GONZALO APARICIO SÁNCHEZ
HOMILÍAS EUCARÍSTICAS
del
Jueves santo y corpus christi
PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018
A JESUCRISTO EUCARISTÍA, SUMO Y ETERNO SACERDOTE, PAN DE VIDA ETERNA Y PRESENCIA DE AMISTAD permanentemente ofrecida a todos los hombres; y a todos mis hermanos sacerdotes, ministros del Misterio admirable de nuestra fe y Servidores de la mesa del Pan de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, a los que tanto quiero, respeto y recuerdo todos los días, con ferviente devoción, ante nuestro Único Sacerdote y Víctima de la Nueva Pascua y Eterna Alianza con la Trinidad Divina.
PRÓLOGO
LA EUCARISTÍA COMO PASIÓN
Hay formulaciones felices que se convierten en referencia obligada siempre que hay que decir algo sobre determinados temas. En concreto, al hablar de la Eucaristía es imprescindible afirmar: «Eucaristía es fuente y culmen de la vida y misión de la Iglesia». Desde que esta frase apareció en la constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, en su número 10, recogiendo la experiencia cristiana, no ha dejado de repetirse como santo y seña de todo aquel que quiera decir algo sobre el sacramento eucarístico. Si la frase ha hecho tanta fortuna es porque con ella se pone de relieve la centralidad de la Eucaristía en la vida del cristiano.
Este sacramento, en efecto, alimenta el vivir cotidiano de Pan de vida eterna; es decir, eleva lo vivido cada día a un horizonte en el que lo divino se une a lo humano y todo lo humano se proyecta hacia lo divino; pues se podía decir que la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor se realiza también místicamente en la vida de cada cristiano que lo recibe. Por eso, los que quieran que sea su centro y su corazón han de vivirlo con hondura y pasión. El autor de estas páginas es uno de esos cristianos que viven como testigos apasionados de la centralidad eucarística. Digo “vive”, porque, aunque es un valorado profesor de teología y un reconocido autor de profundos estudios sobre la Eucaristía, es también, y sobre todo, un sacerdote que cada día celebra ese maravilloso misterio con su comunidad parroquial de San Pedro, en la ciudad de Plasencia, a la que alienta -insisto en que apasionadamente- a vivir de la Eucaristía.
A lo largo de estas páginas, que ahora comienzas a leer, de la mano de Gonzalo Aparicio, -un buen guía- descubrirás la diversidad de matices de este misterio de amor en el que Jesús nos ofrece su cuerpo entregado y su sangre derramada por nosotros y por nuestra salvación. Verás, en efecto, qué es el sacrificio anticipado y perpetuado de Jesucristo, fuente de gracia para los creyentes en la Iglesia. Descubrirás que ese sacrificio es el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza; y sentirás que la presencia permanente del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las especies de pan y de vino, es alimento para nuestra vida, como viático que fortalece en el camino y sagrario para el encuentro, que alivia en el cansancio y la fatiga.
En lo que ahora vas a leer podrás comprender la grandeza de este misterio y cuáles son sus consecuencias para la vida de la Iglesia, sobre todo que la Eucaristía la conforma; pues «la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia», como nos acaba de recordar Juan Pablo II en su Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, recogido de la tradición teológica. Las comunidades cristianas, en efecto, cada vez que celebran la Eucaristía, se abren a la unidad del Pan que los hace uno en el Señor, pues «participamos en el misterio que somos», como decía San Agustín, refiriéndose a este misterio de unidad; y sus miembros quedan unidos a Cristo para su santificación; juntos manifiestan su unidad católica en la única profesión de fe, de doctrina, de vida sacramental y de orden jerárquico; y cada comunidad actualiza la tradición apostólica celebrándola en memoria y por mandato del Señor. En resumen, la Eucaristía muestra a la Iglesia que la celebra como una, santa1católica y apostólica.
Pero como la Iglesia no vive para sí misma, sino para la misión, el don de la Eucaristía es siempre un paso imprescindible para la tarea. La unión con Cristo que tiene lugar al participar en el banquete eucarístico, no sólo transforma la vida del hombre y lo une a él, también lo envía a ser su testigo. La Eucaristía, aunque se celebre en el altar de una pequeña iglesia, se celebra siempre en el altar del mundo, pues une el cielo y la tierra y por la vida de cuantos participan en su gracia impregna de santidad toda la creación. El que escucha al final de la celebración «podéis ir en paz», se sabe enviado a ser testigo de la buena noticia que ha experimentado; sabe que ha de llevar el anuncio de ese misterio fontal y cumbre de la vida cristiana a todos los rincones del mundo con su vivir y su decir, pues con obras y palabras se evangeliza. De un modo especial, la Eucaristía, vínculo de caridad dentro y fuera de la Iglesia, nos ha de llevar a vivir la comunión en el tejido de las relaciones sociales y a ofrecer amor fraterno en las situaciones humanas de pobreza, tal y como se manifiestan en nuestro entorno social.
Sólo una palabra, antes de dejarles con el autor, para recordar una actitud imprescindible con la que acercarnos a la Eucaristía: tener conciencia de que es un don para adorar. Si de verdad queremos que ese maravilloso intercambio entre Jesús sacramentado y nosotros transforme nuestra vida y sea verdaderamente fuente y culmen, hemos de abrirnos con profunda docilidad y actitud interior de fe al misterio que celebramos.
Sin adoración no podemos experimentar la encarnación sacramental de Jesucristo en nosotros; y, si no se encarna, no me transforma; si no me transforma, no me renuevo; si no me renuevo, no tengo nada que compartir; si no comparto nada, no puedo ofrecer lo que no tengo cuando salga a la calle y me encuentre con los que no han podido o querido sentarse a esa mesa. El primer paso, pues, para vivir la Eucaristía es de confianza y adoración devota; sólo así podemos alimentarnos en ella y ser testigos de su eficacia salvadora.
Con mi bendición y estímulo a seguir profundizando en el misterio eucarístico para el autor y para quienes lean estas reflexiones teológicas y sus consideraciones espirituales.
Amadeo Rodríguez Magro,
Obispo de Plasencia.
INTRODUCCIÓN
El Papa Juan Pablo II ha declarado «año de la Eucaristía», desde octubre de este año del 2004, Congreso Internacional Eucarístico de Guadalajara, Méjico, hasta finales de octubre del 2005, Sínodo de los Obispos en Roma. Queriendo ayudar según mis posibilidades a su mejor celebración me ha parecido oportuno publicar este libro de HOMILÍAS Y MEDITACIONES EUCARÍSTICAS, teniendo muy en cuenta también las aportaciones de la última Encíclica del Papa Ecclesia de Eucharistia: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fín del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con un intensidad única” (Ecclesia de Eucharistia 1a).
La Eucaristía del domingo, como mesa de la Palabra y del Sacrificio, siempre me ha parecido el corazón de toda la vida espiritual y pastoral cristiana, tanto a nivel parroquial como personal. En esto no soy nada original, lo dice la misma Encíclica antes citada: «Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida cristiana» (Ecclesia de Eucaristía 1b). El Concilio Vaticano II: «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (PO 5) «La Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica...»; «...ninguna comunidad cristiana se edifica, si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda la educación en el espíritu de comunidad» (PO 5 y 6).
Sin domingo no hay cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía. La Eucaristía dominical es la manifestación pascual y semanal del Señor resucitado, en la que se aparece a sus discípulos y seguidores de todos los siglos para alimentarnos con el pan de su Palabra y de su Cuerpo. Por eso, me gusta la Eucaristía dominical con su homilía, porque es el mismo Cristo entregando su vida por nosotros y explicándonos los motivos. La homilías de este libro, al ser eucarísticas, casi todas fueron predicadas en las festividades del Jueves Santo o del Corpus, pero su contenido vale para todos los tiempos y celebraciones que tengan como motivo o finalidad alimentar el amor a Jesucristo Eucaristía. Basta decir “en este día o en esta celebración”, donde el autor tenga escrito Jueves Santo o Corpus, y todo encaja perfectamente. Y lógicamente, aunque siempre trato de la Eucaristía, he procurado también que el contenido sea distinto, abarcando los diversos aspectos de la Eucaristía como sacrificio, comunión y presencia.
Por otra parte, todos sabemos que el estilo es la persona y, por tanto, las homilías de cada uno serán siempre personales, en la forma, en el desarrollo y en el contenido. Todos los estilos son respetables, siempre que conserven las enseñanzas de los Apóstoles y la doctrina de la Iglesia y las normas de la liturgia y nos ayuden a conocer y amar más a Jesús Eucaristía. Estas homilías y meditaciones eucarísticas han sido escritas primeramente para que puedan servir de alimento espiritual a todos aquellos que las lean, además de los que las escucharon; segundo, quieren ser una sencilla ayuda para aquellos que ejercen el ministerio de la predicación, especialmente en esos días, en que uno no se siente inspirado o las ocupaciones pastorales no nos han dejado tiempo para pensar y orar la homilía que quisiéramos. Las meditaciones también pueden servir para Ejercicios Espirituales o días de Retiros personales o en grupo. Si os sirven para esto ¡adorado sea el Santísimo Sacramento del altar!
Estas homilías y meditaciones están pensadas y oradas principalmente para el pueblo cristiano, aunque algunas meditaciones hayan sido dirigidas a sacerdotes, variando por ellos un poco el nivel o las aplicaciones de las mismas, pero el evangelio siempre es el mismo para todos. Y por favor, que a nadie se le ocurra expresarlas tal cual. Esto es muy personal. Este es mi estilo. El tuyo quizá sea distinto. Yo sencillamente digo a cada uno de los que las lean: hermano, aquí tienes unas ideas, medita y predica las que te guste.
Por último diré que han sido transcritas aquí tal cual fueron predicadas en la Eucaristía o donde fuera, sin ese cuidado crítico de citas y autores que se tiene, cuando van a ser publicadas; tampoco he querido retocarlas ahora, para que no pierdan nada de su inmediatez y frescura; sólo quiero que sean una humilde aportación y ayuda para los que las lean: el pueblo sencillo y mis hermanos los sacerdotes. Y cuidado con uno de mis amigos predilectos, San Juan de la Cruz, a quien cito muchas veces en sus poesías y escritos, pero no pongo su nombre.
PRIMERA PARTE
HOMILÍAS DEL JUEVES SANTO
(Valederas para toda celebración eucarística, sustituyendo el término «Jueves Santo» por «este día», «esta celebración». Así mismo advierto que las titulo homilías pero muchas pueden servir de meditación ante el Monumento o ante el Sagrario en dias de retiro o meditación personal).
PRIMERA HOMILÍA
QUERIDOS HERMANOS: En estos días solemnísimos de la Semana Santa, Cristo en persona debería realizar la liturgia, porque nuestras manos son torpes para tanto misterio y nuestro corazón débil para tantas emociones. Pero Cristo quiso hacerla visiblemente sólo una vez, la primera, con su presencia corporal e histórica, y luego, oculto en la humanidad de otros hombres, los sacerdotes, quiso continuar su obra hasta el final de los tiempos. Por eso, ya que indignamente me toca esta tarde hacer presente ante vosotros la Última Cena, os pido que me creáis, porque os digo la verdad, siempre os digo la verdad, pero hoy de una forma especial en nombre de Cristo, a quien represento, aunque mi pobre vida sacerdotal más que revelaros esta presencia de Cristo en medio de vosotros, pueda velarla.
Os pido que me creáis, cuando os hable de esta maravillosa presencia de Cristo en su ofrenda total al Padre por nosotros y nuestra salvación, de esta presencia para siempre en el pan consagrado; de su presencia también en el barro de otros hombres, los sacerdotes, y cuando os recuerde también su presencia en los hermanos, con el mandato de amarnos los unos a los otros como Él nos amó.
Todos recordáis aquella escena. La acabamos de evocar en la lectura del evangelio. Fue hace veinte siglos, aproximadamente sobre estas horas, en la paz del atardecer más luminoso de la historia, Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de su amor y del tiempo y de sus fuerzas, e instituyó el sacramento de su Amor extremo. Aquel primer Jueves Santo Jesús estaba emocionado, no lo podía disimular, le temblaba el pan en las manos, sus palabras eran profundas, efluvios de su corazón: “Tomad y Comed, esto es mi cuerpo...”, “Bebed todos de la copa, esta es mi sangre que se derrama por vosotros...” Y como Él es Dios, así se hizo. Para Él esto no es nada, Él que hace los claveles tan rojos, unas mañanas tan limpias, unos paisajes tan bellos.
Y así amasó Jesús el primer pan de Eucaristía. Porque nos amó hasta el extremo, porque quiso permanecer siempre entre nosotros, porque Dios quiso ser nuestro amigo más íntimo, porque deseaba ser comido de amor por los que creyesen y le amasen en los siglos venideros, porque “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, como nos dice el Apóstol Juan, que lo sabía muy bien por estar reclinado sobre su pecho aquella noche. Por eso, queridos hermanos, antes de seguir adelante, hagamos un acto de fe total y confiada en la presencia real y verdadera de Cristo en la Eucaristía. Porque Él está aquí. Siempre está ahí, en el pan consagrado, pero hoy casi barruntamos más vivamente su presencia, que quisiera como saltar de nuestros sagrarios para hacer presente otra vez la liturgia de aquel Jueves Santo, sin mediaciones sacerdotales.
Dice la Encíclica Ecclesia de Eucharistia: «Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del <Triduum sacrum,> es decir, el papso que va dela tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el <mysterium paschale;> en ellos se inscribe también el <mysterium eucharisticum>» (Ecclesia de Eucharistia 2b).
Queridos hermanos, esta entrega en sacrificio, esta presencia por amor debiera revolucionar toda nuestra vida, si tuviéramos una fe viva y despierta. Descubriríamos entonces sus negros ojos judíos llenos de luz y de fuego por nosotros, expresando sentimientos y palabras que sus labios no podían expresar; esos ojos tan encendidos podrían despertar a tantos cristianos dormidos para estas realidades tan maravillosas, donde Dios habla de amor incomprensible para los humanos. Este Cristo eucaristizado nos está diciendo: Hombres, yo sé de otros cielos, de otras realidades insospechadas para vosotros, porque son propias de un Dios infinito, que os amó primero y os dio la existencia para compartir una eternidad con todos y cada uno de vosotros. Yo he venido a la tierra y he predicado este amor y os he amado hasta dar la vida para deciros y demostraros que son verdad, que el Padre existe y os ama, y que el Padre las tiene preparadas para vosotros; yo soy“el testigo fiel”, que, por afirmarlas y estar convencido de ellas, he dado mi vida como prueba de su amor y de mi amor, de su Verdad, que soy Yo, que me hizo Hijo aceptándola: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios”; “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna”.
También el sacerdote, que os está predicando en este momento, se siente pobre y falto de palabras para describir toda la emoción y profundidad de la Última Cena que estamos celebrando: Señor, yo hago lo que puedo, les repito tus palabras, tus hechos, pero no puedo robarte tu corazón que es el centro y la fuente de toda esta liturgia. Mi vida también es pobre. Yo les he dicho que Tú estás aquí por amor, en la Eucaristía que celebramos, en el pan que consagramos. Háblales tú al corazón con esas palabras que incendian, abrasan y que jamás se olvidan. Señor, Tú conservas intactas en tu corazón todas las emociones de aquel día, Tú puedes y debes hacerlas ahora presentes para todos nosotros; Señor, quémanos con ellas el corazón, porque estas cosas solo se comprenden si amamos como Tú... con ese amor que Tú mismo nos tienes que dar: “los que me coman vivirán por mí”, porque la Eucaristía es un misterio de amor, que sólo se comprende cuando se ama así, hasta el extremo, como Tú; sólo un corazón en llamas puede captar estas realidades divinas, inabarcables para la inteligencia, solo el amor puede tocarlas y fundirse en una sola realidad en llamas con ellas, solo el amor... Señor, danos ese amor, tu amor, para que yo pueda amarte como Tú me amas.
El Jueves Santo es el día de la Eucaristía, pero también delSacerdocio. Porque después de veinte siglos, ¿de qué nos hubiera servido a nosotros tanto amor, tanta entrega, si no hubiera alguien encargado de multiplicarlo y ponerlo sobre nuestros altares? Por eso, porque en el correr de los siglos Cristo vio una multitud hambrienta de Dios, de cielo, de eternidad... Jesús hizo a los encargados de amasar este pan, esta harina divina, Jesús hizo a los sacerdotes, cuando les dio el mandato de seguir celebrando la Eucaristía: “haced esto en conmemoración mía”: seguid haciendo esto mismo vosotros; por el amor que tengo a todos los hombres, seguid consagrando vosotros y vuestros sucesores esta Hostia santa. Comunicad este poder sagrado a otros. Haced que otros puedan consagrar... y así instituyó Jesús el sacerdocio católico como prolongación de su mismo sacerdocio, con poder sobre su cuerpo físico, la Eucaristía, y sobre su cuerpo místico, la Iglesia. Qué grandeza ser sacerdote, cuánta gracia, cuánto poder.
