RETIROS ESPIRITUALES A SEMINARISTAS VALLADOLID

RETIROS ESPIRITUALES A SEMINARISTAS VALLADOLID

MEDITACIONES

PARA INTRODUCCIONES O PUNTOS BREVES DE ORACIÓN EUCARÍSTICA:

1) 5. En el Sagrario está el mismo Cristo que curó a los ciegos y leprosos del Evangelio

QUERIDOS HERMANOS: Nos hemos reunido aquí esta tarde  para venerar, adorar y agradecer la presencia eucarística de Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Este Cristo, ahora viviente en la Hostia santa, es el mismo Cristo del evangelio, que ya permanece en nuestros Sagrarios hasta el final de los tiempos, para atender nuestros ruegos y atender a nuestras necesidades. No está estático, muerto, sino vivo y resucitado, renovando toda nuestra vida espiritual de amor a Dios y a los hermanos, y ayudándonos en todos nuestros problemas.

       Queridos hermanos: Está con nosotros aquí y ahora, en esta Hostia santa, el cuerpo que se dejó tocar por un inmundo y un apestado de aquellos tiempos. Mirad cómo lo dice el evangelista: se acercan a una aldea Jesús y bastante gente, mujeres, hombres y niños, una pequeña multitud. De pronto se oye un grito, un lamento. Es alguien que pide socorro desde un basurero. No se ve a nadie. La gente aprieta el paso para pasar cuanto antes de aquel mal olor. Mezclado entre la basura aparece un leproso… La gente huye con las narices tapadas, es un maldito, un castigado por la justicia de Dios. Nadie le puede tocar. Quien le toque queda impuro y debe ser purificado por el sacerdote. Jesús, el que está aquí con nosotros en el Sagrario, es el único que se para, lo mira con amor y se acerca y lo toca; es el mismo evangelista el que nos lo cuenta sorprendido: “En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra” (Mt 8,1-4). Y el leproso ha quedado curado, pero Jesús ha quedado manchado según la Ley de Moisés. Sin embargo, Jesús no va al templo para purificarse, porque Él es más que el templo de la antigua ley. Jesús lo ha hecho todo por amor, que es la nueva ley del evangelio, y lo ha hecho espontáneamente, no ha podido contenerse, no ha podido reprimir su compasión. Es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús. Miremos y contemplemos ahora a este mismo Jesús en la Hostia santa que adoramos y comulgamos. Es el mismo con el mismo amor de entonces, la misma compasión, los mismos sentimientos. Mirémosle despacio, con mirada fija de amor.

***

       Ahora es en Jericó, la ciudad de las palmeras. Otra vez la gente entusiasmada como siempre, no dejándole caminar ni comer ni descansar. Otra vez un grito desde la orilla del camino. Esta vez la gente no corre, pero le quiere hacer callar. Pero esta vez, como la otra vez y como siempre, Jesús lo ha oído y se para y hace que se pare toda la gente: “Cuando salían de Jericó, le siguió una gran muchedumbre. En esto, dos ciegos que estaban sentados, junto al camino, la enterarse que Jesús pasaba, se pusieron a gritar: «¡Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David¡». La gente les increpó para que se callaran, pero ellos gritaron más fuerte: «¡Señor, ten compasión de nosotros!». Entonces Jesús se detuvo, los llamó y dijo: «¿Qué quereis que os haga?» Dícenle: «¡Señor, que se abran nuestros ojos!» Movido a compasión, Jesús tocó sus ojos, y al instante recobraron la vista; y le siguieron”.  Ante los necesitados, Jesús nunca huye, Él siempre escucha:“Señor, que veamos”. Y aquellos ciegos vieron y lo siguieron, porque sus ojos ya no querían dejar de ver a la persona más buena y comprensiva del mundo. Y es que no lo puede remediar. Es así su corazón, el corazón de Jesús. Y ese corazón está aquí en el pan consagrado, en nuestros Sagrarios.

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       Ahora es en Naím. Se encuentra un cortejo fúnebre con una madre viuda, llorando a su hijo muerto, a quien va enterrar. Aquí nadie grita ni llama al maestro, porque van muy apenados y nadie, ni la misma madre, se ha dado cuenta de que pasa por allí el Maestro ni sospecha que Jesús pueda prestarle alguna ayuda. Pero Él, sin que nadie le pida nada, se ha anticipado personalmente. Dice el evangelista Lucas: “El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Luego se acercó, tocó el féretro, los que lo llevaban se detuvieron; Él dijo: «Joven, yo te lo mando, levántate». Y se lo entrego a su madre”. Con su poder divino lo resucitó y nos demuestra que debemos fiarnos de su palabra: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.  Nosotros resucitaremos. Con su muerte y resurrección nos ha ganado la resurrección y la vida eterna para todos. Y ese Jesús está aquí. Y tiene los mismos sentimientos de siempre. Y nos ama y se compadece de todos. Y no lo puede remediar, es así su corazón, el corazón eucarístico de Jesús.

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       Y lo mismo pasó con su amigo Lázaro. En aquella ocasión dicen los evangelios que se emocionó y lloró. Es que siente de verdad nuestros problemas y angustias. Le dió pena de sus amigas Marta y María, que se habían quedado solas, sin su hermano. Fueron a la tumba y allí lloró lágrimas de amor verdadero. Nos lo dicen testigos que lo vieron. Y Lázaro resucitó por su palabra todopoderosa. Y luego todos lloraron de alegría. Y nosotros también lloramos de emoción, de saber que es el mismo, que está aquí con nosotros, que nos ama así, como nadie puede amar, porque así lo ha querido Él, que es Dios y todo lo puede, y le hace feliz amarnos así. Y éste es el camino de amor, misericordia y perdón que Él ha escogido para encontrarse con nosotros, para relacionarse con el hombre. Y Él es Dios, es decir, no nos necesita. Todo lo hace gratuitamente. Su corazón es así. No lo puede remediar. Así es el corazón eucarístico de Jesús.

       Y tenía razón Marta, cuando el Señor le preguntó: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»” (Jn 11,25-27). Ella no se anduvo con preguntas de cómo podía ser esto, ella le dijo: Mira, Señor, déjame de complicaciones, yo no sé cómo ni cuándo será eso, yo creo que Tú eres el Hijo de Dios y basta. Tú lo puedes todo. Y nosotros ante su presencia en el Sagrario decimos lo mismo: Yo no sé cómo puede ser o hacerse esto… Yo sólo sé que Tú eres el Hijo de Dios y Tú lo puedes todo y estás aquí.

2).- 3.1 EL GOZO DE SER SACERDOTE <Ante la santa Custodia>

Para introducciones:

       Queridos amigos:

       ¡Qué gozo ser sacerdote de Cristo! ¡Qué gozo saber que el Padre  nos soñó y nos creó para ser sacerdotes “in laudem gloriae ejus”, para  alabanza de su gloria, en el Hijo hecho hombre, Sacerdote Único del Altísimo, para una eternidad de felicidad pontifical con Él, quiero decir, como pontífices, como puentes entre el cielo y la tierra, como puentes en el Puente-Pontífice en la tierra y en el cielo de Dios a los hombres y de los hombres hasta Dios,  en el mismo ser y existir sacerdotal del Sacerdote ya triunfante y glorioso, “Cordero degollado ante el trono de Dios, intercediendo por todos” .

       ¡Qué gozo ser prolongación en el tiempo y en la eternidad, ante el trono del Padre, aclamado por los ancianos y los santos, del Hijo que, viendo al Padre entristecido por el pecado de Adán que nos impedía ser hijos y herederos de su misma felicidad, le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”; y vino en nuestra búsqueda para abrirnos a todos los hombres las puertas de la eternidad y felicidad con Dios, y fue consagrado y ungido  Sacerdote del Altísimo “por obra del Espíritu Santo” en el seno de María, Madre sacerdotal de Cristo, y nos escogió a nosotros para vivir y existir y actuar siempre en Él y como Él, para hacernos en Él y con Él canales de gracia y salvación para los hombres y de amistad y amor divino por ese mismo Beso y Abrazo de Espíritu Santo en la Trinidad Divina!

       ¡Que gozo más grande haber sido elegido, preferido entre millones de hombres para ser y existir en Él, porque el pronunció mi nombre con amor de Espíritu Santo y en el día de mi ordenación sacerdotal me besó, me ungió, me consagró con su mismo Espíritu, Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y me unió y me identificó con su ser y existir sacerdotal por la potencia de Amor de su mismo Espíritu, y se encarnó en mí y yo le presté mi humanidad para que siguiera amando, perdonando, consagrando, ya que Él resucitado y celeste, está fuera ya del tiempo y del espacio y necesita la humanidad supletoria de otros hombres para seguir salvando a nuestros hermanos, los hombres! El sacerdote es otro Cristo, es Cristo encarnado en el barro de otros hombres.

       ¡Qué gozo ser otro Cristo, presencia sacramental de Cristo, el ser y la persona más bella, amable, maravillosa, amiga, delicada, entrañable, pero de verdad que existe y se puede ver y tocar, prolongación de su ser y existir sacerdotal, poseer «exousia», actuar «in persona Christi», prolongación sacramental de su Salvación.

       Soy otro Cristo, lleno de divinidad y misterios divinos, que he de ir descubriendo en mi trato e intimidad con Él, en la celebración o adoración eucarística y en la oración, cavernas y minas de misterios deslumbrantes, embriagadores e inabarcables, llenos de amor y felicidad y éxtasis ya en la tierra, sí, es verdad, humanidad prestada, corazón y vida prestada para siempre, pies y manos prestadas eternamente, también en el cielo, y lo quiero ser y me esforzaré de tal forma ya en la tierra, que el Padre no encuentre diferencias entre el Hijo amado y los hijos, entre el Hijo Sacerdote y los hijos sacerdotes; quiero ser, como Él, un cheque de salvación eterna para mis hermanos los hombres firmado por el Padre en el mismo y Único Sacerdote, Cristo Jesús, Hijo de Dios, nacido de mi hermosa nazarena, Virgen bella, madre sacerdotal, María, que le dio el ser y existir sacerdotal, porque le dio la humanidad que rompió el cheque de la deuda que teníamos contraída desde nuestros primeros padres y a esta humanidad el Espíritu Santo unió la Divinidad y le hizo sacerdote-mediador-puente, por el beso de Amor de Espíritu Santo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en la humanidad formada en y por María!

       En el sacramento del Orden, por la unción de Amor del Espíritu Santo, Dios Amor, Abrazo y Beso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, nos une a Jesucristo,  Único Sacerdote del Altísimo,  identificándonos en su mismo ser y existir sacerdotal, hasta tal punto que el Padre acepta nuestro sacrificio eucarístico, como realmente es, esto es, ofrecido por su Sacerdote Único identificado con los hijos sacerdotes y elegidos sacerdote por el mismo Padre; el Padre, la Trinidad no ve diferencias entre Cristo y los otros «cristos» que le han prestado su humanidad para que sea Él el que pueda seguir salvando, ya que es el único sacerdote, el único pontífice, con el cual nos identificamos, el único puente entre lo humano y lo divino, por donde nos vienen todos los bienes de la Salvación a los hombres, y por donde suben todas nuestras súplicas y alabanzas al Padre. Sentir y experimentar esto en la oración, en la santa misa, en el apostolado es el gozo más grande que existe en la tierra. Es el cielo en la tierra.

       Por eso oirás decir con toda naturalidad y verdad al sacerdote en las celebraciones sacramentales: “Yo te perdono..., este es mi cuerpo, esta es mi sangre”,  pero no es la sangre o el cuerpo de Gonzalo, Juan o de Antonio... sino el de Cristo que sigue perdonando y consagrando a través de nuestras humanidades prestadas eternamente. Es que realmente somos y celebramos in persona Christi, que no significa en vez o en lugar de Cristo, sino que el sacerdote hace presente la persona de Cristo y todo su misterio de Salvación por el carácter, carisma o gracia sacerdotal, don dinámico permanente, no meramente estático, de sacramento.

       ¡Qué maravilloso y bello y deslumbrante volcán   salido del Corazón de Cristo Sacerdote en explosiones continuas y eternas llenas de verdades y resplandores y misterios es ser sacerdote, estar identificados eternamente con el Único Sacerdote del Altísimo, Cristo, que por su Divinidad encarnada, por ser Hijo, nos sumerge en el Océano divino del Ser y la Hermosura divina trinitaria! ¡Qué grandeza, qué confianza, qué privilegio el que nos haya hecho en Él y por Él puente de salvación de la humanidad creada entre la misma Trinidad y los hombres! Es que realmente somos otros Cristos, tocamos lo divino, tocamos la esencia divina, el fuego del  “Dios Amor”, superamos todo lo creado, nuestras manos tocan la eternidad, lo trascendente, lo que no tienen fin, porque somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades y realidades eternas, que superan este espacio y este tiempo, son infinitas, son divinas y durarán siempre.

       Y al mismo tiempo y desde esta perspectiva, ¡Qué responsabilidad más tremenda! ¡Qué misterio más grave e infinito de salvación o condenación eterna estamos llamados a sembrar y cultivar los sacerdotes! Porque todo es verdad, Dios existe y nos espera, espera a todos los hombres, es la Verdad de Jesucristo Sacerdote y Víctima en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos, donde Cristo no siente la Divinidad, se encuentra solo en su humanidad sin sentir como hasta ese momento al Hijo que la habita   -- tiene que ser así para poder sufrir--, está olvidado del Padre porque el Padre está gozoso y pensando en los hijos que le van a venir por el Hijo que se entrega para su salvación: ¡Cristo! ¿Dónde está tu Padre? ¿No dijo que Tú eras su Hijo amado? ¿Es que se avergüenza de Ti, es que ya no te quiere...? ¿Qué pasa en cada misa, en cada memorial de tu pasión y muerte? Pasa que el Padre está tan gozoso de los hijos, de todos sus hijos del mundo entero que Tú le vas a dar, que se olvida, la Divinidad te ha dejado sólo en la pasión para que puedas sufrir y salvarnos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...” Y esto lo hace presente el sacerdote en cada misa, en la única que fue celebrada proféticamente por Cristo en la Última Cena antes del Viernes Santo y ahora se hace presente en memorial. Qué misterio, qué grandeza ser sacerdote. Qué responsabilidad también con sabor de eternidad, de vida que no tiene fin, de ese siempre, siempre, siempre para el que todo hombre ha sido soñado por Dios y  que yo sacerdote, aunque los hombres no lo crean, no lo piensen, no lo vivan, tengo que cultivarlo. Soy realmente totalmente distinto al puramente hombre, soy prolongación y sentimientos y  misión y vida y salvación del mismo Hijo de Dios, de Jesucristo Único Salvador y Sacerdote del mundo y de los hombres.

3. 2 CRISTO SACERDOTE ME DIJO: VOSOTROS, LOS SACERDOTES, SOIS MI CORAZÓN Y MI VIDA, MIS MANOS Y MIS PIES...

       Estamos celebrando el Año Sacerdotal; hace unos días, en mi oración personal, me atreví a dirigir una pregunta atrevida a Cristo, Eucaristía perfecta y Sacerdote del Altísimo; fue así: Cristo, amigo del alma y confidente, nosotros, los sacerdotes, te decimos todos los días lo que tú eres para nosotros, y veo que te agrada, porque nos lo demuestras con afectos y gozos que nos comunicas en los ratos de oración, en la santa misa, en el trabajo apostólico ¡qué gozo a veces en misas parroquiales con adultos, niños, jóvenes, qué alegría en los grupos de oración, de catecúmenos, qué gloria y alabanza del mismo Padre sentidas en lo hondo del corazón; yo, ahora, Cristo Sacerdote, en nombre de todos los sacerdotes, quiero preguntarte  a Ti: ¿qué soy yo, qué somos nosotros, los sacerdotes para ti? te lo pregunto con motivo del Año Sacerdotal y de mis bodas de oro sacerdotales que voy a celebrar este año, si Tú lo quieres.

       Y esta fue su respuesta, pero a borbotones y con palabras llenas de fuego quemante, en llama de amor viva: vosotros, los sacerdotes, sois mi corazón y mi vida, mi amor y entrega total; queridos sacerdotes, querido sacerdote, tú eres mi corazón y mi amor y toda mi vida, todo mi ser y existir;  tú eres mi adoración y alabanza al Padre y mi pontífice, puente y mediador de salvación y de los dones de la gracia y vida divina para nuestros hermanos, los hombres; tú eres mis manos y mis pies, tú eres mi existencia y mi palabra, mi perdón y misericordia encarna, mi amor y mi ser y existir encarnado en tu humanidad prestada; tú, querido sacerdote, todo sacerdote, eres y vives mi sacerdocio y salvación hecha carne en la humanidad de otros hombres, por eso, sin ti no sé ni puedo vivir, es más,  ni quiero vivir; no me imagino la vida y eternidad ya sin ti, te he soñado en el seno del Padre y te he elegido y con un beso de Amor de Espíritu Santo te ungí y consagré sacerdote, sacerdote in aeternum de mi corazón, de mi alma; para eso te elegí y te llamé por tu nombre y te preferí entre millones de hombres, te necesito para ser feliz y dar gloria y adoración y alabanza y hacer feliz al Dios Trino y Uno, sé que no lo comprendes ahora, pero si tú no me das tu amor y tus manos para consagrar y perdonar y bautizar..., yo no las tendré nunca...; lo tendré todo, pero me faltará tu amor, tu persona que tanto amo y tú no puedes pensar lo que he soñado contigo para una eternidad, me faltará tu vida “in laudem gloriae ejus”, porque contigo y en tu sacerdocio santo y eterno quiero ejercer ante el Padre eternamente la alabanza de su gloria; tú serás mi sacerdote eternamente, te necesito, tu amistad e identidad sacerdotal no acabará nunca jamás, no morirá jamás,  nunca, tu sacerdocio es el mío, está dicho y escrito en el Apocalipsis, tú conmigo glorificarás a Dios Trino con la salvación del mundo y reuniéndolo para toda eternidad ante su presencia porque eres en mí  “el cordero degollado ante el trono del Padre..que está eternamente ante el” y lo seguirás ejerciendo como adoración y alabanza y glorificación eternamente: “Tu eres sacerdote eternamente...” no sólo en la tierra, y siempre “in laudem gloriae ejus”.

       Y esto me lo dijo para todos los  sacerdotes del mundo, especialmente para ti, sacerdote que sufres, o eres perseguido, o no valorado por los tuyos, o nadie se acuerda de ti, olvidado en países de misión, ignorado, nunca mencionado, siempre en el último escalón, o eres anciano, o estás agotado y enfermo o... vives en los rincones más olvidados del mundo; me lo dijo el Señor Jesucristo, el Único Sacerdote del Altísimo, Canción de Amor cantada por el Padre para todos los hombres, especialmente los sacerdotes, con Amor de Espíritu Santo en la que nos dice todo lo que nos ama: “Tu eres mi hijo amado” “Dios es Amor... en esto consiste el amor... en que Él nos amó primero...”en el Hijo Único Sacerdote, y que todo creyente, todo sacerdote puede escuchar «en música callada» de oración silenciosa en cualquier sagrario de la tierra, donde eternamente el Padre nos canta su proyecto de Amor Eterno en su Palabra, única, una sola Palabra en la que nos ha dicho todo su Amor, y siempre por la potencia de Amor del Espíritu Santo

       Padre eterno, ¡Qué maravilla de Padre, qué gozo y alegría de que existas, y seas tan grande, tan padre, tan bueno y bondadoso, me alegro de que existas y de haberte conocido, me alegra llamarte Padre y amarte! ¡Qué proyecto más divino has programado para tu Hijo, para tus hijos en el Hijo, los hombres, para tus hijos sacerdotes en la Único Hijo Sacerdote!

       Querido hermano sacerdote, todo lo que está escrito es palabra y mensaje de Dios para ti. Te lo dice por mi palabra con un abrazo muy grande para todos los sacerdotes del mundo entero, porque somos los hijos muy amados en el Hijo,  Único Sacerdote del Altísimo, con el que todos estamos identificados por el sacramento del Orden.

MEDITACION

TERCERA PARTE

LA ESPIRITUALIDAD DE LA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

       Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

       Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

       Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

       Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

       No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

       Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

        Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

       Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

       La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

       La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

       Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

       Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

       Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre                                                                                                                 

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

       La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

       Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

       Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

       Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

       Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

       Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

       Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

       Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

       “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

       Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

       Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

       Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

       “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

       Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

       ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

       ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

       Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

       Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

       Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

       Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

       En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:“Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

        “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

       “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

       “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no

necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

 

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

       Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

       Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

 

Y como el que canta reza dos veces, según nos dice S. Agustín, nosotros lo hacemos así adorando al Señor Eucaristía:

 

No adoréis a nadie, a nadie más que a Él, (bis).

No adoréis a nadie, a nadie más,

no adoréis a nadie, a nadie más,

no adoréis a nadie, a nadie más que a Él.

 

No miréis a nadie, a nadie más que a Él (bis).

No miréis a nadie, a nadie más…

 

LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL

Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

       Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

       A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

       A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

       Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

       El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

       Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

       Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

       Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

       Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.   

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO. Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristía no es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

 Copiado de mi libro: PARA TRATAR DE AMISTAD….

Hacer de estos puntos una meditación:

4. La Eucaristía, la mejor escuela  de vida cristiana

Ahora tenemos muchas escuelas y universidades; incluso en las parroquias tenemos muchas clases de biblia, de teología, de liturgia... nuestras madres y nuestros padres no tuvieron más escuela que el Sagrario y punto. Allí lo aprendieron todo para ser buenos cristianos. Allí escucharon y seguimos nosotros escuchando a Jesús que nos dice: “sígueme”, “amáos los unos a los otros como yo os he amado”,“no podéis servir a dos señores, no podéis servir a Dios y al dinero” “.venid y os haré pescadores de hombres”,“vosotros sois mis amigos”, “no tengáis miedo, yo he vencido al mundo”, “ sin mí no podéis hacer nada, yo soy la vid, vosotros , los sarmientos, el sarmiento no puede llevar fruto si no está unido a la vid...”   

¿Y qué pasa cuando yo escucho del Señor estas palabras? Pues que si no aguanto estas  enseñanzas, estas exigencias, este diálogo personal con El, porque me cuesta, porque no quiero convertirme, porque no quiero renunciar a mis bienes, me marcho para que no pueda echarme en cara mi falta de fe en El, mi falta de generosidad en seguirle, para que no me señale con el dedo mis defectos.... y así estaré distanciado respecto a su presencia eucarística durante toda mi vida, con las consiguientes consecuencias negativas que esta postura llevará consigo. Podré incluso, tratar de legitimar mi postura, diciendo que Cristo está en muchos sitios, está en la Palabra, en los hermanos...que es muy cómodo quedarse en la iglesia, que más apostolado y menos quedarse de brazos cruzados,  pero en el fondo es que no aguanto su presencia eucarística que me señala mis defectos y me invita a seguirle: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

MEDIOCRIDAD, NO.-Y  me pregunto cómo podré yo luego entusiasmar a la gente  con Cristo, predicar que el Señor es Dios, el bien absoluto y primero de la vida, por el cual hay que venderlo todo...si yo no lo practico ni sé cómo se hace. Creo que esta es la causa principal de la pobreza espiritual de los cristianos y de que muchas partes importantes del evangelio no se prediquen, porque no se viven y se conocen por la propia experiencia. Si el Señor empieza a exigirme en la oración, en el diálogo personal con El, y yo no quiero convertirme, poco a poco me iré alejando de este trato de amistad  para no escucharlo, aunque las formas externas las guardaré toda la vida, es decir, seguiré  comulgando, rezando, haciendo otras cosas, incluso más llamativas, también en mi apostolado, pero he firmado mi mediocridad  cristiana, sacerdotal, apostólica...

Al alejarme cada día más del Sagrario, me alejo a la vez de la oración , y, aunque Jesús a voces me esté llamando todos los días, porque me quiere ayudar, terminaré por no oírle y todo se convertirá en pura rutina y así será toda mi vida espiritual y religiosa. Y esto es más claro que el agua:  si Cristo en persona me aburre en la oración, cómo podré  entusiasmar a los demás con El, no se qué apostolado pueda hacer por él, cómo contagiaré deseos de El, ni sé  como podré enseñar a los demás el camino de la oración, cómo podré  ser guía de los hermanos en este camino de encuentro con El. Naturalmente  hablaré de oración y de amistad con Cristo, de organigramas y apostolado,  pero teóricamente, como lo hacen otros muchos en la Iglesia de Dios.

Esta es la causa de que no toda actividad ni todo apostolado, tanto de seglares como de los sacerdotes, sea verdadero apostolado, para el cual, según Cristo, hay que estar unidos a El, como los sarmientos a la vid única y verdadera,  para poder dar fruto. Y a veces este canal, que tiene que llevar al cuerpo de la Iglesia el agua que salta hasta la vida eterna o la vena que debe llevar la sangre desde el corazón salvador de Cristo hasta las partes más necesitadas del cuerpo místico, esta vena y este canal, que soy yo y cada cristiano, está tan obstruido por las imperfecciones que  apenas llevamos unas gotas o casi nada de sangre para poder vitalizar y regar las partes del cuerpo afectadas por parálisis espiritual. Así que zonas importantes de la Iglesia, de arriba y de abajo, siguen negras e infartadas, sin vida espiritual ni amor y servicio verdaderos a Dios y a los hermanos.        Porque mal es que este canal obstruido sea un seglar, un catequista, un miembro de nuestros grupos o una madre, con la necesidad que tenemos de madres cristianas, porque con ellas casi no necesitamos ni curas; lo más grave y dañino es si somos sacerdotes. Menos mal que la gran mayoría de la Iglesia está conectada a la vid, que es Cristo Eucaristía. Aquí es donde está la fuente que mana y corre, aunque es de noche, es decir, por la fe, como nos dice San Juan de la Cruz.  Por favor, no pongamos la eficacia apostólica, la fuerza de la acción evangelizadora y misionera en los organigramas o programaciones, donde, como nos ha dicho el Papa en la Carta Apostólica NMI ya está todo dicho, sino en la raíz de todo apostolado y vida cristiana: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... todo sarmiento que no está unido a la vid, no puede dar fruto...”.

CARA A CARA CON CRISTO.

Por eso, este encuentro eucarístico, la oración personal, este cara a cara personal y directo con Cristo es fundamental para nuestra vida espiritual. Añadiría que, aunque todos sabemos que la eucaristía como sacrificio es el fundamento, sin embargo la eucaristía como presencia tiene unos matices que nos descubre y pone más en evidencia la realidad de nuestra relación con Cristo. Porque en las eucaristías tenemos la asamblea, los cantos, las lecturas,  respondemos y nos damos la paz, nos saludamos, escuchamos al sacerdote.... pero con tanto movimiento a lo mejor salimos de la iglesia, sin haber escuchado a Cristo, es más, sin haberle incluso saludado personalmente.

       Sin embargo, en la oración personal, ante el Sagrario, no hay intermediarios ni distracciones,  es un diálogo a pecho descubierto, de tú a tú con Jesús, que me habla, me enfervoriza o tal vez, si El lo cree necesario, me echa en cara mi mediocridad, mi falta de entrega, que me dice:  no estoy de acuerdo en esto y esto, corrige esta forma de ser o actuar.... y claro, allí, solos ante El en el Sagrario, no hay escapatoria de cantos o respuestas de la  misa, allí es uno el que tiene que dar la respuesta, y no las hay litúrgicas oficiales; por eso,  si no estoy dispuesto a cambiar, no aguanto este trato directo con Cristo Eucaristía y dejo la visita diaria. ¿Cómo buscarle en otras presencias cuando allí es donde está más plena y realmente presente?

Si aguanto el cara a cara, cayendo y levantándome todos los días, aunque tarde años, encontraré en su presencia eucarística  luz, consuelo, gozo, que nada ni nadie podrán quitarme y me comeré a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, quemaré de amor verdadero y seguimiento de Cristo allí donde trabaje y me encuentre, lo contagiaré todo de amor y seguimiento de El, llegaré a la unión afectiva y efectiva, oracional y apostólica con El. Y esto se llama santidad y para esto es la oración eucarística, porque  la oración es el   alma de todo apostolado, como se titulaba un  libro de mi juventud. Y a esto nos invita el Señor desde su presencia eucarística y para esto se ha quedado tan cerca de nosotros.

31.  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración

Para ayudarnos en este camino de oración, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con Él y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque “¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle?” (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

       Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para eso, tenemos que unirnos a Él, como los sarmientos a la vid. Si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el fuego de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, primero tenermos que vaciarnos de todo lo nuestro.

       El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con S. Pablo: “Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos los cristianos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica NMI Por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios.

       Desde el momento en que renunciamos a la oración permanente, lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: “Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada” (Jn 15 1-5).

       Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a Él con toda la intensidad y unión, que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por Él. )De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la oración, de la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo, no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo, como verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

        ¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

       En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no por experiencia puramente externa de aparición corporal; sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne; sino hecho «llama de amor viva» y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma; y esto no se puede sufrir sin comunicarlo. Y entonces sí que quitaron los cerrojos y abrieron las puertas y predicaron abiertamente y perdieron el miedo a morir y todos, aunque eran de diversas lenguas, entendieron la lengua universal del amor.

       “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa nazaretana, nuestra Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con Él en el Calvario.

        Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne; sino de Espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta poder decir: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, “Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos los dice él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios los sabe” (2Cor 12,2-4).

       Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas. La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de experiencia y vivencia de Eucaristía. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

       Repito: la mayor pobreza de la iglesia, la más grave y destructora de vida cristiana es y será siempre la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...,” pero conocimiento vivencial, de Espíritu Santo a espíritu humano, o si quieres, comunicado e injertado en el alma por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de nuestro Dios Trino y Uno.

       El Sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización, de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,  invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras:  desde su presencia humilde y silenciosa en el Sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida –“El que me come vivirá por mí”,- desde su presencia testimonial en todos los Sagrarios de la tierra.

       Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, para llenarnos de Él mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la amistad transformante de vivir su misma vida. 

       Nuestro amor es <ego> y sólo Dios puede darnos el amor con que Él se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino; ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno...”; “el que me ama, vivirá por mí...”; “ Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él...” (1Jn 4,7-10).

       Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinitamente, sin límites, a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva, si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad,  pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre  mismo Dios. Y esto es así, aunque uno sea sacerdote, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura, porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

       Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo. Faltan padres, madres, profesionales cristianos y profetas, sacerdotes como Cristo que busquen primero la gloria de Dios y la santificación verdadera de los hermanos. Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes. El temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, hace que los profetas no hablen y silencien el mensaje de Dios: “La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

       El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte (cfr. Jn 2,13-17). Por eso, este cambio, esta conversión sólo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta y hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo.

       «La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que Él sea todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración debemos imitar a la Madre, que se vación de voluntad -pobreza radical-    propia para llenarse del Verbo de Dios por la potencia del Espíritu Santo. Sin vacío interior de criterios y voluntad propia,  no hay oración; pero ese vacío y esa plenitud sólo la puede hacer la acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que Él me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con Él. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mí  mismo, desde mi voluntad de poder, tanto más seré  yo mismo de Él y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu». (ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae, 2002, pag. 93-4)

        Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: en un primer momento dice:“¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...? He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás... te basta mi gracia…”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo. Sólo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi...” Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “Libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”  Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”. “No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”; “En lo que a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aun en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia. Y le echó en cara a Pedro su cobardía en Antioquía, porque  comía o no de ciertos alimentos según los que estuvieran presentes.

32. Breve itinerario de oración eucarística

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura; aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente. No olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan  igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios.

       La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerar la oración una más de las diversas formas de la piedad  cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

       La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a Él darás culto” (Mt. 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a Dios ha hecho que nuestra  fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente, por esos ratos de oración eucarística, cuando empiece a hacerse personal, a creer no por lo que otros me han dicho; sino por lo que yo voy descubriendo; y eso ya no habrá quien te lo quite.

       Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca, a las circunstancias de la oración o sus métodos, la sequedad de la misma, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre. 

       Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de  que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente, y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas. La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad  está en que no queremos convertirnos; y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo, al principio, por el mismo orante o por las personas que lo dirigen, para descubrir la razón de su sequedad y  distracciones y no ponerla sólo en los métodos y técnicas de la oración. Algunos cristianos, por desgracia, no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también en la lejanía de Dios e impiden la verdadera oración, que no lleva a la verdadera santidad y al  encuentro pleno y permanente con el Señor. 

       Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios; sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y poco elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal; pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas. Son acciones de un “sacerdocio  puramente técnico y profesional”, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque el sarmiento no está unido a la vid.

       La oración, desde el primer día, es amor a Dios: «Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Por eso, desde el primer metro o kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón.

       Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos,  lleguen las noches de fe, las terribles purificaciones de nuestra fe, esperanza y caridad, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas, lo exiges todo, danos la gracia de tener personas que no ayuden y nos orienten. En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión,  ni la misma liturgia ni  los evangelios  dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la duda <metódica> puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada, por qué seguir...? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura  imaginación, por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida  que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena, ¿qué me pasa? ¿qué está pasando dentro de mí?

       En estas etapas, que pueden durar meses y años,  el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas,  y va  entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

       La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que, a la vez que ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial. Ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinitamente, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en Él sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

       Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero. Así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia...  que se funda en la fe y nos vienen de la fe en Cristo”.

       San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias, nos dirá que la contemplación, la oración vivencial, la experiencia de Dios «es una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo es ésta contemplación infusa» (N II 5,1).

       Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando; es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinitamente, es que vive y está convencida de  que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida. No digamos si está en un seminario o en un noviciado ¡piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse...! ¡Qué sufrimientos de infierno y soledad! ¡Dios mío! pero ¿cómo hace sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

       Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y vivamos de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho. Renuncio a poco por Él, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él,  creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no soy capaz de renunciar a nada por Él, no creo nada ni le amo nada; aunque predique y diga todos los días misa. Sería bueno que nos preguntásemos a estas alturas:    ¿a qué cosas estoy renunciando por Él? Pues… eso es lo que le amo.

       San Juan de la Cruz llama a estas renuncias o purgaciones la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento, memoria y voluntad.

       «Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

       La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida» (S I 2,1).

       Cuando una persona lee por vez primera a San Juan de la Cruz, si  no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche...Y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan  tanta negación, tanta cruz, tanto vacío… ponen la carne de gallina; se encoge uno ante tanta negación; aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva, uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas  de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí. Vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

       Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: «De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dále a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de Él recibe».

       «Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en Él se ame como Él merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

       «Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Sí mismo, pues El en Sí siempre se es Él mismo; pero el alma de suyo perfecta y verdaderamente lo hace, dando todo lo que Él le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de  nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis” (Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”. “Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

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29. Orar es querer convertirse a Dios sobre todas las cosas. Para esto, la visita al Santísimo es el mejor ejercicio, en el mejor gimnasio

Y, si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es igual a convertirse, automáticamente orar es querer convertirse a Dios sobre todas las cosas, incluso sobre el propio yo y la propia vida, que deben morir para que vivamos en plenitud la vida de Dios. Trabajo le costó ya a Jesús: “Padre, si es posible pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Y por su muerte, el Padre nos llevó a todos con Él a la resurrección y a la nueva vida de gracia, de hijos perfectos en el Hijo.

Hay que sacrificar el propio yo, hay que adorar a Dios con amor extremo hasta dar la vida, tenemos que obedecer a Dios, que nos quiere totalmente para sí, que quiere que le amemos con todo el corazón, con todas las fuerzas, con todo nuestro ser. Para obedecer así, como Cristo hizo, con amor extremo, tenemos que morir a todo lo que nos impida amar totalmente a Dios, como lo primero y lo absoluto de nuestra vida.

Por eso, sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Ésta es la dificultad máxima para orar en cristiano, -prescindo de otras religiones,- y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la causa principal del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas. La Eucaristía es el mejor gimnasio para este ejercicio, porque es el mejor ambiente, el mejor ejemplo y el mejor modelo de amor y entrega a Dios y a los hombres, y, por eso mismo, Jesucristo, en el Sagrario, se convierte en el mejor entrenador para esta tabla de gimnasia diaria y permanente de amor a Dios y a los hombres, desde su presencia inmolada y sacrificada.

       Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita, nos pide y exige la conversión; aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos; porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”,dice San Juan, su esencia es amar y amarse en su serse acto eterno de amar y ser amado; “Dios es amor”, su esencia es amar; y, si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad; pero no, cuando San Juan no quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor. Su esencia es amar y no puede dejar de amar y amarse así, porque dejaría de existir. Así que está condenado a amarnos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos, porque si no dejaría de existir, dejaría de amarse.

       Y, como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar; pero el pecado nos ha herido y ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama y nos ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, Dios no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios. Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo, nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

       Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que no ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, tu me perteneces. Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad: “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

       Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución; pero que, cuando Dios quiso, la amó con predilección en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo ereptus», «habilis», «sapiens» «nehardentalensis», «cromaionensis», «australopithecus», que apareció, -dicen,- hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años..., total, dos millones de años más, poca cosa dos millones, que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al ir descubriéndola, parece como si fueran creándola, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

       La casualidad necesita elementos previos, sólo Dios es origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones y todo, por casualidad ¡Qué trabajo por no llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generoso e infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué trabajar y estudiar, para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin un principio causal? No sé para qué la gente trabaja y programa si todo, por los menos, los má complicado y complejo que existe, que es el hombre, existe por casualidad.

       A mí solo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Mi Dios Trino y Uno ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, ésta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde, la mayor pérdida que puede sufrir; si no la descubre por la revelación del mismo Dios. Y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad; sacramentos que se quedan y se celebran en el signo; pero que no llegan a lo significado; que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia; actividades y sacramentos, que en la forma de ser celebrados, miran más al apostolado transitorio que al transcendente, hasta el que todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 11,24).

       Porque da la sensación a veces de que Dios no está vivo ni debemos buscarle para amarle y darle gloria viva; sino como pura terminología. No se busca la gloria directa, la alabanza a Dios. Se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios. Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin principal y menos exclusivo de la evangelización, es lo que más preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma Eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

       Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fín, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y transcendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios» (San Ireneo).

        ¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente  resulte divertida. Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial!        Queridos amigos, éste es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, éste es el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios Trino y Uno. Esto es lo único que vale, que existe. Lo demás es como si no existiera. Él es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad, nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  Él es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”. A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6,26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con Él. De otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

       Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad, a sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo” (Jn 20,21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6,38-40).“El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51). Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo... (perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido) Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con Él eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. 

       Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: ni el  ojó vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu” (1Cor 2,7-10). ¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemos empezar a gustar en Jesucristo Eucaristía?

       Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser Tri-Unidad, Unidad de Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. Nuestro Dios es un Dios Trinitario, no es un Dios solitario, aislado, es Tri-unidad, es familia. Y el hombre es un capricho de Dios y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, y uno se siente amado por Dios, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno. Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en tres personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo. Bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta. Y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo”; la de San Juan de la Cruz, santa Teresa, santa Catalina de Siena, San Juan de Avila, Ignacio de Loyola, Teresita, Isabel de la Trinidad, Teresa de Calcuta... la de todos los santos de ayer y de hoy y de siempre.

       Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios, que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38,2).

       Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien; pero ¿qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando? Y le respondo: pues muy sencillo, trato de esto porque ésta es la única razón de la oración y de mi existencia y del cristianismo y de la Encarnación y de la Eucaristía. La oración no tiene otra  finalidad que la de hacernos amigos de Dios y llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, y el camino es la oración, que nos llena de Trinidad y de cielo: «Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado…, con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

       ¡Oh Dios te amo, te amo, te amo! ¡qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres! No podemos comprenderte, solo desde el amor podemos unirnos a Ti y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad, pero no por ideas o conocimientos; ino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor. ¡Qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...!

« JESÚS, TE AMO »

Jesús, te amo, ahora como siempre, como en mis años primeros, como en mi primera comunión, donde tan cerca te sentí como sacerdote y amigo, invitándome a seguirte, desde el corazón sacerdotal de mi madre Graciana, que estaba en el banco, a mi lado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, 29 de junio 1946; me siento feliz contigo, sin los fulgores de aquella juventud primera, pero con la entrega incondicional de una vida cargada de caricias y misterios, de ciencia teologal en mis últimos años de seminario, pero sobre todo, de sabor, de <sapientia>, de sabiduría teologal de aquellos <scholium> de los textos de Lercher y meditaciones de D. Eutimio, que aún conservo, y de vivencias eucarísticas, ante el Sagrario de mi seminario, acompañado por aquellos superiores santos y amigos verdaderos del seminario, escuela de perfección y santidad sacerdotal, que buen curso, hombres de oración y Eucaristía, sellada finalmente por la gracia y el carácter del sacramento sacerdotal. 

Te amo, Jesús, con todo mi corazón y con todas mis fuerzas; sabes que has llegado a ser ya el centro de toda mi vida, de todo mi ser y existir sacerdotal, la respiración de mi corazón, operado y rejuvenecido, caminando hacia los 78 años y 54 de ministerio sacerdotal, enamorado y felicísimo.

Te amo, Jesús, porque eres el Todo que apetezco y la única razón de mi ser y existir. Ya no sé vivir sin Ti, sin sentir los latidos de tu corazón sacerdotal, como Juan en la Última Cena, sobre todo, cuando haces presente tu vida, muerte y resurrección por medio de mi humanidad prestada, o en ratos de sagrario, apoyado en tu pecho; ya no sé vivir sin la vibración de tu Amor, Amor de Espíritu Santo, Beso y Abrazo de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el  que me siento besado y abrazado, centrado sólo y siempre por este Amor tuyo en la búsqueda de la gloria de mi Dios Trinidad, “in laudem gloriae ejus”, y la salvación de mis hermanos, los hombres, a los que tanto amo y quiero con tu mismo amor, el que me das en ratos de sagrario y eucaristía, que a veces tanto siento, sobre todo, por los que Tú me has dado, y  por los que viven alejados de Ti y de tu Iglesia.

Deseo y te pido entregarme a tu Iglesia santa con Amor sacerdotal y apostólico de Pentecostés, en nostalgia infinita de encuentro pleno y total, porque ya vivir mi vida es querer vivir tu misma vida “del Cordero degollado ante el trono de Dios... que quita los pecados del mundo” intercediendo siempre ante el Padre por la salvación del mundo, de mis hermanos, todos los hombres.

Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, la verdad es que es un privilegio haberte “conocido” en “ Eucaristía-Última Cena y en ratos de oración-Sagrario, estando y viviendo junto a Ti; tenerte tan cerca en el Sagrario-Cielo, tener mi tienda junto a la tuya, ser tu vecino y poder encontrarte siempre que quiera y te necesite.

Jesucristo Eucaristía y Sacerdote único del Altísimo, yo necesito tu cercanía penetrante, tu sonrisa insinuante, tu mirada amorosa, que me muestra los caminos, a veces duros y sufrientes, <<en soledad y llanto>>, de mi marcha hasta el encuentro definitivo contigo, cumpliendo tu voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, para vivir eternamente en la gloria del Padre.

Jesús, amigo del alma, Tú eres el centro de mi vivir, Tu eres la alegría de mi corazón enamorado, la plenitud del amor de mi pecho, de mi abrazo siempre anhelante  de reposar abrazado a Ti mediante la contemplación de tu alma sacerdotal ¡qué nostalgia de mi Dios todo el día, qué hambre de Ti, de tu rostro penetrado de infinitos resplandores, otras veces crucificado y coronado de las espinas por nuestras faltas de amor y correspondencia, por las ausencias  de amor del amigo, que no tiene ratos de amistad y oración personal y diálogo afectivo contigo, sino meramente ritual y oficialista, lo obligado, a veces en vida distante, paralela, seca, árida y sin cariño.

Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la luz del camino, de la verdad y de la vida. Quiero adorarte para cumplir la voluntad del Padre, como Tú, hasta dar la vida; quiero comulgarte para que vivas en mí tu misma vida, tu mismo amor, tus mismos sentimientos, tu misma entrega de amor total al Padre  por amor a los hombres.

Tú sabes, Jesús de mi Sagrario, cómo y cuánto te necesito, y cómo y cuánto te busco, y cómo y cuánto te echo de menos, y cómo y cuánto te llamo, ¡y cómo y cuánto te reclamo en las noches de terrible soledad y desolación, cuando no te encuentro, cuando te llamo y me siento solo y abandonado, sin Tí...en noches de Getsemaní!

Por eso, quiero amarte en amores de entrega, de renuncias, de deseos y sufrimientos, y en lágrimas también de amor por los que no te aman, no te buscan, por los que se han alejado del Padre, Origen y Proyecto de Amor, y al alejarse del Dios-Amor, se han alejado de la felicidad y del sentido de la vida que tú nos diste y se han quedado tristes: familias tristes, matrimonios tristes, hijos tristes, feligreses tristes, ya no hay vecinos y amigos…como en mis primeros años sacerdotales.

Tú eres mi todo, y en Ti y por Ti todas las cosas, para mí, tienen su fuerza, su sentido y su razón de ser. Buscar en Ti y en todos cuantos me encomendaste el hacer tu voluntad, que es la gloria del Padre y la salvación de los hombres; esta es la única exigencia de mi corazón sacerdotal, enamorado y consagrado, en entrega total e incondicional de amor, desde mi juventud sacerdotal a los 23 años, hasta el momento presente, 77, con 54 años de sacerdocio, todo en historia de amor, con pecados y fallos, pero siempre superados por tu amor, levantándome siempre con tu ayuda y esforzándome por hacer todo lo que Tú me pedías y me pides, cayendo, levantándome, siempre levantándome con tu gracia y por tu amor.

Mi existir, mi vivir, mi callar, mi sufrir, mi luchar, mi esperar y aun mi morir, es sólo amor sacerdotal al Jesús que viene lleno de amor y salvación en la consagración de mis misas, presencia permanente de tu eterna y única misa, única eucaristía, de mi entrega sacrificial y victimal permanente y renovada en Ti y por Ti y contigo, único sacerdote y víctima agradable al Padre. 

Y porque te amo y quiero amarte, estoy dispuesto, con tu ayuda, a seguirte siempre, y aun a esperarte, en ratos de cielo de Sagrario o de soledades y sufrimientos de Getsemaní, si así me lo pidieras y realizaras en noches oscuras de fe y amor de mi alma, por una mayor purificación de mis defectos y pecados y por la salvación de mis hermanos, los hombres, especialmente de los que me has encomendado en mi parroquia y diócesis. Yo quiero ser totalmente tuyo y permanecer unido a Ti, único Sacerdote de Altísimo, en la tierra y en el cielo, implorando contigo la misericordia divina para este mundo nuestro que se ha alejado tanto del Padre, para mi amada Diócesis de Plasencia, su obispo, sus sacerdotes, especialmente los más abandonados o desconsolados, y por mi amadísima parroquia de san Pedro y Cristo de las Batallas.

Desde el seminario, comprendí claramente lo que me pedías: que mi vida sólo tenía sentido prestándote mi humanidad para que Tú siguieras cumpliendo el mandato del Padre, encarnándote en la humanidad de otros hombres, los sacerdotes, para salvar a todos tus hermanos, los hombres, y llenarnos con la plenitud de tu vida trinitaria.

Me gusta y quiero terminar la vocación de mi peregrinar sacerdotal, agotado por una vida cargada de trabajos y entregada a la salvación del mundo para la gloria de la Santísima Trinidad, entre días claros y noches obscuras de fe, esperanza y amor, junto a Ti, vividos en etapas prolongadas de Tabor, de resplandores de Gloria, y también de noches y días desoladores de Getsemaní, y también, como la tuya, en momentos y años juveniles, a veces sufrientes y cargados de envidias, incomprensiones y desprecios.

Por eso, desde lo más profundo de mi ser, en lo más hondo de mi alma,  a veces en largas noches de obscuridades de sentido y espíritu, a veces en  nostalgias irresistibles de encuentro definitivo contigo, <<que muero porque no muero…>> solo ansío y necesito para ser feliz estar contigo, donde Tú quieras, como Tú quieras, pero siempre contigo; Jesús Eucaristía, siempre contigo; vivir junto a Ti, teniendo mi tienda junto a la tuya, siendo tu vecino.

Te amo, Jesús Eucaristía, siempre ofreciendo tu vida y tu muerte y resurrección al Padre en oración y oblación perenne, en eucaristía perfecta de petición y acción de gracias por tus hermanos, los hombres. Me gusta escucharte, recibirte, entrar dentro de tu pecho dolorido, como Juan, y saber que estás herido en amor, de tanto amarnos y amarme.

He visto que nos buscas a todos, jadeante, por todos los caminos de la vida, especialmente a tus sacerdotes ¡cómo nos amas! y que nos quieres confidentes, descansando en tu alma siempre amante, y penetrando agudamente en nosotros en <<música callada>>, sin sonidos externos, diciéndonos infinitas cosas sin palabras, con solo tu presencia eucarística, en silencio penetrante, con solo mirarte.

Y así explicas a las almas, en ratos de sagrario, tus divinos secretos. Y así has conseguido en tu parroquia de san Pedro, descubrir tu rostro y hermosura, tu Tesoro eucarístico, a muchas almas, que han corrido a vender todas sus posesiones de defectos y pecados para comprarte a Ti solo, divino Tesoro: <<quedéme y olvídeme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado…>>  <<qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este  vivo pan por darnos vida, aunque es de noche… Aquí se está llamando a las criaturas, y de este pan de hartan aunque a oscuras, porque es de noche…>>.

Almas verdaderamente santas, que no serán canonizadas, pero que Tú las tienes rendidas a tus plantas. Es uno de mis mayores gozos sacerdotales, haber conducido hasta Ti almas místicas, que te sienten y está enamoradas de Ti. Han aprendido y aceptado venderlo todo para comprarte a Ti en amor total, purificarse de todo, vaciarse de todo, para llenarse solo de Ti, del Todo, que eres Tú, nuestro Dios y Señor, uniéndose a ti y sacrificando o viviendo tu misa, tu sacrificio, en ofertorio y consagración verdadera, convertidas en tu Cuerpo como el pan y el vino consagrados, y todo a veces en fe oscura de Calvario, en largas noches de sufrimientos, humillaciones, obscuridades, en la nada de afecto y reconocimiento, olvidado y abandonado por los suyos como Tú en la cruz, sintiendo solo la compañía del respirar doloroso y angustiado de nuestra Madre, María, siempre junto a sus hijos, sin abandonarlos, en pasión prolongada y muerte total del yo, en entrega total a los hermanos, sin reconocimiento y amor, sin testigos, entre incomprensiones, olvidos, envidias... lanzándose al abismo del vacío de todo lo humano, en inmolación total, para llegar a la resurrección contigo en eucaristías de muerte y resurrección contigo, a la vida nueva de amor verdadero y total a Dios, y por Dios, de amor verdadero a los hermanos en Ti, por Ti y como Tu. Otras veces, en el esplendor y gozo del Tabor, que pasadas las pruebas necesarias de purificación y transformación en tu Luz de gracia y Tabor, luego ya se prolongan sin fin.

He tenido el gozo de conocer almas verdaderamente santas que no serán canonizadas en la tierra, pero que ya lo están por la Santísima Trinidad en el templo de su Gloria.

Y todo esto conseguido principalmente por el camino de la oración contemplativa, silenciosa, de eucaristías con la cabeza reclinada en tu pecho ¡Todo se lo deben a la oración, a la oración personal o encuentro personal contigo, especialmente en la Eucaristía, en la misa y en ratos de Sagrario. Porque sin esta mirada o diálogo personal contigo, Sacerdote Único, todo creyente, incluso yo, sacerdote, ya lo expliqué largamente en uno de mis libros, sin diálogo personal contigo mientras celebro o participo en la misa, soy un profesional de lo sagrado; la misa es puro rito, sin encontrarte a Ti, ni sentir tu amor extremo sacerdotal y victimal; sin diálogo contigo, sin oración personal, sin deseos de victimarse contigo y sacrificar la carne de pecado contigo, no hay encuentro personal con Cristo ni en la misa, ni en el Sagrario ni en la liturgia ni en los hermanos ni en apostolado ni en nada… Yo, Señor, soy un torpe e inculto, porque no te encuentro en el apostolado si no te llevo conmigo, si antes no te he encontrado en la oración, sobre todo ante el Sagrario. Es que no sé darte a los demás si primero no te he encontrado. Y eres Tú, encontrado en amor, el que me empujas, me llevas con tu amor a los demás. Porque eso lo digo claro y alto para que todos me entiendan; el Sagrario no es un trasto más de la Iglesia, aunque se le pongan muchas flores y adornos; el Sagrario es una persona, eres Tú, Cristo en persona, esperándonos en diálogo de amor y amistad ¡Todo se lo debo al Sagrario en oración personal y conversión permanentes!

Tú, Cristo del Sagrario, Jesús del alma, quiero que seas el único Dios de mi vida, ¡Abajo todos los ídolos! mi yo a quien tanto quiero y doy culto todos los días idolátricamente ¡qué cariño y amores me tengo! hasta tres horas después de mi muerte no estaré convencido de que haya muerto mi yo, qué cariño nos tenemos, qué cuidados y ternura  nos damos, cómo nos buscamos de la mañana a la noche, en todo, hasta en la cosas sagradas, y muchos, aunque sean cardenales, obispos, sacerdotes y estén consagrados a Ti, no se dan cuenta, o si se dan cuenta, qué poco luchamos para matar el yo y que sea Cristo el que habite en nosotros y a quien prestemos nuestra humanidad, corazón, sentidos; matar este yo, ni sé ni puedo, solo el fuego de Amor del Espíritu Santo puede descubrirlo y quemarlo… solo el Espíritu Santo, la llama encendida del Amor divino puede  quemarlo todo y quemarme de amor a Ti: << ¡oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres de mi alma en su más profundo centro… rompe la tela de este dulce encuentro>>.

Quiero que Tú seas el único Dios y Señor de mi vida, dulce Dueño mío, que me inundas, me habitas y me posees totalmente ya, vaciándome de todo lo mío: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada e él”; matado mi yo por  las purificaciones del alma llevadas a cabo por tu Amor al Padre y a nosotros, Espíritu Santo, en luz y fulgores que, a la vez que iluminan, queman y limpian y purifican, cual volcán en llamaradas eternas de resplandores de misterios y de saberes y sabores infinitos que no pueden expresarse en palabras, sólo en sueños de amor: << quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme mi cuidado, entre las azucenas olvidado...>> ¡Gemidos de eternidad, de amores encendidos, <<Descubre tu presencia, y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura…>> <<oh llama de amor viva… rompe la tela de este dulce encuentro…>> encuentro eterno de cielo empezado ya en la tierra, que <<barrunto>> escucho sin palabras, en silencio de oración, en <<música callada…>>

Y estando en tu presencia eucarística, <estate, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte>, ¡cuánto he aprendido en nada de tiempo y de estudio ni de  teología, y sin libros ni reuniones “pastorales”, cuánto he comprendido y penetrado, más que en todos mis estudios y títulos universitarios! ¡Cuánta belleza y hermosura de esencia de Amor de mi Dios Trino y Uno he descubierto y gozado en el pan Eucarístico, en Jesucristo Eucaristía en ratos de Sagrario en silencio de todo! Qué claro y gozoso he visto que Tú, Padre, Abba-Papá bueno de cielo y tierra, Principio de todo, qué claro he visto y gozado que Tú has soñado conmigo: si existo, es que me has amado y soñado desde toda la eternidad y con un beso de amor de Padre me has dado la existencia en al amor de mis padres. “Abba”, Papá bueno del cielo y tierra, te doy gracias porque me creaste:.

Me has revelado, he comprendido que si existo, es que me has preferido a millones y millones de seres que no existirán y me has señalado con tu dedo,  creador de vida y felicidad eterna. Yo soy más guapo para ti y tienes deseos de abrazarme eternamente como hijo en el Hijo, con tu mismo Amor de Espíritu Santo.

Si existo, soy un cheque firmado y avalado por la sangre del Hijo muerto y resucitado por la potencia de Amor del Santo Espíritu; y he sido elegido  por creación y redención para vivir eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno. Y me besarás eternamente en el mismo beso infinito de amor a tu Hijo, sacerdote único del Altísimo, con el cual me identificaste y consagraste por Amor de Espíritu Santo. Soy eternamente sacerdote en tu Hijo Jesucristo, Único y eterno Sacerdote.

Padre bueno de cielo y tierra, te pido que venga a nosotros tu reino de Santidad, Verdad y Amor;  que se haga tu voluntad de salvación universal de todos los hombres; que cumplamos tu deseo revelado en tu Palabra hecha carne: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”;  danos muchos y santos predicadores de tu reino  que prolonguen la misión que confiaste a tu Hijo Encarnado, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta.

       Jesucristo Eucaristía, muchas veces no correspondido en amor y amistad por nosotros, incluso sacerdotes; Tú eres amor apasionado y extremo, en presencia humilde y callada de Sagrario, pidiendo  el amor de tus criaturas. Si de esta forma tan extrema y humillante nos pides amor, Cristo amado, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te pregunto:¿Por qué nos buscas así, humillándote tanto? ¿Es que no puedes ser feliz sin el amor de tus criaturas? ¿Es que necesitas mi amor? Me estás demostrando claramente  que sí… y Tú eres Dios y no quieres ser feliz sin tus criaturas y por eso te has rebajado y humillado tanto, hasta dar la vida, hasta clavarte en la cruz, hasta quedarte hasta el final de los tiempos en todos los sagrarios de la tierra sabiendo que muchos no te buscarían ni te agradecerían tu amor eucarístico hasta el extremo de tu amor y de los tiempos… y todo y tanto por mi, por nosotros... ¡Dios infinito, no te comprendo! No comprendo que no quieras ser feliz sin mí, un cielo eterno sin mí, sin tus criaturas creadas para un amor y amistad y abrazo de felicidad eterna en abrazo trinitario del Padre, por el Hijo con amor de Espíritu Santo… No lo entiendo. No entiendo que siendo Dios y teniéndolo todo, necesites de tus criaturas para cumplir tus deseos de felicidad eterna y por ellas hayas venido en su busca y hayas sufrido y muerto por todos los hombres para que tengamos felicidad eterna contigo.

¡Cristo Eucaristía, eres presencia de Dios permanente incompresible e incomprendida por tu exceso de amor, por tu amor extremo hasta dar la vida por mí, por todos, siendo Dios y haciéndote hombre para poder sufrir y morir… ¡Cristo bendito, que no te comprendo! ¡O es que nos amas como si fuéramos seres divinos, porque nos has soñado el Padre para ser divinos en Ti y por Ti, verdaderos hijos del mismo Padre con su mismo amor de Espíritu santo! Pues así es: el Padre nos ha soñado como hijos eternos y divinizados en el Hijo que vino a decírnoslo y realizarlo mediante su Encarnación, Muerte y Resurreción-Transformación en eternidades de Luz Divina, siempre con Amor de los Tres, Amor de Espíritu Santo.

Señor Jesucristo, Sacerdote y Único Salvador de los hombres, que todos los hombres se salven y lleguen por tu vida de gracia a la gloria y alabanza eterna de la Trinidad, participación en la tierra de la vida divina, a la plenitud divina para la que nos has soñado; yo, como sacerdote, a este proyecto quiero dedicar mi vida y todo mi ser y existir; yo solo creo, espero y amo y adoro a mi Dios Trino y Uno: “Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí, para establecerme en Vos, tranquilo y sereno como si mi lama ya estuviese en la Eternidad”.

Y a veces la deseo tanto, tanto, que quiero olvidarme de mi y todo lo creado “para establecerme en Vos, tranquilo y sereno, como si mi alma ya estuviese en la eternidad; Cristo Jesús, yo como san Pablo, pero de verdad, Tú lo sabes y me oyes decirlo muchas veces: añoro, deseo el encuentro total y eterno contigo, tu abrazo de Dios y hombre sacerdote y amigo, te lo dije cuando me operaron de corazón, que perdiste una ocasión estupenda.

Señor, haz que al menos nosotros, tus sacerdotes, que tenemos que predicar, convencer y llevar hasta Ti a nuestros hermanos, los hombres, haz que reparemos con nuestra presencia de amor y de oración diaria y prolongada los olvidos de aquellos que no te miran, que no pasan ratos de amor junto a ti, que predican de ti sin haber hablado contigo en el Sagrario, sólo con el conocimiento frío de la ciencia teológica. Todos los días, en nuestra parroquia, ante la Custodia Santa, antes de Laudes, rezamos por la santidad de los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas, por nuestro seminario y sus vocaciones.

