EL ESPIRITU SANTO JUBILEO

            Para meditar sobre la importancia del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento no encuentro palabras más oportunas que las de Juan Pablo II en la Tertio millennio adveniente:

            “El 1998, segundo año de la fase preparatoria, se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. “El Gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio —escribía en la encíclica Dominum et vivificantem—, (...) tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encamación se realizó por obra del Espíritu Santo. Lo realizó aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye la cumbre de esta dádiva y de esta autocomunicación divina”.

            La Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario “de otro modo si no es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia”.

            El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”(Jn 14,26)».

(JUAN PABLO II, Tertio millennio adveniente, 44.)

            El COMITÉ PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000 publicó con esta finalidad un libro de reflexión teológica, EL ESPÍRITU DE CRISTO, que tiene aportaciones muy interesantes sobre el Espíritu Santo. Me ha parecido oportuno transcribir el tema referente a EL ESPÍRITU SANTO Y CRISTO:

CAPITULO IV

EL ESPIRITU SANTO Y CRISTO

 
           
El acontecimiento del Gran Jubileo no reviste sólo un perfil cristológico, sino también pneumatológico (cf. DeV 50), en cuanto que es propio del Espíritu Santo ser el lugar personal donde se hace posible el encuentro. En la experiencia del Espíritu Santo es donde se opera la única mediación de Cristo, por el cual todo hombre puede ser introducido en la intimidad inaccesible del Padre. Se deduce que no es posible  desligar la tarea del Hijo de la misión del Espíritu:
como Cristo evidencia el papel del Espíritu en la au- tocomunicación de Dios y en la respuesta de la fe, así  el Espíritu llega a ser protagonista de la preparación y
de la venida de la Palabra en la historia. En otros términos, el Espíritu no revela nada de sí de manera autónoma si no es en relación con el Verbo de la vida. Esta es su acción que «en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la Encamación y de la Redención» (DeV 53).
            Conocer a Cristo, entonces, en el horizonte del Espíritu, significa fundamentar el saber de la fe en la experiencia y, en el Espíritu, del misterio de la Palabra hecha carne: «Ninguno puede decir “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).

1. JESUS POSEE EL ESPIRITU

La novedad que caracteriza la concepción neotestamentaria sobre el Espíritu Santo es la única y original relación entre Cristo y el Espíritu. El Espíritu es Espíritu de Cristo y es presupuesto y medio para conocer a Dios Trinidad. A El le ha sido confiada la misión de actualizar en el tiempo el designio amoroso de Dios que, a partir de la creación del universo, especialmente del hombre creado a «imagen y semejanza de Dios» y «hablando por medio de los profetas», manifiesta progresivamente el Logos de Dios en la historia. Y es el Espíritu quien, en la «plenitud de los tiempos», hace que se realice el vértice de autocomunicación de Dios con la humanización del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María (cf. Lc 1,35). El inicio biológico de Jesús es debido, por tanto, al Espíritu; por esto en el Credo confesamos: «fué concebido por obra del Espíritu Santo». En Jesús, por ello, se realiza plenamente el designio de Dios, el de unirse al hombre divinizándolo; por lo cual se puede afirmar que Jesús, en la potencia del Espíritu, es la unión perfecta de Dios y el hombre: «La obra del Espíritu “que da la vida” alcanza su culmen en el misterio de la encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, si no es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en su unión hipostástica. Y, al mismo tiempo, con el misterio de la encarnación se abre de un  modo nuevo la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. El Verbo, “primogénito de toda la creación”, es “el primogénito entre muchos hermanos”, y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia —que nacerá en la cruz y será revelada el día de Pentecostés—, y en la Iglesia, la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación. “La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hjjos de Dio?’. Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente “por obra del Espíritu Santo”» (DeV 52).

            El Nuevo Testamento evidencia dos momentos fundamentales en la relación entre el Espíritu y Cristo: antes de la Pascua el Espíritu  es dado a Jesús; después de la muerte y resurrección es Jesús quien da el Espíritu, inaugurando el tiempo escatológico que caracteriza el peregrinar de la Iglesia. Por esto se puede afirmar que Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, existe en su concreción histórica por obra del Espíritu Santo. Desde su concepción, Jesús es ungido por el Espíritu. Pero con el Bautismo esta unción se manifiesta en su realidad más verdadera: Jesús es constituido  Hijo de Dios por nosotros y por nuestra salvación. Este es el Mesías. Esta investidura y consagración de Jesús por parte del Espíritu es manifestada por San Pedro en su discurso en casa de Cornelio: «Vosotros conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con El (Hech 10,37-38).


Desde ahora en adelante, toda acción de Jesús no será otra cosa que una «actualización» de la fuerza del Espíritu que conducirá casi de la mano al Salvador hacia su obra de salvación. Así, el primer acto del Espíritu después del Bautismo será el de «conducir» a Jesús al desierto para combatir y vencer al diablo (cf. Mt 4,1-11 y paralelos). El Espíritu Santo se manifestará en la vida pública de Jesús como fuerza de liberación de las potencias del mal, como en los milagros; y anuncio y testimonio de la unidad definitiva de la revelación de Jesús (cf. Lc 4,18-21; Jn 3,34). De modo particular, el evangelista Lucas expresará esta relación entre el Espíritu y Jesús en su oración al Padre. El himno de júbilo, como se llama a esta oración de Jesús, está introducido por el evangelista con las palabras: «En aquel mismo instante Jesús exclamó en el Espíritu Santo» (Lc 10,21), para testimoniar que, en su relación con el Padre, el Espíritu está siempre presente.

            Pero, sobre todo, en el momento de su muerte es cuando el Espíritu está presente. Según la Carta a los Hebreos (9,14-15), fue el Espíritu Santo el que suscitó el ofrecimiento sacrificial de Cristo en su muerte redentora, por lo cual el alma del verdadero sacrificio consiste en el ofrecimiento que El hizo de sí mismo. Ahora bien, Cristo «se ofreció a sí mismo» (y. 14) a Dios a través del cumplimiento generoso de su voluntad (cf. Heb 10,4-10), y esto sucedió bajo el impulso y con la fuerza del Espíritu Santo, que inspiró y sostuvo el sacrificio de Cristo porque El estaba en el origen de su caridad hacia Dios y hacia los hombres sus hermanos.

            La fuerza operante del Espíritu está presente y eficaz también en la resurrección de Jesús. Ciertamente, es el
Padre quien resucita a Jesús (cf. Rom 8,11; 1 Cor 6,14...), pero esto sucedió según el Espíritu Santo, porque «murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu» (1 Pe 3,18), como por otra parte sucederá en nuestra resurrección, que es una consecuencia directa de la de Cristo (cf. Rom 8,11). «La elevación mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su cumbre en la resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios, “lleno de poder”(DeDeV 24). El mismo Espíritu que hizo nacer a Jesús es el mismo que lo resucita de entre los muertos, los constituye «último Adán», hombre definitivo, haciéndolo, a su vez, «espíritu dador de vida» (1 Cor 15,45).

II. EL CRUCIFICADO-RESUCITADO
DA GENEROSAMENTE EL ESPIRITU


Guante su vida terrena, Jesús,  con ocasión de la festividad de las Tiendas, promete que después de su resurrección, enviará el Espíritu a los creyentes (cf. Jn 7,37-39): «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (v.37-38). Y el Evangelista comenta: «Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, pues Jesús no había sido todavía glorificado» (v.39). Juan desarrolla aquí la unión entre agua y Espíritu, que se encuentra en el Antiguo Testamento, hasta la identificación: el agua viva es símbolo del Espíritu, y Jesús, manantial de agua viva, es la fuente del Espíritu. Para Juan, la Palabra permanece ineficaz sin la intervención del Espíritu; por esto es necesario el don del Espíritu, para que la Palabra llegue a ser realmente salvífica. En este sentido afirma: «No estaba todavía el Espíritu, porque Jesús no había sido todavía glorificado» (v.39b), en el sentido de que no se había realizado todavía su plena donación a los creyentes; no se estaba todavía plenamente en el tiempo del Espíritu, así como El será experimentado en la Iglesia después de la Pascua.

La «Hora» de Jesús, el momento supremo establecido representa asimismo el momento de su glorificación, es la de su muerte-resurrección. En aquella hora, según el evangelio de Juan, Jesús, muriendo, «transmitió el Espíritu» (Jn19,30), expresión que históricamente significa devolver al Padre, mediante la muerte, aquel soplo vital que de El había recibido, pero que teológicamente indica también el don del Espíritu a los’ creyentes. En el cuarto evangelio, el último soplo vital de Jesús no quiere significar simplemente la muerte biológica, sino el Soplo del Espíritu que da la vida, anima la creación y todo ser viviente, también la Iglesia representada por María y el discípulo predilecto. Aquel Espíritu que El mismo ha recibido del Padre, Jesús lo da ahora a los creyentes, precisamente en el acto de su muerte redentora, como en el momento en el que, después de la resurrección, dirigiéndose a los Once, alentó sobre ellos y les dijo: «recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). El les da su Espíritu para hacerlos hombres nuevos, capaces (de cumplir la misión a ellos confiada, de llevar a los hombres la misma vida que había recibido del Padre (Jn 6,57) y el mismo amor que el Padre tiene por El. Todo acontece de manera sobreabundante en el día de
Pentecostés, como atestigua San Pedro en su primer discurso: «Pues bien, Dios resucitó a este Jesús y todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido y lo ha derramado. Ésto es lo que estáis viendo y oyendo» (Hech 22,32-33).

            El Crucificado-Resucitado, gracias a su existencia en el Espíritu, puede actuar en los suyos, y los discípulos, en Cristo, pueden experimentar en su vida la potencia del Paráclito. No es nada extraño que Juan llame, al Espíritu Santo, Paráclito. Como atestiguan algunos textos rabínicos, el término indica «intercesor», un «defensor» de los hombres ante el tribunal de Dios. Para Juan, este deber es propio del Espíritu, que, en el conflicto entre la Iglesia y el mundo, convencerá (cf. Jn 16,8) a este último de su culpabilidad e incapacidad para creer en Dios, y continuará haciendo presente y actual a Cristo y el ofrecimiento de comunión del Padre.

            La enseñanza del Espíritu, que envuelve toda la vida terrena de Jesús, y la del Jesús glorificado que envía a los creyentes su Espíritu, llega a ser en los primeros siglos objeto de predicación y de catequesis. San Basilio, después de haber recordado que en la historia de la salvación «todo se ha realizado mediante el Espíritu», fijándose particularmente en Jesús, afirma: «Desde el principio él estuvo con la misma carne del Señor, haciéndose crisma inseparable... Continuamente toda acción de Cristo se viene cumpliendo bajo la asistencia del Espíritu. Estaba presente cuando Cristo fue sometido a la tentación del demonio... Le estaba todavía presente inseparablemente mientras realizaba los milagros... Después de la resurrección de los muertos no lo abandonó nunca, y para renovar al hombre y devolverle la gracia del soplo de Dios, que había perdido, soplando sobre el rostro de los discípulos, ¿qué les dice?: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23)». (El Espíritu Santo, XVI, 39). Y San Gregorio Nacianceno, aún más sintéticamente, afirma: «Cristo nace y el Espíritu lo precede; es bautizado y el Espíritu lo testifica; es sometido a la prueba y él lo conduce a Galilea; realiza milagros y lo acompaña; sube al cielo y el Espíritu le sucede» (Discursos, Xxxi, 29).

            Brevemente la finalidad última de la encamación, además de la glorificación del Padre, consiste en comunicar el Espíritu a los hombres: «Cristo nos ha rescatado de de la maldición... para que en el nosotros recibiéramos la promesa del Espíritu mediante la fe» (cf. Gal 3,13-14). De esto se hace eco San Atanasio (376), que testifica de modo lapidario: «El Verbo ha asumido la carne para que nosotros pudiéramos recibir el Espíritu Santo; Dios se ha hecho portador de la carne para que el hombre pueda ser portador del Espíritu» (Discurso sobre hi encarnación del Verbo, 8). Asimismo, también Simeón el Nuevo Teólogo dice: «Esta era la finalidad y destino de toda la obra de nuestra salvación, realizada por Cristo: que los creyentes recibieran al Espíritu Santo» (Catequesis, VI). Y otro místico tardío bizantino, Nicolás Cabasilas (ca. 1397/1398), se pregunta: «Cuál es la finalidad de los sufrimientos de Cristo, de sus enseñanzas y de sus acciones? Si se lo considera en relación a nosotros, no es otra cosa que la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia» (Explicaciones de la divina lituigia, 37). He aquí por qué Cristo puede ser llamado por los Padres el gran Precursor del Espíritu Santo. Por lo demás, el mismo Jesús había dicho a sus discípulos: «Os conviene que yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré» (Jn 16,7). Por eso la Ascensión de Cristo se puede considerar como la epíclesis («invocación», o sea, intercesión al Padre para que envíe al Espíritu) por excelencia: en respuesta a la invocación del Hijo, el Padre envía al Espíritu en Pentecostés y continúa enviándolo para constituir el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. «Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para nutrirlos, curarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu Santo y Santificador a los miembros de su Cuerpo» (CEC 739).

III. CONCLUSION


            Una realidad que no se debería olvidar nunca en esta celebración de los 2000 años de la redención cristiana es que «la Redenciónes realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas
—en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el «otro Paráclito» (DeV 24).