Cuando las almas tienen fe, se sobrecogen ante el misterio del sacerdocio, porque el sacerdote católico tiene poderes divinos, trascendentes, es sembrador, cultivador y recolector de eternidades, cultiva la salvación única y trascendente del hombre, tiene el poder divino de la Eucaristía y del perdón de los pecados:“Dijeron, éste blasfema, sólo Dios puede perdonar los pecados”. ¡Qué bueno es el Señor! Para que nunca faltase sobre nuestros altares su ofrenda de adoración al Padre, en obediencia extrema, hasta dar la vida; para que nunca pasásemos hambre de Dios, para que siempre tuviéramos el perdón de los pecados, hizo a los sacerdotes, como continuadores de su misión y tarea. Aquella noche, de un mismo impulso de su amor, brotaron la Eucaristía y los encargados de amasarla. Por eso están y deben permanecer siempre tan unidos la Eucaristía y el sacerdocio. La Eucaristía necesita esencialmente de sacerdote para realizarse y por eso el sacerdote nunca es tan sacerdote como cuando celebra la Eucaristía: el sacerdocio tiene relación directa con la Eucaristía y la Eucaristía está pidiendo sacerdote que la realice.
“Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí…”dice el Señor. Qué profundo significado encierran estas palabras para todos, especialmente para nosotros, los sacerdotes. Todos debiéramos recordarlas cuando celebramos la santa Eucaristía: “acordaos de mí...” acordaos de mis sentimientos y deseos de redención por todos, acordaos de mi emoción y amor por vosotros, acordaos de mis ansias de alimentar en vosotros la misma vida de Dios, acordaos... y nosotros, muchas veces, estamos distraídos sin saber lo que hacemos o recibimos; bien estuvo que nos lo recordases, Señor, porque Tú verías muchas distracciones, mucha rutina, muchos olvidos y desprecios, en nuestras Eucaristías, en nuestras comuniones, distraídos sin darte importancia en los sagrarios olvidados como trastos de la iglesia, sin presencia de amigos agradecidos. Vosotros, los sacerdotes, cuando consagréis este pan y vosotros, los comulgantes, cuando comulguéis este pan, acordaos de toda esta ternura verdadera que ahora y siempre siento por vosotros, de este cariño que me está traicionando y me obliga a quedarme para siempre tan cerca de vosotros en el pan consagrado, en la confianza de vuestra respuesta de amor... Acordaos... Nosotros, esta tarde de Jueves Santo, NO TE OLVIDAMOS, SEÑOR. Quisiéramos celebrar esta Eucaristía y comulgar tu Cuerpo con toda la ternura de nuestro corazón, que te haga olvidar todas las distracciones e indiferencias nuestras y ajenas; nos acordamos agradecidos ahora de todo lo que nos dijiste e hiciste y sentiste y sigues sintiendo por nosotros y recordaremos siempre agradecidos, desde lo más hondo de nuestro corazón.
Jueves Santo, día grande cargado de misterios, día especial para la comunidad creyente, nuestro día más amado, deseado y celebrado, porque es el día en que Jesús se quedó para siempre con nosotros de dos formas: una, material, en el pan consagrado; otra, humana, bajo la humanidad de otros hombres. Porque la Eucaristía es Cristo oculto y sacramentado bajo las especies del pan y del vino, y el sacerdote es también Cristo mismo, bajo el barro de otros hombres. Las apariencias son accidentales, pero los sacerdotes y el pan y el vino consagrados, por dentro, son Jesús.
Qué gozo ser sacerdote, tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote, tan cerca de Cristo, tan omnipotente... valóralo, estímalo, reza por ellos en este día, es mejor que todos los puestos y cargos del mundo. No os maravilléis que almas santas hayan sentido en su corazón un aprecio tan grande hacia el sacerdocio, cuando Dios las ha iluminado y han podido ver con fe viva este misterio; no había nada de exagerado en sus expresiones, todo es cuestión de fe, si Dios te la da. Una Teresa de Jesús, que se quejaba dulcemente al Señor, porque no hubiera nacido hombre para poder ser sacerdote. Una Catalina de Siena, que después de contemplar su grandeza, corría presurosa a besar las huellas de los dulces Cristos de la tierra. Un S. Francisco de Asís que decía: Si yo viera venir por un camino a un ángel y a un sacerdote, correría decidido al sacerdote para besarle las manos, mientras diría al ángel: espera, porque estas manos tocan al Hijo de Dios y tienen un poder como ningún humano.
Comenzó Jesús exagerando la grandeza del sacerdocio, cuando en la Última Cena se postró ante ellos, ante los pies de los futuros sacerdotes y les dijo:“de ahora en adelante ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamaré amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre, os lo he dado a conocer...” Y desde entonces, los sacerdotes, somos sus íntimos y confidentes. Por eso, nos confía su cuerpo.
Cómo me gustaría que las madres cristianas cultivaran con fe y amor en su corazón la semilla de la vocación, para transplantarla luego al corazón de sus hijos, como cultiváis en vuestras eras las semillas de tabaco o de pimiento, para luego transplantarlas a la tierra. Hacen falta madres sacerdotales, en estos tiempos de aridez religiosa y desierto espiritual en nuestras comunidades. Queridas madres, qué maravilla tener un hijo sacerdote, que todas las mañanas toca el misterio, trae a Cristo a la tierra, lo planta entre los hombres con todos los dones de la Salvación. Si tuvieras más fe, querida madre..., hacer a Dios de un trozo de pan y que fuera Navidad y Pascua para la almas que se acercan con amor... qué ayuda prestas a Dios y qué beneficio haces a la humanidad con un hijo sacerdote. Querida madre, ¿cuánto vale un alma? Cualquiera, no sólo la tuya o la mía sino hasta la del pecador más empedernido... vale una eternidad y tu hijo, sacerdote, puede salvarla con Cristo: “vete en paz, tus pecados están perdonados; a vosotros no os llamo siervos sino amigos...” y tu hijo es amigo de Cristo para siempre y no siervo... y en cada Eucaristía, si está despierto en la fe, entra en el misterio de la Santísima Trinidad por el Espíritu, que da vida al Hijo, mediante una nueva encarnación sacramental en el pan, para gloria del Padre y tu hijo sacerdote se mete y dialoga con los Tres sobre su proyecto por el Hijo, sacerdote y víctima de Salvación eterna para el mundo y los hombres y todo se realiza con la Potencia del Amor Personal del Espíritu Santo porque para el sacerdote, en ese momento, el tiempo ya no existe, ha terminado y a veces vienen ganas hasta de morir para vivir plenamente lo que está celebrando. Qué pena, Señor, que falte fe en el mundo, en las madres, para hablar de estas realidades a sus hijos, para decirles que Tú nos amas hasta el extremo.
Hermanos, sabéis de mi sinceridad, y desde ella os digo: mil veces nacido, mil veces sacerdote por amor, porque Él vale más que todo lo que existe, Cristo, Hijo de Dios, hecho pan de Eucaristía, en el Jueves Santo.
SEGUNDA HOMILÍA DE JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: Ninguna lengua de hombre ni de ángel podrá jamás alabar suficientemente el designio y el amor de Cristo, al instituir la sagrada Eucaristía. Nadie será capaz de explicar ni de comprender lo que ocurrió aquella tarde del Jueves Santo, lo que sigue aconteciendo cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración sobre un trozo de pan. Todos los esfuerzos del corazón humano son incapaces de penetrar ese núcleo velado, que cubre el misterio, y que sólo admite una palabra, la que la Iglesia ha introducido en el mismo corazón de la liturgia eucarística: «Mysterium fidei»: «Este es el misterio de nuestra fe». Y la liturgia copta responde a esta afirmación: «Amén, es verdad, nosotros lo creemos».
Fray Antonio de Molina, monje de Miraflores, escribió hace tres siglos y medio esta página vibrante y llena de amor eucarístico: «Si se junta la caridad que han tenido los hombres desde el principio del mundo hasta ahora y tendrán los que hubiere hasta el fin de él, y los méritos de todos y las alabanzas que han dado a Dios, aunque entren en cuenta las pasiones y tormentos de todos los mártires y los ejercicios y virtudes de todos los santos, profetas, patriarcas, monjes... y finalmente, junta toda la virtud y perfección que ha habido y habrá de todos los santos hasta que se acabe el mundo... Todo esto junto no da a Dios tanta honra ni tan perfecta alabanza ni le agrada tanto como una sola Eucaristía, aunque sea dicha, por el más pobre sacerdote del mundo».
Queridos hermanos, el Jueves Santo fue la primera Eucaristía del primer sacerdote del Nuevo Testamento: Jesucristo. Pero si grande fue el misterio, grande fue también el marco. Otros años, en el Jueves Santo, atraído por la excelencia del misterio eucarístico, que es el centro y corazón de todo este día, no teníamos tiempo para contemplar el marco grandioso que encuadra aquella primera Eucaristía de Jesucristo. Hoy vamos a meditar sobre este marco y vamos a tratar de explicarlo con palabras luminosas, suaves y meditativas. Este año nos quedaremos en el prólogo del gran misterio.
Siguiendo el relato que San Juan nos hace en su evangelio, podemos captar los hechos y matices que acontecieron en aquella noche llena de amores y desamores, donde se cruzaron la traición de Judas al Señor por dinero, juntamente con la huida y el abandono de los once por miedo y los deseos de salvación y entrega total por parte de Cristo, en un cruce de sentimientos y contrastes de caminos humanos y divinos, que es el Jueves Santo.
Nos dice San Juan:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. “Sabiendo...” Jesús sabía lo que tenía que hacer, aquello para lo que se había ofrecido al Padre en el seno de la Trinidad:“Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...” los Apóstoles barruntaban también algo especial aquella tarde; San Juan, como reclinó la cabeza sobre el corazón de Cristo, captó más profundamente este dramatismo. Hay dos formas principales de conocer las cosas para los humanos: por el corazón o por la razón. Si el objeto de conocimiento no es pura materia, no es puro cálculo, el corazón capta mejor el objeto, poniéndose en contacto de amor y sentimientos con él. La Eucaristía no es pura materia muerta o pura verdad abstracta, quien se acerque a ella así, no la capta; aquí no es suficiente la fe seca y puramente teórica; la Eucaristía es una realidad en llamas, es Jesucristo vivo, vivo y resucitado, amando hasta el extremo, y hay que arder en amor y fe viva para captarla. La Eucaristía no es una cosa, es una persona amando con pasión, es Jesucristo amando hasta donde nunca comprenderemos los hombres. Sin amor no es posible captarla, sentirla y vivirla; sin fe viva, no la podemos experimentamos, y si no la experimentamos, no la comprendemos. Es puro rito y ceremonia. Sólo se comprende si se vive. Por eso, aunque siempre es eficaz en sí misma, a unos no les dice nada y a otros, a los santos vivientes, los llena de su amor, vivo y quemante.
Queridos hermanos, no os acerquéis nunca al Cristo del Jueves Santo, al Cristo de todas las Eucaristías, no os acerquéis a ningún sagrario de la tierra, no comulguéis nunca sin hambre, sin ansias de amor o al menos sin deseos de ser inflamados; si no amáis o no queréis amar como Él, no captaréis nada. Por eso, Señor, qué vergüenza siento, Señor, por este corazón mío, tan sensible para otros amores humanos, para los afectos terrenos y tan duro insensible para Ti, para tu pan consagrado, para tu entrega total y eucarística, tan insensible para Ti; celebro y comulgo sin hambre, sin deseos de Ti, sin deseos de unión y amistad contigo. Pero Tú siempre nos perdonas y sigues esperando, empezaré de nuevo, aquella primera Eucaristía tampoco fue plena, Judas te traicionó, los Apóstoles estaban distraídos; sólo Juan, porque amaba, porque sintió los latidos de tu corazón y se entregó y confió totalmente en Tí, comprendió tus palabras y tus gestos y nos los transmitió con hondura.
Por eso, queridos hermanos, esta tarde, lo primero que hemos de pedirle a Jesús es su amor, que nos haga partícipes del amor que siente por nosotros y así podremos comprenderle y comprender sus gestos de entrega y donación, porque el Cristo del Jueves Santo es amor, solo amor entregado y derramado en el pan que se entrega y se reparte, en la sangre que se derrama por todos nosotros. Podríamos aplicarle aquellos versos del alma enamorada, que, buscando sus amores, que se concentran sólo en Cristo, lo deja todo y pasa todas las mortificaciones necesarias de la carne y los sentidos, todas las pruebas de fe y purificaciones de afectos y amor a sí mismo para llegar hasta Cristo: “Buscando mis amores iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras” (Cántico Espiritual, 3).
Esto lo hizo realidad el Señor con su Encarnación, atravesó los límites del espacio y del tiempo para hacerse hombre y ahora continúa venciendo los nuevos límites, para hacerse presente a nosotros en cada Eucaristía, permaneciendo luego en cada sagrario de la tierra, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas, pero sin imponerse. Ha vencido por amor a nosotros todas las barreras, los muros y dificultades.
Sigamos, hermanos, con este prólogo de San Juan a la Cena del Señor, porque «La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y “su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44). La sangre, que poco antes habia entregado a la Iglesia como bebida de salvación el el Sacramento eucarístico, “comenzó a ser derramada” »(Ecclesia de Eucharistia, 3).
Jesús sabe que ha llegado su “hora”, es la Hora del Padre, esa Hora para la que ha venido, por la que se ha encarnado, que le ha llevado polvoriento y sudoroso en busca de almas por los caminos de Palestina y que ahora le va a hacer pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección y a la vida. Cristo se ve, por otra parte, en plenitud de edad y fuerza apostólica, con cuerpo y sangre perfectos, en plenitud de vida y misión; por eso, “aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su “Hora”: “¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! (Jn 12,27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono: “¿Con que no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad par que no caigáis en tentación” (Mt 26, 40-41) (Ecclesia de Eucharistia 4a).
La agonía en Getsemaní ha sido la introducción de la agonía de la Cruz del Viernes Santo: las palabras de Jesús en Getsemaní: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” tienen el mismo sentido que las pronunciadas desde la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? Y es que en Getsemaní ya siente dentro de sí toda esta pasión de oscuridad: la divinidad le ha dejado solo, se ha alejado de su humanidad, no la siente, ha empezado a dejarle solo con todo el peso de la salvación de los hombres por la muerte en cruz... es la noche de la fe de Cristo, más dolorosa y cruel que la cruz, que es dolor físico... pero estando acompañado, se lleva mejor; Cristo ve que va a ser inmolado como cordero llevado al matadero y Él quiere aceptar esa voluntad del Padre, quiere inmolarse, pero le cuesta.
En el primer Jueves Santo, proféticamente realizado, como actualmente recordado en cada Eucaristía, “en memoria mía”, son dos las partes principales del sacrificio ofrecido por Cristo al Padre y representadas ahora en el pan y el vino: el sacrificio del alma en noche y sequedad total de luz y comprensión y el sacrificio de su cuerpo que será triturado como el racimo en el lagar. Y ante estos hechos, ¿cómo reaccionó Jesús? Nos lo dice S. Lucas: “Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros antes de padecer” (Lc 22,15); “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” Para comprender al Cristo del Jueves Santo uno tiene que estar dispuesto a amar mucho, tiene que haber amado mucho alguna vez...“los amó hasta el extremo”, hasta donde el amor se agota y ya no existe más fuerza, tiempo o espacio, hasta la plenitud natural, psicológica y humana posible, hasta el último átomo y latido de su corazón, hasta donde su amor infinito encuentra el límite de lo posible en abandono sensible de su divinidad. En la hora trascendente de la muerte, de la sinceridad total y definitiva, Cristo se olvida de sí, sólo piensa en nosotros, pensó en ti, en mí y nos amó y nos ama y se entrega hasta el extremo.
