravilla ser sacerdote de Cristo, qué gracia tan singular tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote. ¿Pido por las vocaciones y por la santidad de los sacerdotes? ¿Amo el sacerdocio y soy agradecido a todas las gracias que me vienen por su medio? Qué ayuda en una parroquia, qué compañía, qué necesidad de estas almas, madres y hermanas sacerdotales.     Queridas madres, queridos padres, qué gracia, qué privilegio, lo veréis más claro en el cielo, tener un hijo sembrador de eternidades, de cielo, de salvación; todo lo de aquí abajo, pasa: ser alto ejecutivo, empresario, cargo político, presidente... todo pasa,  lo que hacen los sacerdotes es eterno. Tener un hijo sacerdote, que influye ante el Señor por todos, que es presencia de Cristo en medio de vosotros. Qué hermoso tener un hermano, un amigo sacerdote, es estar más cerca de Cristo, de su evangelio, de su amor, de sus ilusiones, de sus proyectos de salvación.

        «El sacerdote ordenado realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico. Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, <in persona Christi>, quiere decir más que <en nombre>  o también <en vez de Cristo>. In <persona>: es decir, en la identificación específica, sacramental, con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. El ministerio de los sacerdotes es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible para la consagración eucarística… La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida» (Ecclesia de Eucharistia 29ª).

Querida comunidad de San Pedro, es Jueves Santo, y yo no quiero ni puedo mentir en este día: os digo desde lo más sincero y profundo de mi corazón: no tengáis miedo en entregar vuestros hijos y hermanos a Dios para que sean sacerdotes. Madres que comulgáis y luego si tu hijo te insinúa algo en este sentido, ponéis dificultades; hermanas de futuros sacerdotes,  qué comuniones son esas, cómo decir a Cristo te amo y luego rechazar el que uno de los vuestros sea sacerdote. 

Necesitamos madres sacerdotales, al cristianismo actual le faltan madres sacerdotales, madres que conciban con la ilusión de que su hijo sea sacerdote, se dedique tan sólo a sembrar, cultivar y recolectar eternidades. El Señor nos conceda madres y padres y hermanas sacerdotales este Jueves Santo.

       

 

SÉPTIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: En esta tarde santa, nosotros, al celebrar la Última Cena del Señor con sus discípulos, recordamos y hacemos presentes todos sus gestos y palabras, descritos emocionada y fielmente por los evangelistas. La Iglesia invoca en la epíclesis de la consagración al Espíritu Santo, que es la memoria y la potencia de Dios, que hace presente lo que se celebra, recordando. Y ese Amor Personal de Jesucristo vivo, resucitado y glorioso vuelve a poner ante nosotros todos los misterios de la Última Cena por la potencia de su Amor Personal, que es Espíritu Santo, como lo hizoz la primera y única vez. La diferencia es que ahora son nuevos los comensales, somos los hombres de todos los tiempos. Así que el Señor ahora nos lavará los pies en esta Eucaristía, oiremos su mandato nuevo de amarnos los unos a los otros por vez primera y se hará presente para nosotros como para los Apóstoles todo el misterio de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.

Son muchos los nombres con que se ha designado a la Eucaristía en el correr de los tiempos, incluso por los mismos  Apóstoles. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica enumera y analiza varios. Ninguno agota su rico contenido, pero todos añaden nuevos aspectos que nos hacen descubrir su riqueza. Nosotros hoy vamos a meditar sobre uno especialmente, sobre la Eucaristía como Cena del Señor.

San Pablo llama a la Eucaristía la “cena del Señor”. La razón está en que Cristo la instituyó en el marco de una cena, la cena ritual de la pascua judía, celebrada para recordar y renovar  el pacto de amistad, la Alianza realizada por Dios con Moisés y su pueblo en el monte Sinaí, mediante el sacrificio y el derramamiento de la sangre sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, con lo que Dios se comprometía a ser el Salvador de su pueblo y el pueblo aceptaba este compromiso de que Dios fuera su único Dios, obligándose por esta Alianza el pueblo a cumplir sus mandatos y Dios perdonaba sus pecados y se comprometía a seguir renovando sus milagros en favor de su pueblo; al rociar con la sangre al pueblo, éste se hacía en cierto modo “consanguíneo” de Dios, familia de Dios, y los dos se comprometían de por vida a defenderse contra los enemigos.

Tanto ésta cena ritual de los judios, como la Última Cena del Señor, como cualquier comida en torno a una mesa,  significa  y realiza la unión de los comensales, y en ésta de hoy, del Jueves Santo, se significa y se realiza la unión de los comensales con Jesucristo, y, por Él, con el Padre. Toda comida expresa y alimenta la fraternidad, la acogida mutua, la amistad. Cenar y comer juntos no es sólo nutrirse, introducir calorías en nuestro cuerpo. Es confraternizar, compartir, trato de amistad. Por eso, toda Eucaristía, por ser la comida del cuerpo de Cristo, es exigencia y alimento de amor mutuo, es sacramento de amistad con Dios y con los hermanos.

La Eucaristía es el banquete del reino de Dios y este reino nos exige a todos tener a Dios como único Padre y a los hombres, sobre todo a los que comen la cena del Señor, como hermanos. Éste es el reino que Cristo ha traído desde el seno y el corazón de la Trinidad a la tierra de los hombres: que sean todos hijos del mismo Padre y hermanos entre sí. Por esto, a Dios sólo le podemos llamar Padre nuestro, si los hombres nos sentamos a compartir como hermanos la misma mesa de la Eucaristía y de la vida.

 

Esto lo entendieron y practicaron perfectamente los primeros cristianos, tan cercanos a Cristo y su mensaje transmitido por los Apóstoles,  hasta el punto de poner sus bienes en común y poder recibir de los que los contemplaban el comentario de “mirad cómo se aman”. Ellos sabían muy bien lo que Cristo pretendió al instituir la Cena y, entre otros fines, Jesús expresó muy claramente: “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado” “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”.  Y Él dio su vida por nosotros y, hecho pan de vida, quiso ser partido y repartido entre los comensales.

Por eso, en los primeros tiempos, cada uno llevaba a la cena lo que podía de alimentos y dinero, pero, sobre todo, amor. En las Eucaristías de los primeros cristianos se ponían todos los alimentos en común sobre la mesa y también, todo lo que reflexionaban sobre los dichos y hechos de Jesús; el que dirigía la asamblea rezaba unas oraciones, daban gracias, compartían los alimentos y, al final, un sacerdote consagraba el pan y el vino y todos comulgaban en el mismo pan, en el mismo Cristo, en la misma cena, en la misma mesa, en la misma Palabra, en los mismos alimentos y todos se sentían hermanos.

Pero, en el correr de los años, esta unión y comunión se fue perdiendo en la celebración de la cena, hasta llegar a suprimirse la cena previa a la consagración. Hoy apenas quedan signos de esta comensalidad en nuestras Eucaristías, aunque seguimos hablando de mesa, manteles, alimentos, “dichosos los llamados a la cena del Señor”.

Una de las razones principales estuvo en el egoísmo natural, muy poco evangélico, de no querer compartir los alimentos con todos. San Pablo salió al paso de estas diferencias, que rompen el fundamento, la  base y el fruto de la Eucaristía, que es el amor mutuo y el compartir el amor y los bienes, como el Señor lo dijo y lo hizo. De esta forma el ágape se convirtió en desprecio de los pobres. Eso ya no es la cena del Señor. “Cuando os reunís en vuestras asambleas, los ricos engordan, mientras los pobres pasan hambre. Eso ya no es comer la cena del Señor”  (1Cor. 11,20).

En el siglo II desaparece este ágape, esta cena en común que servía de soporte a la celebración eucarística, porque ya no existía el amor mutuo y la amistad necesaria para realizarla. Sin embargo, ahora y siempre y en cualquier lugar que se celebre, la Eucaristía será siempre una exigencia de amor mutuo, una proclamación de la fraternidad querida por el Señor, una conciencia y exigencia viva del amor y ayuda que unos a otros nos debemos en razón de las palabras y de los signos que celebramos, todos dirigidos a romper aquellos  egoísmos e individualismos que impiden la unión y la  comunidad.

 Y esto es lo que yo, en nombre del Señor, quiero proclamar y recordar esta tarde del Jueves Santo, en que meditamos y contemplamos en su presencia todo lo que Él instituyó y celebró y nos encomendó en este día. Y al presencializarlo, comprometernos con los deseos de Cristo y tratar de pedir perdón por no haberlo hecho antes mejor y empezar de nuevo, si es necesario. Esta será la mejor forma de celebrar la Cena del Señor.

Cuando entramos en la Iglesia para celebrar la Eucaristia, venimos de una sociedad, que ha roto los lazos de unión y favorece las divisiones y las luchas competitivas: ¿Salimos como entramos? ¿No nos convertimos a la unión y fraternidad evangélica? ¿Cómo podemos encarnar y vivir mejor estas exigencias de Eucaristía? ¿Qué actitudes y comportamientos debemos rectificar para celebrar con verdad la Cena del Señor?

La Eucaristía es exigencia permanente de amistad, de servicios mutuos, de compartir más el tiempo, los afectos, los bienes con los hermanos en la misma fe y en el mismo pan, especialmente con los más necesitados, con los pobres de todo tipo. Hoy la pobreza tiene muchos nombres: los ancianos, los deprimidos, los que viven solos, en nuestra misma familia puede haber personas necesitadas de amor, de tiempo, de comprensión, de ayuda moral, espiritual… Esta celebración que estamos realizando y la Adoración ante el Monumento hasta la tarde del Viernes deben ayudarnos a perdonar a todos y ser mas caritativos con todos. Que el Señor con sus palabras y gestos eucarísticos nos ayude a comprender su voluntad, a superar todas las divisiones; que esta celebración, la comunión y la adoración eucarística vayan sembrando cada día los gérmenes de la unidad tan orada y deseada por Él en su oración de la Última Cena y nos haga descubrir los compromisos del amor fraterno, que encierra la Eucaristía.

 

 

 

OCTAVA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: En este día tan entrañable para la Comunidad cristiana, nosotros, seguidores y amigos de Jesús, hacemos memoria de sus palabras y gestos últimos, especialmente en la institución de la Eucaristía. El Jueves Santo es el día eucarístico por excelencia: día de su entrega en sacrificio martirial por nosotros, día de sus deseos de ser comido en comida fraterna por todos los suyos, día en que quiso quedarse para siempre en el sagrario en amistad ofrecida permanentemente a todos.

Ante este misterio de la Eucaristía, me vienen espontáneamente a los labios las palabras del himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino, que cantamos en la festividad del Corpus Christi, pero también en muchas otras ocasiones: «Adoro te devote, latens Deitas»: Te adoro devotamente, oculta divinidad, que vives bajo estos signos sencillos del pan y del vino. Todo mi ser y mi corazón se doblan y se arrodillan ante Tí, porque, quien te contemple con fe, desfallece y se extasía de amor... O aquella estrofa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

Estos días son para pasar largos ratos ante el Señor Eucaristía, para contemplar y extasiarse de amor eucarístico, para mirar al Amado y dejar nuestros cuidados del mundo y de las cosas entre las azucenas olvidado. Para un cristiano, la Semana Santa debe ser toda entera para el Señor, para vivir y meditar sus misterios santos, que son muchos y muy profundos, todos llenos de amor loco y apasionado por los hombre. Desde la Hostia Santa, que quedará expuesta como siempre después de la Cena del Señor, Jesús me está enseñando amor hasta el extremo, entrega total; me enseña humildad: se olvida de sí mismo, de lo que es y se rebaja y se arrodilla pidiendo mi amor y mi amistad; me enseña servicio: se pone a servir a los Apóstoles y quiere llenarme de sus actitudes y alimentar sentimientos evangélicos en mi vida; me enseña también fidelidad plena: aunque los hombres no comprendan tanto amor, ni crean en su presencia, Él cumple su palabra de quedarse con nosotros en el pan consagrado hasta el final de los tiempos, todo un Dios se humilla y busca al hombre para llenarle de divinidad; qué bueno es Jesús, Él sí que es un amigo verdadero, sin egoísmos ni traiciones, lleno de delicadezas y perdones. Es Dios, el Infinito hecho pan  por amor al hombre.

¿Qué queremos decir hoy de Cristo hecho pan de Eucaristía? Queremos decir que ese trozo de pan es el quicio y gozne de toda diócesis, de toda parroquia, de todo católico. Todo critianismo, todo cristiano, que no gire en torno a la Eucaristía, está desquiciado. Toda parroquia, que no gira en torno a la Eucaristía, está desquiciada. Quiere decir que toda parroquia y todo creyente tiene que girar en torno a la Eucaristía, porque el cristianismo no son cosas ni ritos ni preceptos, el cristianismo esencialmente es una persona, es Cristo mismo, y sin Cristo, sin Eucaristía, no hay cristianismo, ni fraternidad, ni comunidad. Es más, tenemos que observar nuestro comportamiento con la presencia de Cristo en el sagrario, nuestra relación con el pan consagrado, porque lo que hacemos con el pan, se lo estamos haciendo al mismo Cristo, directamente, no a una imagen o figura. No amo, no me arrodillo, no venero, no respeto, no valoro el pan consagrado, celebro de cualquier modo... no amo, no venero, no respeto al mismo Cristo.

 Por eso, para saber de la santidad de una persona, sea sacerdote o seglar, hay que tener mucho cuidado con su comportamiento con Jesús Eucaristía, porque de ahí han de recibir su fuerza y verdad nuestra vida cristiana, nuestra srelaciones con los demás, nuestras predicaciones sobre Cristo o  su evangelio,  todo nuestro apostolado, todo recibe su fuerza de la Eucaristía como de su fuente; toda nuestra vida personal y apostólica nos lo jugamos en nuestra relación y comportamiento con Jesucristo Eucaristía. Cuando veo tanta ligereza después de la Eucaristía, hablando o comportándonos como si Cristo ya no estuviese presente en el sagrario, no valorando que es Dios, como si no viera lo que hacemos, me da pena,  porque esto indica que no hemos tocado y sentido a  Cristo vivo. 

Si queremos enfervorizar una parroquia, empecemos por revisar nuestras celebraciones eucarísticas, nuestras visitas al Santísimo, nuestras comuniones, nuestras liturgias y acciones eucarísticas. Si queremos enfervorizar a nuestra familia y nuestros hijos, empecemos por revisar nuestra vida eucarística: si queremos enfervorizar nuestras catequesis y catequistas, nuestros grupos cristianos de cualquier clase que sean, empecemos por revisar nuestra relación con la Eucaristía, tratemos todos, sacerdotes y seglares, de amar más a Cristo Eucaristía, de imitar sus virtudes eucarísticas: humildad, entrega, silencio, perdón continuo; revisemos nuestra relación eucarística con Él, nuestra oración eucarística, nuestros comportamientos eucarísticos.

 El Vaticano II nos dice: «...en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están  íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan....” (PO 5). “Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 6).

 Horas de sagrario y adoración eucarísticas son horas de santificación directa y llameante, apostólicas y salvadoras  para el mundo y los hombres, redentoras de tanto pecado y materialismo inundante y secularizante, que ya no respetan ni los dinteles de los templos y entra dentro de nuestras iglesias. Necesitamos iglesias abiertas todo el día para que los creyentes puedan visitar, orar y adorar a Jesucristo Sacramentado, fuente y manantial de vida cristiana para todos los hombres: «...la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica» (PO 5).

        «Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia», también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía «es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» (Ecclesia de Eucharistia 31b).

En esta tarde del Jueves Santo, Cristo no sólo ha querido prolongar su presencia en el pan de la Eucaristía sino también en la presencia de otros hombres, los sacerdotes, a los que confiere su misión y el encargo recibido del Padre. Toda la carta a los Hebreos nos repite que Cristo es el único sacerdote del Nuevo Testamento de modo que los demás, que han sido elegidos por Él, no son sino prolongación suya, prolongadores de su misión de santificar, predicar y guiar al pueblo de Dios. Jesús fue sacerdote por su misma Encarnación, por la unión en su persona de la naturaleza divina y humana, que le convierte así en puente, en pontífice entre lo divino y lo humano.

Por eso rompió radicalmente con el sacerdocio del Antiguo Testamento que lo era por línea de sangre o de familia. No necesita el sacramento del Orden porque Jesús por su mismo ser y existir, es y fue mediador entre Dios y los hombres. No hubo un instante en que su naturaleza divino-humana no fuera sacerdotal. Lo fue desde la misma Encarnación. Y ejerció su sacerdocio desde el mismo instante de su concepción en el seno de María y lo consumó en la Ultima Cena anticipando el Viernes y el Sábado de Gloria. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Los sacerdotes prolongan la Encarnación de Cristo, son Cristo Encarnado, son presencia sacramental de Cristo, prolongan su Palabra y su Salvación y  su Vida ¿No hay en esta asamblea algún joven o adulto que quiera ser prolongación de Cristo? ¿Queridas madres, que amáis tanto a Cristo y a su Iglesia, por qué no echáis esta simiente en vuestro corazón y la cultiváis con vuestra oración eucarística para que nazcan hijos que quiera ser sacerdotes? Necesitamos madres sacerdotales.

Queridos cristianos, necesitamos vuestra oración y vuestras obras y sufrimientos por las vocaciones, para que surjan en vuestras familias hijos o hermanos sacerdotes. ¿No podríais rezar un poco más, querer y ayudar un poco más a los que ya son sacerdotes? Porque al ser sacramento de Cristo, no en una materia muerta, como un trozo de pan, sino en carne viva, en el barro de los hombres, esto nos obliga a vivir su misma vida, a pisar sus mismas huellas, a ser santos como Cristo y esto cuesta y a veces no podemos y necesitamos vuestra oración y vuestra ayuda.

 El sacerdote es sacramento de la presencia y de la vida de Cristo, de la mediación de Cristo, de la ofrenda victimal de Cristo, de la salvación de Cristo, de su perdón, de sus gracias, de sus dones,  pero también de su testimonio, de su amor al Padre y a los hombres y nuestro corazón es de carne y se cansa y duda y no abarca ¿Podéis ayudarnos con vuestro cariño? Con vuestra ayuda nos será más fácil, menos costoso prolongar a Cristo, representar y reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres, como puse en la estampa de mi ordenación y primera Eucaristía, ser, en definitiva, un signo sencillo pero viviente de Cristo.    

El sacerdote, en razón del sacramento, está más  obligado a una santidad de vida, porque Él es el que actúa a través de mi humanidad; yo se la he prestado para siempre, para este tiempo y para toda la eternidad y no la quiero tener para ninguna otra persona u ocupación. Estoy consagrado a Él de por vida y jamás me desposaría con nadie aunque me estuviera permitido, porque me he entregado a Él totalmente y he perdido la capacidad de poder amar esponsalmente a nadie. Mi corazón solo quiero que sea para Él, pero soy pecador, por eso pido vuestra oración, vuestro acompañamiento, vuestra ayuda espiritual. 

Al tener que pisar sus mismas huellas, tengo también que llevar en mi cuerpo las señales de la pasión de Cristo, sus mismas marcas de amor y dolor. Por eso, como San Pablo a su discípulo Timoteo, valoro este don y doy gracias por él al Señor: “Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mi y me confió este ministerio” (1Tim 1,12). Doy gracias a Dios con San Pablo porque me ha llamado y me ha hecho capaz de ser y realizar un misterio y ministerio que yo no podía imaginar. Como rezamos en el prefacio de este día:  “Cristo, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.

“Se fió de mí”, a pesar del pasado de Pablo, a pesar de mi pasado... Cristo me ha preferido, me ha llamado y me sigue llamando en un acto de confianza plena a estar con Él y enviarme a predicar, en un acto de predilección eterna, que jamás sabré agradecer ni por toda la eternidad, cuando todo lo vea a plena luz y amor y me goce eternamente en la contemplación de mi identificación con su sacerdocio celeste a la derecha del Padre y así ya para siempre, para siempre, para siempre..., toda la eternidad sacerdote celeste con Cristo glorioso para alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad y mis hermanos, los redimidos. Y esta confianza depositada por el Señor en nosotros, los sacerdotes, debe llevarnos a una correspondencia de gratitud y confianza inquebrantable en su persona y en su misión: “Sé de quien me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio”.

Finalmente, la celebración de la Última Cena incluye el don de la comunión fraterna y solidaria, que nos obliga en el Señor a compartir cuanto somos y tenemos:“Un mandamiento nuevo os doy...”, “Habéis visto lo que he hecho con vosotros...haced vosotros lo mismo...” Hoy es el día de la Eucaristía, pero por ello mismo y por voluntad de Cristo, es un día especial de vivir y recordar la obligación de amarnos fraternalmente, día del encuentro y acogida entre  todos los hombres, y no solo económica sino más bien de cambiar actitudes y criterios  y valores en nuestra conciencia individual y social egoísta. Y ahora ya, sentémonos a la mesa y celebremos la Eucaristía

 

 

NOVENA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: Qué fe, qué amor más grandes son necesarios para poder captar toda la emoción de Cristo, toda su entrega al Padre y a nosotros, los hombres, en este día del Jueves Santo, que ahora estamos recordando, no sólo como memoria sino como memorial, esto es, presencializándolo. Cada palabra, cada gesto de Cristo con sus discípulos en la sala grande de la Cena son un misterio de amor hasta el extremo, son expresiones de entrega total y generosa del amigo que da la vida por los amigos. Es tan denso el Jueves Santo, que de su contenido, de su espíritu y vida, de su espiritualidad podemos y debemos vivir todo el año, toda la vida: partir y repartir la vida como Jesús, lavarnos mutuamente los pies, perdonar a los que nos van a crucificar.

 En el silencio emocionado de la noche han sonado las palabras solemnes de Cristo:“Este es mi cuerpo que se entrega... esta es mi sangre que se derrama...”  Cuando todas las palabras ya han sido dichas y pronunciadas, solamente quedan los gestos, como símbolos definitivos, que encierran todos esos sentidos y misterios, que las palabras no pueden explicar ni encerrar.

 La institución de la Eucaristía, como sacrificio, como comunión y como presencia eterna de amistad ofrecida al hombre, es el mayor gesto, el mayor símbolo de amor dado en la historia. Solo Cristo podía hacerlo. Toda su vida, desde el seno de María, había sido Eucaristía perfecta: adoración al Padre hasta la muerte: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado…” y también entrega total y hasta el extremo a los hombres, predicando, sanando y dando la vida por nosotros:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos…” y Él la dio por los amigos y por los enemigos.  Arrancó desde su ofrecimiento al Padre, como nos lo dice la carta a los Hebreos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y ahora, en el último instante de su vida, quiere confirmar esta ofrenda, como sacramento perenne de su amor al Padre y a los hombres.

El sacramento de la Eucaristía, instituido por Cristo en la Última Cena, es la prolongación en el tiempo de su pasión, muerte y resurrección por los hombres, es presencia humilde y silenciosa de Jesucristo entre nosotros, es deseo de alimentar nuestras vidas en dirección de fraternidad humana y trascendencia divina como alimento de eternidad. La Eucaristía es Cristo presente, como ofrenda y víctima, que se sacrifica, como amigo que permanece por amor junto a los suyos, como comida y alimento de nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza cristiana. Por eso «La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado.