            Puesto que en el Gran Jubileo se hace memoria de todo el misterio de Cristo, es necesario que se recupere plenamente también, y sobre todo, el sentido de la resurrección. El Espíritu Santo hace presente hoya Cristo resucitado y comunica la vida en Cristo resucitado. Ciertamente, el Espíritu revela la “locura de la cruz» (cf. 1 Cor 2,6-16), pero ésta no es fin en sí misma, porque revela el inmenso amor de Dios y el significado del Evangelio como anuncio de la salvación realizada por Cristo crucificado. Se trata, en otras palabras, de acoger el corazón del Evangelio, es decir, la otra lógica de Dios, que es opuesta a la de los hombres. Es la lógica evangélica, según la cual la vida nace de la muerte, se reina sirviendo, se llega a ser libres y felices en la medida en que somos capaces de donarnos a los otros sin cálculo y sin medida, según el testimonio ofrecido por Cristo. La resurrección indica que la esperanza cristiana no se fundamenta en cualquier futuro, sino sobre la fidelidad de Dios, caracterizada por el Amor definitivo. Creyendo que el amor no tendrá nunca fin (cf. 1 Cor 13,8), el cristiano hace experiencia de una historia abierta a la nueva alianza, porque está encaminada hacia aquella libertad de la muerte y del pecado que aprisiona las esperanzas del hombre. El nuevo ser en Cristo se expresa en la justicia, en la paz, en la vida, ante lo cual la muerte no tiene poder alguno, porque el Espíritu de Cristo ha entrado definitivamente en el corazón de la historia.

De la misma manera que el Espíritu penetra totalmente la existencia terrena y escatológica de Cristo, así obra en relación al creyente, el cual es «cristiano» en cuanto que participa de la «Unción» de Jesús, es decir, del Espíritu Santo. El hombre creyente y bautizado está lleno del Espíritu Santo, que lo transfigura en Cristo; por tanto, su vida en Cristo es posible sólo porque y en cuanto es vida en el Espíritu: «La comunión con Cristo es el Espíritu Santo», afirma San Ireneo (Contra las herejías, III, 24). He aquí la necesidad de «vivir en el Espíritu», para poder llegar a ser cristiformes, porque sólo el Espíritu viviente en el corazón del hombre puede, a su vez, revelar a Cristo a través de El. Se puede decir, por tanto, que el hombre viene a ser testimonio de Cristo, en cuanto que está «invadido por el Espíritu» y, por tanto, su portador. Se puede llegar a ser imagen de Dios en Cristo sólo en el Espíritu: como Cristo es la imagen del Padre, así el Espíritu es la imagen del Hijo; por tanto, teniéndole a El se tiene también al Hijo. «La comunicación del Espíritu Santo —afirma Cirilo de Alejandria— da al hombre la gracia de ser modelado según la plenitud de la imagen de la naturaleza divina», y «Aquel que recibe la imagen del Hijo, es decir, el Espíritu, posee por ello mismo en toda su plenitud al Hijo y al Padre que están en él» (Tesoro sobre la Trinidad, 13).

CAPITULO V

EL ESPIRITU SANTO Y LA IGLESIA

            «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia», afirma San Ireneo, y explica el motivo: «A la Iglesia, de hecho, le ha sido confiado el Don de Dios, como soplo a la creatura formada, a fin de que todos los miembros, participando en él, sean vivificados; y en ella ha sido depositada la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escalera de nuestra subida a Dios» (Contra las herejías, III, 24,1).
La relación entre el Espíritu y la Iglesia, como la del Espíritu y Cristo, no es de tipo externo o de sola «asistencia» de la Iglesia, sino una relación esencial tal que constituye a la Iglesia. «La Iglesia —afirma San Ambrosio— ha sido construida por el Espíritu Santo» (El Espíritu Santo, II, 110). Ella, en cuanto Cuerpo de Cristo, es decir, los muchos que llegan a ser un solo cuerpo, es obra del Espíritu Santo: es, en efecto, el misterio de la unidad entre el «uno» (Cristo) y los «muchos» (los creyentes, sus miembros), y esta unidad es la Iglesia; así pues, la obra del Espíritu es edificar la Iglesia en la unidad. La Iglesia es misterio de comunión en la fuerza del Espíritu de comunión. Para el Espíritu, constituir la Iglesia no es un hecho estático, sino dinámico, que envuelve personalmente a cada miembro de la Iglesia, la cual se renueva continuamente a través de la palabra, los sacramentos, los carismas y los ministerios, y sobre todo a través de la caridad.

 

4. Sólo el apóstol «espiritualizado» puede evangelizar con eficacia

            El Espíritu quiere la colaboración del hombre para que pueda «irradiar» el Evangelio a través de los hombres «espirituales». He aquí por qué la evangelización requiere la disponibilidad a la acción del Espíritu. «Evangelizadora, la Iglesia —afirma Pablo VI— comienza por evangelizarse a si misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor» (EN 15). Es sugestivo hacer alusión aquí a la imagen del cristal, que irradia en su entorno la luz del sol y que San Basilio asume cuando quiere expresar que el alma debe ser «nítida» para poder reflejar la luz del Espíritu y la verdad de la fe: «Es como los cuerpos muy transparentes y nítidos que, al contacto de un rayo, se hacen ellos también muy luminosos y emanan de sí nuevo brillo; así las almas que tienen en sí el Espíritu y que son iluminadas por el Espíritu llegan a ser también ellas santas y reflejan la gracia sobre los otros» (El Espíritu Santo, IX, 23). Esto es particularmente necesario porque evangelizar no significa anunciar meras verdades abstractas, sino la Verdad, la Persona de Cristo con la cual el hombre está invitado a ponerse en comunión y que sólo el Espíritu puede permitir que se realice hasta la unión esponsal. El evangelizador está llamado así a colaborar con el Espíritu a fin de que se realice este milagro, y cuanto más dócil sea su colaboración con el Paráclito, tanto más eficaz será la evangelización. «Los apóstoles —afirma San Juan Crisóstomo— no descendieron de la montaña como Moisés, llevando en sus manos tablas de piedra; ellos salieron del cenáculo llevando el Espíritu Santo en su corazón y ofreciendo en todas partes los tesoros de sabiduría, de gracia y dones espirituales como de una fuente desbordante: se fueron, de hecho, a predicar por todo el mundo, casi como si fueran ellos mismos la ley viviente, como si fuesen libros animados por la gracia del Espíritu Santo» (Homilías sobre el Evangelio de Mateo, I).

            Por otra parte, la evangelización tiene la finalidad de crear comunidades, donde «el Espíritu mueve al grupo de los creyentes a “hacer comunidad”, a ser Iglesia. Tras el primer anuncio de Pedro el día de Pentecostés y las conversiones que se dieron a continuación, se forma la primera comunidad (cf. Hech 2,42-47; 4,32-35). En efecto, uno de los objetivos centrales de la misión es reunir al pueblo en la escucha del Evangelio, en la comunión fraterna, en la oración y en la Eucaristía» (RM 26).


VL CONCLUSION

A la luz de estas consideraciones, podemos decir que el Gran Jubileo llega a ser una ocasión única para descubrir el misterio de la Iglesia, subrayando a la luz del Espíritu su vocación evangelizadora en el anuncio del Evangelio al mundo. Con ello se pone en evidencia el papel del Espíritu en la edificación de la Iglesia: «Porque el Espíritu Santo es común al Padre y al ¡-lijo y ellos han querido que tengamos comunión entre nosotros y con ellos, es decir, en el Espíritu Santo, que es Dios y don de Dios... En efecto, en El, el pueblo de Dios se reúne en la unidad... La Iglesia es obra propia del Espíritu Santo y fuera de ella no existe remisión de los pecados» (SAN AGUSTÍN, Discursos, LXXI). Redescubrir el papel del Espíritu Santo significa, entonces, comprometer a todos los creyentes en el píritu Santo se desarrollen en nosotros, es necesario que Cristo nazca en nosotros» (Contra Bunomio, III). Hacer nacer a Cristo en sí, como María, sería el modo mejor de celebrar el Gran Jubileo, la gran memoria de estos 2.000 años desde el nacimiento de Cristo de Maria Virgen por obra del Espíritu Santo.

Será conveniente retomar aquí el texto de una preciosa oración escrita por San Ildefonso de Toledo que se refiere, precisamente, al nacimiento de Cristo en el alma a través del Espíritu: «Te pido, Te pido, oh Virgen Santa, que yo obtenga a Jesús de aquel Espíritu de quien tú misma lo has engendrado. Reciba mi alma a Jesús por obra de Aquel Espíritu, por el Cual tu carne ha concebido al mismo Jesús... Que yo ame a Jesús con Aquel mismo Espíritu en el Cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo» (La viinidad petpetua de María, 12).

CAPITULO VII

EL ESPIRITU SANTO EN LA LITURGIA

            La obra de la salvación humana se ha realizado por obra de Jesucristo: es El quien se encarnó, nació, vivió, murió y resucitó por cada hombre. Pero todo esto se ha cumplido con la fuerza del Espíritu Santo.

            Y porque las acciones salvíficas de Cristo se han cumplido hace veinte siglos, «tarea» del Espíritu es hacer visiblemente presente a Cristo resucitado «a través de los signos» para que los hombres se hagan «contemporáneos» de sus acciones salvíficas: nacimiento, vida, enseñanzas, milagros y, sobre todo, su muerte y resurrección. Pues bien, las acciones capaces de actualizar los «misterios» (acciones salvíficas) de Cristo en el «hoy» de la Iglesia se llaman sagrada liturgia. En ella, que «es la recapitulación de toda la economía de la salvación», como afirma Teodoro Studita (826) (cf. Antirrético, 1, 10), la acción del Espíritu es más evidente que nunca, y aún más, en ella se encuentra la confirmación de cuanto se está diciendo. Efectivamente, en la liturgia es toda la Santa Trinidad la que actúa: el Hijo encarnado es el centro viviente, el Padre es el origen primero y el fin último y el Espíritu Santo es el que hace presente a Cristo en el hoy de la Iglesia.

            «En la Liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del Pueblo de Dios, el artífice de las “obras maestras de Dios” que son los sacramentos de la Nueva Alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que El ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la Liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia. En esta dispensación sacramental del misterio de Cristo, el Espíritu Santo actúa de la misma manera que en los otros tiempos de la Economía de la salvación: prepara a la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo» (CEC 1091-1092). Será útil reflexionar más detalladamente sobre esta acción del Espíritu Santo en la Liturgia.

1. EL ESPIRITU SANTO, ALMA DE LA LITURGIA


            1. La Liturgia perpetúa Pentecostés

 
            La Liturgia es llamada «el sacramento del Espíritu» porque, como en el día de Pentecostés, llena de sí mismo todas las acciones litúrgicas. Precisamente, por esta previa presencia del Espíritu, la Liturgia viene a ser el lugar donde es ofrecido Cristo. Todos los misterios de la vida de Cristo, y especialmente su Misterio Pascual —pero se puede decir toda la historia, desde la creación hasta la segunda venida de Cristo—, llegan a ser para el creyente actuales y eficaces en la liturgia. El Espíritu Santo operante en el «tiempo» (llamado también «tiempo del Espíritu») es el que hace a Cristo nuevamente vivo  en medio de los suyos. Por la fuerza vivificante del Espíritu, la memoria de la Pasión y de la Pascua de Cristo no representan simplemente un recuerdo piadoso y una inmersión en el pasado: la realidad del pasado y la anticipación del futuro llegan a ser «anámnesís», «memorial», es decir, representación viva y real, vivida en el presente de la historia. El creyente «hoy», por el Espíritu, está proyectado hacia el punto de encuentro del tiempo con la eternidad y llega a ser contemporáneo de los misterios de la salvación.

            Con la llamada epíclesis, la Iglesia invoca la presencia del Espíritu en la liturgia para que se ritualicen los misterios de la salvación. Esto se realiza durante la acción litúrgica cuando el sacerdote, a través de esta súplica (epíclesis), invoca al Padre para que envíe su Espíritu y haga presente, en los signos y en las palabras, a Cristo y sus acciones salvíficas (los sacramentos), para la gloria de Dios y la santificación de los hombres. «Presta atención —afirma San Ambrosio— que es Dios quien da el Espíritu Santo. No se trata de una obra humana: el Espíritu no viene dado por un hombre, sino que es invocado por el sacerdote y transmitido por Dios, y en eso consiste el don de Dios y el ministerio del sacerdote» (El Espíritu Santo, 1, 90). Cristo, después de su paso al Padre, retorna y está presente en el Espíritu, por el cual la presencia de Cristo en la liturgia está ligada a la potencia de la epíclesis, siempre escuchada por el Padre. Esto sucede de modo particular en la Eucaristía; pero toda la liturgia y los mismos  sacramentos existen y actúan sólo bajo el signo y la eficacia de la epíclesis, que hace de la liturgia un Pentecostés perenne.

2. El Espíritu, en la liturgia, hace presente el pasado

            «La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El Misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único misterio» (CEC 1104). He aquí por qué, en las fiestas de Navidad, se puede cantar en verdad y no ficticiamente: «Hoy Cristo ha nacido», porque, como dice San León Magno (461), «Todo lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia [en la liturgia» (Sermones, LXXIV, 2). Ahora bien, en el lenguaje teológico, celebrar el pasado haciéndolo presente a través de la acción del Espíritu, es llamado anámsesis, que significa «recuerdo». Sólo que el Espíritu en la liturgia no se limita a «recordar» con la Palabra a la asamblea lo que Cristo ha hecho por el pueblo, sino que lo hace actualmente presente en la celebración.


3. El Espíritu, en la liturgia, hace pregustar el futuro

            Los hermanos ortodoxos definen la liturgia como el «cielo en la tierra». Ella, efectivamente, no es otra cosa que un «icono» de la liturgia celestial celebrada por el Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo el Señor (cf. Carta a los Hebreos). La anámnesis, por tanto, no es sólo celebración-recuerdo de las realidades pasadas, sino también de los acontecimientos futuros, es decir, del Reino de Dios que viene: «El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa» (CEC 11 07). Por esto, la liturgia es signo prefigurado que indica, en el futuro del Reino de Dios, el término último de la salvación.

4. El Espíritu, en la liturgia, reúne a los fieles en la unidad

            La liturgia, especialmente la Eucaristía, es la sinaxis, es decir, la asamblea de los fieles, los cuales, antes dispersos y desunidos, se reúnen como los apóstoles en Pentecostés «todos juntos en un mismo lugar» (Hech 2,1). El «reunir juntos en la unidad», es decir, en la Iglesia(asamblea, pueblo reunido), es obra del Padre y se realiza haciéndose Cuerpo de Cristo, pero es el Espíritu el que amalgama en unidad al pueblo disperso porque, comunicándose personalmente a cada uno, transforma a muchos en Cuerpo vivo de Cristo. El es, así, el creador del Pueblo de Dios, el Pueblo del nuevo y perpetuo culto al Padre, Templo vivo y lugar por excelencia de la glorificación de la Trinidad: «Nosotros rendimos culto movidos por el Espíritu de Dios», afirma San Pablo (Fil 3,3). «La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El mismo Espíritu es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf. Jn 15,1-17; Gál 5,22). En la liturgia se actúa la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El, el Espíritu de comunión, permanece indefectiblemente en la Iglesia y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna» (CEC 1108).