Por eso, desde que existe el Jueves Santo, ningún hombre, ningún católico puede sentirse solo y abandonado, porque hay un Cristo que ya pasó por ahí y baja nuevamente en cada Eucaristía hasta ahí para ayudarte y sacarte de la soledad y sufrimiento en que tes encuentres. Si nos sentimos a veces solos o abandonados es que nuestra fe es débil, poca, porque desde cualquier Eucaristía y desde cualquier sagrario de la tierra Cristo me está diciendo que me ama hasta el extremo, que piensa en tí, que no estás abandonado, que ardientemente desea celebrar la pascua de la vida y de la amistad conmigo.
Queridos hermanos, el Amor existe, la Vida existe, la Felicidad existe, la podemos encontrar en cualquier sagrario de la tierra, en cualquier Eucaristía, en cualquier comunión eucarística. Esto debe provocar en nosotros sentimientos de compañía, amistad, gozo, de no sentirnos nunca solos, hay un Dios que nos ama. Cristo me explica en cada Eucaristía que me ama hasta el extremo, y todo este amor sigue en el pan consagrado. Pidamos a Dios virtudes teologales, solo las teologales, las que nos unen directamente con Él, luego vendrá todo lo demás. Es imposible creer y no sentirse amado hasta el extremo, es imposible amar a Cristo y no sentirse feliz, aun en medio de la hora del Padre que nos hace pasar a todos, si la aceptamos, por la pasión y la muerte del yo, de la carne y del pecado, para pasar a la vida nueva y resucitada de la gracia, de la caridad verdadera, de la generosidad, de la humildad y el silencio de las cosas, que nos vienen por la amistad con Él. Cristo es “ágape”, no “eros”. Me busca para hacerme feliz y me quiere para llenarme, no para explotarme o para vaciarme, para hacerse feliz a costa de mí.
Sigue San Juan: “Comenzada la cena, como el diablo hubiese puesto ya en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había salido de Dios y a El volvía, se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó, luego echó agua en una jofaina y comenzó a lavar los pies de los discípulos” (13,3-5).
“Comenzada la cena...” Cristo había comido y bebido muchas veces con otros durante su vida. Le acusaron de borracho y comilón. Pero la comida en torno a la mesa congrega también los corazones y unifica sentimientos, quita diferencias. Y esta cena era especial, porque, en primer lugar, recordaba la liberación del pueblo escogido. Estamos en la celebración de la pascua judía, dentro de la cual Cristo va a instaurar la nueva pascua cristiana, el definitivo paso de Dios junto a nosotros, el pacto de amor definitivo: “Yo seré vuestro único Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Por eso, en esta Cena, hará gestos también definitivos.
Se levanta de la mesa, lo dice San Juan, y se dispone a lavar los pies de sus discípulos, trabajo propio de esclavos. Pedro lo rechaza, pero Jesús insiste, para que nos demos cuenta todos sus discípulos de que a la Eucaristía hay que ir siempre con sentimientos de humildad y servicio a los hermanos, limpios de amor propio, para que sepamos que el amor verdadero a Dios pasa por el amor al hermano, como Cristo nos enseñó y practicó; se quitó el manto, para decirnos a todos sus discípulos que, para comprender la Eucaristía, hay que quitarse todos los ropajes de los conceptos y sentimientos puramente humanos, el abrigo de los afectos desordenados, de los instintos y de las pasiones humanas. Nos enseña a arrodillarnos unos ante otros y lavarnos los pies mutuamente, las ofensas, las suciedades de tanta envidia, que mancha nuestro corazón y nuestros labios de crítica que nos emponzoña y mancha el cuerpo y el alma, impidiendo a Cristo morar en Él. Cristo nos enseña, en definitiva, humildad: “Porque el hombre en su soberbia se hubiera perdido para siempre si Dios en su humildad no le hubiera encontrado”. Sólo ejercitándonos en amar y ser humildes, nos vamos capacitando para comprender esa lección de amor y humildad, que es la Eucaristía.
Y ahora, ya lavados, pueden comprender y celebrar el misterio: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” Este pan que ahora os doy es mi propio cuerpo que ya se lo ofrezco al Padre y a vosotros, como hecho profético y anticipado que realizaré mañana cruentamente en la cruz; de él quiero que comais y os alimentéis hasta que se abran un día los graneros inacabables y eternos del cielo. No os dejo huérfanos, me voy de una forma para venir de otra, no os doy tan solo mi recuerdo, mis palabras; os dejo en este pan toda mi persona entera, mi evangelio entero y completo, toda mi vida entera, hecha adoración obediencial al Padre hasta la muerte y amor redentor por vosotros. Estaré presente con vosotros con una presencia misteriosa pero real hasta el final de los siglos. Estos panes de miga blanca o morena sentirán el ardor del horno y fuego de mi corazón y con ellos quemaré y abrasaré a los que me coman y me amen y los transformaré en amor y ofrenda al Padre. Todas las mañanas y todas las tardes de todos los días de todos los siglos bajaré del cielo a la tierra para alimentaros y estar con vosotros.“el que me coma, vivirá por mí” nunca estará solo.
“Bebed todos de este cáliz, es mi sangre que será derramada por la salvación de todos...”. Mi sangre no ha caído todavía en la tierra mezclada con sudor de muerte bajo los olivos y no ha goteado todavía desde los clavos de Gólgota, pero ha sido ofrecida ya en esta hora del Jueves Santo, ya está hecho el sacrificio.
Ya os dije antes, queridos amigos, que, en el corazón de Cristo, esta Eucaristía del jueves es tan dolorosa como la del viernes. Por fin, después de una larga espera de siglos, la sangre, que sellaba el primer pacto de la Alianza en el Sinaí, va a ser sustituida por otra sangre de valor infinito. Cesará la figura, la imagen, ha llegado lo profetizado, el verdadero Cordero, que, por su sangre derramada en el sacrificio, quita el pecado del mundo; y, por voluntad de Cristo, esta carne sacrificada a Dios por los hombres, se convierte también en banquete de acción de gracias, que celebra y hace presente la verdadera y definitiva Pascua, el sacrificio y el banquete de la Alianza y el pacto de perdón y de amor definitivos.
La sangre que se verterá mañana en la colina del Gólgota es sangre verdadera, sangre limpia y ardiente que se mezclará con lágrimas también de sangre. Es el bautismo de sangre con que Cristo sabía que tenía que ser bautizado, para que todos tuviéramos vida. No fue suficiente el bautismo de Juan en el Jordán con brillante teofanía, era necesario este bautismo de sangre con ocultamiento total de la divinidad, prueba tremenda para Él y para sus mismos discípulos, obligados a creer que era el Salvador del mundo el que moría como un fracasado en la cruz. No fue suficiente el bautismo de salivazos y sangre brotada de los latigazos de los que le azotaron... era necesaria toda la sangre de los clavos y de la cruz para borrar el pecado del mundo...
Y terminada la cena pascual, Cristo, siguiendo el rito judío, se levanta para cantar el himno de la liturgia pascual, el gran Hallel: “El Eterno está a favor mío, no tengo miedo ¿qué me pueden hacer los hombres? Me habían rodeado como abejas. Yo no moriré, viviré...”.
La víctima está dispuesta. Salen hacia el monte de los Olivos. El Jueves Santo termina aquí. Pero Cristo había dejado ya el pan y el vino sobre la mesa, que guardaban en su hondón la realidad de la Nueva Pascua y de la Nueva Alianza, que Cristo se disponía a realizar cruentamente el Viernes Santo.
TERCERA HOMILÍA DE JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: Para celebrar bien la fiesta que aquí nos congrega, la fiesta de la Cena del Señor, de la institución de la Eucaristía, del sacerdocio y del amor fraterno, es necesario mucho silencio interior y una luz especial del Espíritu Santo, que nos permita penetrar en las realidades misteriosas que Jesucristo, Hijo de Dios y hombre verdadero, realizó en esta noche memorable.
Esta tarde estamos reunidos una comunidad de católicos, unidos por la misma fe y en la misma caridad, somos una comunidad viva en virtud de una animación vital, que nos llega del Señor, del mismo Cristo y que alimenta su Espíritu. Somos su Iglesia, su mismo cuerpo y lo sentimos. Esta Iglesia posee dentro de sí un secreto, un tesoro escondido, como un corazón interior, posee al mismo Jesucristo, su fundador, su maestro, su redentor. Y fijaos bien en lo que digo: lo posee presente. ¿Realmente presente? Sí. ¿En la presencia de la comunidad porque donde dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos? Sí. ¿Pero algo más? ¿En la presencia de su Palabra? Sí, ¿pero más, más todavía? ¿En la presencia de sus ministros, porque el Señor ha dado a los sacerdotes un poder propio personal casi intransferible? Sí, ciertamente. Pero, por encima de todas estas presencias, Jesús ha querido quedarse presente y vivo en una presencia que es toda ella adoración al Padre y amor a los hermanos, Jesús ha querido quedarse especialmente presente, todo entero y completo, en el pan y el vino consagrados, dándose y ofreciéndose en cada Eucaristía, en amor extremo al Padre y a los hombres, es decir, vivo y resucitado, con su pasión, muerte y resurrección, con toda su vida, desde que nace hasta que sube al cielo.
«Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud,» dice el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a los largo de los siglos tienen una <capacidad> verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagracion. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. El sacerdote pronuncia estas palabras o, má bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente del su sacerdocio” (Ecclesia de Eucharistia, 5b).
En la Eucaristía está presente totalmente Cristo, Dios y hombre, toda su vida y existencia, toda su salvación, aunque no se vea con lo ojos de la carne, porque es una presencia sacramental, es decir, escondida, velada, pero a la vez revelada, identificable. Se trata de una presencia revestida de señales especiales, que no nos dejan ver su divina y humana figura, tal como estaba en Palestina o está ahora en el cielo, pero que nos aseguran con certeza mayor que la misma visión corporal, que Él, el Jesús del Evangelio y ahora el Cristo de la gloria, resucitado y vivo, está aquí, está aquí en la Eucaristía. Creer esto es un don de la fe, sentirlo y vivirlo es un don especial de Dios para los creyentes que lo buscan y están dispuestos a sacrificar, a vaciarse de sí mismo, del propio yo, para llenarse de Él, para realizar este encuentro vital con Él, porque la vivencia existe y es una realidad, llena de gozo, que anticipa el cielo en la tierra.
«La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, la mismo tiempo, misterio de luz. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: “Entonces se le abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,31)» (Ecclesia de Eucharistia 6).
La fe que acepta lo que no ve ni comprende, fe, en el primer paso, heredada, que habrá que ir haciendo cada día más personal por la oración y la contemplación, fe seca y árida al principio, pero que barrunta con la confianza puesta en la palabra de Cristo: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; luego, en la oración y con el evangelio en la mano y mirando todos los días al sagrario, vamos aprendiendo poco a poco, en la medida en que nos convertimos y nos vaciamos de nosotros mismos para llenarnos de Él, todas las lecciones que encierra para nosotros, vamos comulgando con sus mismos sentimientos y actitudes hasta convertirse en vivencias tan suyas y tan nuestras, que ya no podemos vivir sin ellas, que ya no sabemos distinguirlas, saber si son suyas o nuestras, porque son nuestra misma vida, vida de nuestra vida, porque a esta alturas podemos decir, como Pablo: “para mí la vida es Cristo”.
Desde la Eucaristía, Cristo nos enseña primeramente su amor. Fijaos bien en que Jesús se presenta en este misterio, no como Él es, sino como quiere que nosotros lo veamos y consideremos, como quiere que nosotros nos acerquemos a Él. Él se nos presenta bajo el aspecto de señales especiales y expresivas, pan y vino, que son para ser comidos y asimilados. La intención de su amor es darse, entregarse, comunicarse a todos. El pan y el vino sobre nuestras mesas no sirven sino para ser consumidos, no tienen otro sentido. Este fue el sentido de su Encarnación. «Nobis natus, nobis datus…» Nacido para nosotros, se nos dio en comida. Este amor de entrega fue la motivación de toda su vida. Y la Eucaristía es el resumen de toda su existencia. “Habiendo amado a los suyos...los amó hasta el extremo...”. Cuando mire y contemple y comulgue la Eucaristía, puedo decir: Ahí está Jesús amando, ofrecido en amistad a todos, deseando ser comido, visitado. Sí, para eso está Jesús ahí. Para esto ha multiplicado su presencia sacramental en cada uno de los sagrarios de la tierra, desde los de las chozas africanas hasta los de la Catedrales románicas, góticas, barrrocas... etc. Bueno sería en este momento examinar mi respuesta a tanto amor, cuánto y cómo es mi amor a Cristo Eucaristía, cómo son mis Eucaristías y comuniones, mis visitas al sagrario, mi oración eucarística.
Otro aspecto del amor eucarístico es la unidad de los creyentes: “los que comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo...”, nos dirá San Pablo. Por eso, Cristo Jesús, en esta noche, en que instituyó la Eucaristía, lavó los pies de sus discípulos y nos dio el mandamiento nuevo:“Amaos lo unos a los otros, como yo os he amado”. San Juan no trae la institución de la Eucaristía en su evangelio, en cambio sí narra el lavatorio y el mandamiento nuevo, que, para algunos biblistas, son los frutos y efectos de la Eucaristía, contiene la institución misma. El lavarse los pies unos a otros, el perdonarnos los pecados que nos separan y nos dividen, es efecto directo de toda Eucaristía, supone haberla celebrado bien o disponerse y querer celebrarla como Cristo lo hizo, quiso y quiere siempre.
Por eso, al Jueves Santo, como al Corpus Christi, unimos espontáneamente la colecta de caridad, pero sin perder el orden, primero la Eucaristía, y desde ahí, si está bien celebrada, como Cristo quiere, nace la caridad. Pero no sólo de dinero, hay otras muchas formas de caridad, más importantes y heroicas, que no pueden ser ejercidas con dinero, sino que necesitan la misma fuerza de Cristo para perdonar a los que nos han calumniado, dañado en los hijos o en la familia, nos odian o hablan mal de los hermanos. Lo que no comprendo es cómo seguir odiando y a la vez comulgar con el Cristo que nos dijo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Para amar como Cristo nos manda e hizo en la Eucaristía no basta la caridad del dinero. Y, como ya hemos repetido varias veces, Jesús instituyó la Eucaristía en una cena pascual, queriendo expresar y realizar por ella el pacto con Dios y la unión de todos los comensales. Y este sentimiento, esta unión, este amor fraterno, en la intención de Jesús, es esencial para poder celebrar su cena eucarística.
“Nosotros formamos un solo cuerpo, todos nosotros los que comemos un mismo pan”. Con esta verdad teológica San Pablo nos quiere decir: de la misma forma que los granos de trigo dispersos por el campo, triturados forman un mismo pan, así la diversidad de creyentes, esparcidos por el mundo, si amamos como Cristo, formamos su cuerpo. Es lógico que no debamos comer el mismo pan y en la misma mesa eucarística, si no hay en nosotros una actitud de acogida y de amor y de perdón a todos los comensales de aquí y del mundo entero. Es necesario exclamar con San Agustín: «Oh sacramento de bondad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad». Es este otro momento para pararnos y examinar nuestras Eucaristías: quien no perdone, quien no tenga estos deseos de amor fraterno, quien no rompa dentro de sí envidias y celotipias, no puede entrar en comunión con Cristo. Cristo viene y me alimenta de estas actitudes suyas, que a nosotros nos cuestan tanto y que Él quiere en todos sus seguidores. Solo Él puede perdonar, amar a fondo perdido... Quiero, Señor, tener estos mismos entimientos tuyos, al participar de la Eucaristía, al comer tu cuerpo con mis hermanos, quiero amar más, pensar bien, hablar bien y hacer bien a todos, para eso vienes a mí, ya no soy yo, es Cristo quien quiere vivir en mí por la comunión para vivir su vida en mí, para que yo viva su misma vida.
Queridos hermanos, estamos viendo cómo estos signos utilizados por Cristo en la cena, se convierten en irradiación permanente de amor, en signos de amor universal sin límites de tiempo ni de espacio. Debemos examinarnos sobre nuestras ctitudes y disposiciones al celebrar o participar en la Eucaristía Pero avancemos un poco más en el significado de los signos del pan y del vino. La intención de Jesús es clarísima; antes de nada, dijo: “Tomad y comed... Tomad y bebed...”. Todo alimento entra dentro de aquel que lo come y forma la unidad de su existir. La primera comunión fue el primer día que Jesús formó esta unidad, o mejor, nosotros formamos esta unidad de vida con Jesús y qué fuerte fue en algunos de nosotros, que no lo hemos olvidado nunca y todavía recordamos con frescura y emoción lo que Jesús nos dijo y nosotros dijimos a Jesús.
