NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN LA VIDA DEL SACERDOTE (3ª Edición) “Sin mí no podéis hacer nada” REFLEXIONES SACERDOTALES MIRANDO AL SÍNODO

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

NECESIDAD DE LA ORACIÓN

EN LA VIDA DEL SACERDOTE

       (3ª Edición)

“Sin mí no podéis hacer nada”

REFLEXIONES SACERDOTALES MIRANDO AL SÍNODO

 

«El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».(K. Rahner)

 

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA.(1966-2018)

PRÓLOGO

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo Eucaristía en el Sagrario, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo: “Sin mí no podéis hacer nada”. Y ese Espíritu de Cristo viene a nosotros, a todos, especialmente por el trato con Cristo por la oración diaria, sobre todo eucarística.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración ante el Sagrario? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso de orar una hora todos los días ante el Sagrario como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración enseñasen este camino eucarístico a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo en el Sagrario, y no mero conocimiento teológico o rito vacío y desde ahí, desde la oración eucarística y arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela viva de santidad y fraternidad, de teología viva y apostolado de Cristo? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, a toda la Iglesia esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario: ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos, te necesita este mundo nuestro!

            Te necesita tu Iglesia, tus Obispos y sacerdotes, tus fieles cristianos; a todos, como Dios-hombre nos diste con tu vida y evangelio un ejemplo maravilloso y total de la necesidad de la oración, que tanto necesita el mundo y la Iglesia de hoy en esta época histórica con estas televisiones y medios tan ateos, tan vacios de tu persona y evangelio y salvación... así está el mundo, tu misma Iglesia: un mundo sin moral, parroquias cerradas, pocas vocaciones sacerdotales... no se ora, nos hemos olvidado de tu mandato: “Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su miés”.

INTRODUCCIÓN

 

            El título completo que me gustaría haber puesto a este libro sería: NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN LA VIDA Y APOSTOLADO DEL SACERDOTE: “SIN MÍ NO PODÉIS HACER NADA”.

Porque esta ha sido la intención principal, que me ha movido a escribir este libro, ha sido el convencimiento que he adquirido, desde el estudio y la experiencia sacerdotal, de la necesidad de la oración personal, del encuentro de amor diario con Cristo para poder vivir en plenitud la identidad sacerdotal, el ser y existir en Cristo Sacerdote, esto es, para poder ser sacerdote santo.

            Y esto que afirmo del sacerdocio presbiteral vale igualmente para todo cristiano, para todo bautizado, que tiene el carácter del sacerdocio común y real y que lógicamente está llamado también a la unión total con Cristo, a la santidad personal, como ha defendido el Vaticano II.

            A la hora de reflexionar en serio sobre cómo debemos ser los sacerdotes en la hora actual en un mundo secularizado y ateo que nos está dejando las iglesias vacías y al sacerdote reducido a un profesional de lo religioso, pienso que hemos de dirigir nuestra mirada a lo que somos en Cristo para actuar conforme a nuestra identidad sacerdotal, ya que  «operari sequitur esse».

            Para eso en estos tiempos actuales donde no basta un amor ordinario a Cristo sino extraordinario, donde no es suficiente la fe y el amor heredado sino el contacto y la experiencia del amor  personal y diario con Cristo,  me parece que hay que pasar de una fe muchas veces heredada y apoyada en las iglesias llenas y en la estima del sacerdote que tenía el pueblo, a una fe y amor personal y viviencial de Cristo, apoyado y alimentado en la oración personal, en el encuentro diario de unión de amor, «que no es otra cosas oración sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama»,  especialmente en la oración personal litúrgica completa, eucaristía, celebrada, “en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo de Amor, y en Palabra Salvadora del Hijo, pronunciada y revelada por el Padre para todos los que somos sus hijos, más bien yo diría canción de Amor del Padre, cantada con Amor de Espíritu Santo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en la cual quieren introducir y sumergirnos a todos los hombres, siempre por la potencia de Amor del Espíritu Santo en la Encarnación del hijo-Hijo y por la Consagración del Pan Divino de la Eucaristía.

            En la liturgia, toda acción litúrgica, todos los sacramentos son desde el Padre al Hijo encarnado y resucitado por obra y potencia de Amor del Espíritu Santo, Beso y Abrazo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre que le hace Padre aceptándole como Padre siempre en el mismo Amor, por el Amor del Espíritu Santo, tan personal y divina que le hace Persona Divina, pero no tercera, porque está al principio del Ser Trinidad, “Dios es Amor”, y en medio del Padre y del Hijo porque los une en Familia Divina.

            Por todo ello y más cosas, Cristo ha de centrar tanto nuestra reflexión como nuestra dedicación, entrega y amor; Jesús ha de estar muy en primera línea con toda su realidad del Dios con nosotros, desde la encarnación hasta el calvario, donde nos amó con amor extremo, proféticamente ya celebrado y realizado en la Última Cena. Por eso, nuestra reflexión no puede quedarse en lo puramente especulativo sino que debe ser la reflexión que nos lleve al amor y la amistad, que hace el amigo junto al amigo, « estando a solas...para tratar de amistad» y escuchándole para ser como Él en su ser y existir sacerdotal.

            Hay muchos sacerdotes así. Y debemos serlo todos. Hay que descubrirse ante unos sacerdotes con esta fidelidad, apoyada en la fidelidad de Cristo Sacerdote al Padre. Ha sido su fe y su fidelidad al Señor vivida en la intimidad y en la cercanía, junto con el sentido de comunión eclesial, lo que les ha permitido conservar lo fundamental, su identidad con Cristo Sacerdote.A todos ellos va dedicado especialmente este libro. Lo que se dice en él son cosas muy sabidas por los hermanos sacerdotes; intento recordar algunos puntos fundamentales que nos ayuden a todos a mantenernos fieles al Señor y nos animen a integrar nuestra vida en la suya. Es a El a quien se la hemos consagrado y a quien se la estamos dedicando día a día.          

Una advertencia. Que a nadie se le ocurra pensar que todo lo que digo en el libro lo estoy viviendo a tope. Pero lo que sí es cierto es que lo estoy intentando y que trato de amar con todas mis fuerzas a Cristo Sacerdote del Altísimo que me llamó a ser y vivir como Él. Todavía me falta mucho. Pero vivo más ilusionado que nunca, porque siento muy cerca su presencia, su respiración, su perfume y aroma y unción sacerdotal, sobre todo en la Eucaristía, en la santa misa, en ratos de Sagrario.

CAPÍTULO PRIMERO

 

LA ORACION PERSONAL EUCARÍSTICA

 

1.- TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN EUCARÍSTICA, AL ENCUENTRO DIARIO DE AMISTAD CON CRISTO EN EL SAGRARIO

 

            En mi pueblo, después de la Primera Comunión, visitaba al Señor todos los días en el Sagrario. En la piedad de entonces, la Visita al Santísimo primaba sobre la misa por la mañana a las 8 y sobre la comunión. Era una gozada ver a jóvenes, madres con hijos, novios... hacer la visita por la tarde. Y por aquello de los Primeros Viernes, empecé a ir a misa, mejor, a ser monaguillo y comulgar, no sólo los primeros viernes, sino todos los días. Así que cuando en el Seminario me enteré de que la oración se podía hacer ante la naturaleza, los campos, danzando o haciendo cosas, me cogió descolocado; más, cuando en el Seminario Mayor aprendí y me enseñaron otras formas y lugares para hacerla, no lo entendía, porque yo siempre la oración la hice mirando y hablando con Jesús en el Sagrario. Y prefería hacerla en la iglesia, nunca la hice en mi habitación, no sabía hacerla. Pues bien, aquí voy a dar unas pinceladas. Con mayor amplitud trato este tema de la oración eucarística en mi libro: LA ORACIÓN EUCARÍSTICA EN LA VIDA SACERDOTAL, Edibesa, Madrid 2009. 

            No todo fue bien y perfecto desde el primer día; muchos años en infancia y juventud, aún en el Seminario Mayor, era llegar y pegar, pura rutina; todo, hasta que mi Director Espiritual me dijo que tenía que pasar un rato largo ¡15 minutos! algo interminable a veces, sobre todo, porque era en el recreo, después de comer, y había que jugar y hablar con los compañeros.

            Él lo que quería es que me quedase a solas con Él; es que en comunidad, con tanto canto y guitarra, no había tiempo para hablar personalmente con Él... que fuera a la Capilla cuando no había gente o poca, que no tuviera nada  oficial y comunitario, sino a solas, totalmente personal. Y así empecé mi verdadera amistad y oración y encuentro personal con Jesucristo Eucaristía, esto es, mi oración personal eucarística.

            Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directa con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. La Eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubren la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en la Eucaristía misa tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas, respondemos y nos damos la paz, pero, con tanto movimiento, a veces salimos de la iglesia sin haber escuchado a Cristo, sin haberle saludado personalmente.

            Sin embargo, en visita o en  la oración personal, ante el Sagrario, no hay intermediarios ni distracciones; se trata de un diálogo a pecho descubierto, un tú a tú con Jesús que me habla, me enfervoriza y, tal vez, si lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega y me dice: No estoy de acuerdo con esto, tienes mucha soberbia, ojo con esos pensamientos y afectos... Y, claro, allí, solos ante Él, no hay escapatoria de cantos o respuestas; cada uno es el que tiene que dar la respuesta personal, no la litúrgica y oficial. Por eso, si no estoy dispuesto a cambiar, si no aguanto este trato directo con Cristo y dejo la visita diaria, dejo de buscar su amistad y dejo la oración por no querer convertirme a lo que me dice. Y por otra parte ¿cómo buscarle en otras lugares, apostolados y presencias cuando allí esti más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días - aunque tarde años -, encontraré en su presencia eucarística luz, fuerza, ánimo, compañía, consuelo y gozo, que nada ni nadie podrán quitarme; y me llenará de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre; lo contagiaré todo de amor y sentimiento hacia El y llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con El.

            Esto se llama santidad, y para esto está Cristo en la Eucaristía misa y Sagrario y la oración eucarística se convierte así en el alma de todo apostolado, como se titulaba un libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística, y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros. Porque claro, no había escapatoria: estábamos solos Jesús y yo, no había que rezar oraciones comunitarias, no había que hacer las cosas con los demás, y tenía que dar respuesta personal a lo que me decía o inspiraba o exigía.

            Y ahora pienso y lo digo convencido -- pero en voz un poco baja porque sé que puede molestar a alguno-- que si Cristo en el Sagrario me aburre, si a mí, como sacerdote no me ven nunca o pocas veces junto al Sagrario, no me ven hablar con Cristo en el Sagrario, si mis niños y mis jóvenes y feligreses no me ven  orar y amar a Cristo en el Sagrario, más breve y claro: si Cristo en el Sagrario me aburre y nunca estoy con Él, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él y decir que allí está Dios esperándome para ser mi amigo y salvador y vida y alimento y...?

            ¿Cómopuedo hablar con verdad teológica y espiritual de Cristo Eucaristía, de la Eucaristía, «centro y culmen de toda la vida de la Iglesia» si en cuanto dejo lo externo y oficial, no me ven junto a Él en encuentro de amistad?  ¿cómo decir que está allí y me llena y es el Dios de mi vida, el Cristo vivo y resucitado, todo amor y ternura y entrega, el único que puede llenar nuestra vida y darle sentido y llenarla de felicidad, si luego, pocas veces me paro para saludarle y mirarle con amor, si nunca me han visto rezarle y hacer oración mirando al Sagrario, si es llegar rápido y justo a la santa misa y salir más rápido, y hablo y me porto en su presencia como si Él no estuviera, y hablo como si estuviera en la calle, si no me han visto por la mañana o por la tarde ir a estar a solas con Él, a «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama”, cómo decir luego y predicar que está allí y es Dios y nos busca para hacernos felices y llenarnos de sus dones y felicidad y luego a mí, sacerdote, párroco, no me ven junto a Él?

            Si creyera de verdad, si fuera coherente con mi fe y y con lo que predico o debo predicar sobre el amor a Cristo Eucaristía... si hubiera llegado a la experiencia del que vive en el Sagrario, Canción de Amor y Salvación del Padre, el Cristo de Palestina, de los niños y enfermos y necesitados, de María Magdalena, de Juan y de multitudes que le seguían olvidándose de comer, yo también me olvidaría de tantas cosas que me impiden verlo y sentirlo.

            El Sagrario es morada de tanta grandeza y misterio y belleza y hermosura del Verbo del Padre que le hace presente en su proyecto de Amor y Salvación realizado en el Hijo por la potencia de Amor del Espíritu Santo; el Sagrario es el océano de todas las gracias; el Sagrario es morada y tienda del Dios Trino y Uno en la tierra; ¿ cómo es posible que yo sacerdote no hable más del Sagrario, y lo adore y lo reverencie y me pare ante él y me lo coma de besos y amor con mi corazón y mis labios? En mi parroquia, todos los niños, después de la misa del domingo, pasan a acariciarle con la mano y a besarle con los labios. Y no digamos algunas personas mayores. Por algo será.

            ¿No niego con mi comportamiento y obrar lo que afirmo o celebro en la Eucaristía? Si fuera verdad Cristo, presente en el Sagrario, Dios, el Amigo y Salvador de los hombres... ¿cómo es que no le visito todos los días, prescindiendo de lo oficial y obligatorio, en razón de la misa, cómo es que  no trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama?           

Cuando Santa Teresa hace esta definición de la «oracion mental», personal, parece que la hace mirando al Sagrario, porque allí está el que nos ama. Es que no hay sitio mejor, sitio y lugar donde esté más entregado, esperando nuestra visita; para eso se quedó con amor extremo hasta el final de sus fuerzas y poder y de los tiempos.

            Cómo no visitarlo y hablar y pedirle y amarle y darle gracias y contarle todas mis penas y alegrías teniéndolo tan amigo, tan entregado, esperando mi «trato de amistad»?  Señor, por qué te quedaste en el Sagrario, sabiendo de nuestros olvidos y desprecios? ¿Qué te puede dar el hombre que Tú no tengas? Y Cristo responde: El Padre soñó contigo y te creó  para una vida que no acaba; destrozado este proyecto, y viendo Yo al Padre entristecido, por su amor a los hombres, sus hijos, le dije: “Padre, aquí esto yo para hacer tu voluntad”. Y vine en tu búsqueda para salvarte y abrirte las puertas de la eternidad. Y estoy aquí porque te amo, y quiero salvarte, hacerte feliz eternamente. Yo lo tengo todo, menos tu salvación, tu amor, si tú no me lo das.

            Tómalo, Señor, y para siempre.

 

 

2.- TRATAR DE AMISTAD CON JESÚS EUCARISTÍA EN LA MISA, COMUNIÓN Y SAGRARIO

 

            Y este trato de amistad con Jesús Eucaristía lo hacemos por la oración personal, la llamada «mental», aunque, todos saben, que, para los maestros y practicantes de la oración, tiene más de corazón que de entendimiento.

            Todos sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos (que) nos ama» (V 8, 5). Parece como si la Santa hubiera hecho esta descripción mirando al Sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado, confidente y amigo de todos los hombres. De esta forma, Jesucristo, presente en el Sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el Sagrario, en la mejor escuela. De ahí el título que he escogido para este libro:

            Tratando muchas veces a solas con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa, humilde, entregada a todos, con amor extremo, dándose; pero sin imponerse. Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de fe y amistad con Cristo, de aprendizaje y práctica del evangelio, de unión y experiencia de Dios, de perdón y ayuda permanente, de vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo. Esto me parece que es la santidad cristiana. Y de esta forma, esta escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte y nos transforma en llamas de amor viva y apostólica. La presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado para nuestras parroquias, para nuestros hogares, catequesis, trabajo, matrimonio y vida ordinaria.

            Pues bien, de esto se trata en este apartado, que quiere ser una ayuda para recorrer este camino de encuentro con Jesucristo Eucaristía en  trato de amistad, pero de forma directa y vivencial, de tú a tú, a pecho descubierto, sin trampas ni literaturas. No quiere ser un artículo teórico sobre Eucaristía, oración, santidad, vida cristiana, liturgia, apostolado...etc. Quiere ser una reflexión sencilla de vida eucarística, de vida de amistad con Jesús Eucaristía, de descubrimiento de su presencia amiga en cada Sagrario de la tierra, desde donde continuamente nos está diciendo:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”, “Ya nos os llamo siervos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer”, “Vosotros sois mis amigos”, “Nadie ama más que aquel queda la vida por los amigos”, “Yo doy la vida por mis amigos”.

            Esta amistad, como todas, tiene un itinerario, unas etapas, unas exigencias, una correspondencia, un abrazo y una fusión de amor y de unión total. Con toda  humildad y verdad  esto es lo que principalmente he querido describir, en la medida de mis conocimientos y experiencia sacerdotal de almas, grupos parroquiales de hombres, mujeres, matrimonios, grupos de oración... etc.

            Repito: este camino tiene sus particularidades y singularidades. La mayor, tal vez, es que se trata de un amigo, que está invisible para los ojos de la carne, lo cual, para un primerizo, es una gran dificultad, pero, si se deja guiar por otros, que ya hayan hecho el recorrido, resulta más fácil caminar en esta no visibilidad externa de la persona amada, en la oscuridad de la fe, único camino para encontrarnos con Él, que poco a poco nos irá descubriendo su rostro, sobre todo en nuestro corazón, donde por el amor le iremos sintiendo más cerca, y nos uniendo con Él, tocándole, hasta llegar a fundirnos con Él en una sola realidad en llamas.

            La fe  es la luz de Dios, el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Si Dios nos lo comunica, esto nos supera totalmente en el modo y en el contenido. Y San Juan de la Cruz nos dirá que por eso precisamente, porque nos excede y es la misma luz de Dios, nos deslumbre y nos parece no ver. Y es por exceso de luz, que supera a nuestros sentidos y razón.

            Por eso, al principio, en estas visitas, por estos diálogos, hay que tener paciencia, mientras nuestros sentidos y razón se va adecuando y disponiendo en silencio de sentidos, sin ver ni sentir gran cosa, para dialogar, conocer, y llegar a la unión de amor con el Señor Jesucristo, presente y vivo en el Sagrario,  por ciencia de amor, por noticia amorosa, por fe que se va llenando de ese amor del que está lleno Jesucristo Eucaristía, donde está por amor extremo: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, hasta el extremo de sus fuerzas, hasta el extremo de su amor, hasta el extremo de los tiempos.

Esta fe del que quiere unirse a la persona amada, sin ver mucho todavía, hay que pedirla y cultivarla todos los días, especialmente al principio, en que hay que empezar a pasar de una fe heredada, que todos hemos recibido, a una fe personal, que nos lleve a la experiencia personal, que nos meta en el diálogo y amistad personal con Jesucristo Eucaristía. Y juntamente con esta fe, desde el primer kilómetro de este camino o trato de amistad, hay que poner la conversión, conversión que debe durar ya toda la vida y para mí, que es la causa principal de que se deje toda oración verdadera. La falta de conversión es la causa principal de la falta de oración, de que se abandone la oración verdadera y santidad en la Iglesia incluso por parte de Obispos, sacerdotes y pueblo cristiano.

Este libro quiere ser una ayuda para amar más a Jesucristo Eucaristía. Lo he escrito pensando en todos los  católicos, que tienen este privilegio de poder visitar al Señor sacramentado todos los días o con mucha frecuencia. Jesús está en todos los Sagrarios de la tierra como confidente y amigo, en presencia permanente de amor y amistad, siempre ofrecida, pero nunca impuesta.

            Me gustaría que todos los creyentes, especialmente niños y jóvenes, pasaran todos los días un rato a los pies del maestro y amigo como los jóvenes de mi juventud, los novios... Y esto es muy fácil: vas andando por la calle, te encuentras una iglesia abierta, y te dices: ahí dentro está Jesús en el Sagrario; voy a entrar un rato a contarle mis cosas, mis penas y alegrías, a rezar por los problemas de mis hijos y familia… Y entras, y ya está. No te digo nada si expresamente sales de casa con este propósito: qué gozada. Lo puse muy claro en la primera página de uno de mis libros; decía así: la mejor escuela de oración: la Eucaristía; el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; el mejor libro de oración y vida cristiana, toda una biblioteca: Jesucristo Eucaristía como misa, comunión y presencia de amistad siempre ofrecida. ¡Qué poco se visita esta biblioteca! ¡Qué poco se abre este libro! ¡Qué poco se dialoga con este maestro y amigo! ¡Si lo visitásemos y escuchásemos con más frecuencia! Aquí tienes una ayuda.

            Porque el Sagrario es la mejor escuela, el mejor libro, el mejor maestro y el mejor amigo, el mejor gimnasio y el mejor ejercicio para ser feliz, para aprender amar a Dios y a los hombres, para aprender a sufrir, para tener ayuda y consuelo permanente. Es que todo lo que nos dice el evangelio y la fe es verdad; es verdad que Jesucristo está vivo y resucitado y vive por amor a nosotros en el Sagrario, es verdad que allí le encuentran las almas despiertas y llenas de fe, es Él, y está ahí tan cerca, en el Sagrario, el mismo Cristo de Palestina y del cielo, el que acariciaba a los niños, perdonaba a los pecadores, hablaba con las prostitutas, tocaba a los leprosos, arrastraba a las masas emocionadas…

            El libro, que tienes en tus manos, es fruto de estos ratos de oración ante el Sagrario, y lo escribo como prueba y testimonio de amistad y agradecimiento al Señor, sacramentado por nuestro amor; y también para ayuda de los que quieran dialogar y tratar de amistad con Él. De Cristo Eucaristía lo he aprendido todo y quiero seguir escuchándole y amándole toda mi vida.

            Para conocer y amar más a Jesús Eucaristía sólo se necesita un poco de fe y de amor, o si queréis, como hablo a  personas ya creyentes, sólo se necesita amar, más simple, querer amar al Señor.

            El que quiere amar a Jesús va a visitarle en el Sagrario, porque ciertamente está en más sitios, como dice el Vaticano II, pero ahí es donde está más real y verdadero, todo entero, con todo su evangelio y salvación, vivo, vivo y resucitado, el Viviente, Alfa y Omega de todo para todos, la Hermosura y la Palabra del Padre para nosotros, en la que el Padre Dios, lleno de Amor Personal y esencial a Él, nos dice en «música callada», en «silencio sonoro» su canción de Amor Personal a los hombres, y nos da todo su Ser por participación de Amor y nos dice la canción de amor más hermosa que ha existido en el mundo, cantada desde el Padre por el Hijo encarnado por la potencia de Amor Personal de Espíritu Santo, su esencia y abrazo infinito de felicidad y de gozo eterno, que quiere ya empezar a compartirlo en la tierra con todos nosotros. Si el cielo es Dios, el Sagrario es el cielo de Dios en la Tierra, porque allí por el Hijo habita toda la Trinidad Santísima.          El creyente que va a visitar al Amigo que siempre está en casa ya le está amando con esta expresión de fe personal, simplemente con su presencia en el banco de la iglesia; su presencia ante el Sagrario indica que con su mirada, con su oración cree, ama y espera en Él y más tarde o temprano, irá pasando de una fe heredada, más o menos seca, a una fe personal que terminará en experiencia viva del Amado.              Precisamente ésta es la orientación que he querido dar a este libro: invitar a todos los católicos a visitarlo e indicar un poco este camino de oración eucarística, de diálogo y amistad con Jesús en el Sagrario, especialmente en los primeros kilómetros, que hay que andarlos un poco en fe seca, a oscuras de luz y sentimientos, sin sentir ni oir nada o gran cosa, sólo barruntándolo por la fe y sobre todo tratando de purificar nuestros ojos de todo pecado para verlo cada cada vez mejor con más claridad y en la medida que cojamos y sigamos este camino de purificación le iremos viendo y sintiendo y gozando más y mejor: San Juan de la Cruz.

            Quisiera añadir que muchas de las páginas del presente libro fueron escritas mirando al Sagrario. Me gustaría que, si fuera posible, así fueran también leídas, meditadas y oradas: a los pies del Maestro, como María en Betania.

            Esto para mí es importantísimo, casi determinante. Es que tengo la impresión de que ahí radica toda su fuerza y vitalidad. Pensad que muchas  de estas reflexiones fueron escritas hace más de cuarenta años en un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos. Me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado, «contemplata aliis tradere» (predicar a los demás lo que se ha contemplado en la oración; hablar con Dios antes de hablar a los hombres de Dios). Me lo llevaba para anotar lo que el Señor me inspiraba: ideas, sentimientos, fuegos y llamaradas de corazón, que yo traducía luego en ideas para predicar mis homilías.

            Este método lo he seguido hasta el día de hoy. Yo hago siempre la oración, todas las mañanas, muy temprano, a solas en la Iglesia, mientras la mayor parte de mis feligreses duermen. Hago la oración personal mirando a Jesús en el Sagrario, porque me resulta más cómodo y lógico bajar a donde está Él para hablar y dialogar con Él, porque en el Sagrario y desde el Sagrario me enseña muchas cosas, porque, estando tan cerca, le escucho mejor y me instruye, corrige y me llena de sus sentimientos y aptitudes eucarísticas; ante el  Señor en el Sagrario, me sale espontáneo el diálogo con Él, y teniéndolo tan a mano y entregado y esperándome siempre, no me gusta hacer la oración en ningún otro sitio, porque Él es el Amigo, que siempre está en casa,  que siempre me está esperando.

            Para eso se quedó. Y no quiero defraudarle. Termino: este libro quiere ser una sencilla ayuda para el encuentro con Jesucristo Eucaristía, para el trato de amistad con Él en el Sagrario. Si os sirve para esto, ¡ADORADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR!

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» --vivencia eucarística--, que escribí junto al Sagrario de mi primer destino apostólico:

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la Iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres , cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión, porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo, y, sin embargo,  te quedaste.

¡Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega....eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo! Qué bueno eres, Jesucristo amado, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por que te humillas tanto, por que te rebajas tanto,  hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí, Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas, qué puede darte el hombre, si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo; no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Ultima Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, ¡la he sentido muchas veces!,  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con El  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, muchas gracias, Señor, átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».    

 

 

3.- LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA DE ORACIÓN EUCARÍSTICA MÍSTICA-CONTEMPLATIVA

 

Yo lo veo así. Faltan almas profundas, almas de oración contemplativa en los seminarios, en los sacerdotes, en las parroquias, en los obispos, en la Iglesia. Cómo se nota cuando un sacerdote, un obispo, el mismo Papa es un hombre de oración. Por eso digo que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y Sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombre de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos-centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que se algo que le salga del alma, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma…

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica NMI! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas solo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sí, sí, habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

 

 

4.-  BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA

 

            Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar,  puede servirte  la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo,  hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que te dice a tí y ahora personalmente Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y  meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas...

Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús,  Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucaudl...he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura,  aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

 La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4, 10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37).

Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empieza a hacerse personal, a  creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente,  y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con El, para pedirle luz y fuerzas.

 La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla solo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia,  no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la santidad y la oración y el encuentro pleno y permanente con el Señor y nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a  la  mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

            Sin conversión no hay oración y sin oración-conversión no hay vivencia y experiencia de Dios porque no puede entrar en nosotros, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada , porque no se vive ni se siente, y  Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas; son acciones de un «sacerdocio  puramente técnico y profesional», acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid”...