De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio. Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo.

Por esta razón el sacrifico es siempre uno solo… También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá» (Ecclesia de Eucharistia 12b).

        Y «Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecersetambién a sí misma unida al sacrificio de Cristo». Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella» (Ecclesia de Eucharistia 13b).

Adoremos, pues, con amor este misterio, contemplemos a Cristo presente en el pan consagrado con fe y devoción rendida, vivamos en comunión con Él amando hasta el extremo, repartiendo nuestra vida en pedazos de Salvación entre los hermanos, con una presencia humilde como la suya. Debe ser un esfuerzo por vivir en nosotros lo que contemplamos en este Misterio, asimilarlo, hacerlo vivencia y vida de nuestra vida. Así también nosotros nos iremos haciendo Eucaristía perfecta, vida entregada y repartida, como pan de Cristo, que adora al Padre, cumpliendo su voluntad, y alimenta a los hermanos.

 «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine...» «Te adoro verdadero cuerpo nacido de María Virgen, que has padecido y has sido inmolado en la cruz, te adoro» «O memoriale mortis Domini, panis vivus vitam prestans homini...» Oh memorial de la muerte del Señor, pan vivo que das vida al hombre, haz que mi alma viva de tí y que siempre guste y saboree al Señor...”

En este día, Jesús, después de instituir la Eucaristía, instituyó el sacerdocio. El sacerdocio es como otra Eucaristía. La Eucaristía es Cristo consagrado bajo las especies de pan y de vino. El sacerdote es Cristo consagrado en el barro de otros hombres. En la Eucaristía, por fuera se ve pan, por dentro es Cristo. En el sacerdocio, por fuera, el barro de otros hombres, por dentro, Cristo. Es el mismo Cristo encarnado de dos maneras. Y esto es Palabra y Acción transformante  de Dios, teología y liturgia viva, sin nada de fantasía ni literatura.

Es la realidad hecha por Jesucristo en esta noche y para toda la vida, con pan y vino y con la voluntad de otros hombres que se le entregan y son consagrados por y en su mismo Amor de Espíritu Santo. El Espíritu Santo, Fuerza y Potencia de Dios, es el Amor Personal del Dios Trinitario, que hizo posible la Encarnación, formando el cuerpo de Cristo, en el seno de María, y ese mismo Amor Personal de Dios es el que forma y transforma la humanidad de otros hombres en humanidad supletoria de Cristo, para que Él pueda seguir realizando hasta el final de los tiempos el encargo de Salvación confiado por el Padre: “Yo me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos...”.

Se queda hasta el final de los tiempos especialmente con dos presencias sacramentales: presencia sacramental en el pan y en el vino, y esta otra, menos valorada y conocida por el pueblo de Dios, pero igualmente verdadera y sacramental: la presencia de Cristo en la humanidad de los sacerdotes. 

        «Y de este carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio». (Ecclesia de Eucharistia 31c)

Cuando hay mucha fe, el pueblo cristiano vio esto siempre claro: el sacerdote es otro Cristo, y veneró el sacerdocio, y las madres tenían como un privilegio el que alguno de sus hijos fuera llamado por el Señor y los mismos jóvenes y niños expresaban claramente en la catequesis o en la escuela sus deseos de ser sacerdote y se entusiasmaban con esta realidad sobrenatural; se veneraba a Cristo Sacerdote y a la Eucaristía, y al sacerdote, como prolongación y unión con estos misterios. Cuando la fe decrece y no hay ambiente creyente, pasa lo que ahora: Cristo abandonado en el sagrario, Cristo abandonado en los sacerdotes; Eucaristías dominicales vacías, seminarios vacíos, no hay hambre de pan eucarístico, no hay hambre de ser sacerdote, de entrega, de santidad...

La valoración y la estima del sacerdocio católico dice y habla muy claro de la profundidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestras comuniones: no se puede comulgar con Cristo y luego hablar mal de los sacerdotes, no se puede ser padres y madres fervorosas y luego recibir un disgusto, si uno de nuestros hijos nos dice que quiere ser sacerdote y, en cambio, recibimos alegría si ese mismo hijo nos dice que quiere ser  informático, abogado, médico... cualquier cosa, menos sacerdote.

Querida madre, dónde está la verdad de tu amor a Cristo, la verdad de tus comuniones, qué le quieres expresar a Cristo, cuando dices mecánicamente a Cristo que le amas y luego, si un hijo tuyo quiere amarle de verdad, tratas de alejarlo de esa fuente de salvación, de verdad y de amor total que es Cristo, que es el sacerdocio; perdona que te lo diga, son rutinarias y sin vivencia alguna: así que hasta los mismos niños, por el ambiente de la casa y de la calle se avergüenzan en estos tiempos de confesar que quieren ser sacerdotes y la semilla puesta por Dios en su corazón muere, aún antes de nacer,  y no se atreven, como en tiempos pasados, a levantar la mano si el sacerdote pregunta quién quiere ser sacerdote; no saben ni donde está el seminario. Y en este tema, no toda la culpa es de los padre, también los sacerdotes teníamos que preguntarnos por nuestros entusiasmo por el seminario, por la vocaciones, por sembrar la semilla en los corazones de los niños y de los jóvenes.

        Antes las familias tenían como un don de Dios y como un honor el que uno  de sus hijos fuera llamado al sacerdocio y las gentes cristianas respetaban esta decisión; ahora ni los amigos ni, sobre todo, las amigas ayudan y favorecen y respetan esta elección de Dios. Nuestra devoción a los sacerdotes dice muy claro la verdad y profundidad y autenticidad de nuestra fe.

Por eso, en todas las parroquias Dios nos da el consuelo de encontrar almas verdaderamente sacerdotales, que nos sirven de consuelo, de ayuda y de estímulo. Y por eso, con todas mis fuerzas y con toda la emoción de mi corazón quiero decirles: Gracias, gracias por vuestra presencia y oración, que Dios os bendiga, que os lo premie y recompense y agradezca y os diga cosas bellas en vuestro corazón.

También quiero deciros a todos que ser sacerdote es lo más grande y maravilloso que Dios me ha concedido. Y con verdad y humildad he de afirmar también con San Pablo que tan gran misterio lo llevamos en vasijas de barro. Mucho ha de esforzarse el sacerdote para que no se rompa ni corrompa esta vasija con imperfecciones y pecados. Mucho debe rezar y cultivar y regar esta semilla que Dios depositó en su corazón. Y mucho también ha de valorar y proteger el pueblo cristiano a sus sacerdotes, a los portadores de su salvación.

Pidamos todos los días, pero especialmente todos los jueves de la semana,  que deben ser eucarísticos y sacerdotales, por la vocaciones, por la santidad de los elegidos, pidamos insistentemente al dueño de la mies que dé decisión, valentía, fe viva a nuestros jóvenes para que entreguen su vida para la gloria de Dios y la salvación de los hermanos.

Tener todo esto presente es la mejor forma de celebrar el Jueves Santo, recordándolo todos los jueves eucarísticos del año. Pidamos por los seminarios, por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, seminaristas y consagrados, por las chicas y chicos que sienten vocación religiosa..., pidamos por las vocaciones.

Finalmente, en la cena de despedida, hay dos gestos de Cristo reveladores del amor fraterno: son el lavatorio de pies y la cena compartida. “Hijos míos, me queda poco tiempo de estar con vosotros; un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis los unos a los otros”. Y así nos dejó Cristo el amor fraterno como signo de fe, pertenencia cristiana y tarea apostólica y eclesial para toda la vida. Desde entonces un discípulo debe tener como meta y referencia el amor extremo de Cristo a los suyos: “Como yo os he amado”.

Por eso es precisamente nuevo, porque ya no es amar ni siquiera como uno se ama a sí mismo sino como Cristo nos ha amado,  hasta dar la vida. El cumplimiento de este mandato hay que renovarlo todos los días y todos los instantes de nuestra jornada, porque es mandato de Cristo, porque Él lo quiere, porque Él nos lo dejó como tarea permanente de todo cristiano, como signo de autenticidad de nuestra fe, nuestro amor y nuestra pertenencia a Él. Hay mucho que meditar, reflexionar, revisar y esforzarse en este sentido, hasta que se cumpla perfectamente como Cristo quiere. Oremos y pidamos estos días para que así sea, para que se cumpla y lo cumplamos, para que sea el signo de nuestra identidad cristiana y comunitaria, especialmente con los que tenemos cerca, con los que conviven con nosotros. No es fácil esta tarea ni es cosa solo de una temporada, sino que todos los días y a todas las horas tenemos que amarnos por voluntad y deseo de Cristo, especialmente debemos ser más delicados y esforzarnos con los pobres, los enfermos, los pecadores, con los que nos hacen mal, con todos, sean del color y de la raza que sean.

 Qué difícil, Señor, cumplir en verdad y plenitud este mandamiento, danos tu amor, de otra forma nosotros no podemos. Hay que amar más, entregarnos más si queremos agradar a Cristo Eucaristía y vivir su amor y entrega en  la Eucaristía. Cristo nos lo pide. Es un mandato. He aquí la tarea permanente, la conversión permanente de todo cristiano: revisar todos los días el amor fraterno en nuestras visitas al Señor, en nuestras comuniones eucarísticas, en nuestras Eucaristías.

 

 

DÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Sublime resumen e introducción de Juan  a los últimos gestos y palabras de Cristo,  que dan sentido e iluminan y son principio, medio y fin de su existencia, de toda su vida, centrada en este doble motivación: adoración al Padre, cumpliendo su voluntad y entrega a los hombres, sus hermanos, hasta dar la vida.

“Estaban cenando, -nos dice San Juan-, y Jesús, sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus  manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies de sus discípulos”.

Este gesto del lavatorio de los pies, junto con el mandato nuevo, reseñado por San Juan en lugar de la institución de la Eucaristía, es un símbolo, tiene para San Juan el valor de signo: significa la Eucaristía, el fruto de la Eucaristía, el preludio y ambiente de la Eucaristía, que es y deber ser siempre el amor fraterno y el servicio. Y lo pone precisamente señalando la traición de Judas con beso y por unas monedas; acompañado por unos discípulos que se duermen en medio de la tragedia de su Maestro; distraídos hasta el último momento en discutir sobre lo primeros  puestos del reino;  despreocupados ante la oración agónica de Jesús en Getsemaní, abandonado por todos los suyos en la prueba suprema y Pedro negándolo abiertamente ante una criada del sumo sacerdote. Podíamos añadir también: y a pesar de la mediocridad de muchos cristianos de todos los tiempos en corresponder y agradecer todo este misterio de amor y de entrega total por nosotros, hasta la muerte, viéndolo  y sabiéndolo todo el Señor.

Pero como el amor de Cristo es verdadero,  no se quedó en palabras tan sólo, sino que lo manifiesta y realiza a través de acciones, empezando por el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía, siguiendo con el mandato de amarnos los unos a los otros.

 Lavatorio de los pies de los discípulos e institución de la Eucaristía son, en el fondo, signos paralelos del amor sin fronteras de Cristo. Para ambos gestos aplica Jesús el mismo mandato de repetirlos:“Haced esto en memoria mía”, dice de la Eucaristía. Y respecto al lavatorio de los pies: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis”.  Nosotros, admirados por la realidad de la Eucaristía, quizás hemos infravalorado el signo del lavatorio de los pies. Pero es también un gesto de amor y servicio hasta el extremo de la humillación y por eso, con toda lógica, Pedro lo rechaza: “no me lavarás los pies  jamás”, “si no te lavo los pies, no tendrás nada que ver conmigo”. Es una frase dura de Jesús, que solemos interpretar como una mera exhortación al bueno de Pedro, para que se deje lavar los pies, como los demás.

En principio, nos sorprenden estas palabras tan duras del Señor, porque todos nosotros nos sentimos identificados con Pedro, que se siente indigno de que su querido y admirado maestro le lave los pies. En la frase de Pedro, “no  me lavarás los pies”, está resonando la misma humildad de Juan el Bautista cuando se reconocía indigno de desatarle la correa de las sandalias. Y, sin embargo, la frase de Cristo a Pedro es contundente: “si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Y es que Pedro piensa bien según el criterio humano, pero el pensamiento de los hombres no coincide muchas veces con el de Dios. Jesús quiere decirle: si no aceptas la nueva imagen de Dios, si no aceptas este gesto de servicio, si no estás dispuesto a ponerte de rodillas ante tus hermanos, no podrás nunca celebrar la Eucaristía, no podrás formar parte de mis seguidores, no podrás presidirlos en el amor, donde como os he dicho, “el que sea primero que se haga servidor de todos”.

El Jueves Santo es el día del amor fraterno, ciertamente, pero, antes y muy por encima de todo, es la fiesta del amor de Dios, la manifestación más esplendorosa de su pasión de amor  por el hombre, manifestada por Jesús en el lavatorio de los pies y en el precepto de amarnos como Él nos amó. Todo esto explica la gran solemnidad y detalle, con que Juan describe este gesto y, sin embargo, no menciona la institución de la Eucaristía, porque para Juan el lavatorio nos explica y nos dice lo que produce y significa este sacramento.

Hoy Pablo nos recuerda esta institución en la segunda Lectura:“...he recibido esta tradición que procede del Señor...” “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, hay que estar limpios y humillarse por amor ante los hermanos para estar preparados y poder celebrar la Eucaristía, resumen de toda la vida de Cristo, que fue amor y servicio hasta la muerte física, psicológica y espiritual. Desde la Encarnación hasta la cruz Jesús estuvo siempre sirviendo, de rodillas ante el Padre y los hombres: “siendo Dios tomó la condición de esclavo.., se humilló y anonadó por amor extremo”.  “Igual que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Y Cristo quiere que esta vida de servicio marque la vida de su Iglesia y sus seguidores, de todos los cristianos, y esté presente siempre en su Iglesia. “¿Comprendéis lo que yo he hecho con vosotros?” es la pregunta de Jesús a sus discípulos. Y ésta es la pregunta que resuena ahora también en esta iglesia, ésta es la pregunta que ahora nos dirige a cada uno de nosotros en este día del Jueves Santo. “Así tenéis que hacer vosotros”. Desde esta perspectiva se comprende, se explica y se vislumbra el amor nuevo que Cristo quiere entre sus discípulos. Tal vez, desde este horizonte, podamos mejor captar aquellas palabras de Jesús: “Si no te lavas los pies, no tienes nada que ver conmigo”, es decir, quedarás excluido de mi amistad, de ser verdadero discípulo mío. 

Por lo tanto, hermanos, si no enfocamos nuestra vida como servicio y dedicación a los hermanos, no tendremos parte con Cristo. Si no tienes experiencia de que Él te ha amado primero, te ha lavado los pies, si no meditas estos gestos, es más difícil vivir la espiritualidad de la Eucaristía: servicio a Dios y a los hermanos, como lo es también el sacerdocio. Y de aquí surgen las fuerzas y el ejemplo para el amor fraterno: de la experiencia del amor y humillación de Cristo por nosotros. Por eso Juan lo verá todo muy claro: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10); quiere decirnos Juan: en esto consiste el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, en que Él nos amó primero, en que Él se entregó por nosotros, en que Él se ha arrodillado y nos ha lavado a todos los pies y las manos y la cabeza y el corazón y todo el cuerpo con su gracia y con su ejemplo. 

        Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender  la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de tantas contradicciones de un mundo <globalizado>, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convivial la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del «lavatorio de los pies,» en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (Cf Jn 13,1-20).

        El apóstol Pablo, por su parte, califica como <indigno> de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf 1Cor 11, 17.22.27.34).

        «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frio y desnudez. Porque el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a realidad lo que deciía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer,” y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” (….). ¿De qué seviría adornar  la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que sobre, adornarás la mesa de Cristo»: San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509 (Ecclesia de Eucharistia 20b).

Y termina Juan este discurso de la Cena:“...dijo Jesús: ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”.  Amén significa “así es” y esto es lo que yo pide y expresa Juan con este texto que acabo de citar: así es en Cristo, y que así sea también en su Iglesia, entre nosotros.

 

 

 

UNDÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: La santa Cuaresma, que nos ha servido de preparación, termina en el Jueves Santo, inicio de la Pascua, en la que celebramos los misterios más importantes de nuestra fe. Durante el Triduo Pascual, que hoy comenzamos, se nos invita a reflexionar y a vivir con fervor sincero y profundo los misterios centrales de nuestra salvación, participando en las solemnes acciones litúrgicas, que nos ayudan a revivir los últimos días de la vida de Cristo. Para todos nosotros estos días revisten un valor perenne y esencial de la fe católica. Hoy, Jueves Santo, estamos llamados a vivir tres dones supremos del amor de Dios: La institución de la Eucaristía, el sacerdocio católico y el mandato nuevo del amor fraterno.

 

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”,nos dice San Juan en su evangelio. Los hombres jamás comprenderemos lo que pasó aquella tarde del primer Jueves Santo en el Cenáculo, lo que pasa en cada Eucaristía, siempre que un sacerdote coge un poco de pan y vino entre sus manos y pronuncia las mismas palabras de Cristo en la Última Cena. Todo el amor y la locura y la pasión y el perdón y la entrega y las gracias y los dones y la Salvación de Cristo se quedaron para siempre en el pan consagrado, mejor dicho, no se quedaron sus dones y sus gracias, se quedó Él mismo, como don y como gracia total, porque como he repetido muchas veces, la Eucaristía es Cristo entero y completo.

Por eso, nosotros, los católicos, los creyentes de todos los tiempos, adoramos este pan, que es Cristo mismo, vivo y vivificante. Por eso, en este día, nuestra mirada y nuestro corazón se dirigen a Él, para darle gracias por tantos beneficios; hoy todos estamos obligados a hacer la comunión más fervorosa que podamos, para que el Señor tenga el gozo de verse correspondido y saber que nosotros hemos comprendido su amor y su entrega. 

        Dice Santo Tomás de Aquino: «¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?

        No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. Se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido a la salvación de todos.

        Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión. Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la Última Cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia». (Opúsculo 57, lect. 1-4)

Aquella tarde, durante la Cena, Jesús, anticipando sacramentalmente el sacrificio que iba a consumar el Viernes Santo en la cruz, se entregó en sacrificio, bajo las especies de pan y de vino, como Él ya había anunciado repetidas veces, especialmente después de la multiplicación de los panes, narrada en el capítulo sexto del evangelio de Juan.

Escribiendo a los Corintios, hacia el año 52-56, el Apóstol Pablo confirmaba a los primeros cristianos en la verdad y la certeza del misterio eucarístico, transmitiéndoles lo que Él mismo había recibido, como lo hemos podido leer en la segunda lectura de la Eucaristía de hoy:“El Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en recuerdo de mí”.  Así mismo también la copa, después de cenar, diciendo: Esta  copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en recuerdo mío”(1Cor11, 23-25).

Este testimonio de Pablo es de suma importancias y nos revela lo que Jesús dijo e hizo en la Última Cena, manifestando de forma clara su intención sacrificial, mediante la consagración del pan y del vino. De esta forma se convierte en el nuevo cordero de la nueva Pascua cristiana y definitiva, en sustitución de los corderos sacrificados por los judíos en su Pascua, para conmemorar la liberación de la esclavitud de los egipcios y la salida hacia la tierra prometida, figura e imagen de la definitiva liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte por la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

El centro y el corazón del Jueves Santo es la Eucaristía como Pascua liberadora de Cristo. En ella, mediante la sangre derramada en sacrificio-banquete, se realiza el pacto definitivo de alianza eterna entre Dios y los hombres, como se realizó en el Antiguo Testamento, para que podamos entrar en la tierra prometida, en la amistad y en la felicidad divina, vedada por el pecado a la criatura, pero reconquistada por Cristo y ofrecida gratuitamente a todos los hombres.

Y así se construye la Iglesia mediante el sacrificio de Cristo: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1Cor 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf 1 Cor 10,17) (LG 3)…

Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre“Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24,8), los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la Nueva Alianza» (Ecclesia de Eucharistia 21b y 21c)

        Y de la misma forma que en la Alianza del Sinaí todos comieron de los becerros sacrificados, el sacrificio de la misa es también banquete de la víctima ofrecida. En la Eucaristía Cristo se nos da como alimento, para fortalecernos con su cuerpo y sangre, para alimentarnos de su gracia, de sus sentimientos y actitudes.

«Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed… Bebed de ella todos…» (Mt 26,26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: «Haced esto en recuerdo mío… Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío» (1 Cor 11,24-25; cf Lc 22,19) (Ecclesia de Eucharistia 21c).

        «La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57.

En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4)… Por tanto, la Iglesia recibe la fueza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en el Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la “fuente”  y  la mismo tiempo, la “cumbre” de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistía 22ª, 22b).

Quiero insistir un poco más en este aspecto  de que el Señor, en la comunión eucarística, se entrega todo entero, no sólo nos hace participar de su cuerpo y sangre, en lo que  ordinariamente insistimos, sino que Cristo nos entrega su mismo Espíritu, que es Amor Esencial y Personal de Espíritu Santo. Citaré una vez más palabras del Papa Juan Pablo II: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu… Y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu… Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 13/Syr. 182,55). La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarisitica.

Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones… para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos» (Anáfora). Y, en el Misal Romano, el celebrante implira que: «Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria Eucarística III). Así, con el don de su cuerpo y de su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como «sello» en el sacramento de la Confirmación (Ecclesia de Eucaristía 17).

Y el Señor, juntamente con la Eucaristía  pascual, nos entrega finalmente su sacerdocio nuevo, no heredado por sangre de familia, como el de Moisés, sino por elección libre y amorosa de Dios, con la tarea y el encargo de alimentar y dirigir al nuevo pueblo adquirido por Dios mediante la Nueva Pascua y la Nueva Alianza, por la sangre de Cristo,  Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

La Eucaristía y el sacerdocio católico, como ministerio eucarístico, reservado a los Apóstoles y sus sucesores,  nacieron del mismo impulso de amor de Cristo en la Última Cena. Por eso están y deben estar siempre unidos. Sin sacerdotes no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay sacerdocio y no sólo en el plano sacramental sino también en el plano vivencial y espiritual: vida eucarística pobre o poco fervorosa en los sacerdotes, equivale a vida sacerdotal en peligro o tal vez  perdida y vagando por zonas no evangélicas, nos ha dicho últimamente en un discurso el Papa Juan Pablo II. Es más, incluso entre los seglares creyentes, no es explicable ni  puede comprenderse teológica y devocionalmente que una persona  sea muy eucarística y luego no ame ni se interese y rece por los sacerdotes, por el sacerdocio, por el seminario, por las vocaciones.

