Viernes, 06 Mayo 2022 08:28

I. TRABAJO SOBRE LA SANTIDAD SACERDOTAL EN AUTORES

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I.- TRABAJO SOBRE LA SANTIDAD SACERDOTAL EN AUTORES

 

 

He visto algunos libros de mi biblioteca para ver cómo posiblemente procedería si alguna vez tuviera que hablar sobre la santidad sacerdotal. Desde luego si para meditar me metería directamente en santidad sacerdotal. Y para brevedad un poco de Esquerda y MENSAJE A LOS SACERDOTES CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL, CEE, EDICE Madrid 2009

Tener en cuenta los libros de Sta. Lyonet, Charles BERNARD, DE LA POTERY, y todos los jesuitas de la Gregoriana de mi tiempo, especialmente los tratados de san Pablo.

 

 

Para un trabajo más amplio:

 

ESQUERDA BIFET: FORJADORES DE SANTOS, CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, PONENCIAS DEL ENCUENTRO INTERNACIONAL DE SACERDOTES «SIGUIENDO LAS HUELLAS DE CRISTO APÓSTOL, MALTA 8-23 2004

ESQUERDA BIFET: ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL, SERVIDORES DEL BUEN PASTOR,  EDICEP, 2008

PROLONGAR LA MISION DE CRISTO, RETIROS ESPIRITUALES PARA SACERDOTES 2009-2010, CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA

TEOLOGÍA DE LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL, BAC.

 

 ST. LYONNET Y DE LA POTERY: LA VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU, SÍGUEME

CHARLES BERNARD: TEOLOGÍA ESPIRITUAL, VERBO DIVINO

I SACERDOTI NELLO SPIRITUDLVTICAO II, DE LE CI, TORINO

 

PARA CONCEPTO GENERAL Y EMPEZAR Y TAMBIÉN PARTICULAR

MANUEL BELDA; GUIADOS POR EL ESPÍRITU, PALABRA

GAMARRA: MANUAL DE ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL, MONTE CARMELO

 

 

 

 

 

 

 

LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD (p. Philippon)

 

SOR ISABEL Y EL SACERDOCIO

 

El misterio de la habitación de la Santísima Trinidad en lo más íntimo de ella fue la gran realidad de su vida espiritual. ¿No decía ella misma: «La Trinidad, he ahí nuestra morada, nuestra <casa>, la casa paterna de la que no debemos salir nunca... Me parece que he encontrado mi cielo en la tierra, puesto que el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día en que comprendí eso, todo se iluminó en mí... »?

       Como verdadera hija de San Juan de la Cruz, tenía conciencia de ese papel primordial de la fe en el orden sobrenatural. «Para acercarse a Dios, escribía, hay que creer. La fe es la sustancia de las cosas que hay que esperar y la convicción de las que no se ven. Sólo ella puede darnos verdaderas luces sobre Aquel que amamos; y nuestra alma debe escogerla como medio para llegar a la unión bienaventurada....Mi único ejercicio es entrar adentro y sumergirme en Los que están ahí».

La víspera de su muerte, podía escribir con toda verdad: «Creer que un ser que se llama Amor habita en nosotros en todo instante del día y de la noche, y que nos pide que vivamos en sociedad con Él, he aquí, os lo confío, lo que ha hecho de mi vida un cielo anticipado».

       El formulario llenado por Sor Isabel de la Trinidad, en forma recreativa, ocho días después de su entrada en el Carmelo, nos revela su estado de alma en el umbral de su vida religiosa. En él aparecen ya fuertemente señalados los rasgos más característicos de su fisonomía espiritual: su ideal de santidad: Vivir de amor para morir de amor, su apasionado culto de la voluntad divina, su predilección por el silencio, su devoción al alma de Cristo, la consigna de toda su vida interior: Sepultarse en lo más profundo del alma para encontrar en ella a Dios. Nada queda olvidado, ni siquiera su defecto dominante: la sensibilidad. Sólo falta el trabajo de desposeimiento, que será obra de las purificaciones pasivas del Noviciado, y la gracia suprema que transformará su vida dándole el sentido de su vocación definitiva: ser una alabanza de gloria a la Trinidad.

--¿Cuál es, según vos, el ideal de la santidad?

--Vivir de amor.

--¿Cuál es el medio más rápido para llegar a ella?

--Hacerse pequeñita, entregarse para siempre.

--¿Cuál es el Santo que preferís?

--El Discípulo amado que descansó sobre el corazón de su Maestro.

--¿Qué punto de la Regla preferís?

--El silencio.

--¿Cuál es el rasgo dominante de vuestro carácter?

--La sensibilidad.

--¿Vuestra virtud predilecta?

--La pureza. «Bienaventurados los corazones puros, porque verán a Dios».

--¿El defecto que os inspira más aversión?

--El egoísmo en general.

--Dadnos una definición de la oración.

--La unión de aquella que no es con Aquel que es.

--¿Qué libro preferís?

--El alma de Cristo; Ella me entrega todos los secretos del Padre que está en los cielos.

--¿Tenéis grandes deseos del cielo?

--Siento a veces su nostalgia, pero, excepto la visión, lo poseo en lo más íntimo de mi alma.

¿Qué disposiciones quisierais tener en la hora de la muerte?

--Quisiera morir amando y caer así en los brazos del que amo.

--¿Os agradaría más cierta clase de martirio?

--Me gustan todos, sobre todo, el del amor.

--¿Qué nombre quisierais tener en el cielo’?

--Voluntad de Dios.

--¿Cuál es vuestra divisa?

--Dios en mí y yo en El.

 

       Su correspondencia está llena de consejos sobre la Presencia de Dios: «Que vuestra alma sea un santuario, su reposo en esta tierra en donde es tan ofendido». «Que El haga de vuestra alma un pequeño cielo en donde pueda descansar con felicidad. Quitad de ella todo lo que pudiera herir su mirada divina. Vivid con Él. Dondequiera que estéis, cualquier cosa que hagáis, Él no os abandona nunca. Permaneced, pues, sin cesar con Él. Entrad en el interior de vuestra alma: Lo encontraréis siempre allí, queriendo haceros bien. Hago por vos una oración, que San Pablo hacía por los suyos: pedía que “Jesús habitara por la fe en sus corazones, a fin de que estuviesen arraigados en el amor”. Esta sentencia ¡es tan profunda, tan misteriosa! Si, que el Dios todo amor sea vuestra morada inmutable, vuestra celda y vuestro claustro en medio del mundo. Recordad que El permanece en el centro más íntimo de vuestra alma como en un santuario en donde quiere ser amado hasta la adoración».

 

«Allá arriba, en el foco del amor, pensaré activamente en vosotros. Para vosotros pediré --y ésa será la señal de mi entrada en el cielo-- una gracia de unión, de intimidad con el Maestro. Es lo que ha hecho de mi vida, os lo confío, un cielo anticipado: Creer que un Ser, que se llama el Amor, habita en nosotros en todo momento del día y de la noche y que nos pide que vivamos en Sociedad con El» .

 

 

2. Sor Isabel y los sacerdotes

 

El alma de una contemplativa no se deja encerrar en los limitados horizontes de las paredes de su convento. Su vida espiritual transportada en la gran corriente del pensamiento de la Iglesia se mueve bajo las perspectivas mismas de la redención. En todo momento su oración corredentora cubre al mundo. Así escribe a un sacerdote que se había encomendado a sus oraciones: «Antes de entrar en el gran silencio de Cuaresma, quiero contestar a su buena carta, y mi alma tiene necesidad de decirle que está en comunión con la suya para dejarse tornar, arrebatar, invadir por Aquel cuya caridad nos envuelve y que quiere consumarnos en el Uno con Él».

»¿No tiene esta pasión por escucharle? A veces esa necesidad de callarse es tan fuerte que quisiera una no saber otra cosa que quedarse como Magdalena a los pies del Maestro, ávida de oírlo todo, de penetrar siempre cada vez más en ese misterio de caridad que ha venido a revelarnos. ¿No le parece que en la acción, cuando en apariencia desempeña una el oficio de Marta, puede el alma permanecer siempre sepultada como Magdalena en su contemplación, manteniéndose en esta fuente? Así es como comprendo yo el Apostolado para la Carmelita como para el sacerdote. Entonces uno y otro pueden irradiar a Dios, darlo a las almas, si se mantienen ellos en esas fuentes divinas. Me parece que habría que colocarse muy cerca del Maestro, participar de su alma, identificarse  con todos sus movimientos, luego irse, como Él, en la voluntad de su Padre.

«Durante toda esta octava tenemos el Santísimo Sacramento expuesto en el oratorio; son horas divinas que uno pasa en ese rinconcito del cielo en el que poseemos la visión en sustancia bajo la humilde Hostia. Sí, es por cierto el mismo que contemplan los bienaventurados en la claridad y que adoramos nosotros en la fe. El otro día me escribían un pensamiento ¡tan bello! Se lo envío: «La fe es el cara a cara en las tinieblas».

»Unámonos, Padre, para constituir la felicidad de “Aquel que nos ha amado con exceso”, como dice San Pablo. Hagámosle en nuestra alma una morada totalmente pacificada en la que se cante siempre el cántico del amor, de la acción de gracias. Y luego, ese gran silencio... eco del que está en Dios... Como me lo decía, acerquémonos a la Virgen purísima, luminosísima, para que Ella nos introduzca en Aquel a quien penetró tan profundamente. Que nuestra vida sea una comunión continua, un movimiento simplísimo hacia Dios. Ruegue por mi a la Reina del Carmelo»

Carta a un seminarista que se iba a ordenar de diácono: «“Misericordias Domini in aeternum cantabo”. Como nuestra reverenda Madre no está libre esta noche, me encarga que yo vaya a usted para que reciba una palabrita del Carmelo que le diga cuán unido le está en este gran día. Por mi parte me recojo y me retiro hasta el fondo de mi alma, allí donde habita el Espíritu Santo. Le pido, a este Espíritu de amor “que todo lo penetra, aún las profundidades de Dios”,

que se dé sobreabundantemente a usted e irradie su alma a fin de que, bajo la gran luz, vaya ella a recibir “la Unción del Santo”, de que habla el discípulo del amor. Con usted canto el himno de la acción de gracias y me callo para adorar el misterio que envuelve todo su ser. Es la Trinidad entera la que se inclina hacia usted para hacer resplandecer la “gloria de su gracia”

San Pablo en su epístola a los Romanos dice que “a los que ha conocido en su presencia, Dios los ha también predestinado para ser conformes a la imagen de su Hijo” . Me parece que de quien aquí se trata es justamente de usted. ¿No es usted ese predestinado que ha elegido Dios para ser su sacerdote? Creo que en su actividad de amor el se inclina hacia su alma, que la trabaja dándole con su mano divina un toque delicado para que la semejanza con el Ideal divino vaya siempre en aumento hasta el día en que le diga la Iglesia: “Tu es sacerdos in aeternum”. Entonces todo en usted será, por decirlo así, una copia de Jesucristo, el Pontífice Supremo, y podrá reproducirlo sin cesar frente a su Padlre y delante de las almas. ¡Qué grandeza! Es la virtud “supereminente” de Dios que se vierte en su ser para transformarlo y divinizarlo. ¡Qué recogimiento! ¡qué amorosa atención a Dios reclama esa obra sublime!».

Habiendo por fin llegado la hora de la ordenación sacerdotal, frente al misterio inminente, el alma de Sor Isabel, impotente para traducir sus sentimientos, no encuentra refugio sino en una oración más intensa: «Había pedido a nuestra reverenda Madre permiso para escribirle a fin de decirle que mi alma estaba toda con la suya en estos últimos días que preceden a su ordenación; pero he aquí que al acercarme a usted delante del gran misterio que se prepara no sé sino callarme..., y adorar los excesos de amor de nuestro Dios. Con la Virgen podrá usted cantar su Magníficat y estremecerse de alegría en Dios su Salvador, pues el Omnipotente hace en usted grandes cosas y su misericordia es eterna. Luego, como María, conserve todo eso en su corazón. Colóquelo juntito al de Ella, pues esta Virgen sacerdotal es también «Madre en la divina gracia», y en su amor quiere prepararle para ser “ese sacerdote fiel enteramente según el Corazón de Dios”, de que se habla en la Sagrada Escritura. Como ese pontífice “sin padre, sin madre, sin genealogía, sin comienzo de días, sin fin de vida”, imagen del Hijo de Dios, de que habla San Pablo en su epístola a los Hebreos, usted también llega a ser por la unción santa ese ser que no pertenece más a la tierra, ese mediador entre Dios y las almas, llamado a hacer resplandecer “la gloria de su gracia” participando en la eminente grandeza de su virtud.

Jesús, el Sacerdote eterno, decía al Padre al entrar en el mundo: “Heme aquí para hacer vuestra voluntad”. Me parece que esta hora solemne de su entrada en el sacerdocio ésa debe ser también su oración, y me gusta rezarla con usted. El viernes, en el Santo Altar, cuando por la primera vez entre sus manos consagradas, Jesús, el Santo de Dios, venga a encarnarse en la humilde hostia, no olvide a aquella a quien Él ha conducido al Carmelo para que allí sea la alabanza de su gloria. Pídale que la sepulte en la profundidad de su misterio y que la consuma con los fuegos de su amor. Después ofrézcala al Padre con el Cordero divino. Adiós, Padre, si supiera cómo ruego por Usted. “Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con usted”» (18).

Sor Isabel amaba al sacerdote sobre todo en el Altar, en el momento en que, entre sus manos, el Verbo Encarnado se inmola por la Iglesia. El sentido de Cristo grabado en su alma por el bautismo le daba conciencia de que, en ese momento sobre todo, el sacerdote ejerce en el mundo su oficio de mediador. No iba, como Santa Catalina de Sena, a besar las huellas de los pasos del sacerdote que, en la Comunión, le había dado a Cristo; pero, con insistencia conmovedora, nunca dejaba de suplicar a los sacerdotes a quienes conocía, que se acordaran de ella en el altar y sumergieran su alma «en la sangre del Cordero» (19). «Sé que cada día ruega por mí en la Santa Misa. Póngame en el cáliz para que mi alma sea totalmente bañada en esa sangre de mi Cristo de la que tengo sed, para ser toda pura, toda transparente, para que la Trinidad pueda reflejarse en mí como en un cristal».

No se cansa, con ocasión de las más pequeñas fiestas o aniversarios, de implorar este gran favor. «Mañana es la fiesta de Santa Magdalena aquella de quien la Verdad dijo: “Ha amado mucho”; es también fiesta para mi alma, pues celebro el aniversario de mi bautismo. Puesto que sois el sacerdote del Amor, vengo a pedirle, con permiso de nuestra reverenda Madre, tenga a bien consagrarme a Él mañana en la Santa Misa. Bautíceme en la sangre del Cordero, a fin de que, virgen de todo lo que no es Él, no viva más que para amar con una pasión siempre creciente, hasta esa feliz unidad a la que Dios nos ha predestinado en su voluntad eterna e inmutable. Gracias, Padre, me recojo bajo su bendición».

Conocía bien el texto de su Padre espiritual, San Juan de la Cruz, en el cántico: «Es más precioso delante de El (Dios) y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas».

«Tan cierto es que la más pequeña chispa de puro amor es para la Iglesia de la mayor importancia. Ser apóstol es comunicar a Jesucristo al mundo. Pero no lo da uno sino en la medida en que uno mismo lo posee. En su último discurso a sus discípulos,--la víspera de su muerte--, el Maestro mismo nos ha enseñado las verdaderas leyes del apostolado: «“Yo soy la viña, vosotros sois los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él dará mucho fruto. Una rama no puede dar fruto, separada del tronco; vosotros, lo mismo; sin Mí no podéis hacer nada. Pero si permanecéis en Mí daréis fruto, mucho fruto”».

En pos de su Maestro, Sor Isabel de la Trinidad, tan solícita de vida interior, no podía dejar de subrayar esta necesidad para el sacerdote, de la unión con Nuestro Señor, si quiere a su vez comunicarlo a las almas. En el pensamiento de Sor Isabel, el apóstol es ante todo un ser de oración y de inmolación silenciosa, a imagen del Crucificado que ha salvado al mundo no con una acción brillante o con hermosos discursos, sino con sus sufrimientos y su muerte. Su apostolado de Carmelita asociado a la acción del sacerdote quiere permanecer en la línea de esa inmolación redentora y en la imitación de esa muerte. Se afana “por completar en su carne lo que falta a los sufrimientos de Jesús para su cuerpo que es la Iglesia” y llenar así esas misteriosas lagunas de la Pasión de Cristo, dejadas por Dios a fin de que nosotros mismos podamos contribuir con nuestra gota de sangre a esa grandiosa obra de la redención del mundo.

«Pidámosle que nos haga verdaderos en nuestro amor, es decir, que haga de nosotros seres de sacrificio, pues me parece que el sacrificio no es más que el amor puesto en acción. “Me amó, se entregó por mí”. Me gusta este pensamiento: La vida del sacerdote --y de una Carmelita— es un Adviento que prepara la Encarnación de las almas”. David canta en un salmo: “el fuego marchará delante del Señor” . El fuego ¿no es el amor? ¿Y no es también nuestra misión la de preparar los caminos del Señor por nuestra unión con Aquel a quien llama el Apóstol “un fuego devorador”? A su contacto nuestra alma llegará a ser como una llama de amor que se difunde en todos los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Entonces consolaremos al corazón de nuestro Maestro, y él podrá decir mostrándonos al Padre: “Ya estoy glorificado en ellos”».

«¿No os parece que para las almas no hay distancia, separación? Es por cierto la realización de la oración de Cristo: “Padre, que sean consumados en el Uno”. Me parece que las almas en la tierra y los glorificados en la luz de la visión están tan cerca unos de otros, puesto que participan todos de un mismo Dios, de un mismo Padre que se da a unos en la fe y el misterio y sacia a los otros en sus claridades divinas. Pero es el mismo y Le llevamos en nosotros. Está inclinado hacia nosotros con toda su caridad, de día y de noche, queriendo comunicarnos, infundirnos su vida divina, a fin de hacer de nosotros seres deificados que lo irradien por doquier. ¡Cuán poderoso es sobre las almas el apóstol que permanece siempre en la fuente de las aguas vivas! Entonces puede desbordarse a su alrededor sin que su alma nunca se vacíe, puesto que él participa del Infinito. Ruego mucho por Vd., para que Dios invada todas las potencias de su alma, le haga participar de todo el misterio, para que todo en Vd. sea divino y marcado con su sello, a fin de que sea otro Cristo que trabaja por la gloria del Padre. Vd. también ruega por mí, ¿verdad? Quiero trabajar por la gloria de Dios y para eso es necesario que esté enteramente llena de El. Entonces tendré todo poder: una mirada, un deseo, llegan a ser una oración irresistible que puede obtenerlo todo puesto que, por decirlo así, es Dios el que uno ofrece a Dios. Que nuestras almas no formen más que una en Él. Mientras Vd. Le lleva a las almas, yo quedaré como Magdalena, silenciosa y adoradora junto al Maestro, pidiéndole que haga fecunda en las almas su palabra. Apóstol y Carmelita, es todo uno. Seamos enteramente de Él, dejémonos invadir por su savia divina. Que Él sea la vida de nuestra vida, el alma de nuestra alma, y permanezcamos día y noche conscientes bajo su acción divina».

¿Qué decir de la acción del sacerdote en las almas más espirituales de la Iglesia? Ellas, sobre todo, tienen necesidad de la prudente discreción del sacerdote para no extraviarse en el «sendero estrecho» que conduce a la unión divina. San Juan de la Cruz ha dejado páginas severas y duras advertencias a los directores insuficientes que carecen de ciencia y de virtud. ¡Un buen director de almas es tan raro y de tal precio! «Hay que escogerlo entre mil», advertía San Francisco de Sales. Santa Teresa, que sobre este punto tuvo no poco que sufrir, conservó siempre un recuerdo agradecido de esos sacerdotes doctos y piadosos en los que Dios le había proporcionado «un lanzarse hacia lo que está adelante».

»Cómo siente uno la necesidad de santificarse, de olvidarse, para dedicarse enteramente a los intereses de la Iglesia! ¡Pobre Francia! Me gusta cubrirla con la sangre del Justo, de “Aquel que está siempre vivo a fin de interceder”  y pedir misericordia. ¡Cuán sublime es la misión de la Carmelita! Debe ser mediadora con Jesucristo, ser para Él como una humanidad suplementaria en la que Él pueda perpetuar su vida de reparación, de sacrificio, de alabanza y de oración. Pídale que yo esté a la altura de mi vocación y que no abuse de las gracias que me prodiga. ¡Si supiera cómo eso me da miedo a veces! Entonces, me arrojo en Aquel a quien San Juan llama “el Fiel, el Verdadero” y Le suplico que sea Él mismo mi fidelidad... El Domingo de la Epifanía es el tercer aniversario de mis bodas con el Cordero: ¿querrá, en el Santo Sacrificio, al consagrar la hostia en que se encarna Jesús, consagrar también a su hijita al Amor Omnipotente, para que El la transforme en alabanza de gloria».

 

Una cosa que no sospechaba Sor Isabel de la Trinidad era la atmósfera divina a la que conducía a las almas sacerdotales que tuvieron la dicha de tratarla y todas las cuales conservaron de ella el recuerdo de una muy alta santidad. Los que tienen experiencia lo saben: si el sacerdote es puesto por Dios junto a las almas para dirigirlas y salvarlas, en el plan de la Providencia hay también almas puestas junto al sacerdote, a fin de revelarle o de recordarle el camino de las cimas.

¡Cuántas almas sacerdotales han sacado de los escritos de Sor Isabel de la Trinidad esa mirada definitiva hacia las cimas que hace nuevas todas las cosas! Para la humilde Carmelita de Dijón, ésta es su manera agradecida de devolver al sacerdocio algo de lo que había recibido de él. Más que nunca, de lo alto del cielo.

 

3. Alabanza de gloria

 

«Hemos sido predestinados por un decreto de Aquel que todo lo obra según el consejo de Su voluntad, a fin de que seamos la “alabanza de su gloria”. Es San Pablo el que así habla. San Pablo instruido por Dios mismo. ¿Cómo realizar ese gran sueño del corazón de nuestro Dios, esa voluntad inmutable sobre nuestras almas? ¿Cómo, en una palabra, responder a nuestra vocación y llegar a ser perfectas alabanzas de gloria a la Santísima Trinidad? En el cielo, cada alma es una alabanza de gloria al Padre, al Verbo, al Espíritu Santo, porque cada alma está fijada en el puro amor y no vive ya de su vida propia, sino de la de Dios. Entonces dice San Pablo “ella le conoce como es conocida por Él”».

En otros términos:

Una alabanza de gloria, es un alma que permanece en Dios, que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en la dulzura de este amor, que le ama por encima de todos sus dones, aun cuando no hubiera recibido nada de Él, y que desea el bien al objeto así amado. Ahora bien, ¿cómo desear y querer efectivamente el bien a Dios, sino cumpliendo su voluntad, puesto que esta voluntad ordena todas las cosas para su mayor gloria? Así pues, esta alma debe entregarse a esa voluntad plena, ardientemente, hasta no poder ya querer otra cosa que lo que Dios quiere.

«Una alabanza de gloria», es un alma de silencio que permanece como una lira bajo la pulsación misteriosa del Espíritu Santo para hacerle producir armonías divinas. Sabe que el sufrimiento es una cuerda que produce sonidos más hermosos aún; por eso quiere tenerla en su instrumento a fin de remover más deliciosamente el corazón de su Dios.

Finalmente, una «alabanza de gloria» es un ser siempre en acción de gracias: cada uno de sus actos, de sus movimientos, de sus pensamientos, cada una de sus aspiraciones, al mismo tiempo que la arraigan más profundamente en el amor, son como un eco del Sanctus eterno.

       Dice la «santa» Sor Isabel:

«En el cielo de la gloria, los bienaventurados no tienen descanso ni de día ni de noche, diciendo: «Santo, Santo, Santo es el Señor Omnipotente...» y, prosternándose, adoran al que vive por los siglos.

«En el cielo de nuestra alma, seamos ALABANZA DE GLORIA DE LA SANTISIMA TRINIDAD, alabanza de amor a nuestra Madre luma- culada. Un día se descorrerá el velo, seremos introducidos en los atrios eternos, y allí cantaremos en el seno del Amor infinito, y Dios nos dará el nombre nuevo prometido al vencedor; ¿cuál será’?: LAUDEM GLORIAE».

 

4. ULTIMO RETIRO DE «LAUDEM GLORIAE»

 

El P. Phillipon, para mí uno de los que mejor ha profundizado y escrito sobre la doctrina de Sor Isable de la Trinidad, dice: «Si se desea conocer en toda su profundidad el pensamiento de Sor Isabel de la Trinidad, hay que recurrir a su último retiro. El Ultimo retiro de Laudem gloriae --ella misma le dio este título-- es, por decirlo así, su pequeña suma mística, la quintaesencia de su doctrina espiritual, en el momento más elevado de su experiencia mística. Es un verdadero tratado de la unión transformante, tal como ella la concebía en la línea de su vocación suprema de «alabanza de gloria», y tal cual la vivía interiormente. En él deja un programa de vida a todas las «alabanzas de glorias» que más tarde quieran marchar en pos de ella por el camino de una santidad que se olvida enteramente de sí y orientada por completo hacia la purísima gloria de la Trinidad».

 

Último día: viernes, 31 de agosto de 1906.

«Mi sueno es ser la alabanza de su gloria».

 

EN EL SENO DE LA TRANQUILA TRINIDAD

 

«Como el sediento ciervo ansía las fuentes de aguas vivas, así, oh Dios mío, clama por ti el alma mía. Sedienta está mi alma del Dios fuerte y vivo. ¿Cuándo será que yo llegue y me presente ante la faz divina?»

Y no obstante, así como el “pajarillo halló hueco donde guarnecerse, y nido la tórtola para poner sus polluelos”, Laudem gloriae, esperando verse trasladada a la Jerusalén santa, “beata pacis visio,” ha encontrado su retiro, beatitud y cielo anticipado, donde comienza la vida de su eternidad.

“Callada permanece mi alma en Dios, aguardando me libre su mano; sí, Él es la roca donde me pongo a salvo, mi alcázar fuerte e inquebrantable”.

He aquí el misterio que hoy canta mi lira. Como a Zaqueo, mi divino Maestro me lo ha dicho: “Baja luego, porque conviene que hoy me hospede en tu casa”. Baja luego. Pero ¿a dónde? A lo más profundo de mi ser, después de haberme dejado a mí misma, en una palabra, sin mi yo.

“Conviene que me hospede en tu casa”. Mi Maestro es quien me manifiesta este deseo; mi Señor, el Verbo encarnado es quien quiere morar en mi, con el Padre y el Espíritu de amor, para que esté en sociedad (138) con Ellos.

“Ya no sois huéspedes o extraños; antes bien de la casa de Dios”, dice San Pablo. He aquí cómo entiendo yo ser de la casa de Dios: procurando vivir en el seno de la apacible Trinidad, en mi interior abismo, en aquel alcázar inexpugnable del santo recogimiento de que habla San Juan de la Cruz.

“Mi alma cae desfallecida al penetrar en los atrios del Señor”. Tal debe ser la actitud de toda alma que penetra en su interior para contemplar allí a su Dios y estar en contacto con El. Desfallece en un desmayo divino en presencia de aquel amor todopoderoso, de aquella majestad infinita que mora en ella. La vida no es la que la abandona, sino que ella misma es quien desprecia esa vida natural y se aparta de ella, sintiendo que no es digna de su esencia tan preciosa; así desea morir y engolfarse en su Dios. ¡Oh, cuán bella es esta criatura así libertada y desasida! Hállase en estado de “disponer en su corazón escalones para subir desde este valle de lágrimas (es decir, desde todo cuanto no es Dios) hasta el lugar que Dios le destinó”, hasta aquel lugar espacioso que es la insondable Trinidad: «Immensus Pater, immensus Filius, immensus Spiritus Sanctus».

Luego sube, elévase ella por encima de los sentidos, de la naturaleza; pasa más allá de sí misma, por encima de todo gozo, de cualquier dolor, y atraviesa las nubes, sin pararse hasta haber penetrado en el interior de Aquel a quien ama, y que la ha de conceder el reposo del abismo; todo lo cual se verifica sin que haya salido del alcázar santo, habiéndole dicho el divino Maestro: “Baja luego”.

De igual modo, sin salir de allí, ha de vivir, a semejanza de la Trinidad inmutable, en un presente eterno, adorándola siempre por ser quien es y llegando a ser, en virtud de una mirada cada vez más sencilla, cada vez más unitiva, “el esplendor de su gloria”, o sea incesante alabanza de gloria de sus adorables perfecciones.

DECIMOQUINTO DÍA

 

«JANUA COELI»

 

Después de Jesucristo, pero teniendo en cuenta la distancia que media entre lo infinito y lo finito, hay una criatura que fue también la magna alabanza de gloria de la Santisíma Trinidad, habiendo correspondido plenamente a la elección divina de que habla el Apóstol; pues fue siempre y en todo momento, pura, inmaculada e irreprensible a los ojos de Dios de toda santidad.

Su alma es tan sencilla y los movimientos de la misma tan íntimos, que no es posible percibirlos; parece que reproduce en la tierra la vida del Ser divino, del Ser simplicísimo; por lo mismo es tan transparente, tan luminosa, que se la podría creer la luz misma. Sin embargo, no es sino el «espejo del Sol de Justicia». «Speculum justitiae».

Puede compendiarse toda su historia en estas pocas palabras: “La Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón”; en él recogida vivió, y en tal profundidad, que la mirada humana no alcanza a sondearla.

Cuando leo en el Evangelio que María fue presurosa hacia las montañas de Judea, a desempeñar oficios de caridad para con su prima Isabel, ¡cuán bella la veo caminar! ¡Cuán serena, majestuosa y recogida dentro de sí con el Verbo de Dios! Su oración, como también la de El fue siempre ésta: “Ecce”: Aquí me tenéis. ¿A quién? ¡A la esclava del Señor, a la última de sus criaturas, ella, su Madre!

Tan sincera fue su humildad, siempre olvidada, ignorada de si misma, que le fue dado exclamar: “Ha obrado cosas grandes en mí el que es Todopoderoso. Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”.

Pero esta Reina de las Vírgenes es asimismo Reina de los Mártires; mas en su corazón es donde la traspasó la espada, porque en Ella todo se verifica en el interior.

¡Oh, cuán bella es para quien la contempla durante su prolongado martirio envuelta en una majestad que a la vez ostenta fortaleza y mansedumbre!, pues había aprendido del Verbo mismo cómo deben sufrir aquellos a quienes el Padre escogió por víctimas, aquellos a quienes resolvió asociar a la magna obra de la redención, “los que conoció y predestinó para ser conformes a Cristo, crucificado por amor”.

Ahí está de pie cerca de la Cruz, en la actitud de fortaleza y valor; y mi Maestro me dice, dándomela como Madre: “Ecce Mater tua”. Y ahora que Él ha vuelto a la mansión del Padre y me sustituyó sobre la cruz en su lugar, con objeto de que “sufra yo en mí lo que resta padecer en pro de su cuerpo”, que es la Iglesia, junto a mí está la Virgen para enseñarme a sufrir como Él, y hacerme oír los últimos ecos de su alma, que nadie más que su Madre pudo percibir.

En cuanto haya pronunciado mi “consummatum est”, también Ella, «Janua Coeli», es quien ha de introducirme en los atrios eternales con estas dulces palabras: «Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus! «...

 

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MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVIPARA LA XLVII JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES.

25 DE ABRIL DE 2010 – IV DOMINGO DE PASCUA

Tema: El testimonio suscita vocaciones

 

Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio; queridos hermanos y hermanas

La 47 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará en el IV domingo de Pascua, domingo del “Buen Pastor”, el 25 de abril de 2010, me ofrece la oportunidad de proponer a vuestra reflexión un tema en sintonía con el Año Sacerdotal: El testimonio suscita vocaciones. La fecundidad de la propuesta vocacional, en efecto, depende primariamente de la acción gratuita de Dios, pero, como confirma la experiencia pastoral, está favorecida también por la cualidad y la riqueza del testimonio personal y comunitario de cuantos han respondido ya a la llamada del Señor en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, puesto que su testimonio puede suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. Este tema está, pues, estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes y de los consagrados. Por tanto, quisiera invitar a todos los que el Señor ha llamado a trabajar en su viña a renovar su fiel respuesta, sobre todo en este Año Sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, el Cura de Ars, modelo siempre actual de presbítero y de párroco.

Ya en el Antiguo Testamento los profetas eran conscientes de estar llamados a dar testimonio con su vida de lo que anunciaban, dispuestos a afrontar incluso la incomprensión, el rechazo, la persecución. La misión que Dios les había confiado los implicaba completamente, como un incontenible “fuego ardiente” en el corazón (cf. Jr 20, 9), y por eso estaban dispuestos a entregar al Señor no solamente la voz, sino toda su existencia. En la plenitud de los tiempos, será Jesús, el enviado del Padre (cf. Jn 5, 36), el que con su misión dará testimonio del amor de Dios hacia todos los hombres, sin distinción, con especial atención a los últimos, a los pecadores, a los marginados, a los pobres. Él es el Testigo por excelencia de Dios y de su deseo de que todos se salven. En la aurora de los tiempos nuevos, Juan Bautista, con una vida enteramente entregada a preparar el camino a Cristo, da testimonio de que en el Hijo de María de Nazaret se cumplen las promesas de Dios. Cuando lo ve acercarse al río Jordán, donde estaba bautizando, lo muestra a sus discípulos como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Su testimonio es tan fecundo, que dos de sus discípulos “oyéndole decir esto, siguieron a Jesús” (Jn 1, 37).

También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al Mesías —que quiere decir Cristo— y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42). Lo mismo sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de otro discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley, y del que hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). La iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabilidad humana de cuantos acogen su invitación para convertirse con su propio testimonio en instrumentos de la llamada divina. Esto acontece también hoy en la Iglesia: Dios se sirve del testimonio de los sacerdotes, fieles a su misión, para suscitar nuevas vocaciones sacerdotales y religiosas al servicio del Pueblo de Dios. Por esta razón deseo señalar tres aspectos de la vida del presbítero, que considero esenciales para un testimonio sacerdotal eficaz.

Elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y a la vida consagrada es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante unión con el Padre, y esto era lo que suscitaba en los discípulos el deseo de vivir la misma experiencia, aprendiendo de Él la comunión y el diálogo incesante con Dios. Si el sacerdote es el “hombre de Dios”, que pertenece a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no puede dejar de cultivar una profunda intimidad con Él, permanecer en su amor, dedicando tiempo a la escucha de su Palabra. La oración es el primer testimonio que suscita vocaciones. Como el apóstol Andrés, que comunica a su hermano haber conocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y testigo de Cristo debe haberlo “visto” personalmente, debe haberlo conocido, debe haber aprendido a amarlo y a estar con Él.

Otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el don total de sí mismo a Dios. Escribe el apóstol Juan: “En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Con estas palabras, el apóstol invita a los discípulos a entrar en la misma lógica de Jesús que, a lo largo de su existencia, ha cumplido la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismo en la cruz. Se manifiesta aquí la misericordia de Dios en toda su plenitud; amor misericordioso que ha vencido las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. La imagen de Jesús que en la Última Cena se levanta de la mesa, se quita el manto, toma una toalla, se la ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los apóstoles, expresa el sentido del servicio y del don manifestados en su entera existencia, en obediencia a la voluntad del Padre (cfr Jn 13, 3-15). Siguiendo a Jesús, quien ha sido llamado a la vida de especial consagración debe esforzarse en dar testimonio del don total de sí mismo a Dios. De ahí brota la capacidad de darse luego a los que la Providencia le confíe en el ministerio pastoral, con entrega plena, continua y fiel, y con la alegría de hacerse compañero de camino de tantos hermanos, para que se abran al encuentro con Cristo y su Palabra se convierta en luz en su sendero. La historia de cada vocación va unida casi siempre con el testimonio de un sacerdote que vive con alegría el don de sí mismo a los hermanos por el Reino de los Cielos. Y esto porque la cercanía y la palabra de un sacerdote son capaces de suscitar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal, Pastores dabo vobis, 39).

Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al sacerdote y a la persona consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó, como signo distintivo de quien quiere ser su discípulo, la profunda comunión en el amor: “Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos” (Jn 13, 35). De manera especial, el sacerdote debe ser hombre de comunión, abierto a todos, capaz de caminar unido con toda la grey que la bondad del Señor le ha confiado, ayudando a superar divisiones, a reparar fracturas, a suavizar contrastes e incomprensiones, a perdonar ofensas. En julio de 2005, en el encuentro con el Clero de Aosta, tuve la oportunidad de decir que si los jóvenes ven sacerdotes muy aislados y tristes, no se sienten animados a seguir su ejemplo. Se sienten indecisos cuando se les hace creer que ése es el futuro de un sacerdote. En cambio, es importante llevar una vida indivisa, que muestre la belleza de ser sacerdote. Entonces, el joven dirá:"sí, este puede ser un futuro también para mí, así se puede vivir" (Insegnamenti I, [2005], 354). El Concilio Vaticano II, refiriéndose al testimonio que suscita vocaciones, subraya el ejemplo de caridad y de colaboración fraterna que deben ofrecer los sacerdotes (cf. Optatam totius, 2).

Me es grato recordar lo que escribió mi venerado Predecesor Juan Pablo II: “La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional” (Pastores dabo vobis, 41). Se podría decir que las vocaciones sacerdotales nacen del contacto con los sacerdotes, casi como un patrimonio precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la vida entera.

Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los religiosos y de las religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen con plena fidelidad al Evangelio y asumen con alegría sus criterios de juicio y conducta. Llegan a ser “signo de contradicción” para el mundo, cuya lógica está inspirada muchas veces por el materialismo, el egoísmo y el individualismo. Su fidelidad y la fuerza de su testimonio, porque se dejan conquistar por Dios renunciando a sí mismos, sigue suscitando en el alma de muchos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, generosa y totalmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e identificarse con Él: he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de la primacía absoluta de Dios en la vida y en la historia de los hombres.

Todo presbítero, todo consagrado y toda consagrada, fieles a su vocación, transmiten la alegría de servir a Cristo, e invitan a todos los cristianos a responder a la llamada universal a la santidad. Por tanto, para promover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa, para hacer más vigoroso e incisivo el anuncio vocacional, es indispensable el ejemplo de todos los que ya han dicho su “sí” a Dios y al proyecto de vida que Él tiene sobre cada uno. El testimonio personal, hecho de elecciones existenciales y concretas, animará a los jóvenes a tomar decisiones comprometidas que determinen su futuro. Para ayudarles es necesario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y acompañarles, a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia vivida como vocación. Así lo hizo el Santo Cura de Ars, el cual, siempre en contacto con sus parroquianos, “enseñaba, sobre todo, con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar” (Carta para la convocación del Año Sacerdotal, 16 junio 2009).

Que esta Jornada Mundial ofrezca de nuevo una preciosa oportunidad a muchos jóvenes para reflexionar sobre su vocación, entregándose a ella con sencillez, confianza y plena disponibilidad. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, custodie hasta el más pequeño germen de vocación en el corazón de quienes el Señor llama a seguirle más de cerca, hasta que se convierta en árbol frondoso, colmado de frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad. Rezo por esta intención, a la vez que imparto a todos la Bendición Apostólica.

 

Vaticano, 13 de noviembre de 2009

BENEDICTUS PP. XVI

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDO 15 B  SACERDOTES

 

EL MINISTERIO DE LA ORACION

 

Carta a los Presbíteros

 

SUMARIO

 

Introducción

 

1. En la perspectiva del reciente Jubileo

2. En coherencia con las líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-03

 

                                       I. JESUS, MAESTRO DE ORACION

 

3. Necesidad de la oración

4. Las dificultades de nuestra oración

5. Oración y adoración

6. La oración de Jesús

7. La ayuda del Espíritu Santo

8. Oración al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo

9. Jesús y la Iglesia han orado por nosotros

10. El ejemplo de María y de los santos

 

                II. LA ORACION EN LA VIDA Y EL MINISTERIO DE LOS PRESBITEROS

 

11. La oración en la vida del presbítero

12. El ejercicio del ministerio fuente de santificación

13. El ministerio de la oración

14. Oración personal, oración paralitúrgica y oración litúrgica

15. De la oración personal a la oración litúrgica

16. La Eucaristía en el centro de la vida de oración del presbítero

17. La Liturgia de las Horas

18. Otras formas de oración

19. La visita y la oración ante el Santísimo Sacramento

 

                           III PARTE: ALGUNOS RECURSOS PARA LA ORACION

 

20. Oración vinculada siempre a la Palabra de Dios

21. Hay un tiempo para orar y un tiempo para trabajar

22. "Lectio Divina" y oración mental

23. Liturgia de las Horas y oración personal

24. La oración compartida y los grupos de oración

25. Amodo de conclusión

 

EL MINISTERIO DE LA ORACION

Carta a los Presbíteros

 

"Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos" (Lc 11,1).

 

          Queridos hermanos presbíteros:

 

          En los días que preceden a la Cuaresma me pongo a escribiros una carta como en años anteriores, con el deseo de ofreceros algunas ideas y sugerencias en torno a un tema importante para nuestra vida de ministros de Cristo. Pensando cuál podía ser ese tema y que tuviera además alguna relación con las líneas de acción pastoral propuestas al comienzo del curso, me ha parecido que podía ser la oración. Me he decidido a ello después de haber leído la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte del Santo Padre Juan Pablo II [i].

 

          Recibid mi saludo fraterno en el Señor. La Cuaresma es tiempo de gracia y de salvación (cf. 2 Cor 6,2). Por eso pido al Padre de las misericordias que os conceda a cada uno aprovechar este tiempo para "renovaros en la mente y en el espíritu" (Ef 4,22).

 

1. En la perspectiva del reciente Jubileo

 

          Os decía que he elegido el tema de la oración después de haber leído el bello documento con que nos ha obsequiado el Santo Padre al término de Jubileo. Sorprende gratamente comprobar el énfasis que pone en el retorno a la normalidad después de la grata experiencia de las celebraciones jubilares. Pero, como el mismo Papa ha dicho, "nada es como antes" al reanudar el camino del tiempo ordinario [ii]. El Año Jubilar nos ha dejado una herencia preciosa que hemos de conservar y de acrecentar especialmente en estos dos aspectos: manteniendo a Cristo en el centro de nuestra vida, y dando por todas partes testimonio de reconciliación, de espíritu de servicio y de comunión.

 

          Permitidme citar estas significativas palabras de la Carta Apostólica: "Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos «remar mar adentro», confiando en la palabra de Cristo: ¡Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas... Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer»" (NMI 15).

 

2. En coherencia con las líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-03

 

          "Dinamismo nuevo""entusiasmo""iniciativas concretas" son palabras estimulantes. Pero es necesario construir sobre una base sólida. Y esta base no puede ser otra que la gracia de Jesucristo, sin el cual "no podemos hacer nada" (cf. Jn 15,5).

           Completado el ciclo de objetivos diocesanos centrados en la Iniciación cristiana y en la preparación y celebración del Gran Jubileo (años 1.996-2.000), hemos trazado un nuevo programa que comprende diez líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-2.003, de manera que el objetivo de cada curso tenga en cuenta y comprenda estas líneas. "Denominador común de estas líneas es la necesidad de la evangelización como preocupación general y prioritaria. La Iglesia particular de Ciudad Rodrigo necesita reforzar su misión al servicio del Reino de Dios con la mirada puesta en Jesucristo, origen y dueño de la acción evangelizadora" [iii].

           La primera línea de acción consiste precisamente en la atención a la vida espiritual en todos los sectores del pueblo de Dios. No puede ser de otra manera. Evangelizar requiere en todos los que hemos de trabajar en ello, especialmente los sacerdotes, un compromiso decidido en favor de la propia santificación, cultivando los medios que la procuran, entre los que sobresale la oración como encuentro cotidiano con el Señor [iv].

           Por todos estos motivos he pensado escribiros este año sobre la oración. Divido la Carta en tres partes. En la primera os invito a dirigir una vez más la mirada al Señor, Maestro de oración, para hacerle la misma súplica de los primeros discípulos: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11,1). En la segunda compartiré unas reflexiones sobre la oración en nuestra vida y en nuestro ministerio, ya que hemos sido constituidos en ministros de la oración. Y en la tercera trataré de proponer algunas sugerencias prácticas.

 

 

I. JESUS, MAESTRO DE ORACION

 

3. Necesidad de la oración

 

          De nuevo quiero citar a S.S. Juan Pablo II: "La oración... nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum!" (NMI 38).

 

          Pero, ¿quién no está convencido de esta necesidad? Entre nosotros, los sacerdotes, que desde que entramos en el Seminario e incluso antes, en el seno de nuestras familias -fueron nuestras madres las que nos enseñaron a rezar-, sabemos lo que es la oración, nadie pone en duda esta necesidad. Pero en la práctica, no vamos a negarlo, padecemos una "cierta mala conciencia afligida", una sensación dolorosa de no estar siendo fieles a esta dimensión fundamental de nuestra existencia [v].

 

          Y es cierto, y las causas no son únicamente las distracciones, la sequedad o falta de sabor, sino también la carencia de unas estructuras sistemáticas para la oración individual, el poco tiempo y la fluctuación de los momentos que le dedicamos, la rutina y la poca interioridad sobre todo en la celebración, tanto de la Eucaristía como de la misma Liturgia de las Horas. Nuestras celebraciones adolecen también de falta de preparación personal.

 

          Quizás nos afectan también a nosotros los factores de una crisis religiosa más general. En efecto hay cristianos a los que se les ha olvidado lo que es rezar, porque han abandonado oraciones y prácticas de piedad que ahora no les dicen nada, o porque su relación con Dios les parece algo irreal y carente de sentido. Para muchos la oración está asociada a los momentos de dificultad, como un recurso último. En todos los casos se advierte un gran déficit de experiencia gozosa y liberadora del encuentro con Dios.

 

4. Las dificultades de nuestra oración

 

           Los sacerdotes constatamos muchas veces que no hemos sabido cuidar la vida espiritual. Desbordados a veces por la actividad, no buscamos la ocasión propicia y el clima para sumergirnos en la oración, con el riesgo que esto comporta de que nos convirtamos en "funcionarios" de la tarea pastoral.

 

          Es cierto que el mundo de la oración es complejo y difícil. Lo reconocen hasta los grandes orantes, que han experimentado en sus propias vidas esa complejidad y dificultad, y no pocas veces la "noche oscura". Santa Teresa decía: "Estas cosas de oración son todas dificultosas" (Vida 13,12). Dada la mentalidad utiliarista y el pragmatismo que nos envuelven, la oración carece de valor de manera que algunos se preguntan: "¿para qué sirve orar?". Esclavo de la eficacia y del rendimiento, al hombre de hoy no le preocupa la oración, aunque después tiene que buscar espacios para superar el stress y la ansiedad de la vida moderna. Quizás alguno de nosotros piensa también que la mejor oración es el compromiso, que basta orar con la vida y que todo es ya oración.

 

          Pero el problema de la debilidad de nuestra oración es probablemente de otra naturaleza. Yo lo veo como un problema de relación o, si queréis, de superación de una idea en cierto modo racionalista o intelectual de la oración. Hemos pretendido que nuestra oración fuera como un raciocinio, una especie de discurso que va procediendo con lógica, por derivación de ideas. Si la oración consistiera en esto, sería una forma de hablar con nosotros mismos, y el Dios a quien nos dirigimos tan sólo la proyección o el espejo de nuestros deseos y frustraciones. Pero la oración es mucho más que una actividad intimista, que un recurso psicológico. Es una necesidad de nuestro espíritu, que quiere estar en contacto con Alguien que nos espera, nos acoge y nos ama.

 

5. Oración y adoración

 

          Uno de los problemas más grandes con que tropezamos hoy y que tiene también su repercusión en la pobreza de nuestras oraciones es el debilitamiento del sentido de la adoración a Dios. Son muchos los signos que denotan este debilitamiento. Basta observar cómo se comporta la mayoría de la gente en el interior de las iglesias, incluso durante las celebraciones. Los gestos de adoración y el silencio religioso brillan por su ausencia muchas veces.

 

          Fuera de la iglesia no se menciona a Dios en los actos públicos y en muchos otros actos, en los que antes se rezaba o se hacía al menos señal de la cruz al empezar. Se evita hablar de las realidades espirituales, incluso en ámbitos confesionales católicos, por temor a herir la susceptibilidad de los no creyentes. Poco a poco se difuminan las diferencias de lenguaje entre creyentes y no creyentes, de manera que todo el mundo se acostumbra a prescindir de lo religioso o a considerarlo como un fenómeno marginal. Es evidente que estamos ante una sociedad fuertemente atacada de secularismo. Y sin embargo se da la paradoja de la fascinación que producen algunas religiones orientales, las sectas y los movimientos pseudoespiritualistas. 

 

          En este clima la oración no existe sencillamente. Por eso debemos preguntarnos qué hemos hecho de la adoración como primer acto de la virtud de la religión, que expresa el homenaje de la criatura hacia su Creador y el reconocimiento de la más profunda dependencia. La adoración entraña admiración ante la insondabilidad del misterio divino y gratitud hacia la bondad de Dios, y se basa en un amor confiado que capacita para celebrar a Dios y darle la gloria y el honor que le son debidos. Por eso la adoración es el alma de todas las formas de culto, tanto personales e indivuales como comunitarias y litúrgicas. Recuperar el sentido de la adoración es hoy un objetivo absolutamente prioritario en la espiritualidad, en coherencia con el diálogo de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,19-24).

 

6. La oración de Jesús

 

          En el Libro de los Salmos, la colección más rica de plegaria que existe, hay innumerables ejemplos que reflejan las dificultades en la oración: "Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso" (Sal 22[21],3). Es el salmo que Jesús recitó en la soledad de la cruz. Los mismos sentimientos aparecen en los salmos 77[76], 88[87], etc. Como contraste el salmo 27[26] expresa la confianza en la cercanía de Dios: "El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?" (v. 1). Expresiones semejantes se encuentran en el salmo 18[17]: "En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios: desde su templo Él escuchó mi voz, y mi grito llegó a sus oídos" (v. 9). En labios de Jesús aparece una afirmación semejante: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que Tú me escuchas siempre" (Jn 11,41-42).

 

          Bastarían estos ejemplos para advertir que la oración de Jesús, nuestro Maestro y modelo en la plegaria [vi], es una oración situada dentro de la tradición bíblica representada por el Salterio y, por esto mismo, una oración que asume las dificultades de nuestra oración y al mismo tiempo expresa la certeza de que Dios escucha siempre a sus hijos. En este sentido Jesús ha revelado su relación singular con el Padre y su íntima unidad con Él en el Espíritu Santo. Basta releer en esta clave los discursos de la última Cena y en especial la oración sacerdotal.

 

          La enseñanza de Jesús más original e importante es la que se refiere al contenido mismo de la oración. Este contenido se condensa en una palabra: ¡Abba, Padre! (Mc 14,36). La manifestación de lo que esta palabra encierra fue seguida de la donación del Espíritu Santo, que hace posible la filiación divina adoptiva y el que todos los discípulos de Jesús podamos invocar a Dios como Él (cf. Rm 8,15; Gá 4,6-7). Por eso Jesús, respondiendo a la petición de de los discípulos de que les enseñara a orar, les dijo: "Cuando oréis decid: Padre..." (Lc 11,2; cf. Mt 6,9).

 

7. La ayuda del Espíritu Santo

 

          Con frecuencia nos ponemos a orar sin preparación inmediata. Y no me refiero sólo al silencio exterior e interior, sino a la conveniencia de invocar la ayuda divina para la oración. Este es el sentido que tiene la recitación del "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles..." al comienzo de una meditación, y no es otro el significado de la invocación inicial de las horas del Oficio Divino: "Dios mío, ven en mi auxilio", tomada del Salmo 70[69],2.

 

          Estas invocaciones nos recuerdan lo que dice San Pablo: "El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8,26). En efecto, el Espíritu Santo, «es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los cristianos» (OGLH 8). Su misión es hacernos participar de la vida de Cristo, de su sabiduría y de su amor. Pero también de la oración de Jesús. Gracias al Espíritu Santo podemos participar en los sentimientos de Cristo en su coloquio con el Padre. "Nadie puede decir ¡Jesús es Señor!, si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Cor 12,3). Sin la asistencia del Espíritu, la oración no puede remontar el vuelo de la intimidad con Dios y se queda a lo sumo en una búsqueda de lo transcendente, como sucede en las formas de oración de muchas religiones.

 

          Reconocer nuestra dificultad para orar y nuestra pobre experiencia de oración no es malo, ya que forma parte de nuestra condición humana que se ha alejado de Dios. Pero el Espíritu Santo, "derramado en nuestros corazones" (Rm 5,5), colma esta laguna y salva la distancia inspirando, moviendo, avivando en nosotros la conciencia de que somos hijos de Dios y ayudándonos a encontrar el gozo y la alegría de su presencia. Él mismo ora en nosotros. Por eso «no puede darse oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual... nos lleva al Padre por medio del Hijo» (OGLH 8; cf. CCE 2.623).

 

8. Oración al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo

 

          El Espíritu Santo hace de la oración una relación interpersonal. Gracias a Él no oramos dirigiéndonos a Dios de una manera confusa, sino sabiendo quién nos escucha. En este sentido la oración cristiana es una oración trinitaria, pero que pasa necesariamente por la mediación de Jesucristo: "No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos 'en el nombre de Jesús'. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre" (CCE 2.664).

 

          Desde el Nuevo Testamento la ora ción debe dirigirse al Padre, por medio de Jesucristo nuestro Señor en la unidad del Espíritu Santo. De este modo la plegaria se sitúa, como aceptación y respuesta del creyente, dentro de la economía de la salvación que actualiza en el tiempo el designio eterno del Padre (cf. Ef 3,11; 2 Tm 1,9-10). Siguiendo las enseñanzas de Jesús los creyentes, movidos por el Espíritu Santo, debemos invocar a Dios como Padre con afecto filial y ofrecerle cuanto somos y tenemos imitando la oblación de Cristo en la cruz (cf. Hb 9,14). San Pablo recomendaba a los cristianos hacer de su vida una constante acción de gracias a Dios Padre, en el nombre de Jesucristo y por mediación de él (cf. Col 3,17; Ef 5,20). Pero esto sólo se logra dedicando tiempo a la oración que consagra la vida.

 

          Jesucristo no sólo es el Mediador sacerdotal de nuestra plegaria y nuestro intercesor permanente ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1; Hb 4,14-16). Es también término de nuestra oración. San Agustín escribió: "Cristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, y es invocado por nosotros como Dios nuestro" (Enarr. In Ps.85,1).

 

          La oración cristiana se apoya en primer lugar en la misteriosa comunicación establecida entre el Hijo de Dios y la humanidad, unida a él en la Encarnación. Su gran valor radica en la presencia prometida por el propio Señor "donde estén reunidos dos o tres en su nombre" (Mt 18,20; 28,20), a fin de que todo lo que pidamos al Padre, nos sea concedido (cf. Jn 16,23).

 

9. Jesús y la Iglesia han orado por nosotros

 

          Los sacerdotes debemos tener presente también que somos fruto de la oración de Jesús y de la oración de la Iglesia. En efecto, hay varios pasajes evangélicos en los que aparece el Señor orando por sus discípulos, los de la primera hora y los que hemos venido después como sucesores de aquellos. San Lucas tiene especial cuidado en señalar que Jesús eligió a los discípulos después de haber pasado una noche en oración: "Por entonces subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró Apóstoles" (Lc 6,12-13) [vii]. A uno de ellos, a Simón Pedro, elegido para ser cabeza y fundamente de todo el colegio, el Señor le dijo expresamente: "Simón... yo he pedido por ti para que tu fe no se apague" (Lc 22,32).

 

          San Juan reproduce la oración de la última Cena, en la que Jesús oró al Padre en el Espíritu Santo pidiendo de manera especial por los discípulos (cf. Jn 17,20). En la oración tenía en cuenta que los iba a enviar al mundo para que continuaran su propia misión. Y añadió: "Yo por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jn 17,19). Era la ofrenda del sacrificio de la cruz, en el que Cristo se santificó a sí mismo y en el cual todos hemos sido santificados: consagrar equivale a santificar. Cristo actualiza continuamente su oración oblativa ante el Padre en el Espíritu Eterno (cf. Hb 7,25; 9,14; 1 Jn 2,1).

 

          Actualización de la oración de Jesús en la presencia del Espíritu Santo, fue la invocación (epíclesis) del Obispo el día de nuestra ordenación sacerdotal. La solemne plegaria consecratoria fue precedida de la súplica de toda la asamblea de los fieles recabando incluso la intercesión de todos los santos, mientras nosotros orábamos también postrados en tierra. La voz de la Iglesia en oración es la voz de Cristo que ora con su cuerpo místico al Padre (cf. SC 83-84). Todo el rito de la ordenación, especialmente la imposición de manos y la unción con el crisma, ponían de manifiesto la presencia del Espíritu Santo que Cristo prometió pedir al Padre para que lo enviara sobre los discípulos y sobre toda la Iglesia (cf. Jn 14,16.26).

 

          No podemos ser indiferentes al origen de nuestro ser ministerial y sacerdotal en la plegaria de Cristo y de la Iglesia. Tampoco podemos olvidar que cada día infinidad de fieles y comunidades religiosas, oran por nuestra santificación, prolongando de alguna manera la oración del Señor. La oración por las vocaciones comprende en primer término a los que hemos sido llamados y enviados ya.

 

10. El ejemplo de María y de los santos

 

          No quiero dejar de recordarlo. Después de a nuestro Señor y Maestro, tenemos en María el modelo más acabado del orante. Ella forma parte también de los grandes testigos de la oración a lo largo de la historia salvífica. Pablo VI escribió una página preciosa sobre María, la Virgen orante, que merece la pena recoger: "Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el 'Magnificat'(cf. Lc 1,46-55)... Virgen orante aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus 'signos', confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2,1-12). También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles 'perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos' (Hch 1,14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación" [viii].

 

     El Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a la oración de María como la ofrenda generosa de todo su ser, cooperando en la anunciación de manera única con el designio amoroso del Padre para la concepción de Cristo, y en Pentecostés para la formación de la Iglesia, cuerpo de Cristo (cf. CCE 2.617; 2.622).

 

          En cuanto a los santos, en todos sin excepción la plegaria ocupa un puesto preeminente. Como ejemplo basta citar a San Juan de Avila, Patrono del Clero secular español. Su oración era profundamente contemplativa y unitiva, es decir, buscando la familiaridad con Dios: "Por oración, decía, entendemos aquí una secreta e interior habla con que el alma se comunica con Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando, y generalmente por todo aquello que en secreta habla se pasa con Dios" (Audi Filia, c.70). Nuestro santo consideraba la oración como parte de su ministerio de mediación y de prolongación de la oración de Jesús, especialmente en la Eucaristía y en el Oficio Divino [ix].

 

II. LA ORACION EN LA VIDA Y  MINISTERIO DE LOS PRESBITEROS

 

11. La oración en la vida del presbítero

 

           Esta referencia a San Juan de Avila nos introduce en la segunda parte de esta Carta. Se trata de conectar vida y ministerio por medio de la oración. O mejor aún, de mantener vivo y fecundo nuestro ministerio con ayuda de la oración, que nos ofrece la posibilidad de estar en sintonía particular y profunda con nuestro Señor y Maestro. El hecho de haber sido configurados con Cristo por el sacramento del orden nos pide cultivar esta sintonía y enriquecerla cada día. Notemos que nuestra vida espiritual, como enseñó el Concilio Vaticano II, se apoya en una doble exigencia: en primer lugar la consagración bautismal, y después pero en íntima conexión con ella el sacramento que nos ha constituido en instrumentos vivos Cristo, el Sacerdote eterno, para que le representemos a través del tiempo (cf. PO 12).

 

          En nuestra vida ha de haber una unidad sobre la base de la vocación universal a la santidad para todos los cristianos, pero que se ha de realizar en la fidelidad al ministerio sacerdotal, cuyo ejercicio es un magnífico medio de santificación (cf. PO 13). La oración contribuye decisivamente a lograr esta unidad de vida. Lo enseña también el Vaticano II aludiendo a la caridad pastoral: "Esta caridad pastoral fluye, sobre todo, del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el misterio de Cristo" (PO 14).

 

          Más aún, la oración preserva al presbítero del peligro del "funcionalismo", que consiste en la reducción del ministerio a los aspectos puramente funcionales, vaciando de contenido la caridad pastoral [x].

 

12. El ejercicio del ministerio fuente de santificación

 

          "El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere y favorece a un tiempo la santidad" (PO 13). Esta afirmación del Concilio Vaticano II ha sido muy fecunda para la espiritualidad de los presbíteros. Sin embargo no parece que se hayan extraído en la práctica todas las consecuencias que entraña. Prevalece todavía una cierta dicotomía entre la espiritualidad, nutrida en el mejor de los casos en la celebración eucarística y en la oración, y la actividad ministerial entendida como tarea o trabajo. Sin embargo de lo que se trata es de unificar toda la existencia bajo el influjo santificador del Espíritu Santo, de manera que la consagración y la misión no sean dos realidades separadas sino íntimamente unidas (cf. PO 12; PDV 24).

 

          Este ideal se logra renovando continuamente en nosotros y profundizando cada vez más la conciencia de que somos ministros de Cristo en virtud de la configuración sacramental con el que es Cabeza y Pastor de la Iglesia. Esta conciencia influye decisivamente en la vida espiritual al comprometer la totalidad de nuestras personas en el deempeño de nuestra misión en favor de la Iglesia y de la humanidad. Jesucristo ha querido contar con nosotros, es decir, con nuestra mediación consciente, libre y responsable. Por eso, aunque la eficacia santificadora de nuestro ministerio procede de Él, en alguna medida también esa misma eficacia está condicionada por la acogida y participación humana. De ahí que la mayor o menor santidad de vida de los ministros influye realmente en la actuación ministerial, que será tanto más fructuosa cuanto mayor es la docilidad y la fidelidad a Jesucristo y a su Espíritu (cf. PO 12; PDV 25).

 

          Por este motivo el día de nuestra ordenación se nos dijo: "imitamini quod tractatis". La expresión dice literalmente: "imitad lo que administráis", pero su sentido es más amplio. Por eso el Rito actual de la ordenación despliega el significado completo al decir en el momento de entregar al neopresbítero la ofrenda del pueblo santo: "considera lo que realizas, imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor" [xi].

 

13. El ministerio de la oración

 

          En este marco de unidad y de fecundación mutua entre vida espiritual y ejercicio del ministerio desempeña un papel de gran importancia la oración. En efecto, los sacerdotes hemos sido llamados a ser "maestros de oración". Por eso es fundamental que experimentemos "el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la acción del Espíritu; un diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús tiene con el Padre" (PDV 47). La oración no solamente ha de ser alimento de nuestra vida espiritual sino también un servicio al pueblo de Dios, ya que nos ha sido confiado este ministerio cuando fuimos ordenados.

 

          En la revisión del Pontifical de las Ordenaciones del Obispo, de los Presbíteros y de los Diáconos efectuada en 1.989 se han introducido algunas modificaciones muy interesantes en este sentido. Así en el escrutinio o promesas de los candidatos el Obispo pregunta: "Estáis dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?" [xii]. La fórmula es totalmente nueva y se ha introducido después de la referencia al Sacrificio eucarístico y al sacramento de la Penitencia, dentro de una remodelación de las preguntas siguiendo las tres funciones del ministerio apostólico: predicar, santificar, gobernar.

 

          Significativa es también la adición en la última parte de la plegaria de ordenación, al señalar la colaboración de los presbíteros con el Obispo en las distintas funciones sacerdotales: la predicación del Evangelio, la dispensación de los misterios de Cristo y la formación del pueblo de Dios. La oración de los presbíteros como función ministerial es mencionada de este modo: "Que en comunión con nosotros, Señor, imploren tu misericordia por el pueblo que se les confía y en favor del mundo entero" [xiii]. La intención que ha motivado esta adiciones es muy clara: explicitar y subrayar que la oración de los presbíteros forma parte de la función santificadora del pueblo cristiano que les ha sido encomendada y para la cual han sido configurados sacramentalmente a Cristo.

 

          Los textos litúrgicos aluden a la Liturgia de las Horas, como puede verse analizando las expresiones paralelas en la ordenación de los diáconos. Estos, al ser ordenados, aceptan la misión y la obligación de orar por toda la Iglesia y en su nombre con el Oficio Divino [xiv]. Pero la perspectiva es más amplia en el caso de los presbíteros. La oración como ministerio presbiteral es preciso contemplarla en relación con la celebración de la Eucaristía y con toda la función santificadora que se les ha confiado.

 

14. Oración personal, oración paralitúrgica y oración litúrgica

 

          Para una mejor comprensión de lo que acabo de decir, me parece indispensable referirme a la cuestión de la relación entre estas tres formas de la oración cristiana, no siempre bien integradas y armonizadas en la vida espiritual. El distinguirlas ayuda a darles su justo valor, pero las tres son necesarias de manera que se enriquecen mutuamente y no suelen darse completamente por separado. Las tres son verdadera oración en la medida en que en ellas el hombre se abre y se sumerge en la presencia de Dios, si bien la última tiene como sujeto no sólo a los fieles cristianos en particular sino también al entero cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

 

          La oración personal es la oración recomendada por el Señor al decir: "Cuando vayas a rezar entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará" (Mt 6,6). Es la oración practicada por nuestro Salvador cuando subía al monte a orar o trasnochaba en la oración (cf. Mc 1,35, 6,46; Lc 6,12; etc.), y por todos los discípulos de Jesús que se han tomado en serio su mandato de "orar siempre sin desanimarse" (Lc 18,1; cf. 1 Tes 5,17). De suyo esta oración es silenciosa, interior, individual -aunque sea en compañía de otras personas-, de la mente y del corazón, meditativa o contemplativa. Esta oración no puede faltar en la vida de ningún cristiano, menos aún en el sacerdote.

 

          La oración paralitúrgica, llamada también comunitaria, es la oración de los ejercicios piadosos del pueblo cristiano y la que ha configurado muchas veces la religiosidad popular. Se inspira en la liturgia y conduce a ella (cf. SC 13), suele ser oración vocal y exterior, aunque comprenda también el silencio y el recogimiento. Usa fórmulas tradicionales, aunque no necesariamente. Puede parecer reiterativa, pero es sencilla y adaptada a los que oran en estructura y en expresiones. Aunque la Iglesia no da carácter oficial a la oración paralitúrgica, sin embargo la recomieda y encarece cuando se trata del culto eucarístico, el Rosario o el Via Crucis.

 

          La oración litúrgica es toda celebración y toda forma de plegaria cuyo sujeto último es la Iglesia, cuerpo de Cristo, asociada a su Señor y Esposo para dar culto al Padre en el Espíritu Santo. Esta forma de oración está fijada en los libros litúrgicos, el Misal, los rituales de los sacramentos y la Liturgia de las Horas, y posee estructuras y fórmulas propias, heredadas en algunos casos de la tradición bíblica pero configuradas también por la propia tradición eclesial y litúrgica. Pero ha de ser también verdadera oración en todos los que toman parte en ella, de manera que "la mente concuerde con la voz", como pedía San Benito (cf. SC 90).

 

15. De la oración personal a la oración litúrgica

 

          Las tres formas de oración deben darse en la vida de todo presbítero, de manera alternativa o escalonada, pero siempre procurando la unión con el Dios vivo. ¿Cómo se logra esto? Practicando las tres formas, dado que existe una comunicación y un influjo entre las tres.

           En efecto la oración personal prepara y capacita para la celebración litúrgica, y al mismo tiempo brota como una derivación de ésta, al tratar de interiorizar lo que se ha escuchado -las lecturas de la Palabra de Dios- o lo que ha sido objeto de la plegaria -la eucología o los cantos- o de la acción ritual en la celebración. Por su parte la liturgia ha de transcurrir en un clima religioso que facilite el diálogo entre Dios y su pueblo, con el necesario ritmo y equilibrio entre la palabra y el silencio, entre el canto y el rito. De ahí la importancia que tienen los silenciosprevistos en la celebración, como el del acto penitencial en la Misa, los que siguen a la invitación a orar, el que se hace después de las lecturas o de la homilía y el que tiene lugar a continación de la comunión.

 

          Por este motivo la participación de los fieles en la liturgia ha de ser a la vez consciente y activa, interna y externa, de manera que los que intervienen en la liturgia "pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina para no recibirla en vano" (SC 11; cf. 14; 19, etc.). En este sentido es absolutamente necesario que antes de la celebración se guarden la debida compostura exterior y el silencio en la iglesia y en los lugares cercanos a ella, para que tanto los ministros como los fieles se dispongan debidamente para la acción sagrada. Los sacerdotes debemos educar al pueblo, especialmente a los niños y jóvenes, en estas actitudes.

 

          En cuanto a los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, individuales o comunitarios, según las tradiciones de cada lugar, es cierto que nacieron en un momento en que la liturgia resultaba ininteligible y distante, con el fin de colmar la necesidad del encuentro con Dios. Sin embargo su práctica sigue siendo muy conveniente, entre otros motivos porque son más fáciles y poseen un notable grado de adaptación al sentimiento religioso popular. Es cierto que hay que ejercer sobre ellos un cuidado atento para evitar desviaciones, pero cuando se trata de ejercicios recomendadas por la Iglesia, es evidente que los sacerdotes debemos ir delante del pueblo en estas prácticas porque nos hacen bien a nosotros y constituyen una buena preparación para la celebración litúrgica.

 

16. La Eucaristía en el centro de la vida de oración del presbítero

 

          El año pasado por estas fechas os escribí la carta titulada "El ministro de la Eucaristía". En ella, especialmente en la segunda parte (nn. 7-10), me refería a las actitudes espirituales que hemos de mantener en la celebración eucarística, centro y razón de ser del ministerio sacerdotal y nuestra principal función (cf. PO 13). Os invito a releer esa parte y los nn. 11, 12 y 18 del la tercera.

 

          Pero ahora me quiero referir a la centralidad de la Eucaristía en la vida de oración de los sacerdotes. En efecto la Eucaristía es "fuente y culmen de toda la vida cristiana" (LG 11; cf. CCE 1.324), porque "en la Eucaristía se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre" (CCE 1.325). Si la oración es un acto de culto, la Eucaristía es el más elevado acto de oración y de adoración a Dios. Lo mismo ocurre en nuestra existencia sacerdotal [xv].

 

          Bastaría recordar que toda la celebración se desarrolla dentro de una perspectiva trinitaria y cristológica, desde la invocación inicial hasta la bendición final. Entre los momentos más importantes de la Misa se encuentran la liturgia de la Palabra, en la que "Dios habla a su pueblo y éste le responde con el canto y la oración" (SC 33), y la plegaria eucarística que es "plegaria de acción de gracias y de consagración... oración que el sacerdote dirige a Dios en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de las grandezas de Dios y en la ofrenda del sacrificio" [xvi]. Toda la celebración está llena de oraciones, toda ella es oración.

 

          No podemos presidir la Eucaristía como si ésta fuera un acto social cualquiera. Hemos de unirnos al "sacrificio de alabanza" (cf. Sal 116[115], 13) que nuestro Redentor realiza precisamente por nuestro ministerio. Más aún, hemos de ser conscientes de que la oración del resto de la jornada es prolongación de las alabanzas, de la acción de gracias y de las súplicas que han tenido lugar en la Eucaristía. Unidos a Cristo desde ese momento, con nuestra oración a lo largo del día seguimos ofreciendo al Padre el "sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que bendicen su nombre" (Hb 13,15).

 

17. La Liturgia de las Horas

 

          Esta prolongación de la Eucaristía a lo largo del día en la oración de los presbíteros se produce ante todo en la Liturgia de las Horas. Como enseña el Concilio Vaticano II, "en el rezo del Oficio Divino prestan su voz a la Igle sia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo que 'vive siempre para interceder por nosotros' (Hb 7,25)" (PO 13).

 

          La Liturgia de las Horas, llamada también Oficio Divino, es "la oración pública de la Iglesia" (SC 98) en la cual todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos, ejercen el sacerdocio real de los bautizados. Celebrada "según la forma aprobada" por la Iglesia, la Liturgia de las Horas es"realmente la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre" (SC 84). Cada miembro del pueblo sacerdotal participa en la Liturgia de las Horas según su lugar propio en la Iglesia y las circunstancias de su vida. En concreto nosotros, los sacerdotes, en cuanto entregados al ministerio pastoral, porque hemos sido llamados a permanecer asiduos en la oración y el servicio de la Palabra (cf. SC 86 y 96; PO 5; CCE 1.175). Lo ideal es que celebremos el Oficio Divino con el pueblo o en común, pero si esto no es posible, la recitación individual es verdadera acción litúrgica en nombre de la Iglesia.

 

          Así pues, "quien recita los salmos en la Liturgia de las Horas no lo hace tanto en nombre propio como en nombre de todo el Cuerpo de Cristo, e incluso en nombre de la persona del mismo Cristo" (OGLH 108). Por eso los ministros ordenados, en virtud de la misión de representación de Cristo y de intercesión por la comunidad cristiana y aun por toda la humanidad, estamos formalmente obligados a esta oración "oficial", querida por la Iglesia y hecha en su nombre [xvii].

 

          La obligación, bajo pecado grave, afecta a la recitación cotidiana e íntegra del Oficio (cf. CDC, cn. 276,2-3º; 1174,1), de manera que solamente una causa proporcionada a esa gravedad, por ejemplo, de salud o de servicio pastoral o de caridad o cansancio, nunca una simple incomodidad, puede eximir de esta obligación en todo o en parte. Pero nótese que los Laudes y las Vísperas, dada su importancia (cf. SC 89), requieren una causa de mayor gravedad aún [xviii].

 

18. Otras formas de oración

 

          "El presbítero debe ser un hombre empapado de espíritu de oración. Cuanto más apremiado se sienta por la urgencia de los compromisos ministeriales, tanto más debe cultivar la contemplación y la paz interior, sabiendo perfectamente que el alma de todo apostolado consiste en la unión vital con Dios" [xix]. Por eso es necesario que organicemos nuestra vida de oración de modo que incluya, ante todo, la celebración diaria de la Eucaristía con una adecuada preparación y acción de gracias (cf. CDC, cn 276,2-2º; 904); incluso cuando no se pueda contar con la participación de los fieles, en cuyo caso se ha de procurar al menos un fiel (cf. CDC, cn. 906); y la Liturgia de las Horas (cf. supra).

 

          Pero no deben faltar en nuestra vida el examen diario de conciencia, que se puede incluir en las Completas; la oración mental o meditación (cf. CDC, cn 276,2-5º), la lectio divina u oración con la Sagrada Escritura, la participación en los retiros y ejercicios espirituales periódicos (cf. CDC, cn. 276,2-4º) -cada dos años entre nosotros-, las devociones marianas entre las que destaca el Rosario, y otras prácticas tradicionales, la lectura espiritual y la visita al Santísimo (cf. PO 18) [xx].

 

19. La visita y la oración ante el Santísimo Sacramento

 

          Esta última práctica, definida como "diálogo cotidiano con Cristo mediante la visita al Tabernáculo" (PO 18), es una forma de culto personal a la Eucaristía, derivada también de la celebración eucarística. La fe y el amor al Santísimo Sacramento no pueden permitir que la presencia sacramental del Señor en el Sagrario permanezca solitaria u olvidada: "Puesto que Cristo mismo está presente en el Sacramento del Altar es preciso honrarlo con culto de adoración. 'La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor' (Pablo VI)" (CCE 1.418).

 

          Ya en el Antiguo Testamento el Tabernáculo donde se guardaba el Arca de la Alianza era también la "tienda de la reunión" (cf. Ex 33,7). Aunque la finalidad primera de la Reserva eucarística es la comunión de los enfermos, no se puede olvidar la legitimidad y la necesidad del culto que brota de la conciencia de la presencia sacramental del Señor en la Eucaristía. La reunión o encuentro es también deseada por Él, cuya delicia es "gozar con los hijos de los hombres" (Pr 8,31). El sacerdote, a semejanza de Moisés, es el primer llamado a entrar en esa tienda del encuentro para entablar con Cristo un diálogo cotidiano, "como habla un hombre con su amigo" (cf. Ex 33,8.11).

 

 

III PARTE:

 

ALGUNOS RECURSOS PARA LA ORACION

 

          En esta última parte pretendo hacer algunas sugerencias de tipo práctico que nos animen a cultivar la oración en nuestra vida y en el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal al servicio del pueblo de Dios.

 

20. Oración vinculada siempre a la Palabra de Dios

 

          De una manera o de otra todas las formas de oración guardan relación con la Palabra de Dios. Lo indicaba ya el Concilio Vaticano II cuando afirmaba: "Como ministros de la palabra de Dios (los presbíteros) leen y escuchan diaria mente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del Apóstol Pablo a Timoteo: 'Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza; insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan' (1 Tm 4,15-16). (PO 13; cf. 4).

 

          La oración del presbítero, por tanto, está íntimamente vinculada al ministerio de la Palabra de Dios, de manera que la lectura meditativa y orante de la Sagrada Escritura constituye, como dice S.S. Juan Pablo II, "un elemento esencial de la formación espiritual" (PDV 47). Se trata de hacer de la lectura de la Escritura una escucha humilde y llena de amor, buscando la luz para la propia vida y para la vida de los fieles que nos han sido confiados. La familiaridad con la Palabra de Dios facilitará la conversión permanente y alimentará la fe y la caridad pastoral, además de convertirse en criterio de juicio y valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y de los problemas.

 

          Existe una fecundación mutua entre la lectura de la Escritura y la oración. Aquella ha de ir acompañada de ésta, y ésta ha de fundamentarse en aquella para que se entable diálogo entre Dios y el hombre (cf. DV 25). Sólo así se encuentra al Dios que habla al hombre, a Cristo que es "camino, verdad y vida" (Jn 14,6) y al Espíritu que ha inspirado las Escrituras. 

 

21. Hay un tiempo para orar y un tiempo para trabajar

 

          Los ministros ordenados hemos recibido la misión de orar en nombre de la Iglesia, y esta misión se lleva a cabo especialmente en la Liturgia de las Horas. Al mismo tiempo la Iglesia nos exhorta a mantener otras formas de oración. ¿Cómo proceder en la práctica, sobre todo cuando somos clérigos diocesanos, no monjes ni religiosos, llamados a ejercer el ministerio pastoral en medio del mundo?

 

          Esta dificultad ha aflorado alguna vez en reuniones sacerdotales. Pero no es una dificultad que obstaculice realmente la oración, y menos aún que impida el ejercicio del ministerio. En realidad el verdadero riesgo que nos acecha en este punto es el del "activismo exterior", que somete nuestra existencia a un ritmo a veces frenético y estresante. Contra este riesgo y sus consecuencias en la oración tenemos el ejemplo del propio Jesús, que alternaba ministerio y oración y buscaba momentos para que los discípulos estuviesen a solas con Él (cf. Mc 3,13). Algún sacerdote ha resuelto esta dificultad trabajando de día y orando de noche, o levantándose más temprano, o prescindiendo de la televisión.

 

          Bastaría el propósito de procurar el equilibrio entre las actividades de la jornada. Todos los días hemos de dedicar un tiempo a la comida, al necesario descanso y al esparcimiento, y esto requiere un ritmo y un cierto horario. Alterar sistemáticamente este ritmo es altamente peligroso para la salud. ¿Por qué no se establece también un ritmo semejante para la oración y el trato de amistad con el Señor? El Libro del Eclesiastés dice que "todo tiene su momento, y todo cuanto se hace bajo el sol tiene su tiempo" (Ecl 3,1). Cuando el cristiano, especialmente el sacerdote, "se engancha" a la oración, hace lo imposible por no dejarla, incluso a pesar de las noches oscuras. Hasta el paseo puede ser momento de oración, contemplativa o vocal. Y por supuesto, buscar "un sitio tranquilo y apartado" para estar unos días con el Maestro y Señor (cf. Mc 6,31-32).

 

22. "Lectio divina" y oración mental

 

          Más arriba he mencionado la lectio divina entre las formas de oración. La lectio divina se remonta al mundo judío, fue promovida por los Santos Padres y ha sido practicada siempre en la vida monástica.

 

          Consiste en leer y releer una página de la Escritura (lectura), subrayando palabras y deteniéndose en expresiones; en reflexionar después sobre lo que me dice el Señor en el texto aquí y ahora (meditación); en tratar de pasar del texto a Aquel que me habla en él (contemplación); en procurar comunicarse interiormente con el Señor (oración); en sentir íntimamente el gusto de Dios y de las cosas de Dios (consuelo); en discernir lo que debo hace a la luz de la Palabra (deliberación); y en proponerse seriamente a llevarlo a la práctica (acción). Todos estos pasos son posibles, aunque no es necesario que se den todos.

 

          La oración mental, llamada también "meditación cristiana", que no hay que confundir con formas de meditación transcendental y menos aún con técnicas de relajación [xxi], es una actividad más sencilla de lo que parece. Hay muchos modos y métodos de hacerla. Los más frecuentes consisten en dedicar un tiempo a considerar un aspecto o misterio de Dios o de Jesucristo, por ejemplo deteniéndose en una escena evangélica. Puede hacerse también reflexionando desde la fe y en la presencia de Dios con el fin de encontrar luz y fuerza. Como decía Santa Teresa de Jesús: "No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho" (Moradas III,1,4).

 

          La meditación puede hacerse sobre cualquier tema: contemplando la naturaleza, considerando un acontecimiento, reflexionando sobre una experiencia, deteniéndose sobre una frase de un salmo o de otro texto bíblico, pero siempre invocando la luz del Espíritu Santo y conscientes de hacerlo en la presencia de Dios. Existen libros de meditación, antiguos y actuales, que suelen ser muy útiles especialmente cuando no se sabe cómo empezar.

 

23. Liturgia de las Horas y oración personal

 

          El mejor libro para la oración, después de la propia Sagrada Escritura, es la Liturgia de las Horas. Pero con frecuencia el Oficio Divino es visto más como una obligación que como un cauce de plegaria. Por este motivo surge una dificultad bastante frecuente: cómo compaginar esta obligación, prioritaria y grave -la celebración o recitación del Oficio Divino-, con lo que es una necesidad del espíritu -la oración personal-, además de una recomendación muy clara de la Iglesia para los sacerdotes. En otro tiempo se daba la paradoja de que la recitación del Breviario se procuraba cumplir cuanto antes y a veces de un tirón, al margen del momento propio de cada hora del Oficio, para dar paso a la meditación y a las restantes prácticas piadosas. La Liturgia de las Horas no alimentaba realmente la vida espiritual.

 

          Sin embargo, después de la reforma litúrgica del Vaticano II que ha pretendido, entre otros objetivos, el que el Oficio Divino sea fuente de piedad y nutra verdaderamente la vida espiritual de los que tienen la misión de celebrarlo en nombre de la Iglesia (cf. SC 90; OGLH 18-19), muchos siguen todavía sin encontrar en la Liturgia de las Horas el apoyo de su oración. ¿Qué ocurre? Sin duda hay todavía un déficit de formación bíblica y litúrgica para poder saborear los salmos y sacar gusto de unos textos -himnos, antífonas, lecturas, responsorios- que piden más bien la celebración comunitaria que la recitación individual.

 

          ¿Subsiste aún esa dicotomía entre oración oficial, asumida como una obligación, y oración personal? Porque lo cierto es que quien tiene hábito de oración, no encuentra dificultad alguna en la celebración del Oficio. Más aún, éste le sirve de gran ayuda. La clave está, en cuanto sea posible, celebrarla o recitarla en común, con las pausas necesarias, y cuando esto no es posible, leer con calma, deteniéndose en las frases más enjundiosas. Si hacemos esto, poco a poco nos daremos cuenta de que la Liturgia de las Horas es una veta inagotable para la oración personal. Pero es fundamental también repartir el Oficio Divino durante el día, según el horario natural, situando el Oficio de lectura para el momento propicio. La naturaleza de esta hora, esencialmente sapiencial y contemplativa, permite convertirla en la mejor meditación.