En la intención de Jesús lo primero es que comiésemos su cuerpo:“Tomad y comed”, para entrar en comunión con cada uno de nosotros. Y ésta es también la intencionalidad de Jesús en el signo elegido, el pan, que es para ser comido. Pregunto ahora: ¿Se podía amar más, realizar más, expresar más el amor? Solo una mente divina pudo imaginar tales cosas y hacerlas con la perfección que las hizo. Y todo esto porque quiere ser para cada uno de nosotros lo que el alimento es para nuestro cuerpo. Quiere ser principio de vida, pero de vida nueva, de vida de gracia, no del hombre viejo, del hombre de pecado de antes. Ya lo había dicho: “Quien me coma, vivirá por mí”.
Queridos hermanos: esta intencionalidad de Cristo suscita en nosotros otros sentimientos: Oh cristianos, tenéis junto a vosotros la vida, el agua viva, no muráis de hambre, de tristeza, comulgad, comulgad bien, comulgad todos los días y sabréis lo que es vida y felicidad, comulgad como Cristo desea y quiere ser comido, con sus sentimientos de amor y de ofrenda, y encontraréis descanso y refrigerio en la lucha, compañía en la soledad, sentido de vuestro ser y existir en el mundo y en la eternidad.Aprendamos hoy y para siempre todas estas lecciones que Jesús nos da en y desde la Eucaristía. El sacramento eucarístico no sólo es un denso misterio y compendio de verdades, es, sobre todo, un testimonio, un ejemplo, un mandamiento, una vida, todo el evangelio, Cristo entero y completo, vivo y ofrecido en ofrenda salvadora al Padre y en amistad y salvación a todos los hombres.
Es justo que hoy, Jueves Santo, celebremos este amor de Cristo, que lo adoremos y lo comulguemos. Es justo también que celebremos en este día nuestro amor a Jesucristo, que realizó este misterio de amor; que celebremos también nuestro amor al Padre, que lo programó y al Espíritu Santo, que lo llevó a término con su potencia de Amor y ahora, invocado en la consagración, lo hace presente transformando el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Es justo que hoy celebremos y nos comprometamos a amarnos los unos a los otros como Cristo hizo y lo desea y nos lo pide en cada Eucaristía. Hoy es la fiesta del Amor del Dios infinito, Trino y Uno, en Cristo, a los hombres: Señor, aquí nos tienes dispuestos a amarte.
CUARTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO
Queridos hermanos: El Jueves Santo encierra muchos y maravillosos misterios. Pero, entre todos, el más grande es la Eucaristía. “El Señor Jesús, la noche en que fue entregado” 1Cor 11, 23), instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está insicrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos… (la salvación) no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos…» (Ecclesia de Eucharistia 11ª).
Es tan in impresionante este misterio, que la misma liturgia, extasiada en cada Eucaristía ante la grandeza de lo que realiza, nada más terminar la consagración, por medio del sacerdote, nos invita a venerar lo que acaba de realizarse sobre nuestros altares, diciendo: «¡Grande es el misterio de nuestra fe!» Y el pueblo, admirado por su grandeza, exclama: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».
Tengo que confesar, sin embargo, que la liturgia copta supera en esta aclamación a la liturgia romana y me impresiona su respuesta extasiada ante el misterio eucarístico, que acaba de realizarse: «Amén, creo, hasta expirar mi último aliento confesaré que esto es el Cuerpo dador de vida de tu Unigénito Hijo, de nuestro Señor y Dios, de nuestro Salvador Jesucristo. El cuerpo que recibió de la Virgen María, Señora y Reina nuestra, la Madre purísima de Dios. A su divinidad unió Dios ese cuerpo, sin mezcla, fusión o cambio. Creo que su divinidad no ha estado separada ni por un momento de su humanidad. El es quien se dio por nosotros, en perdón de los pecados, para traernos la vida y salvación eternas. Creo, creo, creo que todas estas cosas son así».
Todavía lo recuerdo con emoción y fue hace años, en una Eucaristía, celebrada en la cripta de los Papas en la Basílica de San Pedro en Roma, cuando pude escucharlo por vez primera; quedé admirado de sus bailes y cantos ante el Señor.
Y la verdad es, queridos hermanos, que para el hombre creyente, no son posibles otras palabras ante el misterio realizado por el amor extremo de Cristo en la noche suprema. La Iglesia, que en los Apóstoles recibió el tesoro y las palabras de Cristo, no recibió, no pudo recibir explicación plena del mismo, porque la palabra siempre será pobre para expresar el inabarcable amor divino. Heredó de Cristo gestos y palabras: “Haced esto en memoria mía”, y ella, fiel a su Señor, por la liturgia, realiza con fe inconmovible lo mandado.
«Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra salvación» (LG 3). «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubíeramos estado presentes. Así todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega “hasta el extremo” (Jn 13,1), un amor que no conoce medida” (Ecclesia de Eucharistia 11b).
El apóstol Juan, que en la Última Cena ocupó el lugar inmediato a Jesús, quedó marcado profundamente por la experiencia de esta hora. Lo que vivió en aquellos momentos, lo expresó en estas palabras, que tantas veces hemos repetido:“Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Por lo tanto, para Juan y para todos nosotros, la Eucaristía es amor extremo de Jesús a su Padre y a los hombres. Durante dos mil años, los hombres han luchado, han reflexionado, han rezado para desentrañar el sentido de este misterio. Y no hay más explicación que la de Juan: “Dios es amor... en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10). Jesucristo es Amor extremo de Dios a los hombres. Por eso no dudo en expresar mi temor al tratar de explicar el contenido de lo que Cristo realizó aquella noche cargada de misterios. Lo que Jesús hizo transciende lo humano, todo este tiempo y espacio. Solo la fe y el amor pueden tocar y sentir este misterio, pero no explicarlo.
Para acercarse a la Eucaristía, como ella es todo el misterio de Dios en relación al hombre, toda la salvación, todo el evangelio, hay que creer no solo en ella, sino en todas las verdades que la preparan y preceden: hay que creer en el amor eterno y gratuito de la Santísima Trinidad, que me crea sin necesitar nada absolutamente del hombre, sino solo para hacerle compartir eternamente su misma dicha: “en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó…” y la lógica de sentido añade: nos amó primero, cuando nos existíamos; si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo con Él; si existo, es porque Él viéndome en su inteligencia infinita me amó, y con un beso de amor me dio la existencia y me prefirió a millones y millones de seres que no existirán nunca.
En segundo lugar hay que creer que, perdido este primer proyecto de amor sobre el hombre, por el pecado de Adán, Dios no sabe vivir sin él y sale en su busca por medio de Hijo; es la segunda parte del texto antes citado: “y entregó a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,9-10); “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad...” (Hbr 10,5) ). “Este aspecto de caridad universal sacrificial del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir «este es mi cuerpo», «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre», sino que añadió «entregado por vosotros… derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvacion de todos” (Ecclesia de Eucharistia 12ª).
Cristo es la manifestación del amor extremo e invisible de un Dios-Trinidad, Amor infinito que me ha llamado a compartir con Él su eternidad trinitaria de gozo y felicidad; hay que creer que Cristo me revela y me manifiesta este amor desde la Encarnación hasta la Ascensión a los cielos, para seguir adorando la voluntad del Padre y salvando a los hombres; hay que creer que la Eucaristía es el compendio y el resumen de toda esta historia de amor y salvación que se hace presente en cada Eucaristía, en un trozo de pan; hay que creer sencillamente que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar dejaría de existir, por eso no tiene más remedio que amarme y perdonarme, porque eso le hace ser feliz. Y ahora pregunto: ¿por qué me ama tanto, por qué me ama así? ¿qué le puedo dar yo a Dios que Él no tenga? “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.
La Eucaristía es amor extremo de Dios Trinidad por su criatura, algo inexplicable, incomprensible para la mente humana, pero realizado por su Hijo para salvación de todos, por obra del Espíritu Santo, para cumplir el proyecto del Padre, para alabanza de gloria de los Tres y gozo de los hombres, de aquellos que creen en Él y viven enamoradas de su presencia eucarística. Los hechos, que ocurrieron aquella noche, todos los sabemos, porque hemos meditado en ellos muchas veces, especialmente en estos días de la Semana Santa. Después de la cena pascual judía, Cristo ha tomado un poco de pan y ha dicho las palabras: “Tomad y comed, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”; “Tomad y bebed, esta mi sangre que se derrama por la salvación de muchos...” Y a seguidas, ha instituido el sacerdocio con el mandato de seguir celebrando estos misterios. “Haced esto en conmemoración mía”. Este Jueves Santo vamos a reflexionar un poco sobre estas palabras de Jesús profundizando más en su contenido: “Haced esto en conmemoración mía”.
Lo primero que quiero explicar esta tarde es que la Eucaristía es memorial, no mero recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Recordar es traer a la memoria un hecho que no se hace presente y por eso lo evocamos mediante el recuerdo: por ejemplo, todos los años celebramos los cumpleaños, pero no hacemos presente el hecho de nuestro nacimiento. Cuando digo memorial, sin embargo, quiero expresar más que esto; no es simple recuerdo sino que, al recordar, se hace presente el hecho mencionado.
Por eso, al afirmar que la Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, afirmo y creo que en cada Eucaristía se hacen presentes, se presencializan estos hechos salvadores de la vida de Cristo, su pasión, muerte y resurrección; es más, se hace presente toda la vida de Cristo, desde su nacimiento hasta su Ascensión a los cielos. El recuerdo no hace presente el hecho y menos tal y como aconteció. El memorial sí lo hace presente, superando las dimensiones del espacio y del tiempo, hace presente a las personas y sus sentimientos; en la consagración, es como si con unas tijeras divinas se cortase toda la vida de Cristo, desde que se ofreció al Padre hasta que subió a los cielos, y se hicieran presentes sobre el altar, con las mismas palabras y gestos, los mismos sentimientos y actitudes que tuvo Cristo.
Cuando afirmo que la Eucaristía es un memorial, afirmo que la Eucaristía hace presente a Jesús y todo lo que Él hizo y vivió y padeció y sintió. Por ella y en ella está tan real y verdaderamente presente Jesús, como lo estuvo en aquella Noche santa; en cada Eucaristía está en medio de nosotros, como lo estuvo en Palestina y ahora en el cielo. No es que vuelva a sufrir y a derramar sangre ni a repetir aquellos mismos gestos y palabras, sino que todo aquello cortado por la tijeras divinas se hace presente en cada Eucaristía, la diga el Papa o cualquier sacerdote, siempre el mismo hecho, las mismas actitudes, los mismos y únicos sentimientos, porque no hay más Eucaristía que una, la de Cristo, la que celebré aquella Noche santa y que los sacerdotes hacemos presente en cada Eucaristía, por el mandato de Cristo: “Haced esto en conmemoración mía”.
Hoy, Jueves Santo, recordamos los hechos y dichos de Jesús, que en la Eucaristía de hoy y de siempre los presencializamos. Los hacemos presentes, recordando, como en la Última Cena los hizo presentes, anticipándolos, “profetizándolos”. En cada Eucaristía me encuentro con el mismo Cristo, con el mismo amor, la misma entrega, el mismo deseo de amistad... no hay otro ni otras actitudes, ni se repiten, son la mismas y únicas del Jueves Santo y de toda su vida, única e irrepetible, que se presencializan, se hacen presentes, como aquella vez, en cada Eucaristía. Bastaría esto para quedarme en contemplación amorosa después de cada consagración, después de cada Eucaristía, hoy y todos los días.
La Eucaristía necesita para ser comprendida ojos llenos de fe y amor, no sólo de teología seca y árida o de liturgia de meros ritos externos, que no llegan hasta el hondón del misterio. Qué poco y qué superficialmente se contempla, se adora, se medita, se comulga, se penetra en la Eucaristía. “Cuantas veces comáis este pan y bebáis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, cada vez que comulgamos, entramos en comunión con el acto único que selló la nueva Alianza, nos quiere decir San Pablo. Veneremos y adoremos este amor de Cristo presente entre nosotros no como puro recuerdo sino como aquella y única vez en que realizó estos misterios preñados de ternura y salvación para el hombre.
“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación, invocando su nombre”. Este salmo nos indica cuáles deben ser nuestras disposiciones y nuestra respuesta admirativa ante este misterio. Alabar y bendecir, <benedicere>, decir cosas bellas al Señor, por tanta pasión de amor y entrega en favor nuestro.
En primer lugar, la Eucaristía, ofrecida por Cristo al Padre en cumplimiento de su voluntad, es el sacrificio de adoración y alabanza a la Santísima Trinidad, porque en ella Cristo le entrega en obediencia lo que más vale, su vida, y hace así el acto de adoración máximo que se puede hacer. Por eso, la Eucaristía es el “sacrificium vital”, el sacrificio por excelencia. Cada vez que la celebramos, damos al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo el mayor culto y veneración posible en la Iglesia, superior a todos los demás juntos. Y por eso también, la vida y el ministerio y las ocupaciones y la profesión de cada uno de nosotros, seglares y sacerdotes, deben estar preñadas de esta alabanza y adoración de Cristo a Dios Trino y Uno, uniéndonos a Él en una sola ofrenda, transformándonos todos en el mismo “sacrificium crucis”, que se convierte en el sacrificio de la adoración perfecta a Dios. De aquí sacan sus deseos de victimación y alabanza y de adoración las almas eucarísticas, de aquí los santos sacerdotes, las santas y santos religiosos, madres y padres cristianos, todos los buenos cristianos que han existido y existirán, ofrecen en sacrificio su vida con Cristo al Padre.
El memorial de la muerte y resurrección de Cristo sigue siendo, por ese amor de Cristo, obedeciendo en adoración al Padre hasta el extremo, la fuente de remisión de deudas y pecados. La Eucaristía es la fuente del perdón, tiene más poder y valor que la confesión, porque de aquí le viene a este sacramento toda su capacidad de perdonar: de la muerte y resurrección de Cristo. Este paso pascual de la muerte a la vida en ningún sacramento tiene su plenitud como en la santa Eucaristía. Aquí vuelve Dios a darnos la mano, a renovar el pacto y la amistad, la alianza que habíamos roto por nuestros pecados. No hay pecado que no pueda ser perdonado por la fuerza de la Eucaristía, aunque el canal de esta gracia la Iglesia lo administre también por el sacramento de la Penitencia.
Y como Cristo es el Amado del Padre, el Hijo predilecto, cuando queramos pedir y suplicar al Padre, por vivos y difuntos alguna gracia de cuerpo y alma, ningún mérito mayor, ninguna fuerza convincente mayor, nada mejor que ponerle al Padre, delante de nuestras peticines, al Hijo amado, por el cual nos concede todo lo que le pidamos. Que no lo olvidemos y demos esta alabanza y gozo a la Santísima Trinidad por la Eucaristía, Memorial de la Pascua de Cristo.
QUINTA HOMILÍA DE JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y el Jueves Santo es anochecer de amores, de redenciones, de traiciones. Anochecer de amores de Cristo a su Padre y a todos los hombres, amando hasta los límites de sus fuerzas y del tiempo: es anochecer de la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y del Mandato Nuevo. Es anochecer de la redención y salvación del mundo: anochecer de la Nueva Pascua y la Nueva Alianza. Dios de rodillas ante sus discípulos y ante el mundo, para limpiar toda suciedad y pecados: anochecer del mandato nuevo. Anochecer de traiciones de Judas y de todos, de venta por dinero, anochecer de un Dios que quiere servir al hombre y de unos hombres que quieren servirse de Dios. Por eso, el Jueves Santo es Amor, redención, entrega, traición y perdones, pero por encima de todo, el Jueves Santo es Eucaristía, mesa grande sin aristas, redonda, donde se juntan todos los comensales, en torno al pan que unifica, alimenta y congrega, donde las diferencias se difuminan y el amor se agranda y comparte.
El hombre se mide por la grandeza y la profundidad de su amor y hoy es día de proclamar a Jesucristo como culmen y modelo de todo amor, amor que se hizo visible en aquel que se arrodilla ante sus íntimos, como si fuera su esclavo, aún del traidor; amor que se entrega y se da por nosotros en comida y en cruz; amor que desea la eternidad de todos los hombres con la entrega de su vida, porque, en definitiva, esto es la eucaristía. Hoy sólo quiero deciros que Él existe, que Él es Verdad, que Él es Amor, que Él es sacrificio de salvación, que está aquí en el pan y en el vino consagrado. Y dicho esto, no quisiera añadir nada más para no distraeros de este misterio, para no ocultar con mi palabra tanta verdad.