Jesucristo, Eucaristía divina, Templo, Sagrario, Morada y Misterio de mi Dios Trino y Uno ¡Tú me amas...yo te amo...! Quisiera en ratos de amor apagar los gemidos de tu corazón herido y tu alma lacerada. ¡Me hiciste  confidente de tus misterios de amor, especialmente para tus escogidos, tus sacerdotes, contándome cuanto encierras en peticiones de gracias y cariño para los tuyos! Ya lo he proclamado en todos mis libros y predicaciones. Y he tenido que sufrir por ello ¡Cuánto supe en un instante junto a Ti! ¡Supe también allí, cuánto amas y deseas la compañía y la amistad personal de tus sacerdotes y seminaristas y almas consagradas. Me diste en la parroquia el consuelo de  almas enamoradas, limpias y entregadas por tus sacerdotes, por tu seminario, por las vocaciones.

          Sacerdote, seminarista de Cristo, alma Consagrada, cualquiera que seas, llena tu vocación y tu vida de amor a Cristo Sacerdote y Eucaristía perfecta de sacrificio, alabanza y adoración al Padre. Escucha sus palabras, sus anhelos, sus locuras de amor al mundo y a los hombres en ratos de Sagrario; principalmente en ratos de oración-conversión-amor a Dios sobre todas las cosas; y trata de darle a los demás por los medios que Él mismo te descubra, Querer amar a Dios es buscarle en la oración que te lleva a la conversión de toda tu vida al amor del Padre por Jesús Eucaristía. Estas tres palabras significan lo mismo y siempre están unidas, si son verdaderas: oración, conversión y amor a Dios sobre todas las cosas.

¡Sacerdote de Cristo, bautizados y consagrados en Cristo y a Cristo, queridos hermanos todos, amados y soñados por el Padre Dios para una eternidad de gozo en Él, llena tu vocación y tu vida del vivir de Dios, de su gracia y de su amor y dalo a las almas, dedica tu vida a darlo a los hombres que son eternidades, eternidades, eternidades creadas por nuestro Dios Trinidad para fundirlas para siempre, para siempre, para siempre, eternamente, en el Abrazo de Amor de nuestro Dios Trino y Uno,  entre fulgores y resplandores eternos del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, Espíritu Santo, Beso de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, con María, presencia maternal de Dios Padre en la tierra para con su Hijo, Único Sacerdote y Salvador de los hombres, y para con sus hijos sacerdotes, otros Cristos, consagrados, en el día de su Ordenación, con el mismo Amor de Espíritu Santo, como encarnaciones o prolongaciones y humanidades prestadas al Hijo del Eterno Padre, para que el Único Sacerdote continúe el misterio de salvación confiado por el Padre, junto a María, en vida y muerte, hasta el final de los tiempos y en vida eterna: ¡Semper vivens in Trinitate, cum Maria, in vitam aeternam! ¡Siempre viviendo en Trinidad, con María, hasta la vida eterna.

¡Señor Jesucristo, Único Sacerdote del Altísimo, danos muchos y santos sacerdotes semejantes a Tí!

¡Hermanos: “Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies!”.

       ¡María, hermosa nazarena, Virgen bella, Madre sacerdotal, danos muchos y santos sacerdotes como tu Hijo, Eterno y Único sacerdote del Altísimo.

Santidad Cristocéntria del Sacerdote

Mons. Juan Esquerda Bifet

Director espiritual del Seminario de Roma

Introducción: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

El título de nuestra reflexión (“santidad cristocéntrica del sacerdote”) nos sitúa en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos “santidad”, nos referimos al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia: “He sido glorificado en ellos... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 1 7, 10.17.19). La dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad cristiana y sacerdotal.

Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, seria una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es posible. (“Imitamini quod tractatis” (imitad lo que hacéis), es la expresión que ahora se encuentra en el texto de la alocución de la ordenación presbiteral cuando el obispo explica “la función de santificar en nombre de Cristo”. Según Santo Tomás de Aquino, “la Ordenación sagrada presupone la santidad” (cfr. II-II, q. 1 89, a. 1, ad 3), para poder servir dignamente al cuerpo eucarístico y al cuerpo místico de Cristo (cfr. SupI. q.36, a.2, ad 1) y para guiar a otros por el camino de a santidad).

La “santidad” hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el “tres veces Santo” (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la expresión personal del Padre (cfr. Jn 1 4,9). Los cristianos estamos llamados a ser “expresión” de Cristo, “hi¡os en el Hijo” (Ef 1 ,5; cfr. GS 22).

Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene sentido “relacional”, de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por excelencia es el Santo. Somos “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1). El sacerdote ministro es “hombre de Dios” (lTim 6,11).

La “santidad” del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente, puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y espirituales. Por el “carácter” o gracia permanente del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en la Iglesia y en el mundo, y, en consecuencia, estamos llamados a vivir en sintonía con las mismas vivencias de Cristo.

Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, Dues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos. (El “carácter” sacerdotal del sacramento del Orden exige santidad, por el hecho de poder obrar en nombre de Cristo; la gracia sacramental comunica la posibilidad de ser santos, es decir, de ser coherentes con lo que somos y hacemos).

Decidirse a ser “santos” no significa más que comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a “mantener la mirada fija en Cristo” (Carta del Jueves Santo 2004, n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. “La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales” (PDV 1 2). Esta santidad es posible.

1. Llamados a ser transparencia de la vida y de las vivencias de Cristo Buen Pastor

La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio “nombre”, para poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo. (Son los títulos bíblicos que usa y explico PO nn. 1-3 y PDV cap.II (ver nn.20- 22).

       Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y misión evangelizadora.

       La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).

       Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el “encuentro” y la “misión”. Nos ha llamado para “estar con él” y para enviarnos a “predicar” (Mc 3,1 4-1 5).

       Si se quiere hablar de la “identidad” o de la propia razón de ser, ello equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que somos y hacemos: “Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su “identidad”, no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías, sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar: “Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis” (in 1 ,23.26).

       Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo cuando se afrontan desde un “conocimiento de Cristo vivido personalmente” (VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones es- tériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo profundamente amada y vivida: “Si alguno me ama... yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21).

       Desde esta perspectiva vivencia1, que no excluye, sino que necesita el apoyo de la reflexión teológica sistemática, la palabra “santidad” pasa a ser una realidad de gracia que forma pcirte del proceso de configuración con Cristo. Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión. (Un brahmán convertido (que después fue sacerdote y misionero), me describía su conversión recordando su experiencia de encuentro con Cristo. Visitando la capilla del hospital, donde él era director, se encontró ante lo imagen del cruciFiio y oyó en su corazón: “Me amó”. Enseguida sacó esta consecuencia: “Si él me ama, yo le quiero amor y hacerle amar”...).

       La decisión de ser “santos” es la respuesta a la declaración de amor por parte de Cristo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 1 5,9). Para discernir si uno avanza decididamente por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 1 5,9), no anteponer nada a Cristo. (Cfr. S. Benito, Regla, 4,31; 72, 11).

       Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo (que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la vivencia de sus ministerios, como expresión de su “caridad pastoral”, es decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido, el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva: “Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo” (PO 1 3).

       Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle, prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo, lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues, de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo), diaconal (servir a Cristo en los hermanos).

El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la santidad sacerdotal, como algo específico. Es la “Vida Apostólica”, es decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica. (Pastores dabo vobis indica la “Vida Apostólica” como punto de referencia de 1o santidad sacerdotal, siempre como imitación de la vida del Buen Pastor y según el estilo de los Apóstoles (cfr. PDV 15-16, 42, 60, etc.). Explico estos contenidos y ofrezco bibliografía, en: Signos del Ruen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002) cap. V (ser signo transparente del Buen Pastor). Trod. en italiano (Spiritualitá sacerdotale...) e inglés (Priestly Spiritualiiy...): Pontificia Universidad Urbaniana, Roma. Resumen en francés: Signe du Bon Pasteur. Spiritualité sacerdotale missionnaire (Rome, Pont. Univ. Urbaniana, 1994).

La “Vida Apostólica” o “Apostolica vivendi forma”, que resume el estilo de vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt 1 9,27), la fraternidad o vida comunitana (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,1 9-20). (Las líneas de esta Vida Apostólica, eminentemente evangélica, se podrían resumir en las siguientes: 1: Elección, vocación, por iniciotiva de Cristo (cfr. Mt 10,lss; Lc 6, 1 2ss; Mc 3,1 3ss; Jn 13,18; 15,1 4ss). 2: “Sequela Christi” o seguimiento evangélico (cfr. Mt 4,l9ss; 19, 21-27; Mc 10,35ss); 3: Caridad del Buen Pastor (dr. Jn 10; Hech 20,l7ss; lPe 5,lss), 4: Misión de totalidad y de universalismo (cfr. Mt 28,1 8ss; Mc 16,1 5ss; Hech 1 ,8; in 20,21; PO 10). Comunión fraterna (cfr. Lc 10,1; Jn 13,34.35; 17,21-23). ó: Eucaristía, centro e fuente de la evangelización (cfr. Lc 22,19-20; iCor 1 1,23ss; Jn 6,35ss). 7: Sintonía con la oración sacerdotal de Cristo (cfr. Jn 17; Mt 11 ,25ss; Lc 10,21 ss). Al servicio de la Iglesia esposa (cfr. 2Cor 11,2; Ef 5,25-27; Jn 17,23; 1Tim 4,14: “gracia” permanente). Con María, “la Madre de Jesús” (cfr. Jn 19,25-27; Hech 1,14; Gal 4,4-19).

El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el amor de Cristo, a ejemplo de 5. Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: “El amor de Cristo me apremia” (2Cor 5,14).

El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo, “el Hijo de Dios” (Hech 9,20), “el Salvador” (Tit 1 ,3), quien “fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” (Rom 4,25). Cristo “vive” (Hech 25,1 9) y habita en el creyente (cfr. Fil 1 ,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como “cuerpo” o expresión de Cristo (cfr. 1 Cor 1 2,26-27), “esposa” o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11 ,2) y “madre” fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).

Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: “Lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 1 9,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el “seguimiento” como encuentro y amistad. La “soledad llena de Dios” (de que hablaba Pablo VI en la enc. Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el redes- cubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: “No tengas miedo ... porque yo estoy contigo” (Hech 18,910). (Habría reflexionar sobre la realidad virginidad de María y de José, que les permitió descubrir en Cristo una predilección singular hacia ellos, abierta siempre a toda la humanidad y a cada ser humano en particular, de modo irrepetible. La vida sacerdotal centrada en Cristo, se resume en la imitación de su mirada hacia los hermanos, descubriendo en ellos una historia de amor esponsal y eterno. Todos ocupamos un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo).

Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto hombre. Si el misterio del hombre sólo se des- cifra en el misterio Cristo, cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: “En realidad, el misterio del hombre s6lo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la luz de la Encarnaci6n, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas vivencias de Cristo, que amó a “ios suyos” (Jn 1 3,1) y los presentó cariñosamente ante el Padre: “los que tú me has dado” (Jn 1 7,2ss), “los has amado como a mí” (Jn 17,23).

La llamada apostólica (“venid”, “sígueme”) trae consigo relación, imitación y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud relacional comprometida, que llamamos “santidad” (como trasunto de la caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa el sentimiento de ausencia: “Estaré con vosotros” (Mt 28,20). El decreto Presbyterorm Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y de gozo pascual: “Los presbíteros nunca están solos en su trabajo” (PO 22). (Puede aplicarse a todo apóstol y especialmente a todo sacerdote, esta afirmación de la encíclica misionera de Juan Pablo II: “Precisamente porque es « enviado », el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre” (RMi 88).

La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión eucarística. “Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía” (Carta del Jueves Santo, 2004, n.2).

Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, ve en cada uno de nosotros un “Jesús viviente” (según la expresión de 5. Juan Eudes), es decir con palabras del concilio, “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote” PO 1 2), que quieren vivir “en comunión de vida” con ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 1 30). Necesitamos vivir nuestra dimensión sacerdotal cristológica “en J1i escuela de María Santísima” (Carta del Jueves Santo, 2004, n.7). (Encuentro Internacional. Sobre la espiritualidad sacerdotal mariana, he resumido contenidos y bibliografía en: María en la espiritualidad sacedotal: Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid, Paulinas 1988, 1799-1804. (Sacerdoti) Maria ne¡la spiritualitó sacerdotale: Nuovo Dizionario di Mariologia, Paoline 1 985, 1 237- 1242. Ver también: G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II: ComposteNanum 33 (1988) 205-224.).

La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal, sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25). “Para todo misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia” (RMi 89).

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo

Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del “ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios” (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, “la perspectiva en la que debe situarse el camino patoral es el de la santidad!” (NMi 30). La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamente en dimensión eclesiológica.

En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo afirma el concilio Vaticano II: “Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 1 2).

Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el amor, que hace posible llegar a ser “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). Entonces, se construye la Iglesia como “misterio”, es decir, como pueblo “congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4). Es misterio de comunión misionera. “La santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo” (NMi 7)

La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.

Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial eucarística: “Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre” (Mt 26,26.28). En este momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión (diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1 Cor 11 ,24). Es la tarea de anunciar, celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de Cristo a los sacerdotes pone “el cuño eucarístico en su misión” (Carta del Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos. ( In persona Christi quiere decir más que «en nombre», o también, «en vez» de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote” (enc. Ecclesia de Eucharistia n.29).

La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de “completar” a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1 ,24), y de preocuparse “por todas las Iglesias” (2Cor 11 ,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1 ,3), para ser “gloria” o expresión suya por una vida santa (Ef 1 ,4-9), comprometida en la misión de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1 ,1 0) y marcada con “el sello del Espíritu” (Ef 1 ,1 3). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-1 1), por participar en el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, “hasta que vuelva” (cfr. 1 Cor 11 ,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal 4,1 9). (Cfr. F. PÁSTOR RÁMOS, Pablo, un seducido por Cristo (Estella, Verbo Divino,  993). El tema paulino es profundo y ejemplar en su encuentro sacerdotal con Cristo.)

El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,25-27).

Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y ‘‘madre”, es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia “ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo” (PO 6).

Si se anuncia la Palabra, es para llamar a un actitud de escucha, de conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la caridad. Por esta predicación, se tiende a “invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad” (PO 4).

La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su vida una oblación en unión con Cristo: “De esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El” (PO 5).

La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene el objetivo de “que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó” (PO 6).

En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de valores y actitudes, en vistas a relacionar- se con Cristo, imitarle y transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora: “jHijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gal 4,1 9); “celoso estoy de vosotros con el celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Cor 11 ,2).

Nuestro ministerio consiste en ser “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote” (PO 1 2). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el itinerario de santificación:

existe una llamada universal de la Iglesia a la santidad (LG 39- 42), que consiste en la “perfección de la caridad”, y que se realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap.VI, nn.39-42). Así, pues, “todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40).

El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. “El bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu” (NMi 31). El compromiso fundamental de quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por “el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)” (NMi 31).

La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión y de misión.

El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En su primera carta del Jueves Santo (1 979), Juan Pablo II invita a inspirarse en las figuras sacerdotales de la historia: “Esforzaos en ser los maestros de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Avila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo”. (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de 1979, n. 6. Sería necesario empaparse de los escritos sacerdotales de todo la historia, especialmente de época patrística: San Ignacio de Antioquía (“Cartas), San Juan Crisótomo (“Libro sobre el sacerdocio”), San Ambrosio (“De Officiis ministrorum”), San Gregorio Magno (“Regula Postoralis”), Son Isidoro de Sevilla (“De ecciesiasticis officiis”); en época de Trento: San Juan de Avila (“Pláticas a sacerdotes”, “Tratado sobre el sacerdocio”), San Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, etc. Ver figuras y escritos de cada época histórica, en: Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap.IX (síntesis histórico); Signos del Buen Pastor, o.c., cap.X (síntesis y evolución histórica) (trad. italiano, inglés).

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

La santidad constituye el “fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio” (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.

En una sociedad “icónica”, que pide signos, se necesita construir una Iglesia que transparente las bienaventuranzas como “autorretrato de Cristo” (VS 1 6). Efectivamente, “el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión” (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a la fe cristiana, manifiestan “el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido” (RMi 47).

Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del Buen Pastor. San Pablo se consideraba “olor de Cristo” (2 Cor, 2,15). El Señor nos describe como su “expresión” o su “gloria”: “He sido glorificado en ellos” (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser “prolongación visible y signo sacramental de Cristo” Sacerdote y Buen Pastor (PDV 1 6). (La expresión “signo” se repite con frecuencia en PDV (cfr. nn.12, 15-16, 22, 42-43, 49). Tiene la connotación de “socramentolidad”, en el contexto de Iglesia “sacramento”: signo transparente y portador. Indica la transparencia que refleja el propio ser y vivencia, y que se convierte en instrumento eficaz “La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 1 7- 1 8), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (RMi 24) de santificación y de evangelización).

No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica (transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y repetidamente en sus discursos: “Nosotros somos testigos” (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que se convierte en su transparencia.

El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi 91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (lJn 1,3). El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir a los emas a propia experiencia de Jesús. (“La misión de la Iglesia, al gual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (dr. Hech 1, 8; 2, 1 7-1 8), infundiéndoles una serena audacia que les impulso a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima “(RMi 24).

El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y como signos santificadores.

Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversos latitudes y culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia). El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto “un tesoro escondido”, como es la “mística” de la propia espiritualidad sacerdotal específica.  (Son todavía pocos los que se ordenan sacerdotes habiendo estudiado (o le- ¡do) estos documentos. Es necesario hacer una relectura de Presbyterorum Ordinis, en relación con Pastores dabo vobis y otros documentos (las Cartas del Jueves Santo, el Directorio, etc.). Entonces se descubre el propio ser como participación en el ser o consagración de Cristo (PO 1-3; PDV cap.II; Directorio cap.I), para prolongar su misma misión (PO 4-6; PDV cap.ll, Directorio cap.ll), en comu nión de Iglesia (concretada también en el propio Presbiterio: PO 7-9; PDV 31, 74; Directorio 25-28), que exige y hace posible la santidad sacerdotal como “caridad pastoral” (PO 12-14; PDV cap.III; Directorio 43-56), concretada en las virtudes del Buen Pastor (PO 15-17; PDV 27-30; Directorio 57-67), sin olvidar los medios concretos y la formación permanente (PO 18-21; PDV cap.VI; Directorio cap.III). Hay que añadir ia exhortación apostólica Pastores Gregis (2003), así como el Directorio (2004) para el ministerio pastoral de los Obispos).

Juan Pablo II pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98). (Presento las motivaciones y posibilidades de este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio: Sacrum Ministerium 1(1995)175-186. Ver también: J.T. SÁNCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización, en: (Pontificia Comisión para Ámérica Latina), Evangelizadores, Obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, laicos (Lib. Edit. Vaticana 1996) 101-1 10. Una buena base para un proyecto de vida en el Presbiterio: Proposta di vita spirituale per i presbiteri diocesani (Bologna, EDB, 2003).

Cuando el Papa nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad, nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio inseparable: “La consagración es para la misión” (PDV 24).

Se podría hablar del “carisma” apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II, concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer momento de su pontificado, cuando dijo: “Abrid las puertas a Cristo”. Sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes, ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo. (Estudié y resumí los documentos del Papa, bajo esta perspectiva, en: El carisma misionero de Juan Pablo II: De la experiencia de encuentro con Cristo o la misión: Osservatore Romano (esp.), 17.7.2001, pp.8-1 1. También en: Juan Pablo II, el carisma del encuentro con Cristo para la Misión: Omnis Terra n.321 (2002) 234-248; Jean Paul II: le charisme de la rencontre avec le Christ pour la mission: Omnis Terra (fr.) n.383 (2002)234-248; John Paul II, the Charisma of the encounter with Christ for Mission: Omnis Terra (Ing.) n.328 (2002) 233-247.)

Las cartas del Jueves Santo (desde 1 979 hasta 2004) son una herencia apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide “Pastores según su Corazón”(Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004, n.7).

Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodaies continentales son una llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral “inculturalizada”, en las circunstancias históricas y geográficas. A esta tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones Postsinodales. (“Hoy son decisivos los signos de la santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Este es uno de los retos más grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio” (Ecciesia in Europa 491. “Fruto de la conversión realizada por el Evangelio es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de su fidelidad a Cristo” (ibídem, 141. Ver llamados semejantes en: Ecciesia in America 30-3 1 (vocación universal a la santidad, Jesús el único camino para la santidad); Ecclesia in Africa 1 36; Ecclesia in Oceanía 30.)

Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: “Por el sacramento del Orden, que los con- figura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús” (Ecclesia in Europa 34)23. “Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas” (ibidem, 37).

La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.

La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del seguimiento de Cristo. (En la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis”, se subraya la necesidad de que el Obispo asuma la propia responsabilidad en el fomento de la espiritualidad de sus sacerdotes; ver especialmente nn.47-48. El Directorio para el ministerio pastoral de los obispos indica la mismas líneas: nn 75-83).

Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados. (Los últimos documentos de Juan Pablo II trazan marcadamente esta línea de esperanza. A los apóstoles “les anima la esperanza” (RMi 24). Basta leer las Exhortaciones Apostólicas Postsinodales, donde se alienta a afrontar las nuevas situaciones siguiendo los signos positivos de la acción providencial de Dios. También en Novo Millennio Ineunte, donde se insta a profundizar el misterio de la Encarnación como “signo de genuina esperanza” (NMi 4). La historia de cada creyente es “una historia de encuentro con Cristo... en el diálogo con él reemprende su camino de esperanza” (NMi 8). “Nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas” (NMi 12). “¡Duc in altum! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo” (NMi 58).

En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se traduce en “gozo pascual” (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la esperanza cristiana: “El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido” (RMi 91). Es el gozo de hacer “pasar” o de transformar el sufrimiento en amor de donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn 1 5, 11; 17, 1 3).

Conclusiones

La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn 10,1 8) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 1 0,1 .1 4.1 8): “A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien” (Hech 1 0,38).

La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraíza en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos. La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencia1, como expresión testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.

La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la realidad del “martirio”, como parte integrante del “kerigma” o primer anuncio. Hemos sido elegidos para ser “testigos” (“mártires”) del crucificado y resucitado: “Nosotros somos testigos” (Hech 2,32), “y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen” (Hech 5,32). El recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica esta línea de caridad pastoral oblativa. (Un sacerdote mártir de mi diócesis (Lleida), durante la persecución del año 1936 en España, al ser fusilado todavía estaba con vida y recitaba el “Credo”; al acercorse el verdugo para rematarle con el tiro de gracia, pidió que le dejaran terminar la profesión de fe...).

El “gozo pascual” (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las “bienaventuranzas” y del “Magníficat”, por el hecho de saberse amado por Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Ese1 gozo que nace del encuentro permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Ápóstoles eligieron a Matías, resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech 1 ,22). Es el gozo de Pablo: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones” (2Cor 7,4).

La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se traduce en:

- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:

“Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor” (Jn 1 5,9); “Yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16); “vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).

- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:

“Estuvieron con él” (Jn 1 ,39); “instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14-15); “vosotros sois mis amigos” (Jn 1 5,14); “estaré con vosotros” (Mt 28,20); “mi vida es Cristo” (Fil 1,21 ).

- Relación de pertenencia:

“Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 1 3,1); “Padre... los que tú me has dado”... (Jn 1 7,9ss); “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).

- Relación de transparencia y misión:

“Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Jn 1 5,27); “el Espíritu.., me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 1 6,14); “Padre... he sido glorificado en ellos (son mi expresión)” (Jn 1 7,10); “Como el me envió, también yo os envío” (Jn 20,21 )...; “el amor de Cristo me apremia” (2Cor 5,14).

A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a “los suyos” (Jn 1 3,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:

- No dudar del amor de Cristo:

Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 1 3 años en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su corazón: “Te quiero a ti, no tus cosas”.

- No sentirse nunca solos:

Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: “Cristo no abandona”. (29 Santa Teresa invita a “traerle siempre consigo”, porque “con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir” (Vida, 22,6).

- No poder prescindir de él:

Pablo, en la cárcel de Roma: “En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas” (2Tim, 4,1 6-1 7).

- No anteponer nada a él

“En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos” (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)

Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo “mantener la mirada fija en Cristo” (Carta del Jueves Santo 2004, n.5). Es-

te encuentro vivencia1 y diario con Cristo, en la Eucaristía, en la

Escritura y en ios hermanos, da sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Es un “asombro eucarístico” que suscita vocaciones sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los ¡óvenes en nosotros “intuyen la llamada de un amor más grande” (ibídem, n.6).

La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea “en comunión de vida” con María (cfr. RMa 45, nota 1 30). Es “comunión vital con Jesús a través del Corazón de su Madre” (Rosarium Virginis Mariae 2). En el Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,1 9.51).

María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y, de modo particular, a sus ministros. “Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros —a ejemplo de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre” (Ecciesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a “los sentimientos de María”, cuando ella escucha de nuestros labios las palabras de la consagración (“mi cuerpo y mi sangre”) (cfr. Ibídem, n 56).

Con el correr de los años de nuestro sacerdocio, podemos tener la sensación, en algún momento, de sentirnos con las “manos vacías”; pero el ejemplo de Sta. Teresa de Lisieux es entusiasmante, cuando dice al Señor: “Pon tus manos en las mías y ya no están vacías”. Por mi parte, he de decir que en mis cincuenta años de sacerdocio (1954-2004), no me he arrepentido nunca del primer encuentro con Cristo cuando empecé a sentir la vocación sacerdotal. La vida sacerdotal es siempre una historia de gracia y de misericordia. Es vida que intenta gastarse con gozo, para amor y hacer amar a Cristo. A veces, he tenido la impresión de ser “un estropajo” inútil. Pero el encuentro personal con Cristo, renovado diariamente en la Eucaristía y en su Evangelio, me ha hecho sentir en el corazón sus palabras alentadoras: “Este estropalo es mío”, lavado con mi sangre redentora (cfr. Ap 7,14)...

MEDITACIONES TOMADAS DE MI LIBRO: SAN PABLO, EL APÓSTOL DE CRISTO

1

ELEGIDO POR CRISTO

1. “Pablo, esclavo de Jesucristo, apóstol por vocación, escogido para (anunciar) el evangelio de Dios” (Rom 1, 1).

“Pero cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre, y me llamó por su gracia, para revelar en mí a su Hijo, anunciándole a los gentiles, al instante, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, no subí a Jerusalén a los apóstoles que eran antes de mí, sino que partí para la Arabia y de nuevo volví a Damasco. Luego, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, a cuyo lado permanecí quince días. A ningún otro de los apóstoles vi, si no fue a Santiago, el hermano del Señor. En esto que os escribo  (declaro)ante Dios que no miento” (Gal, 1, 15-20)

Estos dos textos de las cartas de San Pablo nos permiten ver cómo el Apóstol se sentía totalmente elegido y llamado por Cristo para la misión de anunciar el evangelio a todas las gentes. Como luego veremos, Pablo no admite dudas ni otras interpretaciones por parte de algunos miembros de la Iglesia de la Galacia.

San Pablo se denomina a sí mismo “apóstol por vocación” (Rom 1, 1), llamado por Dios. Y se refiere a una llamada personal, a la que alude con cierta frecuencia, por la que Cristo viene en busca nuestra. Si podemos ser apóstoles, es porque Dios nos llama.

Aunque a primera vista pueda parecer sorprendente, el pensar que es Dios quien toma la iniciativa, es fuente de optimismo. Incluso el ser conscientes de nuestra debilidad y miseria puede convertirse en un motivo más de confianza, porque Dios ha escogido lo más débil (1 Cor 1, 27).

Y esta conciencia de nuestra debilidad se hace más viva si miramos en torno a nosotros: amigos, compañeros, personas que con mayor capacidad y mejores cualidades que las nuestras no han sido elegidas. Dios no nos ha elegido porque éramos fuertes, sino por ser débiles. Un artista recibe tanta mayor gloria, dice santo Tomás, cuanto más frágil y miserable es la materia con la que hace su obra de arte. De la misma manera, nuestra miseria engrandece la obra que Dios realiza en nosotros.

“No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy el que os he elegido a vosotros”(Jn 15, 16). En esta realidad de la elección divina encontramos nuestra fuerza. Pero al mismo tiempo que son fuente de ánimo, estas palabras de Cristo entrañan la necesidad de una respuesta. El nos ha elegido y tiene derecho a exigir lo que quiera.

Nuestra situación se asemeja tal vez a la del profeta Jeremías, a quien alude San Pablo en el lugar que hemos citado de su carta a los fieles de Galacia. La alusión es clara y pone en evidencia cómo San Pablo ve su vocación como una continuación de la vocación del pasaje de su carta a los Gálatas, paralelo al citado: “Pablo, apóstol no por parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y por Dios Padre que lo resucitó de entre los muertos” (Gal 1, 1).

Como vemos, esta llamada no proviene de los hombres ni tiene por intermediario hombre alguno. Es Cristo quien me llama directamente, y Dios Padre que, mostrando su poder, le resucitó de entre los muertos.

Es verdad que nosotros ordinariamente no hemos sido llamados tan singularmente como Pablo y por eso, a veces y algunos, no tenemos la misma evidencia que tuvo San Pablo de esta llamada directa de Dios, pero no por ello deja de ser cierto que también nosotros somos llamados por Cristo y por Dios Padre y tenemos nuestras certezas y signos claros de llamada y predilección. Los modos son diversos. Pero Pablo nos da la certeza de que hemos sido llamados.

Dice Jeremías: “Y el Señor me habló diciendo: antes que yo te formara en el seno materno te conocí; y antes de que tú nacieras te santifiqué y te destiné para profeta entre las naciones. A lo que dije yo: ¡Ah, ah! ¡Señor, Dios! ¡Ah!, bien veis vos que yo no sé hablar, porque soy un jovenzuelo. Y me replicó el Señor: no digas soy un jovenzuelo, porque tú ejecutarás todas las cosas para las cuales te comisione y todo cuanto te encomiende que digas, lo dirás. No temas la presencia de aquellos, porque contigo estoy yo para sacarte de cualquier embarazo, dice el Señor” (Jer 1, 4-8).