La oración, desde el primer día, es amor a Dios:  «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».  Por eso, desde el primer instante y kilómetro (abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre,  porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

            Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas,  lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores...,  cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia,  y  quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo:  resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran puramente teóricas, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos, ahora, al querer Tu, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo  con tu amor, y el alma, para eso,  debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser...entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos  echar mano de exégesis o psicologías...entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tu solo quieres que me fíe y me apoye en tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, solo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la «duda metódica» puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que El está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mi...

En estas etapas, que pueden durar meses y años, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que  ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque  me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en El sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que El pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia..   que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias,  nos dirá que la contemplación,  la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender como es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno, qué soledad!  ¡ Dios mío ¿ pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo en Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en El y por El y vivamos de El, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a El van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por El, a vaciarme por El.  Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por El.

 La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por El. Renuncio a mucho por El, creo mucho en El y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en El y le amo poco. Renuncio a todo por El,  creo totalmente en El, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo?  Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero  como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea El, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es El, no es total, ni eterno ni esencial ni puede llenar.....entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento,  memoria y voluntad.

            «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

Es  buscar razones y no ver nada, porque Dios  quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea El, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y  disponerlo, como el madero por el fuego:  antes de arder y convertirse en llama,  el madero, dice S. Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros;  además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe;  por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, la calumnia sobre todo, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia...de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de  nuestros afectos carnales que quieren  preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras  pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza,  cuando llegue la hora de morir a mi yo que  tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti,  échanos una mano, Señor, que te veamos salir del Sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ¡no me dejes, Madre mía! Señor, que  la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión,  la mentira, la envidia,  la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del Sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar  contigo a una fe     luminosa, encendida,  a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, solo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación,  más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. S. Juan de la Cruz es el maestro:  «Y que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace» (N II 5, 41).

Que nadie se asuste, el Dios, que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros  ídolos adorados de  vanidad, soberbia, amor propio, estimación.... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de El. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura San Pablo: “Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no  podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde S. Pablo y S. Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual acaban de publicar un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia; todavía no lo he leído. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos,  en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “ Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad , sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y  que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que El no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos  a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...». En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, es esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre- Cristo Glorioso y Celeste la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San  Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA: «Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez  y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión».     

Cuando una persona lee a S. Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...  y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío,  ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva.... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran,  contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad.  ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria.

Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión. Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: «De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Si mismo, pues El en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y  verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma , y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

            «Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL. B. 78-80).

 

5.- IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL

 

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada sea para el Señor, presente en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Ti se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y se sabía mucho latín,- tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

Si el Señor se queda, es de amigos corresponder a su presencia eucarística, porque el Sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el Sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía no es una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero y completo, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si estuviera en un salón, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: “Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien...” (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni un sólo apóstol fervoroso, ni un sólo santo que no fuera eucarístico.

 Ni uno sólo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Aquí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, “aunque es de noche”, aunque tiene que ser por la fe.

Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, más avanzados, dialogando, “tratando a solas”, trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, “noticia amorosa” de Dios, “ciencia infusa”, “contemplación de amor”.

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, lo que yo veo y contemplo, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa, refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: “...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender”[1]. La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana, como la presencia eucarística, no se aguanta, si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“Tú en mí y yo en ti, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del Sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “Vete en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo...”, sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que sólo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en el pecado, en la lejanía de Dios: “Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción? la angustia?¿la persecución?,¿el hambre?¿la desnudez? ¿el peligro?¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8, 35.37). Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo,  rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis, sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables; sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos” (Jn 15,1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio. En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor” (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y esto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuantas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

Como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se dé, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar- convertirme a Él-vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y no hay que escandalizarse, es natural que a veces no estemos de acuerdo en programaciones pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia-apostolado conforme a la vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología que vive, no el que aprendió en Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración».

 

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

 

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y cúlmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el Sagrario de su pueblo.

Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el Sagrario.

Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al Sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier Sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia.

Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al Sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado.

Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14).

Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al Sagrario. Hay que recuperar no solo la catequesis y teología del Sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres sino la adoración y la visita y los ratos de estar junto a Jesús en los Sagrarios de las iglesias anticipo del cielo. Y con el Sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de Sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor personal y de nuestros feligreses y comunidades y parroquias.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al Sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor”[2].

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del Sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al Sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y amor cristiano:

“Qué bien sé yo la fonte

que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este pan por darnos vida,

aunque es de noche.

 

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

 

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche”.  (San Juan de la Cruz).

              

                

                     LA SAMARITANA

 

               Cuando iba al pozo por agua,

               a la vera del brocal,

               hallé a mi dicha sentada.

 

               - ¡Ay, samaritana mía,

               si tú me dieras del agua,

               que bebiste aquel día!

 

               - Toma el cántaro y ve al pozo,

               no me pidas a mí el agua,

               que a la vera del brocal,

               la Dicha sigue sentada.

 

 (José María Pemán).

 

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al Sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración-conversión, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza un poco purificadas, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

JESUCRITO, EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida!

Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día!

¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”.  Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú.

Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.  Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo.AMÉN.

 

 

6.- LA “VERDAD COMPLETA” DE LA EUCARISTÍA: ESPIRITUALIDAD Y VIVENCIA POR LA ORACIÓN

 

6. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

 

            Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole en obediencia total con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva de su vida de amor en nosotros.

            Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

            Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el Sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

            Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

            No olvidemos que la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración total, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad esto  le costó y no lo comprendía.

            Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

             Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía en latín y por la mañana y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios cuando salían a pasear por la tarde, nuestras madres cuando salían a la calle para la compra... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, castas, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

            Ahora las iglesias están cerradas y no sólo la pandemia y los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

            La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

            La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

            Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

 

6. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada nos recuerda que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz como prolongación del sacrificio eucarístico, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

6.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

            Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

            Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

6. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre.

 

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

                                                                                                           

            La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, “in laudem gloriae Ejus”.

            Quiero hacerme contigo una ofrenda eucarística: mira, en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo; luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una realidad contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

            Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por salvarnos y cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas justas e injustas y crucificarme contigo hasta poder decir... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.

            Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre y amar a los hermanos como Tú, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

            Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

 

6. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

 

Otro sentimiento que no puede faltar al adorar a Cristo Eucaristía en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos tus hermanos los hombres, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

            Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y amarme a mí hasta el extremo de no escuchar a su hijo amado y dejarlo morir solo y abandonado en la cruz, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo, Padre Santo... Tu amor me basta.

            Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

 

6. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

 

En el “acordaos de mí” debe entrar el amor de Cristo a todos los hombres, sus hermanos. Por eso, no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

            Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí quiero amarte necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como Tú: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”, como Tú en pan eucarístico que se reparte, que se da para ser comido por todos: “Tomad y comed todos de él, este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”.

            “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

            Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada Sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

            Pero cuánto me exiges, Señor, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

            Cómo me cuesta, Señor, olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero amar y perdonar como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

            “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia de Amor del Espíritu Santo. 

            Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y sobre todo nuestro corazón al amor, para que comprendamos a Cristo Eucaristía y las Escrituras y a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de Amor que los une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan la vida eterna”.

            ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti y por eso, te adoro y te amo aquí presente, presente ahora para todos y cada uno de nosotros que hemos sido salvados por tu sangre derramada y por tus manos y piés clavados.

            ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

 

6. 7.  Yo también, Señor, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico aquí en el Sagrario

 

Quiero aprenderlo todo de Tí en la Eucaristía, de tu Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es eso la Eucaristía? ¿ no es oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

            Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, será nuestro cielo en la eternidad comprender y vivir tanto amor de Dios por sus criaturas y sólo para empezar a comprenderlo, porque como el amor no tiene fín, necesitamos la eternidad. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario: Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejéme mi cuidado entre las azucenas olvidado”.

            Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque Cristo actuando por medio del sacerdote en la oración litúrgica- “este es mi cuerpo… esta es mi sangre” hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo amándonos hasta el extremo, hasta dar la vida, hasta hacerse un poco de pan para ser comido de amor y que viene a nosotros y hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, y todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡Cuántas cavernas de amor infinito, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

            Para mí, liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

            Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo. Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

            En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada Sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, Amor divino de Espíritu Santo, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo.

Y el Padre ahora te quiere hijo en mí, hijo Gonzalo, Paco, Miguel, te quiere en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo que me comunica y engendra por el bautismo y alimenta y potencia por la Eucaristía; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de hijo en el Hijo tú tienes que  recibirla en Mí por la Eucaristía.

No sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para Mí y y para ti, querido bautizado en mi vida y amor, y que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros, todos los hombres, mis hermanos; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el Sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el Sagrario es la memoria de Jesucristo Eucaristía entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés, de la Eucaristía entera y completa, de Cristo Hijo del Padre e hijo de María, amándonos hasta el extremo, hasta el extremo de amor, hasta el extremo del tiempo y del espacio y la eternidad.

 

            “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos liturgos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

            “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo Eucaristía, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido y perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

 

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (por la fe, a oscuras de los sentidos)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

(Noche es la fe que no ha llegado a la experiencia y visión clara)

 

Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo Eucaristía esperando nuestra presencia y amistad en todos los Sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

            Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el Sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI!

¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI!

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS, ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO!

¡QUÉ GOZO HABERTE CONOCIDO,

SER TU SACERDOTE Y AMIGO,

VIVIR EN TU MISMA CASA,

BAJO TU MISMO TECHO!

 

 

ORACIÓN A JESÚS EUCARISTÍA

 

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, CANCIÓN DE AMOR DEL PADRE, REVELADA EN SU PALABRA HECHA CARNE Y PAN DE EUCARISTÍA, CON AMOR DE ESPÍRITU SANTO!

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA DIVINA, ¡TEMPLO, SAGRARIO Y MISTERIO DE MI DIOS TRINO Y UNO!

 ¡CUÁNTO TE DESEO, CÓMO TE  BUSCO, CON QUÉ HAMBRE DE TI CAMINO POR LA VIDA, QUÉ NOSTALGIA DE MI DIOS TODO EL DÍA!

¡JESUCRISTO, EUCARISTÍA, QUIERO VERTE PARA TENER LA LUZ DEL CAMINO, DE LA VERDAD Y DE LA VIDA.

 ¡JESUCRISTO EUCARISTÍA, QUIERO ADORARTE, PARA CUMPLIR CONTIGO LA VOLUNTAD DEL PADRE COMO TÚ CON AMOR EXTREMO HASTA DAR LA VIDA.

 ¡JESUCRISTO EUCARISTÍA QUIERO COMULGARTE, PARA TENER TU MISMA VIDA, TUS MISMOS SENTIMIENTOS, TU MISMO AMOR!

 Y EN TU ENTREGA EUCARÍSTICA, QUIERO HACERME CONTIGO SACERDOTE Y VÍCTIMA AGRADABLE AL PADRE, CUMPLIENDO SU VOLUNTAD, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA.

QUIERO ENTRAR ASÍ EN EL MISTERIO DE MI DIOS TRINO Y UNO, CON JESUCRISTO SACERDOTE ÚNICO Y EUCARISTÍA PERFECTA,  POR LA POTENCIA DE AMOR DEL ESPÍRITU SANTO.

 

 

ORACIÓN A JESUCRISTO

 

¡JESUCRISTO, HIJO DE DIOS ENCARNADO, SACERDOTE ÚNICO DEL ALTÍSIMO Y  EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA, ADORACIÓN Y ALABANZA AL PADRE!

TÚ LO HAS DADO TODO POR MÍ, CON AMOR EXTREMO, HASTA DAR LA VIDA Y QUEDARTE SIEMPRE EN EL SAGRARIO EN INTERCESIÓN Y OBLACIÓN PERENNE AL PADRE POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES, TUS HERMANOS.

TAMBIÉN YO QUIERO  DARLO TODO POR TI Y PERMANECER SIEMPRE CONTIGO IMPLORANDO LA MISERICORDIA DIVINA SOBRE MI PARROQUIA Y SOBRE EL MUNDO ENTERO.

YO QUIERO SER Y EXISTIR SACERDOTAL Y VICTIMALMENTE  EN TI;  YO QUIERO SER TOTALMENTE TUYO, PORQUE PARA MÍ TÚ LO ERES TODO,  YO QUIERO QUE LO SEAS TODO.

JESUCRISTO, EUCARISTÍA PERFECTA DE OBEDIENCIA Y AMOR AL PADRE, YO CREO EN TI.

JESUCRISTO, SACERDOTE Y SALVADOR ÚNICO DE LOS HOMBRES, YO CONFÍO EN TI.

TÚ ERES EL HIJO DE DIOS.EL ÚNICO SALVADOR DE LOS HOMBRES

¡QUÉ GOZO HABERTE CONOCIDO, SER TU SACERDOTE Y AMIGO, VIVIR EN TU MISMA CASA, BAJO TU MISMO TECHO

 

 

 

 

 

CAPÍTULO SEGUNDO

 

“Sin mí no podéis hacer nada”

 

1.- SIN UNIÓN CON CRISTO POR LA ORACIÓN PERSONAL

NO PODEMOS SANTIFICARNOS NI SANTIFICAR EN PLENITUD.

 

            Es que somos sarmientos unidos al Único sacerdote, que es Cristo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmiento. Sin estar unidos a Cristo, como los sarmientos a la vid, no podemos hacer nada, ni en santidad personal ni en apostolado cristiano ni en Liturgia completa, especialmente en Eucaristía plena y perfecta.

            Sin oración personal, sin diálogo de amor y conocimiento y amistad diaria y permanente con Cristo, Único  sacerdote y apóstol enviado por el Padre para la salvación de todos los hombres, no podemos hacer nada sacerdotalmente en Cristo.

            Personalmente, como celebrante de la liturgia o de la  «lectio divina», no me santifico, no me santifican, si no me abro a ellos para que lleguen hasta mi ser y existir, si no busco y entro hasta el corazón de la Palabra o de los ritos sagrados para encontrarme en encuentro de amor con el Señor, con mi Dios Trino y Uno.

El misterio se realiza, Cristo viene y lo hace presente, pero si no hay trato o encuentro de amor personal, unión de amor por la oración, no hay santificación. Todo depende de mi apertura a la persona de Cristo, todo depende de la calidad de esa unión que se realiza por la oración personal-litúrgica, la unión personal de amor. Y la calidad de esa unión es la calidad del encuentro; o puramente ritual y externo, o espiritual e interior, desde y a través de la celebración de la liturgia sagrada.

Y para que este encuentro, además de real y santificador, sea vivencial, para que yo sacerdote o fiel cristiano tenga experiencia de Dios, experiencia y gozo de lo que celebro o medito o rezo necesito haber subido por la escala de la oración hasta la contemplación, entendida al modo de nuestros místicos, especialmente Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Por eso los dedicaré un capítulo a cada uno en este libro.

Para mí la peor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística, de experiencia de Dios, por la pobreza de oración un poco elevada, contemplativa, de sentir y vivir la “verdad completa” de lo que meditamos o celebramos. “Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré, Él os llevará hasta la verdad completa”.

No se celebra, no se medita la “verdad completa”, la verdad completa es celebrar “en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo que nos hacer vivir y sentir la Verdad de Cristo, del Verbo de Dios, Canción de Amor pronunciada, cantada por el Padre para todos los hombres con el Fuego del Espíritu Santo. Espíritu Santo es abrirnos a la interioridad del Misterio de Dios Trinidad, a lo profundo de la Palabra y Acción Sagrada; es no quedarnos en lo puramente externo; tenemos que abrirnos y buscar, al Espíritu Santo, nos lo dice Cristo, al Espíritu de Cristo, a Cristo hecho llama de amor viva en las palabras y los ritos.

Nos falta Pentecostés, experiencia de lo que sabemos teológicamente, celebramos litúrgicamente y predicamos. Los Apóstoles habían visto incluso al Señor Resucitado, sabían todo sobre Jesús, pero hasta que no viene el Espíritu Santo, el mismo Cristo, pero no hecho sólamente palabra o liturgia o milagros, incluso de la Última Cena, sino hecho fuego, llama de amor viva, “estando reunidos con María en oración”, hasta que no están en estado de oración y contemplación no comprenden y viven y les quema y no pueden reprimir su amor a Cristo y predicarlo. Pablo y tantos y tantos apóstoles en la historia de la Iglesia no han visto históricamente a Cristo, pero por el Espíritu Santo, el Espíritu Eterno de Amor de Dios, lo han sentido y vivido y predicado y amado tanto como los Apóstoles, o más, como Pablo.

Entrar con pie firme en la vivencia de nuestro sacerdocio supone tomarse muy en serio «ser como» Cristo, es decir, identificarnos con Él como portador de amor universal y redentor, que viene en búsqueda personal de cada hermano e hijo de Dios para llevarnos a la salvación e intimidad de la Trinidad desde la tierra hasta la eternidad, por la irrupción de Dios Uno y Trino, por medio del Hijo y todo y siempre por la potencia de Amor del Espíritu Santo.          

Toda la liturgia, todos los sacramentos son por obra del Espíritu Santo. Por tanto, sin encuentro espiritual, que es vida en espíritu, por Espíritu Santo, que no tiene rostro, sino “que le conoceréis porque permanece en vosotros”, y eso es solo por la oración sobre todo contemplativa, en la comprensión teresiana o sanjuanista, no hay vivencia o experiencia del Misterio celebrado.

 Habrá o puede haber unión ritual, externa, santificadora, pronunciar sus nombres, pero no hay encuentro de amor vivencial, porque este solo se realiza por la fe y el amor actualizados por la oración, mejor, la contemplación personal, obra ya no nuestra, de nuestras facultades, sino obra del Espíritu Santo por un incendio de amor de la fe y del amor sobrenaturales, que supera nuestras potencialidades humanas. Leamos a Santa Teresa o San Juan de la Cruz.

La identificación con Cristo no es posible sin la dimensión contemplativa; la oración contamplativa es un poco más elevada y purificada que la meditativa, exige mayor purificacación y vacío de nuestros defectos para poder llenarnos. Es una condición necesaria para la vivencia de la cercanía, de la intimidad y de la comunión con Cristo. El sacerdote debe ser un contemplativo de Cristo y desde ahí ha de percibir vivencialmente su ser y existir sacerdotal porque sólo es posible actuar en línea con el ser, en la medida en que se es. Sólo y en la medida en que nos identifiquemos con Cristo podremos actuar como El o mejor Él en nosotros.

Mientras nuestro ser no esté identificado con el ser de Cristo, podremos hacer muchas cosas y llamarlas apostolado,  pero les faltará el Espíritu de Cristo. Y ¿no es verdad que en muchas de nuestras programaciones pastorales estamos dando por demasiado supuesto el hecho de «ser como Cristo y nos preocupan más las dinámicas y acciones que el espíritu y el alma de todo apostolado»? Lógicamente sin esta dimensión contemplativa del sacerdocio de Cristo que vaya transformando nuestras actitudes pastorales en las de Cristo por la oración, no podemos llegar ni a una vivencia ni a una realización correcta de nuestro sacerdocio total en Cristo. Habrá liturgia, habrá acción apostólica, pero no al estilo de Cristo, no todo lo santificadora que Cristo quiere, porque “Sin mi no podéis hacer nada”.

Y a esta unión se llega solo por la oración contemplativa (activa-pasiva) unida siempre a la conversión primero activa obrada por nosotros y luego pasiva obrada en estas profundidades por el Espíritu Santo, por eso la llamamos pasiva-obrada por Él en nosotros que nos va vaciando de nosotros mismos y de nuestros defectos e ideas e identificándonos con Cristo y Dios Trinidad usando terminología de S. Juan de la Cruz.

Esta actitud contemplativa está claramente indicada y exigida por Cristo en el encuentro con Marta y María. Marta se queja al Señor, porque su hermana está pasiva, contemplando su persona y palabra, y no le ayuda para la comida que es lo verdaderamente importante para ella, más que la persona de Cristo directa y amorosamente cultivada, o si preferís, le interesa la comida, le interesa que Cristo coma, más que encontrarle a Él personalmente en el amor y en la escucha, en la contemplación pasiva de su hermana, pero activísima de amor y vivencia.

Y ya sabéis lo que Cristo nos dice, lo que le sale del alma, lo que busca en nosotros su discípulos y seguidores, especialmente, sacerdotes, en toda liturgia o apostolado o rezo o lectura espiritual o meditación: “Marta, Marta, andas inquieta por muchas cosas, una solo es necesaria, y María ha escogido la mejor parte”.

Es clarísima la intención y el deseo y la enseñanza de Cristo: lo que Él busca, cuando viene en la Acción sagrada o en la Palabra, es que tengamos la acogida personal, el encuentro de amor, no la mera recitación de la Palabra y los Salmos, no el que celebremos los ritos y palabras exactamente, no el que le hagamos presente, incluso le comamos, sino que haya encuentro personal de amor, que no solo comamos sino comulguemos con su vida, con sus sentimientos y amor, Cristo nos quiere a cada uno y viene por amor verdadero no solo dicho o predicado, para abrazarnos personalmente y decirnos: Te amo, quiero amistad personal contigo, te amo no sólo como comunidad sino como sacerdote que me hace presente en la comunidad y esto es lo que busco cuando la comunidad reza y celebra. Y esta es la razón, por la que antes de enviarnos a predicar, Jesús, como hizo con los Apóstoles, nos dice::  “Venid vosotros a un sitio aparte... porque eran tanto los que venían...”. Pero, Señor, nos has venido precisamente para salvar al mundo entero, no es necesario para esto trabajar y trabajar más...? : “Jesús llamó a los quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”.

 Lo primero es Él, el estar con Él, que así es como se le conoce y ama en plenitud, y luego ya podemos manifestarlo y realizarlo predicando y actuando, pero primero es estar en Él y hablar con Él y amarle a Él personalmente, y luego, desde ese encuentro de amor y conocimiento, predicarle y darlo a conocer a los demás, que lógicamente siempre será en la medida que nosotros le conozcamos y amemos por el encuentro personal de amor de la oración personal, mejor, como la contemplación de Maria y Apóstoles en la soledad de la oración del Cenáculo, oración un poco elevada y purificada: las noches de S. Juan de la Cruz.

Por ser enviados a hacer lo mismo que Cristo hizo, y puesto que el hacer sigue al ser, más que preguntarnos qué hacemos o cómo hacemos, debiéramos preguntarnos cómo somos, es decir, cómo estamos viviendo nuestra identificación personal con Cristo. En su vida apostólica, cuando se les complicó la vida por la muchas ocupaciones de ministerio, los Apóstoles habían aprendido bien la lección del maestro. Y eligieron diáconos que les ayudaran en las tareas apostólicas, porque ellos sabían donde estaba el fundamento del ministerio apostólico: “nosotros debemos dedicarnos a la oración y a la predicación de la Palabra”. Nunca debiéramos olvidar los sacerdotes esta lección, especialmente en algunas épocas de la historia. Nosotros, los sacerdotes, tenemos que dedicarnos especialmente a la oración y desde ahí a la predicación de Cristo y su evangelio y a la celebración de sus misterios, la Eucaristía.

Para ser y existir y actuar en Cristo y como Cristo, necesitamos que Él esté en nosotros y nosotros en Él, unidos no por la mera proclamación de las palabras o ritos de la celebración; es necesaria la unión de ser y vida sacerdotal por la oración personal, mejor, por la contemplación u oración unitiva, que es un grado o etapa superior de oración. Pero esa unión con Cristo Sacerdote será siempre por la oración personal. No basta la acción y los ritos litúrgicos que hacen presente el misterio de Cristo; si yo no entro dentro del corazón de los ritos y palabras por la oración personal, seré un actor muy bueno que hago bien la corografía litúrgica, pero yo, sacerdote o fiel, no me santifico, no estoy unido a la vid, la savia no llega a mí, porque para esto tengo que abrirme al misterio por la unión de fe y amor a Cristo, sostenida y cultivada por la oración personal hecha vida y santidad.

Ya puedo decir misa y trabajar en apostolados, si no estoy unido a Cristo por la oración-vida, mis acciones no son apostolado de Cristo, porque me falta el Espíritu de Cristo. El misterio se realiza, pero yo no me santifico, soy puro actor de lo externo, porque para entrar en lo interno que es lo que importa y por lo que se realiza lo externo, necesito mi unión de fe y amor personal a Cristo. Y esto solo se consigue por la oración personal; oración personal que es unión con Cristo por amor, encuentro de amor, « que no es otra cosa oración mental sino tratar de amistad...»; o por la oración litúrgica, por la palabra o la acción o misterio litúrgico al cual me uno y asimilo y me alimenta por la unión de amor y oración personal, a no ser que me convierta en puro profesional de lo sagrado, en puro actor sin espíritu, sin unión de amor, y la liturgia en pura coreografía, donde no aparece Cristo y DiosTrinidad, sino sólo el hombre, y así se hacen y aparecen muchas liturgias.

No lo puede decir más claro y alto el Señor en su evangelio. Basta leer y meditar la parábola de la vid y los sarmientos, que vale para todo bautizado y ungido con el sacerdocio común, pero que vale especialmente para nosotros, sacerdotes presbíteros, que hemos recibido una especial Unción y Consagración por el  Espíritu Santo en el Sacramento del Orden, por la cual  quedamos marcados para siempre y sellados por una gracia especial, configurados y unidos y consagrados en el mismo ser y existir de Cristo Único Sacerdote, en nuestro propio ser y existir personal de tal modo, que nuestra identidad sacerdotal consiste precisamente en ser y existir y vivir y actuar  en Cristo y por Cristo, Sacerdote Único del Altísimo, es decir, “ser otros cristos”, como vulgarmente decimos o si queréis invertimos los términos: nuestra identidad plena y total con Cristo Único Sacerdote del Altísimo consiste en que Él de tal modo sea, viva y exista en nosotros que sea Él el que exista, viva y predique o siga predicando y atuando en el mundo por medio de las humanidades prestadas de sus sacerdotes, en este mundo porque ya suya ya está gloriosa y triunfante en el cielo.

El Cristo que está en el cielo es el mismo que está en el Sagrario de tu parroquia y a quien tú, querido sacerdote, le prestas tu humanidad para que Él siga actuando, predicando y salvando; pero claro para hacerlo con perfección, Él necesita ser y existir plenamente en ti y en tu vida, no sólo por el carácter sacerdotal que le permite actuar por ti entre los hombres, sino por tu santidad de vida que le permite hacerlo con plenitud y perfección de gracia y amor.

 

Bibliografía:

 

Sobre la doctrina de Santa Teresa: T. ÁLVAREZ - J. CASTELLANO, Teresa de Jesús, enséñános a orar, Burgos, Ed. Monte Carmelo 1981.

DE PABLO MAROTO, Dinámica de la oración. Acercamiento del orante moderno a Santa Teresa de Jesús, Madrid, Ed. de Espiritualidad 1973

M. HERRAIZ, La oración, historia de amistad, Madrid, Ed. de Espiritualidad 1981                M. HERRAIZ La oración pedagogía y progreso, Madrid, Narcea 1985.

 

Sobre la oración en San Juan de la Cruz: M. HERRAIZ, La oración, palabra de un maestro: San Juan de la Cruz, Madrid, Ed. de Espiritualidad 1991;

A. RUIZ, San Juan de la Cruz, maestro de oración, Burgos, Monte Carmelo 1989;

F. RUIZ, Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Ed. de Espiritualidad 1986, pp. 207-221: oración contemplativa.