 Algo importante falla en esa piedad cristiana, en esa parroquia, en ese pueblo creyente. Esta incongruencia indica y manifiesta más que pura ignorancia, una piedad eucarística superficial, poco profunda, poco anclada en el mismo corazón de Cristo Eucaristía. Y esto precisamente lo afirmamos por la existencia y prueba de lo contrario, es decir, porque las personas, que en nuestras comunidades, los mismos sacerdotes que se interesan por el seminario y los sacerdotes, aunque desgraciadamente sean pocos, son almas profundamente eucarísticas

Queridos hermanos, tenéis que apreciar más el sacerdocio instituido por Cristo en amor extremo a los hombres, hay que pedir y rezar más por ellos, por la vocaciones, tenemos que orar por el seminario, por la santidad de los elegidos, a fin de que estén a la altura de su misión y ministerio. La Eucaristía y el sacerdocio no son sólo verdades para creer, hay que vivirlas, y para conseguirlo debemos orar por ellas,  especialmente en este día. Y rezar para que todos los Obispos tengan como principal ocupación y preocupación, pero no teórica sino de verdad, que se note por sus continuas visitas, predicación y diálogo con los sacerdotes, con el seminario, interesándose por los sacerdotes, la santidad de la Iglesia, especialmente de los elegidos.Finalmente, del mismo amor del Corazón de Cristo, ha brotado el mandato nuevo: “Hijos míos, os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros” (Jn.13,1-5).

Pocas veces la palabra y la realidad del amor han estado tan adulteradas como hoy en día: matrimonios rotos, abortos, eutanasia, embriones vivos destruidos, adulterios, padres ancianos abandonados, niños recién nacidos en basureros, millones de hambrientos, barrios sin agua, luz... eso no es amor de Cristo, eso no lo quiere ni lo hubiera hecho jamás el Señor;  por eso será conveniente insistir hoy como ayer en la palabra y recomendación de Cristo: “como yo os he amado”, esto es, amando gratuitamente, sirviendo, dándose sin egoísmos, arrodillándonos, lavándonos mutuamente las ofensas, perdonando los pecados de los hermanos, dando la vida por todos...

Ante tanto pecado y abandono del amor:“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. En este día tenemos que sensibilizarnos más con los que sufren física, psíquica o moralmente, con los marginados, con los enfermos y ancianos, con los hambrientos del mundo. Es día del amor fraterno, de la caridad universal. Donde hay caridad y amor, allí está el Señor, allí está el Señor, cantamos con frecuencia.

Sólo por Tí, Cristo, se llega a amar y servir y perdonar de verdad a los hermanos. Lo demás es pura demagogia. Lo confirman el evangelio y la experiencia de cada día. Sean estos sentimientos de Cristo los nuestros también, al  menos en este día. Dios quiera que lo sean siempre. Esforcémonos por vivirlos y hacerlos vida en nosotros. Sea ésta nuestra mejor celebración de los misterios del Jueves Santo.

 

DUODÉCIMA HOMILÍA DEL  JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y en este día tan lleno de vida y misterios entrañables para la comunidad cristiana, nosotros, seguidores y discípulos de Cristo, hacemos memoria de sus palabras y gestos en la Ultima Cena. San Juan de Ávila, uno de los santos eucarísticos y sacerdotales más grandes de España y de la Iglesia Católica, que tuvo relación con Santa Teresa, S. Ignacio de Loyola, S. Pedro de Alcántara y otros muchos, comentando esta frase en uno de sus sermones del Jueves Santo, se dirige al Señor con estas palabras:

«¡Qué caminos, qué sendas llevaste, Señor, desde que en este mundo entraste, tan llenos de luz, que dan sabiduría a los ignorantes y calor a los tibios! ¡Con cuánta verdad dijiste: Yo soy la luz del mundo. Luz fue tu nacimiento, luz tu circuncisión, tu huir a Egipto, tu desechar honras, y esta luz crece hasta hacerse perfecto día.

El día perfecto es hoy y mañana en los cuales obras cosas tan admirables, que parezcan olvidar las pasadas; tan llenas de luz, que parezcan oscurecer las que son muy lúcidas! ¡Qué denodado estáis hoy para hacer hazañas nunca oídas ni vistas en el mundo y nunca de nadie pensadas! ¿Quién vio, quién oyó que Dios se diese en manjar a los hombres y que el Criador sea manjar de sus criaturas? ¿Quién oyó que Dios se ofreciese a ser deshonrado y atormentado hasta morir por amor de los hombres, ofensores de Él?

Estas, Señor, son invenciones de tu amor, que hace día perfecto, pues no puede más subir el amor de lo que tú lo encumbraste hoy y mañana, dándote a comer hoy a los que con amor tienen hambre de ti y mañana padeciendo hasta hartar el hambre de la malquerencia que tienen tus enemigos de hacerte mal. Día perfecto en amar, día perfecto en padecer... de manera que no hay más que subir al amor que adonde tú los has subido. «In finem dilexit eos...» has amado a los tuyos hasta el fin, pues amaste hasta donde nadie llegó ni puede llegar».

Queridos hermanos: no tiene nada de particular que los santos se llenen de admiración y veneración ante estos misterios del amor divino, pues hasta nosotros, que tenemos fe tan flaca y débil, barruntamos en estos días el paso encendido del Señor, al sentir y experimentar un poco estos misterios, que a ellos les hacía enloquecer de ternura y correspondencia.

¡Qué bueno eres, Jesús! Tú sí que me amas de verdad. Tú sí que eres sincero en tus palabras y en tu entrega hasta el fin de tus fuerzas, hasta la muerte, hasta el fin de los tiempos. Quien te encuentra ha encontrado la vida, el tesoro más grande del mundo y de la existencia humana, el mejor amigo sobre la tierra y la eternidad. Jesús, tú estás vivo para las almas en fe ardiente y en amor verdadero. Admíteme entre tus íntimos y amigos. Tú eres el amigo, el mejor amigo para las alegrías y las penas, que quieres incomprensiblemente ser amigos de todos los hombres, especialmente de los más pobres, desarrapados, miserables, pecadores, desagradecidos.

Mi Señor Jesucristo Eucaristía, amigo del alma y de la eternidad, que siendo Dios infinito y sin necesitar nada de nadie -¿qué te puede dar el hombre que Tú no tengas?- te abajaste y te hiciste siervo, siendo el Señor del Universo para ganarnos a todos a tu cielo y misma felicidad.

Viniste y ya no quisiste dejarnos solos, viniste y ya no te fuiste, porque viniste lleno de amor, no por puro compromiso, como quien cumple una tarea y se marcha, porque su corazón está en otro sitio. Tu Padre te mandó la tarea de salvar a los hombres, pero en el modo y la forma y la verdad te diferencias totalmente de nosotros; porque a nosotros, nuestros padres nos mandan hacer algo, y lo hacemos por compromiso y una vez terminado, nosotros volvemos a lo nuestro, si estamos en el campo, volvemos a casa. Tú, en cambio, no lo hiciste por compromiso, no te fuiste una vez terminada la obra, sino que porque nos amabas de verdad, quisiste por amor loco y apasionado, y sólo por amor, permanecer siempre entre nosotros.

Yo creo, Señor, en tu amor verdadero, en que me amas de verdad y me buscas y te arrodillas por encontrarme como amigo, aunque yo no comprendo tu amor y tu comportamiento, no lo comprendo, no lo comprendo, cuando te veo buscarme con tal pasión y empeño como si de ello dependiese tu felicidad; no comprendo cómo nos amaste hasta ese extremo, podías haber inventado otras formas menos dolorosas para ti, y nos hubieras salvado lo mismo, pero no, sino que “tanto amó Dios al mundo, que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.  Y todo esto es verdad, sí, es verdad que existes y me amas y me buscas así.

Con verdadera pasión de amor te pregunto: ¿No eres Dios?  ¿Pues no eres infinito? Tú en el sagrario siempre te estás ofreciendo en amistad permanente y verdadera... Tú no te cansas, Tú no te arrepientes de esperar, Tú no te aburres, porque estás  siempre esperando, siempre amando, siempre perdonando a los hombres, siempre soñando con los hombres. Aquel cuya delicia es estar con los hijos de los hombres, lleva dos mil años esperándonos, poniendo de  manifiesto que lo que dijo: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos” ; es verdad que nos quieres y buscas mi cercanía y la amistad con los hombres y no solo para salvarlos sino  porque eres feliz amando así y quieres que seamos felices en tu amistad, eternamente felices e iguales a Tí en eternidad, en cielo, en Trinidad, nos quieres hacer iguales a Ti, para que vivamos tu misma vida, felicidad, amor haciéndonos hijos en el Hijo, en amados y predilectos del Padre como el Amado, para que el Padre no vea diferencia entre Tú y nosotros y ponga en nosotros todas sus complacencias como las puso en  Ti.  

Esta presencia permanente de Jesús en el sagrario hacia exclamar a Santa Teresa: «Héle aquí compañero nuestro en el Santísimo Sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros».

Queridos hermanos, muchas veces pienso que, aunque no se hubiera quedado con nosotros en el sagrario, bastaría con lo que hizo por todos nosotros para demostrarnos un amor extremo, para que nosotros estuviéramos para siempre agradecidos a su amor, a su proyecto, a su entrega... Así que no tiene nada de extraño que, cuando las almas llegan a tener experiencia de esto, ya no quieran separarse jamás del amor y la amistad del Señor. Jamás ha existido un santo que no fuera eucarístico, que no pasara largos ratos todos los días ante Jesús sacramentado, en oración silenciosa, adorante, transformante...

La Eucaristía, hermanos, es también el pan que sostiene a cuantos peregrinamos en este mundo, como lo fue también para Elías en el camino hacia el monte Orbe (Cfr.1Re 19, 4-8).“Tomad y comed...” Esta verdad hace exclamar a la liturgia de la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracias y se nos da la prenda de la gloria futura». Los mismos signos elegidos por el Señor, el pan y el vino, denotan el carácter de la Eucaristía como alimento estrechamente unido a nuestra vida cristiana, a nuestro desarrollo espiritual, como son la comida y la bebida naturales.

Ya lo había anunciado el mismo Cristo anticipadamente en la multiplicación de los panes y peces: “Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna”  (Jn6,54-55). La Eucaristía es el alimento que necesitan para vivir en cristiano tanto los niños como los jóvenes y los adultos y cuando no se come, la debilidad de la vida cristiana, de la vida moral y religiosa se nota y llega a veces a ser extrema.         Uno puede estar débil, flaco, pero cuando se come con hambre el pan de la vida, crece y aumenta la fe, el amor, la esperanza, los deseos de amar a Dios y a los hombres, porque produce tal grado de unión con el corazón y los sentimientos de Cristo que nos contagiamos de Él, que vivimos como Él, como dice San Pablo: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi” (Gal2,20).

Queridos hermanos, por amor a Cristo, para corresponder a tanto amor, hoy no puede faltar la comunión más amorosa y agradecida que podamos, por lo menos hoy, con. Él se quedó para esto, con grandísimos deseos de ser comido, no le defraudemos. Él nos está esperando.

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

QUERIDOS HERMANOS:“¡Es la pascua del Señor!”   Esta exclamación, que acabamos de escuchar en la primera lectura del libro del Éxodo, nosotros podemos repetirla con más verdad que entonces, en este día del Jueves Santo, porque aquella pascua era figura e imagen de la Pascua definitiva, que iba a instaurar Cristo por la Eucaristía. La Eucaristía es la nueva Pascua de Cristo. Y queremos tomar nota de esta expresión para explicar hoy un poco catequéticamente su contenido.

Sin conocer el Antiguo Testamento nosotros no podemos comprender con profundidad lo que contiene la pascua cristiana, porque la pascua judía es anticipo e imagen de la nueva y definitiva pascua inaugurada por Cristo con su muerte y resurrección.  No se pueden entender en plenitud las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros...” si no tenemos presente “el paso de Yahvé”, que liberó a su pueblo escogido de la esclavitud de Egipto, que respetó las casas judías y a sus moradores por haber señalado los dinteles de sus puertas con la sangre del cordero, que comieron esa noche, este paso o pascua de Yahvé, que les llevó luego por el desierto hasta la tierra prometida, que les alimentó con el maná y les dio de beber de la roca viva  y, sobre todo, que hizo posible un pacto de amistad con ellos en las faldas del Monte Sinaí, estableciendo la alianza con su pueblo en la sangre de los becerros sacrificados, celebrando también con esta carne sacrificada la comida del compromiso y de la alianza realizada, mediante el derramamiento de esa sangre sacrificada y derramada sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, que al ser rociados ambos, quedaban como <consanguíneos>. 

En este Jueves Santo quiero hablaros sobre estas realidades: Pascua, Alianza, Sangre, Banquete sacrificial y demás, para que así comprendáis y celebréis mejor la Pascua de Cristo, instituida por El en este día.

 Cada año el pueblo judío, como estaba mandado, tenía que reunirse para recordar y celebrar estos hechos, mediante una cena ritual, y al hacer memoria de ellos, renovar sus sentimientos de gratitud a Yahvé y pedirle que siguiera renovando en el presente estas maravillas, que había obrado en tiempos pasados, por amor a su pueblo. En este Jueves Santo quiero daros una breve catequesis sobre los contenidos de la expresión: “Es la Pascua del Señor”. Para muchos esta expresión les llevará a recordar el precepto de la Iglesia de “comulgar por Pascua florida”. Pero su contenido es mucho más amplio y, para celebrarla bien, hay que comprender primero lo que encierra.

Queridos hermanos, para explicar mejor estos conceptos podemos hacernos tres preguntas:

 

1)  Qué fue la Pascua Judía;

2) Qué es la Pascua Cristiana instituida por Cristo;

3) Qué debe ser para nosotros la Pascua Cristiana.

 

1) La Pascua es el banquete anual que el pueblo judío celebra en conmemoración de la liberación de Egipto. Es el comienzo del éxodo, de la salida de la esclavitud, el comienzo singularísimo de la historia de Israel en el que Yahvé interviene en favor de su pueblo, cumpliendo las promesas de Abraham, para establecer con ellos una alianza, que sellará su existencia como pueblo elegido. En la primera lectura de hoy hemos leído este hecho:

"Dijo Yahvé a Moisés y a Aarón en el país de Egipto: "Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año... Hablad a toda la comunidad de Israel y decid: el día 10 de este mes tomará cada uno para sí una res de ganado menor... lo guardaréis hasta el día 14 del mes; y toda la asamblea de la comunidad de los israelitas lo inmolará entre dos luces. Luego tomarán la sangre y untarán las jambas y el dintel de las casas donde lo coman... Es pascua de Yahvé... La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros y no habrá entre vosotros plaga exterminadora, cuando yo hiera al país de Egipto. Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre" (Ex 12,1-14). El Éxodo, pues, abarca la noche de la celebración, el paso del mar Rojo y la alianza en el desierto. El Éxodo es el evangelio del AT, la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro.

Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos, constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete:"Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación”.

La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del primer mes, (mes de Abib, llamado Nisán después del exilio) comenzando con la tarde del día 14. Es el inicio de la primavera y la noche de la tarde del 14 era precisamente plenilunio: "Cuando os pregunten vuestros hijos”: ¿qué significa para vosotros este rito?, responderéis: Este es el sacrificio de la pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas" (Ex 12,26-27). Y celebrándolo así es como este rito se convierte en memorial de la Pascua Judía.

 

2) LA ALIANZA

 

Dios, que había liberado al pueblo de Israel sacándolo de Egipto, lo conduce al desierto, donde tiene lugar la alianza que establece con él. La alianza, contraída por Dios con su pueblo en el desierto, emplea la sangre con el significado de vida que tenía entre los hebreos y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios y su pueblo. Dice así Dios a Moisés: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex19,3-6).

Este rito de la alianza viene a significar que entre Dios y su pueblo se va a dar una vida en común, una alianza. Y cuando esta alianza se rompe por la infidelidad del pueblo, Dios, por los profetas, promete una nueva y definitiva:

"He aquí que vienen días (oráculo de Yahvé) en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con vuestros padres cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, que allí rompieron mi alianza... sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel... pondré mi ley en sus corazones y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer.31,31-33).

 

             B.- LA PASCUA JUDÍA COMO MEMORIAL: CELEBRACIÓN RITUAL

 

El memorial va asociado a un rito que tiene como objeto recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y que se vuelven a poner ante los ojos de Yahvé para que recordándolas, Dios actualice la salvación y la liberación concedidas a Israel. El memorial, por excelencia, era la celebración ritual de la pascua mediante la cena anual, en la cual el pueblo recordaba el acontecimiento salvífico, que le había dado su existencia como pueblo y esperaba la presencia continua y salvadora de Dios.

"Dijo, pues, Moisés al pueblo: "Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre..." (Ex 13,3-10) Es esencialmente repetición de lo que Yahvé había dicho ya a Moisés:"Este será un día memorial para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación” (Ex 12,14).

 

II.- NUEVO TESTAMENTO: JESUCRISTO: NUEVA PASCUA, NUEVA ALIANZA

 

Queridos hermanos: la segunda pregunta que nos hacíamos era ésta: ¿qué significó para Jesús celebrar el Jueves Santo la nueva pascua? Dicen los evangelios, que al aproximarse las fiestas de la Pascua judía, Jesús mandó   dos discípulos a un amigo para decirle:“Mi tiempo se ha cumplido: haré la Pascua en tu casa con mis discípulos” (Lc.22,15). Y estando todos reunidos en torno a la mesa para celebrar la Pascua judía, dijo:“Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros” ¿Por qué lo había deseado tanto? Porque en esta última pascua judía con sus discípulos Jesús iba a instituir la pascua suya, la cristiana, la definitiva, la que nosotros celebramos ahora, la que llevó a plenitud lo anunciado y celebrado en la pascua judía. Y ¿cómo lo hizo?  Al terminar de cenar,“tomó un poco de pan y dijo: Tomad y comed todos de él...”

Entramos ya en el Nuevo Testamento. Aquí están las bases de toda la comprensión del misterio eucarístico: "El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos”: ¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de pascua? "Entonces envía a dos de sus discípulos y les dice: Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle, y allí donde entre, decid al dueño de la casa: el maestro dice:¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la pascua con mis discípulos? El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada: haced allí los preparativos para nosotros”. Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron todo como les había dicho y prepararon la pascua” (Mc 14,12-16).

Vemos ahora cómo los temas de la Antigua Alianza se concentran ahora en la Eucaristía: pascua, alianza, sacrificio, banquete... Todos ellos vienen sintetizados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el  marco de la cena pascual judía, en conexión con su muerte en la cruz. La Eucaristía aparece así al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo pueblo de Dios, liberado ahora por la muerte pascual de Cristo y fundado en la sangre de la Nueva Alianza, derramada en la cruz…La Eucaristía contiene anticipadamente, sobre todo, el sacrificio mismo de la cruz y la misma víctima pascual que nos es dada a comer para que podamos participar en ella. La Pascua redentora de Cristo fue instituida en la Última Cena por Cristo, después de haber comido la cena pascual judía con sus ritos y oraciones. Y lo hizo, como hemos dicho, cogiendo un poco de pan y vino y diciendo lo que significaban y realizaban: la Nueva y Eterna Pacua cristiana: “Tomad y comed todos de é, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, “tomad y bebed, esta es la sangre que sederrama por todos, haced esto en memoria mia”.

Queridos hermanos: Celebremos la pascua del Señor y sintámonos salvados y redimidos de todos nuestros pecados y participemos en el banquete del Cuerpo y la Sangre de Cristo.. Qué riqueza, qué misterios tan grandes nos da la Eucaristía, como Pascua del Señor. Por eso, ella nos alimenta para llegar a la patria prometida, pero la definitiva, el encuentro glorioso con nuestro Dios Trino y Uno. Para llegar hasta allí, la Eucaristía el camino y el alimento. Celebremos con fe y comamos con hambre de Dios el pan de la nueva vida y de la nueva alianza.

 

 

 

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

Queridos hermanos: El año pasado nos hacíamos tres  preguntas: 1)  Qué fue la Pascua judía; 2) Qué es la Pascua cristiana instituida por Cristo; 3) Qué debe ser para nosotros la Pascua Cristiana.

Como también el año pasado respondíamos a las dos primeras, este año vamos a responder a la  tercera pregunta:      ¿Qué debe significar para nosotros la Pascua Cristiana? El Jueves Santo, la Pascua Cristiana debe hacernos recordar todos los misterios antiguos superados infinitamente por la Nueva Pascua y la Nueva Alianza que es Cristo. Esta pascua la celebramos cada día en la Eucaristía, semanalmente el domingo y anualmente durante la semana santa: Jueves Santo, Viernes Santo y Domingo de Resurrección. Lo hacemos así porque El nos lo mandó: “Haced esto en conmemoración mía.” Y nosotros, fieles a su mandato, anunciamos la muerte de Cristo y proclamamos su resurrección hasta que Él vuelva (2ª. Lectura). Hoy, Jueves Santo, tenemos que agradecer al Señor estos dones y vivir de su contenido espiritual.

¡Cuánto tenemos que cambiar todos en este sentido!      ¿Por qué es tan poco valorada y celebrada la Pascua Cristiana por los mismos cristianos, cristianos que se alejan de los actos litúrgicos de estos días para irse de vacaciones o asistir a las celebraciones muchas veces folklóricas de las procesiones de Semana Santa, sin querer escuchar una palabra de los sacerdotes, que le expliquen el motivo de la Semana Santa y de las mismas procesiones y centre el corazón de los misterios que celebramos estos días?

¿Qué debe ser para nosotros la Pascua? Dice San Agustín: «Jesús pasó de este mundo al Padre a través de su pasión, abriéndonos a nosotros camino, para que creyendo en su resurrección pasemos también nosotros de la muerte a lavida» (Enarra. in Psal. 120,6).        La pascua para nosotros, como lo fue para el pueblo  elegido y, sobre todo,  para Cristo, debe ser un paso, un tránsito nuevo y diverso. San Pablo lo describe muy bien como el paso del hombre viejo de pecado a vida de la gracia, de la muerte espiritual a la vida nueva en Cristo, de la muerte material a la resurrección eterna, a la pascua eterna. No podemos permanecer esclavos como los judíos en Egipto. Con Cristo, a través de la muerte en nosotros del egoísmo, del materialismo y  hedonismo hemos de pasar a la nueva vida; con la pascua del Señor, con su paso de la muerte a la vida, nosotros tenemos que pasar del amor a nosotros mismos y las criaturas al amor y adoración de Dios como lo primero y absoluto de nuestra vida, y esto supone la muerte con sagre de nuestro yo, que tanto se ama y se prefiere a Dios; pasar con más generosidad al amor y servicio de  los hermanos, tener más paciencia, más humildad, más castidad, más fe, que se traducirá, como en Jesús,  en dar más la vida por los hermanos. Nos lo dice San Juan: “En esto hemos conocido el amor de Dios, en que El dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (Jn3,16).

        “La Pascua de Cristo incluye con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: «Proclamamos tu resurrección». Efectivamente, el sacrificio eucaristico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía «pan de vida» (Jn 6,35.48), «pan vivo» (Jn 6,51. San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: «Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día»” (De sacramentis, V, 4, 26, 6: CSEL 73,70) (Ecclesia de Eucharistia 14).

Es necesario convertir los ritos pascuales en realidad viviente, en signos vivos de gracia para nosotros y para el mundo. La Pascua de Cristo es la  Eucaristía que construye la Iglesia y crea la comunidad, ésta es  nuestra Pascua, el paso salvador de Dios sobre nosotros. Hermanos, sólo si nos esforzamos por celebrarla y vivirla como Jesús mandó a los Apóstoles, con sus mismos sentimientos y actitudes de amor y de entrega, de perdón y de humildad, de servicio y redención de los pecados, podremos decir: ¡ES LA PASCUA DEL SEÑOR!