¡Parroquia de San Pedro, tú a los pies de Cristo, arrodíllate, aprende de Él a perdonar, a entregarte, a servir! ¡Parroquia de San Pedro, ponte de rodillas ante este misterio y pide fe y amor para adorarlo! ¡Parroquia de San Pedro, toda entera, por la Eucaristía, consúmete como la lámpara de aceite mirando y contemplando a tu Señor, alumbra e indica con tu fe esta incomprensible presencia del Amado y del Amor, mira y clava tus ojos en el pan consagrado hasta que lo transparenten y vean al Hijo Amado en canto de amor por el hombre, ansiado el encuentro definitivo con Él sin mediaciones de ningún tipo! ¿Por qué pues has llagado este corazón/ no le sanaste, /y, pues me lo has robado,/ por qué así lo dejaste, /y no tomas el robo que robaste? /Descubre tu presencia/ y máteme tu rostro y hermosura,/ mira que la dolencia de amor/que no se cura,/ sino con la presencia y la figura…” (San Juan de la Cruz)
La iglesia parroquial es hoy un cenáculo donde Cristo va a hacer presente la cena pascual. El párroco presta su humanidad a Cristo y es presencia sacramental del Señor. Hay una numerosa concurrencia de invitados: hombres, mujeres y niños, la comunidad de sus íntimos en el siglo XXI. Estamos todos reunidos, la mesa preparada y“Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita el manto y tomando una toalla se la ciñe; luego echa agua en una jofaina y se pone a lavar los pies a los discípulos secándoselos con la toalla que se había ceñido”.
Hermanos, este es el gran ejemplo de humildad, de servicio, de caridad que Cristo nos da. Para San Juan esto supone la Eucaristía, es continuación de la Eucaristía, es efecto de la Eucaristía. Por amor es capaz de arrodillarse, de lavar los pies de sus criaturas, es decir, de echar sobre sí la suciedad de todos mis pecados y llevarlos a la cruz, para lavarlos con su sangre, en el fuego de un holocausto perfecto.Después del lavatorio, entra en escena Judas. Jesús se sienta a la mesa y mientras comían, dijo: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarse unos a otros:“¿soy yo acaso, Maestro? Entonces preguntó Judas el que lo iba a entregar:”¡Soy yo acaso, Maestro? El respondió: Así es”.
Jesús ha ido consciente al suplicio, ha sabido quién lo entregaba:“Mi amigo me traicionará con un beso”; “El que meta la mano conmigo en el plato, me entregará en manos de los pecadores”. Terrible traición la de Judas, pero con ella Jesús iba a redimir también nuestras traiciones y cobardías y los de toda la humanidad. Ante esta traición, es lógico que el corazón de toda la asamblea aquí reunida tiemble esta tarde. Porque todos hemos pecado y todos nuestros pecados han sido traiciones a su amor y causa de su entrega sacrificial.
“Era de noche”,dice San Juan. La noche es signo de pecado, de dolor y de muerte, de traiciones, noche oscura del inescrutable misterio de Dios, que redime el pecado del mundo con la sangre y la muerte del Hijo. No hubo compasión para Él. En Getsemaní implorará la ayuda del Padre:“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”, pero el Padre está tan pendiente de la salvación de los hombres, desea tanto, tanto, que nosotros seamos de nuevo hijos suyos, que se olvida del Hijo por los nuevos hijos que va a conseguir. Ante esto, como ante toda acción misteriosa de Dios, sólo cabe la aceptación y la adoración de sus designios de amor incomprensibles para el hombre. Horror del pecado de Judas, horror de nuestros propios pecados.
“Hijo de Dios, reza la liturgia griega, Tú me admites como comensal en tu maravillosa Cena. Yo no entregaré tu misterio a tus enemigos. Yo no te daré un beso como Judas, sino que, como el buen ladrón, me arrepiento y te digo: acuérdate de mí, Señor, en tu reino”.
Pero en esta noche, no celebramos tan solo el día en que Jesús fue entregado, sino principalmente el día, en el que nuestro Señor se entregó a nosotros y por nosotros:“El Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, lo bendijo y lo entregó a sus discípulos, diciendo”: “Tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en memoria mía...”. Entregar quiere decir que yo doy del todo una cosa, soltándola de mis manos para que pase a otra persona. Si yo entrego así una cosa, ya no tengo ningún derecho, ningún poder sobre ella. Derecho y poder pasan a su nuevo dueño y depositario. Esto lleva consigo el riesgo de que el nuevo depositario no sepa valorar y guardar esta entrega.
Todo esto vale para todo lo humano pero especialmente para este tesoro de la Eucaristía, misterio de amor para almas en fe y en adoración, que no siempre sabemos valorar y guardar con la fidelidad y el amor merecidos todo el pueblo cristiano, especialmente los sacerdotes, que hemos recibido directamente del Señor este don infinito; ¡qué generosidad, qué confianza ha depositado Cristo en nosotros, en mí, sacerdote! No quiero defraudarle. Él se me ha entregado todo entero en este don sin reservas y la verdad es que no quiero defraudarle. Él ha hecho ya todo lo que tenía que hacer. Ya no tiene ningún dominio sobre este tesoro. Él solo tiene que obedecerme, hacer y recibir lo que yo haga... Es Jesucristo, es el Hijo de Dios, el Padre me lo ha confiado y tengo que dar un día cuenta de ello. Jesucristo Eucaristía, Tú lo has dado todo por mí, con amor extremo, hasta dar la vida; también yo quiero darlo todo por Tí, porque para mí Tú lo eres todo, yo quiero que lo seas todo. ¡Jesucristo Eucaristía, yo creo en Ti! ¡Jesucristo Eucaristía, yo confío en Ti! ¡ Jesucristo Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios, Tú los puedes todo!
Hermanos todos, parroquia y sacerdote de San Pedro, vosotros habéis recibido esta presencia corporal de Dios, cómo la cuidas, cómo la veneras, cómo lo agradeces. Aquí está el fundamento y la base y la fuente de todo apostolado, de toda vida cristiana, de la vitalidad de grupos, de todas las instituciones cristianas, de todas la catequesis, de toda la vida parroquial.
Qué pensar de tantos cristianos hermanos que no pisan la iglesia, que no valoran el tesoro que encierra, cómo llamarlos católicos, cómo decir que creen y aman a Jesucristo, teniendo por insípida la comida del Señor. Pobre sacerdote, cómo no llorar tanto abandono de la Eucaristía, de las Eucaristías, de las comuniones, del sagrario; cómo no sufrir si verdaderamente tú crees en este misterio, que aquí está la fuente de gracia y salvación de toda la parroquia, que se te ha confiado. Si no te duelen estas ausencias y abandonos, cómo poder decir que crees en Él, que lo amas, que sabes y vives la Eucaristía, como fuente de todo tu hacer apostólico y sacerdotal.
Quisiera terminar hoy con un texto de San Juan de Ávila: «El sacerdote en el altar representa, en la Eucaristía, a Jesucristo Nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón, que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos, oración y lágrimas, que en la misma que celebró el Viernes Santo en la cruz, en el monte Calvario, derramó por los pecados del mundo: “Et exauditus est pro sua reverentia”, como dice San Pablo. En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote, para conformarse en los deseos y oración con Él; y, ofreciéndose delante del acatamiento del Padre por los pecados y remedio del mundo, ofrecerse también a sí mismo, hacienda y honra y la misma vida, por sí y por todo el mundo. Y de esta manera será oído, según su medida y semejanza con Él, en la oración y gemidos» (TRATADO DEL SACERDOCIO).
Cristo, permíteme levantarme en este momento de la cena, y salir apresuradamente afuera y poniéndome a la puerta de tu casa, gritar a todos los que llevan tu nombre sin amarte, sin tener hambre de tí, permíteme gritarles: Oh vosotros, los sedientos de plenitud de vida, de sentido y de felicidad, venid a las aguas... aún los que no tenéis dinero. Venid, comed y comprad sin dinero, bebed el vino sagrado sin pagar. Dadme oídos y venid; así esta tarde de Jueves Santo no habrá ningún espacio vacío en el mesa del Señor, así Cristo podrá llenar con vuestra presencia la ausencia de Judas, así se llenarán nuestros cenáculos, las iglesias del mundo entero, como muchedumbres inmensas, movidas como trigales por el viento de una sola fe y un mismo amor: Jesucristo Eucaristía.
SEXTA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo. El mundo creyente y católico vuelve una vez más a sumergirse en el misterio asombroso de un Dios, que nos ofrece la Eucaristía, como encuentro vivo y consubstancial con Él en su cuerpo humano, lleno de la Divinidad , triturado como racimo por la pasión y la muerte, pero resucitado por la promesa llena de vida y amor del Padre. Por la pasión y la muerte se convirtió en grano de trigo sembrado en la tierra, pero convertido, por la fuerza y potencia del Espíritu del Padre, en grano de trigo florecido para la espiga de la Eucaristía. Fue también racimo triturado entre clavos para el vino de la Salvación. Esta tarde, nuevamente vamos a repetir las palabras y gestos de Cristo en la Última Cena, porque siguen siendo los únicos capaces de hacer presente la Eucaristía y todo lo que aconteció en aquella noche preñada de misterios.
Los misterios del Jueves Santo son tesoros de nuestra fe y de nuestra salvación, grabados en la memoria viva de la Iglesia, que es el Espíritu Santo, que invocado en la epíclesis de la Eucaristía, por su poder y fuego de amor transformante que todo lo puede, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y presencializa así, metahistóricamente, más allá del tiempo y del espacio, el memorial de la muerte y resurrección de Cristo en amor extremado y en entrega total, con sus mismos sentimientos y actitudes.
Cada año volvemos a hacer presentes las mismas palabras, las mismas acciones, los mismos sentimientos, que tuvo Jesús en la Última Cena, que no repetimos, sino que por las palabras de la consagración se hace presente toda su vida, desde que nació hasta que subió al cielo: el mismo amor, los mismos gestos, el mismo lavatorio, los mismos sentimientos, la misma y única entrega, porque no es una repetición teatral, sino un memorial, que hace presente todo lo que Crito dijo e hizo aquella noche santa.
Luego, después de haberlo hecho presente y de haberlo celebrado y comido con amor, todo este misterio lo guardamos en el Monumento y permanecemos en adoración junto a Él, hasta mañana, Viernes Santo, en que ya no lo celebramos con misa, porque ha muerto el supremo sacerdote, Jesucristo, y litúrgicamente no puede hacerlo presente como el Jueves Santo; en el Viernes, sólo comemos el pan eucaristico adorado en el Monumento,lo comemos y lo guardamos en nuestros sagrarios, donde el misterio, sus palabras, sus gestos, su entrega, sus deseos de amistad permanecen vivos y eternamente ofrecidos a Dios y a los hombres todo el año, todas las horas, todos los días, sin cansancio, sin rutina de ninguna clase, con el mismo amor y la misma entrega, siempre viva, encendida, entusiasmada y entusiasmante. Para expresar esta admiración de los creyentes, no tengo ahora a mano en mi memoria otras palabras más sugerentes y expresivas que las del prefacio romano: «Es justo y necesario, darte gracias, Padre Santo, por Cristo Señor Nuestro. Él, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de Salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya… Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica». Y luego la súplica del alma creyente: «Te pedimos, Padre, que la celebración de estos santos misterios, nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida».
Queridos hermanos, que Dios nos lo conceda este año, que haga realidad en cada uno de nosotros todo lo que recordamos y alabamos en este prefacio, que nos llene de su amor y de su vida. Y ahora antes de terminar, quiero recordaros lo que fue para Jesucristo y tiene que seguir siendo para nosotros el Jueves Santo. Éste día tiene que ser para la Iglesia:
Día deseado:“Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros” ¿Cómo lo deseamos y preparamos nosotros? ¿Tenemos hambre de Cristo Eucaristía, creemos con fe y amor todo lo que encierra este día hasta desearlo como Cristo? ¿Qué va a significar para mí este Jueves Santo? (Silencio).
Día de su amor: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. ¿Amo a Cristo, le amo de palabra y de obra como Él me amó? ¿Cómo le expreso mis sentimientos de amor en palabras de oración y diálogo? ¿Qué le digo, cuántas veces le digo que le amo, cuántas veces busco yo este encuentro tan ardientemente deseado y buscado por Él? (Silencio).
Día del sacerdocio: “Haced esto en memoría mia”. ¿Me acuerdo de los sentimientos y deseos de Cristo al instituir la Eucaristía? ¿Me acuerdo de su emoción y entrega? ¿Cómo es la mía? Haced esto vosotros y vuestros sucesores en el ministerio de la Eucaristía. Qué maravilla ser sacerdote de Cristo, qué gracia tan singular tener un hijo sacerdote, un hermano sacerdote, un amigo sacerdote. ¿Pido por las vocaciones y por la santidad de los sacerdotes? ¿Amo el sacerdocio y soy agradecido a todas las gracias que me vienen por su medio? Qué ayuda en una parroquia, qué compañía, qué necesidad de estas almas, madres y hermanas sacerdotales. Queridas madres, queridos padres, qué gracia, qué privilegio, lo veréis más claro en el cielo, tener un hijo sembrador de eternidades, de cielo, de salvación; todo lo de aquí abajo, pasa: ser alto ejecutivo, empresario, cargo político, presidente... todo pasa, lo que hacen los sacerdotes es eterno. Tener un hijo sacerdote, que influye ante el Señor por todos, que es presencia de Cristo en medio de vosotros. Qué hermoso tener un hermano, un amigo sacerdote, es estar más cerca de Cristo, de su evangelio, de su amor, de sus ilusiones, de sus proyectos de salvación.
«El sacerdote ordenado realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico. Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, <in persona Christi>, quiere decir más que <en nombre> o también <en vez de Cristo>. In <persona>: es decir, en la identificación específica, sacramental, con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. El ministerio de los sacerdotes es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible para la consagración eucarística… La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida» (Ecclesia de Eucharistia 29ª).
Querida comunidad de San Pedro, es Jueves Santo, y yo no quiero ni puedo mentir en este día: os digo desde lo más sincero y profundo de mi corazón: no tengáis miedo en entregar vuestros hijos y hermanos a Dios para que sean sacerdotes. Madres que comulgáis y luego si tu hijo te insinúa algo en este sentido, ponéis dificultades; hermanas de futuros sacerdotes, qué comuniones son esas, cómo decir a Cristo te amo y luego rechazar el que uno de los vuestros sea sacerdote.
Necesitamos madres sacerdotales, al cristianismo actual le faltan madres sacerdotales, madres que conciban con la ilusión de que su hijo sea sacerdote, se dedique tan sólo a sembrar, cultivar y recolectar eternidades. El Señor nos conceda madres y padres y hermanas sacerdotales este Jueves Santo.
SÉPTIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: En esta tarde santa, nosotros, al celebrar la Última Cena del Señor con sus discípulos, recordamos y hacemos presentes todos sus gestos y palabras, descritos emocionada y fielmente por los evangelistas. La Iglesia invoca en la epíclesis de la consagración al Espíritu Santo, que es la memoria y la potencia de Dios, que hace presente lo que se celebra, recordando. Y ese Amor Personal de Jesucristo vivo, resucitado y glorioso vuelve a poner ante nosotros todos los misterios de la Última Cena por la potencia de su Amor Personal, que es Espíritu Santo, como lo hizoz la primera y única vez. La diferencia es que ahora son nuevos los comensales, somos los hombres de todos los tiempos. Así que el Señor ahora nos lavará los pies en esta Eucaristía, oiremos su mandato nuevo de amarnos los unos a los otros por vez primera y se hará presente para nosotros como para los Apóstoles todo el misterio de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.
Son muchos los nombres con que se ha designado a la Eucaristía en el correr de los tiempos, incluso por los mismos Apóstoles. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica enumera y analiza varios. Ninguno agota su rico contenido, pero todos añaden nuevos aspectos que nos hacen descubrir su riqueza. Nosotros hoy vamos a meditar sobre uno especialmente, sobre la Eucaristía como Cena del Señor.
San Pablo llama a la Eucaristía la “cena del Señor”. La razón está en que Cristo la instituyó en el marco de una cena, la cena ritual de la pascua judía, celebrada para recordar y renovar el pacto de amistad, la Alianza realizada por Dios con Moisés y su pueblo en el monte Sinaí, mediante el sacrificio y el derramamiento de la sangre sobre el pueblo y sobre el altar, que representaba a Dios, con lo que Dios se comprometía a ser el Salvador de su pueblo y el pueblo aceptaba este compromiso de que Dios fuera su único Dios, obligándose por esta Alianza el pueblo a cumplir sus mandatos y Dios perdonaba sus pecados y se comprometía a seguir renovando sus milagros en favor de su pueblo; al rociar con la sangre al pueblo, éste se hacía en cierto modo “consanguíneo” de Dios, familia de Dios, y los dos se comprometían de por vida a defenderse contra los enemigos.