 

 

 

2. LA IDENTIDAD SACERDOTAL: SER Y VIVIR EN CRISTO ÚNICO  SACERDOTE

 

“Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega”(Jn 4,35). Estas palabras del Señor tienen la virtud de mostrar el inmenso horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado. “El Hijo eterno de Dios ha sido enviado para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su existencia terrena, plenamente identificada con la voluntad salvífica del Padre, es una constante manifestación de esa voluntad divina: la salvación universal, querida eternamente por Dios Padre.

            Este proyecto histórico lo confía en legado a toda la Iglesia y, de manera particular, dentro de ella, a los ministros ordenados. Aquí está el origen o dimensión trinitaria de nuestro ser y actuar en Cristo enviado desde el Padre por la potencia de Amor del Espíritu Santo.

            Realmente es grande el misterio del cual hemos sido hechos ministros; pero ministros de una forma especial y singular, por identificación de ser y existir en Cristo, por medio del carácter y gracia sacerdotal. Misterio de un amor sin límites de Cristo, ya que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”  (Jn 13, 1), hasta el límite de una singular participación  en su ser y existir divino-humano.

            En este proyecto trinitario de Salvación, la Iglesia entera ha sido hecha partícipe de la unción sacerdotal de Cristo en el Espíritu Santo, pero de modo diverso. Ella, indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y de verdad, de guía y de apoyo, para que pueda ser para todos y cada uno «el signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano » (PO 2). La Iglesia, como Cuerpo de Cristo, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma tal misión: toda su actividad necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, cabeza de su Cuerpo.

            Esta es la razón del ministerio presbiteral, ejercido por miembros de la Iglesia unidos por una consagración especial por el Sacramento del Orden con Cristo Sacerdote, cabeza, pastor y guía de la humanidad. Como leemos en el decreto “Presbyterorum ordinis”: «el sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (n. 2; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1563).

            Ese carácter conferido con la unción sacramental del Espíritu Santo, en los que lo reciben es signo de una consagración especial, con respecto al bautismo y a la confirmación; de una configuración más profunda a Cristo sacerdote, que los hace sus ministros activos en el culto oficial a Dios y en la santificación de sus hermanos; y de los poderes ministeriales que han de ejercer en nombre de Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1581-1584).

            El carácter es también signo y vehículo, en el alma del presbítero, de las gracias especiales que necesita para el ejercicio del ministerio, vinculadas a la gracia santificante que el orden comporta como sacramento, tanto en el momento de ser conferido como a lo largo de todo su ejercicio y desarrollo en el ministerio. Así pues, envuelve e implica al presbítero en una economía de santificación, que el mismo ministerio comporta en favor de quien lo ejerce y de quienes se benefician de él en los varios sacramentos y en las demás actividades que realizan sus pastores.

            La Iglesia entera recibe los frutos de la santificación llevada a cabo por el ministerio de los presbíteros-pastores: tanto de los diocesanos, como de los que, con cualquier título y de cualquier manera, una vez recibido el orden sagrado, realizan su actividad en comunión con los obispos diocesanos y con el Sucesor de Pedro.

            La ontología profunda de la consagración del orden y el dinamismo de santificación que comporta en el ministerio excluyen, ciertamente, toda interpretación secularizante del ministerio presbiteral, como si el presbítero se hubiera de dedicar simplemente a la instauración de la justicia o a la difusión del amor en el mundo.

            El presbítero es ontológicamente partícipe del sacerdocio de Cristo, verdaderamente consagrado, hombre de lo sagrado, entregado como Cristo al culto que se eleva hacia el Padre y a la misión evangelizadora con que difunde y distribuye las cosas sagradas —la verdad, la gracia de Dios— a sus hermanos. Ésta es su verdadera identidad sacerdotal; y ésta es la exigencia esencial del ministerio sacerdotal también en el mundo de hoy.

            Habilitados, pues, por el carácter y por la gracia del sacramento del Orden, y hechos testigos y ministros de la misericordia divina, los sacerdotes de Jesucristo se consagran voluntariamente al servicio de todos en la Iglesia. En cualquier contexto social y cultural, en todas las circunstancias históricas, incluidas las actuales, en que se advierte un clima agresivo de secularismo y de consumismo que aplasta el sentido cristiano en la conciencia de muchos fieles, los ministros del Señor son conscientes de que “ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).

Las actuales circunstancias sociales constituyen, de hecho, una buena ocasión para volver a llamar la atención sobre la fuerza invencible de la fe y del amor en Cristo, y para recordar que, pese a las dificultades y a la frialdad del ambiente, los fieles cristianos - como también, aunque de modo distinto, los no creyentes - están siempre presentes en el diligente trabajo pastoral de los sacerdotes.

Los hombres desean encontrar en el sacerdote a un hombre de Dios, que diga con San Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría es también Cristo. Él plantó en nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en las eternas nos manifiesta la verdad» (SAN AGUSTÍN, De Trinitate, 13, 19,24: Obras de San Agustín, V, B.A.C., Madrid 1956, p. 759.)       

El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta  perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. La identidad específica y, por tanto, la espiritualidad propia del presbítero, nace del sacramento del Orden, en la que es Ungido y Consagrado en el ser y existir y obrar de Cristo Sacerdote.

            En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles.

            La identidad del sacerdote debe meditarse en el contexto de la voluntad divina a favor de la salvación, puesto que es fruto de la acción sacramental del Espíritu Santo, participación de la acción salvífica de Cristo, y puesto que se orienta plenamente al servicio de tal acción en la Iglesia, en su continuo desarrollo a lo largo de la historia.

            Se trata de una identidad cuatridimensional, porque es trinitaria, pneumatológica, cristológica y eclesiólogica. No ha de perderse de vista esta arquitectura teológica primordial en el misterio del sacerdote, llamado a ser ministro de la salvación, para poder aclarar después, de modo adecuado, el significado de su concreto ministerio pastoral en la comunidad.

            Su ser ontológicamente asimilado a Cristo constituye el fundamento de ser ordenado para servicio de la comunidad. Porque Cristo es la Palabra encarnada de la Salvación. Y el sacerdote es la prolongación sacramental de Cristo Pastor.      

La total pertenencia a Cristo hace que el sacerdote esté al servicio de todos con amor total y gratuito, eso es el celibato, como el de Cristo. De hecho, el amor total celibatario del sacerdote a una humanidad redimida y renovada recibe luz y sentido por la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Tal don, instituido por Cristo, que crea «un vínculo ontológico específico, que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor » (PDV 11), para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos y los presbíteros, sus sucesores.

            La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación específica en el Sacerdocio de Cristo, por lo que el ordenado se transforma —en la Iglesia y para la Iglesia— en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: «una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor» (Ibid., 15). Por medio de la consagración, el sacerdote «recibe como don un poder espiritual, que es participación de la autoridad con que Jesús, mediante su Espíritu, guía a la Iglesia » (Ibid., 21).

            En el presbítero, el ser y el actuar en Cristo, la Unción y Consagración  en Cristo Cabeza, Pastor y Guía del pueblo de Dios, su vida y su apostolado está unidos en el mismo ser y actuar de Cristo que han de prologar como humanidades supletorias de Cristo, que es el que verdaderamente predica, santifica y salva por medio de las humanidades históricas de los sacerdotes,  prestadas a Cristo resucitado y metahistórico.

            Al hablar del sacerdote como representante de Cristo no nos referimos a una representación externa o jurídica como cuando alguien manda a un delegado con las facultades necesarias para hacer alguna gestión o para solucionar cualquier problema. El sacerdote representa a Cristo, en el sentido de volver a hacerlo presente con una presencia sacramental y, por tanto, verdadera y activa. Es el mismo Cristo quien actúa personalmente desde el sacerdote.           Desde esta perspectiva, los actos sacerdotales que Cristo realizó durante su vida mortal y que culminaron en su muerte y resurrección son los mismos que está realizando hoy con la fuerza de su Espíritu, a través de sus enviados; tan personalmente de Cristo son éstos como aquellos.

            Vale la pena recordar a este propósito un texto evangélico que puede darnos alguna luz. Está en Juan 14, 10: “las cosas que yo os digo no las digo como mías: es el Padre que está conmigo realizando sus obras”. El Padre está en Cristo realizando sus obras, y Cristo está en el sacerdote realizando también las suyas.

            Si profundizamos en la expresión de que la actuación del sacerdote es una actuación  “ in persona Christi”, veremos que al ser Cristo mismo quien actúa a través del sacerdote, el ser y la vida de éste serán tanto más perfectos cuantas más facilidades le den a Cristo para seguir actuando y cumpliendo, a través del sacerdote, la misión recibida del Padre de salvar a todos los hombres.Viviendo en Cristo es muy difícil separar persona y ministerio. Por tanto, el ministerio puede hacer santos, porque es un dar y recibir recíproco. La unión con Cristo, entendida como unión con los misterios de su sacerdocio, meditados, asimilados y vividos, son el cimiento de la espiritualidad sacerdotal. La unidad de vida es Cristo, especialmente conocido y amado desde la oración personal. Lo dice el PO 14.

            En esta línea M. Thurian comentará sobre el sacerdocio: «...es también, y sobre todo, hombre de oración y de contemplación en comunión con Cristo sacerdote... elegido por Dios y por la Iglesia para entregar toda su vida a la comunión contemplativa con Cristo sacerdote e intercesor, primero mediante el sacrificio eucarístico, luego con la 1a liturgia de las Horas y la oración contemplativa; para servir  a Cristo profeta proclamando y enseñando la palabra de Dios; para reunir la comunidad eclesial en el nombre de Cristo pastor por la fuerza del Espíritu Santo».

            La oración personal tiene que descubrir toda la riqueza de unión y salvación y encuentro de gracia que nos trae Cristo en la oración litúrgica, centro y culmen de toda la vida de la Iglesia. Si hablamos de la importancia de la oración personal siempre lo hacemos como conectada a la liturgia que se celebra, para que no quede reducida a mera representación sin alma, sin corazón, sin unión de amor con Cristo que la hace presente; nosotros defendemos la unión entre rito y espiritualidad del sacerdote, entre “Espíritu y Verdad”, interacción espiritual e íntima entre acción sagrada y espiritualidad personal por la oración.

Esta oración no es un añadido a la liturgia, es la misma liturgia celebrada con Espíritu Santo, en “verdad completa”, es una genuina celebración espiritual y verdadera y completa de la misma, en unión total con Cristo cabeza, porque el ejercicio del ministerio incluye la oración personal como un componente, una necesidad intrínseca del mismo. Porque la oración es la base del ser y existir sacerdotal. Tanto el ser, la vida del sacerdote, como el existir, el actuar del ministerio apostólico exigen la oración personal-litúrgica y litúrgica-personal, provocación o respuesta una de otra, según la circunstancias y momentos de gracia. La fe y el amor personal de la oración anteceden,  y luego se alimental de la oración litúrgica; y viceversa.

La oración litúrgica, la liturgia exige la unión del sacerdote por la oración personal para ser plena y complea aunque Cristo siempre realzará su salvación, especialmente por la Eucaristía, aunque el sacerdote esté distraido.

El gran protagonista de la vida espiritual, tanto de la oración personal como litúrgica, es el Espíritu Santo. Y ésta se expresa de modo directo, evidente y fáctico en la oración, si entendemos la vida espiritual como relación y comunión con Dios. El evangelio nos dice que Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar. Estar con Él es condición indispensable para ser apóstol verdadero, para predicar en su nombre. No hay oposición ni juxtaposicion, se trata de conocerle primero personalmente para luego reconocerlo y predicarlo en la liturgia y en la predicación. Es igual que el “porro unum est neccesarium” a Marta, referido a María, su hermana, en contemplación y servicio del mismo Cristo a quien servía Marta, pero de forma y preferencia distinta. Mediante la oración, por la unión total con Cristo mediante el entendimiento y la voluntad se llega hasta la fuente de toda verdad y amor, que es Dios mismo en su intimidad y en la del orante, comunión de espíritu con Espíritu.

             Y este es el sentido del sacramento del Orden sacerdotal. Por este sacramento, primero, el sacerdote es asumido para que Cristo pueda realizar por él  su sacerdocio; pero para que Cristo pueda actuar plenamente y sacerdotalmente a través de él  esto exite  primero relación personal. Por eso el sacerdote necesita santidad, la vida de Cristo por la gracia y el carácter sacerdotal en él, porque el sacerdote presencializa con su vida la vida sacerdotal de Cristo. Si es la persona misma del sacerdote la que ha sido asumida y consagrada para esta misión, no se es sacerdote en algunos momentos determinados o sólo cuando se realizan algunas acciones concretas; se es sacerdote siempre. Como tampoco se es cristiano sólo en algunos momentos; también se es siempre por el santo bautismo. Es una de las características de los sacramentos que imprimen carácter.

Resumiendo: Para poder actuar así necesitamos que el sacerdote, por la oración personal se una a la de Cristo Único Sacerdote de la Liturgia, a la Oración Litúrgica de la Iglesia especialmente Eucarística para que sea plena  y completamete santificadora aunque el sacerdote esté distraído pero no lo será en plenitud  para él que debe unirse por la oración personal a la litúrgica  de Cristo en la Iglesia.

 

 

 

3.- CARTA DE JUAN PABLO II SOBRE LA ORACION DEL SACERDOTE

 

1. Entre el Cenáculo y Getsemaní

 

1. "Dichos los Himnos, salieron para el monte de los Olivos" (Mc 14, 26).

            Permitidme, queridos hermanos en el sacerdocio, que empiece mi Carta para el Jueves Santo de este año con las palabras que nos remiten al momento en que, después de la Última Cena, Jesucristo salió para ir al Monte de los Olivos. Todos nosotros que, por medio del sacramento del Orden, gozamos de una participación especial, ministerial, en el sacerdocio de Cristo, el Jueves Santo nos recogemos interiormente en recuerdo de la institución de la Eucaristía, porque este acontecimiento señala el principio y la fuente de lo que, por la gracia de Dios, somos en la Iglesia y en el mundo. El Jueves Santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio y, por eso, es también nuestra fiesta anual.

 

            4. La oración de Getsemaní se comprende no sólo en relación con todos los acontecimientos del Viernes Santo ―es decir, la pasión y muerte en Cruz―, sino también, y no menos íntimamente, en relación con la última Cena.

            Durante la Cena de despedida, Jesús llevó a término lo que era la eterna voluntad del Padre al respecto, y era también su voluntad: su voluntad de Hijo: "¡Para esto he venido yo a esta hora!" (Jn 12, 27). Las palabras de la institución del sacramento de la nueva y eterna Alianza, la Eucaristía, constituyen en cierto modo el sello sacramental de esa eterna voluntad del Padre y del Hijo, que ha llegado a la "hora" del cumplimiento definitivo.

 

6. Las palabras del evangelista: "Comenzó a entristecerse y angustiarse" (Mt 26, 37), igual que todo el desarrollo de la oración en Getsemaní, parecen indicar no sólo el miedo ante el sufrimiento, sino también el temor característico del hombre, una especie de temor unido al sentido de responsabilidad.

            En la oración con que comienza la pasión, Jesucristo, "Hijo del hombre", expresa el típico esfuerzo de la responsabilidad, unida a la aceptación de las tareas en las que el hombre se ha de «superar a sí mismo».

            Los Evangelios recuerdan varias veces que Jesús rezaba, más aún, que "pasaba las noches en oración" (cfr. Lc 6, 12); pero ninguna de estas oraciones ha sido presentada de modo tan profundo y penetrante como la de Getsemaní. Lo cual es comprensible. Pues en la vida de Jesús no hubo otro momento tan decisivo. Ninguna otra oración entraba de modo tan pleno en la que había de ser «su hora». De ninguna otra decisión de su vida tanto como de ésta dependía el cumplimiento de la voluntad del Padre, el cual "tanto amó al mundo que le dio a su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).

            Cuando Jesús dice en Getsemaní: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42), revela la voluntad del Padre y de su amor salvífico al hombre. La «voluntad del Padre» es precisamente el amor salvífico: la salvación del mundo se ha de realizar mediante el sacrificio redentor del Hijo. Es muy comprensible que el Hijo del hombre, al asumir esta tarea, manifieste en su decisivo coloquio con el Padre la conciencia que tiene de la dimensión sobrehumana de esta tarea con la que cumple la voluntad del Padre en la divina profundidad de su unión filial.

            "He llevado a cabo la obra que me encomendaste realizar", (cfr. Jn 17, 4). Añade el Evangelista: "Lleno de angustia, oraba con más insistencia" (Lc 22, 44). Y esta angustia mortal se manifestó también con el sudor que, como gotas de sangre, empapaba el rostro de Jesús (cfr. Lc 22, 44). Es la máxima expresión de un sufrimiento que se traduce en oración, y de una oración que, a su vez, conoce el dolor, al acompañar el sacrificio anticipado sacramentalmente en el Cenáculo, vivido profundamente en el espíritu de Getsemaní y que está a punto de consumarse en el Calvario.

            Precisamente sobre estos momentos de la oración sacerdotal y sacrificial es sobre los que deseo llamar vuestra atención, queridos hermanos, en relación con nuestra oración y nuestra vida.

 

II. La oración como centro de la existencia sacerdotal

 

7. Si en nuestra meditación del Jueves Santo de este año unimos el Cenáculo con Getsemaní, es para comprender como nuestro sacerdocio debe estar profundamente vinculado a la oración: enraizado en la oración.

            En efecto, la afirmación no requiere demostración, sino que más bien necesita ser cultivada constantemente con la mente y con el corazón, para que la verdad que hay en ella pueda llevarse a cabo en la vida de un modo cada vez más profundo.

            Se trata, pues, de nuestra vida, de la misma existencia sacerdotal, en toda su riqueza, que se encierra, antes que nada, en la llamada al sacerdocio, y que se manifiesta también en ese ser vicio de la salvación que surge de ella. Sabemos que el sacerdocio ―sacramental y ministerial― es una participación especial en el sacerdocio de Cristo. No existe sin él y fuera de él. "Sin mi no podéis hacer nada" (Jn 15, 5), dijo Jesús en la última Cena, como conclusión de la parábola sobre la vid y los sarmientos.

            Cuando más tarde, durante su oración solitaria en el huerto de Getsemaní, Jesús se acerca a Pedro, a Juan y a Santiago y los encuentra dormidos, los despierta y les dice: "Vigilar y orad para no caer en tentación" (Mt 26, 41).

            La oración, pues, había de ser para los Apóstoles el modo concreto y eficaz de participar en la "hora de Jesús", de enraizarse en Él y en su misterio pascual Así será siempre para nosotros, sacerdotes. Sin la oración existe el peligro de aquella "tentación" en la que cayeron por desgracia los Apóstoles cuando se encontraron cara a cara con el "escándalo de la cruz" (cfr. Gál 5, 1 l).

8. En nuestra vida sacerdotal la oración tiene una variedad de formas y significados, tanto la personal, como la comunitaria, o la litúrgica (pública y oficial). No obstante, en la base de esta oración multiforme siempre hay que encontrar ese fundamento profundísimo que pertenece a nuestra existencia en Cristo, como realización especifica de la misma existencia cristiana, y más aún, de modo más amplio de la humana. La oración, pues, es la expresión connatural de la conciencia de haber sido creados por Dios, y más aún ―como revela la Biblia― de que el Creador se ha manifestado al hombre como Dios de la Alianza.

            La oración, que pertenece a nuestra existencia sacerdotal, comprende naturalmente dentro de todo lo que deriva de nuestro ser cristianos, o también simplemente del ser hombres hechos "a imagen y semejanza" de Dios. Incluye, además, la conciencia de nuestro ser hombres y cristianos como sacerdotes. Y esto es precisamente lo que quiere descubrir el Jueves Santo, llevándonos con Cristo, después de la última Cena, a Getsemaní.

En efecto, allí somos testigos de la oración del mismo Jesús, que precede inmediatamente al cumplimiento supremo de su sacerdocio por medio del sacrificio, de sí mismo en la Cruz. Él, "constituido Sumo Sacerdote de los bienes futuros.... entró una vez para siempre en el santuario... por su propia sangre", (Heb 9, 11 12). De hecho, si bien era sacerdote desde el primer momento de su existencia, sin embargo "llegó a ser" de modo pleno el único sacerdote de la nueva y eterna Alianza mediante el sacrificio redentor, que tuvo su comienzo en Getsemaní. Este comienzo tuvo lugar en un contexto de oración.

 

9. Para nosotros, queridos hermanos, esto es un descubrimiento de importancia fundamental el día del Jueves Santo, al que justamente consideramos como el día del nacimiento de nuestro sacerdocio ministerial en Cristo. Entre las palabras de la institución: "Este es mi Cuerpo que es entregado por vosotros"; "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" y el cumplimiento efectivo de lo que esas palabras expresan, se interpone la oración de Getsemaní. ¿Quizá no es verdad que, a lo largo de los acontecimientos pascuales, ella nos lleva a la realidad, también visible, que el sacramento significa y renueva al mismo tiempo?

            El sacerdocio, que ha llegado a ser nuestra herencia en virtud de un sacramento tan estrechamente unido a la Eucaristía, es siempre una llamada a participar de la misma realidad divino-humana, salvífica y redentora, que precisamente por medio de nuestro ministerio debe dar siempre nuevos frutos en la historia de la salvación: "Para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16).

El santo Cura de Ars, cuyo centenario de su nacimiento celebramos el año pasado, se nos presenta precisamente como el hombre de esta llamada, reavivando su conciencia también en nosotros. En su vida heroica la oración fue el medio que le permitía permanecer constantemente en Cristo, "velar" con Cristo de cara a su "hora".

Esta "hora" es decisiva para la salvación de tantos hombres, confiados al servicio sacerdotal y al cuidado pastoral de cada presbítero. En la vida de San Juan María Vianney, esta "hora" se realizó especialmente con su servicio en el confesionario.

 

10. La oración en Getsemaní es como una piedra angular, puesta por Cristo al servicio de la causa "que el Padre le ha confiado": obra de la redención del mundo mediante el sacrificio ofrecido en la Cruz.

            Partícipes del sacerdocio de Cristo, que está unido indisolublemente a su sacrificio, también nosotros debemos poner la Piedra angular de la oración como base de nuestra existencia sacerdotal. Nos permitirá sintonizar nuestra existencia con el servicio sacerdotal, conservando intacta la identidad y la autenticidad de esta vocación, que se ha convertido en nuestra herencia especial en la Iglesia, como comunidad del Pueblo de Dios.

            La oración sacerdotal ―especialmente la Liturgia de las Horas y la adoración Eucarística― nos ayudará a conservar antes que nada la conciencia profunda de que, como «siervos de Cristo», somos de modo especial y excepcional "administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, l). Cualquiera que sea nuestra tarea concreta, cualquiera que sea el tipo de compromiso en que desarrollamos el servicio pastora la oración nos asegurará la conciencia de esos misterios de Dios, de los que somos "administradores", y la llevará a manifestarse en todas nuestras obras. De este modo seremos también para los hombres un signo visible de Cristo y de su Evangelio.

¡Queridísimos hermanos! Tenemos necesidad de oración, de oración profunda y, en cierto sentido, "orgánica", para poder ser ese signo. "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros". ¡Sí! Concretamente, ésta es una cuestión de amor, de amor "a los demás"; efectivamente, el «ser», como sacerdotes «administradores de los misterios de Dios», significa ponerse a disposición de los demás y, así, dar testimonio de ese amor supremo que está en Cristo, de ese amor que es Dios mismo.

 

11. Si la oración sacerdotal reaviva esta conciencia y esta actitud en la vida de cada uno de nosotros, al mismo tiempo, de acuerdo con la "lógica" profunda de ser administradores de los misterios de Dios, la oración debe ampliarse y extenderse constantemente a todos aquellos que "el Padre nos ha dado" (cfr. Jn 17, 6).

            Esto es lo que sobresale claramente en la oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo: "He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra" (Jn 17, 6).

            A ejemplo de Jesús, el Sacerdote, "administrador de los misterios de Dios", es Él mismo cuando es "para los demás". La oración le da una especial sensibilidad hacia los demás haciéndolo sensible a sus necesidades, a su vida y a su destino. La oración permite también al sacerdote reconocer a los "que el Padre le ha dado"...

     Estos son, ante todo, los que, por así decirlo, son puestos por el Buen Pastor en el camino de su servicio sacerdotal, de su labor pastoral. Son los niños, los adultos, los ancianos. Son la juventud, las parejas de novios, las familias, pero también las personas solas. Son los enfermos, los que sufren, los moribundos.

Son los que están espiritualmente cercanos, dispuestos a la colaboración apostólica, pero también los lejanos, los ausentes, los indiferentes, muchos de los cuales, sin embargo, pueden encontrarse en una fase de reflexión y de búsqueda. Son los que están mal dispuestos por varias razones, los que se encuentran en medio de dificultades de naturaleza diversa, los que luchan contra los vicios y pecados, los que luchan por la fe y la esperanza. Los que buscan la ayuda del sacerdote y los que lo rechazan.

            ¿Cómo ser sacerdote "para" todos ellos y para cada uno de ellos según el modelo de Cristo? ¿Cómo ser sacerdote "para" aquéllos que "el Padre nos ha dado", confiándonoslos como un encargo? Nuestra prueba será siempre una prueba de amor, una prueba que hemos de aceptar, antes que nada, en el terreno de la oración.

           

12. Queridos hermanos: Todos sabemos bien cuánto cuesta esta prueba. ¡Cuánto cuestan a veces los coloquios aparentemente normales con las distintas personas!. ¡Cuánto cuesta el servicio a las conciencias en el confesionario. Cuánto cuesta la solicitud "por todas las iglesias" (cfr. 2 Cor 11, 28): Sollicitudo omnium ecclesiarum): ya se trate de las "iglesias domésticas" (Cfr. LG, 11), es decir, las familias, especialmente en sus dificultades y crisis actuales; ya se trate de cada persona "templo del Espíritu Santo" (1 Cor 6, 19): de cada hombre o mujer en su dignidad humana y cristiana; y finalmente, ya se trate de una iglesia-comunidad como la parroquia, que sigue siendo la comunidad fundamental, o bien de aquellos grupos, movimientos, asociaciones, que sirven a la renovación del hombre y de la sociedad según el espíritu del Evangelio florecientes hoy en la Iglesia y por los que hemos de estar agradecidos al Espíritu Santo, que hace surgir iniciativas tan hermosas. Tal empeño tiene su "coste", que hemos de sostener con la ayuda de la oración..

            Por lo tanto, la oración nos permitirá, a pesar de muchas contrariedades, dar esa prueba de amor que ha de ofrecer la vida de cada hombre, y de modo especial la del sacerdote. Y cuando parezca que esa prueba supera nuestras fuerzas, recordemos lo que el evangelista dice de Jesús en Getsemaní: «Lleno de angustia, oraba con más insistencia» (Lc 22, 44).

 

13. El Concilio Vaticano II presenta la vida de la Iglesia como peregrinación en la fe (cfr. const. dogm. Lumen gentium, 48 ss.). Cada uno de nosotros, queridos hermanos, en razón de su vocación y ordenación sacerdotal, tiene una participación especial en esta peregrinación. Estamos llamados a avanzar guiando a los demás, ayudándolos en su camino como ministros del Buen Pastor. Como administradores de los misterios de Dios debemos, pues, tener una madurez de fe, adecuada a nuestra vocación y a nuestras funciones. Pues, "lo que se busca en los administradores es que sean fieles" (1 Cor 4, 2), desde el momento en que el Señor les confía su patrimonio.