Quizá también nosotros sintamos esta duda de Jeremías, viendo nuestra incapacidad. Pero Dios afirma que Él sabe lo que se hace. Él nos ha llamado y está con nosotros. Nuestra actitud fundamental puede ser ésta: ser conscientes de nuestra incapacidad y nuestra miseria, para que así podamos recibir la llamada como una gracia y no como un derecho adquirido.

Alude después el apóstol a su elección en el camino de Damasco: “...desde el vientre de mi madre me separó y me llamó con su gracia” (Gal 1, 15). Estas palabras valen para todo apóstol, para todo sacerdote. Dios nos ha elegido antes de nacer, porque su amor es eterno y la llamada divina no depende de nuestros méritos o cualidades, sino exclusivamente de su amor. Es una llamada enteramente gratuita ¿Qué le podemos dar nosotros a Dios que Él no tenga? Si existo es que Dios me ama y me ha llamado a compartir su misma felicidad. Mi vida es más que esta vida. Y sobre esta llamada de amor para existir, por pura benevolencia, porque me ha querido y preferido a otros seres que no existirán, por Cristo, me ha llamado a comunicar a los hermanos y al mundo este misterio de salvación realizado en el Hijo Amado, por su cruz y resurrección.

“Para esto en todo momento rogamos por vosotros, para que Dios os haga dignos de la vocación, y con toda eficacia cumpla su bondadoso beneplácito, y la obra de vuestra fe, y el nombre de nuestro Señor Jesús sea g1orificado en vosotros y vosotros en Él, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo”(2Tel 1, 11-12). Éste es el motivo y el objeto principal siempre de Pablo en su oración por los elegidos por vocación, por llamada especial del Señor para que Dios sea glorificado.

El evangelio según san Marcos pone de relieve esta idea de la gratuidad cuando narra la vocación de los apóstoles: Jesucristo llamó “a los que quiso” (Mc 3, 13-15). Esta primera idea nos exige, dada su importancia, una reflexión atenta: no somos nosotros quienes avanzamos hacia el sacerdocio, sino que somos “llamados”. Saber esto, creerlo de verdad, y Dios quiera que por experiencia viva de oración unitiva y contemplativa, como Pablo, hace privilegiados y felices a los que lo sienten y viven.

“Al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El contestó: ¿Quién eres, Señor?...Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer”(Hch 9,4-6).

“Pero cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre, y me llamó por su gracia, para revelar en mí a su Hijo, anunciándole a los gentiles, al instante, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, subí a Jerusalén a los apóstoles que eran antes de mí, sino que partí para la Arabia y de nuevo volví a Damasco” (Gal 1, 15-17).

San Lucas, en su evangelio, observa que antes de elegir a los doce, Cristo “se retiró a orar en un monte y pasó toda la noche haciendo oración a Dios” (Lc 6, 12). Comentando este pasaje, San Ambrosio explica que «el Señor hace oración no para rogar por sí mismo, sino para interceder en favor mío».

También nosotros nos retiramos en esta ocasión, buscamos el silencio y oramos a Dios Padre. Y consuela pensar que Cristo no sólo rezó entonces en favor nuestro, sino que sigue orando continuamente, “siempre viviente para interceder por ellos” (Hbr 7, 25) Nuestra oración consiste, pues, en unirnos estrechamente a la de Cristo, que intercede siempre por nosotros. En el responsorio breve de las Vísperas de Pastores rezamos y confesamos esta verdad: «Éste es el que ama a sus hermanos, * El que ora mucho por su pueblo. Este es el que ora mucho por sus hermanos: El que entregó su vida por sus hermanos.

Esta oración intercesora de Cristo, de la Virgen y de los santos en favor nuestro debe dar luz y consolar nuestra posible aridez interior. Él es nuestra certeza y garantía: “Como mi Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros” (Jn 20, 21). Nuestra misión es una prolongación de la obra y de la misión salvífica de Cristo. Somos humanidad supletoria de Cristo, prestada por amor y por el sacramento del Orden, para que siga salvando, predicando, actuando.

A lo largo de toda esta reflexión, surge imperiosa una pregunta: ¿para qué nos llama Cristo? La respuesta la encontramos en el evangelio según San Marcos. Cristo llamó a los apóstoles “para tenerlos consigo y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14). Lo primero es estar con el Señor, hablar con Él, la amistad, luego vendrá el salir a predicar; primero amar a Cristo; luego hacer que otros le conozcan y le amen, y eso es apostolado verdadero, pero siempre con Cristo.

Hemos sido elegidos “para (predicar) el evangelio de Dios” (Rom 1, 1). Este es nuestro cometido primordial: anunciar la buena nueva, la noticia esperada. Cuando el Concilio Vaticano II habla de las funciones de los presbíteros, nos dice: «Los presbíteros, como cooperadores que son de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor: marchad por el mundo entero y llevad la buena nueva a toda criatura, formen y acrecienten el pueblo de Dios» (PO 4).

 Los hombres esperan esta buena nueva y se desilusionan cuando no les anunciamos la auténtica noticia. Pero hay que llevarla dentro, vivirla, para poder propagarla, para que incluso la vida del predicador sea un anuncio auténtico de esta buena nueva. Para esto se requiere que el predicador sea antes testigo de lo que predica, por el encuentro con Cristo en la oración,.

También San Marcos nos expone claramente esta idea. Dice que Jesucristo escogió a los apóstoles para que estuvieran con Él y para “enviarlos a predicar” (Mc 3, 14). Y volviendo a San Pablo, vemos que dice abiertamente: “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio” (1 Cor 1, 17).

El sacerdote no es un simple administrador de sacramentos, sino que, en primer lugar, es un mensajero que anuncia la palabra divina: “Los Apóstoles anunciaban el evangelio de Cristo, y los que creían, se bautizaban y entraban a formar parte de la Iglesia”. La Iglesia actual, ante el desconocimiento de Cristo y su gracia en los que piden los sacramentos, a veces ignorantes y no practicantes, debe guardar este orden en la administración de los mismos, sobre todo, de la iniciación cristiana. Para ello, debe conocer profundamente a Cristo, estudiar y, sobre todo, amar personalmente a Cristo para poder dar un testimonio evangélico de Él.

No basta conocer a Cristo externamente, teóricamente, y lo mismo su evangelio; para conocer verdaderamente a Cristo y su evangelio, primero hay que vivirlos. Es necesario que contemplemos sus obras, penetremos su sentido y tratemos de vivirlo.  Los llama para que sean sus testigos, y ser testigos supone «haber visto, conocer por experiencia». Por este motivo, San Pablo, profundizando en la misma idea, pone como fin primero de la llamada de Dios “revelarme a su Hijo” (Gal 1, 16).

Este aspecto es esencial para la vocación; es la misma vocación esencialmente. Se es apóstol en cuanto que se ha recibido una revelación. Por consiguiente, todo apóstol, todo sacerdote, en tanto será verdadero apóstol, en cuanto haya recibido una revelación personal, no sólo por la ciencia, sino ante todo por el contacto directo y vital con Dios. De lo contrario, el sacerdote será una especie de profesor mediocre que aprende una lección y la repite de memoria, pero no un testigo.

Para poder hablar de Cristo hay que vivir con Él, asimilar su bondad, su humildad, su paciencia; es más, hay que vivir como Él, porque el testimonio no consiste únicamente en la palabra, sino que exige también obras. Es esta revelación la que debemos buscar todas las mañanas al empezar el día.

Nos interesa, en tercer lugar, examinar la naturaleza de esta misión. Siguiendo el pensamiento de San Pablo, vemos que nos dice: “para que yo predicase a las naciones” (Gal 1, 16). Esta es, pues, la misión del sacerdote: anunciar. San Marcos termina su narración enumerando a los doce que eligió Jesucristo: “Simón, a quien puso el nombre de Pedro...” Este cambio de nombre tiene una gran importancia. En el pensamiento semita, el nombre designa toda la persona. Y cambiar de nombre significa, de algún modo, un cambio en la persona. Y cuando quiso llamar a Pedro para presidir a su Iglesia: “Pedro, me amas más que estos…”, “apacienta mis ovejas”: el amor a Cristo es condición indispensable para el apostolado, es la garantía para hacer en nombre de Cristo su ministerio. La Iglesia debiera imitar más a Cristo en este aspecto. Cuando envía o elige, mirar más el amor a Cristo que otras realidades a veces puramente humanas. Así no puede marchar como Cristo quiere y la instituyó.

Por medio de la ordenación, Cristo opera este cambio en la persona del sacerdote. Él tiene la potestad de operar tal cambio, de cambiar nuestra humanidad por la suya, por una nueva encarnación sacramental, que nos convierte en otros Cristos. 

San Marcos añade: “Dándoles potestad de curar enfermedades y de expeler demonios”. También nosotros, los sacerdotes de hoy, tenemos la potestad de expulsar a los demonios. Todo hombre que comete un pecado lleva el demonio dentro. Y uno de los momentos más emocionantes en la vida del sacerdote es cuando da la absolución a un penitente.

“Luego, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, a cuyo lado permanecí quince días. A ningún otro de los apóstoles vi, si no fue a Santiago, el hermano del Señor. En esto que os escribo, (os declaro) ante Dios que no miento. En seguida vine a las regiones de Siria y de Cilicia, y era, por tanto, personalmente desconocido para las iglesias de Cristo en Judea. Sólo oían decir: «El que en otro tiempo nos perseguía, ahora anuncia la fe que antes pretendía destruir». Y glorificaban a Dios en mí”.

Con los textos paulinos podríamos hacer una biografía de muchos apóstoles de hoy que son, a pesar de sus limitaciones, un signo personal de Cristo. El celo del Buen Pastor, vivido al estilo de Pablo, será siempre una pauta posible y actual, especialmente para la evangelización del mundo. Un modelo de evangelizador, como el apóstol San Pablo, que escribía a los cristianos de Tesalónica estas palabras, que son todo un programa para nosotros: “Así llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el evangelio de Dios, sino aún nuestras propias vidas; tan amados vinisteis a sernos’ (1 Tes 2,8)”

Como podemos ver, los textos de Pablo hablan por sí mismos. En realidad, es el mismo Cristo quien habla en ellos, como habla a través de cualquier texto inspirado de la Sagrada Escritura. Pero en los textos paulinos es como si Jesús, que vive en el corazón de cada apóstol, suscitara unas notas y resonancias más personales, indecibles, que sólo las puede captar o  principalmente, quien sintió la llamada apostólica como declaración de amor.

Y «entonces el corazón de todo apóstol revive, reestrena su “sí”, profundiza en su “experiencia existencial” del amor de Cristo» (Juan Pablo II, Bula Abrid las puertas al Redentor 3). La vida del apóstol tiene sentido porque se orienta solamente a amar a Cristo y hacerle amar. En su donación a los hermanos deja transparentar que “Jesús vive” (Hch 25,19). Esa transparencia es posible cuando intenta seriamente hacer realidad todos los días la divisa paulina: “Mi vida es Cristo” (Flp 1,21).

OTROS TEXTOS DE MEDITACIÓN

«Mi palabra y mi predicación no se fundaron en persuasión de sabiduría, sino en demostración de espíritu y de fuerza, para que vuestra fe no se enraizase en sabiduría humana, sino en el poder de Dios. Sin embargo, tratamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de la sabiduría de este mundo, ni de los príncipes de este mundo, que están en camino de destrucción, sino que tratamos de una misteriosa sabiduría de Dios, oculta hasta ahora, la cual Dios había predestinado antes de los siglos para gloria nuestra...»(1Cor 2,4-7).

“…partícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio, del cual he sido constituido ministro por el don de la gracia de Dios, que me ha sido concedida según la eficacia de su poder. A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia; Evangelizar a los gentiles la insondable riqueza que es Cristo”(Ef 3,6-9).

2

EL AMOR DE CRISTO

2. “Caritas Christi urget nos”: "nos apremia el amor de Cristo” (2Cor 5,14).

       “¡Hijos míos, por los que sufro otra vez dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros! (Gal 19, 4).

“Quiero, en efecto, que sepáis cuán grandes angustias sufro por vosotros y por los de Laodicea y por cuantos no me han visto personalmente, a fin de que sean consolados sus corazones unidos en el amor y enriquecidos con plena inteligencia para conocer el misterio de Dios, que es Cristo, en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia”(Col 2,1-3).

El primer texto citado, tomado del final del capítulo quinto, es el argumento principal de toda la carta y de la defensa que él hace de su apostolado, tratando de convencer a los corintios de la sinceridad de sus intenciones apostólicas, poniendo por testigos a Dios y a ellos mismos. Con esta verdad afirmada llega a la fuente y fundamento de todo apostolado, a la vez que revela el secreto de su vida apostólica: “El amor de Cristo nos urge”.

Esta afirmación parece a primera vista que expone una verdad elemental y corriente. Sin embargo, meditada y reflexionada en cada una de sus palabras, encierra una altísima doctrina y experiencia apostólica.

Toda la carta expone la genuina naturaleza del apostolado cristiano, que se basa fundamentalmente en el amor de Cristo, válida para todos los tiempos, pero más necesaria en los actuales por la falta de amor verdadero, en razón del consumismo, relativismo y materialismo reinante.

Aunque San Pablo dirige estas palabras a su propia persona, sin embargo, por el motivo que lo hace, ser apóstol de Cristo, también pueden y deben ser interpretadas en relación con todos los apóstoles y todo cristiano de todos los tiempos. Porque el cristianismo es fundamentalmente amar y hacer amar a una persona: Jesucristo. El apóstol debe ser impulsado siempre por el amor a Cristo.

Esta caridad, este amor no es otro que el mismo Amor del Padre con el que nos ama a todos los hombres, por el que envía su Hijo al mundo, por el que Cristo se encarna y da “su vida en rescate por todos”. San Pablo nos enseña concretamente en qué condiciones debemos ejercer nuestro apostolado y tener plena confianza en Cristo en razón del amor que nos tiene.

Para investigar todo el contenido de esta frase, es conveniente que, antes de hacerlo, nos preguntemos dos cosas: primero: qué pretende decirnos el Apóstol cuando nos habla de la caridad de Cristo; segundo: qué significa para él “urget nos”: nos apremia, nos urge, nos aprieta.

Establecidas estas aclaraciones podremos llegar más fácilmente a conclusiones de orden práctico y espiritual. Y pido disculpas por si me salen espontáneamente estas citas en latín, pero es que así las oí y aprendí en mi juventud y así las medité y las prediqué, incluso en sermones al pueblo, porque en mi tiempo era todavía costumbre, que luego desapareció,  decir el texto en latín, y luego explicarlo en la homilía o sermón.

 Por lo que respecta al término “caritas” todos saben que se emplea ordinariamente cuando se refiere al amor de Dios o de Cristo, y corresponde al griego “ágape”. Qué bella y ampliamente lo ha expresado Benedicto XVI en su primera encíclica Dios es Amor (o Theòs ágape estín). Y en la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo la Persona Amor, el Amor Personal de Dios.

San Pablo en todas sus cartas pone de relieve la necesidad de tener el Espíritu de Cristo para poder amar, orar, santificar a los hermanos. En la carta a los Gálatas, es el Espíritu el que ora en los cristianos. En los Romanos, se atribuye al Espíritu la capacidad para poder decir “Abba, Padre” (Rom 5, 15). El Espíritu nos comunica el poder invocar el nombre del Señor y de expresar nuestra fe en Él: “Nadie puede decir <Jesús es el Señor> sino en el Espíritu Santo” (1Cor 1,23).

Y este es el sentido de “ágape-caritas”, no porque el Apóstol ignore o no hable de nuestro amor a Dios y a Cristo, sino porque el término “ágape”, lo emplea para designar el mismo amor de Dios o de Cristo directamente a nosotros, como aparece claramente en la carta a los Romanos que tomamos como ejemplo: “Cáritas Dei (óti e ágape tou Theou) diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis”: “El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5). Y el sentido del texto se aclara en el momento sin ninguna ambigüedad: “commendat autem suam caritatem Deus in nos… “Dios nos demuestra su caridad hacia nosotros en que, siendo nosotros pecadores… siendo enemigos (v.10), Cristo ha dado su vida por nosotros” (v 8).

Este amor de Dios y de Cristo es sumamente gratuito, o como decimos vulgarmente, es totalmente desinteresado; en él se funda la esperanza cristiana y por eso “no seremos confundidos”.

Esta es la caridad de Cristo que celebra el Apóstol  en el capítulo octavo de la misma carta, únicos sitios en los que nos habla del amor de Cristo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 35). Con ello el Apóstol nos quiere demostrar que no hay ningún obstáculo en el mundo que no podamos superar con el amor de Cristo; a todos los superaremos “supervincimus” (ipernikomen) (v37), no con las fuerzas justas, sino sobradas, abundantemente:

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios(manifestado) en Cristo Jesús, nuestro Señor” (v. 35.36.38).

Y esta caridad de Cristo es la que Él nos tiene, no la que nosotros le tenemos. Porque la nuestra es distinta a la suya, no es segura ni fuerte, somos humanos, no tenemos confianza en nosotros mismos; somos simples criaturas. Pero el amor de Dios, la caridad de Cristo no tiene límites ni barreras y viene a nosotros y ya amamos con su mismo amor, con Amor de Espíritu Santo.

El Padre nos vio y “amó primero” en su Verbo y nos predestina y llama a la existencia y al sacerdocio en  Cristo porque nos ama en Cristo, a quien nos contempla unidos como miembros a su cabeza, como hermanos menores al primogénito. Así que el amor eterno del Padre y el amor de Cristo es el fundamento de nuestra esperanza.

Por eso debemos estar totalmente seguros, porque no dependemos de nosotros. Nuestra salvación está en las manos de Dios, de nuestro Cristo. Qué seguridad, qué confianza nos debe dar. Fiémonos totalmente de Dios, de nuestro Cristo. Dejémonos atrapar por su amor, que es infinito, el mismo Amor de Dios, que es Espíritu Santo: “pero Dios probó su amor nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con más razón, pues, justificados ahora por sangre, seremos por Él salvos de la ira; porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida. Y no sólo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora 1a reconciliación” (Rom 5, 9-11).

       “Cáritas Dei urget nos”, este amor a Dios nos impulsa al amor de los hermanos hasta dar la vida por ellos como Cristo. Así lo sentía San Pablo, así debemos vivirlo también nosotros en todos nuestros feligreses, aún en los que nos persiguen y son ingratos, a ejemplo de Pablo, que sentía dolores de parto hasta formar en ellos a Cristo: “¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros!” (Gal 5, 19).

       Esta caridad apostólica debe extenderse en todo el ministerio pastoral y sacerdotal, como participación en nosotros del mismo  amor apostólico de Cristo, como manifestación de su amor agapetónico.

       El concilio Vaticano II lo ha expresado muy bien: «en sus comienzos, la santa Iglesia, uniendo el “ágape” a la cena eucarística, se manifestaba toda entera unida en torno a Cristo por el vínculo de la caridad; así en todo tiempo se hace reconocer por este distintivo del amor» (AS. 8)

«Así, desempeñando el oficio de buen pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unida su vida y acción. Esta caridad pastoral fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero» (PO.14).

Pablo entendía la caridad apostólica como verdadero amor a Cristo porque su ministerio lo entendía como ministerio de Cristo, a quien prestaba su persona, y así él actuaba en “lugar de Cristo”, “a favor de Cristo”. Pablo actuaba siempre en el Espíritu de Cristo que es Espíritu Santo, porque el apóstol obra siempre en virtud de Cristo, que es el que salva y ha muerto por todos; él hacia su apostolado siempre con el Espíritu de Cristo: “La caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos como estamos de que si uno murió por todos, luego todos son muertos; y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó. De manera que desde ahora a nadie conocemos según la carne; y aún a Cristo, si le conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así. De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Porque, a la verdad, Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos, y puso en nuestras manos la palabra de reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios” (2Cor 14-21).

Y este es el mismo concepto de apostolado que Pablo nos expone en su carta a los Colosenses , donde Pablo declara: “Me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es  la Iglesia, de la que soy ministro en virtud de la dispensación divina a mí confiada en beneficio vuestro, para llevar a cabo la predicación de la palabra de Dios, el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones y ahora manifestado a sus santos, a quienes de entre los gentiles quiso Dios dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio. Este, que es el mismo Cristo en medio de vosotros, es la esperanza de la gloria, a quien anunciamos, amonestando a todos los hombres e instruyéndolos en toda sabiduría a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo, por lo cual me fatigo luchando con su eficacia, que obra poderosamente en mí” ( Col 1, 24-29).

Vemos claro en San Pablo,  lo que todos nosotros tenemos también que vivir y realizar, a saber, que la actualización de la gracia de Cristo en las almas exige muchos trabajos y penalidades de parte del Apóstol y de los demás ministros del Evangelio.

Aquí nos indica Pablo el gran misterio de nuestra unión sacramental y sacerdotal con Cristo Salvador a su obra redentora. Unidos por la fe y la caridad con el Salvador, colaboramos con Él en la actualización de su gracia capital, o sea en la aplicación de la gracia a las almas, meditante la caridad apostólica, la oración y el sacrificio con Cristo. Esta debe ser la tensión continua del sacerdote en su vida apostólica. Debemos unirnos a Cristo en su oración sacerdotal: “Padre, yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Jn 17,4).

“Porque sé que esto me servirá para conseguir la salvación, gracias a vuestra oración y a la donación del Espíritu de Jesucristo. Conforme a mi anhelante esperanza, en nada seré defraudado, sino que con toda seguridad, ahora como siempre, Cristo será ensalzado en mi cuerpo, sea para mi vida, sea para mi muerte. Pues para mí la vida es Cristo, y el morir es una ganancia. Pero como el continuar viviendo significa para mí una labor fecunda, no sé qué elegir. Me hallo presionado por ambos lados: por uno, deseo partir para estar con Cristo, lo que es preferible con mucho para mí; mas, por otro, permanecer en esta vida es necesario para vosotros”(Fil 1,1 8-24).

3

CRISTO CRUCIFICADO

3. “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientas vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entrego por mí”  (Gal 2, 19-20)

“...como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua en virtud de la palabra”(Ef 5,  25).

 “dilexit me y tradidit semetipsum pro me…  (Cristo)me amó y se entregó por mí”(Gal 2, 20).

San Pablo está impresionado por la muerte de Cristo en la cruz por “amor-caritas-ágape”. San Pablo se sintió fascinado por el misterio de la cruz de Jesús. Antes de su conversión, la consideraba un escándalo intolerable, pero después de su encuentro con Cristo en el camino de Damasco, comprendió que era un misterio de amor: “El Hijo de Dios... me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Y ahora “por él he sacrificado todas las cosas... De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección y compartiré sus padecimientos y moriré su muerte, para alcanzar así la resurrección de entre los muertos” (Flp 3,10).

Cristo crucificado, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla a Pablo muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

San Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”.

Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por San Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

 A los corintios, precisamente para poner remedio a las divisiones que empezaban a insinuarse en Corinto, Pablo les habla del poder paradójico de la cruz de Cristo. Les dice:«Mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos. Mas para los que han sido llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 22-24): Cristo crucificado es fuerza y sabiduría de Dios. Más adelante, al comienzo del segundo capítulo les dice:“Cuando vine a vuestra ciudad para anunciaros el designio de Dios, no lo hice con alardes de elocuencia o de sabiduría. Pues nunca entre vosotros me he preciado de conocer otra cosa sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Cor 2,1-2). Pablo no pretendía conocer otra cosa que a Cristo crucificado.

¿Para qué serviría predicar otro mensaje que no fuera el de Cristo crucificado? No valdría la pena.La vida se arriesga sólo por el evangelio, que se concreta en las bienaventuranzas y en el mandamiento del amor. Se predica el amor de un Dios que nos da todo lo que tiene e incluso a sí mismo, y que precisamente por ello nos quiere hacer imagen viviente de su amor. No se predica, pues, una teoría de moda ni la propia opinión; hacerlo así sería predicar un mesianismo ilusorio, porque sería predicarse a sí mismo.

Pablo predicaba la “locura” de la cruz. Es la misma experiencia de Dios Amor en Cristo: “Por el gran amor con que nos amó... nos dio vida por Cristo” (Ef 2,4-5). Un cristianismo sin cruz sería un absurdo, una cisterna vacía. Es Cristo crucificado, y no otro, quien ha conquistado el corazón del apóstol. Aquella mirada de enamorado “redentor”, que muere dando la vida, ya no se podrá olvidar jamás. Sus últimas palabras y su corazón abierto para comunicar el Espíritu Santo son su testamento, dejado ahora bajo signos eclesiales.

Aunque, en un primer momento, el mundo rechace la cruz, en realidad no puede prescindir del crucificado, puesto que no puede prescindir del amor de donación total, del amor “ágape”, en que ha sido salvado y redimido. La cruz es el camino para transformar toda dificultad y toda tribulación en una nueva posibilidad de servir y de amar. La esperanza de una plena restauración de todas las cosas en Cristo pasa por la cruz.Toda la vida del apóstol, por ser vida de caridad pastoral, es una proclamación de la muerte del Señor, en una espera activa y responsable de la restauración de todas las cosas en Él.

Esta proclamación tiene lugar principalmente en la celebración eucarística. Después de haber anunciado el mensaje de Jesús en el kerigma, el sacerdote lo hace presente en el misterio y sacrificio de su muerte y resurrección, en la Eucaristía, en la  que el sacerdote se hace víctima agradable al Padre, en obediencia total, como Cristo, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Es la sabiduría de la cruz: Dios Amor, que nos ha amado hasta darnos a su Hijo y hacernos participar por su resurrección, de su filiación divina, por una vida nueva en el Espíritu.

Cristo crucificado es, para el apóstol, sabiduría, luz, fuerza y razón de ser. Es la máxima expresión del amor: “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20); “amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5,25). En Cristo crucificado, amigo íntimo, el apóstol encuentra siempre el modo de rehacerse y comenzar de nuevo: ¿Qué ha hecho Cristo por mí? ¿Qué he hecho yo por él? ¿Qué debo hacer por él? (Ejercicios de San Ignacio).

En Cristo crucificado, la vida se hace coherente, porque se aprende a amar a todos. Es la libertad de amar como Cristo y de vivir crucificado con Él. Esa es la identidad del apóstol, que no admite dudas teóricas y  estériles. Es la ciencia del corazón, que se aprende en la intimidad con Cristo. La propia debilidad no es un estorbo cuando se deja que Cristo sea el protagonista y consorte de nuestra vida. De esta debilidad se aprende humildad, comprensión, confianza, generosidad, celo apostólico. Es decir, el Buen Pastor, que muere en la cruz, contagia a su apóstol de la actitud de misericordia y de amor de totalidad y de fortaleza en la debilidad: “Virtus in infirmitate perficitur”.

De ahí, que para Pablo: “cáritas Dei urget nos”; yeste amor de Cristo le quema, le urge, le empuja, le impele a amar y trabajar por Cristo; y  a nosotros también, esta manifestación del amor de Dios por Cristo su Hijo crucificado, nos impresiona y nos mueve a amarle de la misma forma, hasta dar la vida, si es necesario, como canta el poeta: «No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte… Tú me mueves, Señor, muéveme el verte, clavado en esa cruz y escarnecido…».

Este amor impresionante de Cristo que le llevó a Cristo a dar su vida por nosotros en la cruz, como hemos visto en la carta a los Romanos, es totalmente gratuito, no tenemos ningún derecho a exigirlo;  Dios por su Hijo nos la ha donado sin méritos por nuestra parte, más, estando en pecado y habiéndole ofendido.

Y ¿por qué hace Dios estos misterios? ¿Por qué obra así en relación con el hombre?: “Porque Dios es Amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él no amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4, 8.10).

Qué impresionantes son estos dos Apóstoles, qué unidos están en el misterio de Dios. Cómo lo vivieron y que bien lo expresaron. Para Juan y para Pablo esto del amor de Dios está clarísimo: Dios nos amó primero, y nosotros tenemos que amar con ese mismo amor. Yo también porque amo, me tengo que entregar  a Dios con ese mismo amor que es Espíritu Santo, la persona y el Dios Amor. Yo no puedo amar a Dios si Él no me ama primero y me capacita para amarle con su mismo amor; yo no tengo fuerza y poder, yo no le puedo amar con otro amor que no sea con el que Él me regala y me da para que le pueda amar. Yo no puedo fabricar ese amor, el amor puramente humano no puede llegar al Dios infinito y alegrarle y rozarle  El primero no me lo da, me hace partícipe de él por gracia.

La mayor prueba del amor del Padre y del  Cristo a los hombres está en que “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él” (Jn 3,16). No tiene nada de particular que San Pablo luego añadiera o lo explicara así: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”. Y San Juan: “Como amase a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”, hasta el extremo del tiempo, de sus fuerzas y de su amor, siempre nos amó así: hasta la consumación del amor, porque Él mismo había dicho por medio de Juan: “nadie ama más que el que da la vida por sus amigos”, por los que ama. Ya no es posible que nos ame más, ya que nos ha amado hasta el final de la vida y del amor.

Por eso, San Juan parece insinuar lo mismo que Pablo cuando pone en los labios del Señor en la cruz su última palabra: “consumatum est”, se tradujo en griego con la misma raíz del mismo término empleado por Pablo al decir “hasta el fin”: «telos, teleïn».

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que entregó…” (traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo.

No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa... oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador». Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

       Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” ( Gal 4,4). “Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Este amor de Cristo nos debe mover, como a San Pablo, a entregarnos totalmente a Dios y a los hermanos. Por eso, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que me amó y sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo sólo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres.

Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... sólo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios... se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado...”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... sólo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario sólo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  sólo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan «lastimado» de Dios, de mi Cristo... tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así... no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

4

LA EUCARISTÍA

 

4. “Yo he recibido una tradición que procede del Señor… que el Señor Jesús en la noche en que iban a entregarlo…”

  “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia”(Col 1, 20).

Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).

 Este debe ser para nosotros el sentido pleno de los sufrimientos de Cristo; aquí radica el amor y la espiritualidad de San Pablo: “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”, así vivía él este amor a Cristo, la unión con Cristo en su vida y apostolado; así vivía y comulgaba con el amor, la pasión y los sentimientos de Cristo Jesús  en la Eucaristía, donde se hacen presentes para que comulguemos con ellos, y así, nosotros, desde la Eucaristía, tenemos que vivir nuestro amor a Cristo y a los hermanos en la oración litúrgica y personal y en la caridad apostólica del apostolado en Cristo y por Cristo: “Porque yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan  y, después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: Este es el cáliz de la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que El venga. Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor.  Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (1Cor 10, 23-29).