Por eso os pido, que por amor a tanto amor de Cristo, no olvidéis de darle gracias por todo lo que nos alcanzó con su pasion, muerte y resurrección, que se hacen presentes en cada Eucaristía, nuestra Pascua permanente del perdón de nuestros pecados. Merece todo nuestro agradecimiento, rezad así:

   -Gracias, Señor, por tu Eucaristía, ardientemente deseada.

   -Gracias, Señor, porque te hiciste pan y vino y te partiste en                trozos para alimentar nuestras débiles fuerzas.    

   -Gracias, Señor, porque en el pan y en el vino te entregas personalmente a cada uno de nosotros en amistad, perdón y salvación.

   -Gracias, Señor, porque nos amaste hasta el extremo de tus fuerzas, hasta el extremo de tu vida, hasta el extremo de los tiempos, hasta el extremo de tu amor.

   -Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos enseñas silencio, humildad, entrega, olvido de uno mismo para darte a los hermanos.

   -Gracias, Señor, porque cada Eucaristía nos recuerda que somos hermanos y nos invita a compartir amor, vida y preocupaciones con los que comemos el mismo pan.

   -Gracias, Señor, porque todos los días puedo celebrar contigo mi pascua, mi liberación, mi pacto de amistad contigo, mi tránsito del pecado a la vida nueva.

   -Gracias, Señor, porque quieres que celebremos todos los días esta Cena eucarística  en recuerdo de Tí, acordándonos de tu amor apasionado por cada uno de nosotros.

   -Gracias, Señor, porque todos los días Tú nos esperas con impaciencia, con cariño, para ofrecernos juntamente  contigo al Padre en adoración, en Eucaristía perfecta. 

   -Gracias, Señor, por el sacerdocio. Gracias, por tu Eucaristía,

 

 

    DÉCIMOQUINTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO

 

(Día institucional de las Vigilias Eucarísticas Parroquiales, que luego pasaron a llamarse Jueves Eucarísticos, y que celebramos todos los jueves en el Cristo de las Batallas)

 

QUERIDOS HERMANOS:“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo... Tomad y bebed todos de él, porque éste el cáliz de mi sangre...” Con estas palabras, continuamente repetidas en la Eucaristía, Jesús nos entrega su persona y su salvación y su evangelio en cada Eucaristía. Si la costumbre o el tiempo hubieran amortiguado en los creyentes la vitalidad y el asombro de la fe en el Misterio Eucarístico, la liturgia de este día nos invita a reavivarla desde la más íntimo de nuestro ser, a contemplarla con la mirada más profunda y amorosa de nuestro corazón, para penetrar en este misterio inefable, que se produjo ante la mirada atónita de los discípulos y que hoy se renueva sin cesar, ante nosotros, en nuestros altares con la misma verdad y realidad de entonces.

Realidad que fue  un tremendo contraste entre la entrega total de amor por parte de Cristo y la traición de Judas y el abandono también de los discípulos. Es la historia que se repite hasta nuestros días y que hace exclamar a Santa Teresa: «¡Oh eterno Padre! ¿Cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan enemigas como las nuestras? ¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero? Si tu Hijo divino no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas ¡oh Señor! que sea tan maltratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»  (Camino 35,3).

Pues bien, hermanos, queremos y pedimos a Cristo, que este Jueves Santo sea el comienzo renovado de una mejor forma de tratar a Jesucristo Eucaristía en los tres aspectos principales de sacrificio, comunión y presencia, para que nos llenemos de todos sus dones y gracias eucarísticas, para que Él sea siempre el centro de nuestra vida personal y parroquial, la fuente de agua permanente de nuestro apostolado, y para que también pongamos fin a la cantidad de abandonos y desprecios que Jesús recibe en este sacramento.

Los cristianos fervorosos tampoco pueden olvidar que sin sacerdocio no hay Eucaristía. Jesús los instituyó juntos y unidos en este día del Jueves Santo. Por eso es necesario que el pueblo cristiano se interese y rece por esta realidad esencial para la Iglesia: el sacerdocio católico: que rece por el aumento y santidad de los ministros de la Eucaristía y demás sacramentos de Cristo, por el que es profeta de su Palabra y sacerdote de su sacrificio eucarístico, culmen y fuente de toda gracia, de la cual nace toda su caridad y vida cristiana. Hay que rezar más por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes y los seminaristas, por los seminarios, para que no falten vocaciones y sean escuelas de oración, santidad y apostolado de hombres que estén unidos a Cristo como los sarmientos a la vid. Por todo esto, teniendo presentes Eucaristía, Santidad y Sacerdocio, hace tiempo que estoy  pensando en establecer una obra apostólica que favorezca el cultivo de estos tres aspectos. Y lo instituimos hoy, después de llevar dos años con vosotros, en este Jueves Santo de 1968.

Es algo muy fácil y sencillo; es un pequeño proyecto eucarístico  que llevo en mi corazón y que, teniendo en cuenta la espiritualidad propia del Jueves Santo, para mayor veneración de la Eucaristía en todos sus aspectos y santificación de nuestra parroquia y contando con vuestra colaboración, quisiera instaurar con otro nombre: se trata de  las antiguas vigilias parroquiales, que empezamos a celebrar ya en 1966, nada más llegar a la parroquia, a las diez de la noche,  y que ahora ya instituimos de una manera oficial y fija para todo el curso parroquial, pero a las cinco de la tarde. También queremos instituir la Visita Permanente Eucarística para dar respuesta al amor total de Cristo en la Eucaristía y para beber continuamente de esta fuente de gracia que mana y corre, aunque no se ve con los ojos de la carne sino solo desde la fe. (Nota: Era sencillamente un horario fijo de media hora de visita ante el Santísimo durante las horas de la mañana, por parte de los que se prestaron. Con la llegada de los drogadictos y robos hubo que cerrar el templo de San Pedro, que antes permanecía abierto todo el día, como todos nuestros templos católicos. Fue una lástima. La parroquia ha potenciado la Adoración Nocturna tanto masculina como femenina y en aquellos tiempos tuvimos un turno de  jóvenes adoradores).

Por esta razón institucional quiero en este Jueves Santo referirme especialmente a la Presencia Eucarística. Es difícil para nosotros situarnos en ese clima de intimidad y de amor en el que Jesús realizó este don de su presencia permanente como amigo, como salvador, como maestro, como alimento, todo nos lo entregó el Señor con la Eucaristía. Esta debe ser la espiritualidad de la Vigilia Eucarística de los jueves de cada semana y de la Visita Permanente: aprender directamente, desde su presencia en el sagrario, el evangelio,  su vida de donación y servicio, silencio, humildad, perdón de nuestros olvidos y abandonos, su amor total hasta dar la vida, comulgar con sus actitudes de adoración al Padre y salvación de los hombres. Si Jesucristo nos los da todo y nos lo enseña todo en la Eucaristía y permanece en el sagrario como amigo y confidente, para enseñárnoslo todo, es justo que también nosotros en la Eucaristía y por la Eucaristía tratemos de entregarle todo lo que somos y tenemos, nuestro amor y nuestro tiempo, nuestra vida y nuestra disponibilidad y aprendamos todo esto desde la Eucaristía, que es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado. Este es el sentido y fin de estos apostolados eucarísticos.

Queremos retornar y volver continuamente al sagrario como morada de Jesucristo amigo y confidente, queremos que niños, jóvenes, mujeres y hombres se encuentren todos los días con el Amigo Salvador y ofrecido en amistad, queremos escucharle y seguirle como las gentes de Palestina, queremos contarle nuestras alegrías y  nuestras penas, queremos hablarle con toda confianza, visitarle con la plena seguridad de que siempre está en casa, de que siempre nos está esperando, de que siempre nos escucha. Jamás habrá un amigo más atento, mejor dispuesto hacia todo lo nuestro, hacia todo lo que le contemos y pidamos.Porque nosotros sabemos por la fe y por experiencia oracional, que el Cristo del sagrario se identifica con el Cristo de la Historia y de la Eternidad. No hay dos Cristos, sino uno solo, siempre el mismo, en diversas situaciones. Nosotros, en la Hostia Santa, en cada sagrario de la tierra, poseemos al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo sediento de la Samaritana, perdonador de la Magdalena, al Cristo de los brazos abiertos del hijo pródigo, al buen pastor de las ovejas, al Cristo del Tabor, al sufriente y redentor de Getsemaní, al Cristo vivo y resucitado, sentado a la derecha del Padre.

 Está aquí con nosotros, en cada ciudad, en cada parroquia, en cada sagrario. Y esta presencia debe transformar, orientar y llenar de sentido toda nuestra vida. No podemos adorarlo, decirle te quiero, y luego rechazar su evangelio en nuestra vida, no defender su causa, no propagar su reino, avergonzarnos de ser sus seguidores. Nosotros le amamos y creemos en Él. Y por eso vamos a esforzarnos, para que toda nuestra vida y nuestra parroquia gire en torno a Él, tenga como centro la Eucaristía.  

Nosotros, creyentes en Cristo, Sacramentado por amor extremo, queremos reunirnos largamente, sin prisas, en horas de la tarde en torno al Señor, al Maestro, al Amigo, al Hijo de Dios, el Redentor de los hombres y del mundo, como el grupo de sus discípulos para escucharle, para sentirle cerca, para amarle, para poner en El nuestra esperanza.  

 Nosotros confesamos que todo lo hemos recibido de Cristo y que queremos que Cristo lo sea todo para nosotros: si tenemos pecados, Él nos limpia; si estamos cansados, Él es nuestro descanso; si necesitados de fuerzas, Él nos alimenta; si estamos heridos,Él es el médico que nos cura; si te encuentras perdido, Él es el camino, el guía y la luz; si tienes algo muerto en tu corazón, Él es la vida... Siempre que uno va a la Eucaristía, sale lleno de fuerza, de ilusiones, de empezar de nuevo, de deseos de perdonar, trabajar…

Señor, Tú dijiste que donde estuviera nuestro tesoro, allí estaría nuestro corazón. Pues bien, nosotros queremos que Tú seas nuestro tesoro y que, por tanto, nuestro corazón y nuestro gozo estén totalmente en Tí. Pero Tú sabes que esto no basta. Necesitamos  tu gracia y la fe necesita de la presencia de tu amor, porque nos cansa a veces este camino largo y de desierto, estamos muy apegados a nuestro yo que no quiere morir para que vivamos en Ti, esto yo que se prefiere siempre a Ti. Por eso, me da pena el abandono de amistad en que te tenemos los creyentes, a pesar que Tú quisiste quedarte con nosotros precisamente para ayudarnos en la travesía de la fe y de la vida.

Queridos feligreses, por todos estos motivos, queremos convocar a toda la parroquia, para que todos los jueves del año no reunamos de 5,30 a 7,30 para celebrar la Eucaristía y continuar luego, prolongando el diálogo y la acción de gracias en una  oración larga con un marcado sentido eucarístico y sacerdotal, es decir, para orar por los sacerdotes, los seminaristas y el seminario, para pedir el aumento de las vocaciones, para agradecer el sacerdocio católico...

Muchos cristianos tienen la costumbre, a lo largo del día, de detenerse en la iglesia para hacer una visita a Jesús sacramentado. Son momentos de intimidad con el Señor, en los que el creyente se ejercita brevemente en la oración personal, pide, da gracias, dialoga de sus asuntos con el Señor. Lo hace, porque nosotros sabemos que Él está siempre ahí, atentísimo a lo que queramos decirle: una jaculatoria, un acto de fe o de amor, una petición de perdón o de ayuda, o simplemente estar allí con Él, sin decirle nada, porque sabemos que Él está allí, que nos ve... Después, cuando dejamos el templo, como Él es nuestro amigo Salvador, salimos de allí reconfortados, animados, ha crecido en nosotros la paz y la luz que necesitábamos y tenemos deseos de ser más humildes, más prudentes, más castos, ser mejores, empezar de nuevo.

La oración eucarística ante el Santísimo nos ayuda a encontrar al Señor y luego, una vez que nos hemos encontrado,  Jesucristo Eucaristía se convierte en el mejor maestro de oración, santidad y apostolado; poco a poco Él nos va convirtiendo en llama de amor vida, de caridad, de entrega y generosidad.

«Es como llegarnos al fuego, dice Santa Teresa, que aunque le haya muy grande, si estáis desviadas y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a él, que si el alma está dispuesta -digo que esté con deseo de perder el frío- y se está allá un rato, queda para muchas horas en calor» (Camino, 35, 1).

La práctica de la visita y oración eucarísticas es algo que tenemos que fomentar por todos los medios a nuestro alcance, firmemente convencidos de que el Señor «en aqueste pan está escondido, para darnos vida, aunque es de noche”, es decir, es po fe, no se ve con los sentidos» (San Juan de la Cruz).El que practique la oración eucarística encontrará en estos encuentros paz y serenidad; Cristo sabrá dar paciencia y fortaleza en la lucha, luz y entusiasmo en la fe, vigor para vencer las tentaciones, profundidad en la convicciones cristianas, fervor en el amor y servicio al Señor: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco”, nos dice a todos el Señor. Es una invitación que no podemos rechazar, es Jesús quien nos lo pide. Quienes la acepten, comprobarán sus beneficios. Nosotros creemos que la Vigilia Eucarística (ahora Jueves Eucarísticos) y la Visita producirán abundantes frutos en nuestra parroquia. Así sea.       

SEGUNDA PARTE

 

HOMILÍAS DEL CORPUS CHRISTI

 

(Querido lector, te repito lo mismo que en las Homilías del Jueves Santo. Alguna de estas homilías pueden servir de meditación en días de Retiro espiritual)

 

PRIMERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Con gozo y emoción estamos celebrando la festividad del Corpus Christi, del Cuerpo y Sangre del Señor. La primera fiesta del Corpus se celebró en la diócesis de Lieja, en el año 1246, por petición reiterada de Juliana de Cornillon. Algunos años más tarde, en el 1264, el Papa Urbano IV hizo de esta fiesta del Cuerpo de Cristo una festividad de precepto para toda la Iglesia Universal, manifestando así la importancia que tiene para la vida cristiana y para la Iglesia la veneración y adoración del Cuerpo Eucarístico de nuestro Señor Jesucristo.

        Jesucristo, el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, quiso quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos en el pan consagrado, como lo había prometido después de la multiplicación de los panes y de los peces y realizó esta promesa en la noche del Jueves Santo. En la Eucaristía y en todos los sagrarios de la tierra está presente el mismo Cristo venido del seno del Padre, nacido de María Virgen, muerto y resucitado por nosotros. No está como en Palestina, con presencia temporal y mortal sino que está ya glorioso y resucitado, como está desde la resurrección, triunfante y celeste, sentado a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros desde el sagrario y en el cielo.

El mismo Cristo que contemplan los bienaventurados en el cielo, es el que nosotros adoramos y contemplamos por la fe en el pan consagrado. Permanece así entre los hombres cumpliendo su promesa:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Dice Santo Tomás de Aquino en el oficio de las Horas de este día: «En la última cena, después de haber celebrado la Pascua con sus discípulos, cuando iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento, como el memorial perpetuo de su pasión... el más grande de los milagros... y les dejó este sacramento como consuelo incomparable a quienes su ausencia llenaría de tristeza...»El sacramento de la Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad es el mayor de todos los sacramentos, porque contiene al mismo Cristo, el evangelio entero y completo,  la salvación entera y completa, que se hace presente para hacernos partícipes de su vida, alimentando y transformado nuestras vidas, cristificándolas, haciéndolas como la suya.

En este día del Cuerpo y de la Sangre del Señor nos fijamos y veneramos especialmente la Eucaristía como presencia de Cristo en el pan consagrado, como sacramento permanente en el sagrario. «No veas --exhorta San Cirilo de Jerusalén-- en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa» (Catequesis mistagogicas, IV,6:SCh 126, 138).

«Adorote devote, latens Deitas, seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla. Son esfuerzo loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la fe viva de la Iglesia, percibida especialmente en el carisma de la verdad del Magisterio y en la comprensión interna de los misterios, a la que llegan todos sobre todo los santos» (Ecclesia de Eucharistia 15c)

Esta Presencia de Jesús Sacramentado junto a nosotros, en nuestras iglesias, junto a nuestras casas y nuestras vidas, debe convertirse en el centro espiritual de toda la comunidad cristiana, de toda la parroquia y de todo cristiano. Cuando estamos junto al Sagrario estamos con la misma intimidad que si estuviéramos en el cielo en su presencia.    

Por eso se ha dicho que el sagrario es la puerta del cielo y así los experimentan muchas almas, puesto que el cielo es Dios y el mismo Hijo de Dios que contemplan los bienaventurados del cielo, el mismo, vivo, vivo y resucitado, lo experimentamos nosotros como amigo y confidente en el sagrario. Y esta presencia del Señor en la Eucaristía debe ser amada, correspondida y respetada y tratada por todos los creyentes con mucho cuidado, con mucho amor,  porque nos jugamos toda nuestra vida cristiana.

 Al entrar en la iglesia hay que mirar al sagrario con amor, tenemos que guardar silencio y compostura en su presencia, pensar y vivir en esos momentos para Él, hacer bien la genuflexión, siempre que podamos,  como signo de adoración y reconocimiento. Cuánta fe, teología y amor hay en una genuflexión bien hecha,  con ternura y mirándole, siempre que se pueda físicamente, y, por el contrario, qué poca fe, qué poca delicadeza  expresa a veces la ligereza de nuestros comportamientos en su presencia eucarística, especialmente en el arreglo y cuidado del sagrario, en las flores y la lámpara siempre encendida, signo de nuestro amor y nuestra fe permanente; con qué facilidad y poco respeto se habla a veces en la iglesia, antes o después de las Eucaristías, como si allí ya no estuviera Dios, el Señor.

        Precisamente nunca debemos olvidar que el Cristo del Sagrario es el mismo que acaba de sacrificarse por nosotros en la misa, de ofrecerse por nuestra salvación y que ahora, en el Sagrario, continúa intercediendo y sacrificándose por nosotros.

Me parecen muy oportunas en este sentido la doctrina y enseñanzas del Directorio:

La adoración eucarística

 

        «La adoración del Santísimo Sacramento es una expresión particularmente extendida del culto a la Eucaristía, al cual la Iglesia exhorta a los Pastores y fieles. Su forma primigenia se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la misa en la cena del Señor y a la reserva de las Sagradas Especies. Esta resulta muy significativa del vínculo que existe entre la celebración del memorial del sacrificio del Señor y su presencia permanente en las Especies consagradas.

        La reserva de las Especies Sagradas, motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para administrar el Viático a los enfermos, hizo nacer en los fieles la loable costumbre de recogerse en oración ante el sagrario, para adorar a Cristo presente en el Sacramento.

        La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa Eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo.     

Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. De esta manera cultivan las disposiciones adecuadas para celebrar, con la devoción que es conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el Pan que nos ha dado el Padre”.

        La adoración del Santísimo Sacramento, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer claramente los límites, puede realizarse de diversas maneras:

   -la simple visita alSantísimo Sacramento reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa.

   -adoración ante el santísimo Sacramento expuesto, según las normas litúrgicas, en la custodia o en la píxide, de forma prolongada o breve;

   -la denominada Adoración perpetua o la de las Cuarenta Horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y dan ocasión a numerosas expresiones de piedad eucarística.

        En estos momentos de adoración se debe ayudar a los fieles para que empleen la Sagrada Escritura como incomparable libro de oración, para que empleen cantos y oraciones adecuadas, para que se familiaricen con algunos modelos sencillos de la Liturgia de las Horas, para que sigan el ritmo del año litúrgico, para que permanezcan en oración silenciosa. De este modo comprenderán progresivamente que durante la adoración del Santísimo Sacramento no se deben realizar otras prácticas devocionales en honor de la Virgen María y de los santos. Sin embargo, dado el estrecho vínculo que une a María con Cristo, el rezo del Rosario podría ayudar a dar a la oración una profunda orientación cristológica, meditando en él los misterios de la Encarnación y de la Redención». (Directorio, nn. 164-165)

Queridos hermanos: Iniciado este diálogo con el Señor en el sagrario, pronto empezamos a escuchar a Cristo, que en el silencio del templo, sentados delante de Él, nos señala con el dedo y nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida:  “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que Él quiere: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”, si escucho a Cristo que me dice y me pide: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico, del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario, si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente a su misma vida, para hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre como la suya, necesitando a cada paso de Cristo, de oírle y escucharle, de recibir orientaciones y fuerza, ayudas, porque yo estaré siempre pobre  y necesiado de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en  mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito.

Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere.

Queridos hermanos, termino esta homilía repitiendo esta idea: me gustaría que todos los feligreses, desde el párroco hasta el niño de primera comunión, cada uno tuviera su tienda junto al sagrario para desde allí escuchar, contemplar, aprender, imitar, y adorar tanto amor, tanta amistad, tanto cielo anticipado pero visto y aprendido directamente del  mismo Cristo. Me gustaría introducir a todos, pero especialmente a los niños y a los jóvenes, sin excluir a nadie, en el sagrario, en este trato diario, íntimo, amoroso, gratificante con Jesucristo Eucaristía. A Él sean dados todo honor y gloria por los siglos de los siglos. mén

SEGUNDA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS Y AMIGOS: La Eucaristía es una Encarnación continuada, que prolonga no sólo la presencia sino todo el misterio vivido y realizado por Cristo, el Hijo de Dios, enviado por el Padre, por obra del Espíritu Santo. La Eucaristía, como la Encarnación, tienen diversas etapas y aspectos semejantes que deben ser meditados.

En primer lugar, ambas son un don de Dios a los hombres, porque ambas son obra del Espíritu Santo, Supremo Don Divino, y son dones para la salvación de los hombres, por medio del Hijo, encarnado en naturaleza humana en una primera etapa y, luego, en un poco de pan y vino en la segunda; ambas también son una manifestación palpable del amor de Dios al hombre. Si San Juan, refiriéndose a Cristo,  nos dice que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”, esta entrega podemos interpretarla tanto en sentido de encarnación como de entrega eucarística; en ambas nos deja la presencia real del Hijo, aunque de diverso modo. De Ana de Gonzaga, princesa del Palatinado, Bossuet cita estas notas íntimas: «Si Dios llevó a cabo cosas tan maravillosas para manifestar su amor en la Encarnación, qué no habrá hecho para consumarlo en la Eucaristía, para darse no en general sino en particular a cada cristiano».

Por parte de Jesucristo, el Hijo de Dios, el motivo esencial en ambas etapas fue siempre el amor extremo. Lo dijo muy claro El: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Y se encarnó. Y antes de la Última Cena nos dice a todos: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”; “Esto es mi Cuerpo, esta es mi sangre, que se entrega por vosotros”; “Permaneceré con vosotros hasta el final de los tiempos”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Lo maravilloso de todo esto no es que yo ame a Cristo sino que “El me amó primero” y en esto consiste el amor verdadero y misterioso, como dice San Juan, no en que yo quiera ser amigo de Cristo, de Dios, esto es lógico para el que tenga fe, porque Dios es Dios,  lo extraordinario es que Él, que es infinitamente feliz y lo tiene todo,  me ame a mí que soy pura criatura, que no le puedo dar nada que Él no  tenga. 