CAPITULO VIII

EL ESPIRITU EN LA VIDA
DEL CRISTIANO

Si, por un lado, no es sencillo decir quién es el Espíritu Santo, por otro, se puede constatar su acción en la vida de aquellos que se dejan transformar por El. El Espíritu, efectivamente, transforma y transfigura de tal modo la vida del cristiano, opera un cambio tan profundo en su ser, que no puede pasar inadvertido. Los Padres del desierto, cuando querían subrayar que un monje o cualquier bautizado era un hombre de Dios, decían simplemente que era un «pneumatoforo», es decir, un portador del Espíritu. La «pneumatoforía» (portar al Espíritu) caracteriza a aquel que vive bajo la ley de la Alianza, el hombre redimido que pasa del viejo modo de ser al nuevo, redimido por Jesucristo. Por el contrario, el hombre irredento es aquel que se ha separado del Espíritu, por lo cual las tinieblas se precipitan en su existencia, se aleja de Dios y, «separado y extraño», permanece «sin Dios en este mundo» (Ef 2,12; 4,18). «Nosotros —escribe San Atanasio— sin el Espíritu somos extraños y lejanos de Dios; si, por el contrario, participamos del Espíritu nos unimos a la divinidad» (Discursos contra los arrianos, III, 24).

            Ahora, después de haber tratado sobre la misteriosa  acción del Espíritu en la vida del hombre en general y del cristiano en particular, buscaremos explicitar el significado de su acción transformadora en la vida del cristiano que se deja «trabajar» por aquel que continúa esculpiendo la imagen de Cristo en cada bautizado.

1. EL ESPIRITU HACE PARTICIPES DE LA VIDA DIVINA

            «La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de limpiarnos de nuestros pecados, y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Rom 3,22) y por el Bautismo... Por el poder del Espíritu Santo participamos en la pasión de Cristo, muriendo al pecado y, en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su cuerpo que es la Iglesia (cf. 1 Cor 12), sarmientos unidos a la vid que es él mismo» (CEC 1987-1989).

            La tradición de la Iglesia llama a esta obra santificadora del Espíritu «divinización» o «deificación», expresión, esta última, usada especialmente por la tradición del cristianismo oriental que la enlaza expresamente con la acción del Espíritu Santo. Afirma a este propósito Juan Pablo II: «En la divinización… la teología oriental atribuye un papel particular al Espíritu Santo; por la fuerza del Espíritu que mora en el hombre, la deificación comienza ya en la tierra, la creatura es transfigurada y el reino de Dios es inaugurado» (OL 6). Las palabras del Pontífice son el eco de las de Atanasio: «Por medio del Espíritu, todos nosotros somos llamados partícipes de Dios... Entramos a formar parte de la naturaleza divina mediante la participación en el Espíritu... He aquí por qué el Espíritu diviniza a aquellos en quienes se hace presente» (Cartas a Serapión, 1, 14).

            La presencia del Espíritu en el hombre se puede llamar también «gracia santificante», porque, si es cierto que los cristianos son «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4), esto es posible «mediante la santificación del Espíritu» (cf. 1 Pe 1,2), como afirma la Carta a los Efesios: «Tenemos acceso al Padre por medio de Cristo en el Espíritu» (cf. Ef 2,1 8). Ser santo significa participar en la naturaleza de Dios por medio de Cristo en el Espíritu Santo. El Padre y el Hijo están implicados también ellos en la santificación de de los hombres (cf. 1 Cor 12,4-6), pero es en el Espíritu Santo en el que los hombres, que no poseen una santidad sustancial como Dios, pueden llegar a serlo por participación. Sin el Espíritu, nosotros quedaríamos como «extranjeros y huéspedes»; en El, en cambio, llegamos a ser «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (cf. Ef 2,19).

            Esta realidad obedece, efectivamente, a la dinámica de la vida que está en continuo crecimiento, porque el Espíritu Santo se introduce en el hombre Como germen [o semilla] de vida» (cf. 1 Jn 3,9; cf. IRENEO, contra las herejías IV, 31,2) que poco a poco, con la colaboración del mismo hombre, se desarrolla hastatransformar al cristiano haciéndolo «otro Cristo». Santo Tomás explica la filiación divina de los cristianos afirmando: «La semilla espiritual que procede del Padre es el Espíritu Santo», y citando la primera Carta de Juan (3,9) (In Rom. c.8 lect.3), dice: «La semilla espiritual es la gracia del Espíritu Santo» (In Gálc.3 lect.3). El Espíritu, por tanto, injertándose en los fieles como «semilla de vida» hace nacer la «vida en Cristo» resucitado. Es un proceso de cristificación en el Espíritu que tiene un inicio, una finalidad y unos medios que conducen a su maduración, a su defensa y eventualmente a su recuperación.

II. EL ESPÍRITU DISPONE A LA ACOGIDA DE LA VIDA DIVINA CON LA FE

             Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, hace que Cristo habite en el corazón del hombre, es decir, allí donde nace su opción fundamental: «En El [en Cristo] también vosotros —que habéis escuchado la verdad, la extraordinaria noticia de que habéis sido salvados, y habéis creído— habéis sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido» (Ef 1,13). La fe, don amoroso de Dios (Ef 2,8), no es otra cosa que aquella sublime realidad a partir de la cual es dado el Espíritu y, en consecuencia, la vida en Cristo.

            Hay una constante en el Nuevo Testamento, especialmente en San Pablo, según la cual no se puede adherir a la predicación del Evangelio sin el don de la fe que es concedida «con la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rom 15,19; Gál 3,1-5; 1 Cor 6,11; 1 Tes 1,4-5). «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo» (CEC 154), porque se trata de aquella fe viva que envuelve la totalidad del hombre y transforma su vida en «vida de fe». Expresa la Dei Verbum: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (DV 5). El Espíritu, por tanto, nutre, profundiza, interioriza y personaliza cada vez más esta fe, vivificando y activando la palabra de la predicación (cf. 1 Tes 11,5; 4,8; 1 Pe 1,12), ayudando en la escucha de la palabra (Hech 1,8), y desvelando el sentido de la Escritura (cf. 2 Cor 3,14-15): de este modo El rinde testimonio de Jesús para poder acogerlo en la fe (cf. Jn 15,26; Hech 1,8; Ap 19,10).

            El primer efecto de este proceso de animación de la fe por parte del Espíritu es el de adherir al hombre a la Persona de Cristo con todo el propio ser, aceptándolo como Señor y Maestro de la propia vida, como se lee en el Catecismo: «No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque nadie puede decir: “Jesús es Señor sino bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie ha podido conocer jamás lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2,10-11). Sólo Dios conoce plenamente a Dios. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios» (CEC 152). La fe, por otra parte, aun presuponiendo la colaboración de la libertad humana, es un don de Dios y, como todo don, nos es dado generosamente por el Espíritu. San Agustín lo dice explícitamente: «El hecho de creer y actuar nos pertenece en razón de la libre elección de nuestra voluntad y, sin embargo, lo uno y lo otro viene dado por el Espíritu de fe y de caridad» (Retractaciones, 1, 23,2). Está claro, entonces, que «para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu  Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (DV 5).

            Así, el cristiano, animado por la fe, cambia totalmente la actitud frente al mundo y a la realidad, mirando e interpretando cada cosa a través de los ojos del Espíritu. El es quien ayuda a discernir cuanto en la historia se opone al plan de salvación y quien abre el corazón a los misterios de Dios, de forma que veamos la vida, los acontecimientos y toda la historia bajo su luz. Se puede comprender sobre todo el misterio de la Cruz, que, de otra manera, seria locura para la simple razón humana. «Nosotros —afirma San Pablo- no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. De éstos os hemos hablado y no con estudiadas palabras de humana sabiduría sino con palabras aprendidas del Espíritu, adaptando a los espirituales las enseñanzas espirituales, pues el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él locura y no puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente» (1 Cor 2,12-14). Bajo la acción del Espíritu el cristiano percibe que la lógica de la fe no está basada sobre la «sabiduría humana», sino «sobre la manifestación del Espíritu y de su fuerza», sobre la cual se fundamenta su fe (cf. 1 Cor 2,2-5). Se trata, en otras palabras, de tomar el corazón del Evangelio, es decir, la lógica propia de Dios, que es opuesta a la de los hombres, según la cual la vida nace de la muerte, se reina sirviendo, se es libre y feliz en la medida en la cual se es capaz de donarse a los otros sin cálculos ni medida, en la misma línea trazada por Cristo con su comportamiento.

            Cirilo de Jerusalén describe así el modo nuevo con el cual el creyente ve todo en el Espíritu, capaz de interpretar la historia de los hombres: «Así como uno que estaba primero en las tinieblas, después de haber visto de improviso el sol, tiene los ojos del cuerpo iluminados y ve claramente lo que no veía, así, quien se ha hecho digno de recibir al Espíritu Santo, tiene el alma iluminada y ve en modo sobrehumano lo que no veía. El cuerpo está sobre la tierra, el alma contempla los cielos como en un espejo..., el hombre, tan pequeño, extiende la mirada sobre el universo desde el primer inicio hasta el final, en los tiempos intermedios y en la sucesión de los reinos. Viene a conocer lo que ninguno le ha enseñado, porque tiene junto a él quien lo ilumina» (Catequesis, XVI, 16).

III. EN EL ESPIRITU SE LLEGA A SER HIJOS
EN EL HIJO

            Aquel germen de vida injertado en el cristiano por el Espíritu, acogido y hecho crecer a través de la fe y los sacramentos, es la vida filial, en virtud de la cual el cristiano, incorporado por el Espíritu a Cristo, que es Hijo de Dios por naturaleza, llega a ser en El hijo del Padre por gracia. Los cristianos «a través del Espíritu suben al Hijo y a través del Hijo al Padre>) (SAN IRENEO, Contra las herejías, V, 36,2); llegan a ser, como dicen los Padres, «hijos en el Hijo». San Cirilo de Jerusalén no se cansaba de repetir a aquellos que se preparaban para el bautismo: «Somos, de hecho, dignos de invocarlo como Padre por su inefable misericordia. No por nuestra filiación según la naturaleza del Padre celestial, sino por gracia del Padre, mediante el Hijo y el Espíritu Santo hemos sido transferidos del estado de esclavitud al de filiación» (Catequesis, VII, 7). El mismo explica, de forma teológica más elaborada esta participación del hombre en la filiación divina, poniendo en evidencia el papel específico de Cristo y el del Espíritu: «Cristo es el Hijo único y simultáneamente el hijo primogénito. El es el Hijo único como Dios; es el hijo primogénito para la unión salvífica que El ha establecido entre nosotros y El, llegando a ser hombre. Como consecuencia de ello, nosotros en El y por medio de El, somos hechos hijos de Dios, por naturaleza y por gracia. Por naturaleza lo somos en El y sólo en : El; por participación y por gracia lo somos mediante El, en el Espíritu» (Alocuciones sobre la fe recta, XXX, 27).

            No nos debemos dejar engañar, hacen notar los escritores eclesiásticos, por la expresión «hijos adoptivos»: no se trata de una ficción juridica, sino de una «realidad todavía más profunda que la misma generación física: «Este es el gran bien de la gloriosa adopción filial. Esta no consiste en un puro sonido verbal, como las adopciones humanas, y no se limita a conferir el honor del nombre. Entre nosotros, los padres adoptivos transmiten a sus hijos sólo el nombre, y sólo por el nombre del padre es oficialmente su padre: no hay ni nacimiento ni dolores de parto. Al contrario, aquí se trata de verdadero nacimiento y de verdadera comunión con el Unigénito, no sólo en el nombre, sino en la realidad: comunión de sangre, de cuerpo y de vida. Cuando el Padre mismo reconoce en nosotros los miembros del Unigénito y descubre en nuestros rostros la efigie del Hijo, ¿qué más podemos ser?... Pero, ¿por qué hablo de la filiación adoptiva? La adopción divina establece un vínculo más estrecho y connatural que la filiación fisica, hasta tal punto que los cristianos regenerados por los misterios son hijos de Dios más que de los progenitores, y entre las dos generaciones media una distancia aún más grande de la que hay entre generación fisica y filiación adoptiva» (N. CABASILAS, La vida en Cristo, VI).

 

1. La «vida en Cristo», en el Espíritu,
se expresa en una vida filial

            El Espíritu no sólo hace hijos en el Hijo», sino que favorece tal experiencia concediendo los sentimientos filiales expresados sobre todo en la oración: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adop- tivos, que nos hace gritar: “Abbá!” (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16; cf. También 4 Gál 4,4-7). Para San Pablo, por tanto, el Espíritu además de hacer a los hombres hijos de Dios, gratificándolos con el don de la adopción, da también la experiencia de serlo, llevándolos a invocarlo dulcemente como Padre y dando testimonio de la adopción divina: «Con el Espíritu Santo, que hace espirituales, está la readmisión al cielo, el retorno a la condición de hijo, 
el atrevimiento de llamar a Dios Padre, el llegar a ser partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamado hijo de la luz y compartir la gloria eterna» (SAN BASILIO, El Espíritu Santo, XV, 36).

            El cristiano está verdaderamente redimido cuando deja que el Espíritu infunda dentro de él el espíritu filial —espíritu de libertad y de incondicional confidencia—; es decir, cuando se siente como un niño que tiene absoluta necesidad del padre a quien dirigir su plegaria filial, y que por sí solo no puede decir ni siquiera «papá». Entonces será el mismo Espíritu quien, como una madre presurosa, le ayudará a gritar con inmensa ternura: «Abbá, Padre!». En efecto, si en Rom 8,15 se dice que son los hijos los que «gritan: Abbá», en Gál 4,6 se dice: «Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abbá, Padre».