La santa Eucaristía hace presente todo el misterio de Cristo, especialmente su pasión, muerte y resurrección. Celebrar la Eucaristía “en Espíritu y Verdad” es identificarse con los mismos sentimientos de Cristo, con Él que es la Verdad del Padre y con el Espíritu Santo, que es el Amor Personal del Padre y del Hijo, porque en la Eucaristía están manifiestos y presentes. Por eso, en la santa misa, comunión y presencia eucarística debemos renovar diariamente nuestro amor de caridad y unirnos con Cristo, único y sumo sacerdote, en su oblación al Padre, adorándole, con amor extremo como Cristo, en obediencia total hasta entregar la vida por la gloria de Dios y la salvación de los hermanos.

El sacerdote, siguiendo las huellas de Cristo y sus palabras, no debe olvidar “que no ha venido a ser servido sino a servir, a dar su vida en rescate de muchos”. El sacrificio de Cristo en la cruz, anticipado en la Última Cena y presencializado como memorial en cada Eucaristía,  por la invocación y potencia del Espíritu Santo, es un sacrificio perfecto de alabanza, adoración, satisfacción, impetración y obediencia al Padre, que no necesita  ningún otro complemento y ayuda. Es la vida y la muerte de Cristo, es todo su misterio salvador, es Cristo entero y completo.

Por eso, según la carta a los Hebreos, se ofreció “de una vez para siempre” (Hbr 7,8), porque es completo en su eficacia,  y no como los del Antiguo Testamento, que necesitaban ser continuamente repetidos. Sin embargo, nosotros vamos a hablar ahora de celebrar la Eucaristía como sacrificio completo, no por parte de Cristo, que siempre lo es, como acabamos de decir, sino por parte nuestra, que podemos participar más o menos plenamente en sus gracias y beneficios, identificarnos más o menos plenamente con los sentimientos y actitudes de Cristo.

       Hay  muchas formas de participar en la santa Eucaristía, en el sacrificio de Cristo, por parte de la Iglesia, del sacerdote y de los fieles. Nosotros debemos buscar una participación espiritual que nos identifique con Cristo haciéndonos víctima y ofrenda agradable con Él al Padre: “Haced esto en memoria mía... el que me come vivirá por mí... las palabras que yo os he hablado son espíritu y  vida...”; Jesús quiere una participación “en espíritu y verdad”,  Pneumatológica, en Espíritu Santo, tal como Él la  celebró, con sus mismos sentimientos y actitudes, que supere  la celebración meramente ritual o externa. La participación ritual, como su mismo nombre indica, consiste en cumplir los ritos de la Eucaristía, especialmente los de la consagración y así la Eucaristía se realiza plenamente en sí misma, presencializando todo el misterio de Cristo por el ministerio del sacerdote.

La participación espiritual, hecha con fuego y amor de Espíritu Santo, es la asimilación y participación personal y pneumatológica del misterio, que trata de conseguir la mayor unión con los sentimientos de Cristo, y de esta forma la mayor asimilación y participación personal en el misterio por parte del sacerdote y de los participantes conscientes y activos. Es una apropiación más personal y objetiva del espíritu de la santa Eucaristía.

La participación ritual se consigue por la sola  ejecución de los gestos y de las palabras requeridas para el signo sacramental, haciendo presente sobre el altar lo que significan estos gestos y palabras, esto es, de convertir el pan y el vino consagrados en una ofrenda del sacrificio de Cristo por parte de toda la Iglesia, independientemente de los sentimientos personales del sacerdote oferente y de la comunidad. Aunque el sacerdote celebre distraído y los fieles no tuviesen atención o  devoción alguna Cristo no fallaría en su ofrenda, que sería eficaz para el Padre y la Iglesia, conservando todo su valor teológico y fundamental para Cristo y el Padre, que llevaría consigo la aplicación de los méritos del calvario por medio de la ofrenda del altar, prescindiendo de la santidad del sacerdote o de los oferentes.

       Sin embargo, la Iglesia no se conforma con esta participación ritual y nos pide a todos una participación «consciente y activa», por medio de gestos y palabras, que deben llevarnos a todos los presentes a una participación más profunda, “en espíritu y verdad”, con identificación total con los sentimientos del amor extremo, adoración, actitudes y  entrega de Cristo al Padre y a los hombres. La participación espiritual nos llevará a una experiencia más personal del  sacrificio de Cristo, asimilando por la gracia los sentimientos del Señor en su vida y en su sacrificio.

Y ésta es la participación plena, que nos piden Cristo y la Iglesia: «Los fieles, participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (LG 11); «...por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo» (PO 2).

       El Vaticano II lo expresa así: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»,“linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1Ptr, 2,9; cfr 2,4-5) (SC 14). «Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). «...la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe (Eucaristía) como extraños y mudos espectadores, sino que participen consciente, piadosa y activamente en la acción  sagrada»  (SC 48).   

       Con estos términos, la liturgia de la Iglesia pretende llévanos a participar en plenitud de los fines y frutos  abundantes del misterio eucarístico mediante una  participación plenamente espiritual, en el mismo Espíritu de Cristo, no sólo en sus gestos y palabras.

       Los fieles también son llamados a compartir con el sacerdote la actitud de ofrenda personal. Hay una ofrenda que sólo cada uno de ellos puede y debe realizar, porque cada hombre dispone de sí mismo y nadie puede sustituir a los otros en esta ofrenda de sí mismo. Cada uno desempaña por tanto un papel esencial, cuando asiste y participa en la Eucaristía: presentar en unión con Cristo la ofrenda de su propia persona al Padre.

Esta ofrenda puede realizarse de diversas maneras, y formularse de distintas formas, por ser precisamente personal, pero está claro que no consistirá nunca en los meros ritos o gestos o palabras sino  que a través de lo que dicen y significan han de entrar en el espíritu y verdad de la Eucaristía con  su cuerpo y su alma, su espíritu y su carne, su ser interior y exterior, con todo su ser y existir.

Esto es lo que lleva consigo la celebración litúrgica, esta es su esencia y finalidad, así es cómo la liturgia de la Eucaristía alcanza su objetivo, no cuando simplemente asegura una participación exterior correcta, digna y piadosa a las oraciones y ceremonias sino cuando suscita en el corazón de los cristianos una auténtica entrega de sí mismos.

En cada Eucaristía los cristianos son invitados por Cristo a <acordarse> de Él y de sus sentimientos para ofrecerse con Él.

       Por eso, cada Eucaristía debe ser un estímulo para renovarse en el amor a Dios y al prójimo, en medio de las pruebas y dificultades de la vida, de las cruces y sufrimientos y humillaciones, de los fallos y pecados permanentes contra esta obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los hermanos. La santa Eucaristía nos hace aceptar estas pruebas y sufrimiento aunque sean injustos, maliciosos y de verdadera agonía como en Cristo hasta el punto de tener que decir muchas veces:“Padre, si es posible pase de mí este cáliz…”, o lleguemos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros y nos tiene abandonados, porque no sentimos su presencia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”

       La santa  Eucaristía nos ayuda a superar las pruebas de todo tipo, uniéndonos al sacrificio de Cristo y se convierte así en la mejor y más abundante fuente de gracia, perdón, amor y generosidad, aunque a veces es a oscuras y sin arrimo alguno de consuelo aparente divino.

El Espíritu Santo, espíritu y alma de la Eucaristía, nos ayuda como a Cristo a soportarlo y ofrecerlo todo,  a ser pacientes y obedientes y  pasar por la pasión y la cruz para llegar a la resurrección y la nueva vida. En la santa Eucaristía los cristianos encuentran un estímulo y  ocasión de ofrecer su pasión y muerte al Padre que nos la acepta siempre en la del Hijo Amado. Haciéndolo así, los sufrimientos se soportan mejor con su ayuda y  suben como homenaje a Dios y llegan hasta Él como ofrenda por la salvación de nuestros hermanos.

       Así es cómo la vida cristiana tiene que convertirse en una Eucaristía; hay que «eucaristizar la vida». El cristianismo es una Eucaristía, es un esfuerzo de la mañana a la noche de vivir como Cristo, de hacer de la propia vida una ofrenda agradable a Dios y a los hombres, nuestros hermanos, quitando y matando en nosotros toda soberbia, avaricia, lujuria, todo pecado contra el amor a Dios y a los hermanos, comulgando con el corazón y el alma, con los sentimientos y actitudes de Cristo; es la Eucaristía que continuamos celebrando permanentemente en nuestra vida, después de haberla celebrado con Cristo sobre el altar.

       Ésta es la espiritualidad de San Pablo, así vivía él la Eucaristía: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí y  mientras vivo en esta carne  vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 20). “Lo que es para mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14).“No quiero saber más que de Cristo y éste, crucificado...”; “Para mí la vida es Cristo”.

La Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida cristiana. De la Eucaristía como misa y sacrificio deriva toda la espiritualidad eucarística como comunión y presencia. En la comunión eucarística,  Jesús quiere comunicarnos su vida, su mismo amor al Padre y a los hombres,  sus mismos sentimientos y actitudes.

       Lo importante es que cada comunión eucarística aumente mi hambre de Él, de la pureza de su alma, del fuego de su corazón, del amor abrasado a los hombres, del deseo infinito del Padre, que Él tenía. Qué adelantamos con que se acerquen personas en ayuno corporal si sus almas están sin hambre de Eucaristía, tan repletas de cosas y deseos materiales que no cabe Jesús en su corazón. Cristo quiere ser comido por almas hambrientas de unión de vida con Él, de santidad, de pureza, de generosidad, de entrega a los demás, con hambre de Dios y sed de lo Infinito. Pero si el corazón no ama, no quiere amar, para qué queremos los ayunos...

       Comulgar con una persona es querer vivir su misma vida, tener sus mismos sentimientos y deseos, querer tener sus mismas maneras de ser y de existir. Comulgar no es abrir la boca y recibir la sagrada forma y rezar dos oraciones de memoria,  sin hablarle, sin entrar en diálogo y revisión de vida con Él, sin decirle si estamos tristes o alegres y por qué... Esto es una comunión rutinaria, puro rito, con la que nunca llegamos a entrar en amistad con el que viene a nosotros en la hostia santa para amarnos y llenarnos de sus sentimientos de certeza y paz y gozo, para darnos su misma vida. Y luego algunas personas se quejan de que no sienten, no gustan a Jesús.

TEXTOS PARA MEDITAR

“Para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal”(2Cor 4, 11-12).

“Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y la vida mortal que llevo ahora la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20).

“Pues para mí la vida es Cristo, y el morir una ganancia” (Fil 1,21).

“Si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté muerto por el pecado, el Espíritu es vida a causa de la justicia. Si el espíritu de quien resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en vosotros”(Rom 8,10-12).

“…de que en mí habla Cristo, el cual no se muestra débil con vosotros, sino fuerte. Y aunque fue crucificado en razón de su flaqueza, vive en virtud del poder de Dios. También nosotros somos débiles en él, pero viviremos con él por el poder de Dios para con vosotros. Examinaos a vosotros mismos para ver si permanecéis en la fe, someteos a prueba vosotros mismos. ¿O es que no conocéis que Jesucristo está en vosotros?, a no ser que seáis descalificados”(2Cor 13,2-5).

“No os acomodéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo grato, lo perfecto”(Rom 12,2).

 

“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y nos vamos transformando en esta imagen cada vez más radiante, por la acción del Señor, que es Espíritu”((2Cor 3,18).

“De suerte que quien está en Cristo es una nueva creación: lo viejo ha pasado, todo es nuevo”(2Cor 5,17).

“Mas revestíos de Jesucristo, el Señor, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias”(Rom 13,14).

5

CONTEMPLACIÓN DE LA CRUZ

5. “Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 2; Gal 3, 1).

“Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía -la de la Ley-, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe” (Fil 3, 8-10)

 “Porque la palabra de la cruz es locura para los que están en vías de perdición, mas para nosotros, que estamos en el camino de la salvación, es el poder de Dios”(1Cor 1,18).

“Pues Dios no nos ha destinado a la ira sino a la posesión de la salvación por Jesucristo, nuestro Señor, que murió por nosotros para que, ya vivos ya muertos, vivamos juntamente con él. Por esto, consolaos mutuamente y edificaos unos a otros, como ya lo hacéis”(l Tes 5,9-11).

 

Esta insistencia de Pablo en mirar a Cristo crucificado, podíamos formularla con estas palabras de San Juan de la Cruz: «Estarse amando al Amado». San Juan Evangelista, que tanto se parece a Pablo en la experiencia mística del misterio de Cristo, nos dice que en la Última Cena la pasó reclinado en el regazo de Cristo. Así hay que contemplar al Crucificado. Así hay que dejarse mirar por el Crucificado.

¿Por qué este entusiasmo de Pablo por el Crucificado hasta considerarlo todo basura y superficialidad de amor comparado con Él? Porque, cuando tiene uno esta imagen del amor total y extremo de Cristo y se pone delante de Él, y le mira y le mira y ve a Cristo que te mira… es muy hermoso mirar que me mira.

Si eso lo hacemos sin prisas ¡nos dice tantas cosas mirándonos!: “me amó y se entregó por mí” Uno está así, ve que le mira, y ¡le dice tantas cosas!; se establece un verdadero dialogo de miradas, de amor, de gratitudes, de adoración. Un coloquio puede ser con palabras (yo le digo y Él me dice) o con los ojos... ¡mirando me dice tanto! O con amor… Dice Santa Teresa: «Representar ese paso de la Pasión de Jesús y mirar que me mira».

San Agustín habla en cierta ocasión del ladrón clavado junto a Cristo y que se convirtió al amor y por el amor de Cristo en el Calvario, y se admira leyendo el texto evangélico de aquel cambio que se realiza en el corazón de aquel malhechor. Era malhechor y asesino. Había reconocido que era justo que le mataran por los crímenes que había cometido. Y de repente cambia y se refugia en el Señor que estaba crucificado con él, y le dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”.

Ante esta fe, el gran Agustín le aplica al ladrón  estas palabras de amor y  le pregunta al ladrón: «Pero ¿quién te ha mostrado tanta fe, para que creas que Éste va a llegar a su reino, a vivir en un reino más allá de la muerte? ¿Quién te ha enseñado tanta confianza, tanto amor como para abandonarte en Él?» Y pone en boca del ladrón esta respuesta preciosa: «No, no he leído las Escrituras, ni escuchado a los maestros, pero Jesús me ha mirado y en esa mirada me lo ha dicho todo». Como a Pablo: “No quiero saber más que de mi Cristo, y éste, crucificado”. No debemos extrañarnos, pues, de este entusiasmo y fervor de Pablo por su Señor crucificado y resucitado, que le ha salido al encuentro, como amigo, para hacerle totalmente suyo, siendo enemigo.

Es así siempre cuando uno se siente mirado por Jesús. Y nos suele mirar a todos en esa imagen del Crucificado. Porque no es simplemente una imagen, es que hay ahí una acción de la gracia que nos toca el corazón. Solemos decir tantas veces: «Esa imagen ¡me dice tanto!». Cuando yo miro, ese Cristo Crucificado me conmueve, no puedo aguantar la mirada de ese Cristo Crucificado. Es mirar que me mira: para que Él me mire, yo le tengo que mirar, y, cuando yo le miro, Él me mira y en esa mirada me dice tanto...

Cuando yo miro, ese Cristo crucificado me conmueve, me dice tantas cosas, me sugiere tanto amor, tanta entrega, tanto amor gratuito y sin egoísmos: “me amó y se entregó por mí”: «mira cómo te he amado, cómo te sigo amando, cómo quise decirte en gestos mi amor: “Nadie ama más que aquel que da la vida por el amado”.

Porque el crucifijo no es un mero recuerdo de lo que pasó hace tres mil años, sino que el crucifijo es algo que pasa ahora. ¿En qué sentido? ¿Es que ahora a Cristo le crucifican? No en ese sentido, claro. Pero fijaos bien: nosotros, en el crucifijo, no veneramos el dolor o el sufrimiento. La Iglesia no es dolorista, no quiere que nosotros veneremos el sufrimiento por el sufrimiento. Por tanto lo que veneramos en Cristo Crucificado no es el dolor, lo que veneramos es el amor que da la vida; eso es lo que nos impresiona. Y el amor con que muere, como decía Lope de Vega: «Que no es el Amor el muerto, Vos sois el muerto de amor, Que si la lanza, mi Dios, El corazón pudo herir, No pudo el amor morir, Que es tan vida como Vos».

       Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Porque no hay que olvidar este texto, esta contemplación de San Juan, donde él ve en la muerte de Cristo, no sólo su amor, sino el amor del Padre. La redención por la muerte en cruz del hijo es un misterio de amor del Padre y del Hijo.

Lo vemos en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido… Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Ti...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor... Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que Tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a “desvariar”.

Señor, dime qué soy yo para Tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a Él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                    

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores... solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso... hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, sólo Dios, sólo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación trascendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cenit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: «llevar las almas a Dios», como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesia es y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado... les acompañarán estos signos... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. Ellos se fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16, 15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tú, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tú en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

«¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

TEXTOS PARA LA MEDITACIÓN

“Porque si afirmas con tu boca que Jesús es el Señor y si crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para la justicia y con la boca se manifiesta para la salvación. Pues dice la Escritura: <Quien pone su confianza en él no será defraudado>. No hay, pues, distinción entre judío y griego. Porque uno mismo es el Señor de todos, magnánimo con todos cuantos le invocan. En efecto, todo el que invoque el nombre del Señor será salvo”(Rom 10,9-13).

“Por eso lo soporto todo por amor a los elegidos, para que consigan la salvación que nos trae Cristo Jesús y la gloria eterna. Es verdadera esta afirmación: Si hemos muerto con él, viviremos con él; si nos mantenemos firmes, reinaremos con él; si le negamos, también él nos negará: si le somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”(2Tim 2,10-13).

“Pero cuando apareció la misericordia de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, no nos salvó en virtud de nuestras buenas obras, sino por pura misericordia suya, mediante el baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con profusión por Jesucristo nuestro Salvador para que purificados por su gracia, obtengamos la esperanza de poseer en herencia la vida eterna”(Tit 3, 4-7).

“Si somos hijos, también herederos: Herederos de Dios y coherederos de Cristo, con tal que padezcamos con él para ser glorificados con él”(Rom 8,14-17).

15

AMOR, CARIDAD

15. “Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas (el colmo de la generosidad), si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor 13, 3)

“Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, la mayor de todas, el amor”(1Cor 13,13)

 “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos. Y haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efe 5,1-2)

“Por este motivo, yo, Pablo, el prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles..., pido al Dios Padre que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, y arraigados y fundados en el amor, podáis comprender en unión con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la profundidad y altura y conocer el amor de Cristo, que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,1.17-20).

Dejándonos guiar por San Pablo vamos a profundizar meditativamente en su concepto de amor a Cristo, pidiéndole al santo Apóstol que con la gracia de Cristo seamos capaces de vivir ese amor como él lo vivió y predicó hasta el punto de poder decir como él: “Para mí la vida es Cristo”.

Hemos visto cómo todo cambió en su vida desde que se encontró con el Señor en el camino de Damasco. El encuentro y la vivencia de Cristo por una experiencia de amor mística, contemplativa, San Juan de la Cruz añadiría, unitiva y transformativa, le llevó a conformar toda su vida, sus afectos y sus criterios, su “carne” y “hombre de pecado” al hombre “espiritual” según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, del cual Pablo habla y conoce su acción en la Iglesia y en él continuamente.

Este encuentro, por el cual conoció mística y espiritualmente a Cristo resucitado, no históricamente como los otros Apóstoles le habían conocido en Nazaret antes de llegar a Pentecostés, fue el arranque de su conversión. Este encuentro por el Espíritu Santo, por el Amor Personal de la Trinidad, fue su Pentecostés, y su amor y valentía en seguir y predicar a Cristo tuvo ya las mismas características fundamentales que tuvo también el Pentecostés apostólico sobre todos los Apóstoles, la venida del Espíritu Santo prometido por Cristo para llevarlos a todos a la “verdad completa”.

La revelación de Cristo a Pablo supuso un cambio radical en sus perspectivas y en su sistema de valores también personales, ya que le hizo pasar de la ley a la fe, es decir, de una preocupación por la perfección personal mediante la observancia de la ley de Moisés, a una actitud de adhesión a la persona de Cristo: ya no le importaba buscar la justicia que procede de la ley, sino la que procede de la fe en Cristo: le importaba conocerle a él.

Al tratarse de la adhesión a una persona, la fe está estrictamente ligada al amor. La conversión cristiana es, al mismo tiempo una conversión a la fe y al amor. La fe es ya amar y aceptar a Dios en mi vida, porque creo que Él es lo primero y absoluto de mi existencia; la fe me dice que Dios debe ser amado sobre todas las cosas, si es creer en el Dios de Jesucristo. Y esa fe en Cristo nos lleva a acoger con amor agradecido el don gratuito de Dios, su Padre, creador del proyecto de la Salvación.

El creyente es invitado a acoger este dinamismo de una manera activa; lo dice claramente Efesios 5,1-2: “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos —ágapetoi—. Y haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros”.

Esto está clarísimo en todos los místicos y en todos nosotros si hacemos oración cristiana. Dice San Juan de la Cruz: «Pero, hablando ahora algo más sustancialmente de esta escala de la contemplación secreta, diremos que la propiedad principal por que aquí se llama escala, es porque la contemplación es ciencia de amor, lo cual, como habemos dicho, es noticia infusa de Dios amorosa, que juntamente va ilustrando y enamorando el alma, hasta subirla de grado en grado hasta Dios, su Creador; porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios (N II, 5).

Para Santa Teresa de Jesús el amor tiene absoluta primacía en la oración. También aquí hay que decir que, por ser encuentro de amor, la oración es encuentro en la verdad. Sólo amándonos las personas nos patentizamos mutuamente la verdad que somos. Se plantea Teresa directamente dónde se halla «la sustancia de la perfecta oración». Y contra el parecer de algunos que creen que «está todo el negocio en el pensamiento», ella se inclina decididamente a pensar que «el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho».

 Del mismo modo, y en idéntico contexto, había escrito en Moradas: «Para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho» Esto está deslumbradamente claro. Teresa argumentará que «no todas las imaginaciones son hábiles de su natural para esto (meditar mucho, discurrir), mas todas las almas lo son para amar»

Afirmada la principalidad del amor en la oración Teresiana, hay algo más: La oración, recordaba más arriba, es el movimiento de la persona hacia la Persona. Atención amorosa, absorbente al Otro. Aquí introduce Teresa el matiz al que me refiero ahora: atención y concentración en el amor que me tiene. Orar es descubrirse amado. Contemplar a un Dios que me ama. Al hombre se le abre el camino de la oración y acelera su marcha por él en la medida que se sabe amado por Dios.

El elemento lo considera de tanta importancia que lo introduce en la definición. «Tratamos a solas» «con quien sabemos nos ama». Elemento esencial y configurante: Dios nos ama. Sin forzar las cosas lo más mínimo, sin caer en reducciones simplistas, puede decirse que la oración es el progresivo descubrimiento, la experiencia viva de que Dios nos ama.

El amor es el que motiva siempre nuestro acercamiento a Dios y que tratemos asiduamente de amistad con Él. Es este amor el que vence todas las resistencias que nacen de nuestra condición de pecadores y que bloquean y hacen abortar la amistad. «Viendo lo mucho que os ama pasáis por esta pena de estar mucho con quien es tan diferente de Vos»

Quisiera añadir, ya que ha salido este tema de la mística y San Pablo, que todos los místicos bebieron abundantemente en el Apóstol. El encuentro del Doctor Místico con San Pablo, «el mayor de todos los místicos, según L. CERFAUX,  acontece en el doble camino del conocimiento y de la vida  del Apóstol, esto es, en lo que San Pablo vive y en la doctrina que enseña.

La amistad entre San Pablo y San Juan de la Cruz se apoya  en una relación interpersonal en la que Juan sondea hechos y sentimientos vivenciales de Pablo a quien considera el mejor ejemplo de «predicador consecuente» con la verdad revelada (S 3,45, 3-4) y modelo de «maestro de espíritu que se hace todo a todos» (CB 3,59). Pablo expone encendidamente sus sentimientos y narra hechos vivenciales y místicos, que reflejan su amor a Cristo y su sentirse amado por Cristo.

Por eso fray Juan lo caracteriza como «siervo de Cristo» (CB 1,7), «mi apóstol» por antonomasia» (S 2, 22,6), «fuerte en el espíritu» (S 2, 24,3), tipo «perfecto» de cristiano (CB 22,6), yuxtapuesto en sus pruebas a la misma Virgen Maria (CB 20-21,10). Y capta sus «penas» íntimas (S 2,18, 8), sus «deseos» (C 11,9), sus «sentimientos» (LIB 2,14) y sus «gemidos» cuando escribe a las iglesias. Sabe que ha recibido la revelación directamente de Dios y que no obstante la compulsa con «la tradición apostólica» «Cosa, pues, notable parece, Pablo!» (S1 2; 22,12).

San Pablo, ya desde su carta más antigua, insiste en esta orientación de la vida cristiana, invitando a los tesalonicenses a que sobreabunden en el amor. Precisamente esta palabra, “sobreabundar”, es característica de San Pablo. Éste expresa su invitación en forma de augurio cuando dice a los tesalonicenses, al final del tercer capítulo: “¡Que el Señor os haga crecer y sobreabundar en un amor de unos hacia otros y hacia todos, tan grande como el que nosotros sentimos por vosotros!”.

El término utilizado para expresar la palabra «amor» es ágape, que significa «amor generoso», que nosotros traducimos por «caridad». La palabra «amor» en nuestro idioma, como en otros, es tremendamente ambigua, puede indicar una pasión posesiva que busca la propia satisfacción, y no sólo en lo sexual, sino en todo deseo de nuestro yo, y eso no es verdadero amor. El griego distinguía cuidadosamente entre «eros» que es el yo en su pasión por poseer a las cosas y a las personas para su propia satisfacción --nuestro idioma encontramos este término en las palabras «erotismo», «erótico», etc--, y el «ágape» que es amor generoso, gratuito, buscando el bien de la persona amada y en él, el nuestro. El Nuevo Testamento jamás utiliza la palabra «eros», la ignora por completo, e invita a rechazar todos los deseos egoístas, que la Vulgata traduce por concupiscentes.

Hay una contraposición total entre el movimiento del amor, que es sacrificado, generoso, y el movimiento del deseo, de la codicia, de la concupiscencia. San Pablo nos invita continuamente a acoger en nosotros el amor generoso que procede de Dios y que nos empuja hacia los demás. Este amor generoso tiende hacia una constante superación. San Pablo lo explica utilizando dos verbos dinámicos: “Que el Señor os haga crecer y sobreabundar en un amor de unos hacia otros”.

El papa Benedicto XVI lo ha expresado muy bien en su primera encíclica  Deus Caritas est, Dios es amor: «Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea…  Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra ágape, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor… 

En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación insuperable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el ágape que transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños  vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (Cfr Gn 28, 12; 1Jn 1,51)

Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas: «per pietatis viscera in se infirmitates caeterorum transferant».

 En este contexto, San Gregorio menciona a San Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Cor 12, 2-4; 1 Cor 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él, estar a disposición de su pueblo. «Dentro (del tabernáculo) se extasía en la contemplación, fuera (del tabernáculo) se ve apremiado por los asuntos de los afligidos: intus contemplatione rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur» II, 5: Sch 381,196) (Deus caritas est, 5ª-5b).

Pablo, en 1 Tes 4,1, en el capítulo siguiente, inmediatamente después de este augurio, se pone a exhortar a sus nuevos fieles diciendo: “Os rogamos y os exhortamos en el nombre de Jesús, el Señor... a que andéis según lo que de nosotros habéis recibido acerca del modo en que habéis de andar y agradar a Dios, como andáis ya, para adelantar cada vez más” Como vemos, Pablo, para hablar del comportamiento, emplea un verbo dinámico, “andéis, andar, para adelantar  más”.

En qué hay que “andar y adelantar más” según Pablo, lo observamos en los vv. 9-10: “Sobre el amor fraterno (Perí dé tes filadelfías) no tenéis necesidad de que os diga nada por escrito, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros los unos a los otros. Y así lo practicáis con todos los hermanos que residen en Macedonia. Sin embargo, hermanos, os exhortamos a que progreséis más y más”. Es la tercera vez que encontramos esta expresión característica de Pablo, que quiere que el amor sobreabunde. Pablo quiere que todos vivan el amor fraterno, la «filadelfia», porque los cristianos ya son hermanos y hermanas, ya que todos son hijos de Dios en el Hijo Unigénito Cristo: hijos adoptivos que tienen en Dios una relación muy tierna y muy fuerte de cariño fraterno.

El Apóstol empieza con una constatación muy positiva: su discurso no es moralizante, no dice: «Insisto en vuestros deberes, tenéis que..»; al contrario, empieza siempre por reconocer que Dios ha concedido el don del amor, y que lo único que debemos hacer nosotros es favorecer su desarrollo y crecimiento: “Sobre el amor fraterno no tenéis necesidad de que os diga nada por escrito, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros los unos a los otros”; dice literalmente: “Sois theodidaktoi” (autoi gar imeis theodidactoí este), una sola palabra que significa “enseñados por Dios”, en el amor generoso de los unos a los otros.

Este es el cumplimiento de la Nueva Alianza desde la perspectiva cristiana. Y así lo encontramos en Pablo, como rasgo peculiar de este nuevo pacto de amor de Dios con los hombres por Cristo: “Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom 5,3). Es decir: Dios os ha enseñado a amar, y vosotros lo hacéis precisamente porque la enseñanza de Dios es eficaz; ésta es la diferencia entre la Antigua y la Nueva Alianza.

La Antigua Alianza es una ley externa, escrita en piedra: no cambia nada en el corazón humano; por el contrario, la Nueva Alianza es una acción directa de Dios en el corazón de cada uno. Si no nos resistimos, seremos morada del amor de Dios y ese amor de Dios no empujará a amar a los hermanos como Dios los ama; si Él no nos da su amor, no podemos amar así y amaremos siempre con el nuestro, que es egoísta: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y haremos morada en él”.