Por eso, queridos hermanos,  tanto la Encarnación como la Eucaristía son iniciativas divinas. Creer esto, vivirlo, experimentarlo y sentirlo realmente... eso es la mayor felicidad que existe. Resumiendo: La Encarnación y la Eucaristía son obra del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que se realizan por Cristo; el mismo amor que le movió a bajar a la tierra le movió también a entregarse por nosotros en la cruz y en el pan consagrado y a buscarnos ahora en cada rincón del mundo, para llenarnos de su amor y felicidad.

La Encarnación y la Eucaristía coinciden también en el sujeto que las realiza: la presencia corporal de Cristo, aunque en diversidad de situación. Y coinciden en su finalidad: la glorificación de la Santísima Trinidad y la salvación de los hombres. Si para que haya Eucaristía se requiere la presencia sacramental de Jesucristo, para que hubiera Encarnación ésta fue esencial. Y si para realizar el sacrificio de Cristo en la cruz, para salvar a los hombres ésta fue necesaria, ahora también es necesaria su presencia para el sacrificio de la Eucaristía, para proclamar su muerte salvadora y el perdón de los pecados. Dice S. Ambrosio: «Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos la redención de los pecados. Si por la Eucaristía en todo tiempo su sangre es derramada, es derramada para  perdón de los pecados».

La Encarnación hizo que el Hijo de Dios viniera y habitara en la tierra, la Eucaristía hace que el Hijo de Dios viva y habite hasta el final de los tiempos en el mundo, allí históricamente, en espacio y tiempo, aquí metahistóricamente, más allá del espacio y del tiempo. Pero siempre el mismo Cristo. Las almas eucarísticas no distinguen en la realidad ambas presencias, quiero decir, cuando dialogan con el Señor, lo pasado lo ven como presente, como si lo estuviera realizando ahora y predicando ahora y perdonado ahora y lo viven con el Cristo del evangelio y del cielo y ahora presente en el presente del tiempo y del espacio y de siempre. Quiero deciros unas palabras de S. Francisco de Asís en su testamento: «El Señor me daba una fe tan profunda en las iglesias, que oraba simplemente de esta manera: Te adoro, oh Señor Jesucristo, en todas las iglesias del mundo y te bendigo, porque has redimido al mundo entero por tu cruz. Una iglesia es la casa de Dios, más aún que la casa del pueblo cristiano».

Por eso, incluso el templo católico más pobre está lleno de un misterio, de una presencia, que la habita, y nosotros debemos percibirla por la fe y mejor, por el amor. Toda iglesia está habitada. Posee la presencia real, corporal de Cristo; el sagrario de cada iglesia es la morada de Dios entre los hombres. El pan consagrado es Cristo encarnado no en carne sino en una cosa por su amor extremo al hombre, a cada hombre, también a mí. Debiera pensar cómo correspondo yo a tanto amor y generosidad de Cristo. Esta presencia de Cristo es o puede ser un reproche vivo a mi falta de fe, de amistad, de delicadeza para con Él. Cristo se ha quedado en la Eucaristía para que todo hombre, toda mujer, todo niño puedan entrar y encontrarse continuamente con Él, con el Jesús del evangelio. Todos, por grandes que sean nuestros pecados o abismal nuestra torpeza, podemos  acercarnos a Él, como lo hicieron todos los hombres de su tiempo, los limpios y los pecadores, los leprosos, los tullidos, los necesitados, los ricos y los pobres.

Cuando un cristiano sincero te pregunte qué tiene que hacer para buscar y encontrar al Señor, díle que vaya junto al sagrario, rece alguna oración, o le hable de sus cosas y problemas... o abra el evangelio y medite, o simplemente mire al sagrario, sin hacer nada más que mirar, porque eso es oración: mirar al Señor. La fiesta del Corpus Christi nos recuerda cada año esta presencia maravillosa de Cristo en amistad siempre ofrecida a todos los hombres; seamos agradecidos y visitémosle con frecuencia, todos los días; El se quedó para eso.

El Cristo de las Batallas es un templo que siempre está abierto; qué trabajo cuesta cuando pasas por ahí, decir: el Señor está dentro, voy a entrar a visitarle, a estar un rato con Él. Qué gracias y dones recibirás.

        TERCERA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Hoy es la fiesta del CUERPO Y  DE LA SANGRE DE CRISTO, la fiesta de su presencia amiga en medio de los hombres. El pueblo católico, en estos tiempos tan malos para la fe, va perdiendo poco a poco la clave de su identidad cristiana, que es Cristo Eucaristía. Por eso se secan tantas vidas de jóvenes y adultos bautizados, porque se alejan de la «fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este vivo pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan aunque a oscuras, porque es de noche» (por la fe).

Creo que en este día, en que vamos a llevar por nuestras calles y plazas a Jesucristo Eucaristía, nosotros, los católicos creyentes y convencidos, debemos exponer con claridad, con valentía y sin complejos, los motivos de nuestra fe y amor a la Eucaristía. Y si alguien nos preguntase por qué cantamos, adoramos y sacamos en procesión este pan consagrado, nosotros respondemos con toda claridad:

 

1.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Padre que me pensó para una Eternidad de felicidad con Él, y, roto este primer proyecto por el pecado de Adán, me envió a su propio Hijo, para recuperarlo y rehacerlo, pero con hechos maravillosos que superan el primer proyecto, como es la institución de la Eucaristía, de su presencia permanente entre los hombres. Por eso, la adoramos y exponemos públicamente al “amor de los amores”: “Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.

 

2.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Amor del Hijo que se hizo carne por mí, para revelarme y realizar este segundo proyecto del Padre, tan maravilloso que la Liturgia Pascual casi blasfema y como si se alegrase de que el primero fuera destruido por el pecado de los hombres: «¡Oh feliz culpa, que nos mereció un tan grande Salvador!». La Eucaristía y la Encarnación de Cristo tienen muchas cosas comunes. La Eucaristía es una encarnación continua de su amor en entrega a los hombres.

 

3.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está el Cuerpo, sangre, alma y Divinidad de Cristo, que sufrió y murió por mí y resucitó para que yo tuviera comunión de vida y amor eternos con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”; “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan, vivirá para siempre... vivirá por mí...” .

        «La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedaron asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalacar la verdad objetiva de sus palabras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). No se trata de alimento metafórico: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»» (Jn 6,55) (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

4.- PORQUE EN ESE PAN EUCARÍSTICO está Jesucristo vivo, vivo y resucitado, que antes de marcharse al cielo... “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y en la noche de la Última Cena, cogió un poco de pan y dijo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre que se derrama por vosotros” y como Él es Dios, así se hizo y así permanece por los siglos, como pan que se reparte con amor, como sangre que se derramada en sacrificio para el perdón de nuestros pecados. «La eficacia salvífica del sacrificio se realiza cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Recordemos sus palabras: «Lo mismo que  el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo pr el Padre, también  el que me coma vivirá por míj». Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente» (Ecclesia de Eucharistia 16).

 

5.- PORQUE EN ESTE PAN EUCARÍSTICO está el precio que yo valgo, el que Cristo ha  pagado para rescatarme; ahí está la persona que más me ha querido, que más me ha valorado, que más ha sufrido por mí, el que más ha amado a los hombres, el único que sabe lo que valemos cada uno de nosotros, porque ha pagado el precio por cada uno. Cristo es el único que sabe de verdad lo que vale el hombre,  la mayoría de los políticos, de los filósofos, de tanto pseudo-salvadores, científicos y cantamañanas televisivos no valoran al hombre, porque no lo saben ni han pagado nada por él ni se han jugado nada por él; si es mujer, vale lo que valga su físico, y si es hombre, lo que valga su cartilla, su dinero, pero ninguno de esos da la vida por mí... El hombre es más que hombre, más que esta historia y este espacio, el hombre es eternidad. Solo Dios sabe lo que vale el hombre. Porque Dios pensó e hizo al hombre, y porque lo sabe, por eso le ama y entregó a su propio Hijo para rescatarlo. ¡Cuánto valemos! Valemos el Hijo de Dios muerto y resucitado, valemos la Eucaristía.

 

6.- PORQUE «EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA SE CONTIENE TODO EL BIEN ESPIRITUAL DE LA IGLESIA, A SABER, CRISTO MISMO, PASCUA Y PAN VIVO QUE DA LA VIDA A LOS HOMBRES, VIVIFICADA Y VIVIFICANTE POR EL ESPÍRITU SANTO» (PO 6) 

 

«...los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente unidos a la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». «Ninguna Comunidad cristiana se construye si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzar toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).

Por todo ello y mil razones más, que no caben en libros sino sólo en el corazón de Dios, los católicos verdaderos, los que creen de verdad y viven su fe, adoramos, visitamos y celebramos los misterios de nuestra fe y salvación y nos encontramos con el mismo Cristo Jesús en la Eucaristía.

 

Queridos hermanos, en este día del Corpus expresemos nuestra fe y nuestro amor a Jesús Eucaristía por las calles de nuestra ciudad, mientras cantamos: «adoro te devote, latens  deitas...». Te adoro devotamente, oculta divinidad, bajo los signos sencillos del pan y del vino, porque quien te contempla con fe, se extasía de amor.

Esta presencia de Cristo no se puede experimentar y vivir con gozo desde los sentidos, sólo la fe viva y despierta por el amor nos lleva poco a poco a reconocerla y descubrirla y gozar al Señor, al Amado, bajo las especies del pan y del vino. “¡Es el Señor!” exclamó el apóstol Juan en medio de la penumbra y niebla del lago de Genesaret después de la resurrección,  mientras los otros discípulos, menos despiertos en la fe y en el amor, no lo habían descubierto. Si no se descubre su presencia y se experimenta, para lo cual no basta una fe heredada y seca sino que hay que pasar a la fe personal e  iluminada por el fuego del amor,  el sagrario se convierte en un trasto más de la iglesia y una vida eucarística pobre indica una vida cristiana y un apostolado pobre, incluso nulo. Qué vida tan distinta en un seglar, sobre todo en un sacerdote, qué apostolado tan diferente entre una catequista, una madre, una novia eucarística y otra que no ha encontrado todavía este tesoro y no tiene intimidad con Él.

Conversar y pasar largos ratos con Jesús Eucaristía es vital y esencial para mi vida cristiana, sacerdotal, apostólica, familiar, profesional... para ser buen hijo, buen padre, buena madre cristiana... A los pies del Santísimo, a solas con Él, con la luz de la lamparilla de la fe y del amor encendidos, aprendemos las lecciones de amor y de entrega, de humildad y paciencia que necesitamos para amar y tratar a todos y también poco a poco nos vamos encontrando con el Cristo del Tabor en el que el Padre tiene sus complacencias y nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, algún día luminoso de nuestra fe, cuando el Padre quiera, oiremos su voz desde el cielo de nuestra alma habitada por los TRES que nos dice: “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”.

Venerando y amando a Jesucristo Eucaristía, no solo me encuentro con Él, me voy encontrando poco a poco también con todo el misterio de Dios, de la Santísima Trinidad que le envía por el Padre, para cumplir su proyecto de Salvación, por la fuerza y potencia amorosa del Espíritu Santo, que lo forma y  consagra en el seno de María y en el pan y en el vino, y se nos manifiesta y revela como Palabra y Verbo de Dios, que nos revela todo el misterio de Dios. Venerándole, yo doy gloria al Padre, a su proyecto de Salvación, que le ha llevado a manifestarme su amor hasta el extremo en el Hijo muy amado, Palabra pronunciada y velada y revelada para mí en el sagrario por su Amor personal que es el Espíritu Santo y al contemplarle en esos momentos de soledad y de Tabor, iluminado yo por esa Palabra pronunciada con Amor y por el Amor, el Padre no ve en mí sino al Amado en quien ha puesto todas sus complacencias.

 

 

CUARTA HOMILÍA DEL CORPUS

           

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Sinceramente es tanto lo que debo a esta presencia eucarística del Señor, a Jesús, confidente y amigo, en esta presencia tan maravillosa, que se ofrece, pero no se impone, tratándose de todo un Dios, que, cuando lo pienso un poco, le amo con todo mi cariño, y quiero compartir con vosotros este gozo desde la humildad, desde el reconocimiento de quien se siente agradecido, pero a la vez deudor, necesitado de su fuerza y amor.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía.

 En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía.

Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

 LA EUCARISTÍA COMO MISA.

 

        Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

        Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8).

 Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

Frente a tu altar, Señor, emocionado

veo hacia el cielo el cáliz levantar.

Frente a tu altar, Señor, anonadado

he visto el pan y el vino consagrar.

Frente a tu altar, Señor, humildemente

ha bajado hasta mi tu eternidad.

Frente a tu altar, Señor, he comprendido

el milagro constante de tu amor.

¡Querer Tu que mi barro esté contigo

haciendo templo a quien te ha ofendido!

¡Llorando estoy frente a tu altar, Señor!

 

(Tantos abandonos, tantos pecados, tantas faltas de fe y amor ante un Dios que tanto me quiere, llorando estoy frente a tu altar, Señor)

 

 

QUINTA HOMILÍA DEL CORPUS

 

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

 

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios. Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

 

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe.

Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

 

 

 

SEXTA HOMILÍA DEL CORPUS

 

Queridos hermanos: Estamos en la festividad del Corpus y la mejor manera de celebrar este día es mirar con amor a Cristo en su presencia eucarística, desde donde nos está expresando su amor, entregándonos su salvación y dándose permanentemente en amistad a todos los hombres. El se quedó con todo su amor; nosotros, al menos hoy, debemos corresponder a tanto amor, adorándole, venerándole, mirándole  agradecidos en su entrega hasta el extremo.

       

   LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA

 

Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

 

 

Estáte, Señor, conmigo,                       

siempre, sin jamás partirte

y, cuando decidas irte,,                    

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

 

 

 

 

 

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas

 

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la parroquia y para todos los creyentes es “la fuente que mana y corre”, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica; el sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa. El sagrario para la parroquia es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

Así los expresa San Juan de la Cruz:

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche.

 

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.                                               

 

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan aunque a oscuras,

porque es de noche.

 

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

 

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas desean de verdad morir para ir a Dios, porque los bienes de esta vida no les dicen  nada. Es lo más lógico y fácil de comprender: «Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero, que muero porque no muero. Sácame de aquesta vida, mi Dios y dáme la muerte, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte y mi mal es ta entero, que muero porque no muero». Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también

.Para eso hay que purificarse mucho, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad. Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

 

 

SÈPTIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi. Todo cuerpo tiene un corazón, es el órgano principal, si el corazón se para, el hombre muere. «Te amo con todo mi corazón», «te lo digo de corazón...» son expresiones que indican que lo que hacemos o decimos es desde lo más profundo y sincero de nuestro ser, con todas nuestras fuerzas. Pues bien, este cuerpo de Cristo Eucaristía que hoy veneramos, tiene un corazón que es el Corazón del Verbo Encarnado. El Corazón eucarístico de Cristo es el que realizó este milagro de amor y sabiduría y poder de la Eucaristía. Este corazón, que está con nosotros en el sagrario y que recibimos en la Comunión, es aquel corazón, que viendo la miseria de la humanidad, sin posibilidad de Dios por el pecado y viendo que los hombres habíamos quedado impedidos de subir al cielo, se compromete a bajar a la tierra para buscarnos y salvarnos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”.

Este Corazón, centrado en el amor al Padre y al hombre, con una entrega total y victimal hasta la muerte, es el corazón de Cristo que “me amó y se entregó por mí”, en adoración y obediencia perfecta al Padre hasta el sacrificio de su vida. Y este Corazón está aquí y en cada sagrario de la tierra y este corazón quiero ponerlo hoy, en este día de la festividad del Corpus, del Cuerpo de Cristo, como modelo del nuestro, como ideal de vida que agrada a Dios y salva a los hermanos.

Este Corazón eucarístico de Cristo, puesto en contacto con las miserias de su tiempo: ignorancia de lo divino, odios fratricidas, miserias de todo tipo, incluso enfermedades físicas, morales, psíquicas... fué todo salud, compasión, verdad y vida. Por eso, sabiendo que está aquí con nosotros, en el pan consagrado, ese mismo Corazón de Cristo, porque no tiene otro, debemos ahora meditar en este Corazón que nos amó hasta el extremo en su Encarnación y en el Gólgota, que nos amó y sigue amándonos hasta el extremo en la Eucaristía, pero como de esto ya he hablado en otras fiestas del Corpus, hoy vamos a fijarnos en los rasgos de su corazón amantísimo reflejado en sus palabras que escuchamos esta mañana desde su presencia eucarística y que le siguen saliendo de los más íntimo de su corazón. A través de la lengua, habla el corazón de los hombres.

Jesús, el predicador fascinante que arrastraba las multitudes, haciendo que se olvidaran hasta de comer, el que se sentía bien entre los sencillos y plantaba cara a los soberbios, el que jugaba con los niños y miraba con amor a los jóvenes y con misericordia a los pecadores, tenía el corazón más compasivo y fuerte de la humanidad. Vamos a fijarnos hoy en algunas de sus palabras, que hoy nos las dice  desde el sagrario y le retratan y le dibujan ante nosotros como en un lienzo bellísimo, en una figura en con ojos llenos de ternura, con su Corazón compasivo y lleno de perdones, con sus manos que nunca se cansaron de hacer el bien:

  - “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”,para estar cerca de los hombres y alimentar y fortalecer la debilidad y el cansancio humano con mi energía divina de amor renovado, de entrega, de entusiasmo, servicio.

  - “Yo soy la luz del mundo”, nos repite todos los días desde el sagrario, para iluminar vuestra oscuridad de sentido de la vida: por qué existimos, para qué vivimos, a donde vamos... yo soy la luz de la verdad sobre el hombre y su trascendencia.

  - “Yo soy el pastor bueno,” “yo soy la puerta” para que el hombre acierte en el camino que lleva a la eternidad, al amor de Dios, a los pastos del amor fraterno, al servicio humano y compasivo de las necesidades humanas, yo soy la puerta de vida personal o familiar honrada, yo soy la puerta de los matrimonios verdaderos, para toda la vida, de las familias unidas, que superan todas las dificultades, de unión y la paz entre los hombres, entre los vecinos.

  - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, todo está en mí para vosotros, para que no caigáis en las cunetas del error, de la muerte, de los vicios y pecados que quitan al hombre la libertad, la alegría y lo reducen a las esclavitudes de los vicios, al vacío existencial.

  - “Yo he venido a salvar lo que estaba perdido”; “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis abundante”, os he pensado y creado desde el Padre por amor, os he recreado por amor como Hijo desde la Encarnación, os he redimido y he sufrido la muerte para que tengáis vida eterna, y por la potencia de mi Espíritu, consagro el pan en mi cuerpo y sangre para la salvación del mundo.

  -“Yo he venido a traer fuego a la tierra y sólo quiero que arda”: que ardan de amor cristiano los matrimonios, que ardan de amor y perdón los padres y los hijos, que los esposos ardan de mi amor y superen todos los egoísmos, incomprensiones, que ardan de amor verdadero los jóvenes, los novios, sin consumismos, sin reducirlo sólo a cuerpo... el amor de los míos tiene que ser humilde y sin orgullo, sincero y generoso como el mío, dador de gracias y dones, sin cansancio, sin egoísmos, con ardor y fuego humano y divino.

   - “Si alguien tiene sed que venga a mi y beba... un agua que salta hasta la vida eterna…” es el agua de la vida de gracia, la vida eterna, la misma vida de Dios que es su felicidad eterna, la que quiere compartir con cada uno de nosotros.

Queridos hermanos: repito e insisto: ese corazón lo tenéis muy cerca, late muy cerca de nosotros en la Eucaristía, en la comunión, en el sagrario, está aquí. Pidamos la fe necesaria para encontrarlo  en este pan consagrado, pidámosle con insistencia: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Vivir en sintonía con este Corazón  de Cristo significa amar y pensar como Él,  entregarse en servicio al Padre y a los hombres como Él, en ayuda a todos,  especialmente a los más necesitados, es aceptar su amistad ofrecida aquí y ahora. Esto es lo que pretende y desea con su presencia eucarística. Para esto se quedó en el sagrario:danos fe y amor.

 

 

 

OCTAVA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido este día del Corpus Christi para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo ahora viviente en la Hostia santa, que recorrerá nuestras calles esta mañana, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros sagrarios hasta el final de los tiempos, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas.

Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista. Se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento, es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso, la gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios, nadie le puede tocar, quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está con nosotros y vamos a comulgar, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido. El leproso ha quedado curado pero Jesús ha quedado manchado según la ley. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse. Jesús lo ha hecho todo por amor, espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión: es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con los mismos sentimientos.

Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente. Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Domine ut videam”. “Señor, que vea”. Y aquel ciego vio y lo siguió, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. No lo puede remediar. Es así su corazón, el Corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros sagrarios.

Ahora es en Naím; se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: no llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: “joven, yo te lo mando, levántate. Y se lo entregó a su madre”.” Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, en que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos. Y nos ama y se compadece de todos. No lo puede remediar, es así su corazón, el Corazón eucarístico de Jesús.

             Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dio pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero, nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amándonos así y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su Corazón es así, no lo puede remediar, así es el corazón eucarístico de Jesús.

Y como este amor hacia nosotros es verdadero, no es comedia sino que le nace de lo más profundo de su corazón, en algunas ocasiones, llevado e impulsado por él, está dispuesto a jugarse la vida.

Ahora la escena es en el pórtico de Salomón. Es una multitud de hombres, muy selectos, doctores y peritos de la Ley. Quieren meterle en apuros, dejarle en ridículo y condenarle:“Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés manda apedrearla, tú qué dices?” No tiene escapatoria: o deja que apedreen a la mujer y dejará de ser misericordioso y la gente se alejará de Él, porque no cumple su doctrina de perdón a los pecadores, o le apedrean a Él los fariseos, por no cumplir la ley. “¿Tú qué dices?”.

Y si nos lo hubieran preguntado a nosotros sabiendo que como consecuencia de ello, íbamos a perder nuestro dinero, nuestra salud o la misma vida, ¿qué hubiéramos respondido? Pero como dijo el filósofo: el corazón tiene razones que la razón no entiende ni se le ocurren, Jesús empieza a escribir en el suelo.                        

“Tú qué dices”y Jesús ha empezado a escribir, a decirles algo por escrito, no sabemos qué fue, quizás escribió sus pecados o hechos ocultos  de los presentes... no lo sabemos, pero ellos se largaron. Y el Corazón de Jesús, el mismo que está en el sagrario, les habló alto y claro a todos los presentes, para que nosotros también le oigamos: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y nadie tiró la primera ni la segunda ni ninguna... y la mujer quedó sin acusadores. ¡Dios quiera que nosotros tampoco tiremos nunca piedras a los pecadores, que tratemos de conquistarlos para el perdón de Dios, que nunca los lancemos pedradas de condena a los hermanos! Que aprendamos esta lección de perdón y misericordia que nos da el Corazón de nuestro Cristo, el Corazón de Jesús que honramos.