 

          No obstante, a alguno le pueden ayudar más otros libros y otros procedimientos. Lo importante es hacer oración, obviamente sin detrimento de la obligación de asegurar en la Iglesia la oración incesante, ya que en esto consiste la misión de celebrar el Oficio Divino que nos ha sido confiada a los ministros ordenados (cf. OGLH 28-31).

24. La oración compartida y los grupos de oración

 

          "Aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo" (Santa Teresa de Jesús, Vida, 7,17). Este consejo de la Santa merece ser seguido. En los últimos años han surgido múltiples grupos de oración formados por personas que se sienten animadas no sólo por lazos de amistad sino también por un mismo deseo de enriquecer su vida espiritual. En nuestra Diócesis hay algunos de estos grupos, que son verdaderas escuelas de oración, en las que se cuida la escucha de la Palabra de Dios y se comparte la experiencia de la oración.

 

          Aunque a los sacerdotes les cuesta compartir esta experiencia, sin embargo son los mejores animadores de estos grupos, entre otros motivos por su mayor familiaridad con la Sagrada Escritura. Pueden ser una buena ayuda, y al mismo tiempo un fermento para la renovación de la oración en la comunidad cristiana. Lo ideal es que el sacerdote sea el animador de la oración en la parroquia o grupo de fieles que le han sido confiados.

 

          Por otra parte en los encuentros sacerdotales de espiritualidad o de pastoral se ora en común, al menos con la Liturgia de las Horas. Habría que procurar ampliar estos momentos de plegaria, y dedicando algún tiempo a poner en común lo que ha sido objeto de la oración personal, obviamente con sencillez y discreción.

 

25. Amodo de conclusión

 

          Queridos hermanos presbíteros: Sobre la oración se pueden decir muchas más cosas y mejor todavía. Todos podemos y debemos mejorar nuestra oración: la oración litúrgica en la celebración de la Eucaristía y en la Liturgia de las Horas, la oración comunitaria de los ejercicios piadosos del pueblo cristiano y la oración personal en la lectura de la Palabra de Dios o en la meditación.

 

          La Cuaresma es un tiempo especialmente propicio para ello. Recordad que la oración forma parte, junto con el ayuno y la limosna, de las tres obras tradicionales recomendadas por la Iglesia (cf. Mt 6,1-6.16-18). Pero difícilmente podremos ayudar a los demás fieles a intensificar su oración si nosotros no reavivamos la nuestra. En particular, durante la Cuaresma hemos de pedir una profunda renovación de nuestra mentalidad y de nuestra conducta para poder celebrar gozosos el misterio pascual de Jesucristo. Que Dios nos conceda, por intercesión de Santa María la Virgen Orante, "penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados por la palabra (divina)... servirle fielmente y perseverar unidos en la plegaria" [xxii].

 

                                      Ciudad Rodrigo, 22 de febrero de 2.001

                                      Fiesta de la Cátedra de San Pedro

                                      + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 

 


[i]. S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Novo Millennio Ineunte" al Episcopado, al clero y a los fieles al concluir el Gran Jubileo del año 2.000, de 6-I-2.001 (= NMI).

[ii]. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros del Comité Central para el Gran Jubileo (11 de enero de 2.001): "L'Osservatore Romano", ed. española de 19-I-2.001, p. 5.

[iii]. "La misión evangelizadora de nuestra diócesis". Líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-2.003, octubre de 2.000, n. 4.

[iv]. Cf. ib. n. 5 - 1ª.

[v]. J.M. Uriarte, Ministerio presbiteral y espiritualidad, IDAZ, San Sebastián 1.999, 119-123.

[vi]. Véase la Ordenación general de la Liturgia de las Horas (= OGLH), en el vol. I, nn. 3-4; y el Catecismo de la Iglesia Católica, Coeditores del Catecismo 1.999 (= CCE), 2.599-2.622; Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, Libreria Ed. Vaticana 1994, n. 40. También J. López Martín, La oración de las Horas, Salamanca 1.984, 21-38.

[vii]. "Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión" Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, cit., n. 38.

[viii]. S.S. Pablo VI, Exhortación Apostólica "Marialis Cultus", de 2-II-1.974, n. 18.

[ix]. Cf. J. Esquerda Bifet, Introducción a la doctrina de San Juan de Avila, BAC 608, Madrid 2.000, 389-394.

[x]. Sobre la caridad pastoral véase la Exhortación Apostólica Postsinodal de S.S. Juan Pablo II, "Pastores Dabo Vobis", de 25-III-1.992 (= PDV), nn. 21-23.

[xi]. Pontifical Romano. Ordenación de presbíteros, formulario I, n. 135. La homilía mistagógica del Pontifical es aún más explícita: "Daos cuenta de lo que hacéis e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar en una vida nueva" (ib., n. 123).

[xii]. Ib. n. 124. En la homilía mistagógica se dice al respecto: "...al ofrecer durante el día la alabanza, la acción de gracias y la súplica no sólo por el pueblo de Dios, sino por el mundo entero, recordad que habéis sido escogidos entre los hombres y puestos al servicio de ellos en las cosas de Dios" (ib., n. 123).

[xiii]. Ib., n. 131.

[xiv]. En efecto, el Obispo les pregunta: "¿Queréis conservar y acrecentar el espíritu de oración, tal como corresponde a vuestro género de vida y, fieles a este espíritu, celebrar la Liturgia de las Horas, según vuestra condición, junto con el pueblo de Dios y en beneficio suyo y de todo el mundo?": ib. n. 200.

[xv]. Aunque se refiere a los seminaristas, tiene aplicación también a los presbíteros: "Es necesario que los seminaristas participen diariamente en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la celebración diaria... Fórmense... según aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas" (PDV 48).

[xvi]. Ordenación general del Misal Romano, n. 54 (en la tercera edición del Misal Romano, n. 78).

[xvii]. "Por consiguiente, los obispos, presbíteros y demás ministros sagrados que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrar la Liturgia de las Horas deberán recitarlas diariamente en su integridad y, en cuanto sea posible, en los momentos del día que de veras correspondan" (OGLH 29).

[xviii]. Por eso la omisión total o parcial del Oficio por sola pereza o por realizar actividades de esparcimiento no necesarias, no es lícita, más aun, constituye un menosprecio, según la gravedad de la materia, del oficio ministerial y de la ley positiva de la Iglesia. Si un sacerdote debe celebrar varias veces la Santa Misa en el mismo día o atender confesiones por varias horas o predicar varias veces en un mismo día, y ello le ocasiona fatiga, puede considerar, con tranquilidad de conciencia, que tiene excusa legítima para omitir alguna parte proporcionada del Oficio. El Ordinario propio del sacerdote o diácono puede, por causa justa o grave, según el caso, dispensarlo total o parcialmente de la recitación del Oficio Divino, o conmutárselo por otro acto de piedad (como por ejemplo, el Santo Rosario, el Via Crucis, una lectura bíblica o espiritual, un tiempo de oración mental razonablemente prolongado, etc.). La "verdad del tiempo" o momento en que ha de celebrarse cada hora no es de por sí una causa que excuse de la recitación de los Laudes o las Vísperas, porque se trata de "horas principales" (SC, 89) que "merecen el mayor aprecio" (IGLH, 40) (Resumen de una declaración de la Congregación para el Culto Divino, de 15-XI-2.000).

[xix]. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Simposio sobre "Pastores Dabo Vobis", el 28-V-1.993: Ecclesia 2.640 (1.993), 1.031.

[xx]. Cf. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, cit., n. 40.

[xxi]. Existe un documento muy iluminador al respeto de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado "Orationis Formas" de 15-X-1.989: "Ecclesia" 2459 (1990), 82-90.

[xxii]. Misal Romano, Colecta del miércoles de la 3ª semana de Cuaresma.

 

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Carta n° 22 Rocca di Papa, 8-9-2008

 

Amadísimos hijos en el costado abierto de Cristo: Después de haberos manifestado en la carta anterior lo que Dios me hizo vivir el 18 de octubre de 1962, especialmente ante el Gran Momento de la Consagración, te pido, cualquiera que seas dentro de la Iglesia, y más si has tenido la predilección de ser de La Obra de la Iglesia, que respondas con tu don al Don divino, ejerciendo tu sacerdocio como Dios espera de ti, según tu específica vocación.
Y te ruego y te insisto que busques grandes ratos de oración para ser glorificador del Infinito, y antorcha que brilla en este mundo de corrupción que nos invade; siendo pararrayos que, con los brazos en cruz, aplaques la ira divina, que está muy colmada; y, por amor a la gloria de su Nombre, Dios necesita reparación.
Al día siguiente, 19 de octubre de 1962, dicté un escrito, especialmente para los sacerdotes: ((SACERDOTE DE CRISTO, RESPONDE AL AMOR»; después, otro para todos: ((ENTRE EL VESTÍBULO Y EL ALTAR», de los cuales os voy a transcribir a continuación, hijos amadísimos, grandes fragmentos en esta carta: ((SACERDOTE DE CRISTO, RESPONDE AL AMOR» ((Siento necesidad de volver a hablar de ese Gran Momento de la Consagración, en el cual toda la Majestad infinita en su poderío eterno se derrama tan abundantemente, por la palabra del sacerdote, sobre el altar, que es el mismo Verbo Encarnado el que, haciéndose Pan, mora entre nosotros.

¡El Gran Momento de la Consagración...!, realización plena de aquel otro, que en el Antiguo Testamento se efectuó cuando la gloria de Yahvé descansó en el templo de Jerusalén... En el Antiguo Testamento, figura del Nuevo, y como representación del gran Sacrificio de la Misa, se ofrecían víctimas sin mancha, para que, subiendo hasta el acatamiento de la Majestad soberana, fueran aceptas a Dios, y así la bendición de Yahvé cayera sobre su Pueblo, perdonando los pecados de los israelitas.

De vez en cuando el sacerdote entraba en el Sancta Sanctórum, donde sólo él podía introducirse para celebrar aquel sacrificio de alabanza, reparación, petición e impetración, que hacía acepto al Pueblo ante la Majestad soberana de Yahvé.

Dios recibía aquel sacrificio por ser representación de este otro, en el cual la Víctima ofrecida ante el acatamiento de la Majestad infinita es esa misma Majestad, que, para nuestra salvación, se hizo carne tomando figura de esclavo, y que, en este Sacramento del Altar, se nos da a comer y a beber en el gran misterio de la Eucaristía mediante las palabras sacrosantas de la Consagración, en las cuales el sacerdote repite aquellas mismas palabras que Jesús pronunció en la noche de la Cena para convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.

¡El Gran Momento de la Consagración...!, donde el Sancta Sanctórum de la Eterna Trinidad, en aquel secreto indecible de señorío infinito y de virginidad eterna, se abre ante las palabras de un hombre, para dejar paso a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que, ante el llamamiento del sacerdote de Cristo, se hace Pan.

¡Oh misterio terrible de la Consagración...!, en el cual todo el Cielo, en expectación, adora atónito y reverente al Verbo de la Vida, que, saliendo presuroso del seno del Padre, salta al altar para hacerse Pan y Vino...

¡Está la Majestad Infinita en su esplendor eterno esperando que el sacerdote, reproducción viva del Eterno y Único Sacerdote, abra su boca en llamamiento del Verbo de la Vida, para abrir el Sancta Sanctórum de su eterna Trinidad y darnos a la segunda Persona, que “siempre mora en el Seno del Padre” (cfr. Jn 1, 18b), en comida y en bebida...! ¡Oh sacerdote de Cristo...! ¿Cuándo hubo padre tan padre que pudiera darnos como tú, para nuestro sustento, en comida y en bebida la misma Vida Encarnada...? ¿Cómo pudiste soñar, criatura creada por el Infinito, ser ungida con predilección eterna por el mismo Infinito para hacerte pueblo escogido y porción predilecta del rebaño del Buen Pastor...? ¿De dónde a ti tener el mismo poder que sólo Dios posee de perdonar los pecados...? ¿Cuál será tu dignidad de sacerdote, cuando tú eres el mismo Jesús en el momento de la absolución, de tal forma que tú mismo, con la autoridad divina, perdonas todas mis debilidades...?
¡Ay sacerdote de Cristo, dador de lo Sagrado..!, en ti fueron depositados “todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3b) de Dios para salvación del hombre.

Sacerdote de Cristo, yo te venero porque en todos los momentos de tu vida en los cuales ejerces tu sacerdocio es tal tu dignidad, que el Cielo está abierto a tu mandato para cumplir tu voluntad, dando, por medio de ti, la vida eterna a todas las almas.

¡Ay si yo no tuviera el Sacramento de la Penitencia, y no pudiera ser absuelta de mis pecados...! En él toda mi alma, bañada con la gracia de la remisión, se encuentra felicísima y dichosísima, porque experimenta que la Sangre divina del Cordero ha sido derramada sobre sus pecados, siendo absuelta ante la palabra del sacerdote, que en nombre de Dios la perdona.

¿Y todavía, sacerdote de Cristo, andas buscando a veces tesoros humanos. .? ¿Y todavía tú, que eres el depositario del tesoro divino, y que tienes en tus manos toda la riqueza infinita, te arrastras bajo el polvo de tu miseria, buscando esta riqueza de muerte que nuestras almas pecadoras hambrean por no saber de Dios...? ¡Tú que eres, con Pedro, el depositario de las llaves del Reino de los Cielos, y que tienes en tus manos ese tesoro precioso y esa margarita escondida de la gracia, que por ti se nos da a todas las almas...!
Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio. En el Bautismo me abres las puertas del Reino de los Cielos, quitándome la mancha del pecado original, con lo cual mi alma queda hecha hija de Dios y heredera de su gloria. ¿Puede haber imperio como el tuyo, ante el cual los demonios se someten...? ¿No ves que todo el Cielo espera tu palabra para derramar- se abundantemente sobre la tierra? Tan abundantemente, que hasta el mismo Dios infinito, haciéndose Pan por tu medio, vive oculto en la Eucaristía mientras duren los siglos, para que tú le des a todos sus hijos para su sustento... Sacerdote de Cristo, yo te venero, y te pido implorantemente que vivas tu sacerdocio; que sea toda tu alma una respuesta de amor al gran don de tu consagración; ¡que no juegues con tu Hostia, que profanas al Verbo de la Vida!; que seas pequeño, y que, ante tu dignidad, te retornes al Amor Infinito en entrega total e incondicional para que obre en ti, por ti y a través tuya según su voluntad, sobre ti y sobre las almas; que encuentre Él, al mirarte, el descanso para el cual te hizo sacerdote, ungiéndote por encima de todos los hombres.

Si eres sacerdote, vive tu sacerdocio siendo Cristo y descanso para Él, buscando solamente ese “tesoro escondido” que Dios por tu medio quiere comunicar a todas las almas. Eres el padre de la humanidad, que espera de ti el alimento de vida para su salvación y tu retorno incondicional al Amor, y que, como maestro y guía, le enseñes el camino de la vida eterna y de la correspondencia al Amor...

Sacerdote de Cristo, lo que tú seas serán tus hijos: esa porción que del rebaño del Buen Pastor te fue encomendada. Retórnate en don al Bien Amado; entrégate sin reservas a la acción santificadora del Espíritu Santo, déjate hacer por las manos del Sacerdote Eterno, siendo todo tú para Él un beso de descanso y de amor en retorno de tu sacerdocio. iDile que sí...! Y cuando tú, por las palabras de la Consagración, entres allí, en ese secreto escondido de la Trinidad augusta, sé todo tú don de amor al Amor, que espera tu palabra para darte a su Verbo; recibe al Verbo de la Vida en tus manos, y entrégate a Él en su seno para que, en la comunicación del Espíritu Santo, seas uno con Él; y todas las almas, atraídas al olor de tus perfumes, corriendo tras de ti, nos introduzcamos en la cámara nupcial, amparadas y protegidas por la hermosura de tu rostro, que es ante Yahvé “más suave que el vino” (Ct 1, 2b) por tu sacerdocio.

“Llévanos tras de ti” (Ct 1, 4a), sacerdote de Cristo. Llévanos tras de ti e introdúcenos en el festín divino, para que el Amor Eterno, al vernos introducidos por ti en su seno, levante sobre nuestras almas bandera de amor.

Llévanos tras de ti, introdúcenos en la cámara nupcial, porque son los amores de Dios “más suaves que el vino”, y mi alma enamorada necesita descansar en el pecho del Amado, que es como “racimito de mirra”(Ct 1, 13a) y oloroso para mí...

Anda, sacerdote de Cristo, dame a Dios; dame ese Pan sagrado de vida eterna que tú has transubstanciado; dámelo, para que, embriagada en el mosto divino, yo desfallezca de amor, y pueda también llevar tras de mí legiones de almas que, mediante tu palabra, se llenen de vida divina y puedan participar eternamente de la felicidad del Infinito...

Anda, retórnate al Amor, date en respuesta a su don. No seas tacaño, dile que sí. Sé para Él el descanso que de tu sacerdocio Él esperaba. Y así, siendo para Él todo tú retorno de amor, le hagas a Dios un cielo en tu alma donde Él descanse y, a través de ti, se dé a todas las almas.

Anda, sacerdote de Cristo, responde al Amor con tu don a su don sobre ti al hacerte sacerdote... Anda, ¡responde al Amor!)). Y ahora, hijos amadísimos, vamos a ensanchar nuestras almas, ante los horizontes inmensos que Dios abre para todos sus hijos por medio de la oración, para llenarnos de vida, dar gloria a Dios, responderle, repararle, amarle.., e irradiar esa misma vida divina a todos los hombres: «ENTRE EL VESTÍBULO Y EL ALTAR» ((Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio; estate “entre el vestíbulo y el altar” (Ji 2, 17), siendo mediador entre el Cielo y la tierra; llena tu misión de ser padre de todas las almas, sabiendo que el Señor te llamó ante todo “para estar con Él” (Mc 3, 14).

“Entre el vestíbulo y el altar” oren los sacerdotes, no sea que, habiendo sido escogidos para dar gloria a Dios y vida a los hombres, por su pobre vida de oración sean infecundos, no llenen su vocación, y vengan a convertirse en piedra de escándalo de esas mismas almas que les están encomendadas. Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio; implora ante el Infinito gracias de vida abundante para todas aquellas almas que el Señor ha querido concederte.

¿Has calado en la hondura profunda de tu sacerdocio, sabiendo que la eficacia del mismo está en la intimidad y unión que tú tengas con aquel Sumo y Eterno Sacerdote que, escogiéndote para continuar su misión, te pide morar en el Seno del Padre, y desde allí, mediante esa intimidad con lo divino, dar vida abundante para que los hombres vivan de su Padre Dios...? Tu sacerdocio te ha sido concedido especialmente para estar “entre el vestíbulo y el altar”, siendo glorificador del Amor Infinito, e irradiar este mismo Amor a todos los hombres.

“Entre el vestíbulo y el altar” vivan los sacerdotes del Señor. Sea su día una misa ininterrumpida que, ante la mirada divina, los haga vivir en esa postura que han de tener al pie del altar; sean glorificadores de Dios, adórenle en representación de todos sus hermanos, y, metiéndose en la intimidad del Sumo y Eterno Sacerdote, cojan el tesoro infinito de vida eterna que las almas les piden por su sacerdocio.

Sacerdote, sé mediador e intercesor, especialmente, “entre el vestíbulo y el altar”; el que recibas en ti el amor divino para comunicarlo a tus hermanos, y el que, como buen padre, te entregues por esos mismos hermanos, recibiendo en ti la expiación que por sus culpas necesitan ante el Señor, para que, a fuerza de llorar tú y victimarte por ellos, puedas llegar a presentar sus almas “como una casta virgen” (2 Cor 11, 2b), para desposarlas con Cristo.

Si tú, ungido y predestinado por el Amor Infinito para ejercer tu sacerdocio estando “entre el vestíbulo y el altar”, entre Dios y los hombres, no oras, ¿quién lo hará...? Si no has aprendido todavía el secreto de la familiaridad con el Sumo y Eterno Sacerdote, ¿qué esperas...? Si tú no amas al Amor Infinito como Él necesita, ¿qué haces...?, ¿en qué ocupas tu vida sacerdotal...? ¿No sabes que has sido ungido, especialmente, para estar “entre el vestíbulo y el altar” recibiendo y dando amor...? ¿Dónde irá el Señor para encontrar amor, consuelo, comprensión, descanso e intimidad de amigo y de hermano. . . ?».

 

JUEVES SANTO

 

La soledad te envolvía, eres el Amor, que vives la tristeza te anegaba, abrasándote en tus llamas, y mi alma no sabía y de tanto amor morías, ni mi espíritu calaba sin encontrar quien te amara por qué de pena morías, como Tú te merecías si en Ti la Gloria llevabas, ni como Tú desearas. Pero un lamento salido ¡Oh, cuánto sufrí aquel día del hondón de tus entrañas que a mi alma te quejabas! me manifestó el secreto ¡Si yo, al menos, fuera amor que yo tanto deseaba: que a tu amor me retornara...! 3-4-1969
«iAy sacerdote de Cristo, que quizá no has calado aún tu sacerdocio, que estás inconsciente ante la realidad divina que en tu alma se obra, y que vives sin saber, y, aún peor, sin preocuparte de cómo has de vivir tu sacerdocio...!

“Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes del Señor”, sabiendo que Cristo es el Mediador infinito, cuya postura principal fue siempre ejercer su sacerdocio y estar en actitud de víctima.
Oren en unión con Cristo, e identificados con Él, vivan su sacerdocio, y como Aarón, puestos con el incensario ante la presencia del Infinito, sostengan la justicia divina, y hagan subir hacia Dios inciensos de oración caldeada en el amor que, aplacando su ira, salve al pueblo del castigo que por sus pecados merece.
Tú que dices que tienes sed de almas, que necesitas dar gloria a Dios, ¿has calado en la eficacia de la vida de oración...? ¿No sabes que “el Señor lleva al alma a la soledad para hablarle a su corazón” (cfr. Os 2, 16b)...? El Infinito Amor te escogió con predilección eterna para que fueras el confidente de su corazón y supieras los profundos y recónditos secretos del alma de Cristo, donde se encierra la plenitud de la Divinidad.

Sacerdote de Cristo, ¿has calado profundamente en el alma del Sumo y Eterno Sacerdote...? ¿Has profundizado ese secreto íntimo del desconocimiento de Dios, que victimaba el alma santísima del Verbo de la Vida, y has escuchado alguna vez en el secreto de la oración el cántico infinito del Hijo del Padre, que, en canción sangrienta de amor y dolor, te expresó a ti la tragedia dolorosa de su alma. . . ?».


SUFRÍA EN SILENCIO...

 

Jesús sufría en silencio, Y, cuando yo entraba en Él, y en silencio se quejaba, en silencio me quedaba, y en silencio me pedía penetrando la tragedia que yo entrara en su silencio que en su silencio se daba... y en su silencio le amara. ¡Oh, cuánto dice el silencio, cuando en silencio nos habla... 3-4-1969 «“Entre el vestíbulo y el altar” vivan los ungidos del Señor... Si las vírgenes del Señor, ejerciendo su sacerdocio místico, deben llegar a todas las almas de todos los tiempos, comunicándoles con su irradiación vida divina a todas ellas, ¿qué has de hacer tú. ..? ¿Tampoco tú sabes orar...?

Tu principal misión es ésa... Si no oras, ¿cómo entrarás en intimidad con el Verbo divino y recibirás la misión que quiso comunicarte cuando se encarnó, para que, a través tuya, las almas tuvieran vida...?

Entra dentro de ti, sé sincero y procura ser fiel... En secreto, responde al Amor, que te pide que tú, al menos, le conozcas, que sepas de su intimidad, que recibas su secreto. Si el Señor pudiera decir de ti: “Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido!” (Jn 17, 25a), pero éste sí te conoció, por eso le he manifestado mi nombre y se lo manifestaré aún más...

Siento necesidad de pedir a todas las almas consagradas que vivan su sacerdocio, llenándose de vida divina; para que, haciéndose en ellas una fuente de aguas vivificantes, comuniquen vida eterna a todos los hombres.

El Señor quiere que todas sus almas consagradas sean fuente de aguas vivas en las que pueda beber todo el que tenga sed de Dios. Han de poder decir con Jesús: “El que tenga sed, que venga a mí y beba, y el que tenga hambre, que venga a mí y coma” (Jn 7, 37b; cfr. 6, 35), porque “entre el vestíbulo y el altar”, llenándome de vida divina, se ha hecho en mí una “fuente que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14b). Sacerdote de Cristo, ¿qué te pedirá a ti el Señor...? A ti; no pienses en los demás; a ti... Has de saber que, si no vives tu sacerdocio, eres como el mayordomo del Evangelio, que, escondiendo su talento, fue infecundo... Vive tu sacerdocio, aprende a orar si aún no has calado el secreto de la oración.

En cada momento Dios se es en tu alma la Infinita Palabra, y esa misma Palabra divina quiere comunicarte su secreto de amor. Pero si tú, por tu poco espíritu de oración, no sabes escucharle, ¿cómo podrás después comunicarle a los demás..

Sacerdote, ora..., ora..., jora para que vivas tu sacerdocio!, para que tengas experiencia de que Dios te oye, para que seas omnipotente ante el Infinito, para que te llenes de su vida y entres en el misterio profundo del alma de Cristo, en el océano virginal del alma de María y en la riqueza infinita de tu Iglesia Santa; y así des vida en abundancia como Jesús de ti lo desea, y todo el que se te acerque quede vivificado.

¿Cómo has de orar tú, miembro de La Obra de la Iglesia...? ¿De qué calibre ha de ser tu oración ante la majestad del Infinito...? ¿Qué gracias has de arrancar del pecho del Altísimo...? ¿Cómo has de profundizarte en el alma del Sumo y Eterno Sacerdote,..? ¡Qué hondo es el misterio de tu vocación...! ¿Tú tampoco has calado en este gran secreto...? Pero a ti al menos, hijo querido, puedo hablarte con toda confianza, y decirte: ¡No defraudes al Amor Infinito...! Ejerce tu sacerdocio, ama por los que no aman, ora por los que no oran, ofrécete por los que no se ofrecen, llénate de vida divina por los que, por no orar, están vacíos.., Sea tu sacerdocio tan íntimamente vivido, que no haya deseo ni petición de gracia que de ti salga que no sea inmediatamente escuchada por el Sumo y Eterno Sacerdote.

Vive sólo y exclusivamente para Dios, aparta de ti todo lo que no sea Él, entrégate a vivir tu Misa. lOra, ora, ora! en postura sacerdotal, que Dios necesita de tu oración e intimidad para, por tu medio, hacer vivir a todas las almas su sacerdocio dentro del seno de la Iglesia... Mira, hijo querido, no puede expresar la lengua lo que el alma siente... Hoy siento miedo de decirte la hondura de tu vocación, porque soy pequeña, y temo a los grandotes... ¡Soy muy cobarde, y me dan miedo...! Yo sólo me entiendo con los pequeños.

Al menos tú, hijo mío, recibe hoy la confidencia de mi alma. Mira, lo que tú seas, serán aquellos que te están encomendados; lo que tú vivas, vivirán ellos; porque Dios te ha hecho padre de almas, miembro vivificante de los miembros vivificantes de nuestra Iglesia Santa...

Tú al menos no te confundas: ora día y noche “entre el vestíbulo y el altar”, ejerce tu sacerdocio, recibe la palabra divina que el Sumo y Eterno Sacerdote dice a tu alma para que, con Él, llenes tu misión.
Pesa sobre ti una gran responsabilidad. No des a las almas ideas aprendidas en el estudio frío de la teología. Ya sabes que “el que se apoye en el pecho de Cristo será predicador de lo divino”(Evagrio del Ponto); apoya tu cabeza en el pecho del Verbo Encamado, dile que te enseñe a vivir tu sacerdocio, que te dé su íntimo secreto sacerdotal, que te profundice en un hondo espíritu de oración, dándote corazón de padre para que comuniques vida; pero, ante todo, insiste para que te descubra su secreto, y así seas tú el consuelo del Unigénito del Padre».

 

 

 

MIS RATOS DE SAGRARIO

 

Son mis ratos de Sagrario los presuntos del Eterno, mis alegrías de gloria, mis apetencias de Cielo... Son mis ratos de Sagrario donde, en penares de duelo, lloro con mi Dios penante, recojo sus desconsuelos, apercibo sus martirios, y me consumo en sus fuegos...

Son mis ratos de Sagrario donde mi espíritu abierto recibe la omnipotencia de los Poderes Inmensos; donde me siento fecunda, donde abarco el Universo, donde llego a todas partes, para llenar la misión de mi espíritu sediento dándole almas a Dios

por mi misión como Eco de la Santa Madre Iglesia, sumergida en su misterio.
En mis ratos de Sagrario, penetrada del Inmenso, ejerzo mi sacerdocio
con el Sacerdote Eterno, e irradio por todo el mundo las canciones de mi Verbo siendo madre universal en el compendio del tiempo. Son mis ratos de Sagrario añoranzas en tormento por no encontrar al que ansío tras la luz de su misterio...

Son mis ratos de Sagrario, en claridades de Cielo, o en oscuridades tristes, los que llenan las cavernas torturantes de mi pecho. Son mis ratos de Sagrario, envuelta por el silencio y penetrada en la hondura del coeterno misterio, los que me hacen gritar en mis nostalgias de Cielo y en mi añorante añorar: ¡Gloria de Dios! ¡Sólo eso! 9-5-1972

((A la palabra “oración” se le ha dado una sequedad parecida a la frase “vivir de fe”. Por eso, lo que hoy quiero comunicaros al pediros que viváis vuestro sacerdocio oficial o místico “entre el vestíbulo y el altar” no es precisamente que vayáis al Sagrario con un libro de meditación, sino que os pongáis sobre el pecho de Cristo a beber vuestro sacerdocio, y, ahondándoos en ese divino costado, leáis en el Libro abierto, que el Verbo quiere deletrearos.

Recuerda, hijo querido, aquel Libro de los siete sellos que sólo el Cordero pudo abrir. Apóyate en el costado divino del Maestro, y serás teólogo e Iglesia viva, aprendiendo la ciencia divina del Amor. Pero has de saber que sólo el Cordero podrá descubrirte, por la herida de su costado, en el Libro abierto que Él es, los secretos divinos que encierra.

Por eso, no busques, si puedes, un libro para entenderte con Dios. Al Amor le estorban las criaturas para comunicársete. La criatura libro es un medio del que tú has de valerte para recoger tu alma. Pero en el momento que sientas en ti o apercibas ese deseo de silencio, esa suavidad que te pide descansar en el pecho divino, ese calor de lo eterno que te invita a estarte amando al Amado, eso que te deja en una desgana de todo lo que no sea estarte con Dios sin decir nada, saboreando una verdad o recogido ante una idea, pero sin pensar, sin reflexionar; descansa tranquilo, que tu oración es buena.

El alma sabe que está con Dios porque siente en sí algo inefable que, por secreto, misterioso y oculto, no puede darle forma, ese “no sé qué”, que, por no poderse decir, yo no sabré explicarte, pero que el alma de oración bien lo sabe.

Estate mirando al Sagrario con amor; dile un sí silencioso y prolongado; mírale, que Él te mira; ámale, que te ama; espérale, que te espera... Todo esto, y muchas más cosas que yo aquí no te diré, es oración, y gran oración.

Cuida, porque muchas veces el enemigo engaña al alma cuando Dios le va metiendo en su paz silenciosa, haciéndole ver que eso es pérdida de tiempo, y apartándola así de esta intimidad que, mediante la oración de silencio, el mismo Dios quiere comunicarle. “Llevaré al alma a la soledad, y allí hablaré a su corazón”.
Vete a la soledad del Sagrario, no a leer ni a estarte dando vueltas en una meditación que, a veces, más que unirte con Dios te fatiga, sino a escuchar; ¡que en esa soledad el Verbo divino está hablando a tu alma..]

Vete solo, si puedes, sin criaturas, a leer en el Libro abierto de la Eterna Sabiduría y a escuchar el concierto infinito que, en silencio, en paz, en amor y en intimidad, el Verbo quiere cantarte.
No olvides que “la voz de tu Amado” (Ct 2, 8a) “es como miríadas y miríadas de citaristas” (cfr. Ap 5, 11) que quieren entonar su concierto a tu alma sacerdotal...

Tú que sientes necesidad de ser feliz, de amar y ser amado, de armonías, de conciertos, de hermosuras, de bondad y sabiduría, acércate al concierto eterno del engendrar divino, y apercibirás, sin criaturas de acá, aquella generación eterna, que, en el fuego del Espíritu Santo, es Canción de amor infinito, que, en infinitudes de músicas, de conciertos y de armonías de ser, en Sabiduría cantora y en Expresión substancial, El que Es quiere comunicar a tu alma-Iglesia, ante el contacto eterno de su Beso amoroso.
Hijo de mi alma-Iglesia, pregonero del Amor Infinito, mensajero de la Paz, cantor del infinito Amor, ungido para descubrir las riquezas del ser de Dios..., escucha, apercibe en silencio, que Jesús, el Verbo divino, quiere hablarte hoy; en este “hoy”, que es cada momento de tu vida, porque necesita comunicarte su divina Palabra, para que tú puedas, viviendo tu vocación, llenarte de su vida y ser predicador de lo divino. Aprende la Palabra de la Sabiduría eterna para que sepas lo que has de decir, y di a los hombres lo que, en la intimidad con el Amor, aprendiste.

Por eso, porque Dios te pide vivir tu sacerdocio, oficial o místico, en una plenitud inconcebible, hoy te digo: Vive tu vocación, ora en postración ante el altar, llora con gemidos que sean inenarrables... Ora; pero no olvides de dar a la palabra oración la intimidad, el calor y la vida que ésta tiene.

Cuando yo te digo que ores, te pido que ames, que te estés con el Amor, que le consueles, que le regales, que le escuches, que le preguntes su secreto, y que lo aprendas, para que no tengas más remedio que comunicarlo.

Jesús encuentra pocas almas en quien poder descansar, y por eso está fatigado el Amor... Tú que le conoces, ¿cómo podrás ya guardar su secreto...? Comunícale a los hombres.
El Espíritu Santo está haciendo evolucionar a las almas en su vida de oración. Él quiere ser nuestro Libro abierto donde todos vayamos a leer; ese Libro divino que sólo el Cordero de Dios nos puede abrir.

Seamos conscientes de nuestra filiación divina, profundicemos en nuestro cristianismo, vivamos nuestro ser de Iglesia, y entonces, ante las realidades que se obran en el seno de la Trinidad, en el alma de Cristo, de María, en el seno de nuestra Iglesia Santa y en nuestra propia alma, sabremos de oración.

Alma-Iglesia, cualquiera que seas, y aún más si eres sacerdote, hoy te pido que me soportes unos momentos, porque la necesidad que siento de que te llenes de vida es tal, que vivo en una muerte continua; porque, a pesar de tanto como llevo escrito, siento en mí tal llenura para comunicártela, que sé que no podré decirte nunca todo lo que en mi alma he recibido del Sumo y Eterno Sacerdote para que te lo comunique.

Perdóname si te insisto: Sé que la fecundidad de tu vida depende del grado de intimidad que tengas con el Señor; porque he aprendido, apoyada en el pecho de Cristo, que la sabiduría amorosa no está en los libros. Por eso me siento llamada a decirte incansablemente que hagas oración.

Mi alma desearía volar hasta los últimos confines de la tierra, y caer desplomada de tanto clamar a todos ¡que hagan oración, para que vivan felices dando gloria a Dios y siendo fecundos.
Pero oración de estar amando al Señor, de estar recibiendo la Palabra viva que el Verbo vino a comunicarnos, de estar consolando al Amor Eterno, que te da su amor y te pide tu respuesta...
Aprende a orar, y no olvides que la eficacia de tu vida está “entre el vestíbulo y el altar” orando ante el Infinito, en contacto ininterrumpido con el Sumo y Eterno Sacerdote; siendo así irradiación de la vida divina para todos los hombres.

“Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes y vírgenes del Señor”, y todo aquel que se sienta Iglesia, porque, después de veinte siglos, podría decir Jesús como en los últimos días de su vida: “Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido”; “ni te conocen a Ti, ni me conocen a mí!” (cfr. Jn 8, 19b), porque gran parte de los míos no saben ejercer su sacerdocio, orando para alcanzar la vida divina para todas las almas... Cristiano, cualquiera que seas, ivive tu Sacerdocio!, para que pueda decir Jesús: “Padre santo, Yo te he conocido, y éstos han conocido que Yo salí de Ti. Yo les di a conocer tu Nombre, y se lo daré a conocer aún más.,.” (cfr. Jn 17, 25b. 8b. 26a).

¡Orad...! ¡Orad, para que seáis fieles, deis vida a las almas, y “no caigáis en tentación” (Mc 14, 38a)!».

 

 

LAS PUERTAS DEL CIELO

 

Busco a Dios del modo extraño que se nos da en el destierro: en alegrías de gloria, o en soledades de invierno... ¡Pero no importa al que ama con nostalgias del Eterno esperar día tras día,
cuando sabe que un sagrario es la puerta de los Cielos! Por eso busco en mi vida, en mis noches y en mis duelos, en mis torturas de muerte, en mi martirio incruento, en mi espera prolongada
y en la noche del invierno, cuando me cubre la helada, cuando me ataca el infierno, ¡tras las puertas del sagrario las lumbreras de los Cielos...! ¡Qué me importa que no sienta ante mi sagrario abierto, si la antorcha de la fe, como luciente lucero, me dice que ese Pan es la gloria del Eterno...?!

Por eso, busca, hijo mío, con incansables desvelos, con agonías de muerte y aun con torturas en duelos, largos ratos de Sagrario, aunque tan solo apercibas, en tu penar lastimero dentro de la oscuridad, la tragedia del Dios muerto... ¡Busca ratos de Sagrario, sin buscar más que al Eterno, sin esperar más que a Él; sabiendo, por la esperanza, que, al fin, se abrirán los cielos...!
¡No te canses, hijo mío, que el amor no conoce el desaliento! Por eso, ora incansable ante tu sagrario abierto, donde el Señor se ha quedado en un pequeño Sustento, para que tú le buscaras
con esperanzas en fuego; y en el hondón de tu alma, donde Dios mora de asiento.

lOra incansable, hijo mío, jOra incansable, hijo mío, que mi corazón, herido para que gustes el Cielo! por las voces del Eterno, Y ora incansable, hijo mío, hoy te lo pide amoroso dándole a Jesús consuelo. con mis clamores en celo...! 9-5-1972 Antes de terminar esta carta con cuanto te acabo de decir, hijo queridísimo, miembro vivo y vivificante de La Obra de la Iglesia, te sigo pidiendo, incluso implorando, que busques las aguas del cristalino arroyo, para que en la oración apercibas de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré» (Mt 11, 28), y aplacará vuestra sed, y os llenará de la vida eterna, que se nos da a raudales por las manos del sacerdote en el Nuevo Testamento.

Te pido que seas alma de oración, que busca incansablemente grandes ratos para estar junto a Jesús Sacramentado, y viviendo interiormente todo el día en intimidad con las divinas Personas, que, por la gracia, viven su vida en ti, para que tú vivas tu vida en Dios y con Dios. ¿Qué más podría decirte después de cuanto te acabo de manifestar para que seas feliz, des gloria a Dios y vida a las almas, llenando tu vocación de predilección eterna que Dios te ha dado en el seno de la Santa Madre Iglesia para que le manifiestes, tan sólo por ser Iglesia Católica, Apostólica y bajo la Sede de Pedro?


Esperando en este día le des ese consuelo a mi alma, se despide tu Madre

 

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LA SACRAMENTALIDAD DEL ORDEN SACERDOTAL

 

(Trabajo de DEMETRIO SÁNCHEZ)

 

Introducción

 

       En los años posteriores al Concilio Vaticano II, se ha escrito abundantemente sobre la crisis de identidad del sacerdote. Es fácil consultar la reseña de los diversos factores que la han motivado y de las variadas manifestaciones en las que se ha expresado[1]. Al respecto considero suficiente lo expuesto por el teólogo calvinista M. Thurian: “hace ya varios decenios que se plantea con más o menos insistencia la pregunta: el sacerdote, ¿quién es?, ¿qué es lo que le distingue básicamente del laico o de los otros ministros de la Iglesia ¿cuáles son sus funciones esenciales? ¿de dónde viene?”[2].

 

       Aquí se enumeran en síntesis algunos puntos clave, que explicito. Primero, el Vaticano II ha mantenido el equilibrio entre las tres funciones del ministerio: la misión profética de proclamar y enseñar la palabra de Dios, el poder sacerdotal de celebrar los sacramentos, en especial de consagrar y ofrecer el sacrificio eucarístico, y la responsabilidad pastoral de dirigir el pueblo de Dios. Por consiguiente, según el concilio no se puede ni infravalorar ni privilegiar ninguno de los tres cometidos del ministerio (PO 4-6). Sin embargo, en algunos planteamientos teóricos y prácticos se ha subrayado más la función que la condición sacerdotal (en determinados proyectos la acentuación ha sido unilateral). En ellos se detecta una innegable influencia de la teología protestante. Lutero escribió: “ministerium verbi facit sacerdotem et episcopum” (WA.VI 566,9). La reforma mantiene solo el munus profético y la responsabilidad pastoral, dejando absolutamente al margen el poder sacerdotal. El ministerio es concebido sobre todo, como una función eclesial, sin que exista en él ningún tipo de fundamentación ontológica de origen sacramental.

 

       Y esto remite a un segundo elemento: el énfasis puesto en el sacerdocio común de los bautizados -que es un dato sustantivamente definitorio y exclusivo en la comprensión reformada- sin armonizarlo con el sacerdocio ordenado. La consecuencia ha sido, escribe el cardenal Kasper, que “el sacerdocio común  ha llegado a entenderse erróneamente como un cuestionamiento del sacerdocio ordenado. Pero el sacerdocio común no ha revalorizado a los laicos para devaluar al sacerdote”[3].

 

       De la convergencia de los elementos referidos ha derivado que en determinados ambientes y escritos teológico-pastorales se rechaza que el  ministerio sea ordenación (sacramento que implica consagración); es decir, se deja entre paréntesis, el tema de la sacramentalidad. El mismo M. Thurian constata “que se ha ido desdibujando poco a poco la dimensión sacerdotal del ministerio, su vertiente sacramental, eucarística y contemplativa”[4].

 

       Estos proyectos han suscitado la intervención del Magisterio de la Iglesia con documentos numerosos y muy ricos de contenido. Ya en 1992 sobresale la  Exhortación Pastores dabo vobis (PDV), que indica: “el conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir…. para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal” (n. 11). La Exhortación plantea esta identidad desde la sacramentalidad que es referida no solo al ministerio, sino fundamentalmente a la persona ordenada. En la misma línea la Congregación para el Clero publica en 1994 el “Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros”; su primer capítulo se titula “Identidad del presbítero”; Y en el reafirma que esta identidad se reconoce desde el sacramento que la fundamenta.

 

       Estos textos son netos, si bien con frecuencia se señala aún que reforzar esta identidad es una de las tareas más necesarias. Por ejemplo, en el Mensaje final del “Simposio internacional conmemorativo del XXX aniversario del decreto conciliar  Presbyterorum ordinis” (1995) se dice: “Con el fin de que el sacerdote pueda ser sal y levadura en las actuales circunstancias sociales y culturales, se considera oportuno recomendar una profundización de la identidad presbiteral.  Es la claridad y la constante conciencia de la propia identidad las que determinan el equilibrio de la vida sacerdotal y la fecundidad del ministerio pastoral”[5].

 

       Este es el objeto de la presente exposición: mostrar que “la sacramentalidad del ministerio es el rasgo más especifico de la identidad del (presbítero) sacerdote” (A. Vanhoye). Sacramentalidad que implica la síntesis armoniosa entre misión y consagración, sacerdocio y vivencia concreta del ministerio.

 

       En cuanto al vocabulario conviene indicar: al hilo de la renovación teológica del Vaticano II se estimó necesario superar la terminología sacerdotal, pues ésta prejuzgaría la comprensión del ministerio en una perspectiva prevalentemente cultual. Para evitar esta supuesta sacerdotalización se propuso usar el término presbítero (ya presente en el  N.T. y en la literatura posterior). Pero el mismo Vaticano II mantiene la simultaneidad de ambos vocablos, pues dedica un Decreto al ministerio y vida de los presbíteros (PO) y otro Decreto a la formación sacerdotal (OT) –notar que en PO se alternan los términos sacerdote y presbítero, aunque éste prevalece numéricamente-. De aquí la fluctuación de la terminología conciliar.

 

       En general hoy se mantiene la simultaneidad, aunque en documentos posconciliares del Magisterio se percibe un retorno creciente del lenguaje sacerdotal (Cf. Sínodo de 1971 y los textos de Juan Pablo II). Detrás de estas oscilaciones están las divergencias entre una orientación más marcadamente eclesiológica o cristológica del ministerio ordenado, así como el deseo de no reducirlo a su función cultual, o positivamente de integrar el conjunto de las funciones sacerdotales (los tria munera que el sacramento confiere). En suma, la expresión “ministerio ordenado” corresponde más a la dimensión de la Iglesia como realidad sacramental (institucional), mientras que la de “sacerdocio ministerial” corresponde más a la dimensión de la Iglesia en cuanto misterio de comunión. Dado que los dos aspectos son complementarios, aceptar el doble lenguaje parece la solución más adecuada. Con todo, recordar que el término sacerdote engloba tanto al obispo como al presbítero, a los ministros ordenados del clero secular y a los pertenecientes a congregaciones religiosas.

 

 

Inserción trinitaria del ministerio ordenado

 

       La teología más reciente vincula el ministerio ordenado con el horizonte trinitario que caracteriza toda la reflexión cristiana actual (cf. CEC 234). PDV recoge de manera explicita esta perspectiva. Afirma: “la identidad sacerdotal, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad” (n.12). En esta línea son netos los asertos del Directorio, ya citado: “la identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están relacionados esencialmente con las tres Personas Divinas” (I, 3). Y aún: “a causa de la consagración recibida con el Sacramento del Orden, el sacerdote es constituido en una relación particular y específica con el Padre, con el Hijo, y con el Espíritu Santo”. (Ibíd.).

 

       Este origen trinitario del ministerio está en coherencia con la Iglesia, que es “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (PDV, 12). La eclesiología trinitaria (LG 2-4; AG 2-4) plasma una visión trinitaria del ministerio: éste está radicado sacramentalmente en la Iglesia, misterio de comunión y de misión con Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo.

 

Dimensión cristológica

 

       La primera referencia para situar y comprender el sacerdocio es la cristología. Según PDV, “la referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de la realidad sacerdotal” (12). Porque, “el sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo Cabeza y Pastor” (Ibid., 16).

 

       Como es sabido, solo la Carta a los Hebreos aplica el titulo de sacerdote a Cristo, pero en un sentido enteramente nuevo respecto del sacerdocio judío: mediante un procedimiento paradójico (empleo de terminología tradicional llena de contenidos nuevos) presenta una inteligencia radicalmente novedosa del sacerdocio y del sacrificio[6]. Contemplando la vida entera de Jesús, se percibe cómo su pasión y muerte representan el momento culminante de una historia iniciada en la Encarnación. La novedad de su sacerdocio y de su entrega sacrificial alcanza su manifestación máxima en la muerte, pero impregna de hecho el conjunto de su existencia histórica, en cuanto itinerario progresivo hasta la entrega definitiva. Por esto la existencia histórica de Jesús puede calificarse como una  “pro-existencia” ministerial-salvífica a favor de los demás.

 

       El sacerdocio de Jesús culmina ciertamente en la ofrenda de la propia vida; ésta es su sacrificio de consagración sacerdotal. Y como la ofrenda de su sacrificio es una y única para siempre, su sacerdocio es eterno. De este modo Jesús ha quedado constituido en mediador único, y en Sacerdote perfecto, en cuanto hermano de los hombres e Hijo de Dios. Por tanto, no hay más que un sacrificio y un sacerdocio y ambos se realizan en Jesucristo, Victima y Sacerdote en íntima e indisoluble unión. Pero Cristo ha comunicado a los creyentes en Él su consagración sacerdotal.

 

       La primera participación en la ofrenda sacrificial de Jesucristo acontece en el bautismo (Rm 6,3). De la fuente bautismal surge el pueblo sacerdotal (1 Pe 2,5). Unido a la ofrenda del Sumo y Eterno Sacerdote, el pueblo cristiano ofrece su vida y se  convierte en sacrificio espiritual agradable a Dios; esta ofrenda se actualiza en la liturgia. Pues, como indica el Concilio, “los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana” (LG 11).

 

       El sacerdote cristiano es elegido entre este pueblo sacerdotal (PO 2.3). ¿En qué consiste este nuevo sacerdocio, pues quién lo recibe ya posee en sí la impronta sacerdotal por el bautismo? Puesto que “toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal” (CEC 1546), entonces el sacerdocio ministerial implicará una configuración particular con Cristo Sacerdote y, por ello, un ejercicio asimismo particular de su sacerdocio. De aquí que la doctrina conciliar distinga netamente entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, que “difieren esencialmente y no sólo en grado”, aunque “se ordenan el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). Por tanto, la diversidad dependedel modo de participación del sacerdocio de Cristo, y es esencial en el sentido que, “mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal…el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común” (CEC 1547). A este fin, el Concilio precisa que el sacerdocio ministerial “se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran a Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza” (PO 2).Por consiguiente hay un sacramento especial que confiere un carácter particular, en relación con el bautismo, que configura y asimila a Cristo, que habilita y capacita para la “representación” del mismo Cristo Sacerdote. Este sacerdocio de Cristo se realiza en el ordenado a través de la triple misión que se le confía: “los presbíteros….han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del N.T., a imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote para predicar el evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino” (LG 28. cf. LG 10). Representar sacramentalmente la triple función de Cristo, profeta, pastor y sacerdote, en su unidad indisoluble, es la identidad específica del ministerio ordenado (cf. PO 1).

 

       Esta doctrina ha sido reiterada continuamente. Por ejemplo, en la Instrucción vaticana “Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes” (1997).  Se afirma en ella que la diferencia entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial no se encuentra en el sacerdocio de Cristo (el cuál permanece siempre único e indivisible) ni tampoco en la santidad (a la cual están llamados todos los fieles), sino en el “modo esencial de participación en el mismo y único sacerdocio de Cristo”.

 

       Asumir vitalmente esta condición de instrumentalidad salvífica es de suma importancia para los sacerdotes. La capacidad recibida para actuar sacramentalmente  “in persona Christi” no tiene por finalidad exaltar indebidamente la persona del ministro, ni sugerir la idea de una representación sustitutoria de Cristo. Garantiza más bien la precedencia divina y la centralidad de Cristo, poniendo de relieve que la eficacia de las actuaciones ministeriales radica últimamente en Cristo mismo.

                                                                  

Dimensión pneumatológica

 

       Otra referencia esencial que ilumina la identidad del sacerdote es el Espíritu Santo. Es significativo que PDV exponga todo el capítulo II,  dedicado a la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial, bajo la guía de Lc 4, 18-21, en que Jesús aparece como ungido y enviado por el Espíritu para el cumplimiento de su misión. Por eso presenta también al Espíritu como el protagonista de la configuración con Cristo, del ejercicio ministerial y de la vida del sacerdote (PDV 15).

 

       Explicito esta perspectiva. Ya en el bautismo, mediante el santo crisma, el Espíritu nos une a Cristo y nos hace partícipes de su sacerdocio: “Dios….te consagre con el crisma de la salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey” (RBN 154). En la ordenación sacerdotal el mismo signo del Espíritu nos configura a Cristo Sacerdote de un modo particular para poder obrar como en persona de Cristo Cabeza (PO 2).

 

       Por tanto, la acción del Espíritu en el ministro ordenado se concreta en dos dimensiones fundamentales. Según el  Catecismo, el Sacramento del Orden,  “configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento a Cristo a favor de su Iglesia” (n. 1581). Con otra formulación expone: “la gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote, maestro y pastor, de quien el ordenado es constituido ministro” (n. 1585). Es la doctrina de la “Unción del Espíritu” o “carácter particular” que imprime en el ordenado no como una realidad estática, sino como una fuerza que le impulsa constantemente a la semejanza con Cristo Sacerdote; y esto para que su  “representación” sea efectivamente sacramental.

 

       Junto a esta acción configuradora del ser del sacerdote a imagen de Cristo, el Espíritu posibilita también su actuar como sacerdote. El Espíritu hace posible tanto el ejercicio del sacerdocio de Cristo participado por todos los bautizados, como el específico del ministerio ordenado. Si por el poder del Espíritu las palabras del Señor actualizan en cada celebración eucarística su entrega sacrificial en los dones consagrados, la misma energía divina hace actual la acción sacerdotal de Cristo en la persona del ministro. El Espíritu vitaliza todos los miembros de la Iglesia. Por esto también el sacerdote está radicado en la relación con el Espíritu. Es sacerdote de Cristo en la Iglesia y para la Iglesia, que es el ámbito de presencia sacramental del Espíritu. “El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo…ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia…” (CEC 1552).

 

       La persona que ha recibido la ordenación es alguien de quien el Espíritu se ha posesionado para ponerla totalmente al servicio de la misión de Cristo, que la Iglesia prolonga. Por eso la dimensión pneumatológica ayuda a comprender el ministerio en la perspectiva de la misión: la misión, que es originariamente un concepto trinitario (Dios Padre que envía a su Hijo y al Espíritu para la salvación, para realizar su filantropía) es también un concepto eclesiológico: la Iglesia existe para evangelizar. Pues bien, el ministerio está ordenado precisamente al servicio de la misión. Más allá de falsas alternativas entre misión y culto, sacramentalización y evangelización, el servicio a la misión puede considerarse como criterio de configuración concreta del ministerio[7].

 

       En cuanto a la vivencia personal, recordar que en la liturgia de ordenación la referencia al Espíritu es insistente (a propósito del obispo, del presbítero y del diácono): el don del Espíritu a los ordenados los capacita para ejercer el ministerio eclesial, de suerte que el hecho de ser ordenados equivale a ser investidos del Espíritu Santo y el ministerio ordenado puede en verdad considerarse como un don suyo, como un carisma  (cf. 1 Tim 4,14). El ministerio nos reenvía así al ámbito de lo recibido, de lo gratuito. No se trata de una delegación comunitaria; no hay tampoco ningún derecho personal al ministerio que pudiera reclamarse exigitivamente. Siempre se trata de un don personalmente inmerecido, pero que la Iglesia necesita y que debe acogerse con agradecimiento.

 

       Brevemente, la vinculación con el Espíritu es imprescindible no sólo para comprender la naturaleza teológica del ministerio, sino también para la espiritualidad de los sacerdotes, que son “instrumentos vivos del Espíritu”. Este ministerio implica ciertamente una configuración (ontológica) con Cristo en cuanto participación específica de su único sacerdocio, pero a la vez conlleva un proceso (espiritual) de asimilación en el que la fuerza del Espíritu convertirá en existencialmente sacerdote a aquel que ya lo es sacramentalmente por la ordenación.

 

En referencia a Dios Padre: la “caridad pastoral”

       Se vincula el ministerio con Dios Padre para indicar el sentido de una paternidad vivida y expresada en la “caridad pastoral”. Esta constituye una clave de lectura decisiva de PDV. En  este documento se usa para resumir el comportamiento propio de Cristo como Cabeza y Pastor de la Iglesia (n. 21); es el principio interior que anima y guía la vida espiritual del presbitero (n.23); es capaz de unificar dinámicamente sus múltiples actividades y la relación entre vida espiritual y ejercicio del ministerio (n. 24); constituye por eso como el alma del mismo (n. 48); y ha de conformar tanto la etapa previa al presbiterado como su desarrollo posterior (ns. 51, 57, 70).  Ya el Concilio había usado el concepto para referirse a las tareas episcopales  (LG 41), y para concretar aquello que es vínculo de perfección y de unidad en la vida y acción del presbítero (PO 14). Destaco esta afirmación. “Los presbiteros conseguirán la unidad de su vida asimilándose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño que les ha sido confiado”.

 

       La caridad pastoral traducirá en la práctica lo que significa la sacramentalidad del ministerio, caracterizándolo al estilo de Dios, Padre y Pastor ya en el A.T., y de Jesucristo, el Buen Pastor del N.T. El ejercicio pastoral será así un “offitium amoris”, según la afirmación de S. Agustín: “que sea tarea de amor apacentar el rebaño del Señor”. De este modo habrá un nexo intrínseco entre la misión recibida  (apacentar el rebaño del Señor) y el amor como principio animador del ministerio pastoral. Por eso remitir a Dios Padre como origen fontal de toda la historia salvífica equivale a afirmar la precedencia de Dios en toda iniciativa ministerial.

 

       La referencia a Dios Padre ayuda además a superar las denominadas “eclesiologías de orfandad” en las que la Iglesia se hace a sí misma como resultado de los esfuerzos y planificaciones humanos y en las que se pretende fundamentar o, al menos, justificar el ministerio en factores sociológicos[8]. Pero se olvida que el arjé de la Iglesia es el “libérrimo y misterioso designio de la sabiduría y bondad del Padre eterno” (LG 2). De este designio derivan las misiones del Hijo y del Espíritu (LG 3-4) que realizan ese principio. Con estas misiones se conecta el ministerio apostólico. Por eso la plegaria de ordenación de los presbíteros del Pontifical romano comienza afirmando que Dios Padre, en su designio salvífico, dispuso diversos ministerios para edificar y cuidar a su pueblo a lo largo de la Historia de la Salvación[9]. De aquí que la estructura ministerial no surge como una estrategia humana, sino que deriva de la disposición divina y es necesaria para la Iglesia y constitutiva de ella.

 

       En resumen: la obra de la redención es una acción eminentemente trinitaria, pues en ella están implicadas las tres Divinas Personas. Puesto que el sacerdocio de Cristo consiste en la realización de esta obra, este sacerdocio nuevo está en su totalidad impregnado trinitariamente. Esto significa que la identidad y el ejercicio del sacerdocio ministerial, a semejanza del de Cristo, no puede entenderse sino desde el Padre que, en su voluntad salvífica, quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4), desde el Hijo que la realizó y desde el Espíritu Santo que la actualiza en la Iglesia mediante el ministerio apostólico.

                                                     

“Sellados con un carácter especial por la unción del Espíritu” (PO 2)

       La doctrina expresada tradicionalmente con el “carácter sacerdotal” constituyó una de las cuestiones de fondo más debatidas en los años posconciliares, síntoma de la crisis que afectó a la comprensión del ministerio ordenado. El debate giraba sobre el sentido mismo del sacerdocio ministerial; se cuestionaba su validez o normatividad, enjuiciando desde diversas instancias que la inteligencia del carácter sacerdotal –hasta entonces elemento decisivo en la concepción católica del sacerdocio- estaba superada[10].

 

       Entre las razones aducidas destaco éstas: algunos reconocen al bautismo un valor ontológico (carácter) pero no así al orden; éste no conferiría más que una especialización funcional en la misión del cristiano que acepta la llamada de la Iglesia para ejercer un ministerio concreto; la permanencia de por vida en ese ministerio sería un fenómeno histórico, y no una necesidad teológica derivada de un supuesto carácter sacerdotal. Otros criticaban la doctrina del carácter (también de los sacramentos de iniciación) como una cosificación de realidades existenciales, producida por una mentalidad esencialista y extraña a la comprensión bíblica. En cambio, el ministerio ordenado ha de entenderse como un servicio relacionado con el hacer (no con el ser) que podría ejercerse durante un cierto tiempo –por eso la propuesta de una “ordinatio ad tempus”; por esto el ministro que es dispensado o removido de su ministerio dejaría de serlo. Por ultimo, hablar del carácter o de un substrato ontológico supondría admitir la existencia de dos sacerdocios distintos –cuando el ministerial es sólo una modulación del único sacerdocio para el servicio pastoral; mantener lo contrario ahonda la separación entre clérigos y laicos-.

       La intensidad de esta crítica, que era un hecho novedoso en ámbito católico, ha disminuido actualmente, aunque surgen en ocasiones ciertos rebrotes. Valorándola retrospectivamente es preciso indicar: el aspecto problemático de algunos proyectos no es tanto lo que pretenden acentuar –que el ministerio sacerdotal es fundamentalmente servicio- cuanto lo que niegan o diluyen: la realidad objetiva de algo que permanece, su consistencia ontológica.

 

       Es obvio que no es posible aquí exponer todo el desarrollo histórico-teológico de la doctrina del carácter. Se trata sólo de precisar el contenido propio de esta doctrina;determinar su significado en la identidad y la vivencia del sacerdote.

 

       La gran elaboración teológica del siglo XIII concuerda en esta conclusión: el carácter sacerdotal es un efecto del sacramento del Orden, distinto de la gracia sacramental, que consagra y configura a Cristo Sacerdote para poder obrar con eficacia salvífica. La teología posterior mantiene estos datos en una recepción común.

 

       En cuanto al Magisterio, el concilio de Florencia (1439) presenta el carácter como un signo espiritual distintivo e indeleble (DS 1313). El concilio de Trento, al responder a los reformadores, se muestra muy sobrio y escueto. En el planteamiento reformado el rechazo de la sacramentalidad del Orden conlleva el despido del concepto de carácter sacerdotal permanente e indeleble. Según Lutero, la ordenación es simplemente un oficio ministerial que no establece ninguna diferencia específica respecto a los laicos, que tiene sólo un sentido funcional y una vigencia temporal. De aquí que el procedimiento popular por el que alguien queda instituido como ministro pueda llevar también a su destitución, a revocar la delegación otorgada. Así también lo conciben Melanchthon y Calvino[11].

 

       Trento primero reitera (1547, DS 1609) el pronunciamiento de Florencia sobre el carácter; luego (sesión XIII, 1563) reafirma su existencia como una verdad doctrinal, que es una realidad no amisible, y, por esto, niega que los sacerdotes tengan una potestad sólo temporal y que, una vez ordenados, puedan de nuevo devenir laicos (DS 1767; 1774). En la definición no se incluye ningún tipo de argumentación y se evita cualquier determinación vinculante sobre la naturaleza del carácter, al tratarse de una cuestión muy discutida entre los teólogos y padres conciliares.

 

       Tampoco el Vaticano II pretendió ofrecer precisiones ulteriores sobre el carácter. Lo afirma expresamente a propósito de la consagración episcopal, hablando de un “carácter sagrado “en virtud del cual los obispos pueden actuar “in persona Christi” (LG 21). También  lo subraya PO 2 respecto de los presbíteros, quienes “quedan sellados con un carácter especial por la unción del Espíritu, para configurados con Cristo Sacerdote poder actuar in persona Christi”.

Las afirmaciones del carácter son frecuentes en el Magisterio de Pablo VI. Precisamente porque en este contexto histórico comienzan a aflorar los proyectos novedosos, antes referidos. Por esto ya en 1970 la Comisión Teológica Internacional publica el Documento “El sacerdocio católico”. En la tesis IV expone: “el cristiano llamado al ministerio sacerdotal no recibe por la ordenación una función puramente exterior, sino más bien una participación original del sacerdocio de Cristo, en virtud de la cual él representa a Cristo a la cabeza de la comunidad, y como de cara a ella. Así, pues, el ministerio es una manera especifica de vivir el servicio cristiano dentro de la Iglesia”[12]. En la explicación de la tesis Mons. J. Medina indicaba: “la formulación sin emplear la palabra, considera la realidad denominada carácter”[13].

 

       Inmediatamente siguen otras manifestaciones del Magisterio. Así el Sínodo Episcopal de 1971, en el escrito “De sacerdotio ministeriali,” dedica el apartado 5 a la “índole permanente del sacerdocio”. Aquí reafirma (en el clima de discusiones sobre la identidad sacerdotal) que mediante la imposición de las manos se le comunica al ordenado el don imperecedero del Espíritu Santo que le hace participe de la misión de Cristo en su doble aspecto de autoridad y de servicio. E interpreta lo que la tradición eclesial ha entendido con la doctrina del carácter como expresión de la asociación irrevocable de la Iglesia a la obra salvífica de Cristo y de la definitividad de los dones de Dios, que no queda revocada ni en los casos de dispensa o de remoción del ministerio.

 

       Esta enseñanza es ratificada por la Congregación de la Doctrina de la Fe en la “Declaración acerca de la doctrina católica sobre la Iglesia para defenderla contra algunos errores actuales” (1973 n.6). Prescindo de otros documentos menores, pues no pretendo que la reseña sea completa. Entre las intervenciones sucesivas destaca la Exhortación PDV (1992) que privilegia la identidad del presbítero basándose en la idea de consagración, pero entendida en clave de relación interpersonal y abierta intrínsecamente a la misión. Por eso afirma que la ordenación “crea una ligazón ontológica específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor” (n. 11). Y luego precisa que esta configuración es de naturaleza trinitaria y se expresa en el ejercicio del ministerio: “el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo” (n.12).

 

       Destaca asimismo el Directorio (1994) que ofrece una exposición detallada del carácter dentro de la consideración pneumatológica del ministerio ordenado. La permanencia del carácter es propuesta como consecuencia de la promesa hecha por Cristo al ministro de que el Espíritu consolador permanecerá en él para siempre (n. 8). En su ser y su obrar el sacerdote queda definido desde el Espíritu Santo que le constituye enviado de Jesucristo y le capacita para servir al pueblo sacerdotal (ns. 9-11).

 

Finalmente el Catecismo (1992) expone, con la claridad propia del estilo catequético, que el carácter es un don especial del Espíritu Santo que configura con Cristo a quien lo recibe para ser su instrumento a favor de la Iglesia (n. 1581). De esta formulación deduce dos consecuencias: que el sacerdocio dura para siempre –por eso el rechazo del sentido temporal del mismo- y que la disposición personal del ministro no influye en el efecto de las acciones sacramentales que administra (ns. 1582 ss.).

 

       Tras este recorrido doctrinal se impone la convicción: negar la realidad del carácter o diluirla no resulta compatible con la normatividad vinculante de la tradición teológico-dogmática vigente hasta nuestros días. Pero mantener la realidad, la consistencia permanente del carácter no implica negar su dimensión dinámica y funcional, sino sólo cuestionar la absolutización, la exclusividad de la misma.

 

       En el horizonte clásico se tiende a hacer del carácter una cualidad, una potencia ordenada a las acciones sagradas propias del sacerdocio. En el horizonte actual se presenta en clave personalista y se concibe como una cualificación existencial, nueva y definitiva, para el servicio ministerial dentro de la Iglesia. Por esto el carácter puede interpretarse como relacionalidad existencial con Cristo y con la Iglesia, nueva respecto a la propia del bautismo, con entidad objetiva en cuanto nuevo, específico modo de ser en la Iglesia irrevocable y permanente. El carácter es así expresión de la fidelidad inquebrantable de Dios a su palabra y a sus dones, fidelidad que no resulta cuestionada por la posible infidelidad del hombre. De este modo la doctrina del carácter nos reenvía al ámbito de lo carismático, de los dones del Espíritu. Y como esta nueva condición de referencia a Cristo y a la Iglesia no puede ser instaurada ni por el sujeto que es ordenado, ni por la comunidad en su conjunto, tampoco puede ser eliminada por ellos. Es el carisma permanente del sacerdocio ministerial. Pero este hecho no ha de motivar ningún tipo de engreimiento para el ministro; es una llamada a la humildad verdadera, puesto que ni su infidelidad ni sus debilidades cuestionan radicalmente la fidelidad divina ni la eficacia salvífica de su ministerio.

 

       Por esto en esta perspectiva el carácter custodia la fuente cristológico – pneumatológica de la salvación (es la gracia de Cristo que obra a través del ministro) y, en consecuencia, también la destinación eclesial de la misma salvación (la comunidad es “antes” que el ministro, y por ello su edificación no puede depender esencialmente de las disposiciones subjetivas de él). Si no existiera este don permanente, la comunidad restaría a merced de las siempre mudable condiciones morales y psicológicas de quién la guía y, por tanto, el ministro sería, en el verdadero sentido de la palabra, un “mediador” y no un servidor, un ministro.

 

       El carácter equivale también a una realidad dinámica, a una progresiva configuración. Desde el momento de la ordenación hay en la persona y en la vida del ministro ordenado un dinamismo permanente que no sólo capacita para las acciones ministeriales, sino que a la par configura su estilo de existencia. Su ser íntimo es ya enteramente ministerial; todas sus potencialidades son reclamadas, no se pertenece a si mismo; como Cristo, está llamado a ser una pro-existencia., ha de ser “instrumento vivo de Cristo Sacerdote” (PO 12). El carácter, en cuanto carisma permanente, significa profundización creciente en la gracia sacramental, disponibilidad sin reservas, dinamismo pastoral y servicio ministerial para toda la vida. La entrega y el servicio, animados por la caridad pastoral, en un proceso incesante de configuración son traducción concreta del carácter, entendido en su instancia teológica profunda.

 

 

 

La doble representación sacramental: in persona Christi - in nomine Ecclesiae

       Son expresiones técnicas en la teología del ministerio ordenado. Con ellas se denota: la configuración con Cristo Sacerdote implica una capacitación para actuar eficazmente in persona Christi, en su Iglesia y a favor de ella.

 

In persona Christi

Esta fórmula, que forma parte de una larga tradición teológica, está directamente relacionada con la comprensión del ministerio como repraesentatio Christi.

 

       El punto de partida está en el N.T.: los evangelios han transmitido el envio de los discípulos de Jesús como corresponsables en su tarea anunciadora del Reino de Dios (Mc 6, 6-13  par.) El ser enviados hace de los discípulos colaboradores y establece una relación de referencia y de dependencia identificativa entre los enviados y quien envía  (Cf. Lc 10, 16), los convierte en representantes del envió de Jesús por el Padre (cf. Mt 10, 40). En esta tradición se inserta la comprensión cristiana del apóstol. Así Pablo se considera apóstol por haber recibido su llamada y su misión de Jesús Resucitado; por ello ejerce su ministerio como “embajador de Cristo” (2 Cor 5, 20). En el N. T. esta comprensión se expresa mediante diversas imágenes o símbolos. Entre ellas destaca la de Pastor (Ef 4, 11; 1 Pe 5, 2; Jn 10, 9-10), que conlleva la idea de que el ministro, en la realización de su actividad, ha de representar la entrega radical de Cristo, Buen Pastor que se ofrenda en favor de los hombres; en él tienen los ministros una referencia vinculante para su ministerio en la comunidad.

 

       Con esta perspectiva enlaza la formula “in persona Christi” que denota la vinculación del sacerdote a Cristo; sus actuaciones ministeriales son la salvación de Cristo in actu, en ejercicio.

 

       En recortada síntesis, los principales usos y significados de la fórmula son:

a) el más originario y frecuente es su aplicación al ministerio eucarístico del sacerdote, en ocasiones muy circunscrito a la “potestas conficiendi” de las palabras consecratorias. En LG 10, cuando se distingue entre sacerdocio común y ordenado, se habla de potestas sacra para todo el ministerio y se emplea in persona Christi para precisar mejor la competencia sacerdotal (“conficit”) en la celebración eucarística, distinta de la función que el pueblo asume (“offert”).

 

       En el número 28 de LG, que es resumen de la doctrina sobre el presbiterado y sobre su triple función o munera, la expresión se aplica directamente al ministerio eucarístico, considerándolo como la manifestación máxima de su ejercicio: al “personificar” a Cristo Cabeza los sacerdotes representan sacramentalmente su único sacrificio, uniendo la ofrenda de los fieles a la de Cristo. En otras ocasiones se prefiere la formula equivalente  de “gerere personam Christi” al insistir en que, especialmente respecto al sacrificio de la misa, la configuración del presbítero a Cristo reclama una asimilación vital a él, que es favorecida por el propio ministerio eucarístico (PO 13). Conviene advertir que el verbo gerere conlleva un matiz más dinámico y activo. En esta línea ya Pablo VI se refería a la dimensión de “configuración existencial y oblativa”[14].

 

       En otras ocasiones se relacionan estrechamente “in persona Christi” y  exclusividad sacerdotal para consagrar la eucaristía. Desde el Sínodo de 1971 hasta hoy se han repetido los pronunciamientos en este sentido[15]. Según estas intervenciones es competencia exclusiva del sacerdote porque sólo él representa a Cristo Cabeza y visibiliza sacramentalmente la única mediación salvífica de Jesucristo, Sumo Sacerdote (la primera formulación conciliar sobre la potestad exclusiva del sacerdote para consagrar la Eucaristía es la del IV Concilio de Letrán, 1215, en controversia con algunos movimientos religiosos medievales (DS 802).

 

       b) En otros textos la perspectiva es más amplia. En ellos toda la actividad ministerial se engloba bajo la actuación “in persona Christi”. Por ejemplo en PO 2 la expresión cualifica todo el ministerio presbiteral como una personificación sacramental de Cristo Cabeza. En el mismo sentido se pronuncia PO 12, en que se usa la fórmula gerere personam Christi a propósito de los motivos especiales para la santidad de los sacerdotes, que son designados como “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote”.

      

       La fórmula aparece también respecto de la cooperación de los presbíteros en el triple munus de los obispos que, por su naturaleza, afecta a la misión de la Iglesia y urge el deber misionero (AG 39). Asimismo cuando se expone la relación de los laicos con la jerarquía, en una Iglesia en que diversidad y comunión son dimensiones integrantes y en la que los ministros “en razón de su ministerio sagrado personam Christi gerunt” (LG 37).

 

       A veces se acentúan determinadas tareas dentro del conjunto de la actividad ministerial. Entonces el “in persona Christi” puede designar la función específica del sacerdote que preside la celebración litúrgica (SC 33), o el ministerio de la Palabra-evangelización (E. Nuntiandi, 67), o el ministerio de la reconciliación en el sacramento de la penitencia (Reconciliatio et poenitentia, 1984, n. 29).

 

       El uso de estas fórmulas no constituye una novedad absoluta, sólo ha sido actualizado. Su presencia en documentos conciliares y posconciliares, como en la teología contemporánea, enlaza con la mejor tradición. Ya Santo Tomás escribía “Christus est fons totius sacerdotii…sacerdos novae legis in persona ipsius  operatur”(S th., III, 22, 4 c).

 

       En cambio constituye una aportación del Vaticano II la afirmación de la sacramentalidad del episcopado. De aquí la aplicación del “in persona Christi” al ministerio episcopal en su conjunto o en alguna de sus funciones especificas. Según LG 21 en todo su ministerio de pastores, maestros y pontífices, los obispos son la suprema representación visible de Cristo, en virtud de la gracia del Espíritu Santo y del carácter sacramental. En otros textos de esta constitución se prefiere la fórmula “in nomine Christi” en referencia al magisterio personal y autentico del obispo, basado en la autoridad que ha recibido de Cristo (LG 25), o a la responsabilidad en las tareas de dirección y de gobierno (LG 27). Con la expresión ampliada “in nomine et potestate” se engloba el triple ministerio de enseñar, santificar y regir (AA 2). (En la medida en que el diaconado es un grado del sacramento del Orden, puede considerarse también como un ministerio de actuación “in persona Christi” (CIC, canon 1008).

 

       Recapitulando: los textos conciliares parten de la actividad ministerial y hablan del “agere in persona” o “gerere personam Christi”. Privilegian, pues, la configuración concreta del sacerdote en el ejercicio del ministerio. La representación de Cristo aparece como una realidad dinámica y relacional. Esta presencialización de Cristo se ejerce de manera sacramental. Y esto significa que estamos dentro de una dimensión creyente y de un contexto salvífico: continuamente se nos remite a la acción salvífica de Cristo que, mediante la actividad ministerial, adquiere concreción histórica y se transforma en fuente de vida para quien la acepta en la fe. El que posibilita y da eficacia salvífica es Jesucristo; el ministro sólo ejerce un ministerio; presta un servicio.

 

       Cristo es, por tanto, insustituible, porque es el único sacerdote y el único mediador de la salvación. Por ello la presencialización que se opera en el ejercicio ministerial del sacerdote es de naturaleza sacramental y así ha de ser vivida esencialmente. El sacerdote es signo personal de Cristo Cabeza, de su principalidad salvífica originaria; es instrumento vivo de Cristo cuya eficacia salvífica no es propia, sino otorgada, recibida. Por esto el ministerio representativo del sacerdote será vivido como referencia permanente al verdadero protagonista, que es Jesucristo.

 

In nomine Ecclesiae

       El ministro ordenado que actúa in persona Christi, también lo hace in persona Ecclesiae. Esta expresión tradicional de la teología ha conocido una evolución histórica que ha conducido a la sustitución progresiva de la misma por esta otra: in nomine Ecclesiae. De hecho en los textos del Vaticano II y en los posconciliares prevalece la segunda fórmula.

 

       Con ella se quiere poner de manifiesto la eclesialidad del ministerio ordenado en un doble sentido: la Iglesia, en cuanto comunidad de fe, se halla representada en el ministro; éste, a su vez, en su condición y actividad ministeriales, está destinado a la comunidad eclesial a cuyo servicio ha sido ordenado.

 

       La fórmula es usada en contextos ministeriales muy variados. Se habla de la representatividad eclesial, propia del sacerdote, a propósito de la celebración eucarística (PO 2) y, más en concreto, en relación con la ofrenda del sacrificio eucarístico (LG 10). Esta representación es de naturaleza sacramental –esto es, está radicada en la potestad sagrada del sacramento del Orden-. Su ministerio eucarístico tiene una profunda dimensión eclesial: el sacerdote es “instrumento” no sólo respecto a Cristo, sino también respecto a la Iglesia en cuyo nombre actúa y ofrece la eucaristía. Aquí se evidencia la diferencia con el sacerdocio común. El laico no puede “representar” a la Iglesia en el mismo sentido que el ministro ordenado. La representación de éste es de naturaleza sacramental. En esta línea escribía Santo Tomás: “sacerdos in missa in orationibus quidem loquitur in persona Ecclesiae, in cuius unitate consistit. Sed in consecratione sacramenti loquitur in persona Christi cuius vicem hoc gerit per ordinis potestatem” (Sth III, q.82, a.7 ad 3).

 

       Según otro contexto más amplio (en el que se integra el anterior) el sacerdote representa a la Iglesia en la presidencia de las celebraciones litúrgicas (SC 33). La liturgia equivale a un diálogo entre Dios y el creyente, es una dinámica de don y respuesta, un movimiento de Dios a la comunidad celebrante, y de ésta a Dios. En el centro del mismo está la figura de Jesucristo mediador. En el momento descendente, de Dios a la comunidad congregada en la fe, el sacerdote actúa y preside in persona Christi. En el momento ascendente el sacerdote se haya en relación especial con toda la asamblea litúrgica, pues actúa en su nombre representándola en las oraciones presidenciales. En esta circularidad dialogal el sacerdote aparece como signo visible-instrumental, sacramental de la única mediación de Cristo.

 

       Otro ámbito en el que se usa la fórmula es el relativo al rezo del Oficio Divino. En el caso de los presbíteros se considera como una prolongación de la alabanza y acción de gracias que es la Eucaristía (PO 5). In nomine ecclesiae tiene aquí un sentido teológico: se aplica al presbítero en cuanto instrumento sacramental de la alabanza de la Iglesia a Dios, representando a los fieles en su conjunto. En otros casos la fórmula aparece desconectada del in persona Christi, y entonces se aplica también a los religiosos-no ordenados y a los laicos que rezan el Oficio Divino (cf. SC 85).

 

       Brevemente, actuando in nomine ecclesiae el ministro ordenado es personificación representativa, signo sacramental de la asamblea creyente y orante. Manifiesta así la radicación eclesiológica de su ministerio y la dimensión eclesial de su actividad. Él no suplanta ni sustituye a la comunidad, sino que su actuación es eclesialmente representativa.

 

       En base a lo expuesto en estos apartados conviene señalar que las dos fórmulas –in persona Christi, in nomine Ecclesiae- quieren poner de relieve dos aspectos de una misma acción ministerial: la dimensión cristológica y la eclesiológica están mutuamente implicadas y convergen en la unidad orgánica de la acción ministerial.

 

       Aunque diversas en sus perspectivas, las distintas explicaciones actuales mantienen en general una conexión estrecha entre el in persona Christi y el in nomine Ecclesiae. Sin embargo, este necesario equilibrio no está presente en algunos proyectos teológico-pastorales del ministerio ordenado propuestos en la etapa posconciliar. En ellos la radicación cristológica del mismo queda minusvalorada, mal entendida o prácticamente silenciada. Quizás en este trasfondo se explique la insistencia remarcada de PDV en que “la referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de la realidad sacerdotal” (n 12) y la afirmación expresa de que “la referencia a la Iglesia es necesaria, aunque no prioritaria” (n 16).

 

       Estableciendo la radicación cristológica como prioritaria y determinante, se hace que la fundamentación eclesiológica esté cristológicamente mediada, pues la Iglesia no es una realidad autónoma al margen de Cristo, ya que tiene en Él su origen y resulta teológicamente incomprensible sin esta referencia originaria. Insistir en la precedencia salvífica de la mediación única de Jesucristo ubica en el puesto que le corresponde tanto al ministerio ordenado como a la misma Iglesia: Jesucristo es el fundamento que les otorga consistencia y validez.

 

       En síntesis el sacramento del Orden imprime un carácter especial, un signo permanente que configura con Cristo por la unción del Espíritu Santo. De este modo queda equilibrada la dimensión cristológica y la pneumatológica-eclesial. La cuestión fundamental es la articulación de estas referencias, ambas esenciales. Si se absolutiza la primera, el ministro se coloca por encima de los otros fieles, como “mediador” entre Cristo y la Iglesia; entonces resulta aislado bajo la perspectiva de la auctoritas y la potestas. Pero si se absolutiza la segunda, el ministro es simplemente un “coordinador” de dones que la comunidad gestiona; es entonces sólo un servicio entre los demás servicios distribuidos por el Espíritu. El ministerio ordenado se coloca en el punto de intercesión entre el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia; en esta colocación se percibe la necesidad del ministerio ordenado, precisamente como ministro de la única mediación de Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor, al servicio de la Iglesia.

 

 

El presbiterio

En el decreto PO aparece el término presbyteri en plural y muy poco en singular. Este es un dato preciso: se pretende liberar al presbiterado del individualismo y recuperar su dimensión comunitaria. LG 28 y PO establecen el fundamento de esta visión comunitaria en el sacramento del Orden. Esto se efectúa en dos etapas (más lógicas que cronológicas) primero, se resalta el vínculo de consagración – misión entre todos los presbíteros y de éstos con los obispos; después se destaca con la recuperación del concepto de presbiterio, una particular consistencia de la comunión entre los presbíteros de una misma iglesia local y de éstos con su obispo.

Sobresalen estas afirmaciones:

“En virtud de la común sagrada ordenación y de la misión, todos los presbíteros están ligados entre sí por una íntima fraternidad” (LG 28).

“Todos los presbíteros, junto con los obispos, participan en tal grado del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige la comunión jerárquica de los presbíteros con el orden de los obispos” (PO 7).

 PO 8 retoma la misma perspectiva, pero limitándose a los presbíteros que “constituidos en el orden del presbiterado mediante la ordenación, todos están unidos entre sí por una íntima fraternidad sacramental”.

 

En este contexto el concilio rehabilita la noción de presbiterio, que había caído teológicamente en desuso. Durante la elaboración de los textos algunos Padres propusieron insertar en los Documentos la mención explícita del presbiterio en el sentido (ya referido por San Ignacio de Antioquía, siglo II) de “senado” del obispo, su Consejo asesor.

 

Los textos promulgados recogen esa petición. LG 28 expone que los presbíteros “próvidos cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo, llamados al servicio del Pueblo de Dios, constituyen con su obispo un único presbiterio, si bien destinado a oficios diversos. En cada una de las comunidades locales de fieles ellos hacen, por así decir (quodam modo), presente al obispo al que están unidos confiada y animosamente, condividen en parten sus funciones y su solicitud y la ejercitan con entrega diaria”. El concilio, pues, habla del presbiterio como vínculo no sólo operativo o afectivo, sino propiamente sacramental.