            Por lo tanto, es conveniente que en esta peregrinación de la fe, cada uno de nosotros fije la mirada de su alma en la Virgen María, Madre de Jesucristo, Hijo de Dios. Pues ella ―como enseña el Concilio siguiendo a los Padres― nos "precede" en esta peregrinación (cfr. const. dogm. Lumen gentium, 58) y nos ofrece un ejemplo sublime, que he deseado poner también de relieve en mi reciente Encíclica, publicada en vistas al Año Mariano, al que nos estamos preparando.

En María, que es la Virgen Inmaculada, descubrimos también el misterio de esa fecundidad sobrenatural por obra del Espíritu Santo, por el que ella es «figura» de la Iglesia. En efecto, la Iglesia «se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (const. dogm. Lumen gentium, 64), según el testimonio del Apóstol Pablo: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto" (Gál 4, 19); y llega a serlo sufriendo como una madre, que "cuando pare, siente tristeza porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un hijo no se acuerda de la tribulación, por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre" (Jn 16, 21).

            ¿Acaso este testimonio no toca también la esencia de nuestra especial vocación en la Iglesia?. Sin embargo ―digámoslo al concluir―, para que podamos hacer nuestro el testimonio del Apóstol, tenemos que mirar constantemente al Cenáculo y a Getsemaní, y volver a encontrar el centro mismo de nuestro sacerdocio en la oración y mediante la oración.

            Cuando, con Cristo, clamamos: "Abbá, Padre", entonces "el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 8, 1516). "Y asimismo, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu" (Rom 8, 2627).

Recibid, queridos hermanos, el saludo pascual y el beso de la paz en Jesucristo Nuestro Señor.

 

Vaticano, 13 de abril del año 1987.

JUAN PABLO II

 

4. LA  CARIDAD PASTORAL: UNIDAD DEL SER Y EXISTIR SACERDOTAL EN CRISTO SACERDOTE 

 

La caridad pastoral es el amor o caridad de Cristo buen Pastor, es el Espíritu de Amor de Cristo, Espíritu Santo, que se nos comunica por la Unción y Consagración en el ser y existir de Cristo.

La configuración sacramental con Jesucristo impone al sacerdote un nuevo motivo para alcanzar la santidad (PO 13), a causa del ministerio que le ha sido confiado, que es en sí mismo santo. Esto no significa que la santidad, a la cual son llamados los sacerdotes, sea subjetivamente mayor que la santidad a la que son llamados todos los fieles cristianos por motivo del bautismo.

La santidad es siempre la misma, si bien con diversas expresiones, pero el sacerdote debe tender a ella por un nuevo motivo: corresponder a la nueva gracia que le ha conformado para representar a la persona de Cristo, Cabeza y Pastor, como instrumento vivo en la obra de la salvación (PO 12). «De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo la perfección sacerdotal que reduce a la unidad su vida y su actividad» (PO 14).

En el cumplimiento de su ministerio, por tanto, aquel que es «sacerdos in aeternum», debe esforzarse por seguir en todo el ejemplo del Señor, uniéndose a Él «en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño» (PO 14). Sobre este fundamento de amor a la voluntad divina y de caridad pastoral se construye la unidad de vida, es decir, la unidad interior entre la vida espiritual y la actividad ministerial: « La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo.

En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella «vida según el Espíritu » y para aquel « radicalismo evangélico » al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual.

Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. « ¿Ejerces la cura de almas? », preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: « No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quien y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar  a Cristo en nosotros mismo y en los demás» (S. CARLOS BORROMEO, Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1559, 1178).

            Todos reconocemos que la oración es algo fundamental y básico,  ya que el mismo Cristo Jesús así lo advierte: “Orad y vigilad siempre...”. El Papa lo considera con igual tenor, de modo que la oración del sacerdote ha de ser asidua y constante: «La oración asidua es centra en la vida del Sacerdote», dijo a los Obispos de Méjico. No basta, por tanto, la oración esporádica, ocasional, circunstancial: el sacerdote debe orar constantemente, y en tiempos prefijados de modo que le sirvan como «punto de referencia», en su trato diario de amistad  con el Señor.

            Por otra parte, la oración que brota del corazón del sacerdote es una condición necesaria para responder adecuadamente a las exigencias que plantea el ministerio sacerdotal: «Sólo en la oración podremos cumplir los deberes de nuestro ministerio y responder a las esperanzas del mañana» (Sacerotes de Génova 21-9-1985).

            Gracias a la virtud que Dios confiere por la oración, el sacerdote perseverará en el ministerio, para orientarse determinadamente hacia la santidad a la que Dios le llama. Por la oración mantendrá incólume —incluso la enriquecerá, con nuevas luces— su «identidad sacerdotal»: «Partícipes del sacerdocio de Cristo, que está unido indisolublemente a su sacrificio, también nosotros debemos poner la piedra angular de la oración como base de nuestra existencia sacerdotal. Nos permitirá sintonizar nuestra existencia con el servicio sacerdotal, conservando intacta la identidad y la autenticidad de esta vocación, que se ha convertido en nuestra herencia especial en la Iglesia, como comunidad del Pueblo de Dios». (Carta a los sacerdotes 8-4-1979).

También por la oración el sacerdote profundiza en la verdad revelada, verdad que ha de integrar y enriquecer su vida, sobre todo, por la conversión. Como repetiré hasta la saciedad, la oración verdadera lleva a la conversión; amar, orar y convertirse se conjugan igual. Si me canso de convertirme, me canso de hacer oración. Lo dice el Papa: «Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no desfallecer”.

La oración es en cierta manera la primera y última condición de la conversión, del progreso espiritual a la santidad. Tal vez en los últimos años —por lo menos, y entre algunos determinados ambientes— se ha discutido demasiado sobre el sacerdocio, sobre la identidad del sacerdote, sobre el valor de su presencia en el mundo contemporáneo, etc., y por el contrario se ha orado demasiado poco.

No ha habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de la oración, para hacer eficaz su auténtico dinamismo evangélico, para confirmar la identidad sacerdotal. Es la oración la que señala el estilo esencial del sacerdocio; sin ella, el estilo se desfigura. La oración nos ayuda a encontrar siempre la luz que nos ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación sacerdotal, y que sin cesar nos dirige, aunque alguna vez da la impresión de perderse en la oscuridad.

La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, cosa que es indispensable si queremos conducir a los demás a Él. La oración nos ayuda a creer, a esperar y a amar, incluso cuando nos lo dificulta nuestra debilidad humana” (Carta a los sacerdotes, 8-4-1979, n.10c).

            Juan Pablo II lleva a plenitud el espíritu de la oración sacerdotal, oración que penetra e invade el trabajo ministerial: Es la oración de contemplación: «Como consagrados no sólo debemos rezar, debemos ser una oración viva. Se podría decir también, debemos rezar aparentemente no rezando. Debemos rezar no teniendo aparentemente tiempo para rezar, pero debemos rezar. Es otra paradoja. Humanamente, esto es algo imposible: ¿Cómo rezar no rezando? Pero san Pablo nos dice que “el Espíritu ora en nosotros”, entonces la cosa resulta algo distinta» (Carta del Jueves Santo 13-4-1987).

 Este espíritu contemplativo sacerdotal confluyen «oración» y «ministerio», y debe enriquecerse incesantemente con el estudio y la formación permanente, de modo que la doctrina pase a informar la vida y, la vida se transforme en apostolado convincente: «La oración debemos unirla a un trabajo continuo sobre nosotros mismos: es la formación permanente» (Ibid.)

            El mismo Papa nos indica el camino para unir ser y actuar sacerdotal en Cristo, dos caminos de santidad sacerdotal que se exigen recíprocamente: trato íntimo con el Señor en la oración, que no lleve y empuje al ministerio santamente ejercido en unión con Él, y que a su vez nos lleve nuevamente al encuentro con Él para darle cuenta y recibir nuevo impulso:

            «En el Decreto del concilio Vaticano II sobre el ministerio y vida de los presbíteros, se indican dos caminos para la santificación personal y la espiritualidad del sacerdote. El primero es la intimidad profunda con Cristo. Es la espiritualidad que el sacerdote cultiva en los momentos de silencio, de adoración, en la lectura de la Palabra de Dios, en la Liturgia de las Horas, en la meditación personal. El segundo camino—inseparable del primero— es el propio ministerio sacerdotal ejercido con generosa entrega como continuación lógica de su intimidad con el Señor (cf. PO, 14). Por todo ello, los presbíteros, “como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4,1) han de estar imbuidos de un gran espíritu de servicio y obediencia, gran celo por la salvación de las almas, dispuestos al sacrificio, asiduos en la oración, enamorados de su ministerio, y que hagan de la Eucaristía el centro y la fuente de todos sus anhelos pastorales» (Discurso a Obispos de Perú, en Visita «ad Limina», 13-5-1989).

            En concreto, el sacerdote tiene que ser un hombre de oración o no será, y su vida de oración debe ser «renovada» constantemente. La experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu.

Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar “al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, <<llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles» (PDV 72).

La entera historia de la Iglesia se encuentra iluminada por espléndidos modelos de donación pastoral verdaderamente radical. Existe ciertamente un numeroso batallón de santos sacerdotes que, como el Cura de Ars, patrono de los párrocos, han llegado a una eximia santidad a través de la generosa e incansable dedicación a la cura de almas, acompañada de una profunda ascesis y de una gran vida interior. Estos pastores, inflamados por el amor de Cristo y por la consiguiente caridad pastoral, constituyen un Evangelio vivo.

Algunas corrientes culturales contemporáneas confunden la virtud interior, la mortificación y la espiritualidad con una forma de intimismo, de alienación y, por tanto, de egoísmo incapaz de comprender los problemas del mundo y de la gente. Se ha desarrollado también, en algunos lugares, una tipología multiforme de presbíteros: desde el sociólogo al terapeuta, del obrero al político, al «manager»... hasta llegar al sacerdote «jubilado». A este propósito se debe recordar que el presbítero es portador de una consagración ontológica que se extiende a tiempo completo.

Su identidad de fondo hay que buscarla en el carácter conferido por el sacramento del Orden, por el cual se desarrolla fecundamente la gracia pastoral. Por tanto, el presbítero debería saber actuar siempre en cuanto sacerdote. Él, como decía San Juan Bosco, es sacerdote tanto en el altar y en el confesionario como en la escuela o por la calle: en cualquier sitio. Alguna vez los mismos sacerdotes son inducidos, por circunstancias actuales, a pensar que su ministerio se encuentra en la periferia de la vida, cuando en realidad se encuentra en el corazón mismo de ella, puesto que tiene la capacidad de iluminar, reconciliar y renovar todas las cosas.

Puede suceder también que algunos sacerdotes, tras haber comenzado su ministerio con un entusiasmo cargado de ideales, experimenten el desinterés y la desilusión, e incluso el fracaso. Muchas son las causas: desde la deficiente formación hasta la falta de fraternidad en el presbiterio diocesano, desde el aislamiento personal hasta la ausencia de interés y apoyo por parte de la comunidad de los creyentes, desde los problemas personales, incluso de salud, hasta la amargura de no encontrar respuestas y soluciones, desde la desconfianza por la ascesis y el abandono de la vida interior hasta la falta de fe, y, a veces, por fallos pastorales hasta del Obispo  mismo: « (Los Obispos) traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis. Vivan preocupados de su condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito» (Christus Dominus, n. 16).

            De hecho el dinamismo ministerial exento de una sólida espiritualidad sacerdotal se traduciría en un activismo vacío y privado de valor profético. Resulta claro que la ruptura de la unidad interior en el sacerdote es consecuencia, sobre todo, del enfriamiento de su caridad pastoral, o sea, del descuido a la hora de «custodiar con amor vigilante el misterio del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad» (PDV 72).

            La caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote y —dado el contexto socio-cultural en el que vive— es instrumento indispensable para llevar a los hombres a la vida de la gracia.

            Plasmada con esta caridad, la actividad ministerial será una manifestación de la caridad de Cristo, buen pastor, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo a la grey, que le ha sido confiada. (PO 14).

            La asimilación de la caridad pastoral de Cristo —de manera que dé forma a la propia vida— es una meta, que exige del sacerdote continuos esfuerzos y sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una vez para siempre. El ministro de Cristo se sentirá obligado a vivir esta realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se le quite el peso de encargos pastorales concretos.

            Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por un cierto «funcionalismo ». De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de una mentalidad, que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos funcionales. Esta concepción reduccionista del ministerio sacerdotal lleva el peligro de vaciar la vida de los presbíteros y, con frecuencia, llenarla de formas no conformes al propio ministerio.El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de su esposa, encontrará en la oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer también este peligro (CIC 279). Entretenerse  coloquio íntimo de adoración frente al Buen Pastor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, constituye una prioridad pastoral superior con mucho a cualquier otra. El sacerdote, guía de una comunidad, debe poner en práctica esta prioridad para no caer en la aridez interior y convertirse en canal seco, que a nadie puede ofrecer cosa alguna.

            La obra pastoral de mayor relevancia es, sin duda alguna, la espiritualidad. Cualquier plan pastoral, cualquier proyecto misionero, cualquier dinamismo en la evangelización, que prescindiese del primado de la espiritualidad y del culto divino estaría destinado al fracaso.

            Esta identificación sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote inserta específicamente al presbítero en el misterio trinitario y, a través del misterio de Cristo, en la comunión ministerial de la Iglesia para servir al Pueblo de Dios (PDV 21).

 

 

 

5. SIN ORACIÓN PERSONAL LOS SACERDOTES NO PODEMOS VIVIR LA CARIDAD PASTORAL DE CRISTO PASTOR 

 

“Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto”

 

Y no hace falta ser agricultor para saber lo que le pasa al sarmiento, si se separa de la vid: “se seca”, dice el Señor. Evidente, Señor, no hacía falta que lo dijeras, porque lo vemos todos los días. Pero por qué, Señor, insistes tanto en esta parábola de la vid en este aspecto: pues para convencernos de lo evidente, de lo que debiera ser evidente en nuestra vida sacerdotal, que es precisamente ser y vivir en Cristo por amor permanente de oración permanente.

Es la cosa más evidente del mundo y, sin embargo, se ignora y no se tiene en cuenta en las reuniones pastorales: reuniones y más reuniones de arciprestazgo o diocesanas y allí no se oye hablar de la caridad pastoral del buen Pastor, de la necesidad de identificación con Cristo para el apostolado, de cultivar la oración y la conversión para que el Espíritu Santo nos comunique el Espíritu del buen Pastor, el Espíritu de Pentecostés, el Espíritu, Fuego de Amor, del Espíritu Santo.

Lo ha dicho el Señor; sin unión de amor con Él, sin relación o encuentro de amor personal con Él y esto es oración, sin unión  a Él por la oración personal, yo no puedo dar frutos de santificación y vida cristiana. Y me estoy refiriendo ahora a mi propia persona.

Yo confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Que me quite el Señor hasta la fe y las demás gracias y lo que sea, pero que no me quite la oración, porque por el amor que recibo, cultivo, me comunica y me provoca la meditación y la oración, poco a poco recuperaré todo lo perdido. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no se pueden hacer las acciones de Cristo.

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí, y con toda humildad, que eso es «andar en verdad» para Santa Teresa, unido a Cristo por la oración, puedo decir con San Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí.

Sin oración, y voy a decir y expresarlo con más exactitud, sin oración contemplativa, unitiva, que es un estado de unión y oración con Cristo a la que me ha llevado la oración primera y elemental, la meditativa, la oración mental iniciática, yo no puedo tener el gozo y la experiencia de Dios, pura gracia que yo no sé ni puedo fabricar, aquí no valen ya las técnicas ni los libros ni todo lo que yo haga y medite, aquí es el Espíritu Santo el único maestro que sabe de estas realidades espirituales y misteriosas, místicas y unitivas y contemplativas, hasta el punto de que la persona que las sufre, es patógeno de Cristo, sufre la experiencia de esta identificación sentida en su alma y puede decir con San Pablo: “no soy yo, es Cristo quien vive en mi”.

Sin oración «mental» personal, yo podía ser un buen profesional del sacerdocio,  pero yo  no puedo tener unión espiritual y operativa en Cristo, Único Sacerdote, a quien todos los sacerdotes prolongamos en su misión salvadora.

La oración, que iniciada en determinados momentos del día, termina luego haciéndose permanente por el amor, me lleva a la conversión  permanente, al amor y conversión permanente  al ser y actuar sacerdotal de Cristo Sacerdote, -- orar, amar y convertirse se conjugan igual, si falla uno de los tres elementos, especialmente la conversión permanente, se acabó la oración--, la oración, repito, me descubre cada día, alimenta y sostiene y potencia el gozo, la vivencia y la experiencia de la Unción y Consagración de mi «ser y existir para siempre en Cristo Sacerdote», --carácter y gracia sacerdotal-- por la potencia de Amor del Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo que le lleva a encarnarse y se Sacerdote del Altísimo, y del cual participamos todos los sacerdotes por la potencia de amor del Espíritu Santo: dimensión trinitaria del sacerdocio.

 El Hijo hace Padre de Amor a su Padre, aceptando realizar su proyecto de Amor al hombre, -- dimensión trinitaria--; y aceptando ser Hijo encarnado – dimensión cristológica--, es constituido Sacerdote Único del Altísimo, constituido por la misma encarnación en puente de salvación entre Dios y los hombres: por ese puente-pontífice bajan los dones de Dios a los hombres; y los hombres podemos subir hasta los misterios de Dios Trino y Uno; y todo esto, tanto el proyecto de Amor del Padre, como la encarnación de ese proyecto en el Hijo, todo es y se realiza por la potencia de Amor del Espíritu Santo – dimensión pneumatológica de la salvación--,  cantada por  la potencia de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en pentagramas de acordes de felicidad y armonía trinitaria, llena de Vida y Eternidad y Hermosura y  Esplendores divinos, pronunciada y cantada por nuestro Dios Uno y Trino  para toda la humanidad -- dimensión eclesiológica del sacerdocio—.

Mi sacerdocio y a mis hermanos, los sacerdotes, los tengo siempre presentes en mi mente y en mi corazón, en toda mi vida litúrgica, oracional y apostólica, ya que todo sacerdote es presencia sacramental de Cristo y Cristo quiero que sea el centro y la razón de mi vivir y existir. En este sentido puedo decir que todos mis escritos son sacerdotales,  porque el sacerdocio y a los sacerdotes los tengo tan metidos en mi alma, que vivo con y por ellos en Cristo.

En este libro quiero exponer alguno apuntes sobre lo que yo entiendo por oración personal, oración personal sacerdotal de la que he tratado y escrito bastante y que para mí es fundamento y base esencial de la santidad y apostolado presbiteral, de todo nuestro ser y existir en Cristo Sacerdote.

Personalmente todo se lo debo a la oración. Ya lo he dicho. Y soy muy consciente de lo que afirmo. ¿Para qué quiero yo el sacerdocio, cómo poder hacer las acciones de Cristo, el apostolado, cómo identificarme con su ser y existir, cómo ser santo, estar totalmente unido a Él, si no lo busco y encuentro personalmente, en amistad y relación personal, en la oración personal, en «trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama? Como todo encuentro personal de amor tiene que ser por el trato diario: «el roce hace el cariño, que decimos vulgarmente». Si quiero amistad con una persona, la busco, la encuentro, hablo con ella, y a mayor amistad, mayor trato. Si dejo de tratar con ella, se va perdiendo la amistad. Y así lo programamos cuando no nos interesa la amistad con alguien. Dejamos de tratarla.

Pues bien, a la luz de esto, analicemos nuestra relación con Cristo, nuestra amistad particular con Él, incluso en el «opere operato» de la liturgia, donde por parte suya se da el amor extremo hasta dar la vida: la misma Eucaristía. En ella, Cristo total y completo, viene en mi búsqueda; pero si, cuando celebro la Eucaristía, no lo acepto y lo recibo mediante mi oración personal, mediante mi deseo de encuentro de amor, pues habrá unión sacramental vacía de amor, y no sentiré el gozo y la gracia del encuentro salvador puesto que lo hago rutinariamente, sin relación personal de amor.

Estoy tan convencido de la esencialidad de la oración personal en la vida de todo sacerdote, que la advertencia y la  exigencia dirigida por Cristo a los Apóstoles de permanecer unidos a Él, valedera para todos sus seguidores,  la considero especialmente dirigida a los sacerdotes: “Sin mi no podéis hacer nada”: que traduzco de la siguiente manera: «sin oración, no podéis hacer nada»

Sin el Espíritu de Cristo, sin el Espíritu de Pentecostés, recibido por los Apóstoles “reunidos en oración con la madre de Jesús”, no hay fuerza ni fuego ni convencimiento. De hecho, los Apóstoles habían sido ordenados hacía poco tiempo, y de ellos, Juan fue el único que estuvo “junto a la cruz” “estaban junto a cruz su madre y ...” Es más, todos le vieron resucitado, y, a pesar de eso, siguieron “con la puertas cerradas por miedo a los judios”.

Y sólo, cuando María, madre sacerdotal de Cristo y nuestra, los reunió en oración, descendió Cristo hecho fuego, hecho «llama de Amor viva”, y los transforma y los quema por dentro y los hace ser y existir totalmente en  Él.

En Pentecostés, por la experiencia del Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, tuvieron experiencia de lo que eran y creían, y ese fuego de Amor que les quemaba por dentro, a la vez les iluminaba y les hacía entender lo que eran, su ser y actuar en Cristo Sacerdote.

La oración personal les da la experiencia de lo que son en Cristo. No había sido suficiente tener el carácter sacerdotal, el ser y existir en Cristo, ni haberle visto resucitado, faltaba la experiencia, la vivencia de lo visto y creído, que eso sólo lo da el Amor de Dios por la oración, como le pasó a Pablo, que no vió ni vivió con el Cristo histórico, y sin embargo, para mí, que llegó a mayor unión y le amó más que otros Apóstoles, si exceptuamos a Juan, por el rapto de amor, por la experiencia de amor contemplativa y unitiva y transformativa de Damasco, que le llevó a la unión total con el Amado y poder sentir y expresar su amor en alturas y vivencias no sentidas por los otros Apóstoles que le vieron históricamente.

Queridos hermanos sacerdotes, estoy a punto de cumplir mis bodas sacerdotales. Y repito. Todo se lo debo a la oración. La oración  provoca mi gozo y en las penas y alegrías allí encuentro a nuestro Cristo vivo y resucitado, que me llena de su Luz y su Verdad y consuelo, de fe, esperanza y amor cada día más limpio y purificado. Seguimos luchando. No hemos llegado a la meta. Pero estamos caminando hacia ella, sobre todo, mirando al Sagrario.

 A mí que me falle y me falte la gracia y hasta la fe, pero que no me quiten la oración, porque con ella vuelvo a subir hasta Cristo, hasta el Verbo, hasta la Trinidad, que me habita y me llena de su Amor, del Espíritu Santo. Y sin ella, no sé hasta donde puedo bajar, porque me encuentro solo y triste y sin fuerzas e ilusión y sentido de para qué vivo y a donde voy. Con Él lo tengo todo. Y ese todo, por lo menos yo, le consigo por la oración, por el amor, por la amistad particular con el Hijo de Dios. Y esto no es poco. Es el máximo de las aspiraciones humanas.

 

Todo creyente en Cristo, pero sobre todo, todo sacerdote necesita este encuentro de amistad, de amor, de perdón, de luz, de consuelo... que es la oración, que me quema y me transforma y abrasa de amor y de luz  por dentro, con el fuego del Espíritu Santo, que, como dice San Juan de la Cruz, a la vez que alumbra, quema y abrasa en llama de amor viva, con fuego transformante de Espíritu Santo que nos convierte en humanidad supletoria de Cristo por una nueva encarnación sacramental para que Cristo, su Espíritu, pueda seguir amando, predicando y prolongando su ser y existir de Único y Sumo sacerdote en mí y en todos los sacerdotes.

Por tanto, y ya lo repetiré largamente en este libro, escrito esencialmente para eso –basta leer el título--, necesitamos, como el respirar, la oración, la oración y la oración, que nos lleve cada día a convertirnos más en Cristo, en prolongación de Cristo, de su misma vida apotólica, sus mismos sentimientos, su mismo Amor de Espíritu Santo. Si no respiramos, nos morimos. Así pasa con la oración. Si no la hacemos, morimos a la unión de amor y experiencia de Cristo.

Y a mí me preocupa mucho la secularización externa del mundo, que rodea a la Iglesia, pero lo que más me preocupa es la secularización interna de la misma Iglesia, la falta de amor personal y apasionado por Cristo y  de experiencia viva de Dios.

En estos tiempos, para ser un buen cristiano, sobre todo, un buen sacerdote, no basta un amor ordinario a Cristo, como en otros tiempos, en que el ambiente ayudaba y protegía; hoy hace falta un amor personal extraordinario y apasionado por Cristo, una experiencia viva y  personal de nuestro Dios Trino y Uno. Sin el amor de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

Éste ha sido uno de los motivos determinantes de que escriba este libro sobre esta verdad fundamental esencial en la vida de todo cristiano, pero especialmente de los sacerdotes, que hemos sido ungidos y consagrados por el Espíritu Santo en el ser y existir sacerdotal de Cristo. En este sentido recuerdo que hace años leí un artículo que me impresionó profundamente. De tal manera que lo conservo y lo voy a compartir contigo.

El artículo mencionado se titulaba: ¿Por qué no somos mejores sacerdotes?

 

«El P. Lesser es un sacerdote diocesano inglés, bien conocido entre los lectores católicos de la India. Nacido en la India de padres ingleses, hizo su carrera eclesiástica en Inglaterra. Ordenado sacerdote optó por una diócesis de la India, y desde hace varios años trabaja como misionero en el estado de Rajasthan.

Hace pocos años dictó una serie de conferencias en la BBC de Londres, sobre famosos líderes religiosos de la India. El P. Lesser ofrece en un artículo reciente, los resultados de una encuesta de los obispos de la India, cuyo fin era investigar y descubrir la razón por la que un buen número de católicos han abandonado la Iglesia Católica para unirse a grupos Pentecostales. La razón más convincente parece ser la falta de experiencia de Dios en la Iglesia Católica. El P. Lesser se pregunta: ¿Cómo pueden tener nuestros católicos una profunda experiencia de Dios si no la reciben de sus sacerdotes? Y con lógica contundente sigue interrogándose: ¿Cómo pueden los sacerdotes ofrecer a sus fieles una experiencia de Dios, si ellos mismos no la poseen? ¿Y cómo pueden poseerla sin una intensa unión con Dios en la oración?

El P. Lesser da una respuesta clara y perentoria. Los sacerdotes de hoy no han sido formados en el seminario en una atmósfera de oración. No han aprendido a orar, no han entendido la necesidad de la oración. Para probar su tesis el P. Lesser cita un artículo que leyó en una revista inglesa, referente a los franciscanos de Gran Bretaña. Los franciscanos ingleses iban perdiendo por defección un buen número de sus sacerdotes. Contrataron a un psicólogo profesional para investigar las causas. No encontraron respuestas satisfactorias en la psicología.