Quiero recordar ahora ante vosotros un hecho que me impresionó tanto que todavía lo recuerdo. Fue en Roma,  en mis años de estudio. Con los obispos españoles del Vaticano II  vimos una película: EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO, de Pasolini, y nunca olvidaré los ojos de Cristo a la mujer adúltera y de la mujer adúltera a Cristo; fue de las cosas que más me impresionaron de la película y en mis predicaciones lo saco algunas veces. Qué vio aquella mujer en los ojos de Cristo, que no había visto antes jamás, y menos  en los que la explotaron durante su vida. Qué ternura, qué perdón, qué amor para que saliera de aquella vida de esclava... Aquella mujer no volvió a pecar.

Santa adúltera, ruega por mí al Señor, que yo también sienta su mirada de amor, que me enamore de Él y me libere de todos lo pecados de la carne, de los sentidos, que ya no vuelva a pecar. Santa adúltera, que le mire agradecido como tú y nunca me aparte de Él.

 Los ojos de Cristo son  lagos transparentes en los que se reflejan todas las miserias nuestras y quedan purificadas por su amor, por su compasión, por su perdón....nunca miró con odio, envidia, venganza.“¿Nadie te ha condenado?, yo tampoco, véte en paz y no peques más”. Y la mujer quedó liberada de morir apedreada y fue perdonada de su pecado.

Sin embargo, ante aquellos cumplidores de la ley,  Jesús quedó ya condenado como todos los que se atreven a oponerse a los poderosos. Quedó condenado a muerte en el mismo momento que perdonó a la mujer. Pero el Corazón de Jesús es así, no lo puede remediar, es todo corazón. Y murió en la cruz por todos nuestros pecados, por los pecados del mundo.

Y ese corazón está aquí, y lo estamos adorando y lo vamos a comulgar. Y hoy los papeles se han cambiado, porque Cristo sigue siendo el mismo, pero los pecadores no quiren reconocer su pecado. Cristo reconoció, pero perdonó el pecado de la adúltera: “No quieras pecar más”, le dijo a la mujer. Hay que rezar por los pecadores, para que reconozcan su pecado y se hacer quen a Cristo que no le condena, sino que les quiere decir lo mismo: no pequéis más. Pero esto el mundo actual no quiere reconocerlo, no quiere reconocer que peca. Y para ser perdonados, todos, ellos y nosotros, sólo hace falta acercarse a Él y  convertirse a Él un poco más cada día para ir teniendo todos un  corazón limpio y misericordioso como el suyo, para que Él vaya haciendo nuestro corazón semejante al suyo. Déjate purificar y transformar por Él. Para eso viene en la comunión, para eso se queda en el sagrario, para animarnos, ayudarnos, revisarnos y purificarnos. ¡Corazón limpio y misericordioso de Jesús, haced mi corazón semejante al tuyo!

 

 

 

NOVENA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS AMIGOS: La Eucaristía, como todos sabemos, tiene tres aspectos principales, que son Eucaristía como Sacrificio, como Comunión y como Presencia eucarística. En esta festividad del Corpus Christi, que estamos celebrando, la liturgia de la Iglesia quiere que veneremos, adoremos y celebremos especialmente su Presencia Eucarística.

 

Ya en la Iglesia primitiva había la costumbre de llevarse a Cristo a las casas, en el pan que sobraba de las celebraciones eucarísticas, primeramente, porque no había todavía templos, y segundo, para poder comulgar durante la semana, sobre todo en tiempos de persecución o tratándose de monjes anacoretas. Por Orígenes, autor del siglo II, nos consta que era tal el respeto hacia el sacramento que llevaban a sus casas, que creían pecar si algún fragmento caía por negligencia. Y Novaciano reprueba a los que «saliendo de la celebración dominical y llevando consigo, como se acostumbraba, la Eucaristía, llevan el cuerpo santo del Señor de aquí para allá sin valorarlo». Y todo esto era fruto de la fe, de la convicción profunda que tenía la Iglesia primitiva de que en el pan eucarístico permanecía el Señor. La Iglesia siempre ha defendido y venerado la presencia de Cristo en el pan consagrado. 

Cuando entramos en una iglesia, encontramos una luz  encendida junto al sagrario: esto nos recuerda que allí está presente Cristo en persona, el que vino del Padre, el que murió en la cruz por nosotros, el que vive en el cielo. Por esto, los cristianos serios y verdaderos no pueden olvidar esta presencia y se lo agradecen y corresponden con su visita y oración eucarística. Sin piedad eucarística no hay vida cristiana fervorosa, coherente y apostólica. Por eso, cuánto deben a esta presencia los santos y las santas de todos los tiempos, nuestros padres y madres cristianas que no tuvieron otra Biblia que el sagrario, y aquí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos, para amarse como buenos esposos para toda la vida, para  sacrificarse por sus hijos y ser buenos vecinos, para amar y perdonar a todos, aquí se formaron los sacerdotes apostólicos, encendidos del fuego del amor a Dios y a los hombres, trabajando en obras de caridad y de apostolado o dedicando toda su vida a orar por los hermanos en un claustro, según los designios de Dios.

Yo pienso, tengo la impresión a veces de que la diferencia entre una vida cristiana y otra, entre unos matrimonios y otros, entre una parroquia y otra, hasta entre un sacerdote y otro, está en esto, en su relación con Jesucristo Eucaristía, en la vivencia de este misterio. Si la Eucaristía, como dice el Concilio Vaticano II, es el centro y culmen de la vida cristiana y de la evangelización, necesariamente tiene que haber diferencia entre los que la veneran y la viven  como centro y fuente de su vida y los que la tienen como una práctica más, rutinaria y sin vida; unos han encontrado al Señor, dialogan, revisan, programan y se alimentan sus sentimientos y sus actitudes comiendo a Cristo en el pan consagrado y en la oración y trato diario, recibiendo allí fuerza, vitalidad y alegría;  otros no se han encontrado todavía con Él y, por tanto, no tienen ese diálogo y esa fuerza y ese aliento, que se reciben solo de Cristo Eucaristía.

Y la razón es clara: el  cristianismo esencialmente no son ritos ni palabras ni cosas, es una persona, es Jesucristo; si me encuentro con Él, puedo ser cristiano, puedo comprenderlo viviendo su misma vida, cumplir su evangelio, tratar de que otros lo conozcan y le amen y así hacerlos buenos y honrados; si no quiero visitarlo, encontrarme con Él, no puedo comprenderle ni entender su vida,  porque Cristo,  su evangelio,  su amor y a su salvación, no se comprenden hasta que no se viven, hasta que no se experimentan.

Por eso es absolutamente imprescindible el encuentro eucarístico con Él para llegar a la verdad completa de la Eucaristía, sólo se puede llegar por su amor, por ese mismo amor que Jesús tuvo al instituirla, que es su Espíritu Santo: “Muchas cosas me quedan por deciros ahora, pero no podéis cargar con ellas por ahora, cuando venga el Espíritu Santo, os llevará hasta la verdad completa”.

Por eso, los que hemos estudiado teología tenemos que tener mucho cuidado de pensar que ya hemos llegado a la verdad completa de la Eucaristía, allí no se llega por ideas o inteligencia, porque entonces sería sólo patrimonio de los teólogos, sino por el Espíritu Santo, por el mismo amor divino que lo programó y lo realizó y lo realiza cada día por la epíclesis, por la invocación al Espíritu-Amor Personal de la Trinidad que nos ama.

Dios sólo se manifiesta y se abre a los puros y sencillos de corazón: “Gracias te doy, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. De ahí la necesidad para todos, seglares y sacerdotes, de orar mucho ante ella para poder vivirla,  para conocerla y amarla y vivirla en plenitud y para sentir su salvación y para salvar a los otros.

 Pablo VI confirma esta realidad: «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la Visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor en las Iglesias, conforme a la leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo, nuestro Señor allí presente... no hay cosa más suave que esta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad» (Mysterium fidei).       Visitemos al Señor Eucaristía todos los días, pasemos un rato contándole nuestras alegrías y nuestras penas, comunicándonos con Él, y veremos cómo poco a poco vamos encontrando al amigo, al confidente, al salvador, a Dios.

Contemplar a Cristo, llegar a escuchar su voz, descubrirle en el pan que lo vela a la vez que nos lo revela, se va aprendiendo poco a poco y hay que recorrer previamente un largo camino de conversión por amor, de purificación y vacío, especialmente aquellos que quieran luego dirigir o tengan que dirigir a otros en este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía. Digo yo que mal lo harán si ellos no lo han recorrido y digo también si no será éste uno de lo mayores males de la Iglesia actual, sin guías expertos en oración eucarística, con indicaciones puramente teóricas y generales, poco atractivas y liberadoras de nuestros pecados y  miserias cuerpo y alma.                     

 En este camino, según los expertos y mapas de ruta de los santos que lo han recorrido, lo primero, más o menos, son visitas breves, rutinarias, rezando oraciones... pero sin posibilidad de diálogo porque no se ha descubierto realmente el misterio, la presencia, solo hay fe, fe teórica y heredada, todavía no personal y así no hay todavía encuentro y no sale el diálogo... Luego vienen pequeños movimientos del corazón, como frases  evangélicas que resuenan en tu corazón dichas por Cristo desde el sagrario, o leyéndolas y meditándolas en su presencia y, al oírlas en tu interior, empiezas a levantar la vista, mirar y dialogar y darte cuenta de que el sagrario está habitado, es  El y así Cristo ha empezado a hacerse presente en nuestra vida, pero de forma directa y personal y así empieza un camino de sorpresas, sufrimientos porque hay que purificar mucho y esto duele: “Con un bautismo tengo que ser bautizado... y cuánto sufro hasta que se complete”.

Iniciado este diálogo, automáticamente empezamos a escuchar a Cristo que en el silencio nos dice con lo que está y no está de acuerdo de nuestra vida:“el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” y aquí está el momento decisivo y trascendental: si empiezo a convertirme, si comprendo que amar a Dios es hacer lo que El quiere, si “mi comida es hace la voluntad de mi Padre” y empiezo a alimentarme de la humildad, paciencia, generosidad, amor evangélico del que Él me da ejemplo y practica en el sagrario; si empiezo a comprender que mi vida tiene que ser una conversión permanente, permanente, permanente, toda la vida, convirtiéndome y por tanto necesitando de Cristo, de oírle y escucharle, de ofrecerme con él en la Eucaristía, siempre indigente y pobre de su gracia, de su oración, de sus sentimientos y actitudes, si comprendo y me comprometo en  mi conversión, entonces llegaré a cimas insospechadas, al Tabor en la tierra. Podrá haber caídas pero ya no serán graves, luego serán más leves y luego quedarán para siempre las imperfecciones propias de la materia heredada con un genoma determinado, que más que imperfecciones son estilos diferentes de vivir. Siempre seremos criaturas, simples criaturas elevadas sólo por la misericordia y el poder y el amor de Dios infinito.

Y el camino siempre será personal, trato íntimo entre Cristo y el alma, guiada por su Espíritu, que es amor y luz y fuerza, pero que actúa como y cuando quiere.

 

 

DÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Desde la Cena del Señor, la Iglesia siempre creyó en la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrado, pero hasta llegar a esta fiesta universal de la Iglesia Católica, hay que reconocer que la Iglesia ha recorrido un largo camino para llegar a esta comprensión del misterio. A través de los siglos ha ido adquiriendo luz sobre el modo de cultivar la piedad eucarística y  ha ido incorporando a su liturgia y a su vida esta liturgia, teología y  vivencias.

        En la Iglesia primitiva la Eucaristía fue reconocida, siempre amada y públicamente venerada, pero especialmente en el marco de la Eucaristía y de la comunión. Fue ya en el siglo XII cuando se introdujo en Occidente la devoción a la Hostia santa en el momento de la consagración; en el siglo XIII se extendió la práctica de la adoración fuera de la Eucaristía, sobre todo, a partir de la instauración de la fiesta del Corpus Xti por Urbano IV. Ya en el siglo XIV surgió la costumbre de la Exposición Sacramental, y en el Renacimiento se erigió el Tabernáculo sobe el altar. Desde entonces han sido muy variadas las formas con las que la Iglesia ha cultivado la piedad a Jesús Sacramentado: Plegarias eucarísticas comunitarias o personales ante el Santísimo; Exposiciones breves o prolongadas, Adoración Diurna o Nocturna por turnos, Bendiciones Eucarísticas, Congresos Eucarísticos, las Cuarenta Horas, Procesiones, especialmente,  la del Corpus en España e Hispanoamérica, con artísticas Custodias, tronos, altares para la adoración pública a Cristo presente en el pan consagrado.

Fue en este Cuerpo, donde el Hijo de Dios vivió en la tierra, se hizo Salvación para el mundo entero y nos reveló y  manifestó el amor extremo de la Santísima Trinidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito...”. En este cuerpo y en todas sus manifestaciones se nos ha revelado el amor total del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: es Cuerpo de la Trinidad, manifestación del amor trinitario, visibilidad del Hijo, revelación del proyecto de Salvación del Padre, obra del Amor del Espíritu Santo. Este cuerpo nos pertenece totalmente:“Tanto amó Dios al mundo...” Es un cuerpo al que nos está permitido besar, adorar, tocar porque está todo lleno de vida, de paz, de entrega, de castidad, de misericordia a los pecadores, de ternura por los pobres y los desheredados, de revelación de los misterios divinos.

Es lo que afirma San Juan en una de sus cartas:“Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, al Verbo de la Vida... eso es lo que os anunciamos...”. Y todo esto que contempló y palpó el apóstol Juan está ahora en la  Eucaristía, ésta es la nueva encarnación de Dios, éste es el Pensamiento y la Palabra de Dios hecha visible ahora en el pan consagrado, tocada y palpada por los nosotros, que seguimos recibiendo gracias tras gracias por su mediación.

Para esto necesitamos primeramente la fe, creer, don de Dios parar ver como Él ve y reconocerle aquí presente en el pan. Esto es precisamente lo que pedimos en la oración de este día: “Concédenos, Señor, participar con fe en el misterio de tu Cuerpo y Sangre…”. De la fe que se va haciendo vida, nacerá la necesidad de Él, de su gracia, de su ayuda, de su amistad y finalmente la necesidad de no poder vivir sin Él.

Esta celebración litúrgica no debe ser tan sólo el recuerdo del Misterio sino recobrar para nuestra vida cristiana lo que Cristo quiso que fuera su Presencia en la Eucaristía, que no es meramente estática sino  dinámica en los tres aspectos de Eucaristía, comunión y presencia. La Eucaristía fue instituida para ser pascua de salvación y liberación de los pecados del mundo, fue elaborada para ser alimento de la vida cristiana y permanece como intercesión ante el Padre y como salvación  siempre ofrecida a los hombres.

Queridos hermanos: si no adoramos la Eucaristía, es que en realidad no creemos en Cristo presente en la Hostia santa, no creemos que nos esté salvando y llamando a la amistad con Él, porque si creemos, la fe eucarística debe provocar espontáneamente sentimientos de gratitud y correspondencia, de aproximación y adoración. Si no adoramos, es que sólo creemos en un Cristo lejano, que cumplió su tarea y se marchó y ahora sólo nos quedan recuerdos, palabras, imágenes o representaciones muertas pero Él ya no permanece vivo y resucitado entre nosotros. Si creemos de verdad en su presencia eucarística, en un Dios tan cercano, tan extremado en su amor, ésto debe provocar en nosotros una respuesta de amor y correspondencia.

La fe y el amor a  Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra fe en Jesucristo, y, a la vez,  «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (por la fe) de nuestra unión con Dios, de nuestro amor y esperanza sobrenatural, de nuestra generosidad y vida cristiana, de nuestro compromiso apostólico, de nuestros deseos de redención y salvación del mundo, porque todo esto solo lo tiene Cristo, Él es la fuente y fuera de Él nada ni nadie puede darlo.

A la luz de esta verdad examino yo todos los apostolados de la Iglesia, seglares o sacerdotales. Ponerse de rodillas ante Jesucristo y pasar largos ratos junto a Él, es la verdad que salva o critica, que evidencia la sinceridad de nuestras vidas o la condena, que testifica la sinceridad de nuestro dolor por el pecado del mundo, de nuestros hijos, de nuestra sociedad y nuestra intercesión constante ante el Señor o la superficialidad de nuestros sentimientos; aquí se mide la hondura evangélica de nuestros grupos parroquiales, de nuestras catequesis y actividades y compromisos por Cristo en el mundo, en la familia, en la profesión.

Este día del Corpus es <cairós>, el momento y la liturgia oportuna para renovar nuestra devoción a la Eucaristía como sacrificio, como comunión y como visita. Recobremos estas prácticas, si las hubiéramos perdido y potenciemos la visitas, los jueves eucarísticos, la Adoración Nocturna... todas las instituciones que nos ayuden a encontrarnos con Jesucristo Eucaristía, fuente de toda vida cristiana y Único Salvador del mundo.

        «El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.

        Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (Ecclesia de Eucharistia 25).Quiero terminar con una estrofa del himno «adoro te devote...» «Señor, en la Eucaristía no veo tus llagas como las vio el Apóstol santo Tomás, pero, sin embargo, aún si verlas, yo hago la misma profesión de fe que hizo él: Señor mío y Dios mío. Haz, Señor, que crea cada día más y te ame más y ponga en Ti mi única esperanza... Oh Jesús, a quien ahora veo velado por el pan, ¿cuándo se realizará esto que tanto deseo en mi corazón? Verte ya cara a cara a  rostro descubierto, para ser eternamente feliz contigo en tu presencia…” Amén.

 

 

UNDÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Celebramos hoy la fiesta del Corpus Christi, del Cuerpo y la Sangre del Señor. Hoy adoramos públicamente y cantamos por nuestras calles al Cuerpo del Hijo  encarnado, ese cuerpo humano formado en el seno de la hermosa nazarena, de la Virgen guapa y Madre del alma, María, por la fuerza y la potencia del Amor Personal del Dios Uno y Trino que es el Espíritu Santo. Este cuerpo, hermanos, trabajó y sufrió por nosotros, ese cuerpo  recorrió sudoroso y polvoriento los caminos de Palestina, este cuerpo fue llagado y murió por nosotros en la cruz y resucitó y nos dio la vida nueva de hijos de Dios y herederos del cielo.

En este día vamos a meditar en la Eucaristía como comunión. La comunión, el comer su cuerpo y beber su sangre fue la intención manifestada por Cristo tanto en la promesa de la Eucaristía, que nos trae el evangelio de hoy, como en la institución, de que nos habla la segunda lectura: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo”.

Este pan bajado del cielo, que es Cristo, es evocado también en la primera lectura de hoy, donde se nos habla de un hecho acaecido hace ya miles de años, pero que sigue siendo realidad en cuanto a su realización plena en la Eucaristía: el maná bajado del cielo y el agua viva manada de la roca para saciar el hambre y la sed de los israelitas en el desierto eran figura e imagen de la Eucaristía, verdadero pan bajado del cielo para alimentar la  vida y salvación de todos los hombres hasta llegar a la tierra prometida de la vida eterna .

 Los hebreos, después de haber comido el maná, murieron; en cambio, Cristo nos asegura que el verdadero pan bajado del cielo es Él y quien lo coma vivirá eternamente. Por eso, la comunión frecuente es prenda de eternidad: «et futurae gloriae pignus datur», es respuesta de amor al ofrecimiento de Cristo y, recibida con hambre, se convertirá en sacramento de amor entre los hombres, de caridad fraterna, en fuente de vida y comunión y unidad entre los hermanos. Nos dice San Pablo: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”.

Esta unidad de todos en Cristo y en la Iglesia se nos da por este pan: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria eucarística III). «Justo porque participamos en un solo pan, dice San Juan Damasceno, nos hacemos todos un solo Cuerpo de Cristo, una sola sangre y miembros los unos de los otros, hechos un solo cuerpo con Cristo».

Sin embargo, hermanos, qué pobre es nuestra correspondencia a este amor de Cristo. Frente a la afirmación de Cristo:“si no coméis mi carne no tendréis vida en  vosotros”, nosotros deseamos saciarnos más bien de los bienes de este mundo, que crean cada vez más necesidad de ellos y por eso necesitan ser consumidos ininterrumpidamente y no pueden llenarnos, porque nuestro corazón ha sido creado para hartarse de la hartura de la divinidad; frente al “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, nosotros no encontramos tiempo para estar con el Señor, precisamente con Él, que quiso y vino para tener todo el tiempo para nosotros; frente al “ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”, muchos de nosotros no tenemos hambre de su amor ni de su pascua, ni de su pan, de comulgar con frecuncia  ¡Qué pocas comuniones y cuántas primeras comuniones que son últimas! ¿Dónde están los jóvenes bautizados, confirmados? ¿Es que ellos no han sido redimidos, amados, llamados por Cristo al banquete eucarístico? Tan poco entusiasmados se encuentran en la fe y vida cristiana, tan débiles, tan vacíos, tan faltos de sabor santo que no tienen hambre ni gusto para este  pan del cielo, tan flacos que no tienen fuerzas para acercarse hasta él. Este pan del cielo es el único que puede limpiarlos, llenarlos de verdad, de vida y de sentido,  su carne glorificada y resucitada está llena de misericordia y de perdones para tanto desenfreno y pecado, leed el evangelio y lo veréis.

Comulgar conscientemente, con delicadeza y respeto, con fe viva, con tiempo para asimilar lo recibido es la única medicina para curar nuestras enfermedades de espíritu: egoísmos, soberbias, impurezas de la carne, envidias ¡cuánta envidia, a veces entre los mismos que la comen!  La Eucaristía nos enseña a amar, a perdonar  como Cristo. No fuerzas para vencer los odios y rencores, nos hace más amigos a todos.

        «Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: “Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan  y un solo cuerpo somos, pues todos particpalmos de un solo pan” (1Cor 10, 16-17). El comentario de San Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo, pero no muchos cuerpos sino un solo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que está compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo» (Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24,2: PG 61, 200).

Y esta acción santificadora de Cristo Eucaristía por la comunión continúa luego con la adoración eucarística. Así se lo pedimos, durante la Misa, al Espíritu de Cristo, en la anáfora de la Liturgia de Santiago, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que participan de ellos… a la santificación de las almas y los cuerpos» (PO 26, 206).

«El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucaristía colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convivial humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia  alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad e todo el género humano» ( LG 1).

«A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad, a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres» (Ecclesia de Eucharistia 24).

Si le visitamos todos los días, el Cristo del sagrario nos inyecta humildad con su presencia silenciosa, paciencia con su presencia, llena de misericordia a pesar de tanto abandono y desprecio, amor porque está siempre ofreciéndose en amistad, sencillez, alegría... ¡Pero si tiene tantos deseos de intimar con cada uno de nosotros que se vende por nada, por una sencilla y simple mirada de fe! Él se ha quedado en el pan para darnos su salvación y amistad y Él lo tiene y quiere dárnoslo,  quiere que haya familias unidas y esposos que se quieran y Él es la fuente del amor, que nos une con el lazo irrompible de su caridad; quiere que haya parroquias llenas de vida y sentido comunitario y Él es la el centro y la meta de toda comunidad; quiere que los enfermos sean curados, los tristes consolados, los pobres atendidos, y Él es caridad y medicina para todos los males,  compañía para nuestras soledades y tristezas, el pan para los hambrientos de todo tipo.