 

La misma doctrina es propuesta sustancialmente en PO 7 (relaciones entre obispo y presbítero) y 8 (relaciones de los presbíteros entre sí). Aquí se expone que los presbíteros, “constituidos en el orden del presbiterado mediante la ordenación, están todos unidos entre sí por íntima fraternidad sacramental; pero de modo especial forman un único presbiterio en la diócesis a cuyo servicio son asignados bajo el propio obispo”.

 

       Esta es la aportación del concilio. Sin embargo, los textos conciliares no precisan en que consiste la específica comunión entre los miembros de un mismo presbiterio respecto a la comunión entre todos los pertenecientes al orden del presbiterado. Para captar esta nota peculiar es preciso recurrir a la teología de la iglesia local.

 

       La doctrina del Vaticano II ha superado la idea que la referencia a la Iglesia afecte sólo al hacer del ministro ordenado, mientras que el ser sería absorbido por la relación con Cristo. Manteniendo la relación cristológico – trinitaria como fundante la eclesial, aunque subordinada, permanece esencial al ministerio. Porque la ordenación sacramental es para el ministerio en la Iglesia. El ser para la Iglesia, pueblo sacerdotal, es constitutivo del ministro ordenado hasta el punto que representa la forma de su misma santidad. Y aquí se impone la conexión ejercicio ministerial – iglesia local. Dado que el sacerdocio del presbítero conlleva una sustantiva referencia al sacerdocio pleno del obispo y éste, a su vez, a una concreta comunidad eucarística que es en plenitud la Iglesia de Dios (SC 41; LG 23 y 26; CD 11), aquel sacerdocio no se comprende sólo en referencia a la Iglesia universal, sino también a la iglesia local. Si el presbiterado está esencialmente al ministerio, entonces tiene una esencial referencia a una concreta iglesia local con su obispo y su presbiterio.

 

       Por tanto, la razón última de la comunión específica en el interior de un mismo presbiterio estriba en la entidad teológica de la iglesia local; entidad que constituye la Iglesia de Cristo en ese determinado lugar y tiempo. Y esto significa para el ministerio presbiteral que la pertenencia a una iglesia concreta entra en la definición del sacramento del Orden. Un presbítero no es ordenado y después insertado en una iglesia local con su presbiterio, sino que es ordenado en la iglesia local y dentro de su presbiterio[16] la connotación necesariamente “local” de su ministerio sella consecuentemente también la espiritualidad del presbítero.

 

Conclusión

       La sacramentalidad del ministerio expresa la precedencia de Dios Padre, de su designio salvador, en algo que nos viene dado, que es gratuito. Implica una vinculación originaria y fundante, histórica y teológica con Jesucristo, verdadero sacramento de Dios, el único mediador en la realidad de su condición divina y humana. Significa que este ministerio constituye un don del Espíritu Santo. Así aparece en conexión con el Dios trinitario, pues desconectado del mismo queda vacío de contenido teológico –tendría su explicación sólo en las necesidades comunitarias-

 

       El ministerio ordenado no es algo periférico: la especial unción del Espíritu, el carácter sacramental significa que el sacramento del Orden consiste en un carisma que afecta a la dimensión profunda de la persona ordenada, que Dios jamás retira, y que caracteriza su existencia. Es el inicio determinante de toda una historia vital. Por eso, en algunas teologías del ministerio se distingue entre la “sacramentalidad de la ordenación” o “consagración” y la “sacramentalidad de la existencia ordenada” (v.g. A. Ganoczy); esto es, el origen sacramental del ministerio y la índole sacramental de la persona y de la actividad ministerial. De este modo la espiritualidad resulta fundada radicalmente en la propia identidad sacerdotal y en la sucesiva vivencia concreta del ministerio.

       El sacerdote es sacramento (signo e instrumento) de la mediación de Jesucristo en la comunidad eclesial. El don del Espíritu le ha configurado a Cristo y consecuentemente le ha capacitado para actuar “in persona Christi et in nomine Ecclesiae”. El sacerdote visibiliza sacramentalmente la actuación salvífica de Cristo, Cabeza de la comunidad, y actúa sacramentalmente también en representación de la Iglesia. Su ministerio será un signo sacramental vivo de la pro-existencia de Cristo. Pero no actúa aislado sino unido a la comunidad eclesial y para su edificación; su “caridad pastoral” exige que esté pendiente del cuidado y guía del pueblo de Dios a él encomendado. Esta es su razón de ser: porque “existe el sacerdocio ministerial únicamente para posibilitar el ejercicio del sacerdocio común” (A. Vanhoye; cf CEC 1552).

 

Estas son afirmaciones de validez permanente (aunque se vivan en una realización histórica muy determinada). El sacerdote necesita forjar fuertes convicciones acerca de su identidad y misión, de la bondad y grandeza del ministerio confiado. Ha de percibir con nitidez que el sacramento recibido es el origen fontal que posibilita, exige y especifica su espiritualidad. Ha de recordar que en los ritos explicativos de la ordenación el obispo dice al neopresbítero: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y configura tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Se subraya así la inseparabilidad entre la objetividad sacramental de su ministerio y la subjetividad existencial; dos dimensiones que no deben oponerse en la persona y actuación del sacerdote.

 

       Hay una hermosa expresión de la teología oriental (recogida en el Catecismo, 1142) que define al ministro como un “icono de Cristo Sacerdote”. En la compresión teológica del icono, la imagen se convierte en presencia sacramental de aquello que representa. Esta es una clave espiritual para ahondar en la inteligencia y la vivencia del ministerio ordenado. Si el sacerdote “representa” a Cristo se ha de esforzar por asemejarse a su modelo y manifestarse como tal ante la comunidad eclesial confiada. Esto permitirá vivir de manera gozosa y realista el ejercicio del ministerio sacerdotal.

 

       El concilio ha establecido que la caridad es el camino de perfección común a todo bautizado; todo cristiano está llamado a santificarse (LG cap. V) y su santificación se realiza en la caridad. El ministerio ordenado tiene un modo suyo específico de vivir la caridad, pues se santifica viviendo la caridad en la forma pastoral: “representando al Buen Pastor en el ejercicio mismo de la caridad pastoral los presbíteros encontraran el vínculo de la perfección sacerdotal que realizará la unidad en su vida y actividad” (PO 14. Cf. PDV 21-23). La caridad pastoral unifica el ejercicio del ministerio y la vida espiritual del ministro (ante las frecuentes tensiones y apostolado y oración, actividad y contemplación), calificando esta espiritualidad como entrega estable y generosa a la iglesia local y favoreciendo la armonía entre los varios munera derivados del sacramento del Orden.

 

 

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CAPITULO VI


TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS EN TI


FORMACIÓN PERMANENTE DE LOS SACERDOTES

RAZONES TEOLÓGICAS DE LA FORMACIÓN PERMANENTE

70. «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti » (2 Tim 1, 6).

       Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar legítimamente a la formación permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en razón del «don de Dios» que han recibido con la ordenación sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido real y la originalidad inconfundible de la formación permanente de los presbíteros. También contribuye a ello otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen » (1 Tim4,14-16).

       El Apóstol pide a Timoteo que «reavive,» o sea, que vuelva a encender el don divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás aquella «novedad permanente» que es propia de todo don de Dios, —que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, )— y, consiguientemente vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria.

       Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad personal de Timoteo, ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que reaviva su propio don, más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de responsabilidad que en él se encierran.

       Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Yasí, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es también permanente. El sacramento del Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace partícipe no sólo del «poder» y del «ministerio» salvífico de Jesús, sino también de su «amor»; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le serán concedidas cada vez que le sean necesarias y útiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido.

       De esta manera la formación permanente encuentra su propio fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden. Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas que han de impulsar al sacerdote a la formación permanente…

 

Los Padres sinodales han expuesto la razón que muestra la necesidad de la formación permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza profunda, considerándola como «fidelidad » al ministerio sacerdotal y como «proceso de continua conversión». Es el Espíritu Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo acompaña y estimula en este camino de conversión constante. El don del Espíritu Santo no excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente y asuma la formación permanente como un deber que se le confía. De esta manera, la formación permanente es expresión, y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está puesto el sacerdote. Más aún, es un acto de justicia verdadera y propia: él es deudor para con el Pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el «derecho» fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote. La formación permanente es necesaria para que el sacerdote pueda responder debidamente a este derecho del Pueblo de Dios. Alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad pastoral: el Espíritu Santo, que infunde la caridad pastoral, inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más profundamente el misterio de Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 ss.) y, consiguientemente, a conocer el misterio del sacerdocio cristiano….

En este sentido la formación permanente es una exigencia intrínseca del don y del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy lo es particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio presbiteral, sino también por aquella «nueva evangelización », que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo milenio…

 

       La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella «vida según el Espíritu» y para aquel «radicalismo evangélico» al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual.

 «¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quien y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás ».

       En concreto, la vida de oración debe ser «renovada» constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu.
Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.


       También la dimensión intelectual de la formación requiere que sea continuada y profundizada durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualización cultural seria y comprometida. El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo, y, por ello, el verdadero rostro del hombre. Pero esto exige que el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple con veneración y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); sólo así puede darlo a conocer a ‘os demás. En particular, la perseverancia en el estudio teológico resulta también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos ni ambigüedades, distinguiéndola de las simples opiniones humanas, aunque sean famosas y difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios, ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15). Además, «el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina católica, y superar la inclinación, propia y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la tradición ».


El aspecto pastoral de la formación permanente
queda bien expresado en las palabras del apóstol Pedro: « Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10). Para vivir cada día según la gracia recibida, es necesario que el sacerdote esté cada vez más abierto a acoger la caridad pastoral de Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento recibido. Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la actividad ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo hasta las exigencias más radicales…

 

SIGNIFICADO PROFUNDO DE LA FORMACIÓN PERMANENTE

73. Los aspectos diversos y complementarios de la formación permanente nos ayudan a captar su significado profundo que es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús buen Pastor.

       ¡La verdad hay que vivirla! El apóstol Santiago nos exhorta de esta manera: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Sant 1, 22). Los sacerdotes están llamados a «vivir la verdad» de su ser, o sea, a vivir «en la caridad» (cf. Ef 4, 15) su identidad y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están llamados a tomar conciencia cada vez más viva del don de Dios y a recordarlo continuamente. He aquí la invitación de Pablo a Timoteo:«Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 14).


       En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa. El debe custodiar esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal. sentirse ministro de Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos.

 
74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia « comunión », a madurar la conciencia de que su ministerio está radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo. El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al Pueblo de Dios; él no está sólo «al frente de» la Iglesia, sino ante todo «en» la Iglesia. Es hermano entre hermanos, como escribía Pablo VI: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio ».

La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud fraterna».

 “Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos
periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote.

       Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también oportunidades positivas para la vida del sacerdote: «aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como también una ayuda para la santificación y el crecimiento humano». Se podría decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que no sabe vivir bien la propia soledad.

 

75.La formación permanente está destinada a hacer crecer en el sacerdote la conciencia de su participación en la misión salvífica de la Iglesia. En la Iglesia como misión, la formación permanente del sacerdote es no sólo condición necesaria, sino también medio indispensable para centrar constantemente el sentido de la misión y garantizar su realización fiel y generosa... Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio, o sea, como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles » (1 Cor4, 2). A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso en las condiciones más adversas o de comprensible cansancio—, poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo debe ser ejemplo y estimulo para todo sacerdote: «A nadie damos ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos de Corinto—, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades y angustias; en
azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6,3-10).

 
EN CUALQUIER EDAD Y SITUACIÓN


76. La formación permanente, precisamente porque es                   «permanente», debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que se le confíen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de vida y tareas encomendadas.
       La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes y ha de tener aquella frecuencia y programación de encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y solidez de la formación recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros a comprender y vivir la singular riqueza del «don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una inserción cada vez más convencida y responsable en el presbiterio, y por tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos los hermanos.


Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada fase de su vida y ministerio, es más que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear una adecuada estructura de apoyo, con guías y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera orgánica y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio sacerdotal. Con ocasión de encuentros periódicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos momentos de descanso, oración, reflexión e intercambio fraterno. Así será más fácil para ellos dar, desde el principio, una orientación evangélicamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes, sería oportuno que colaboraran entre sí las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.


77.La formación permanente constituye también un deber para los presbíteros de media edad. En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el sacerdote puede verse tentado de presumir de sí mismo como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como «hombre de Dios ».

       La formación permanente debe interesar también a los presbíteros que, por la edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte más numerosa del presbiterio; éste deberá mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad particular dada su situación. Para estos presbíteros la formación permanente no significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo cultural, cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no sólo porque continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras diversas, sino también por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes.

También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una condición de debilidad física o de cansancio mora4 pueden ser ayudados con una formación permanente que los estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de relación pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegría de su sacerdocio. La formación permanente les ayudará, en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de su unión con Jesucristo doliente y con  tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan en la Pasión del Señor, reviviendo la experiencia espiritual de Pablo que decía: “ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1,24).

 

       De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y la oración; pedirles aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos de la misión pastoral, especialmente en lo que atañe a la promoción humana y al servicio de la caridad; establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a ser conscientes de que no son «dueños de la fe», sino «colaboradores del gozo» de todos
los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).


79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la formación permanente; pues, sobre cada uno recae el deber —derivado del sacramento del Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta « juventud ».
Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la del presbiterio. La del Obispo se basa en el hecho de que los presbíteros reciben su sacerdocio a través de él, y comparten con él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formación permanente, destinada a hacer que todos sus presbíteros sean generosamente fieles al don y al ministerio recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho» de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas. El Obispo vivirá su responsabilidad no sólo asegurando a su presbiterio lugares y momentos de formación permanente, sino haciéndose personalmente presente y participando en ellos convencido y de modo cordial. Con frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de varias Diócesis vecinas o de
j una Región eclesiástica se pongan de acuerdo entre sí y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente atrayentes para la formación permanente, como son cursos de actualización bíblica, teológica y pastoral, semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de reflexión y revisión del programa pastoral del presbiterio y de la comunidad eclesial.
Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre y educadora de nuestro sacerdocio.

       Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia. Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente.

 

Oh María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos

para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,

oh Santa Madre de Dios.

Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de corazón:
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,

oh Madre del Salvador.

Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,

en cumplimiento de las promesas
hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.

Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros

la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.

Madre de Jesucristo,
que estuviste con El al comienzo de su vida y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,

protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,

oh Madre de los sacerdotes. Amén.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 2 de marzo —solemnidad de la Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado.

 

                    Joannes Paulus II

 

 

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IL SACERDOTE PASTORE E GUIDA DELLA COMUNITA' NELLA PARROCCHIA.

Dopo la parte dogmatica, pastorale, giuridica, sociologica: parte spirituale):

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SPIRITUALITA' PROPRIA DEL SACERDOTE IN QUANTO GUIDA DELLA COMUNITA'. SPIRITUALITA' DELLA PARROCCHIA

 

 

Carità pastorale, spiritualità specifica del sacerdote che guida la comunità parrocchiale

 

       La spiritualità propria del sacerdote viene descritta come "carità pastorale" e "ascetica propria del pastore d'anime" (PO 13). In modo particolare questa spiritualità si attua da parte dei sacerdoti che guidano la comunità parrocchiale, nello spazio e tempo, cioè  nelle circostanze salvifiche-teologiche, pastorali, ecclesiali, culturali e sociologiche. In queste circostanze di grazia, geografiche e storiche, i sacerdoti attuano la loro realtà soprannaturale di essere "prolungamento visibile e segno sacramentale di Cristo nel suo stesso stare di fronte alla Chiesa e al mondo" (PDV 16).

       Essere prolungamento del Buon Pastore significa diventare "segni viventi e portatori della misericordia" (Il Presbitero, Maestro... IV, n.2). Il sacerdote vive la sua configurazione a Gesù Cristo Capo e Pastore per mezzo della carità pastorale. "La vita spirituale del sacerdote viene improntata, plasmata, connotata da quegli atteggiamenti e comportamenti che sono propri di Gesù Cristo Capo e Pastore della Chiesa e che si compendiano nella sua carità pastorale" (PDV 21). In questo modo i sacerdoti diventano "strumenti vivi di Cristo Sacerdote" (PO 12).

 

       La carità pastorale fa del sacerdote un segno e imagine viva di Gesù, Capo, Pastore e Sposo della Chiesa. Così diventa "capace di amare la gente con cuore nuovo, grande e puro, con autentico distacco da sé, con dedizione piena, continua e fedele, e insieme con una specie di «gelosia» divina (cfr. 2 Cor 11,2), con una tenerezza che si riveste persino delle sfumature dell'affetto materno, capace di farsi carico dei «dolori del parto» finché «Cristo non sia formato» nei fedeli (cfr. Gal 4, 19)" (PDV 22).

 

       Le dimensioni della carità pastorale aprono la parrocchia e i suoi servitori nella prospettiva cristologica-teologica, ecclesiologica, sociologica. I sacerdoti che guidano la comunità sono la visibilità di Cristo in mezzo alla Chiesa e nelle circostanze storiche e culturali-sociologiche. Per mezzo di essi, Cristo vive presente "in mezzo" ai fratelli (cfr. Mt 18,20), come segno di unità che riflette la Trinità di Dio Amor: "Siano anch'essi in noi una cosa sola, perché il mondo creda che tu mi hai mandato" (Gv 17,21).

 

I servizi ministeriali nella parrocchia, esigenza, espressione e mezzo privilegiato di santità:

 

       La guida e costruzione della comunità parrocchiale per mezzo dell'annuncio de la Parola (dimensione profetica), della celebrazione dei sacramenti (dimensione liturgica) e dei servizi di carità (dimensione diaconale), spinge i sacerdoti responsabili della parrocchia a lasciarsi modellare secondo le esigenze della stessa parola predicata, del mistero di Cristo celebrato e del commando dell'amore vissuto in mezzo ai fratelli.

 

       Questi servizi pastorali vengono attuati dal sacerdote ministro, in collaborazione con tutte le altre vocazioni (laicali e di vita consacrata). E' spiritualità di comunione ecclesiale, che domanda un'educazione permanente nel mistero della Chiesa,   comunione missionaria. "La funzione di pastore non si limita alla cura dei singoli fedeli: essa va estesa alla formazione di un'autentica comunità cristiana" (PO 6). E' "la comunione (koinonìa) che incarna e manifesta l'essenza stessa del mistero della Chiesa" (Novo Millennio Inneunte 42).

 

       Il sacerdote ministro si santifica nell'esercizio dei ministeri, attuati secondo lo spirito di Cristo: "I presbiteri raggiungeranno la santità nel loro modo proprio se nello Spirito di Cristo eserciteranno le proprie funzioni con impegno sincero e instancabile" (PO 13).

 

       Tra la vita spirituale del sacerdote e l'esercizio dei ministeri sacerdotale, esiste uno stretto legame. L'identità sacerdotale scaturisce dall'armonia e "unità di vita" tra le esigenze di vita interiore e di azione apostolica. Il sacerdote vive la carità pastorale, a imitazione di Cristo Buon Pastore e in unione con lui. "La vita spirituale, altro non è che l'accoglienza nella coscienza e nella libertà, e pertanto nella mente, nel cuore, nelle decisioni e nelle azioni, della «verità» del ministero sacerdotale come amoris officium" (PDV 24; cfr. S. Agostino, In Ioannis Evangeliun Tractatus 123,5: PLS 2,637).

 

       Gli stessi ministeri sacerdotali tendono, per sua natura, a far diventare santi i fedeli membri della comunità ecclesiale. Si tende a "formare Cristo" nella vita dei credenti (cfr. Gal 4,19). Lo scopo dell'azione pastorale dei sacerdoti consiste nel "condurre al suo pieno sviluppo di vita spirituale ed ecclesiale la comunità loro affidata" (Il presbitero, Maestro... IV, n.3).

 

       L'Eucaristia è la sorgente da dove scaturisce la carità pastorale ed è anche la garanzia dell'unità di vita. Nel sacramento e sacrificio eucaristico, il sacerdote impara che, "il principio interiore, la virtù che anima e guida la vita spirituale del presbitero in quanto configurato a Cristo Capo e Pastore è la carità pastorale, partecipazione della stessa carità pastorale di Gesù Cristo" (PDV 23).

 

       Nell'Eucaristia, il sacerdote impara a "vivere quale dono per il propri fratelli" (Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri n.48), e a "diventare pure hostia" in sintonia con "gli stessi sentimenti che furono in Cristo Gesù" (Fil 2,5; Il Prebitero, Maestro... IV, 2).

Nella Chiesa particolare e universale

 

       Il dono di sé, come espressione della carità pastorale, non ha confini. I limiti della parrocchia non sono delle frontiere chiuse, ma delle concretizzazioni di una realtà di grazia molto più larga. "All'interno della comunità ecclesiale la carità pastorale del sacerdote sollecita ed esige in un modo particolare e specifico il suo rapporto personale con il presbiterio, unito nel e con il Vescovo, come esplicitamente scrive il Concilio: «La carità pastorale esige che i presbiteri, se non vogliono correre invano, lavorino sempre nel vincolo della comunione con i Vescovi e gli altri fratelli nel sacerdozio» (PO 14)" (PDV 23).

 

       Sentire con la Chiesa si concretizza nel vivere la comunione ecclesiale come fonte ed espressine di spiritualità. "Il rapporto con il Vescovo nell'unico presbiterio, la condivisione della sua sollecitudine ecclesiale, la dedicazione alla cura evangelica del Popolo di Dio nelle concrete condizioni storiche e ambientali della Chiesa particolare sono elementi dai quali non si può prescindere nel delineare la configurazione propria del sacerdote e della sua vita spirituale" (PDV 31).

 

       L'appartenenza a la Chiesa particolare significa diventare custode di una storia di grazia e di una eredità apostolica, di cui la comunità parrocchiale è una concretizzazione privilegiata. "È necessario che il sacerdote abbia la coscienza che il suo «essere in una Chiesa particolare» costituisce, di sua natura, un elemento qualificante per vivere una spiritualità cristiana" (PDV 31).

 

       La spiritualità della carità pastorale è di comunione viene vissuta con profondità. "L'appartenenza del sacerdote alla Chiesa particolare e la sua dedicazione, fino al dono della vita, per l'edificazione della Chiesa «nella persona» di Cristo Capo e Pastore, a servizio di tutta la comunità cristiana, in cordiale e filiale riferimento al Vescovo, devono essere rafforzate da ogni altro carisma che entri a far parte di un'esistenza sacerdotale o si affianchi ad essa" (PDV 31).

 

       La parrocchia riecheggia tutta la Chiesa particolare (che presiede un successore degli Apostoli, in collaborazione col suo Presbiterio) e anche tutta la Chiesa universale (in comunione con Successore di Pietro en con la Collegialità Episcopale). "Per fomentare opportunamente lo spirito comunitario, bisogna mirare non solo alla Chiesa locale ma anche alla Chiesa universale" (PO 6).

 

       Se la missione sacerdotale ha "la stessa ampiezza universale della missione affidata da Cristo agli apostoli" (PO 10), ciò significa che non ci può essere spiritualità sacerdotale senza la prospettiva missionaria universale: "La vita spirituale dei sacerdoti dev'essere profondamente segnata dall'anelito e dal dinamismo missionario" (PDV 32). Per ciò, la carità pastorale si concretizza nel far diventare missionaria tutta la comunità e quindi, tutte le vocazioni e istituzioni.

 

Al servizio della costruzione dell'unità

 

       Il parroco è padre a pastore di tutti, come servizio di unità, animazione e coordinamento. La sua autorità è quella di dirigere senza cercare il proprio interesse. Il sacerdote è al servizio di tutta la comunità, di tutti carismi e di tutte le vocazioni, privilegiando l'attenzione alle persone più bisognose: gli ammalati, i poveri, i giovani, le famiglie... In questo senso è "il servo di molti" (S. Agostino, Sermo Morin Guelferbytanus 32,1: PLS 2,637), seguendo ed imitando la vita de Cristo Servo (cfr. Mt 20,24ss; Mc 10,43-44).

 

       Il pastore della comunità parrocchiale "chiama le sue pecore una per una" (Gv 10,3-4), suscitando la conoscenza e la relazione di amicizia con tutte le persone e tutte le famiglie. In questo rapporto deve apparire sempre molto chiaro che "le anime appartengono a Cristo" (Il presbitero, Maestro... cap.IV, n.3).

 

       Nel riunire la comunità parrocchiale, i sacerdoti cercano di servire tutti senza discriminazioni, per portare tutti a l'unità. "Esercitando la funzione di Cristo capo e pastore per la parte di autorità che spetta loro, i presbiteri, in nome del vescovo, riuniscono la famiglia di Dio come fraternità viva e unita e la conducono al Padre per mezzo di Cristo nello Spirito Santo" (PO 6)

 

       Il servizio dell'autorità si concretizza nel costruire l'unità della comunità. L'umiltà nell'atteggiamento di servizio no diminuisce la responsabilità di prendere delle decisioni senza condizionamenti. "Nell'edificare la comunità cristiana i presbiteri non si mettono mai al servizio di una ideologia o umana fazione, bensì, come araldi del Vangelo e pastori della Chiesa, si dedicano pienamente all'incremento spirituale del corpo di Cristo" (PO 6).

 

       Il sacerdote diventa pane spezzato come Cristo; appartiene a tutti ed è disponibile in tutto quanto riguarda l'evangelizzazione della comunità. "Pastore della comunità, il sacerdote esiste e vive per essa: per essa  prega, studia, lavora e si sacrifica, per essa è disposto a dare la vita, amandola come Cristo, riversando su di essa tutto il suo amore e la sua stima" (Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri n.55).

 

       Gli spazi "vuoti", dove non arrivano i servizi parrocchiali (profetici, luturgici, diaconali), sono i luoghi deboli dove entrano le sette e le tendenze materialistiche. L'azione del parroco suscita la collaborazione attiva e responsabile di tutte le vocazioni e carismi.

 

       La spiritualità sacerdotole nel guidare le comunità parrocchiali, comporta che la casa del sacerdote sia la casa di tutti, anche con i segni di povertà: "Sistemino la propria abitazione in modo tale che nessuno possa ritenerla inaccessibile, né debba, anche se di condizione molto umile, trovarsi a disagio in essa" (PO 17).

 

       La vicinanza e prossimità dei sacerdoti a tutti i componenti della comunità, si esprime nel modo di vivere, vestire e parlare, secondo lo stile di vita di Cristo povero e servitore, sempre vicino a tutti e disposto ad ascoltare ed accompagnare tutti.

 

Comunità parrocchiale, scuola di preghiera-contemplazione, perfezione e missione

 

       La guida della parrocchia si concretizza nel cammino della contemplazione della Parola (comunità, scuola di preghiera), nel cammino della perfezione (comunità, scuola di santità), nel cammino di missione (comunità, scuola di missionarietà).

 

       La comunità parrocchiale diventa scuola di preghiera, comunità che ascolta la parola, prega, ama, evangelizza, secondo il modello della Chiesa primitiva: "Erano assidui nell'ascoltare l'insegnamento degli apostoli e nell'unione fraterna, nella frazione del pane e nelle preghiere" (At 2,42).

 

       Nel servire alla comunità i presbiteri privilegiano la meditazione della Parola (lectio divina), la celebrazione dell'Eucaristia, la celebrazione della liturgia delle ore, l'itinerario dell'anno liturgico (intorno al Mistero Pasquale e alla domenica). "Le nostre comunità cristiane devono diventare autentiche « scuole » di preghiera, dove l'incontro con Cristo non si esprima soltanto in implorazione di aiuto, ma anche in rendimento di grazie, lode, adorazione, contemplazione, ascolto, ardore di affetti, fino ad un vero «invaghimento » del cuore" (Novo Millennio Ineunte 33).

 

       La comunità parrocchiale diventa scuola di santità, dove tutti i servizi, vocazioni e carismi tendono alla configurazione con Cristo, imitando i suoi criteri, la sua scala di valori e i suoi atteggiamenti. "La chiamata alla missione deriva di per sé dalla chiamata alla santità... L'universale vocazione alla santità è strettamen­te collegata all'universale vocazione alla missione: ogni fedele è chiamato alla santità e alla missione" (RMi 90).

 

       L'itinerario parrocchiale è itinerario battesimale e quindi, itinerario di santità: "Chiedere a un catecumeno: « Vuoi ricevere il Battesimo? » significa al tempo stesso chiedergli: « Vuoi diventare santo? ». Significa porre sulla sua strada il radicalismo del discorso della Montagna: « Siate perfetti come è perfetto il Padre vostro celeste » (Mt 5,48)... Le vie della santità sono molteplici, e adatte alla vocazione di ciascuno" (Novo Millennio Inneunte 31).

 

       La comunità parrocchiale è scuola di missionarietà e carità. Il cammino di preghiera e di santità si rivolge verso l'annuncio del vangelo a tutti gli uomini. "Il mandato missionario ci introduce nel terzo millennio invitandoci allo stesso entusiasmo che fu proprio dei cristiani della prima ora: possiamo contare sulla forza dello stesso Spirito, che fu effuso a Pentecoste e ci spinge oggi a ripartire sorretti dalla speranza « che non delude » (Rm 5,5)" (Novo Millennio Inneunte 58).

       I programmi di pastorale tendono a costruire delle persone e delle comunità dove Cristo sia nel centro del modo di pensare, di sentire e valutare, di amare e di agire.

 

       In questo modo, la comunità diventa "un cuore solo e un anima sola" (At 4,32), sempre attenta ai bisogni di tutti i fratelli e sorelle, con l'atteggiamento di "una nuova « fantasia della carità », che si dispieghi non tanto e non solo nell'efficacia dei soccorsi prestati, ma nella capacità di farsi vicini, solidali con chi soffre, così che il gesto di aiuto sia sentito non come obolo umiliante, ma come fraterna condivisione" (Novo Millennio Inneunte 50).

 

       La parrocchia diventerà una concretizzazione della Chiesa particolare e universale, mistero di comunione per la missione, mediante un processo permanente di rinnovamento, a imitazione degli Apostoli raggruppati "con Maria la Madre di Gesù" (At 1,14), figura e Madre della Chiesa. Maria è "il modello di quel­l'amore materno, dal quale devono essere animati tutti quelli che, nella missione apostolica della Chiesa, cooperano alla rigenerazione degli uomini" (LG 65; cfr. RMi 92).

 

       La presenza attiva e materna di Maria nell'itinerario di contemplazione, perfezione e missione, assicurerà alla comunità parrocchiale, con la sua intercessione, l'atteggiamento di apertura ai piani salvifici di Dio (Lc 1,28‑29.38), di fedeltà all'azione dello Spirito (Lc 1,35.39‑45), di contemplazione della Parola (Lc 1,46‑55; 2,19.51), di associazione sponsale a Cristo (Lc 2,35; Gv 2,4), di donazione sacrificale a Cristo Redentore (Gv 19,25‑27) e di tensione escatologica verso l'incontro definitivo di tutta l'umanità con Cristo (Ap 12,1; 21‑22).

 

 

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I- ESPIRITUALIDAD E IDENTIDAD SACERDOTAL PARA UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN

 

Presentación

 

La espiritualidad es un camino y una «vida según el Espíritu» (Rm 8,4.9). Cristo vivió y actuó siempre «movido por el Espíritu» (Lc 4,1.14); por esto se presentó a Nazaret como «consagrado» y «enviado» por el Espíritu para «evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Pablo, ante los presbíteros de Efeso reunidos en Mileto, se llamó «prisionero del Espíritu» (Hch 20,22).

Cada creyente es o debe ser un signo transparente y portador de Cristo. El Señor quiso que sus «Apóstoles» fueran «bautizados» y renovados en el Espíritu para ser sus «testigos hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). Cristo vive hoy resucitado entre nosotros: «estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).

El sacerdote ministro es «signo sacramental de Cristo» (PDV 16), Buen Pastor, porque participa de modo especial en su ser, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias. Esta realidad está encumbrada en una geografía y en una historia, aquí y ahora, también en una Iglesia entre dos milenios que comparte los gozos y las esperanzas de un mundo que cambia.

¿Cómo debe ser el apóstol de Cristo en nuestra época? ¿qué significado tiene la espiritualidad para el sacerdote ministro?

1. Tiempo de gracia en un mundo que cambia

El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios indica que Cristo vive nuestras circunstancias históricas: «habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Es decir, ha establecido su tienda de caminante en medio nuestro para compartir nuestra vida. Todo creyente y especialmente el sacerdote ministro (ordenado), orienta su vida en sintonía con las vivencias de Cristo en cada período histórico y en toda situación humana. Porque «el Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (GS 22).

Nuestra sociedad humana entre dos milenios sufre cambios rápidos y profundos, que parecen forjar una nueva etapa histórica más técnica y pluralista. El hombre de hoy se siente impulsado hacia un progreso y unas conquistas que parecen ilimitadas: «El Espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar» (GS 5). Nace un profundo sentido de autonomía de las realidades terrenas.

Los cambios profundos sociológicos, psicológicos, morales y religiosos, parecen delinear una persona y una comunidad humana con rasgos y características en las que habrá que reinsertar el evangelio:

- Dominio sobre la naturaleza y progreso ilimitado en los campos de la manipulación de la materia, energía, genética, espacio, microcosmos...

- Elaboración, intercambio y comunicación de datos y noticias: medios de comunicación social (mass media), informática, telemática, ideologías que tienden a monopolizar la humanidad...

- Movilidad humana masiva y permanente: migraciones debidas al trabajo, guerra racismo, grandes ciudades, turismo, encuentros, calamidades naturales, presiones ideológicas, pobreza, centros de riqueza...

- Nace un concepto nuevo de unidad y responsabilidad universal dentro de la valoración y autonomía de las culturas y pueblos: los adelantos, los conflictos, los problemas y la paz son patrimonio de toda la familia humana; se reconoce que hay derechos fundamentales comunes a todos los hombres y a todos los pueblos (cf. GS 4-10).

Es necesario destacar la inversión de valores que pueden producirse cuando estos cambios y logros carecen de enfoque verdaderamente humano y cristiano: «el materialismo individualista... el consumismo... el deterioro de los valores familiares básicos... de la honradez pública y privada» (Puebla 54-58) 1.

1 La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (Sobre la Iglesia y el mundo moderno) resume los fenómenos sociológicos actuales: Proemio y exposición preliminar (GS 1-10). Puebla resume la situación en América Latina; ver especialmente la primera parte (Visión pastoral de la realidad latinoamericana). Ver también Medellín en la introducción y la primera parte (Promoción humana): "América Latina está evidentemente bajo el signo de la transformación y el desarrollo. Transformación que, además de producirse con una rapidez extraordinaria, llega a tocar y conmover todos los niveles del hombre, desde el económico hasta el religioso. Esto indica que estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente" (Introducción, n. 4). Ver también Pastores dabo vobis, cap. I ("tomado de entre los hombres"); Vita consecrata 63,96-99; Santo Domingo, 2ª parte. Los documentos sinodales y postsinodales sobre cada Continente, ofrecen también datos abundantes; ver: Ecclesia in America, cap. II y VI.

Este hombre técnico y universalista siente más que nunca la necesidad de vivencia, experiencia y trascendencia. «A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, no obstante, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior» (GS 10). Es, pues, un hombre que pregunta sobre:

- El sentido de la vida, la dignidad de la persona (trabajo, cultura, convivencia), de la historia humana...

- El sentido del dolor, de las injusticias, de la pobreza, del mal, de la muerte...

- El sentido del progreso y de los adelantos, comunicación de bienes con toda la humanidad...

- El sentido de la trascendencia del más allá como base del misterio del hombre...

- El sentido del pensamiento humano que ha fraguado innumerables ideologías (muchas de ellas válidas, pero todas variables y pasajeras) sobre el misterio del hombre...

- El sentido de las normas morales (ética) para la conducta personal, familiar, social, política, económica, internacional...

Este hombre que quiere ver, pesar, medir, experimentar, no deja de pedir espiritualidad:

Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino (GS 14).

Mientras se pregunta por el silencio y ausencia de Dios, el hombre no deja de sentir sed de él, como si intuyera que sin Dios la vida sería un absurdo. Este hombre no deja de ser redimido por Cristo.

El espíritu del cristianismo sólo puede ser presentado por apóstoles auténticos que lo hayan experimentado en sus propias vidas como encuentro con Cristo. La sociedad moderna necesita ver signos claros del evangelio.

Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca, sin embargo, por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quienes ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (EN 76; cf. GS 7).

Estas realidades humanas deben ser analizadas objetivamente y a la luz del evangelio. El análisis cristiano de la realidad y de la historia se realiza a la luz del misterio pascual de Cristo (cf. GS 22, 32,28-39, 45). Este análisis señala unas pistas para descubrir en los acontecimientos un hecho o un tiempo de gracia (kairos), que transforma la vida humana en compromiso de donación a Dios y a los hermanos. Sólo es irreversible lo que nazca del amor. Todo lo que no nazca de la caridad es caduco, aunque produzca unos éxitos inmediatos.

Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto... El verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la civilización del amor de la que hablaba el Papa Pablo VI (SRS 33).

Este análisis cristiano de la realidad equivale a discernir los signos de los tiempos (cf. Mt 16,2-4). Los acontecimientos recobran su orientación a la luz de la hora de Jesús, es decir, de su muerte y resurrección (cf. Jn 13). La realidad aparece entonces en toda su hondura, como reclamando al hombre un compromiso de donación para liberarle integralmente haciéndole pasar a la actitud evangélica del amor universal. «La Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo, lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia» (SRS 1; cf. 4,11,44; DH 15) 2.

2 La frase "signos de los tiempos" (Mt 16,4) o equivalente, se encuentra frecuentemente en los documentos del Vaticano II, ya desde la Constitución Humanae salutis por la que Juan XXIII convocó el concilio. Ver: GS 4, 11, 44. Para la vida sacerdotal: PO 6, 9, 15, 17, 18. Tiene relación con la "hora del Padre" que apunta hacia el misterio pascual (Jn 2,4; 7,30; 8,20; 12,23; 13,1). Puebla 12, 15, 420, 473, 653, 847, 1115, 1128. Cf. L. GONZALEZ CARVAJAL, Los signos de los tiempos, el reino de Dios está entre vosotros, Santander, 1987; M. D. CHENU, Los signos de los tiempos, reflexión teológica en la Iglesia, en La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid, Taurus, 1970, II, 25-278; M. RUIZ, Los signos de los tiempos, Manresa 40 (1968) 5-18.

La fe sobre el misterio de la Encarnación salva todas las tensiones convirtiéndolas en armonía de humanismo integral.

Esta fe nos impulsa a discernir las interpelaciones de Dios en los signos de los tiempos, a dar testimonio, a anunciar y a promover los valores evangélicos de la comunión y la participación, a denunciar todo lo que en nuestra sociedad va contra la filiación que tiene su origen en Dios Padre y de la fraternidad en Cristo Jesús (Puebla 15).

No hay más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto... El hombre no se realiza en sí mismo, si no es superándose (Pablo VI, Populorum Progressio 42).

Vuélvete a ti mismo; en el hombre interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo» (San Agustín, De Vera Religione 39, 72: PL 34, 154).

Nos encontramos en una «época hambrienta de Espíritu» (RH 18). Las realidades históricas sólo se pueden discernir y transformar en un compartir profundo de espiritualidad cristiana. Por esto, el objetivo principal de la doctrina social de la Iglesia es el de interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana (SRS 41).

El hombre que comienza a delinearse en nuestra historia es un ser profundamente relacionado con todos los hermanos, con todos los pueblos y con el universo entero. Este hombre encontrará su identidad si se abre a la trascendencia. Y esta apertura reclama testigos del Dios vivo y signos transparentes del Buen Pastor 3.

3 Documentos de la Conferencia Episcopal española: Testigos del Dios vivo, identidad y misión de la Iglesia, Madrid, PPC 1985; Los católicos en la vida pública, Instrucción pastoral, Madrid, PPC 1986. Ver PDV 6, 8, 39 ,41.

2- Una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas

La espiritualidad cristiana y sacerdotal es eminentemente eclesial. La Iglesia (ecclesia) es la comunidad humana convocada por la palabra o anuncio del evangelio para celebrar el misterio pascual de Cristo y transformar el mundo según el mandato del amor.

La Iglesia ha sido fundada y amada por Jesús como un conjunto de signos humanos (débiles) portadores de gracia.

Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente y aquí en la tierra, formada por los hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor (GS 40) 4.

4 Cf. Algunos textos básicos sobre la fundación de la Iglesia: Mt 16, 18; 28, 19-20; Lc 24,47-49; Mc 16,15-20; Jn 20,21-23; 21,15-18; Hch 1,4-8; 2,41-47; 4,31-34; 20,28; Ef 2,20; 3,9-10; 5,25-33.

La Iglesia se llama misterio o sacramento porque es signo transparente y portador de la presencia de Cristo resucitado (Ef 3,9-10; 5,32). Se llama también comunión (koinoía) porque está constituida por hermanos que se aman en Cristo. Su objetivo es la misión, en cuanto que ha sido fundada para ser enviada a evangelizar o anunciar la buena nueva a todos los pueblos 5.

5 Con estos tres títulos resume la eclesiología conciliar del Vaticano II el documento final del Sínodo Episcopal extraordinario de 1985: Ecclesia sub Verbo Dei Mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Traduc. cast.: L'Osservatore Romano, 22.12.85, p. 11-14.

La comunidad eclesial de creyentes es, pues, expresión o cuerpo de Cristo, a modo de complemento o prolongación (Ef 1,23; Col 1,24). Cada persona ha sido llamada (según la propia vocación) y agraciada (según carismas o gracias especiales) para formar parte de la comunidad eclesial y ejercer diversos servicios o ministerios.

Esta Iglesia es esposa o consorte de Cristo, fiel y fecunda, virgen y madre (Ga 4,26), porque comparte esponsalmente la vida del Señor (Ef 5, 25-27; 2 Co 11, 2). Es pueblo de Dios, a modo de propiedad esponsal (1 P 2,9; Ap 1,5-6), como «signo levantado en medio de las naciones» (Is 11,12; cf. SC 2). Es «el germen y el principio del Reino» (LG 5), que un día será plenitud en Cristo.

La Iglesia está inserta en el mundo como:

- Cuerpo o expresión visible de Cristo resucitado (Col 1,24: Ef 1,23).

- Sacramento (misterio) o signo portador y eficaz de Cristo resucitado presente (Ef 3,9-10).

- Esposa o consorte, fiel y comprometida en la misma suerte de Cristo (Ef 5, 25-27; 2 Co 11,2).

- Madre como instrumento de vida en Cristo y vida en Espíritu (Ga 4,4.19.26).

- Pueblo como propiedad cariñosa de Dios y signo de lo que deben ser todos los pueblos (1 P 2,9; Ap 1,5-6).

- Inicio del Reino de Dios anunciado por Cristo, que ya habita en los corazones (dimensión carismática), que está presente en la Iglesia (dimensión institucional) y que un día será encuentro final o plenitud en el más allá (dimensión escatológica) (Lc 10,9; 11,2; 17,21; cf. LG 5).

Desde el día de la Encarnación, Cristo es protagonista de la vida de cada ser humano y de cada pueblo (cf. GS 22). La Iglesia ha sido fundada por Cristo para ser su signo visible que construya la unión o comunión humana en cada corazón y en toda la sociedad: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Por esto, «no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social», sino que sirve libremente a toda comunidad humana «bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común» (GS 42).

Esta Iglesia, fundada y amada por Cristo, es, por su misma naturaleza, solidaria de los gozos, de las angustias y de las esperanzas de toda la humanidad, como «llamada a dar un alma a la sociedad moderna» (J. P. II Disc. 11.10.85).

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla atodos. La Iglesia por ellos se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS 1).

La naturaleza misionera de la Iglesia (cf. AG 2,6,9) enraíza en su mismo ser de «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1). Pues bien, esta realidad sacramental de la Iglesia la muestra ante el mundo como signo de la cercanía de Cristo a todo hombre y a todos los pueblos en su situación concreta:

Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre (GS 45).

La espiritualidad cristiana será, pues, vivencia de Iglesia, sentido y amor de Iglesia, que sintoniza con los sentimientos de Cristo en su misterio de Encarnación y redención para la salvación del mundo (cf. Flp 2,5-11; Jn 1,14; 3,16-17). A través del testimonio cristiano y eclesial, «Cristo... manifiesta el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). Por este mismo testimonio cristiano de las bienaventuranzas y del mandato del amor, aparece que «el hombre... no puede encontrar su propia plenitud sino es en la entrega de sí mismo a los demás» (GS 24). Entonces se hace manifiesto que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 35).

Si fallase el testimonio de la espiritualidad cristiana (por parte de los pastores y de los fieles) la Iglesia no sería signo creíble de su misión. Por la vivencia de la caridad o de las bienaventuranzas, «la Iglesia... puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia» (GS 40). Sólo con una auténtica espiritualidad se podrá evitar «el divorcio entre la fe y la vida diaria», que es «uno de los más grandes errores de nuestra época» (GS 43).

El hombre del tercer milenio cristiano necesita ver una Iglesia transparente de Cristo. Por esto, «el hombre se convierte siempre en el camino de la Iglesia» (DEV 58; cf. RH 14). «Una nueva etapa de la vida de la Iglesia» (RH 6) necesita presentar una comunidad eclesial que «avanza continuamente por la senda de la renovación» (LG 8). Así podrá la Iglesia «revelar al mundo su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo esplendor al final de los tiempos» (ibídem). Para responder a una nueva época de gracia, la Iglesia descrita por el Concilio Vaticano II está empeñada en una profunda renovación espiritual, que la haga más signo transparente y portador del evangelio. Por esta renovación, «la claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia» (LG 1). Cada cristiano según su propia vocación forma parte responsable de esta Iglesia que es, según los cuatro documentos (constituciones) principales del concilio, Lumen Gentium (LG), Dei Verbum (DV), Sacrosantum Concilium (SC), Gaudium et Spes (GS):

- Signo transparente y portador de Cristo: Iglesia, sacramento o misterio (LG I), Iglesia «comunión» o pueblo de hermanos y cuerpo de Cristo (LG II), Iglesia «misión y peregrina en la historia como inicio del Reino definitivo, «sacramento universal de salvación» (LG VII).

- Portadora del mensaje evangélico para el hombre concreto y para todos los pueblos: Iglesia de la Palabra (DV).

- Centrada en la muerte y resurrección de Cristo: Iglesia que hace presente en la historia humana el misterio pascual (SC).

- Insertada en las realidades humanas: Iglesia en el mundo y en la historia (GS).

Hacer realidad esta Iglesia descrita por el Concilio Vaticano II, es «el fundamento y el comienzo de una gigantesca obra de evangelización» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85).

La espiritualidad cristiana y sacerdotal es, pues, camino de Iglesia sacramento y Pueblo de Dios (LG I, II, VII), por la fidelidad a la Palabra (DV), la vivencia y celebración del misterio pascual de Cristo (SC), al servicio del hombre en el mundo y en la historia (GS).

Los agentes de pastoral y especialmente los sacerdotes ministros están llamados a suscitar en las comunidades eclesiales una renovación espiritual que responda a la realidad concreta a la luz del evangelio.

Esta realidad exige conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a las legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social (Puebla 30) 6.

6 "Desde la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en Río de Janeiro en 1955 y que dio origen al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y, más vigorosamente todavía, después del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de Medellín, la Iglesia ha ido adquiriendo conciencia cada vez más clara y más profunda de que la evangelización es su misión fundamental y de que no es posible su cumplimiento sin un esfuerzo permanente de conocimiento de la realidad y de adaptación dinámica, atractiva y convincente del Mensaje a los hombres de hoy" (Puebla 85; cf. nn. 72-92). Ver el Documento de Santo Domingo, 2ª parte.

La misión de la Iglesia, a la luz de la Encarnación, es la del llegar al hombre concreto para salvarlo o liberarlo en toda su integridad. La Iglesia relee la historia a la luz del evangelio (cf. SRS 1). Por esto la doctrina social cristiana ha reivindicado una vez más su carácter de aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres y de la sociedad, así como a las realidades terrenas, que con ellas se enlazan, ofreciendo `principios de reflexión', `criterios' y `directrices de acción' (SRS 8).

Esta doctrina no es una tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial (SRS 41) 7.

7 La doctrina social de la Iglesia queda resumida principalmente en las encíclicas Rerum novarum de León XIII, Quadragesimo anno de Pío XI, y Mater et Magistra de Juan XXIII. El concilio resume esta doctrina en Gaudium et Spes (parte 2ª cap. III). Después del concilio, en las encíclicas Populorum progressio de Pablo VI, Laborem excercens, Sollicitudo rei socialis y Centessimus Annus de Juan Pablo II.

La solidaridad, de que es portadora la Iglesia (GS 1), nos ayuda a ver al otro; persona, pueblo o Nación; como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo o resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos (SRS 39).

La Iglesia, empezando por sí misma, se compromete a defender los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos.

De esta manera, el proceso del desarrollo y de la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres (SRS 46).

La naturaleza de la Iglesia es esencialmente de comunión porque refleja la comunión de Dios Amor y construye la humanidad entera en comunión de hermanos (cf. SRS 40). Esta actitud de comunión koinonía y de caridad agapé es la base de la espiritualidad cristina y sacerdotal 8.

8 Ver el tema de Iglesia en los capítulos III y VI.

3- Hacia una nueva evangelización

Todo apóstol y especialmente el sacerdote ministro debe afianzar sus «actitudes interiores» (EN 74) para colaborar en una «evangelización renovada» (EN 82), en una nueva etapa de la historia humana. A veces habrá que reevangelizar sectores humanos cuyo cristianismo corre el riesgo de diluirse. Frecuentemente se tratará de emprender una nueva evangelización:

- Nueva en su ardor, por la disponibilidad misionera de los evangelizadores,

- en sus métodos, por un mejor aprovechamiento de los nuevos medios de apostolado,

- en sus expresiones, por la adaptación de la doctrina y de la práctica cristiana sin disminuir sus principios y exigencias evangélicas 9.

9 Juan Pablo II, Alocución al CELAM, 9 de marzo 1983 (Puerto Príncipe, Haití), y 12 octubre 1984 (Santo Domingo). Cf. Discurso inaugural del Papa en el CELAM, Puebla (28 enero 1979: verdad sobre Cristo, verdad sobre la misión de la Iglesia, verdad sobre el hombre). El tema se va repitiendo en todos los viajes del Papa a Latinoamérica. En la encíclica Redemptoris Missio nn. 2-3, 30, 33, 59. En el documento de Santo Domingo: 2ª parte, cap. 1 (la nueva evangelización). En la Exhortación Apostólica Ecclesia in América n. 66. En la carta Apostólica Novo Millennio Inneunte n. 58. Ver: CELAM, Nueva evangelización, génesis y líneas de un proyecto misionero, Bogotá 1990; CELAM, Instrumento preparatorio, Una nueva evangelización para una nueva cultura, Bogotá 1990; ESQUERDA BIFET J., Renovación eclesial y espiritualidad misionera para una nueva evangelización, "Seminarium" 31 (1991) n. 1, 135-147.

El momento actual puede hacer «el desafío más radical que ha conocido la historia» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85). La Iglesia está «llamada a dar un alma a la sociedad moderna» evangelizando «en términos totalmente nuevos» para «proponer una nueva síntesis creativa entre evangelio y vida» (ibídem). Los evangelizadores deben ser «expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen en sus gozos y esperanzas... y, al mismo tiempo, sean contemplativos enamorados de Dios», capaces de «poner el mundo moderno en contacto con las energías vivificantes del evangelio» (ibídem) 10.

10 Citamos este discurso programático de Juan Pablo II al Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11 de octubre 1985.

La Iglesia «existe para evangelizar» (EN 14) porque «nacida de la misión de Jesucristo, la Iglesia es, a su vez, enviada por él» (EN 15). Ahora bien, evangelizar significa llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influencia, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad (EN 18),

alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación (EN 19).

Todo cristiano participa en esta misión evangelizadora, pero de modo especial los sacerdotes ministros 11.

11 Uno de los documentos postconciliares más citados es la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi de Pablo VI (año 1975). Su contenido se concreta en la naturaleza de la evangelización, su contenido, medios, destinatarios, agentes y espiritualidad. Ver estudio y bibliografía en: Espiritualidad misionera, Madrid, BAC, 1982. Analizaremos el tema en el capítulo cuarto (sacerdotes para evangelizar).

La nueva evangelización debe llegar al hombre concreto en toda su hondura de criterios, escala de valores y actitudes, así como a la comunidad humana en su propia cultura y situación histórica y social.

A partir de la persona llamada a la comunión con Dios y con los hermanos, el evangelio debe penetrar en su corazón, en sus experiencias y modelos de vida, en su cultura y ambientes, para hacer una nueva humanidad con hombres nuevos y encaminar a todos hacia una nueva manera de ser, de juzgar, de vivir y de convivir. Todo esto es un servicio que nos urge (Puebla 350) 12.

12 La segunda parte del documento de Puebla (designios de Dios sobre la realidad de América Latina) presenta el contenido y la naturaleza de la evangelización, haciendo la aplicación a los temas concretos de: cultura religiosidad popular, liberación, promoción humana, ideologías y política. Cf. J. F. GORSKI, El desarrollo histórico de la misionología en América Latina, La Paz, 1985; J. A. VELA, Las grandes opciones de la pastoral en América Latina a partir del documento de Puebla, "Documenta Missionalia" 16 (1982) 159-179. Número monográfico Os avanços de Puebla en Revista Eclesiástica Brasileira 39 (1979) fasc. 153. Ver: (Secretariado General del CELAM, Medellín, reflexiones en el CELAM), Madrid, BAC, 1977. Documento de Santo Domingo, 2ª parte.

Así como la paz no puede construirse, si no es a escala universal, de modo semejante la misión de la Iglesia no puede ser realidad profunda en ninguna comunidad concreta, mientras no se colabore eficazmente en la evangelización a todos los pueblos (Ad Gentes), aunque sea «dando desde nuestra pobreza» (Puebla 368).

En una nueva evangelización, el problema más urgente es el de la renovación de los agentes de pastoral, y especialmente de los sacerdotes ministros. Las «actitudes interiores del apóstol» (EN 74), es decir, su espiritualidad, son garantía de la autenticidad de la evangelización. Se resumen todas ellas en la «fidelidad que crea comunión» (Puebla 384). Son, pues, actitudes de:

- Una vida de profunda comunión eclesial.

- La fidelidad a los signos de la presencia y la acción del Espíritu en los pueblos y en las culturas...

- La preocupación porque la Palabra de verdad llegue al corazón de los hombres y se vuelva vida.

- El aporte positivo a la edificación de la comunidad.

- El amor preferencial y la solicitud por los pobres y necesitados.

- La santidad del evangelizador... la alegría de saberse ministro del evangelio (Puebla 378-383) 13.

13 Cf. AG 23-26; EN 74-82. Los temas del cap. VII de EN son todo un programa de espiritualidad misionera: actitudes interiores (n. 74), fidelidad al Espíritu Santo (n. 75), autenticidad o testimonio (n. 76), unidad (n. 77), servidores de la verdad (n. 78), caridad pastoral (nn. 79 y 80), María Estrella de la evangelización renovada (n. 81 y 82). Estos temas quedan ampliados en RMi cap. VIII, acentuando el valor de la santidad y de la contemplación.

Estas cualidades del apóstol son exigencia del dinamismo evangelizador de la Iglesia, que da testimonio de Dios revelado en Cristo por el Espíritu... anuncia la Buena Nueva... engendra la fe que es conversión del corazón, de la vida... conduce al ingreso en la comunidad de los fieles que perseveran en la oración, en la convivencia fraterna y celebran la fe y los sacramentos de la fe, cuya cumbre es la Eucaristía (Puebla 356-359).

A la nueva evangelización se le abren nuevos campos de evangelización, en cuanto que las circunstancias de los mismos han cambiado profundamente. De ahí que se pueda hablar de opción preferencial (no exclusiva ni excluyente) por los pobres y los jóvenes (cf. Puebla 1134-1205), y de atención particular a la familia, al campo del trabajo, de la justicia social, de la cultura, etc. 14.

14 La frase opción preferencial la aplica Puebla a los pobres (cuarta parte, cap. I) y a los jóvenes (cuarta parte, cap. II). "Los pobres y los jóvenes constituyen, pues, la riqueza y la esperanza de la Iglesia en América Latina y su evangelización es, por tanto, prioritaria" (Puebla 1132). En este mismo contexto se presenta la acción de la Iglesia en la construcción de una sociedad pluralista (cap. III) y a favor de la persona en la sociedad nacional e internacional (cap. IV). Ver RMi 59-60,83.

La Iglesia está llamada a hacer llegar el evangelio hasta el corazón de los pueblos y de las culturas. Los elementos fundamentales de toda situación humana tienen siempre una raíz cultural. La cultura es un conjunto de criterios, valores y actitudes del hombre frente a la realidad del cosmos sin olvidar la trascendencia humana. Hay que anunciar el misterio del Verbo encarnado (Jn 1,14) en las circunstancias humanas concretas, para valorarlas, purificarlas y llevarlas a la plenitud en Cristo. El apóstol necesita una actitud de fidelidad y de inculturación previa en el mismo evangelio para poder transmitirlo e insertarlo adecuadamente 15.

15 Sobre el proceso de inculturación (inserción del evangelio en una cultura), ver: LG 13,17; GS 53, 58, 62; AG 3,10-11, 22; EN 63-65; RH 12; Puebla 172-178; 385-443; RMi 52-56; Santo Domingo, 2ª parte, cap. 3; PDV 55; CEC 1204-1206; VC 79-80; EAf 62; EAm cap. II. Ver: (Congregación para el Culto Divino, Instrucción) La liturgia romana y la inculturación (25 enero 1994); G. BAENA, Fundamentos bíblicos de la inculturación del evangelio, "Theologia Xaveriana" n. 106 (1993) 125-161; R. BERZOSA, Evangelizar una nueva cultura; Madrid, San Pablo, 1998; (Comisión Teológica Internacional), La fe y la inculturación (Roma 1987); J. ESQUERDA BIFET, Hemos visto su estrella, Madrid, BAC, 1996, cap. IX.

Evangelizar al hombre en su situación concreta es un proceso de liberación, que no puede realizarse sin apóstoles impregnados de evangelio. La liberación integral cristiana está marcada por el signo de la esperanza. Es liberación que abarca todo el ser humano, «inclusive la dimensión política» (Puebla 515) y lo orienta hacia el «más allá del tiempo y de la historia..., más allá del hombre mismo» (EN 28). Es liberación inmanente y trascendente (EN 27) que hace de todo hombre y de toda la comunidad una imagen de Dios amor. «Se funda en tres grandes pilares...: la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre» (Puebla 484). Los medios para conseguir esta liberación serán, pues, «evangélicos» (Puebla 486). Los evangelizadores necesitan una actitud contemplativa de fidelidad a la Palabra, y una vida de auténtica pobreza 16.

16 Cf. Puebla 470-562. Son ya conocidas las dos Instrucciones de la Congregación para la doctrina de la fe: Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (6 de agosto 1984) y Sobre la libertad cristiana y liberación (22 de marzo, 1986).

La nueva evangelización llega al hombre concreto para llamarle a conversión y bautismo. Cristo llama a un proceso de cambio de actitudes, a fin de que el hombre se realice en toda su integridad. «El hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24). La evangelización confronta al hombre consigo mismo y con la comunidad, para revisar su vida y orientarla hacia el amor. La espiritualidad cristiana y sacerdotal consiste en esta dinámica que hace del apóstol un signo de Cristo. Los acontecimientos son una llamada para ver la realidad tal como es, juzgarla a la luz del evangelio y actuar según el mandamiento nuevo.

El anuncio de la fe en el misterio de la Encarnación, de la redención y de la resurrección de Cristo es el fundamento de la evangelización en cada época. Sólo «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (GS 22). Es él quien

ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva evangélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor... una nueva comunidad fraterna (GS 32).

Caminamos hacia «una nueva tierra donde habita la justicia» (GS 39; cf. 2 Co 5,2; 2 P 3,13).

No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección (GS 39).

Se necesitan «nuevos santos para evangelizar el hombre de hoy» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85), puesto que los grandes evangelizadores de cada época histórica han sido los santos.

4- Ser sacerdote hoy. Identidad sacerdotal

Todo cristiano está llamado a compartir la vida con Cristo, que se prolonga en la Iglesia y que está presente, resucitado, en la vida de cada persona, en cada comunidad eclesial y en cada época histórica. El sacerdote ministro (consagrado por el sacramento del orden) es signo del Buen Pastor: comparte de modo especial su ser sacerdotal, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias de caridad pastoral.

El sacerdote es signo del Buen Pastor en las circunstancias sociológicas e históricas, también en el hoy de un tiempo de gracia y de un mundo que cambia (cf. n. 1), formando parte de una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas de la sociedad actual (n.2), comprometido en una nueva evangelización (n. 3). La espiritualidad o estilo de vida (n. 5) corresponderá a estas realidades concretas.

En una sociedad más estática del pasado, el sacerdote ministro, como todo seguidor de Cristo corría el riesgo de anquilosar las virtualidades de su carisma y vocación en unos cuadros sociológicos hechos y más o menos estables y rutinarios. Una época de cambios ideológicos y sociológicos ha cuestionado su vida sacerdotal preguntando por su razón de ser, por la validez de su metodología de acción pastoral y por su autenticidad de vida.

La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis (GS 5).

Estos cuestionamientos produjeron una crisis (alrededor de los años setenta) cuyos efectos fueron con frecuencia negativos: dudas sobre el sacerdocio, secularizaciones, descenso de vocaciones, desánimo... En realidad, toda situación sociológica nueva cuestiona al creyente para que sea más coherente con el evangelio. El cansancio, el desánimo, el abandono, así como la angustia o el entregarse a ideologías al margen del evangelio, son reacciones caducas y estériles. El análisis cristiano de la realidad (también sacerdotal) hace profundizar en el mensaje evangélico de las bienaventuranzas y del mandato del amor. De una situación sociológica nueva debe salir un cristiano y un sacerdote renovado, gracias a la profundización de los datos evangélicos como encuentro con Cristo. El análisis de la realidad está bien hecho cuando deja traslucir un nuevo modo de transformar la vida en donación a ejemplo del Buen Pastor (cf. GS 24) 17.

17 El documento final del Sínodo Episcopal de 1971 (El sacerdocio ministerial) hace una descripción muy detallada de la situación: "Algunos sacerdotes se sienten extraños a los movimientos que afectan a los grupos humanos y al mismo tiempo impreparados para resolver los problemas de mayor preocupación para los hombres... En semejante situación se presentan graves problemas y muchos interrogantes"... Ver el documento publicado en: El sacerdocio hoy (Madrid, BAC 1983) 385-414. Ver PDV capítulo I.

Ahondar en el evangelio para iluminar unos acontecimientos nuevos significa, para el llamado a ser signo del Buen Pastor, reestrenar la vocación como declaración de amor: «llamó a los que quiso» (Mc 3,13); cf. Jn 13,18; 15,16). El «sígueme» es una llamada siempre reciente, renovada en cada circunstancia histórica personal y comunitaria (Jn 1,43; Mt 4,19; 9,9; Mc 10,21).

La vocación sacerdotal se renueva en toda circunstancia histórica si se vive como encuentro con Cristo y como misión: «los llamó para estar con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Sin esta renovación los acontecimientos y las situaciones sociológicas (que son también hechos indicativos de gracia) se convierten en ocasiones de deserción, de rutina, de ruptura o de desviación. Ningún acontecimiento y ninguna circunstancia sociológica puede disminuir las exigencias evangélicas del seguimiento radical de Cristo para ser signo personal de cómo ama él.

El hoy de una etapa histórica nueva es un hecho de gracia (kairós) sólo cuando se respetan las nuevas luces que el Espíritu Santo comunica a su Iglesia, para comprender mejor el contenido maravilloso de la palabra evangélica (cf. Lc 24,45; Jn 16,13). No es el hecho sociológico el que debe condicionar a la palabra de Dios, sino que es ésta la que ilumina el acontecimiento para convertir en «signo de los tiempos» (cf. n. 1). Si lo sociológico prevaleciera sobre las exigencias evangélicas, se produciría un proceso de secularismo que no sería más que un nuevo clericalismo camuflado.

Profundizando en la propia razón de ser como sacerdote, sin admitir dudas enfermizas, se entra en sintonía con las exigencias evangélicas, se renuevan métodos pastorales, se abren nuevos campos a la evangelización y se redescubre que la propia vida debe ser un trasunto más claro y auténtico de la caridad del Buen Pastor. Sólo así se puede responder evangélicamente a una nueva época de gracia y de cambios. «El sacerdocio, que tiene su principio en la última cena, nos permite participar en esta transformación esencial de la historia espiritual del hombre» (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1988, n. 7).

En cada época se plantean tensiones y antimonias que quieren oponer, según los casos, el apostolado a la espiritualidad, la inmanencia a la trascendencia, el carisma a la institución, la gracia a la naturaleza... Las rupturas se producen al faltar la referencia al misterio de Cristo, el Verbo encarnado. Los temas cristianos (como el tema del sacerdocio o del reino) tienen propiamente tres niveles que se postulan mutuamente: nivel de interioridad y carisma, nivel de institución y acción, nivel de plenitud y encuentro final en el más allá (escatológica). El sacerdote se ve siempre zarandeado por estas tensiones; su referencia a Cristo Sacerdote y Buen Pastor le ayuda a situarse en «unidad de vida» (PO 14), que es principio de unidad para la comunidad eclesial y humana de cada época.

La identidad sacerdotal está en la línea de sentirse amado y capacitado para amar. Esta identidad se reencuentra cuando se quiere vivir el sacerdocio en todas sus perspectivas o dimensiones. «Una visión de síntesis, en la que aparezca la convergencia de elementos, a veces presentados como contrapuestos, cobra gran interés» (Puebla 660):

- Consagración o dimensión sagrada: el sacerdote en su ser, en su obrar y en su vivencia, pertenece totalmente a Cristo y participa en su unción y misión.

- Misión o dimensión apostólica: el sacerdote ejerce una misión recibida de Cristo para servir incondicionalmente a los hermanos.

- Comunión o dimensión eclesial: el sacerdote ha sido enviado a servir a la comunidad eclesial construyéndola según el amor.

- Espiritualidad o dimensión ascético-mística: el sacerdote está llamado a vivir en sintonía con los amores de Cristo y a ser signo personal suyo como Buen Pastor 18.

18 PABLO VI, Mensaje a los sacerdotes al terminar el año de la fe (30 de junio 1968). Las dimensiones presentadas por el Papa (sagrada, apostólica, ascético-mística y eclesial) responden a una situación difícil: "en un sector del clero hay una inquietud y una inseguridad en su propia condición eclesiástica. Piensa que ha sido puesto al margen de la moderna evolución social". Ver el documento en: El sacerdocio hoy, o. c., 377-383. Pablo VI repitió las cuatro dimensiones en el Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá, durante la ordenación sacerdotal (22 de agosto 1968). Ver los documentos XI, XII y XIII de Medellín.

La clarificación sobre la identidad sacerdotal conduce «a una nueva afirmación de la vida espiritual del ministerio jerárquico y a un servicio preferencial por los pobres» (Puebla 670).

Las líneas espirituales y vivenciales del Buen Pastor serán siempre válidas. En nuestra época se requiere que estas líneas sean realidad y transparencia en quienes son su signo personal.

Recuerden todos los pastores que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficiencia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de qué tan necesitado anda el mundo de hoy (GS 43).

El ministerio jerárquico, signo sacramental de Cristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, es el principal responsable de la edificación de la Iglesia en la comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora (Puebla 659).

La respuesta de la Iglesia a los desafíos de nuestra época depende en gran parte de la espiritualidad o fidelidad generosa de los sacerdotes.

Por tanto, para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio por el mundo entero, así como el diálogo con el mundo actual, este sacrosanto Concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios (PO 12).

Para vivir esta identidad sacerdotal se necesita una formación adecuada, es decir, una «formación de verdaderos pastores de almas» (OT 4), que incluye el estudio y la meditación de la palabra, así como la celebración del misterio pascual para vivirlo y anunciarlo. De este modo se preparan «para el ministerio del culto y de la santificación» (ibídem).

El sacerdote está llamado, hoy más que nunca, a ser:

- Signo del Buen Pastor en la Iglesia y en el mundo, participando de su ser sacerdotal (PO 1-3).

- Prolongación del actuar del Buen Pastor, obrando en su nombre en el anuncio del evangelio, en la celebración de los signos salvíficos (especialmente la Eucaristía) y en los servicios de caridad (PO 4-6).

- Transparencia de las actitudes y virtudes del Buen Pastor, presente en la Iglesia «comunión» y «misión» (PO 7-22).

Se trata, pues, de unas actitudes (o espiritualidad) de servicio, consagración, misión, comunión, autenticidad... En una palabra, ser signo transparente de Cristo Buen Pastor y de su evangelio, para un mundo que necesita testigos y que pide experiencias y coherencia.

5- Espiritualidad cristiana y espiritualidad sacerdotal

La espiritualidad cristiana es una vida según el Espíritu. «Caminamos según el Espíritu» (Rm 8,4); «vivís según el Espíritu» (Rm 8,9). Propiamente es el camino o proceso de santidad que consiste en el amor o caridad: «caminar en el amor» (Ef 3,2) 19.

19 Nuestro tema recibe diversos títulos según los autores: espiritualidad, vida espiritual, perfección o teología cristiana, ascética y mística, etc. El tema se desarrolla explicando: naturaleza de la vida espiritual, itinerario, medios. Ver algunos manuales actuales: A. M. BESNARD, Una nueva espiritualidad, Barcelona, Estela 1966; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona, 1965; J. ESQUERDA, Caminar en el amor, Dinamismo de la vida espiritual, Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989; S. GALILEA, El camino de la espiritualidad, Buenos Aires, Paulinas, 1984; I, HAUSHERR, La perfección del cristiano, Bilbao, Mensajero 1971; C. GARCIA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid, Studium, 1971; S. GAMARRA, Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994; J. GARRIDO, Una espiritualidad para hoy, Madir, Paulinas, 1988; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Madrid, Palabra, 1980; A. GUERRA, Introducción a la teología Espiritual, Santo Domingo, Edit. Espiritualidad, 1994; F. JUBERIAS, La divinización del hombre, Madrid, Coculsa, 1972; B. JUANES, Espiritualidad cristiana hoy, Santander, Sal Terrae, 1967; J. RIVERA, J. Mª IRABURU, Espiritualidad católica, Madrid, CETE, 1982; A. ROYO, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968; F. RUIZ, Caminos del espíritu, compendio de teología espiritual, Madrid, EDE, 1988; G. THILS, Santidad cristiana, Salamanca, Sígueme, 1968.

La espiritualidad cristiana es una vida según el Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor, se centra en la caridad y hace referencia a Cristo como «maestro, modelo... iniciador (autor) y consumador» de la esta santidad cristiana. Por esto, «todos son llamados a la santidad» (LG 39), en cualquier estado de vida y en cualquier circunstancia: todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena (LG 40).

 

De este modo, toda la Iglesia se hace transparencia de Cristo (Iglesia sacramento) en cada una de las vocaciones y estados de vida:

- Llamada a la santidad (LG V).

- Sacerdotes ministros (LG III): signo de Buen Pastor.

- Laicos (LG IV): signo de Cristo en medio del mundo.

- Vida consagrada (LG VI): signo fuerte de las bienaventuranzas.

Los caminos del Espíritu, a partir del bautismo, pasan por las bienaventuranzas (reaccionar amando en cada circunstancia) y por el mandato del amor (amar como Cristo):

Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe, de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo (LG 41).

Cada cristiano se santifica en su propio estado de vida y circunstancia por un proceso de sintonía con Cristo, en el Espíritu Santo, según los designios o voluntad del Padre (cf. Ef 2,18). Este proceso es de cambio o conversión (en criterios, escala de valores y actitudes) para bautizarse (esponjarse) en Cristo (pensar, sentir, amar como él). Es, pues: participación y configuración (Ga 3,27; 3ss); unión, intimidad, relación (Jn 6,56-57; 15,9ss); semejanza, imitación (Mt 11, 29); servicio, cumplimiento de la voluntad de Dios (Mc 3,35; 10,44-45; Jn 14,16); caridad, vida nueva (Jn 13,34-35; Rm 6,4; 13, 10).

Los matices de esta espiritualidad cristiana, común a todos, son muy variados. De suerte que se puede hablar de espiritualidades y escuelas diferentes. Hay también diversas dimensiones o perspectivas acentuadas por esas escuelas: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesial, misionera, contemplativa, sociológico-caritativa, etc. Veamos algunas concretizaciones, todas ellas enraizadas en la misma espiritualidad cristiana básica:

- Espiritualidad laical: a modo de fermento evangélico dentro de las estructuras humanas (LG 31).

- Espiritualidad de la familia: como «testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia» (LG 41); para «revelar y comunicar el amor, como reflejo del amor de Dios, y del amor de Cristo por su esposa la Iglesia» (FC 17; cf. GS 48).

- Espiritualidad del trabajo: transformándolo en donación, puesto que de este modo «el hombre se realiza a sí mismo... se hace más hombre» (LE 9).

- Espiritualidad de vida consagrada por la práctica permanente de los consejos evangélicos: «como signo y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo» (LG 42).

- Espiritualidad del sacerdote ministro: como «instrumento vivo de Cristo Sacerdote» (PO 12), signo personal de la caridad del Buen Pastor (cf. PO 13), «una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor» (PDV 15).

- Espiritualidad misionera: como disponibilidad permanente para la evangelización universal Ad Gentes (cf. AG 23,29).

Debe quedar claro que todo cristiano es llamado a la santidad sin rebajas y a la misión sin fronteras.

Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta (LG 42).

La espiritualidad sacerdotal es sintonía con las actitudes y vivencias de Cristo Sacerdote, Buen Pastor. Por el sacramento del Orden, se participa del ser sacerdotal en Cristo. Esta participación ontológica capacita para prolongar la acción sacerdotal del Buen Pastor. La sintonía con la caridad pastoral de Cristo es una consecuencia de la participación en su ser y en su función. La gracia recibida en el sacramento del orden hace posible cumplir con esta exigencia. «Imitad lo que hacéis» (rito de ordenación). Esta es la espiritualidad específica del sacerdote; para el sacerdote diocesano secular se concretará en las gracias de pertenencia permanente a una Iglesia local, en relación de dependencia respecto al carisma santificador de un sucesor de los Apóstoles y formando parte de un Presbiterio (también para su vida espiritual); para el sacerdote llamado religioso (o perteneciente a agrupaciones especiales) se concretará en el carisma fundacional y de grupo.

La fisonomía espiritual del sacerdote ministro es una transparencia de la caridad pastoral de Cristo; que cumple los designios salvíficos del Padre, haciendo suyos los problemas de los hombres, dando la vida en sacrificio.

La exigencia y la posibilidad de esta santidad y espiritualidad sacerdotal arrancan de la misma entraña del sacerdocio ministerial, como signo transparente y sacramental del Buen Pastor: por lo que es, por lo que hace, por su relación personal y amistad con Cristo.

La espiritualidad sacerdotal es una respuesta a la llamada de Cristo Sacerdote, que quiere a «los suyos» (Jn 13,1) como «gloria» o transparencia suya (Jn 16, 14; 17,10), en sintonía con su entrega total o inmolación (santificación) al Padre: «santifícalos en la verdad y me victimo (santifico) por ellos, para que ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,17-19) 20.

20 "Cristo es la gran túnica de los sacerdotes, es decir, que la vida del sacerdote debe estar toda ella penetrada de la santidad de Cristo" (Juan XXIII Disc. primera sesión Sínodo romano, 25 de enero de 1960). Ver el Sacerdocio hoy, documentos del magisterio eclesiástico, Madrid, BAC, 1983, donde se recogen los principales documentos sobre la espiritualidad sacerdotal, con notas introductorias, síntesis, índices, etc.: Haerent animo (San Pío X), Ad catholici sacerdotii (Pío XI), Menti nostrae (Pío XII). Sacerdotii nostri primordia (Juan XXIII), Summi Dei Verbum (Pablo VI), y documentos conciliares y posconciliares.

Se trata, pues, de una santidad o espiritualidad «según la imagen del sumo y eterno Sacerdote»; para ser «un testimonio vivo de ios» (LG 41). El sacerdote es un «Jesús viviente» (san Juan Eudes), es decir, «instrumento vivo de Cristo Sacerdote» (PO 12), puesto que: se hace signo viviente de Cristo en el ejercicio del ministerio (PO 12-13); se hace signo transparente de Cristo viviendo en sintonía o unidad de vida con él (PO 14); se hace signo del Buen Pastor imitando su caridad pastoral y todas las demás virtudes que derivan de ella (PO 15-17), sin olvidar los medios comunes a toda espiritualidad cristiana y los medios específicos de la espiritualidad sacerdotal (PO 18).

Viviendo la espiritualidad sacerdotal, el sacerdote ministro se hace signo creíble del Buen Pastor en un mundo que pide autenticidad (n. 1), en una Iglesia sacramento o transparencia e instrumento de Cristo (n, 2) y en una nueva etapa de evangelización (n. 3), que necesitan sacerdotes fieles a las nuevas gracias del Espíritu Santo (n. 4). La identidad sacerdotal enraíza en esta espiritualidad cristológica, eclesial y antropológica 21.

21 En la realidad latinoamericana, como hemos indicado en los apartados anteriores (citando Puebla y Medellín), hay que acentuar, a la luz del evan gelio, la cercanía a los que sufren (pobreza, injusticias, marginación), a los jóvenes, a la familia, al mundo del trabajo y de la cultura. En esta misma realidad aparecen signos de una espiritualidad especial: acogida, sensibilidad, sentido de Dios, compromiso... Ver: O. PEREZ MORALES, Desafíos actuales a los presbíteros en América Latina, "Medellín" 10 (1984) 427-448. Trabajos presentados en el tercer Congreso Nacional de Teología de Colombia: El ministerio del presbítero en la comunidad eclesial, Bogotá, SPEC, 1977. Cfr. Documento de Santo Domingo, 2ª parte, cap. 2; Pastores davo vobis (1992) y Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, Lib. Edit. Vaticana 1994 (31.1.94). Para la vida consagrada: Vita consecrata, cap. III.

Guía Pastoral

Reflexión bíblica:

- Ser coherente con el estreno de la vocación sacerdotal, como encuentro para la misión: Mc 3,13-14; Jn 1,35-51; Mt 4,18-22.

- Sintonía con la fidelidad de Cristo y de los Apóstoles al Espíritu Santo: Lc 4,1.14.18; 10,21; Hch 20,22.

- Vivir los signos de los tiempos siguiendo a Cristo hacia el misterio pascual: Mt 16,2-4; Jn 13,1; Lc 22,15; cf. GS 4.11.44.

Estudio personal y revisión de vida en grupo:

- Describir y motivar algunas líneas de espiritualidad cristiana y sacerdotal en un mundo que cambia: servicio, comunión, autenticidad, misión... (GS 1-10; EN 76; Puebla 356-359; 378-383; PDV capítulo I; RMi 87-92).

- Armonía entre las dimensiones de la vida sacerdotal para una mayor fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al hombre (Puebla 484; Medellín XI y XIII; Documento de Santo Domingo, 2ª parte; EAm capítulo II; Dir capítulo I).

- Necesidad actual de espiritualidad profunda para una nueva evangelización en el ardor, métodos y expresiones; Documento de Santo Domingo, 2ª parte capítulo I.

- Relación entre en ser, el obrar y la vivencia sacerdotal.

Orientación Bibliográfica

Ver bibliografía de los capítulos siguientes según el tema concreto.

ANTEWEILER, A. El sacerdote de hoy y del futuro, Santander, Sal Terrae, 1969 (estilo sacerdotal).

ARIZMENDI, F. ¿Vale la pena ser hoy sacerdote?, México, Lib. Parroquial, 1988 (síntesis práctica de la vida sacerdotal hoy).

BELLET, M. Crisis del sacerdote, análisis de la situación, Bilbao, Desclée, 1969 (describe las causas de las crisis y busca la solución en la «fe en Jesucristo, vivida y pensada en comunión con la Iglesia»).

(CONF. EPISC. ALEMANA). El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme, 1970 (síntesis teológica actual).

COPENS J., etc., Sacerdocio y celibato, Madrid, BAC, 1971 (en la primera parte analiza los puntos principales sobre el sacerdocio hoy y en la historia).

DORADO, G. El sacerdote hoy y aquí, Madrid, PS 1972.

____, El ministerio del presbítero en la comunidad eclesial, Bogotá, 1978 (varios estudios).

____, Espiritualidad presbiteral hoy, Bogotá, DEVYM, 1975.

____, Espiritualidad del presbítero diocesano secular, Madrid, EDICE, 1987 (temas de actualidad).

ESQUERDA, J. El sacerdocio hoy, Madrid, BAC, 1983 (después de presentar los documentos magisteriales, hace una síntesis de la situación actual).

____, Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, cap I.

FLORES, J. A. Vivamos con gozo nuestro sacerdocio, La Vega, Santo Domingo, 1982 (resumen de espiritualidad presbiteral a nivel práctico y vivencial).

GALOT, J. Le visage nouveau du prêtre, Gembloux, Duculot Lethielleux, 1970 (recoge las principales publicaciones que originaron la crisis y hace una evaluación).

GONZALEZ, O. ¿Crisis de Seminarios o crisis de sacerdotes?, Madrid, 1967 (relación ambas crisis).

Il prete per gli uomini d'oggi, Roma, Ave, 1975.

IRABURU, J. Mª. Fundamentos teológicos de la figura del sacerdote, Burgos, Facultad de Teología. 1972 (tesis doctoral).

LAPLACE, J. El sacerdote hacia una nueva manera de existir, Barcelona, Herder, 1970.

LUCAS, J. S. Crisis de identidad, Madrid, Marova, 1975.

MANARANCHE, A. Al servicio de los hombres, Salamanca, Sígueme, 1968 (busca solución en las fuentes teológicas).

MARCHAND J, P. ¿Sacerdote mañana?, Madrid, Soc. Ed. Atenas, 1967.

Os daré pastores según mi corazón, EDICEP, Valencia, 1992.

(OSLAM). Espiritualidad del Clero Diocesano, Bogotá, OSLAM, 1986 (Conferencias para formadores de Seminarios); ver también: Actas del Congreso de Quito (mayo 8-13, 1984), «Medellín» 10 (sep. dic. 1984).

PAGES, F. Sacerdocio, ¿valor cotizable hoy?, Almería, FAC, 1980. Curas sin sotana, Bilbao, Desclée, 1968.

RETIF, L. El sacerdote en la sociedad actual, Barcelona, Nova Terra, 1970 (aspectos sociológicos).

ROGE, J. Simple sacerdote, Madrid, FAX, 1967.

ROMANIUK, C. Sacerdotes para el mundo secular, Salamanca, Sígueme, 1978.

SALAUN, M. MARCUS, E. Nosotros los sacerdotes, Barcelona, Península, 1967 (los interrogantes sobre la identidad se resuelven a la luz de la fe).

SANTAGADA, O. Presbíteros para América Latina, Bogotá, OSLAM, 1986 (formación, actuación y espiritualidad sacerdotal).

 

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SANTIDAD CRISTOCÉNTRIA DEL SACERDOTE

 

Mons. Juan Esquerda Bifet

 

Director espiritual del Seminario de Roma

 

Introducción: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

El título de nuestra reflexión (santidad cristocéntrica del sacerdote) nos sitúa en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos “santidad”, nos referimos al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia: “He sido glorificado en ellos... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 1 7, 10.17.19). La dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad cristiana y sacerdotal.

Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, seria una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es posible. (“Imitamini quod tractatis” (imitad lo que hacéis), es la expresión que ahora se encuentra en el texto de la alocución de la ordenación presbiteral cuando el obispo explica “la función de santificar en nombre de Cristo”. Según Santo Tomás de Aquino, “la Ordenación sagrada presupone la santidad” (cfr. II-II, q. 1 89, a. 1, ad 3), para poder servir dignamente al cuerpo eucarístico y al cuerpo místico de Cristo (cfr. SupI. q.36, a.2, ad 1) y para guiar a otros por el camino de a santidad).

La “santidad” hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el “tres veces Santo” (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la expresión personal del Padre (cfr. Jn 1 4,9). Los cristianos estamos llamados a ser “expresión” de Cristo, “hi¡os en el Hijo” (Ef 1 ,5; cfr. GS 22).

Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene sentido “relacional”, de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por excelencia es el Santo. Somos “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1). El sacerdote ministro es “hombre de Dios” (lTim 6,11).

La “santidad” del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente, puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y espirituales. Por el “carácter” o gracia permanente del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en la Iglesia y en el mundo, y, en consecuencia, estamos llamados a vivir en sintonía con las mismas vivencias de Cristo.

Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, Dues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos. (El “carácter” sacerdotal del sacramento del Orden exige santidad, por el hecho de poder obrar en nombre de Cristo; la gracia sacramental comunica la posibilidad de ser santos, es decir, de ser coherentes con lo que somos y hacemos).

Decidirse a ser “santos” no significa más que comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a “mantener la mirada fija en Cristo” (Carta del Jueves Santo 2004, n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. “La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales” (PDV 1 2). Esta santidad es posible.

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio “nombre”, para poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo. (Son los títulos bíblicos que usa y explico PO nn. 1-3 y PDV cap.II (ver nn.20- 22).

       Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y misión evangelizadora.

       La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5).

       Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el “encuentro” y la “misión”. Nos ha llamado para “estar con él” y para enviarnos a “predicar” (Mc 3,1 4-1 5).

       Si se quiere hablar de la “identidad” o de la propia razón de ser, ello equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que somos y hacemos: “Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su “identidad”, no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías, sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar: “Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis” (in 1 ,23.26).

       Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo cuando se afrontan desde un “conocimiento de Cristo vivido personalmente” (VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones es- tériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo profundamente amada y vivida: “Si alguno me ama... yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21).

       Desde esta perspectiva vivencia1, que no excluye, sino que necesita el apoyo de la reflexión teológica sistemática, la palabra “santidad” pasa a ser una realidad de gracia que forma pcirte del proceso de configuración con Cristo. Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión. (Un brahmán convertido (que después fue sacerdote y misionero), me describía su conversión recordando su experiencia de encuentro con Cristo. Visitando la capilla del hospital, donde él era director, se encontró ante lo imagen del cruciFiio y oyó en su corazón: “Me amó”. Enseguida sacó esta consecuencia: “Si él me ama, yo le quiero amor y hacerle amar”...).

       La decisión de ser “santos” es la respuesta a la declaración de amor por parte de Cristo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 1 5,9). Para discernir si uno avanza decididamente por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 1 5,9), no anteponer nada a Cristo. (Cfr. S. Benito, Regla, 4,31; 72, 11).

       Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo (que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la vivencia de sus ministerios, como expresión de su “caridad pastoral”, es decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido, el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva: “Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo” (PO 1 3).

       Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle, prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo, lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues, de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo), diaconal (servir a Cristo en los hermanos).

El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la santidad sacerdotal, como algo específico. Es la “Vida Apostólica”, es decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica. (Pastores dabo vobis indica la “Vida Apostólica” como punto de referencia de 1o santidad sacerdotal, siempre como imitación de la vida del Buen Pastor y según el estilo de los Apóstoles (cfr. PDV 15-16, 42, 60, etc.). Explico estos contenidos y ofrezco bibliografía, en: Signos del Ruen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002) cap. V (ser signo transparente del Buen Pastor). Trod. en italiano (Spiritualitá sacerdotale...) e inglés (Priestly Spiritualiiy...): Pontificia Universidad Urbaniana, Roma. Resumen en francés: Signe du Bon Pasteur. Spiritualité sacerdotale missionnaire (Rome, Pont. Univ. Urbaniana, 1994).

La “Vida Apostólica” o “Apostolica vivendi forma”, que resume el estilo de vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt 1 9,27), la fraternidad o vida comunitana (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,1 9-20). (Las líneas de esta Vida Apostólica, eminentemente evangélica, se podrían resumir en las siguientes: 1: Elección, vocación, por iniciotiva de Cristo (cfr. Mt 10,lss; Lc 6, 1 2ss; Mc 3,1 3ss; Jn 13,18; 15,1 4ss). 2: “Sequela Christi” o seguimiento evangélico (cfr. Mt 4,l9ss; 19, 21-27; Mc 10,35ss); 3: Caridad del Buen Pastor (dr. Jn 10; Hech 20,l7ss; lPe 5,lss), 4: Misión de totalidad y de universalismo (cfr. Mt 28,1 8ss; Mc 16,1 5ss; Hech 1 ,8; in 20,21; PO 10). Comunión fraterna (cfr. Lc 10,1; Jn 13,34.35; 17,21-23). ó: Eucaristía, centro e fuente de la evangelización (cfr. Lc 22,19-20; iCor 1 1,23ss; Jn 6,35ss). 7: Sintonía con la oración sacerdotal de Cristo (cfr. Jn 17; Mt 11 ,25ss; Lc 10,21 ss). Al servicio de la Iglesia esposa (cfr. 2Cor 11,2; Ef 5,25-27; Jn 17,23; 1Tim 4,14: “gracia” permanente). Con María, “la Madre de Jesús” (cfr. Jn 19,25-27; Hech 1,14; Gal 4,4-19).

El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el amor de Cristo, a ejemplo de 5. Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: “El amor de Cristo me apremia” (2Cor 5,14).

El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo, “el Hijo de Dios” (Hech 9,20), “el Salvador” (Tit 1 ,3), quien “fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” (Rom 4,25). Cristo “vive” (Hech 25,1 9) y habita en el creyente (cfr. Fil 1 ,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como “cuerpo” o expresión de Cristo (cfr. 1 Cor 1 2,26-27), “esposa” o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11 ,2) y “madre” fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).

Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: “Lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 1 9,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el “seguimiento” como encuentro y amistad. La “soledad llena de Dios” (de que hablaba Pablo VI en la enc. Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el redes- cubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: “No tengas miedo ... porque yo estoy contigo” (Hech 18,910). (Habría reflexionar sobre la realidad virginidad de María y de José, que les permitió descubrir en Cristo una predilección singular hacia ellos, abierta siempre a toda la humanidad y a cada ser humano en particular, de modo irrepetible. La vida sacerdotal centrada en Cristo, se resume en la imitación de su mirada hacia los hermanos, descubriendo en ellos una historia de amor esponsal y eterno. Todos ocupamos un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo).

Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto hombre. Si el misterio del hombre sólo se des- cifra en el misterio Cristo, cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: “En realidad, el misterio del hombre s6lo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la luz de la Encarnaci6n, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas vivencias de Cristo, que amó a “ios suyos” (Jn 1 3,1) y los presentó cariñosamente ante el Padre: “los que tú me has dado” (Jn 1 7,2ss), “los has amado como a mí” (Jn 17,23).

La llamada apostólica (“venid”, “sígueme”) trae consigo relación, imitación y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud relacional comprometida, que llamamos “santidad” (como trasunto de la caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa el sentimiento de ausencia: “Estaré con vosotros” (Mt 28,20). El decreto Presbyterorm Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y de gozo pascual: “Los presbíteros nunca están solos en su trabajo” (PO 22). (Puede aplicarse a todo apóstol y especialmente a todo sacerdote, esta afirmación de la encíclica misionera de Juan Pablo II: “Precisamente porque es « enviado », el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre” (RMi 88).

La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión eucarística. “Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía” (Carta del Jueves Santo, 2004, n.2).

Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, ve en cada uno de nosotros un “Jesús viviente” (según la expresión de 5. Juan Eudes), es decir con palabras del concilio, “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote” PO 1 2), que quieren vivir “en comunión de vida” con ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 1 30). Necesitamos vivir nuestra dimensión sacerdotal cristológica “en J1i escuela de María Santísima” (Carta del Jueves Santo, 2004, n.7). (Encuentro Internacional. Sobre la espiritualidad sacerdotal mariana, he resumido contenidos y bibliografía en: María en la espiritualidad sacedotal: Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid, Paulinas 1988, 1799-1804. (Sacerdoti) Maria ne¡la spiritualitó sacerdotale: Nuovo Dizionario di Mariologia, Paoline 1 985, 1 237- 1242. Ver también: G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II: ComposteNanum 33 (1988) 205-224.).

La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal, sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25). “Para todo misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia” (RMi 89).

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo

 

Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del “ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios” (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, “la perspectiva en la que debe situarse el camino patoral es el de la santidad!” (NMi 30). La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamente en dimensión eclesiológica.

En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo afirma el concilio Vaticano II: “Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 1 2).

Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el amor, que hace posible llegar a ser “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). Entonces, se construye la Iglesia como “misterio”, es decir, como pueblo “congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4). Es misterio de comunión misionera. “La santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo” (NMi 7)

La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.

Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial eucarística: “Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre” (Mt 26,26.28). En este momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión (diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1 Cor 11 ,24). Es la tarea de anunciar, celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de Cristo a los sacerdotes pone “el cuño eucarístico en su misión” (Carta del Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos. ( In persona Christi quiere decir más que «en nombre», o también, «en vez» de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote” (enc. Ecclesia de Eucharistia n.29).

La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de “completar” a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1 ,24), y de preocuparse “por todas las Iglesias” (2Cor 11 ,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1 ,3), para ser “gloria” o expresión suya por una vida santa (Ef 1 ,4-9), comprometida en la misión de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1 ,1 0) y marcada con “el sello del Espíritu” (Ef 1 ,1 3). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-1 1), por participar en el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, “hasta que vuelva” (cfr. 1 Cor 11 ,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal 4,1 9). (Cfr. F. PÁSTOR RÁMOS, Pablo, un seducido por Cristo (Estella, Verbo Divino,  993). El tema paulino es profundo y ejemplar en su encuentro sacerdotal con Cristo.)

El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,25-27).

Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y ‘‘madre”, es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia “ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo” (PO 6).

Si se anuncia la Palabra, es para llamar a un actitud de escucha, de conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la caridad. Por esta predicación, se tiende a “invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad” (PO 4).

La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su vida una oblación en unión con Cristo: “De esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El” (PO 5).

La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene el objetivo de “que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó” (PO 6).

En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de valores y actitudes, en vistas a relacionar- se con Cristo, imitarle y transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora: “jHijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gal 4,1 9); “celoso estoy de vosotros con el celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Cor 11 ,2).

Nuestro ministerio consiste en ser “instrumentos vivos de Cristo Sacerdote” (PO 1 2). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el itinerario de santificación:

existe una llamada universal de la Iglesia a la santidad (LG 39- 42), que consiste en la “perfección de la caridad”, y que se realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap.VI, nn.39-42). Así, pues, “todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40).

El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. “El bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu” (NMi 31). El compromiso fundamental de quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por “el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)” (NMi 31).

La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión y de misión.

El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En su primera carta del Jueves Santo (1 979), Juan Pablo II invita a inspirarse en las figuras sacerdotales de la historia: “Esforzaos en ser los maestros de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Avila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo”. (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de 1979, n. 6. Sería necesario empaparse de los escritos sacerdotales de todo la historia, especialmente de época patrística: San Ignacio de Antioquía (“Cartas), San Juan Crisótomo (“Libro sobre el sacerdocio”), San Ambrosio (“De Officiis ministrorum”), San Gregorio Magno (“Regula Postoralis”), Son Isidoro de Sevilla (“De ecciesiasticis officiis”); en época de Trento: San Juan de Avila (“Pláticas a sacerdotes”, “Tratado sobre el sacerdocio”), San Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, etc. Ver figuras y escritos de cada época histórica, en: Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap.IX (síntesis histórico); Signos del Buen Pastor, o.c., cap.X (síntesis y evolución histórica) (trad. italiano, inglés).

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

La santidad constituye el “fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio” (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.

En una sociedad “icónica”, que pide signos, se necesita construir una Iglesia que transparente las bienaventuranzas como “autorretrato de Cristo” (VS 1 6). Efectivamente, “el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión” (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a la fe cristiana, manifiestan “el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido” (RMi 47).

Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del Buen Pastor. San Pablo se consideraba “olor de Cristo” (2 Cor, 2,15). El Señor nos describe como su “expresión” o su “gloria”: “He sido glorificado en ellos” (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser “prolongación visible y signo sacramental de Cristo” Sacerdote y Buen Pastor (PDV 1 6). (La expresión “signo” se repite con frecuencia en PDV (cfr. nn.12, 15-16, 22, 42-43, 49). Tiene la connotación de “socramentolidad”, en el contexto de Iglesia “sacramento”: signo transparente y portador. Indica la transparencia que refleja el propio ser y vivencia, y que se convierte en instrumento eficaz “La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 1 7- 1 8), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (RMi 24) de santificación y de evangelización).

No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica (transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y repetidamente en sus discursos: “Nosotros somos testigos” (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que se convierte en su transparencia.

El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi 91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (lJn 1,3). El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir a los emas a propia experiencia de Jesús. (“La misión de la Iglesia, al gual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (dr. Hech 1, 8; 2, 1 7-1 8), infundiéndoles una serena audacia que les impulso a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima “(RMi 24).

El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y como signos santificadores.

Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversos latitudes y culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia). El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto “un tesoro escondido”, como es la “mística” de la propia espiritualidad sacerdotal específica.  (Son todavía pocos los que se ordenan sacerdotes habiendo estudiado (o le- ¡do) estos documentos. Es necesario hacer una relectura de Presbyterorum Ordinis, en relación con Pastores dabo vobis y otros documentos (las Cartas del Jueves Santo, el Directorio, etc.). Entonces se descubre el propio ser como participación en el ser o consagración de Cristo (PO 1-3; PDV cap.II; Directorio cap.I), para prolongar su misma misión (PO 4-6; PDV cap.ll, Directorio cap.ll), en comu nión de Iglesia (concretada también en el propio Presbiterio: PO 7-9; PDV 31, 74; Directorio 25-28), que exige y hace posible la santidad sacerdotal como “caridad pastoral” (PO 12-14; PDV cap.III; Directorio 43-56), concretada en las virtudes del Buen Pastor (PO 15-17; PDV 27-30; Directorio 57-67), sin olvidar los medios concretos y la formación permanente (PO 18-21; PDV cap.VI; Directorio cap.III). Hay que añadir ia exhortación apostólica Pastores Gregis (2003), así como el Directorio (2004) para el ministerio pastoral de los Obispos).

Juan Pablo II pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98). (Presento las motivaciones y posibilidades de este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio: Sacrum Ministerium 1(1995)175-186. Ver también: J.T. SÁNCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización, en: (Pontificia Comisión para Ámérica Latina), Evangelizadores, Obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, laicos (Lib. Edit. Vaticana 1996) 101-1 10. Una buena base para un proyecto de vida en el Presbiterio: Proposta di vita spirituale per i presbiteri diocesani (Bologna, EDB, 2003).

Cuando el Papa nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad, nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio inseparable: “La consagración es para la misión” (PDV 24).

Se podría hablar del “carisma” apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II, concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer momento de su pontificado, cuando dijo: “Abrid las puertas a Cristo”. Sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes, ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo. (Estudié y resumí los documentos del Papa, bajo esta perspectiva, en: El carisma misionero de Juan Pablo II: De la experiencia de encuentro con Cristo o la misión: Osservatore Romano (esp.), 17.7.2001, pp.8-1 1. También en: Juan Pablo II, el carisma del encuentro con Cristo para la Misión: Omnis Terra n.321 (2002) 234-248; Jean Paul II: le charisme de la rencontre avec le Christ pour la mission: Omnis Terra (fr.) n.383 (2002)234-248; John Paul II, the Charisma of the encounter with Christ for Mission: Omnis Terra (Ing.) n.328 (2002) 233-247.)

Las cartas del Jueves Santo (desde 1 979 hasta 2004) son una herencia apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide “Pastores según su Corazón”(Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004, n.7).

Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodaies continentales son una llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral “inculturalizada”, en las circunstancias históricas y geográficas. A esta tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones Postsinodales. (“Hoy son decisivos los signos de la santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Este es uno de los retos más grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio” (Ecciesia in Europa 491. “Fruto de la conversión realizada por el Evangelio es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de su fidelidad a Cristo” (ibídem, 141. Ver llamados semejantes en: Ecciesia in America 30-3 1 (vocación universal a la santidad, Jesús el único camino para la santidad); Ecclesia in Africa 1 36; Ecclesia in Oceanía 30.)

Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: “Por el sacramento del Orden, que los con- figura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús” (Ecclesia in Europa 34)23. “Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas” (ibidem, 37).

La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.

La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del seguimiento de Cristo. (En la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis”, se subraya la necesidad de que el Obispo asuma la propia responsabilidad en el fomento de la espiritualidad de sus sacerdotes; ver especialmente nn.47-48. El Directorio para el ministerio pastoral de los obispos indica la mismas líneas: nn 75-83).

Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados. (Los últimos documentos de Juan Pablo II trazan marcadamente esta línea de esperanza. A los apóstoles “les anima la esperanza” (RMi 24). Basta leer las Exhortaciones Apostólicas Postsinodales, donde se alienta a afrontar las nuevas situaciones siguiendo los signos positivos de la acción providencial de Dios. También en Novo Millennio Ineunte, donde se insta a profundizar el misterio de la Encarnación como “signo de genuina esperanza” (NMi 4). La historia de cada creyente es “una historia de encuentro con Cristo... en el diálogo con él reemprende su camino de esperanza” (NMi 8). “Nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas” (NMi 12). “¡Duc in altum! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo” (NMi 58).

En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se traduce en “gozo pascual” (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la esperanza cristiana: “El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido” (RMi 91). Es el gozo de hacer “pasar” o de transformar el sufrimiento en amor de donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn 1 5, 11; 17, 1 3).

 

Conclusiones

 

La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn 10,1 8) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 1 0,1 .1 4.1 8): “A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien” (Hech 1 0,38).

La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraíza en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos. La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencia1, como expresión testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.

La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la realidad del “martirio”, como parte integrante del “kerigma” o primer anuncio. Hemos sido elegidos para ser “testigos” (“mártires”) del crucificado y resucitado: “Nosotros somos testigos” (Hech 2,32), “y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen” (Hech 5,32). El recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica esta línea de caridad pastoral oblativa. (Un sacerdote mártir de mi diócesis (Lleida), durante la persecución del año 1936 en España, al ser fusilado todavía estaba con vida y recitaba el “Credo”; al acercorse el verdugo para rematarle con el tiro de gracia, pidió que le dejaran terminar la profesión de fe...).

El “gozo pascual” (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las “bienaventuranzas” y del “Magníficat”, por el hecho de saberse amado por Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Ese1 gozo que nace del encuentro permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Ápóstoles eligieron a Matías, resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech 1 ,22). Es el gozo de Pablo: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones” (2Cor 7,4).

 

La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se traduce en:

- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:

“Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor” (Jn 1 5,9); “Yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16); “vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).

 

- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:

“Estuvieron con él” (Jn 1 ,39); “instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14-15); “vosotros sois mis amigos” (Jn 1 5,14); “estaré con vosotros” (Mt 28,20); “mi vida es Cristo” (Fil 1,21 ).

 

- Relación de pertenencia:

“Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 1 3,1); “Padre... los que tú me has dado”... (Jn 1 7,9ss); “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).

 

- Relación de transparencia y misión:

“Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Jn 1 5,27); “el Espíritu.., me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 1 6,14); “Padre... he sido glorificado en ellos (son mi expresión)” (Jn 1 7,10); “Como el me envió, también yo os envío” (Jn 20,21 )...; “el amor de Cristo me apremia” (2Cor 5,14).

A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a “los suyos” (Jn 1 3,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:

 

- No dudar del amor de Cristo:

Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 1 3 años en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su corazón: “Te quiero a ti, no tus cosas”.

 

- No sentirse nunca solos:

Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: “Cristo no abandona”. (29 Santa Teresa invita a “traerle siempre consigo”, porque “con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir” (Vida, 22,6).

 

- No poder prescindir de él:

Pablo, en la cárcel de Roma: “En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas” (2Tim, 4,1 6-1 7).

 

- No anteponer nada a él

“En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos” (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)

 

Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo “mantener la mirada fija en Cristo” (Carta del Jueves Santo 2004, n.5). Este encuentro vivencia1 y diario con Cristo, en la Eucaristía, en la Escritura y en ios hermanos, da sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Es un “asombro eucarístico” que suscita vocaciones sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los ¡óvenes en nosotros “intuyen la llamada de un amor más grande” (ibídem, n.6).

La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea “en comunión de vida” con María (cfr. RMa 45, nota 1 30). Es “comunión vital con Jesús a través del Corazón de su Madre” (Rosarium Virginis Mariae 2). En el Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,1 9.51).

María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y, de modo particular, a sus ministros. “Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros —a ejemplo de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre” (Ecciesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a “los sentimientos de María”, cuando ella escucha de nuestros labios las palabras de la consagración (“mi cuerpo y mi sangre”) (cfr. Ibídem, n 56).

Con el correr de los años de nuestro sacerdocio, podemos tener la sensación, en algún momento, de sentirnos con las “manos vacías”; pero el ejemplo de Sta. Teresa de Lisieux es entusiasmante, cuando dice al Señor: “Pon tus manos en las mías y ya no están vacías”. Por mi parte, he de decir que en mis cincuenta años de sacerdocio (1954-2004), no me he arrepentido nunca del primer encuentro con Cristo cuando empecé a sentir la vocación sacerdotal. La vida sacerdotal es siempre una historia de gracia y de misericordia. Es vida que intenta gastarse con gozo, para amor y hacer amar a Cristo. A veces, he tenido la impresión de ser “un estropajo” inútil. Pero el encuentro personal con Cristo, renovado diariamente en la Eucaristía y en su Evangelio, me ha hecho sentir en el corazón sus palabras alentadoras: “Este estropalo es mío”, lavado con mi sangre redentora (cfr. Ap 7,14)...

 

 

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PROLONGAR Y VIVIR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

“Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17,18)

 

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INTRODUCCIÓN

 

I: EL PROYECTO SORPRENDENTE DE DIOS AMOR

 

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

II: LA SORPRESA DE LA LLAMADA

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

III: LA SORPRESA DEL ENCUENTRO

 

1. Relación interpersonal

2. Sintonía de vivencias

3. Amistad incondicional

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

IV: LA SORPRESA DE COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

1. Él vivió así

2. Nos llama a vivir como él para ser su expresión

3. La clave es el amor

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

V: LA SORPRESA DE JESÚS PRESENTE EN MEDIO DE LOS HERMANOS

 

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

2. “Mi madre y mis hermanos”

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

VI: LA SORPRESA DE PROLONGAR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

1. Su Palabra hoy y aquí

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

3. Servir a Cristo en los hermanos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VII: CAMINAR DE SORPRESA EN SORPRESA, CON MARIA ICONO DE LA IGLESIA

 

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

3. Construir la historia amando de corazón a corazón

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

VIII. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DEL PRESBITERIO COMO SIGNO DE COMUNIÓN ECLESIAL

 

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

Selección bibliográfica sobre el Cura de Ars

 

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INTRODUCCIÓN:

 

Las figuras sacerdotales de la historia son una herencia eclesial por redescubrir. Los santos se modelaron al unísono con los latidos del Corazón de Cristo. Y esas vidas son “memoria” y herencia por actualizar e imitar en cada período histórico de la Iglesia peregrina. La Palabra de Dios, revelada e inspirada por él, se celebra, se contempla, se anuncia y se vive, captando su eco en la comunidad eclesial y en el corazón y en la vida de los santos.

 

El temario de estos retiros, redactados con ocasión del año jubilar dedicado a San Juan María Bautista Vianney (2009-2010), se desarrolla en la perspectiva misionera que deriva de la configuración sacramental con Cristo Cabeza, Pastor, Sacerdote y Víctima, Servidor y Esposo.

La adhesión cordial y total a Cristo se concreta en vivir su mismo estilo de vida, como “vida nueva”, que, aplicada a los ministros ordenados, se ha llamado tradicionalmente “el modo de vivir de los Apóstoles” (“apostolica vivendi forma”).

 

Esta novedad de vida, hecha posible por la comunicación especial del Espíritu Santo a través de la imposición de manos del Obispo y la oración de la Iglesia, está íntimamente relacionada con los ministerios proféticos, litúrgicos y diaconales, ejercidos por los ministros ordenados, en comunión y al servicio de la realidad profética, sacerdotal y real de todo el Pueblo de Dios. Estos ministerios son un don que fundamenta un oficio y son también una participación real y una prolongación eficaz de la misma misión de Cristo.

 

La llamada a la santidad sacerdotal, como configuración con Cristo Sacerdote y Buen Pastor y como posibilidad de compartir su misma vida, se integra, como prioridad pastoral, en la misma acción ministerial.

 

Queda en pie la eficacia sacramental de los signos ministeriales instituidos por el Señor y, al mismo tiempo, sigue vigente la urgencia de santidad de vida pedida por el mismo Cristo en la oración sacerdotal: “Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn 17,18.19).  La “fidelidad de Cristo” exige y hace posible la “fidelidad del sacerdote”. “Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Esta relación entre santidad y eficacia sacramental la describe así el concilio Vaticano II: “La santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio -porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos-, sin embargo, por ley ordinaria, Dios prefiere manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, ya pueden decir con el Apóstol: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal, 2,20)” (PO 12)

Los ocho temas que presentamos tienen una dinámica interna, que ayuda a comprender y vivir lo que acabamos de de decir. Se subraya la “sorpresa” o admiración, puesto que entramos en el mismo corazón de Dios, donde todo es “más allá” de lo que nosotros podríamos idear y proyectar. Dios no es una idea, sino “Alguien”, que se ha revelado como “Dios Amor” (1Jn 4,8).

 

Quien entra con realismo en ese proyecto de Dios Amor, sin querer manipularlo, se descubre a sí mismo (y a todos los hermanos, cada uno según su vocación específica) como llamado, amado, invitado a compartir la misma vida y misión de Cristo. Desde esa perspectiva interpersonal, ya no hay dificultad en aceptar con gozo el sacerdocio ministerial, tal como Cristo nos lo ha querido comunicar para el bien de todo el Pueblo Sacerdotal.

 

Para renovar la Iglesia y el mundo en que vivimos, bastaría presentar en nuestras vidas el “gozo pascual” (PO 11) de ser sacerdotes de Cristo, servidores suyos, su signo personal, comunitario y sacramental. Esta sorpresa comenzó en el seno de su Madre y nuestra, Madre de Cristo Sacerdote, como icono de la Iglesia de todos los tiempos. El “sí” de María, al dejarse sorprender, nos pertenece porque es parte de nuestra razón de ser, parte de nuestra respuesta a la consagración sacerdotal. Es el “sí”, vivido de modo especial por los santos sacerdotes, como Pablo, Juan de Ávila o el Cura de Ars, que ha transformado y sigue transformando la historia, porque es la única respuesta válida a la Palabra de Dios y a su proyecto de amor sobre toda la humanidad.

 

La renovación gozosa de la vida sacerdotal es el “nuevo areópago” por afrontar. Quizá el más urgente e importante. De esta renovación depende la renovación de toda la Iglesia y, consecuentemente, el número y la calidad de las nuevas vocaciones sacerdotales, de vida consagrada y de laicos comprometidos.

 

El año sacerdotal dedicado al Santo Cura de Ars, con ocasión del 150 aniversario de su muerte (1859-2009), intenta “contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Los ministros ordenados somos servidores del desarrollo integral de la persona y de la comunidad humana, que enraíza en los deseos más profundos que Dios ha puesto en todo corazón humano: “El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre” (Caritas in Veritate 79).

 

Las directrices de los concilios se han puesto en práctica en la medida en que hayan surgido los santos de postconcilio correspondiente. La renovación querida por el Vaticano II empezará a ser realidad cundo se cumpla la indicación del mismo concilio: “Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios” (PO 12).

 

El año dedicado al Santo Cura de Ars debe dejar una huella profunda en la vivencia sacerdotal: “Este año debe ser una ocasión para un período de intensa profundización de la identidad sacerdotal, de la teología sobre el sacerdocio católico y del sentido extraordinario de la vocación y de la misión de los sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad” (Carta del Prefecto de la Congregación para el Clero, Cardenal Claudio Hummes, a los sacerdotes, con ocasión del año sacerdotal, 2009).

 

 

I. EL PROYECTO SORPRENDENTE DE DIOS AMOR

 

Presentación

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación:

 

En cada ser humano se refleja, de algún modo, un proyecto de Dios sobre él y sobre toda la humanidad. La vida es una dinámica que encuentra su sentido sólo cuando miramos hacia el principio de dónde venimos y hacia dónde vamos. Nuestra misma mirada, que pregunta los “por qué” de los acontecimientos y de las cosas, ya refleja una sed que sólo puede apagar el amor verdadero. Es la sed de verdad y de bien, es decir, del “agua viva” ofrecida por Dios a los “sedientos” (cfr. Is 55,1; Jn 7,37-39).

 

En el corazón humano se entrecruza la sed de Dios, que nos ha creado por amor, y la sed del hombre, que busca siempre la verdad y el bien. Las personas auténticas, los santos, son las que se han realizado amando: “El amor de Cristo nos urge” (2Cor 5,14). Es el amor verdadero que no antepone nada al proyecto de Dios Amor. “siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo” (Ef 4,15).

 

1. Nuestra fisonomía delineada eternamente por Dios

 

Si Dios Amor nos ha elegido en Cristo, desde antes de nuestra existencia, entonces la vida tiene sentido como “biografía” complementaria del mismo Cristo, ahora presente en nuestra historia..

 

Sólo el ser humano puede tomar conciencia y descubrir en cada cosa, aunque sea una hojita seca recién caída del árbol, un reflejo de un amor eterno. Las cosas pasan, las flores se marchitan, dejando entrever a “alguien” trascendente que no pasa. Pero esas cosas que pasan transmiten un amor que no pasa. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).

Al abrir la ventana por la mañana para respirar el aire y recibir la luz de una nueva aurora, quien vive con autenticidad puede leer a Dios en todo y en todos: “Mil gracias derramando, pasó por esos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura” (San Juan de la Cruz). Así es la “lectura” vivencial de la creación y de la historia de salvación, en Cristo, “Palabra” personal e “imagen” viva de Dios Amor (cfr. Ef 1-2, Jo 1, Col 1).

La iniciativa es de Dios, porque “Él nos amó primero” (1Jn 4,19). Como también es iniciativa suya la llamada a la fe y a la vocación apostólica (cfr. Mc 3,13; Jn 15,16). En esta iniciativa y don de Dios se basa la posibilidad de responder al amor. “Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios” (Caritas in Veritate 57).

 

Dios es fiel al amor: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entraña” (Os 11, 8-9). Por Cristo sabemos que el Padre nos ama (cfr. Jn 16,27), al darnos cada día “su sol” (Mt 5,45) y especialmente al darnos a su Hijo como hermano y consorte de nuestra historia (cfr. Jn 3,16).

 

La actitud más auténtica es la de dejarse sorprender por el Amor: “Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cfr. Jn 8,22)… En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr. Jn 14,6)” (Caritas in Veritate 1).

 

El verdadero desarrollo del ser humano y de la humanidad necesita referirse continuamente y de modo vivencial a Cristo, quien, “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).

 

El desarrollo humano integral sólo puede realizarse en un amor de gratuidad y de solidaridad o de compartir como miembros de una misma familia humana. “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don… El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente” (Caritas in Veritate 34).

 

“Convertirse” significa “abrir el corazón” al amor. Se descubre el misterio del ser humano y del universo, cuando se intuye un “más allá”. “Todo conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende” (Caritas in Veritate 77). La investigación sobre el hombre es auténtica cuando se descubre que el ser humano es siempre reflejo de un amor eterno e infinito.

 

2. En el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre

 

Dios es siempre sorprendente. Sus dones no son Él, pero dejan entrever que se nos da Él personalmente. Estamos invitados a entrar en su intimidad: “Por Cristo… tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18).

 

La presencia y cercanía de Dios tiene su máxima expresión en Cristo, el “Emmanuel”, Dios con nosotros. Por Él, nos hace partícipes de su misma vida. Y  Él asume responsablemente nuestra realidad limitada (que es también pecadora) para hacerla capaz de recibirle como “Alguien” íntimamente relacionado con nosotros: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él... propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,9-10; cfr. Jn 3,16). En este sentido Jesús es el único Salvador, que no anula los destellos de salvación que Dios ha sembrado en todos los corazones y en las culturas religiosas de todos los pueblos.

 

La vida ya tiene sentido y recupera el tono de confianza inquebrantable. “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). “Nuestra salvación es en esperanza” (Rom 8,24), porque “Cristo Jesús es nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

 

Esta realidad consoladora y salvífica ha sido posible gracias a la donación sacrificial (sacerdotal) de Jesús. “La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios (cfr. Heb 7,27; 1Jn 2,2; 4,10)” (Sacramentum caritatis 9).

 

El hombre puede realizarse amando, haciendo de su vida una donación, porque “la caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in Veritate 2). Pero este itinerario de la libertad, que es la verdad de la donación, es una lucha continua, que da sentido al existir: “La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande” (ibídem 8).

 

La historia humana se construye como reflejo de la misma vida de Dios, quien, en Cristo su Hijo, se ha hecho garante de un éxito definitivo. “Quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo  Jesús” (Fil 1,6)

Gracias al amor del Padre y a la acción del Espíritu, somos hijos en el Hijo por iniciativa divina: “Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por  medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1,5); “recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,15).

 

3. La respuesta fiel y generosa de los santos

 

Responder al proyecto de Dios Amor sobre toda la humanidad y sobre cada ser humano en particular, es una urgencia y también una posibilidad. Nos encontramos con un “hoy” salvífico (Heb 3,7), que nos recuerda que Cristo resucitado se nos hace encontradizo: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15; cfr. Mt 10,7)

 

Llamamos “santos” a quienes se han dejado sorprender por el Amor, que es Dios, más allá de nuestros planes y esquemas. Decidirse a ser “santo” equivale a aceptar el itinerario permanente hacia el encuentro definitivo con Dios. “Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero” (Deus Caritas est 18).

Los santos se han abierto a la sorpresa de Dios, ensayando continuamente el hacer de la vida un “sí”, en las circunstancias de todos los días, empezando de nuevo en cada amanecer, queriéndolo dar todo, porque ”es chico nuestro todo por el gran Todo que es Dios” (San Juan de Ávila)..

 

Es necesaria y posible una actitud permanente de “conversión”, como escucha humilde del evangelio. Jesús basó su primer sermón en esta realidad de gracia que pide abrir el corazón(cfr. Mc 1,15). La vida auténticamente cristiana es actitud permanente de “cambio” hacia un “más allá”, cuyo programa está descrito en las bienaventuranzas: “Amad… sed perfectos (misericordiosos) como vuestro Padre” (Mt 5,44.48; cfr. Lc 6,36).

 

La vida de San Agustín fue siempre un proceso de “revestirse de Cristo” (Rom 13,14). Antes de su primera conversión, cuando iba a escuchar a San Ambrosio y empezaba a hacer caso a su madre Santa Mónica, había buscado continuamente una teoría sobre Jesús y un grupo donde se enseñara esa teoría. Después de decidirse a aceptar a Jesús tal como es (no una teoría sobre él), la vida se le convirtió en un camino de sorpresa en sorpresa. Casi al final de su vida, releyendo las bienaventuranzas evangélicas, tomó conciencia de cuán lejos estaba del amor perfecto. Su “penitencia” o “conversión” definitiva consistió en vivir en sintonía con los sentimientos de Jesús, orando con él y en él los salmos, especialmente los penitenciales (que hizo escribir en las paredes de su habitación).

 

Cuando Pablo estaba en la cárcel de Roma (tal vez unos treinta años después de su primera conversión), todavía describe así su actitud habitual: “Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio,  a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un  insolente. Pero encontré misericordia… Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús… Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1Tim 1,12-15).

 

Desde siempre, en cada corazón humano y en cada pueblo, Dios ama y pide amor: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Deut 6, 4-5; cfr. Mc 12, 29- 31).

 

Esta llamada es el toque de Dios en el corazón. Los santos, ante el proyecto de Dios Amor, reflexionan así: Esto es importante, es urgente y posible, acontece ahora. Dios es más allá de sus luces y mociones. Entonces aprenden a “admirar” y a dejarse sorprender (cfr. Lc 1,29; 2,33).

 

La Palabra de Dios Amor resuena en nuestra pobreza radical. “El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona” (Deus Caritas est 10). Los santos tienen conciencia viva de este perdón, que les lleva a devolver amor por amor: “Sólo Dios basta… Todo va por amor” (Santa Teresa). “Ya sólo en amar es mi ejercicio” (San Juan de la Cruz).

 

El hombre y la historia se construyen amando con amor de gratuidad y de solidaridad. Es el “ordo amoris” que enseñaba Santo Tomás, y que San Francisco lo concretaba con su expresión típica: “Dios mío y todas las cosas”. Contemplando y experimentando el amor de Dios que se manifiesta en toda la creación y en toda la historia, se llega a esta conclusión: “Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (San Ignacio de Loyola).

 

Los santos son humildes, confiados y generosos, porque han aprendido la lógica de la entrega: “Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Deus Caritas est 1).

 

Este itinerario de amor o de “perfección de la caridad”, sólo es posible a partir de un encuentro personal con Cristo: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas est 1).

 

La vida es un examen de amor y nos examina quien es el Amor en persona: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40). El examen de amor empieza ya desde ahora: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo  que

 retiñe”(1Cor 13, 3).

 

Ante Cristo crucificado, el examen se hace más apremiante: “Lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo… viéndole colgado en la cruz” (S. Ignacio de Loyola).

 

La humildad, confianza, audacia y entrega de los santos nace de su experiencia de la misericordia divina. Han sabido releer la propia biografía desde los latidos del Corazón de Cristo, que busca a la oveja perdida, como algo que pertenece a su amor esponsal y como expresión de la ternura materna de Dios (cfr. Lc 15). Así han experimentado la “compasión” de Cristo y son portadores de esa compasión para todos los hermanos (cfr. Mt 9,36; Mc 8,2).

 

Por esto, “la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia" (Dives in Misericordia 13). María, como figura de la Iglesia, es Madre de misericordia por ser Madre de “la” Misericordia personificada en Jesús. “María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado -como nadie- la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia­ divina…Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la cruz… Nadie como ella, María, la acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su "fiat" definitivo. María, pues, es la que conoce más a fondo el misterio ­de la misericordia divina” (DM 9).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Elegido en Cristo, el Salvador:

 

“Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,  para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por  medio de Jesucristo,  según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia  con la que nos agració en el Amado” (Ef 1,4-6; cfr. Col 1).

 

“Él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador” (Tit 3,5-6),

 

Conquistado por amor:

 

Su encuentro con Cristo resucitado, en el camino de Damasco (cfr. Hech 9,1-19); 22,3-21; 26,9-20).

 

"Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

“El amor de Cristo nos premia” (2Cor 5,14).

“El amor de Cristo excede todo conocimiento” (Ef 3,19).

 

Abierto siempre al amor:

 

“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4)

 

“Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las  concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,21-24).

 

Vivir de la fe:

 

“Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones… arraigados y cimentados en el amor” (Ef 3,14-17).

 

“Para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6).

 

"No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20; cfr. Fil 1,21).

 

"No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Diospara la salvación de todo el que cree" (Rom 1,16).

 

Con humildad y agradecimiento:

 

“El que crea estar en pie, mire no caiga” (1Cor 10,12).

 

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,5-8).

 

“Nuestra capacidad viene de Dios” (2Cor 3,5). “La gracia de Dios conmigo” (1Cor 15,10).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Amados y escogidos en Cristo:

 

"Escogiónos Dios, y no como de rebaño; no nos escogió por nuestros merecimientos… sino escogiónos por su propia gracia, porque Él así lo quiso... Llamónos, escogiónos Dios, quiso que fuésemos santos por su propia gracia y voluntad, mas la ejecución de la elección, per Iesum Christum... No nos escogió porque éramos buenos, sino por que fuésemos buenos" (Sermón 15).

 

Dios nos ama dándose él:

 

"El mismo Dios se da a sí mismo a aquel que le ama" Sermón 23).

 

"Nunca Dios ama a nadie sin que le haga bien con su amor" (Juan I, lec. 3ª).

 

"Porque Dios es Dios, por eso nos ama libremente" (Carta 61). Es amor unitivo y transformante (cfr. Carta 26).

 

"Pon los ojos en todo este mundo, que para ti se hizo todo por sólo amor, y todo él y todas cuantas cosas hay en él significan amor, y predican amor, y te mandan amor" (Tratado del Amor de Dios, 2). "Este amor prevaleció tanto en Dios, que lo tenéis hoy Dios y hombre; no procura el amor su descanso, sino el de los otros" (Sermón 65 -1-).

 

"No sólo nos convida a le amar, mas El nos infunde el amor"(Sermón 4).

 

Vivir amando para responder al amor de Dios:

 

"Dame este primer amor, porque es mío... No lo quiero por fuerza ni por temor, sino dame tu amor, y dámelo por amor" (Sermón 64).

 

Consejo para predicar bien: "Amar mucho a nuestro Señor" (Fr. Luís de Granada, Vida, 1ª parte, cap. 2).

 

La persona que camina hacia Dios "hácese una con él por amor" (Plática 3). "Como Dios sea amor, de sólo amor se deja cazar"(Carta 67).

 

"Amemos, y será nuestro Dios, porque sólo el amor lo posee" (Carta 74)."¿Por qué no amamos a nuestro Señor, el cual creemos ser sumo bien, y habiéndonos Él amado primero, aun hasta morir por nosotros?" (Audi Filia cap. 48).

 

"Traer un querer perpetuo... con que siempre queráis que nuestro Señor Dios... sea en sí tan bueno, tan santo... Un querer, con que quisiéramos que el Señor fuese en sí quien es; porque caridad en este querer consiste... eso es fruto del Espíritu Santo" (Carta 26, 46ss; cita a Santo Tomás, II-II, q. 23, a. 1).

 

"El verdadero amor está escondido allí en lo profundo de las virtudes" (Carta 184). "Amémoste, pues, y conozcámoste por el conocimiento que del amor resulta" (Carta 64).

 

"Demos, pues, nuestro todo, que es chico todo, por el gran todo, que es Dios" (Carta 64).

 

"Aquel ama a Dios verdaderamente que no guarda nada de sí mismo para sí" (Sermón 5 -2-).

 

"No mira tanto Nuestro Señor al don cuanto a la voluntad y amor con que se da" (Sermón 8).

 

"El fuego de amor de ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en ti, tú lo soplas... lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste" (Audi Filia cap. 69).

 

"No consintáis que sea apartado de amaros" (Sermón 30).

 

Escribe a Santa Teresa: "Jesucristo sea amor único de vuestra merced" (Carta 185).

 

 

CURA DE ARS:

 

En la perspectiva del amor y misericordia de Dios, el proyecto sobre cada persona está en su corazóne:

 

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.

 

"Oh, amigo mío – decía -, lloro yo precisamente por lo que no lloráis vos".

 

“La misericordia divina es poderosa como un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso".

 

Dios está "pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo”.

“No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.

“Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.

Ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”

“Lloro porque vosotros no lloráis”. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”.

 

Nota. Ver la fuente bibliográfica de estas frases del Cura de Ars (y de las de los capítulos siguientes) en: B. NODET, Juan-María B. Vianney, Cura de Ars. Su pensamiento y su corazón(Barcelona, Hormiga de Oro, 1994). También se encuentran algunas de estas frases  en los documentos magisteriales, bibliografías y estudios de la selección bibliográfica del final de la presente publicación.

 

 

II: LA SORPRESA DE LA LLAMADA

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación:

 

La vida es una “vocación”, una llamada a construir la historia para colaborar en la obra creadora y redentora. Se nos pide “cambiar” nuestro esquema para pensar, sentir y vivir como Jesús.

 

Cuando Juan nos describe el amor de Jesús a “los suyos” (Jn 13,1), se refiere a todos los redimidos, en el sentido de que cada uno ha recibido una mirada especial y un encargo peculiar. En la última cena Jesús se refiere especialmente a los que el Padre le ha encargado para ser su “expresión” o su “gloria” (Jn 17,10).

 

1. La llamada a la fe, pensar como Cristo

 

La fe, en su significado más profundo, es “un conocimiento de Cristo vivido personalmente” (Veritatis Splendor  88). Es una aceptación y adhesión de su persona y de su mensaje.

 

Quien cree en Jesús, se ha dejado sorprender por el Amor. La vocación cristiana es una elección gratuita, que deriva de una declaración de amor. Es siempre iniciativa divina: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto,

y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

 

Esta iniciativa divina sobre sus dones, hace posible nuestra respuesta libre y generosa. El creyente en Cristo ha sido llamado a recibirle para amarle y hacerle amar. Se trata de elección “en Cristo”, para ser “hijos en el Hijo”, expresión o “gloria” del Padre (cfr. Ef 1,4-6; GS 22).

 

La respuesta a la propia vocación humana y cristiana, por parte de personas y de pueblos, es la base del desarrollo integral de la humanidad. “La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana” (Caritas in Veritate 17),

La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador (cfr. Rom 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cfr. Efes 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»” (Caritas in Veritate 48).

 

2. La llamada a la santidad, vivir en él y como él

 

La llamada a la fe cristiana y al bautismo, es, por su naturaleza, llamada a vivir en Cristo: “esponjarse” en Cristo o “revestirse” de él (Gal 3,27; Col 3,10), “injertarse” en él (Rm 6,5), para ser en él “una nueva criatura” (2Cor 5,17). "Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo" (Sacramentum Caritatis  6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).

 

La vida “espiritual” es vida en el Espíritu Santo: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gal 5,25). La personalidad humana llega a su pleno desarrollo cuando se expresa como “gloria” de Dios Amor. “El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre” (Caritas in Veritate 79).

La santidad cristiana no es, pues, cuestión de poderes ni de fenómenos extraordinarios, sino que consiste en “la perfección de la caridad” (LG 40). Así es la “vida nueva” en Cristo (Rom 6,4) o simplemente “vida en Cristo” (Gal 2,20; cfr. Col 3,3; Jn 6,57; 1Jn 4,9).

 

La vida cristiana  se desarrolla como “biografía” complementaria  o “carta de Cristo escrita con el Espíritu de Dios vivo” (2Cor 3,3). Entonces el testimonio de vida cristiana es instrumento de cambio profundo en la sociedad: “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros” (Caritas in Veritate 1).

 

3. La llamada a formar parte de “los suyos”

 

Cada uno ha sido elegido en Cristo desde antes de la creación y existe según  un proyecto peculiar de Dios Amor. La comunidad del resucitado, la Iglesia o familia de Jesús, siempre es llamada la máxima santidad: las bienaventuranzas y el mandato del amor. Y también a una misión incondicional para hacer conocer y amar a Jesús.

 

El sacerdote (ministro ordenado) está llamado a participar del ser o consagración sacerdotal de Cristo de modo especial (por medio del sacramento del Orden), prolongar la misma misión de Cristo (para obrar en su nombre) y vivir en sintonía con su misma estilo de vida como signo personal, comunitario y sacramental del Buen Pastor.

 

Durante la última cena, Jesús, en su diálogo con el Padre, afirma repetidamente: “los que tú me has dado” (Jn 17,4 y ss). Son “los suyos” (Jn 13,1), como “expresión” o “gloria” suya (Jn 17,10), en los que se refleja el amor de Jesús para todos y cada uno de los redimidos.

 

Esta realidad vocacional “apostólica”, aparece desde el inicio de la predicación de Jesús, cuando “llamó a los que quiso, para estar con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14). La vida de los Apóstoles es constante de “encuentro” (contemplación) y “seguimiento”, en “comunión” de hermanos para la “misión”. En ellos se refleja la realidad de la Iglesia, como “misterio” (Jesús presente), “comunión” (Jesús en medio), “misión” (transparencia e instrumento de Jesús).

 

Los dones gratuitos de esta vocación apostólica y sacerdotal (como participación peculiar en el sacerdocio de Cristo), no reclaman ningún privilegio, sino que, por obrar “en nombre” o “en persona de Cristo Cabeza”, tienen que reflejar su “victimación” u “oblación” de “dar la vida” y de servir y “lavar los pies” a los hermanos. “Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo  y administradores de los misterios de Dios” (1Cor 4,1).

 

En la historia humana y en cada uno de sus estamentos, también eclesiales, hay limitaciones y defectos. El Buen Pastor hace el milagro de que muchos sean fieles generosamente, apoyados en él: “Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de «amigos de Cristo», llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?” (Benedicto XVI, Carta 16 junio)

 

La “espiritualidad” sacerdotal no es más que la vivencia de lo que el ministro ordenado es y hace. Se concreta en “actitudes interiores” (fidelidad, disponibilidad, generosidad…). Nunca es subjetivismo ni menos un estamento de privilegios, porque el Pueblo de Dios, Pueblo sacerdotal, tiene derecho a ver en el sacerdote cómo era y es la caridad del Buen Pastor, que vivió obediente a los designios del Padre, desprendido para darse él mismo, consorte como “esposo” que lleva a todos en su corazón.

 

En los documentos conciliares y postconciliares, especialmente en Presbyterorum Ordinis y en Pastores dabo vobis, al ministro ordenado se le describe como partícipe y configurado con Cristo Sacerdote y Víctima, Cabeza y Pastor (cfr. PO 1-3; PDV 20-22), Siervo (PDV 48), Esposo (PDV 22). Es una consagración por el Espíritu Santo (PDV 1, 10, 2, 33, 69; can. 1008). Su vida queda redimensionada con perspectiva trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesiológica y antropológica, siempre para el bien de toda la humanidad.

 

La misión sacerdotal deriva de esta realidad ontológica de gracia (la “consagración” del mismo Cristo en nosotros) y se desarrolla en un equilibro de ministerios: anunciar, celebrar, hacer presente, comunicar a Cristo (cfrr. PO 4-6; PDV cap II; can 259, 273-275; Directorio, cap.II). Es siempre la prolongación de la misma misión de Cristo (ver el tema 6), que reclama vivir el mismo estilo de vida de Cristo Buen Pastor (ver el tema 4).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Llamado, sorprendido, amado, transformado por Cristo:

 

“Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto... fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco” (Gal 1,15-17; cfr. Hech 9,1-19).

 

”A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3,8-9).

 

Vocación apostólica, don e iniciativa de Dios:

 

“Yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios” (1Cor 15,9; cfr. 1Tim 1,15).

 

“Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y Sóstenes, el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1Cor 1,1-2).

 

“Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella  solemne profesión delante de muchos testigos” (1Tim 6,12).

 

 

JUAN DE ÁVLLA

 

Vocación, don e iniciativa de Dios, que pide y hace posible una respuesta generosa:

 

Comenta la vocación de San Mateo: "Sígueme. Levántase de su banco, dejado todo lo que tenía delante; deja los libros, deja las cuentas y deja los dineros. Vase tras Jesucristo" (Sermón 77).

 

"San Pablo ruega a Dios que dé a entender a los de Éfeso  el grande bien para que son llamados; y yo suplico lo mismo para vos, para que, conociendo el gran valor de vuestra esperanza, seáis más agradecida a quien os llamó" (Carta 94).

 

"¿Sabéis para qué os llama Dios? ¿Sabéis cuál es el fin del camino que habéis comenzado? ¿Sabéis cuál es la joya de vuestra pelea y la corona de vuestra victoria? Dios mismo es" (Carta 94).

 

"Y si los padres ven a sus hijos que quieren servir a Dios de alguna manera buena, que a ellos no es apacible, deben mirar lo que Dios quiere; y, aunque giman con amor de los hijos, vénzanse con el amor de Dios, y ofrezcan sus hijos a Dios, y serán semejantes a Abraham" (Audi Filia cap.98).

 

Vocación sacerdotal, selección,  formación, fidelidad:

 

"Los que hubieren de ser elegidos para estos colegios (Seminarios) sean de los mejores que hubiere en todo el pueblo, haciendo inquisición de ello muy de raíz el obispo y los que el concilio le señalare por acompañados. Y de esta manera vendrán llamados y no injeridos, y entrarán por la puerta de obediencia y llamamiento de Dios" (Memorial para Trento I, n.17).

 

"Todos éstos han de procurarse sea gente de la cual se entiende que vive Dios en ellos, amigos de virtud, aficionados a las cosas de la Iglesia, probados en la castidad" (Advertencias para el Sínodo Toledo I, n.39).

 

“El mismo Dios, que pide que sean sus ministros tales y derramó su sangre por tenerlos, ha puesto su Espíritu divino en muchos para poder serlo; y el parecer que no los hay es porque no los buscan los prelados, ministros del Señor, cuyo es este cuidado" (Advertencias Sínodo Toledo I, n.3).

 

 

 

CURA DE ARS:

 

El aprecio de la vocación sacerdotal:

 

“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.

“¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.

“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir (a causa del pecado), ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.

 “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.

Ver otras frases doctrinales en el capítulo 8.

 

 

III: LA SORPRESA DEL ENCUENTRO

 

Presentación

1. Relación interpersonal

2. Sintonía de vivencias

3. Amistad incondicional

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación

 

La vida humana, cuando es auténtica, acontece como “relación” interpersonal, que se concreta en la verdad de la donación. La gran sorpresa del cristiano es siempre la de un encuentro continuamente renovado con Cristo resucitado,  presente en la historia, en los signos de Iglesia y en los hermanos.

 

Es encuentro o relación personal que se traduce en sintonía vivencial con los “sentimientos” de Cristo (Fil 2,5), con sus amores, su compasión, su modo de mirar al mundo y a la humanidad entera. De esta relación vivencial nace una amistad incondicional: ya no se puede vivir sin Él. No hay ninguna página de Pablo que no haga referencia a Cristo como fuente de inspiración.

 

1. Relación interpersonal

 

Los primeros discípulos de Cristo iniciaron su vivencia apostólica como relación: “Dónde vives?... venid y veréis… estuvieron con él… hemos encontrado al Mesías (Cristo)… lo llevó a Jesús… hemos encontrado a Jesús de Nazaret… ven y verás” (Jn 1,38-48).

 

De hecho, al cabo de tres años de seguimiento y de amistad, el mismo Jesús describe la “identidad” de los apóstoles: “Habéis estado conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Esta relación de amistad es fruto de una declaración de amor: “Como el Padre me amó, así también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9).

 

La oración cristiana es un trasunto de la oración de Jesús, no sólo por recitar sus mismas palabras, sino especialmente por orar con sus mismas actitudes, dejándole orar a él en nosotros. Es propiamente una actitud filial de humildad y de confianza filial, el “Padre nuestro” orado por Jesús desde nuestro corazón y desde nuestra vida (cfr. Mt 6,9-14).

 

De hecho, la actitud oracional de Jesús es de sintonía con el proyecto de Dios y la venida de su “reino” en todos los corazones. Es una actitud de “sí”, que en Jesús se expresa con el “gozo en el Espíritu Santo” por ver realizado el proyecto del amor del Padre Y es también el gozo de ver que sus discípulos han sabido continuar su misión: “En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito»(Lc 10,21; cfr. Mt 11,25-27). Esta actitud  oracional se traduce en deseo ardiente por la salvación de todos: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28; crf. Lc 10,22).

 

Esta oración cristiana es prioridad pastoral. Para el ministro ordenado es ministerio porque se trata de prolongar la misma oración de Jesús para el bien de toda su Iglesia y de toda la humanidad, “es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre” (Sacramentum Caritatis 84).

 

La oración cristiana, que necesita la guía ministerial en todo un proceso de actitud filial, se concreta, pues, en un “sí” que ya es simultáneamente proceso de contemplación y de perfección: “Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de  Dios” (2Cor 1,20). El “sí” de María, traducido en “estar de pie junto a la cruz”, es el “sí” pronunciado por quien es icono de la Iglesia de todos los tiempos; por esto, “el sí de María es en nombre de toda humanidad” (Santo Tomás de Aquino, III, 30,1c).

 

La prioridad pastoral de la oración se descubre de modo especial cuando uno toma conciencia de que la predicación de la Palabra presupone su contemplación:  “Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos... en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimen­tando y fomentando su actividad con la frecuencia de la contempla­ción, para consuelo de toda la Iglesia de Dios” (LG 41).

 

Por esto, “el pastor bueno debe estar anclado en la contemplación” (S. Gregorio Magno; cfr. Deus Caritas est 7). “El tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello” (Deus Caritas est 36).

 

La actitud relacional de la oración, cristiana y ministerial, en los momentos más personales o en los momentos más comunitarios y litúrgicos, es siempre una actitud de escucha de la Palabra personal de Dios, que es el mismo Jesús: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle” (Mt 17,5).

 

Una sociedad técnica e icónica, que pide signos, necesita ver testigos de la presencia de Dios. “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor” (Caritas in Veritate 79)

 

El “ministerio” de guiar a los fieles por el camino de la unión e intimidad con Dios (“contemplación”), está relacionado estrechamente con el ministerio de guiar por el camino de construir la historia personal y comunitaria amando (“perfección”). El anuncio de la Palabra y su celebración especialmente en la Eucaristía, lleva intrínsecamente por el itinerario de la perfección de la caridad. Sólo la actitud filial del “Padre nuestro” puede transformar la vida en la perspectiva de reaccionar amando como Cristo, según las bienaventuranzas y el mandato del amor.

 

 

2. Sintonía de vivencias

 

La oración es un itinerario permanente de dejar entrar la Palabra del Señor (y su mirada amorosa) hasta el fondo (el centro) del corazón, sin “defensas” ni escondrijos. La vida cristiana es siempre un proceso continuo de contemplación, entrega y misión, como y con María (cfr. Lc 2,19.51).

 

En este sentido, la oración como encuentro con Cristo es una actitud de “silencio lleno” de su  “presencia adorada”, es decir, aceptada gozosamente y con amor . Su presencia “donada” hace posible nuestra presencia “donada”. Es atención o “advertencia amorosa” (San Juan de la Cruz).

 

“La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. «Yo le miro y él me mira», decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715).


Tener “sed” equivale a saberse “pobre”, “como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 62), ante la mirada de quien nos tiene en su corazón como una madre en su regazo. Por esto, la oración es “el encuentro de la sed de Dios con la sed del hombre” (San Agustín).

 

La “buena semilla” (Mt 13,24) de la Palabra, necesita encontrar un “corazón bueno” (Lc 8,15). Entonces el creyente vive en sintonía con la actitud filial de Cristo, como actitud de humildad, confianza, agradecimiento, gozo,  mirada amorosa al Padre en el Espíritu Santo. Así es el “contacto vivo con Cristo” (Deus Caritas est 36). Es “un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo” (ibídem 34).

 

La misión cristiana, como participación en la misión de Cristo, equivale a sintonía con los profundos deseos de Cristo. Por esto el Espíritu Santo convierte a los apóstoles en testigos, “infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (Redemptoris Missio 24).

 

“Ver” o “contemplar” a Jesús equivale a entrar en sintonía con su realidad más profunda, por medio de los signos “pobres” donde él quiere mostrarse: “Hemos visto su gloria” (Jn 1,14). “Os anunciamos lo que hemos visto y oído… el Verbo de la vida” (1Jn 1,1ss), porque “hemos conocido el amor” (1Jn 4,16). Esta visión de fe contemplativa es obra del Espíritu Santo (cfr. Jn 15,26), que capacita para “ver” a Jesús donde parece que no está, bajo los signos pobres de un sepulcro vacío (cfr. Jn 20,8) o de un hermanos necesitado (cfr. Mt 25,40).

 

La construcción de la humanidad como reflejo de la Trinidad de Dios Amor, necesita ver cristianos que vivan la realidad de Cristo presente en medio de los suyos, en su familia eclesial que refleja la unidad de Dios Uno y Trino (cfr. LG 4). “La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca” (Caritas in Veritate 34).

 

Quien ora de verdad, vive de los amores y grandes deseos de Jesús, basados en el deseo de ver a todos los hermanos unidos como reflejo de la unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es “comunión” y “nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad (cfr. LG 1)” (Caritas in Veritate 54).

 

La vida contemplativa de María es de sintonía y de asociación a Cristo: “Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1)” (Sacramentum Caritatis 33).

 

La comunidad eclesial aprende a meditar la Palabra en sintonía con el querer de Dios, como resonaba en el Corazón de María: “La Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada” (Deus Caritas est 41).

 

Esta sintonía de vivencias con Cristo da sentido a la vida cristiana y apostólica: “Era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jer 15,16).

 

 

3. Amistad incondicional

 

Santa Teresa hacía consistir la oración contemplativa en “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama”. En realidad, la contemplación cristiana es a modo de mirada o “noticia amorosa”, “advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor” (San Juan de la Cruz). También se describe como "conocimiento interno del Señor" para más amarle y seguirle (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales). Es "pensar en Dios Amándole" (Carlos de Foucauld).

 

Esta actitud de amor se basa en la amistad que Cristo ofrece a todos y especialmente a “los suyos”. “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,14-15).

 

Esta amistad, por parte de Cristo, tiene su máxima expresión en una donación total, porque “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). La amistad de Cristo, precisamente por ser exigente y don suyo, hace posible la respuesta generosa.

 

Desde el primer encuentro con Cristo, los discípulos se sintieron amados por Él (cfr. Mc 3,13). La “mira amorosa” de Jesús al joven que quería seguirle y que luego no se decidió, sino que se marchó “triste” (cfr. Mc 10,21-22), es una expresión de la relación íntima entre Jesús y los suyos.

 

Los textos de la última de la última cena, recogidos por el discípulo amado, indican una profunda amistad, que fundamenta la relación interpersonal. El hecho de que se describa a Cristo como “habiendo amado a los suyos, les amó hasta el extremo” (Jn 13,1), indica que cada gesto, cada palabra, cada momento de la vida del Señor, sólo se pueden entender de corazón a corazón. Todo era expresión de su amor.

 

La oración del apóstol consiste en auscultar los latidos del Corazón de Cristo, porque “ninguno puede percibir el significado (del evangelio), si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como madre” (Orígenes, citado en RMa nota 47 del n.24).

 

Cuando se asume con confianza esta amistad de Cristo, el encuentro con él como relación habitual es posible y fuente de gozo. Toda la “oración sacerdotal” de Jesús es una expresión de su amistad profunda e inédita: “Los que tú me has dado… son mi expresión… los amas como a mí… yo estoy en ellos” (Jn 17,4.10.23.26). A partir de esta amistad, por la que Cristo no antepone nada a nuestro amor, se hace posible el encontrar tiempo para estar con él con una presencia donada como la suya. Todos tienen tiempo para la persona amada.

 

Esta experiencia de encuentro con Cristo es de suma actualidad y es para todos los redimidos una expresión del modo de amar del mismo Cristo. Es lo que Madre Teresa de Calcuta, siguiendo una profunda inspiración del Señor, llamaba su carisma en el modo de servir a los más pobres entre los pobres: “Sé mi luz”.

 

El anuncio del evangelio a los creyentes de otras religiones sería estéril e incluso contraproducente si no vieran en los seguidores de Cristo una nueva experiencia de Dios y una expresión del mandato nuevo del amor.

 

La amistad que Cristo ofrece nunca falla. Por esto, el apóstol “experimenta la presencia de Cristo que lo acompaña en todo momento de la vida… y le espera en el corazón de cada hombre” (Redemptoris Missio  88; cfr. Hech 1810; 2Tim 4,10; Mt 20,20; Mc 16,20). Es amistad de quien comparte la vida como “consorte” o “esposo” (Mt 9,15).

 

En todo el itinerario vocacional (inicial, de perseverancia y de renovación) se necesita “un encuentro personal y comunitario con Cristo que suscite discípulos misioneros” (Aparecida 11). El discípulo de Cristo, llamado a compartir su misma vida, tiene como proyecto de vida “dar mucho fruto”: “En esto es glorificado mi Padre,  en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos” (Jn 15,8). Ésta es la única verdad que crea corazones libres, porque no anteponen nada a su amor (cfr. Jn 8,31-32).

 

Sólo a partir de este encuentro vivencial con Cristo, se puede dar testimonio de él. “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cfr, Jn 14,6)” (Caritas in Veritate 1)

 

De esta actitud de oración filial, expresada en el “Padre nuestro” orado con Jesús, se pasa lógicamente a la misión de comunicar la filiación divina a toda la humanidad: “El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro».” (Caritas in Veritate 79). “Y así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro" (AG 7).

 

Verdaderamente, “nada hay más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él… nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás” (Saccramentum Caritatis 84).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Relación y amistad con Cristo:

 

“Mi vida es Cristo” (Fil 1,21). “Jesús vive” (Hech 25,19)

 

“Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3,3-4).

 

“ No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste  crucificado” (1Cor 2,2).

 

“Contemplar el rostro de Cristo” (2Cor 4,6).

 

La actitud filial de la oración cristiana en el Espíritu Santo:

 

“Por Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,18).

 

“La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4,6).

 

“No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8,15-17).

 

“Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8,26).

 

“Para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6).

 

La Palabra de Dios, anunciada, recibida y vivida:

 

“La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (Col 3,16).

 

“La Palabra de Dios siga propagándose y adquiriendo gloria” (2Tes 3,1).

 

“Ciertamente no somos nosotros como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios. ¡No!, antes bien, con sinceridad  y como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo” (2Cor 2,17).

 

“Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6.17).

 

“LaIglesia... de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos” (Col 1,24-26).

 

“La Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9). “Palabra de vida” (Fil 2,16).

 

“No cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes” (1Tes 2,13).

 

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Oración cristiana de actitud filial y de intimidad:

 

"Cuando nosotros oramos, Él (Cristo) ora en nosotros" (Audi Filia cap. 84).

 

"Dios tuvo por bien de hacer a los mortales en tener de nosotros tan especial cuidado, que continuamente podamos gozar de su divino coloquio" (Opúsculo: De la oración).

 

La actitud filial como la  de "un niño o uno que oye órgano y gusta" (Plática 3ª); "con un afecto sencillo, como niño ignorante" o con "una sosegada atención para aprender de su maestro" (Audi Filia cap. 75).

 

"Por oración entendemos aquí una secreta e interior habla con que el ánima se comunica con Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando, y generalmente por todo aquello que en aquella secreta habla se pasa con Dios… muy estrecha y familiar comunicación " (Audi Filia cap. 70).

 

“No tener algunos ratos de ella, sería yerro muy grande" (Audi Filia cap. 6).

 

"Y de ninguna manera presumáis en el acatamiento de Dios, de estribar en vuestras razones ni ahinco, mas en humillaros a Él con un afecto sencillo, como niño ignorante y discípulo humilde, que lleva una sosegada atención para aprender de su maestro, ayudándose él. Y sabed que este negocio más es de corazón que de cabeza, pues el amar es el fin del pensar" (Audi Filia cap.75).

 

"Y a muchos he visto llenos de reglas para la oración, y hablar de ella muchos secretos, y estar muy vacíos de la obra de ella" (Audi Filia, cap.75).

 

“Y tened por cierto que en este negocio aquél aprovecha más que más se humilla, y más persevera, y más gime al Señor; y no quien sabe más reglas" (Audi Filia, cap.75).

 

"Graciosa y muy agradable oración haréis si, dondequiera que os hallareis, alzareis vuestros corazones a Dios y lo tuviereis presente en vuestra memoria. ¿Quién os estorbará que no podáis hacer esto?... Comunicaos con Él, recogeos un poco a solas con Él en vuestro rinconcillo, si queréis sanar de vuestros males " (Sermón 10).

 

"Quédase allí solo, descansando. Por esto quien quisiere negociar con Él, vaya, que allí lo hallará solo, y el negocio que Él más quiere es que vais a regocijaros con Él; id, que allí lo hallaréis solo" (Sermón 11).

 

"La oración que no es inspirada del Espíritu Santo, poco vale; la que no se hace según Él, la que no inspira y ordena Él, de muy poco fruto es, poco aprovecha" (Sermón 30, 41).

 

"Si tuviereis callos en las rodillas de rezar y orar, si importunaseis mucho a Nuestro Señor y esperaseis de Él que os dijese la verdad, otro gallo cantaría. ¿Quieres que te dé su luz y te enseñe? Ten oración, pide, que darte ha. Todos los engaños vienen de no orar" (Sermón 13).

 

"No esperaréis horas ni lugares ni obras para recogeros a amar a Dios; mas todos los acontecimientos serán despertadores de amor. Todas las cosas que antes os distraían, agora os recogerán" (Carta 56).

 

"Perseveremos en mirar a Dios" (Sermón 129).

 

Su oración ministerial:

 

"Vivía de oración, en la que gastó la mayor parte de su vida" (Vida, lib. 3, cap. 14). "No predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le dirigiese… cuando había de predicar, su principal cuidado era ir al púlpito templado" (ibídem, lib. 1, cap. 8).

 

"Y aquél ha de tener por oficio orar, que tiene por oficio el sacrificar, pues es medianero entre Dios y los hombres, para pedirle misericordia" (Plática 2ª). Se necesitan "en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen de ver muertos a sus espirituales hijos… Somos los ojos de la Iglesia, cuyo oficio es llorar los males todos que vienen al cuerpo” (ibídem).

 

El sacerdote está llamado a tener "tan gran fuerza en la oración, que aproveche a todo el mundo… a lo menos tiene sus ratos diputados para ello” (Plática 2ª).

 

"El sacerdote que no ora... darme ha por consejo de Dios consejo suyo" (Sermón 5 -2-). "¡Oh sacerdotes!... habíamos de andar siempre importunando a Nuestro Señor con oraciones" (Sermón 13).

 

La oración sacerdotal es también "un trato muy familiar con Dios, un admitirlos Dios a su conversación como amigos suyos" (Plática 3).

 

"Esto, padres, es ser sacerdote, que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él" (Plática 1ª).

 

"¿En qué los examinará Dios? En la caridad para con todos y en la oración, si saben bien orar y importunar a Dios por los prójimos y amansarlo y hacer amistades entre Dios y los hombres, y sentir males ajenos y llorarlos" (Sermón 10).

 

 

CURA DE ARS:

 

Oración ante la Eucaristía:

 

“El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía”(Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

“No hay necesidad de hablar mucho para orar bien. Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.

Los que asistían a la celebración eucarística decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.

 

Necesidad y eficacia de la oración:

 

 “El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios".

 

"¡Cuántas almas podríamos convertir con nuestras oraciones!".

 

"La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra “.

 

Oración de permanente intimidad:

 

“Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”. Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.

 

"Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente ocupada".

 

"Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!".

 

“Os amo, Dios mío, y mi único deseo es amaros hasta el último aliento de mi vida… Prefiero morir amándoos, que vivir un solo instante sin amaros… concédeme la gracia de morir amándoos y sintiendo que os amo”.

 

LECTIO DIVINA:

 

Dinámica de la escucha de la Palabra:

 

“Nuestro Señor que es la misma Verdad no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo" (Cura de Ars).

 

Lectura: dejarse sorprender por el don de la Palabra, tal como es.

 

Meditación: dejarse cuestionar por la Palabra.

 

Petición: confianza humilde y filial.

 

Unión y servicio: intimidad, disponibilidad, caridad fraterna y apostólica.

 

“¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?” (Benedicto XVI, Misa Crismal 9 abril 2009).

 

Proposiciones del Sínodo sobre la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia (2008):

 “El encuentro con Jesús, Palabra de Dios hecha carne, como evento de gracia que vuelve a acontecer en la lectura y la escucha de las sagradas Escrituras. Recuerda san Cipriano, recogiendo un pensamiento compartido por los Padres: «Asiste con asiduidad a la oración y a la Lectio divina. Cuando oras hablas con Dios, cuando lees es Dios el que habla contigo »(Ad Donatum, 15)” (Proposición 9).

“Acercarse a las Escrituras por medio de una «lectura orante » y asidua (cfr. DV 25), en modo tal que el diálogo con Dios llegue a ser una realidad cotidiana del pueblo de Dios. Por esto es importante: que se relacione profundamente la lectura orante con el ejemplo de María y los santos en la historia de la Iglesia, como realizadores de la lectura de la Palabra según el Espíritu; que se recurra a los maestros en la materia; que se asegure que los pastores, sacerdotes y diáconos, y de modo muy peculiar los futuros sacerdotes, tengan una formación adecuada para que puedan a su vez formar al pueblo de Dios en esta dinámica espiritual; que los fieles se inicien según las circunstancias, las categorías y las culturas en el método más apropiado de lectura orante, personal y/o comunitaria (Lectio divina, ejercicios espirituales en la vida cotidiana, 'Seven Steps' en África y en otros lugares, diversos métodos de oración, compartir en familia y en las comunidades eclesiales de base, etc.); que se anime la praxis de la lectura orante, hecha con los textos litúrgicos, que la Iglesia propone para la celebración eucarística dominical y diaria, para comprender mejor la relación entre Palabra y Eucaristía; que se vigile a fin que la lectura orante sobre todo comunitaria de las Escrituras tenga su desembocadura en un compromiso de caridad (cf. Lc 4, 18-19)”  (Proposición 22).

 

 

 

IV: LA SORPRESA DE COMPARTIR SU MISMA VIDA

 

Presentación

1. Él vivió así

2. Nos llama a vivir como él para ser su expresión

3. La clave es el amor

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación:

 

El punto obligado de referencia para todo cristiano es siempre la persona de Jesús, su mensaje y su estilo de vida. A “los suyos” los llama a compartir su mismo estilo de vida, para ser su signo personal, comunitario y sacramental.

 

De este estilo de vida, la clave de interpretación (como urgencia y como posibilidad) es el amor, que se expresa en la donación incondicional continuamente ensayada. Es una gran sorpresa el constatar, día a día, que ese amor lo hace posible el mismo que nos llamó declarándonos su amor y que nos acompaña porque formamos parte de su biografía de Buen Pastor. Sin esta perspectiva de amor esponsal de Cristo, como invitados a correr su misma suerte, las preguntas que nosotros nos hacemos y las respuestas que nos damos sobre nuestra “identidad”, serían puras entelequias.

 

1.Él vivió así:

 

A luz de la Encarnación, se descubre todo el significado de la vida de Jesús: “El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdadera­mente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22).

 

Las narraciones evangélicas aportan algo totalmente nuevo, que no se encuentra en ninguna literatura. El protagonista, Jesús de Nazaret, se hace encontradizo con cada persona como parte de su misma historia o como una fibra de su mismo corazón. Y su modo de amar es también totalmente nuevo: se da a sí mismo y nos hace partícipes de su misma vida divina.

 

Su vida era donación, como la del “Buen Pastor” que “da la vida” (Jn 10,11) y la del Amigo verdadero que nos ama con el mismo amor que existe entre el Padre y él (cfr. Jn 15,14-15). Es el Redentor (Esposo enamorado) que “da la vida en rescate por todos” (Mc 10,45).

 

Sólo a partir de este amor de donación, se comprenden todas sus “renuncias” en sentido positivo: se da él mismo y no sólo sus cosas (vida de pobreza: Mt 8,20), se da según el proyecto de amor del Padre hacia toda la humanidad (vida de obediencia: Jn 3,34; 18,11) y se da como “consorte” o “esposo” (Mt 9,15)  y garante del nuevo pacto o Alianza de amor (vida de castidad virginal: Lc 22,20).

Él ama así y llama a sus Apóstoles a amar como él. Así lo ha querido vivir la Iglesia desde el principio, principalmente por parte de quienes presiden espiritualmente la comunidad eclesial, como son los sucesores de los Apóstoles.

 

La “unción del Espíritu”  da sentido a la “misión” de Cristo y así pudo “evangelizar a los pobres” y “pasar haciendo el bien” (Lc 4,18; Hech 10,38). Cristo es epifanía personal del Padre (cfr. Jn 14,9) y actualiza esta epifanía amando al estilo de Dios, quien ama dándose él, más allá de sus dones.

 

La caridad del Buen Pastor se muestra en amar a cada persona como un pedazo de sus entrañas, una fibra de su corazón, porque cada persona ha sido elegida en él, como “hijo en el Hijo” (cfr. Ef 1,4-5; cfr. GS 22). La vida de Cristo (prolongada en sus ministros) es toda ella actualización de un amor peculiar de Dios hecho hombre. Por esto el evangelio, cuando se lee o escucha y cuando se le descubre vivido en los discípulos de Cristo, sigue aconteciendo, llamando a todos al encuentro con Él.

 

La “sed” de Cristo (Jn 19,28) sólo se entiende a partir sus amores de Buen Pastor: “Venid a mí todos” (Mt 11,28), ”tengo compasión” (Mc 8,2), “vine a traer fuego” (Lc 12,49), “tengo otras ovejas que no son de este redil, también a éstas las tengo que conducir” (Jn 10,16), “con gran deseos he deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15)… En la “sed” de Cristo, que cautivó a tantos apóstoles, se encuentra la resonancia de todo el evangelio, como deseo profundo de que el Padre sea conocido y amado (cfr. Jn 17,3-6; Lc 10,21).

 

2. Nos llama a vivir como él, para ser su expresión

 

Él amó así, dándose, según el proyecto de Dios Amor y como consorte. Y llamó a algunos (“los suyos”) a amar y vivir como Él, para representarle ante su esposa la Iglesia: “En cuanto representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa” (GS 22). El estilo de vida de los Apóstoles y de sus sucesores es de “vida apostólica” (“apostolica vivendi forma”), en la que se han inspirado todas las formas de “vida consagrada” que han surgido durante la historia eclesial.

La razón de ser de los llamados, al modo de los Apóstoles, es la de ser signo de cómo ama Él, a modo de “gloria” o expresión suya (cfr. Jn 17,10), partícipes de su misma consagración sacerdotal por obra del Espíritu Santo (cfr. Jn 16,13-15). Cristo llama a “los suyos” a ser signo transparente y portador de cómo ama Él.

 

En esta perspectiva, se hace transparente y recupera todo su sentido la vocación de “seguimiento” evangélico como adhesión personal a Cristo (cfr. Mt 4,19), que San Pedro la resumió con estas palabras: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19,27).  Esta totalidad de la entrega (que supone un itinerario continuo, recomenzando todos los días), es respuesta a una declaración de amor (cfr. Mc 10,21; Jn 15,9). Jesús hace una lista detallada de renuncias o de desprendimiento (propiedades, familia, matrimonio, etc.), por amor a él, en el contexto de correr su misma suerte o de “beber” su misma copa (cfr. Mc 10,38-45; Jn 18,11).

 

La “suerte” de los “amigos” de Cristo está trazada. Quienes creen en Cristo necesitan y tienen derecho a ver en los sucesores de los Apóstoles cómo era el amor del Buen Pastor. Se trata de impregnarse de los “sentimientos” de Cristo, que “se anonadó” para expresar su donación incondicional (cfr. Fil 2,5ss). La realidad de Cristo que se da para comunicar una nueva vida, continúa expresándose en la vida de los suyos: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Cor 8,9).

 

No se puede predicar el evangelio en nombre de Cristo, sino es presentando en la propia vida la vida pobre  de Cristo: “En el evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús pobre... En la gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio” (Aparecida 31).

El resurgir de las vocaciones sacerdotales (y apostólicas en general) necesita ver el testimonio evangélico de la “vida apostólica”: “Hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo” (Sacramentum Caritatis 25). La comunidad sacerdotal o de vida consagrada y apostólica,  que acoge a los nuevos llamados (en el Seminario, Noviciado, etc.) debe mostrar generosidad gozosa en la entrega, espíritu de familia y reflejo del amor de Cristo a su Iglesia (cfr. Ef 5,25).

Al radicalismo evangélico, según el estilo del Buen Pastor y de la vida apostólica, están llamados los sucesores de los Apóstoles. “Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cfr. Mc 3,14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el «nuevo estilo de vida»que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009; cita su Discurso en la Asamblea Plenaria del Clero, 16 marzo 2009).

 

“La «consagración» propia de los presbíteros los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»; los configura en su «vida» entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el «radicalismo evangélico»” (PDV 20). Se trata de la práctica permanente de los “consejos evangélicos”, vividos en su radicalismo auténtico o (en el caso de la vida consagrada) profesados con compromisos especiales ante la Iglesia.

Vivir este radicalismo según unas directrices más reglamentadas o según un carisma específico (fundacional) y unos compromisos asumidos ante la Iglesia, es una gracia de “consagración”, que ayuda a vivir el mismo radicalismo evangélico, común a sacerdotes “diocesanos” y de “vida consagrada”. La terminología que usamos actualmente (y en cualquier época de la Iglesia) es imperfecta, pero hay que prestar atención a las realidades de gracia más allá de las palabras. El sacerdote “diocesano” vive el radicalismo evangélico en relación de dependencia espiritual respecto al carisma del propio obispo (cfr. ChD 15-16, 27-28; Pastores Gregis 37; Apostolorum Successores 63, 75-83). 

Un año dedicado a conmemorar la figura del santo Cura de Ars, en relación con otras figuras sacerdotales de la historia (que hay que redescubrir y valorar especialmente a nivel de Iglesias locales), es un momento de gracia para hacer realidad la renovación conciliar. “Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida”  (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

3. La clave es el amor

Sólo a partir del amor de Cristo, declarado por él y aceptado por “los suyos”, se pueden entender las exigencias concretas de este amor. La “caridad pastoral”, que es expresión repetida frecuentemente en Presbyterorum Ordinis y en Pastores dabo vobis, da sentido y matiza las virtudes concretas del Buen Pastor.

 

La “caridad pastoral” es elemento esencial de la espiritualidad sacerdotal. En esa caridad del Buen Pastor se encuentran las razones y motivaciones de la obediencia, pobreza y castidad. La “ascesis (o espiritualidad) propia del

Pastor de almas” se inspira en la realidad de ser “instrumento vivo de Cristo Sacerdote” y se realiza en el ejercicio de los ministerios con una actitud de “unidad de vida” (PO 12-14).

 

Las virtudes del Buen Pastor, como expresión de su amor de totalidad (que “da la vida”) se concretan en la humildad-obediencia (PO 15; PDV 28), la virginidad o castidad (PO 16; PDV 22,29,44,50) y la pobreza evangélica (PO 17; PDV 30). Este conjunto y armónico de virtudes apostólicas (como expresión de cómo es la caridad del Buen Pastor), son “signo y estímulo de la caridad” cuando se viven en las perspectiva cristológica (unión con Cristo), eclesiológica (signo de Cristo Esposo ante la Iglesia), escatológica (signo de una nueva humanidad resucitada en Cristo), antropológica (el gozo de una amistad profunda con Cristo y de una fecundidad espiritual que comunica una vida nueva en Cristo).

 

Un signo de que se viven de verdad las virtudes del Buen Pastor, es “el verdadero gozo pascual” (PO 11) de saberse amado por Cristo y de querer gastar la vida en amarle y hacerle amar. El signo concreto de la pobreza evangélica es la alegría de haber encontrado el “tesoro escondido” (Mt 13,44), que es el mismo Cristo, a quien nada ni nadie puede suplir. Esta alegría evangélica se demuestra en la humildad de servir, en el espíritu de sacrificio y desprendimiento, y en la actitud de compartir generosamente con los hermanos los dones recibidos.

 

La obediencia evangélica, al estilo de Cristo, es actitud de escucha (ob-audire) y de fidelidad gozosa hacia todos los signos de la voluntad de Dios (hermanos, acontecimientos, inspiraciones). El gozo de compartir la vida con Cristo Esposo (que llamamos “castidad”, “virginidad” o “celibato”) nace de vivir en sintonía con sus amores más profundos; desde la Encarnación, Cristo lleva en su corazón a todo ser humano como parte de su misma biografía (cfr. GS 22). Se vive la castidad evangélica con “corazón indiviso” (cfr. 1Cor 7,32-34) cuando se tiene tiempo para el encuentro y amistad íntima con Cristo (especialmente presente en su Palabra y Eucaristía) y cuando uno es disponible para la misión de hacerle conocer y amar (fecundidad apostólica). No se puede vivir en sintonía con Cristo Esposo, si no se vive la pobreza como Él.