Fuera del contexto de la investigación, un seminarista hizo una observación casual a propósito de que en los siete años de su formación en el seminario no había oído ni una sola plática o conferencia sobre la oración. Casi todos los presentes confirmaron que lo mismo les había ocurrido a ellos. El autor del artículo visitó conventos y consultó a muchos sacerdotes, y llegó a la conclusión de que la experiencia del joven franciscano era una experiencia muy extendida entre los sacerdotes de diversas tradiciones.

El P. Lesser examina de nuevo la cuestión: ¿No nos está ocurriendo algo semejante en la India? Los formadores en seminarios menores, reciben con frecuencia de sus obispos esta admonición: Dad a vuestros estudiantes una buena formación espiritual, pues si no la reciben en el seminario menor, no la van a recibir en el seminario mayor.

A continuación relata la revelación que le hizo un profesor de uno de los más prestigiosos seminarios de la India. Se lamentaba el sabio y devoto sacerdote de que durante el reciente campeonato mundial de cricket (en la India el cricket despierta un entusiasmo rayando la locura) los seminaristas estaban pegados a la televisión con notable detrimento de los estudios. Esto sin contar el daño para la vida y actividad espiritual.

A los seminaristas se les deja que campen por sus respetos en su formación espiritual, cuando no reciben ninguna clase de incentivos o estímulos de los formadores, y por otra parte están expuestos a muchas tentaciones e invitaciones al mal desde el mundo fuera del seminario. El P. Lesser entra en un detallado programa de sólida formación espiritual en nuestros seminarios, y hace responsables a los profesores y formadores de hacer un estricto seguimiento o acompañamiento espiritual a sus jóvenes.

El P. Lesser concluye el artículo: Todo seminarista, al entrar en el seminario, desea ser un buen sacerdote. ¿Pero puede uno ser un buen sacerdote si no es un hombre que hace oración, si no es santo, si no es un hombre de Dios?

Hay muchos sacerdotes, dice el autor del artículo, que son eruditos, muchos están sumergidos en trabajo social o en otras actividades apostólicas, pero son pocos los sacerdotes que pueden comunicar una experiencia de Dios porque ellos no son hombres de oración, hombres de Dios» (Revista Gujerat, octubre 1996, nº 578, pág 3-4).

¡El Padre Lesser ha dado en el clavo!

CAPÍTULO TERCERO


ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL


1.- ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL DESDE LA IDENTIDAD SACERDOTAL

 

            La espiritualidad sacerdotal, desde la Oración de Ordenación del Presbítero, la tengo ampliamente estudiada en mi libro Sacerdos /2, Editorial Edibesa, 2ª edición, Madrid 2006.    Paso ahora a estudiar otros aspectos interesantes desde otras perspectivas, especialmente desde la necesidad de la oración para vivirla, objeto principal de este libro.

            Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las edades desarrollan su ministerio con un esfuerzo gozoso, frecuentemente fruto de un heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los frutos de su labor.

            En virtud de este esfuerzo, ellos constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un ímpetu siempre nuevo al ejercicio del sagrado ministerio.

            Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que tienden a disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo menos creíble al mundo. El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua, siempre expuesta a la incomprensión y a la marginación, sobre todo hoy día, el sacerdote sufre con frecuencia la fatiga, la desconfianza, el aislamiento y la soledad.

            Para vencer este desafío, que la mentalidad secularista plantea al presbítero, éste hará todos los esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, especialmente por la oración, para estar siempre unido con Cristo, y vivir con generosidad la caridad pastoral.

            Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y ciertamente de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc 6, 12; Jn 17, 15-20). La misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-44), dirigida toda ella hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota, manifiesta  «hasta qué punto nuestro sacerdocio debe esta profundamente vinculado a la oración, radicado en la oración ».

            Nacidos sacerdotes de Cristo en el Cenáculo como fruto de esta oración, los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta mediante la oración, evitando descuidarla a causa de las diversas actividades. Para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada acción pastoral y esto se consigue y se mantiene por la oración personal.

            Tal vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con Cristo exige respirar un clima de amistad y de encuentro personal diario y permanente con el Señor Jesús y de servicio a la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero amará, dándose a ella mediante el servicio ministerial a cada uno de los fieles (CIC 276).

             Por lo tanto, es necesario que el sacerdote  organice su vida de oración de modo que incluya la celebración diaria de la eucaristía con una adecuada oración personal de preparación y acción de gracias, la confesión frecuente, y la dirección espiritual ya practicada en el seminario, la celebración íntegra y fervorosa de la liturgia de las horas, obligación cotidiana; el examen de conciencia; la oración-meditación-contemplación propiamente dicha; la lectio divina; los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios y retiros espirituales periódicos, las preciosas expresiones de devoción mariana, como el rosario;  el Vía crucis y otros ejercicios piadosos; la provechosa lectura hagiográfica, pero todo esto hecho con piedad y devoción.

            Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los presbíteros renuevan en la S. Misa de Jueves Santo ante él Obispo y junto con él, las promesas hechas en la ordenación.

            El cuidado de la vida espiritual debe sentirse como una exigencia gozosa por parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de los fieles que buscan en él —consciente o inconscientemente— al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza y todo esto se consigue y se mantiene especialmente por la oración sobre todo eucarística ante el Único Sacerdote esperándonos siempre en el Sagrrio.

            A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de la actividad pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de solicitudes, que lo podrían llevar a un creciente activismo exterior, sometiéndolo a un ritmo a veces frenético y desolador.

            Contra tal peligro o tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que “estuviesen con él”, y desde ese encuentro, “enviarlos a predicar” (Mc 3, 14).

            El mismo Jesús Sacerdote Eterno e Hijo de Dios ha querido dejarnos el testimonio de su oración. De hecho, con mucha frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en oración: cuando el Padre le revela su misión (Lc 3, 21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc 6, 12), en la acción de gracias durante la multiplicación de los panes (Mt 14, 19; 15, 36; Mc 6, 41; 8, 7; Lc 9, 16; Jn 6, 11), en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34) y resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11, 25 Ss; Lc 10, 21), al bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22, 32).

            Toda su actividad cotidiana nacía de la oración Se retiraba al desierto o al monte a orar (Mc 1, 33; 6, 46; Lc 5, 16; Mt 4,1; 14, 23), se levantaba de madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la noche entera en oración con Dios (Mt 14, 23.23; Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).

            Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26, 36-44), en la Cruz (Lc 23, 34.46; Mí 27, 46; Mc 15, 34) el divino Maestro demostró que la oración animaba su ministerio mesiánico y su éxodo pascual porque Resucitado de la muerte, vive para siempre e intercede por nosotros ante el Padre, como Sacerdote Único y Eterno.(Hebr 7, 25).

            Siguiendo el ejemplo de Cristo, el sacerdote, encarnación y prolongación de su sacerdocio eterno, debe saber mantener vivos y frecuentes los ratos de silencio y de oración, en los que cultiva la unión con Él y profundiza en el trato existencial con la Persona viva de Nuestro Señor Jesús.

             Para permanecer fiel al empeño de “estar con Jesús”, hace falta que el presbítero sepa hacerlo en ratos de oración eucarística ante el Sacerdote y Ofrenda presente en todos los Sagrarios e imitar y hacer presente a la Iglesia que ora. Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote recuerda la exhortación del evangelio hecha por el obispo el día de su ordenación: «Por esto, haciendo de la Palabra el objeto continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al Pueblo de Dios con la doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio de vida, serás constructor del templo de Dios, que es la Iglesia». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los sacramentos, y en particular de la Eucaristía: «Sé por lo tanto consciente de lo que haces, imita lo que realizas y, ya que celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleva la muerte de Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva ». Finalmente, con respecto a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al Padre : «Por esto, no ceses nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha venido no para ser servido, sino para servir y para buscar y salvar a los que se han perdido». Y la mirada de Cristo se realiza principalmente por la oración personal y eucarística. 

            Fortalecido por el especial vínculo con el Señor, el presbítero sabrá afrontar los momentos en que se podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su trato con Jesús, que en la Eucaristía es su refugio y su mejor descanso.

            Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3, 21; Mc 1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en la soledad, encuentra la comunión con Dios, (PO 18) por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo »

            Junto al Señor, especialmente en el Sagrario, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para llevar a sus feligreses definitivamente junto a Sagrrio donde Cristo siempre nos está esperando con los brazos abiertos; se quedó para eso, para ayudarnos...¿creemos o no creemos?

 

 

2.- EL PRESBÍTERO, TOTALMENTE CONSAGRADO A DIOS POR  LA UNCIÓN DEL SACRAMENTO DEL ORDEN, DEBE VIVIRLA EN PLENITUD

 

            Toda la tradición cristiana, nacida de la sagrada Escritura, habla del sacerdote como hombre de Dios, hombre consagrado a Dios: “Homo Dei”: es una definición que vale para todo cristiano, pero que san Pablo dirige en particular al obispo Timoteo, su discípulo, recomendándole el uso de la sagrada Escritura (cf. 2 Tim 3, 16).

Dicha definición se puede aplicar tanto al presbítero corno al obispo, en virtud de su especial consagración a Dios. A decir verdad, ya en el mismo bautismo todos recibimos una primera y fundamental consagración, que incluye la liberación del mal y el ingreso en un estado de especial pertenencia ontológica y psicológica a Dios (S. Tomás, S Th  II—II, q. 81, a. 8).

La ordenación sacerdotal confirma y profundiza ese estado de consagración, como recordó el Sínodo de los obispos de 1971, refiriéndose al sacerdocio de Cristo participado por el presbítero por la unción del Espíritu Santo (cf. Hench.  Vat., 4, 1200-1201).

Ese Sínodo recoge la doctrina del concilio Vaticano II que, después de recordar a los presbíteros el deber de tender a la perfección en virtud de su consagración bautismal, añadía: «Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden se convierten en instrumentos vivos de Cristo, sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que con celeste eficacia reintegró a todo el género humano» (PO 12). 

Así pues, según la fe de la Iglesia, con la ordenación sacerdotal no sólo se confiere una nueva misión en la Iglesia, un ministerio, sino también una nueva consagración de la persona, vinculada al carácter que imprime el sacramento del orden, como signo espiritual e indeleble de una pertenencia especial a Cristo en el ser y, consiguientemente, en el actuar.

En el presbítero la exigencia de la perfección deriva, pues, de su participación en el sacerdocio de Cristo como autor de la Redención: el ministro no puede menos de reproducir en sí mismo los sentimientos, las tendencias e intenciones íntimas, así como el espíritu de oblación al Padre y de servicio a los hermanos que caracterizan al Agente principal.

Con ello, en el presbítero se da un cierto señorío de la gracia, que le concede gozar de la unión con Cristo y al mismo tiempo estar entregado al servicio pastoral de sus hermanos. Como dice el Concilio, «puesto que todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, es también enriquecido de gracia particular para que mejor pueda alcanzar por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el pueblo de Dios la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros “pontífice santo, inocente, sin mácula y separado de los pecadores” (Hh 7, 26)» (PO  12; cf. PDV 20).

Por esa razón, el presbítero tiene que realizar una especial imitación-seguimiento de Cristo sacerdote, que es fruto de la gracia especial del orden: gracia de unión a Cristo sacerdote y hostia y, en virtud de esta misma unión, gracia de buen servicio pastoral a sus hermanos, para la cual es absolutamente necesaria la oración personal permanente contemplativa y pasiva, dada y fabricada por el Espíritu Santo con la colaboración del sujeto.

A este respecto es útil recordar el ejemplo de san Pablo que, después de tres años vividos en el desierto de Arabia en oración y penitecia, vivíó después como apóstol totalmente consagrado, pues había sido «alcanzado por Cristo Jesús” y lo había abandonado todo para vivir en unión con Él (cf. Flp 3, 7-12). Se sentía tan colmado de la vida de Cristo que podía decir con toda franqueza: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Y, con todo, después de haber aludido a los favores extraordinarios que había recibido como “hombre en Cristo” (2 Co 12, 2), añadía que sufría un aguijón en su carne, una prueba de la que no había sido librado. A pesar de pedírselo tres veces, el Señor le respondió: “Mi gracia le basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Cor 12, 9).

Y por el contrario, tenemos a los doce Apóstoles que han estado históricamente con Cristo, han visto sus milagros y oído sus palabras, le han vista resucitado y han comido con Él, y, sin embargo, permanecieron sin experiencia gozosa de la unión sacerdotal del Jueves Santo, en la que fueron ordenados ministros de Cristo.

Y lo habían visto con sus propios ojos, pero ojos externos de acciones externas. Ahora bien, estos mismos apóstoles,  “reunidos en oración con María, la madre de Jesús”, reciben el Espíritu Santo en Pentecostés, que es el mismo Cristo Resucitado, pero hecho fuego y llama de amor viva, pero por dentro, en su corazón y  descubren toda la riqueza que recibieron en la Ordenación Sacerdotal, su identificación en el ser y existir en Cristo muerto y resucitado, y sienten que son prolongación del ser y actuar de Cristo Salvador, y ya no pueden aguantarse, y abren los cerrojos y las puertas y se acabaron los miedos y les vienen las palabras y los gestos a borbotones y son “criaturas nuevas”, por la experiencia de lo que son y hablan y actúan en nombre de Cristo.

Y esto y siempre se realiza y se vive por el amor que nos comunica el encuentro con Cristo por la oración, que según Santa Teresa y San Juan de la Cruz y todos los místicos, es cuestión de amor, más que de entendimiento, ya que entonces sería privilegio de los sabios y entendidos, no de los que aman y que por amor se van transformando; por eso “gracias te doy, Padre, Señor del cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos de este mundo, y se las revelado  a los sencillos de corazón”. Por todo ello, si la teología, si el conocimiento de Dios por la meditacióna-conversión no se transforma en amor y conversión en la vida y amor de Cristo, no tenemos verdadera oración, amor, gozo de la fe auténtica en Cristo, cristiana.

 A la luz de esta verdad, el presbítero puede entender mejor que debe esforzarse por vivir plenamente su propia consagración, permaneciendo unido a Cristo por la oración inicial que luego se convertirá en unión permanente en el ser y misión por el carácter y la oración-unión permanente, recibiendo por esta unión como sarmiento la savia de la vid que es Cristo por su mismo Espíritu,  Espíritu Santo, quien por medio de nosotros inertdos en Él hará nuestras acciones y apostolado, acciones de Cristo, acciones apostólicas, a pesar de las limitaciones humanas.

La participación en el sacerdocio de Cristo no puede menos de suscitar también en el presbítero un espíritu sacrificial, una especie de «pondus crucis», de peso de la cruz, que se manifiesta especialmente en la mortificación de sus faltas y pecados, como dice el Concilio, “Cristo, a quien el Padre santificó (o consagró)y envió al mundo (cf. Jn 10, 36), se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad” (Tt 2, 14).

De semejante manera, los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se consagran totalmente al servicio de los hombres, y así, por la santidad de que están enriquecidos en Cristo, pueden avanzar hasta el varón perfecto » (PO  12).

Es el aspecto ascético del camino de la perfección, que el presbítero no puede recorrer sin renuncias y sin luchas contra toda suerte de deseos y anhelos que le impulsarían a buscar los bienes de este mundo, poniendo en peligro su progreso interior: Se trata del combate espiritual, del que hablan los maestros de ascesis, y que debe librar todo seguidor de Cristo, pero de manera especial todo ministro de la obra de la cruz, llamado a reflejar en sí mismo la imagen de Aquel que es «sacerdos et hostia». Y todo esto tiene que hacerlo con el ambiente y la ayuda de la oración personal.

Desde luego, hace falta siempre una apertura y una correspondencia a la gracia, que proviene también de Aquel que suscita “el querer y el obrar” (Flp 2, 13), pero que exige asimismo cooperación y el empleo de los medios de oración, mortificación y auto- disciplina, --orar, amar y convertirse se conjugan igual y siempre deben estar unidos--, sin los que permanecemos como un terreno estéril e impenetrable.

La tradición ascética ha señalado —y, en cierto modo, prescrito— siempre a los presbíteros, como medios de santificación, especialmente la oportuna celebración de la misa, pero siempre envuelta en oración personal que recibe y da a la vez, así como el rezo adecuado del Oficio divino (que no se ha de recitar atropelladamente como recomendaba san Alfonso María de Ligorio), la visita al Santísimo Sacramento, el rezo diario del santo rosario, la meditación y la recepción periódica del sacramento de la penitencia. Estos medios siguen siendo válidos e indispensables. Conviene dar especial relieve al sacramento de la penitencia, cuya práctica metódica permite al presbítero formarse una imagen realista de sí mismo, con la consiguiente conciencia de ser también él hombre frágil y pobre, pecador entre los pecadores, y necesitado de perdón. Así logra la verdad de sí mismo y se acostumbra a recurrir con confianza a la misericordia divina (cf. Reconciliatio et paenitentia, 31; PDV 26).

Además, es preciso recordar siempre que, como dice el Concilio, «los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo» (PO 13). Así, el anuncio de la Palabra los impulsa a realizar en sí mismos lo que enseñan a los demás. La celebración de los sacramentos los fortifica en la fe y en la unión con Cristo, especialmente la Eucaristía, haciéndose  ofrenda y amor y santidad con Cristo al Padre. Todo el conjunto del ministerio pastoral desarrolla en ellos la caridad: «Al regir y apacentar al pueblo de Dios, se sienten movidos por la caridad del buen Pastor a dar su vida por sus ovejas, prontos también al supremo sacrificio» (ib.).

Este ideal consistirá en alcanzar en Cristo la unidad de vida, llevando a cabo una síntesis entre oración y ministerio, entre contemplación y acción, gracias a la búsqueda constante de la voluntad del Padre  y a la entrega de si mismos a la grey (cf. ib. 14). Por otra parte, saber que su esfuerzo personal de santificación contribuye a la eficacia de su ministerio, será fuente de valentía y de gozo para el presbítero. En efecto  «si es cierto —como recuerda el Concilio-- que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aún en medio de ministros indignos, de ley ordinaria, sin embargo, Dios prefiere mostrar sus maravillas por obra de quienes son dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: “Pero ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20» (Ibi. 12)

            Cuando el presbítero reconoce que ha sido llamado a servir de instrumento de Cristo, siente la necesidad de vivir en íntima unión con él, para ser instrumento válido del Agente principal. Por eso, trata de reproducir en sí mismo la vida consagrada (sentimientos y virtudes) del único y eterno sacerdote, que le hace partícipe no sólo de su poder; sino también de su estado de oblación para realizar el plan divino: «Sacerdos el hostia».

             El Concilio recomienda a todos los sacerdotes que  «Para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la iglesia, de difusión del Evangelio por el mundo entero, así como de diálogo con el mundo actual, este sacrosanto Concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor; para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios» (ib., 12).

            Ésta es la contribución mayor que podemos dar a la edificación de la Iglesia como inicio del reino de Dios en el mundo. Pero todo esto sólo es posible, si el presbítero vive en oración o unión permanente de amor y conversión a Cristo Único Sacerdote de la Nueva Alianza.

 

 

3.- TODO SACERDOTE  DEBE SER Y VIVIR EN CRISTO, ÚNICO SACERDOTE, POR LA ORACIÓN-CONVERSIÓN PERMANENTE 

 
            Podemos decir que el presbítero, por estar consagrado a imagen de Cristo, debe ser como el mismo Cristo, hombre de oración.

En esta definición sintética se encierra toda la vida espiritual, que da al presbítero una verdadera identidad cristiana, lo caracteriza como sacerdote y es principio animador de su apostolado.

El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su misión. Ya los hemos mencionado antes. Recordamos ahora algunos. Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Lc 3,21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbre, Cristo se concede largos ratos de oración (Mc 1,35; Lc,5, 16). Ora antes de exigir  a sus Apóstoles una profesión de fe (Lc 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Mc, 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar  (Lc 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Mc 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Lc 23, 46). Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado… a tus manos encomiendo mi espíritu….”.

 Los que han sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encuentran en la comparación con su ejemplo el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en su vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida interior dando la primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella.

También el Sínodo de los obispos de 1971, después de haber afirmado que la norma de la vida sacerdotal se encuentra en la consagración a Cristo, fuente de la consagración de sus Apóstoles, aplica la norma a la oración con estas palabras: «A ejemplo de Cristo que estaba continuamente en oración y guiados por el Espíritu Santo, en el cual clamamos Abbá, Padre, los presbíteros deben entregarse a la contemplación del Verbo de Dios y aprovecharla cada día como una ocasión favorable para reflexionar sobre los acontecimientos de la vida a la luz del Evangelio, de manera que, convertidos en oyentes fieles y atentos del Verbo, logren ser ministros veraces de la Palabra. Sean asiduos en la oración personal, en la recitación de la liturgia de las Horas, en la recepción frecuente del sacramento de la penitencia y, sobre todo, en la devoción al misterio eucarístico» (Documento conclusivo de la la Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio ministerial, n. 3).

 El concilio Vaticano II, por su parte, había recordado al presbítero la necesidad de que se encuentre habitualmente unido a Cristo, y para ese fin le había recomendado la oración frecuente: «De muchos modos, especialmente por la alabada oración mental y por las varias formas de preces que libremente eligen, los presbíteros buscan y fervorosamente piden a Dios aquel espíritu de verdadera adoración  por el que... se unan íntimamente con Cristo, mediador del Nuevo testamento (PO 18).

Vemos claramente, cómo entre las diversas formas de oración, el Concilio subraya la oración mental, que es un modo de oración personal, libre de fórmulas rígidas, no requiere pronunciar palabras y responde a la guía del Espíritu Santo  en la contemplación del misterio divino. Pero para esta clase oración, hay que purificar y vaciar antes el corazón por la oración meditativa, en conversión permanente de nuestros pecados, juicios y posesiones e idolatrías que llenan ordinariamente por el pecado original todo nuestro ser y existir, y que nos hacen estar tan llenos de nosotros mismos, que no cabe Dios, Cristo. Por la oración de amor y conversión me tengo que vaciar de todo lo que tengo en mi corazón y en mi vida para que me llene Él todo, y tenga su misma vida, sus mismos sentimientos, su mismo amor, su mismo ser y existir sacerdotal.

 El Sínodo de los obispos de 1971 insiste, de forma especial, en «la contemplación de la palabra de Dios». No nos debe impresionar la palabra contemplación a causa de la carga de compromiso espiritual que encierra. Se puede decir que, independientemente de las formas y estilos de vida, entre los que la vida contemplativa sigue siendo siempre la joya más preciosa de la esposa de Cristo, la Iglesia, vale para todos  la invitación a escuchar y meditar la palabra de Dios con espíritu contemplativo, a fin de alimentar con ella tanto la inteligencia como el corazón. Eso favorece en el sacerdote la formación de una mentalidad, de un modo de contemplar el mundo con sabiduría, en la perspectiva del fin supremo: Dios y su plan de salvación.

El Sínodo dice: «Juzgar los acontecimientos a la luz del Evangelio» (cf. ib.). En eso estriba la sabiduría sobrenatural, sobre todo como don del Espíritu Santo, que permite juzgar bien a la luz de las razones últimas, de las cosas eternas. La sabiduría se convierte así en la principal ayuda para pensar; juzgar y valorar como Cristo todas las cosas, tanto las grandes como las pequeñas, de forma que el sacerdote —al igual e incluso más que cualquier otro cristiano— refleje en sí la luz, la adhesión al Padre, el celo por el apostolado, el ritmo de oración y de acción, e incluso el aliento espiritual de Cristo.

A esa meta se puede llegar dejándose guiar por el Espíritu Santo en la meditación del Evangelio, que favorece la profundización de la unión con Cristo, ayuda a entrar cada vez más en el pensamiento del Maestro y afianza la adhesión a él de persona a persona. Si el sacerdote es asiduo en esa meditación, permanece más fácilmente en un estado de gozo consciente, que brota de la percepción de la íntima realización personal de la palabra de Dios, que él debe enseñar a los demás. En efecto, como dice el Concilio, los presbíteros, «buscando cómo puedan enseñar más adecuadamente a los otros lo que ellos han contemplado, gustarán más profundamente las irrasteables riquezas de Cristo (Ef 3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios» (PO 13).

Pidamos al Señor que nos conceda un gran número de sacerdotes que en la vida de oración descubran, asimilen y gusten la sabiduría de Dios y, como el apóstol Pablo (cf. ib.), sientan una inclinación sobrenatural a anunciarla como verdadera razón de su apostolado (cf. PDV 47).

Hablando de la oración de los presbíteros, el Concilio recuerda y recomienda también la liturgia de las Horas, que une la oración personal del sacerdote a la de la Iglesia. «En la recitación del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia que, en nombre de todo el género humano, persevera en la oración, juntamente con Cristo, que vive siempre para interceder por nosotros (Hb 7, 25)» (PO 13).

En virtud de la misión de representación e intercesión que se le ha confiado, el presbítero está obligado a realizar esta forma de oración oficial, hecha por delegación de la Iglesia no sólo en nombre de los creyentes, sino también de todos los hombres, e incluso de todas las realidades del universo (cf. CIC 1174, § 1). Por ser partícipe del sacerdocio de Cristo, intercede por las necesidades de la Iglesia, del mundo y de todo ser humano, consciente de ser intérprete y vehículo de la voz universal que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre.

Conviene recordar que, para asegurar mejor la vida de oración, así como para afianzarla y renovarla acudiendo a sus fuentes, el Concilio invita a los sacerdotes a dedicar —además del tiempo necesario para la práctica diaria de la oración— períodos más largos a la intimidad con Cristo: «Dediquen de buen grado tiempo al retiro espiritual» (PO 18). Y también les recomienda: «Estimen altamente la dirección espiritual» (ib.), que será para ellos como la mano de un amigo y de un padre que les ayuda en su camino. Atesorando la experiencia de las ventajas de esta guía, los presbíteros estarán mucho más dispuestos a ofrecer, a su vez, esa ayuda a las personas con quienes deben ejercer su ministerio pastoral.  Ése será un gran recurso para muchos hombres de hoy, especialmente para los jóvenes, y constituirá un factor decisivo en la solución del problema de las vocaciones, como muestra la experiencia de muchas has generaciones de sacerdotes y religiosos.

Y en esta línea de oración y conversión permanente, el Concilio, al respecto, recomienda también al presbítero la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia. Es evidente que quien ejerce el ministerio de reconciliar a los cristianos con el Señor por medio del sacramento del perdón, deba recurrir también a él. Debe ser el primero en reconocerse pecador y en creer en el perdón divino que se manifiesta con la absolución sacramental. Pero la oración de los presbíteros alcanza su cima en la celebración eucarística, «su principal ministerio» (PO 13).

 

 

 

4.- LA EUCARISTÍA ES “EL CORAZÓN DE LA EXISTENCIA Y VIDA SACERDOTAL”


            El Sínodo afirma repetidas veces que la Eucaristía es «el centro de la vida de toda la iglesia y el corazón de la existencia sacerdotal». Si la Eucaristía es el corazón de la existencia sacerdotal, eso quiere decir que el presbítero, deseoso de ser y permanecer personal y profundamente adherido a Cristo, lo encuentra ante todo en la Eucaristía, sacramento que realiza esta unión íntima abierta a un crecimiento que puede llegar hasta el nivel de una identificación mística.