            Esta disposición de ánimo filial no es, por tanto, algo superficial que toca sólo la esfera emotiva, sino que brota de lo íntimo de la persona y es originada por el descubrimiento de la paternidad de Dios, tal como fue revelada por Cristo: paternidad divina no en el sentido metafórico, sino real y auténtico. De este modo, el Espíritu hace tomar viva conciencia de la condición de hijos de Dios, un descubrimiento éste que implica las energías más íntimas del Espíritu, haciendo crecer y transformar a toda la persona. En la experiencia de la filiación divina, el Espíritu revela al hombre a sí mismo como «creatura nueva» (Gál 6,15; 2 Cor 5,17), haciéndole acoger con estupor el sentido radicalmente nuevo de su existencia de creyente.

            Tal disposición filial se expresa, existencialmente, además de en la oración filial, también y sobre todo en la obediencia filial. Al seguimiento de Jesús, cuya existencia coincide con el ser hijo, y esto en la identificación con la voluntad del Padre («mi comida es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra», Jn 4,34; 6,38), la vida filial del cristiano bajo la guía del Espíritu será una constante búsqueda de la voluntad del Padre para conformarse con ella, por amor y no por temor, porque el Espíritu es Aquel que libera del temor del esclavo e introduce en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8,14-16; Gtl 4,4-7). Así, en esta continua conformación con el Hijo crece la imagen del Hijo y, paralelamente, también los sentimientos filiales: «El Señor es Espíritu, y donde esta el Espíritu del Señor esta la libertad. Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17-18).

 

2. El Espíritu, maestro de oración

            «El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Indudablemente, hay tantos caminos en la oración como cuantas personas oran, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos. En la comunión en el Espíritu Santo la oración cristiana es oración de la Iglesia» (CEC 2672).

            La oración, en su verdadero significado, es unión del alma con Dios, porque, como dice Juan Damasceno «La vida de oración consiste en estar habitualmente en la presencia de Dios tres veces Santo y en comunión con él» (CEC 2565), «es elevación del alma a Dios» (La fe ortodoxa, III, 24). En este sentido, el hombre por sí solo puede pronunciar sólo palabras, pero no orar: la oración, en cuanto búsqueda y unión con Dios, es siempre don de Dios mismo. «Nosotros creemos firmemente —afirma Orígenes— que la naturaleza humana no es capaz de buscar a Dios y de descubrirlo con pureza si no es ayudada por aquel que ella busca. Y él es descubierto por aquellos que reconocen, después de haber hecho lo que podían, tener necesidad de él» (Contra Celso, VII, 42). Ahora bien, como todo don de Dios, también la oración no puede sino venir de la apertura del hombre al Espíritu, que pone en comunión con el Padre y con el Hijo: «La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre» (CEC 2564).

            El hombre que vive todavía inmerso en la fragilidad, en la incertidumbre y en el fluctuar del tiempo, experimenta la dificultad en orar e ignora también qué puede pedir. Pero no por esto debe desanimarse, porque el Espíritu le sale al encuentro para tomar en mano su situación: el Espíritu que le ha hecho partícipe del estado de hijo adoptivo, haciéndole experimentar la realidad, es el mismo Espíritu que ahora ora en él y por él. Asumiendo su debilidad, lleva a término la obra de la salvación por El iniciada, no obstante las dificultades que se puedan encontrar a lo largo del amino: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26-27).

            Por otra parte, la oración cristiana no puede ser tal si no es oración filial. Este es el motivo por el cual el don de la adopción filial actuada por el Espíritu es presentado por San Pablo como el grito experiencial del Abbá («Padre») (Rom 8,15). Es en la oración donde el creyente toma cada vez mayor consciencia de la propia identidad, llamado a vivir una relación filial con Dios Padre. «En la nueva Alianza, la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo (...). La vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con El. Esta comunión de vida es posible siempre porque, mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo (cf. Rom 6,5). La
oración es cristiana en tanto en cuanto es comunión 1 con Cristo y se extiende por la Iglesia que es su Cuerpo. Sus dimensiones son las del Amor a Cristo» (CEC 2565).

            Toda oración del cristiano, por tanto, sea la litúrgica como la porque el acceso al Padre se tiene por medio del Hijo, en el Espíritu (cf. Ef 2,18). Se comprende, entonces, la importancia de la recomendación de la Carta de Judas: «Pero vosotros, carísimos, edificándoos por vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios» (v.20-2l). En este sentido, toda forma de oración, la de alabanza, de acción de gracias o de súplica, es hecha siempre en el Espíritu. «Dejaos llenar del Espíritu –exhorta San Pablo—. Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Celebrad constantemente la Acción de Gracias a Dios Padre, por todos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20). Y, refiriéndose especialmente a la oración de intercesión, insiste: «Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todo el pueblo santo de Dios» (Ef 6,18). Sólo así el cristiano es un auténtico adorador «en espíritu y verdad», como dice Jesús a la Samaritana (Jn 4,24), evitando orar como los paganos, porque se trata de una oración libre y liberadora, dirigida al verdadero Dios que no está ligado a lugares ni objetos sino que quiere hacer su templo en el corazón del hombre y del cosmos. Comentando este texto, San Hilario escribe: «Porque Dios es invisible, incomprensible, inmenso, el Señor dice que ha llegado el tiempo en el cual Dios no será ya adorado sobre un monte o en un templo, “porque Dios es Espíritu”. No puede ser circunscrito ni encerrado el Espíritu que, por el poder de su naturaleza, está en todo lugar, de ningún lugar está ausente, es sobreabundante en todas las cosas con su plenitud: por tanto, son verdaderos adoradores aquellos que adoran en Espíritu y verdad. Aquellos que adoran a Dios que es Espíritu, en el Espíritu tendrán al primero como fin y al segundo como medio de su reverencia, porque cada uno de ellos tiene una relación diversa al confrontarse con aquel que debe ser adorado. Diciendo “Dios es Espíritu” no suprime el nombre y el don del Espíritu Santo... Así ha sido indicada la naturaleza del don y del honor, cuando ha enseñado que en el Espíritu es necesario adorar a Dios, que es Espíritu, revelando qué libertad y qué conocimiento está reservado a aquellos que adoran y cuál es el fin inmenso de la adoración, porque Dios, que es Espí[ ritu, es adorado en el Espíritu» (La Trinidad, II, 31).

            La oración por excelencia «en Espíritu y verdad» es la enseñada por el mismo Señor Jesús: el Pater noster, que es una auténtica oración «espiritual». A este propósito escribe San Cipriano: «Aquel que se hizo don de la vida nos enseñó también a rezar, con la misma benevolencia con la que se dignó enriquecernos generosamente con sus otros dones, de manera que, dirigiéndonos al Padre con la oración que nos ha dictado el Hijo, podamos más fácilmente ser escuchados. Ya había predicho que estaba para llegar un tiempo en el cual los verdaderos adoradores adorarían al Padre “en Espíritu y verdad”, y, por tanto, cumplió cuanto antes había prometido, para que nosotros, que en virtud de su santificación habíamos recibido el Espíritu y la Verdad, en virtud de esa misma consigna pudiéramos también adorar según el Espíritu y la verdad. En efecto, ¿cuál puede ser la oración «espiritual» sino aquella que nos fue dada por Cristo, El que envió también al Espíritu Santo?» (La oración del Señor, 2).

            San Juan Crisóstomo, refiriéndose al Padrenuestro, afirma que quien no ha recibido la plenitud del Espíritu no puede absolutamente llamar a Dios con el nombre de Padre y, por tanto, no puede orar con las palabras enseñadas por el Señor (cf. Homillas sobre el Evangelio de Mateo, XIX,4). Y San Agustín enseña: «Sin él (el Espíritu Santo) grita en el vacío Abbá quien lo grita» (Discursos, 71,18).

 

3. Testigos  en  el  Espíritu


            La «misión del Espíritu es la de transformar a los discípulos en testigos de Cristo» (CT 72); y Jesús había afirmado: «Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí: y también vosotrosdaréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15,26-27). Dar testimonio de Cristo con la fuerza del Espíritu significa implicarse en la Palabra del Evangelio, para que transforme y fermente toda la propía existencia hasta irradiarla con coherencia ante todos y a cualquier precio.

            En las diversas condiciones de la vida cristiana, en las que el testimonio se hace más luminoso, se encuentra siempre en el origen, la acción del Espíritu, como en los «testigos» por excelencia, los «mártires» (que en griego significa, precisamente, testigos), los de ayer y los de hoy, los cuales, para ser coherentes con su fe y fieles a la justicia, han «perdido» la propia vida «dándola» hasta la caridad extrema con Dios y con los hombres. El martirio, de hecho, es considerado por la Iglesia primitiva y por los Padres la cumbre de la santidad y ha sido considerado siempre como el don supremo que el Espíritu concede a los creyentes: «¿Por qué decimos que es el Espíritu Santo el que infunde en los mártires la fuerza de testimoniar? ¿Quieres saberlo? Porque lo ha dicho el Salvador a sus discípulos: “Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo quevais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir” (Lc 12,11-12). De hecho no es posible dar testimonio de Cristo sin la fuerza del Espíritu Santo. De El es de quien recibimos la fuerza de dar testimonio, porque si “ninguno puede decir: Jesús esel Señor sino bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3), ¿quién podrá dar la vida por Jesús sino bajo la acción del mismo Espíritu Santo?» (CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis, XVI, 21). Para Tertuliano, el Espíritu es el «entrenador» de los mártires, los introduce en la arena bien preparados para afrontar la lucha y vencer: «Vosotros estáis para afrontar un bello combate, donde espectadores y árbitro es sólo Dios, el Espíritu Santo es nuestro entrenador y el premio una corona eterna. Por tanto, nuestro alistador Jesucristo, que os ha ungido con el Espíritu Santo y os ha hecho descender a la arena para el día de la lucha, os ha quitado del mundo de vida agitada para un duro entrenamiento, a fin de adiestraros más tenazmente» (A los mártires, III).

            En esta línea se inserta el magisterio de Juan Pablo II cuando insiste en la actualidad sobre la espiritualidad del martirio, recordando a aquellos mártires que en este siglo que declina han adornado con su sangre todas las Iglesias cristianas (cf. UUS 84): «Al final del segundo milenio, afirma el Papa, la Iglesiaha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires... En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi «militi ignoti» de la gran causa de Dios» (TMA 37). Estos mártires, reforzados por el Espíritu, vienen a ser signo de libertad y de dignidad humana: «Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana» (DeV 60).

            Cada cristiano, pues, está llamado a ser testigo del Evangelio con la propia vida, aunque ello no requiera necesariamente el martirio de sangre sino el de las dificultades de la vida cotidiana: soledad, enfermedad, vejez, pobreza, incomprensiones, vicisitudes de la vida. En todas estas cosas es el Espíritu el que interviene para hacer experimentar, en la prueba y en el abandono, la «perfecta alegría» (cf. Sant 1,2) hasta la bienaventuranza de la que habla la Segunda Cartade Pedro: «Bienaventurados vosotros cuando seáis insultados por el nombre de Cristo porque el Espíritu de la gloría y el Espíritu de Dios está con vosotros» (4,14). No extraña, por tanto, el hecho de que San Francisco de Asís lo considere como una gracia: «sobre todas las gracias y los dones del Espíritu Santo, las cuales concede Cristo a sus amigos, está el vencerse a sí mismo y estar contento por amor a Cristo, sobrellevando las penas, injurias, oprobios e incomodidades» (Florecillas, VIII).
El Espíritu Santo inspira y refuerza todavía a los «sucesores de los mártires», a los hombres y mujeres consagrados en la vida religiosa: «La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu» (VC 1), por lo cual los religiosos en la búsqueda de la autenticidad cristiana se comprometen a ser, de manera especial, «portadores del Espíritu» (cf. VC 6; 19).

            Estas dos formas de testimoniar a Cristo, en el Espíritu, vienen a ser modelos para todo cristiano, al mostrar a todos que la seriedad de la vida cristiana y la a lesión al Evangelio implican una radicalidad sin compromisos. Los creyentes, por tanto, con la fuerza del Bautismo y la Confirmación (el sacramento por excelencia del testimonio), guiados por el Espíritu son testimonios de Cristo en toda su vida cotidiana, conscientes de que ser cristianos significa estar preparados para morir por Cristo en cada instante, haciendo que el martirio se prolongue así toda su vida. Escribe Clemente Alejandrino: «(El cristiano perfecto) rendirá testimonio (marlyresez) de noche, rendirá testimonio de día; con la palabra, con la vida y con la conducta rendirá testimonio; cohabitando con el Señor, permanecerá su confidente y comensal, según el Espíritu; puro en la carne, puro en el corazón, santificado en la palabra. Para él “el mundo ha sido crucificado”, dice la Escritura, y él mismo lo está “para el mundo” (Gal 6,7). El, llevando a todas partes la cruz del Salvador, sigue al Señor detrás de sus huellas y, como Dios, viene a ser santo entre los santos» (Stromata, II, 20).

            Por esto, Juan Pablo II juntoa los «nuevos mártires» recuerda la heroicidad del testimonio de tantos esposos cristianos: «Será tarea de la Sede Apostólica, con vistas al año 2000, actualizar los marlirologios de la Iglesia universal, prestando gran atención a la santidad de quienes también en nuestro tiempo han vivido plenamente en la verdad de Cristo. De modo especial se deberá trabajar por el reconocimiento de la heroicidad de las virtudes de los hombres y mujeres que han realizado su vocación cristiana en el matrimonio: convencidos como estamos de que no faltan frutos de santidad en tal estado, sentimos la necesidad de encontrar los medios más oportunos para verificarlos y proponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos cristianos» (TMA 37).