 

Para todo seguidor de Cristo, también y de modo especial para los sacerdotes, “esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad” (Deus Caritas est 18). Es la actitud inicial y permanente de Pablo: “¿Qué quieres de mí?” (Hech 22,10).

 

Compartir la misma vida  de Cristo o “beber” su copa (Mc 10,38), tiene sentido esponsal o de amistad profunda e íntima, porque se trata de aceptar vivencialmente su pacto de amor o “Alianza nueva” sellada con su “sangre” (su vida donada) (cfr. Lc 22,20). Sólo así el sacerdote puede compartir sus amores y ser “pan partido” como Él para todos los hermanos (Sacramentum Caritatis 88). Las palabras de la consagración eucarística tienen eficacia también en la vida evangélica del sacerdote ministro.

 

El “seguimiento” apostólico para “estar con él y ser enviados a evangelizar” (Mc 3,15), tiene como punto de partida el amor de Cristo (“llamó a los que quiso”: Mc 3,13) y tiende, por su naturaleza, a “dejarlo todo” para compartir su misma vida (cfr. Lc 5,11; Mt 19,27). No se puede anteponer nada a su amor, como Él no antepone nada a nuestro amor.

 

Es muy significativo que este seguimiento apostólico se describa a partir de las bodas de Caná, como una consecuencia de una fe viva, que se comparte con “la Madre de Jesús” y los demás apóstoles (cfr. Jn 2,11-12). María forma parte integrante de esta “itinerancia” apostólica con Cristo.

 

También de la caridad pastoral se debe afirmar: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cfr. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate 5).

 

Este amor, al estilo del amor de Cristo, es posible cuando se ponen los medios comunes y específicos de la espiritualidad sacerdotal (cfr. PO 18), especialmente respecto a la meditación de la Palabra, celebración y adoración de la Eucaristía, actitud mariana, liturgia de la horas, Reconciliación, retiros y Ejercicios, dirección o consejo espiritual, vida comunitaria o de grupo apostólico, etc.

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Sólo Jesús llena el corazón y da sentido a la vida:

 

“Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3,8).

 

“El amor de Cristo nos apremia al pensar que... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

 

Sintonía con las vivencias de Cristo:

 

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo” (Fil 2,5).

 

“Cristo entre vosotros... al cual nosotros anunciamos... a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo” (Col 1,28).

 

Renuncias de la vida apostólica a partir del amor de Cristo:

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...  Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35.37).

 

“Oos tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta

 virgen a Cristo” (2Cor 11,2).

 

“Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor” (1Cor 7,32).

 

Seguir y servir a Cristo pobre:

 

“Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).

 

“Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros… Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hech 20,33-35).

 

 “No busco vuestras cosas, sino a vosotros” (2Cor 12,14; cfr. 2Tes 3,7-9).

 

“He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación” (Fil 4,11-12).

 

Una vida hecha oblación en la obediencia de Cristo:

 

Ha recibido "la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre entre todos los gentiles" (Rom 1,5).“Derramado en oblación” (2Tim 4,6).

 

“Cristo se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8).

 

“Por él, ofrezcamos una hostia de alabanza a Dios” (Heb 13,15; cfr. 10,5-7).

 

 “Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como = oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,2).

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Santidad cristiana como perfección de la caridad:

 

“Aquel es más santo... que… tiene mayor caridad, en la cual consiste la perfección de la vida cristiana y el cumplimiento de toda la ley" (Audi Filia, cap.76).

 

"La vida de perfección en dos cosas consiste: ... en desnudarnos de nosotros mismos, que llama San Pablo despojarnos del hombre viejo y vestirnos del nuevo y de Jesucristo" (Dialogus, n.21).

 

Los cristianos estamos llamados a ser "perfectos guardadores de la Ley, que tenemos, cuyo principal mandamiento es el de la caridad" (Audi Filia, cap.34).

 

Santidad sacerdotal:

 

Son "todos enteros consagrados al Señor con el trato y tocamiento del mesmo Señor" (Plática 1ª). Por hacer al Señor presente, "relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios" (ibídem).

 

Por el hecho de representar a Cristo Sacerdote, "es mucha razón que quien le imita en el oficio, lo imite en los gemidos... En este espejo sacerdotal se ha de mirar el sacerdote para conformarse con los deseos y oración de él" (Tratado del sacerdocio, n.10).

 

"¿Cómo puede un sacerdote ofender a Dios teniendo a Dios en sus manos?" (Sermón 64).

 

Pobre como Cristo pobre:

 

"Fue obrero sin estipendio... y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real" (L. Muñoz, Vida, Lib.3º, cap.4).

 

Comentado la pobreza de Cristo, según Mt 8,20, dice: "No tuvo renta, casa ni posesión. Santa Marta lo acogía como a pobre, y otros le ayudaban con sus haciendas, siendo Él Señor de todas las cosas del mundo, tanto que nace en casa ajena, que el día de su muerte en sábana y sepultura de otro le enterraron y celebraron sus exequias" (Sermón 16).

 

"¡Qué cosa tan pesada era la pobreza antes que Cristo viniese al mundo, qué aborrecida, qué menospreciada! Pero bajó el Rico del cielo y escogió madre pobre, y ayo pobre, y nace en portal pobre, toma por cuna un pesebre, fue envuelto en pobres mantillas, y después, cuando grande, amó tanto la pobreza, que no tenía dónde reclinar su cabeza" (Sermón 3).

 

"En cruz murió el Señor por las ánimas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas; y así quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para parirlos" (Sermón 81).

 

Si los sacerdotes no vivieran la pobreza, "no podrán vacar bien al oficio de almas, que pide a todo el hombre, y plega a Dios que baste" (Sermón 81).

 

"Bienaventurados eran aquellos tiempos, cuando no había en la Iglesia cosa temporal que buscar, mas adversidades y angustias que sufrir; y aquel solo entraba en ella que por amor del Crucificado se ofrecía a padecer estos males presentes con cierta esperanza de reinar con Él en el cielo" (Memorial para Trento I, n.7).

 

Casto como Cristo Virgen:

 

"Búsquese hombres que posean castidad y las otras virtudes; déseles aparejo y buenos ejercicios de virtudes y estudio" (Memorial para Trento I, n.7)

 

"El remedio de esto no entiendo que es casarlos; porque, si ahora, sin serlo, no pueden ser atraídos a que tengan cuidado a las cosas pertenecientes al bien de la Iglesia y de su propia oficio, ¿qué harían si cargasen de los cuidados de mantener mujer e hijos, y casarlos, y dejarles herencia? Mal podrían militar a Dios y a negocios seculares" (Memorial para Trento, n. 91).

 

"Por esto... la mayor seguridad que se puede tener para no errar en seguir los caminos antiguos de la Iglesia católica, sería cosa más conveniente, aunque en ello se pasase trabajo, procurar que haya en la Iglesia legítimos y limpios ministros de Dios, cuales la santa Iglesia los ha pintado y mandado, antes que, por condescender a flaqueza de flacos, disminuir la limpieza del trato de los ministros celestiales y hacer una novedad en la Iglesia, de la cual se ha de seguir mayor incentivo de codicia, y de vida derramada, y de mayor negligencia y descuido" (Memorial para Trento II, n.91).

 

 La castidad es su "virtud propia, muy propia y propísima" del sacerdote, puesto que "cuerpo y alma se nos pide limpia, para consagrar al Señor y recibirle con fruto... cuán justa y debida cosa es que se reciba y trate el purísimo cuerpo de Jesucristo por cuerpo de sacerdote limpio en todo y por todo" (Tratado sobre el sacerdocio, n.15).

(Esta es la tradición apostólica) "Y como esto entendiesen los sumos pontífices pasados, alumbrados por el Espíritu del Señor... mandaron que el que hubiese de ser sacerdote fuese virgen" (Tratado sobre el sacerdocio, n.15).

 

“¡Oh padres sacerdotes!... ¡Cuán grande ha de ser nuestra santidad y pureza para tratar a Jesucristo, que quiere ser tratado de brazos y corazones limpios, y por eso se puso en los brazos de la Virgen, y José fue también virgen limpísimo, para dar a entender que quiere ser tratado de vírgenes" (Sermón 4, Navidad).

 

Obediente como Cristo obediente:

 

“Procure de continuo traer a la memoria la profunda humildad de nuestro Salvador, el cual, siendo Dios, se sometió a la obediencia del hombre, conviene a saber, de la Virgen María, su Madre, y de San José" (Carta 224).

 

"Cristo, obediente fue a su Padre en vida y en muerte; y también obedeció a su santísima Madre, y al santo José, como cuenta San Lucas. Y no piense nadie de poder agradar sin obediencia al que tan amigo fue de ella, que, por no la perder, perdió la vida en la cruz… No os espantéis de que tanto os encomiende la obediencia… porque vuestra seguridad está en no querer libertad" (Audi Filia, cap. 101).

 

"¿Qué sacerdote, si profundamente considerase esta admirable obediencia que Cristo le tiene, mayor a menor, Rey a vasallo, Dios a criatura, tendría corazón para no obedecer a nuestro Señor en sus santos mandamientos y para perder antes la vida, aun en cruz, que perder su obediencia?" (Plática 1ª).

 

"Debe mirar que es eclesiástico, y ha de servir a su prelado en lo que le mandare, pues le prometió obediencia" (Memorial para Trento II, n. 71).

 

CURA DE ARS:

 

La práctica de los consejos evangélicos según la “vida apostólica”:

“El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero” (Benedicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

Vivir como Cristo pobre:

 

El “pobre Cura de Ars” era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo. “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.

 

Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “Estoy contentísimo, ya no tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.

 

 “¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de hambre!"

 

Vivir como Cristo casto:

"Cuando el corazón es puro, no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios".

 

 “La castidad brillaba en su mirada”, se decía de él, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.

“No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”.

 

"No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio, y es darse enteramente”.

 

"Si no hubiera algunas almas puras -suspiraba él - para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos castigados".

 

"¡La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ... y en este camino, lo que cuesta es sólo  el primer paso".

 

Vivir como Cristo obediente:

 

Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.

(Un testigo) "Vianney continuó siendo Cara de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte”.

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia).

 

 

 

V: LA SORPRESA DE JESÚS PRESENTE EN MEDIO DE LOS HERMANOS

 

Presentación

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

2. “Mi madre y mis hermanos”

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

Presentación

 

Cristo resucitado vive en el corazón de cada ser humano, especialmente en los más pobres y en quienes ya le han encontrado. La comunidad de los que creen en él constituye su “cuerpo”, su expresión, su signo transparente y portador. Son siempre signos “pobres” de Jesús en medio.

 

Todos formamos la “familia” de Jesús. Los latidos de su Corazón se dejan entender cuando le escuchamos decir: “mi” Iglesia, “mis” hermanos, “mi” madre. La Iglesia es “misterio” donde Jesús está presente y se comunica, es “comunión” con Jesús “en medio”, es “misión” como continuadora del encargo misionero del Señor.

 

1. “El hermano por quien Cristo ha muerto”

 

La palabra “Iglesia” indica una comunidad “convocada”, a modo de “familia”. Es la comunidad amada y convocada por Jesús, “mi Iglesia” (Mt 16,19), que vive en “comunión” de hermanos, con “un solo corazón y una sola alma”, compartiendo los bienes fraternalmente (Hech 4,32).

 

La gran sorpresa de Saulo, el perseguidor, fue encontrarse con la misma Iglesia que perseguía, pero personificada en Jesús que le hablaba con cariño: “Yo soy Jesús a quien tú persigue” (Hech 9,5). Jesús vive en cada uno de sus hermanos y se deja entender especialmente en los más necesitados, marginados y pobres: “Tuve hambre, tuve sed… a mí me lo hicisteis” (Mt 25,35.40).

 

Por ser parte de una humanidad resquebrajada por la propias tendencias egoístas y limitaciones, la Iglesia es un conjunto de hermanos que reflejan la misma realidad humana, pero ya asumida esponsalmente por Cristo: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia” (GS 1).

 

Los “hermanos” que componen la comunidad eclesial reflejan estas misma limitaciones, pero cada uno es “el hermano por quien Cristo ha muerto” (Rom 4,15). La Iglesia es siempre peregrina, como conjunto de signos “pobres”, donde está presente y operante Jesús resucitado.

 

Los títulos bíblicos con que se califica o describe a la Iglesia, expresan su identidad (cfr. LG I-II). Es “cuerpo” o expresión del mismo Jesús (1Cor 12; Col 1,24). Es "pleroma" o complemento de Cristo (Ef 1,23). Es “templo” del Espíritu de amor (1Cor 3,16ss; 2Cor 6,16), en el que los fieles son “edificados sobre el fundamento de los Apóstoles” y donde “Cristo es la piedra angular” (Ef 2,20ss). Es “familia" de Jesús (cfr. Mc 3,33-35). Es “consorte” o “esposa” del Señor como “virgen” casta (Ef 5,25ss). Es el signo transparente y portador de Jesús, a modo de “sacramento” o “misterio”, donde Jesús se hace presente y se comunica (Ef 3,9-10; 5,32). Es la propiedad esponsal de Dios, es decir, su Pueblo amado (cfr. 1Pe 2,9; Apoc 1,5-6). Es “nuestra madre”, porque nos comunica la vida en Cristo (cfr. Gal 4,4.19.26).

Todos estos títulos bíblicos sobre la Iglesia hacen referencia a Jesús, quien personalmente y con sus dones salvíficos y su doctrina, es el ”Reino” de Dios ya iniciado en la tierra; por esto, la Iglesia es el “inicio” del Reino, como peregrina hacia una plenitud futura en Cristo resucitado (cfr. Mc 1,15; LG 5).

 

Estas realidades eclesiales urgen y hacen posible una vida de “comunión” fraterna, como Cuerpo del que  Cristo es su Cabeza: “Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo  hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor” (Ef 4,15-16).

 

Ser y realizarse como “comunión”, reflejo de Dios Amor, es fruto de la gracia: “El amor al prójimo… sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Deus Caritas est 18)

 

La Iglesia es “familia” de hermanos, es decir, comunidad de fe (que piensa como Cristo), esperanza (que siente y aprecia las cosas como Cristo), caridad (que ama y actúa como Cristo): “En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad” (Gal 5,6). La vida cristiana es un “bautismo” continuado, como vida en el Espíritu que nos configura con Cristo: “En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1Cor 12,13)

 

Los ministerios sacerdotales son “servicio” de Iglesia, para amarla como Cristo y construirla como Cuerpo de Cristo. No sería posible vivir el sacerdocio ministerial sin un profundo “sentido” y amor de Iglesia. Los santos han amado a la Iglesia como Cristo la ha amado, sufriendo con ella, por ella y también de ella: Santa Catalina (“muero de pasión por la Iglesia”), Santa Teresa de Ávila (“al fin, muero hija de la Iglesia”), Santa Teresa de Lisieux (“en el corazón de mi madre la Iglesia, yo seré el amor”)… De Pablo, de Juan de Ávila y del Santo Cura de Ars, se puede decir que se contagiaron del amor de Cristo a su Iglesia: “Amó a la Iglesia hasta entregarse por ella” (Ef 5,25).

 

 

2. “Mi madre y mis hermanos”

 

Un señal de autenticidad de nuestro amor a Cristo es el apreciar a su “Iglesia” (“mi Iglesia”) con el mismo amor con que él la ama (cfr. Ef 5,25). Es su “familia”: “Mi madre y mis hermanos” (Mt 15,49).

 

La Iglesia como “madre” indica el aspecto familiar y fecundo de la comunidad eclesial donde Cristo está presente: “nuestra madre” (Gal 4,26). Pablo se siente insertado en esta realidad apostólica, afrontando sus dificultades como una madre afronta los “dolores de parto” (Gal 4,19). El gozo del apóstol deriva del objetivo al que apunta: “He de formar a Cristo en vosotros” (ibídem). Cuando Jesús profetizó las dificultades de sus discípulos, los comparó a una madre que da a luz para llegar al gozo de la fecundidad: “Vuestro gozo nadie os lo podrá quitar” (Jn 16,22).

 

Los ministerios sacerdotales tienden a hacer que la comunidad eclesial llegue a esta maternidad apostólica y espiritual: “La comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que, todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual” (PO 6).

 

El secreto del éxito apostólico es el de sufrir amando, haciendo de la vida una oblación unida a la oblación de Cristo muerto en cruz y resucitado. La vida de Cristo y la de sus apóstoles está teñida de “sangre”, es decir, es vida donada, pan partido. No existe maternidad eclesial sin la asociación a Cristo como María “de pie junto a la cruz” (Jn 19,25). María y la Iglesia son “la mujer” asociada a la obra redentora de Cristo (cfr. Gal 4,4.26). Por esto, “María es madre por medio de la Iglesia” (Redemptoris Mater 24; cfr. LG 65) y “la Iglesia aprende de María la propia maternidad” (Redemptoris Mater 43).

 

La Eucaristía construye la Iglesia a modo de comunión “espiritual”, con y como María, bajo la acción del Espíritu Santo: “María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 33; cfr. LG 58). La “carne y sangre” de Jesús, presente e inmolada incruentamente en la Eucaristía, deriva del seno de María, donde el Señor comenzó su inmolación por nosotros (cfr. Heb 10,5-7).

 

María, Tipo o figura de la Iglesia, la precede en esta realidad materna, como modelo de virgen y de madre (cfr. LG 62-63). Al meditar el misterio de la Encarnación, la Iglesia descubre en María su propio misterio de maternidad. Los discípulos del Señor reciben su encargo (“he aquí a tu madre”) como herencia familiar de gracia, “en comunión de vida” (Redemptoris Mater 45; cfr. Jn 19,26-27).

 

3. La “familia” de Jesús, misterio de comunión misionera

 

La multiplicidad de vocaciones, ministerios y carismas, se refleja en las diversas comunidades que constituyen la única Iglesia de Jesús. El Espíritu Santo, que ha suscitado estos dones (vocacionales, ministeriales y carismáticos), los orienta a todos hacia la comunión que es reflejo de la Trinidad. Los dones auténticos del Espíritu Santo tienden a “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” (Novo Millennio inneunte 43)

 

La autenticidad de la Iglesia, como transparencia e instrumento de Cristo, se demuestra en su realidad de “sacramento” (signo transparente y eficaz) de comunión: “LaIglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). “Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4).

 

Esta “unidad” o “comunión” es la que pidió Jesús en la última cena, indicando que esta realidad era un signo eficaz de evangelización: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).

 

La misma identidad de la comunidad eclesial, de saberse amada y portadora de este amor para toda la humanidad, consiste en este misterio de comunión misionera: Jesús presente (“misterio”), en medio de los hermanos (“comunión”), para ser comunicado a todos los redimidos (“misión”). “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado  y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23).

 

Si la misión de la Iglesia no es otra que la misma de Jesús (cfr. Jn 17,18; 20,21), esta misión sólo tiene lugar de modo auténtico y eficaz cuando se vive la comunión eclesial. La calidad misionera no se mide por baremos sociológicos, sino por realidades de gracia.

 

Construir esta “comunión” misionera, supone el itinerario de la cruz, como fuerza de la debilidad (cfr. 1Cor 2,2-5). “La comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico” (Sacramentum Caritatis 76).

 

Todos los contenidos del Vaticano II (algunos todavía sin aplicar adecuadamente) se sintetizan en la realidad del Misterio de Cristo presente y operante en la Iglesia. La Iglesia como “sacramento”, misterio de comunión (LumenGentium), es la Iglesia portadora de la Palabra (Dei Verbum) y del Misterio Pascual (Sacrosantum Concilium), insertada y solidaria en el mundo (Gaudium et Spes).

 

Estas cuatro Constituciones conciliares matizan y dinamizan todos los otros documentos (conciliares y postconciliares), también y especialmente los que se refieren a los tres modelos de “vocación” cristiana: sacerdotal (PO; cfr. PDV), laical (AA; cfr. ChL) y de vida religiosa o consagrada (PC; cfr. VC).

 

Hay siempre preferencias a intereses particulares (personales y de grupo) que retrasan la puesta en práctica de estos dones del Espíritu Santo. La “apertura” fiel y generosa a estos dones es una “conversión” difícil de realizar y que, a veces, produce traumas o también tensiones y divisiones insuperables humanamente. Bastaría con dejarse cuestionar por la oración de Jesús sobre la unidad (cita más arriba), en sintonía con la doctrina paulina: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo” (Ef 4,4-7). Hay poco amor a la Iglesia porque el amor a Cristo no es siempre auténtico.

 

Ni las vocaciones apostólicas ni la misión verdadera serían posibles sin un corazón y un ambiente comunitario de profundo amor a la Iglesia: “Quien

tiene espíritu misionero siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia, como Cristo” (Redemptoris Missio89).

 

Sentir con la Iglesia y amarla equivale a mirarla con ojos de fe, en sintonía con los sentimientos de Cristo (cfr. Fil 2,5; Ef 5,25ss; Jn 19,26); apreciar la personas (vocaciones), los signos (ministerios, sacramentos) y los carismas; leer la vida de Cristo y su mensaje prolongado y viviente en la Iglesia (Escritura, magisterio, liturgia, vida de santos...). A veces decía Juan Pablo II que el cristianismo, después de veinte siglos, al menos respecto a la misión, “se halla todavía en los comienzos” (Redemptoris Missio 1).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

 

PABLO:

 

Iglesia, expresión de Jesús:

 

“Yo soy Jesús a quien tú persigues” (Hech 9,5).

 

Su “cuerpo” (Col 1,24), su “complemento” (Ef 1,23), su esposa o consorte (cfr. Ef 5,25-27)

 

Amarla con el mismo amor de Cristo:

 

“Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga

mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e  inmaculada” (Efes 5,25-27).

 

Sufrir amando por la Iglesia:

 

“Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24)

 

Fruto del amor oblativo de Cristo:

 

“Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo” (Hech 20,28).

 

La preocupación por todas las Iglesias:

 

“Mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias” (2Cor 11,28).

 

En la Iglesia “comunión”, comunidad fraterna y familiar:

 

“El amor es la plenitud de la ley” (Rom 13,10)..

 

“Para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,12-13).

 

“Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio...¿Esta dividido Cristo?” (1Cor 1,10-13).

 

“Vuestra caridad sea sin fingimiento... amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros” (Rom 12.9-10).

 

“Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo... A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1Cor 12,4.7). “Todo para edificación” (1Cor 14,26).

 

“La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa... no busca su interés; no se irrita... Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca” (1Cor 13,4-8).

 

“Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados” (Ef 4,3-4).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Somos miembros del Cuerpo y familia que es la Iglesia:

 

"Salgámonos nosotros de nosotros mismos y vámonos al campo de nuestra viña, que es la Iglesia, que cada uno de esta Iglesia miembro suyo es" (Sermón  8). Todos formamos "una Iglesia y una unión en Jesucristo" (Sermón 27).

 

"Este bendito Señor, siendo Cabeza... murió en la cruz por dar vida a su cuerpo, que somos nosotros" (Audi Filia, cap.84).

 

El desposorio de Cristo con su Iglesia:

 

(Cristo) “En el día de Viernes Santo casó por palabras de presente con esta su Iglesia... porque entonces le fue sacada de su costado, estando Él durmiendo el sueño de muerte" (Audi Filia, cap. 68).

 

"¿Qué te parecería un día de la cruz por desposarte con la Iglesia y hacerla tan hermosa, que no la quedase mancilla ni ruga?" (Tratado del Amor de Dios, n.8).

 

"Mas la Iglesia cristiana tanto más lo conoce por su verdadero Esposo y Ungido, cuanto más pobreza y desprecio y trabajos trae" (Carta 127).

 

Sentido de Iglesia, fidelidad y comunión fraterna:

 

"No tenemos los católicos… a una Escritura por infalible sino porque la Iglesia la aprobó por tal" (Memorial para Trento, II, n.19).

 

“Hay una compañía, la cual llamamos Iglesia, en la cual todos los bienes son comunes… ¡Cuántas veces habéis rezado el Credo, y llegando a aquel paso et sanctorum communionem, por ventura no lo habéis entendido! ¿Qué comunión es ésa? Compañía. Y ¿qué compañía? Como la del cuerpo, que el mal de un miembro es de todos" (Comentario carta de Juan, II, lec. 2).

 

"Para nuestro consuelo y satisfacción debemos decir algunas veces al día que creemos lo que cree nuestra madre la Iglesia... Porque la victoria de nuestra pelea no está colgada de menear nuestros brazos a solas" (Audi Filia, cap. 25).

 

"¡Oh Iglesia cristiana, cuán cara te cuesta la falta de aquellos tales enseñadores, pues por esta causa está tu faz tan desgfigurada y tan diferente de cuando estabas hermosa en el principio de tu nacimiento!" (Sermón 55).

 

 Se necesitan "en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes" (Plática 2ª, 375s), que son "los ojos de la Iglesia" (ibídem, 449s) y sus "enseñadores" (Sermón 55, 784) y "guardas de la viña" (Sermón 8, 601s).

 

CURA DE ARS:

 

Servir y amar a la Iglesia:

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia 11).

 

Construir la comunidad eclesial en el amor y reconciliación:

 

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”.

 

“Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer sino llorar y rezar".

 

 Con esta oración comenzó su misión: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”.

 

A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.

 

"Estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles".

 

Se decía que “prefería presentar la cara atractiva de la virtud más que la fealdad del vicio”.

 

 

 

 

 

 

VI: LA SORPRESA DE PROLONGAR LA MISMA MISIÓN DE CRISTO

 

Presentación

1. Su Palabra hoy y aquí

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

3. Servir a Cristo en los hermanos

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación

 

La misión de Cristo, que se prolonga en la Iglesia y de modo especial por medio de sus Apóstoles y sucesores, consiste en el anuncio de la Buena Nueva, la cercanía salvífico-caritativa a todo ser humano en su circunstancia concreta y hacer presente al mismo Cristo, muerto y resucitado, bajo los signos sacramentales instituidos por Él.

 

El sacerdote ministro, en nombre de Cristo Pastor y Cabeza, realiza estos servicios proféticos, diaconales y litúrgico-sacramentales, en la misma dinámica y espíritu con que Cristo los realizó. Se trata de servir con humildad y sin privilegios, para hacer llegar a cada hermano el mensaje salvífico del Señor y su cercanía de caridad en la verdad.

 

1. Su Palabra hoy y aquí

 

Al final de Marcos se describen los inicios de la misión apostólica después de la resurrección y ascensión del Señor: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban” (Mc 16,20).

 

La predicación del mensaje de Cristo es consecuencia de haberlo recibido de Él vivencialmente (cfr. Jn 1,18; 1Jn 1,1ss). El mensaje evangélico se anuncia con la autenticidad y la urgencia de Jesús en Nazaret: “Se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). Por esto, cuando se anuncia, escucha o lee el evangelio, acontece en los corazones y en la comunidad.

 

La Palabra vivida y celebrada urge a la acción de compartirla con amor. María, después de la Anunciación, fue “aprisa” a servir en la casa de Isabel y a comunicar el “gozo” salvífico (cfr. Lc 1,39-41). Ser “familiar” de Jesús comporta ser consecuente con la Palabra recibida:  “Mi madre y mis hermanos son quienes escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21).

 

Se anuncia, se celebra, se vive y se comparte al mismo Cristo. “Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don… él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)” (Deus Caritas est 7).

 

La Palabra se predica en relación con el misterio pascual celebrado y vivido. “El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes… Los presbíteros, pues, se deben a todos en cuanto que a todos deben comunicar la verdad del Evangelio, que poseen en el Señor… Pero la predicación sacerdotal, difícil con frecuencia, en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio” (PO 4).

 

Es la Palabra que da sentido a la vida y misión de la Iglesia. “Es esta misma palabra la que es conservada e interpretada fielmente por el Magisterio (cfr. DV 10), celebrada en la sagrada Liturgia y se entrega a nosotros en la Eucaristía como pan de vida eterna (cfr. Juan 6)” (Sínodo sobre la Palabra en la vida y la misión de la Iglesia, Proposición 3).


La relación y amistad con Dios se inicia y fundamenta en la escucha fiel y generosa de la Palabra del Señor: “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (DV 2),

 

La Palabra de Dios se expresa principalmente en la “voz” de la revelación, por medio del “rostro” de Jesús, en la “casa” de la Iglesia y en los “caminos” de la misión. Por esto, “Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones»” (Mensaje del Sínodo 2008).

 

 

2. Su misterio pascual hecho presente y operante

 

Los ministerios tienden a anunciar, hacer presente y comunicar el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado. La celebración litúrgica es un momento privilegiado en armonía con el anuncio y la caridad. “La Liturgia, por cuyo medio se ejerce la obra de nuestra Redención, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el Misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia” (SC 2).

 

El año litúrgico (en torno a la Pascua) encuentra una expresión semanal en el “domingo”, día del Señor. El cristiano comienza a vivir como tal a partir del encuentro con Cristo resucitado, presente especialmente en la Eucaristía y también en su Palabra, sus sacramentos y la comunidad eclesial (cfr. SC 7).

 

La eficacia de las palabras de la consagración eucarística (“esto es mi cuerpo… mi sangre”), sin perder su peculiaridad de transubstanciación del pan y del vino, toca también a la persona del sacerdote para transformarlo en “un Jesús viviente” (San Juan Eudes), a toda la comunidad eclesial y a toda la humanidad. Llegar a ser “otro Cristo” es intrínseco a toda vocación cristiana, pero lo es especialmente a quien realiza el ministerio eucarístico, sin esperar otro premio ni otro privilegio que el de servir a Cristo en los demás.

 

Ejercer el ministerio eucarístico comporta entrar en una relación de presencia donada y comunicada, para que el cuerpo eucarístico de Cristo se haga realidad en su Iglesia como Cuerpo Místico. La clave de la celebración eucarística es la verdad de la caridad o la caridad practicada verdaderamente (cfr. 1Cor 10-13).

 

“Beber” la copa de Cristo (cfr. Mc 10,38), equivale a correr su misma suerte de hacer de la vida una donación, como “sangre” derramada en libación y sello de la Nueva Alianza. Por esto, la Eucaristía es el “sacramento del amor”. Efectivamente, “en el sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos « hasta el extremo », hasta el don de su cuerpo y de su sangre” (Sacr<mentumm Caritatis 1), para hacer de nuestra vida su misma oblación (cfr. Heb 13,15).

 

Prescindir de la celebración eucarística (aún cuando no sea obligatoria) indica una falta de identidad y la pérdida de la opción fundamental por Cristo. Quien ama a Cristo de verdad, ni puede dudar de su amor, ni puede prescindir de él. Está en juego la veracidad de nuestro amor. “En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística” (Sacramentum Caritatis 66). ). “La verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino” (ibídem 97).

 

Quien celebra y contempla a Cristo Eucaristía, aprende a no anteponer nada ni nadie a su amor. “La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Sacramentum Caritatis 11; cita Deus Caritas est 13).

 

En la Eucaristía se aprende a auscultar los latidos del Corazón de Cristo, sus amores más profundos. “« El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo » (Jn 6,51). “Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de la propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona... Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de la propia vida que Jesús ha hecho en la Cruz por nosotros y por el mundo entero” (Sacramentum Caritatis 88).

 

No existe reduccionismo en la oblación eucarística y redentora de Cristo (“por todos”). La donación de Jesús en por todo el hombre y por todos los hombres. La expresión “por muchos” es un hebraísmo que significa por todos, por el mundo entero, por toda la humanidad. Cristo “murió por todos” (2Cor 5,14).

 

La vida cristiana está centrada en la Eucaristia (cfr. LG 11), en sentido de convertirse en personificación del mandato del amor, como oblación cultual unida a la oblación del Buen Pastor. “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1-2)

 

Las expresiones conciliares del Vaticano II relacionan la identidad del ministerio sacerdotal con el misterio eucarístico: “En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascual y pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización” (PO 5).

 

 

3. Servir a Cristo en los hermanos

 

El celo apostólico, desplegado en los ministerios proféticos (n.1) y litúrgicos (n.2), se actualiza de modo más concreto en todos los campos de caridad: pobres, enfermos, marginados, jóvenes, familia, nuevos “areópagos”… Es el “celo” que equivale a vivir en sintonía con sus grandes deseos, con su “sed” (Jn 19,28). Las motivaciones del apóstol, como en Jesús, no son principalmente sociológicas (las cuales tienen su valor), sino una prolongación de la “compasión” de Jesús (cfr. Mc 8,2) y de la “búsqueda” de “todos” los redimidos (cfr. Mc 10,45; Mt 11,28; Lc 15,4).

 

Las apariciones de Cristo son un examen de amor para la misión: “Ve a mis hermanos” (Jn 20,17). “Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cfr. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cfr. Jn 20,21)” (Sacramentum Caritatis 12).

 

Se trata de la misma misión de Cristo, en la que no existe la abstracción, sino la participación y la prolongación del mismo Cristo. La referencia al Padre, que ama y que envía, es muy significativa: “Como el Padre me amó, yo también os he amado” (Jn 15,9); “como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21); “como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17,18; “los has amado como a mí” (Jn 17,23). Amor y misión, en Cristo y en nosotros, son las dos caras de la misma medalla.

 

El examen de amor a Pedro (que representa a los demás Apóstoles en aquello que es común) tiene como trasfondo la oblación de Cristo (cfr. Jn 17,19), la caridad del Buen Pastor que da la vida (cfr. Jn 10) y el amor de una amistad verdadera al estilo del amor de Dios (cfr. Jn 15,13). A Pedro, para apacentar las ovejas por las que Cristo dio su sangre (cfr. Hech 20,28), se le pide tres veces su donación incondicional: “¿Me amas más, tú?... apacienta mis ovejas… sígueme” (Jn 21,15ss).

 

Quienes han experimentado el amor de Cristo, ya no pueden guardarse este amor sólo para sí mismos, porque Cristo “murió por todos” (2Cor 5,14). Santa Josefina Bakhita  “sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo... La esperanza que en ella había nacido y la había « redimido » no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos” (Spe Salvi 3).

 

El celo apostólico verdadero sólo nace de la experiencia de encuentro con Cristo: “Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él... En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos... Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás... No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana” (Sacramentum Caritatis 84).

 

El discipulado evangélico indica relación íntima con Cristo, para compartir su misma vida y su misma misión. Es discipulado esencialmente misionero. El Señor llamó a los "apóstoles" y "discípulos" para que participaran en su misma misión evangelizadora. De hecho, la llamada tiene lugar mientras Jesús mismo estaba evangelizando por "todas las ciudades", "enseñando", "predicando el evangelio del Reino" y "curando" (Mt 9,35; cfr. Mc 6,6).

 

El documento de la V Conferencia General, CELAM, 2007) indica esta exigencia del discipulado: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida y darlo a conocer con nuestras palabras y obras es nuestro gozo” (Aparecida 29). “Los cristianos necesitamos recomenzar desde Cristo... y necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero” (ibídem 41).

 

El apostolado cristiano no es una variante de un servicio social. “Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa” (Caritas in Veritate 78).

 

"La fe se fortalece dándola" (Redemptoris Missio 2) y también se agradece del mismo modo, con el gozo de compartirla con toda la humanidad. “El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cfr. Mt 6,9-13)” (Caritas in Veritate 79).

 

Parece como si, desde un mundo “globalizado”, surgiera una llamada apremiante: "Ven a ayudarnos" (Hech 16,9). Los nuevos “areópagos” esperan una nueva actitud de los apóstoles: “Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente (cfr. Hech 17, 22-31)” (Redemptoris Missio37).

 

“Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio, los criterios de juicios, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (Evangelii Nuntiandi 19). Son los puntos neurálgicos o nuevos areópagos de nuestra sociedad.

 

Entre los “areópagos” de nuestro tiempo, la encíclica Redemptoris Missio señalaba: “el mundo de la comunicación” o medios de comunicación social en un mundo que es ya “una «aldea global”, “la evangelización de la cultura moderna” o de “la nueva cultura”, “la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos”, “los derechos del hombre y de los pueblos sobre todo los de las minorías”, “la promoción de la mujer y del niño”, “la salvaguardia de la creación”, “las relaciones internacionales”. Lo más importante es que éstos y otros areópagos “han de ser iluminados con la luz del Evangelio” Redemptoris Missio37).

 

A estas situaciones hay que añadir las nuevas realidades del inicio del tercer milenio: las crisis a nivel global, los espacios de guerra abierta o también suscitada desde todas partes, las migraciones masivas y multiculturales, la urgencia del diálogo intercultural e interreligioso, los pobres y nuevos tipos de pobreza y marginación, los enfermos y las nuevas enfermedades (medicinas inasequibles para los pobres), la falta de esperanza, las ideologías sin valores, la juventud que busca con autenticidad y no encuentra, la familia con todos sus valores deteriorados, la valor de la vida manipulada, la relación entre la razón y la fe, la importancia de la formación, la Iglesia perseguida y martirial en muchos sectores, los apóstoles cansados…  El gran areópago es que faltan santos.

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

Sus actitudes apostólicas.

 

"La caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14). “Urge que él reine (1Cor 15,25).  “Os celo con el celo de Dios” (2Cor 11,2). “Como una madre” (1Tes 2,7; cfr. Gal 4,19). Como un “padre” (1Cor 4,15). “Amándoos, daros nuestra vida” (1Tes 1,8).

 

“Apóstol por vocación… segregado para el evangelio” (Rom 1,1);  “la preocupación por todas las iglesias” (2Cor 11,28); el precio de “la sangre del Hijo” (Hech 20,28); “encadenado en el Espíritu” (Hech 20,22).

 

“Por el evangelio yo estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9).

 

"Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras almas" (2Cor 12,15).

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la  desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?...  Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35.37).

 

 

Objetivo de la misión:

 

“Recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1,10).

 

“He de formar a Cristo en vosotros” (Gal 4,19).

 

“A fin de presentar  a todos los hombres perfectos en Cristo” (Col 1,28; cfr. 2Cor 5,14).

 

 

La cooperación misionera de toda la comunidad eclesial:

 

“Orad por nosotros para que la Palabra del Señor siga propagándose” (2Tes 3,1).

 

Pablo pide oraciones (Ef 6,19-20; Rom 15,30) y ofrece oraciones (Fil 1,3.9-11; 1Cor 1,8; 1Tes 1,23).

 

En sus viajes misioneros pedía cooperación para los “pobres” de la Iglesia madre de Jerusalén (cfr. Rom 15,25; 2Cor 8-9).

 

(Ver otros textos paulinos sobre la Iglesia misionera, en el capítulo 8).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

Celo apostólico:

 

"Si de veras nos quemase las entrañas el celo de la casa de Dios... ver las esposas de Cristo enajenadas de El y atadas con nudo de amor tan falso" (Carta 208).

 

"¡Qué lástima es perderse almas que tan caro costaron, tan de balde!" (Sermón 3).

 

"Quien bien quisiere pesar el alma, pésela con este peso, de que Dios humanado murió por ellas" (Sermón 81).

 

"En cruz murió el Señor por las almas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas" (Sermón 81).

 

"Si corazón hubiese de madres, ¡oh!, con qué dolor saldríamos dando voces" (Sermón 24).

 

 

Celo apostólico de los sacerdotes:

 

"Ha de arder en el corazón del eclesiástico un fuego de amor de Dios y celo de almas", a imitación del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Plática 7ª) y que "amó a la Iglesia hasta entregarse en sacrificio por ella" (Ef 5,25).

 

"El jornalero, que principalmente trabaja por el dinero, en viendo el lobo, salta por las tapias" (Plática 7ª, 72ss).

 

 "Cuando los quieren ordenar, examínanlos si saben cantar y leer, si tienen buen patrimonio; pues ya, si saben unas pocas de cánones y tienen buen patrimonio, ¡sus!, ordenar. ¿En qué examinará Dios? En la caridad para con todos y en la oración" (Sermón 10).

 

"Quien no mortificare sus intereses, honra, regalo, afecto de parientes, y no tomare la mortificación de la cruz, aunque tenga buenos deseos concebidos en su corazón, bien podrán llegar los hijos al parto, mas no habrá fuerza para parirlos" (Sermón 81).

 

"Que si hubiese en la Iglesia corazones de madre en los sacerdotes que amargamente llorasen de ver muerto a sus espirituales hijos, el Señor, que es misericordioso, les diría lo que a la viuda de Naín: No quieras llorar. Y les daría resucitadas las almas de los pecadores" (Plática 2ª).

 

El sacerdote debe "tener verdadero amor a nuestro Señor Jesucristo, el cual le cause un tan ferviente celo, que le coma el corazón". Es amor de "verdadero padre y verdadera madre" (Tratado sobre el sacerdocio, n. 39).

 

"A quien se le encomiendan las almas, le es encomendado el Cuerpo místico de Jesucristo para que lo cure y fortalezca, y lo hermosee con tantas virtudes que sea digno de ser llamado cuerpo de tal cabeza, como es Jesucristo" (Tratado sobre el sacerdocio, n. 37).

 

El ministerio de la Palabra:

 

"El verdadero predicador, de tal manera tiene de tratar su palabra de Dios y sus negocios, que principalmente pretenda la gloria de Dios. Porque si anda a contentar los hombres, no acabará; sino que a cada paso trocará el Evangelio y le dará contrarios sentidos o enseñará doctrina contraria a la voluntad de Dios: hará que diga Dios lo que no quiso decir" (Comentario a Gálatas, n.8).

 

Refiriéndose  a San Pablo: "Éste sí es buen predicador, que no los que son el día de hoy, que no hacen sino hablar. ¿Pensáis que no hay más sino leer en los libros y venir a vomitar aquí lo que habéis leído?" (Sermón 49).

 

"Restan los predicadores de la palabra de Dios, el cual oficio está muy olvidado del estado eclesiástico, y no sin gran daño de la cristiandad. Porque como éste sea el medio para engendrar y criar hijos espirituales, faltando éste, ¿qué bien puede haber sino el que vemos, que, en las tierras do falta la palabra de Dios, apenas hay rastro de cristiandad?" (Memorial para Trento I, n.14, 345ss).

 

"No tengáis en poco la semilla si la espuerta es vil" (Sermón 28).

 

El ministerio de la Eucaristía y sacramentos:

 

“Cosa nunca oída ni vista, que hallase Dios manera cómo, subiéndose al cielo, se quedase acá su misma persona por presencia real, encerrada y abreviada debajo de unos accidentes de pan y de vino; y con inefable amor dio a los sacerdotes ordenados... que, diciendo las palabras que el Señor dijo sobre el pan y vino, hagan cada vez que quisieren lo mismo que el Señor hizo el Jueves Santo" (Sermón 35).

 

"El mismo Jesucristo se quedó por tu amor" (Sermón 38).

 

"En la primera venida padeció y fue sepultado; y aquí se llama ser sacrificado en la misa, porque es representación de su sagrada pasión" (Sermón 55).

 

La Eucaristía es "memoria" que actualiza lo que Cristo hizo el Jueves Santo (Memorial para Trento II, n.79), "para que la Iglesia tenga sacrifico precioso que ofrecer al Eterno Padre" (ibídem,  n.81).

 

"Pues eso que pasa de fuera, se ha de obrar allá dentro; que los sacramentos así son, que lo que muestran de fuera obran de dentro" (Sermón 57).

 

Los servicios de caridad, cuidado de los pobres:

 

"Y mire que lo trate y cure bien, que es Hijo de alto Rey; Hijo es de Virgen y en virginales corazones reposa de buena gana... Y porque tiene muchos parientes pobres, y quien a Él quiere, también ha de querer a ellos, tienda vuestra merced la mano para darles, porque son hermanos del Criador" (Carta 67).

 

"Los clérigos... son padres de los pobres" (Advertencias para el Sínodo de Toledo, n.99).

 

No debe ser una ayuda simbólica, sino eficiente. "Éstas son señales de verdadera caridad: compadecerse de todos y querer remediar a todos" (Comentario a Gálatas, n.18).

 

“Los flojos aquí os tengo, que tenéis por mayor pecado dejar de rezar vuestras devociones que dejar de remediar a un prójimo que está en necesidad" (Comentario a la carta de Juan I, lec.22ª).

 

"¿No tienes pobres en tu barrio? ¿No tienes desnudos a tu puerta? Pues si vistes al pobre, a Jesucristo vistes" (Sermón 2).

 

CURA DE ARS:

 

El ministerio de la Eucaristía:

Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.

 

“Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.

 

"Allí está aquel que tanto nos ama; ¿por qué, pues, no habremos de amarle nosotros?"

 

"No es necesario hablar mucho para orar bien. Sabemos que el buen Dios está allí, en el santo Tabernáculo: abrámosle el corazón, nos alegremos de su ¡presencia. Esta es la mejor oración".

“Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él… Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.

 

El celo apostólico como reflejo de la caridad del Buen Pastor:

 

"Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede conceder a una parroquia”.

 

"Dios mío, concediendo la conversión de mi parroquia; acepto el sufrir lo que queráis durante todo el tiempo de mi vida”.

 

"Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto me hubiese muerto de aprensión".

 

Respuesta que dio a un compañero, cuando éste se quejaba de la poca eficacia de su ministerio: "Habéis orado, habéis orado, gemido y suspirado?...  Mientras a ello no lleguéis, no creáis haberlo hecho todo".

 

Fue consejero de Paulina Jaricot en la obra misional de la Propagación de la fe, leía su boletín misionero y buscaba ayudas económicas…

 

Palabra y sacramentos:

“Nuestro Señor que es la misma Verdad; no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo".

A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.

Él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

“El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”

 

 

 

VII: CAMINAR DE SORPRESA EN SORPRESA, CON MARIA ICONO DE LA IGLESIA

 

Presentación

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

3. Construir la historia amando, de corazón a corazón

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

***

 

Presentación

 

La Iglesia vive en estado permanente de “Cenáculo”, donde se actualiza el misterio redentor y se reciben las nuevas gracias del Espíritu Santo, para afrontar las nuevas situaciones con actitudes apostólicas renovadas. Esto es posible con María y como ella, viviendo en sintonía con su pertenencia total y virginal a Cristo.

 

La vocación, la contemplación, la perfección, la comunión fraterna y la misión, se viven con autenticidad cuando ella está presente, como en Caná, en el Calvario y en el Cenáculo de Pentecostés. Cristo Sacerdote sigue comunicando su consagración y misión sacerdotal desde el seno de Maria.

 

1. A partir del Cenáculo, la Iglesia con María es signo de esperanza

 

La Eucaristía, como presencia sacrificial de Cristo que comunica su misma vida, se vive con las actitudes interiores de acogida, disponibilidad y entrega, bajo la acción del mismo Espíritu Santo que formó a Cristo en el seno de María. “María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 33; cfr. LG 58.59; AG 4).

 

El “amén” (“sí”) de María en el momento de la Encarnación del Verbo (y al pie de la cruz) es el “amén” de la Iglesia cuando responde a la presencia sacrificial de Cristo en la celebración eucarística. Es el momento más mariano del caminar eclesial, como asociación al “amén” de Cristo al Padre en el Espíritu Santo (cfr. Lc 10,21; 2Cor 1,20).

 

El Cenáculo recuerda la Pascua de Jesús, quien quiso a María asociada a su inmolación al pie de la cruz: “Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva” (Spe Salvi 50). Y recuerda también la presencia de Jesús resucitado, que invitó a los suyos a creer (como su Madre y nuestra) sin esperar signos extraordinarios (cfr. Jn 20,29; Lc 1,45).

 

El “Cenáculo” antes de la venida del Espíritu Santo, recuerda la sintonía con la oración y actitudes de María. Por esto, “como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con «María, la madre de Jesús » (Hech 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu” (RMi 92).

 

Todos los fieles que participan en el cenáculo eucarístico, “esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre” (SCa 96). En esta tarea de comunión eclesial responsable se inserta especialmente el ministro ordenado.

 

La esperanza es confianza en la presencia de Cristo resucitado y está personifica en Él, “nuestra esperanza” (1Tim 1,1). Pero es también tensión de Iglesia peregrina que, en el itinerario hacia el encuentro definitivo con Cristo y en medio de las pruebas históricas,  sigue a “la mujer vestida de sol” (Apoc 12,1) y se siente identificada con ella. Las pruebas históricas producen, a veces, serias heridas, pero la “esposa” de Cristo sabe “blanquear su túnica en la sangre del Cordero” (Apoc 7,14) para hacerse transparencia del Señor.

 

La acción ministerial participa de la realidad de Cristo, “grano de trigo caído y muerto en tierra” (Jn 12,24). Se siembra y se hunde en el surco, sin lógica humana, a la sorpresa de Dios. El discipulado misionero, mientras participa de la suerte de Cristo, al pie de la cruz con María, comparte también su triunfo: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). María, por pertenecer virginal y esposalmente a Cristo (“Sponsa Verbi”), es la Madre más fecunda.

 

La acción apostólica, según la explicación de Jesús, es una “maternidad” que pasa por el sufrimiento, esperando llegar al gozo de la fecundidad. El secreto consiste en la actitud materna de sufrir amando. Este “gozo de la esperanza” (Rom 12,12) nadie nos lo podrá arrebatar  (cfr. Jn 16,21-22). “Formar a Cristo” en los demás (Gal 4,19), es un proceso de “dolores de parto”, para transformar las dificultades en la verdad de la donación, “esperando contra toda humana esperanza” (Rom 4,18).

 

 

2. Dejarse sorprender por Cristo resucitado presente

 

No sabemos si el Señor se apareció a su Madre en particular. Estaría en el Cenáculo del día de Pascua, como lo estuvo con los discípulos esperando Pentecostés (cfr. Hech 1,14).  Ella vivía de la fe en la persona y el mensaje pascual de Jesús, quien había dicho repetidamente que resucitaría. Las palabras de Jesús son vivas y llegan más al corazón cuando se vive en sintonía con él, sin necesidad de signos extardinadrios. Si al discípulo amado, le bastaron unos signos pobres (como el sepulcro vacío o los lienzos por el suelo y el sudario plegado) para suscitar su fe (cfr. Jn 20,8), a María le bastaba recordar y “contemplar en su corazón” (Lc 2,19.51) los gestos y las palabras de Jesús (cfrf. Lc 1,45; Jn 20,29).

 

María siempre se dejó sorprender por la acción salvífica de Dios. Escuchaba, miraba, recordaba, aceptaba el misterio de Jesús que se movía según el proyecto del Padre (cfr. Lc 2,49).  “La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cfr. Hech 1,14), que recibieron el día de Pentecostés” (Spe Salvi 50).

 

María vivió su “nueva misión” materna de acompañar a la Iglesia en el camino de la fe. Fue el encargo de Jesús: “Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo” (Spe Salvi 50).

 

La Iglesia camina por la historia entre luces y sombras, acompañada por una presencia de Jesús que parece ausencia y silencio (cfr. Mt 28,20). Compartir la vida con Cristo, significa caminar con él para que en cada corazón humano y en cada pueblo resuene el “Padre nuestro” (como actitud filial comunicada por Jesús), las bienaventuranzas y el mando del amor (como actitud de donación infundida por el Señor).

 

El discipulado evangélico incluye aceptar vivencialmente la invitación de Jesús: "He aquí a tu Madre" (Jn 19,27). Esta aceptación  se concreta en "contemplación" y aceptación del mensaje de Jesús ("haced lo que él les diga": Jn 2,5), en seguimiento evangélico ("con su Madre": Jn 2,12) y en cumplimiento del mandato misionero del Señor (de evangelizar a todos los pueblos). Siemnpre con la actitud y el "amor materno" de María, porque ella "es el ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (Redemptoris Missio 92; cfr. LG 65). Ella sigue siendo “icono” viviente de la Iglesia peregrina.

 

 

3. Construir la historia amando de corazón a corazón

La historia se construye amando con la verdad de la caridad,  es decir, con la verdad de la donación. Sólo el amor construye la unidad del corazón, de la comunidad humana y eclesial. La “Ciudad de Dios”, según San Agustín, recuerda que la humanidad se construye  con “el amor de Dios” y el ordenar la propia vida según este amor que repercute en los hermanos. Otras construcciones terminan mal.

Cristo es el centro de la creación y de la historia (cfr. Ef 1; Col 1; Jn 1). “En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto” (Caritas in Veritate 1).

Esta caridad que construye la historia es “don” y “gracia” de Dios Amor. “La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza” (Caritas in Veritate 2). “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cfr. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate 5)

En este caminar de construir la historia amando, María ejerce  (por su unión con Cristo resucitado presente) una presencia activa y materna (cfr. Redemptoris Mater 1y 24). Ella acompaña como Madre, modelo, intercesora, maestra, discípula… La historia humana, personal y comunitaria, es un camino donde Cristo resucitado se hace presente asociando a María, para indicarnos su “corazón bueno” (Lc 8,15) donde se recibe la Palabra (cfr. Lc 2,19.51).

María está presente en todas las facetas y etapas del caminar eclesial: camino de fe viva (cfr. Lc 1,45), de vocación aceptada con fidelidad (cfr. Lc 1,28ss; Jn 2,12), de entrega generosa en santidad (cfr. Lc 1,38), de contemplación comprometida (cfr. Lc 2,19.33.51; 11,28), de fraternidad y comunión eclesial (cfr. Hech 1,14), de misión (cfr. Jn 19,25-27; Apoc 12,1).

 

En el camino de la vida y del ministerio de los sacerdotes, María tiene un puesto singular: “En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad; ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó total­mente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio” (PO 18).

 

Los ministros ordenados participan de modo peculiar en la consagración de Cristo Sacerdote que tuvo inicio en el seno de María (cfr. Lc 1,35; 4,18), prolongan su misma misión a la que asoció a su Madre como “la mujer” que comparte su misma vida (cfr. Jn 2,4; 19,26; Gal 4,4; Apoc 12,1) y están llamados de modo especial a hacer de la vida un “amén” sacrificial en sintonía con los amores de Cristo Sacerdote y Buen Pastor (cfr. Lc 1,38; 10,21; Jn 19,25; 2Cor 1,20).

 

El camino vocacional tiene un inicio, una perseverancia y una renovación continua que recuerda Caná, el Calvario y el cenáculo de Pentecostés, donde María ocupaba su lugar de “Madre de Jesús” y, por tanto, nuestra. “En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios” (PDV 37).

 

La historia humana se programó en el Corazón de Dios y sólo puede construirse de corazón a corazón, en sintonía vivencial con su Palabra encarnada en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo. Ella lo vivió desde lo más hondo de su corazón, puesto que, “avanzó en la peregrina­ción de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cfr. Jn, 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma” (LG 58).

 

Cristo experimentó ese amor materno y oblativo, también y especialmente en el momento cumbre de su oblación como Sacerdote y Víctima: “Dio mío… Sí, tú del vientre me sacaste, me diste confianza a los pechos de mi madre” ( Sal 21,10; cfr. Mt 27,46). Nos ha encomendado a este regazo materno y sacerdotal (cfr. Jn 19,26-27). Como en su aparición del Tepeyac, “la Madre de Jesús” y nuestra,  nos dice: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?... Tú estás en mi regazo”. Por esto, el concilio Vaticano II nos invita a “amar y venerar con amor filial a la Santísima Virgen María, que al morir Cristo Jesús en la cruz fue entregada como madre al discípulo” (OT 8; cfr. LG 58; PO 18).

 

Ante los nuevos areópagos de sociedad actual, la fe en Cristo compromete a colaborar en la construcción de una humanidad según el proyecto de Dios Amor. “Que la Virgen María,proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae yRegina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»” (Caritas in Veritate 79).

 

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO:

 

El primer texto mariano del Nuevo Testamento, síntesis del “Kerigma” (Jesús Dios, hombre, Salvador; María Virgen, madre, asociada, cooperadora):

 

“Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de la mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,5-7).

 

La maternidad apostólica en relación con la maternidad de María:

 

“¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ugal 4,19; cfr. Jn 16,21-22).

 

En el contexto de la maternidad de la Iglesia:

 

“La Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre” (Gal 4,26; cfr. LG 65; RMa 24,43).

 

Camino de Iglesia, camino de esperanza en Cristo resucitado:

 

“Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por mandato de Dios nuestro Salvador y de Cristo Jesús nuestra esperanza” (1Tim 1,1).

 

El “gozo de la esperanza” (Rom 12,12) se fundamenta en el mismo Cristo resucitado: "Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo" (Col 1,27-28).

“Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia” (Rom 8,24-25). “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5).

 

“No me avergüenzo, porque yo sé bien en quien tengo puesta mi confianza” (2Tim 1,12). “Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones” (2Cor 7,4).

 

 

JUAN DE ÁVILA:

 

María, Madre especial de los sacerdotes:

 

"Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hechos semejantes a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre… Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración " (Plática 1ª).

 

"Los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas" (Ser 67, 743ss).

 

Devoción y espiritualidad mariana en dimensión cristológica:

 

“Señora, nuestro oficio será pensar en vos, hablar de vos, seguiros a vos en vuestra vida y mirar cómo hacíais y así hacer nosotros... gastarnos hemos todos en vuestro servicio" (Ser 61).

 

Honrarla a ella equivale a honrar a Cristo, "porque toda la honra que a su Madre hicieren, la recibe El como hecha a sí mismo" (Sermón 70).

 

"Por Señora tienen a la Virgen, y por muy obligados a sus servicios, los que han recibido la vida por el fruto de su vientre, que es Jesucristo" (Sermón 68).

 

"Más quisiera estar sin pellejo que sin devoción de María" (Sermón 63). "Cuando yo veo una imagen con su Niño en los brazos, pienso que he visto todas las cosas" (Sermón 4).

“Si la amamos, imitémosla; y si por Madre la tenemos, obedezcámosla. Y lo que nos manda es que hagamos todo aquello que su Hijo bendito nos manda" (Sermón 69).

"Aquel tiene a la Virgen que tiene a su Hijo o lo quiere tener; el que está en gracia le tiene" (Sermón 66).

 

"Quererla bien y no imitarla, poco aprovecha" (Sermón 63). "Que ésta es muy buena devoción de la Virgen, seguir sus virtudes" (Sermón 61). "¿Pensáis que es ser devotos de la Virgen, cuando nombran a María, quitaros el bonete no más? Más hondas raíces ha de tener su devoción" (Sermón 63).

 

"¡Oh si supiésemos qué bienes tiene quien a la Virgen tiene!... que no sólo la Virgen es Madre de los justos, mas también abogada para alcanzar perdón al pecador" (Sermón 66).

 

 

CURA DE ARS:

 

María, don de Cristo a su Iglesia:

 

El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo  más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.

 

Su amor a María, la Inmaculada:

 

“A la Santísima Virgen yo la he amado antes de conocerla, es mi amor más antiguo”. “Es la Madre más ocupada”.

 

Invocación mariana que era tan familiar al Santo Cura de Ars:  “Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios! ¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón Inmaculado!"

 

El Corazón materno de María:

 

"El Corazón de la Santísima Virgen María es la fuente de la que Cristo tomó la sangre con que nos redimió... En el corazón de esta Madre no hay más que amor y misericordia. Su único deseo es vernos felices. Sólo hemos de volvernos hacia ella para ser atendidos... El hijo que más lágrimas ha costado a su madre, es el más querido de su corazón... El corazón de María es tan tierno para nosotros, que los de todas las madres reunidas no son más que un pedazo de hielo al lado suyo... El corazón de la Santísima Virgen es la fuente de la que Jesús tomó la sangre con que nos rescató".

 

En la iglesia de Ars está la imagen de María, en cuyo Corazón el santo Cura colocó los nombres de todos sus feligreses.

 

 

 

VIII. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DEL PRESBITERIO COMO SIGNO DE COMUNIÓN ECLESIAL

 

Presentación

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

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Presentación

 

El Presbiterio es un signo sacramental de la presencia de Cristo en su Iglesia particular, en comunión afectiva y efectiva con toda la Iglesia y con el sucesor de Pedro que preside “la caridad universal”. Es una realidad de gracia insertada en la comunión eclesial, como conjunto de gracias para compartir y servir.

 

A la luz de Cristo resucitado presente (“yo estoy en medio”: Mt 18,20), todo es resonancia de los latidos de su Corazón sacerdotal de Buen Pastor: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir  y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10,16).

 

1. Al servicio de toda la Iglesia local y universal

 

La Iglesia, “sacramento universal de salvación” (LG 48, AG 1), se concreta en cada Iglesia particular presidida por un sucesor de los Apóstoles junto con su Presbiterio, en comunión con la Colegialidad Episcopal y con el sucesor de Pedro.  El Presbiterio está al servicio de todo el Pueblo de Dios en esa Iglesia, vitalizando y armonizando vocaciones, ministerios y carismas.

 

La puesta en práctica de la Iglesia “comunión”, también y especialmente en el Presbiterio de la Iglesia particular, es hoy una urgencia especial de la caridad que viene de Dios. “Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2Cor 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas” (Caritas in Veritate, 20). La construcción de la sociedad como comunión necesita ver el signo de esta comunión como reflejo de la comunión trinitaria (cfr. Jn 17,21-23).

 

Los ministros ordenados (obispo, presbíteros, diáconos) son un signo eclesial de comunión, una realidad sacramental, al servicio de la historia de gracia y de la herencia apostólica que está en la Iglesia particular. Su servicio consiste en construir la unidad entre personas vocacionadas, ministerios y carismas particulares.

 

El concilio da una definición sinténtica de la Iglesia particular o local que ordinariamente llamamos “diócesis”: "La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del Presbite­rio, de forma que unida a su pastor y reunida por él en el Espí­ritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica" (ChD 11; ver el mismo texto en can. 369).

 

La Iglesia es una sola, pero se concretiza en las diversas Iglesias particulares: "La Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias particulares" (Evangelii Nuntiandi 62), ya que "en la cuales y desde las cuales existe la Iglesia católica una y única" (can. 368). "En las Iglesias particulares y a partir de ellas se constituye la Iglesia Católica una y única" (LG 23).

 

Esta Iglesia es presidida por un sucesor de los Apóstoles que es cabeza del Presbiterio, en comunión con el sucesor de Pedro y con la Colegialidad Episcopal. Allí se concentra una historia de gracia (casi siempre multisecular) y una herencia apostólica (intercomunicable entre las diversas Iglesias particulares). Este conjunto de “Iglesias” armónicamente unidas en una sola Iglesia, se puede constatar en los escritos del Nuevo Testamento, a modo de familias eclesiales donde se celebra en oración la Eucaristía, se predica la palabra y se construye la comunidad en la caridad, tomando como referencia la comunidad inicial de Jerusalén (cfr. Hech 2,42ss; 4,32ss).

 

La Iglesia "está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testa­mento (cfr. Hech 8,1; 14,22-23; 20,17)... En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad" (LG 26).

 

Los términos actuales que definen o describen a la Iglesia particular (“concretización”, “presencialización”, o "encarnación" e “imagen” de la Iglesia universal), indican el aquí y ahora de un lugar y un espacio, así como los valores culturales, donde se comunican y aplican los carismas del Espíritu. Siempre es la "Iglesia de Dios", de que habla San Pablo (1Tes 2,14). Todo Iglesia particular o local se fundamenta sobre la "piedra", que es Cristo, y sobre los Apóstoles (cfr. Ef 2,20). En esta Iglesia-familia todos somos "familiares de Dios" (Ef 2,19). Es la Iglesia amada por Cristo hasta dar la vida por ella (cfr. Ef 5,25).

 

La misión “a todas las gentes” es connatural a la Iglesia universal y a toda Iglesia particular: "Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera" (Redemptoris Missio 48). Con esto se llega a una consecuencia lógica: “Como la Iglesia particular debe representar lo mejor que pueda a la Iglesia universal, conozca muy bien que ha sido enviada también a aquellos que no creen en Cristo y que viven en el mismo territorio, para servirles de orientación hacia Cristo con el testimonio de la vida de cada uno de los fieles y de toda la comunidad” (AG 20).

 

Toda institución eclesial, pero especialmente la Iglesia particular con sus realidades de gracia,  está llamada a ser “escuela de comunión”: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (Novo Millennio Ineunte 43). La “comunión” es el "principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano... donde se construyen las familias y las comunidades" (ibídem).

 

La Iglesia particular no es principalmente un hecho sociológico, sino propiamente una historia de gracia y una herencia recibida de los Apóstoles, que verdaderamente se inserta en circunstancias culturales e históricas. Esta realidad de “encarnación” supone una comunión de caridad con las demás Iglesias particulares. La Iglesia en su realidad más profunda y universal, es la “caridad” universal que preside el obispo de Roma, como sucesor de Pedro, custodio de una herencia apostólica recibida de Pedro y Pablo, servidor de la “comunión” eclesial.

 

El concilio Vaticano II resume esta realidad de gracia recogiendo los aspectos más importantes: “El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad, así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia, formada a imagen de la Iglesia universal; y de todas las Iglesias particulares queda integrada la una y única Iglesia católica. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal como todos a una con el Papa, repre­sentan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad... en cuanto miembros del Colegio Episcopal y como legíti­mos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella solici­tud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen... Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo Místico, que es también el cuerpo de todas las Iglesias” (LG 23; cfr. ChD 2).

 

Dentro de la Iglesia particular y universal se encuadran armónicamente todas las comunidades cristianas que quieran vivir con autenticidad : "Cada comunidad debe vivir unida a la Iglesia particular y universal... comprometida en la irradiación misionera" (Redemptoris Missio 51). “En la Eucaristía, las Iglesias particulares tienen el papel de hacer visible en la Iglesia universal su propia unidad y su diversidad. Esta relación de amor fraterno deja entrever la comunión trinitaria” (Sacramentum Caritatis, nota 39 del n.15).

 

Los sacerdotes ministros son servidores de esta comunión eclesial local y universal. Los privilegios humanos no tienen razón de ser, y no dejarían transparentar la realidad de “Jesús en medio” (Mt 18,20).

 

 

2. En las realidades de gracia del Presbiterio

 

La fraternidad del Presbiterio es una realidad y un servicio eficaz de comunión eclesial. Desde el concilio Vaticano II se han ido recuperado paulatinamente los contenidos salvíficos del Presbiterio, ya delineados y vividos en los primeros tiempos de la Iglesia.

 

Es una "fraternidad sacramental" (PO 8), o "íntima fraternidad" exigida por el sacramento el Orden (LG 28), signo eficaz de santificación y evangelización. Por esto, el Presbiterio es "mysterium" y "realidad sobrenatural" (PDV 74), que matiza la espiritualidad de sus componentes, en el sentido de pertenecer a una "familia sacerdotal" (ChD 28; PDV 74). Consecuentemente, la fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27).

 

Estas realidades de gracia, juntamente con el hecho de pertenecer a la Iglesia particular, es parte integrante de la espiritualidad del sacerdote ministro y comporta la corresponsabilidad y ayuda mutua en la vida espiritual, pastoral, intelectual, económica y personal (cfr. LG 28; PO 8).

 

Cuando se vive esta fraternidad, pedida por el Señor en su oración sacerdotal (cfr. Jn 17,9ss), el Presbiterio es un signo eficaz de santificación y de evangelización para toda la Iglesia y para toda la humanidad: “Que todos sean uno... para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21.23). Entonces el Presbiterio es “un hecho evangelizador” (Puebla 663).

 

La comunión del Presbiterio fundamenta la interrelación sacerdotal: “En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraterni­dad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida de trabajo y de caridad” (LG 28).

 

La expresión conciliar “fraternidad sacramental” (PO 8) es inédita en la historia de la Iglesia. Pero la realidad es la misma de la oración sacerdotal de Jesús (cfr. Jn 17,21-23). En el contexto de la doctrina conciliar, hace patente y concreta la realidad de la misma Iglesia como “sacramento” (signo transparente y portador de Cristo): “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Así, pues, la definición descriptiva del Presbiterio se encuadra en el contexto de una Iglesia que es “sacramento”, es decir, misterio de comunión para la misión.

 

Esta “comunión” fraterna del Presbiterio es dialogal, responsable, solidaria, de convivencia compartida en todos sus niveles. El decreto Presbyterorum Ordinis indica esta interrelación entre todos los presbíteros, teniendo en cuenta su diversidad de función, edad y situación circunstancial (dificultades, enfermedad, soledad), sin olvidar su eventual inserción en grupos geográficos, funcionales o asociativos (cfr. PO 8). La espiritualidad específica del sacerdote diocesano (“diocesano” por incardinación o por servicio permanente) queda determinada por las realidades de gracia del Presbiterio.

 

Para construir la “verdadera familia” sacerdotal del Presbiterio en “comunión” (PDV 74), es necesario vivir la relación íntima con Cristo y el estilo apostólico del seguimiento evangélico. A Cristo, cuando es profundamente amado, se le descubre presente en medio de los hermanos (cfr. Mt 18,20; 28,20; Jn 17,21-23). La vivencia de esta presencia “sacramental” (es decir, bajo “signos” eficaces de Iglesia), hace posible la realidad eclesial de “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32), también y especialmente en el Presbiterio. Entonces el signo “sacramental” de la fraternidad en el Presbiterio, se convierte en medio privilegiado y necesario para la propia santificación y misión.

 

La fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27). Con la aportación de obispo y presbíteros, hay que "hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estruturar la formación permanente... como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas" PDV 79), para "sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes" (PDV 3).

 

La “renovación interior” que se pide para celebrar un año sacerdotal recordando al Santo Cura de Ars, reclama “el redescurimiento gozoso de la propia identidad, de la fraternidad del propio Presbiterio con el propio Obispo” (Carta del Prefecto de la Congregación del Clero, Cardenal Claudio Hummes, a los Obispos, 3 abril 2009).

 

Comentando Pastores dabo vobis, afirma Benedicto XVI: “Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo (cfr. PDV 17). Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva (cfr. PDV 74). Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio” (Bededicto XVI, Carta 16 junio 2009).

 

En el Presbiterio de las Iglesias particulares se realiza un servicio sacerdotal como signo comunitario del Buen Pastor.La “Vida Apostólica” de los ministros ordenados tiene lugar especialmente en el Presbiterio de la Iglesia particular. Todos los elementos de esta realidad de gracia tienden a construir la fraternidad, es decir, el seguimiento evangélico y la misión en comunión fraterna, en relación de dependencia espiritual y pastoral respecto al propio obispos: “En cada una de las congregaciones de fieles, ellos representan al obispo con quien están confiada y animosamente unidos” (LG 28; Cfr. SC 42; LG 28; PO 7).

 

El canon 245 actual (CIC de 1983) urge a los futuros sacerdotes (durante su período de formación en el Seminario) a prepararse para vivir la vida fraterna en el Presbiterio: "Los alumnos... mediante la vida en común en el Seminario, y los vínculos de amistad y compenetración con los demás, deben prepararse para una unión fraterna con el Presbiterio diocesano, del cual serán miembros para el servicio de la Iglesia" (can.245).

 

Estas realidades de gracia (Iglesia particular, Presbiterio) deben matizarse inspirándose en figuras sacerdotales de la historia antigua o reciente, especialmente en sacerdotes ya canonizados y en figuras sacerdotales que cada Iglesia particular debería conocer como una ”memoria histórica” de gracia. También hay que recordar y apreciar los carismas peculiares que el Espíritu Santo concede continuamente a su Iglesia. El Presbiterio diocesano se vive ayudándose de realidades complementarias de gracia, como puede ser una amistad, la dirección espiritual, una asociación y también la pertenencia a una institución de vida consagrada para el sacerdote ministro.

 

 

3. Iglesia particular y Presbiterio en clave misionera

 

La Iglesia, local y universal, es misionera por su misma naturaleza. Las realidades de gracia que constituyen el Presbiterio, tienen el objetivo de construir la Iglesia local o particular en su dimensión misionera, “ad intra” y “ad extra”, más allá de las fronteras de la fe.

 

Cualquier institución de Iglesia tiene esta derivación de comunión misionera: “Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad (cfr. LG 1)” (Caritas in Veritate 54).

 

Los Institutos e instituciones misioneras son un cauce privilegiado para suscitar, discernir, formar y sostener o potenciar  la misión y las vocaciones misioneras especialmente de dedicación “ad vitam” y “ad gentes”. La Iglesia particular con su Presbiterio ayuda a conseguir este objetivo, mientras ella misma procura llegar a ser verdaderamente “diócesis misionera”.

 

De esta realidad misionera son especiales servidores quienes, por “el don espiritual  que recibieron en la ordenación”, están llamados  “para una misión amplísima y universal de salva­ción «hasta los extremos de la tierra» (Hech 1,8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. Porque el sacerdo­cio de Cristo... se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos” (PO 10). Su servicio ministerial es de quienes están “preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procu­ran cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia” (LG 28).

 

En los escritos paulinos, todo ser humano, sin excepción, es el hermano “por quien Cristo ha muerto” (Rom 14,15).  “Cristo murió por todos” (2Cor 5,15). Toda la creación está  “gimiendo con dolores de parto” (Rom 8,22) y toda la humanidad está suspirando por “ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8,21).

 

En la “plantación” (enraizamiento o maduración) de la Iglesia (1Cor 3,7), para llegar a ser “edificio de Dios”, el Apóstol es sólo “colaborador de Dios” (1Cor 3,9). La obra apostólica se realiza entre todos los colaboradores, cada uno según la gracia recibida. Lo importante es crear comunidades eclesiales, en las que se predique la Palabra, se celebren los sacramentos (especialmente el bautismo y la Eucaristía), se ore bajo la acción del Espíritu Santo y se edifique en la caridad, que “nunca falla” (1Cor 13,8). Son comunidades que viven según el Espíritu Santo (cfr. 1Cor 3,16), en una dinámica trinitaria que refleja el proyecto de Dios sobre toda la humanidad: el Padre nos ha elegido en Cristo, para ser hijos en el Hijo, con la garantía del Espíritu (cfr. Ef 1-2; cfr. GS 22).

 

La doctrina paulina sobre la Iglesia esencialmente misionera, en cada una de sus comunidades locales, puede servir de clave para reinterpretar algunas afirmaciones fundamentales del concilio Vaticano II, que, al ser releídas hoy, abren nuevos horizontes a la Iglesia misionera: la Iglesia como “sacramento universal de salvación” (LG 48; AG 1), “es misionera por su naturaleza” (AG 2), como compendio del designio salvífico que tiene su origen en el "amor fontal" o “caridad de Dios Padre” (AG 2).

 

En la misma doctrina paulina se puede intuir que “el Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia” (Tertio Millennio Adveniente 6). La esperanza misionera no se funda en constataciones sociológicas o en estadísticas (por válidas y necesarias que sean), sino en una realidad de fe, que ayuda a descubrir que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

 

Precisamente para hacer resaltar la perspectiva misionera, Pablo VI en Evangelii Nuntiandi recordaba que "la Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias particulares" (EN 62). La presencialización de la Iglesia universal en la Iglesia particular ayuda a tomar conciencia de ser la concretización de la única Iglesia esparcida en todo el mundo y, por tanto, toda Iglesia particular queda invitada y urgida a asumir su propia  misionariedad universal. "Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera" (Redemptoris Missio 48).

 

La afirmación “diócesis misionera” es, pues, una consecuencia lógica de la realidad eclesial en su razón de ser, puesto que ella “existe para evangelizar” (EN 14), como continuadora de la misma misión de Cristo. Así, pues, “suscitando, promoviendo y dirigiendo el Obispo la obra misional en su diócesis, con la que forma una sola cosa, hace presente y como visible el espíritu y el celo misional del Pueblo de Dios, de suerte que toda la diócesis se hace misionera" (AG 38; cfr. AG 38.39; EN 62-64; RMi 48-49, 61-64, 67-68; CEC 832-835, 1560; CIC 368-374).

 

La naturaleza misionera de toda Iglesia particular no exime de esta derivación necesaria a las Iglesias que son “pobres” o relativamente “jóvenes”. Ya desde el inicio de la fundación eclesial (como aparece en las Iglesias fundadas por Pablo), la comunidad está llamada a vivir su responsabilidad misionera universal. Ello será señal de autenticidad y de madurez en cuanto al proceso de “implantación” de la Iglesia: “Para que este celo misional florezca entre los nativos del lugar es muy conveniente que las Iglesias jóvenes participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero. Porque la comunión con la Iglesia universal se completará de alguna forma cuando también ellas participen activamente del esfuerzo misional para con otros pueblos” (AG 20).

 

La responsabilidad misionera “ad gentes” (“universal”) emana de la misma naturaleza de la Iglesia, desde sus inicios: “Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve” (AG 6).

 

Las Iglesias más jóvenes o con menos recursos están, pues, ya desde el inicio, insertadas en esta dinámica misionera, como afirma la encíclica Redemptoris Missio, de suerte que con su actitud generosa podrán servir de estímulo para las Iglesias de antigua cristiandad: "Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad... Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas" (91). Así es la lógica evangélica de “dar desde la propia pobreza” (Lc 21,4; cfr. Puebla 368 , citado por Redemptoris Missio64).

 

La Iglesia particular con su Presbiterio, por razón de su sacramentalidad, su catolicidad y su apostolicidad, se abre a la universalidad de la misión, de dar y de recibir los dones que se han recibido gratuitamente y que son de todos. "Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes" (Redemptoris Missio 62). Hoy, en un mundo “globalizado”, esta realidad tiene su importancia, puesto que "solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y demuestre que es de hecho universal, puede tener un mensaje capaz de ser entendido, por encima de los límites regionales, en el mundo entero" (Evangelii Nuntiandi 63).

 

Si la comunidad eclesial está llamada a vivir la "comunión", en la que encuentra "el fundamento de la misión" (Redemptoris Missio 75), el Presbiterio, cuya naturaleza sacramental es para el servicio de la Iglesia particular, asume la responsabilidad misionera inherente a la mima Iglesia. La “incardinación” en este caso significa que se asume esponsalmente esta responsabilidad, puesto que “comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero” (PDV 31).

 

Vivencia de Pablo, Juan de Ávila, Juan María Vianney

 

PABLO

 

En la naturaleza misionera de la Iglesia:

 

En las cartas paulinas es patente su cuidado “por todas las Iglesias” (2Cor 11,28), que el Apóstol intenta contagiar a todos, como miembros de “un solo cuerpo” (Rom 12,5), por el hecho de comer de “un solo pan” (1Cor 10,17). Invita a todos a abrirse más allá de las fronteras, “donde el nombre de Cristo no era aún conocido” (Rom 15,20).

 

Las motivaciones misioneras de Pablo no eran principalmente sociológicas, sino a partir del amor de Cristo: “Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que... murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

 

Llamado para la misión “ad gentes”:

 

Pablo fue el “instrumento escogido” para la evangelización “a las gentes” (Hech 9,15).

 

Le urgía el amor: "encadenado en el Espíritu" (Hech 20,22); "la caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14); "urge que él reine" (1Cor 15,25), porque “Cristo murió por todos” (2Cor 5,15).

 

“Los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio” (Ef 3,6).

 

Su objetivo misionero era el de presentar a todos los seres humanos “perfectos en Cristo” (Col  1,28), para que cada uno fuera vivificado o “formado en Cristo” (Gal 4,19),  como “nueva criatura” (2Cor 5,17), para  “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10), de suerte que todos los pueblos llegaran a ser un “oblación” agradable a Dios (Rom 15,16).

 

"Desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico he dado cumplimiento al Evangelio de Cristo" (Rom 15,19).

 

"Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Cor 9,16). Su razón de ser: “Evangelizar más allá de vosotros” (2Cor 10,16).

 

“Me debo a los griegos y a los bárbaros; a los sabios y a los ignorantes” (Rom 1,14). Quería "ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús" (Rom 15,15-16).

 

"Por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo" (2Cor 2,14-15).

 

Las Iglesias fundadas por Pablo, con su Presbiterio:

 

Pablo se preocupaba "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28), porque su vocación era la de “anunciar a las gentes la inescrutable riqueza de Cristo y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios” (Ef 3,8-9).

 

“Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tim 1,6).

 

“No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del Presbiterio” (1Tim 4,14).

 

Invita a Timoteo, obispo en Éfeso, a compartir las dificultades de la misión: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos...  por él estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor;  pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,8-9).

 

A loa “presbíteros” (colegio de “ancianos” o “responsables”) de Éfeso les insta al cuidado pastoral: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para  pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo” (Hech 20,28).

 

 

JUAN DE ÁVILA

 

La Iglesia misionera en dimensión universal:

 

"¡Quién pudiese tener mil millones de lenguas para pregonar por todas partes quién es Jesucristo!" (Carta 207). Él es "el Deseado de todas las gentes" (Carta 42).

 

"No paró la salud del Padre, que es Cristo, en el pueblo de los judíos, mas salió, cuando fue predicado por los apóstoles en el mundo, y ahora lo es, acrecentándose cada día la predicación del nombre de Cristo a tierras más lejos para que así sea luz, no sólo de los judíos que creyeron en Él, a los cuales predicó en propia persona, mas también a los gentiles" (Audi Filia, cap.111).

 

El ejemplo de San Juan de Ávila: "Vivían sus discípulos apostólicamente... sacerdotes ejemplares, que, coadjutores de los obispos, acudiesen a cultivar las almas, enseñar a los niños la doctrina, criar santamente la juventud, ayudar a los fieles en el camino de la salvación, gobernar los más perfectos en la vida espiritual; finalmente, que predicasen por el mundo, dilatasen la verdad evangélica, manifestasen los tesoros que tenemos en Cristo crucificado" (L. Muñoz, Vida, lib. 2º, cap.1).

 

En la fraternidad del Presbiterio y con el propio obispo, según el modelo de la vida apostólica:

 

"Y, si cabeza y miembros nos juntamos a una en Dios, seremos tan poderosos, que venceremos al demonio en nosotros y libraremos al pueblo de sus pecados, porque... hizo Dios tan poderoso al estado eclesiástico, que, si es el que debe, influye en el pueblo toda virtud, como el cielo influye en la tierra" (Plática 1ª).

 

"Adviértase que para haber personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar, se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde principio con tal educación, que se pueda esperar que habrá otros eclesiásticos que los que en tiempos pasados ha habido" (Memorial para Trento II, n.43).

 

Obispos y presbíteros son  "retrato de la escuela y colegio apostólico, y no de señores mundanos" (Advertencias para el Sínodo de Toledo I, n.4).

 

Los sacerdotes han de ser "sabios y santos, los más sabios y santos del pueblo... A los prelados manda San Pedro que hagan estas cosas con la clerecía, y a la clerecía manda que sea humilde y obediente a su prelado" (Plática 1ª; cfr. 1Pe 5,1-4).

 

"Y pues prelados con clérigos son como padres con hijos y no señores con esclavos, prevéase el Papa y los demás en criar a los clérigos como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir; y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros" (Memorial para Trento I, n.6).

 

"Debe mirar que es eclesiástico, y ha de servir a su prelado en lo que le mandare, pues le prometió obediencia" (Memorial para Trento II, n. 71).

 

 

CURA DE ARS:

 

Su concepto sobre el sacerdocio ministerial:

Repetía con frecuencia: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.

 

“Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.

 

Ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.

 

“Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.

 

“Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero” (Sacerdotii nostri primordia).

 

Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.

 

Su preocupación por la santidad de sus hermanos sacerdotes:

 

 (Decía a su Obispo:) "Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros párrocos".

 

“La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.

"Lo que nos impide a los sacerdotes ser santos es la falta de reflexión; no se entra en sí; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión la oración, la unión con Dios”.

 

 “La mayor desgracia para nosotros los párrocos es que el alma se endurezca”.

 

Entre su libros (todavía se conservan unos cuatrocientos) están las obras de San Juan de Ávila. Ver el tema de la misión en el capítulo 6. Otras afirmaciones sobre el sacerdote, en el capítulo 2, sobre la vocación.

 

 

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA SOBRE EL SANTO CURA DE ARS

 

Documentos magisteriales:

 

JUAN XXIII, Sacerdotii nostri primordia (encíclica con ocasión del primer centenario de su muerte).

 

JUAN PABLO II, Carta del Jueves santo (1986, segundo centenario de su nacimiento).

 

Idem, Homilía en la celebración eucarística (Ars, 6 octubre 1986).

 

BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies Natalis del Santo Cura de Ars (16 junio 2009).