Empujados al amor por el mismo Dios que está dentro de nosotros. Jesús mete su corazón en el nuestro, para impulsarnos a amar: “Y así lo practicáis con todos los hermanos que residen en Macedonia. Sin embargo hermanos --dice Pablo--, os exhortamos a que progreséis más y más”. El hecho de que Dios actúe no significa que tengamos que ser pasivos, dejando que Dios lo haga todo: si Dios actúa, estamos invitados a actuar nosotros unidos a Él.

Y la relación del amor con otros dones y carismas del Espíritu, Pablo, en 1 Corintios 14,1, expresa su postura, diciendo: “Buscad, pues, el amor”; lo cual es como decir: podéis aspirar también a los dones del espíritu, pero buscad el amor. Al final del capítulo 12, dice: “Aspirad a los carismas más valiosos. Pero aún, os voy a mostrar un camino que los supera a todos”. Y da comienzo a un ataque frontal contra los carismas más apreciados: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe”. ¡Vaya ducha de agua fría para quienes tenían en tanta estima el don de lenguas! Pablo les dice que sin el amor este don no vale nada. Hace una comparación no con la melodía que se pudiera sacar de un instrumento musical, sino con el sonido sordo de una campana, o con el tintineo de un platillo.

En el versículo 2, continúa:“Y aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios (el otro don más apreciado) y conociera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuera tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy”. Podéis percibir aquí una primera subida de la frase, y después una bajada brusca, cuando dice: “nada soy”.

Finalmente, viene un tercer ejemplo, una acción absolutamente generosa, una acción profética, otro carisma: “Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas (el colmo de la generosidad), si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor 13,3). Pablo nos da aquí una enseñanza fundamental sobre la escala de valores que debemos tener: ¿qué es lo que tenemos que apreciar? Tenemos que apreciar el amor.

En otro pasaje dice: “El saber envanece; sólo el amor es de veras provechoso” (1Cor 8,1).Y Pablo hace el elogio del amor generoso y paciente:“El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta”.

Es la descripción de un corazón manso y humilde, un ideal que no parecía atraer mucho a los corintios. Efectivamente, la ambición humana no va por este camino. Pero San Pablo nos dice que el verdadero valor se encuentra allí, y que si queremos tener una relación auténtica con Cristo y con Dios, tenemos que seguir este camino, y ningún otro.

Podemos tener extraordinarias carreras, producir obras impresionantes, pero todo eso no cuenta... Lo que cuenta es el amor, el amor paciente el amor desinteresado, el amor que no tiene en cuenta el mal, el amor manso y humilde, el amor-ágape.

Y esta mentalidad de la primacía del amor sobre los dones y carismas recibidos del Señor, vuelve Pablo a exponerla cuando nos habla de las virtudes teologales que nos unen a Dios. Las tres son virtudes necesarias y fundamentales de la vida cristiana, que consiste en la unión con Dios, por medio de Cristo, en la fe, en la esperanza y en la caridad. En cada momento de la vida cristiana tenemos que vivir en la fe, la esperanza y la caridad; jamás podemos renunciar a una de estas virtudes teologales que precisamente constituyen nuestra unión con Dios. Pero Pablo concluye que la más grande de todas es la caridad:

“Ahora vemos por un espejo y obscuramente, pero entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo parcialmente, pero entonces conocerá como soy conocido. Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad”.

Pablo demuestra, por tanto, que es este amor el que perdura: “El amor no pasa jamás. Desaparecerá el don de hablar en nombre de Dios, cesará el don de expresarse en un lenguaje misterioso, y desaparecerá también el don del conocimiento profundo”.

Esta última afirmación de Pablo es fundamental en la vida cristiana: el valor más grande es el amor generoso, que Dios nos comunica, y que nosotros debemos recibir con inmenso agradecimiento porque es lo que más vale. Con ese amor que Dios nos comunica, como es una participación del Amor con que Él se ama en el Espíritu Santo, es con el único con que nosotros podemos amarle como Él se ama y eso no es posible si Él no nos lo comunica por su mismo Espíritu: “Si alguno me ama, mi Padre le amará…”

La nueva alianza consiste precisamente en la unión con Cristo por el amor, para vivir cada vez más en el amor generoso que Él nos tiene, el don más elevado, el más hermoso, el don que nos pone en la dignidad más alta, porque verdaderamente nos une con el mismo Dios; nos lo dice San Juan: “Dios es amor”… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4, 7-8); “y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4,16).

17

IMITACIÓN DE CRISTO

17. 1.“Imitatores mei estote sicut et ego Christi: sed mis imitadores como yo lo soy de Cristo”(1Cor11, 1)

       “Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la palabra con gozo en el Espíritu Santo aún en medio de grandes tribulaciones, hasta venir a ser ejemplo para todos los fieles de Macedonia y de Acaya” (1Tel 1, 6)

“Para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal”(2Cor 4, 11-12)

Evidentemente no podemos negar que en las cartas de San Pablo encontramos la palabra imitar. La usa repetidas veces. Cuando San Pablo escribe: “imitatores mei estote sicut et ego Christi: sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1Cor 11, 1), quiere decir «obedeced por la fe a la Palabra de Dios y seguid a Cristo, amadle y cumplid su voluntad por amor, como yo le amo y le sigo, obedecedme a mí que os trasmito la Palabra de Dios, como yo también le obedezco». Por seguir a Cristo entendemos, sobre todo, creer en Él, obedecer y seguir su palabra y por el amor, hacer nuestra su justicia y santidad.

La idea de una comunión de vida y de destino con Cristo está presente en los Sinópticos y, mucho antes, en San Juan, que se sirve, de un modo maravilloso, de un doble registro en el sentido musical del término: el uno, histórico; el otro, místico.

En San Pablo, sin embargo, esta idea de comunión de vida y de destino con Cristo está enteramente desarrollada en clave mística. San Pablo no usa jamás el verbo «seguir», a diferencia de los sinópticos y del cuarto evangelio, en el cual el seguimiento  expresaba fundamentalmente el estado propio y el carácter específico del discípulo que quería seguir y pisar las huellas de Cristo; es más, parece que San Pablo no usó ni siquiera el término discípulo.

Él mismo no se presenta como discípulo (mathetés), sino como siervo (doulos) de Cristo: “Paulus, servus (doulos) Iesu Christi, vocatus Apostolus in Evangelium Dei: Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el evangelio de Dios” (Rom 1, 1). Pablo no ha conocido personalmente a Jesús durante su vida terrena y no lo ha seguido en los caminos de Palestina; no ha sido tampoco discípulo en el sentido estricto del término. Esto explica por qué los términos seguir y discípulo no pertenecen a su vocabulario.

Él usa, sin embargo, la terminología de la imitación, con el verbo imitar, en griego «miméomai», y el adjetivo imitador, en griego, «mimetés». Pero la desaparición, en San Pablo, del vocabulario de secuela o seguimiento sustituido por imitación, no es, tal vez, un hecho puramente casual, sino todo un proceso intelectual explicable con una lógica interna.

El seguimiento, en el sentido primitivo, implicaba una vida en común con el Jesús histórico. Ahora ya, en el momento pospacual en que estamos, esta proximidad histórica, que lleva consigo el seguimiento, no es posible. Los creyentes de hoy no pueden tener con Jesús los contactos precisamente iguales a los que vivieron con Él antes de la Pascua.

Hoy vivimos en la fe en relación con el Señor (Kyrios), resucitado y glorificado. La cercanía corporal cede el puesto a una relación distinta, más espiritual. Entre Cristo y el creyente se crea otra comunidad de vida, basada en una oscura pero íntima y espiritual experiencia de fe por el Espíritu, que podemos llamar a falta de un término mejor: mística.

Se puede, sin embargo, en este tiempo de fe en que vivimos, emplear los términos de secuela y seguimiento, en un sentido figurado y metafórico, como lo hacen los cuatro evangelios, de modo discreto y concertado. Es un sentido que conserva toda su validez y su fuerza de atracción y belleza, pero sabiendo que ya no es posible, en concreto y en sentido propio y estricto, realizar el seguimiento histórico, porque Cristo ya sólo es objeto de nuestra fe, no siendo posible verlo en el tiempo y en el espacio y poder seguirlo materialmente.

Por todo esto, el término evangélico “sígueme” hay que interpretarlo en términos nuevos. La idea de imitación podía aquí encontrar una aplicación útil. San Pablo encontró los medios conceptuales y semánticos aptos para este propósito en el ambiente cultural de la lengua griega y en el ambiente helenístico en que vivía y del cual hemos hablado al comienzo.

Como hemos dicho repetidas veces, San Pablo es un personaje culturalmente muy complejo, porque él se declara hebreo, hijo de hebreos, fariseo según la Ley (cfr Fil 3, 5), nacido y crecido en Tarso de Cilicia, una ciudad de origen fenicio, pero totalmente helenizada; habla el griego como un griego; lo escribe como un hombre culto que domina el uso de la propia lengua; tiene, sin embargo, ciudadanía romana y se vale de ella como aval de su libertad como vemos en Hch 22, 25-29.

La terminología de la imitación se encuentra ocho veces en las cartas de San Pablo y dos veces en la carta a los Hebreos, que fue redactada por un colaborador suyo. Analizaremos otros textos también de San Pablo, que sin usar explícitamente el vocabulario de la palabra imitación, nos proponen a Cristo como modelo y lo presentan ante nosotros como digno de ser imitado.

       Pablo concibe la vida cristiana como una progresiva configuración del creyente con la imagen de Cristo crucificado, que ha pasado por la pasión y la muerte en cruz, ha resucitado y ahora está glorificado y sentado a la derecha del Padre. En la segunda a los corintios escribe:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos trasformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, como movidos por el espíritu del Señor” (2 Cor 3,18).

De esto nos podría decir mucho San Juan de la Cruz.  Para él, el alma que por la oración ha subido por la montaña de la contemplación, se trasfigura y refleja, al contemplarle, la gloria de Cristo, como un espejo o el agua cristalina refleja el rostro de quien la mira y contempla o los rayos del sol: «¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes  plateados, formases de repente, los ojos deseados, que tengo en mis entrañas dibujados!» Así expresa San Juan de la Cruz los sentimientos del alma que se ha purificado por las noches pasivas del espíritu de todo lo que no es Dios y ya lo único que quiere es vivir la experiencia de Dios Uno y Trino en su alma que refleja la belleza y la hermosura de Dios. El alma se siente habitada por la Santísima Trinidad: “si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada (de amor) en él”.

Para San Pablo, como el espejo llega a ser de algún modo la imagen del sol que refleja o de la persona que se mira en él, así también el cristiano es trasformado en una imagen de Cristo, de ese sol de verdad y justicia cada vez más perfecta, y del cual refleja la gloria divina. Es toda la doctrina de San Juan de la Cruz sobre la transformación del alma. Ellos, los místicos, lo han vivido en plenitud, han llegado a la trasformación en Cristo por la oración contemplativa y unitiva.

Es el proceso que ha seguido en su evolución espiritual San Pablo, cuando no comprendía que queriendo amar y trabajar por Cristo totalmente, encontrara tantas oscuridades internas y externas, el ángel de Santanás y rogaba a Dios que se lo quitara: “Por tres veces he rogado que me quite…” El Señor le ha respondido: “Te basta mi gracia”.

Luego avanzando en la noche, como dice San Juan de la Cruz, el alma, purificada un poco más por esa misma luz y contemplación divina, que a la vez que la ilumina de forma para ella desconocida, distinta a las anteriores comunicaciones, le va también quemando las imperfecciones y las actitudes de pecado, como el fuego al madero, el alma, repito, empieza a ver y sentir y seguir a Cristo de otra manera más divina, más llena de la gracia de Dios, de la misma vida y luz de Dios, y dirá con San Pablo: “Virtus in infirmitate perficitur”.

Empieza a gozarse ya en esta nueva unión con Dios porque es más vivencial, más espiritual, más en el Amor, en el Espíritu Santo. Hasta que totalmente purificada, hasta los límites que Dios quiera llevarla,  dirá el alma con San Juan de la Cruz: «Quedeme y olvideme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejeme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado». San Pablo dijo: “Libenter gaudebo in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus (la gracia) Christi: me alegraré en mis debildades para que habite así en mi la fuerza de Cristo”, “para mí la vida es Cristo” “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado”.

Este proceso de configuración ha estado preordenado por Dios, que nos ha predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, porque de esta forma sea el primogénito de muchos hermanos (Cfr Rom 8, 29). Ahora bien, no se trata, como he dicho, de una configuración puramente extrínseca; de una semejanza aplicada a lo externo del hombre, sino interna, del espíritu. De hecho tal conformación implica una participación total, íntima, espiritual, vivencial de Cristo que vive en el alma del santo apóstol los grandes acontecimientos salvíficos. En la historia de la Iglesia esto es muy frecuente. Los místicos todos han llegado a estas vivencias y nos han revelado y nos seguirán revelando grandes misterios de la historia de Cristo.

Para esto, según San Pablo, debemos participar en los sufrimientos de Cristo y en su muerte para poder así participar de su gloria. Y con esto, sin pretenderlo, nos estamos  sumergiendo en toda la mística católica: Pablo, Juan, Francisco, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, sor Isabel de la Trinidad, Madre Teresa de Calcuta, de la que precisamente esta mañana, y pienso en la providencia de Dios, una señora, escandalizada, me ha comunicado que por la radio han dicho que murió dudando de la existencia del cielo, de Dios, que el locutor dijo que murió sin fe. Se están refiriendo a unos escritos que fueron publicados hace poco tiempo por el Postulador de la causa de canonización, impresionado de estos sufrimientos internos y espirituales. Es la noche del espíritu descrita por San Juan de la Cruz. 

Es bien conocido, por otra parte, el uso que San Pablo hace de ciertos neologismos formados con la preposición con, en griego, «syn», colocado en castellano unas veces antes de la palabra, otras después: sufrir con, estar crucificados con, morir, consepultados, resucitados con, convivir, sentados en el cielo con…etc. Este uso describe de forma experiencial y vital la unión y la trasformación del creyente en Cristo.

Es lo que San Juan de la Cruz dice de la oración contemplativa, unitiva o trasformativa. Conviene notar que San Pablo reserva esta experiencia con Cristo a los hechos, que constituyen, según su vivencia personal, la esencia de la Redención, a saber, la pasión, la crucifixión, la muerte, la sepultura, la resurrección y la glorificación.

Y el sacramento fundamental, por excelencia, de nuestra configuración con Cristo, es el bautismo. Qué bien desarrolla esta doctrina espiritual Sor Isabel de la Trinidad. Vive totalmente la espiritualidad del Bautismo, que nos ha configurado con Cristo. Por el bautismo, de hecho, somos configurados con Cristo, en una muerte semejante a la suya, para ser luego unidos a Él por una resurrección semejante también a la suya (Cfr Rom 6, 5). Mediante la acción sacramental, por el Espíritu Santo, se realiza una misteriosa trasformación en el ser mismo del creyente, pasando por la inmersión en el agua, muerte y sepultura de Cristo, a la nueva vida del Resucitado, saliendo de la sepultura del pecado y de la muerte, como indica el mismo ritual, que a veces cambio un poco, porque eso de morir en el bautismo la gente no lo entiende.

Esta resurrección será plena en la manifestación de Cristo del último día. Y esta configuración sacramental con Cristo se realiza y completa luego en la vida del creyente que se ha bautizado, mediante la configuración e imitación moral y espiritual de Cristo. Qué bien lo viven los místicos: Sor Isabel de la Trinidad.

SACERDOS 2: LA SEGUNDA PARTE HASTA EL Nº 5 INCLUSIVE ES MUY INTERESANTE. VOY A COPIAR EL Nº 5 PRIMERO, Y PONGO EL RESTO A CONTINUACIÓN

– 5 – IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y EL MINISTERIO SACERDOTAL

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada sea para el Señor, presente en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Ti se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y se sabía mucho latín,- tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

Si el Señor se queda, es de amigos corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía no es una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero y completo, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si estuviera en un salón, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: “Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien...” (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni un sólo apóstol fervoroso, ni un sólo santo que no fuera eucarístico. Ni uno sólo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Aquí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, “aunque es de noche”, aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, más avanzados, dialogando, “tratando a solas”, trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, “noticia amorosa” de Dios, “ciencia infusa”, “contemplación de amor”.

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, lo que yo veo y contemplo, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa, refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: “...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender”27 La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana, como la presencia eucarística, no se aguanta, si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“Tú en mí y yo en ti, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “Vete en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo...”, sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que sólo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en el pecado, en la lejanía de Dios: “Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción? la angustia?¿la persecución?,¿el hambre?¿la desnudez? ¿el peligro?¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8, 35.37). Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis, sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables; sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos” (Jn 15,1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio. En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor” (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y esto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuantas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

Como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se dé, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar- convertirme a Él-vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y no hay que escandalizarse, es natural que a veces no estemos de acuerdo en programaciones pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia-apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología que vive, no el que aprendió en Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración».

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor28”.

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).

             LA SAMARITANA

 

             Cuando iba al pozo por agua,

             a la vera del brocal,

             hallé a mi dicha sentada.

 

             - ¡Ay, samaritana mía,

             si tú me dieras del agua,

             que bebiste aquel día!

            

             - Toma el cántaro y ve al pozo,

             no me pidas a mí el agua,

             que a la vera del brocal,

             la Dicha sigue sentada.

                           (José María Pemán).

 

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo. AMÉN.

BREVE ITINERARIO DE LA ORACIÓN: MEDITATIVA, AFECTIVA Y CONTEMPLATIVA

Repito y lo hago por tratarse del CAMINO más importante de la vida cristiana y espiritual, principio y motor de la santidad de la Iglesia y de los cristianos. Para orar, puede servirte la lectura espiritual de buenos libros, sobre todo, hecha en la presencia eucarística del Señor; la vida de algún santo que hable de su propia experiencia de Dios, y desde luego, insustituible, el Evangelio, que es lo que a ti, personalmente, te dice Cristo Eucaristía en ese momento; al principio, tal vez escuchado, meditado y orado por otros, luego ya directamente por tí; puedes también escribir lo que se te ocurra ante Jesucristo, recitar los salmos que te gusten y meditarlos, repetir los versículos que más te gusten, responsorios preciosos de las Horas... Pero la ciencia y la experiencia en este tema, de lo que uno ha visto y leído en santos como Juan de Ávila, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Carlos de Foucauld... he llegado a la conclusión de que no se trata de descubrir un camino misterioso que pocos han descubierto y tengo que buscarlo hasta dar con él.

El camino de la oración ya está descubierto y es elemental en su estructura, aunque cada uno tiene que recorrerlo personalmente: no olvidar jamás que orar es amar y amar es orar, y que en la vida cristiana estos dos verbos se conjugan igual. Estoy convencido, por teoría y experiencia, de que el que quiere orar, ese ya está orando. Nunca mejor dicho que querer es poder, porque este querer es ya la mejor gracia de Dios. La dificultad en orar está principalmente en que uno no está convencido de su importancia y puede considerarla una más de las diversas formas de la piedad cristiana; además, como cuesta al principio coger este camino de amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual supone renuncia y conversión, uno cree poder sustituirla con otras prácticas piadosas. Lo primero, pues, que hemos de tener presente, como hemos dicho ya tantas veces, será pedir la fe y el amor que nos unen a Dios, y no pueden ser fabricados por nosotros.

La oración nunca será un camino difícil sino costoso, como cualquier camino que lleva a la cima de la montaña, sobre todo, en los comienzos. El camino es facilísimo: querer amar a Dios sobre todas las cosas. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto” (Mt 4,10). Por lo tanto, abajo todos los ídolos, el primero, nuestro yo. Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22,37). Pero esto cuesta muchísimo, sobre todo al principio, porque entonces no se tienen los ojos limpios para ver a Dios, no se sienten estos deseos con fuerza, no se tiene la fe y el amor y una esperanza de Dios suficientes para ir en su busca, empezando por renunciar al cariño y la ternura que nos tenemos. Este preferirnos a nosotros antes que a Dios ha hecho que nuestra fe sea seca, teórica, puramente heredada y ha de ser precisamente por esos ratos de oración eucarística, cuando empiece a hacerse personal, a creer no por lo que otros me han dicho sino por lo que yo voy descubriendo y eso ya no habrá quien te lo quite.

Es costosa la oración, sobre todo al comienzo, hasta coger el camino de la conversión, porque la persona, sin ser consciente, achaca la sequedad de la misma a las circunstancias de la oración o sus métodos, siendo así que en realidad la aridez y el cansancio vienen de que hay que empezar a ser más humildes, a perdonar de verdad, a convertirnos a Dios, para amarle más que a nosotros mismos y esto, si no hay gracias de Dios especiales, que se lo hagan ver y descubrir y para eso es la oración, imposibilita la oración de ahora y de siempre y de todos los siglos. Por eso, al hablar de oración a principiantes, es más sencillo y pedagógico y conveniente hablarles desde el principio, de que se trata de un camino de conversión a Dios, camino exigente, y que por y para eso necesitamos hablar continuamente con Él, para pedirle luz y fuerzas.

La dificultad en la oración, en el encuentro con el Señor, en descubrir su presencia y figura y amor y amistad está en que no queremos convertirnos, y esta dificultad conviene que sea descubierta, sobre todo al principio, por el mismo principiante o por personas experimentadas, para descubrir la razón de la sequedad y las distracciones y no ponerla sólo en los métodos y técnicas de la oración.

Algunos cristianos, por desgracia, no saben de qué va la oración personal, qué lleva consigo y otros hablamos con frecuencia de ello, pero no hemos emprendido de verdad el camino o lo hemos abandonado y estamos ya instalados en nuestros defectos y pecados, aunque sean veniales, pero que nos instalan también para toda la vida en la lejanía próxima de Dios, que nos impiden la unión total y transformadora en Él, esto es, impiden la oración contemplativa y unitiva, que nos llevaría a la santidad y al encuentro pleno y permanente con el Señor, y en negativo nos convierten en mediocres espirituales y consecuentemente nos llevan a la mediocridad pastoral y apostólica. ¿Cómo entusiasmar a los hermanos con un Cristo que nos aburre personalmente?

Sin conversión no hay oración y sin oración no hay vivencia y experiencia de Dios, ni amor verdadero a los hermanos, ni entrega, ni liturgia vivida, ni gozo del Señor ni santidad ni nada verdaderamente importante en la vida cristiana ni verdadero apostolado que lleve a los hombres al amor y conocimiento vital de Dios, sino acciones, programaciones, organigramas que llevan a dimensiones poco trascendentes y perpendiculares y menos llenas y elevadas de fe y amor cristianos, donde muchas veces es hacer por hacer, para sentirse útil, en apostolado puramente horizontal, pero donde la gloria del Padre ni es descubierta, ni buscada ni siquiera mencionada, porque no se vive ni se siente, y Jesucristo no es verdaderamente buscado y amado como salvador y sentido total de nuestras vidas y la salvación eterna, el “sólo una cosa es necesaria, la salvación eterna” no es buscada como motor principal de todo apostolado; son acciones de un “sacerdocio puramente técnico y profesional”, acciones de Iglesia sin el corazón de la Iglesia, que es el amor a Cristo; acciones de Cristo sin el espíritu de Cristo, porque “el sarmiento no está unido a la vid...”

La oración, desde el primer día, es amor a Dios, querer amar a Dios: “Que no es otra cosa oración mental, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama”. Por eso, desde el primer instante y kilómetro ¡abajo los ídolos! especialmente el yo que tenemos entronizado en el altar de nuestro corazón. Y este cambio, que ha de durar toda la vida, es duro y cruel y despiadado contra uno mismo, sobre todo al principio, en que estamos incapacitados para amar así, por no sentir el amor de Dios más vivamente, precisamente por esos mismos defectos, y cuesta derramar las primeras gotas de sangre, porque nos tenemos un cariño loco y apasionado.

Y cuando, pasado algún tiempo, años tal vez, los que Dios quiera, y ya plenamente iniciados y comprometidos, lleguen las noches de fe, esperanza y caridad, las terribles purificaciones de las virtudes teologales que nos unen directamente con Dios y que Dios quiere purificarnos para disponernos a una unión total, porque Tú, Señor, para prepararnos plenamente a tu amor sobre todas las cosas, lo exiges todo: personas, criterios propios, afectos, dinero, seguridad, cargos, honores..., cuando el entendimiento quiere ver y tener certezas propias, porque es mucho lo que le exiges y le cuesta creer en tu palabra, obedecerte y aguantar tanta exigencia, y quiere probarlo todo y razonar todo antes de entregarte todo: resulta que tu persona, tu presencia, tu evangelio, tus palabras y exigencias, hasta entonces tan claras y que no teníamos inconveniente en admitir y meditar y predicar, porque eran más teóricas que vivenciales, pero nos molestaban poco o casi nada, porque no nos las aplicábamos a nosotros mismos, ahora, al querer Tú, Dios mío, querer unirme más a Ti, disponernos a una unión más perfecta y plena contigo... cuando exiges todo, porque quieres llenarlo todo con tu amor, y el alma, para eso, debe vaciarse de todo, porque Tú quieres que te ame con todo mi corazón y con toda mi alma y con todo mi ser... entonces nada valen los conocimientos adquiridos, ni la teología, ni la fe heredada, ni la experiencia anterior, que quedan obnubiladas, y mucho menos echar mano de exégesis o psicologías... entonces, en ese momento largo y trágico, que parece no acabará nunca, porque es mucho paradójicamente lo que el alma te desea y te ama en esa noche, sin ser consciente de ello, la última palabra, el último apoyo es creer sin apoyos y lanzarse a tus brazos sin saber que existen, porque no se ven ni sienten, porque Tú sólo quieres que me fíe y me apoye en Tí, hasta el olvido y negación de todo lo mío, de todo apoyo humano y posible, racional y científico, afectivo y familiar, y quedar el horizonte limpio de todo y de todos, sólo Tú, sólo Tú, sin arrimos de criatura alguna.

En estas etapas, que son sucesivas y variadas en intensidad y tiempo, según el Espíritu Santo crea oportuno purificar y según sus planes de unión, ni la misma liturgia ni los evangelios dan luz ni consuelo, porque Dios lo exige todo y viene la “duda metódica” puesta por Dios en el alma para conducirnos a esa meta: ¿Será verdad Cristo? ¿Cómo puedo quedarme sin fe, sin ver ni sentir nada? ¿Para qué seguir? ¿No debe ser todo razonable, prudente, sin extremismos de ninguna clase? ¿Habrá sido todo pura imaginación? ¿Por qué no aceptar otros consejos y caminos? ¿Cómo entregar la propia vida, la misma vida en amor total y para siempre, las propias seguridades sin ninguna seguridad de que Él está en la otra orilla...? ¿Será verdad todo lo que creo, será verdad que Cristo vive, que es Dios, cómo dejar estas cosas de la vida que tengo y toco y me sostienen vital y afectivamente por una persona que no veo ni toco ni siento, y menos en un trozo de pan, cómo puede existir una persona que ya no veo en la oración, en el evangelio, en la relación personal que antes tenía y creía...? ¿Será verdad? ¿Dónde apoyarme para ello? ¿Quién me lo puede asegurar? Con lo feliz que era hasta ahora, con el gozo que sentía en mis misas y comuniones anteriores, con deseos de seguirle hasta la muerte, con ratos de horas y horas de oración y hasta noches enteras en unión y felicidad plena... qué me pasa... qué está pasando dentro de mí...

En estas etapas, ordinariamente intermitentes, que pueden durar meses y años, porque el alma no podría resistirla muchos años seguidos, el alma va madurando en la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que nos unen directamente con Dios, y sin ella ser consciente, se va llenando de la misma luz y fuerza de Dios; su fe, va recibiendo de Dios más luz, luz vivísima y sin imperfecciones de apoyos de criaturas, va entrando en este camino, donde el Espíritu Santo es la única luz, guía, camino y director espiritual.

La causa de todo esto es una influencia y presencia especial de Dios en el alma, llamada por San Juan de la Cruz contemplación infusa, que a la vez que ilumina, purifica al alma con su luz intensísima, y la fortalece en aparente debilidad y poco a poco ya no soy yo el que lleva la batuta de la conversión, porque me corregía lo que me daba la gana y muchos campos ni los tocaba y en otros me quedaba muy superficial... ahora es el Espíritu Santo, porque me ama infinito, el que me purifica como debe ser y yo debo confiar en Él sobre el dolor y las dudas y la soledad y las sospechas que provocan tanta purificación y conversión.

Es que Dios es Dios y no sabe amar de otra forma que entregándose y dándose todo entero; así es que me tengo que vaciar todo entero de mis criterios, afectos, ilusiones, esperanzas y demás totalmente, para que Él pueda llenarme. Luego, cuando haya pasado la prueba, podré decir con San Pablo: “Pero lo que tenía por ganancia, lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida comparado con el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo he sacrificado y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él... por la justicia.. que se funda en la fe y nos viene de la fe en Cristo”.

San Juan de la Cruz, el maestro de las noches purificatorias, nos dirá que la contemplación, la oración vivencial, la experiencia de Dios Aes una influencia de Dios en el alma que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo es ésta contemplación infusa”29.

Tan en secreto lo hace Dios, que el alma no se entera de qué va esto y qué le está pasando, es más, lo único que piensa y le hace sufrir infinito, es que vive y está convencida de que ha perdido la fe, a Dios, a Cristo, la misma salvación, y que ya no tiene sentido su vida, no digamos si está en un seminario o en un noviciado, piensa que se ha equivocado, que tiene que salirse... ¡Qué sufrimientos de purgatorio, de verdadero infierno!¡qué soledad! ¡Dios mío! ¿pero cómo permites sufrir tanto? Ahora, Cristo, barrunto un poco lo tuyo de Getsemaní.