Nada ni nadie puede construir un  mundo mejor que Jesucristo Eucaristía, nada ni nadie puede construir mejor la Iglesia y la parroquia que la Eucaristía; podemos y debemos tener reuniones y apostolados de todo tipo, pero “sin mí no podéis hacer nada” y, por eso, Cristo Eucaristía, con su fuerza y cercanía, con sus sentimientos y actitudes, con la vivencia de sentirme amado por Él y saber que siempre es Dios infinito y amigo, hace que en mi corazón y en mi vida personal y apostólica se originen y renueven entusiasmos y deseos de trabajar por Él y por los hermanos, constancia en las empresas, seguridad de que ningún esfuerzo ha sido inútil, certeza de que todo sabe a Eucaristía y vida eterna, sentido pleno a mi vida cristiana o sacerdotal, contemplativa o apostólica, pública o privada.    

 

Queridos hermanos, que esta fiesta del Corpus avive en nosotros el amor a la Eucaristía, que nos anime a visitarle todos los días, a comulgar mejor y con más frecuencia, que niños, jóvenes y adultos volvamos a sentarnos juntos en la mesa del Señor: “...porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”, la Eucaristía nos sacia de la hartura de Dios: “el que viene a mí no tendrá más hambre, y el que cree en mi, jamás tendrá más sed”, al mundo no le pueden salvar los políticos ni los filósofos ni los técnicos, sólo Jesucristo si comemos su pan consagrado y comulgamos con su evangelio de amor fraterno, con sus sentimientos de perdón y sus criterios de igualdad entre todos, sólo si vivimos y  amamos como Él nos amó: “en verdad, en verdad os digo,  si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros“; “El pan que yo os daré es mi carne, vida del mundo”.

La Eucaristía es también el alimento y la semilla de la vida eterna:“El que come mi carne tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día”, ahí está nuestro Bien y nuestro Mejor Amigo, no es posible mayor unión : “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y yo en él” “...el que me come,  vivirá por mí”, “ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros”. Jesucristo, nuestra comida y banquete, nuestra pascua y alimento lleva veinte siglos preparando la mesa, poniendo los manteles, aderezando el pan y el vino, haciéndonos la eterna invitación.

Queridos hermanos: creamos en Él, esperemos en Él, confiemos en Él, superemos nuestras rutinas o distracciones, exijamos el amor que Él nos da, a pesar de nuestras dudas y recelos, de nuestras crisis de fe y amor eucarístico. Ya lo intuyó el Señor en la misma promesa de la Eucaristía; ante los discípulos, un tanto dudosos:“Jesús les dijo:¿ también vosotros queréis marcharos? Las palabras que os he hablado son espíritu y vida”. Nosotros, con los Apóstoles y todos los que creen y creerán a través de los siglos, le decimos como Pedro: “Señor, a quién vamos a ir¿... tu tienes palabras de vida eterna...” “Señor, danos siempre de ese pan”.

 

 

 

DUODÉCIMA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: Quiero empezar esta mañana del Corpus con esa estrofa del <Pange lengua> que cantamos hoy y muchas veces en latín en nuestras Exposiciones del Santísimo, y que quiero traducirla para vosotros: “Pange lingua gloriosi corporis  mysterium...”: «Que la lengua humana cante este misterio: la preciosa sangre y el precioso cuerpo». Vamos a cantar, hermanos, a este Cuerpo glorioso que nos amó y se entregó por nosotros, que nació de la Virgen María, que trabajó y se cansó como nosotros, que padeció muy joven la muerte por nosotros y que resucitó y permanece vivo y glorioso en el cielo y aquí en el pan consagrado, en el silencio de los sagrarios de nuestras iglesias; y a esta sangre que se derramó por amor al Padre y a nosotros, para hacer la Nueva y Eterna Alianza de Dios con los hombres en su sangre, el pacto de salvación que ya no se romperá nunca por parte de Dios.

Vamos a cantar y dar gracias al Cuerpo de Cristo, del Hijo Amado del Padre, que ha sido vehículo y causa de nuestra redención. Vamos a adorarlo: “Tantum, ergo, sacramentum, veneremur cernui...” «Adoremos postrados tan grande sacramento», es el tesoro más grande y precioso que tiene la Iglesia y lo guardan en todos sus templos, porque la Iglesia es la esposa, y dice San Pablo, que “esposa es la dueña del cuerpo del esposo”, que es Jesucristo, eternamente presente y haciendo presente su amor y salvación, su entrega y su deseo de estar con los hijos de los hombres, de anticipar el cielo en la tierra para los que lo deseen, porque el cielo es Dios y Dios vivo y resucitado está en el pan consagrado.

Fijaos bien, hermanos, en ese signo tan sencillo, en ese trozo de pan ha querido quedarse verdaderamente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo y la Palabra eternamente pronunciada y pronunciándose por el Padre en amor de Espíritu Santo para los hombres, en un silabeo amoroso y canto eterno y eternizado de gozo y entrega total en el Hijo... Por eso dice la Biblia: “Realmente ninguna nación ha tenido a Dios tan cercano como nosotros...”.

El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó”: “Es duro este lenguaje, ¿quién podrá escucharlo?” La Eucaristía y la cruz siempre serán piedras de tropiezo para los discípulos de todos los tiempos. Sacrificio de la cruz y Eucaristía son el mismo misterio y no cesan de ser ocasión de división;¿también vosotros queréis marcharos? Estas palabras de Jesús resuenan a través de todos los tiempos para provocar en nosotros la respuesta de los Apóstoles:“a quién vamos a ir, solo tú tienes palabras de vida eterna”.

Nosotros, como los Apóstoles, le decimos hoy: Señor, nos fiamos de Ti y confiamos en Ti, queremos acoger en la fe y en el amor este don de Ti mismo en la Eucaristía, especialmente en este día del Corpus Christi. En primer lugar, como sacramento de la cruz, como sacrificio permanente de tu amor, perpetuado a través de los signos y palabras de la Última Cena. Dice el Vaticano II: «Nuestro Salvador en la Última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección...».

Jesús dio la vida por nosotros cruentamente el Viernes Santo, pero anticipó, con su poder, esa realidad salvadora, en la Eucaristía del Jueves Santo, mediante el sacrificio eucarístico, consagrando el pan y el vino, convirtiéndolos en su cuerpo y sangre y que ahora renovamos sobre nuestros altares, para hacer presente todos los bienes de la Redención. Ante este misterio, nuestros sentimientos tienen que ser ofrecernos con Él al Padre en el ofertorio de la Eucaristía, para quedar consagrados con el pan y el vino en la Eucaristía por la invocación al Espíritu Santo en la epíclesis, y después, al salir de la iglesia, como hemos sido consagrados y ya no nos pertenecemos, vivir esa consagración a Dios, cumpliendo su voluntad en adoración y amor extremo y total hasta dar la vida por los hermanos.

Este debe ser con Él nuestro sacrificio agradable a Dios. Esta es en síntesis la espiritualidad de la Eucaristía, lo que la Eucaristía exige y nos da al ser celebrada y comulgada; esto es participar de la Eucaristía “en espíritu y verdad”, no abrir simplemente la boca y comer pero sin comulgar con los sentimientos de Cristo.

Y  así es cómo el que comulga o el que contempla o celebra la Eucaristía se va haciendo Eucaristía perfecta y consumada; así es cómo la Eucaristía se convierte para nosotros, según el Vaticano II,  «en fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia», «es la cumbre y, al mismo tiempo, la fuente de donde arranca toda su fuerza…»; «es todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, en persona». La Eucaristía es la presencia viva de Cristo, el Corazón de Cristo en el corazón de la Iglesia Universal, en el corazón de sus templos católicos  y en el corazón de todos creyentes.

Una vez hecho presente el sacrificio de Cristo en el altar, la Iglesia lo hace suyo para ofrecerlo y ofrecerse a sí misma con Cristo al Padre, para ganar para sí y para el mundo entero las gracias de las Salvación, que encierra este misterio. Por eso, sin Eucaristía, no hay ni puede haber cristianismo ni seguidores ni discípulos de Jesús, ni santidad, ni vida  ni nada verdaderamente cristiano.

 

Un segundo aspecto de la Eucaristía, absolutamente importante y querido por  Cristo y consiguientemente necesario para la Iglesia, es la comunión. En la intención de Cristo, al instituir  la Eucaristía como alimento y en una cena, esto era directamente pretendido por el signo y por la intención: reunir a todos los suyos en torno a la mesa, para que coman el pan de vida eterna, el pan de la vida nueva de gracia, el pan del cielo.

La comunión eucarística nos introduce en la participación de los bienes últimos y escatológicos: «La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf 1 Cor 11,26): «…hasta que vuelvas». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf Jn 15,11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y «prenda de la gloria futura». En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad.

En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). Esta  garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquia definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte» (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661).

Junto a las palabras de Cristo sobre la necesidad de comulgar para vivir su vida: “en verdad, en verdad os digo si no coméis la carne del Hijo de Hombre no tendréis vida en vosotros”, tenemos que poner la advertencia de Pablo: “Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernimiento, come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos”.

Qué valentía la de Pablo, qué claridad... Hay flacos y débiles entre los que comulgan porque realmente no comulgan con la vida de Cristo, sino que comen tan solo su cuerpo sin querer asimilar su vida, su evangelio, sus actitudes. Tendríamos que revisar nuestras Eucaristías, nuestras comuniones a la luz de estas palabras de Pablo y examinarnos para no comer indignamente el Cuerpo de Cristo. No basta comer el cuerpo de Cristo, hay que comulgar más y mejor con su amor, con sus sentimientos y actitudes.      

 

Y ya para terminar, quiero citar unas palabras de Juan Pablo II, refiriéndose a la Eucaristía como presencia: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». 

Queridos hermanos: Jesús es la Salvación y el Camino, todos los días debemos revisar nuestra vida a la luz de la suya, todos los días debemos pasar a dialogar, consultar, orar y pedir ayuda, fortaleza, perdón de nuestros pecados. No concibo creer en Jesucristo y no visitarle con amor. Amor a Cristo y visita al Señor es lo mismo. En otra ocasión dirá el Papa Juan Pablo II: Poca vida eucarística equivale a poca vida cristiana, poca vida apostólica y sacerdotal, es más, vida en peligro. Lógicamente, vida eucarística abundante será vida rica en todo. Mucha vida eucarística es mucha vida cristiana, apostólica, sacerdotal. Es la que  pido para todos.

 

 

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA DELCORPUS CHRISTI 

 

¿Como pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre" (Sal.116). Estas palabras de un salmo pascual de acción de gracias brotan de lo más hondo de nuestro corazón ante el misterio que hoy celebramos: el misterio del Cuerpo y de la sangre de Cristo Eucaristía.

«Reunidos en comunión con toda la Iglesia», con el papa, los obispos, la Iglesia entera vamos a levantar el cáliz eucarístico invocando el nombre de Dios, alabándole, dándole gracias y ofreciendo la víctima santa para pedir al Padre una nueva efusión de su Espíritu transformante para todos nosotros.

Junto al cuerpo y la sangre de Cristo, Hijo de Dios, entregado por amor y presente en todos los sagrarios de la tierra, piadosamente custodiado por la fe y el amor de todos los creyentes, hemos de meditar una vez mas en las maravillas de este misterio, para reencontrarnos así con el mismo Cristo de ayer, de hoy y de siempre y llenarnos de sus actitudes  de entrega y amor hasta el fin, que nos lleven también a nosotros a dar la vida por los hermanos en una vida y muerte como la suya.

Queremos compartir, con todos los hermanos y hermanas en la fe, nuestra convicción profunda de que el Señor está siempre con nosotros y, en consecuencia, que la Eucaristía, que Él entregó a la Iglesia como memorial permanente de su sacrificio pascual, es «centro, fuente y culmen» de la vida de la comunidad cristiana, porque nos hace presente la persona y los hechos salvadores de Dios encarnado.

 

 

ENCARNACIÓN Y EUCARISTÍA.- La Encarnación y la Eucaristía no son dos misterios separados sino que se iluminan mutuamente y alcanzan el uno al lado del otro un mayor significado, al hacernos la Eucaristía «compartir hoy la vida divina de aquel que se ha dignado compartir con el hombre (Encarnación) la condición humana» (Prefacio de Navidad).

Está claro que en la comunión eucarística el Hijo de Dios no se encarna en cada uno de los fieles que le comulgan, como lo hizo en el seno de María, sino que nos comunica su misma vida divina, como Él mismo prometió en la sinagoga de Carfanaún (cf. Jn.6,48). De esta forma, la Eucaristía culmina y perfecciona la incorporación a Cristo realizada en el Bautismo y la Confirmación, y en Cristo y por Cristo, formamos un solo cuerpo con Él y con los hermanos, los que comemos el mismo pan (Cor.1cor. 10,16-17).

Esta unión estrechísima entre Encarnación y Eucaristía, entre el Cristo de ayer y de hoy, entre el Cristo hecho presente por la Encarnación y la Eucaristía, es posible y real porque lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede surgir ahora de la memoria de la Iglesia. Es el Espíritu Santo y solamente Él, quien no solo es «memoria viva de la iglesia». Por que con su luz y sus dones nos facilita la inteligencia espiritual de estos misterios y de todo lo contenido en la Palabra de Dios, sino que su acción, invocada en la epíclesis del sacramento, nos hace presente (memorial) las maravillas narradas en la anamnesis (memoria) de todos los sacramentos y actualiza y hace presente en el rito sacramental los acontecimientos salvíficos que son celebrados, especialmente el misterio pascual de Jesucristo, centro y culmen de toda acción litúrgica. La Eucaristía como la Encarnación es la gran obra del Espíritu Santo a favor de la Iglesia.                                                                                    

   

PRESENCIA PERMANENTE.-  Y esta presencia de Cristo en la celebración de la santa Eucaristía no termina con ella, sino que existe una continuidad temporal de su morada en medio de nosotros como Él lo había prometido repetidas veces durante su vida. En el sagrario es el eterno Emmanuel, Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo (Mt.28, 20); es la presencia real por antonomasia, no meramente simbólica sino verdadera y sustancial.

Por esta maravilla de la Eucaristía, Aquel, cuya delicia es “estar con los hijos de los hombres” (cfr.Pr.8,31), lleva dos mil años poniendo de manifiesto, de modo especial en este misterio,  que“la plenitud de los tiempos” (Cfr.Gal 4,4) no es un acontecimiento pasado sino una realidad, en cierto modo presente, mediante los signos sacramentales que lo perpetúan. Esta presencia permanente de Jesucristo hacía exclamar a santa Teresa de Jesús: “héle aquí compañero nuestro en el santísimo sacramento, que no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros” (Vida, 22,26). Siempre podemos visitarle, siempre podemos unirnos a Él en su ofrecimiento al Padre desde su presencia eucarística, siempre podemos estar comulgando con sus sentimientos y actitudes.

«Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo este deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la <omunión espiritual>, felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: «Cuando… no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho…, que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor» (Camino de perfección 35,1) (Ecclesia de Eucharistia 34b).

PAN DE VIDA. Pero la Eucaristía también, según el deseo del mismo Cristo, quiere ser el alimento de los que peregrinan en este mundo. “Yo soy el pan de vida, quien come de este pan, vivirá eternamente, si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tenéis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…” (Jn.6,54-55).

El discurso eucarístico de Jesús, en el capítulo sexto de San Juan, hace exclamar a la Iglesia: «Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura». La Eucaristía es el pan de vida, en cualquier necesidad de bienes básicos de vida o de gracia, de salud o de consuelo, de justicia y libertad, de muerte o de vida, de misericordia o de perdón; la Eucaristía debe ser el alimento sustancial para el niño que se inicia en la vida cristiana o para el joven o adulto que sienten la debilidad de la carne, de la soberbia de la vida o para los matrimonios que sienten crujir la ruina de su amor para siempre, o de todo cristiano en la lucha diaria contra el pecado, especialmente como viático para los que están a punto de pasar de este mundo a la casa del Padre. La Eucaristía es el mejor alimento para la eternidad, para llegar hasta el final del viaje con fuerza, fe, amor y esperanza.

La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). La comunión sacramental con Cristo nos hace participes de sus actitudes de entrega, de amor y misericordia, de sus ansias de glorificación del Padre y salvación de los hombres. En la Eucaristía todos somos invitados por el Padre a formar la única iglesia, como misterio de comunión con Él y con sus hijos: "La sabiduría ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien  en los puestos que dominan la ciudad: venid a comer  mi pan y a beber el vino que he mezclado" (Pr. 9,2-3.5). No podemos, por tanto, rechazar la invitación y negarnos a entrar como el hijo mayor de la parábola (cf. Lc15, 28.30). Entremos, pues, con gozo a esta casa de Dios y sentémonos a la mesa, que nos tiene preparada para celebrar el banquete de bodas de su Hijo con la humanidad, por medio de la Eucaristía, que es una Encarnación continuada y comamos el pan de la vida preparado por Él con tanto amor y deseos.

        La comunión sacramental nos abre las puertas de la Trinidad, del cielo trinitario, de la bienaventuranza celeste, por el Verbo encarnado y hecho pan de Eucaristía: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!».

«La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen Maria, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto  de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino (Ecclesia de Eucharistia 19).

¡Eucaristía divina, cómo te deseo, cómo te amo, con qué hambre de tí camino por la vida, qué ganas de comerte y ser comido por ti, para transformarme totalmente en Cristo!

 

 

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, de la Presencia Eucarística de Cristo en medio de nosotros. Y esta fiesta debe ser un motivo para adorar y agradecer este misterio. La Presencia Eucarística en nuestros sagrarios es la presencia de Cristo en medio de nosotros en amistad y salvación permanentemente ofrecidas. Para eso se ha quedado el Señor tan cerca de nosotros.

La instrucción Eucharisticum mysterium  lo expresa así: «La piedad, que impulsa a los fieles a acercarse a la sagrada comunión, los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual... permaneciendo ante Cristo el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo su vida al Padre por el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad» (50).

 

DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN, A LA MISIÓN. 

Cuando la Eucaristía se celebra en latín, la despedida del presidente es «podéis ir en paz», que en latín se dice: «Ite, missa est»; <mitto>,<missus> significa enviar. La liturgia del misterio celebrado envía e invita a todos a cumplir en su vida ordinaria lo que allí han celebrado. Enraizados en la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto abundante en el mundo: “yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos”.

En efecto, la Eucaristía, a la vez que corona la iniciación de los creyentes en la vida de Cristo, los impulsa también a anunciar el evangelio y a convertir en obras de caridad y de justicia cuanto han celebrado en la fe. Por eso, la Eucaristía es la fuente permanente de la misión de la Iglesia. Allí encontraremos a Cristo que nos dice a todos: “Id y anunciad a mis hermanos... amaos los unos a los otros... id al mundo entero…”.

 

 

EN LA EUCARISTÍA SE ENCUENTRA LA FUENTE Y LA META DE TODO APOSTOLADO

 

«La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC10).

Como vemos, la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana ha de concebirse como algo dinámico no estático, que tira de nosotros desde las regiones mas apartadas de nuestra tibieza espiritual y nos une a Jesucristo que nos toma como humanidad supletoria para seguir  cumpliendo su tarea de Adorador del Padre, Intercesor de los hombres, Redentor de todos los pecados del mundo y Salvador y garante de la vida nueva nacida de la nueva pascua, el nuevo paso de lo humano a la tierra prometida de lo divino.

 En cada Eucaristía se nos aparece Cristo para realizar todo su misterio de Encarnación y para explicarnos las Escrituras y su proyecto de Salvación y para que le reconozcamos al partirnos el pan de vida. La Eucaristía es entonces un encuentro personal y eclesial, íntimo y vivencial con Él, un momento cargado de sentido salvador y trascendente para quienes le amamos y queremos compartir con El la existencia.

Y, como la Eucaristía no es una gracia más sino Cristo mismo en persona, se convierte en fuente y cima de toda la vida de la Iglesia, dado que «los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la Eucaristía y a ella se ordenan» (PO 5; LG 10; SC 41).

Por eso, la Eucaristía, como misterio de unidad y de amor de Dios con los hombres y de los hombres entre sí, es referencia esencial, criterio y modelo de la vida de la iglesia en su totalidad y para cada uno de los ministerios y servicios.

 

DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.

 

Ahora bien, la Iglesia,  que se manifiesta en un determinado lugar, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía, no esta formada únicamente por los que integran la comunidad terrena. Existe una Iglesia invisible, la “Jerusalén celeste” que desciende de arriba (Apo21,2); por eso, «en la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial, que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén del cielo, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (SC 8; 50).

Están también los fieles difuntos que se purifican a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. A ellos estamos unidos también en el sacrificio eucarístico, que constituye el más excelente sufragio por los difuntos y el signo más expresivo de las exequias.

Es toda la comunidad eclesial la que es asociada como esposa de Cristo  para la gloria de Dios y santificación de los hombres, de modo que la celebración de la Eucaristía hace visible esta función sacerdotal a través de los siglos. Asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia peregrinante se mantiene fiel al mandato de comer el pan y beber el cáliz, anunciando la muerte y proclamando la resurrección del Señor a fin de que venga de nuevo para consumar su obra (1Cor11,26). Bajo la acción del Espíritu Santo toda celebración de la Eucaristía es súplica ardiente de la esposa: «Marana tha, ven, Señor Jesús». Este es el grito de toda la asamblea cuando se hace presente el Señor por la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

Un filósofo francés, Gabriel Marcel, ha escrito: «amar a alguien es decirle: tu no morirás». Esto es lo que nos has dicho a cada uno de nosotros Aquel, que ha vencido a la muerte, instituyendo la Eucaristía: Os quiero, vosotros no moriréis. Que este deseo de Cristo, pronunciado para cada uno de nosotros en cada Eucaristía, nos haga vivir confiados en su amor y salvación y lo hagamos  vida en nosotros para gozo suyo  y de la Santísima Trinidad, en la que nos sumergiremos por los méritos y vida de Aquel, que, siendo Dios, se hizo hombre, para que todos pudiéramos vivir por participación la misma Vida, la Sabiduría y el Amor del Dios Único y Trinitario. 

 

 

 

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

QUERIDOS HERMANOS: En la celebración del matrimonio, los esposos cristianos, al entregarse mutuamente los anillos, constituyendo una alianza eterna de amor, se comprometen con estas palabras: «Recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti». En la primera lectura de hoy se nos recuerda la Antigua Alianza pactada en el monte Sinaí entre Dios y su Pueblo por mediación de Moisés. La Alianza en las faldas del monte Sinaí señala el nacimiento del pueblo de Dios en su fase veterotestamentaria que culminará con la Eucaristía, Alianza nueva y eterna con el definitivo pueblo de Dios. La fórmula que Dios usó en el Sinaí fue: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” y el pueblo aceptó la alianza después de que Moisés leyera el texto del Decálogo:“Haremos todo lo que dice el Señor”.

La alianza del Sinaí actúa en una doble dirección: en una dirección vertical, en cuanto que el Señor se hace el Dios de Israel e Israel se convierte en el pueblo del Señor. Y esta alianza encuentra su expresión plástica y casi tangible en los ritos que acompañan a la conclusión: el sacrificio de la comunión (v 5) y el rito de la sangre (v 6-8) El sacrificio de la comunión o, más exactamente, el sacrificio pacífico evoca la restauración de las relaciones amistosas entre Dios y su pueblo, mediante el banquete de la carne sacrificada. Mediante la alianza, se rehace la paz y armonía rota entre las dos partes o clanes o familias, en este caso, entre Dios y la humanidad, y se potencia y se manifiesta este pacto mediante el compromiso mutuo: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”,  y la sangre derramada sobre el altar, que representa a Dios, y sobre la cabeza de los presentes, que de esta forma pasan a ser “consanguíneos”.