 

Idem, Homilía en la inauguración del año sacerdotal  (19 junio 2009).

 

Idem, Catequesis durante la Audiencia General, 2009: 24 junio, 1 julio, 5 agosto, etc.

 

 

Bibliografías y estudios:

 

F. DE FABREGUES, El Santo Cura de Ars (Edit. Patmos 1998).

 

R. FOURREY, El auténtico Cura de Ars (Madrid, Edit. Zyx; Barcelona, Hormiga de Oro); Jean Marie Vianney, Curé d'Ars. Vie authentique (Paris, Mappus, 1981).

 

J. IRIBARREN, San Juan María Vianney, el Cura de Ars (Madrid, BAC, 1986).

 

B. NODET, Juan-María B. Vianney, Cura de Ars. Su pensamiento y su corazón(Barcelona, Hormiga de Oro, 1994).

 

F. TROCHU, El Cura de Ars (Madrid, Palabra, 2005).

 

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       ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL Y FORMACION ESPIRITUAL DEL SACERDOTE

 

       (Juan Esquerda Bifet)

 

1. Actualidad de la espiritualidad sacerdotal

 

       En una sociedad hambrienta de Dios se necesita presentar una testimonio claro por parte de todos los cristianos y, de modo especial, por parte de los sacerdotes. "El deseo de Dios y de una relación viva y significativa con El se presenta hoy tan intenso, que favorecen, allí donde falta el auténtico e íntegro anuncio del Evangelio de Jesús, la difusión de formas de religiosidad sin Dios y de múltiples sectas. Su expansión... es para todos los hijos de la Iglesia, y para los sacerdotes en particular, un motivo constante de examen de conciencia sobre la credibilidad de su testimonio del Evangelio, pero es también signo de cuán profunda y difundida está la búsqueda de Dios" (Pastores dabo vobis n.6).[17]

       La Iglesia necesita presentar "modelos creíbles" (PDV n. 8), "sacerdotes formados que sean ministros convencidos y fervorosos de la 'nueva evangelización', servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres" (n. 10). Por esto "la formación de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, y la atención asidua, llevada a cabo durante toda la vida, con miras a su santificación personal en el ministerio y mediante la actualización constante de su dedicación pastoral lo considera la Iglesia como una de las tareas de máxima importancia para el futuro de la evangelización de la humanidad" (n. 2). Se siente la "absoluta necesidad de que la nueva evangelización tenga en los sacerdotes sus primeros 'nuevos evangelizadores'" (ibídem).

       El concilio Vaticano II había trazado la fisonomía sacerdotal de hoy, que encuentra en el rostro de Cristo el modelo acabado que hay que imitar y actualizar en cada época. "Presbyterorum Ordinis", respecto al sacerdote, y "Optatam totius", respecto a la formación inicial, habían dejado una pauta de trabajo. La fisonomía sacerdotal de hoy es una tarea inacabada. El hecho de ser signo de Cristo Sacerdote y buen Pastor, y de participar en la "consagración y misión" del Señor, hace que el sacerdote pueda obrar "en nombre de Cristo Cabeza" (PO 2) y prologarle en su Palabra, sacrificio, acción salvífica y pastoral (PO 4-6). Ahora bien, esta realidad del ser y del obrar sacerdotal, comporta una exigencia de "espiritualidad" o de "santidad", al estilo de vida del buen Pastor (PO 7ss).

       El sacerdote está llamado a ser "transparencia" de Cristo. "Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia de el en medio del rebaño que les ha sido confiado" (PDV n.15). El decreto conciliar sobre el sacerdote había señalado unas líneas de fuerza: comunión (PO 7-9), misión (PO 10-11), santificación al estilo del Buen Pastor (PO 12-17). Concretamente se pueden subrayar tres afirmaciones clave: ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12), "ascesis propia del pastor de almas" (caridad pastoral) (PO 13), "conseguirán la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo" (PO 13). Es siempre la caridad pastoral que se expresa concretamente en las virtudes del Buen Pastor (humildad, obediencia, castidad, pobreza) (PO 15-17), y que necesita la puesta en práctica de unos medios comunes y particulares (PO 18ss).[18]

 

2. El contexto y contenido de la vida espiritual en la exhortación postsinodal

       Al tema de "la vida espiritual del sacerdote", la exhortación postsinodal le dedica especialmente todo el capítulo tercero: "El Espíritu del Señor está sobre mí" (Lc 4,18), la vida espiritual del sacerdote. Es, pues, a partir de la consagración y misión de Cristo que puede vislumbrarse todo el contenido de este tema. Precisamente por ello, la vida espiritual se presenta como "centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio" (PDV n.45).

       Al señalar importancia y centralidad de la vida espiritual, el documento deja entrever esta línea de fuerza en todos y cada uno de los capítulos, ya desde la introducción, pidiendo "programas de formación permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes" (n. 3). Los "desafíos" actuales sobre la vocación y la formación sacerdotal (cap. I) indican una "exigencia de vida espiritual correspondiente" (n. 5). La naturaleza y misión del sacerdocio ministerial (cap. II), como participación en el ser y el obrar de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, indican "el aspecto esencialmente relacional" del sacerdote respecto a la persona del Señor, para llegar a ser "una imagen viva y transparente de Cristo Sacerdote" (n. 12). La pastoral vocacional (cap. IV), en sus contenidos más profundos y auténticos, consiste en "suscitar un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo" (n.  40), puesto que se trata de un "dinamismo" vocacional de "buscar a Jesús, seguirlo y permanecer en El" (n. 34).

       La formación de los candidatos al sacerdocio (cap. V) presenta en sus cuatro niveles (humano, espiritual, intelectual y pastoral) un marcado tono de vida espiritual (siempre en estrecha relación con los otros niveles), como "respuesta consciente y libre que implica a toda la persona en su adhesión a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida y a participar en su misión salvífica", para convertirse en "una imagen viva de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia". Por esto, "vivir en el Seminario, escuela del Evangelio, es vivir en el seguimiento de Cristo como los apóstoles... es dejarse configurar con Cristo buen Pastor para un mejor servicio sacerdotal en la Iglesia y en el mundo" (n.42).

       Esta formación espiritual debe ser personalizada e interiorizada, a modo de sintonía con los sentimientos o amores de Cristo: "Formar a los futuros sacerdotes en la espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre en el espíritu Santo, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida" (n.49). La exhortación, comentando ampliamente el número 8 de "Optatam totius" que presenta el mismo tema, acentúa la relación personal con Cristo "con una forma de amistad" (n.46). Inspirándose en el texto joánico del encuentro de los primeros discípulos con el Señor (Jn 1,37-37), señala concretamente: la meditación de la palabra de Dios (n.47), la vida eucarística y litúrgica (n.48), la experiencia personal y gozosa de la reconciliación (n.48). La caridad pastoral es la fuente de las actitudes hondas de imitación del buen Pastor que vivió obediente, casto y pobre.

       La formación permanente (cap. VI) además de abarcar la dimensión espiritual (n.72), "es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo" (n.70), como "participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo" (n.72). Es siempre una espiritualidad que deriva del hecho de configurarse con Cristo en su ser y en su obrar: "El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y de amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo" (n.72). El seguimiento evangélico, al modo de los Apóstoles, es la pauta de esta espiritualidad: "En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote -relación ontológica y psicológica, sacramental y moral- está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella 'vida según el Espíritu' y para aquel 'radicalismo evangélico' al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual" (n.72).

       Nuestro tema queda explicado ampliamente en el capítulo tercero (nn.19-33). A él hacen referencia los demás capítulos y, de modo especial, el capítulo sobre la formación inicial de los candidatos al hablar de la formación espiritual (nn.45-50), y el capítulo de la formación permanente al presentar la dimensión espiritual (n.72). Los contenidos básicos se encuentran en el capítulo tercero, comentando ampliamente la doctrina conciliar de "Presbyterorum Ordinis" nn.12-17 (santidad sacerdotal y peculiares exigencias espirituales).[19]

 

3. Significado de la espiritualidad sacerdotal

       La presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y, de modo particular, en la vida del sacerdote, confiere profundo sentido relacional a su estilo de vida o "espiritualidad": "El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo" (PDV n.4, citando el Mensaje de los Padres Sinodales).

       Todos los aspectos de la vida sacerdotal hacen referencia a Cristo Sacerdote y buen Pastor. "La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales" (n. 12). El ser sacerdotal es participación del ser o consagración sacerdotal de Cristo y configuración con su misma persona. El obrar sacerdotal es para prolongar a Cristo en su palabra, su acción sacrificial y salvífica, su acción pastoral. El estilo de vida o espiritualidad del sacerdote es transparencia de la misma vida de Cristo buen Pastor. "Los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia de el en medio del rebaño que les ha sido confiado" (n. 15). "La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo" (n. 18).

       La "vida espiritual" o "espiritualidad" del sacerdote se presenta en la exhortación apostólica "Pastores dabo vobis" a partir de la llamada universal a la santidad que consiste en la caridad (cf. LG 40). "Espiritualidad" es equivalente a "vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad" (n. 19). Para el sacerdote ministro hay una nota específica de esta perfección: "la caridad pastoral".

       En el documento postsinodal esta expresión ("caridad pastoral") se repite continuamente como nota característica de todos los aspectos de la vida espiritual del sacerdote. No es un término abstracto, sino la "donación" de sí mismo que hace el Buen Pastor y que debe expresarse en la vida de los sacerdotes ministros. El estilo de vida de caridad pastoral deriva del hecho de participar en la misma consagración y en la misión de Cristo: "Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en la caridad pastoral" (n. 21).

       La vida espiritual inserta al sacerdote en el misterio del hombre a la luz del misterio de Cristo para "buscar a Cristo en los hombres" (n.49). Realizar esta espiritualidad en la vida cotidiana presupone una formación inicial y permanente que no olvide ni infravalore los medios concretos: vida eucarística y litúrgico-sacramental (liturgia de las horas, reconciliación), lectura contemplativa de la Palabra, devoción mariana, dirección espiritual, vida comunitaria, etc. (nn.45-50).

 

3. Características específicas de la vida espiritual del sacerdote

       Las características específicas de esta santidad y espiritualidad se concretan en las siguientes: caridad pastoral como configuración con Cristo Cabeza, Pastor, Siervo y Esposo, santificación en los mismos actos del ministerio, seguimiento evangélico expresado en los llamados "consejos evangélicos" como imitación de la "vida apostólica", pertenencia a la Iglesia particular en unión con el propio Obispo y con los demás sacerdotes del Presbiterio (esta pertenencia, expresada en la "incardinación", es un hecho de gracia), disponibilidad para la misión en la Iglesia particular y universal.

       Cada una de estas características representa todo un programa de vida espiritual. Todas ellas se complementan, derivan de la configuración y relación con Cristo, y se concretan en sintonía de sentimientos y de actitudes del mismo Cristo, como expresión de la caridad pastoral. "El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero. El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y su imagen" (PDV n.23). La Eucaristía reencuentra su centralidad: "El lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio como de su vida espiritual, es la Eucaristía" (n.26; cf. PO 5).

       La santificación por los mismos actos del ministerio recibe en la exhortación una atención particular (nn.24-26). De hecho se comenta el texto conciliar de "Presbyterorum Ordinis" nn.12-13 y hace la aplicación a cada uno de los ministerios: servicio de la Palabra, de los sacramentos y de animación de la comunidad. "Existe, por tanto, una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio... Por otra parte, la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio... La relación entre la vida espiritual y el ejercicio del ministerio sacerdotal puede encontrar su explicación también a partir de la caridad pastoral" (PDV n.24).

       El seguimiento evangélico (del que hablamos en el apartado siguiente) es una nota característica de la espiritualidad y de la formación sacerdotal. De hecho, el documento postsinodal presenta este tema íntimamente relacionado con los presbíteros, por el hecho de participar (con los Obispos) del mismo estilo de vida de los doce Apóstoles. Para todo sacerdote que esté llamado a presidir la comunidad eclesial, el seguimiento evangélico forma parte esencial de su espiritualidad. En esto no hay distinción entre diocesanos y religiosos, puesto que se trata de las mismas exigencias evangélicas y del mismo radicalismo. La caridad pastoral incluye el seguimiento radical de Cristo por parte de quien es su signo personal y sacramental.

       La pertenencia a la Iglesia particular y al Presbiterio concretiza la existencia sacerdotal, dentro de la línea de sucesión apostólica. Hay Iglesia particular y Presbiterio donde hay un sucesor de los Apóstoles. El servicio a la Iglesia misterio, comunión y misión tendrá, pues estas connotaciones que indican, al mismo tiempo, comunión con el sucesor de Pedro y apertura a la Iglesia universal. "Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia de ser miembro de la Iglesia particular en la que está incardinado, o sea, incorporado con un vínculo a la vez jurídico, espiritual y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ese es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que debe acompañar la vida del sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido" (n.74). La caridad pastoral queda, pues matizada con estas circunstancias eclesiales de gracia: el aquí y el ahora de la Iglesia particular.

       La disponibilidad para la Iglesia universal dimana, por una parte, de la misma naturaleza del sacerdocio ministerial. El documento postsinodal cita y comenta "Presbyterorum Ordinis" n.10 y "Optatam totius" n.20, puesto que "cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles" (PO 10). Así, pues, "por la naturaleza misma de su ministerio, deben estar llenos y animados de un profundo espíritu misionero" (PDV 18). Por otra parte, esta disponibilidad universal deriva también del hecho de pertenecer a la Iglesia particular y colaborar en la responsabilidad misionera del Obispo, siempre en la línea de universalismo: "La pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del presbítero, pues, dada la naturaleza de la Iglesia particular y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a estrechos límites... (cita PO 10)... sino a la misión universal..., pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles" (PDV n.32).

       Para el sacerdote diocesano todo ello tendrá una aplicación especial: "En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presbítero su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular, lo cual no está  motivado solamente por razones organizativas y disciplinares; al contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación e su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida espiritual. En este sentido, la 'incardinación' no se agota en su vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero" (n.31). Estos hechos de gracia matizan el modo de seguir a Cristo obediente, casto y pobre, analógicamente a como el carisma fundacional y los compromisos concretos matizan el seguimiento evangélico de los religiosos. La espiritualidad del sacerdote religioso, con sus características peculiares de un carisma fundacional, es un estímulo y una riqueza imprescindible para la Iglesia particular y para el Presbiterio.

       Es importante notar que para todo sacerdote (diocesano y religioso), las exigencias de seguimiento evangélico (que son las mimas para ambos) se inspiran en el buen Pastor y en el seguimiento apostólico: "Mediante el sacerdocio del Obispo, el sacerdocio de segundo orden se incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero, como los apóstoles, hace de embajador de Cristo (cf. 2Cor 5,20). En esto se funda el carácter misionero de todo sacerdote" (PDV n.16).

 

4. En el seguimiento evangélico para ser signo del buen Pastor

       Hay una afirmación que se repite de diversas maneras y que es un compendio sapiencial de esta doctrina sobre la caridad pastoral como "officium amoris" (S. Agustín): "testigo del amor de Cristo como Esposo" (PDV n.22). A partir de esta perspectiva de correr la misma suerte de Cristo, en el seguimiento esponsal de radicalismo evangélico (sequela Christi) como los Apóstoles, se puede comprender mejor todo el rico contenido de los llamados "consejos evangélicos" (nn.27-30). Se sigue esponsalmente a Cristo, buen Pastor, en su "caridad pastoral" expresada por la obediencia, castidad (virginidad) y pobreza.

       La obediencia (PDV n.28) que deriva de la caridad pastoral tiene las características de "apostólica" ("comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal, particularmente con el propio Obispo diocesano"), "comunitaria" (como "inserción en la unidad del presbiterio"), "pastoral" (como "disponibilidad" para la misión).

       La virginidad (castidad en el celibato) (PDV n.29), además de la línea profética, escatológica y de "corazón indiviso" para la misión, tiene la característica de ser signo del mismo amor de Cristo buen Pastor y Esposo. "La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado. Por esto el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor.  Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato sea considerado y vivido no como un elemento aislado o puramente negativo, sino como un aspecto de una orientación positiva, específica y característica del sacerdote: él, dejando padre y madre, sigue a Jesús buen Pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios... como 'estímulo de la caridad pastoral' (cita de PO 16), como participación en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del Reino escatológico" (n.29).

       La pobreza evangélica (PDV n.30) tiene el mismo punto de partida: "la configuración sacramental con Cristo Cabeza y Pastor". Precisamente por ello, "tiene connotaciones pastorales bien precisas", que se concretan en la cercanía a los pobres, en la disponibilidad misionera y en la comunión fraterna del Presbiterio. Así el sacerdote puede "encontrar en la caridad obediente, casta y pobre, la vía maestra de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos" (n.30).

       La práctica concreta del seguimiento evangélico se realiza siempre en la comunión del Presbiterio como "familia" (PDV 74), con matices de vida comunitaria que puede revestir formas diferentes. "Cada sacerdote, tanto diocesano como religioso, está unido a los demás miembros de este presbiterio, gracias al sacramento del Orden, con vínculos particulares de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad" (n.17). "Son muchas las ayudas y los medios... entre éstos hay que recordar las diversas formas de vida común entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia, aunque con modalidades y compromisos diferentes" (n.81).

 

5. Dimensiones de la espiritualidad sacerdotal

       Siendo la espiritualidad una "vida según el Espíritu" que ungió y envió a Jesús, hay que reconocer su protagonismo y su presencia operante en la vida sacerdotal: "Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. El crea el 'corazón nuevo', lo anima y lo guía con la 'ley nueva' de la caridad, de la caridad pastoral... no faltará nunca al sacerdote la gracia del Espíritu Santo" (PDV n.33). Por esto, "la vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia" (n.33). En el fondo se trata siempre de la dimensión trinitaria y salvífica (n.74)

       La dimensión cristológica de la espiritualidad sacerdotal, como configuración con Cristo Sacerdote y buen Pastor, es al mismo tiempo dimensión pneumatológica o de "consagración" y misión del Espíritu Santo. Son las dimensiones que hemos vistos a través de los apartados anteriores. En ellas enraíza la dimensión eclesial. Efectivamente, el sacerdote, por el hecho de configurarse con Cristo, bajo la acción del Espíritu, es servidor del mismo Cristo presente en la Iglesia misterio, comunión y misión (nn.12, 16, 59, 73). La vida espiritual en el presbiterio de la Iglesia particular fundamenta la vitalidad del mismo presbiterio como fraternidad y familia y le abre a la Iglesia universal (cf. n.74).

       La dimensión eclesial presenta matices de mucha riqueza espiritual, especialmente cuando se relaciona el amor a Cristo con el amor a la Iglesia. Este amor es siempre caridad pastoral, la cual no existiría sin la referencia relacional y amorosa a Cristo y a su Iglesia. Ya hemos recordado el servicio sacerdotal en una triple dirección: en la Iglesia misterio, comunión y misión. Este servicio deriva de la configuración con Cristo buen Pastor y, por tanto, de la caridad pastoral: "El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene como destinataria a la Iglesia. Así lo ha hecho Cristo 'que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella' (Ef 5,25); así debe hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como 'amoris officium' (S. Agustín), el sacerdote... se hace capaz de amar a la Iglesia universal y aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un esposo hacia su esposa. El don de sí no tiene límites, ya que está marcado por la misma fuerza apostólica y misionera de Cristo" (n.23).

       La dimensión mariana de la espiritualidad sacerdotal es una síntesis de la otras dimensiones: "Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad... Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia" (n.82).

       Para que "la nueva evangelización tenga en los sacerdotes sus primeros nuevos evangelizadores" (n.2), urge construir la fisonomía sacerdotal como imagen de Cristo buen Pastor. "Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado por la profunda comunión con el Papa, con los Obispos y entre sí, y por una colaboración fecunda con los fieles laicos" (n.18).[20]



* Esta exposición no tiene ninguna pretensión de originalidad; recoge los resultados de la actual teología del ministerio ordenado; es un sencillo servicio a los miembros del Presbiterio Diocesano en el año sacerdotal recientemente convocado.

[1] Cf. M. Ponce, Llamados a servir, Barcelona 2001, 19-47.

[2] M. Thurian, La identidad del sacerdote,  Madrid, 1996, 9.

[3] W. Kasper, El sacerdote, servidor de la alegría, Salamanca 2008, 30.

[4] M. Thurian, o. c., 15-16.

[5] En Ecclesia n. 2763, 1995, 24.

[6] En este sentido Cf. el estudio clásico y fundamental de A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el N.T., Salamanca 1984.

[7] Cf. Comisión episcopal del Clero, “Sacerdotes para evangelizar”, Madrid 1987.

[8] Cf. L. Boff, Eclesiogénesis, Santander 1986; J. I. González Faus, Hombres de la comunidad, Santander 1989; y algunos escritos de E. Drewermann.

[9] Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, Barcelona 1998, 127.

[10] Pretendían “desmitificar” el carácter, negando cualquier espesor ontológico del ministerio ordenado y optando por su interpretación puramente funcional entre otros: P. Schoonenberg, J. Moingt, H. Küng (Sacerdotes, ¿para qué?, Barcelona 1972). El autor más representativo en esta línea es E. Schillebeeckx. El volumen: El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad, Madrid 1983 (Edición holandesa de 1980, aunque recoge artículos anteriores) es seguido de otra edición ampliamente revisada: Por una Iglesia de rostro humano. Identidad cristiana de los ministerios en la Iglesia, Edición original de 1985. Su visión del ministerio puede caracterizarse como “liderazgo de la comunidad”. Defendía la posibilidad de una presidencia eucarística por parte de no – ordenados, cuando fuese requerido por necesidades particulares porque la Eucaristía es un derecho de la comunidad cristiana, mientras que el ministerio no es más que un servicio a este derecho; por eso puede faltar la Ordenación, pero no la Eucaristía. Este planteamiento motivó muchas reacciones críticas (así, Congar, Grelot, Vanhoye, Crouzel, Kasper), que le oponían la persuasión de la Escritura y de la Tradición que afirma “la presencia de una relación cualificante del ministerio con Cristo”. – Cf. Nota 15.

[11] En el debate ecuménico se ha examinado con frecuencia del ministerio. Pero el resultado no es aún enteramente satisfactorio. Por eso considero muy acertado el juicio de Mons. González Montes: “… mientras no se alcance un consenso en lo que se refiere a la realidad teológica del ministerio como repraesentatio Christi, no es posible solucionar la diferencia real que hay a juicio católico, entre los carismas que el Espíritu suscita en orden a la edificación común de la Iglesia y el carisma en orden a la mediación de la gracia que la Tradición católica histórica (ortodoxa y católico – romana) ha entendido como consagración que cualifica a la persona del ministro con propiedad de identidad no reducible a la común condición bautismal del pueblo de Dios” (A. González Montes, Imagen de Iglesia, Madrid 2008, 83).

[12] CTI, Documentos 1969-1996, Madrid 2000, 17.

[13] Ibíd. 29; cf. 29-34.

[14] Cf. Sacerdotalis coelibatus, 1967; también Juan Pablo II en Dominicae Cenae, 1980.

[15] Cf. CIC, 900, 1; Ecclesia de Eucharistia, 2003, n. 29; Sacramentum Caritatis, 2007, n. 23. La Congregación para la Doctrina de la fe ha intervenido varias veces a propósito del debate Schillebeeckx (Cf. Nota 10). Destaca la carta Sacerdotium ministeriale, 1983, en que se reafirma la doctrina tradicional de la sucesión apostólica del ministerio y de la ordenación como sacramento que habilita a quién lo recibe para la presidencia del sacrificio eucarístico. Después de variada correspondencia en 1986 la Congregación publica la Notificacióna Schillebeeckx, en la que constata que el teólogo mantiene en el tema de la sucesión apostólica una actitud muy lejana de la doctrina católica que la considera esencial. Y señala: “la concepción del ministerio tal como es expuesta por el profesor Schillebeeckx permanece en desacuerdo con la enseñanza de la Iglesia sobre puntos importantes”.

[16] La Incardinación expresa este vínculo irrompible fundado sobre el sacramento mismo: CD 28; PDV 31 y 74. Cf. CIC. 265. No tendría sentido, precisamente por la naturaleza ministerial del Orden una especie de “ordenación absoluta” sin referencia a una determinada iglesia local.

    [17]Citamos la exhortación postsinodal ("Pastores dabo vobis") con esta sigla: PDV. Ver documentación completa sobre el Sínodo en: G. CAPRILE, Il Sinodo dei Vescovi 1990, La Civiltà Cattolica 1991. El texto de la exhortación con introduciones, bibliografía, etc., en: Esortazione Apostolica Post-Sinodale di S.S. Papa Giovanni Paolo II Pastores dabo vobis..., Casale Montferrato, PIEMME 1992.

    [18]Los estudios actuales sobre la espiritualidad sacerdotal recogen estas líneas. Ver especialmente estas obras de conjunto: AA.VV., Espiritualidad del Presbiterio, Madrid, EDICE 1987; AA.VV. Espiritualidad sacerdotal, Congreso, Madrid, EDICE 1989. Recojo bibliografía actual sobre cada tema en: Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC 1991. Estudios también de contexto latinoamericano en: Signos del Buen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal, Bogotá, CELAM 1991.

    [19]Ver estudios actuales sobre la formación sacerdotal inicial y permanente: AA.VV., De sacerdotibus formandis in hodiernis temporibus, "Seminarium" (1990) n.1-2; AA.VV., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona, Univ. de Navarra 1990; CONF. EPISC. COLOMBIA, Formación sacerdotal permanente, Bogotá 1978 e 1990.

    [20]La "nueva evnagelización" exige una renovación por parte de los sacerdotes y, consecuentemente, debe llegar a redimensionar todo el proceso de la formación sacerdotal. Ver: COMISION EPISCOPAL CLERO, Sacerdotes para la nueva evangelización, Madrid 1990; CELAM, Nueva evangelizción, génesis y líneas de un proyecto misionero, Bogotá 1990; J. ESQUERDA BIFET, Renovación eclesial y espiritualidad misionera para una nueva evangelización, "Seminarium" 31 (1991) n.1, 135-147.

 

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1. EL SACERDOTE COMO BUEN PASTOR

Lógicamente, cuando el sacerdote se compromete a dar su vida,
ya se sabe hacia dónde camina: hacia la cruz. Muere él para que
aparezca en él Cristo. Es así como su cruz se convierte en su gloria.
Cristo aparecerá en el sacerdote en la medida en que éste le vaya encarnando como Buen Pastor, consciente de que la única razón de su vida es precisamente ésta. ¿Cómo ser pastor al estilo de Jesús?
Jesús, al presentarse como el Buen Pastor Un 10), nos ofrece
una serie de actitudes que vienen a constituir como la estructura
de la acción sacerdotal. Vale la pena recordarlas.


1. «LAS LLAMA UNA POR UNA»

La acción salvífica se resume en un encuentro personal con el Señor; aquí no entra en juego ni el anonimato, ni la masa, ni el automatismo: Dios busca a cada persona en particular con la carga de vitalidad y problemática que lleva consigo; y lo hace como si no tuviese nada más que hacer en el mundo. Y es cada persona
concreta, con toda su realidad existencial, la que se encuentra con el Señor, que le está ofreciendo una respuesta, también personal, a todos sus intereses y problemas. El sacerdote, como el Buen Pastor, debe llamar a cada uno en particular, puesto que todos necesitan una atención pastoral personalizada. Esto le supondrá mucho más tiempo y mucho más trabajo, pero el hombre responde más fácilmente cuando se le llama por su nombre y cuando se le atiende personalmente; se siente persona. Aquí entra la atención personalizada en los campos de la caridad y de la pastoral.
En cuanto a la caridad no podemos olvidar que la acción más pequeña en favor del hermano más inútil, es el gesto más grande del amor cristiano. A veces andamos por la vida tropezándonos constantemente con el Señor, presente en todos los hombres, y ni siquiera nos damos cuenta de su presencia. Queremos quizá hacer grandes obras llamando la atención y no nos entretenemos en la gran obra de atender a Cristo en el hermano más pequeño, que es lo que más llama la atención del Señor.

Y en cuanto a la pastoral, debemos tener presente que cada hombre es un mundo y tiene sus propios problemas distintos de los problemas de los demás. Y como el mensaje es para cada hombre, el sacerdote debe saberlo traducir y aplicar a cada situación personal concreta; y debe hacerlo con verdad y caridad.
Llamar a las ovejas una por una, equivale a acercarse a todos con respeto; y eso, que lo perciban. Pero también el respeto pide que se acerque a todos con verdad. A veces se encontrará con simaciones de difícil solución. Pero una cosa es comprender la situación difícil en que alguien se encuentra y otra muy distinta justificar un proceder incorrecto. Esto no debe hacerlo nunca el sacerdote. Por el simple hecho de dar por buena una situación incorrecta de un hermano, se le está incapacitando para salir de ella.
El pastor debe ser muy consciente de que ese mensaje personalizado que ofrece es un mensaje que es vida; no puede ofrecerlo fríamente. Si quienes escuchan al sacerdote han de percibir en su voz la voz de Jesús, es lógico que sientan, a través de él, el cariño de Jesús; y lo sentirán en la medida en que sepa acercarse al hom126

bre con respeto; en la medida en que, a través de su vida y de sus actitudes, perciban la presencia cálida de Jesús. En esta presentación de la palabra no valen los argumentos ni las demostraciones; con argumentos no se convierte a nadie; el pastor es testigo del Pastor y al testigo lo que se le pide es credibilidad; el sacerdote sólo puede ofrecer esta credibilidad cuando unifica su vida y su palabra. Esto es lo que hace creíble la presencia del Señor, y lo que llama e invita a la conversión.

2. «LAS CONOZCO Y ME CONOCEN»

Se trata de una auténtica amistad que se inicia con un conocimiento mutuo, no especulativo o teórico, sino vivencial. Se trata del conocimiento que produce la cercanía y la intimidad. Este conocimiento sólo se tiene entre amigos en la medida en que se van manifestando entre sí, ya que la amistad se funda en una revelación al amigo de la propia intimidad.

El conocimiento mutuo ha de estar envuelto en clima de amor para que engendre amistad. Ahí es donde el sacerdote ha de ser verdaderamente puente en el encuentro de Jesús con la gente. En la revelación de Jesús al pueblo ha de manifestar el cariño de Jesús a través del cariño con que ha de mirar y tratar a cada uno. Y por otra parte, ha de saber orientar hacia Jesús el cariño que los demás le puedan ofrecer. Es quizá cuando más necesita desaparecer él para que aparezca Jesús en contacto amigable con el hombre.
Supongo que a mis hermanos sacerdotes les habrá pasado como a mí al iniciar mi ejercicio ministerial. Uno es joven, no está curtido apostólicamente, quiere y se siente querido, pero corre el peligro de moverse a un nivel muy humano aún dentro de la máxima corrección. Corre el peligro de lo que podríamos llamar dejarse querer.
A medida que van pasando los años, con la edad va cambiando la manera de mirar y de querer; mientras uno era joven quizá se consideraba como un joven más con una simpatía determinada hacia los jóvenes, sobre todo a los que le caían mejor, y que mejor sintonizaban con él. Pero a medida que va profundizando en su ser

3. «VA DELANTE»

de sacerdote, ve que esa simpatía con la que miraba a quienes le eran más cercanos por edad o por criterios o, simplemente, por simpatía, va extendiéndose a cuhlquiera. Cuando uno vibra con el mismo amor hacia cualquiera, es señal de que el sacerdocio va madurando en él. Se quiere con más hondura, a todos. Yo diría que se va intensificando la paternidad espiritual. Va uno siendo más libre de sí, y lo que va buscando es que todo el mundo vaya queriendo un poco más al Señor.

Por otra parte, nota uno que la gente le mira también de otra manera; la gente le va queriendo no por lo que uno es, sino por lo que representa; ve que hay gestos que no tienen nada que ver con él, y trata uno de que se vayan un poco más llenos de Dios.
Indudablemente el sacerdote percibe que Dios se va metiendo en el corazón de la gente; y es consciente, al mismo tiempo, de que Dios hace que la gente vaya calando en él muy hondo, y de que va llenándose cada día más del cariño con que Jesús quiere a todo el mundo. En resumen, uno va siendo consciente de que es puente, lugar de encuentro, entre Jesús y los hombres; va siendo más consciente de que es sacerdote. A medida que este trato y cercanía se van intensificando, va uno conociendo la situación concreta y la problemática en que se mueve la gente, sus preocupaciones, sus proyectos, que se irán iluminando bajo la guía del Buen Pastor.
A través del sacerdote deben sentirse conocidos y queridos por el Señor, lo mismo que a través de la vida evangélica y testimonial del mismo, deben descubrir y querer al Buen Pastor. Esto se dará en la medida en que Jesús Pastor esté presente en la vida del sacerdote.
Cada uno tenemos un nivel de crecimiento. Y el pastor debe atender a cada uno personalmente. La actuación del pastor no es como la del escritor que escribe para todos. El pastor actúa ante un grupo o ante una persona que tienen sus necesidades y sus problemas concretos.

Estas palabras tienen una significación especialmente densa y fuerte, y un gran contenido vivencial. Jesús va delante abriendo marcha. Por eso nos dice a todos que le sigamos. Es el Pastor que nos conduce y nos guía hacia los pastos y hacia la vida.
En el sacerdote ha de estar presente el Buen Pastor caminando delante de las ovejas. Lo que menos importa es que vayan también delante el obispo o el Papa; eso es responsabilidad suya; lo importante es que cada sacerdote se plantee su deber de ir delante muy unido a Jesús, para que todos puedan seguir en él al Buen Pastor.
El sacerdote debe abrir camino por mucho que le cueste y por muy comprometido que sea. Estar pendiente de si otros también van, suele significar falta de decisión de ir en primera línea.
Bajando a las concreciones, ir delante significa, en primer lugar, vibrar ante todos los valores que tienen unos y otros dentro de la Iglesia. El sacerdote debe ser conductor de todos, respetando al mismo tiempo, la pluralidad de dones que hay en la Iglesia y que exigen, todos ellos, una manera peculiar de seguir a Jesús.
Cualquier sacerdote debe saber ir delante de los seglares cristianos consagrados o no, de los religiosos contemplativos o de vida activa; debe acompañar a los que sufren, a los pobres, a los marginados... y no puede ir delante ni acompañar si no vibra como vibran todos ellos ante sus valores para apoyarlos y ante sus necesidades para ser solidario.

Por otra parte, el sacerdote debe ser consciente de que hay cantidad de gente de mucha categoría humana y espiritual, que debe seguirle. Con su testimonio de vida y con su acción sacerdotal, ha de tener el coraje de ir delante de todos.
El primer deber suyo, como guía de las ovejas, es ser consciente de hacia dónde está caminando. No puede ser un dubitativo ni un indeciso. Debe dar seguridad e infundir confianza a las ovejas que conduce. Hay toda una mística de espiritualidad sacerdotal en ese ir delante, como iba delante el Buen Pastor.
Precisamente por esa fuerza que nos viene de Cristo, el sacerdote no puede ser un hombre que esté siempre buscando refugio
 y ayudas, o quejándose de todo y protestando; por el contrario, ha de ser un hombre que abra camino, a pesar de la incomprensión e indiferencia que pueda encontrar a su lado, y a pesar de que sean los que más debieran ayudarle quienes más indiferentes estén ante él. No puede estar pendiente de sí ni de sus conveniencias o seguridades. Ha de estar siempre mirando al futuro y descubriendo caminos.
Ir delante siempre es arriesgado. Hay que defender a quienes vienen detrás; hay que dar la cara por ellos; hay que arriesgarse por los caminos, dispuestos a recibir las primeras dentelladas de los lobos que quieren hacer presa en el rebaño.

4. «LE SIGUEN PORQUE CONOCEN SU VOZ»

Al Buen Pastor se le sigue a ciegas. Se tiene la convicción de que conduce a la vida. Se atiende a su voz que se distingue de otras mil.
A través de la voz de los pastores han de captar las ovejas la voz del Buen Pastor; y la captarán en la medida en que la voz de los pastores esté en sintonía con la voz del Buen Pastor, que las ovejas distinguirán de entre las muchas voces que se entremezclan por todas partes; y hay ovejas que tienen el oído muy fino para distinguir esa voz de otras. En no pocas ocasiones nos desanimamos porque vemos que «no acude nadie», como solemos decir. Lo que debiéramos plantearnos es silo que están oyendo de nosotros es la voz del Pastor. No sé si el punto de insistencia en nuestra predicación es el mismo de Jesús. El hablaba constantemente del cariño inmenso que nos tiene el Padre. La predicación de Jesús es un canto maravilloso al amor del Padre, y una invitación a confiar plenamente en su amor; parece que no sabe decir otra cosa. ¿Lo hacemos también nosotros? ¿nuestra predicación es la suya? Porque aunque podamos tener un numeroso grupo de seguidores, debiéramos plantearnos si realmente están siguiendo a Jesús cuando nos siguen a nosotros. Es el problema que se da en algunos grupos de Iglesia.

En la predicación hemos de proponer insistentemente lo fundamental cristiano, las verdades o las doctrinas que se han de conocer por quienes quieran vivir con seriedad su fe cristiana. Para ello debiéramos centrarnos un poco más en lo que Jesús predicaba y en cuáles eran los puntos de insistencia en la predicación de la primitiva Iglesia.

Porque si es cierto que no debemos desviarnos de la fe de la Iglesia, no lo es menos que también debemos insistir en lo fundamental y en lo que identifica nuestra fe cristiana y la distingue de las otras creencias. En otras palabras, hemos de insistir en la predicación de nuestro Credo, sin darlo por supuesto y derivando del mismo todo lo concerniente a la vida cristiana.
Por otra parte, hemos de ser muy conscientes de que el sacerdote es fundamentalmente pastor, por muy impuesto que esté en teología y por mucha que sea su altura intelectual. Y en el pastor lo que han de encontrar las ovejas es seguridad, la seguridad de que les está transmitiendo la Palabra que es Jesús.
Lo cual no significa estar al margen de las corrientes teológicas; al contrario, debe estar muy al día, pero no para ofrecer indisc.riminadamente al pueblo opiniones teológicas, sino para que le ayuden a profundizar en la doctrina, que es lo que debe ofrecer después al pueblo.

La teología ayuda a profundizar en la fe, como la investigación ayuda a profundizar en la medicina; pero a ningún médico se le ocurre recetar a los enfermos lo que todavía está en proceso de investigación; sólo lo podrá hacer cuando haya seguridad. También el sacerdote deberá ofrecer la seguridad en la doctrina que presenta; para ello es necesario contrastar lo que dice con lo que está diciendo la Iglesia.
Esta seguridad que debe ofrecer, tampoco debe suponerle, ni mucho menos, quedarse anclado en el pasado. El pastor debe ser consciente de que está conduciendo a un pueblo peregrino; y este pueblo se está encontrando cada día con problemas y situaciones distintas ante las que el pastor no puede cerrar los ojos. Los problemas que tiene planteados el hombre moderno sobre familia, trabajo, política, economía, moralidad, violencia, libertad, derechos humanos... tienen distintos matices con respecto a la problemática que, sobre esos mismos temas, estaba planteada en tiempos todavía no muy lejanos. Y si bajamos a la problemática concreta que en éstos y en otros campos se está planteando el hombre, tenemos cuestiones como control de la natalidad, aborto, anticonceptivos, divorcio, relaciones prematrimoniales, salario justo, interés del capital, reivindicaciones laborales, honradez política, normas y leyes sociales, ingeniería genética, etc. Ciertamente ha de profundizar en el mensaje de Jesús para poder iluminar desde la fe, siempre la misma, y desde la moral, también siempre la misma, todas estas situaciones nuevas.
Por eso ha de estar atento a la problemática moderna para saber qué es lo que debe iluminar; y al magisterio de la Iglesia para saber cómo debe iluminar.

El pastor, ni puede cerrar los ojos ante la nueva problemática, ni puede abdicar de la fe ni de la moral de la Iglesia. Su deber es ofrecer una postura correcta y segura; y la única postura válida que puede ofrecer es la que esté en sintonía con el magisterio de la Iglesia. El Pastor puede, en ocasiones, tener la impresión de que su palabra ni es escuchada ni atendida; incluso puede sentirse acomplejado ante la acusación de muchos que le tachan de anticuado, de que no sintoniza con las nuevas corrientes del pensamiento actual. Puede sentirse rechazado y minusvalorado. De ahí puede nacer la gran tentación de acomodar el mensaje, o de callarse algunas cuestiones evangélicas que no parecen de actualidad; dejarse llevar por esa tentación equivaldría a parcializar el mensaje, a juzgarlo en vez de dejarse juzgar por él.

Nadie puede desvirtuar el evangelio, ni cambiarlo, ni interpretarlo a su aire y, menos, según sus conveniencias. De Cristo también se rieron y se escandalizaron; algunos le abandonaron porque sus palabras les parecían duras. Es la cruz del pastor que, al ofrecer el único mensaje que puede dar vida, se siente rechazado. A pesar de ello, debe estar firmemente persuadido de ser portador del mensaje de libertad, y de estar abriendo a la humanidad un auténtico camino de futuro, aunque muchos rehusen adentrarse por él.

Debemos predicar lo que necesitan, no lo que les gusta. Nuestro punto de mira ha de estar muy centrado en Jesús, viendo cómo actuó El para saber cómo debemos actuar nosotros. A Jesús le pedían unas cosas y El había sido enviado para dar otras. Como dijo en una ocasión: «La verdad es que me buscáis no por los milagros que habéis visto, sino porque comisteis pan hasta saciaros» (Jn 6,26). También al sacerdote le piden muchas cosas que no son las que está llamado a dar.


5. «DOY Ml VIDA POR MIS OVEJAS»

La imagen del Buen Pastor que da la vida por las ovejas debiera estar siempre muy viva en el horizonte sacerdotal. Como acabamos de decir un poco más arriba, hemos de insistir en que la relación sacramental entre Cristo y el sacerdote no puede reducirse a una imitación externa de las actitudes del Buen Pastor; se trata de dejarse asumir por El para que las ovejas vean en los pastores al único Pastor y para que vean que es éste quien actúa cuando actúan los pastores. En esto consiste ser imagen del Buen Pastor.
Lo característico del pastoreo de Cristo es que «da la vida» por sus ovejas. Esta debe ser también la característica de nuestra acción sacerdotal. Es lo que El hizo. Precisamente desde una vida entregada se deriva un tiempo entregado, unas preocupaciones, unas actividades, un desprendimiento totalmente dentro de la más pura gratuidad; todo en el sacerdote es ministerial porque lo es su persona; y todo debe ser gratuidad porque él es don.
El hecho de que el sacerdote no tenga una vida privada al margen de su ministerio, ha de ser muy perceptible; y lo ha de ser para que todos tengan la evidencia de que la vida del pastor está incondicionalmente al servicio de todas las ovejas; también de las descarriadas y de las que todavía no pertenecen al redil. Esa entrega incondicional es la mejor garantía para ser transparencia del Buen Pastor.

ABIERTO A TODOS

La expresión deJesiís, cuando siente lástima de la muchedumbre porque los ve como ovejas sin pastor, debe ser un estímulo para hacerle presente en todas partes. Por eso la vida del sacerdote debe estar incondicionalmente abierta a todos: a los niños en medio de sus juegos; a los jóvenes para que descubran, a través de su amistad con el sacerdote, la amistad con Jesús, que es quien puede orientar sus vidas; a los hombres y mujeres adultos para que no se sientan inseguros ante una sociedad sin rumbo; a los matrimonios, para estimularles en su amor y fidelidad, puesto que ven en el celibato la fidelidad del sacerdote al Señor; a todos los creyentes, para animarles en la vivencia de su fe; a los no creyentes, para que encuentren en el sacerdote un camino abierto de fe y esperanza que no pueden encontrar en otra parte. Es la manera de ir delante, como decíamos antes: dando la vida.

Abierto también a los compañeros sacerdotes y a todas las personas consagradas para estimularse mutuamente en la alegría y en el gozo de la consagración y en la ilusión apostólica; abierto también al obispo para sentir viva la comunión sacerdotal y avanzar en la comprensión mutua y en la comunión en el ejercicio de la acción pastoral.


LOS MERCENARIOS

No es fácil, ni mucho menos, vivir con altura este estilo pastoral. Y es posible que a veces estemos entre las ovejas, pero sin acabar de ser buenos pastores. El serlo no es cuestión de una decisión; cierto que la decisión es necesaria, pero hay que emprender la tarea. Después viene el tener que dedicarse día a día a quienes nos han sido encomendados por el Señor.


El Señor mismo es quien nos va educando y troquelando a medida que vamos ejerciendo el sacerdocio con buena voluntad. Vemos que maduramos a medida que pasan los años y a medida

que la vida nos va golpeando. No es fácil dar la vida gratuitamente por las ovejas. Precisamente por esta dificultad que entraña el ser buenos pastores, podemos correr el peligro de cuidar de las ovejas, no con el estilo y la dedicación del Buen Pastor, sino con el aire del mercenario; estas actitudes del mercenario pueden degenerar hasta llegar a convertirnos en ladrones de las ovejas.
El mercenario ni es ladrón ni buen pastor. Las ovejas no son suyas; él es asalariado y, como tal, cumple y cobra: Tiene un horario, una ornada de trabajo, unas tareas, un sueldo y un descanso. Tiene unos compromisos con las ovejas que no llegan al compromiso del Buen Pastor, es decir, a dar su vida por ellas. El mercenario cuida de las ovejas, pero no se arriesga. Por eso, cuando ve venir al lobo, huye; las ovejas no son suyas, su vida sí. En el caso del Buen Pastor sucede lo contrario: las ovejas son suyas, y su vida no; su vida la ha dado por sus ovejas. Por eso las defiende exponiendo su vida.
El sacerdote puede ir convirtiéndose paulatina e inconscientemente en mercenario si se limita a cumplir con el cargo que tiene, sin vibrar ante las necesidades de cualquiera, pertenezca o no, a la parcela de la Iglesia en la que trabaja; si se encierra en su propio grupo y no colabora con los demás; si se limita a cumplir con un horario fijo de trabajo y rehuye otras tareas sacerdotales con el pretexto de que no son de su incumbencia; si está deseando acabar su jornada de trabajo programado para hacer de su tiempo libre lo que quiera; si sólo se considera sacerdote a ratos y no quiere aceptar responsabilidades que van más allá del nombramiento que ha recibido; si no está dispuesto a trabajar en cualquier parte; si no admite la colaboración de otros hermanos sacerdotes quizá porque ello le va a obligar a trabajar más; y, sobre todo, si comete el pecado sacerdotal de «cumplir», creyendo que así nadie tendrá nada que decir contra él.

Desde estas actitudes de mercenario, no es difícil dar el salto
a la actitud del ladrón: «El ladrón entra sólo para robar, matar
y perder». Cuando uno se reserva su propia vida, no es difícil ir
dando pasos en la instrumentalización de los demás.

Dentro del mundo del sacerdocio puede uno intentar medrar, situarse, buscar el dinero o ventajas en cargos, en exigir mejores puestos que rindan más, en asegurar el futuro cori bienestar ecofornico... Si vivimos mejor que nuestros familiares, si nuestro nivel es superior al de los obreros sencillos, si gozamos de un cierto desahogo en todo lo referente a la comodidad de vida, nos hemos de plantear si estamos siendo como el buen pastor que da la vida por las ovejas, o si estamos aprovechándonos del rendimiento que dan ellas. Lo que nadie de nosotros podemos olvidar es que los bienes que hayamos podido conseguir por medio del ejercicio de nuestro sacerdocio, son bienes que pertenecen a los pobres; no son nuestros ni de libre disposición nuestra; y si llegásemos a apropiárnoslos, estaríamos apropiándonos de algo que no nos pertenece.
El Concilio tiene un texto en PO., n.° 17, que nos debe interpelar a Obispos y sacerdotes. Dice así: «En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular, los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar, a su honesto sustento y a la satisfacción de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengan, por consiguiente, el beneficio como una actividad lucrativa, ni empleen sus ganancia para engrosar su propio caudal. Por ello, los sacerdotes, teniendo el corazón desapegado de las riquezas, han de evitar siempre toda clase de ambición y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio. Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarse más a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado>». Creo que a todos nos vendría muy bien meditar sobre esto.

6. «TENGO OTRAS OVEJAS QUE NO ESTAN EN ESTE APRISCO»
Estas palabras del Señor, junto con aquellas en las que envía a sus discípulos a predicar el evangelio por todo el mundo, tienen el sentido misionero que es propio de la Iglesia y tarea de quienes hemos sido enviados por el Señor en su nombre.

Normalmente estamos más habituados a dirigir las comunidades cristianas que a extender la fe en Jesús por todas partes como enviados por el Buen Pastor a las ovejas que no pertenecen al redil. A lo más, tratamos de buscar a las descarriadas, a las perdidas, pero nos falta decisión para anunciar ajesús a aquellos que todavía no lo conocen.
Es el envío que el Señor hace de los suyos por todo el mundo, lo que manifiesta el SENORIO sobre todos los hombres, señorío que el Padre le ha concedido y que para que sea una realidad, envía a sus discípulos por todo el mundo: »»Tengo todavía otras ovejas que no están en este aprisco; a éstas también debo atraerlas para que se familiaricen con mi voz. Entonces habrá un solo rebaño, bajo la guía de un solo pastor»» Un 10, 16). En esta frase del Señor vale la pena hacer notar lo que dice con respecto a esas ovejas. Son suyas: tengo otras ovejas, dice. Y es que el Padre lo ha puesto todo en sus manos. Realmente, si son de Cristo, son también nuestras, porque nuestro sacerdocio es el mismo. Y si son nuestras, es realmente acuciante para nosotros ese pasaje de san Pablo a los Romanos:
- »»Así que la salvación está al alcance de todo aquel que invoca el nombre del Señor. Ahora bien, cÓmo van a invocar a aquel en quien no creen? Y cómo van a creer en él, si no han oído su mensaje? Y cómo van a oír sq mensaje que no ha sido proclamado? Y, finalmente, ¿cómo va a proclamarse ese mensaje, si no existen los mensajeros: Por eso dice la Escritura: ¡Bienvenidos sean los que llegan anunciando buenas nuevas! (Rom 10, 13-15).

Es a eso a lo que Jesús envía a sus apóstoles. Para poder realizar de hecho todo el señorío que el Padre ha puesto en sus manos, envía a sus apóstoles por todo el mundo: »Jesús se acercó y les dijo: -Dios me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos entre los habitantes de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir lo que yo os he encomendado. Y sabed esto: que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. (Mt 28, 18-21).

Ser mensajeros; he ahí una de las tareas más bonitas del sacerdote. Ahí está nuestra responsabilidad como continuadores de la misión dejestís, asumiendo personalmente la misión que Jesús encomendó a sus apóstoles. Si todos los hombres deben escuchar su voz, somos nosotros quienes debemos hacerla oír por todas partes; quienes debemos proclamarla por todo el mundo porque, sencillamente, Jesús ha enviado a sus apóstoles a proclamarla hasta por el último rincón de la tierra: «Vosotros» recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que os capacitará para que deis testimonio de mi en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el último rincón de la tierra» (Hech 1, 8).
Hemos de dejar en el redil a las ovejas que ya están atendidas y debemos salir en busca, no sólo de las extraviadas, sino en busca de aquellas que también son de Cristo, pero que todavía no han percibido la voz y el cariño de su Pastor.

Debemos buscar a unas sin abandonar a las otras. Todos necesitan de la atención del pastor, pero no todos necesitan las mismas cosas. No podemos dar todo a todos ni a todos lo mismo. Pero la gran pregunta que debemos formulamos los pastores es quiénes necesitan de nosotros una atención más urgente; no con quiénes estamos más a gusto. Lo que sí es cierto es que el tiempo nos debe venir corto para atender a las ovejas que «son suyas» pero que se han apartado del aprisco o nunca han estado en él. Jesús se desvivió por todos porque todos le pertenecían y por todos dio su vida.
Los mismos apóstoles, conscientes de la inmensidad del campo apostólico que jestís les había confiado, instituyeron los diáconos para una tarea tan positiva y evangélica como era la atención a los necesitados. Lo suyo, lo urgente era hacer oír su voz. Que se cumpliese aquello del profeta Isaías citado por San Pablo:
«La Escritura dice: La voz de los mensajeros ha resonado en todo el mundo y hasta el último rincón de la tierra han llegado sus palabras » (Rom 10, 18).

Los sacerdotes debemos no sólo estar disponibles para ir a las misiones, sino que debiéramos pedirlo siempre que no tuviésemos razones serias en contra. ¿Por qué no vamos? ¿Por qué no nos ofrecemos? Indudablemente ha influido el esquema eclesiástico en que nos hemos movido, es decir, la mentalidad de oficio -beneficio. Si en la actualidad estamos insistiendo en la dimensión misionera de la Iglesia, deberíamos replanteamos nuestra postura con respecto a las misiones. Creo que no sólo no es ajena sino que es constitutiva, incluso, de nuestra vocación sacerdotal. Somos llamados a un sacerdocio de la Iglesia y para el mundo.

Pero, aparte de plantearnos con toda seriedad el hecho de nuestra participación directa en la misión ad gentes, debemos plantearnos si en nuestra actividad sacerdotal estamos pendientes de todos aquellos que no han oído debidamente la voz de Jesús, a pesar de estar en una sociedad mayoritariamente cristiana. Y quizá algunos no la han oído porque nosotros podemos haber velado más que desvelado esta voz con otras voces que no eran la de Jesús.
Las palabras «oirán mi voz» son muy exigentes para nosotros.

7. «UN SOLO REBAÑO CON UN SOLO PASTOR

Si el Buen Pastor está pendiente de las ovejas que son suyas, pero que no pertenecen a su redil, también los pastores estarán pendientes de ellas y saldrán en su busca como el Buen Pastor. Para atraerlas, las ovejas habrán de oír, a través de su voz, la voz del Buen Pastor. Se irá formando así un único rebaño con un único Pastor.
Este objetivo no puede quedar en un puro deseo irreal. La parábola de la oveja perdida completará el sentido de universalidad del pastoreo de Cristo en la búsqueda constante de los alejados, de cada uno de ellos, junto con la atención y el cuidado de quienes ya pertenecen al redil.
El sacerdote, precisamente desde su función eucarística, está colaborando en la construcción de la Iglesia en la caridad; y, por ser presencia de Cristo Pastor, está colaborando también en la construcción de la Iglesia en la unidad. La oración de Jesús pidiendo

al Padre que todos seamos uno como lo son El y el Padre, viene a ser la expresión de lo que Cristo quiere que sea su Iglesia. Deseo también manifestado en aquella petición de que se forme un solo rebaño con un solo pastor. Por eso la acción sacerdotal debe ser, a la vez que una petición, un empeño en la construcción de la unidad de la Iglesia. Desde esta perspectiva, y siempre en dependencia de Cristo, el sacerdote construye la Iglesia para que los seglares, desde la Iglesia, construyan un mundo nuevo según el espíritu del Evangelio.

SERVICIO DE LA UNIDAD

El servicio propio del sacerdote es el servicio de la unidad. El pastor congrega y reúne y conduce. De ahí el sentido de servicio que debe tener el sacerdote en la Iglesia en la que todos los ministerios y carismas son servicios. Por eso, nadie en la iglesia podemos estar buscando beneficios; más bien debiéramos estar pendientes del cumplimiento de nuestras responsabilidades. Por eso nadie en la Iglesia somos señores de ninguna parcela de la misma; somos sencillamente servidores que no buscamos recompensas, sino trabajos y tareas. Buscamos fidelidad aJesús, buscamos cruz, no satisfacciones; o, mejor, buscamos amar a Cristo hasta donde sea, para corresponder a su amor y a la confianza que nos ha manifestado al elegimos para hacerse presente, a través de nosotros, como pastor de todos los hombres.

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17 El corazón sacerdotal de Cristo y el sacerdocio ordenado

 

Eminencias, Excelencias, Monseñores, para concluir estos Ejercicios Espirituales, os propongo ahora algunas modestas reflexiones sobre las relaciones que existen entre el sacerdocio ministerial y el corazón sacerdotal de Cristo. Estas relaciones son muy estrechas, porque la Nueva Alianza, a cuyo servicio está ordenado el sacerdocio, tiene corno centro y fuente el corazón de Cristo. En la Carta a los hebreos, al hacer el parangón entre el sacerdocio de la Antigua Alianza y el de la Nueva Alianza, se constata que el sacerdocio de la Antigua era externo, sin relación alguna con el corazón. En el Antiguo Testamento se habla alguna vez del corazón del rey: Salomón, por ejemplo, pide a Dios que le conceda un corazón dócil (1 Re 3,9), y el libro de los Proverbios dice que «el corazón del rey es un canal de agua en manos del Señor» (Prov 21,1). Del corazón del sacerdote, sin embargo, no se habla jamás, el culto antiguo no tiene ninguna relación con el corazón. El culto está definido por la Ley, que se cumple con ritos convencionales externos y ofreciendo inmolaciones de animales. El sacerdote debe cumplir los ritos y hasta.

Jesús Sustituyó este culto externo y convencional por un culto personal y existencial que parte de su corazón. El sacerdocio de Cristo realiza la Nueva Alianza, que consiste en el don a ios creyentes de un corazón nuevo, en el cual se derramó un espíritu nuevo: el Espíritu Santo. Para fundar la Nueva Alianza, Jesús aceptó una transformación sacrificial de su corazón para hacer de él propiamente un corazón nuevo. En la Nueva Alianza, el problema del sacerdocio y del culto es un problema del corazón. Para acercarse a Dios es necesario tener un corazón digno de Dios, purificado, santo, verdaderamente abierto y dócil a las relaciones con Dios, al amor que viene de El. Este corazón no existía, es la triste 1 constatación de todo e1 Antiguo Testamento: todos tuvieron un corazón extraviado, no hubo ninguno que fuera verdaderamente justo. Todos estaban manchados 1 por el pecado y por tanto lejos del Señor, y eran indignos de tener una relación con El, porque su corazón no era perfecto. En un oráculo de Jeremías, Dios prometió una transformación del corazón, diciendo: He aquí, la Nueva Alianza será esta, escribiré mi Ley en su corazón. Una Ley escrita sobre piedra no podía producir una verdadera unión entre Dios y el pueblo, porque era algo externo a Dios y externo al pueblo. La profecía de Jeremías anuncia pues que los creyentes tendrán un corazón dócil, dispuesto a hacer la voluntad de Dios con amor, un corazón dispuesto a entrar en una relación profunda y auténtica con Dios. Para expresar lo mismo de una manera más radical, Ezequiel, en nombre de Dios, prometía un corazón nuevo, un espíritu nuevo, porque no bastaba escribir la ley de Dios en el corazón viejo, era necesario cambiar radicalmente el corazón. Por eso, Dios decía: «Os daré un corazón nuevo, meteré dentro

de vosotros un espíritu nuevo, pondré mi espíritu dentro de vosotros» (Ez 36,26.27). Para recibir e1 Espíritu de Dios es indispensable tener un corazón nuevo. Según la Biblia, el Espíritu se recibe en el corazón. Por tanto, era necesario tener un corazón humano plenamente abierto al Espíritu de Dios, dis— puesto a una verdadera alianza con Dios, sin interponer ningún obstáculo. Podemos ver en la Carta a los hebreos que Jesús aceptó la transformación del propio corazón para realizar esta promesa de Dios, para producir un corazón nuevo. El corazón de Jesús, en un cierto sentido, es un corazón perfecto desde el comienzo, unido al Padre, dispuesto a sacrificarse por los hombres. Es un corazón humano, que aceptó una transformación para realizar plenamente e1 designio de Dios y para poder comunicarnos un corazón nuevo. Me parece que el mis— teno de la Redención es precisamente este. El Hijo de Dios tomó una naturaleza humana que llevaba el signo del pecado. San Pablo dice «una semejanza de carne de pecado» (Rom 8,3). Una naturaleza humana por tanto necesitada de transformación interior, y la tomó precisamente para realizar esta transformación, que no es externa, Se trata de transformar el corazón, de obtener para el hombre un corazón nuevo, verdaderamente dócil a Dios y abierto al amor que viene de Dios también
1 para LOS demás. Esta transformación se realizó en la pasión de Jesús. Sabemos todos que la pasión de Jesús fue un momento de gran dolor, de grandes sufrimientos y de luchas internas, sobre todo en la agonía. En ella vemos que Jesús tenía un corazón humano, expuesto a los sufrimientos y i la angustia. En esa angustia asumió la actitud de docilidad completa hacia e1 Padre («no se haga mi voluntad, Sino la tuya»), para la salvación de ios hermanos. Jesús asumió todo el dolor de la Pasión corno una ocasión de docilidad extraordinaria del propio corazón a la voluntad del Padre. La Carta a los hebreos dice que «aprendió con sus sufrimientos la obediencia» (Heh 5,8), Quiso aprender no para sí mismo, sino para nosotr()s, para formar en sí mismo un corazón dócil sobre el cual la ley de Dios fuera escrita, más aún, un corazón completamente nuevo, un corazón que no quiere otra cosa que obedecer al Padre, hacer su voluntad, ponerse a su disposición por la salvación de los hermanos. Nos debemos dar cuenta de lo que Cristo hizo en la Redención: aceptó verdaderamente que su corazón sufriese profundamente para ser transformado y para estar después a disposición de todos los creyentes como un corazon nuevo, que nos comunica una apertura completa a Dios y a los hermanos. El sacerdocio de Cristo está aquí: Cristo es sacerdote en cuanto mediador de la Nueva Alianza, que consiste en la transformación del corazón. Jesús llegó a ser perfecto sacerdote gracias a su Pasión, con la cual su corazón humano fue transformado, para que se convirtiera en el centro y la fuente de la Nueva Alianza.

Cuando hablamos del corazón de Cristo, estamos verdaderamente en el centro de la revelación del Nuevo Testamento. No se trata solamente de una revelación ¡1 L teórica, SiflO de una actuación divina, que se efectuó en e1 corazón humano de Jesús. Si no llegamos hasta este pnto permanecemos superficiales, no podemos apre — ciar plenamente la riqueza de la Redención, que ahora tenemos a nuestra disposición en este corazón nuevo. La gran revelación es propiamente el amor que se ha manifestado en la encarnación del Hijo de Dios y en su

Pasión. Sin el amor, la Pasión no habría tenido ningún valor. Habría sido sólo un acontecimiento trágico y escandaloso. Todo fue transformado desde el interior, desde el corazón. Lo que era externamente más opuesto al amor se convirtió en ocasión del amor más grande, gracias a la generosidad del corazón de Jesús. No se pueden imaginar circunstancias más contrarias a un progreso del amor: la injusticia, la crueldad, la traición; todas las cosas que se oponen al amor se convierten sin embargo en ocasión de un amor más grande, en una superación extraordinaria. El secreto está en el corazón de Jesús, esto es, en el amor de Jesús.
Cuando hablamos de corazón, hablamos de amor, pero de un amor vivido por un hombre. No se trata del amor divino anterior a la Encarnación, sino del amor vivido por el Hijo de Dios en su naturaleza humana y con sus sufrimientos humanos, con sus sentimIentos y con sus decisiones humanas. Verdaderamente, un corazón que fue extremadamente generoso, pues sufrió las circunstancias más contrarias para hacer sobreabundar el amor.
Que esto es el centro lo demuestra también san Pablo cuando habla del agape, del amor, de la caridad (ICor 13). Para los corintios había otras cosas que parecían más interesantes y más importantes que la caridad: la profecía, los carismas extraordinarios, el don de lenguas, la gnosis, el conocimiento, Todas estas cosas les parecían más importantes, más divinas. San Pablo no dudó, y dijo: no, el conocimiento no tiene ningún valor sin el amor, «la ciencia infla, el amor edifica» (ICor 8,2); «si no tengo amor», no tengo nada, «no soy nada» (1 Cor 13,2). Pablo puso en el centro) el amor, que tiene su fuente en el corazón de Cristo.

Todo el Nuevo Testamento se orienta en este sentido, y mis exactamente en ei sentido de la unión de las dos dimensiones del amor: el amor a Dios y el amor a los hermanos. Este es el punto más específico del Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento buscaba el amor a Dios «con todo el corazón», pero no afirmaba tan claramente la relación del amor a Dios y el amor al prójimo (cf Ex 32,26-29). Se establecía esta relacin, pero no con tanta fuerza como en Cristo. Como ya he dicho, en Cristo las dos dimensiones de la cruz, la vertical, que expresa la relación con Dios, y la horizontal, que expresa la relación con nosotros, forman una unidad: son las dos dimensiones del amor, unidas en el centro del corazón de Jesús, que mantuvo) estas dos dimensiones estrictamente unidas a pesar de la tensión extrema que sufría. Así, su corazón llegó a ser y es realmente un corazón sacerdotal, el corazón del Sumo Sacerdote, corazón del mediador de la Nueva Alianza.
El sacerdocio ordenado es sacramento del sacerdocio de Cristo, sacramento de la mediación sacerdotal de Cristo. Por medio de los obispos y de los presbíteros, Cristo hace presente su sacerdocio y lo hace presente corno mediación de la Nueva Alianza, poniendo a disposicion de todos su propio corazón. El sacerdocio ordenado tiene por tanto una relación estrictísima, profundísima con el corazón sacerdotal de Cristo: se le puede llamar «sacramento del corazón sacerdotal de Cristo». Cristo, mediador de la Nueva Alianza, ejercita su mediación, fundada sobre su corazón, por medio de «ministros de la Nueva Alianza», como) dice san Pablo (2Cor 3,5). Cristo, Buen Pastor que llevó el propio amor hasta dar la propia vida por las ovejas, cuida de su rebaño por medio de los plstores de L1 Iglesia, que han sido llamados a «pastorear

el rebaño de Dios» como indica san Pedro en su Carta (1 Pc 5,2) y como dice san Pablo en un discurso de los Hechos de los apóstoles (He 20,28).

El sacerdocio ordenado, como) todos los sacramentos, es una creación extraordinaria de Cristo, una expresión de su amor. Naturalmente, el sacramento más importante es la Eucaristía, pero la Eucaristía no es posible sin el sacerdote. En la celebración eucarística no se dan solamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino también la presencia sacramental de Cristo gracias a la presencia del sacerdote. Esto es motivo de maravilla y de estupor:
ver que Jesús ha creado esta presencia suya sacramental no solamente en objetos o sustancias, sino también en nuestras personas, aunque seamos indignos. Debemos \ por tanto ser agradecidos y tener el sentimiento de nuestra responsabilidad.
Para ser sacramento de Cristo sacerdote, el obispo, el presbítero, debe estar unido al corazón de Cristo en sus dos disposiciones fundamentales: la docilidad hacia Dios y la misericordia hacia los hombres. Debe tener un corazón filial hacia Dios Padre y un corazón fraterno hacia las personas humanas. Una mediación, en efecto, se ejerce entre las dos partes y requiere unas buenas relaciones del mediador con las dos partes. En la mediación sacerdotal se trata de poner en relación el pueblo y Dios y, por tanto, para el mediador, de una parte, son necesarias buenas relaciones con Dios y, de otra parte, con los hombres hermanos. Estas relaciones se obtienen, cuando se trata de relaciones entre Dios y los hombres, poniéndolas en el corazón.
Jesús dijo explícitamente que tiene un corazón «manso y humilde» (Mt 11,29). Un corazón humilde, esto es, dócil a Dios, filial, hasta la obediencia de la cruz.

Un corazón manso, esto es, fraterno, misericordioso. Cuando Jesús define su propio corazón como manso y humilde toca los dos aspectos de la mediación sacerdotal: muestra que su corazón es un corazón sacerdotal, que establece la unión entre las relaciones con Dios en la humildad y las relaciones con ¡os hermanos en la mansedumbre. Cuando la Carta a los hebreos define al sacerdote, expresa de manera semejante el contenido de estas dos cualidades esenciales: la humildad de corazón ante Dios en la docilidad profunda (Heh 5,4-5) y la mansedumbre de corazón hacia los hombres en la misericordia (Heb 5,2). El corazón filial de Cristo se manifestó sobre todo en la agonía de Getsemaní. Allí se ve hasta qué punto Jesús fue dócil al Padre con inmen o amor, humilde. El corazón fraterno de Cristo se manifestó sobre todo en la institución de la Eucaristía, cuando Jesús se dio a sí mismo en alimento de comunión fraterna. Pero no es posible hacer una in’ entre estos dos aspectos. En la agonía, Jesús se manifiesta también hermano nuestro, porque toma sobre sí toda nuestra angustia, nuestra situación desesperada, y se hace así «en todo semejante a ios hermanos» (Heh 2,17). Y en la institución eucarística, Jesús se mostró también como Hijo, que da gracias al Padre y recibe del Padre toda la corriente de amor necesaria para cambiar la situación. Filiación y fraternidad están íntimamente unidas y son las dos virtudes fundamentales del corazón sacerdotal de Cristo. El corazón del sacerdote se define por la unión de estas dos disposiciones: docilidad filial y
misericordia fraterna. ¡ Jesús quiso unir a sus apóstoles en estas dos relaciones fundamentales de su corazón. En su relación con el Padre, vemos la insistencia de Jesús en decir que él

ha venido no para hacer su voluntad, Slfl() la voluntad del Padre (Jn 5,30; 6,38). Vemos sobre todo que quiere unir a sus apóstoles a esta disposición suya de docilidad completa. Lo vemos en la agonía, cuando pide a sus apóstoles vigilar con él: «Vigilad y orad» (Mt 26,41). Antes había insistido en la necesidad de ser dóciles al Padre. En ci momento en que se encuentra en la prueba, pide a sus apóstoles que compartan esta prueba y esta disposición, y les da una lección impresionante de docilidad plena de amor filial, porque su grito «que se haga tu voluntad» (Mt 26,42) no es la expresión de una resignación, sino un grito de amor filial.
Por otra parte, quiso unir a sus apóstoles a su corazón en la misericordia hacia los pecadores. Esto se ve muchas veces en el evangelio, en particular en la vocación de Mateo. Mateo era considerado pecador, porque era publicano. Jesús manifiesta con él su misericordia sorprendente, diciendo: <Sígueme» (Mt 9,9). Un honor extraordinario, no sólo el ser considerado por Jesús como alguien a salvar, sino como un posible cooperador. Se vio enseguida que esta vocación de Mateo fue la ocasión de mostrar que el apóstol debe ser misericordioso con los pecadores; que los discípulos de Jesús deben ser misericordiosos. Mateo organiza un banquete con otros publicanos. Esto suscita la crítica de los fariseos, que dicen a los discípulos: ¿Por qué vuestro Maestro come con publicanos y pecadores? Jesús responde con decisión: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Y Jesús cita la profecía de Oseas: <Id a aprender qué cosa significa misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9, 11-13).

Los apóstoles son así asociados al movimiento de misericordia del corazón de Cristo, fin de su vocación. Jesús no busca el Culto ritual externo de santificación por ¡ medio de la separación ritual; esto es ei sistema antiguo.! Ahora el verdadero culto se actúa en un movimiento dei; misericordia hacia los hermanos en la docilidad plenajj al amor del Padre.

El sacrificio de Cristo no fue un sacrificio a la manera antigua, fue un acto de misericordia extrema, una pena capital transformada por el corazón en ofrenda de misericordia.

Se puede también analizar el sacerdocio de otro modo. El sacerdocio de Cristo presenta conjuntamente las tres dimensiones que corresponden a las tres funciones, los tres ntunc’ru: de profeta, sacerdote y rey. Todo esto entra en la perspectiva de la Carta a los hebreos sobre el sacerdocio de Cristo:

1) Cristo comunica mejor que los profetas la palabra de Dios. Dios O5 ha hablado por medio de su Hijo, ahora la palabra de Dios nos viene por medio de Cristo, y este es un aspecto fundamental de su sacerdocio.
2) Conw sacerdote, Cristo nos santifica comunicndonos la vida divina.
3) Como Rey, Cristo gobierna la Iglesia y 1e asegura la comunión en la unidad. Son tres funciones que pertenecen al sacerdocio de Cristo, Sumo Sacerdote, que comunica al sacerdocio ordenado, el cual debe comunicar la palabra de Dios, aspecto fundamental, debe comunicar la vida divina por medio de los sacramentos y debe asegurar la unidad, gobernando el pueblo de Dios. Se puede ver en el evangelio que también para realizar estas tres funciones Cristo quiso asociar a los apóstoles a su corazón.

Vemos en el evangelio de Marcos que, para Jesús, la enseñanza, es decir, la comunicación de la palabra de Dios, es un acto de misericordia sacerdotal. Escribe el evangelista: «Y al desembarcar, vio mucha gente. Sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). Jesús enseña porque se ha conmovido viendo la situación de la gente. Este aspecto afectivo de misericordia es la fuente de su actividad de enseñanza, a la cual él asocia a los apóstoles (Mt 28,19.20). Debe estar presente en la enseñanza de los sacerdotes y de los obispos. No se puede comunicar la palabra de Dios 5fl() en unión con el corazón de Cristo, con la compasión de Jesús y con su misericordia sacerdotal.
La segunda función es comunicar la vida divina. Esto queda ilustrado en los evangelios con el episodio) de la multiplicación de los panes. Los apóstoles, al atardecer, piden a Jesús que despida a la gente para que, en las aldeas próximas, puedan comprar cualquier cosa para comer, pero Jesús responde: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). Se ha encargado a los apóstoles la función de comunicar la vida. Jesús siente también compasión por la gente que corre e1 riesgo de desvanecerse en el camino y por eiio toma en sus manos los pocos panes que tiene a su disposición, da las gracias, los parte y los da a sus discípulos para que los distribuyan (Mc 8,1-6). Jesús asocia así a sus discípulos a su actitud de amor generoso que quiere comunicar la vida. Estas escenas, evidentemente, constituyen una prefiguración del don eucarístico. Los evangelios evidenciaron esta relación. Jesús, en la Ultima Cena, U5() en manos de los apóstoles, y después de los obispos y presbíteros, su propio Cuerpo y su propia Sangre, a fin de que pudieran

distribuir a todos ios fieles la vida divina. Esto proviene de su compasión, de su corazón. Está claro que la Eucaristía es el don más extraordinario del corazón de Jesús. Jesús pone su propio corazón a disposición de lOS sacerdotes con la misión de distribuir este corazón, así corno partió el pan y lo hizo distribuir. Jesús da el propio corazón, para que los sacerdotes lo puedan dar a las otras personas y comunicar este don extraordinario. En el fondo la vida cristiana consiste en recibir en sí mismo el corazón de Cristo.
El tercer aspecto es asegurar la comunión en la unidad. Este aspecto se expresa en el evangelio de Mateo con una descripción del ministerio de Jesús mismo, diciendo: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en las sinagogas, proclamando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35). Jesús después comprueba la dispersión humana y «siente compasión». De nuevo: «Y al desembarcar, vio mucha gente. Sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Su corazón se conmueve y ahora quiere asociar a sus discípulos a la gran obra de reunir al género humano. Entonces les dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38).

La misión de los Doce se narra inmediatamente después (Mt lO,1-5ss.) y se encuentra en esta luz. Esta misión fue percibida como un efecto de la compasión del corazón de Jesús hacia las multitudes, en su deseo de asociar a los hombres elegidos a esta obra de unir en la caridad.

Esto es propiamente una de las funciones esenciales del sacerdocio: estructurar la unidad, hacer posible la unidad. Y esto no es posible sin una referencia explícita al corazón de Jesús, esto es, al amor de Cristo expresado por su corazón humano. Reunir a los hombres en la Iglesia y gobernar la Iglesia no puede ser obra de ambiciones o de dominaciones. Debe ser un servicio inspirado por el amor que proviene del corazón de Jesús. Jesús mismo dido a los apóstoles cuando discutían por el primer puesto: «Sabéis que los
que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y los grandes ¡os oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será esclavo de todos, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el siervo de todos. El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos» (Mc 10,42-45; cf Lc 22,25-26).
En todos estos ejemplos vemos que el sacerdocio ordenado está constituido por una llamada a una unión íntima con el corazón de Jesús. Me parece que es más importante hablar de la unión con el corazón de Jesús que no de culto al Sagrado Corazón. Ciertamente, el cultd al Sad Corazón es aprobado por la Iglesia y por tanto es un elemento muy positivo, pero me parece que el deseo del corazón de Jesús es ante todo la unión a su corazón, no tanto el culto a su corazón, que puede tener un aspecto externo y por tanto no satisfactorio. La unión al corazón de Jesús, en cambio, me parece algo esencial para el ejercicio del sacerdocio ministerial. ¡ ¡ Debemos pedir al Señor que nos conceda esta unión in1 tensa con El en el amor filial al Padre y en el amor para con todas las personas confiadas a nuestro ministerio.

 

 

 

VOCACIONes sACERDOTALES

Del SIGLO XXI

 

Hacia una renovada pastoral de las vocaciones al sacerdocio ministerial

(Documento de la CEE aprobado en su XCIX Asamblea Plenaria el 26 de abril de 2012)

 

Sumario

Introducción

1. El encuentro con Cristo

2. La llamada al sacerdocio

3. Lugares de llamada y propuestas para la acción pastoral

Final: una llamada a la esperanza

Introducción

La Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Madrid del 16 al 21 de agosto de 2011 fue un momento especial de gracia y amor de Dios para nuestras diócesis. El Santo Padre Benedicto XVI nos ofreció un conjunto de enseñanzas en relación a la pastoral con los jóvenes. También nos dejó orientaciones para la formación de los futuros sacerdotes, especialmente en la homilía de la santa Misa con los seminaristas celebrada en la catedral de Santa María la Real de la Almudena. Asimismo, en diferentes momentos se ha referido al tema de la vocación.

El domingo 21 de agosto mantuvo un encuentro con los vo­luntarios de la JMJ en el que les planteó con toda claridad la cuestión de la vocación: «Es posible que en muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la gran­deza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud” (Mc 10, 45)»[1].

La noche anterior, en la vigilia de oración con los jóvenes, en el aeródromo de Cuatro Vientos, les había dicho: «En esta vigilia de oración, os invito a pedir a Dios que os ayude a descubrir vues­tra vocación en la sociedad y en la Iglesia y a perseverar en ella con alegría y fidelidad. Vale la pena acoger en nuestro interior la llamada de Cristo y seguir con valentía y generosidad el camino que él nos proponga. A muchos, el Señor los llama al matrimonio (…). A otros, en cambio, Cristo los llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida consagrada. Qué hermoso es saber que Jesús te busca, se fija en ti y con su voz inconfundible te dice también a ti: “¡Sígueme!” (cf. Mc 2, 14)»[2].

Tenemos presente también que el día 4 de noviembre de 2011 se cumplieron los setenta años del motu proprio Cum nobis, con el que el venerable papa Pío XII instituyó la Pontificia Obra para las Vocaciones Sacerdotales. Con ocasión de este aniversario, tuvo lugar en Roma un Congreso internacional en el que se com­partieron las iniciativas vocacionales más significativas y se su­brayó la conveniencia de presentar con mayor claridad la figura del sacerdocio ministerial[3]. Asimismo, la Congregación para la Educación Católica ha publicado el 25 de marzo del 2012 un do­cumento titulado Orientaciones pastorales para la promoción de las vocaciones al ministerio sacerdotal[4].

Así pues, en continuidad con el impulso renovador que supuso el Año Sacerdotal[5] en nuestros presbiterios, teniendo en cuenta las aportaciones de los recientes documentos y congresos sobre pastoral vocacional, a partir de la dinamización que la JMJ ha pro­ducido en la pastoral juvenil de nuestras diócesis, y con ocasión del doctorado de san Juan de Ávila, los obispos de las Iglesias que peregrinan en España ofrecen al pueblo cristiano este docu­mento con la finalidad de propiciar la oración por las vocaciones, reflexionar sobre el trabajo de promoción vocacional, compartir tanto las dificultades como las esperanzas de quienes trabajan en el ámbito de la pastoral vocacional, y, finalmente, ofrecer algunas propuestas pastorales.

Nos mueve a ello la preocupación que causa tanto a los pasto­res como a las comunidades eclesiales el descenso progresivo de las vocaciones sacerdotales que tiene lugar en Occidente en las últimas décadas. Por ello, no podemos eludir algunas preguntas que están presentes en el ambiente: ¿nos hallamos en un «invier­no vocacional» del todo irrecuperable en Occidente? ¿El descen­so vocacional es un «signo de los tiempos»? ¿Falta coordinación con la pastoral familiar y la pastoral juvenil? ¿Nos falta pericia en la pastoral vocacional? ¿Nos falta oración y confianza en Dios?

A este respecto, evocando la parábola del sembrador, el papa Benedicto XVI afirmaba que la tierra donde se debe sembrar la semilla de la vocación es principalmente el corazón de todo hom­bre, pero en modo particular de los jóvenes, a los que se presta servicio de escucha y acompañamiento. El corazón de estos jóve­nes, añadía el Santo Padre, es «un corazón a menudo confuso y desorientado y, sin embargo, capaz de contener en sí mismo im­pensables energías de donación; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida gastada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que viene del haber encontrado el mayor tesoro de la existencia»[6].

¿Cuáles son las causas de esta confusión o desorientación que pueden afectar a un joven de hoy? Y, al mismo tiempo, ¿cómo podemos despertar en él esas energías de donación que posee en sí mismo y la capacidad de seguir con totalidad y certeza a Je­sús? Sin duda, aquí reside el núcleo de la cuestión que nos ocupa. Nuestra reflexión constará de tres partes: en primer lugar analiza­remos algunos rasgos característicos del contexto socio-cultural y también consideraremos cómo se debe preparar la tierra para que pueda dar fruto; en segundo lugar, trataremos de la llamada al sa­cerdocio; por último, reflexionaremos sobre los lugares y ámbitos de llamada y algunas propuestas de pastoral vocacional.

1. El encuentro con Cristo

En este primer capítulo analizaremos algunas características del contexto socio-cultural; después presentaremos el objetivo fundamental de la pastoral juvenil, que no es otro que propiciar el encuentro con Cristo; seguidamente, nos centraremos en los dos grandes criterios de acción propuestos especialmente por el Santo Padre Benedicto XVI para acercar a los jóvenes a Dios y para enseñarles la amistad con Jesucristo.

1.1. Contexto sociocultural actual

En líneas generales podemos afirmar que nos encontramos in­mersos en un proceso de secularización aparentemente imparable y en un contexto cultural y social condicionado por fuertes co­rrientes de pensamiento laicista que pretenden excluir a Dios de la vida de las personas y de los pueblos, e intentan que la fe y la práctica de la religión se consideren como un hecho meramente privado, sin relevancia alguna en la vida social. Por otra parte, en nuestra sociedad no pocas personas tienen una idea de Dios equivocada y confusa, y una concepción incompleta sobre el ser humano y su relación con Dios. La consecuencia es que se pue­den acabar imponiendo planteamientos desviados y falsos sobre la verdadera naturaleza de la vocación, que dificultan enorme­mente su acogida y su comprensión[7].

Dicho proceso de secularización, unido al fenómeno de la glo­balización, ha producido una serie de cambios profundos en los diversos campos de nuestra sociedad. Actualmente constatamos una crisis en la transmisión de cultura, tradiciones, valores, etc., y también en la transmisión de la fe. Esta crisis va asociada a los cambios que se han producido en la institución familiar. La apa­rición de una cultura consumista, secularizada y materialista, que erosiona los cimientos tradicionales de la familia y desprecia mu­chos de los valores que hasta ahora habían sostenido las relacio­nes entre los pueblos y las sociedades. La familia, institución que ayuda al sujeto en su correcto proceso de inserción en la sociedad, se encuentra hoy con serias dificultades para mantener vivo uno de sus roles principales: la transmisión de valores y tradiciones.

El presente cambio cultural va logrando que se desvanezca la concepción integral del ser humano, es decir, su relación con el mundo, con los demás seres humanos y con Dios. El resulta­do es «un hombre débil, sin fuerza de voluntad para comprome­terse, celoso de su independencia, pero que considera difíciles las relaciones humanas básicas como la amistad, la confianza, la fidelidad a los vínculos personales»[8]. Un hombre falto de consis­tencia, fragmentado y «líquido». En este sentido, somos testigos de la primacía de la subjetividad y del individualismo, que des­embocan frecuentemente en la despreocupación por el bien co­mún para dar paso a la realización inmediata de los deseos de los individuos, a la creación de nuevos y, muchas veces, arbitrarios derechos individuales[9].