            El Espíritu que distribuye a cada uno, y en los distintos estados de vida, sus carismas, es Aquel que impulsa a dar testimonio de la multiforme belleza de la Iglesia: «¡Oh grandeza del Espíritu Santo —exclama Cirilo de Alejandría dirigiéndose a los catecúmenos—, admirable omnipotencia, pródiga de carismas! Pensad en cuantos estáis aquí presentes sentados, almas en las cuales está presente y actúa en cada uno, observa las disposiciones, escruta los pensamientos y las conciencias, las palabras y las obras... A través de todas las naciones, se pueden ver obispos, sacerdotes, diáconos, monjes, vírgenes y fieles laicos. En cabeza de todos ellos está el Espíritu que preside y distribuye a cada uno su carisma. En el mundo entero, a uno otorga la pureza, a otro la perpetua virginidad, a otro el don de la misericordia, a otro el amor por la pobreza o el poder de expulsar demonios. Como la luz con uno solo de sus rayos hace luminosas todas las cosas, así el Espíritu Santo ilumina a todos aquellos que tienen ojos para ver» (Catequesis, XVI, 22).

4.  La  ascesis  en  el  Espíritu

            La acción del Espíritu en el cristiano no es, sin embargo, automática, porque él no permanece en una actitud pasiva, sino que colabora, eliminando, sobre todo, lo que puede impedir su obra. Macario egipcíaco afirma que la voluntad humana  es esencial para que Dios pueda actuar en el hombre: «La voluntad humana es, por así decir, una condición esencial; si no existe esta voluntad, Dios no hace nada por sí solo» (Homilías, XXXVII, 10). Esta colaboración del hombre con Dios para purificar el alma de la escoria del pecado y de las pasiones que impiden que se refleje la imagen de Dios en él, viene llamada por la tradición cristiana «ascesis». Escribe Gregorio de Nisa: «El espíritu del hombre con el pecado es como un espejo al revés, el cual, en vez de reflejar a Dios, refleja en sí la imagen de la materia informe» (La creación del hombre, XII). Por este motivo, las pasiones trastocan la armonía primitiva existente en el hombre, por lo que la creatura «gusta» con mayor facilidad y de forma más inmediata lo efimero antes que al Creador y a las falsas imágenes en vez del prototipo.Aquí es cuando interviene el Espíritu para ayudar al hombre a reconstruir en sí la imagen de Dios, según la bellísima página de Basilio, obispo de Cesarea, donde escribe en síntesis esta acción del Espíritu en las almas y los resultados que se consiguen: «En lo referente a la íntima unión del Espíritu con el alma, no consiste en una cercanía local.., sino en la exclusión de las pasiones. Por ella se nos purifica de las fealdades adquiridas por los vicios, recupera la belleza de su naturaleza, es restituida a la imagen real su forma primitiva a través de la pureza; a esta condición se acerca el Paráclito. Y él, como el sol se posesiona de un ojo purísimo, te mostrará en él mismo la imagen del invisible; en la bienaventurada contemplación de la imagen, tú verás la inefable belleza del Arquetipo. A través del Espíritu el corazón se eleva, los débiles son conducidos de la mano, los que progresan llegan a ser perfectos» (El Espíritu Santo, IX, 23).

 

5. La lucha contra la «carne» para conseguir el «fruto» del  Espíritu


            Este proceso de purificación cumplido en el Espíritu es llamado en las cartas a los Gálatas (cf. 5,13.16-18) y a los Romanos (cf. 8,1-12) lucha contra la carne. Aunque, de hecho, el hombre ya ha sido redimido y el Espíritu ya le ha sido dado, sin embargo permanece en él la triste posibilidad de volver a ser carne, es decir, hombre natural, decaído, irredento, dominado por el propio egoísmo que pone todo, idolátricamente, en referencias a si mismo. El Espíritu Santo, entonces, ayuda al creyente a liberarse de esta radical fuerza negativa, lo hace capaz de adherirse a la ley fundamental de la vida, que consiste en abrirse a Dios y a los hermanos, orientando la propia existencia según los criterios del amor. El cristiano, que está «llamado a la libertad» (Gal 5,13), puede permanecer en esta gloriosa condición filial sólo gracias a la intervención del Espíritu, garantía y principio activo de su libertad. He aquí el motivo de la exhortación de San Pablo a «caminar según el Espíritu», a «dejarse guiar por el Espíritu»: «Os digo, pues, andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el Espíritu y el Espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal, que no hacéis lo que quisierais. Pero si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley» (Gal 1 5,16-18). Es conocido que la contradicción entre carne y Espíritu está dentro de cada fiel; él es ya hijo de Dios y tiene el Espíritu, pero persisten en él posibilidades nefastas y centrífugas —las obras de la carne, que son: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, / hechicería, enemistades, contiendas, envidias, rencores, ¡ rivalidades, partidismos, sectarismos, discordias, borracheras, orgías y cosas por el estilo» (Gal 5,19-20)— capaces de devolverlo a la vieja condición de esclavitud y sofocar las obras del Espíritu. La moral cristiana, por el contrario, no es una moral de esclavos, no consiste en un conjunto de normas éticas impuestas desde fuera, sino que es el modo «connatural» de actuar del hombre «espiritualizado», del creyente que ha llegado a ser, en el Espíritu, «otro Cristo», llevado a vivir según la lógica de la «nueva vida en Cristo» (cf. Ef 4,17-30) y a tener los «sentimientos de Cristo» (Hp 2,5). De esta manera, el Espíritu abre al hombre a la lógica del Sermón del monte y de las Bienaventuranzas, en cuya perspectiva será fácil servir a Dios «en Espíritu nuevo, no en la letra vieja» (Rom 7,6). En este caso el fruto del Espíritu resplandecerá en la vida del cristiano auténtico, el fruto original y esencial que es el ágape-amor cristiano: «la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). El don del Espíritu es, por tanto, el germen de una vida moralmente armoniosa que el cristiano está invitado a realizar, caracterizándola como vida animada por el Espíritu. Las diversas manifestaciones que signan la vida del cristiano no son otra cosa que la irradiación del don original y fundamental que es la caridad. El Catecismo de la Iglesia Católica sirviéndose de la Vulgata, explica y enumera los frutos del Espíritu: «Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicia de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, caridad” (Gál 5,22-23 Vulgata)» (n.1832).

            Existe, además, un fruto del Espíritu que brota de la caridad y del hecho de ser hijos de Dios: la libertad. Por esto, «cuanta más caridad tiene uno, tanto más tiene la libertad, porque “El Señor es Espíritu y donde está el Espíritu del Señor está la libertad” (2 Cor 3,17) Y quien tiene la perfecta caridad, tiene en grado eminente la libertad» (SANTO TOMAS DE AQUINO, In III Sent. d.29, q. un., a.8; q.I, 3a c.). «Vosotros, hermanos —dice San Pablo—, estáis llamados a la libertad... si os dejáis guiar por el Espíritu, ya no estáis bajo la ley» (Gal 5,13.18), por lo cual el cristiano es libre porque sigue «la ley del Espíritu» (cf. Rom 8,2) que lo empuja a huir del mal por amor y no por miedo. Tomás de Aquino enseña a este respecto: «Ahora es cuando obra el Espíritu Santo, el cual perfecciona interiormente nuestro espíritu comunicándole un dinamismo nuevo,  de manera que él se abstiene del mal por amor...; y de tal manera es libre, no en el sentido de que no está sometido a la ley divina, sino es libre porque su dinamismo interior lo lleva a hacer lo que prescribe la ley divina» (In  2 Cor. 3,17, lect.3).

            Está claro que todo esto no es un proceso mecánico. Se trata de una meta a la que el Espíritu conduce sólo en la medida en que el cristiano acepta y secunda esta acción suya. Por esto se habla de los frutos del Espíritu como expresión de un camino que evoca la idea de la maduración. La vida del cristiano no será otra que un continuo crecer, un avanzar en la dirección del Espíritu y bajo su impulso, lo que implica prestarle; atención y escuchar al Espíritu, seguirlo en la obediencial a través de una vida plasmada por la fuerza y el estilo del Espíritu: «Si vivimos en el Espíritu, caminemos también según el Espíritu» (Gal 5,25).


6.  El  arrepentimiento  en  el  Espíritu

           
            En la Secuendade la fiesta de Pentecostés, la Iglesia reza así al Espíritu Santo: «Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro. Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». La vida en Cristo, el «caminar en el Espíritu» no siempre está coronado por el éxito; más bien, el cristiano con frecuencia tiene la experiencia de la derrota y del pecado. Pero es aquí precisamente cuando el Espíritu no abandona al creyente e interviene con dulzura para levantar a quien ha caldo y ponerlo de nuevo en camino, solicitando el arrepentimiento y concediéndole el perdón de los pecados: una consoladora verdad que la Escritura y la Tradición de la Iglesia atestiguan abundantemente.    En el abuso de la libertad, el hombre toca con la mano las tremendas posibilidades de sustituir a Dios, construyendo la propia imagen en el rechazo de la creaturalidad. En el fondo es el drama del pecado y de la alienación, ante los cuales el perdón de Cristo es ofrecido como condición para convertirse y ser reintegrado a la santidad del cuerpo eclesial. Este retorno a la casa del Padre (cf. Lc 15,11-32), o cambio de orientación, es debido al Espíritu Santo, como ya en el día de Pentecostés, cuando después del descendimiento del Espíritu Santo y el discurso de Pedro, los presentes sintieron «traspasado» el corazón y se convirtieron: «Estas palabras les traspasaron el corazón y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: “Qué tenemos que hacer, hermanos?”. Pedro les contestó: “Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el Espíritu Santo”» (Hech 2,37-38). En este caso, el Espíritu es experimentado primero como Aquel que conmueve los ánimos y los orienta hacia Dios, después como quien es dado como «dulce huésped del alma».

            También en la Carta a los Romanos el Espíritu es presentado como aquel que libera «de la ley del pecado y de la muerte» (8,2) y vuelve al cristiano arrepentido propiedad de Cristo (cf. v.9). Y Jesús mismo, en la efusión del Espíritu Santo a los apóstoles, la tarde de Pascua, pone en relación el perdón de los pecados con el Espíritu: «Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
“Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20,21-23). El Espíritu, por tanto, no sólo mueve al cristiano a arrepentirse, sino que tiene el poder de dar y renovar la vida divina, además de perdonar los pecados cuando existe arrepentimiento, especialmente en el sacramento de la Penitencia. Este sacramento no es el resultado de un mecanismo absolutorio, sino un prodigio de conversión que sólo el Espíritu puede realizar y que se puede verificar en tanto el sacerdote como el penitente estén invadidos por el espíritu Santo. Es Él quien cumple todo esto, creando y donando el «corazón nuevo», instaurando una nueva condición en el amor hacia Dios y de aceptación de su voluntad.

            La convicción de que los pecados son perdonados por obra del Espíritu Santo se encuentra tanto en los Padres del Oriente como del Occidente. Así, en San Ambrosio: «Y ahora veamos si el Espíritu Santo perdona los pecados. Pero no lo podemos poner en duda, desde el momento en que el mismo Señor lo ha dicho: Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. ¡He aquí que por obra del Espíritu Santo son perdonados los pecados! Pero los hombres, en el perdón de los pecados, actúan su ministerio, no ejercitan el derecho de una potestad: no perdonan los pecados en nombre propio sino en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (El Espíritu Santo, III, 137).

            San Cirilo de Jerusalén presenta la acción del Espíritu en la globalidad de la vida del cristiano, como Aquel que perdona, asiste y protege a través de toda la vida del bautizado: «Si crees, no sólo obtienes el perdón de los pecados, sino que además te haces capaz de realizar acciones superiores a las fuerzas humanas. ¡Ojalá tú fueras digno del carisma de la profecía! Recibirías tanta gracia cuanta puedas contener en ti... El te tomará a su cuidado como un soldado; velará sobre ti cuando entres y salgas, y tendrá a la vista a quien te insidia. Te donará toda suerte de carismas, si tú no lo contristas con el pecado. Está escrito: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido señalados para el día de la redención”» (Catequesis, XVII, 37).

7. «Renovación en el Espíritu»

 

            La novedad producida por el Espíritu Santo en cada bautizado es la de entrar a constituir el pueblo de Dios. Cada creyente, al tomar parte en las riquezas y en las responsabilidades que comportan la consagración bautismal y la unción crisma1, descubre la dimensión carismática de toda la comunidad cristiana. Es el Espíritu el que infunde en cada creyente una multiplicidad de dones con vistas a la utilidad común (cf. LG 3, 4, 11, 12b, 30), evidenciando la variedad ministerial y carismática en el interior de la Iglesia. Como fuerza de la obra del Espíritu Santo, la riqueza carismática del pueblo santo de Dios viene a ser expresión de todas aquellas formas personales y comunitarias (asociaciones laicales, movimientos, grupos...) en cuya base está el descubrimiento de la propia vocación bautismal, en el anuncio del Evangelio y en la autenticidad de la elección de vida. Si el Espíritu es Señor y dador de vida en la comunión eclesial y si deber de la Iglesia es actuar en la historia el encuentro entre Dios y el hombre, cumplido en la encarnación del Hijo, se comprende entonces cómo es en el interior de la vida eclesial donde encuentran origen y significado los dones del Espíritu. Escribe el teólogo y cardenal Y. Congar: «Si no es posible pensar en el Dios viviente, el Dios de la alianza, sin un pueblo y una Iglesia, menos se puede pensar una Iglesia semejante de sinfonía de dones diversos, de corresponsabi1idad de cambios y de comunión sin ver a Dios, en su Espíritu, como Aquel que pone en relación, comunica y hace comunicar» (Espíritu del hombre, Espíritu de Dios).

            En este sentido, es en la Iglesia donde la riqueza de los dones espirituales se asocia a la diversidad de los ministerios, orientados a realizar el crecimiento de la comunidad en la plenitud de la verdad. En su historia, la Iglesia ha visto surgir muchas formas carismáticas que han animado a la comunidad. Los padres del monacato y los fundadores de las diversas órdenes religiosas han hecho visible la acción misteriosa del Espíritu. En el hoy de la Iglesia es todavía posible verificar la misma y permanente acción que se expresa también en los «movimientos eclesiales», como afirma la Christifideleslaici «junto a las asociaciones tradicionales, y tal vez de sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones nuevas, con fisonomía y finalidades específicas: tanta es la riqueza y versatilidad de los recursos que el Espíritu alimenta en el tejido

eclesial y tanta es también la capacidad de iniciativa y generosidad del laicado» (n.29).