            Por eso quiero aclarar, que todo lo que yo diga en este libro sobre la oración, vale para los presbíteros, pero igualmente para todo cristiano, porque yo no defiendo una oración personal  distinta de los cristianos a la de los sacerdotes; yo hablo de la oración de todos, de toda la Iglesia, de la que fueron Maestros y Doctores eminentes, para mí cumbres, Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

            Sin embargo lo que digo de la oración vale de manera especial para los presbíteros, a los que me dirijo singularmente en este libro,  pero se puede aplicar igualmente a todos los bautizados, no digamos los consagrados, algunos de los cuales son verdaderos ejemplos y guías modernamente: beata Isabel de la Trinidad, Madre Teresa de Calcuta, Trinidad de la Santa Iglesia, Juan Pablo II... Yo debo mucho en esto especialmente a la que siempre llamaré Sor Isabel de la Trinidad, porque así la conocí en mis años de Seminario y que tanto bien me hizo sacerdotalmente. Tiene una teología y espiritualidad sobre el sacerdocio que son excepcionales. Y todas, adquiridas y contempladas y vividas y poseídas  desde la oración, desde la contemplación, desde la experiencia de la fe y de la espiritualidad del propio bautismo.

            La oración de los sacerdotes que han sido transformados según la imagen de Cristo, eterno sacerdote y hostia santísima del sacrificio salvífico por la Unción y Consagración del Sacramento del Orden, tiene matices propios y especiales. Esa imagen quedó trazada en la carta a los Hebreos  y en otros textos de los Apóstoles y los evangelistas, y ha sido transmitida fielmente por la tradición de pensamiento y vida de la Iglesia. También hoy es necesario que el clero siga permaneciendo fiel a esa imagen, en la que se refleja la verdad viva de Cristo, «sacerdote y hostia».

             La reproducción de esa imagen en los presbíteros se realiza principalmente mediante su participación vital en el misterio eucarístico, al que está esencialmente ordenado y vinculado el sacerdocio cristiano. El concilio de Trento subrayó que el vínculo existente entre sacerdocio y sacrificio depende de la voluntad de Cristo, que dio a sus ministros «el poder de consagrar, ofrecer y administrar su cuerpo y su sangre» (cf. Denz-S., 1764). Eso implica un misterio de comunión con Cristo, sacerdote y víctima,  que exige al sacerdote identificarse con Él en el sacrificio de la Eucaristía, haciéndose con Él ofrenda agradable al Padre.

            El sacerdote es plenamente consciente de que no le bastan sus propias fuerzas para alcanzar los objetivos del ministerio sino que está llamado a servir de instrumento para la acción victoriosa de Cristo, cuyo sacrificio, hecho presente en el altar, proporciona a la humanidad la abundancia de los dones divinos.

            Pero sabe también que, para pronunciar dignamente, en el nombre de Cristo, las palabras de la consagración: «Esto es mi cuerpo», «Éste es el cáliz de mi sangre», debe vivir profundamente unido a Cristo, y tratar de reproducir en sí mismo su rostro, su vida, su palabra hasta poder decir con Cristo en la santa misa: “Esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”. Cuanto más intensamente viva de la vida de Cristo, tanto más auténticamente podrá celebrar la Eucaristía.

            El concilio Vaticano II recordó que «señaladamente en el sacrificio de la misa, los presbíteros representan a Cristo» (PO 3) y que, por esto mismo, sin sacerdote no puede haber sacrificio eucarístico; pero también reafirmó que cuantos celebran este sacrificio deben desempeñar su papel en íntima unión espiritual con Cristo.

            Al ofrecer el sacrificio eucarístico, los presbíteros deben ofrecerse personalmente con Cristo, aceptando todas las renuncias y todos los sacrificios que exige la vida sacerdotal. También ahora y siempre con Cristo y como Cristo, «sacerdos et hostia».

             Si el presbítero siente esta verdad que se le propone a él y a todos los fieles como expresión del Nuevo Testamento y de la Tradición, comprenderá la encarecida recomendación del Concilio en favor de una «celebración cotidiana (de la Eucaristía), la cual, aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia» (ib.).     

Por esos años existía cierta tendencia a celebrar la Eucaristía sólo cuando había una asamblea de fieles. Según el Concilio, aunque es preciso hacer todo lo posible para reunir a los fieles para la celebración, es verdad también que aun estando solo el sacerdote, la ofrenda eucarística realizada por él en nombre de Cristo tiene la eficacia que proviene de Cristo y proporciona siempre nuevas gracias a la Iglesia. Por consiguiente, es recomendable que los presbíteros y  todo el pueblo cristiano pidan al Señor una fe más intensa en este valor de la Eucaristía.

             El Sínodo de los obispos de 1971 recogió la doctrina conciliar, declarando: «Esta celebración de la Eucaristía, aun cuando se haga sin participación de fieles, sigue siendo, sin embargo, el centro de la vida de toda la Iglesia y el corazón de la existencia sacerdotal».

            La Eucaristía es la que hace a la iglesia, al igual que la iglesia hace a la Eucaristía. El presbítero, encargado de edificar la Iglesia, realiza esta tarea esencialmente con la Eucaristía. Incluso cuando no cuenta con la participación de los fieles, coopera a reunir a los hombres en torno a Cristo en la Iglesia mediante la ofrenda eucarística.

            También en este nivel, que han alcanzado muchos sacerdotes santos, el alma sacerdotal no se cierra en sí misma, precisamente porque en la Eucaristía participa de modo especial de la «caridad de Aquel que se da en manjar a los fieles» (PO 13); y, por tanto, se siente impulsada a darse a sí misma a los fieles, a quienes distribuye el Cuerpo de Cristo.

            Precisamente al nutrirse de ese Cuerpo, se siente estimulada a ayudar a los fieles a abrirse a su vez a esa misma presencia, alimentándose de su caridad infinita, para sacar del Sacramento un fruto cada vez más rico. Y todo esto tiene que ser siempre por una participación personal de cada miembro de la comunidad, identificándose con Cristo y recibiendo, por la unión personal de amor, todas las gracias que hace presente por el sacramento, para que lleguen a nuestro corazón y no se queden sólo en el altar y en la asamblea.

            Para lograr este fin, el presbítero puede y debe crear el clima necesario para una celebración eucarística fructuosa: el clima de la oración. Oración litúrgica, a la que debe invitar y educar al pueblo. Oración de contemplación personal. Oración de las sanas tradiciones populares cristianas, que puede preparar, seguir y, en cierto modo, también acompaña la misa. Oración de los lugares sagrados, del arte sagrado, del canto sagrado, de las piezas musicales (especialmente con el órgano), que se encuentra casi encarnada en las fórmulas y los ritos, y todo lo anima y reanima continuamente, para que pueda participar en la glorificación de Dios y en la elevación espiritual del pueblo cristiano reunido en la asamblea eucarística.

            El Concilio, además de la celebración cotidiana de la misa, recomienda también al sacerdote «el cotidiano coloquio con Cristo Señor en la visita y culto personal de la santísima Eucaristía» (PO 18). La fe y el amor a la  Eucaristía no pueden permitir que Cristo se quede solo en el tabernáculo (cf. catecismo de la iglesia católica n. 1418).De esto voy a tratar ampliamente en el capítulo siguiente.

Ya en el Antiguo Testamento se lee que Dios habitaba en una tienda (o tabernáculo), que se llamaba «tienda del encuentro» (Ex 33, 7). El encuentro era anhelado por Dios. Se puede decir que también en el tabernáculo de la Eucaristía Cristo está presente con vistas a un coloquio con su nuevo pueblo y con cada uno de los fieles. El presbítero es el primer invitado a entrar en esta tienda del encuentro, para visitar a Cristo presente en el tabernáculo para un coloquio cotidiano.

           

 

5.- LA DEVOCIÓN A MARÍA SANTÍSIMA, MADRE SACERDOTAL,  EN LA VIDA DEL PRESBÍTERO

           
            En las biografías de los sacerdotes santos siempre se halla documentada la gran importancia que han atribuido a María en su vida sacerdotal. Esas vidas escritas quedan confirmadas por la experiencia de las vidas vividas de tantos queridos y venerados presbíteros, a quienes el Señor ha puesto como ministros verdaderos de la gracia divina en medio de las poblaciones encomendadas a su cuidado pastoral, o como predicadores, capellanes, confesores, profesores y escritores.

             Los directores y maestros del espíritu insisten en la importancia de la devoción a la Virgen en la vida del sacerdote, como apoyo eficaz en el camino de santificación, fortaleza constante en las pruebas personales y energía poderosa en el apostolado.

            También el Sínodo de los obispos de 1971 ha transmitido estas recomendaciones de la tradición cristiana a los sacerdotes de hoy, afirmando que « el presbítero mire con frecuencia a María, Madre de Dios, que recibió con fe perfecta al Verbo de Dios, y le pida cada día la gracia de conformarse a su Hijo»

            La razón profunda de la devoción del presbítero a María santísima se funda en la relación esencial que se ha establecido en el plan divino entre la madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del Hijo. Queremos profundizar este aspecto tan importante de la espiritualidad sacerdotal y sacar sus consecuencias prácticas.

             La relación de María con el sacerdocio deriva, ante todo, del hecho de su maternidad. Al convertirse —con su aceptación del mensaje del ángel— en madre de Cristo, María se convirtió en madre del sumo sacerdote. Es una realidad objetiva: asumiendo con la Encarnación la naturaleza humana, el Hijo eterno de Dios cumplió la condición necesaria para llegar a ser, mediante su muerte y su resurrección, el sacerdote único de la humanidad (cf. Hb 5, 1).

            En el momento de la Encarnación, podemos admirar una armonía perfecta entre María y su Hijo. En efecto, la carta a los Hebreos nos muestra que “entrando en el mundo” Jesús dio a su vida una orientación sacerdotal hacia su sacrificio personal, diciendo a Dios: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 5-7).

            El Evangelio nos refiere que, en el mismo momento, la Virgen María expresó idéntica disposición, diciendo: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Esta armonía perfecta nos muestra que entre la maternidad de María y el sacerdocio de Cristo se estableció una relación íntima. De aquí deriva la existencia de un vínculo especial del sacerdocio ministerial con María santísima.

            Como sabemos, la Virgen santísima desempeñó su papel de madre no sólo en la generación física de Jesús, sino también en su formación moral. En virtud de su maternidad, le correspondió educar al niño Jesús de modo adecuado a su misión sacerdotal, cuyo significado había comprendido en el anuncio de la Encarnación.

            En la aceptación de María puede, por tanto, reconocerse una adhesión a la verdad sustancial del sacerdocio de Cristo y la disposición a cooperar en su realización en el mundo. De esta forma, se ponía la base objetiva del papel que María estaba llamada a desempeñar también en la formación de los ministros de Cristo, partícipes de su sacerdocio. En la exhortación apostólica postsinodal PDV. se afirma que  cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María (n. 82).

            Por otra parte, sabemos que la Virgen vivió plenamente el misterio de Cristo, que fue descubriendo cada vez más profundamente gracias a su reflexión personal sobre los acontecimientos del nacimiento y de la niñez de su Hijo (cf. Lc 2, 19; 2, 51). Se esforzaba por penetrar, con su inteligencia y su corazón, el plan divino, para colaborar con él de modo consciente y eficaz. ¿Quién mejor que ella podría iluminar hoy a los ministros de su Hijo, llevándolos a penetrar las riquezas inefables de su misterio para actuar en conformidad con su misión sacerdotal?

            María fue asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de Cristo, compartiendo su voluntad de salvar el mundo mediante la cruz. Ella fue la primera persona y la que con más perfección participó espiritualmente en su oblación de «sacerdos et hostia». Como tal, a los que participan —en el plano ministerial— del sacerdocio de su Hijo puede obtenerles y darles la gracia del impulso para responder cada vez mejor a las exigencias de la oblación espiritual que el sacerdocio implica: sobre todo, la gracia de la fe, de la esperanza y de la perseverancia en las pruebas, reconocidas como estímulos para una participación más generosa en la ofrenda redentora.

             En el Calvario Jesús confió a María una maternidad nueva, cuando le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Ji1 19, 26). No podemos desconocer que en aquel momento Cristo proclamaba esa maternidad con respecto a un sacerdote, el discípulo amado. En efecto, según los evangelios sinópticos, también Juan había recibido del Maestro, en la cena de la víspera, el poder de renovar el sacrificio de la cruz en conmemoración suya; pertenecía, como los demás Apóstoles, al grupo de los primeros sacerdotes; y reemplazaba ya, ante María, al Sacerdote único y soberano que abandonaba el mundo.

            La intención de Jesús en aquel momento era, ciertamente, la de establecer la maternidad universal de María en la vida de la gracia con respecto a cada uno de los discípulos de entonces y de todos los siglos. Pero no podemos ignorar que esa maternidad adquiría una fuerza concreta e inmediata en relación a un Apóstol sacerdote. Y podernos pensar que la mirada de Jesús se extendió, además de a Juan, siglo tras siglo, a la larga serie de sus sacerdotes, hasta el fin del mundo. Y a cada uno de ellos, al igual que al discípulo amado, los confió de manera especial a la maternidad de María.

            Jesús también dijo a Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27). Recomendaba, así, al Apóstol predilecto que tratara a María como a su propia madre; que la amara, venerara y protegiera durante los años que le quedaban por vivir en la tierra, pero a la luz de lo que estaba escrito de ella en el cielo, al que sería elevada y glorificada. Esas palabras son el origen del culto mariano. Es significativo que estén dirigidas a un sacerdote. ¿No podemos deducir de ello que el sacerdote tiene el encargo de promover y desarrollar ese culto, y que es su principal responsable?

            En su evangelio, Juan subraya que “desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 27). Por tanto, respondió inmediatamente a la invitación de Cristo y tomó consigo a María, con una veneración en sintonía con aquellas circunstancias. Quisiera decir que también desde este punto de vista se comportó como un verdadero sacerdote. Y, ciertamente, como un fiel discípulo de Jesús.

            Para todo sacerdote, acoger a María en su casa significa hacerle un lugar en su vida, y estar unido a ella diariamente con el pensamiento, los afectos y el celo por el reino de Dios y por su mismo culto (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2673-2679).

            ¿Qué hay que pedir a María como Madre del sacerdote? Hoy, del mismo modo —o quizá más— que en cualquier otro tiempo, el sacerdote debe pedir a María, de modo especial, la gracia de saber recibir el don de Dios con amor agradecido, apreciándolo plenamente como ella hizo en el Magníficat; la gracia de la generosidad en la entrega personal para imitar su ejemplo de Madre generosa; la gracia de la pureza y la fidelidad en el compromiso del celibato, siguiendo su ejemplo de Virgen fiel, la gracia de un amor ardiente y misericordioso a la luz de su testimonio de Madre de misericordia.

            El presbítero ha de tener presente siempre que en las dificultades que encuentre puede contar con la ayuda de María. Se encomienda a ella y le confía su persona y su ministerio pastoral, pidiéndole que lo haga fructificar abundantemente. Por último, dirige su mirada a ella como modelo perfecto de su vida y su ministerio, porque ella, como dice el Concilio, «guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres; los presbíteros reverenciarán y amarán, con filial devoción y culto, a esta madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio» (PO 18).

            Los sacerdotes debemos alimentar siempre esta verdadera devoción a María  y  sacar de ella consecuencias prácticas nuestra vida y ministerio. Debemos tenerla como modelo y madre sacerdotal. Porque «Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne el Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia.

            Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente.

            Oh María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes: acepta este título con el que hoy te honramos para exaltar tu maternidad y contemplar contigo el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos, oh Santa Madre de Dios.

Madre de Cristo, que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne por la unción del Espíritu Santo para salvar a los pobres y contritos de corazón: custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes, oh Madre del Salvador.

Madre de la fe, que acompañaste al templo al Hijo del hombre, en cumplimiento de las promesas hechas a nuestros Padres: presenta a Dios Padre, para su gloria, a los sacerdotes de tu Hijo, oh Arca de la Alianza.

Madre de la Iglesia, que con los discípulos en el Cenáculo implorabas el Espíritu para el nuevo Pueblo y sus Pastores: alcanza para el orden de los presbíteros la plenitud de los dones, oh Reina de los Apóstoles.

            Madre de Jesucristo, que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión, lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre, lo acompañaste en la cruz, exhausto por el sacrificio único y eterno, y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo: acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio, protégelos en su formación y acompaña a tus hijos en su vida y en su ministerio, oh Madre de los sacerdotes. Amén.

 

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo —solemnidad de la Anunciacion de1 Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado».

 

            Así termina la Exhortación Apostólica Postsinodal PASTORES DABO VOBIS de JUAN PABLO II, y así he querido terminar también yo mi reflexión sobre la necesidad de la devoción de los presbíteros a María, Hermosa Nazarena, Virgen Bella, Madre sacerdotal, Madre del alma.

 

 

6.- MARÍA, MADRE SACERDOTAL

 

El Único y Supremo Sacerdote es Jesucristo, Hijo de Dios, que para ser el Único Sacerdote del Altísimo en la Nueva Alianza tomó la naturaleza humana y unió las dos orillas; se hizo puente único y oficial, por donde Dios vino a nosotros para salvarnos y por donde nosotros pasamos a Dios para vivir esa salvación.

María es madre sacerdote y sacerdotal de Cristo, porque María “concibió por obra del Espíritu Santo” al Sacerdote o Sacerdocio, del cual todos los sacerdotes participamos en nuestro ser y existir, por la Unción y la Consagración del Espíritu Santo; pero más plenamente María, ya que Ella lo fue en su ser y existir, por una Unción y Consagración especial de Maternidad-Sacerdotal divina, quedando configurada más totalmente a Cristo, porque lo encarnó en su mismo ser y existir: “concibió” al Hijo cooperando a su ser y existir Sacerdotal, más concretamente, dio los materiales: su cuerpo y carne, voluntad, amor, disponibilidad... “fiat”, para que el Espíritu Santo hiciera el puente, al pontífice-sacerdote Cristo, unión de la naturaleza divina con la humana.

Desde entonces, los hombres podemos pasar a Dios y Dios nos envía por Él los dones de la Salvación. Esto es ser sacerdote. Luego María lo fue más y mejor que nosotros; María es sacerdote de Cristo, por la Unción y Consagración del Espíritu Santo, y es Madre sacerdotal  de Cristo y de todos los sacerdotes porque el Espíritu Santo consagró en su seno al Único y Eterno Sacerdote, del cual todos participamos.

María, por esta Unción y Consagración especial y única de Maternidad-Sacerdotal,  toda Ella fue configurada a Cristo, Sacerdote y Víctima, y así empezó a preparar el sacrifico de Cristo, que todo entero y completo, desde la Anunciación y Encarnación del Misterio, pasando por la pasión, muerte y resurrección, hasta la consumación por la Ascensión del “Cordero degollado sentado ante el trono de Dios”,  ya completo, se hace presente en «memorial» en cada Eucaristía, por el ministerio de los sacerdotes: “haced esto en  memoria mía”.

El sacerdote, por el carácter sacerdotal, hace presente a Cristo, que actualiza todo su ser y existir sacerdotal y victimal en los ungidos y consagrados por el Espíritu Santo, en el sacramento del Orden, para la misión presbiteral, que se realiza en la Palabra y pastoreo y sacramentos, especialmente de la Eucaristía.

Cristo, al hacerse presente en la liturgia, que es una irrupción de Dios en el tiempo, por el ministerio sacerdotal,  hace presente  su único ser y existir de “cordero degollado” ante el trono de Dios, eternamente ya  en el cielo, y aquí en la tierra, sacramentalmente presencializado por la potencia de Amor del Espíritu Santo en la liturgia divina realizada por los prolongadores de su misión en la tierra, sus presencias sacramentales, que son los sacerdotes.

Y al hacerlo presente por el ministerio de los sacerdotes, no encontramos sacramental y espiritualmente, si entramos dentro del corazón de los ritos, con María,  “concibiendo y dando a luz”, porque Ella inició el sacerdocio de Cristo, su Hijo, en su seno, consagrándose como Madre sacerdote en su ser y existir, e iniciando su misión oyendo y obedeciendo la Revelación del Padre por el ángel Gabriel, su Palabra, su Hijo encarnándose, en la que nos revela su amor.

Como en la misa se hace presente Cristo entero y completo, todo su misterio, si estoy atento y entro dentro del corazón de la liturgia, de los ritos, si no me quedo en el exterior y entro en el corazón del Misterio de Cristo que se hace presente, todo entero, en la misa sorprendemos a la Virgen, meditando la Palabra y encarnándola en su corazón y su seno: “...concebirás y darás a luz... He aquí la esclava...María meditaba todas estas cosas en su corazón... he ahí a tu hijo, he ahí a tu madre...”, porque Ella es sacramento, primer Sagrario de Cristo en la tierra, Arca de la Alianza Nueva y Eterna, presencia sacramental de Cristo.

Y es así porque María, desde la Encarnación, ha quedado configurada, ungida y consagrada en su ser y existir por el ser y existir de Cristo, toda ella entera es Virgen, toda para Cristo y los hombres, que en esto consiste también el celibato sacerdotal, cuestión de amor total a Dios, y gratuito a los hermanos, sin compensaciones de carne, de egoísmo. Y siempre, tanto en Ella como en nosotros, es sacramentalmente, por el Espíritu Santo, por la potencia de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.

Por eso, y os lo digo con toda sinceridad,  siempre que celebro la Eucaristía,  la siento a María que está junto al Hijo, siento su presencia, su respirar de madre, su aroma, su perfume,: “junto a la cruz estaban su madre...”, y como la Eucaristía no es un mero recuerdo de la vida y sacrificio de Cristo, sino un «memorial» que hace presente todo el misterio de Cristo completo, resulta entonces que, en cada misa, de una forma sacramental y metahistórica, más allá del tiempo y espacio, junto “Cordero degollado ante el trono de Dios”, se hace también presente María, como madre-sacerdotal del Hijo y víctima oferente  con Él.

Jesucristo es el Único y Sumo sacerdote, que hace partícipe de su ser y existir sacerdotal, especialmente a los Obispos y presbíteros  por la Unción y Consagración del Espíritu Santo, el mismo que “cubrió con su sombra” a María y engendró en Ella este ser y existir sacerdotal de Cristo en su naturaleza humana.

En cada Eucaristía siento también su gozo de Madre Única de Cristo Sacerdote Único, su gozo de madre sacerdote y sacerdotal de todos los sacerdotes; siento cómo está junto a mi, como Madre sacerdote y sacerdotal, ofreciendo conmigo a su Hijo, ya triunfante y glorioso, entre los Esplendores de Alabanza y Gloria del Padre, agradecido a la «recreación» de su proyecto de Salvación por el Hijo, después de las grandes tribulaciones que ha tenido que sufrir, en las que el Hijo quiso tener junto a Él, como madre sacerdote, a su Madre.

Todo sacerdote, al ofrecer el sacrificio del Hijo, tiene también, junto a Él,  a la Madre, porque esa fue  la voluntad y deseo del Hijo sacerdote; por eso, ahora,  en estos tiempos de persecuciones al Hijo e Iglesia, a la Cabeza y al cuerpo de Cristo, especialmente a los que son presencia sacramental del Hijo y prolongadores de su ser y misión sacerdotal, necesitamos esta ayuda que el Sumo Sacerdote nos ofrece y quiso tener junto a Sí como consuelo en su sacrificio.

Esta presencia de la Madre por el Hijo que presencializa todo su misterio de salvación en la Eucaristía, nos ayudaría también a nosotros en medio de nuestras luchas y sufrimientos actuales. Porque en todas nuestras Eucaristía, además de sacerdotes, tiene que haber una víctima; y ésa somos nosotros, con nuestra entrega y ofrenda.

Cristo vencerá por medio de su Madre como lo ha hecho ya en otras etapas de la historia de la Iglesia,  y no muy lejanas, pero anunciadas ya por el Apocalipsis: “Cantaron un cántico nuevo, que decía: Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación,  y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes, y reinan sobre la tierra. Vi y oí  la voz de muchos ángeles en rededor del trono, y de los vivientes, y de los ancianos; y era su número de miríadas de miríadas y de millares de millares, que decían a grandes voces: Digno es el Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición. Y todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo cuanto hay en ellos oí que decían: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.  Y los cuatro vivientes respondieron: Amén. Y los ancianos cayeron de hinojos y adoraron”.

No lo dudemos. Cristo vencerá. Hace muy pocos años creía el mundo entero que el comunismo acabaría con Cristo y su Iglesia. Y qué paradoja: ahora resulta que Rusia está más convertida  que Europa y su presidente va a la misa ortodoxa, mientras en la católica España, no sólo el presidente, sino los políticos, algunos de los cuales se llaman, pero no son católicos, se avergüenzan de confesar a Cristo y sus mandamientos públicamente, no obedecen a Dios antes que a los hombres, siendo incongruentes e incumplidores de fe que dicen tener, pero no practican, y de misa, nada y como la historia sigue, se repetirá.

¡Qué grande eres Cristo Sacerdote! ¡Qué maravillas y cavernas de misterios y misterios encierras para los que inclinan su cabeza sobre tu corazón como Juan en el día de su ordenación! ¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Hacer presente todo misterio del proyecto y amor trinitario en la Eucaristía por el Hijo de Dios y de María, oferente también y sacerdote de su Hijo! ¡Qué certeza y seguridad saber que Ella está a mi lado para enseñarme a celebrar el misterio que Ella vivió junto a su Hijo y que se hace presente en cada misa, “de una vez para siempre”. La siento en su respirar de angustía y dolor “junto a la cruz”,  

Es Ella; la siento y oigo en respirar doloroso de Madre en el Hijo, en las fatigas del Hijo en la Madre y de la Madre en el Hijo, que quiso -- «no sin designio divino» (Vaticano II, LG), que su Madre, ofrenda y víctima con Él agradable al Padre, estuviera allí obedeciendo, adorando, cumpliendo la voluntad del Padre, con amor sacerdotal y victimal extremo, hasta dar la vida, aceptada por el Padre en el Hijo, porque murió no muriendo en aquella “hora” del Hijo, “hora” suya también.

Es Ella; nadie más que Ella junto al Hijo, la que siento ya gloriosa y triunfante junto “al Cordero degollado ante el trono de Dios” rodeada del coro de  los ángeles y patriarcas y potestades y potestades y redimidos llenos de esplendor y gozo por la Victoria del Cordero... 

Es Ella, la que puede decir con más verdad y propiedad que ningún sacerdote fuera del Hijo: «ESTE ES MI CUERPO QUE SE ENTREGA POR VOSOTROS.. ESTA ES MI SAGRE DERRAMADA PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS»;

En la consagración y después de ella, siento su aliento y cercanía  de madre sacerdotal, y observo su mirada llena de luz y belleza, que me mira con amor de Madre y me dice sin palabras, solo con su mirada: «ESTE ES MI CUERPO...», es mi cuerpo, el cuerpo engendrado y encarnado en mi seno, hecho carne en  mi carne, en el ser y  existir de Madre; «ESTA ES MI SAGRE...», es sangre  de Madre en el hijo, sangre de María, la que corrió por sus venas, la que el Único Sacerdote y Víctima de propiciación por nuestros pecados recibió de su Madre Sacerdotal  que le ofreció a Él y se ofreció juntamente con Él, para hacer la voluntad del Padre, ese inconcebible y maravilloso  proyecto de Amor del Padre en el Hijo por la potencia de Amor del Espíritu Santo, del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre iniciado en María y en el que nos sumergen a toda la humanidad, iniciado en el seno de aquella Virgen Madre, toda entera para Dios, como debe ser y existir todo sacerdote, a ejemplo del Sacerdote Único y de su  Madre sacerdotal-virginal, que eso es el celibato, más que egoísmo y carne, es amor de Espíritu Santo, amor gratuito y total, sin buscarse a sí mismo en nada.