Estas realidades veterotestamentarias son figura de la nueva alianza realizada por Cristo con su sangre: sangre derramada por el nuevo pueblo, mediante la liturgia de la consagración del pan y del vino, y por la comida que sigue al sacrificio, realizada en la comunión eucarística, banquete de la nueva alianza.

Por ellas, Dios hace un contrato, una alianza, el pacto de  perdonar nuestros pecados y nosotros lo aceptamos comprometiéndonos a que sea el único Dios de nuestra vida; nos comprometemos a destruir de nuestro corazón todos los ídolos del consumismo y sensualidad y dinero y poder ¡abajo todos los demás ídolos! y así es como nosotros podremos ser aceptados por Dios como nuevo pueblo de la alianza: “Yo seré vuestro Dios, vosotros seréis mi pueblo”.

De la Alianza con Dios  por medio de la Eucaristía, el  único aspecto que me interesa resaltar hoy, es que, en cada Eucaristía, Dios nos perdona y  renueva el compromiso y el pacto de amistad, que es aceptado por  ambas partes: quiero hacer caer en la cuenta del efecto salvador total, perdonador  que tiene cada Eucaristía, en la que el Padre sella con cada uno de los presentes por medio de Cristo, que se ofrece para ello con el sacrificio de su sangre, el pacto del perdón de los pecados cometidos, mediante su pasión y muerte.

La Eucaristía es la fuente de la gracia de todos los sacramentos, porque no contiene una gracia particular sino el manantial y la fuente de toda gracia, que es Jesucristo en su misterio salvador: pasión, muerte y resurrección.

El Padre, por la Eucaristía y en cada Eucaristía, rehace la amistad rota por mis pecados y salgo perdonado, aunque tenga que someterme a la confesión, cuando pueda, pero yo ya estoy perdonado: yo he pedido perdón en Cristo y el Padre ha aceptado la muerte de Cristo como perdón de mis faltas, por tanto, he sido perdonado por el Padre por la participación en Eucaristía, nueva alianza y pacto entre Dios y el hombre por Jesucristo, que me ha resucitado a la vida nueva en Él. Es de aquí de donde el mismo sacramento de la penitencia saca toda su potencia de perdón y  todos sus efectos y gracias sanadoras.

En cada Eucaristía, Dios y el hombre, por Cristo, nuevo Moisés, nuevo mediador de la Nueva Alianza, se comprometen a defenderse en sus intereses mutuos, que por el pecado se habían roto. Por el pacto renovado mediante la celebración del sacrificio del Cordero, de cuya carne sacrificada se participa en la comunión, se rehace otra vez, como en los pactos antiguos de los clanes y familias. Antes no nos reconocíamos como amigos, incluso éramos enemigos, pero ahora, por el pacto que Dios promete y nosotros aceptamos en y por el sacrificio del Cordero que quita el pecado del mundo, nosotros somos una misma familia, somos consanguíneos de Dios por Cristo. Estos pactos, en el Antiguo Testamento, se ratificaban mediante el sacrificio de un cordero, cuya sangre se esparcía sobre el altar y los pactantes, y luego todos participaban de la comida de la carne ofrecida y que ahora queda infinitamente superado por la celebración de la Eucaristía, sangre derramada por nuestros pecados.

La Eucaristía es ratificación de un pacto nuevo y  eterno, hecho por el Padre con todos nosotros, su pueblo definitivo, por la sangre del sacrificio nuevo que es  la pasión y muerte de Cristo, hechas de nuevo presentes sobre el altar. Cada Eucaristía perdona mis pecados, en cada Eucaristía recibo el abrazo de Dios misericordioso, aunque por obediencia tenga que ir al sacramento de la penitencia, que, en definitiva,  recibe de este sacrificio toda su eficacia. Por eso, una vez aceptado por mí, puedo participar en el banquete de comunión, sentarme en la misma mesa, en el altar de Dios, porque después de hacer Dios el pacto con los hombres por medio de su Hijo y de ser aceptado por su resurrección, todos hemos sido perdonados y  lo celebramos con un banquete, el banquete de la carne que ha sido sacrificada por todos.

Para que me entendáis mejor: en mi oración personal, yo puede pedir perdón a Dios, puedo prometerle fidelidad, desear su amistad, sentirme perdonado, pero todo esto es mío, pensamientos y deseos míos que pueden ser puramente subjetivos. Pero en la Eucaristía, no, en la Eucaristía hay algo muy real y objetivo, la muerte de Cristo y su pacto de Salvación de los hombres con el Padre y aquí no hay duda ninguna, porque lo hace Cristo y el Padre lo acepta, resucitándolo, y renueva ese pacto y yo participo y me beneficio de él, sea cual sea mi estado subjetivo de ánimo, estamos hablando de hechos sacramentales que hacen lo que significan; se acabaron los temores y las dudas interiores: Dios, en cada Eucaristía, renueva su pacto de amistad conmigo, mediante una muerte y una nueva vida.

La Eucaristía es el más grande y eficaz sacramento de amor, perdón y amistad, es la base y el fundamento que contiene todos los efectos sanadores de los demás sacramentos. Dios, por Jesucristo, único sacramento de encuentro con Dios, realiza lo que dicen  las palabras sacramentales. Al decir Cristo: “Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre”, Dios renueva realmente el pacto de amistad conmigo, aunque yo lo haya  roto por el pecado y no sienta emoción sensible alguna. Por eso, me gusta tanto celebrar y me da tanta seguridad la Eucaristía, más que todas las demás devociones y oraciones, comunitarias o personales. Por la Eucaristía yo acepto y renuevo el pacto y la alianza y la amistad con Dios y al Padre le gusta la Eucaristía, no sólo porque el Hijo le glorifica y le adora obedeciéndole hasta dar la vida por los hermanos, sino también porque puede abrazarnos como consanguíneos, pertenecientes ya por Cristo al mismo clan y familia, que debemos defendernos mutuamente, porque así se ha firmado con la sangre derramada sobre el altar y de la que participamos por la comunión.

Por eso, hermanos, si Dios le introduce a uno en estos misterios, uno queda sobrecogido ante lo inexplicable, lo casi increíble del amor de Dios Padre en este interés por el hombre, tomando la iniciativa de crearlo y renovar este proyecto de salvación, una vez caído.  Cómo puede existir un amor tan grande, unos panoramas de eternidad y amistad tan maravillosos, unos océanos de felicidad,  de sentirme amado por el mismo Dios infinito que escribe con la sangre de su Hijo Amado la letra de un pacto de amistad con el hombre. Cómo no amar a este Dios de Jesucristo, quién nos ha ofrecido un Dios más misericordioso, más pacífico, más entusiasmado con el hombre, más generoso...

¡Dios mío, Tú eres mi único Dios y Padre, solo Tú lo único y lo absoluto de mi vida, de mi amor, de mi trabajo... ahora y en la eternidad. Acepto el honor que me ofreces de ser consanguíneo, pertenecer a la misma familia, los aprecio y valoro más que todos los tesoros de la tierra y del dinero y de los sentidos y de las glorias y posesiones humanas y lucharé con todas mis fuerza para no defraudarte, para no volver a romper esta amistad!

Queridos hermanos, cuando celebro la santa  Eucaristía y, si el Señor quiere, siento en mi corazón el susurro de su voz, que es Palabra del Padre dicha y pronunciada con Amor desde su intimidad mas íntima de Amor trinitario, que es su misma intimidad, su mismo alma, su mismo Espíritu; cuando en la consagración sorprendo al Padre inclinado con amor sobre el altar donde está el Amado, al Padre pronunciando y cantando canto esencial de amor eterno en su Palabra eternamente dicha y cantada con Amor para mí y que ahora se hace pan mientras consagro, siento como un torrente impetuoso e infinito de dones y gracias, que como un océano inmenso e incontenible, rotas todas las limitaciones y barreras,  viene desde  la misma esencia de la Trinidad por el Verbo hasta el altar, hasta la Hostia santa ¿Cómo no adorarla? ¿Cómo no venerarla? ¿Cómo no comérmela de amor? Corren junto a mí en el altar, con ruido de alabanzas y glorificación al Padre, cascadas infinitas de dones y perdones y gracias para mis feligreses, para la Iglesia, para toda la humanidad.

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”:en cada Eucaristía siento la Presencia del Padre, todo bondad  volcada con los brazos abiertos hacia los nuevos hijos adquiridos por la nueva alianza y ahora comprendo un poco Getsemaní, y el Calvario y la soledad de la humanidad de Cristo que no siente la Divinidad del Padre que abandona al propio Hijo, al Amado, al Predilecto... más preocupado el Padre por los nuevos hijos que iba a adquirir por la muerte del Amado renovada ahora en cada Eucaristía.

¡Dios, cómo nos amas! ¡Dios, no cabes en mis ideas ni en mi cabeza, ni en mi teología! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!... En cada Eucaristía siento el volcán trinitario siempre en eterna ebullición de amor y de vida con deseos de meternos en su seno a todos los presentes, siento como la  torrentera de la esencia divina de la que beben y se sacian los Tres en infinitud e igualdad, la misma Trinidad... y ante ese barrunto infinito de Padre pronunciado su Palabra de Amor y Perdón al hombre, rezo por vivos y difuntos, pido perdón por mí y por todos y casi se pierde el sentido del tiempo por estar más en el cielo que en la tierra, porque por la Eucaristía todos están salvados y en ese momento ya no existe el infierno ni la condenación.

Sacerdote mío, oigo al mismo Cristo celebrante y consagrante,  que me habla desde el pan y la sangre consagrada, tú eres mi presencia humana en la tierra, diles a los hombres para qué me encarné y vine a la tierra, Yo sé lo que vale en el corazón del Dios Trinidad un hombre, lo que Dios le valora...  diles lo que Dios es, lo que Dios ama, lo que Dios vive y a lo que están todos invitados y ganados por mi Encarnación y Salvación presencializadas y prolongadas en la Eucaristía; diles que Yo digo verdad porque soy la Verdad y todo lo que les he dicho es Verdad, que todo el Evangelio es Verdad, diles que yo soy, existo y soy Verdad desde mi ser por mí mismo, que Yo Soy, Yo Soy es más que Moisés, y que mi Alianza y mi pacto es el negocio más ventajoso y más importante que los hombres hayan conseguido, diles que con mi venida y mi intercesión y mis sufrimientos hemos hecho para el hombre, para todo hombre, la operación y el negocio y el pacto más ventajoso, engañando al mismo Dios, traicionado como siempre por su amor: “Tanto amó Dios al mundo...” Diles que todo es Verdad, que el Padre existe y es Verdad, que el Espíritu existe y es verdad, que es volcán y fuego de éxtasis y caricias y besos infinitos como no existen en la tierra, porque son del Dios Infinito de Infinito Amor y Fuerza y Existe y es Verdad, diles que Yo soy la Verdad de la verdad de todo cuanto existe en eternidad y tiempo, porque soy la Única Palabra pronunciada  con Amor Personal por el Padre y que contiene todo lo que existe porque ha sido pronunciado con Amor Total por el Padre.

 Sacerdote mío, para esto te quiero y para esto te he llamado a prolongar mi misión y a esto se reduce todo  apostolado, y toda la Iglesia y todas las instituciones y carismas y sacramentos y reuniones y catequesis y... no te inventes otras actividades ni las llames apostolado mío porque lo único que hacen es distraer de lo esencial....trabaja y predica y no te canses de decirles que firmen todos los hombres este pacto con Dios y que lo cumplan, porque ellos serán los más  beneficiados, porque ellos no pueden saber ni sospechar todo lo que Dios Trino y Uno le ha preparado para toda la eternidad, como ya lo barruntó San Pablo.

 Que se lo pregunten a San Juan también, a los santos y místicos de todos los tiempos, adelantados del Reino de Dios en la tierra: Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Catalina de Siena, Francisco de Asís, Clara, Teresa del Niño Jesús, Sor Isabel de la Trinidad, Charles Faucoult, Madre Teresa de Calcuta…

Sacerdote mío, grita fuerte, que todos te oigan, búscame almas que crean  en el amor infinito de  Dios, en un pacto eterno de amistad y perdón, que no me vengan con escrúpulos ni de pecados presentes o pasados, que no recuerdo nada, que no hay ni cicatriz de nada en el libro de mi corazón, ellos que firmen este pacto, sin Él yo no puedo vivir como Dios de la Alianza definitiva en mi Verbo encarnado únicamente para esto. El gozo de los padres son los hijos y todos los hombres son mis hijos por y en el Hijo.

         Señor, yo creo, quiero creer, auméntanos la fe, danos un poco de  de experiencia de tu Eucaristía, por participación de tu amor.

 

 

 

DÉCIMOSEXTA HOMILÍA DEL CORPUS CHRISTI

 

Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta del Corpus Christi, de la presencia eucarística de Cristo entre nosotros en el sagrario. Ahora tenemos muchas escuelas y universidades, incluso en las parroquias tenemos muchas clases de Biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el sagrario y punto.  Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme...” “amaos los unos a los otros como yo os he amado”; “no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero”; “...venid y os haré pescadores de hombres”;  “vosotros sois mis amigos”; “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”; “sin mí no podéis hacer nada; yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”.

¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con El, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré, incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos... que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados, pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Y  me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo... si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que ésta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad  para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré  comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad  cristiana, sacerdotal, apostólica...

Al alejarme cada día más del sagrario, me alejo a la vez de la oración, y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua: si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré entusiasmar a los demás con Él, no se qué apostolado podré hacer por Él, cómo contagiaré deseos de Él, ni sé  cómo podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con Él. Naturalmente  hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado,  pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a Él, como los sarmientos a la vid única y verdadera,  para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.

Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice San Juan de la Cruz. Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica NMI  ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto...”.

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la Eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las Eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas,  respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote... pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

Sin embargo, en la oración personal, ante el sagrario, no hay intermediarios ni distracciones, es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si Él lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice: no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar... y claro, allí, solos ante Él en el sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la  Eucaristía, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de Él, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con Él. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque la oración es el alma de todo apostolado. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

 

DÉCIMOSÉPTIMA HOMILÍA DEL CORPUS

 

 CORPUS CHRISTI: NO ES EL DÍA DE CÁRITAS SINO EL DÍA DE LA EUCARISTÍA.

 

QUERIDOS HERMANOS: Corpus Christi es el día de la Eucaristía. Vive tu fe y amor a Jesucristo Eucaristía: confiesa tus pecados, comulga y acompaña en este día al Señor por las calles de tu pueblo, de tu ciudad. Jesucristo en el sagrario se ha convertido en estos tiempos en el más necesitado de amor y de compañía. La Iglesia, su sindicato, debiera defender mejor sus derechos: es su Día, fue instituido expresamente para esto, para venerar y honrar la Presencia del Señor en la Eucaristía. Instrúyase mejor al pueblo y respétese la liturgia por parte de los que rigen la Iglesia. Para algunos tiene más atractivo, más <gancho> lo humano que lo eucarístico. El Corpus es la fiesta de la Presencia Eucarística. Para esto lo instituyó nuestra Madre la Iglesia. Y conviene mantenerlo así, precisamente en momentos de sequía de fe y de amor eucarístico. No pase lo que con tantas fiestas religiosas de nuestros pueblos, que lo humano y social, necesariamente unido a lo religioso, terminó por apoderarse de lo sagrado.       

        Queridos hermanos: Este día está dedicado al pobre más solo y abandonado  de la tierra, al trabajador más trabajador de los derechos humanos y al defensor máximo de la vida y dignidad humana hasta el punto de dar la suya por conseguir todos los valores humanos, cristianos y eternos del hombre. Este día la liturgia de la Iglesia universal quiere dedicarlo entero y completo a venerar y honrar a Jesucristo Eucaristía para que reciba el reconocimiento merecido de los suyos y no se encuentre olvidado e ignorado por la mayoría de los cristianos.

¡Qué pocos cristianos  reclaman y defienden los derechos de Jesucristo Eucaristía a ser venerado y amado, al menos una vez al año, en este sacramento del amor extremo! ¡Qué pocos defienden a este obrero divino de la Salvación! El día del Corpus Christi es el día de Cáritas, de la caridad de los creyentes para con Él en este misterio.¡qué poco le defiende su sindicato, la Iglesia! Cualquierobrero está mejor protegido.

 La Iglesia debe defender con más entusiasmo sus derechos de ser amado y reconocido. Este día debe ser todo para Él: Tú vive este día como católico coherente, participa en la Eucaristía, comulga y manifiesta tu amor y tu fe en Cristo Eucaristía, llevándolo en procesión de amor y de fe por la calles de tu pueblo.      Este grito mío, en este día, quiere ser una protesta educada contra tantos carteles del Corpus hechos sin sentido cristiano, queno se enteran de qué va la fiesta litúrgica, cosa natural hoy día, porque muchos publicistas no tienen fe cristiana y lo que más les impresiona y comprenden son los mensajes sobre los pobres, porque de Cristo Eucaristía saben y practican poco, tal vez algunos ni crean en Él. Hasta revistas de la Iglesia no traen ni un mínimo motivo eucarístico al anunciar este día.

 Por favor, NO SE TRATA DE OLVIDAR A LOS HERMANOS POBRES o de no hacer la colecta, sino que este  día es especialmente del Señor y para el Señor y si de verdad nos encontramos con El, el amor verdadero a Jesucristo Eucaristía pasa inevitablemente por el amor a los pobres, a los que Él ama tanto que se identifica con ellos, y nos obliga a todos los cristianos a verle  en ellos, de tal manera que lo que hagamos con cualquiera de ellos, se lo hacemos a Él mismo personalmente. Pregúntenselo a todos los santos, a Madre Teresa de Calcuta.

 El centro de la fiesta del Corpus Christi, para lo que fue instituida y celebra la liturgia de la Iglesia es adorar la presencia de Cristo en la Eucaristía. Para eso fue instituida por la Iglesia. Es la hora de recordar y agradecer a Jesucristo Eucaristía todo su amor por nosotros, toda su vida entregada, toda su emoción temblorosa con el pan en las manos: “Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros... Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros... tomad y bebed, esta es mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por todos... acordaos de mí”.

Cristo Eucaristía, en este día queremos acordarnos todos de Ti y revivir tus mismas emociones y sentimientos.

Y quiero advertir una cosa,  en este día siempre hablo de Jesucristo Eucaristía lo mejor que puedo, especialmente de su presencia en el sagrario, presencia de amistad siempre ofrecida sin imponerse, de su amor loco y apasionado y permanente hasta el final de los tiempos, superando todos los olvidos y desprecios, amor gratuito… ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga?  Pues bien, la colecta es siempre la más generosa de mi parroquia.

 Si los posters del Corpus, hechos por Cáritas, que llevo años y años sin ponerlos en los dos templos que dirijo, ignoran el motivo y la razón principal de la fiesta, pronto los cristianos olvidarán o cambiarán el sentido litúrgico de la fiesta por el de la <campaña>. Empezando así se ha perdido ya el sentido religioso de muchas fiestas cristianas, que hoy sólo tienen una celebración social y profana. Sencillamente porque algunos anuncios del Corpus o del Jueves Santo no tienen en cuenta el sentido litúrgico y religioso y teológico que celebramos. Así nos va. Por eso, los inspiradores y los  artistas de turno deben ser instruidos.

 EL DÍA DEL CORPUS NO ES EL DÍA DE LA CARIDAD NI DE CÁRITAS NI ES CÁRITAS LA QUE DEBE APROPIARSEDE LA FIESTA LITÚRGICA. Y a los publicistas, aunque no sean tan piadosos como Zurbarán, por lo menos que los informen de qué va la fiesta. Y lo mismo digo de los documentos que vienen a veces de Madrid para esos días. La Eucaristía es en sí misma, bien entendida, vivida y celebrada como sacrificio y comunión y presencia -Cristología y Eclesiología y Soteriología- el hecho y la voz más denunciadora de todas nuestras faltas de amor y caridad para con el hombre, especialmente los pobres, por expreso deseo de Jesús, fuente de toda la caridad cristiana, que debe amar, como Cristo amó y nos mandó, hasta dar la vida. Pero para llegar a tan grande amor a los pobres, primero hay que ver y hablar y celebrar directamente a Jesús en la Eucaristía como misa, comunión y presencia. Que se lo pregunten a Madre Teresa de Calcuta.

Hoy, día del Corpus Christi, es el Día de la Eucaristía, misterio tan grande, que, cuando se comprende un poco, uno no tiene motivaciones ni tiempo para otras cosas. Todo lo llena y lo exige y lo merece la Presencia de Dios entre nosotros; lo expresa perfectamente el canto: “Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor, Gloria a Cristo Jesús, cielos y tierras bendecid al Señor… honor y gloria a Ti, Dios de la gloria, amor por siempre a ti, Dios del Amor.”  

ÍNDICE

 

PRÓLOGO ....................................................................... 3      

INTRODUCCIÓN .............................................................. 5     

  

               PRIMERA PARTE

HOMILÍAS DEL JUEVES SANTO

 

PRIMERA HOMILÍA  JUEVES SANTO................................................7     

SEGUNDA HOMILÍA....................................................................11

TERCERA HOMILÍA.....................................................................17   

CUARTA HOMILÍA......................................................................21    

QUINTA HOMILÍA......................................................................26   

SEXTA HOMILÍA........................................................................29   

SÉPTIMA HOMILÍA....................................................................31  

OCTAVA HOMILÍA.....................................................................34   

NOVENA HOMILÍA  ...................................................................38   

DÉCIMA HOMILÍA......................................................................43  

UNDÉCIMA HOMILÍA................................................................ 46 

DUODÉCIMA HOMILÍA...............................................................50    

DÉCIMOTERCERA HOMILÍA.........................................................53   

DÉCIMOCUARTA HOMILÍA......... .................................................57

DÉCIMOQUINTA HOMILÍA …………………………………….  .………..………..……59

 

 

         SEGUNDA PARTE

          HOMILÍAS DEL CORPUS CHRISTI

 

PRIMERA HOMILÍA.....................................................................63  

SEGUNDA HOMILÍA ...................................................................67

TERCERA HOMILÍA....................................................................69 

CUARTA HOMILÍA .....................................................................72

QUINTA HOMILÍA......................................................................75  

SEXTA HOMILÍA........................................................................78   

SÉPTIMA HOMILÍA.....................................................................81          

OCTAVA HOMILÍA......................................................................83          

NOVENA HOMILÍA......................................................................86          

DÉCIMA HOMILÍA......................................................................89          

UNDÉCIMA HOMILÍA..................................................................92          

DUODÉCIMA HOMILÍA...............................................................96        

DÉCIMOTERCERA …………………………….…………………………….………………….99

DÉCIMOCUARTA ....................................................................102         

DÉCIMOQUINTA ....................................................................104     

DÉCIMOSEXTA.......................................................................109       

DÉCIMOSÉPTIMA ……………………………………………………………………...…….170

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