Y es que los cristianos no nos damos cuenta de que Dios es verdad, es la Verdad y exige de verdad para que siempre vivamos de verdad en Él y por Él y vivamos de Él, que es la única Verdad y nunca dudemos de su Verdad, presencia y amor. La fe y el amor a Él van en relación directa con lo que estoy dispuesto a renunciar por Él, a vaciarme por Él. Por eso, conviene no olvidar que creer en Dios, para no engañarse y engañarnos, es estar dispuestos a renunciar a todo y a todos y hasta a nosotros mismos, por Él. La fe se mide por la capacidad que tengo de renunciar a cosas por Él. Renuncio a mucho por Él, creo mucho en Él y le amo mucho; renuncio a poco, creo poco en Él y le amo poco. Renuncio a todo por Él, creo totalmente en Él, le amo sobre todas las cosas; no renuncio a nada, no creo nada ni le amo nada, aunque predique y diga todos los días misa. Pregúntate ahora mismo: ¿A qué cosas estoy renunciando ahora mismo por Cristo? Pues eso es lo que le amo, esa es la medida de mi amor.

Por eso, en cuanto el evangelio, Jesucristo, la Eucaristía nos empiezan a exigir para vivirlos, entonces mi yo tratará de buscar apoyos y razones y excusas para rechazar y retardar durante toda su vida esa entrega, y hay muchos que no llegan a hacerla, la harán en el purgatorio, pero como Dios es como es, y soy yo el que tiene que cambiar, y Dios quiere que el único fundamento de la vida de los cristianos sea Él, por ser quien es y porque además no puede amar de otra forma sino en sí y por sí mismo y esto es lo que me quiere comunicar y no puede haber otro, porque todo lo que no es Él, no es total, ni eterno, ni esencial, ni puede llenar... entonces resulta que todo se oscurece como luz para la inteligencia y como apoyo afectivo para la voluntad y como anhelo para la esperanza y es la noche, la noche del alma y del cuerpo y del sentido y de las potencias: entendimiento, memoria y voluntad.

“Por tres causas podemos decir que se llama Noche este tránsito que hace el alma a la unión con Dios. La primera, por parte del término de donde el alma sale, porque ha de ir careciendo el apetito del gusto de todas las cosas del mundo que poseía, en negación de ellas; la cual negación y carencia es como noche para todos los sentidos del hombre.

La segunda, por parte del medio o camino por donde ha de ir el alma a esta unión, lo cual es la fe, que es también oscura para el entendimiento, como noche. La tercera, por parte del término a donde va, que es Dios, el cual ni más ni menos es noche oscura para el alma en esta vida”30.

Es buscar razones y no ver nada, porque Dios quiere que el alma no tenga otro fundamento que no sea Él, y es llegar a lo esencial de la vida, del ser y existir...y entonces todo ha de ser purificado y dispuesto para una relación muy íntima con la Santísima Trinidad; si es malo, destruirlo, y si es bueno, purificarlo y disponerlo, como el madero por el fuego, para una unión más perfecta, más pura: antes de arder y convertirse en llama, el madero, dice San Juan de la Cruz, debe ser oscurecido primero por el mismo fuego, luego calentarse y, finalmente, arder y convertirse en llama de amor viva, pura ascua sin diferencia posible ya del fuego: Dios y alma para siempre unidos por el Amor Personal de la Santísima. Trinidad, el Espíritu Santo, Beso y Abrazo eterno entre el Padre y el Hijo.

Es la noche de nuestra fe, esperanza y amor: virtudes y operaciones sobrenaturales, que, al no sentirse en el corazón, no nos ayudan aparentemente nada, es como si ya no existieran para nosotros; además, tenemos que dejar las criaturas, que entonces resultan más necesarias, por la ausencia aparente de Dios, a quien sentíamos y nos habíamos entregado, pero ahora no lo vemos, no lo sentimos, no existe; por otra parte y al mismo tiempo y con el mismo sentimiento, aunque nos diesen todos los placeres de las criaturas y del mundo, tampoco los querríamos, los escupiríamos, porque estamos hechos ya al sabor de Dios, al gusto y plenitud del Todo, aunque sea oscuro... total, que es un lío para la pobre alma, que lo único que tiene que hacer es aguantar, confiar y no hacer nada, y digo yo que también el demonio mete la pata y a veces se complican más las cosas.

Esta situación ya durísima, se hace imposible, cuando además de la oscuridad de la fe, el amor y la esperanza, viene la noche de la vida y nos visita el dolor moral, familiar o físico, la persecución injusta y envidiosa, la calumnia, los desprecios sin fundamento alguno..., cuando no se comprenden noticias y acontecimientos del mundo, de tu misma Iglesia... de los mismos elegidos... cuando uno creía que lo tenia todo claro, y viene la muerte de nuestros afectos carnales que quieren preferirse e imponerse a tu amor, de nuestras pretensiones de tierra convertidas en nuestra esperanza y objeto de deseo por encima de Ti, que debes ser nuestra única esperanza, cuando llegue la hora de morir a mi yo que tanto se ama y se busca continuamente por encima de tu amor y que debe morir, si quiero de verdad llegar a ti, échanos una mano, Señor, que te veamos salir del sagrario para ayudarnos y sostenernos, porque somos débiles y pobres, necesitados siempre de tu ayuda ¡no me dejes, Madre mía! Señor, que la lucha es dura y larga la noche, es Getsemaní, Tú lo sabes bien, Señor, es morir sin testigos ni comprensión, como Tú, sin que nadie sepa que estás muriendo, sin compañía sensible de Dios y de los hombres, sin testigos de tu esfuerzo, sino por el contrario, la incomprensión, la mentira, la envidia, la persecución injustificada y sin motivos... que entonces, Señor, veamos que sales del sagrario y nos acompañas por el camino de nuestro calvario hasta la muerte del yo para resucitar contigo a una fe luminosa, encendida, a la vida nueva de amistad y experiencia gozosa de tu presencia y amor y de la Trinidad que nos habita.

Es el Espíritu Santo el que iluminará purificando, unas veces más, otras menos, durante años, apretando según sus planes que nosotros ni entendemos ni comprendemos en particular, sólo después de pasado y en general, porque en cada uno es distinto, pero que para todos se convierte en purificación, más o menos dolorosa en tiempo e intensidad, según los proyectos de Dios y la generosidad de las almas.

Por aquí hay que pasar, para identificarnos, para transformarnos en Cristo, muerto y resucitado:“Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos vamos transformando en la misma imagen de gloria, movidos por el Espíritu Santo” (2Cor 3,18). Es la gran paradoja de esta etapa de la vida espiritual: porque es precisamente el exceso de presencia y luz divina la que provoca en el alma el sentimiento de ceguedad y ausencia aparente de Dios: por deslumbramiento, por exceso de luz directa de Dios, sin medición de libros, reflexiones personales, meditación... es luz directa del rayo del Sol Dios. San Juan de la Cruz es el maestro: AY que esta oscura contemplación también le sea al alma penosa a los principios está claro; porque como esta divina contemplación infusa tiene muchas excelencias en extremo buenas y el alma, que las recibe, por no estar purgada, tiene muchas miserias, también en extremos malas, de ahí es que no pudiendo dos contrarios caber en el sujeto del alma, de necesidad hayan de penar los unos contra los otros, para razón de la purgación que de las imperfecciones del alma por esta contemplación se hace”31.

Que nadie se asuste, el Dios que nos mete en la noche de la purificación, del dolor, de la muerte al yo y a nuestros ídolos adorados de vanidad, soberbia, amor propio, estimación... es un Dios todo amor, que no nos abandona sino todo lo contrario, viéndose tan lleno de amor y felicidad nos quiere llenar totalmente de Él. Jamás nos abandona, no quiere el dolor por el dolor, sino el suficiente y necesario que lleva consigo el vaciarnos y poder habitarnos totalmente. Lo asegura S. Pablo:“Muy a gusto, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Cor. 8,1).

Quizás algún lector, al llegar a este punto, coja un poco de miedo o piense que exagero. Prefiero esto segundo, porque como Dios le meta por aquí, ya no podrá echarse para atrás, como les ha pasado a todos los santos, desde San Pablo y San Juan hasta la madre Teresa de Calcuta, de la cual se ha publicado un libro sobre estas etapas de su vida, que prácticamente han durado toda su existencia. Porque el alma, aunque se lo explicaran todo y claro, no comprendería nada en esos momentos, en los que no hay luz ni consuelo alguno, y parece que Dios no tiene piedad de la criatura, como en Getsemaní, con su Hijo...Pero por aquí hay que pasar para poner solo en Dios nuestro apoyo y nuestro ser y existir. El alma, a pesar de todo, tendrá fuerzas para decir con Cristo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya...

Uno no comprende muchas cosas dolorosas del evangelio, de la vida de Cristo, de la vida de los santos, de muchos hombres y mujeres, que he conocido y que no serán canonizados, pero que son para mí verdaderos santos... en concreto, no entiendo por qué Jesús tuvo que sufrir tanto, por qué tanto dolor en el mundo, en los elegidos de Dios...por qué nos amó tanto, qué necesidad tiene de nuestro amor, qué le podemos dar los hombres que Él no tenga... tendremos que esperar al cielo para que Dios nos explique todo esto. Fue y es y será todo por amor. Un amor que le hizo pasar a su propio Hijo por la pasión y la muerte para llevarle a la resurrección y la vida, y que a nosotros nos injerta desde el bautismo en la muerte de Cristo para llevarnos a la unión total y transformante con Él.

Es la luz de la resurrección la que desde el principio está empujándonos a la muerte y en esos momentos de nada ver y sentir es cuando está logrando su fín, destruir para vivir en la nueva luz del Resucitado, de participación en los bienes escatológicos ya en la carne mortal y finita que no aguanta los bienes infinitos y últimos que se están haciendo ya presentes: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús...” En esos momentos es cuando más resurrección está entrando en el alma, y esa luz viva de Verbo eterno, de la Luz y Esplendor de la gloria del Padre, Cristo Glorioso y Celeste es la que provoca esa oscuridad y esa muerte, porque el gozo único y el cielo único es la carne de Cristo purificada en el fuego de la pasión salvadora y asumida por el Verbo, hecha ya Verbo y Palabra Salvadora de Dios y sentada con los purificados a la derecha del Padre.

Es el purgatorio anticipado, como dice San Juan de la Cruz. Precisamente quiero terminar este tema con la introducción a la SUBIDA DEL MONTE CARMELO: “Trata de cómo podrá el alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión”.

Cuando una persona lee a San Juan de la Cruz, si no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida, la Noche... y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo y aburre, porque asustan tanta negación, tanta cruz, tanto vacío, ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Por eso aconsejo empezar por el Cántico Espiritual y Llama de amor viva, aunque no se entiendan, pero inflaman. Es más, San Juan, desde el principio de sus obras, nos quiere hablar de la unión con Dios, pero como está tan convencido de que ésta solo llega después de la conversión y la purificación, pues resulta que, sin querer, por estar totalmente convencido de la conversión y purgaciones voluntarias primero y luego pasivas, nos las describe largo y tendido en la Subida al Monte Carmelo y las Noches. Así que cuando se llega al Cántico y a la Llama de amor viva... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, entusiasman, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por la oración, que nos llena de Dios, de Cristo, de la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración-conversión.

Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: “De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios , y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de Él recibe”.

“Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en El se ame como El merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser”.

“Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Sí mismo, pues Él en Sí siempre se es Él mismo; pero el alma de suyo perfecta y verdaderamente lo hace, dando todo lo que Él le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis”(Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y clarificado estoy en ellos”.

“Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación”.

“Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella”32.

SEGUNDA PARTE

SACERDOTE, DISCÍPULO Y MAESTRO DE ORACIÓN

NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE PARA REALIZARSE PLENAMENTE EN SU SER Y EXISTIR SACERDOTAL

Queridos hermanos, todos necesitamos del desierto en nuestras vidas. Hasta el mismo Cristo lo necesitó y no lo hizo para darnos ejemplo. Los evangelios nos aseguran que Cristo se retiraba por las noches a orar: “Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo” (Mt 14,23); también nos dicen cómo se retiró a orar al comienzo de su vida pública para descubrir y poder vencer las falsas concepciones del Reino de Dios, que sus contemporáneos tenían en relación con el Mesías prometido y con su mensaje; necesitó la soledad y el silencio de las criaturas para orar y predicar el Reino de Dios, para no retroceder y acobardarse ante las dificultades, para no desviarse por la tentación de mesianismos puramente terrenos, consumistas y temporalistas, a los que el mundo quiere siempre reducirlo todo, hasta el mismo evangelio y el Reino de Dios sobre la tierra.

La Iglesia y los cristianos tendremos siempre esa tentación. Por eso necesitamos rezar bien el tercero de los misterios luminosos del santo Rosario: La predicación del reino de Dios por la conversión.

Nosotros y todos los seguidores de Cristo siempre necesitaremos de la soledad y del desierto para encontrarnos con Dios y con nosotros mismos, y de esta forma, lejos de influencias mundanas de criterios y concepciones falsas, poder descubrir las verdaderas razones de nuestro vivir cristiano y tener el gozo de encontrarnos a solas con Él, con el Eterno, el Infinito, el Trascendente y perdernos por algún tiempo en la inmensidad del Absoluto.

Para la mentalidad bíblica el desierto nunca es un término, sino un lugar de paso, como en el caso de Elías: “Y levantándose, comió y bebió; y con la fuerza de aquel manjar caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Orbe” (1Re 19,8).

El desierto fue el camino del éxodo del pueblo judío desde la esclavitud hasta la libertad de la tierra prometida: “Acuérdate, Israel, del camino que Yavéh te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yavéh. Tus vestidos no se gastaron sobre ti, ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que Yavéh, tu Dios, te corrige a la manera como un padre lo hace con su hijo. Guarda los mandamientos de Yavéh, tu Dios, sigue sus caminos y profésale temor” (Ex 18,2-6).

En la vida de Jesús el desierto es un período de preparación inmediata a su ministerio público: “Al punto el Espíritu lo empujó hacia el desierto. Y estuvo en él durante cuarenta días, siendo tentado por Satanás, y vivía entre las fieras, pero los ángeles le servían” (Mc 1,12).

Es también una evasión frente al acoso de las turbas: “Y Él les dijo: “Venid también vosotros a un lugar apartado en el desierto, y descansad un poco” (Mc 6,31). Es un ambiente propicio para la oración: “Una vez que despidió al pueblo, subió al monte a solas para orar” (Mt 14,23); y para la meditación prolongada: “Por aquellos días fue Jesús a la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6,12).

El desierto, en fin, es un manantial donde saciar la sed de verse a solas con el Padre: “Quedaos aquí mientras voy a orar... Y adelantándose El un poco, cayó en tierra y rogaba: ¡Abba, Padre!” (Mc 14,32-35). Si Jesús y los profetas y los hombres de Dios se retiraron con frecuencia al desierto para descubrir y seguir su voluntad, es lógico que nosotros también lo hagamos.

Retirarse al desierto no es sólo ir allí materialmente. Para muchos podría ser un lujo. Se trata de hacer un poco de desierto en la propia vida. Hacer el desiertointerior significa retirarse a solas con Dios en la oración personal, habituarse a la autonomía personal, a encerrarse con los propios pensamientos y sentimientos, sin testigos ajenos, para meditar, reflexionar, discernir, potenciar y seguir la voz del Señor.

Hacer el desierto significa dedicar periódicamente tiempo largo a la oración; significa subir a una montaña solitaria; significa levantarse de noche para orar. En fin, hacer el desierto no significa otra cosa que obedecer a Dios. Porque existe un mandamiento —sin duda el más olvidado, especialmente por quienes se dicen «comprometidos», por los militantes, los sacerdotes y también los obispos…— que nos manda interrumpir el trabajo, desprendernos de nuestros compromisos y aceptar cierta inactividad en beneficio de la contemplación.

No temáis que la comunidad sufra algún daño a causa de vuestro aislamiento momentáneo. No temáis que disminuya vuestro amor por el prójimo; sino todo lo contrario, al aumentar vuestra relación y amor personal con Dios, como todo amor verdadero a Dios pasa por el amor a los hermanos, ya se encargará Dios mismo de que revisemos y potenciemos nuestro amor a los hermanos y todo nuestro apostolado. Sólo un amor intenso y personal a Dios puede sostener y conservar la caridad a los hermanos en toda su frescura y lozanía divinas.

Por eso negar el desierto implica negar la dimensión espiritual, el contacto con Dios, la necesidad de la oración personal prolongada, el trato cara a cara con Dios y con nosotros mismos sin otras mediaciones, la dimensión vertical de la existencia propiamente cristiana.

La gran conquista hecha en nuestros días por la comunidad y el cristianismo comunitario en la vida cristiana, a saber, la superación del individualismo litúrgico y oracional precedente, el gozo de orar en común en el marco de una liturgia renovada, no puede ser en detrimento de la oración personal que debe ser fuente, marco y jugo transformador de toda gracia y experiencia y celebración litúrgica y comunitaria.

La oración y la experiencia personal de Dios es la única que puede llevarnos a la plena madurez de la unión con Dios, a la santidad, la vivencia de lo que celebramos y vivimos en la liturgia, a la contemplación de los misterios celebrados. No quisiera, por último, que la obediencia a esta palabra de Jesús “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt18,20), nos hiciese olvidar esta otra palabra también suya: “Cuando ores entra en tu habitación y, habiendo cerrado la puerta, ora a tu Padre que está presente en el secreto” (Mi 6,6), potenciadas con su mismo comportamiento, especialmente en aquellos momentos de su vida, en que, para realizar mejor las obras del Padre y amar más y mejor a los hermanos, se retira por las noches o en medio de la multitud, al desierto de la oración.

– 2 –

NECESIDAD DE LA ORACIÓN EN EL SACERDOTE PARA HACER LAS

ACCIONES DE CRISTO. LA ORACIÓN, ACCIÓN FUNDAMENTAL, PRIMERA Y ESENCIAL DE TODO APOSTOLADO

He formulado así este apartado, porque seguimos con un concepto anticuado y parcial de apostolado, que hace que sea inútil tanto trabajo y acciones llamadas apostólicas, porque el “sin mí no podéis hacer nada”, “yo soy la vid, vosotros los sarmientos, o “venid vosotros a un sitio aparte”, no cuenta para nada o casi nada, y sólo programamos acciones y más acciones, sin mirar el espíritu con el que tenemos que hacerlas, que es el mismo espíritu de Cristo, del cual yo soy sacramento y transparencia.

Para hacer las acciones verdaderamente apostólicas, que son acciones de Cristo, necesitamos a Cristo, el espíritu de Cristo, los sentimientos de Cristo, de los cuales yo sacerdote tengo que ser humanidad supletoria, pero el fuego y los sentimientos son los suyos; la humanidad es mía y el espíritu es el de Cristo, el Espíritu Santo; y la fuente principal para tener su misma vida y su mismo Espíritu Santo es la oración y la Eucaristía, la oración eucarística; beber de este espíritu, de esta fuente, es la oración; lo ha dicho y realizado en su vida Cristo; lo ha dicho infinidad de veces el Papa Juan Pablo II; lo han dicho y testimoniado todos los santos, todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán y nada… seguimos con un concepto rancio y anticuado de apostolado de pensar que apostolados son principalmente acciones y de esto es de lo que se habla únicamente en las reuniones y programaciones, en los grupos, entre los sacerdotes; pocos se atreven a insistir en el alma, corazón y espíritu de todo apostolado que es la oración.

El cristiano, sobre todo si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración, discípulo y maestro de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, que cito repetidas veces en este libro. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levanta muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En la oración de Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de oración y conversión permanente, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús. Por la oración, que nos hace encontrarnos con Él y con su palabra y Evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque “¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle?” (Is 40,3). “Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el Papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo: o descubres al Señor en la Eucaristía y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a Él o no quieres convertirte a Él y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta duro estar delante de Él sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que Él te pide o enseña desde la oración y desde su misma presencia eucarística; igualmente la santa Misa no tendrá vida y sentido espiritual para nosotros, si no queremos ofrecernos con Él en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu fuego y santidad evangélica. No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y ésta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así también a los organigramas y acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, muchas veces acciones puramente humanas, vacías del Espíritu de Cristo: “Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con San Pablo: “Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4,3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica NMI.

Y lamento enormemente cómo esto se sigue ignorando en Sínodos y reuniones arciprestales y pastorales, donde seguimos con un concepto rancio de apostolado, anticuado, identificado con actividades con los hermanos más que en la actividad primera y esencial con Dios, para recibir su Espíritu, la fuerza y la vida de todo lo que hagamos; y esta actividad primera con Dios se llama oración, encuentro con Él, “contemplata aliis tradere” (predicar lo que habéis contemplado), “venid vosotros a un sitio aparte, “para hablar a los hombres de Dios, primero es hablar con Dios”, que debe ser el fundamento de todos los apostolados cristianos, porque nos une directamente con la fuente de todo apostolado, que es Cristo. Hacia Él tienen que ir dirigidos todos nuestros pasos, cosa imposible si no oramos nosotros. Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado.

Hay muchos apostolados sin Cristo, aunque se guarden las formas; y para empezar bien, para orar, es absolutamente necesario vivir en conversión continua. Ya he repetido que para mí estos tres verbos: amar, orar y convertirse se conjugan exactamente igual; sin conversión, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo en el corazón y en la vida. Así es cómo definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no sé a dónde las queremos llevar muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos, y he visto algunos programas de apostolado donde no aparece ni el nombre de Jesucristo, santidad...

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, porque no podremos llegar a una amistad sincera y vivencial con Él y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado.

Cristo no lo pudo decir más claro, pero en las programaciones pastorales se ignora con mucha frecuencia: “Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada” (Jn 15,1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que Él quiere y para la que te ha llamado. Pero eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a Él con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por Él. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles, obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo o creerlo como si fuera verdad o predicar las verdades cristianas como si se tratase de un sistema filosófico, pero no personas vivas con las cuales se habla y se convive y es verdad que nos llenan y nos hacen felices. El cristianismo como verdad de fe vale para salvarse, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, como llama ardiente en su corazón, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho “llama de amor viva”, y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

“María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo interior que por lo exterior, y así lo fue conociendo, “concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo”.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”; “Para mí la vida es Cristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios los sabe” (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que hablen encendidamente de Dios, del Padre, del Espíritu Santo, de la persona de Cristo, del Sagrario, de la oración, de su presencia y misterio, y los escritos espirituales verdaderos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón en todo al superior de turno y silenciar todos sus fallos, aunque la vida apostólica no avance, el seminario esté bajo mínimos y los sacerdotes ni hablen ni entiendan de santidad y perfección en el amor a Dios.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del evangelio. Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se puede contatar en la Iglesia y en las diócesis, y de esto se resiente luego la Iglesia.

“La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que Él sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical), no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien los es todo.

Porque orar es disponerme a que Él me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con Él. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante Dios. Cuanto menos sea yo desde mí mismo, desde mi voluntad de poder, tanto más seré yo mismo de Él y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu”26.

LA ORACIÓN, FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD Y DEL APOSTOLADO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II “NOVO MILLENNIO INEUNTE

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice “no hay una fórmula mágica que nos salva”, “el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo”, sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, los que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, en Sínodos, reuniones pastorales, Congresos y Convenciones… sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en ellas toda la eficacia y la solución de los problemas apostólicos sin tener en el horizonte y en la base y en la ejecución el nuevo concepto del apostolado perfecto y total, que es llevar las almas a Dios directamente, y para eso el camino más recto es la oración; la oración nuestra personal, para preparar y llevar a efecto la de los evangelizandos; y la de los que “apostolizamos”, porque si en nuestros apostolados con ellos les llevamos directamente a la oración, les hemos llevado directamente al final de todo apostolado y al sentido último de toda nuestra acción apostólica, porque les hemos hecho encontrarse directamente con Dios, sin necesidad de tantas acciones intermedias, que nos pasamos años y años con ellas, con este esquema, con estas notas que me mandan cada año, y no llegamos al final de todo, a que se encuentren directamente con Cristo, a que oren personalmente, a que dialoguen todos los días con Dios, con lo cual está todo solucionado, quiero decir, se ha escogido el camino único y verdadero del encuentro con Dios, que habrá que recorrer luego cada uno y que cuesta esfuerzo y tiempo, pero por lo menos no anda uno “extraviado” toda la vida cristiana o apostólica.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho—, es la oración: “Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama.”

Cristo se manifiesta y lo encontramos en la oración, cosa que no logramos con nuestras reuniones muchas veces. La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, — acciones apostólicas, en las que Dios no está presente y es buscado, tantas catequesis, predicaciones, reuniones que nunca llegan hasta Él, se quedan siempre en eternos apostolados de preparación para el encuentro.

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol.

Voy a recorrer la Carta, poniendo el número correspondiente y citando brevemente las palabras de Juan Pablo II. Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del Apostolado, del nuevo dinamismo que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración, cuanto más elevada mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios, poniendo los números pertinentes, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante:

Un nuevo dinamismo

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

CAPÍTULO 2

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1,1).

El camino de la fe

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

CAPITULO 3

CAMINAR DESDE CRISTO

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

LA SANTIDAD

30.- “En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

31.- “Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.”

 

LA ORACIÓN

32.- “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas”.

33.- “La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.”

Primacía de la gracia

38.- “En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.”

Escucha de la Palabra

39.- “No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia”.

Anuncio de la Palabra

40.- “Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de a predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo”.

– 4 –

LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: “Qué bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche”. Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que lo obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el apostolado como para la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también, y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes. Prescindiendo de otros canales, que siempre hay en la vida de la Iglesia, al menos por estos entrará menos agua. Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los buenos obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados, por sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato familiar con los seminaristas... Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son estos obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Aquí se lo juega todo la Iglesia, la Diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia, es su seminario y los sacerdotes. Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona… y cuando es un compromiso más, cuando no han llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo. Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre diócesis limítrofes, entre seminarios y seminarios! ¡Qué envidia santa y no sólo por el número sino por la orientación, la espiritualidad, por todo esto que dice el Papa en su Carta Apostólica! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños aunque sea en diócesis hermanas! Y es la misma gente... Y estamos al lado, pero muchas de estas cosas nos pasan por ser diócesis pequeñas. Y no quiero ahondar en la herida pero hace años que ya se acabó aquello de parroquias de entrada, promoción, término...

Estando estudiando en Roma, recuerdo por lo expresiva y gráfica una frase que no he olvidado en la vida. Se habían inundado unos barrios romanos, el Papa Pablo VI fue a visitarlos y en una pancarta grande tenían escrito sus habitantes, más como aclaración resignada que como protesta: TODO NOS PASA A LOS POBRES.

Señor ¿también tenías esto presente, cuando dijiste a tu Iglesia, que los pequeños tenían que ser los preferidos? Me gustaría que este deseo tuyo se realizara con más frecuencia, no digo siempre, pero más veces; es que cuando uno lleva años y años en una diócesis pequeña... si la quieres, es mucho lo que se sufre. Hermanos, perdonad mi dureza. Casi todos los obispos nos dieron las gracias al marcharse a otras diócesis porque aquí aprendieron a ser obispos... Es que somos diócesis de entrada.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo.

SACERDOS 2: LA SEGUNDA PARTE HASTA EL Nº 5 INCLUSIVE ES MUY INTERESANTE. VOY A COPIAR EL Nº 5 PRIMERO, Y PONGO EL RESTO A CONTINUACIÓN

 

– 5 – IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA VIDA Y

        EL MINISTERIO SACERDOTAL

“Adoro te devote, latens Deitas...” Te adoro devotamente, oculta Divinidad... Queridos hermanos y amigos sacerdotes del arciprestazgo, nuestra primera mirada sea para el Señor, presente en medio de nosotros, bajo el signo sencillo, pero viviente del pan consagrado. Jesús, Sacerdote y Pastor supremo, te adoramos devotamente en este pan consagrado. Toda nuestra vida y nuestro corazón ante Ti se inclinan y arrodillan, porque quien te contempla con fe, se extasía y desfallece de amor.

Como estoy ante muy buenos latinistas, -en nuestro tiempo se estudiaba y se sabía mucho latín,- tengo que advertir que la traducción del himno es libre, pero así expreso mejor nuestros sentimientos de admiración sacerdotal ante este misterio de amor de Jesús hacia los hombres, sus hermanos. Nos amó hasta el extremo del tiempo y del espacio, hasta el extremo del amor y de sus fuerzas: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el final de los tiempos”. Ordinariamente comentamos esta promesa del Señor en la vertiente que mira hacia Él, es decir, su amor extremo y deseo de permanecer junto a nosotros. Pero me gustaría también que fuera nuestra respuesta en relación con Él: Señor, nosotros estaremos siempre contigo en respuesta de amor ante tu presencia sacramentada en la Eucaristía.

Si el Señor se queda, es de amigos corresponder a su presencia eucarística, porque el sagrario para nosotros no es un objeto más de la iglesia ni su imagen, es Cristo en persona, vivo y resucitado, con toda su vida y hechos salvadores para nuestras parroquias y para nuestra vida y apostolado.

Por eso me atrevo a deciros, que todos los creyentes, pero especialmente nosotros, los sacerdotes, que además servimos de ejemplo para nuestros feligreses, tenemos que vigilar mucho nuestro comportamiento con el sagrario, es decir, con Jesucristo vivo y en persona, con su presencia eucarística, pues nos jugamos toda nuestra vida personal y apostólica en relación con Él, porque Jesucristo Eucaristía no es una parte del evangelio, de la salvación, de la liturgia o de la teología, es todo el evangelio, toda la salvación, Cristo entero y completo, Dios y hombre verdadero, es la vid, de la cual todos nosotros somos sarmientos.

Repito que hay que tener mucho cuidado con nuestro comportamiento con la Eucaristía. Pongamos un ejemplo: si después de la Eucaristía, hablo y me comporto en la iglesia, como si Él no estuviera allí, como si estuviera en un salón, entonces me cargo todo lo que he celebrado y predicado, porque este comportamiento lo destroza y pisotea y no soy coherente con la verdad celebrada y predicada, que es Cristo, que permanece vivo, vivo y resucitado para ayudarnos en todo. Estas cosas que se refieren al Señor, sobre todo, a la Eucaristía, hay que decirlas con mucha humildad, porque hay que decirlas también con mucha verdad y esto no es siempre agradable. En estos momentos estamos en su presencia y no podemos engañarle ni engañarnos, no puedo ni debo, porque os quiero y deseo deciros verdades a veces un poco desagradables, lo cual es doloroso, máxime siendo uno también pecador, necesitado de perdón y comprensión.