            La característica de estos movimientos es la de una apertura renovada a la persona del Espíritu, dador de todo don, que se inserta en el descubrimiento de la experiencia cotidiana de la creaturalidad de la Palabra como guía para la vida. Pero en la base de la fuerza innovadora de tales movimientos está la importancia de la comunión de vida, en la cual el conocerse y encontrarse para caminar juntos constituye la instancia más significativa. En otras palabras, tales movimientos, insertándose en el surco de la extraordinaria vitalidad de la Iglesia, constituyen un signo, sobre todo en relación con la necesidad de vivir la radicalidad de la fe cristiana en los aspectos más concretos de la existencia, testimoniando de este modo que el Evangelio no es extraño al mundo. Aún más, es levadura, condimento capaz de amasar y dar sentido, a través de elecciones de vida marcadas por la libertad del Espíritu y las razones de la esperanza.

            Ahora bien, es verdad que tales experiencias no están ajenas de algunos riesgos, como el refugio en lo privado, la acentuación unilateral de la dimensión subjetiva de la fe, la concentración de las actividades en los confines del movimiento o asociación; pero es también verdad que la mayor parte de ellos expresan la dimensión de eclesialidad que se caracteriza en el nexo inseparable entre comunión y misión. La primacía dada a la vocación de todo cristiano a la santidad, la responsabilidad de confesar la fe católica, el testimonio de una comunión definida y convencida, la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia y el compromiso de una presencia en la sociedad humana que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre (cf. ChL 30), constituyen algunos criterios fundamentales en los que se inspira la renovación espiritual, que intenta ir a las raíces de nuestro ser Iglesia y de lo cual son expresión los «movimientos eclesiales». Afirma Juan Pablo II: «La Iglesia busca tomar conciencia más viva de la presencia del Espíritu que actúa en ella por el bien de su comunión y misión, mediante dones sacramentales jerárquicos y carismáticos. Uno de los dones del Espíritu Santo en nuestro tiempo es ciertamente el florecimiento de los movimientos eclesiales, que desde el inicio de nuestro Pontificado venimos indicando como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres. Ellos son un signo de la libertad de formas en las cuales se realiza la única Iglesia y representan una novedad segura, que espera todavía ser comprendida en toda su positiva eficacia por el reino de Dios en la obra y en el hoy de la historia. En el marco de las celebraciones del Gran Jubileo, sobre todo las del año 1998, dedicado de modo particular al Espíritu Santo y su presencia santificadora en el interior de la comunidad de los discípulos de Cristo, cuento con el testimonio común y la colaboración de los movimientos. Confio que ellos, en comunión con los Pastores (...) quieran llevar al corazón de la Iglesia su riqueza espiritual, educativa y misionera, como preciosa experiencia y propuesta de vida cristiana» (Homilía del Santo Padre en la Vigilia de Pentecostés, 25 de mayo de 1996).

IV. CONCLUSION


            De todo lo dicho se puede constatar cómo el Espíritu Santo es verdaderamente el corazón de la vida cristiana, su misma respiración, hasta tal punto que no se trata de ser sólo «devotos» del Espíritu Santo, sino sencillamente de vivir y res pirar del Espíritu. Es necesario tratar de recuperar a través de este ano dedicado a la reflexión sobre el Espíritu Santo, algunos valores básicos de la vida cristiana, vividos y predicados a la luz del Espíritu. Así, no se insistirá nunca bastante
sobre el hecho de que la gracia santificante no es cualquier cosa, sino la misma vida de Dios que alcanza al creyente con el Don del Espíritu, en presencia del cual el pecado emerge en todo su dramatismo comoatentado a la integridad «espiritual» del hombre. La salvación, por tanto, no es fruto de la conquista humana sino el acontecimiento de una relación íntima con Dios que se inscribe en la experiencia de la filiación divina. Hacerse conducir por el Espíritu quiere decir acoger el don de la redención como condición para vivir la propia vida en la finitud y fragilidad, testigos a la vez, de la nueva creación operada por el amor de Dios. Aquí es donde se sitúa el espacio de la responsabilidad, en el que todo creyente está invitado a vivir el servicio del testimonio y de la caridad. Llamados a construir relaciones nuevas con los propios hermanos y con la entera realidad, el creyente realiza su identidad que se califica sobre todo como camino exaltante hacia la libertad por
en el Espíritu: es un liberarse para amar.

            A este propósito, puede ser iluminadora una página de la Encíclica Dominumel vivificanlem: «Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas, ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así al “Príncipe de este mundo”. El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la “luz del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús”, descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo—, “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”... También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple “renovación de la faz de la tierra”, colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello» (DeV 60).

            En este sentido, descubrir la importancia de la vida en el Espíritu, significará dar nervatura en la historia con la fecundidad del Evangelio y de la eficacia de su mensaje, a partir del cual la misma «renovación en el Espíritu» será auténtica y tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscitará carismas extraordinarios cuanto más bien en la medida en que conducirá al mayor número posible de fieles, por los caminos de su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de El (CT 72).

            Dirigirse al Espíritu, entonces, significa invocar el don de la docilidad a su acción. Por esto, sugerimos algunas oraciones con que, junto con las ya conocidas del Veni, Creator y de la Secuencia de Pentecostés Veni Sancte propias del rito romano, cada fiel puede dirigirse al Espíritu especialmente antes de la oración o de la lectura de la Palabra de Dios. Actuando así, la vida del creyente estará puesta bajo la acción constante, vivificante y sanadora del Paráclito.

            — «Paráclito celeste y soberano, Espíritu de Verdad, que estás presente en todas partes y todo lo llenas, arca de todo bien y dador de vida, ven, habita en nosotros, purifícanos de toda mancha y tú, que eres bueno, salva nuestras almas. Amén» (Liturgia bizantina, Tropario de las Vísperas de Pentecostés).

— «Concédenos, Señor, los dones del Espíritu Santo, y haznos dignos de acercarnos al Santo de los santos, con corazón puro y con la conciencia irreprensible» (Anáfora de los doce Apóstoles).
 — «Oh Espíritu Santo, verdadero Dios, tú has descendido sobre los apóstoles en el cenáculo, como una lluvia maravillosa de fuego fecundo: derrama sobre nosotros los dones de tu sabiduría» (Limutgia armenia).

— «Te pido, oh Padre, que envíes tu Espíritu Santo a nuestras almas y nos hagas comprender las Escrituras inspiradas por El; concédenos interpretarlas con pureza y de manera digna, para que todos los fieles aquí reunidos saquen provecho» (SERAPIÓN, Eucologio, 1).
— «Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, misterio escondido. Ven, tesoro sin nombre. Ven, realidad inefable. Ven, persona inconcebible. Ven, felicidad sin fin. Ven, luz sin ocaso. Ven, esperanza infalible de todos aquellos que deben ser salvados. Ven, despertador de quienes duermen. Ven, resurrección de los muertos. Ven, oh potente, tú que siempre haces y rehaces todo y todo lo transformas con tu solo poder. Ven, oh invisible, totalmente intangible e impalpable. Ven, tú que siempre permaneces inmóvil y en cada instante todo entero te mueves y vienes a nosotros que permanecemos en los infiernos, tú que estás por encima de los cielos. Ven, oh nombre predilecto y repetido por todas partes, del cual nos es absolutamente imposible expresar su ser o conocer la naturaleza. Ven, gozo eterno. Ven, corona incorruptible. Ven, púrpura del gran Rey, nuestro gran Dios. Ven, cinturón cristalino, adornado de joyas. Ven, sandalia inaccesible. Ven, púrpura real. Ven, derecha verdaderamente soberana. Ven, tú que has deseado y deseas mi alma miserable. Ven, tú el Solo en el solo, porque tú lo ves, yo estoy solo. Ven, tú que me has separado de todo y me has hecho solitario en este mundo. Ven, tú que has llegado a ser tu mismo deseo en mí, tú que me has hecho desearte, tú absolutamente inaccesible. Ven, mi soplo y mi vida. Ven, consolación de mi pobre alma. Ven, mi alegría, mi gloria y mi delicia por siempre» (SIMEÓN EL NUEVO TEÓLOGO, Himnos, 949-1022).

— «Ven ya, óptimo consolador del alma que sufre... Ven, tú que purificas de las fealdades, tú que curas as llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los (decaídos. Ven, doctor de los humildes, vencedor de los orgullosos. Ven, oh tierno padre de los huérfanos... Ven, esperanza de los pobres... Ven, estrella de los navegantes, puerto de los náufragos. Ven, oh gloría insigne de todos los vivientes... Ven, tú que eres el más santo de los Espíritus, ven y habita en mí. Hazme conforme a ti» (Juan de Fécamp, año 1060).

CAPITULO IX


LA ESPOSA YEL ESPIRITU DICEN:
«VEN»

            Mientras nos preparamos para cruzar el umbral del «Tercer Milenio», está todavía vivo el recuerdo de un milenio lleno de tragedias inimaginables: sólo el último conflicto mundial contó con 60 millones de muertos. También en nuestros días estallan guerras amenazadoras por todas partes: el futuro, se dice, estará hecho de guerras locales. Hoy, en una época de altísima tecnología, millones de personas, especialmente niños, mueren extenuados de hambre. Si aún no se asiste a la angustia que caracterizó a ciertos ambientes en la vigilia del segundo milenio es porque el hombre de hoy logra adormecer sus miedos. Esto no obstante, si en esta sociedad existen todos los elementos para que decaiga la esperanza, el cristiano es consciente de que existen motivos fundados para esperar.
            El fundamento de esta esperanza suya es el testimonio de la vida resucitada: en Cristo, bajo el soplo del Espíritu, un espacio de no-muerte se abre para él. El cristiano descubre en lo más profundo de sí mismo a Alguien que se interpone para siempre entre él y la nada: Cristo resucitado, vencedor de la muerte y del infierno. Se puede, entonces, tener el coraje del amor y el gozo de vivir, porque la vida eterna comienza ya aquí, desde ahora. La antropología cristiana, tomada globalmente, se extiende desde el Edén a la plenitud del Reino, abrazando así el misterio de los orígenes y del fin último hasta la salvación total del hombre. En este sentido, el misterio del hombre se ilumina no sólo gracias a su creación «en Cristo», sino también por medio de la tensión que atraviesa toda su existencia y lo conduce «hacia Cristo». En el «esjaton», (las postrimerías», el hombre no sólo será salvado, sino también plenamente integrado en la comunión con Dios. La
maduración de la historia y su tensión hacia el futuro está desde siempre coligada con el Espíritu, quien, en su venida, madura los «últimos días» (cf. Hech 2,17).

 
1. EL ESPIRITU, PRENDA DE RESURRECCION

            «Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen y constituye para ellos, ya desde ahora, “las arras” de su herencia (Ef 1,14; 2 Cor 1,22)» (CEC 1107). «El sello del Señor», dirá San Pablo, es el sello con el que el Espíritu Santo ha marcado a los creyentes «para el día de la redención» (Ef 4,30), porque «... el Espíritu es vida por causa de la justificación. Y si el Espíritu de aquel que ha resucitado a Cristo de entre los muertos habita en vosotros, aquel que ha resucitado a Cristo de los muertos dará la vida también por vosotros» (cf. Rom 8, l0b-11). Para San Juan, esta vida ya está poseída: «El que cree en mí tiene la vida eterna)» (Jn 6,47),  porque es el mismo Cristo el que inhabita en el creyente: «Dios nos ha dado la vida eterna y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida» (Jn 5,11-12), porque posee al Hijo por causa del Espíritu que es la vida.

            San Pablo afirma que en el creyente está ya presente el inicio de esta vida, en cuanto que en la perspectiva bíblica la verdad de cualquier cosa está constituida por su término, es decir, aquel hacia el que estamos encaminados. Los cristianos poseen las arras del Espíritu: «Habéis sido sellados por Cristo con el Espíritu Santo prometido; el cual —mientras llega la redención completa del pueblo, propiedad de Dios— es prenda de nuestra herencia, para alabanza de su gloría)» (Ef 1,134
/ 14); y «es Dios mismo quien nos confirma en Cristo a nosotros junto a vosotros. El nos ha ungido, El nos ha sellado y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu» (2 Cor 1,21-22). Por ahora tenemos sólo las primicias de la vida, y por esto todavía gemimos como en el parto, pero son dolores que llevan a la vida definitiva.

II. LA ESPERA Y EL JUICIO EN EL ESPIRITU

            En las distintas liturgias de la Iglesia es muy intensa la espera escatológica, como, por ejemplo, en la liturgia romana, donde después de la consagración se exclama:
«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». En la plegaria que sigue a la recitación del «Padre nuestro» se dice: «... vivamos siempre libres del pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Esta tensión escatológica, que se expresa en la liturgia, es debida a aquella «prenda» del Espíritu que la Iglesia ha recibido, según la expresión del Prefacio VI dominical del tiempo ordinario: «poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos».
Para San Basilio, en cambio, el Espíritu Santo no sólo impulsa al cristiano hacia la espera, sino que añade que, al final de los tiempos, el sello impreso en los redimidos será signo de salvación definitiva: «Si alguno reflexiona atentamente, comprenderá que también en el momento de la espera de la manifestación del Señor del cielo, el Espíritu Santo no nos faltará como algunos creen; El en cambio estará presente también el día de la revelación del Señor, en la cual juzgará al mundo en justicia, El, bienaventurado y único soberano... Aquellos que han sido marcados con el sello del Espíritu Santo para el día del rescate y han conservado intactas y no disminuidas las primicias del Espíritu que han recibido, éstos son aquellos a los que se oirá decir: “Muy bien, eres un empleado fiel y cumplidor: como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante” (Mt 25,21)» (El Espíritu Santo, XVI, 40).