En consecuencia, podemos decir que la capacidad de corres­ponder a la llamada de Dios queda en cierta medida debilitada por ciertas corrientes de la cultura actual que propugnan la libertad sin compromiso, el afecto sin amor y la autonomía sin respon­sabilidad. De esta forma, los jóvenes pueden vivir eternamente indecisos ante la disparidad de ofertas y quedar sumidos en la indiferencia ante la cantidad de informaciones que les llegan, sin una formación adecuada para que puedan ser procesadas. Son los verdaderos espejismos de nuestra sociedad que reducen la felici­dad al instinto, las virtudes a habilidades, los valores a estrategias, y que dificultan enormemente escuchar la voz de Dios.

 

Nuevas oportunidades

Pero no todo es negativo. También podemos reseñar aspectos po­sitivos de la sociedad en general y del mundo juvenil en particular. Por encima de todo, es preciso que sepamos descubrir los puntos de encuentro con los jóvenes actuales, detectar sus aspiraciones más profundas para poder aprovechar todas las oportunidades, todas las posibilidades de activar la generosidad de sus corazones[10]. Se pue­den enumerar algunos elementos que servirán de ayuda para revita­lizar nuestra pastoral juvenil y vocacional.

Como punto de partida, se debe tener muy presente que la ju­ventud «es la edad en la que la vida se desvela a la persona con toda la riqueza y plenitud de sus potencialidades, impulsando la búsque­da de metas más altas que den sentido a la misma»[11]. Es la riqueza de contener el proyecto completo de la vida futura, de descubrir, de programar, de elegir, de prever y de tomar las primeras decisiones, que tendrán importancia para el futuro tanto en lo personal como en la dimensión social. Esa riqueza inherente a la juventud no tiene por qué alejar al hombre de Cristo. Al contrario, debe conducir al joven hasta Jesús para formularle las preguntas fundamentales sobre la vida y su sentido, sobre el proyecto de vida y la vida eterna, como hace el joven rico del Evangelio (cf.Lc 18, 18-23). La juventud es una riqueza que se manifiesta en estas preguntas que se hace todo ser humano, sobre todo en su etapa de juventud[12].

En segundo lugar, podemos afirmar que en la actualidad se da un mayor respeto a la persona humana y a su dignidad, y en líneas generales tiene lugar una mayor sensibilidad por la promoción de los derechos humanos, aunque se den dolorosas excepciones en temas fundamentales que afectan a la vida y a la familia. Este hecho permite nuevas posibilidades de evangelización porque fa­cilita una propuesta antropológica, teológica y espiritual que la Iglesia está llamada a poner al servicio de nuestra sociedad y de la cultura, y, más en concreto, al servicio de nuestra pastoral con los jóvenes. La Iglesia propone unos principios que se fundamentan en el amor a Dios y el respeto absoluto a la persona y a la vida hu­mana. Este respeto incondicional a la persona se convierte en un testimonio nuevo y eficaz, que es capaz de crear una cultura de la vida. Este camino, a su vez, nos permite entrar en el diálogo sobre la cuestión de la conciencia y de la experiencia del ser humano, de su búsqueda del sentido de la vida y de su capacidad de abrirse a la trascendencia.

Otra oportunidad que podemos señalar es el deseo de libertad personal propio de la condición juvenil. Los jóvenes tienen como un sentido innato de la verdad, y la verdad debe servir para la li­bertad. A la vez, los jóvenes tienen también un espontáneo anhelo de libertad. Pero es preciso recordarles que ser verdaderamente libres es saber usar la propia libertad en la verdad. Ser verdadera­mente libres no significa hacer todo aquello que me gusta o tengo ganas de hacer, porque la libertad contiene en sí el criterio de la verdad, más aún, la disciplina de la verdad. Ser verdaderamente libres, en definitiva, significa usar la propia libertad para lo que es un bien verdadero[13]. El mensaje del Evangelio, la Palabra de Dios, posee una fuerza infinita de liberación porque es portador de la verdad.

En cuarto lugar, reparemos en el valor que los jóvenes dan a la coherencia de vida, al testimonio, componente esencial en la auténtica vivencia de la fe. Aquí encontramos posibilidades de in­cidir en una sociedad que está saturada de mensajes, pero a la vez está ávida de testimonios creíbles. Las doctrinas se transmiten a través de mensajes que expresan verdades, pero el testimonio de vida es el mejor medio para transmitir formas de conducta, valores y actitudes. Un testimonio de vida personal y también comunitario auténticamente cristiano será el camino mejor para tender puentes con los jóvenes de hoy, que valoran especialmente la autenticidad y la sinceridad.

Por último, vale la pena tener en cuenta también la experien­cia del voluntariado, tan extendida hoy entre el mundo juvenil, que se manifiesta en múltiples campañas de ayuda al Tercer y Cuarto Mundo. También se va generalizando en los jóvenes la participación en iniciativas de defensa de la naturaleza y el medio ambiente. Crece entre ellos la conciencia de que la sostenibilidad es responsabilidad de todos y que la conservación del planeta se convierte en una cuestión cada vez más urgente. El mismo papa Benedicto XVI ha valorado de forma muy positiva el fenómeno del voluntariado como camino de un compromiso asumido según los criterios de una ética cristiana. Según él, es «una escuela de vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a estar disponi­bles para dar no solo algo, sino a sí mismos. De este modo, frente a la anticultura de la muerte, que se manifiesta por ejemplo en la droga, se contrapone el amor, que no se busca a sí mismo, sino que (…) se manifiesta como cultura de la vida»[14].

1.2. Llamados al encuentro con Cristo

Según el relato del Génesis, «al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gén 1, 1), llamando a las criaturas para que del no-ser, vinieran a la existencia. También el hombre fue creado de esta manera: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). Por tanto, podemos afirmar que la primera vocación es la llamada a la existencia, a la vida. Ahora bien, el ser humano será objeto de una vocación especial: dialogar con el Creador, colaborar con él, poner nombre a las cosas creadas, vivir en una profunda y amistosa relación con Dios. En definitiva, es llamado a vivir en comunión con Dios.

El deseo natural de Dios está inscrito en el corazón del hombre por la sencilla razón de que este ha sido creado por Dios y para Dios. Por eso, solo en Dios puede apagar su sed de trascendencia, solo en Dios puede encontrar la verdad, el bien, la felicidad y el sosiego que anhela su corazón. La constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II lo expresa bellamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hom­bre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo con­serva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador»[15].

Esta referencia, este deseo, se halla en lo profundo del corazón humano. Dios crea por amor y el sentido de la vida del ser huma­no consiste en ser amado por Dios y por los demás, y en corres­ponder a ese amor amando a Dios y a los demás. Esta es la gran verdad de la vida, la que llena de sentido, de felicidad y plenitud toda existencia[16]. De ahí la inquietud de buscar a Dios, el anhelo interior que conduce hasta el encuentro del Señor. De ahí que solo en el Señor se pueda hallar el descanso y la paz. San Agustín resumirá magistralmente ese camino de búsqueda y encuentro, de inquietud y de hallazgo: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti»[17].

El amor de Dios ha sido manifestado a lo largo de la Historia de la Salvación, y al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envía a su Hijo porque quiere salvar a todos los hombres y hacerlos hi­jos suyos por adopción (cf.Gál 4, 4-5). El Hijo eterno del Padre se ha encarnado, ha asumido la naturaleza humana haciéndose en todo igual a nosotros, excepto en el pecado. El ser humano es elevado a la dignidad de hijo de Dios por Cristo y en Cristo. Él es el centro del cosmos y de la historia, el Redentor del hombre y del mundo, de todo el género humano y de cada persona[18]. Cada persona es objeto de la entrega y del amor de Cristo, a todos los ha reconciliado con el Padre.

El comienzo de la vida cristiana

La persona de Jesucristo es el centro de la vida y de la misión de la Iglesia, es la esencia del cristianismo. La vida cristiana co­mienza después de un encuentro personal con Él. El papa Bene­dicto XVI, en la introducción de su encíclica Dios es amor, lo resume magistralmente: «No se empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acon­tecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[19]. Cristo sale al encuen­tro de todo ser humano para presentarse como Camino, Verdad y Vida, para saciar su sed de felicidad, para llenar de sentido su existencia.

Los destinatarios de la pastoral juvenil son los jóvenes con­cretos en su situación concreta, y la finalidad de dicha pastoral es que lleguen a vivir la vida nueva en Cristo[20]. Por eso hemos de propiciar el encuentro con Cristo que les cambie el corazón, la experiencia profunda de fe que renueve radicalmente sus vidas y les lleve a un compromiso de totalidad. Este, en definitiva, es el plan de Dios para todos sus hijos, aunque aquí nos referimos más concretamente al ámbito de los jóvenes.

Para poder evangelizar al joven de hoy es preciso conocer su realidad personal y la situación en que se encuentra en relación a la fe y la religión. Actualmente nos encontramos con una gran diversidad de personas y de situaciones que exige a su vez una gran variedad de itinerarios y de pedagogía. Solo así podremos ofrecer una propuesta personalizada y con sentido. Entre el punto de partida y el de llegada está el acompañamiento personal para discernir en cada momento según los ritmos de maduración y los procesos concretos, conscientes de que todos son llamados a vivir la madurez de la fe y a la participación en la comunidad cristiana. También es necesario conocer la realidad de la sociedad en que vive el joven y cómo condiciona su vida. Es lo que hemos inten­tado hacer en el apartado precedente.

 

1.3. Alentar la esperanza en los jóvenes

La cuestión de la esperanza es un elemento antropológico fun­damental de la pastoral juvenil y vocacional porque está en el centro de la vida humana y porque en la actualidad ha adquiri­do una particular relevancia. Sin duda constituye uno de los ejes doctrinales y pastorales del pontificado de Benedicto XVI. Su segunda encíclica, Spe salvi[21], está dedicada al tema de la espe­ranza, apuntando a lo esencial del corazón humano, en una época marcada entre otras cosas por una manifiesta crisis de esperanza debido a las dificultades acuciantes del momento presente, y des­pués de constatar que no se han cumplido las expectativas forja­das a partir de los avances de la ciencia y de la técnica o de las grandes revoluciones de la historia reciente.

Estos tiempos de desesperanza afectan particularmente a la edad juvenil. Un importante número de jóvenes vive en la sospecha y desconfianza ante los que rigen la sociedad y sus instituciones y a la vez en la desesperanza respecto a los cambios que necesita la sociedad, sumergida en crisis políticas, económicas, financieras, y también de valores. En algunos casos el descontento se canaliza a través de protestas no exentas de violencia. En otros casos cabe el peligro de desembocar en una especie de letargo colectivo, de que se instalen en la evasión consumista al comprobar que las expecta­tivas de futuro se desvanecen por la imposibilidad de encontrar un empleo estable, de formar una familia, de llevar a término proyec­tos personales, etc. En ambos casos se renunciaría a la insatisfac­ción e inconformismo creativos tan propios de la condición juvenil y que mantienen la tensión de los más altos ideales.

En esta tesitura, el Mensaje que el Santo Padre ofreció a los jóvenes del mundo con ocasión de la XXIV Jornada Mundial de la Juventud[22], el año 2009, recordando el encuentro de Sydney y en camino hacia el de Madrid, está centrado en el tema de la esperanza y contiene unas pistas muy iluminadoras a partir de una cita de la primera carta de san Pablo a Timoteo: «Hemos puesto la esperanza en el Dios vivo» (1 Tim 4, 10). Podemos señalar cuatro jalones de un itinerario para reavivar la esperanza en los jóvenes. Como punto de partida, la consideración de que la juventud es tiempo de esperanza; seguidamente, la búsqueda y encuentro de una gran esperanza que llene la vida: Cristo; en tercer lugar, el aprendizaje, el ejercicio y el crecimiento de la esperanza; por último, la llamada a ser testigos de esperanza en el mundo.

En primer lugar, por tanto, la cuestión de la esperanza está en el centro de la vida humana. El ser humano tiene necesidad de esperanza, pero no de cualquier esperanza pasajera, sino de una esperanza creíble y duradera, que resista el embate de las dificultades. La juventud es tiempo de esperanzas, porque mira hacia el futuro con expectativas y porque tiene toda una vida por delante. La juventud es el tiempo en que se formulan las grandes preguntas sobre el sentido de la vida; es el tiempo en el que se van fraguando y se toman las decisiones que serán determinantes para el resto de la vida. Ahora bien, ¿dónde encontrar la llama de la esperanza y cómo mantenerla viva en el corazón?[23]

El ser humano, en busca de esperanza

El ser humano busca constantemente la esperanza y se pre­gunta dónde la podrá hallar, quién se la puede ofrecer. Según el Santo Padre, la ciencia, la técnica, la política, la economía o cual­quier otro recurso material por sí solos no son capaces de ofrecer la gran esperanza a la que todo ser humano aspira. Por otra parte, la experiencia humana en general nos enseña que muchas espe­ranzas que se conciben a lo largo de la vida, cuando llega el mo­mento de verse cumplidas, no acaban de saciar la sed de sentido y de felicidad del corazón. Eso sucede porque la gran esperanza solo puede estar en Dios. La gran esperanza no es una idea, o un sentimiento o un valor, es una persona viva: Jesucristo[24].

La vida cristiana es un camino, una peregrinación y también una escuela de aprendizaje y de ejercitación de la esperanza. La oración, el encuentro con Dios, el diálogo con Él, la conciencia de que Él siempre escucha, siempre comprende, siempre ayuda, es la primera fuente de esperanza. También la esperanza se nutre de la Palabra de Dios y de la participación frecuente en los sacramen­tos. El actuar y el sufrir son asimismo lugares de aprendizaje. Por­que la esperanza cristiana es activa, transformadora del mundo, bajo la mirada amorosa de Dios. Y lo mismo el sufrir, el aceptar la realidad de la vida en lo que tiene de doloroso. La esperanza se nutre del saber sufrir y del sufrir por los demás[25].

La consecuencia lógica de la vida en Cristo que va aprendien­do, ejercitando y creciendo en la esperanza, es que el joven se convierte en un testigo de esperanza en medio del mundo. Si el Señor Jesús se ha convertido en el fundamento de su existencia, si ha colmado sus expectativas vitales, no es extraño que pro­ponga «con coraje y humildad el valor universal de Cristo, como salvador de todos los hombres y fuente de esperanza para nuestra vida»[26], tal como el Papa señalaba a los jóvenes en la memorable vigilia de oración en el aeródromo de Cuatro Vientos.

Por tanto, para reavivar la esperanza de los jóvenes, es preciso que la pastoral juvenil y vocacional se dirija a todos ellos, a los más próximos y a los que están alejados, y se oriente a devolverles el entusiasmo por encontrar el verdadero sentido de su vida, por desarrollar todas sus potencialidades, por mirar hacia el futuro y trabajar con un proyecto de vida centrado en Cristo. De esta for­ma podrán llegar a fructificar las inmensas energías de donación que sin duda están presentes en lo profundo de sus corazones.

Reanimar la esperanza en los jóvenes significa también abrir­les a un futuro lleno de promesas y posibilidades y especialmente ayudarles a superar el miedo a las decisiones definitivas. El futuro se comienza a construir mediante las elecciones que se hacen en el presente. Es preciso que elijan aquellas promesas y opciones que abren realmente al futuro, incluso cuando estas acarrean re­nuncias. Si el camino que lleva hacia el futuro se hace sin Dios, lleva a la oscuridad, al gran vacío existencial. Por eso, la opción fundamental del joven debe construirse sobre el fundamento fir­me que es nuestro Señor Jesucristo[27].

La fuerza del Espíritu que Dios ha puesto en cada persona, en cada joven, proyecta hacia el futuro y ayuda a vencer el miedo a tomar grandes decisiones. El Dios que nos ha amado y nos sigue amando es la gran esperanza, la gran fuerza del hombre, que re­siste a pesar de todas las desilusiones[28]. Es muy importante que se sepa presentar a las nuevas generaciones la certeza de esta prome­sa como algo por lo que vale la pena gastar la propia vida. Nues­tro acompañamiento y nuestro testimonio vivo de esperanza serán los instrumentos que les ayuden a ver que la Iglesia no les deja solos ante los desafíos de la vida, ni ante sus decisiones absolutas.

1.4. Educar a los jóvenes en la fe

La segunda propuesta de acción del papa Benedicto XVI para la pastoral juvenil se relaciona con la educación en la fe. Es una cuestión que le preocupa vivamente, hasta el punto de hablar de «emergencia educativa» o de calificar dicha educación como una tarea cada vez más difícil[29]. Ahora bien, se trata de una prioridad pastoral de la Iglesia y además es un elemento imprescindible para conocer a Dios, conocerse a sí mismo, conocer el ambien­te que rodea al joven, profundizar en la fe para poder dar razón de la propia fe y de la esperanza. Esta formación ha de estar en conexión con el joven y con su compromiso apostólico y en ella han de estar presentes los elementos más genuinos de la fe y de la tradición cristiana[30].

Es una tarea particularmente difícil en la actualidad por dife­rentes razones, todas ellas consecuencia de las corrientes de pen­samiento laicista que transcurren en nuestra cultura secularizada. Desde el agnosticismo, que se propone apagar el sentido religioso inscrito en lo profundo del ser humano, hasta el relativismo, que erosiona las certezas más hondas[31]. Las dificultades son un desa­fío y un estímulo para los jóvenes, que han de aplicarse en una formación amplia y profunda que les sirva para respuesta a las interpelaciones que reciban. Por otra parte, la educación en la fe tiene una finalidad en sí misma: crecer en conocimiento y amor de Cristo. No se puede amar, no se puede entrar en amistad con alguien a quien no se conoce.

El joven está llamado a construir la propia vida sobre Cristo, como recordaba el lema de la JMJ de Madrid, a edificar la vida sobre el cimiento firme que es Cristo. Él es el Redentor de todo el género humano y de cada persona concreta de la historia. En Él y por Él Dios se ha revelado plenamente a la humanidad; por Él y en Él hemos sido elevados a la dignidad de hijos de Dios. Él ha abierto para nosotros el camino hacia Dios, para que podamos alcanzar la vida plena. Cristo es la roca firme sobre la que edificar la vida. Al edificar la vida sobre Cristo, se proyecta su luz sobre la humanidad, porque la vida se fundamenta en la verdad[32].

La cuestión de la verdad ha de ocupar un lugar central en la tarea de educación de la fe de los jóvenes. Como señalaba el beato Juan Pablo II, «la fe y la razón son como las dos alas con las cua­les el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la ver­dad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conocién­dolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo»[33]. Actualmente, no pocos jóvenes encuentran dificul­tades para discernir la verdad. Hoy día se repite con frecuencia la pregunta del escéptico Pilato: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38). Pues bien, en definitiva, la verdad no es un misterio inescrutable, la verdad es una persona: Jesucristo[34].

Cristo es el Señor de la creación y de la historia, todo fue crea­do por Él y para Él y todo se mantiene en Él (cf.Col 1, 16-17). Por eso, si el diálogo entre la fe y la razón se realiza con rigor y honestidad, brinda la posibilidad de percibir el carácter razonable de la fe en Dios y de descubrir que la realización de las aspiracio­nes humanas se encuentra en Cristo. En consecuencia, en la tarea de educación en la fe no se debe tener miedo de confrontar la fe con los avances del conocimiento humano, al contrario, es preci­so promover una «pastoral de la inteligencia», de la cultura, de la persona, que responda a todos los interrogantes. Los jóvenes, por su parte, han de avanzar con decisión y confianza en su camino de búsqueda de la verdad[35].

Fundamentos de la educación en la fe

La formación de los jóvenes requiere una sólida base doctrinal y espiritual para crecer auténticamente en el conocimiento de la Verdad-Cristo y en la coherencia de la fe. Se fundamenta en el contacto vivo con la Palabra de Dios y en las indicaciones de la Iglesia, que orienta en el discernimiento de la verdad de Cristo, por medio de la Tradición viva y el Magisterio[36]. La importancia de esta educación en la fe se hace cada vez más urgente en una época marcada por un horizonte relativista, caracterizado por la orfandad de referencias, en el que se hace cada vez más difícil ha­blar de convicciones y certezas. En esta situación, hay que man­tener como objetivos generales en la educación: la búsqueda de la verdad y el bien, del sentido de las cosas y de la vida, así como la aspiración a la excelencia.

La educación en la fe no consiste en un simple adoctrinamien­to intelectual. En este sentido, no puede prescindir ni de la vida espiritual, ni tampoco sería completa sin la acción apostólica. La vida espiritual busca la unión con Cristo a través de la oración, como encuentro y diálogo personal en la fe con Dios; a la luz de la meditación de la Palabra de Dios, que ilumina, interpela y transforma. La Iglesia vive y celebra el encuentro entre Cristo re­sucitado y los hombres a través de los sacramentos, que son acon­tecimientos en los que la gracia llega al corazón de la persona y a la historia por medio de palabras y gestos realizados según dis­puso el Señor. Los siete sacramentos acompañan la vida humana desde el inicio hasta el tránsito a la vida eterna. En este camino, la Eucaristía es fuente y culminación de toda la vida cristiana y de toda la vida de la Iglesia[37].

La educación en la fe comporta también la acción apostóli­ca, que es consecuencia del Bautismo y la Confirmación, conse­cuencia del envío misionero de Jesús. Una acción que ha de estar orientada a colaborar en la construcción del Reino de Dios y a ser fermento evangélico en los diferentes ambientes reconociendo y sirviendo al Señor en los pobres y enfermos, en toda persona ne­cesitada. Una acción que se lleva a cabo a través del testimonio de una palabra convencida y convincente y de una vida coherente que convierte al joven en un testigo fiel, en un mensajero de la Buena Nueva que manifiesta, en toda su existencia, una vivencia gozosa y esperanzada.

El Santo Padre Benedicto XVI en la carta apostólica Porta fidei invita a los creyentes de todas las edades a reflexionar sobre la fe, a redescubrir sus contenidos, a vivirla como experiencia de un amor que se recibe y se comunica, a transmitirla mediante un testimonio coherente[38]. Es un proceso de vida cristiana en el que el joven va madurando en la formación, la vivencia de la fe y el testimonio de vida. A la vez, en ese proceso de crecimiento de la vida de fe, ha de ir descubriendo y viviendo la propia vocación y misión. Uno de los objetivos de la formación de los jóvenes es ayudarles a descubrir la propia vocación desde una actitud de disponibilidad y también ayudarles a realizar la misión encomendada[39].

 

2. La llamada al sacerdocio

Como decíamos en el capítulo anterior, el objetivo fundamen­tal de la pastoral de juventud consiste en propiciar en el joven un encuentro con Cristo que transforme su vida, que le haga des­cubrir en Cristo la plenitud de sentido de su existencia. Por otra parte, la pastoral de juventud tiene que ayudar a cada joven a plantear la vida como vocación, a descubrir su vocación concreta y a responder a la llamada de Dios con generosidad. En este ca­pítulo trataremos de la universal y común vocación a la santidad y al apostolado que brotan del Bautismo y de la Confirmación. Después, sin olvidar que dicha vocación se especifica en diversas vocaciones laicales y de especial consagración, nos centraremos en la llamada al ministerio sacerdotal.

 

2.1. La llamada a la vida en Cristo

La llamada a la vida en Cristo es personal y está inscrita en un proyecto que Dios tiene para cada ser humano. Todo comienza con una iniciativa y una llamada de Cristo a la puerta del corazón del hombre: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). Es la manifestación en el tiempo de un designio eterno. Es una llamada a realizar la propia vida en comunión con el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, y, en consecuencia, la suprema realización personal y comunitaria del ser humano. La mediación ordinaria de esta llamada es el Bautismo.

La vida cristiana comienza en el sacramento del Bautismo. Por el Bautismo somos incorporados al Pueblo de Dios, somos cons­tituidos hijos del Padre, miembros del Cuerpo de Cristo, templos del Espíritu Santo: miembros de la Iglesia «congregada en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»[40]. El Bau­tismo produce en nosotros una nueva vida y nos hace partícipes de la misión del Señor. La vocación que el cristiano recibe en el Bautismo consiste en vivir plenamente su condición de hijo de Dios y en ser testigo de Jesucristo. Todas las vocaciones especí­ficas a las que el Señor llama tienen su origen en esta vocación bautismal.

El concilio Vaticano II, al recordar al Pueblo de Dios la uni­versal vocación a la santidad, la fundamenta en la consagración bautismal: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos. En conse­cuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y per­feccionen en su vida la santificación que recibieron»[41].

El beato Juan Pablo II afirma en la exhortación postsinodal Christifideles laici que «la vocación a la santidad hunde sus raí­ces en el Bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía»[42], y destaca, además, que la vocación a la santidad «constituye un componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal»[43].

Mediante los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, el fiel es ungido, consagrado, constituido en templo espiritual y puede repetir de alguna manera las palabras de Jesús: «El Espíritu del Se­ñor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2)[44]. Desde el momento del Bautismo se empieza a participar de la misión del Pueblo de Dios. Esta dimensión apostólica del Bautismo se mani­fiesta de manera más plena en la Confirmación, por la cual los cris­tianos «se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras»[45].

Todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a la santidad y al apostolado: los sacerdotes, los diáconos, los miem­bros de la vida consagrada y los fieles laicos; a su vez, todos participan en la misión de la Iglesia con carismas y ministerios diversos y complementarios. Los diferentes estados de vida es­tán relacionados entre sí y ordenados mutuamente. El sacerdocio ministerial representa la garantía de la presencia sacramental de Cristo Redentor a lo largo de la historia. El diaconado hace pre­sente a Cristo como el servidor de la comunidad de los creyentes. Los miembros de la vida consagrada testifican en el mundo la índole escatológica de la Iglesia y ponen de manifiesto la prima­cía de Dios y de los valores evangélicos. Los laicos contribuyen a la transformación del mundo desde dentro, como el fermento, mediante el ejercicio de sus propias tareas, manifestando a Cristo con su palabra y testimonio. El matrimonio es la vocación del mayor número de fieles laicos, que están llamados a ser testigos del amor de Cristo en el mundo[46].

De esta forma, el cristianismo aparece como la comunicación del amor que viene de Dios a los hombres y mujeres de este mun­do. No en vano Jesús, después del discurso de despedida a los Apóstoles, concluyó así su oración por los suyos: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17, 26).

Dimensión eclesial y comunitaria

La llamada de Dios es personal. Dios llama a cada uno por su nombre, pero quiere salvar y santificar a todos y cada uno no de forma aislada, sino constituyendo una comunidad de llamados, un pueblo[47]. La Iglesia es el pueblo que Dios reúne en el mundo entero. La Iglesia de Dios existe y se realiza en las comunidades locales como asamblea litúrgica, sobre todo en la celebración de la Eucaristía. Su origen no está en la voluntad humana, sino en un designio nacido en el corazón del Padre.

La Iglesia es preparada en la Antigua Alianza e instituida por Cristo Jesús y manifestada por el Espíritu Santo[48]. Al Hijo es a quien corresponde realizar el plan de salvación del Padre, en la plenitud de los tiempos. Para cumplir la voluntad del Padre, Cris­to inauguró el Reino de los cielos en la tierra. El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño» que Jesús convoca en torno suyo. El Señor la dotará de una estructura con la elección de los Doce y de Pedro como su Primado. Ellos y los demás dis­cípulos participan en la misión de Cristo.

La Iglesia es santa, y todos sus miembros están llamados a la santidad. En el marco de esa llamada universal, el Señor elige luego a personas que a través del ministerio sacerdotal cuiden de su pueblo y que ejerzan una función paterna, cuya raíz está en la paternidad misma de Dios[49]. Toda vocación nace, se alimenta y se desarrolla en la Iglesia y a ella está vinculada también por el destino y la misión. La pastoral juvenil tiene como finalidad úl­tima ayudar a que los jóvenes entren por el camino de la vida de oración y del diálogo personal y profundo con el Señor que les ha de ayudar a escuchar su llamada y a tomar decisiones en las que queda afectada toda la existencia. La dimensión vocacional es parte integrante de la pastoral juvenil, más aún, podemos decir que el espacio natural y vital de la pastoral vocacional es la pasto­ral juvenil, y que la pastoral juvenil solo es completa si incorpora en su proyecto la pastoral vocacional[50].

Por esta razón las comunidades diocesanas y parroquiales es­tán llamadas a reforzar el compromiso en favor de las vocaciones al sacerdocio ministerial[51]. Solo las comunidades cristianas vivas saben acoger con prontitud las vocaciones y después acompañar­las en su desarrollo. En definitiva, «la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde esta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios»[52]. La comunidad cris­tiana será el ámbito que facilitará el encuentro del joven con Je­sús, que acompañará el proceso educativo de su respuesta, que le ayudará a corresponder a la llamada de Dios. La parroquia tradi­cionalmente es el lugar por excelencia de experiencia comunitaria y de anuncio del evangelio de la vocación. También los diferentes movimientos y nuevas realidades eclesiales constituyen un ámbi­to privilegiado para la experiencia de comunidad cristiana.

2.2. La vocación sacerdotal

La vocación al sacerdocio ministerial comienza por un en­cuentro con el Señor, que llama a dejarlo todo y a seguirle, que quiere que su llamada se prolongue en una vida de amistad con él y una participación en su misión que compromete toda la exis­tencia. La vocación es un misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirle compartiendo vida y misión. Como expresaba el Santo Padre Benedicto XVI, «la vo­cación no es fruto de ningún proyecto humano o de una hábil estrategia organizativa. En su realidad más honda, es un don de Dios, una iniciativa misteriosa e inefable del Señor, que entra en la vida de una persona cautivándola con la belleza de su amor, y suscitando consiguientemente una entrega total y definitiva a ese amor divino (cf. Jn 15, 9.16)»[53].

El significado de la vocación lo encontramos en la respues­ta que Jesús da a Juan y Andrés, discípulos de Juan el Bautista, cuando le preguntan dónde vivía. «Venid y veréis» (Jn 1, 39), les responde el Maestro. Dios es quien tiene la iniciativa, quien lla­ma; y toda vocación cristiana es un don suyo que tiene lugar en la Iglesia y mediante la Iglesia, que es el lugar en que las vocaciones se generan y educan. La vocación cristiana en todas sus formas es un don destinado al crecimiento del Reino de Dios en el mundo, a la edificación de la Iglesia. La vocación sacerdotal se ordena a estos fines de un modo específico, a través del sacramento del Orden, con una configuración peculiar con Jesucristo[54].

La historia de toda vocación sacerdotal comienza con un diálo­go en el que la iniciativa parte de Dios y la respuesta corresponde al hombre. El don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre son los dos elementos fundamentales de la vocación. Así lo encontramos siempre en las escenas vocacionales descritas en la Sagrada Escritura. Y así continúa a lo largo de la historia de la Iglesia en todas las vocaciones. Las palabras de Jesús a los Após­toles, «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), reflejan esa primacía de la gracia de la vocación, de la elección eterna en Cristo (cf. Ef 1, 4-5)[55].

Es imposible describir las fases y los episodios de cada voca­ción, porque la vocación es personal, diversa e intransferible en cada persona. Dios llama a cada uno según su voluntad de amor y con un gran respeto por la libertad que tiene el sujeto para abrir la puerta al Señor a fin de que se adentre en el interior del que es llamado. Los caminos del Señor pueden tomar la forma de des­cabalgar súbitamente a Pablo del caballo que le conducía por la vida, o tomar la forma de una suave y persistente inclinación en el ánimo que experimenta el llamado desde su infancia. En todo caso, las biografías de los sacerdotes santos pueden ilustrarnos acerca de los momentos decisivos de su vocación.

Lo que sí podemos es fijar nuestra mirada en las vocaciones de los apóstoles narradas por los evangelios. Según narra el evange­lio de san Marcos (3, 13-15), «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios». San Lucas, por su parte, subraya la oración previa de Jesús: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró Apóstoles» (Lc 6, 12-13).

El papa Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret, subra­ya que «la elección de los discípulos es un acontecimiento de oración; ellos son, por así decirlo, engendrados en la oración, en la familiaridad con el Padre. Así, la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional, un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está anclada en él. También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt9, 38): a quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por Él mismo para este servicio»[56].

Jesús les llama a estar con Él, a ser sus compañeros, a formar con Él una comunidad de vida. Estar con Jesús equivale a seguirle ya que Él tiene palabras de Vida eterna; escucharle en todas y cada una de sus palabras; imitarle, con la inspiración y la interpretación que da el Espíritu al seguimiento de la Palabra que es Jesús mismo. Estar con Él para que lo puedan conocer, para que puedan penetrar el misterio de su vida, de su unión con el Padre. Por eso les procura una formación más amplia y profunda que al resto de los discípu­los, comparte con ellos la vida diaria y están siempre presentes en los momentos más trascendentales, les enseña a rezar, responde a sus interrogantes, y los va preparando para que sean partícipes de su misión.

El objetivo de la llamada es doble: la comunión con Él y la participación en su misión. Por eso los enviará a predicar con poder para arrojar los demonios «y curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10, 1). Los envía a anunciar el Evangelio, a llevar su mensaje por todo el mundo, a ser testigos suyos ante los hom­bres. No son meros repetidores de una doctrina aprendida, sino comunicadores de su palabra, de los misterios del Reino, de Cris­to mismo. Los envía para que den testimonio ante los hombres de lo que han visto y oído, de lo que han experimentado. Los envía a llevar la salvación a los confines de la tierra.

Tal como relata san Marcos, Jesús «llamó a los que quiso». La llamada es una decisión del Señor. Se trata ante todo de un don, de una gracia de Dios. No es un derecho del hombre, ni el resultado de un proyecto personal. Por eso no cabe ningún tipo de manipulacio­nes que pudieran inclinar la balanza de la decisión en una dirección concreta. También debe quedar excluido todo planteamiento del sacerdocio como posible camino de promoción social o de modus vivendi. El sacerdocio es un don de Dios que ha de producir una respuesta de gratitud y confianza por parte de la persona llamada, y una esperanza firme en la fidelidad de Dios[57].

La gracia de la llamada y la libertad en la respuesta no se opo­nen ni se contradicen. No se podría considerar una respuesta posi­tiva como válida si no se da desde la libertad, que es una condición esencial para la vocación. Vemos en los relatos evangélicos que hay ocasiones en que se da una respuesta negativa a la llamada de Jesús, como en el caso significativo del joven rico, debido a las exigencias que comporta el seguimiento (cf. Mt 19, 16-26). En este caso es debido a las ataduras de la riqueza. En otros casos puede ser debido a condicionamientos sociales y culturales[58].

También puede darse el caso de personas que tienen buena vo­luntad y quieren seguir ese camino, pero no es esa la voluntad de Dios, que tiene dispuesto un camino diferente para ellas. En el Evangelio encontramos un caso típico de esta situación en el en­demoniado que es curado por Jesús en el territorio de los gerase­nos (cf. Mt5, 1-20). Pide al Maestro formar parte de aquel grupo de los que estaban más próximos a Él, pero Jesús le encomienda una misión diferente: volver a casa con los suyos y anunciarles que el Señor ha tenido misericordia de él y le ha curado.

Cuando entran en conjunción las dos voluntades se realiza el ideal. La voluntad de Dios que llama y la del hombre que respon­de positivamente desde su libertad. Este es el modelo, el ejemplo que encontramos en la llamada de los cuatro primeros discípulos (cf. Mt 4, 18-21). La respuesta de Pedro, Andrés, Santiago y Juan será inmediata: dejando redes, barcas y familia, siguen a Jesús. Esa es la respuesta que antes dieron los profetas y todos los lla­mados a alguna misión en el Antiguo Testamento, después los apóstoles y discípulos en el Nuevo Testamento y también es la respuesta que se da en el tiempo de la historia de la Iglesia hasta la consumación de los siglos.

2.3. El camino de las mediaciones

La vocación sacerdotal es una relación que se establece entre Dios y el hombre en lo interior de la conciencia, en lo profundo del corazón, a partir de una llamada que provoca una respuesta. Es un misterio inefable que se realiza en la Iglesia, que está pre­sente y operante en toda vocación. El camino habitual en toda vocación es que el Señor se sirva de la mediación de la Iglesia a través de personas que suscitan, acompañan en el proceso y ayu­dan al candidato en el discernimiento[59].

El beato Juan Pablo II nos ofrece en Pastores dabo vobis un criterio orientador al poner como ejemplo a Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús, que después de encontrarse con el Maestro explica a su hermano Simón lo que le había sucedido y más tarde lo lleva junto a Jesús. Posterior­mente el Señor llamará a Simón diciéndole: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)» (Jn 1, 42). La iniciativa de la llamada es de Jesús, que llama a Simón e incluso le da un nuevo nombre. Ahora bien, Andrés ha aportado su colaboración, ha propiciado el encuentro de su hermano con el Maestro[60].

El núcleo de la pastoral vocacional de la Iglesia, la clave, el método a seguir, encuentra su inspiración en esta acción que lleva a cabo Andrés con su hermano Pedro de «llevarlo a Jesús». Esta es la forma con la que la Iglesia cuida del nacimiento y crecimien­to de las vocaciones ejerciendo las responsabilidades propias de su ministerio. La Iglesia tiene el derecho y el deber de promo­ver el nacimiento de las vocaciones sacerdotales y de discernir la autenticidad de las mismas, y después, de acompañarlas en el proceso de maduración a través de la oración y la vida sacramen­tal; a través del anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad.

En la tarea de la pastoral vocacional todos somos responsa­bles[61]. La responsabilidad recae en la comunidad eclesial, en todos los estamentos y ámbitos del Pueblo de Dios. El primer responsable es el obispo, que está llamado a promover y coordi­nar las iniciativas pertinentes. Los presbíteros han de colaborar con entrega, con un testimonio explícito de su sacerdocio y con celo evangelizador. Los miembros de la vida consagrada apor­tarán un testimonio de vida que pone de manifiesto la primacía de Dios a través de la vivencia de los consejos evangélicos. Los fieles laicos tienen una gran importancia, especialmente los ca­tequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil. También hay que implicar a los numerosos gru­pos, movimientos y asociaciones de fieles laicos. Por último, es preciso promover grupos vocacionales cuyos miembros ofrez­can la oración y la cruz de cada día, así como el apoyo moral y los recursos materiales.

La familia cristiana tiene confiada una responsabilidad parti­cular, puesto que constituye como un «primer Seminario»[62]. Ac­tualmente la institución familiar atraviesa no pocas dificultades, pero la Iglesia sigue confiando en su capacidad educativa y de transmitir aquellos valores que capacitan al sujeto para plantear su existencia desde la relación con Dios. El futuro de las voca­ciones se forja, en primer lugar, en la familia. Para ello es una condición imprescindible que la familia cristiana esté abierta a la vida, cumpliendo generosamente el servicio a la vida que le corresponde y aplicándose con dedicación y esmero en la tarea de educar a los hijos en la fe. La presencia y cercanía del sacerdote en este proceso será de gran ayuda y a la vez será un referente en el ámbito vocacional.

El discernimiento vocacional

El discernimiento es necesario para descubrir la voluntad de Dios a través de los signos presentes en el camino de la vida. Hay que analizarlos a partir de la oración y la reflexión com­partida, en un contexto comunitario-eclesial, desde la plena li­bertad personal, y desde la recta intención por parte de todos. Para que esta mediación sea realmente eficaz se debe superar la posible tentación de presionar a la persona para que siga nuestra voluntad en lugar de ayudarle a descubrir la voluntad de Dios. A la vez, es preciso evitar el peligro del extremo opuesto, el de excluir cualquier tipo de propuesta vocacional por miedo a con­dicionar su libertad.

A lo largo del proceso de discernimiento no hay que esperar manifestaciones extraordinarias o acontecimientos espectacula­res, más bien hay que estar atentos a los signos de vocación que tienen lugar en medio de la vida cotidiana para percibir el de­signio divino. La voz del Señor se suele expresar de dos modos, uno interior y otro exterior. El modo interior es el de la gracia, el del Espíritu Santo, el del Señor que llama en la profundidad insondable del alma humana, que atrae en lo más hondo del co­razón. El modo exterior es el visible, el comunitario, el eclesial, el de las mediaciones humanas que el Señor ha querido y ha instituido en la Iglesia[63].

3. Lugares de llamada y propuestas para la acción pastoral

En la Vigilia de oración con los sacerdotes, durante los actos de clausura del Año Sacerdotal, el papa Benedicto XVI afirma­ba: «En el mundo de hoy casi parece excluido que madure una vocación sacerdotal; los jóvenes necesitan ambientes en los que se viva la fe, en los que se muestre la belleza de la fe, en los que se vea que este es un modelo de vida, ‘el’ modelo de vida y, por tanto, ayudarles a encontrar movimientos, o la parroquia u otros contextos, donde realmente estén rodeados de fe, de amor a Dios, y así puedan estar abiertos a fin de que la vocación de Dios llegue y les ayude»[64]. Ciertamente, la situación es muy difícil, pero el Espíritu sopla donde quiere y no se puede apagar su voz. Nuestra tarea consistirá en colaborar humildemente a través de la promo­ción y del acompañamiento de las vocaciones. En este capítu­lo presentaremos en primer lugar algunos lugares de llamada y después también concretaremos diferentes propuestas de pastoral vocacional. Finalmente, subrayaremos la fuerza y la importancia del testimonio sacerdotal.

3.1. Lugares y ambientes propicios para la llamada

En primer lugar enumeraremos algunos lugares y ambientes que tradicionalmente se han considerado fundamentales para la promoción de las vocaciones. A la vez, será preciso hacer gala de creatividad evangélica para descubrir nuevas posibilidades que nos permitan propuestas nuevas en un tema tan vital para la vida de la Iglesia.

3.1.1. Parroquia y comunidades cristianas

La celebración litúrgica y la vida de oración

La celebración litúrgica tiene una función muy importante en la pastoral vocacional. Es la fuente de donde mana toda la fuerza de la Iglesia y la cumbre a la cual tiende toda su actividad. Impul­sa a los fieles a vivir con intensidad su fe, a actuar con la caridad de Cristo y a buscar su voluntad. Por eso es una gran escuela de la respuesta a la llamada de Dios. Las celebraciones litúrgicas, especialmente las eucarísticas, sitúan al creyente en comunica­ción con el misterio de la Pascua, descubren el verdadero rostro de Dios, y también manifiestan el rostro de la Iglesia. La grandeza del misterio celebrado, su fuerza y su capacidad transformadora, son lugar de encuentro y de llamada. Por eso es tan importante celebrar con dignidad y esmero, y ayudar a los jóvenes a vivir las celebraciones con profundidad en el seno de la comunidad cristiana[65].

La oración personal, en especial la meditación de la Palabra de Dios, constituye asimismo un espacio privilegiado para que el joven pueda descubrir el sentido profundo de su vida, la verdad de su ser y la voluntad de Dios. «Por eso es necesario educar, es­pecialmente a los muchachos y a los jóvenes, para que sean fieles a la oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud y generosidad»[66]. Por otra parte, la primera y fundamental actividad de pastoral vocacional es justamente la oración por las vocaciones. De ahí que toda la Iglesia diocesana ha de rezar incesantemente por las vocaciones, particularmente las comunidades de vida contemplativa y los enfermos[67].

La predicación y la enseñanza

La Iglesia debe llevar a cabo un anuncio claro y directo sobre el misterio de la vocación en general, fomentando una cultura de la vocación, de modo que todos los jóvenes lleguen a plantearse la propia vida como una vocación. También le corresponde anun­ciar la grandeza y la belleza del sacerdocio ministerial, su necesi­dad para el Pueblo de Dios y para el mundo de hoy, así como para el futuro de la nueva evangelización. Por eso se hace necesaria en el ámbito del ejercicio de su misión profética y de educación de la fe una presentación de la importancia del ministerio sacerdotal explícita y sin ambigüedades.

Si se silencia el evangelio de la vocación, no se anuncia la Buena Nueva completa, porque la vocación forma parte del contenido de la evangelización. La invitación al seguimiento y el envío misionero son parte integrante de la Palabra de Dios que es dirigida a los hombres. Y en este sentido, además de la Palabra anunciada a todos, entra en juego la palabra dirigida a cada uno en particular. Jesús llamó a todos a la conversión y a la salvación, y también llamó a algunos a un seguimiento en radicalidad y totalidad. Es, pues, necesario el anuncio expreso, personal y comunitario, de la Palabra, de la que forma parte el evangelio de la vocación.

Si la fe nace de la escucha de la Palabra de Dios (cf. Rom 10, 17), lo mismo se puede decir de la vocación. Por eso, las personas que intervienen a lo largo del proceso educativo, especialmente los sacerdotes, han de proponer con toda normalidad la vocación al presbiterado a aquellos jóvenes en los que se aprecian los do­nes y las cualidades necesarias. Ha de ser una propuesta clara y concreta, que si se hace con la palabra adecuada y en el mo­mento oportuno, puede llegar a ser determinante, y a provocar en ellos una respuesta generosa y comprometida. También es muy importante que la propuesta vaya acompañada por un testimonio sacerdotal de gozo y entrega, capaz de generar interrogantes y de conducir a decisiones definitivas[68].

La acción caritativa y social

La Iglesia es una comunidad de amor, de caridad. La cari­dad de la Iglesia es una manifestación del amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El amor hacia los necesitados y las ac­ciones consecuentes para remediar sus males constituyen una tarea esencial para la Iglesia, forman parte de su naturaleza más profunda, porque la actividad de la Iglesia en todos sus miem­bros ha de ser expresión del amor de Dios. Un amor recibido, compartido, que busca el bien propio y el de la comunidad cris­tiana y que se proyecta buscando el bien de todo ser humano necesitado. Este ámbito de la acción caritativa y social de la Iglesia es, ciertamente, un lugar propicio para el encuentro con el Señor, para escuchar su llamada y para que florezcan autén­ticas vocaciones.

En esta dimensión esencial de la pastoral de la Iglesia, encon­tramos un punto de convergencia con el mundo del voluntariado. Como ya hemos dicho previamente, al hablar de las posibilida­des que el contexto actual presenta a la pastoral vocacional, los jóvenes de hoy muestran una particular sensibilidad respecto a las personas que padecen cualquier tipo de necesidad y pobre­za en los países del Tercer Mundo, así como en las diferentes exclusiones y pobrezas que se padecen también en el Cuarto Mundo. Muchos de ellos se comprometen en tareas de servicio a través de diferentes voluntariados.

En una sociedad que se caracteriza por el materialismo y el consumismo, en la que casi todo se puede conseguir con dine­ro, el hecho de que los jóvenes entren por la vía del servicio desinteresado, que vivan la pedagogía de la gratuidad, es un motivo de esperanza y un camino adecuado para el encuentro con Cristo a través de los pobres, de los necesitados, de los que sufren. Muchos jóvenes han encontrado por este camino sentido a sus vidas, y se han encontrado consigo mismos, con los demás y con Dios. El servicio desinteresado a través del voluntariado, motivado evangélicamente y alimentado desde la oración, ofrece enormes posibilidades para que el joven des­cubra el servicio de la caridad y se abra a un compromiso de especial consagración.

Grupos, asociaciones y movimientos

Dirigiéndose a los seminaristas, el papa Benedicto XVI les decía que la vocación sacerdotal «a menudo surge en las comu­nidades, especialmente en los movimientos, que propician un en­cuentro comunitario con Cristo y con su Iglesia, una experiencia espiritual y la alegría en el servicio de la fe»[69]. El Papa no duda en afirmar, por ello, que «los movimientos son una cosa magnífica». Al mismo tiempo, siempre en relación a ellos, continúa diciendo que «se han de valorar según su apertura a la común realidad ca­tólica, a la vida de la única y común Iglesia de Cristo, que en su diversidad es, en definitiva, una sola»[70].

De las palabras del Santo Padre es fácil entender el aprecio y el interés que la pastoral vocacional ha de tener hacia las diversas asociaciones y movimientos de la Iglesia, por ser «un campo par­ticularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y ambientes propicios de oferta y crecimiento espiritual»[71]. Ellos han ejercido una influencia decisiva en la opción vocacional de muchos jóvenes y, por tanto, «deben ser sentidos y vividos como un regalo del espíritu que anima la institución eclesial y está a su servicio»[72].

Este último punto es del todo imprescindible. Los agentes de la pastoral vocacional deben contar con todas las asociaciones y movimientos juveniles de la Iglesia, sin ningún tipo de restriccio­nes. No sería lícito cerrar las puertas de un proceso vocacional a un joven por la única razón de pertenecer a uno de estos movi­mientos o asociaciones, ni tampoco apartarlos o invitarles a cortar con «el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional»[73]. Aunque sí que es necesario advertir que tales asociaciones y mo­vimientos deben trabajar en común respeto y colaboración since­ra al servicio de la Iglesia universal y diocesana, y confiar en los cauces que ofrecen las diócesis para el fomento de las vocaciones y la formación de los futuros sacerdotes.

La dirección espiritual

La dirección o acompañamiento espiritual ocupa un «lugar» indispensable en la pastoral vocacional. Se trata, ante todo, de un diálogo en la fe, un diálogo espiritual, en el seno de la Igle­sia, para descubrir la voluntad de Dios y seguirla, y para crecer incesantemente en el proceso de santificación personal. También es muy importante para descubrir la vocación específica. Por eso es necesario seguir recuperando la gran tradición del acompaña­miento espiritual individual por parte de los sacerdotes, en el ám­bito de la pastoral juvenil y vocacional. Una tarea nada fácil pero que ha dado siempre frutos preciosos en la vida de la Iglesia, y que es especialmente importante en el campo vocacional[74].

En este camino de acompañamiento tiene lugar una relación interpersonal de las dos personas que intervienen en el proceso, más la relación de ambas con Dios, que ilumina y está presente a lo largo de todo el camino. Se trata de ayudar al sujeto a eliminar los obstáculos, facilitar la vivencia de su relación de fe en Dios y ayudarle a descubrir su vocación específica. Como destacaba el cardenal Montini, «es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de gra­ve responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe»[75].

Recientemente el Santo Padre Benedicto XVI ha vuelto a re­cordar la importancia de esta práctica para todo cristiano, y es­pecialmente para los que han recibido la llamada a una especial consagración[76]. La dirección espiritual es un ámbito propicio y una ayuda conveniente para llevar a cabo la tarea de discerni­miento que con tanta frecuencia se debe realizar a lo largo de la vida, en primer lugar, para tomar decisiones menores en la vida corriente, y especialmente para las grandes decisiones en el cami­no de la vida cristiana y de la vocación personal específica.

3.1.2. La familia

Es necesario cuidar el ámbito familiar del joven, con el fin de recuperarlo como su primer lugar de educación en la fe. El trabajo por las familias y con las familias favorece el nacimiento y la consolidación de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. En este sentido, el papa Benedicto XVI explicaba cómo los padres pueden ser generadores de vocaciones: «cuando se dedican generosamente a la educación de los hijos, guiándoles y orientándoles en el descubrimiento del plan de amor de Dios, preparan ese fértil terreno espiritual en el que florecen y maduran las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada»[77].

Actualmente nos encontramos con unas dificultades nuevas que están presentes en el interior mismo de las familias cris­tianas. No es fácil que broten vocaciones al sacerdocio en un ambiente de secularización y consumismo como el nuestro. Por eso, la primera tarea consiste en ayudar a los padres a superar los condicionamientos y presiones de la cultura dominante. En una sociedad que ha perdido en buena parte el sentido religioso, resulta un tanto extraño el hecho de la vocación sacerdotal, que implica la realidad de un Dios que llama y de una persona que responde con un compromiso definitivo. La influencia negativa de la secularización afecta a la misma concepción del matrimo­nio y de la familia. Si la vocación matrimonial se resiente, tam­bién lo hace la familia como lugar de educación vocacional.

Una característica de nuestro tiempo es el descenso alarmante de la natalidad, que amenaza el futuro mismo de nuestras socie­dades europeas y que influye lógicamente en el descenso de voca­ciones. También se ha de tener en cuenta que la valoración social del ministerio sacerdotal no es la misma que en otras épocas, y este factor no deja de influir en las mismas familias y en el apo­yo que estas han de ofrecer a los candidatos, que queda bastante debilitado. Ahora bien, estas dificultades han de ser asumidas con realismo y esperanza, de tal modo que se conviertan en oportuni­dades para el trabajo de pastoral vocacional, y, sin duda, servirán para también purificar la intención de los candidatos y asegurar una mayor autenticidad.

La familia es el ámbito primero y natural de la pastoral vo­cacional. La llamada de un hijo al sacerdocio es signo de la fe­cundidad espiritual con que Dios bendice la familia cristiana. Es preciso potenciar la cultura de la vida y la cultura de la vocación para que vayan impregnando el ámbito familiar, para que los ma­trimonios acojan generosamente el don de la vida y valoren la vocación sacerdotal de un hijo como el mayor regalo de Dios. Así sucede cuando la familia mantiene su identidad, es ella mis­ma, es auténticamente una Iglesia doméstica. Los padres están llamados a educar a sus hijos en la fe y en la disponibilidad y seguimiento de la llamada de Dios. De esta forma, la familia se convierte en el primer seminario donde pueden germinar las se­millas de vocación[78].

3.1.3. Instituciones de educación y ámbitos formativos

El seminario mayor

El seminario mayor es una comunidad educativa, un ámbito espiritual que favorece y asegura un proceso formativo, de mane­ra que los candidatos puedan llegar a ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo[79]. Su identidad profunda y su sentido es continuar en la Iglesia la experiencia de formación que el Señor realizó con los doce Apóstoles. La vida en el semi­nario es una escuela de seguimiento de Cristo, un tiempo privi­legiado para dejarse educar por Él con la finalidad de aprender a dar la vida por Dios y por los hermanos. En dicha comunidad ha de reinar la amistad, el clima de familia, la caridad que alimenta el sentido de comunión con el obispo y con la Iglesia.

El significado original y específico de la formación de los can­didatos al sacerdocio es vivir en el seguimiento de Cristo, dejarse educar por Él para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la guía del Espíritu Santo; dejarse configurar con Cristo, Buen Pas­tor. En definitiva, formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta que compromete toda la existencia a la pregunta de Cristo: «¿Me amas?» (Jn 21, 15). Una respuesta que no es otra que la entrega total de la vida. El fundamento de la vocación sa­cerdotal es el diálogo de amor, la mirada de amor que tiene lugar entre el Señor y la persona que recibe su llamada[80].

Los seminaristas tienen un lugar muy importante en la pro­moción vocacional por la fuerza que tiene su testimonio de seguimiento de la llamada del Señor ante los otros jóvenes. El se­minario ha de convertirse en el corazón de la pastoral vocacional mediante contactos, invitaciones, cursillos, días de puertas abier­tas u otras actividades en las que puedan participar los candidatos y aquellos que manifiesten inquietud vocacional. De este modo, se convierte en un verdadero estímulo y ofrece la oportunidad de un conocimiento más cercano del mundo vocacional a la juven­tud, de manera que pueda ofrecer un testimonio significativo en el ámbito de la pastoral juvenil, y una colaboración eficaz en la pastoral vocacional[81].

El seminario menor y otras formas de acompañamiento

La primera manifestación de la vocación nace normalmente en la pre-adolescencia o en los primeros años de la juventud. A través del seminario menor, la Iglesia toma bajo su cuidado los primeros brotes de vocación sacerdotal sembrados en los cora­zones de los niños y adolescentes. Actualmente estos seminarios continúan desarrollando una preciosa labor educativa en muchas diócesis, favoreciendo su formación humana y espiritual y acom­pañando su proceso vocacional hasta el seminario mayor[82]. En este sentido, es necesario que se conceda al seminario menor la importancia que merece en la vida de la diócesis, en la que debe estar insertado vitalmente[83].

El concilio Vaticano II, en el Decreto conciliar Optatam to­tius, sobre la formación sacerdotal señala que: «En los seminarios menores, erigidos para cultivar los gérmenes de la vocación, los alumnos se han de preparar por una formación religiosa peculiar, sobre todo por una dirección espiritual conveniente, para seguir a Cristo Redentor con generosidad de alma y pureza de corazón. Su género de vida, bajo la dirección paternal de los superiores con la oportuna cooperación de los padres, sea la que conviene a la edad, espíritu y evolución de los adolescentes y conforme en su totalidad a las normas de la sana psicología, sin olvidar la adecuada experiencia segura de las cosas humanas y la relación con la propia familia»[84].

Donde no cabe posibilidad de establecer el seminario menor en sentido estricto se pueden contemplar otras posibilidades para el acompañamiento de los primeros brotes de vocación sacerdotal a través de grupos vocacionales, que pueden ofrecer un ambiente comunitario y una guía sistemática en el crecimiento y madura­ción de la vocación[85].

Los colegios diocesanos y las escuelas católicas

Los colegios diocesanos y las escuelas católicas constituyen otro de los ambientes en donde puede crecer la semilla vocacional.

Es de gran importancia que los proyectos educativos sean equi­librados y completos y que los educadores cristianos sepan va­lorar el crecimiento espiritual, integrar la fe en la vida y orientar a los niños y los jóvenes en su opción de vida. Los educadores, además de competencia y preparación, deben tener un firme sen­tido de pertenencia eclesial. El cuidado especial de las clases de religión y de otras actividades de carácter religioso, así como un programa de actividades extraescolares, en donde se promueva la dimensión vocacional, pueden ser momentos verdaderamente oportunos y fecundos.

Es muy importante la presencia del sacerdote en los colegios, con la clase de religión, en las actividades lúdicas de los jóvenes, etc. Es necesario que cada escuela católica tenga al menos un director espiritual, y asimismo sería de gran valor incorporar la figura del promotor vocacional. Su función debería estar coor­dinada con los sacerdotes de las parroquias cercanas, o con los delegados de la pastoral vocacional diocesana.

Otros ambientes

Finalmente, vemos la necesidad de mencionar otros ambien­tes donde la pastoral vocacional puede encontrar un buen terreno para la siembra del evangelio de la vocación. Clubes infantiles y juveniles donde desarrollar actividades lúdicas y deportivas en conexión con aquellas más formativas en la fe y en la vocación. Se trata de ambientes que suponen un auténtico desafío para el trabajo vocacional y que se deben abordar con audacia y convic­ción. En todos ellos ha estado siempre muy presente la acción pastoral y evangelizadora de la Iglesia.

Nos referimos también al ámbito universitario y al mundo de la cultura. La evangelización de la cultura y la inculturación de la fe implican un diálogo de búsqueda de la verdad. El beato Juan Pablo II señalaba que «la síntesis entre cultura y fe no es solo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe que no es plenamente acogida, completa­mente pensada o fielmente vivida»[86]. En el encuentro del papa Benedicto XVI con profesores universitarios jóvenes les recordó que «la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana»[87]. Este es el mejor camino para una pastoral universitaria seria e inte­gral, en una clave que se conecta muy fácilmente con la pastoral vocacional.

3.1.4. Eventos diocesanos, nacionales e internacionales

Las múltiples actividades pastorales que tienen como prota­gonista principal el mundo de los jóvenes se pueden convertir en una excelente oportunidad para sembrar la semilla de la vocación.

Desde los eventos organizados a nivel diocesano, como son las peregrinaciones, campamentos y encuentros, hasta aquellos de mayor magnitud, como pueden ser las Jornadas Mundiales de la Juventud, son momentos que suscitan en el joven una apertura sincera a los valores trascendentes, crece en ellos el deseo de una relación intensa con el Señor y también el sentido de pertenencia a la Iglesia. Se experimenta, comunitaria y personalmente, la ale­gría de ser discípulo de Cristo y miembro de su Cuerpo, la Iglesia. La celebración de la reciente JMJ en Madrid lo ha vuelto a poner de manifiesto.

La existencia de una revista vocacional, o de una publicación periódica que informe a toda la diócesis sobre la vida del semina­rio, podría ser un buen instrumento, no solo para que la vocación al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada estuviera presente en el resto de pastorales de la diócesis –ofreciendo, por ejem­plo, algunos materiales para trabajar en los diversos campos de la pastoral–, sino también para que sean conocidas las actividades específicas y aquellos eventos más importantes relacionados con la pastoral de las vocaciones.

3.2. Algunas propuestas pastorales

Aunque hemos ido ofreciendo diferentes pautas pastorales al hablar de los ambientes y lugares propicios para sembrar la semi­lla de la vocación, nos proponemos ahora enumerar algunos con­sejos prácticos y líneas de acción que, a la luz de cuanto hemos ido exponiendo, pueden ayudar a renovar nuestra pastoral juvenil y vocacional.

 

 

Oración

La principal actividad de la pastoral vocacional de la Iglesia es la oración, que reconoce que las vocaciones son don de Dios y como tal se lo pide. La Iglesia pide al Dueño de la mies que envíe obreros a los sembrados. Cuando en 1963 el papa Pablo VI instituyó la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, y no simplemente la «Jornada de las Vocaciones», subrayó, pre­cisamente, que la Iglesia no es la fuente de las vocaciones, sino que su tarea fundamental es orar por las vocaciones, como don de Dios que son. En la oración se manifiesta fundamentalmente la solicitud del Pueblo de Dios por las vocaciones. Se ha de alentar a los fieles a tener la humildad, la confianza, la valentía de rezar con insistencia por las vocaciones, de llamar al corazón de Dios para que nos dé sacerdotes[88].

Tiene especial importancia la celebración del Día del Semina­rio, en la fiesta de San José o en una fecha próxima a esta fiesta. Esta celebración tiene una gran importancia en orden a la sen­sibilización vocacional de cada diócesis. Es recomendable que el obispo pueda, en una carta o en una comunicación pastoral, exponer a su comunidad diocesana la realidad y las necesidades vocacionales, de su seminario, etc. También son recomendables iniciativas que acerquen la comunidad diocesana al seminario. En este sentido, diversas iniciativas pueden concretar esta solicitud:

Jueves vocacionales en las parroquias.

Grupos de oración por las vocaciones.

Introducir una petición vocacional en las preces parroquia­les cada domingo.

Cadena de oración por las vocaciones.

Actividades varias y encuentros de oración en el seminario abiertos a los alumnos de las escuelas católicas: Vísperas y exposición del Santísimo los domingos, etc.

Vigilias mensuales, semanas vocacionales, festival de la can­ción vocacional, promoción del mensaje del Santo Padre con ocasión de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, convivencias, Día del Buen Pastor...

 

Palabra de Dios

En el marco de la pastoral vocacional, desde el diálogo con Dios, que ha tenido a bien revelarse por Cristo, Palabra hecha carne, resulta imprescindible el recurso frecuente a la Palabra de Dios, ya que «mediante la fuerza y la eficacia de la Palabra [Dios] genera un camino de esperanza hacia la plenitud de la vida [...]; puede trazar una senda que pasa por Jesús, “camino” y “puerta”, a través de su cruz, que es plenitud de amor»[89]. En este punto podría ser muy válido para la pastoral juvenil y vocacional la elaboración de materiales que presenten pasajes y personajes bí­blicos en clave vocacional.

En la exhortación apostólica Verbum Domini el Santo Padre destaca que Cristo, Palabra de Dios entre nosotros, «llama a cada uno personalmente, manifestando así que la vida misma es vo­cación en relación con Dios. Esto quiere decir que, cuanto más ahondemos en nuestra relación personal con el Señor Jesús, tanto más nos daremos cuenta de que Él nos llama a la santidad median­te opciones definitivas, con las cuales nuestra vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la Iglesia. En esta perspectiva, se entiende la invitación del Sínodo a todos los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios en cuanto bautizados, pero también en cuanto llamados a vivir según los diversos estados de vida»[90].

 

Vida sacramental

La participación activa en la vida sacramental, como verda­dero baño de gracia que recibe el cristiano, es otro de los pilares para una adecuada pastoral juvenil y vocacional.

Los sacramentos alimentan la vida de fe en sus diferentes eta­pas, pues a través de ellos Cristo Salvador se hace presente de manera eficaz en todos los momentos y situaciones de nuestra vida. Los sacramentos fortalecen la fe, la esperanza y el amor, es­tán ordenados a la santificación de las personas y a la edificación de la Iglesia. Los siete sacramentos acompañan la vida humana desde el inicio hasta el tránsito final. En este camino, la Eucaristía es fuente y culminación de toda la vida cristiana y de toda la vida de la Iglesia.

Resulta significativo comprobar la importancia que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI han otorgado al sacramento de la Reconciliación entre los jóvenes. Lo plantean en estrecha co­nexión con la necesidad de la conversión, para renovar los cora­zones y las conciencias, si se quiere vivir la vida en Cristo. Esto implica la presencia de sacerdotes preparados y disponibles para esta tarea, como pedía Juan Pablo II: «Ante la pérdida tan exten­dida del sentido del pecado y la creciente mentalidad caracteriza­da por el relativismo y el subjetivismo en campo moral, es preciso que en cada comunidad eclesial se imparta una seria formación de las conciencias»[91].

 

Catequesis

Debemos subrayar la importancia de la catequesis y del cami­no de los mandamientos, para recibir el bien y seguir el impulso interior de la gracia[92]. En este punto se aprecia la necesaria cola­boración que debe existir entre la pastoral catequética, la pastoral infantil y juvenil y la pastoral vocacional. Es preciso introducir y desarrollar la cuestión de la vocación en los temarios de las cate­quesis de las distintas edades, particularmente en la catequesis de Confirmación. Podemos afirmar que, en cierto modo, la pastoral vocacional o es mistagógica o no es tal pastoral. Ha de tener la ca­pacidad de mostrar y ofrecer la «mística» que acompaña y alum­bra el vivir cotidiano de la fe, en ese dinamismo que es propio del verdadero camino de perfección.

Por otro lado, el ritmo de la catequesis sacramental ayuda a ma­durar en la relación con Cristo y a crecer en amistad con Él de acuerdo a la edad. Es preciso iniciar a los niños y adolescentes en la vida de oración, en la relación personal con el Señor, a través de elementos mistagógicos, con la pedagogía apropiada para cada edad. En el itinerario catequético es muy importante la presencia del sacerdote, el acompañamiento que ofrece en el proceso de ma­duración de la fe, su contacto con las familias y los niños, su testi­monio personal.

En el ámbito educativo, además de intensificar la pastoral vocacional, resulta conveniente definir cada vez mejor la pro­puesta formativa general, de modo que se garantice una prepa­ración humana, intelectual y espiritual que esté a la altura de los nuevos desafíos que la situación actual plantea a la Iglesia, en general, y a la respuesta de cada sujeto a la llamada de Dios, en particular[93]. Esta propuesta formativa ha de ser llevada a cabo desde la comunión eclesial y desde una efectiva coordinación que propicie en las personas y en los ambientes una nueva cul­tura vocacional.

 

Perspectiva de la pastoral con jóvenes: llamada a la santidad

La llamada a la santidad debe ser el punto de partida y el obje­tivo prioritario de toda pastoral con los jóvenes. Los jóvenes ne­cesitan un ideal de altura que comprometa toda su existencia. No hay que tener miedo a los planteamientos de exigencia en la vida espiritual, en la formación y en el compromiso. Con ese objetivo  se debe trabajar la oración personal, lugar donde se expresa con­tinuamente por parte de Dios esta llamada y su concreción en la vocación particular, la contemplación y el silencio. Sobre todo, se recomienda enseñar la forma común de oración de la Iglesia, es decir, la liturgia. Hemos de buscar que nuestras comunidades se conviertan en «escuelas de oración», con presencia y participación activa de los jóvenes.

En esta misma línea, destacamos la importancia de presentar el testimonio histórico de los santos como estímulo para identifi­carse con unos valores que no coinciden con los «héroes» ni los «triunfadores» de la cultura dominante. Los santos son un testi­monio real de que es posible vivir centrado solo en Cristo, y que Cristo es capaz de dar sentido y fundamento radical a nuestra vida.

Ellos son la verdadera interpretación de la Escritura, ya que han verificado, en la experiencia de la vida, la verdad del Evangelio.

 

Plantear la vida como vocación

La pastoral vocacional es un elemento unificador de la pastoral en general, en el sentido de que ayuda a cada persona a descubrir la llamada de Dios, a dar una respuesta, y, en consecuencia, a encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo. En consecuencia, debe estar en relación con todas las demás dimensiones de la pas­toral, sobre todo con la pastoral de la infancia y juventud y con la familiar. Por eso es necesaria una fecunda colaboración pastoral con el ámbito juvenil y con las familias, de tal manera que los padres sean los primeros educadores vocacionales[94]. Es necesario implicar a todas las realidades de la diócesis: parroquias, comuni­dades, delegaciones, grupos, movimientos y todos los miembros de la comunidad diocesana.

Para llevar a cabo todo este apasionante trabajo de sembrar en los jóvenes la pasión por la persona de Jesucristo y por los grandes ideales del Evangelio es de vital importancia la asis­tencia de sacerdotes que promuevan la formación espiritual y el apostolado entre los jóvenes. A la vez, es necesario que se acompañe personalmente y en grupos vocacionales a los niños y jóvenes que muestren brotes de vocación. Preseminarios que ofrezcan reflexión, formación, convivencia, que sean un espacio y un tiempo adecuado para el discernimiento.

Es necesario también trabajar a fondo el sentido de pertenen­cia cordial a la Iglesia y el amor a la Iglesia, que es la familia de Cristo. No pueden surgir vocaciones allí donde no se vive un espíritu auténticamente eclesial. De esta forma, se debe intentar integrar a los jóvenes en la parroquia, en los movimientos y en la vida de la diócesis, promoviendo todo tipo de actividades de apostolado juvenil y asociaciones de jóvenes.

 

Monaguillos

Una auténtica pastoral vocacional no puede prescindir del trabajo con los monaguillos. Por ello, en colaboración con el seminario, se recomienda la organización de encuentros y jor­nadas de convivencia en las que se vaya preparando el terreno para la posible respuesta vocacional. Los niños que se dedican al servicio del altar ya están mostrando de hecho una inclinación a las cosas sagradas y al servicio del templo. Es preciso ayudar­les a superar el peligro de caer en la rutina, en la superficialidad. Es importante ayudarles a entrar en el misterio, a familiarizarse con las cosas santas, a vivir las celebraciones con recogimiento y devoción, a avanzar por el camino de una auténtica amistad con el Señor.

El beato Juan Pablo II, en la carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo del año 2004, ofrece unas recomendaciones que apuntan a lo esencial: «El grupo de acólitos, atendidos por voso­tros dentro de la comunidad parroquial, puede seguir un itinerario valioso de crecimiento cristiano, formando como una especie de pre-seminario (…). Vuestro testimonio cuenta más que cualquier otro medio o subsidio. En la regularidad de las celebraciones do­minicales y diarias, los acólitos se encuentran con vosotros, en vuestras manos ven “realizarse” la Eucaristía, en vuestro rostro leen el reflejo del Misterio, en vuestro corazón intuyen la llamada de un amor más grande. Sed para ellos padres, maestros y testigos de piedad eucarística y santidad de vida»[95].

 

Actividades lúdico-deportivas

La organización de actividades de orden lúdico-deportivas que estimulen las relaciones sanas, la convivencia, el respeto mutuo, el sacrificio, etc., en armonía con momentos de reflexión sobre las cuestiones de la fe y la vida espiritual, pueden dar origen a momentos propicios para la siembra vocacional.

En este mismo orden, pueden ser sugerentes aquellas activi­dades que a través del mundo de la cultura (cine-fórums, visitas a museos, conciertos de música, literatura, conferencias, etc…) buscan despertar la sensibilidad por la belleza y educan a no me­dir la realidad según criterios utilitaristas.

 

Delegación de pastoral vocacional

El primer responsable de la pastoral vocacional en la diócesis es el obispo, que habitualmente nombra un delegado para que atienda más directamente este ámbito pastoral. Ahora bien, si, como hemos visto, la pastoral vocacional es un elemento trans­versal de toda la pastoral, si viene a ser como un elemento uni­ficador de la misma[96], no puede quedar relegada a una tarea de interés menor, o en la que reparamos cuando somos acuciados por las urgencias del momento. Es preciso que se le otorgue la relevancia que le corresponde por sí misma, que se dediquen los recursos humanos y materiales necesarios, que impliquemos en ella a toda la comunidad diocesana, y sobre todo, que ocupe un lugar preferente de interés por parte de los Pastores.

A la delegación de pastoral vocacional le corresponde promo­ver la oración personal y comunitaria por las vocaciones, con­cienciar a todos los fieles y comunidades, potenciar las acciones pastorales, formar agentes de pastoral vocacional, elaborar mate­riales formativos, coordinarse con otras delegaciones diocesanas, así como con los responsables de la pastoral vocacional de los Institutos de vida religiosa, consagrada y misionera, presentes en la diócesis. También ha de promover la dimensión vocacional y la cultura vocacional en las familias, parroquias y comunidades, movimientos y asociaciones de Iglesia, a través de encuentros, retiros, y todo tipo de actividades[97]. Todo ello desde la vivencia de una profunda comunión eclesial.

 

Plan Diocesano de pastoral vocacional

En cada diócesis se debe elaborar y aplicar un Plan Diocesa­no de pastoral vocacional (PDPV) que promueva las vocaciones sacerdotales y religiosas a todos los niveles: en la diócesis, en la parroquia, en la familia, en las escuelas católicas y demás orga­nizaciones de la Iglesia, como pueden ser las universidades cató­licas y otros centros formativos. No se trata únicamente de que cada creyente descubra y asuma su propia responsabilidad en la Iglesia, sino también de que hay algunos que dedican su vida a la Iglesia. En efecto, dicho PDVD deberá mostrar a las familias y a las comunidades cristianas la belleza de una vida totalmente dedicada a Cristo y a la Iglesia.

El PDPV ha de reflejar la realidad sociocultural de cada mo­mento y los desafíos que presenta; los principios de la teología de la vocación como marco y fundamento doctrinal; los campos de acción, las acciones pastorales, la organización, los objetivos y los medios para alcanzarlos, las líneas de acción y la estrategia. Por otra parte, ha de definir con claridad quiénes son los agentes de animación vocacional y sus cometidos, así como los itinera­rios formativos y el acompañamiento necesario de los candidatos. También ha de servir para difundir la cultura de la vocación y para la organización de eventos vocacionales y la participación en eventos de otros ámbitos pastorales.

 

Centro Diocesano de pastoral vocacional

El Centro Diocesano de pastoral vocacional (CDPV) es el es­pacio propio de dinamización de la pastoral vocacional en cada diócesis, integrado normalmente en la delegación diocesana de pastoral vocacional. Anima, coordina y promueve las activida­des de orientación vocacional bajo la guía y responsabilidad del obispo. Ha de ser un organismo de comunión y coordinación, y en consecuencia, alberga en su interior todas las especificidades vocacionales: ministerios ordenados, vida consagrada, laicado, laicos consagrados y nuevas formas de vida religiosa. Asimis­mo, en su estructura y funcionamiento es conveniente que in­tegre una representación de los diferentes ámbitos diocesanos territoriales y sectoriales y que mantenga con ellos una fluida colaboración.

Entre sus principales objetivos cabe señalar: la orientación vocacional en general, que consta de acogida de los candidatos, acompañamiento en los procesos y discernimiento para la elec­ción; también debe ofrecer encuentros de oración, de reflexión y de formación; por otra parte, ha de trabajar para que la pastoral vocacional vaya convirtiéndose en la perspectiva unitaria de la pastoral en general; del mismo modo, le corresponde fomentar la cultura vocacional y difundirla a través de publicaciones y de los diferentes medios posibles; finalmente, debe atender la formación de los agentes de pastoral vocacional, proveerlos de los conve­nientes instrumentos de trabajo y coordinar su tarea.

 

Centro Nacional de pastoral vocacional

Es muy importante y conveniente la creación de un Centro Na­cional de pastoral vocacional, un lugar específico de servicio de la Conferencia Episcopal Española a la animación de la pastoral de las vocaciones sacerdotales y de especial consagración. Podría llegar a ser un lugar privilegiado de estudio y reflexión sobre la teología de la vocación, sobre los documentos específicos del Magiste­rio y las aplicaciones pastorales correspondientes. También sería un espacio de reflexión sobre la situación sociocultural de cada momento y sobre los «signos de los tiempos», de forma que se convirtiera en un auténtico «laboratorio de la vocación» en que se pusieran en común las aportaciones y experiencias más fructífe­ras de las distintas diócesis y ámbitos. A la vez, sería el organismo principal para coordinar los centros diocesanos vocacionales, y otras organizaciones vocacionales, ya sean de las congregaciones religiosas, institutos seculares y misioneros, u otras instituciones eclesiales.

 

3.3. La fuerza del testimonio

Jesús resucitado encargó a los Apóstoles «predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42). Los Apóstoles aparecen en el libro de los Hechos como los testigos de la vida, Pasión, muerte y Resurrección de Jesucristo. Este anuncio, realizado por testigos, consiste en proclamar la salvación de Dios, que penetra y renueva el corazón, que transforma la historia personal y la historia de la humanidad. Una proclamación que se lleva a cabo a través de un testimonio de palabra y de vida.

Importancia del testimonio en el anuncio del Evangelio

El siervo de Dios Pablo VI destacará con rotundidad la impor­tancia del testimonio de vida en la evangelización: «Para la Igle­sia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comu­nión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites»[98]. En la Audiencia General del miércoles dos de octubre de 1974 ya avanzó una idea que mantiene toda su vigencia: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros; o si escucha a los maestros, es por lo que tienen de testigos»[99].

El beato Juan Pablo II reforzará la misma idea al señalar que el testimonio es la primera forma de evangelización. La vida misma del evangelizador, del sacerdote, del consagrado, de la familia cristiana, de la comunidad cristiana, a través de la sencillez, de la coherencia, de la caridad con los que sufren, con los más pobres y necesitados, desde el seguimiento y la imitación de Cristo, se convierte en la mayor acción evangelizadora y en el mensaje más directo. Porque el hombre de hoy cree mucho más en los hechos de vida que en las teorías, y entiende mejor las experiencias que las doctrinas[100].

La pastoral vocacional es responsabilidad de todos y todos nos hemos de aplicar en el descubrimiento de los lugares y ambientes propicios para la llamada, así como en la eficacia de las propues­tas y en la creatividad para abrir nuevos caminos. Ahora bien, es preciso subrayar la importancia de la figura del sacerdote como un elemento transversal en este trabajo vocacional. No en vano el Santo Padre Benedicto XVI quiso dedicar el Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones del año 2010 al tema del testimonio, en el marco de la celebración del Año Sacer­dotal y subrayando que la fecundidad de la pastoral vocacional depende fundamentalmente de la gracia de Dios, pero también es de gran valor el testimonio de vida de los sacerdotes[101].

 

El valor del testimonio en el evangelio de la vocación

Para llevar a cabo una renovada pastoral de las vocaciones sacerdotales es fundamental que los sacerdotes vivan con radi­calidad su ministerio, ofreciendo un testimonio que exprese las actitudes profundas de quien vive configurado con Cristo y que también se haga visible a través de aquellos signos que manifies­tan su identidad. De esta manera podrán suscitar en los jóvenes el deseo de entregar su vida al Señor y a los hermanos[102].

1. Sacerdotes enamorados de Jesucristo, que viven la confi­guración con él como el centro que unifica todo su ministerio y toda su existencia. Hombres de Dios, oyentes de la Palabra, que se entregan a la oración y que son maestros de oración. Que viven la centralidad de la Eucaristía en su vida y en su acción pastoral. Que en la celebración eucarística expresan su unión con Cristo e intensifican dicha unión, ofrecen su vida al Padre y reci­ben la gracia para renovar e impulsar su ministerio, se encuentran con los hermanos y alimentan su caridad pastoral para entregarse a todos, especialmente a los más pobres y pequeños, a los más desfavorecidos.

2. Sacerdotes fieles a su misión. Conscientes de la predilección que el Señor ha mostrado con ellos. Que han respondido genero­samente a su llamada, han seguido su voz y han empeñado su vida en el sagrado ministerio, en ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre y de la cual les ha hecho partícipes[103]. Sa­cerdotes que son un «grano de trigo», que renuncian a sí mismos para hacer la voluntad del Padre, que saben vivir ocultos entre el clamor y el ruido, que renuncian a la búsqueda de aquella visibili­dad y grandeza de imagen que a menudo se convierten en criterio e incluso en objetivo de vida de tantas personas del mundo de hoy y que fascinan a muchos jóvenes[104].

3. Sacerdotes que hacen de su existencia una ofrenda agrada­ble al Padre, un don total de sí mismos a Dios y a los hermanos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que cumple la voluntad del Padre dando su vida en la cruz para la salvación del mundo, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10, 45). Los sacerdotes viven en medio de la sociedad haciendo del servicio a Dios y a los demás el eje central de su existencia, viven la actitud de servicio aceptando la voluntad de Dios, ofreciendo su vida en totalidad, gastándose y desgastándose por los hermanos, especialmente por los más pobres y pequeños.

4. Sacerdotes que sean verdaderos hombres de comunión, que vivan el misterio de la unión con Dios y con los hermanos como un don divino, fruto del misterio pascual, desde la diver­sidad de carismas que supone un enriquecimiento y una com­plementariedad dentro de una unidad en la que todos los dones del Espíritu son importantes para la vitalidad de la Iglesia; pero asimismo desde el convencimiento de que la unidad es la condi­ción indispensable para ser creíbles en la presentación del men­saje cristiano, en el anuncio del Evangelio de Jesucristo. Por eso procuran curar las heridas, tender puentes de diálogo, promover el perdón en las relaciones humanas, hacer de cada parroquia, de cada comunidad cristiana, una casa y escuela de comunión.

5. Sacerdotes llenos de celo por la evangelización del mundo. Celo por la gloria de Dios y por la salvación de las personas que les han sido encomendadas, que impregne toda su existencia has­ta llegar a olvidarse de sí mismos. Que estrenan cada día el don de su sacerdocio y fundamentan su trabajo pastoral en la fe y en la esperanza como único planteamiento valido y realista de verdad, más allá de las dificultades constatadas o de la cruda realidad. Que vivan una actitud de insatisfacción sincera, de inconformis­mo esperanzado, que no se abandonan jamás a la inercia o a la rutina, convencidos de que la sacudida de la gracia es capaz de transformar la existencia de sus coetáneos.

6. Sacerdotes que vivan en radicalidad evangélica, como apóstoles de Cristo y servidores de los hombres y enrelación amorosa con el tiempo, el lugar y las personas a las que han sido enviados. Conscientes de que es preciso vivir el momento presente, sin nostalgias de pasado o de futuro, porque Dios da en cada tiempo la gracia para superar las dificultades y para poder cumplir la misión encomendada. Conscientes asimismo de que están llamados a dar un fruto abundante y duradero desde una vida configurada a la cruz del Señor[105].

7. Sacerdotes que contemplen con temor y temblor y a la vez experimenten confiadamente la grandeza y labelleza del ministe­rio sacerdotal. Conscientes de que no detentan un oficio más, sino que, a pesar de ser vasijas de barro, son portadores del ministerio más grande: cambiar la situación de la vida de las personas pro­nunciando en nombre de Cristo las palabras de la absolución; ha­cer presente al Señor mismo al pronunciar sus palabras de acción de gracias sobre las ofrendas del pan y el vino; imitar al Señor en su amor para con todos hasta el extremo, desde la verdad y el bien, en disponibilidad, austeridad y obediencia, como la expre­sión más grande del amor a Jesucristo, como la forma más bella de realizar la vida humana[106].

8. Sacerdotes que sean hombres de alegría y esperanza, que transmiten el gozo de una vida plena, la felicidad del ser­vicio a Dios y a los hermanos. La historia de cada vocación suele ir unida al testimonio de un sacerdote que vive con ale­gría su vocación y es capaz con su palabra y su ejemplo de despertar interrogantes y suscitar decisiones que se convertirán en compromisos definitivos[107]. Un sacerdocio que ocupa las veinticuatro horas del día, que llena todos los espacios vitales, y que desde la profunda vivencia interior se manifiesta también externamente a través de los signos que la Iglesia propone. Así lo vivieron el santo Cura de Ars y san Juan de Ávila, y tantos otros sacerdotes santos que cambiaron el corazón de la gente no tanto por sus dotes humanas, ni por una estrategia de su volun­tad, sino por el contagio, por la comunicación, por el testimonio de su amistad con Cristo, de un amor apasionado que llenaba totalmente sus vidas.