Queridos hermanos, es tanto lo que me gusta estar en oración con vosotros y tantísimo lo que debo a esta presencia de Jesús sacramentado, confidente y amigo, que me lanzo sin reparar mucho cómo pueda hacerlo ni a dónde llegar. Todo quiere ir con amor, con verdad, con humildad, actitudes propias del que se siente agradecido pero a la vez, deudor, ahora y más tarde y siempre a su presencia eucarística. Deudor es traducción de limitado en cualidades y amor, finito en perfecciones, pecador en activo. Pero esto no me impide hablar de Él y de su presencia eucarística aunque sea deficitario ante ella.

Dice el Vaticano II, en el Decreto sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros: “Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización...La casa de oración en que se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien...” (PO 5).

Ante esta doctrina teológica y litúrgica, tan clara del Concilio, nosotros debemos preguntarnos cómo la estamos viviendo, si verdaderamente Cristo Eucaristía es el centro de nuestra vida personal y apostólica, hacia dónde está orientado nuestro apostolado, a dónde apuntamos y queremos llegar. Porque hasta dónde llegaron los mejores Apóstoles y ministros y cristianos que ha tenido la Iglesia, cómo vivieron, trabajaron y recibieron fuerzas para el camino, sí lo sabemos por sus vidas, su apostolado y sus escritos. Ni un sólo apóstol fervoroso, ni un sólo santo que no fuera eucarístico. Ni uno sólo que no haya sentido necesidad de Eucaristía, de oración eucarística, que no la haya vivido y amado, ni uno solo. Aquí lo aprendieron todo. Y de aquí sacaron la luz y la fuerza necesarias para desarrollar luego su actividad o el carisma propio de cada uno, muy diversos unos de otros, pero todos bebieron en la fuente de la Eucaristía, que mana y corre siempre abundantemente, “aunque es de noche”, aunque tiene que ser por la fe. Todos pusieron allí su tienda, el centro de sus miradas, pasando todos los días largos ratos con Él, primero en fe seca, como he dicho, a palo seco, sin sentir gran cosa, luego poco a poco pasaron de acompañar al Señor a sentirse acompañados, ayudados, fortalecidos, una veces rezando, otras leyendo, otras meditando con libros o sin libros, en oración discursiva, mental, avanzando siempre en amistad personal, otras, más avanzados, dialogando, “tratando a solas”, trato de amistad, oración afectiva, luego con una mirada simple de fe, con ojos contemplativos, silencio, quietud, simple mirada, recogimientos de potencias, una etapa importante, se acabó la necesidad del libro para meditar y empieza el tú a tú, simple mirada de amor y de fe, “noticia amorosa” de Dios, “ciencia infusa”, “contemplación de amor”.

Señor, ahora empiezo a creer de verdad en Ti, a sentir tu presencia y ayuda, ahora sí que sé que eres verdad y vives de verdad y estás aquí de verdad para mí, no solo como objeto de fe sino también de mi amor y felicidad. Hasta ahora he vivido de fe heredada, estudiada, examinada y aprobada, que era cosa buena y estaba bien, pero no me llenaba, porque muchas veces era puro contenido teórico; ahora, Señor, te siento viviente, por eso me sale espontáneo el diálogo contigo, ya no digo Dios, el Señor, es decir, no te trato de Ud, sino de tú a tú, de amigo a amigo, mi fe es mía, es personal y viva y afectiva, lo que yo veo y contemplo, no puramente heredada, me sale el diálogo y la relación directa contigo. Te quiero, Señor, y te quiero tanto que deseo voluntariamente atarme a la sombra de tu santuario, para permanecer siempre junto a ti, mi mejor amigo.

Ahora empiezo a comprender este misterio, todo el evangelio, pasajes y hechos que había entendido de una forma determinada hasta ahora, ya los comprendo totalmente de una forma diferente, porque tu Espíritu me lleva hasta “la verdad completa”; ahora todo el evangelio me parece distinto, es que he empezado a vivirlo y gustarlo de otra forma. Ahora, Señor, es que te escucho perfectamente lo que me dices desde tu presencia eucarística sobre tu persona, tu manera de ser y amar, sobre tu vida, sobre el evangelio, ahora lo comprendo todo y me entusiasma porque lo veo realizado en la Eucaristía y esto me da fuerzas y me mete fuego en el alma para vivirlo y predicarlo. Realmente tu persona, tus misterios, tu evangelio no se comprenden hasta que no se viven.

Santa Teresa, refiriéndose a la etapa de su vida en que no se entregó totalmente a Dios, elogia sus ratos de oración, donde al estar delante de Dios, sentía cómo Dios la corregía: “...porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios. Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses -y creo que alguna vez año- que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hasta diligencias para no le venir a ofender”27 La presencia de Dios en la oración, máxime si es tan cercana, como la presencia eucarística, no se aguanta, si uno no está dispuesto a convertirse.

Señor, qué alegría sentirte como amigo, para eso instituiste este sacramento, no quiero dejarte jamás, y unas veces me enciendo en tu amor y te prometo no apartarme jamás de la sombra de tu santuario; otras veces, me corriges y empiezas a decirme mis defectos: quita esa soberbia, ese buscarte que tienes tan dentro, y salgo decidido a ponerlo en práctica con tu ayuda; otras veces me siento de repente lleno de tus sentimientos y actitudes y quiero amar a todos, perdonarlo todo y así van pasando los días y cada vez más juntos:“Tú en mí y yo en ti, que seamos uno, como el Padre está en mí y yo en el Padre”.

Otras veces, por el contrario, todo se viene abajo y soy yo el que digo: Señor, ayúdame, he vuelto a caer otra vez en el pecado, de cualquier clase que sea, y cómo se siente el perdón y la misericordia del Señor, cómo le vemos a Cristo salir del sagrario y acercarse y arrodillarse y lavar nuestros pies, nuestros pecados y oigo su voz: “Vete en paz, yo no te condeno”, y qué alegría siente uno, porque siente verdaderamente el abrazo y el beso de Cristo: “El padre lo besó y abrazó y dijo...”, sentir todo esto y saber que del pecado de ahora y de siempre no queda ni rastro en mi alma y menos en el corazón y la memoria de Dios. Y entonces es cuando por amar y sentir el amor de Cristo, uno empieza a tratar de no pecar y corregirse más por no querer disgustarle y no romper el amor y la unión con Él que por otros motivos.

¡Cuánta soberbia a veces en nuestras tristezas por los pecados, en nuestros arrepentimientos llenos de depresión por no reconocernos débiles y pecadores, por lo que somos y de donde no podemos salir con nuestras propias fuerzas sino con la ayuda de Dios! ¡Cuánto dolor o amargura soberbia! Nos parecemos al fariseo, deseamos apoyarnos en nosotros, en una vida limpia para acercarnos a Dios mirándole como de igual a igual, sin tener necesidad siempre de su gracia y ayuda, como si no le debiéramos nada y no fuéramos simples criaturas. Nuestro deseo debe ser ofrecer a Dios una vida limpia, pero si caemos, Él siempre nos sigue amando y perdonando, siempre nos lava de nuestros pecados. Que sólo Dios es Dios, y todos los demás estamos necesitados de su gracia y de su perdón, de la conversión permanente, en la que los pecados prácticamente no nos alejan de Dios porque no los queremos cometer, no queremos pecar, pero “el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. ¿Hasta qué punto puede pecar uno que no quiere pecar?

Siendo humildes y verdaderos hijos, ni el mismo pecado puede separarnos de Dios, si nosotros no queremos pecar, nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, si vivimos en conversión sincera y permanente, si no queremos pecar e instalarnos en el pecado, en la lejanía de Dios: “Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción? la angustia?¿la persecución?,¿el hambre?¿la desnudez? ¿el peligro?¿la espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado” (Rm 8, 35.37). Por el contrario, cuando uno no vive en esta dinámica de conversión permanente, se le olvidan hasta los medios sobrenaturales, que debe emplear y aconsejar para salir de su mediocridad espiritual. Y si un sacerdote no sabe dirigirse a sí mismo, no sé cómo podrá hacerlo con los demás. Y esto lo comprueba la experiencia.

Hay que decirlo claro, aunque duela: no hago oración, me aburre Cristo, rehuyo el trato personal con Él, no puedo trabajar con entusiasmo por Él, no puedo predicarlo con entusiasmo. Lo peor es si esto se da en los que tienen misión de formar o dirigir a otros hermanos. Las consecuencias son funestas para la diócesis, sobre todo, si se mantiene durante años y años, porque, al no vivir esta experiencia de amistad con Cristo, este deseo de santidad, no vivir este camino de la oración, no lo pueden inculcar ni pueden entusiasmar con Él y a sufrir en silencio, viendo instituciones esenciales para una diócesis que no marchan bien por ignorancia de las cosas espirituales de parte de los responsables; sólo te queda el rezar para que Dios haga un milagro y supla tantas deficiencias, porque si hablas o te interesas por ello, estás “faltando a la caridad...”

No puedo producir frutos de santidad, si no permanezco unido a Cristo. Lo ha dicho bien claro Él: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto... Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos” (Jn 15,1-8).

Hace mucho tiempo que no me predican este evangelio. En mi seminario sí me lo predicaron muchas veces y a todos los de mi generación. El apostolado, en definitiva, consiste en que Cristo sea conocido y amado y seguido como único Salvador del mundo y de los hombres. Cómo hacerlo si yo personalmente no me siento salvado, no me siento unido y entusiasmado con Cristo, si fallo en mi oración personal con Él.

Meditemos aquí, hermanos, en la presencia del Señor, en la sinceridad de nuestro apostolado. Seamos coherentes. Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi unión, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”. Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a la Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío.

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice. Uno no puede ser testigo de Cristo, si no lo ha visto y sentido en su corazón y en su vida. Juan Bautista fue profeta,“la voz que clama en el desierto, preparar el camino del Señor” (Jn 1,24), pero también testigo en el mismo vientre de su madre, donde sintió la presencia del Mesías: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por Él todos vinieran a la fe” (Jn 1,6-8).

El presbítero, tanto en su dimensión profética como sacerdotal, tiene que sustituir a Cristo, es un sustituto de Cristo en la proclamación de la Palabra y en la celebración de sus misterios, y esto le exige y le obliga, al hacerlo “in persona Christi”, vibrar y vivir la vida y los mismos sentimientos de Cristo. El profeta no tiene mensaje propio sino que debe estar siempre a la escucha del que le envía para transmitir su mensaje. Y para todo esto, para ser testigos de la Palabra y del amor y de la Salvación de Cristo, no basta saber unas cuantas ideas y convertirse en un teórico de la vida y del evangelio de Cristo. El haber convivido con Él íntimamente durante largo tiempo, con trato diario, personal y confidente, es condición indispensable para conocerle y predicarlo. Y esta convivencia íntima con el amigo no puede interrumpirse nunca a no ser que se rompa la amistad.

Como dije antes, estar con el amigo y amarlo y seguirlo se conjugan igual y con que una de estas condiciones no se dé, me da igual cuál sea, el nudo se rompe: si no oro, no amo-convierto-vivo como Él; si me canso de orar, me canso de amar- convertirme a Él-vivir como Él; por otra parte, si cambio el lugar de estos verbos, todo sigue igual: por ejemplo, si no amo, si no me convierto, no oro, y si me canso de amar y convertirme, me canso de orar y ya se acabó la vida espiritual, al menos, la fervorosa. Y en afirmativo, todo también es verdad: si oro, amo y me convierto; si amo, también oro y me convierto y si vivo en una dinámica de conversión permanente, es porque oro y amo.

Por eso, y no hay que escandalizarse, es natural que a veces no estemos de acuerdo en programaciones pastorales de conjunto, en la forma de administrar los sacramentos, cuando estas no llevan hasta donde deben ir. Cada uno tiene el apostolado conforme al concepto de Iglesia-parroquia que tiene, y cada uno tiene el concepto de Iglesia-parroquia-apostolado conforme al conocimiento y vivencia que tiene de Cristo, porque la Eclesiología es Cristología en acción, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en el tiempo, y cada uno, en definitiva, tiene el concepto de Cristo y de Cristología y de Eclesiología que vive, no el que aprendió en Teología, porque lo que aprendió en la Teología, si no se vive, termina olvidándose, como lo demuestra la vida y la experiencia de la Iglesia: realmente creemos lo que vivimos y vivimos lo que creemos. Se puede tener un doctorado en Cristología y vivir sin Cristo. Este conocimiento de Cristo por amor se consigue principalmente en ratos de oración eucarística. De aquí la necesidad, tantas veces repetida por el Señor, por el Magisterio de la Iglesia, por los verdaderos apóstoles de todos los tiempos de que los obispos y sacerdotes y los responsables del pastoreo de la Iglesia sean hombres de oración, aspiren a la santidad, cuyo camino principal es la oración».

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Al transcribir esta meditación en el verano del 2001, me encontré con un texto de la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional de Santiago, que paso gustoso a copiar:

“Aprender esta donación libérrima de uno mismo es imposible sin la contemplación del misterio eucarístico, que se prolonga, una vez celebrada la Eucaristía, en la adoración y en otras formas de piedad eucarística, que han sostenido y sostienen la vida cristiana de tantos seguidores de Jesús. La oración ante la Eucaristía, reservada o expuesta solemnemente, es el acto de fe más sencillo y auténtico en la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Es la confesión humilde de que el Verbo se ha hecho carne, y pan, para saciar a su pueblo con la certeza de su compañía. Es la fe hecha adoración y silencio.

Una comunidad cristiana que perdiera la piedad eucarística, expresada de modo eminente en la adoración, se alejaría progresivamente de las fuentes de su propio vivir. La presencia real, substancial de Cristo en las especies consagradas es memoria viva y actual de su misterio pascual, señal de la cercanía de su amor “crucificado” y “glorioso”, de su Corazón abierto a las necesidades del hombre pobre y pecador, certeza de su compañía hasta el final de los tiempos y promesa ya cumplida de que la posesión del Reino de los cielos se inicia aquí, cuando nos sentamos a la mesa del banquete eucarístico.

Iniciar a los niños, jóvenes y adultos en el aprecio de la presencia real de Cristo en nuestros tabernáculos, en la “visita al Santísimo”, no es un elemento secundario de la fe y vida cristiana, del que se puede prescindir sin riesgo para la integridad de las mismas; es una exigencia elemental que brota del aprecio a la plena verdad de la fe que constituye el sacramento: ¡Dios está aquí, venid, adorémosle! Es el test que determina si una comunidad cristiana reconoce que la resurrección de Cristo, cúlmen de la Pascua nueva y eterna, tiene, en la Eucaristía, la concreción sacramental inmediata, como aparece en el relato de Emaús.

Recuperar la piedad eucarística no es sólo una exigencia de la fe en la presencia real de Cristo, sacerdote y víctima, en el pan consagrado, alimento de inmortalidad; es también, exigencia de una evangelización que quiera ser fecunda según el estilo de vida evangélico. ¿No sería obligado preguntarse en esta ocasión solemnísima, si la esterilidad de muchos planteamientos pastorales y la desproporción entre muchos esfuerzos, sin duda generosos, y los escasos resultados que obtenemos, no se debe en gran parte a la escasa dosis de contemplación y de adoración ante el Señor en la Eucaristía? Es ahí donde el discípulo bebe el celo del maestro por la salvación de los hombres; donde declina sus juicios para aceptar la sabiduría de la cruz; donde desconfía de sí para someterse a la enseñanza de quien es la Verdad; donde somete al querer del Señor lo que conviene o no hacer en su Iglesia; donde examina sus fracasos; recompone sus fuerzas y aprende a morir para que otros vivan. Adorar al Señor es asegurar nuestra condición de siervos y reconocer que ni“el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1Cor 3,7). Adorar a Cristo es garantizar a la Iglesia y a los hombres que el apostolado es, antes de obra humana, iniciativa de Dios que, al enviar a su Hijo al mundo, nos dio al Apóstol y Sacerdote de nuestra fe.”

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Queridos hermanos sacerdotes, qué claro y evangélico es este texto del Congreso Eucarístico que acabo de transcribir. Por todo esto qué necesario es que el apóstol vuelva con frecuencia a estar con Jesús para comprobar la autenticidad y la continuidad de la entrega primera. Fuera de ese trato personal e íntimo con el Señor no tienen valor ninguno ni las genialidades apostólicas ni la perfección técnica de los programas pastorales. Si la Eucaristía es el centro y culmen de toda la vida apostólica de la Iglesia, ¿cómo prescindir prácticamente de ella en mi vida personal? ¿cómo podrá estar centrado mi apostolado, cómo entusiasmar a mi gente, a mi parroquia con la Eucaristía, con Jesucristo, con su mensaje, cómo hacer que la valoren y la amen, si yo personalmente no la valoro en mi vida? ¿De qué vale que la Eucaristía sea teológica y vitalmente centro y cúlmen de toda la vida de la Iglesia, si al no serlo para mí, impido que lo sea para mi gente? Entonces ¿qué les estoy dando, enseñando a mis feligreses? Si creyéramos de verdad lo que creemos, si mi fe estuviera en vela y despierta, me encontraría con Él y cenaríamos juntos la cena de la amistad eucarística y encontraría el sentido pleno a mi vida sacerdotal y apostólica.

Durante siglos, muchos cristianos no tuvieron otra escuela de teología o de formación o de agentes pastorales, como ahora decimos, no tuvieron otro camino para conocer a Cristo y su evangelio, otro fundamento de su apostolado, otra revelación que el sagrario de su pueblo. Allí lo aprendieron y lo siguen aprendiendo todo sobre Cristo, sobre el evangelio, sobre la vida cristiana y apostólica, allí aprendieron humildad, servicio, perdón, entusiasmo por Cristo, hasta el punto de contagiarnos a nosotros, porque la fe y el amor a Cristo se comunican por contagio, por testimonio y vivencia, porque cuando es pura enseñanza teórica, no llega a la vida, al corazón; allí lo aprendieron directamente todo y únicamente de Cristo, en sus ratos de silencio y oración ante el sagrario. Y luego escucharemos a San Ignacio en los Ejercicios Espirituales: “Que no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar de las cosas internamente...” Sentir a Cristo, gustar a Cristo cuesta mucho, hay que dejar afectos, hay que purificar, hay que pasar noches y purificaciones del sentido y del espíritu, que nos vacían de nosotros mismos, de nuestros criterios y sentidos para llenarnos de Cristo.

Queridos amigos, por todo esto y por muchas más cosas, la Eucaristía es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, es la mejor escuela de formación permanente de los sacerdotes y de todos los cristianos. Junto al sagrario se van aprendiendo muchas cosas del Padre, de su amor a los hombres, de su entrega al mundo por el envío de su Hijo, de las razones últimas de la encarnación de Cristo, de su sacerdocio y el nuestro, del apostolado, de la conversión, de la paciencia de Dios, de la misericordia de Dios ante el olvido de los hombres...

Y cuando se vive en esta actitud de adoración permanente eucarística, aunque haya fallos, porque somos limitados y finitos, no pasa nada, absolutamente nada, si tú has descubierto el amor del Padre entregando al Hijo por ti, desde cualquier sagrario, porque ese Dios y ese Hijo son verdaderamente Padre comprensivo y amigo del alma que te quieren de verdad, porque Él sabe bien este oficio y te pone sobre sus hombros y se atreve a cantar una canción de amor mientras te lleva al redil de su corazón o, como Padre del hijo pródigo, no te deja echar el rollo que todos nos preparamos para excusarnos de nuestros pecados y debilidades, porque solo le interesas Tú.

Una de las cosas por las que más he necesitado de la Eucaristía es por la misericordia de Cristo, la he necesitado tanto, tanto... y la sigo necesitando, soy pecador en activo, no jubilado. Allí he vuelto a sentir su abrazo, a escuchar su palabra: “te perdono…preparad la cena, los zapatos nuevos, el vestido nuevo... sígueme... vete en paz, te envío como yo he sido enviado, no tengáis miedo, yo he vencido al mundo... estaré con vosotros hasta el final...” Él siempre me ha perdonado, siempre me ha abrazado, nunca me ha negado su misericordia. Eso sí, siempre hay que levantarse, conversión permanente, reemprender la marcha; si esto falla, no hay nada, si uno deja de convertirse le sobra todo, la Eucaristía, la oración, la gracia, los sacramentos, le sobra hasta Dios, porque para vivir como vivimos muchas veces, nos bastamos a nosotros mismos.

Queridos hermanos, cuánta teología, cuánta liturgia, cuán- to apostolado y eficacia apostólica hay en un sacerdote de rodillas o sentado junto al sagrario media hora o veinte minutos todos los días. Está diciendo que Cristo ha resucitado y está con nosotros; si ha resucitado, todo lo que dijo e hizo es verdad, es verdad todo lo que sabe de Cristo y de la Iglesia, todo lo que estudió, es verdad toda su vida, todo su sacerdocio y su apostolado. Junto a Cristo Eucaristía, todo su ser y actuar sacerdotal adquiere luz, fuerza, verdad y autenticidad; está diciendo que cree todo el evangelio, las partes que cuestan y las que no cuestan, que cree en la Eucaristía y lo que permanece después de la Eucaristía, lo que hacen sus manos sacerdotales, que cree, venera y adora a Cristo y todo su misterio, todo lo que ha hecho y ha dicho Cristo. ¡Qué maravilla ser sacerdote! No os sorprendáis de que almas santas, de fe muy viva, hayan sentido y vivido y expresado su emoción respecto al sacerdocio, besando incluso sus pisadas, como testimonio de su amor y devoción.

Empezó el mismo Jesús exagerando su grandeza, en la misma noche de la institución, postrándose humildemente de rodillas ante los Apóstoles y los futuros sacerdotes, para lavarles los pies y el corazón y todo su ser para poder recibir este sacramento: “les dijo: ya no os llamaré siervos, os llamo amigos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer...” (Jn 15,14). Y eso se lo sigue diciendo el Señor a todos y cada uno de los sacerdotes, a los que elige y consagra por la fuerza de su Espíritu, que es Espíritu Santo, para que sean presencia y prolongación sacramental de su Persona, de su Palabra, de su Salvación y de su Misión.

Es grande ser sacerdote por la proximidad a Dios, por la identificación con la persona y el misterio de Cristo, por la continuidad de su tarea, por la eficacia de su poder: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”; por la grandeza de su misericordia: “Yo te absuelvo de tus pecados”, “yo te perdono”;por la abundancia de gracias que reparte: “yo te bautizo” “El cuerpo de Cristo”. El sacerdote es sembrador de eternidades, cultivador de bienes eternos, recolector de las vidas eternas de los hijos de Dios, a los que introduce ya en la tierra en la amistad con el Dios Trino y Uno.

¡Qué grande es ser sacerdote! ¡Qué grande y eficaz es el sacerdote junto al Sagrario! ¡Qué apostolado más pleno y total! ¡Cómo sube de precio y de calidad su ser y existir junto al Señor! ¡Cómo se transparentan y se clarifican y se verifican las vidas, las teorías, las actitudes y sentimientos sacerdotales para con Cristo y la Iglesia y los hermanos! Realmente Cristo Eucaristía y nuestra vida de amistad con Él habla, dice muy claro de nuestra fe y amor a Él y a su Iglesia La vida eucarística, lo afirma el Vaticano II, es centro y quicio, es decir, centra y descentra, dice si están centradas o descentradas nuestras vidas cristiana, si estamos centrados o desquiciados sacerdotalmente.

Por eso, os invito, hermanos, a volver junto al sagrario. Hay que recuperar la catequesis del sagrario, de la presencia real y permanente de Cristo, hecho pan de vida permanente para los hombres. Y con el sagrario hay que recuperar la oración reposada y el silencio, la alabanza y la acción de gracias, la petición y la súplica inmediata ante el Señor, la conversación diaria con el Amigo. Y entonces, a más horas de sagrario, tendríamos más vitalidad de nuestra fe y de nuestro amor y de nuestros feligreses.

Es necesario revisar nuestra relación con la Eucaristía para potenciar y recobrar nuestra vida sacerdotal. Y qué pasaría, hermanos, si todo nuestro arciprestazgo, si nuestra diócesis, si todas las diócesis del mundo se comprometiera a pasar un rato ante el Sagrario todos los días? ¿Qué efectos personales, comunitarios y apostólicos produciría? ¿Qué movimientos sacerdotales, qué vitalidad, qué renovación se originaría? Y si estamos todos convencidos de la verdad y de la importancia de la Eucaristía para nosotros y para nuestro apostolado, ¿por qué no lo hacemos?

Dice Juan Pablo II: “Los sacerdotes no podrán realizarse plenamente, si la Eucaristía no es para ellos el centro de su vida. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”. Si uno se pasa ratos junto al sagrario todos los días, primero va almacenando ese calor, y un día, tanto calor almacenado, se prende y se hace fuego y vivencia de Cristo. Lo dice mejor Santa Teresa: “Es como llegarnos al fuego, que aunque le haya muy grande, si estáis desviados y escondéis la mano, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar a donde no hay fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta - digo con deseo de perder el frío- y si está allá un rato, queda para muchas horas en calor28”.

El que contempla Eucaristía, se hace Eucaristía, pascua, sacrificio redentor, pasa a su parroquia de mediocre a fervorosa, se hace ofrenda y queda consagrado a la voluntad del Padre que le hará pasar por la pasión y muerte para llevarle a la resurrección, a la vida nueva. Y con él, va su parroquia. Es la pascua nueva y eterna, la nueva alianza en la sangre de Cristo.

El que contempla Eucaristía se hace Eucaristía, comunión, amor fraterno, corrección fraterna, lavatorio de los pies, servicio gratuito, generosidad, porque comulga a Cristo, no solamente lo come, y al comerlo, siente que todos somos el mismo cuerpo de Cristo, porque comemos el mismo pan.

El que contempla la Eucaristía descubre que es presencia y amistad y salvación de Cristo permanentemente ofrecidas al hombre, sin imponerse, ayudándonos siempre con humildad, en silencio ante los desprecios, lleno de generosidad y fidelidad, enseñándonos continuamente amor gratuito y desinteresado, total, sin encontrar a veces, muchas veces, agradecimiento y reconocimiento por parte de algunos.

El que contempla la Eucaristía se hace Eucaristía perfecta, cada día más, y encuentra la puerta de la eternidad y del cielo, porque el cielo es Dios y Dios está en Jesucristo dentro del pan consagrado. En la Eucaristía se hacen presentes los bienes escatológicos: Cristo vivo, vivo y resucitado y celeste, “cordero degollado ante el trono de Dios”, “sentado a su derecha” “que intercede por todos ante el Padre” “llega el último día” “el día del Señor”: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús” “et futurae gloriae pignus datur” y la escatología y los bienes últimos ya han empezado por Jesucristo Eucaristía.

Por la Eucaristía, «Cristo ha resucitado y vive con nosotros», como puse después del Concilio en un letrero de hierro forjado en el Cenáculo de San Pedro,. Y luego en la misma puerta del Cenáculo: “Ninguna comunidad cristiana se construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía”.

Esta presencia del Señor se siente a veces tan cercana, que notas su mano sobre ti, como si la sacara del sagrario para decirte palabras de amor y de misericordia y de ternura... y uno cae emocionado de rodillas: Oye, sacerdote mío, un poco de calma, tienes tiempo para todos y para tus cosas, pero no para mí, yo me he quedado aquí para ser tu amigo, para ayudarte en tu vida y apostolado, sin mí no puedes hacer nada; mira, estoy aquí, porque yo no me olvido de ti, te lo estoy diciendo con mi presencia, pero te lo diría mejor aún, si tuvieras un poco de tiempo para escucharme; ten un poco de tiempo para mí, créeme, lo necesito porque te amo como tu no comprendes; me gustaría dialogar contigo para decirte tantas cosas...

Y como la Eucaristía no es solo palabra de Cristo, sino evangelio puesto en acción y vivo y viviente y visualizado ante la mirada de todos los creyentes, lleno de humildad y entrega y amor, uno, al contemplarla, se ve egoísta, envidioso, soberbio. Porque allí vemos a Cristo perdonando en silencio, lavando todavía los pies sucios de sus discípulos, dando la vida por todos, enseñándonos y viviendo amor total y gratuito, en humildad y perdón permanente de olvidos y desprecios. Se queda buscando sólo nuestro bien, sólo con su presencia nos está diciendo os amo, os amo... Quien se pare y hable con Él terminará aprendiendo y viviendo y practicando todas estas virtudes suyas. La experiencia de los santos y de los menos santos, de todos sus amigos, lo demuestra.

Hay que volver al sagrario, hay que potenciar y dirigir esta marcha de toda la parroquia, con el sacerdote al frente, hacia la mayor y más abundante fuente de vida y gracia cristiana que existe: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta eterna fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas, y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche. Aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche” (San Juan de la Cruz).           

LA SAMARITANA

 

             Cuando iba al pozo por agua,

             a la vera del brocal,

             hallé a mi dicha sentada.

 

             - ¡Ay, samaritana mía,

             si tú me dieras del agua,

             que bebiste aquel día!

            

             - Toma el cántaro y ve al pozo,

             no me pidas a mí el agua,

             que a la vera del brocal,

             la Dicha sigue sentada.

                           (José María Pemán).

“Sacaréis agua con gozo de la fuente de la salvación...”dijo el profeta. Que así sea para todos nosotros y para todos los creyentes. Que todos vayamos al sagrario, fuente de la Salvación. La fuente es Cristo; el camino, hasta la fuente, es la oración, y la luz que nos debe guiar es la fe, el amor y la esperanza, virtudes que nos unen directamente con Dios. ¡ES EL SEÑOR!

EUCARISTÍA DIVINA, presente en el pan consagrado ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tí camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y no son míos, porque yo no los sé fabricar ni todo esto que siento.¡Qué nostalgia de mi Dios todo el día! ¡Necesito verte para tener la luz del “Camino, la Verdad y la Vida”. Necesito comerte, para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor, para no morir de deseos de vida y de cielo, que eres Tú. Y en tu entrega eucarística quiero hacerme contigo una ofrenda agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida. Quiero comerte para ser asimilado por Ti, y entrar así, totalmente identificado con el Amado, en la misma Vida y Amor y Felicidad divina de mis Tres, por la potencia de su mismo Amor Personal, que es Espíritu Santo. AMÉN.

 

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