¡María, Madre Sacerdotal, enséñame a ofrecer y a ofrecerme como tú con tu Hijo Sacerdote y Víctima al Padre, adorándole, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida; enséñame, como enseñaste a Jesús, a ser sacerdote y ofrenda y altar de propiciación por mis pecados y los pecados del mundo.

En este año sacerdotal haz que todos tus hijos sacerdotes tengamos en ti, madre sacerdotal del Hijo, el icono y modelo perfecto de imitación y seguimiento de tu Hijo único sacerdote, a quien tenemos que hacer presente y prolongar en su ser y existir todos los sacerdotes.

Tú sabes bien con qué seguridad te lo digo, porque el decírtelo, es ya haberlo conseguido, ya que eres la madre virginal de la Verdad y Vida  de Amor en y por tu Hijo hecho Sacerdote en tu seno y que todo lo puede, eres Esplendor de la Belleza del Padre, de la Palabra encarnada en tu seno y revelada por el Espíritu Santo en Canción de Amor, canturreada, desde toda la eternidad, para todos los hombres, por el Padre, primero en tu seno y luego en Belén para todos los hombres, con Amor de Espíritu Santo.

Esta canción, canturreada en «música callada» de eternidad por el Padre, en Única Palabra de Amor de Espíritu Santo en seno de la Trinidad, y luego cantada en el seno de María, me dice por  revelación encarnada del Hijo en María, que yo y tú y todos los hombres hemos sido soñados con Amor de Padre por el Padre que nos creó en el sí de amor de nuestros padres y que, perdidos por el pecado de Adán, el hijo-Hijo entristecido y hecho sacerdote de intercesión se ofreció por nosotros al Padre: “no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”, y  vino en nuestra búsqueda y nos abrió las puertas de la eternidad, haciéndose sacerdote y víctima en el seno de María, que encarnó a Cristo en su ser y existir sacerdotal.

¡Cristo, Sacerdote Único del Altísimo! quiero darte gracias por haberme elegido como presencia sacramental de tu ser y existir y como prolongación de tu misión salvadora en el mundo. Quiero decirlo muy alto. Me sedujiste y me dejé seducir. Estoy enamorado de ti y de tu evangelio y de tus dones y gracias de amor y amistad.

Me duelen tantas ofensas e ingratitudes hacia tu persona y hacia tus sacerdotes sobre todo en estos tiempos, y me gustaría que todos te alabaran y te dijeran cosas bellas, por habernos hechos sacerdotes y habernos dado una madre tan cercana, sacerdote y  víctima y oferente contigo del único sacrificio que puede salvar al mundo entero y a todos los hombres.

En este año sacerdotal, ante tanto secularismo y persecuciones a tus sacerdotes, yo veo y creo lo que nos dices: “...y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros a uno semejante a un hijo de hombre, vestido de una túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón de oro. Así que le vi, caí a sus pies como muerto; pero él puso su diestra sobre mí, diciendo:No temas nada, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno”.

¡Jesucristo Sacerdote Único del Altísimo, nosotros creemos en Ti!

¡Jesucristo Sacerdote Único del Altísimo, nosotros confiamos en Ti! ¡Tú eres el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos!

¡Tú eres el único salvador del mundo!

 

¡María: Mujer, Virgen y Madre Sacerdotal de Cristo y de todos los sacerdotes, acéptanos como hijos sacerdotes, como aceptaste a Juan! Es mandato de tu Hijo: “he ahí a tu hijo”. Enséñanos a ser sacerdotes y víctimas con tu Hijo, para la salvación del mundo, como lo hiciste con tu hijo Juan, recién ordenado sacerdote por tu Hijo y encomendado a tu cuidado virginal; enséñanos a todos los sacerdotes a serlo plenamente en tu hijo Jesús, Único Sacerdote que todos debemos encarnar, Virgen bendita y Madre sacerdotal de todos los sacerdotes.

 

¡Salve María, Hermosa Nazarena, Virgen bella, Madre sacerdotal,

Madre del alma! ¡Cuánto te quiero! ¡Cuánto me quieres!

¡Gracias por haberme dado a tu Hijo, Sacerdote Único del Altísimo y

gracias por haberme ayudado a ser y existir en Él!

CAPÍTULO CUARTO

 

S. JUAN PABLO II

 

ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO: JUAN PABLO II  “NOVO MILLENNIO INEUNTE”.

(Actualisma carta  predicarla ante el Sínodo)

 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto en que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad del apostolado: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa sigamos como siempre en Sínodos y reuniones pastorales, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo toda la eficacia en el modo y dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal y desde ahí, desde el encuentro diario y verdadero con Cristo por la oración-conversión que es le mejor camino de santidad y unión con Él, enseñar este camino de amor-conversión a los demása.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo; y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar con Cristo Eucaristía, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el más y mejor ora y se purifica todos los días por la oración-conversión.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo  apóstol y apostolado, y para eso, la meta es la santidad del apóstol, la unión con Dios, y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, será mejor apóstol y apostolado, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

 

Un nuevo dinamismo

 

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

 

CAPÍTULO 2

 

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

 

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

 

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

 

Rostro del Resucitado

 

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

 

CAPITULO 3

 

CAMINAR DESDE CRISTO

 

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

 

LA SANTIDAD

 

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

LA ORACIÓN

 

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC 10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve  a las fuentes y se regenera en ellas.

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidie al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oracón.”

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

 

Anuncio de la Palabra

 

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

 

CAPÍTULO QUINTO

 

BENEDICTO XVI

 

AÑO SACERDOTAL 19 JUNIO 2009-JUNIO 2010

 

Publicamos la carta que ha enviado Benedicto XVI a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado con motivo del 150 aniversario de la muerte ( dies natalis) de san Juan María Vianney, conocido como el santo cura de Ars.

 

* * *

            Queridos hermanos en el Sacerdocio:

 

      He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero-.

 

1 Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010. "El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars.

 

2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

      Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

      Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

      Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina".

 

3 Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia...".

 

4 Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el Sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".

 

5 Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".

 

6  Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión.

 

7 El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

      Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.

 

8  La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

 

9  Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)".

 

10 En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos".

 

11      El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al Sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.

 

12 "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el Sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración".

 

13 Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...".

 

14 "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis".

 

15 Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la hostia con amor".

 

16 Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios".

 

17 Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!".

 

18 Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".

 

19  Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el Sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas".

 

20 Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua".

 

21 En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él".

 

22 "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes".

 

23  Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita".

24 Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!".

 

25 A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis",

 

26 decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno".

 

27 Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!".

28 Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz".

 

29 El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno.

            Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.

 

30 Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos".

 

31 Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.

      En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio".

 

32 Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?".

 

33 Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.

 

34. La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana".

 

35 El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence",

 

36 sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo".

 

37 Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada".

 

38 Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros".

 

39 Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera".

 

40 También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el Sagrario con los ojos de un enamorado.

41 También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad".

 

42 Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido".

 

43 Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".

 

44 En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo".

 

45 A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño".

 

46 Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo".

 

47 Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.

 

48 Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.

 

49 Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

   El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2 Cor 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Cor 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

      Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854".

 

50 El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".

 

51 Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

      Con mi bendición.

 

BENEDICTUS PP.XVI

 

      Vaticano, 16 de junio de 2009.

 

 

 

 

 

2. OFRECEMOS A CONTINUACIÓN LA CATEQUESIS PRONUNCIADA POR EL PAPA DURANTE LA AUDIENCIA GENERAL DE LOS MIÉRCOLES, CON LOS PEREGRINOS CONGREGADOS EN LA PLAZA DE SAN PEDRO.

 

            Queridos hermanos y hermanas:

 

            Con la celebración de las Primeras Vísperas de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo en la Basílica de San Pablo Extramuros se ha cerrado, como sabéis, el 28 de junio, el Año Paulino, en recuerdo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol de los Gentiles. Damos gracias al Señor por los frutos espirituales que esta importante iniciativa ha aportado a tantas comunidades cristianas.

            Como preciosa herencia del Año Paulino, podemos recoger la invitación del Apóstol a profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, para que sea Él el corazón y el centro de nuestra existencia personal y comunitaria. Ésta es, de hecho, la condición indispensable para una verdadera renovación espiritual y eclesial. Como subrayé ya durante la primera Celebración eucarística en la Capilla Sixtina tras mi elección como sucesor del Apóstol San Pedro, es precisamente de la plena comunión con Cristo de donde “brotan todos los demás elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el empeño de anunciar y dar tetsimonio del Evangelio, el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños” (Cf. Enseñanzas, I, 2005, pp. 8-13). Esto vale en primer lugar para los sacerdotes. Por esto doy gracias a la Providencia divina que nos ofrece ahora la posibilidad de celebrar el Año Sacerdotal. Auguro de corazón que éste constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en consecuencia, de firme revigorización en el compromiso hacia la propia misión.

            Como durante el Año Paulino nuestra referencia constante ha sido san Pablo, así en los próximos meses miraremos en primer lugar a san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, recordando el 150 aniversario de su muerte. En la carta que he escrito para esta ocasión a los sacerdotes, he querido subrayar lo que resplandece sobre todo en la existencia de este humilde ministro del altar: “su total identificación con el propio ministerio”. Él solía decir que “un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Y casi sin poder concebir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana, suspiraba: “¡Oh, qué grande es el sacerdote!... si se comprendiera a sí mismo, moriría... Dios le obedece: él pronuncia dos palabras y Nuestro Señor desciende del cielo a su voz y se mete en una pequeña hostia”.

            En verdad, precisamente considerando el binomio “identidad-misión”, cada sacerdote puede advertir mejor la necesidad de esa progresiva identificación con Cristo que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El mismo título del Año Sacerdotal – Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote – evidencia que el don de la gracia divina precede toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del sacerdote, anuncio misionero y culto no son separables nunca, como tampoco se separan la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora. Por lo demás, el fin de la misión de todo presbítero, podríamos decir, es “cultual”: para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a Él (Cf. Rm 12,1), que en la misma creación, en los hombres, se convierte en culto, alabanza del Creador, recibiendo aquella caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros. Lo advertimos claramente en los inicios del cristianismo. San Juan Crisóstomo decía, por ejemplo, que el sacramento del altar y el “sacramento del hermano”, o, como dice, el “sacramento del pobre”, constituyen dos aspectos del mismo misterio.

            El amor al prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque, a través del ministerio de los presbíteros, se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la nueva venida del Señor. Ésta es la principal dimensión, esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir el sacrificio de Cristo a su sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo.

            Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cansancios, también en el ejercicio del ministerio sacerdotal es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: “El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo” (Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2). La misión de cada presbítero dependerá, por tanto, también y sobre todo de la conciencia de la realidad sacramental de su “nuevo ser”. De la certeza de su propia identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuitamente y divinamente, depende siempre el renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros vale lo que he escrito en la Encíclica Deus caritas est: “En el origen del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino más bien el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que trae a la vida un nuevo horizonte y con ello la dirección decisiva” (n. 1).

            Habiendo recibido un tan extraordinario don de la gracia con su “consagración”, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior, éstos pueden llevar a cabo plenamente su “misión”, mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los Sacramentos. Tras el Concilio Vaticano II, se ha producido aquí la impresión de que en la misión de los sacerdotes, en este tiempo nuestro, haya algo más urgente; algunos creían que se debía construir en primer lugar una sociedad distinta. La página evangélica que hemos escuchado al principio llama, en cambio, la atención sobre los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y a hora, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de cazar a los espíritus malignos. “Anuncio” y “poder”, es decir, “palabra” y “sacramento”, son por tanto las dos comunes fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.

            Cuando no se tiene en cuenta el “díptico” consagración-misión, resulta verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. ¿Quién es de hecho el presbítero, si no un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, haciendo constantemente propios los criterios evangélicos? ¿Quién es el presbítero, si no un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida, la de ayudar a extender el Reino de Dios hasta los extremos confines de la tierra? ¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, porque es Dios mismo quien le llama y le constituye en su servicio apostólico. Y precisamente siendo todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres.

            Durante este Año Sacerdotal, que se extenderá hasta la próxima Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Que se multipliquen en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas (especialmente en las monásticas), en las asociaciones y los movimientos, en las diversas agregaciones pastorales presentes en todo el mundo, iniciativas de oración y, en particular, de adoración eucarística, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales, respondiendo a la invitación de Jesús a orar “al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38).

            La oración es la primera tarea, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes, y el alma de la auténtica “pastoral vocacional”.La escasez numérica de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe empujar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la confesión, para que la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando, pueda ser escuchada y prontamente seguida por muchos jóvenes. Quien reza no tiene miedo; quien reza nunca está solo; ¡quien reza se salva! Modelo de una existencia hecha oración es sin duda san Juan María Vianney. María, Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del Evangelio.

 

 

3. PUBLICAMOS EL DISCURSO QUE PRONUNCIÓ BENEDICTO XVI EL 22 DE SEPTIEMBRE EN LA RESIDENCIA PONTIFICIA DE CASTEL GANDOLFO A 107 OBISPOS NOMBRADOS EN LOS ÚLTIMOS DOCE MESES.

 

CONSEJOS DEL PAPA A NUEVOS OBISPOS


            Queridos hermanos en el episcopado:


            Ya es costumbre, desde hace varios años, que los obispos nombrados recientemente se reúnan en Roma para un encuentro que se vive como una peregrinación a la tumba de san Pedro. Os acojo con particular afecto. La experiencia que estáis realizando, además de estimularos en la reflexión sobre las responsabilidades y las tareas de un obispo, os permite reavivar en vuestra alma la certeza de que, al gobernar la Iglesia de Dios, no estáis solos, sino que, juntamente con la ayuda de la gracia, contáis con el apoyo del Papa y el de vuestros hermanos en el episcopado.

            Estar en el centro de la catolicidad, en esta Iglesia de Roma, abre vuestras almas a una percepción más viva de la universalidad del pueblo de Dios y aumenta en vosotros la solicitud por toda la Iglesia.

            El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de "perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo". Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

            El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Lc 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Mc 3, 14).

            Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

            Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

            Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor "de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación" (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: "Contemplata aliis tradere" (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

            En la encíclica Deus caritas est, refiriéndome a la narración del episodio bíblico de la escala de Jacob, quise poner de relieve que precisamente a través de la oración el pastor se hace sensible a las necesidades de los demás y misericordioso con todos (cf. n. 7). Y recordé el pensamiento de san Gregorio Magno, según el cual el pastor arraigado en la contemplación sabe acoger las necesidades de los demás, que en la oración hace suyas: "per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferat" (Regla pastoral, ib. ).

            La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna.

            En vuestra oración, queridos hermanos, deben ocupar un lugar particular vuestros sacerdotes, para que perseveren siempre en su vocación y sean fieles a la misión presbiteral que se les ha encomendado. Para todo sacerdote es muy edificante saber que el obispo, del que ha recibido el don del sacerdocio o que, en cualquier caso, es su padre y su amigo, lo tiene presente en la oración, con afecto, y que está siempre dispuesto a acogerlo, escucharlo, sostenerlo y animarlo.

            Además, en la oración del obispo nunca debe faltar la súplica por nuevas vocaciones. Debe pedirlas con insistencia a Dios, para que llame "a los que quiera" para su sagrado ministerio.

            El munus sanctificandi que habéis recibido os compromete, asimismo, a ser animadores de oración en la sociedad. En las ciudades en las que vivís y actuáis, a menudo agitadas y ruidosas, donde el hombre corre y se extravía, donde se vive como si Dios no existiera, debéis crear espacios y ocasiones de oración, donde en el silencio, en la escucha de Dios mediante la lectio divina, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda encontrar a Dios y hacer una experiencia viva de Jesucristo que revela el auténtico rostro del Padre.

            No os canséis de procurar que las parroquias y los santuarios, los ambientes de educación y de sufrimiento, pero también las familias, se conviertan en lugares de comunión con el Señor. De modo especial, os exhorto a hacer de la catedral una casa ejemplar de oración, sobre todo litúrgica, donde la comunidad diocesana reunida con su obispo pueda alabar y dar gracias a Dios por la obra de la salvación e interceder por todos los hombres.

            San Ignacio de Antioquía nos recuerda la fuerza de la oración comunitaria: "Si la oración de uno o de dos tiene tanta fuerza, ¡cuánto más la del obispo y de toda la Iglesia!" (Carta a los Efesios, 5).

            En pocas palabras, queridos hermanos en el episcopado, sed hombres de oración. "La fecundidad espiritual del ministerio del obispo depende de la intensidad de su unión con el Señor. Un obispo debe sacar de la oración luz, fuerza y consuelo para su actividad pastoral", como escribe el Directorio para el ministerio pastoral de los obispos (Apostolorum successores, 36).

            Al orar a Dios por vosotros mismos y por vuestros fieles, tened la confianza de los hijos, la audacia del amigo, la perseverancia de Abraham, que fue incansable en la intercesión. Como Moisés, tened las manos elevadas hacia el cielo, mientras vuestros fieles libran el buen combate de la fe. Como María, alabad cada día a Dios por la salvación que realiza en la Iglesia y en el mundo, convencidos de que para Dios nada es imposible (cf. Lc 1, 37).

            Con estos sentimientos, os imparto a cada uno de vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, a los seminaristas y a los fieles de vuestras diócesis, una bendición apostólica especial.

 

 

4. PUBLICAMOS LA CARTA QUE HAN ENVIADO CARDENAL CLÁUDIO HUMMES, O.F.M. Y EL ARZOBISPO MAURO PIACENZA, PRESIDENTE Y SECRETARIO DE LA CONGREGACIÓN VATICANA PARA EL CLERO CON MOTIVO DE LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LA SANTIFICACIÓN DE LOS SACERDOTES QUE SE CELEBRA EL 30 DE MAYO, FIESTA DEL CORAZÓN DE JESÚS.

 

Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:

 

            En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo, único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente, busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad.

            Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir estar incesantemente en su presencia. «Por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Salmo 5).

               La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es la Iglesia: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se revela en Jesucristo. «Nadie habría podido ver su gloria si antes no hubiera sido curado por la humildad de la carne. Quedaste cegado por el polvo, y con el polvo has sido curado: la carne te había cegado, la carne te cura» (San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, Homilía 2, 16).

            Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de la Misericordia que abarca nuestros límites, enseñándonos a perdonar lo que de nosotros mismos ni siquiera lográbamos descubrir. «Una sima grita a otra sima con voz de cascadas» (Salmo 41).

            Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de la Iglesia. Por tanto, la misión debe alimentarse con la oración: «Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 37). No nos cansemos de acudir a su Misericordia, de dejarle mirar y curar las llagas dolorosas de nuestro pecado para asombrarnos ante el milagro renovado de nuestra humanidad redimida.

            Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de la Misericordia de Dios en nosotros y, sólo así, sus instrumentos al abrazar, de modo siempre nuevo, la humanidad herida. «Cristo no nos salva de nuestra humanidad, sino a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de él (cf. Jn 3, 17)» (Benedicto XVI, Mensaje «urbi et orbi», 25 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 20). Somos, por último, presbíteros por el sacramento del Orden, el acto más elevado de la Misericordia de Dios y a la vez de su predilección.

            En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya asumida, que se puede cumplir «mecánicamente», tal vez con un programa pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos sigue llamando ahora, a vivir con él.

            La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad. Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo. Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él, corre el peligro de ser ideológica.

            Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del ministerio nos deben impulsar a «elevar el tono» de nuestra vida espiritual, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor.

            Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. «Salí al encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi nombre». El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues «en la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Sacramentum caritatis, 7).

            Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.

            El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.

            Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia, del mismo modo nuestra misión está ínsita en la identidad sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él, siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean.         

En efecto, la santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).

            Este «ser para todos» de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio. Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una realidad que nos distrae de «nuestra vida», sino que es el rostro de Cristo que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada, como para Cristo es la Iglesia, su esposa. El pueblo que nos ha sido encomendado es el camino imprescindible para nuestra santidad, es decir, el camino en el que Cristo manifiesta la gloria del Padre a través de nosotros.

            «Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a un pueblo entero?» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la «obediencia» a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas, no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue siendo la totalidad. «Cinco panes y dos peces» no son mucho; sí, pero son todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en la Comunión que sacia al pueblo. De esta «entrega total» participan de modo especial los sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, diariamente, desempeñan el ministerio divino uniéndose a la pasión de Cristo y ofreciendo su existencia presbiteral por el verdadero bien de la Iglesia y la salvación de las almas.

            Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo, como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar con ella el Amor infinito de Dios: «Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la sobreabundancia de su Vida» (San Agustín, Confesiones IV, 12).

            Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación del Hijo, la espera del «fiat» de una Virgen ante el anuncio del ángel. Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su Madre: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).

            El Papa san Pío X afirmó: «Toda vocación sacerdotal viene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre». Eso es verdad con respecto a la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al «alumbramiento» de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal: encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo fundamental.

            Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de «un movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico- con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos, como los que, a la vez, están "en" la Iglesia pero también, "ante" la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 16), haciendo las veces de Cristo y, representándolo, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia» (Carta de la Congregación para el clero, 8 de diciembre de 2007).

            Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de Cristo.

            Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró «más de lo que lloran las madres por la muerte física de sus hijos» (San Agustín, Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron religiosas.

Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado, no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente, suscita para nosotros el Espíritu.

            Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta dirigida a su hermana Celina: «Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá» (Carta 94). 

            Encomendémonos a la intercesión de la Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, Madre dulcísima. Contemplemos, con ella, a Cristo en la continua tensión a ser total y radicalmente suyos. Esta es nuestra identidad.

            Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: «Si yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo haría de todo corazón» (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).

 El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.     

 

Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. Prefecto

 

 

ORACIÓN DEL SACERDOTE

 

Señor, Tu me has llamado al ministerio sacerdotal

en un momento concreto de la historia en el que,

como en los primeros tiempos apostólicos,

quieres que todos los cristianos,

y en modo especial los sacerdotes,

seamos testigos de las maravillas de Dios

y de la fuerza de tu Espíritu.

Haz que también yo sea testigo de la dignidad de la vida humana,

de la grandeza del amor

y del poder del ministerio recibido:

Todo ello con mi peculiar estilo de vida entregada a Ti

por amor, sólo por amor y por un amor más grande.

Haz que mi vida celibataria

sea la afirmación de un sí, gozoso y alegre,

que nace de la entrega a Ti

y de la dedicación total a los demás al servicio de tu Iglesia.

Dame fuerza en mis flaquezas

y también agradecer mis victorias.

Madre, que dijiste el sí más grande y maravilloso

de todos los tiempos,

que yo sepa convertir mi vida de cada día

en fuente de generosidad y entrega,

y junto a Ti, a los pies de las grandes cruces del mundo,

me asocie al dolor redentor de la muerte de tu Hijo

para gozar con El del triunfo de la resurrección

para la vida eterna. Amen

  ORACIÓN DEL SACERDOTE  PARA REZAR CADA DÍA

 

       Dios omnipotente, que Tu gracia nos ayude para que nosotros, que hemos recibido el ministerio sacerdotal, podamos servirte de modo digno y devoto, con toda pureza y buena conciencia. Y si no logramos vivir la vida con mucha inocencia, concédenos en todo caso de llorar dignamente el mal que hemos cometido, y de servirte fervorosamente en todo con espíritu de humildad y con el propósito de buena voluntad. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.

 

Invocación: ¡Oh buen Jesús!, haz que yo sea sacerdote según Tu corazón.

 

ORACIÓN A JESUCRISTO

 

       Jesús justísimo, tú que con singular benevolencia me has llamado, entre millares de hombres, a tu secuela y a la excelente dignidad sacerdotal, concédeme, te pido, tu fuerza divina para que pueda cumplir en el modo justo mi ministerio. Te suplico, Señor Jesús de hacer revivir en mí, hoy y siempre, tu gracia, que me ha sido dada por la imposición de las manos del obispo. Oh médico potentísimo de las almas, cúrame de manera tal que no caiga nuevamente en los vicios y escape de cada pecado y pueda complacerte hasta mi muerte. Amén.

Oración para suplicar la gracia de custodiar la castidad

       Señor Jesucristo, esposo de mi alma, delicia de mi corazón, más bien corazón mío y alma mía, frente a ti me postro de rodillas, rogándote y suplicándote con todo mi fervor de concederme preservar la fe que me has dado de manera solemne. Por ello, Jesús dulcísimo, que yo rechace cada impiedad, que sea siempre extraño a los deseos carnales y a las concupiscencias terrenas, que combaten contra el alma y que, con tu ayuda, conserve íntegra la castidad.

       ¡Oh santísima e inmaculada Virgen María!, Virgen de las vírgenes y Madre nuestra amantísima, purifica cada día mi corazón y mi alma, pide por mí el temor del Señor y una particular desconfianza en mis propias fuerzas.

          San José, custodio de la virginidad de María, custodia mi alma de cada pecado.

       Todas ustedes Vírgenes santas, que siguen por doquier al Cordero divino, sean siempre premurosas con respecto a mí pecador para que no peque en pensamientos, palabras u obras y nunca me aleje del castísimo corazón de Jesús. Amén

 

 

ORACIÓN POR LOS SACERDOTES

 

Señor Jesús, presente en el Santísimo Sacramento,

que quisiste perpetuarte entre nosotros

por medio de tus Sacerdotes,

haz que sus palabras sean sólo las tuyas,

que sus gestos sean los tuyos,

que su vida sea fiel reflejo de la tuya.

Que ellos sean los hombres que hablen a Dios de los hombres

y hablen a los hombres de Dios.

Que non tengan miedo al servicio,

sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida.

Que sean hombres, testigos del eterno en nuestro tiempo,

caminando por las sendas de la historia con tu mismo paso

y haciendo el bien a todos.

Que sean fieles a sus compromisos,

celosos de su vocación y de su entrega,

claros espejos de la propia identidad

y que vivan con la alegría del don recibido.

Te lo pido por tu Madre Santa María:

Ella que estuvo presente en tu vida

estará siempre presente en la vida de tus sacerdotes. Amen

 

 

APÉNDICE

 

 BREVE MIRADA A LA HISTORIA RECIENTE DE LA LITURGIA ANTES Y DESPUÉS DEL CONCILIO

 

Los seminaristas o sacerdotes que, antes del Concilio, habíamos leído el libro de Dom Chautard, EL ALMA DE TODO APOSTOLADO, obligado si eras un seminarista culto y piadoso,  sabíamos y estábamos convencidos de que la oración era el alma y el corazón de todo apostolado. Igual que lo que tuvimos la suerte de conocer la HISTORIA DE UN ALMA, así como de Franz M. Moschener, LA ORACIÓN CRISTIANA, libros todos de moda en los seminarios de mi tiempo, pero, sobre todo, para mí personalmente: LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, del P.P. Phillipon O.P., de la cual soy muy deudor en materia de espiritualidad del sacerdocio y de la oración,

Después del Concilio, y por falsas e intencionadas interpretaciones, pero a nivel de Europa, sobre todo, Francia, que en aquellos era modelo para muchos sacerdotes españoles, que debido a su influencia se hicieron políticos, obreros, sacerdotes «ad tempus», casados...y la célebre Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de España..., --es que hay que ver las Iglesias tan distintas que nos ha tocado ver y vivir a los que ya tenemos más setenta años, hay que ver lo que hemos visto y escuchado y leído--; en aquellos tiempo el sacerdote podía y debía ser todo, menos de Cristo, porque hasta era la comunidad la que te debía elegir y dar el mandato para presidirla; debía meterse en política, hacerse obrero profesional, trabajar de lo que fuera, todo era sacerdocio; de orar, nada o poco, el trabajo te santificaba; qué pasó, que consecuencias tuvo todo esto: secularizaciones a montones, por miles..