Tanto ésta cena ritual de los judios, como la Última Cena del Señor, como cualquier comida en torno a una mesa, significa y realiza la unión de los comensales, y en ésta de hoy, del Jueves Santo, se significa y se realiza la unión de los comensales con Jesucristo, y, por Él, con el Padre. Toda comida expresa y alimenta la fraternidad, la acogida mutua, la amistad. Cenar y comer juntos no es sólo nutrirse, introducir calorías en nuestro cuerpo. Es confraternizar, compartir, trato de amistad. Por eso, toda Eucaristía, por ser la comida del cuerpo de Cristo, es exigencia y alimento de amor mutuo, es sacramento de amistad con Dios y con los hermanos.
La Eucaristía es el banquete del reino de Dios y este reino nos exige a todos tener a Dios como único Padre y a los hombres, sobre todo a los que comen la cena del Señor, como hermanos. Éste es el reino que Cristo ha traído desde el seno y el corazón de la Trinidad a la tierra de los hombres: que sean todos hijos del mismo Padre y hermanos entre sí. Por esto, a Dios sólo le podemos llamar Padre nuestro, si los hombres nos sentamos a compartir como hermanos la misma mesa de la Eucaristía y de la vida.
Esto lo entendieron y practicaron perfectamente los primeros cristianos, tan cercanos a Cristo y su mensaje transmitido por los Apóstoles, hasta el punto de poner sus bienes en común y poder recibir de los que los contemplaban el comentario de “mirad cómo se aman”. Ellos sabían muy bien lo que Cristo pretendió al instituir la Cena y, entre otros fines, Jesús expresó muy claramente: “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado” “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”. Y Él dio su vida por nosotros y, hecho pan de vida, quiso ser partido y repartido entre los comensales.
Por eso, en los primeros tiempos, cada uno llevaba a la cena lo que podía de alimentos y dinero, pero, sobre todo, amor. En las Eucaristías de los primeros cristianos se ponían todos los alimentos en común sobre la mesa y también, todo lo que reflexionaban sobre los dichos y hechos de Jesús; el que dirigía la asamblea rezaba unas oraciones, daban gracias, compartían los alimentos y, al final, un sacerdote consagraba el pan y el vino y todos comulgaban en el mismo pan, en el mismo Cristo, en la misma cena, en la misma mesa, en la misma Palabra, en los mismos alimentos y todos se sentían hermanos.
Pero, en el correr de los años, esta unión y comunión se fue perdiendo en la celebración de la cena, hasta llegar a suprimirse la cena previa a la consagración. Hoy apenas quedan signos de esta comensalidad en nuestras Eucaristías, aunque seguimos hablando de mesa, manteles, alimentos, “dichosos los llamados a la cena del Señor”.
Una de las razones principales estuvo en el egoísmo natural, muy poco evangélico, de no querer compartir los alimentos con todos. San Pablo salió al paso de estas diferencias, que rompen el fundamento, la base y el fruto de la Eucaristía, que es el amor mutuo y el compartir el amor y los bienes, como el Señor lo dijo y lo hizo. De esta forma el ágape se convirtió en desprecio de los pobres. Eso ya no es la cena del Señor. “Cuando os reunís en vuestras asambleas, los ricos engordan, mientras los pobres pasan hambre. Eso ya no es comer la cena del Señor” (1Cor. 11,20).
En el siglo II desaparece este ágape, esta cena en común que servía de soporte a la celebración eucarística, porque ya no existía el amor mutuo y la amistad necesaria para realizarla. Sin embargo, ahora y siempre y en cualquier lugar que se celebre, la Eucaristía será siempre una exigencia de amor mutuo, una proclamación de la fraternidad querida por el Señor, una conciencia y exigencia viva del amor y ayuda que unos a otros nos debemos en razón de las palabras y de los signos que celebramos, todos dirigidos a romper aquellos egoísmos e individualismos que impiden la unión y la comunidad.
Y esto es lo que yo, en nombre del Señor, quiero proclamar y recordar esta tarde del Jueves Santo, en que meditamos y contemplamos en su presencia todo lo que Él instituyó y celebró y nos encomendó en este día. Y al presencializarlo, comprometernos con los deseos de Cristo y tratar de pedir perdón por no haberlo hecho antes mejor y empezar de nuevo, si es necesario. Esta será la mejor forma de celebrar la Cena del Señor.
Cuando entramos en la Iglesia para celebrar la Eucaristia, venimos de una sociedad, que ha roto los lazos de unión y favorece las divisiones y las luchas competitivas: ¿Salimos como entramos? ¿No nos convertimos a la unión y fraternidad evangélica? ¿Cómo podemos encarnar y vivir mejor estas exigencias de Eucaristía? ¿Qué actitudes y comportamientos debemos rectificar para celebrar con verdad la Cena del Señor?
La Eucaristía es exigencia permanente de amistad, de servicios mutuos, de compartir más el tiempo, los afectos, los bienes con los hermanos en la misma fe y en el mismo pan, especialmente con los más necesitados, con los pobres de todo tipo. Hoy la pobreza tiene muchos nombres: los ancianos, los deprimidos, los que viven solos, en nuestra misma familia puede haber personas necesitadas de amor, de tiempo, de comprensión, de ayuda moral, espiritual… Esta celebración que estamos realizando y la Adoración ante el Monumento hasta la tarde del Viernes deben ayudarnos a perdonar a todos y ser mas caritativos con todos. Que el Señor con sus palabras y gestos eucarísticos nos ayude a comprender su voluntad, a superar todas las divisiones; que esta celebración, la comunión y la adoración eucarística vayan sembrando cada día los gérmenes de la unidad tan orada y deseada por Él en su oración de la Última Cena y nos haga descubrir los compromisos del amor fraterno, que encierra la Eucaristía.
OCTAVA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: En este día tan entrañable para la Comunidad cristiana, nosotros, seguidores y amigos de Jesús, hacemos memoria de sus palabras y gestos últimos, especialmente en la institución de la Eucaristía. El Jueves Santo es el día eucarístico por excelencia: día de su entrega en sacrificio martirial por nosotros, día de sus deseos de ser comido en comida fraterna por todos los suyos, día en que quiso quedarse para siempre en el sagrario en amistad ofrecida permanentemente a todos.
Ante este misterio de la Eucaristía, me vienen espontáneamente a los labios las palabras del himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino, que cantamos en la festividad del Corpus Christi, pero también en muchas otras ocasiones: «Adoro te devote, latens Deitas»: Te adoro devotamente, oculta divinidad, que vives bajo estos signos sencillos del pan y del vino. Todo mi ser y mi corazón se doblan y se arrodillan ante Tí, porque, quien te contemple con fe, desfallece y se extasía de amor... O aquella estrofa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».
Estos días son para pasar largos ratos ante el Señor Eucaristía, para contemplar y extasiarse de amor eucarístico, para mirar al Amado y dejar nuestros cuidados del mundo y de las cosas entre las azucenas olvidado. Para un cristiano, la Semana Santa debe ser toda entera para el Señor, para vivir y meditar sus misterios santos, que son muchos y muy profundos, todos llenos de amor loco y apasionado por los hombre. Desde la Hostia Santa, que quedará expuesta como siempre después de la Cena del Señor, Jesús me está enseñando amor hasta el extremo, entrega total; me enseña humildad: se olvida de sí mismo, de lo que es y se rebaja y se arrodilla pidiendo mi amor y mi amistad; me enseña servicio: se pone a servir a los Apóstoles y quiere llenarme de sus actitudes y alimentar sentimientos evangélicos en mi vida; me enseña también fidelidad plena: aunque los hombres no comprendan tanto amor, ni crean en su presencia, Él cumple su palabra de quedarse con nosotros en el pan consagrado hasta el final de los tiempos, todo un Dios se humilla y busca al hombre para llenarle de divinidad; qué bueno es Jesús, Él sí que es un amigo verdadero, sin egoísmos ni traiciones, lleno de delicadezas y perdones. Es Dios, el Infinito hecho pan por amor al hombre.
¿Qué queremos decir hoy de Cristo hecho pan de Eucaristía? Queremos decir que ese trozo de pan es el quicio y gozne de toda diócesis, de toda parroquia, de todo católico. Todo critianismo, todo cristiano, que no gire en torno a la Eucaristía, está desquiciado. Toda parroquia, que no gira en torno a la Eucaristía, está desquiciada. Quiere decir que toda parroquia y todo creyente tiene que girar en torno a la Eucaristía, porque el cristianismo no son cosas ni ritos ni preceptos, el cristianismo esencialmente es una persona, es Cristo mismo, y sin Cristo, sin Eucaristía, no hay cristianismo, ni fraternidad, ni comunidad. Es más, tenemos que observar nuestro comportamiento con la presencia de Cristo en el sagrario, nuestra relación con el pan consagrado, porque lo que hacemos con el pan, se lo estamos haciendo al mismo Cristo, directamente, no a una imagen o figura. No amo, no me arrodillo, no venero, no respeto, no valoro el pan consagrado, celebro de cualquier modo... no amo, no venero, no respeto al mismo Cristo.
Por eso, para saber de la santidad de una persona, sea sacerdote o seglar, hay que tener mucho cuidado con su comportamiento con Jesús Eucaristía, porque de ahí han de recibir su fuerza y verdad nuestra vida cristiana, nuestra srelaciones con los demás, nuestras predicaciones sobre Cristo o su evangelio, todo nuestro apostolado, todo recibe su fuerza de la Eucaristía como de su fuente; toda nuestra vida personal y apostólica nos lo jugamos en nuestra relación y comportamiento con Jesucristo Eucaristía. Cuando veo tanta ligereza después de la Eucaristía, hablando o comportándonos como si Cristo ya no estuviese presente en el sagrario, no valorando que es Dios, como si no viera lo que hacemos, me da pena, porque esto indica que no hemos tocado y sentido a Cristo vivo.
Si queremos enfervorizar una parroquia, empecemos por revisar nuestras celebraciones eucarísticas, nuestras visitas al Santísimo, nuestras comuniones, nuestras liturgias y acciones eucarísticas. Si queremos enfervorizar a nuestra familia y nuestros hijos, empecemos por revisar nuestra vida eucarística: si queremos enfervorizar nuestras catequesis y catequistas, nuestros grupos cristianos de cualquier clase que sean, empecemos por revisar nuestra relación con la Eucaristía, tratemos todos, sacerdotes y seglares, de amar más a Cristo Eucaristía, de imitar sus virtudes eucarísticas: humildad, entrega, silencio, perdón continuo; revisemos nuestra relación eucarística con Él, nuestra oración eucarística, nuestros comportamientos eucarísticos.
El Vaticano II nos dice: «...en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo... los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan....” (PO 5). “Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad» (PO 6).
Horas de sagrario y adoración eucarísticas son horas de santificación directa y llameante, apostólicas y salvadoras para el mundo y los hombres, redentoras de tanto pecado y materialismo inundante y secularizante, que ya no respetan ni los dinteles de los templos y entra dentro de nuestras iglesias. Necesitamos iglesias abiertas todo el día para que los creyentes puedan visitar, orar y adorar a Jesucristo Sacramentado, fuente y manantial de vida cristiana para todos los hombres: «...la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica» (PO 5).
«Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia», también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía «es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» (Ecclesia de Eucharistia 31b).
En esta tarde del Jueves Santo, Cristo no sólo ha querido prolongar su presencia en el pan de la Eucaristía sino también en la presencia de otros hombres, los sacerdotes, a los que confiere su misión y el encargo recibido del Padre. Toda la carta a los Hebreos nos repite que Cristo es el único sacerdote del Nuevo Testamento de modo que los demás, que han sido elegidos por Él, no son sino prolongación suya, prolongadores de su misión de santificar, predicar y guiar al pueblo de Dios. Jesús fue sacerdote por su misma Encarnación, por la unión en su persona de la naturaleza divina y humana, que le convierte así en puente, en pontífice entre lo divino y lo humano.
Por eso rompió radicalmente con el sacerdocio del Antiguo Testamento que lo era por línea de sangre o de familia. No necesita el sacramento del Orden porque Jesús por su mismo ser y existir, es y fue mediador entre Dios y los hombres. No hubo un instante en que su naturaleza divino-humana no fuera sacerdotal. Lo fue desde la misma Encarnación. Y ejerció su sacerdocio desde el mismo instante de su concepción en el seno de María y lo consumó en la Ultima Cena anticipando el Viernes y el Sábado de Gloria. «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».
Los sacerdotes prolongan la Encarnación de Cristo, son Cristo Encarnado, son presencia sacramental de Cristo, prolongan su Palabra y su Salvación y su Vida ¿No hay en esta asamblea algún joven o adulto que quiera ser prolongación de Cristo? ¿Queridas madres, que amáis tanto a Cristo y a su Iglesia, por qué no echáis esta simiente en vuestro corazón y la cultiváis con vuestra oración eucarística para que nazcan hijos que quiera ser sacerdotes? Necesitamos madres sacerdotales.
Queridos cristianos, necesitamos vuestra oración y vuestras obras y sufrimientos por las vocaciones, para que surjan en vuestras familias hijos o hermanos sacerdotes. ¿No podríais rezar un poco más, querer y ayudar un poco más a los que ya son sacerdotes? Porque al ser sacramento de Cristo, no en una materia muerta, como un trozo de pan, sino en carne viva, en el barro de los hombres, esto nos obliga a vivir su misma vida, a pisar sus mismas huellas, a ser santos como Cristo y esto cuesta y a veces no podemos y necesitamos vuestra oración y vuestra ayuda.
El sacerdote es sacramento de la presencia y de la vida de Cristo, de la mediación de Cristo, de la ofrenda victimal de Cristo, de la salvación de Cristo, de su perdón, de sus gracias, de sus dones, pero también de su testimonio, de su amor al Padre y a los hombres y nuestro corazón es de carne y se cansa y duda y no abarca ¿Podéis ayudarnos con vuestro cariño? Con vuestra ayuda nos será más fácil, menos costoso prolongar a Cristo, representar y reproducir a Cristo ante la mirada de Dios y de los hombres, como puse en la estampa de mi ordenación y primera Eucaristía, ser, en definitiva, un signo sencillo pero viviente de Cristo.
El sacerdote, en razón del sacramento, está más obligado a una santidad de vida, porque Él es el que actúa a través de mi humanidad; yo se la he prestado para siempre, para este tiempo y para toda la eternidad y no la quiero tener para ninguna otra persona u ocupación. Estoy consagrado a Él de por vida y jamás me desposaría con nadie aunque me estuviera permitido, porque me he entregado a Él totalmente y he perdido la capacidad de poder amar esponsalmente a nadie. Mi corazón solo quiero que sea para Él, pero soy pecador, por eso pido vuestra oración, vuestro acompañamiento, vuestra ayuda espiritual.
Al tener que pisar sus mismas huellas, tengo también que llevar en mi cuerpo las señales de la pasión de Cristo, sus mismas marcas de amor y dolor. Por eso, como San Pablo a su discípulo Timoteo, valoro este don y doy gracias por él al Señor: “Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mi y me confió este ministerio” (1Tim 1,12). Doy gracias a Dios con San Pablo porque me ha llamado y me ha hecho capaz de ser y realizar un misterio y ministerio que yo no podía imaginar. Como rezamos en el prefacio de este día: “Cristo, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.
“Se fió de mí”, a pesar del pasado de Pablo, a pesar de mi pasado... Cristo me ha preferido, me ha llamado y me sigue llamando en un acto de confianza plena a estar con Él y enviarme a predicar, en un acto de predilección eterna, que jamás sabré agradecer ni por toda la eternidad, cuando todo lo vea a plena luz y amor y me goce eternamente en la contemplación de mi identificación con su sacerdocio celeste a la derecha del Padre y así ya para siempre, para siempre, para siempre..., toda la eternidad sacerdote celeste con Cristo glorioso para alabanza de gloria de la Santísima Trinidad y mis hermanos, los redimidos. Y esta confianza depositada por el Señor en nosotros, los sacerdotes, debe llevarnos a una correspondencia de gratitud y confianza inquebrantable en su persona y en su misión: “Sé de quien me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio”.