            En la Parusía, el juicio no será sólo público, sino un acto que hará referencia a lo íntimo de la persona humana; un juicio que tendrá lugar con la intervención del Espíritu que es, al mismo tiempo, verdad y amor, por quien el hombre se verá a sí mismo a la luz de, la Verdad y del Amor, que es Dios mismo. Estará en grado de juzgarse a sí mismo sin ninguna máscara y de modo auténtico, dejándose penetrar sólo por la espada del Espíritu y la fuerza de la Palabra de Dios. Cada uno «se salvará, pero como quien pasa por el fuego» (1 Cor 3,15), un fuego que consume todo lo que es impuro y no apto para el Reino. Para ser perdonado es necesario que todo el mal que está en el hombre, todas las expresiones de odio y de egoísmo que anidan en su corazón sean eliminadas a través del sufrimiento y rescatadas por él mismo. Este fuego que quema y purifica es identificado por la tradición antigua con el Espíritu : la llamada purificación del «purgatorio» es el amor del Espíritu que, como una espada, penetra hasta la médula de los huesos.

            «El itinerario terreno de la vida —enseña Juan Pablo II— tiene un término que, si se llega a él en la amistad con Dios, coincide con el primer momento de la vida bienaventurada. Aunque en su paso al cielo el alma tenga que sufrir la purificación de sus últimas; escorias mediante el purgatorio, ya está llena de luz, de certeza y de gozo, puesto que sabe que pertenece para siempre a su Dios. En este punto culminante, el alma es conducida por el Espíritu Santo, autor y dador no sólo de la “primera gracia” justificante y de la gracia santificante a lo largo de toda nuestra vida, sino también de la gracia glorificante in hora mortis. Es la gracia de la perseverancia final..» (SE 5).


III. LAS REALIDADES ULTIMAS COMIENZAN DESDE AHORA EN EL ESPIRITU

 
            La humanidad vive ya las últimas realidades, porque la resurrección ha irrumpido en este mundo transfigurándolo en salvación definitiva. No existe momento en que la Parusíano pueda dejar pasar su luz transfiguradora. La efusión del Espíritu es ya el inicio de las últimas realidades: «Para quienes tienen fe en la Palabra de Dios que resuena en Cristo, predicada por los apóstoles, la escatología ha comenzado a realizarse, es más, puede decirse que ya se ha realizado en su aspecto fundamental: la presencia del Espíritu Santo en la historia humana, cuyo significado e impulso vital brotan del acontecimiento de Pentecostés, con vistas a la meta divina de cada hombre y de toda la Humanidad. Mientras en el Antiguo Testamento la esperanza tenia como fundamento la promesa de la presencia permanente y providencial de Dios, que se iba a manifestar en el Mesías, en el Nuevo Testamento, la esperanza por la gracia del Espíritu Santo, que es su origen, comporta ya una posesión anticipada de la gloria futura» (SE 2).

            El signo sacramental de que las últimas realidades han sido ya comenzadas en el Espíritu está representado por la Eucaristía, donde el Espíritu, a través de la epíclesis, desciende del cielo y transfigura la realidad sensible en nueva creatura, en cielo nuevo y tierra nueva. En la Eucaristía está ya presente Cristo resucitado y en El la humanidad y el universo entero llegan a ser nueva creación. En la Eucaristía se saborean las últimas realidades, el mundo comienza a transfigurarse y la Iglesia viene a ser la comunidad del marana thà. «Se puede decir que la vida cristiana en la tierra es como una iniciación en la participación plena en la gloria de Dios; y el Espíritu Santo es la garantía de alcanzar la plenitud de la vida eterna cuando, por efecto de la Redencíón, serán vencidos también los restos del pecado, como el dolor y la muerte» (SE 2).


IV. EN LA PALPITANTE ESPERA


El apóstol Pablo enseña que la divina gracia del cumplimiento de la salvación está basada en el don del Espíritu: «La esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom 5,5). A la pregunta: «.éQuién nos separará del amor de Cristo?», la respuesta está decidida: nada <podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rom 5,35.39). El deseo del Apóstol es que los creyentes abunden «en la esperan a por la virtud del Espíritu Santo» (Rom 15,13):
aquí se fundamenta el optimismo cristiano sobre el destino del mundo, sobre la posibilidad de salvación del hombre en todo tiempo, aun en los más difidiles, sobre el camino de la historia hacia, la glorificación perfecta de Cristo, «El me glorificará» Øn 16,14), y la participación plena de los creyentes en la historia y la gloria de los hijos de Dios (cf. SE 6).

En relación con esto, el Concilio Vaticano II sintetiza de modo muy hermoso la colaboración y la constante espera de la humanidad en el camino hacia el / día de la redención final: «Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1,14), con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3,1), pero todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria (cf. Col 3,4), en la cual seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto, mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor (2 Cor 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro 1 interior (cf. Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1,23). Este mismo amor nos apremia a vivir más intensamente para Aquel que murió y resucitó por nos-
¡ otros (cf. 2 Cor 5,15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Cor 5,9) y nos revestimos de la armadura de Dios para penrianecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf. Ef 6,11-13). Y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Heb 9,27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt 25,31-46)... Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el hibunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal (2 Cor 5,10); y al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de rida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación Qn 5,29; cf. 2 Tim 2,11-12); con fe firme Saguardamos la esperanza bienaventurada y la llegada de la çloria del gran Dios1 Salvador nuestro Jesucristo (Tit 2,13), #uien transfigurará nuestro miserable cuerpo en cuerpo glorioso semejante al sujo (Flp 3,21) y vendrá para ser glortjicado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que crçyeron (2 Tes 1,10)» (LG 48).
y. «CRUZAR EL UMBRAL DE LA ESPERANZA»

El Espíritu Santo —sostiene San Hilario— es el «don que nos regala la perfecta esperanza» (La Trinidad, II, 1). Y la esperanza ha llegado a ser uno de los temas preferidos por Juan Pablo II. «1No tengáis miedo!», insiste en sus enseñanzas, explicando así en un Discurso suyo el significado de la esperanza y su papel para los cristianos: «Entre los dones mayores, que, según escribe San Pablo en la carta a los Corintios, son permanentes, está la e.rperanr<a (cf. 1 Cor 12,31). La esperanza desempeña un papel fundamental en la vida cristiana, al igual que la fe y la caridad, aunque <da mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cor 13,13). Es evidente que la esperanza no se ha de entender en el sentido restrictivo de don particular o extraordinario, concedido a algunos para el bien de la comunidad, sino como don del Espíritu Santo ofrecido a todo hombre que en la fe se abre a Cristo. A este don hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y también no pocos cristianos, se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de autoredención y de realización de sí mismos y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas» (SE 1).

A través de la esperanza el cristiano es capaz de «pasar más allá del velo» (cf. Heb 6,19): «En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que “hemos sido salvados” (Rom 8,24). Es la esperanza escatol4gica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los apóstoles como Paráclito, es el custodioj el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia» (DeV 66), el dinamismo que inspira el estilo de vida de los cristianos: «Será por tanto importante redescubrir al Espíritu como Aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos.

En esta dimensión escatol4gica, los creyentes serán llamados a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, acerca de la cual “fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el evangelio” (Col 1,5). La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios. Como recuerda el apóstol Pablo: “Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza” (Rom 8,22-24). Los cristianos están llamados a prepararse al gran jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en la venida definitiva del reino de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el contexto social donde viven y también en la historia del mundo. Es necesario, además, que se estimen y profundicen los 4gnos de esperanza presentes en este final de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo...; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea...» (TMA 45b-46).

En conclusión, aparece siempre más claramente que la espiritualidad del tercer Milenio no puede ser una espiritualidad cerrada en sí misma o de rechazo del mundo que viene, sino de plena transfiguración porque ha de estar invadida por el Espíritu de la vida y de la esperanza: ¡será una espiritualidad de resurrección! «En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras “el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!” (Ap 22,17), esta oración suya comporta, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero, al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la “plenitud de los tiempos”, marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este

Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne» (DeV 66).

En la plenitud de la alegria y de la esperanza cristiana, toda la Iglesia y la humanidad entera invocan, sin cansarse, la efusión renovada del Espíritu sobre el Nuevo Milenio que está a las puertas, aclamando con las palabras de la Secuencia de Pentecostés: «Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo».

MEDITACIÓN

EN EL ESPÍRITU SANTO

(Cantalamessa, Un himno al silencio)


            Con esta meditación entramos en la tercera parte de nuestro camino hacia el Padre, en la que nos servirá de guía el apóstol san Pablo. Cambiamos de maestro; como cuando, en la escuela, se pasa de un curso al siguiente. La verdad es que, cronológicamente, Pablo escribe antes que Juan y que los mismos Sinópticos; pero éstos reflejan un estadio anterior de la predicación cristiana -el evangélico del “Jesús que predica”-, mientras que Pablo refleja el estadio ulterior del “Jesús predicado” por la Iglesia después de Pascua.

Nuestro punto de partida será el texto de Gálatas 4,4-6: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Y como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama: ¡Abba, Padre!”.

No tenemos pruebas de que Jesús, durante su vida en la tierra, haya enseñado a los discípulos a dirigirse a Dios con la misma expresión familiar Abba que él usaba. Pero Pablo, en ese texto, está indicando que, inmediatamente después de Pascua, los creyentes se sintieron autorizados a hacer suya esa expresión. Y era tal la veneración de que estaba rodeada, que la conservaron en la misma lengua del Maestro, como una

«vox» suya, como una especie de reliquia viviente de Jesús. También es fácil comprender las razones de esa dilación: hasta Pascua y Pentecostés los discípulos no habían recibido ese “Espíritu de hijos adoptivos” que les hace gritar Abba, Padre; sólo con la Pascua pasaron a ser, con todo derecho, miembros del cuerpo de Cristo, y por lo tanto hijos.

            Con esto resulta claro cuál es la aportación más novedosa de Pablo en la revelación del Padre: el papel central que se atribuye al Espíritu Santo para hacernos hijos de Dios. Este es un elemento central de toda su enseñanza. Así resulta de la insistencia con que vuelve una y otra vez sobre ello. Escribe en la carta a los Romanos: “Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Y vosotros habéis recibido, no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡“Abba, Padre”! Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios” (Rm 8,14-16).

Ya hemos dicho que la clave para entender la novedad cristiana sobre Dios Padre es la distinción entre Dios “Padre nuestro” y “Dios Padre de su Hijo Jesucristo”. Teniendo esto presente, podemos reconstruir así las tres etapas de la revelación acerca del Padre en el Nuevo Testamento: Los Sinópticos nos presentan a Dios sobre todo como “Padre nuestro”, padre de todos los hombres; con Juan, la relación se da la vuelta: Dios aparece sobre todo como Padre de su Hijo Jesucristo; la expresión “mi Padre” prevalece claramente, en labios de Jesús, sobre la expresión “vuestro Padre”; Pablo no sólo afirma una y otra verdad, sino que además pone de manifiesto la íntima relación que existe entre ellas. Para él, entre esas dos realidades no existe la menor separación; ni siquiera se trata de dos relaciones paralelas e independientes. Dios es nuestro Padre en cuanto es Padre del Señor Jesucristo. La relación trascendente entre el Padre y su Hijo Jesucristo es la que se extiende y de la que participan todos los hombres; y no la relación filial, común a todos los hombres, la que se sublima en Cristo, encontrando en él su culmen, como pensaba la teología liberal .

En el paso de una a otra de esas tres fases, no se añade ninguna novedad absoluta, sino que se explicita lo que antes sólo aparecía insinuado. La situación única de Cristo como Hijo único de Dios, propia de Juan, aparecía ya insinuada en los Sinópticos (por ejemplo, en el grito Abba y en las palabras de Mateo 11,25), al igual que el papel del Espíritu Santo para hacernos hijos de Dios, propio de Pablo, estaba ya insinuado en Juan en el tema del “volver a nacer del agua y del Espíritu” (cf Jn 3,5). Simplificando al máximo, podríamos decir que los Sinópticos señalan la meta, “el Padre”; Juan indica el camino, “por medio del Hijo”; y Pablo especifica el cómo, “en el Espíritu Santo”.

Si el fruto más preciado del camino para descubrir al Padre consiste, como decíamos al principio, en hacer nuestra la maravillosa relación filial de Jesús con su Padre, ésta es, evidentemente, una etapa decisiva en ese camino.

2. CÓMO NACEN LOS HIJOS DE DIOS

            Vamos a ver ahora cómo describe el Apóstol el proceso que nos lleva a ser hijos de Dios. En él aparecen delineados tres momentos:

• primero: Jesús, con su muerte y resurrección, nos transmite su Espíritu de Hijo, o —lo que es lo mismo— el Padre envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo;
• segundo: el Espíritu nos une a Cristo, haciéndonos “un solo cuerpo” con él;
• tercero: el creyente, unido a Cristo, se convierte por eso mismo en hijo de Dios, y el Espíritu completa su obra poniéndole en los labios el grito de Jesús, ¡Abba, Padre!
Para ilustrar esta realidad de la gracia, el Apóstol utiliza la analogía de la adopción. En realidad, las cosas se han desarrollado, en cierto sentido, en un orden inverso a como suceden en las adopciones humanas. En estas últimas, quienes adoptan un hijo son el padre y la madre, y, si tienen hijos propios, intentan ayudarles a que acepten a ese hermanito o a esa hermanita que se incorpora a la familia desde fuera. Aquí, en cambio, ha sido el hermano mayor, Jesús, quien nos ha adoptado y quien ha hecho que “podamos acercamos al Padre con un mismo Espíritu” (cf Ef 2,18). Primero hemos sido hechos hermanos y después hijos, aunque las dos cosas hayan ocurrido simultáneamente en el bautismo.

            Y ésa no es la única diferencia entre los dos tipos de adopción. La adopción humana, aparte del amor que la acompaña, es un hecho jurídico. El hijo adoptivo toma el apellido, la ciudadanía, la residencia de quienes lo adoptan, pero no comparte su sangre, su vida; no ha habido concepción ni dolores de parto. Con nosotros no ocurre lo mismo: Dios no nos transmite solamente el nombre de hijos, sino también su vida íntima, su Espíritu. Gracias al bautismo, corre por nosotros la vida misma de Dios. No sólo “nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos de verdad” (cf 1 Jn 3,1).