Y en liturgia... desde Dom Guéranger, OSB, con su gran libro EL AÑO LITÚRGICO, hasta recién terminado el Concilio, la oración litúrgica era el alma de la misma y de la Iglesia; después del Concilio, fue en un campo de futbol, lo recuerdo porque me impresionó tanto que no le puedo olvidar, en un campo de futbol me dice un religioso de una Orden determinada: « Qué bien el concilio...ya está bien de tanta oración y recogimiento y rezar... el trabajo y el apostolado es la mejor oración; y lo mismo en la liturgia, hay que hacer ritos nuevos, acciones y celebraciones que el pueblo entienda y dejemos ya lo trasnochado de siglos pasados, hay que reinventar la liturgia.... Y es claro, después del Concilio, como hubo que reformar tantos libros litúrgicos, y cada día salía uno nuevo, y se escribía más y más sobre si lo habían hecho bien, resultó que muchos creyeron que en eso estaba la liturgia y toda la reforma, al menos, la parte más importante.

Muchos liturgistas y sacerdotes del postconcilio preocupados de cómo debían celebrarse los misterios sagrados, dedicaban más tiempo y preocupación a cómo debían hacerse las cosas, que trabajar por lo más importante, por la esencia de la liturgia que será siempre: qué es lo que Cristo quiere y hace y busca en las acciones sagradas en relación con su Iglesia, especialmente el sacerdote que lo representa y hace presente,  y cómo y por donde debemos entrar nosotros en el corazón de la liturgia, de los misterios que se hacen presentes.

Esto hizo que los sacerdotes, los celebrantes estuviéramos más preocupados también por la celebración externa que por la espiritual. Además como muchos o la mayor parte de los seminaristas de aquel tiempo no estudiamos Liturgia en el Seminario, y el profesor de la misma sólo nos hacía representar y divertirnos con las ceremonias de los sacramentos, y qué divertido era, total, que para algunos que tenían fama de liturgos y piadosos, todo consistía en aprender las ceremonias, y de lo espiritual, del encuentro santificador, ni hablar, porque el sacramento operaba «ipso facto» «ex opere operato».

Recuerdo cómo me preparé para la celebración de la misa: me hice un cáliz de papel, me procuré todo lo necesario para celebrarla, y teniendo presente el misal, me aprendí cómo había que poner las manos, cómo levantar el cáliz, cómo darme la vuelta y hacer genuflexión, porque había que cuidar hasta el más mínimos detalle. El que así lo hacía, era el más piadoso y el que mejor celebraba. Me parece que había más de doscientas advertencias pero de identificarme con Cristo sacerdote, con su entrega y Espíritu de Amor...

Se olvidó la norma de San Benito: «mens concordet voci»; nada de eso, todo estaba en hacer exactamente los ritos y las palabras, no hacía falta más, y se olvidaban de los principal: hacer las acciones de Cristo con el Espíritu de Cristo y asimilarlas y tratar de vivirlas en la vida que había quedado ofrecida y consagrada con Cristo al Padre. Bastaba pronunciar y hacer, y ya quedaba uno santificado. El celebrante era mero actor; la liturgia, corografía.

Yo creo que todavía, a pesar de que los Papas y los liturgistas insisten más que nunca en la preparación espiritual, no creo que podamos decir con toda verdad que la liturgia, como dice el Concilio, es “el centro y cúlmen de nuestra vida espiritual y apostólica, de nuestro ser y actuar sacerdotal en Cristo”, porque la vivamos como la fuente de la vida cristiana y sacerdotal de la cual nos alimentamos y a la cual acudimos para relanzarnos en la vida espiritual y apostólica.       

En la Liturgia, el consagrado-enviado es constituido en su identidad; en ella,  recibe el don «de la fuente que mana y corre, aunque es noche» (por la fe), la savia espiritual y apostólica que viene de Cristo que se hace presente, y que ante el Padre ora y se ofrece por nosotros como cabeza. La oración personal-litúrgica debe inundar toda la acción y la actitud personal del que está configurado sacramentalmente para actuar in persona «Christi capitis», y que llega de esta forma a la mística sacerdotal. En esa concepción de ministerio se realiza plenamente el espíritu de la liturgia: ser cúlmen y centro y meta de toda la vida de la Iglesia, fuente de la que mana, y meta a la que conduce.

Y para eso, la oración personal unida a la oración y plegaria litúrgica es absolutamente necesaria para entrar y dar respuesta al misterio celebrado, sobre todo eucarístico, que es centro y culmen de toda la vida de la Iglesia, si participamos y entramos en ella por la oración personal y litúrgica.

Bien entendida, la liturgia, el vínculo y unión e interacción entre oración litúrgica y oración personal, entre acción litúrgica y oración personal comunitaria es tal que la liturgia es la mejor provocación de la personal y la personal es la mejor participación de la liturgia por la contemplación del misterio que irrumpe en el tiempo por las palabras y gestos litúrgicos. Oración personal y liturgia pertenecen al mismo misterio de gracia, y expresan de modo diverso la realidad del culto cristiano y de la santificación como respuesta personal y comunitaria a la salvación.

Ya en S.C. 12 se afirmaba la necesidad de la oración personal, según el mandato del Señor, diciendo que la vida espiritual «no se agota» en la sola liturgia, que de otras forma era puro teatro desarrollada por la estética y corografía litúrgica, sin vida interior que se una a la savia y corriente de vida que surge del corazón de los misterios celebrados, donde solo podemos entrar por la unión, devoción, la fe y el amor de la oración personal comunitaria del que participa en la misma, como celebrante o como participante. 

En CCE 2655 se afirma explícitamente: «La oración interioriza y asimila la liturgia durante su celebración y después de la misma. Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto” (Mt 6,6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Santísima Trinidad». Por eso, oración, liturgia, oración personal y litúrgica, celebración litúrgica son también los silencios mandado por el ritual. Porque son encuentros sin palabras con el Cristo que se ha hecho presente. Es liturgia contemplativa, u oración o contemplación litúrgica.

Para favorecer la interacción entre oración personal y oración litúrgica, ante todo hay que recrear desde dentro las oraciones ofrecidas por la Iglesia en los libros litúrgicos, expresar nuestra oración espontánea, la meditación personal de la palabra, como un ministerio espiritual de predicación, acompañar la oración de la Iglesia con una creatividad de oración personal (por ejemplo con las colectas sálmicas de la 1iturgia de las Horas). Todo ello se obtiene también mediante la integración de momentos de silencio.

Sin encuentro de amor personal hemos rezado oraciones, hemos recitado salmos, pero no ha llegado a haber unión que pueda comunicar la savia y la vida de Dios que nos trae el Espíritu Santo; sin unión personal no ha posibilidad de que la vid, que es Cristo, nos pueda comunicar  amor, fe, vida, fuego, humildad, purificación de poda a los sarmientos.

En la oración personal y privada, la lectura es para meditar sobre la belleza y hermosura de Dios, sobre sus acciones, sobre la vida de Cristo, sobre su amor entregado hasta la muerte, para provocar en nosotros la admiración, el amor, el seguimiento, la fortaleza, la conversión a su ser y existir. Por eso, como dicen nuestros místicos, en la oración todo es cuestión de amor.

La lectura y la meditación personal es para  amar más a Cristo en la oracaión litúrgica de la misa, la oración personal es cuestión más de amor no de pensar solo o de inteligencia, porque entonces sería patrimonio de los inteligentes, de los teólogos, de los “sabios y entendidos de este mundo”. Los pasos para llegar al amor de Cristo, ya los sabemos todos: «lectio, meditatio oratio, contemplatio» y a esto me ayuda toda la oración litúrgica.

En realidad, en la liturgia tenemos siempre que pasar de lo visible a lo invisible, de los signos a las realidades y ello supone un impulso de fe y de amor. Los gestos litúrgicos deben ser vividos desde dentro y deben hallar en la simple expresividad unificada del cuerpo y del espíritu la capacidad de ser gestos contemplativos en los que se unifica el impulso del espíritu humano con el Espíritu de Cristo, el espíritu del sacerdote con el Espíritu de amor y entrega de Cristo en la santa misa.

Por eso, defendemos un liturgia, un apostolado,  sostenidos por la oración, por la espiritualidad, por el Espíritu Santo, por una vida según el Espíritu, por trabajar y orar y celebrar “en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo y Verdad completa del Verbo de Amor pronunciado por el Padre para la salvación y amistad con los hombres; por eso y para eso la liturgia solicita siempre nuestra participación en el misterio, y nos pide que entremos en él por la oración de amor personal, para unificar la mirada, la mente y el corazón con la palabra y los gestos litúrgicos de Cristo, dejándonos penetrar por la irrupción de lo divino que nos trae la acción y palabra litúrgica y para eso hay que dejarse penetrar por el Espíritu sin el cual no hay contemplación ni unión plena con Cristo Único Sacerdote y Víctima.

Tenemos que convencernos de que todos hacemos la liturgia porque la liturgia es para toda la comunidad, pero participando como asamblea formada por todos los miembros que se convierten en protagonistas del diálogo con Dios, en sacerdotes y miembros del Cuerpo de Cristo, en piedras vivas del templo del Espíritu, por la escucha y la oración personal y litúrgica.

Para que haya unión y santificación y comunicación de la savia y vida divina en la oración personal, para que no se quede y termine en el altar la oración litúrgica, para que salgan a la calle y me acompañen en mi actuar todo el día, para que yo, como sacerdote o fiel la asimile, y me una y alimente de la misma vida y sentimientos de Cristo, bien por la lectura en la meditación, bien por la celebración de los gestos y palabras de la Liturgia, no basta comer el cuerpo de Cristo, tocar el envoltorio de los ritos, tengo que llegar al corazón del misterio y eso solo se puede hacer y  Dios lo concede  por el encuentro personal de amor, por la unión personal, por la oración personal que me une a la liturgia, que es centro y culmen de toda la vida apostólica y cristiana, que provoca y alimenta mi oración personal-conversión, ese amor y gozo de la oración personal más que todo lo que yo pueda leer, meditar,  rezar y orar privadamente, y a su vez, ella, la oración litúrgica, necesita de esa unión mía de amor personal para penetrarme y potenciar en mí su fuerza y llegar al fín para el que fue instituida y es celebrada.

Sin unión con Él, sin unión de amor de Espíritu Santo, sin su mismo Espíritu, nosotros, sacerdotes, no podemos  ser ni existir en Cristo sacerdote. Nosotros, como hombres, podremos ser y actuar, pero no sacerdotalmente; yo puedo programar y trabajar y utilizar todas las dinámicas del mundo, incluso me pueden valorar y aplaudir por todas mis muchas actividades, pero no todas mis actividades son apostolado, si no la hago con el Espíritu de Cristo, unido al ser y actuar de Cristo, permanentemente mantenida por la oración personal permanente, que es amor permanente a Cristo y al memorial hecho presente en la liturgia, especialmente en los sacramentos, que me lleva a la conversión permanente de lo celebrado: Promesas bautismales, ¿ os comprometéis a cumplir, a vivir... lo que hemos celebrado...?, o a vivir el sacrificio de Cristo, Sacerdote y Víctima, obedeciendo al Padre, cumpliendo su voluntad como Cristo, con amor extremo, hasta dar la vida, que eso es celebrar y vivir la misa. Todo esto no es posible sin unión de amaor personal provocada y alimentada y a su vez asimilada y vivida en la litúrgica por la oración personal unida a la litúrgica.

El camino de la autenticidad de la experiencia litúrgica se halla en la dimensión «espiritual» que no es un adjetivo sin sostén, sino una referencia necesaria al Espíritu Santo, en cuya potencia de Amor se hacen presentes todos los misterios de Cristo, y por Él, de la Trinidad, en los cuales hemos entrar y celebrar y participar y vivir, para eso se hacen presente, para eso es la liturgia sagrada, y siempre por nuestra unión de fe y amor, por las virtudes teologales que sostienen y alimentan la oración personal, por la cual, todos, sacerdocio presbiteral y real, estamos llamados a participar y concelebrar.

El Espíritu de Cristo Resucitado garantiza la realidad y la consistencia de nuestra participación personal, nos une en comunión, impregna y asimila toda la savia de vida de la liturgia y asegura la vitalidad de la asamblea en la unidad del sacerdocio y variedad de ministerios y tareas.

Sin unión permanente con Cristo alimentada por la oración personal unida a la litúrgica, que me hace «consciente, pleno y total» ser y actuar en Cristo sacerdote, no puedo hacer las acciones de Cristo con el Espíritu de Cristo. Sin unión personal con la litúrgica, la liturgia se realiza por Cristo y es santificadora pero no plenamente para los celebrantes tanto el sacerdote como el pueblo.

Para hacer y ser sacerdotes, para vivir sacerdotalmente, necesitamos estar unidos al Único Sacerdote, Cristo,  como los sarmientos a la vid. No soy yo, ha sido Cristo el que nos ha descubierto cómo tiene que ser el ser y el obrar de todo bautizado, sacerdocio común, pero especialmente de todo sacerdote presbítero, sacerdocio presbiteral, que se realiza en nosotros por una especial Unción y Consagración no estática, que es una concepción teológica antigua del carácter, sino dinámica  para siempre, don permanente concedido por la Unción y Consagración del Espíritu Santo, mediante la gracia y el carácter sacerdotal, don para siempre del Espíritu y «exousia» de Cristo prolongado en el presbítero por el Espíritu Santo, que debe actuar en nuestro ser y vivir participado del Único Sacerdote.

Este don o carisma o gracia o autoridad concedida in aeternum hace que Cristo sea el que actúe como Sacerdote único por medio de nuestra humanidad prestada; Él es que bautiza, perdona los pecados, consagra; cuando digo «esto es mi Cuerpo», es el Cuerpo de Cristo el que se hace presente, no el mío, que además nada valdría para la salvación; es Cristo quien consagra en mi humanidad prestda; y en el apostolado actuará en la medida que yo sacerdote sea presencia suya y de su amor.

Sin embargo, para que Cristo pueda actuar así tan identificado conmigo, y yo, como sacerdote, tan identificado con El, es absolutamente necesario que todo sacerdote esté unido a Él por las virtudes teologales de la fe, esperanza y la caridad, que para eso es la oración, según San Juan de la Cruz, y su progreso y purificación e identificación con Cristo, Único Sacerdote,  marca las etapas de la oración personal. Sin esta unión de fe viva y amor la misa es desde luego válida siempre por el celebrante principal, Cristo, pero no es plenamente santificadora para el sacerdote celebrante que hace presente a Cristo.

Y repito, para que esa acción litúrgica se pueda realizar, como dice el Vaticano II, de una forma «consciente, activa y total», de forma santificadora para mí y para los fieles que comulgan, es necesario que no solo coman, sino que comulguen con la vida y los sentimientos de Cristo: “El que me coma vivirá por mí” y para eso, hay necesidad absoluta de la oración personal unión de amor que nos una a Cristo, como sarmientos a la vid.

El don permanente del carácter «ipso facto» hace presente «ex opere operato» el misterio, la sant misa, aunque yo esté en pecado, totalmente sin amor; pero para que haya encuentro de mi ser y actuar sacerdotal en Cristo que me transforme y santifique, necesito encuentro personal de amor con Cristo sacerdote que actúa en mí y me santiicará y me llenará en la meddida en que yo me vaya vaciando de mí mismo y que Cristo me pueda llenar y actuar por mí en mis apostolados..

 Él es el que tiene que actuar por la humanidad prestada por todo sacerdote, Y así prolonga su ser y existir de Único Sacerdote en la tierra, de una forma sacramental, a través del barro de otros hombres, y para eso, lógicamente, para poder Él  ser y actuar dinámicamente en el mundo a través de nosotros, para que Él pueda estar y actuar por mi, yo tengo que estar unido a Él por un amor permanente que se actualiza y se alimenta y se potencia y se comunica desde la oración personal a la litúrgica y acción apostólica por la caridad pastoral, y desde la oración litúrgica, centro y cúlmen de toda oración, porque es  Cristo Sumo Sacerdote orando y actuando, a la oración personal.

Y esto es lo que nos quiere indicar Cristo cuando nos dice a todos los cristianos, a todos los creyentes en Él, a todos los bautizados, pero especialmente a los sacerdotes: “sin mí no podéis hacer”; sin oración personal, no podemos hacer nada; no podemos conocer a Cristo aunque sepamos toda la teología, porque tiene que ser para eso «teología arrodillada»; no podemos dar gloria a Dios y santificarnos y santificar a los hermanos, aunque celebremos todos los misterios litúrgicos ritualmente, si no entramos dentro de los misterios y nos encontramos con el corazón de la liturgia que es la irrupción de Amor y Salvación de Dios en el tiempo y en los ritos; tendré a Cristo en mis manos, o comeré a Cristo, pero no comulgaré con sus mismos sentimientos, con su misma vida, con su mismo amor, si no hay encuentro de amor, de oración personal.

 

 

EPÍLOGO

 

“VERDAD COMPLETA”DE LA LITURGIA ES CELEBRAR  “EN ESPÍRITU Y VERDAD”:

 

            Y desde el principio hasta el final del libro quiero repetir que sin oración personal, sin unión personal de  amor con Cristo sacerdote y víctima, sin encuentro de amor personal con Él incluso en la santa misa no hay liturgia plena y completa.

En mis ratos de oración personal como en toda la oración o celebración litúrgica lo que Dios busca, para lo que irrumpe en la historia y en el tiempo, a través de la lectura o meditación de la Palabra como de los gestos y palabras litúrgicas, es para el encuentro personal y salvador con cada uno de los participantes tanto en la oración pública como en la privada. Si no se llega ahí, no llegamos al fín de la venida de Cristo en la liturgia, en la acción litúrgica, especialmente en la celebración de su entrega total en la santa Eucaristía para la salvación de todos, pero especialmente de los presentes y que se unan a Él con sus sentimientos.

Cristo vendrá en la consagración de la misa y en toda accióna litúrgica pero no habrá encuentro de amor personal por Él. Porque no hay encuentro personal de fe viva y de encuentro de amor personal con cada uno de nosotros que es lo que busca el Espíritu de Cristo, Espíritu de Amor, en toda la liturgia, sacramentos y demás acciones sacramentales.

Por eso, sin oración personal, sin unión de fe, amor y esperanza viva – virtudes sobrenaturales-teologales que nos unen a Dios y en eso está la esencia de la oración personal para San Juan de la Cruz pero purificadas y elevadas-- , no puede haber oración personal ni litúrgica plena santificadora, no puede haber una liturgia «plena, consciente y total» del Vaticano II, porque tiene que haber encuentro de amor personal y gracia de Cristo por el encuentro en la oración litúrgica de Cristo y personal del celebrante.

Por eso, aunque se lea la Escritura perfectamente en el ambón, o se recen y se canten los salmos y la Eucaristía se celebre con toda solemnidad guardando la normas litúrgicas, la Eucaristía es válida y santificadora en sí misma, es Cristo dando su vida por la salvación de todos los presentey del mundo, pero el grado de santificación dependerá de la participación espiritual de cada uno según el grado de amor y entrega y generosidad.

Sin este grado de unión no habrá santificación o participación litúrgica plena porque no se realiza plenamente la finalidad de la acción litúrgica, porque no hay encuentro entre Dios y el hombre pleno, porque la irrupción de Dios en el tiempo se queda sin conseguir su finalidad total, porque todo eso es para conseguir una meta, un fín, la llegada del amor salvador de Dios a los hombres, pero para eso hay que prepararse y salir a esperarlo vaciándons de nosotros mismos para recibirlo y llenarnos de Él y participar con fe y amor y eso es la oración personal, este es el camino, la oración personal unida a la litúrgica realizada por Cristo y hecha presente por el celebrante siempre, pero completa para él si se une a Cristo personalmente. Si hay oración de unión personal unida a la liturgia se cumplirá el fin de la oración litúrgica y personal: que Dios sea glorificado y los hombres, santificados.

Y la oración personal a la que yo me refiero es la oración de siempre, la practicada por Jesús tantas veces en el evangelio: “se retiró a orar…” o desde la cruz que se hace presente en la santa misa: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen… a tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu…” que todo eso, toda su vida y resurrección se hace presente en la santa misa. Y nosotros, todos los participantes, tanto el sacerdote como los cristianos, tenemos que hacerlo en la oración como María “que meditaba todos esto en su corazón”.

Yo estoy convencido y defiendo que la oración personal es absolutamente necesaria para la santidad personal o la unión total con Dios Trinidad por Cristo con el Amor del Espíritu Santo; la oración personal es absolutamente necesaria para celebrar la oración litúrgica, o la liturgia sagrada en plenitud, especialmente la Plegaria Eucarística, porque en ella el celebrante o participante tiene que pasar mediante la oración personal desde las acciones externas sagradas  que hacen presente el Misterio de Cristo en el altar y lo serán según el grado de su unión con Cristo que nos habla y se ofrece por todos en la santa misa; y esta es la Liturgia plena y completa, este es el sentido pleno de la Liturgia, y para eso, repito, encuentro personal por la oración de amor y fe personal unida a la oración y acción litúrgica que Cristo realiza siempre por el sacerdote santo y menos santo.

 

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WILLIAM JOHNSTON, Teología Mística, Herder, Barcelona 1995.

INDICE

 

PRÓLOGO…………………………………………………..…  3

INTRODUCCIÓN ………………………… …………..……….5

 

CAPÍTULO PRIMERO

LA ORACION PERSONAL EUCARÍSTICA

 

1. TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN EUCARÍSTICA,  ENCUENTRO DIARIO    CON CRISTO EN EL SAGRARIO... 7

2. EL SAGRARIO:TRATAR DE AMISTAD CON JESÚS EUCARISTÍA……..............................................……………….11

3. LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA DE

   ORACIÓN CONTEMPLATIVA EUCARÍSTICA…..…….. 18

4. BREVE ITINERARIO DE ORACIÓN EUCARÍSTICA….. 22

5. IMPORTANC. DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA VIDA     Y EL MINISTERIO SACERDOTAL………………. 36

6. “VERDAD COMPLETA” DE LA EUCARISTÍA: ESPIRITUALIDAD-VIVENCIA …………………….………..52

 

CAPÍTULO SEGUDO

 

LA IDENTIDAD DEL PRESBITERO

“Sin mí no podéis hacer nada”

 

1. SIN ORACIÓN, NO PODEMOS HACER NADA…………..68

2. IDENTIDAD SACERDOTAL: SER Y VIVIR EN CRISTO..74

3.- CARTA DE JUAN PABLO II SOBRE LA ORACION DEL SACERDOTE… …………………………………..……. ...…..82

4. LA  CARIDAD PASTORAL: EL SER Y EXISTIR EN CRISTO SACERDOTE……………………………….…….....91

5. SIN ORACIÓN PERSONAL LOS SACERDOTES NO PODEMOS VIVIR    LA CARIDAD PASTORAL DE CRISTO PASTOR…………………………………………...…………..  99

.

CAPÍTULO TERCERO

ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

 

1. ESPIRITUALIDAD DE LA IDENTIDAD SACERDOTAL107

2. EL PRESBÍTERO, IDENTIDAD CON CRISTO POR EL SACRAMENTO-ORDEN……………………….…..………..111

3. TODO SACERDOTE DEBE VIVIR EN CRISTO POR LA ORACIÓN-CONVERSIÓN…………………………………………117

4. LA EUCARISTÍA, META Y CORAZÓN DE LA EXISTENCIA SACERDOTAL……………………………….122

5. LA DEVOCIÓN A MARÍA, MADRE SACERDOTAL,  EN LOS SACERDOTE.............…..………………….……............126

6. MARÍA, MADRE SACERDOTAL DE CRISTO Y TODOS LOS SACERDOTES………………………………………….132

 

 

 

CAPÍTULO CUARTO

S. JUAN PABLO II

 

CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II “NOVO MILLENNIO INEUNTE”: ORACIÓN Y SANTIDAD, FUNDAMENTOS DEL APOSTOLADO………………………………….. ………´……….140

 

CAPÍTULO QUINTO

BENEDICTO XVI

1.- AÑO SACERDOTAL 19 JUNIO 2009-JUNIO 2010 1552. Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada por el Papa durante la audiencia general de los miércoles, con los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro………………….…..153

2.- Catequesis del Papa Benedico XVI en la Plaza de S.Pedro.167

3. Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses. Consejos del Papa a nuevos obispos………………………………..…………… 171

 

4. Publicamos la carta que han enviado Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y el arzobispo Mauro Piacenza, presidente y secretario de la Congregación vaticana para el Clero con motivo de la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes que se celebra el 30 de mayo, fiesta del Corazón de Jesús………………………………………..…………..……. 175

 

ORACIONES SACERDOTALES……………………………183

 

APÉNDICE:  BREVE MIRADA A LA HISTORIA RECIENTE DE LA LITURGIA ANTES Y DESPUÉS DEL CONCILIO.. 185

 

EPÍLOGO: VERDAD COMPLETA DE LA LITURGIA….. 193

 

BIBLIOGRAFÍA……………………………………………. 195

 

ÍNDICE………………………………………………………. 198

Gonzalo Aparicio Sánchez es párroco de San Pedro en Plasencia, profesor de Teología Espíritual en el Instituto Teológico del Seminario y Canónigo Penitenciario de la S.I. Catedral.  Hizo sus estudios en Plasencia y en Roma: Doctor en Teología Dogmática, Licenciado en Teología Pastoral y Diplomado en Teología Espiritual por Roma y en Teología Moral por Madrid.Su pasión desde siempre es la pastoral parroquial donde cultiva grupos de hombres, mujeres, matrimonios y hasta niños de primera comunión, con el convencimiento de que  la comunidad  cristiana y humana debe ser fermentada por pequeños grupos semanales de Formación y Vida Cristiana, que se componen de tres partes principales: Escucha compartida y meditada del   Evangelio del domingo; revisión de vida personal de la oración diaria, caridad fraterna y conversión de vida; terminando con  la parte doctrinal y teológica del libro pertinente que esté leyendo el grupo. D. Gonzalo, como fruto principal de su vida de oración y de sus estudios así como de sus clases de Teología Espiritual en el Seminario y en sus grupos de oración de la parroquia ha publicado varios libros, preferentemente sobre Teología y Espiritualidad Eucarística y Sacerdotal y sobre la Oración Eucarística para ayuda del pueblo cristiano, sobre todo de sus hermanos los sacerdotes.

CRISTO  EN ORACIÓN

 MODELO PARA TODOS LOS SACERDOTES

 


[1]Libro de la Vida, cap 8. nº2

[2]Santa Teresa, Camino, cap 35

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