Finalmente, la celebración de la Última Cena incluye el don de la comunión fraterna y solidaria, que nos obliga en el Señor a compartir cuanto somos y tenemos:“Un mandamiento nuevo os doy...”, “Habéis visto lo que he hecho con vosotros...haced vosotros lo mismo...” Hoy es el día de la Eucaristía, pero por ello mismo y por voluntad de Cristo, es un día especial de vivir y recordar la obligación de amarnos fraternalmente, día del encuentro y acogida entre todos los hombres, y no solo económica sino más bien de cambiar actitudes y criterios y valores en nuestra conciencia individual y social egoísta. Y ahora ya, sentémonos a la mesa y celebremos la Eucaristía
NOVENA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: Qué fe, qué amor más grandes son necesarios para poder captar toda la emoción de Cristo, toda su entrega al Padre y a nosotros, los hombres, en este día del Jueves Santo, que ahora estamos recordando, no sólo como memoria sino como memorial, esto es, presencializándolo. Cada palabra, cada gesto de Cristo con sus discípulos en la sala grande de la Cena son un misterio de amor hasta el extremo, son expresiones de entrega total y generosa del amigo que da la vida por los amigos. Es tan denso el Jueves Santo, que de su contenido, de su espíritu y vida, de su espiritualidad podemos y debemos vivir todo el año, toda la vida: partir y repartir la vida como Jesús, lavarnos mutuamente los pies, perdonar a los que nos van a crucificar.
En el silencio emocionado de la noche han sonado las palabras solemnes de Cristo:“Este es mi cuerpo que se entrega... esta es mi sangre que se derrama...” Cuando todas las palabras ya han sido dichas y pronunciadas, solamente quedan los gestos, como símbolos definitivos, que encierran todos esos sentidos y misterios, que las palabras no pueden explicar ni encerrar.
La institución de la Eucaristía, como sacrificio, como comunión y como presencia eterna de amistad ofrecida al hombre, es el mayor gesto, el mayor símbolo de amor dado en la historia. Solo Cristo podía hacerlo. Toda su vida, desde el seno de María, había sido Eucaristía perfecta: adoración al Padre hasta la muerte: “mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado…” y también entrega total y hasta el extremo a los hombres, predicando, sanando y dando la vida por nosotros:“Nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos…” y Él la dio por los amigos y por los enemigos. Arrancó desde su ofrecimiento al Padre, como nos lo dice la carta a los Hebreos: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y ahora, en el último instante de su vida, quiere confirmar esta ofrenda, como sacramento perenne de su amor al Padre y a los hombres.
El sacramento de la Eucaristía, instituido por Cristo en la Última Cena, es la prolongación en el tiempo de su pasión, muerte y resurrección por los hombres, es presencia humilde y silenciosa de Jesucristo entre nosotros, es deseo de alimentar nuestras vidas en dirección de fraternidad humana y trascendencia divina como alimento de eternidad. La Eucaristía es Cristo presente, como ofrenda y víctima, que se sacrifica, como amigo que permanece por amor junto a los suyos, como comida y alimento de nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza cristiana. Por eso «La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado.
De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio. Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: «nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo.
Por esta razón el sacrifico es siempre uno solo… También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá» (Ecclesia de Eucharistia 12b).
Y «Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecersetambién a sí misma unida al sacrificio de Cristo». Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella» (Ecclesia de Eucharistia 13b).
Adoremos, pues, con amor este misterio, contemplemos a Cristo presente en el pan consagrado con fe y devoción rendida, vivamos en comunión con Él amando hasta el extremo, repartiendo nuestra vida en pedazos de Salvación entre los hermanos, con una presencia humilde como la suya. Debe ser un esfuerzo por vivir en nosotros lo que contemplamos en este Misterio, asimilarlo, hacerlo vivencia y vida de nuestra vida. Así también nosotros nos iremos haciendo Eucaristía perfecta, vida entregada y repartida, como pan de Cristo, que adora al Padre, cumpliendo su voluntad, y alimenta a los hermanos.
«Ave, verum corpus natum de Maria Virgine...» «Te adoro verdadero cuerpo nacido de María Virgen, que has padecido y has sido inmolado en la cruz, te adoro» «O memoriale mortis Domini, panis vivus vitam prestans homini...» Oh memorial de la muerte del Señor, pan vivo que das vida al hombre, haz que mi alma viva de tí y que siempre guste y saboree al Señor...”
En este día, Jesús, después de instituir la Eucaristía, instituyó el sacerdocio. El sacerdocio es como otra Eucaristía. La Eucaristía es Cristo consagrado bajo las especies de pan y de vino. El sacerdote es Cristo consagrado en el barro de otros hombres. En la Eucaristía, por fuera se ve pan, por dentro es Cristo. En el sacerdocio, por fuera, el barro de otros hombres, por dentro, Cristo. Es el mismo Cristo encarnado de dos maneras. Y esto es Palabra y Acción transformante de Dios, teología y liturgia viva, sin nada de fantasía ni literatura.
Es la realidad hecha por Jesucristo en esta noche y para toda la vida, con pan y vino y con la voluntad de otros hombres que se le entregan y son consagrados por y en su mismo Amor de Espíritu Santo. El Espíritu Santo, Fuerza y Potencia de Dios, es el Amor Personal del Dios Trinitario, que hizo posible la Encarnación, formando el cuerpo de Cristo, en el seno de María, y ese mismo Amor Personal de Dios es el que forma y transforma la humanidad de otros hombres en humanidad supletoria de Cristo, para que Él pueda seguir realizando hasta el final de los tiempos el encargo de Salvación confiado por el Padre: “Yo me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos...”.
Se queda hasta el final de los tiempos especialmente con dos presencias sacramentales: presencia sacramental en el pan y en el vino, y esta otra, menos valorada y conocida por el pueblo de Dios, pero igualmente verdadera y sacramental: la presencia de Cristo en la humanidad de los sacerdotes.
«Y de este carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio». (Ecclesia de Eucharistia 31c)
Cuando hay mucha fe, el pueblo cristiano vio esto siempre claro: el sacerdote es otro Cristo, y veneró el sacerdocio, y las madres tenían como un privilegio el que alguno de sus hijos fuera llamado por el Señor y los mismos jóvenes y niños expresaban claramente en la catequesis o en la escuela sus deseos de ser sacerdote y se entusiasmaban con esta realidad sobrenatural; se veneraba a Cristo Sacerdote y a la Eucaristía, y al sacerdote, como prolongación y unión con estos misterios. Cuando la fe decrece y no hay ambiente creyente, pasa lo que ahora: Cristo abandonado en el sagrario, Cristo abandonado en los sacerdotes; Eucaristías dominicales vacías, seminarios vacíos, no hay hambre de pan eucarístico, no hay hambre de ser sacerdote, de entrega, de santidad...
La valoración y la estima del sacerdocio católico dice y habla muy claro de la profundidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestras comuniones: no se puede comulgar con Cristo y luego hablar mal de los sacerdotes, no se puede ser padres y madres fervorosas y luego recibir un disgusto, si uno de nuestros hijos nos dice que quiere ser sacerdote y, en cambio, recibimos alegría si ese mismo hijo nos dice que quiere ser informático, abogado, médico... cualquier cosa, menos sacerdote.
Querida madre, dónde está la verdad de tu amor a Cristo, la verdad de tus comuniones, qué le quieres expresar a Cristo, cuando dices mecánicamente a Cristo que le amas y luego, si un hijo tuyo quiere amarle de verdad, tratas de alejarlo de esa fuente de salvación, de verdad y de amor total que es Cristo, que es el sacerdocio; perdona que te lo diga, son rutinarias y sin vivencia alguna: así que hasta los mismos niños, por el ambiente de la casa y de la calle se avergüenzan en estos tiempos de confesar que quieren ser sacerdotes y la semilla puesta por Dios en su corazón muere, aún antes de nacer, y no se atreven, como en tiempos pasados, a levantar la mano si el sacerdote pregunta quién quiere ser sacerdote; no saben ni donde está el seminario. Y en este tema, no toda la culpa es de los padre, también los sacerdotes teníamos que preguntarnos por nuestros entusiasmo por el seminario, por la vocaciones, por sembrar la semilla en los corazones de los niños y de los jóvenes.
Antes las familias tenían como un don de Dios y como un honor el que uno de sus hijos fuera llamado al sacerdocio y las gentes cristianas respetaban esta decisión; ahora ni los amigos ni, sobre todo, las amigas ayudan y favorecen y respetan esta elección de Dios. Nuestra devoción a los sacerdotes dice muy claro la verdad y profundidad y autenticidad de nuestra fe.
Por eso, en todas las parroquias Dios nos da el consuelo de encontrar almas verdaderamente sacerdotales, que nos sirven de consuelo, de ayuda y de estímulo. Y por eso, con todas mis fuerzas y con toda la emoción de mi corazón quiero decirles: Gracias, gracias por vuestra presencia y oración, que Dios os bendiga, que os lo premie y recompense y agradezca y os diga cosas bellas en vuestro corazón.
También quiero deciros a todos que ser sacerdote es lo más grande y maravilloso que Dios me ha concedido. Y con verdad y humildad he de afirmar también con San Pablo que tan gran misterio lo llevamos en vasijas de barro. Mucho ha de esforzarse el sacerdote para que no se rompa ni corrompa esta vasija con imperfecciones y pecados. Mucho debe rezar y cultivar y regar esta semilla que Dios depositó en su corazón. Y mucho también ha de valorar y proteger el pueblo cristiano a sus sacerdotes, a los portadores de su salvación.
Pidamos todos los días, pero especialmente todos los jueves de la semana, que deben ser eucarísticos y sacerdotales, por la vocaciones, por la santidad de los elegidos, pidamos insistentemente al dueño de la mies que dé decisión, valentía, fe viva a nuestros jóvenes para que entreguen su vida para la gloria de Dios y la salvación de los hermanos.
Tener todo esto presente es la mejor forma de celebrar el Jueves Santo, recordándolo todos los jueves eucarísticos del año. Pidamos por los seminarios, por la santidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, seminaristas y consagrados, por las chicas y chicos que sienten vocación religiosa..., pidamos por las vocaciones.
Finalmente, en la cena de despedida, hay dos gestos de Cristo reveladores del amor fraterno: son el lavatorio de pies y la cena compartida. “Hijos míos, me queda poco tiempo de estar con vosotros; un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis los unos a los otros”. Y así nos dejó Cristo el amor fraterno como signo de fe, pertenencia cristiana y tarea apostólica y eclesial para toda la vida. Desde entonces un discípulo debe tener como meta y referencia el amor extremo de Cristo a los suyos: “Como yo os he amado”.
Por eso es precisamente nuevo, porque ya no es amar ni siquiera como uno se ama a sí mismo sino como Cristo nos ha amado, hasta dar la vida. El cumplimiento de este mandato hay que renovarlo todos los días y todos los instantes de nuestra jornada, porque es mandato de Cristo, porque Él lo quiere, porque Él nos lo dejó como tarea permanente de todo cristiano, como signo de autenticidad de nuestra fe, nuestro amor y nuestra pertenencia a Él. Hay mucho que meditar, reflexionar, revisar y esforzarse en este sentido, hasta que se cumpla perfectamente como Cristo quiere. Oremos y pidamos estos días para que así sea, para que se cumpla y lo cumplamos, para que sea el signo de nuestra identidad cristiana y comunitaria, especialmente con los que tenemos cerca, con los que conviven con nosotros. No es fácil esta tarea ni es cosa solo de una temporada, sino que todos los días y a todas las horas tenemos que amarnos por voluntad y deseo de Cristo, especialmente debemos ser más delicados y esforzarnos con los pobres, los enfermos, los pecadores, con los que nos hacen mal, con todos, sean del color y de la raza que sean.
Qué difícil, Señor, cumplir en verdad y plenitud este mandamiento, danos tu amor, de otra forma nosotros no podemos. Hay que amar más, entregarnos más si queremos agradar a Cristo Eucaristía y vivir su amor y entrega en la Eucaristía. Cristo nos lo pide. Es un mandato. He aquí la tarea permanente, la conversión permanente de todo cristiano: revisar todos los días el amor fraterno en nuestras visitas al Señor, en nuestras comuniones eucarísticas, en nuestras Eucaristías.
DÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS:“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.
Sublime resumen e introducción de Juan a los últimos gestos y palabras de Cristo, que dan sentido e iluminan y son principio, medio y fin de su existencia, de toda su vida, centrada en este doble motivación: adoración al Padre, cumpliendo su voluntad y entrega a los hombres, sus hermanos, hasta dar la vida.
“Estaban cenando, -nos dice San Juan-, y Jesús, sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies de sus discípulos”.
Este gesto del lavatorio de los pies, junto con el mandato nuevo, reseñado por San Juan en lugar de la institución de la Eucaristía, es un símbolo, tiene para San Juan el valor de signo: significa la Eucaristía, el fruto de la Eucaristía, el preludio y ambiente de la Eucaristía, que es y deber ser siempre el amor fraterno y el servicio. Y lo pone precisamente señalando la traición de Judas con beso y por unas monedas; acompañado por unos discípulos que se duermen en medio de la tragedia de su Maestro; distraídos hasta el último momento en discutir sobre lo primeros puestos del reino; despreocupados ante la oración agónica de Jesús en Getsemaní, abandonado por todos los suyos en la prueba suprema y Pedro negándolo abiertamente ante una criada del sumo sacerdote. Podíamos añadir también: y a pesar de la mediocridad de muchos cristianos de todos los tiempos en corresponder y agradecer todo este misterio de amor y de entrega total por nosotros, hasta la muerte, viéndolo y sabiéndolo todo el Señor.
Pero como el amor de Cristo es verdadero, no se quedó en palabras tan sólo, sino que lo manifiesta y realiza a través de acciones, empezando por el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía, siguiendo con el mandato de amarnos los unos a los otros.
Lavatorio de los pies de los discípulos e institución de la Eucaristía son, en el fondo, signos paralelos del amor sin fronteras de Cristo. Para ambos gestos aplica Jesús el mismo mandato de repetirlos:“Haced esto en memoria mía”, dice de la Eucaristía. Y respecto al lavatorio de los pies: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis”. Nosotros, admirados por la realidad de la Eucaristía, quizás hemos infravalorado el signo del lavatorio de los pies. Pero es también un gesto de amor y servicio hasta el extremo de la humillación y por eso, con toda lógica, Pedro lo rechaza: “no me lavarás los pies jamás”, “si no te lavo los pies, no tendrás nada que ver conmigo”. Es una frase dura de Jesús, que solemos interpretar como una mera exhortación al bueno de Pedro, para que se deje lavar los pies, como los demás.
En principio, nos sorprenden estas palabras tan duras del Señor, porque todos nosotros nos sentimos identificados con Pedro, que se siente indigno de que su querido y admirado maestro le lave los pies. En la frase de Pedro, “no me lavarás los pies”, está resonando la misma humildad de Juan el Bautista cuando se reconocía indigno de desatarle la correa de las sandalias. Y, sin embargo, la frase de Cristo a Pedro es contundente: “si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Y es que Pedro piensa bien según el criterio humano, pero el pensamiento de los hombres no coincide muchas veces con el de Dios. Jesús quiere decirle: si no aceptas la nueva imagen de Dios, si no aceptas este gesto de servicio, si no estás dispuesto a ponerte de rodillas ante tus hermanos, no podrás nunca celebrar la Eucaristía, no podrás formar parte de mis seguidores, no podrás presidirlos en el amor, donde como os he dicho, “el que sea primero que se haga servidor de todos”.
El Jueves Santo es el día del amor fraterno, ciertamente, pero, antes y muy por encima de todo, es la fiesta del amor de Dios, la manifestación más esplendorosa de su pasión de amor por el hombre, manifestada por Jesús en el lavatorio de los pies y en el precepto de amarnos como Él nos amó. Todo esto explica la gran solemnidad y detalle, con que Juan describe este gesto y, sin embargo, no menciona la institución de la Eucaristía, porque para Juan el lavatorio nos explica y nos dice lo que produce y significa este sacramento.