La adopción divina crea un vínculo más fuerte que la misma generación física. El hijo natural tiene, ciertamente, la misma sangre que el padre, la misma vida que la madre. Sin embargo, una vez que ha nacido, lo que antes era la sangre del padre está ahora en el hijo; no hay simultaneidad. El hijo puede vivir separado del padre y de la madre; más aún, para vivir necesita, después de nueve meses, separarse de la madre y vivir por su propia cuenta. No ocurre lo mismo en el plano espiritual. En éste, una misma vida, un mismo Espíritu, corre simultáneamente por nosotros y por Cristo. Y no sólo no tenemos que separarnos de él para vivir, sino que, si nos separamos de él por el pecado, dejamos inmediatamente de vivir, morimos.

Esta transformación interior no tiene lugar a un nivel tan profundo y ontológico, que escape a cualquier tipo de percepción y participación por nuestra parte. Es un proceso en el que nosotros estamos implicados existencialmente, y tal vez éste sea el aspecto más estimulante de la doctrina paulina que ahora vamos a intentar comprender.

Mientras el hombre vive en régimen de pecado —dice el Apóstol—, Dios se le presenta inevitablemente  como un antagonista, como un obstáculo. Hay, respecto al Padre, una sorda enemistad que la ley no hace más ¡ que poner de manifiesto. El hombre codicia (“concupiscit”) determinadas cosas: ansía el poder, el placer, la gloria. Y Dios es, a sus ojos, alguien que le cierra el camino, oponiéndose a esos deseos con sus perentorios “Tienes que...”, “no tienes que...”: “No puedes desear la mujer de tu prójimo”, “No puedes desear lo que es de otro”. Como bien dice san Pablo: “La tendencia del ins-i tinto es hostil a Dios, porque no se somete a la ley de Dios” (Rm 8,7). El hombre viejo se rebela contra su creador y, si pudiese, querría incluso que no existiese. Aquí está la raíz de gran parte del ateísmo. “Nadie está tan dispuesto a creer que Dios no existe como aquel a quien le gustaría que no existiese”.

No se trata de una situación teórica, o propia únicamente de algunos enemigos declarados de Dios; es la condición “natural” de todos nosotros. Cuando todo nos sonríe en la vida y Dios parece “bendecimos en todo”, no hay huellas de esa “rebelión”; pero deja que su mano nos visite como visitó a Job, deja que se cruce en nuestro camino una contradicción, y ya verás lo que sale de los oscuros fondos de nuestro corazón.

Veamos ahora qué hace el Espíritu Santo a medida que va tomando posesión de nuestra voluntad y de nuestra inteligencia. Nos abre una mirada nueva hacia Dios, hace que no lo veamos ya como un antagonista, como el enemigo de nuestras alegrías, sino como nuestro aliado, como alguien que está realmente de nuestra parte y que, por nosotros, “no perdonó a su propio Hijo”. En una palabra, el Espíritu Santo infunde en nuestro corazón “el amor de Dios” (Rm 5,5). Hace nacer en ellos un sentimiento nuevo, el sentimiento filial. Dios deja de ser patrón para convertirse en padre. Este es el momento radiante en que el hombre exclama, por primera vez, con plena conciencia: ¡Abba, Padre! El hombre hace ya de buena gana lo que Dios le manda, y Dios, por su parte, no sólo le manda hacer, sino que, con su gracia, hace él mismo o ayuda a hacer lo que manda.


3. UN AMOR DIGNO DEL PADRE


             En esto se fundamenta el aspecto místico de la vida cristiana. Hay una mística extraordinaria, o “alta mística”, y una mística ordinaria que está abierta a todos los bautizados. Al ser “hijos en el Hijo” gracias al Espíritu, “participamos de la naturaleza divina” (2 P 1,4) y nos hallamos insertados en el dinamismo mismo de la vida trinitaria, si bien aquí en la tierra tan sólo por la fe, aún no por la visión, como nos recuerda Juan: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,2).

Dios comunica al alma «el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habemos dicho, por unidad y transformación de amor» (8 San JUAN DE LA CRUZ, Cántico Espiritual A, canción 38, n° 4). Así lo describe un alma a la que Dios le concedió conocer un poquito de eso por experiencia: «Una noche, sentí que la enorme ternura del Padre me envolvía con sus dulces y suaves caricias; fuera de mí, me puse de rodillas en el suelo, acurrucada en la oscuridad, latiéndome fuerte el corazón, y me abandoné por completo a su voluntad. Y el Espíritu me introdujo en el misterio del amor trinitario. El intercambio arrobador de dar y recibir se estaba produciendo también en mi inte- rior: de Cristo, a quien estaba unida, hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. ¿Pero cómo expresar lo inexpresable? Yo no veía nada, pero era mucho más que ver, y no tengo palabras para traducir aquel intercambio jubiloso que era respuesta y emisión, acogida y don. Y de ese intercambio fluía una intensa vida desde el Uno hacia el Otro, como la leche que pasa del pecho de la madre a la boca del niño. Y yo era ese niño, era toda la creación que participa de la vida, del reino, de la gloria, al haber sido regenerada por Cristo».

Los místicos son, para el pueblo cristiano, como aquellos primeros exploradores que entraron de incógnito en la Tierra prometida y que luego volvieron al desierto describiéndola como una tierra que manaba leche y miel y animando al pueblo a entrar en ella. Pero las experiencias de que hablan están destinadas a todos. Son la meta normal de una existencia redimida. Si no hay por qué tener miedo a tender a la santidad, tampoco hay por qué tener miedo a tender a la mística, que es parte integrante de la santidad.

Si el Padre del que estamos hablando no se queda sólo en un concepto de nuestra mente, sino que se convierte en una realidad viva y actuante en nuestra vida, llegará un momento en que ya no nos bastará con el amor que hemos tenido al Padre en el pasado, sino que cualquier otro amor que antes hayamos experimentado y conocido nos parecerá ahora desvaído e insignificante. Y entonces nacerá en nosotros el deseo (que al comienzo nos parecerá irrealizable y casi blasfemo) de amar al Padre con un amor digno de él. Este es el momento que el Espíritu Santo está esperando para hacernos descubrir que podemos realmente amar al Padre de esa manera, con un amor como no puede haber otro mayor ni en el cielo ni en la tierra: que podemos amarlo ¡con el mismo amor con que lo ama su propio Hijo! Pues haber recibido “el Espíritu del Hijo” significa, ni más ni menos, haber recibido el amor que el Hijo tiene al Padre.

Y descubriremos que podemos amar también al Hijo con un amor digno de él —con el amor con que el Padre lo ha amado “antes que el mundo existiese”—, porque también ese amor se contiene en el Espíritu Santo que hemos recibido. Para eso no se requiere nada de extraordinario, sino sólo la fe y una vida de gracia. Cuando se dice que «la gracia es el comienzo de la gloria»(Santo TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q. 24, a. 3 ad 2), no se hace más que afirmar todo esto. A veces puede sernos de gran ayuda decir, y no sólo pensar, estas verdades, repitiendo con sencillez: «Padre, te amo con el amor infinito con que te ama tu Hijo Jesús. Señor Jesús, te amo con el amor infinito con que te ama tu Padre».

Así pues, el Espíritu Santo es quien infunde en nuestro corazón el sentimiento de la filiación divina, quien nos hace sentir (y no sólo saber) que somos hijos de Dios. A veces esta operación fundamental del Espíritu Santo tiene lugar de un modo repentino e intenso en la vida de una persona. Con motivo de un retiro, de un sacramento recibido con una especial disposición, de una palabra de Dios que hemos escuchado con el corazón bien dispuesto, de una fiesta litúrgica, o del así llamado “bautismo en el Espíritu”, el alma se siente inundada de una luz en la que Dios se le revela de un modo nuevo como Padre. Se conoce por experiencia lo que quiere decir que Dios es Padre; el corazón se conmueve y la persona tiene la sensación de salir renovada de esa experiencia. En su interior aparece una enorme confianza y un sentimiento que hasta entonces nunca había experimentado de la bondad y la ternura del Señor. Otras veces, sin embargo, esa revelación del Padre viene acompañada de un sentimiento tan fuerte de la majestad y la transcendencia de Dios, que el alma se queda como anonadada y enmudece. “Dichosos los que conocen al Padre!” exclamaba Tertuliano. Sí, ¡realmente dichosos los que conocen al Padre de esta manera!

Pero esta forma tan vívida de conocer al Padre no suele durar mucho tiempo en esta tierra. Vuelven pronto los días en que el creyente dice Abba sin sentir nada, y sigue repitiéndolo fiado únicamente en la palabra de Jesús. Y en esos días de aridez es precisamente cuando se descubre la enorme importancia del Espíritu Santo en nuestra vida de oración. Entonces el Espíritu es de verdad la fuerza de nuestra oración “débil” (cf Rm 8,26- 27), la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. En verdad, él “riega la tierra en sequía”, como decimos en la secuencia que rezamos.. en honor suyo.

 

4. Acojeos LOS UNOS A LOS OTROS


          Vamos a hacer ahora, como hemos hecho siempre, una aplicación práctica de la doctrina a la vida, aunque lo que hemos dicho hasta aquí no tenía nada de abstracto ni de teórico.

En la perspectiva de Pablo, veíamos cómo no podemos ser “hijos” de Dios si no somos “hermanos” de Cristo y hermanos entre nosotros, ya que somos “miembros unos de otros” (cf Rm 12,5). San Cipriano decía: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene al prójimo como hermano». La consecuencia que se sigue de ello es que tenemos que perdonamos, acogernos, aceptarnos unos a otros. Dejemos que sea el propio Pablo quien saque las consecuencias prácticas de su enseñanza: “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo” (Col 3,12-13).

Cuando contemplamos la forma en que nos ha perdonado el Señor y luego volvemos hacia nosotros la mirada, a veces nos quedamos asustados. Lo que sube de nuestro corazón cuando pensamos en quien nos lleva la contraria, nos critica, nos calumnia, o lo ha hecho en el pasado, no es el deseo de que “vivan” y se salven, o de que gocen del aprecio de los demás y tengan éxito, sino quizás, por el contrario, confusos deseos de imponernos a ellos, de que los hechos nos den la razón y restablezcan nuestros derechos. Nosotros no nos cansamos de echar el agua del perdón sobre esas llamas perversas del amor propio herido, y ellas no se cansan de volver a brotar una y otra vez. ¿Quién nos librará de este cuerpo nuestro, y de esta mente nuestra de muerte?

Si no logramos imitar en todo la manera de actuar del Padre celestial que hace caer la lluvia sobre buenos y malos, si a la primera de cambio volvemos a vernos traicionados por nuestro resentimiento, no dejemos por ello de alegrarnos, ya que eso hará que nos sintamos pequeños y nos ayudará a entender cuán grande es el misterio de la misericordia del Padre; alabemos al Señor y él se alzará aún más alto sobre las ruinas de nuestro orgullo. Así correremos menos el peligro de humillar, de otra manera, a nuestros adversarios con la generosidad de nuestro perdón. Hagamos todo lo que está en nuestras manos: recemos, imploremos este “don perfecto” al Padre de las luces; pero si volvemos a caer, no nos desanimemos.

Pero no volvamos a hacer ya nunca más una cosa: decirle, ni siquiera tácitamente, a Dios Padre: “Elige: o yo o mi enemigo. No tentemos, pues, a Dios pidiéndole que se una a nosotros en contra del hermano. «Cuando odio a alguien o niego que Dios sea su Padre, no sale perdiendo él sino yo: me quedo yo sin padre» S. KIERKEGAARD, Diario X3 A 481). Por lo tanto, cuando estemos reñidos con un hermano, antes de hacer valer o de discutir nuestro punto de vista (aunque sea lícito y en ocasiones hasta obligado), digámosle a Dios: «Padre, salva a ese hermano mío, sálvanos a los dos; te pido para él lo mismo que te pido para mí; no deseo tener yo razón y que él esté equivocado. Deseo que al menos que tenga buena fe».

Esa misericordia mutua de unos para con otros es indispensable para vivir la vida del Espíritu y la vida comunitaria en todas sus formas. Es indispensable en la familia (¿qué sería de la convivencia matrimonial sin la práctica del perdón mutuo cada día?); es indispensable en una comunidad religiosa o parroquial y en cualquier forma de convivencia humana. «Somos —dice san Agustín— ... vasos de barro que recíprocamente se producen roces» (San AGUSTÍN, Sermones, 69, 1: PL 38, 440; B.A.C. n° 441, Madrid 1983, p. 294). Es inevitable que, donde varias personas viven juntas, haya puntos de vista, gustos y temperamentos diferentes. Sin la firme voluntad de querer salvar —y no de eliminar— al hermano que piensa de distinta manera, todo se atasca, nos cerramos en nosotros mismos o asumimos el papel de víctimas.

Y este espíritu de misericordia y de perdón mutuo hoy debemos extenderlo también a los cristianos de otras confesiones. No podemos seguir mirándolos como enemigos. Son miembros del mismo cuerpo de Cristo, están animados por el mismo Espíritu, y por lo tanto son nuestros hermanos. También para con ellos vale la regla: no podemos poner a Dios Padre en la disyuntiva de tener que elegir: o ellos o nosotros.

Para un grupo comunitario, el perdón es lo que el aceite para un motor. Quién no sabe lo que ocurre si alguien se pone en viaje con el coche sin una gota de aceite en el motor: a los pocos miles de metros, el motor se quemará. El perdón, al igual que el lubricante, reduce los “roces” y remueve las pequeñas herrumbres en cuanto aparecen.

Hay un salmo que canta la belleza de vivir juntos como hermanos; y dice que es “aceite precioso en la cabeza” que baja por la barba de Aarón hasta la franja de su vestidura (Sal 133). Nuestro Aarón, decían los Padres de la Iglesia, nuestro Sumo sacerdote, es Cristo; él es la “cabeza”. La misericordia es el aceite que baja de esa cabeza y se extiende por el cuerpo, que es la Iglesia, hasta la franja de sus vestiduras. Allí donde se viva de esa manera, en un clima de perdón y de concordia, “el Señor mandará la bendición, la vida para siempre” (Sal 133,3). Allí podrá decirse con plena confianza: ¡Abba, Padre!

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