Hoy Pablo nos recuerda esta institución en la segunda Lectura:“...he recibido esta tradición que procede del Señor...” “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Es decir, hay que estar limpios y humillarse por amor ante los hermanos para estar preparados y poder celebrar la Eucaristía, resumen de toda la vida de Cristo, que fue amor y servicio hasta la muerte física, psicológica y espiritual. Desde la Encarnación hasta la cruz Jesús estuvo siempre sirviendo, de rodillas ante el Padre y los hombres: “siendo Dios tomó la condición de esclavo.., se humilló y anonadó por amor extremo”. “Igual que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Y Cristo quiere que esta vida de servicio marque la vida de su Iglesia y sus seguidores, de todos los cristianos, y esté presente siempre en su Iglesia. “¿Comprendéis lo que yo he hecho con vosotros?” es la pregunta de Jesús a sus discípulos. Y ésta es la pregunta que resuena ahora también en esta iglesia, ésta es la pregunta que ahora nos dirige a cada uno de nosotros en este día del Jueves Santo. “Así tenéis que hacer vosotros”. Desde esta perspectiva se comprende, se explica y se vislumbra el amor nuevo que Cristo quiere entre sus discípulos. Tal vez, desde este horizonte, podamos mejor captar aquellas palabras de Jesús: “Si no te lavas los pies, no tienes nada que ver conmigo”, es decir, quedarás excluido de mi amistad, de ser verdadero discípulo mío.
Por lo tanto, hermanos, si no enfocamos nuestra vida como servicio y dedicación a los hermanos, no tendremos parte con Cristo. Si no tienes experiencia de que Él te ha amado primero, te ha lavado los pies, si no meditas estos gestos, es más difícil vivir la espiritualidad de la Eucaristía: servicio a Dios y a los hermanos, como lo es también el sacerdocio. Y de aquí surgen las fuerzas y el ejemplo para el amor fraterno: de la experiencia del amor y humillación de Cristo por nosotros. Por eso Juan lo verá todo muy claro: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,10); quiere decirnos Juan: en esto consiste el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, en que Él nos amó primero, en que Él se entregó por nosotros, en que Él se ha arrodillado y nos ha lavado a todos los pies y las manos y la cabeza y el corazón y todo el cuerpo con su gracia y con su ejemplo.
Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de tantas contradicciones de un mundo <globalizado>, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convivial la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del «lavatorio de los pies,» en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (Cf Jn 13,1-20).
El apóstol Pablo, por su parte, califica como <indigno> de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf 1Cor 11, 17.22.27.34).
«¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frio y desnudez. Porque el mismo que dijo: “esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a realidad lo que deciía, afirmó también: “Tuve hambre y no me disteis de comer,” y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer” (….). ¿De qué seviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que sobre, adornarás la mesa de Cristo»: San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509 (Ecclesia de Eucharistia 20b).
Y termina Juan este discurso de la Cena:“...dijo Jesús: ejemplo os he dado, haced vosotros lo mismo”. Amén significa “así es” y esto es lo que yo pide y expresa Juan con este texto que acabo de citar: así es en Cristo, y que así sea también en su Iglesia, entre nosotros.
UNDÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: La santa Cuaresma, que nos ha servido de preparación, termina en el Jueves Santo, inicio de la Pascua, en la que celebramos los misterios más importantes de nuestra fe. Durante el Triduo Pascual, que hoy comenzamos, se nos invita a reflexionar y a vivir con fervor sincero y profundo los misterios centrales de nuestra salvación, participando en las solemnes acciones litúrgicas, que nos ayudan a revivir los últimos días de la vida de Cristo. Para todos nosotros estos días revisten un valor perenne y esencial de la fe católica. Hoy, Jueves Santo, estamos llamados a vivir tres dones supremos del amor de Dios: La institución de la Eucaristía, el sacerdocio católico y el mandato nuevo del amor fraterno.
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”,nos dice San Juan en su evangelio. Los hombres jamás comprenderemos lo que pasó aquella tarde del primer Jueves Santo en el Cenáculo, lo que pasa en cada Eucaristía, siempre que un sacerdote coge un poco de pan y vino entre sus manos y pronuncia las mismas palabras de Cristo en la Última Cena. Todo el amor y la locura y la pasión y el perdón y la entrega y las gracias y los dones y la Salvación de Cristo se quedaron para siempre en el pan consagrado, mejor dicho, no se quedaron sus dones y sus gracias, se quedó Él mismo, como don y como gracia total, porque como he repetido muchas veces, la Eucaristía es Cristo entero y completo.
Por eso, nosotros, los católicos, los creyentes de todos los tiempos, adoramos este pan, que es Cristo mismo, vivo y vivificante. Por eso, en este día, nuestra mirada y nuestro corazón se dirigen a Él, para darle gracias por tantos beneficios; hoy todos estamos obligados a hacer la comunión más fervorosa que podamos, para que el Señor tenga el gozo de verse correspondido y saber que nosotros hemos comprendido su amor y su entrega.
Dice Santo Tomás de Aquino: «¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable y lleno de toda suavidad! ¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este banquete en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros o de machos cabríos, como se hacía antiguamente, bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?
No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes y se nutre el alma con la abundancia de todos los dones espirituales. Se ofrece, en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido a la salvación de todos.
Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos la suavidad espiritual en su misma fuente y celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión. Por eso, para que la inmensidad de este amor se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la Última Cena, cuando, después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia». (Opúsculo 57, lect. 1-4)
Aquella tarde, durante la Cena, Jesús, anticipando sacramentalmente el sacrificio que iba a consumar el Viernes Santo en la cruz, se entregó en sacrificio, bajo las especies de pan y de vino, como Él ya había anunciado repetidas veces, especialmente después de la multiplicación de los panes, narrada en el capítulo sexto del evangelio de Juan.
Escribiendo a los Corintios, hacia el año 52-56, el Apóstol Pablo confirmaba a los primeros cristianos en la verdad y la certeza del misterio eucarístico, transmitiéndoles lo que Él mismo había recibido, como lo hemos podido leer en la segunda lectura de la Eucaristía de hoy:“El Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en recuerdo de mí”. Así mismo también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en recuerdo mío”(1Cor11, 23-25).
Este testimonio de Pablo es de suma importancias y nos revela lo que Jesús dijo e hizo en la Última Cena, manifestando de forma clara su intención sacrificial, mediante la consagración del pan y del vino. De esta forma se convierte en el nuevo cordero de la nueva Pascua cristiana y definitiva, en sustitución de los corderos sacrificados por los judíos en su Pascua, para conmemorar la liberación de la esclavitud de los egipcios y la salida hacia la tierra prometida, figura e imagen de la definitiva liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte por la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
El centro y el corazón del Jueves Santo es la Eucaristía como Pascua liberadora de Cristo. En ella, mediante la sangre derramada en sacrificio-banquete, se realiza el pacto definitivo de alianza eterna entre Dios y los hombres, como se realizó en el Antiguo Testamento, para que podamos entrar en la tierra prometida, en la amistad y en la felicidad divina, vedada por el pecado a la criatura, pero reconquistada por Cristo y ofrecida gratuitamente a todos los hombres.
Y así se construye la Iglesia mediante el sacrificio de Cristo: «Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1Cor 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf 1 Cor 10,17) (LG 3)…
Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre“Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24,8), los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la Nueva Alianza» (Ecclesia de Eucharistia 21b y 21c)
Y de la misma forma que en la Alianza del Sinaí todos comieron de los becerros sacrificados, el sacrificio de la misa es también banquete de la víctima ofrecida. En la Eucaristía Cristo se nos da como alimento, para fortalecernos con su cuerpo y sangre, para alimentarnos de su gracia, de sus sentimientos y actitudes.
«Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed… Bebed de ella todos…» (Mt 26,26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: «Haced esto en recuerdo mío… Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío» (1 Cor 11,24-25; cf Lc 22,19) (Ecclesia de Eucharistia 21c).
«La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57.
En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4)… Por tanto, la Iglesia recibe la fueza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en el Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la “fuente” y la mismo tiempo, la “cumbre” de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistía 22ª, 22b).
Quiero insistir un poco más en este aspecto de que el Señor, en la comunión eucarística, se entrega todo entero, no sólo nos hace participar de su cuerpo y sangre, en lo que ordinariamente insistimos, sino que Cristo nos entrega su mismo Espíritu, que es Amor Esencial y Personal de Espíritu Santo. Citaré una vez más palabras del Papa Juan Pablo II: «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu… Y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu… Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente» (Homilía IV para la Semana Santa: CSCO 13/Syr. 182,55). La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarisitica.
Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: «Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones… para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos» (Anáfora). Y, en el Misal Romano, el celebrante implira que: «Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria Eucarística III). Así, con el don de su cuerpo y de su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como «sello» en el sacramento de la Confirmación (Ecclesia de Eucaristía 17).
Y el Señor, juntamente con la Eucaristía pascual, nos entrega finalmente su sacerdocio nuevo, no heredado por sangre de familia, como el de Moisés, sino por elección libre y amorosa de Dios, con la tarea y el encargo de alimentar y dirigir al nuevo pueblo adquirido por Dios mediante la Nueva Pascua y la Nueva Alianza, por la sangre de Cristo, Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
La Eucaristía y el sacerdocio católico, como ministerio eucarístico, reservado a los Apóstoles y sus sucesores, nacieron del mismo impulso de amor de Cristo en la Última Cena. Por eso están y deben estar siempre unidos. Sin sacerdotes no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay sacerdocio y no sólo en el plano sacramental sino también en el plano vivencial y espiritual: vida eucarística pobre o poco fervorosa en los sacerdotes, equivale a vida sacerdotal en peligro o tal vez perdida y vagando por zonas no evangélicas, nos ha dicho últimamente en un discurso el Papa Juan Pablo II. Es más, incluso entre los seglares creyentes, no es explicable ni puede comprenderse teológica y devocionalmente que una persona sea muy eucarística y luego no ame ni se interese y rece por los sacerdotes, por el sacerdocio, por el seminario, por las vocaciones.
Algo importante falla en esa piedad cristiana, en esa parroquia, en ese pueblo creyente. Esta incongruencia indica y manifiesta más que pura ignorancia, una piedad eucarística superficial, poco profunda, poco anclada en el mismo corazón de Cristo Eucaristía. Y esto precisamente lo afirmamos por la existencia y prueba de lo contrario, es decir, porque las personas, que en nuestras comunidades, los mismos sacerdotes que se interesan por el seminario y los sacerdotes, aunque desgraciadamente sean pocos, son almas profundamente eucarísticas
Queridos hermanos, tenéis que apreciar más el sacerdocio instituido por Cristo en amor extremo a los hombres, hay que pedir y rezar más por ellos, por la vocaciones, tenemos que orar por el seminario, por la santidad de los elegidos, a fin de que estén a la altura de su misión y ministerio. La Eucaristía y el sacerdocio no son sólo verdades para creer, hay que vivirlas, y para conseguirlo debemos orar por ellas, especialmente en este día. Y rezar para que todos los Obispos tengan como principal ocupación y preocupación, pero no teórica sino de verdad, que se note por sus continuas visitas, predicación y diálogo con los sacerdotes, con el seminario, interesándose por los sacerdotes, la santidad de la Iglesia, especialmente de los elegidos.Finalmente, del mismo amor del Corazón de Cristo, ha brotado el mandato nuevo: “Hijos míos, os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros” (Jn.13,1-5).
Pocas veces la palabra y la realidad del amor han estado tan adulteradas como hoy en día: matrimonios rotos, abortos, eutanasia, embriones vivos destruidos, adulterios, padres ancianos abandonados, niños recién nacidos en basureros, millones de hambrientos, barrios sin agua, luz... eso no es amor de Cristo, eso no lo quiere ni lo hubiera hecho jamás el Señor; por eso será conveniente insistir hoy como ayer en la palabra y recomendación de Cristo: “como yo os he amado”, esto es, amando gratuitamente, sirviendo, dándose sin egoísmos, arrodillándonos, lavándonos mutuamente las ofensas, perdonando los pecados de los hermanos, dando la vida por todos...
Ante tanto pecado y abandono del amor:“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. En este día tenemos que sensibilizarnos más con los que sufren física, psíquica o moralmente, con los marginados, con los enfermos y ancianos, con los hambrientos del mundo. Es día del amor fraterno, de la caridad universal. Donde hay caridad y amor, allí está el Señor, allí está el Señor, cantamos con frecuencia.
Sólo por Tí, Cristo, se llega a amar y servir y perdonar de verdad a los hermanos. Lo demás es pura demagogia. Lo confirman el evangelio y la experiencia de cada día. Sean estos sentimientos de Cristo los nuestros también, al menos en este día. Dios quiera que lo sean siempre. Esforcémonos por vivirlos y hacerlos vida en nosotros. Sea ésta nuestra mejor celebración de los misterios del Jueves Santo.
DUODÉCIMA HOMILÍA DEL JUEVES SANTO
QUERIDOS HERMANOS: Hoy es Jueves Santo y en este día tan lleno de vida y misterios entrañables para la comunidad cristiana, nosotros, seguidores y discípulos de Cristo, hacemos memoria de sus palabras y gestos en la Ultima Cena. San Juan de Ávila, uno de los santos eucarísticos y sacerdotales más grandes de España y de la Iglesia Católica, que tuvo relación con Santa Teresa, S. Ignacio de Loyola, S. Pedro de Alcántara y otros muchos, comentando esta frase en uno de sus sermones del Jueves Santo, se dirige al Señor con estas palabras:
«¡Qué caminos, qué sendas llevaste, Señor, desde que en este mundo entraste, tan llenos de luz, que dan sabiduría a los ignorantes y calor a los tibios! ¡Con cuánta verdad dijiste: Yo soy la luz del mundo. Luz fue tu nacimiento, luz tu circuncisión, tu huir a Egipto, tu desechar honras, y esta luz crece hasta hacerse perfecto día.
El día perfecto es hoy y mañana en los cuales obras cosas tan admirables, que parezcan olvidar las pasadas; tan llenas de luz, que parezcan oscurecer las que son muy lúcidas! ¡Qué denodado estáis hoy para hacer hazañas nunca oídas ni vistas en el mundo y nunca de nadie pensadas! ¿Quién vio, quién oyó que Dios se diese en manjar a los hombres y que el Criador sea manjar de sus criaturas? ¿Quién oyó que Dios se ofreciese a ser deshonrado y atormentado hasta morir por amor de los hombres, ofensores de Él?
Estas, Señor, son invenciones de tu amor, que hace día perfecto, pues no puede más subir el amor de lo que tú lo encumbraste hoy y mañana, dándote a comer hoy a los que con amor tienen hambre de ti y mañana padeciendo hasta hartar el hambre de la malquerencia que tienen tus enemigos de hacerte mal. Día perfecto en amar, día perfecto en padecer... de manera que no hay más que subir al amor que adonde tú los has subido. «In finem dilexit eos...» has amado a los tuyos hasta el fin, pues amaste hasta donde nadie llegó ni puede llegar».
Queridos hermanos: no tiene nada de particular que los santos se llenen de admiración y veneración ante estos misterios del amor divino, pues hasta nosotros, que tenemos fe tan flaca y débil, barruntamos en estos días el paso encendido del Señor, al sentir y experimentar un poco estos misterios, que a ellos les hacía enloquecer de ternura y correspondencia.
¡Qué bueno eres, Jesús! Tú sí que me amas de verdad. Tú sí que eres sincero en tus palabras y en tu entrega hasta el fin de tus fuerzas, hasta la muerte, hasta el fin de los tiempos. Quien te encuentra ha encontrado la vida, el tesoro más grande del mundo y de la existencia humana, el mejor amigo sobre la tierra y la eternidad. Jesús, tú estás vivo para las almas en fe ardiente y en amor verdadero. Admíteme entre tus íntimos y amigos. Tú eres el amigo, el mejor amigo para las alegrías y las penas, que quieres incomprensiblemente ser amigos de todos los hombres, especialmente de los más pobres, desarrapados, miserables, pecadores, desagradecidos.
Mi Señor Jesucristo Eucaristía, amigo del alma y de la eternidad, que siendo Dios infinito y sin necesitar nada de nadie -¿qué te puede dar el hombre que Tú no tengas?- te abajaste y te hiciste siervo, siendo el Señor del Universo para ganarnos a todos a tu cielo y misma felicidad.
Viniste y ya no quisiste dejarnos solos, viniste y ya no te fuiste, porque viniste lleno de amor, no por puro compromiso, como quien cumple una tarea y se marcha, porque su corazón está en otro sitio. Tu Padre te mandó la tarea de salvar a los hombres, pero en el modo y la forma y la verdad te diferencias totalmente de nosotros; porque a nosotros, nuestros padres nos mandan hacer algo, y lo hacemos por compromiso y una vez terminado, nosotros volvemos a lo nuestro, si estamos en el campo, volvemos a casa. Tú, en cambio, no lo hiciste por compromiso, no te fuiste una vez terminada la obra, sino que porque nos amabas de verdad, quisiste por amor loco y apasionado, y sólo