 

Final: una llamada a la esperanza

Jesús llamó a los Doce «para que estuvieran con él y para en­viarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A lo largo de la historia sigue llamando a hombres concretos para que participen de su sagrada misión. Él es el Señor de la mies y el Señor de las vocaciones. En la tarea de pastoral vocacional será preciso reavivar el don del sa­cerdocio que hemos recibido, renovar la gracia de la llamada del Señor, la fascinación por su palabra, por sus gestos, por su per­sona. Nuestra aspiración será colaborar con Jesús en la difusión del Reino de Dios, llevar al mundo el mensaje del Evangelio, ad­ministrar los misterios de la salvación como humildes servidores que buscan el bien del Pueblo de Dios[108].

Nos hallamos en un tiempo apasionante para vivir el sacerdo­cio y para trabajar en la promoción de las vocaciones sacerdota­les. Para ello es necesario mantener clara y manifiesta la identidad sacerdotal y ofrecer a nuestros contemporáneos el testimonio de que somos hombres de Dios, amigos del Señor Jesús, que aman a la Iglesia, que se entregan hasta dar la vida por la salvación de los hombres. Maestros de oración que dan respuesta a los inte­rrogantes del hombre de hoy, aspirando siempre a la santidad y ofreciendo un testimonio de una alegría incesante.

Constatamos que en buena parte de nuestra sociedad se ha perdido el sentido de Dios y tiene lugar una especie de sequía vocacional progresiva y aparentemente irremediable. Pero más allá de las apariencias tenemos una certeza clara: la iniciativa es de Dios, que continúa llamando, y la Iglesia tiene capacidad de suscitar, acompañar y ayudar a discernir en la respuesta. En nuestras Iglesias locales, «especialmente en nuestro tiempo en el que la voz del Señor parece ahogada por “otras voces” y la propuesta de seguirlo, entregando la propia vida, puede pare­cer demasiado difícil, toda comunidad cristiana, todo fiel, debe­ría de asumir conscientemente el compromiso de promover las vocaciones»[109].

Para ello hay que salir al encuentro de los niños y de los jó­venes, responder a sus expectativas, a sus problemas e inseguri­dades, dialogar con ellos proponiéndoles un ideal de altura que comprometa toda la existencia, una elección que comprometa toda su vida. Nuestra tarea consistirá en sembrar, en anunciar el evangelio de la vocación. Una siembra oportuna y confiada, abo­nada con la oración personal y con la oración de toda la Iglesia. Después vendrá el acompañamiento lleno de paciencia y de res­peto. Por último, ayudar a discernir, a descubrir la voluntad de Dios en la vida de la persona concreta, de tal manera que dé una respuesta positiva a la llamada de Dios.

Es la hora de la fe, la hora de la confianza en el Señor que nos envía mar adentro a seguir echando las redes en la tarea ineludible de la pastoral vocacional. Pidamos que los jóvenes estén abiertos al proyecto que Dios tiene para ellos y sean receptivos a su llama­da. María, Madre de gracia, de amor y de misericordia, Madre de los sacerdotes, nos guiará en el camino. Ella será siempre consue­lo, esperanza y causa de nuestra alegría. A su intercesión maternal nos acogemos.

 

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I. Respuesta a una llamada: vocación

 

       Presentación

       1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

       1. Opción fundamental, sin condicionamientos

       3. Es posible

       Puntos para la reflexión personal y en grupo


Presentación

 

       El seguimiento evangélico de Cristo da sentido a la vida y resulta posible, cuando se acepta la llamada que es iniciativa suya y declaración de amor: "Le miró con amor... ven y sígueme" (Mc 10,21). Porque es Cristo mismo quien se hace encontradizo con cada uno, sin excepción. Esta iniciativa suya capacita para responder sin condicionamientos, desde lo hondo del corazón. La clave de la respuesta consiste en saberse llamado y amado por él.

 

       El "sígueme", pronunciado por Cristo hace veinte siglos, continúa brotando de su mirada amorosa y de sus labios, como recién salido de su corazón. Por esto la respuesta se puede reestrenar todos los días con la alegría de un "primer amor" (Apoc 2,4).

 

 

1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

 

       Nuestras seguridades y protagonismos egoístas nos atrofian. Jesús nos llama a "encontrar la propia plenitud en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24). La iniciativa de la llamada la sigue teniendo él: "No me habéis escogido vosotros a mí, sino que yo os he escogido a vosotros" (Jn 15,16).

 

       Esta iniciativa, que es declaración de amor, hace posible nuestra respuesta libre, responsable y generosa: "Como mi Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Nos llama a salir de nuestras miradas miopes y de nuestro falso yo.

 

       La predilección de esta llamada enraíza en un "amor eterno" por parte de Dios (Jer 3,13), que "nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo" (Ef 1,3). Cuando Jesús proclamó esta llamada, "llamó a los que quiso" (Mc 3,13), como indicando que la vocación es un don suyo.

 

       Cada uno sin excepción es amado y llamado tal como es, para encontrar en Cristo su propia razón de ser. El puesto que cada uno ocupa en el corazón de Cristo, es irrepetible e irreemplazable. Desde el día de la encarnación, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, "se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Y desde el corazón de cada uno, sigue llamando a un encuentro de relación personal y de seguimiento amistoso y generoso. Hay que salir del caparazón egoísta que nos rodea, para aprender a entrar en lo más hondo del corazón, donde nos espera el Amor.

 

       Son muchos los hombres que todavía no han encontrado a Cristo escondido y esperando en el fondo de su corazón. Por esto, Cristo sigue amando y llamando a "los suyos" (Jn 13,1), para que reestrenen generosamente la llamada y se consagren a despertar en los demás una fe explícita y coherente.

 

       La llamada de Dios en Cristo es un don, una gracia suya. El "nos amó primero" (1Jn 4,10). Nos llama a participar en todo lo que él es y tiene, también en su filiación divina, como "hijos en el Hijo" (GS 22; cf. Ef 1,5).

 

       No hay nadie que deje de recibir esta llamada personal. La cuestión es si se toma conciencia de ella y se responde con generosidad. Jesús espera pacientemente a la puerta de cada corazón: "Estoy a la puerta y llamo" (Apoc 3,20).

 

       El Señor se nos hace encontradizo y nos llama en nuestras circunstancias, como en las de la Samaritana, Leví, Zaqueo, Magdalena, Saulo o Agustín. Hay que saber "sentarse" junto a él, sin prisas en el corazón, y escucharle "respirando" sin ansiedad. Se comienza a escuchar su llamada, cuando, conscientes de su presencia, dejamos de lado las prisas, los ruidos y las preocupaciones enfermizas. La acción y la convivencia con los hermanos será después más auténtica.

 

       Sentirse llamado equivale a sentirse "tocado" por el amor de Cristo, Casi siempre esta llamada se manifiesta por medio de signos sencillos de la vida cotidiana, que sólo el interesado puede descifrar con ayuda de los hermanos. Porque es un tú a tú en el que nadie nos puede suplir, aunque todos nos pueden ayudar.

 

       La iniciativa de la llamada de Jesús aparece de modo especial en sus palabras evangélicas y en la celebración y adoración de su misterio eucarístico. Cuando leemos, escuchamos o recordamos sus palabras, nos damos cuenta de que no son como las afirmaciones de un pensador u orador cualquiera. Sus palabras son vivas, recién salidas de su corazón, siempre jóvenes, que llaman "por el nombre" a cada uno que las escucha, si es que escucha de verdad.

 

       Es fácil hacer esta experiencia porque es él el primer interesado. Basta con leer el evangelio (o recordarlo) sin defensas artificiales, recibiéndolo tal como es. En cada palabra está él, que sigue pasando como cuando "pasó haciendo el bien" (Act 10,38), y que "amó a los suyos hasta el extremo" (Jn 13,1). Quien escucha sus palabras en el corazón (como hacía María), ya no es capaz de quedar indiferente. O se le dice que "sí", o uno se da cuenta que hace esperar a un amigo...

 

       Esa llamada se nota todavía más fuerte, cuando uno se decide a pasar un espacio de tiempo, sin mirar al reloj, ante un sagrario, donde está Jesús eucaristía las veinticuatro horas del día. Y cuando uno ha aprendido a estar con él como con un amigo, sin prisas psicológicas, se siente interpelado por una presencia que llama a entablar relación amistosa más permanente. Yo no se puede prescindir de él.

 

       Aprender que la vocación es iniciativa de Cristo y declaración de su amor, no es cosa fácil cuando preferimos "seleccionar" nuestros modos de vivir, siguiendo nuestras conveniencias y preferencias que parecen lógicas y legítimas. Pero el verdadero amor, como es el de Cristo, no se compagina con una caricatura de vocación. Su llamada nace de su amor e invita a compartir ese mismo amor. Y el amor es siempre sorpresa.

 

       Pablo, el perseguidor cambiado en apóstol, después de haber encontrado a Cristo, se consideró llamado así, desde el seno de su madre (Gal 1,15; cf. Is 49,1). Por esto comprendió que su vida ya no tendría sentido, si no fuera para vivir "segregado para el evangelio" (Rom 1,1).

 

       Agustín, el pensador que buscaba ansiosamente la verdad en la superficie de las cosas, encontró finalmente a Dios en Cristo, cuando comprendió que le esperaba en lo más hondo de su corazón: "Te buscaba fuera de mí y tú estabas dentro... más íntimamente presente que yo mismo".

 

       Si la iniciativa de la vocación la tiene el Señor, quien ha sido llamado no debe perder el sentido de gratitud y de admiración. San Pablo repetía: "Me llamó a mí, el menor de todos" (Ef 3,8). Cuando se pierde el agradecimiento por la vocación, comienzan las dudas y las añoranzas. Entonces se atrofia el corazón y ya no entiende de generosidad evangélica. Sólo un corazón agradecido por la llamada, sabrá vivir contento de su propia identidad, orará por los demás llamados y será capaz de contagiar a otros la vocación de seguir a Cristo. La pastoral vocacional no existe sin la oración y el agradecimiento por las vocaciones (cf. Lc 10,2).

 

 

2. Opción fundamental, sin condicionamientos

 

       La respuesta sincera a la llamada de Jesús es una adhesión plena del corazón a su persona y a su mensaje. Es, pues, una opción fundamental, seria, convencida, decidida, del todo y para siempre. La vocación cristiana es así, sin rebajas, porque nace del amor de totalidad de Cristo, que llama a pensar, sentir y amar como él.

 

       Las palabras de Jesús no pueden ser más claras: "El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mt 16,24). La terminología de esas expresiones evangélicas nos puede espantar; pero el amor comprende que se trata del ofrecimiento de una amistad incondicional, que espera la respuesta de un amor sincero: salir de los enredos del propio egoísmo, afrontar la realidad sin imaginar fantasmas, y reaccionar amando como Jesús, con él y en él... Y eso ya lo puede entender un "niño", porque "de los niños es el reino de los cielos" (cf. Mt 19,14).

 

       Reconocer la propia debilidad no es obstáculo para una respuesta generosa, sino más bien una condición indispensable para apoyarse en Cristo: "Tú sabes que te amo" (Jn 21,17). La entrega al Señor se hace posible a partir de un encuentro con él, que nos espera en nuestra propia realidad.

 

       Estas exigencias evangélicas son para todos, porque es el programa de Jesús sobre la "perfección de la caridad" (LG 40), a la que está llamado todo creyente: "Se perfectos (es decir, amad), como vuestro Padre del cielo es perfecto" (Mt 5,48). Jesús no hizo rebajas a nadie, aun conociendo el corazón y la debilidad de todos (Jn 2,25). Jesús, que "ha muerto por todos", llama a todos a "caminar en el amor" y a "vivir para él", si replegarse en sí mismos (Ef 5,1-2; 2Cor 5,15).

 

       Este programa de perfección cristiana no debe inducir al engaño de pensar que es sólo para unos "selectos" o para una "élite". Jesús llama sin restricciones: "Venid a mí todos" (Mt 11,28). Ser pobre, enfermo o pecador, no es excusa válida, porque Cristo "ha venido a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Y cuando llamó a un publicano (Leví), para convertirlo en apóstol, afirmó: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,13). A todos invitó a participar en las bodas de su reino: "A los pobres, débiles, ciegos y cojos" (Lc 14,11).

 

       Hechas estas puntuaciones, hay que recordar que la vocación cristiana no hace descuento a nadie, porque nace de un amor infinito, el de Cristo, que capacita para responder con un amor de totalidad. La "conversión" que predica Jesús (Mc 1,15) es la actitud de cambio radical, para abrirse totalmente al amor (Mt 5,48). Cada ser humano, cada familia y la sociedad entera está llamada a este amor, que sana de raíz el corazón humano, para hacerlo más humano.

 

       La respuesta a la llamada de Cristo es de por vida; no admite paréntesis, recortes, compases de espera ni fines de semana. Y es de totalidad, "con todo el corazón" (Mt 22,37). En este tú a tú, de corazón a corazón, nadie nos puede suplir. Nada ni nadie puede ocupar el puesto de Cristo. Pero todos los hermanos nos pueden ayudar.

 

       El "no vivir para sí", como decía San Pablo (2Cor 5,15), necesita previamente la convicción de ser amado sin reservas: "Me amó, se entregó por mí; no soy yo el que vivo, sino que es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20).

 

       Crisis personales, comunitarias e históricas, las ha habido y las habrá siempre. La primera de esas crisis fue cuando Jesús anunció la Eucaristía en Cafarnaún. Muchos, que habían seguido a Cristo, se hicieron atrás. En aquella ocasión, sólo perseveraron los que habían tomado una decisión clara por "alguien", no por algo: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,68).

 

       La opción fundamental por Cristo es la decisión de amarle de todo y de hacerle amar de todos. Siempre es a partir de saberse amado por él. Se trata de "no anteponer nada a Cristo, como él no antepone nada a nosotros" (San Cipriano). Sólo así se comparte su misma vida, que se concreta en la decisión de ser santo (amarle sin descuento) y de ser apóstol (hacerle amar sin fronteras).

 

       Sin esta opción fundamental cristiana, la espiritualidad de las vocaciones específicas de laicado comprometido, de vida consagrada y de sacerdocio ministerial, no pasaría de ser un barniz caduco o, por lo menos, artificial. Se trata de "adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" (VS 19).

 

       A esta respuesta decidida y generosa a la vocación cristiana, se la puede llamar "radical", es decir, desde la "raíz", con todas sus consecuencias. Ordinariamente reservamos este calificativo para la llamada a la práctica permanente los consejos evangélicos o estilo de vida evangélica de Jesús. Pero, para todo cristiano, es la opción fundamental ("radical") de vender todo para comprar la "perla preciosa" o "tesoro escondido" (Mt 13,44-46). Es la decisión de "no servir a dos señores" (Mt 6,24), de "renunciar a todo" (Lc 14,33), de "entrar por la puerta estrecha" (Mt 7,13), de no volver la cabeza hacia atrás (Lc 9,62). En definitiva, esa es la ley del amor: querer darse de verdad. Los propios proyectos y preferencias, personales, comunitarios y culturales, no pueden condicionar la entrega a Cristo.

 

       La vocación cristiana está siempre en la línea de las bienaventuranzas y del mandato del amor: amar en cualquier circunstancia, dándose al Padre y a los hermanos como Cristo. El corazón se va unificando, expulsando de él la dispersión, para abrirlo sólo al amor de Cristo que vive en los hermanos. Se quiere dar un "sí" total, como María la Madre de Jesús y Madre nuestra.

 

       Las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) se convierten en un tensión creciente hacia la perfección del amor: identificarse con Cristo, hasta pensar, sentir y amar como él, con él y en él.

 

       No es fácil dar una explicación de por qué uno se ha decidido a amar a Cristo de verdad, reestrenando la entrega cada día. Ante su mirada de amor, desde su cruz, desde su eucaristía, desde su palabra, desde sus pobres... ¿quién puede resistir? "Me sedujiste, Señor y me dejé seducir" (Jer 20,7). Cristo es siempre una sorpresa. La respuesta a su llamada consiste en aceptar las reglas de un amor que es así: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Act 9,6); "habla, Señor, que tu siervo escucha" (1Sam 3,10).

 

       El joven rico no se atrevió a seguir a Jesús; se quedó triste con sus harapos y sus riquezas de oropel. Otros prefirieron no mirar a lo que dejaban, sino a la persona de Cristo amigo, que les declaró su amor. Me decía un brahmán convertido: "A mí me ha conquistado Jesús, cuando, mirando un crucifijo, sentí en mi corazón: 'murió por mí'... Y lo dejé todo para seguirle".

 

 

3. Es posible

 

       El camino empieza donde uno está. Ahí, en nuestra realidad de peregrinos, ha llegado Jesús, para mirarnos con amor e invitarnos a seguirle dando un paso más. Su mirada y su llamada hacen posible nuestra respuesta. Si nos invita, como a Juan y a Santiago, a correr su suerte o "beber su cáliz", es que nos da fuerza para decir como ellos: "Podemos" (Mc 10,39).

 

       Sólo es posible responder a la llamada de Cristo, si lo hacemos desde nuestra limitación y debilidad, sin dejarse llevar por fantasías e imaginaciones. Como a la Samaritana, a mí me espera en el pozo donde voy todos los días a buscar un agua que no me puede saciar la sed (Jn 4,6ss). Cristo tiene sed de que mi corazón se abra a sus planes de su amor. La vocación es un encuentro entre la sed de Cristo y mi sed de algo más. Desde mi realidad, donde me espera Cristo, puedo responder con un primer paso de autenticidad, tal como soy, para ser lo que él quiere que sea, "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).

 

       La respuesta a la vocación comienza siempre con un gesto sencillo de autenticidad, que tiende a la totalidad de la donación. A veces es un desahogo amistoso con Cristo, exponiéndole mis preocupaciones de todos los días. Otras veces es un gesto de escucha, apertura y servicio a los demás. Dando un paso más hacia él y hacia los hermanos, confiado en su mirada y comprensión, oiré en mi interior: "Soy yo, el que habla contigo" (Jn 4,26). Porque las ansias de verdad y de bien, sólo las puede saciar él.

 

       Ningún apóstol y ningún santo espanta, si se lee con atención su verdadera biografía. Los que respondieron con una entrega total, fueron los que más experimentaron previamente su propia debilidad. Allí aprendieron que Cristo vino a "cargar con nuestras enfermedades" (Mt 8,17). El seguidor de Cristo se apoya en la experiencia de su misericordia, para decir, como Pablo: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13); "cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte"(2Cor 12 ,10); "sé de quién me he fiado" (2Tim 1,12).

 

       Podemos amar a Cristo con su mismo amor, porque Dios en él "nos ha amado primero" (1Jn 4,19). Al declararnos su amor, nos ha capacitado para "permanecer en su amor" (Jn 15,9).

 

       Los ideales del ser humano tienden siempre, directa o indirectamente, hacia la verdad, el bien, la felicidad. Para acertar, hay que apuntar hacia la fuente, hacia quien es la Verdad y el Bien: Jesús que se nos hace "camino", consorte, protagonista, amigo íntimo, hermano...

 

       Las cosas grandes y también las decisiones trascendentales, están hechas de cosas pequeñas, como un tejido maravilloso que se elabora hilo a hilo, día a día. Se empieza por un gesto sencillo de autenticidad, como puede ser un servicio al hermano; entonces el horizonte se abre al infinito del amor. En esas cosas pequeñas de cada día, uno aprende a saberse amado por Cristo, perdonado y contagiado de sus amores.

 

       Las cosas pequeñas son grandes por el amor que se pone en ellas. Y lo que parece tan sencillo, sólo es posible si nos atrevemos a tener todos los días un momento de encuentro con Cristo, esperando en su evangelio y en su eucaristía. Ahí ha empezado la audacia de los santos, tejiendo unas virtudes "heroicas", que están hechas de hilos pequeños como un día de trabajo en Nazaret. Esa santidad cristiana es posible, porque es Cristo el primer interesado en ella.

 

       La cosa más sencilla, siempre posible en este caminar vocacional, consiste en el empezar de nuevo todos los días, sin desanimarse, retractando las cobardías y las dudas, queriendo darse del todo en las cosas pequeñas y en la sorpresa de cada momento.

 

       Pedro y Andrés, como Juan y Santiago, dejaron las barcas para seguir a Cristo. La alegría y entusiasmo de un primer momento tuvo que madurar por un proceso de altibajos: desde ambicionar unos primeros puestos (Mc 10,37), hasta tener miedo de confesarse seguidor de Jesús (Mc 14,66ss). Pero el Señor se les hizo de nuevo encontradizo, para que, desde su pobreza, pudieran reestrenar la vocación con mayor generosidad. A Juan y a Santiago, Jesús les propuso compartir esponsalmente su misma suerte (Mc 10,38). A Pedro, le miró con misericordia (Lc 22,61), le examinó de amor y le hizo capaz de responder incondicionalmente a un nuevo "sígueme" que le llevaría a la oblación final (Jn 21,15-19).

 

       El punto de apoyo para decir el "sí" no se encuentra en nuestras cualidades, sino en la mirada amorosa y en la palabra viva de Jesús, que sigue llamando a los que él quiere para sí. Nuestra respuesta es también un don suyo; porque el don de la llamada capacita nuestra libertad endeble para seguirle generosamente. En la medida en que demos un paso sencillo en este seguimiento, descubrimos mejor y más claramente su llamada como iniciativa suya. A Jesús amigo, que invita al seguimiento, sólo se le comienza a conocer, cuando se le quiere amar.

 

       Jesús es buen pedagogo de "los suyos" (Jn 13,1). Comprende sus limitaciones como amigo y "consorte"; y al mostrar esa comprensión, exige una entrega total que él mismo hace posible a los que se fían de él. Como "buen samaritano", sabe que tendrá que repetir continuamente ("setenta veces siete") su gesto de comprensión y amor. La experiencia total a Cristo es posible, pero sólo a partir de la experiencia de su amor misericordioso.

 

       Amar a Cristo con el mismo amor con que él nos ama, ya es posible, si le dejamos vivir en nuestro interior. Si ello no fuera así, Jesús no nos hubiera podido dar el mandato de amarnos con su mismo amor (Jn 13,34-35). Con la imagen de la vid y de los sarmientos, nos ha dicho: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Pero al decirnos "permaneced en mí y no en vosotros" (Jn 15,4), nos da a entender que es posible "vivir de su misma vida" (Jn 6,57), "vivir por él" (1Jn 4,9).

 

       Desde el primer momento de balbucear nuestro "sí", ya nunca más estaremos solos en nuestro caminar. La promesa de Jesús sigue en pie: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El es el único amigo que no abandona.

 

 

       Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La vocación es don e iniciativa de Dios, declaración de amor, sorpresa inimaginable:

 

       "Nos ha elegido en Cristo... por pura iniciativa suya" (Ef 1,4-5).

 

       "Con un amor eterno te he amado" (Jer 31,3).

 

       "Nos ha amado primero" (1Jn 4,10).

 

       "Llamó a los que quiso" (Mc 3,13).

 

       "Estoy a la puerta y llamo" (Apoc 3,10).

 

       "No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn 15,16).

 

       "Así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

       "Le miró con amor y le dijo... ven y sígueme" (Mc 10,21).

 

       * Compartir la experiencia vocacional: nos llama haciéndose encontradizo en nuestra realidad, como hizo con Leví (Mt 9,9-13) y Zaqueo (Lc 19, 1-10).

 

 

- La vida tiene sentido cuando se convierte en un "sí" de donación:

 

       "Me amó y se entregó por mí... Cristo vive en mí" (Gal 2,20).

 

       "Desde el seno de mi madre me llamó" (Is 49,1).

 

       "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

       "Sé de quién me he fiado" (2Tim 1,12).

 

       "Los llamó y ellos... le siguieron" (Mt 4,22).

 

       "Nosotros te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

       * Compartir la alegría de decidirse a vivir para Cristo (2Cor 5,15).

 

 

- ¿Por qué no voy a poder realizarme según los planes de Dios sobre mí?:

 

       "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

 

       "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13).

 

       "¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?... Le respondieron: Podemos" (Mc 10,38-39).

 

       "Todo es posible para el que cree" (Mc 9,23).

 

       "Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21,17).

 

       * Compartir cómo se puede responder a la vocación desde el momento en que uno siente que el corazón se orienta hacia Jesús, tiene "sed" de él (Jn 4,15).

 

       * Es posible responder a la vocación mientras haya capacidad de escucha y de admiración: "Fijaos en las aves del cielo... vuestro Padre celestial las alimenta... Fijaos cómo crecen los lirios del campo"... (Mt 6,26-28).

 

 

 

II. Relación personal: encuentro

 

       Presentación

       1. "Venid y veréis... Ven y verás"

       2. Amistad e intimidad

       3. Sus huellas en mi vida

       Puntos para la reflexión personal y en grupo


Presentación

 

       Una vida si relación personal con alguien profundamente amado, estaría abocada al fracaso, al aislamiento y a la frustración. La vocación empieza a descubrirse y a vivirse cuando a Jesús se le siente y se le trata como "alguien": "¿Dónde habitas?... Venid y veréis" (Jn 1,38-39).

 

       El camino de la vocación es relacional y de amistad. Si se perdiera esta orientación, ya no habría camino vocacional, ni en los comienzos ni después. Los fracasos vocacionales se incuban en el período inicial en que se estrena la vocación, y se manifiestan posteriormente cuando ya no se encuentra tiempo para estar con Cristo.

 

       No existe ningún corazón humano donde no resuene el "soy yo" de Jesús (Jn 6,20). Lo importante es darse cuenta, enterarse de ello, y, a partir de ahí, aprender el trato personal con él. "Tratar de amistad" con él, es siempre posible, porque consiste en "estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa de Jesús).

 

 

1. "Venid y veréis... Ven y verás"

 

       El encuentro con Cristo no es una conquista de una elucubración intelectual sobre él. Tampoco es el producto de una concentración y potenciación de las fuerzas psicológicas. Es él quien se hace encontradizo y quien se da, a partir de una relación personal: "Venid y veréis... Hemos encontrado al Mesías... Lo llevó a Jesús" (Jn 1,39-42).

 

       Cuando se inició el camino vocacional, Jesús hizo un examen de amor, como preguntando si le buscamos a él o a nuestros intereses: "¿Qué buscáis?" (Jn 1,38). Es como si dijera: ¿me buscáis a mí o a vuestras preferencias?. Este examen se irá repitiendo a los largo de toda la vida. En una dificultad, un cambio de cargo, un fracaso, el Señor nos irá diciendo que si le buscamos a él, nos basta él, porque él nos espera siempre en cualquier recodo del camino.

 

       Las crisis se originan cuando se buscan sucedáneos o suplencias, y no al mismo Jesús. Hay que estrenar y reestrenar la vocación desde un encuentro vivencial, que no se puede explicar técnicamente, sino que es una "experiencia" comunicada por él mismo.

 

       Cuando uno ya ha comenzado esta experiencia de encuentro relacional, tampoco la puede explicar teóricamente a otros, sino sólo testimoniar: "Ven y verás" (Jn 1,46). Nadie nos puede suplir en este encuentro con Cristo. Pero confiamos en la fuerza de su invitación y en la comunión fraterna de quienes han iniciado el mismo camino: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

       Jesús llama fundamentalmente para "estar con él" (Mc 3,14). Sólo a partir de este encuentro, es posible encontrarle y amarle en el hermano: daréis testimonio de mí, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,27). Todo apostolado, dentro una variedad enorme de expresiones y servicio, consiste siempre en "transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

       La actitud relacional empieza a experimentarse ya desde el primer momento en que Cristo "pasa" (Jn 1,36), como queriendo despertar en nosotros un movimiento o "fuego del corazón" (Lc 24,28), una mirada, un deseo ardiente: "¿Dónde habitas?" (Jn 1,38); "quédate con nosotros" (Lc 24,29). Y Jesús se queda de buena gana, para que nuestro corazón se abra tal como es, se deje mirar y amar por él y se estrene definitivamente en él.

 

       En este encuentro con él, nos cuenta sus preocupaciones y sus amores: "Tengo compasión de la muchedumbre" (Mt 15,32); "venid a mí todos" (Mt 21,28). El eco que produce en nuestro corazón su mirada y sus palabras, se puede expresar de mil maneras sencillas, desde "estar" como se está con un amigo, hasta "conversar" con confianza o "callar" escuchando, admirando y dándose. Es una presencia activa. La sencillez de saberse amado en la propia realidad o pobreza, se convierte en la relación de estar activamente con él, amándole y dispuestos a seguirle. "Mi vida es Cristo", decía Pablo (Fil 1,21).

 

       Aceptar a Cristo y creer en él, es una adhesión personal que va llenando el corazón, descubriendo que ya nada ni nadie lo puede llenar más que él: "Yo soy el pan de vida; quien viene a mí, no tendrá más hambre; y el que cree en mí, no tendrá más sed" (Jn 6,35).

 

       La relación personal con Cristo la hace posible él, con su cercanía amorosa como en las escenas evangélicas del leproso, del ciego, de la samaritana o del amigo Lázaro: "Si quieres, puedes curarme" (Mt 8,2); "Señor, que vea" (Mc 10,51); "dame de esta agua" (Jn 4,15); "el que amas está enfermo" (Jn 11,3).

 

       Mirar y escuchar a Cristo, es sentirse interpelado por Dios Amor que nos da a su Hijo (Jn 3,16), y que nos invita a escucharle, amarle y seguirle: "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5). Al encontrarnos con Cristo, ya podemos dejar que él ore en nosotros, porque nos da su mismo Espíritu, para decir con su misma voz y su mismo amor: "Padre nuestro" (Mt 6,9). La oración cristiana es así de sencilla, como una actitud filial y amorosa, desde la propia debilidad y pobreza.

 

       El seguimiento de Cristo es para cumplir su mandamiento nuevo de amar a los hermanos como a él. Este seguimiento evangélico es posible desde el momento en que aprendamos a relacionarnos con él, para dejarnos amar, perdonar y contagiar de sus amores. La respuesta a la llamada de Jesús es, pues, una actitud relacional con él, que vive también en los hermanos. Entonces "Cristo revela el secreto de su amor... contemplar a Cristo hace posible vivir en familiaridad con él" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

       Cuando lleguen los momentos de dificultad y de oscuridad, Cristo dejará entender de algún modo su presencia y su cercanía, como lo hizo con Pablo en un contexto de contratiempos y tal vez de fracasos humanos y apostólicos: "No temas, porque yo estoy contigo" (Act 18,10).

 

       Si la vocación no se estrena y no se renueva todos los días con esta actitud relacional, el sentido de la llamada se esfuma. La vida iría perdiendo su sentido. El apostolado no pasaría de ser una filantropía vacía de evangelio.

 

       Para ser un signo creíble de Cristo, el apóstol debe manifestarse como un hombre profundamente relacionado con él. "Si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). La "contemplación" cristiana, a la que estamos llamados todos, es una actitud relacional de sencillez y amistad con Cristo, que está ya, como en semilla, cuando se estrena con autenticidad la vocación. El riesgo consiste en perder el tono relacional de este "primer amor" (Apoc 2,4). Sería como perder el centro de gravedad y abocarse al caos.

 

       Si Cristo se ha hecho encontradizo en mi realidad concreta, ya puedo seguirle, con tal de que le abra mi interioridad y mis actuaciones, para que las sane y las transforme. Esta actitud relacional de escucha y de respuesta, hará que mi apostolado sea como otro encuentro con él, que me "espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

       La oración, como actitud relacional (en cualquier modalidad de expresiones), es la garantía para poder encontrar a Cristo en el prójimo y en los acontecimientos. El don de la vocación incluye y hace posible el don de esta oración apostólica, que es "contemplación en la acción". El gozo de la propia identidad, de la perseverancia y del reestreno cotidiano de la vocación, tiene su fuente en la actitud relacional con Cristo. El "tiempo" para esta relación se toma de donde sea, porque siempre encontramos tiempo para quien amamos. Ese tiempo es cuestión de preferencias y escala de valores.

 

 

2. Amistad e intimidad

 

       La llamada de Jesús es siempre para entablar una amistad honda, que sólo él puede comunicar. Vale la pena entrar en sintonía con esta oferta inesperada e inmerecida: "Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14). Su amistad es una donación total: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

       Es una amistad que Cristo ofrece generosamente y que espera un amor de retorno: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,14). Toda vocación es una llamada a entrar en esta amistad íntima con Cristo, que tendrá su expresión en el amor a los hermanos: "Amaos mutuamente como yo os he amado" (Jn 15,12).

 

       La amistad es donación mutua y total. En nosotros es un proceso que comienza sintiéndonos amados por él y entrando en su intimidad. Cristo nos comunica todo lo que es él y todo lo que tiene. Y nos hace partícipes de los planes amorosos de Dios sobre el hombre y sobre el mundo: "Os he llamado amigos porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15).

 

       El trato personal con Cristo, escuchando sus palabras en el corazón, hace revivir cada detalle del evangelio, actualizándolo hoy. La mirada de Jesús, su misma voz, su cercanía, su comprensión y todo gesto suyo acontece aquí y ahora. El es así y, por esto, vivió todos los detalles de su vida "amando a los suyos" (Jn 13,1), a los de entonces y a los de ahora. Nuestra vida actual está plagada de detalles suyos, donde resuena su voz siempre joven, y donde podemos escuchar los latidos de su corazón.

 

       No es cuestión de teorías, sino de experiencia personal, donde todos somos invitados y donde nadie nos puede suplir: "Ven y verás" (Jn 1,46). El "vive" haciéndose encontradizo con cada uno (Lc 24,23). Y la prueba de que es él, es que, con su presencia, "arde el corazón" (Lc 24,32), como una convicción sencilla de que ya no se puede prescindir de él. La vida ya no tendría sentido sin él.

 

       Hay que aprender a "escuchar sus palabras" (Lc 10,39), de corazón a corazón (Jn 13,23-25), como quien las recibe tal como son, sin manipularlas, aceptando su misterio y su sorpresa, como María (Lc 2,19.51). Quien entabla amistad con Jesús, sabe "estar con él" (Mc 3,14), con una mirada sencilla de escucha, gratitud, unión, donación. Es él mismo quien guía por esos derroteros sorprendentes de la amistad.

 

       La amistad con Cristo tiene un precio, que no es excesivo para quien entiende de amor. El lo da todo y pide nuestro corazón entero. No es una utopía, porque el verdadero amor es así: darse del todo, en las cosas pequeñas, empezando todos los días. Si uno entra en sintonía con "los sentimientos de Cristo" (Fil 2,5), se siente capacitado por él para dejar otras cosas: "Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo" (Fil 3,8). La amistad con Cristo lleva a vivir de su misma vida, de sus intereses, de sus ilusiones: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21; cf. Jn 6,57).

 

       Esta amistad es posible sólo cuando se estrena todos los días en el encuentro con Cristo presente en la eucaristía, en su palabra y en los hermanos. Un primer encuentro, si es auténtico, se convierte en una necesidad cotidiana: "Permanecieron con él aquel día" (Jn 1,39). Entonces uno aprende que "Cristo lo acompaña en todo momento de su vida" (RMi 88).

 

       La amistad hace posible vivir de los mismos sentimientos y amores. Cristo quiere compartir con los suyos los sentimientos más hondos de su corazón: que el Padre sea conocido y amado, que los hombres se abran totalmente al amor de Espíritu, y que "los suyos", juntamente con él, se entreguen a ese plan de salvación universal. Un apóstol se forma en sintonía con los amores de Cristo: "Su amor al Padre en el Espíritu Santo y su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida" (PDV 49).

 

       El itinerario de esta amistad comienza con una iniciativa del Señor. Nos hemos sentido interpelados por él, como por una "mirada" inolvidable (Jn 1,42). Nuestro primer paso consiste en abrirse a él, dejarse mirar por él. Entonces se intuye que todo lo nuestro le interesa, como parte de su misma vida. Y nos sentimos "llamados por el nombre" Jn 10,3), como nadie más que él nos sabe llamar (Jn 20,16). Hasta nos parece extraño y le preguntamos conmovidos: "¿De dónde me conoces?" (Jn 1,48).

 

       En el estreno o reestreno de nuestra vocación, descubrimos que la amistad que Cristo ofrece es desde siempre, y que nuestro ser ya estaba hecho sólo para encontrarle a él. En el corazón nace un gozo sencillo e indescriptible; pero es sólo el comienzo de una aventura que no tiene fin...

 

       A partir de ese momento, nuestra vida tendrá necesidad constante de volver a él, para encontrar nueva luz y nueva fuerza en el camino de la vida: "Quédate con nosotros, que el día ya declina" (Lc 24,29). El tiempo se encuentra cuando uno ama de verdad, porque "la fe cristiana... es un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88).

 

       Algo muy hondo ha cambiado en nuestra vida y no sabemos explicarlo. Hay "alguien", Cristo, que ha despertado nuestro corazón que estaba sonámbulo. La respuesta a su llamada se convierte en un camino de amistad. "Soplarán vientos", pero nuestra casa está ya "cimentada sobre la roca" de un amor que no abandona (Mt 7,24-25).

 

       En el camino vocacional habrá imprevistos agradables y desagradables. Incluso puede haber sustos y defecciones por parte de nuestra debilidad e inconstancia. Pero Cristo, amigo fiel, estará ahí, esperando puntual para mirarnos como a Pedro (Lc 22,61) o para decirnos, como a Pablo: "Soy yo" (Act 18,10). Y cuando parece que todo falla y que todos abandonan, él estará allí como la primera vez: "El Señor me asistió y me confortó" (2Tim 4,17). Durante la pasión, los discípulos se amilanaron, pero Jesús resucitado los fue recuperando uno a uno, sin humillarlos, para hacerles gustar de nuevo su amistad (Jn 20-21).

 

       El camino ya no lo recorremos solos, sino con él. Mientras él me señala un más allá ("voy al Padre"), me indica que el camino pasa por el servicio a los demás ("ve a mis hermanos") (cf. Jn 20,17). Allí me espera él, en mi realidad personal y comunitaria, para transformarla con mi cooperación. "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo" (Mt 18,20). La amistad con Cristo crea nuevos amigos que se aman con su mismo amor, sin condicionarse mutuamente, como signo y garantía de autenticidad.

 

 

3. Sus huellas en mi vida

 

       Jesús resucitado se deja encontrar en las huellas pobres que él va dejando en nuestro caminar. Es la misma pedagogía que usó en las escenas evangélicas: pasando por el camino (Jn 1,36), esperando sentado y cansado (Jn 4,6), durmiendo en la barca (Mc 4,38), dejando los lienzos por el suelo de un sepulcro vacío (Jn 20,6-7), haciendo ademán de pasar adelante (Lc 24,28), preguntando y dando indicaciones (Jn 21,5-6)... Esos signos casi siempre dicen relación al signo del hermano: "A mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

 

       Esas huellas suyas en nuestra vida son un examen de amor. Sólo las sabe captar quien sabe admirar, agradecer, esperar, buscar... La vocación es un don que se recibe tal como es. Esta llamada es para entablar una relación de amistad que debe hacerse permanente. Los que encuentran a Cristo lo expresan con gestos sencillos: "Hemos encontrado a Jesús, el hijo de José, de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46). La sencillez de "Nazaret" es garantía de autenticidad.

 

       Ante la realidad de cada día, uno puede reaccionar con rutina, agresividad, desánimo, cansancio, frialdad... Entonces no se encuentra a Cristo, porque se huye de la realidad, donde nos espera el Señor. Cristo, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, camina con nosotros desde el día de su encarnación: "El Verbo se hizo carne y estableció su morada (tienda de caminante) entre nosotros" (Jn 1,14). Desde entonces, nos espera en nuestra realidad concreta y nos llama a cambiarla y a transformarla en donación. Pero él nos acompaña llamándonos a esa tarea que es suya y nuestra.

 

       Cuando Jesús apareció a los apóstoles, les mostró las huellas de su pasión y de su amor: sus manos, sus pies y su costado abierto (Jn 20,20; Lc 24,40). El rostro sereno de Jesús crucificado nos indica el camino para entrar en su intimidad: las huellas de sus pies y los gestos de sus manos. El evangelio ha quedado impreso en su cuerpo. Son pies que acompañan a sus amigos y que buscan la oveja perdida o la esperan como a la Samaritana, a la Magdalena y a María de Betania. Son manos que curan, perdonan, bendicen, acarician e indican un camino, que es él mismo. Pero, sobre todo, es un corazón que ama en todo momento y en todo detalle "hasta el extremo" (Jn 13,1). Para leer este evangelio en el cuerpo de Jesús, basta con "mirar" con los ojos de la fe, de corazón a corazón (Jn 19,37).

 

       Muchos hermanos nuestros nos manifestarán el mismo deseo que expresaron unos gentiles a los apóstoles: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). La persona llamada por Cristo se hace visibilidad suya por medio de servicios sencillos de caridad. Verán en nosotros a Jesús, si ven su modo de escuchar, mirar, servir, amar. Pero esto es sólo posible cuando el apóstol ha encontrado vivencialmente a Jesús: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído... la Palabra de vida" (1Jn 1,1-3).

 

       El deseo de encontrarle es ya una huella de su presencia. El sentir sed y necesidad de él, también. No le buscaríamos si, de algún modo, no le hubiéramos encontrado. Apenarnos por ver que le amamos poco o que muchos todavía no le conocen ni le aman, es otra huella de su presencia. Porque sus huellas son así de sencillas y "pobres". Por esto no ensoberbecen, sino que convencen profundamente, dejando una audacia humilde y generosa, como de quien ha sido perdonado y amado sin merecerlo.

 

       La "nube" donde se esconde Jesús se hace "luminosa", si le buscamos de "verdad", con autenticidad y confianza (Mt 17,5; Jn 4,23). Sólo quien le encuentra misericordioso en la propia pobreza y sabe olvidar "su cántaro" (de agua que no sacia la sed), podrá contagiar a otros de esa fe en Jesús "Salvador del mundo" (Jn 4,28-42).

 

       Cuando se ha encontrado a Cristo compartiendo nuestra sed, se pierden todos los complejos de superioridad e inferioridad. Si él "ha venido para salvar a los pecadores", esto lo aprenderé si me siento perdonado y salvador "yo el primero" (1Tim 1,15). Sabré seguir a Cristo, si le sé descubrir ("ver") por medio de la fe. Esta fe es un don suyo, que él ofrece a todos los "sedientos" (cf. Jn 7,37-39).

 

       Es posible nuestra relación personal con Cristo, porque es él quien, haciéndose presente, despierta en nosotros esa relación. Es también él quien se hace nuestra oración, comunicándonos sus mismas palabras, que son siempre vivas como recién salidas de su corazón. El evangelio de Jesús nos llega inspirado por el Espíritu (Escritura), predicado por la Iglesia, celebrado en la liturgia, vivido por los santos, realizado en el pueblo creyente y en nuestro corazón. Así Jesús sigue iluminando el "hoy" de nuestra historia.

 

       Las palabras de Jesús, junto con su eucaristía y los demás sacramentos, son los signos "pobres" portadores de su presencia activa. A él lo encontraremos en sus palabras, siempre vivas, en la medida en que sepamos ver su rostro en el rostro de los hermanos, especialmente en los más pobres. Hay que "lavarse los ojos" para ver a Cristo "luz del mundo", y para creer en él como "Hijo de Dios" (Jn 9,1-41).

 

       La persona llamada por Cristo se va haciendo transparencia de su presencia y de su palabra, en la medida en que sepa perderse a sí misma, es decir, dejar de lado todo lo que no suene a amor y donación. Encontrando a Cristo en la propia pobreza, se le descubre también en los signos pobres de los demás. Unas huellas despiertan otras huellas.

 

       La "contemplación" del apóstol es esa actitud de saber "ver" a Jesús donde parece que no está, como cuando Juan entró en el sepulcro vacío y creyó en Jesús resucitado (Jn 20,8). Entonces uno se siente capaz de ir, sin ansia de privilegios y sin preferencias, tanto a la soledad del desierto, como a la convivencia y al trabajo de todos los días.

 

       Es siempre Cristo quien llama, envía, acompaña, espera. Quien ha aprendido la actitud de pobreza, no pide privilegios. Por esto, encuentra a Cristo en los signos más pobres y en las personas más olvidadas y menos atrayentes. El verdadero apóstol "prefiere los lugares más humildes y difíciles" (RMi 66). Es la "vida escondida con Cristo en Dios", como dice San Pablo (Col 3,3).

 

       A Cristo se le descubre en los signos pobres de la propia vida, cuando el corazón se va acostumbrando a "meditar sus palabras en el corazón", como María (Lc 2,19.51). Ella fue "bienaventurada" porque "creyó" con el corazón abierto (Lc 1,45). Para creer en Cristo, basta fiarse de los signos pobres de su presencia, por los que él habla al corazón: "Bienaventurados los que creen sin haber visto" (Jn 20,29). Al apóstol Tomás, le hubieran tenido que bastar los signos de los hermanos que ha habían encontrado a Cristo.

 

       El realismo cristiano aparece en el encuentro con Cristo, que espera a cada uno en su historia y en su circunstancia concreta. Los que siguen a Cristo le "conocen" amando (Jn 10,14). La "cristología" del apóstol, o es contemplativa o se reduce a teorías estériles. La experiencia del encuentro con Cristo (que es experiencia de Dios) se realiza en la misma vida cotidiana, iluminada por la palabra y centrada en la eucaristía. El apóstol, en un mundo secularizado, "si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91).

 

 

       Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La llamada de Cristo hace posible una relación personal con él:

 

       "¿Qué buscáis?... ¿Dónde habitas?... Venid y ved" (Jn 1,38-39).

 

       "Llamó a los que quiso... para estar con él" (Mc 3,13-14).

 

       "Habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27).

 

       "No temas... estoy contigo" (Act 18,9-10).

 

       "Venid a mí todos los que estáis fatigados por el peso de vuestra cargo, y yo os aliviaré" (Mt 11,28).

 

       * Relacionarse con Cristo consiste en estar con él tal como uno es, respondiendo a su llamada: "Dame de esta agua" (Jn 4,15); "¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

 

- La vocación es un camino de amistad con Cristo:

 

       "Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15,14).

 

       "Os he llamado amigos porque os he comunicado todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15).

 

       "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

       "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él... vivirá por mí" (Jn 6,56-57).

 

       "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

       * Los amigos, o son iguales o se hacen iguales, en el pensar, sentir y querer: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21); "no me he preciado de conocer otra cosa, sino a Jesucristo, a éste crucificado" (1Cor 2,2).

 

 

- A Cristo le encontramos esperándonos en nuestra realidad concreta:

 

       "Jesús, fatigado del camino, se sentó junto al pozo" (Jn 4,6).

 

       "Ardía el corazón en el camino" (Lc 24,32).

 

       "Les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20; cf. Lc 24,40).

 

       "Sentada a sus pies, escuchaba sus palabras" (Lc 10,39).

 

       "El discípulo amado... entró en el sepulcro; vio y creyó" (Jn 20,8).

 

       * Jesús de Nazaret no escandaliza a quien vive amando la realidad de su propio Nazaret: "Hemos encontrado a Jesús... de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).

 

       * Su mirada y su palabra llegan al corazón: "María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc 2,19).

 

 

III. Compartir su misma vida: seguimiento y desposorio

 

       Presentación

       1. Cristo amó así

       2. Compartir esponsalmente su misma vida

       3. Ser signo de cómo ama él

       Puntos para la reflexión personal y en grupo


Presentación

 

       La mayor sorpresa que se puede tener en el encuentro con Cristo, consiste en la invitación a compartir su misma vida. Ya no se trata sólo de orientar totalmente el corazón hacia él, sino de vivir como él, con su mismo radicalismo, con su mismo amor.

 

       Esta sorpresa produce, en un primer momento, la sensación de temor y, a veces, de susto. Pero la invitación de Jesús es tan seria como amistosa y esponsal. Para llamarnos, no ha esperado a que fuéramos dignos y santos, ni tampoco a que nos sintiéramos fuertes y seguros. La iniciativa sigue siendo suya y, por esto, infinitamente sorprendente.

 

       Para educarnos en ese camino inesperado, Cristo sigue una pedagogía original. Nos hace sentir más profundamente su amor en nuestra pobreza. Nos contagia de su inquietud por hacer conocer y amar al Padre en el Espíritu Santo. Nos dice que necesita nuestro ser quebradizo para prolongarse en nosotros y hacernos signo visible de cómo ama él. Y este signo suyo, tan pobre, va a llegar a muchos hermanos, especialmente los más pobres, sin herirles en su dignidad.

 

 

1. Cristo amó así

 

       Se lee poco el evangelio desde su realidad más íntima, es decir, desde la manifestación del amor de Cristo. Cada momento, gesto y palabra del Señor son una expresión de cuánto ama él: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Es un amor de totalidad, hasta "dar la vida" (Jn 10,11; 15,13).

 

       Así como apenas conocemos de nuestro corazón más que la superficie, casi del mismo modo superficial conocemos a Cristo. Aquello que "hizo y enseñó" (Act 1,1) sucedió tal como nos lo cuenta el evangelio. Pero lo más importante es "ver su gloria" (Jn 1,14; 2,11), su realidad profunda, a través de su amor.

 

       Si nos entretenemos sólo en la superficie de lo que agrada o de lo que nos resulta más útil o más fácil, no captaremos el misterio de Cristo (cf. Jn 12,42). El seguimiento evangélico de Cristo sólo es posible a partir de una experiencia profunda de cómo ha amado él. Y esto es un don que él siempre quiere comunicar a "los suyos" (Jn 13,1).

 

       La sintonía y compromiso de Cristo con todo ser humano, se manifestó de muchas maneras: cercanía, compasión, ayuda concreta, perdón, salvación... Podía decir, ante una muchedumbre, "tengo compasión" (Mt 15,32), porque todo su ser era donación al Padre, en el amor del Espíritu Santo, por el bien de todos. Su vida era un "sí, Padre" (Lc 20,21), porque era sólo donación y "servicio para redención de todos" (Mc 10,45).

 

       Así amó él. No tenía nada, se había desprendido de todo, como en Belén, Nazaret y el Calvario, para darse él mismo. Al "no tener donde reclinar la cabeza" (Mt 8,20), manifestó la nota característica del amor de Dios: darse él y del todo. Esa donación era su verdadera "comida", sin preferencias y sin pertenecerse, según los planes salvíficos del Padre (Jn 4,34). Y era amor de quien comparte, como consorte o esposo, nuestra misma vida. Su caridad de Buen Pastor que da la vida, se expresó en pobreza, obediencia y virginidad.

 

       La lectura del evangelio comienza a hacer su efecto cuando se capta el amor de Cristo de modo concreto, como invitando a una respuesta en el mismo tono de donación: "Me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20); "amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef 2,25). A partir de esta experiencia de encuentro con Cristo, cuando se encuentra a un hermano, especialmente si está necesitado, se descubre siempre en su rostro los rasgos de la fisonomía de quien, "siendo rico, se hizo pobre por nosotros" (2Cor 8,9). Si no se vive en sintonía con los amores de Cristo, nuestra vida y la de los demás se hace ininteligible.

 

       Ese amor de Cristo, para quien lo descubre, es una llamada a compartir su misma vida. Desde el principio, lo fueron entendiendo así sus discípulos, hombres y mujeres (Lc 8,1-13), que, como María su Madre, le siguieron dejándolo todo por él (Jn 2,12). Aquella "vida evangélica" o "vida apostólica" sigue siendo realidad en quienes son signo sacramental-sacerdotal de Cristo, así como en quienes han sido llamados a compartir su misma vida para ser su transparencia.

 

       Esta "vida apostólica" ha tenido, tiene y tendrá muchas modalidades (sacerdotal, religiosa, laical...), según los diferentes carismas fundacionales. Pero las exigencias evangélicas serán siempre las mismas, es decir, aquellas a las que fueron llamados los Apóstoles, a imitación de Cristo casto, pobre y obediente. Los que han sido captados por el amor de Cristo lo han entendido siempre así.

 

       Al leer el evangelio, de corazón a corazón, no se puede hacer un "Jesús" recortado a nuestra medida. Tampoco se deben hacer proyecciones del propio egoísmo sobre el evangelio. En Jesús encontramos una fidelidad suma al amor verdadero, que se traduce en "anonadamiento" (Fil 2,7) y en negación de todo lo que no sea apertura al amor.

 

       Al mismo tiempo, Jesús, por el hecho de compartir nuestra vida, se hace asequible, cercano, imitable. Hombre entre los hombres, Jesús da seguridad y confianza a cada uno, para que se sienta amado de modo irrepetible y para que, por tanto, pueda devolver amor por amor.

 

       En Jesús encontramos al hermano que acompaña y ayuda. Y también al Maestro de equilibrio en un darse de relación personal con el Padre y con los hermanos. Su vida es una síntesis maravillosa de soledad y de cercanía, de donación a Dios y a los demás. Si "pasó haciendo bien" (Act 10,38), es porque fue coherente entre el "hacer y decir" (Act 1,1), entre una vida de silencio en Nazaret y una vida de predicación por los caminos de Palestina.

 

       Así fue el "género de vida virginal y pobre que Cristo escogió para sí y que la Virgen su madre eligió" (LG 46; ET 2). A esta vida se la ha llamado con diversos nombres: seguimiento evangélico, consejos evangélicos, vida apostólica, radicalismo... Y aunque llamó a todos a la perfección de la caridad, sólo llamó a algunos al seguimiento al estilo de los Doce y de otros discípulos, que lo dejaron todo por él. Por esto, "los consejos evangélicos son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor" (LG 43).

 

       Contemplando este amor de Cristo, muchos se han sentido llamados por él a compartir esponsalmente su misma vida. Es un don inmerecido que no tiene explicación posible. Se recibe tal como es, porque se trata de "seguir más de cerca a Cristo... persiguiendo la perfección de la caridad en el servicio del Reino" (CEC 916; can. 573).

 

 

2. Compartir esponsalmente su misma vida

 

       Cuando Jesús invita a vivir su mismo estilo de vida, lo hace en un contexto de enamoramiento, de desposorio, de compartir su misma suerte. Jesús subía a Jerusalén para celebrar la Pascua y sellar la nueva Alianza (pacto esponsal) con su sangre. Entonces invitó a los suyos a participar en el mismo itinerario pascual y esponsal: "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38).

 

       Los apóstoles lo comenzaron a entender, con limitaciones, en este mismo contexto. Para seguir a Cristo, el amigo y el "esposo" (Mt 9,15), bien valía la pena dejar otras cosas: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). Jesús, al escuchar estas palabras de Pedro, hizo resaltar que lo importante era dejarlo todo por su amor, "por mi nombre" (Mt 19,29). Jesús continúa invitando a "permanecer" en su amor (Jn 15,9).

 

       La aventura del seguimiento radical de Cristo comenzó, a invitación suya, en el lago de Genesaret (Mt 4,19-22; Lc 5,1-11), pero se fue reestrenando en diversas ocasiones, como después del milagro de Caná (Jn 2,12) y cuando Jesús pasaba predicando por los pueblos de Palestina (Lc 8,1-3). Había, pues, el grupo de los "Apóstoles" y otras personas, incluso algunas mujeres y su misma madre (Jn 2,12). Se puede decir que estos discípulos habían sentido la llamada para vivir en intimidad con él, pertenecerle totalmente y colaborar en la evangelización. Con nuestra terminología actual, diríamos que fueron llamados a la consagración y a la misión.

 

       Este seguimiento evangélico se llama también "vida apostólica", porque tiene a los Apóstoles (y sucesores) como modelo en la imitación de la vida de Jesús. Es una vida sin recortes, como el mismo Jesús propuso repetidamente: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga" (Mt 16,24); "aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo" (Lc 14,33).

 

       Los Santos Padres explicaron este seguimiento como actitud permanente de "no anteponer nada a Cristo, puesto que él no antepone nada a nosotros" (San Cipriano). San Agustín hablaba de "un corazón unificado dirigido hacia Dios". En la regla de San Benito se matiza: "No anteponer absolutamente nada a Cristo".

 

       Es, pues, un amor de totalidad, personal y esponsal, que hace posible "encontrarse más profundamente en el corazón de Cristo, con sus contemporáneos" (CEC 932). Se quiere vivir plenamente la indicación de San Pablo: "Os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen casta" (2Cor 11,2). Es una respuesta de consorte, que no mira tanto lo que se deja, cuanto la persona amada: Cristo pobre, obediente, casto, humilde, sacrificado, inmolado por amor.

 

       La totalidad de la entrega arranca del enamoramiento. Quien sigue el estilo de vida de Cristo, se desprende de todo para amar con un corazón indiviso. Esta libertad sólo es posible en unión con él (Jn 15,4-5). Es la máxima libertad, que consiste en ordenar la vida abriéndola a un amor infinito. Se deja de lado todo lo que impide hacerse hijos en el Hijo (cf. Ef 1,5). "El amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el Amor, aquel Amor que es «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5)" (Juan Pablo II).

 

       El mismo Jesús nos da una comparación: el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44-46). Vale la pena venderlo todo por el verdadero Todo que es Dios Amor. Se quiere seguir a Cristo (humilde, pobre, obediente y virgen), para hacerse como él: tener un corazón libre y desprendido para darse del todo.

 

       No sería posible este seguimiento tan radical, si no fuera a partir de una experiencia profunda y sencilla de su amor. En el diálogo con él ("contemplándolo" o viéndolo a la luz de la fe), el corazón queda contagiado de sus amores. Imitar su vida es el signo de garantía de haberle encontrado y seguido.

 

       Es él quien se hace maestro, guía, amigo, esposo o consorte. Entonces se aprende a dejarse conducir por él, con su pedagogía peculiar: "¿Me amas más, tú?... Cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; mas cuando llegues a viejo, extenderás tus brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir... Sígueme" (Jn 21,17-19).

 

       Seguir a Cristo es como un "nuevo nacimiento" (Jn 3,3), para compartir su misma vida y su misma cruz, amando. "El mismo se hace ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras" (VS 15).

 

       Este seguimiento es la máxima libertad: aprender la donación total de sí, dejando que Cristo, desde nosotros, se haga nuestra donación, vaciando el corazón de todo estorbo. Con él es posible aprender su "anonadamiento" de Belén, de Nazaret y del Calvario, indefenso por amor, por fidelidad al Padre (Lc 2,49), como el granito de trigo que se hará donación por una vida escondida (Jn 12,24-26).

 

       Tomar su cruz equivale a compartir ese proceso de donación y de servicio "para redención de todos" (Mc 10,45). Es amor "radical", desde la raíz, desde lo más hondo del corazón; es simplemente darse. Y entonces se comienza a experimentar la verdadera paz. En este amor de Cristo y a Cristo, se encuentra a toda la humanidad, a todo el cosmos y a toda persona concreta como un hermano que forma parte de una misma biografía: la bibliografía del Cristo total.

 

       Todo esto es un comienzo, un balbucear y un ensayo. Se comienza a experimentar en el corazón el Reino de Dios. Es el mismo Reino que también ha iniciado en la comunidad eclesial de hermanos. Y se vislumbra y anuncia que este Reino sólo será definitivo en el más allá. Por el seguimiento evangélico, se "preanuncia mejor la futura resurrección y la gloria del Reino celestial" (LG 44); cf. PC 4). Se quiere "significar y anunciar en la Iglesia la gloria del mundo futuro" (CEC 916).

 

       Este camino evangélico sólo es posible, cuando se busca de verdad "la persona viva de Jesucristo" (RD 6). Porque cuando se le busca, es señal de que se le ha comenzado a encontrar. Y cuando se comienza a pregustar "la alegría de pertenecer exclusivamente a él" (RD 8), entonces ya se puede avanzar de entrega en entrega.

 

       El seguimiento evangélico sólo se entiende y vive, estrenando todos los días el sentido esponsal de un "amor eterno" (Jer 31,3) que es pertenencia mutua (cf. Cant 2,16; Is 43,1). Es un amor sellado, como pacto o alianza definitiva, con la sangre de Cristo Esposo (Lc 22,20; Ef 5,25-27). Por esto, los llamados se siente "invitados a las bodas" (Mt 9,15).

 

       Este desposorio con Cristo se manifiesta en el amor a la Iglesia, que sólo pueden entender quienes han experimentado el amor de Cristo Esposo, porque "viven más y más para Cristo y para su cuerpo que es la Iglesia" (PC 1). En estas personas de fe y de sentido eclesial, "su amor esponsal a Cristo se convierte, de modo casi orgánico, en amor a la Iglesia, Cuerpo, Pueblo de Dios, Esposa y Madre" (RD 15). Sólo este amor a Cristo, que vive en su Iglesia, puede agrandar el corazón abriéndolo a la dimensión universalista de la redención. Entonces se vive "segregado para el evangelio" (Rom 1,1).

 

 

3. Ser signo de cómo ama él

 

       La sorpresa mayor de este seguimiento esponsal, es el sentirse llamado para ser signo visible de Cristo y de su amor, para ser su prolongación y "complemento" (Ef 1,23). Jesús mismo calificó a los apóstoles de "expresión" o "gloria" suya (Jn 17,10). San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2Cor 2,15). Las gracias o carismas recibidos del Espíritu Santo, hacen partícipe de lo que Cristo es, hace y vive (cf. Jn 16,14-15). Por esto los apóstoles podrán prolongar la misma misión de Cristo (cf. Jn 17,18; 20,21-23).

 

       En esta participación del ser, del obrar y del estilo de vida de Cristo, hay diferencias, según la propia llamada: laical, religiosa, sacerdotal... Pero los que son llamados al seguimiento radical de Cristo, son todos urgidos a ser signo de cómo ama él.

 

       A partir de este seguimiento evangélico, unos serán llamados a representar a Cristo Cabeza, Buen pastor y Esposo de la Iglesia, como "signo personal y sacramental" suyo; son los sacerdotes ministros (ordenados). Su espiritualidad específica es de "caridad pastoral", expresada en las virtudes concretas del Buen Pastor, que fue obediente, casto y pobre (PDV 15-33). Así viven el mismo estilo de vida de los Apóstoles (PDV 15-16).

 

       Desde los tiempos evangélicos y desde el inicio de la Iglesia, muchas otras personas se han sentido llamadas a practicar la "vida apostólica" o "seguimiento evangélico", según diversas modalidades: las vírgenes, los anacoretas, los monjes y los contemplativos, los religiosos, las Congregaciones, los Institutos seculares, las asociaciones de vida apostólica, los movimientos, etc. El Espíritu Santo ha suscitado y sigue suscitando diversas modalidades de consagración total a Cristo. Las expresiones y compromisos de esta consagración corresponden a carismas o gracias especiales, que indican el amor esponsal de la Iglesia a Cristo. Todos, de modo diverso y con diversa intensidad, a veces "por vínculos más firmes y más estables", quieren vivir una consagración que "represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia" (LG 44). La vida "laical" consagrada acentuará la inserción en las estructuras humanas (en la "secularidad"). Todos quieren seguir a Cristo con un corazón libre e indiviso, aunque algunos serán un signo más fuerte de la escatología o encuentro final.

 

       Es fundamental para todos los llamados al seguimiento evangélico, que el grupo sacerdotal que preside la comunidad (el obispo con sus presbíteros como partícipes en la sucesión apostólica) sea de verdad signo claro de la vida pobre, obediente y virgen del Buen Pastor, Esposo de la Iglesia. Si faltara claridad en este signo "apostólico", se resentirían todas las otras formas del seguimiento evangélico, especialmente por la falta de vocaciones, falta de formación adecuada y falta de comunión eclesial.

 

       La comunión eclesial, a nivel de Iglesia local y universal, se resiente siempre que la "vida apostólica" (y cualquier forma de "vida consagrada") se convierte en una lista de preferencias, privilegios, "derechos", reivindicaciones y seguridades humanas, que originan una autosuficiencia antievangélica personal y colectiva.

 

       El signo del amor de Cristo obediente aparece en la disponibilidad generosa y responsable de aceptar los signos pobres, por los que se manifiesta la voluntad del Padre y la acción santificadora del Espíritu. A imitación de Cristo, se quiere asumir un camino de "kenosis" o humillación, que deja el corazón totalmente libre para amar (Fil 2,5ss). En el fondo, está la actitud humilde y auténtica de considerar la propia obra de santificación, convivencia y apostolado, como obra de Dios.

 

       Los dones de Dios son para servir según sus planes de salvación. Se quiere obedecer a Dios, de cualquier modo como se manifieste su querer amoroso (Jn 4,34; Lc 2,49). Es la "ofrenda total de la voluntad personal, como sacrificio de sí mismo a Dios" (E 27; PC 14).

 

       El signo del amor de Cristo virgen se manifiesta en una vida de intimidad con él (dimensión cristológica: Mt 19,29), para servir más libremente a su Iglesia y a los más pobres (dimensión eclesiológica: 1Cor 7,32-33), apuntando al más allá del "Reino de los cielos" (dimensión escatológica: Mt 19,12). Esta intimidad con Cristo y este servicio de caridad, hace que la persona se sienta realizada por la fecundidad de "formar a Cristo" en los demás (dimensión antropológico-cristiana: Gal 4,19).

 

       A Cristo no se le da sólo una renuncia, sino lo mejor del corazón: la amistad profunda, que ya nada ni nadie podrá condicionar. Es el desposorio con él, escondido en su palabra, eucaristía y sacramentos, comunidad eclesial e innumerables campos de caridad. Ya no se buscan compensaciones. Lo que parecía soledad y fracaso, se convierte en una "soledad llena de Dios" (Pablo VI)  y en compartir esponsalmente la cruz de Cristo Esposo. La virginidad es la expresión máxima de la maternidad eclesial (cf. RMi 70). Es "expresión del amor esponsal por el Redentor mismo" (RD 11), "signo y estímulo de caridad" (LG 42; PO 6), "fuente de paz profunda" (ET 13).

 

       El signo del amor de Cristo pobre se expresa en la imitación de su modo de darse: sin condicionarse a nada, para poderse dar uno mismo a Dios y a los hermanos. Se ha "dejado todo" por él (Mt 19,27). Ya no se buscan los propios intereses, sino los de Jesucristo (1Pe 5,2-4; Act 20,33; Fil 2,21). Si faltara esta vida de pobreza, no se podría anunciar a Cristo de modo creíble (cf. Act 3,6).

 

       Se ama y se sigue a Cristo pobre, cuando se imita su paz, humildad, desprendimiento, actitud de compartir y amor entrañable a la Iglesia. Sólo con un corazón pobre (que contempla la Palabra como María) y con una vida pobre (como la de Jesús), se puede ir de verdad a servir a los pobres.

 

       Los valores evangélicos sólo se pueden anunciar plenamente con un seguimiento de Cristo que sea signo claro de cómo amó él (RMi 69). "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la 'Buena Nueva' ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza" (RMi 91).

 

       El ser más profundo del hombre sólo se puede cristianizar con el anuncio y testimonio de las bienaventuranzas. El seguimiento evangélico hace de cada apóstol un evangelio vivo, "sal" y "luz" (Mt 5,13-16). Entonces "toda la existencia queda penetrada del amor de Dios y de los hombres" (ET 37). Por medio de la "consagración" a esta vida evangélica, "la Iglesia puede, a la vez, manifestar a Cristo y renovarse como Esposa del Salvador" (CEC 926).

 

       Todo el proceso de seguimiento evangélico es obra del Espíritu Santo, "para hacerse cada vez más semejantes a Cristo" (RMi 88). Es una tensión creciente, un proceso de madurez en el amor: convicciones, motivaciones, escala de valores, decisiones..., todo refleja ya el "sentido de Cristo" (1Cor 2,16). Así se va realizando la primacía del amor, que tendrá repercusiones evangélicas a nivel personal, comunitario y social.

 

       La "gratuidad" del amor se expresa en amor a Dios sobre todas las cosas y en servir incondicionalmente a Cristo en los hermanos. Esta realidad de vida evangélica y consagrada "pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia" (LG 44). Se quiere "seguir más de cerca a Cristo, entregarse a Dios amado por encima de todo" (CEC 916).

 

       María, figura de la Iglesia esposa, es el modelo de esta fidelidad generosa a Cristo Esposo, como vida "según el modelo de la consagración de la Madre de Dios" (RD 17) y como "género de vida virginal que Cristo Señor escogió para sí y que la Virgen Madre abrazó" (LG 46). Ella sigue siendo "la gran señal", como "mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), transparencia de Cristo en medio de una Iglesia peregrina, que camina hacia las bodas del encuentro definitivo de la humanidad con Dios.

 

       La renovación y profundización del seguimiento evangélico de Cristo tendrá lugar continuamente en la Iglesia, tomando como punto de referencia el "modelo de los Apóstoles", plasmado en sus sucesores e inmediatos colaboradores. Toda adaptación auténtica se hace con una fidelidad mayor a os valores esenciales: cristocentrismo del seguimiento, elección radical de Dios sólo, servicio incondicional a la Iglesia especialmente en los más pobres, unidad de vida entre la contemplación y la acción apostólica, vida fraterna como expresión del mandato del amor.

 

       La práctica permanente de los "consejos evangélicos", como estilo de vida de Jesús, es el punto clave y esencial. Este modo de seguir a Jesús es el "don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor y que con su gracia conserva siempre" (LG 43). De este modo, el rostro de Cristo aparecerá en el rostro de su Iglesia (LG 1; VS 2), y "el corazón de Cristo será reconocido en el corazón de la Iglesia" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

 

       Puntos de reflexión personal y en grupo

 

- Cristo sigue amando dándose él, sin pertenecerse, como consorte:

 

       "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

       "El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,20).

 

       "Cristo amó a la Iglesia hasta entregarse por ella" (Ef 5,25).

 

       "Me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20).

 

       "El hijo de hombre ha venido a dar su vida en rescate por todos" (Mc 10,45).

 

       * Compartir experiencias de cómo el amor de totalidad refleja a Dios Amor.

 

 

- Cristo llama a compartir su mismo estilo de vida:

 

       "Ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme" (Mc 10,21).

 

       "Como mi Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

       "Lo dejaron todo y le siguieron" (Lc 5,11).

 

       "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

       "La mies es abundate, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9,37-38).

 

       * Compartir el significado de "vivir en familiaridad con él para pertenecerle totalmente" (Juan Pablo II).

 

 

- Cristo quiere hacer de nosotros su transparencia:

 

       "El Espíritu de la verdad... recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros" (Jn 16,13-14).

 

       "Padre... he sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

       "Somos olor de Cristo" (2Cor 2,15).

 

       "Que nos tengan los hombres como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1).

 

       * ¿Cómo ser su signo personal y su instrumento vivo?

 

       * El corazón de Cristo debe ser reconocido a través de quienes le siguen más de cerca y conviven con él esponsalmente.

 

 

IV. Comunión de hermanos

 

       Presentación

       1. Cristo vive en el hermano

       2. "Ve a mis hermanos"

       3. "Que sean uno en nosotros"

       Puntos para la reflexión personal y en grupo


Presentación

 

       No sería posible la relación personal con Cristo (la contemplación) ni el seguimiento evangélico y la disponibilidad misionera, sin la convivencia fraterna. Cristo se ha quedado presente entre nosotros, también en el signo del hermano (cf. Mt 25,40) y, de modo especial, en el grupo de los que le siguen fielmente (cf. Mt 18,20).

 

       La garantía de haber encontrado a Cristo y de haberle seguido, está en la vivencia de la fraternidad. La eficacia de la misión depende del signo de comunión (cf. Jn 13,34.35; 17,21-23). La capacidad de inserción y de acción apostólica es de la misma intensidad que la capacidad de compartir la vida con los hermanos que han sentido la misma vocación.

 

       Vivir fraternalmente en el propio grupo apostólico es la clave para saber servir a Cristo en todos los demás hermanos, especialmente en los más pobres.

 

1. Cristo vive en el hermano

 

       La vida es un caminar de sorpresa en sorpresa. Cuando abrimos los ojos de la fe, descubrimos a Cristo en el rostro de cada hermano. Saulo, el perseguidor, se convirtió en amigo y apóstol de Cristo, a partir de esta experiencia (cf. Act 9,4). Al final de nuestro camino histórico, Cristo también nos espera, para decirnos que él se nos hizo encontradizo en cada hermano, especialmente en el que sufre: "Lo que hicisteis a uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Sin esta vivencia de comunión con los hermanos, nunca encontraríamos a Cristo.

 

       En las comunidades cristianas primitivas, como en las nuestras, surgían problemas de convivencia no fáciles de arreglar. Cada uno tenía una opción y hasta un modo peculiar de obrar. Lo importante era la fe común; pero en ideas opinables, que a algunos les parecían certezas, había roces e incluso rupturas. En estas ocasiones hay que profundizar en la fe, para descubrir en todos los demás, al "hermano por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15). Las diferencias se hacen constructivas cuando es Cristo el punto de partida y de referencia, para hacer de la vida una donación.

 

       Jesús vivió siempre unido a cada persona: "Con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Su vida nunca fue la de un solitario ajeno a los acontecimientos, sino la de un esposo y amigo, que, aún en los momentos de soledad física, vive pendiente del consorte. Cada uno estábamos y seguimos estando en su corazón. Por esto, cuando encontraba a un leproso, un pecador o cualquier persona sedienta de verdad y de bien, se sentía en sintonía con ella, como con alguien que era parte de su misma biografía. Hoy Jesús resucitado vive en esta misma sintonía de solidaridad universal. En su oración al Padre, sigue diciendo: "Yo estoy con ellos" (Jn 17,23.26).

 

       Nunca podremos entender el misterio de la encarnación. Desde el momento en que el Hijo de Dios se hizo hombre, nosotros podemos ser su "complemento" (Ef 1,23). Somos como una fibra de su corazón. Pero nuestras palabras para expresar este misterio son todas inexactas. Lo importante es que él se prolonga en nosotros, más allá de nuestra ciencia y comprensión. Según las gracias y llamadas recibidas, somos su "gloria", su expresión, su signo, su prolongación: "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

       No se trata de una cosa que completa a otra, sino de personas que se intercomunican todo lo que son y tienen. En el caso de Jesús, es él quien nos comunica su filiación divina, su misma vida. Basta creer en él, "comulgarle", vivir en sintonía con él, para transformarse en él: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él... vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

       El "misterio" de Jesús descifra el "misterio" del hermano: "En la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). En cada hermano hay una historia de amor, cuyo protagonista es el mismo Jesús.

 

       Para poder comprender mejor el misterio de nuestra existencia, tendríamos que acostumbrarnos a captar los sentimientos de Cristo, que afloran en el evangelio y que él comunica a los que le aman (cf. Jn 14,21). El no vivió nunca encerrado en sí mismo, sino abierto a los planes del Padre sobre el mundo. En estos planes entramos todos y cada uno, como objetivo concreto del amor oblativo de Cristo: "Por ellos me inmolo a mí mismo" (Jn 17,19).

 

       Una de las alegrías más profundas de Jesús era y es la de vernos a cada uno amados profundamente por el Padre, en el mismo amor del Espíritu Santo, precisamente porque somos biografía de Cristo su Hijo. Por esto Jesús decía al Padre: "Les has amado como a mí" (Jn 17,23). El Espíritu Santo va haciendo de cada uno de nosotros un "Jesús viviente". Pero esta fuente de alegría es también fuente de dolor, porque no todo ser humano se abre plenamente a esos planes amorosos del Padre.

 

       Esta historia de amor, que se realiza de modo misterioso en cada hermano, tiene lugar también en todos y cada uno de los que conviven con nosotros. Por encima de cargos y cualidades, cada miembro de nuestra comunidad y familia es una prolongación del mismo Jesús.

 

       Nos resulta bastante fácil vivir en sintonía con los hermanos lejanos, especialmente cuando recibimos alguna noticia. Pero la fe cristiana es un desafío cotidiano en las circunstancias concretas y reales. Mi respuesta a Cristo, mi relación personal con él, mi seguimiento y mi apostolado, sólo son auténticos si encuentran eco de garantía en la comunión fraterna. Otro modo de actuar sería señal de personalismo y alienación.

 

       Hay que ir descubriendo las huellas de Cristo, como una historia maravillosa de amor, en el propio grupo donde uno está insertado. Cada persona, con sus cualidades y defectos, con sus cargos y servicios, es una prolongación de Cristo en el tiempo. Las cualidades y cargos son para servir. Los defectos ayudan a recordar la propia experiencia de encuentro con Cristo misericordioso y Buen Pastor.

 

       Cristo comunicó a Pedro y a sus sucesores la tarea de "confirmar a los hermanos" (Lc 22,32). A nivel de comunión eclesial fraterna, es también tarea de todos. Recordando la "mirada" misericordiosa de Cristo (Lc 22,61), también nosotros sabremos mirar a los hermanos como él nos ha mirado a nosotros.

 

       Hay un punto clave en la vida de Jesús: su amor a "los suyos" (Jn 13,1). En la oración sacerdotal de la última cena los recordó repetidamente: "Los que tú me has dado" (Jn 17,6ss). Para Jesús, cada persona y la humanidad entera forma parte de su existencia. Esos "suyos" son especialmente los "enviados" ("apóstoles") para anunciar este amor a todos los hombres.

 

       Los que hemos sido llamados a esta misión, por el seguimiento evangélico, no podremos vivir la relación personal con Cristo, ni el desprendimiento y  el apostolado, si no es unidos a la familia apostólica a la que pertenecemos por llamado expreso de Jesús. Cuando él envió a los suyos, los envió "de dos en dos" (Lc 10,1), los acompañó con su presencia amorosa (Mc 16,20) y los esperó para revisar la vida apostólica (Lc 10,17; Jn 21,12ss). Ahora sigue haciendo lo mismo. La eficacia de su presencia "en medio" de nosotros, está condicionada a nuestra vivencia de comunión fraterna en su "nombre" (Mt 18,20).

 

2. "Ve a mis hermanos"

 

       La principal huella que deja el encuentro con Cristo es el tono de serenidad y de donación en el trato fraterno. Entonces se hace espontáneo y coherente el servicio incondicional a los hermanos. María Magdalena encontró a Cristo resucitado antes que los mismos Apóstoles. Su encuentro quedó garantizado por el signo de la comunión y del servicio: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,17). Y marchó sencillamente a realizar este servicio de anuncio y de testimonio, que no siempre tiene éxito y aceptación inmediata (cf. Lc 24,11).

 

       Es muy importante constatar que el encuentro con Cristo tiene lugar principalmente en la eucaristía, celebrada y adorada, siempre en relación con la palabra viva de Jesús. Es entonces cuando el corazón descubre que este encuentro eucarístico es "sacramento de unidad". El mismo Señor nos contagia del amor a los hermanos. Su presencia, experimentada en el corazón, se hace eco de la misma presencia en el corazón de los demás. Por comer "un mismo pan", formamos "un solo cuerpo" de Cristo (1Cor 10,17).

 

       Las circunstancias humanas reales son siempre sencillas y pobres. El misterio se esconde dentro, dejando sólo entrever su luz entre rendijas. El engaño consistiría en empeñarse en hacer el bien sólo desde un pedestal o monumento, o también sólo desde la imaginación. Cuando Jesús lavó los pies a los discípulos, realizó un gesto cotidiano de aquel entonces, que era, al mismo tiempo, gesto de amistad y humildad. "Lavarse los pies mutuamente", a ejemplo de Cristo (Jn 13,14-15), equivale a esconderse en la vida cotidiana de una comunidad o familia, como tantos hermanos, esposos, padres, personas consagradas y sacerdotes, que no se venden a la publicidad.

 

       El amor de "gratuidad", que se da sin esperar el premio, sólo es posible a partir del encuentro con Cristo. En él se aprende a "perder" para "ganar". Las ambiciones del corazón, que todo ser humano experimenta, se van encauzando hacia lo mejor: "El que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10,44). Sin estos servicios humildes y, a veces, desconocidos, no sería posible la vida serena y gozosa de la comunidad cristiana.

 

       Nuestros conceptos y motivaciones pueden ayudar algo. Pero el aliento verdadero y decisivo sólo puede venir de las palabras siempre vivas del Señor: "Como yo os he amado" (Jn 13,34). El amor ya no es un simple concepto ni sólo un ideal, sino la presencia y amistad de Cristo escondido en cada hermano. Es él el primer interesado en que cada uno seamos su transparencia y en que todos juntos seamos su signo colectivo: "En esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13,35).

 

       La vida "espiritual" es una vida según el Espíritu de amor. Perderse en "espiritualismos" o en "activismos" no hace al caso. A veces, las polémicas surgen para llenar el tiempo que se debería emplear más para la oración y los servicios de caridad. Las teorías son casi siempre un modo de escapar de la realidad. Cuando se siente la llamada a servir como Cristo, se pierden otras maneras de razonar. Ya sólo se busca, tanto en la oración como en la acción, "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

       La vida de donación en la pequeña comunidad y, a partir de ella, en la comunidad más amplia, es sólo posible "en íntima unión con el sacrificio eucarístico" (ET 47). La actitud contemplativa se fragua en el silencio de la adoración y se concreta en el servicio al misterio de cada hermano. Entrando en el misterio de Cristo, se entra generosamente en el misterio de la vida humana personal y comunitaria.

 

       Cuando se vive en familia, todos quieren servir lo mejor posible, sin hacerse sentir. No es que se busque directamente el último lugar, como por propaganda, sino que ya no se clasifican los lugares por primeros y segundos, sino sólo para realizarse amando en el servicio, pequeño o grande, que cada uno puede desempeñar. Se busca evitar molestias a los otros, sin hacerles pesar nuestros problemas y exigencias. Basta con que cada uno se sienta alentado a seguir a Cristo, por el hecho de encontrar una comunidad serena donde se vive de los criterios de Cristo, de su confianza y de su donación.

 

       La fraternidad universal se comienza a construir en las pequeñas comunidades donde todos quieren servir en el último lugar (cf. Mt 20,26-27), sin aspiraciones empequeñecedoras y atrofiantes. Sólo en esas comunidades encuentra eco el clamor de tantos pobres que todavía no conocen a Cristo o que son víctimas del egoísmo humano.

 

       El amor a los hermanos, de la pequeña y de la gran comunidad, es la señal de un seguimiento evangélico al estilo de los Apóstoles. Es ahí, en esta experiencia de Cristo presente, donde se aprende a imitar el gesto del buen samaritano: "Ve y haz tú lo mismo" (Lc 10,37). "Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios" (VS 20).

 

       La caridad hacia los más pobres, con compromisos estables de servicio desinteresado, sólo es posible empezando por el gesto de compartir con los hermanos del grupo apostólico la propia experiencia de Cristo Siervo. "Tampoco el hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). "La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide, pues, con su servicio, con su don, son su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia" (PDV 21).

 

       Convertirse a Cristo es abrirse a su amor. Ello equivale a abrirse al amor de los hermanos más necesitados, débiles y marginados. El "sentido" del pobre se aprende en el "sentido" de Dios Amor y en el "sentido" de Cristo presente en la comunidad eclesial. Si tenemos este "sentido de Cristo" (1Cor 2,16), sabremos "evangelizar a los pobres" como Cristo (Lc 4,18; 7,22). Las disquisiciones sobre el amor a los pobres se convertirían en pantalla propagandística o en discusión dialéctica entre teóricos, si ese amor no se viviera a partir de la contemplación, de la celebración eucarística y de la comunión fraterna en la propia comunidad.

 

       El camino hacia la perfección pasa por el corazón para unificarlo, y un corazón unificado construye la comunión fraterna. La caridad es esencialmente donación e incluye necesariamente la renuncia a personalismos y preferencias egoístas. La vivencia más intensa de la comunión, hasta perderse en Cristo, es señal de contemplación y de disponibilidad misionera. Pero esta actitud no es rentable humanamente, ni aun en el seno de la misma comunidad eclesial.

 

       La "noche oscura" de la contemplación de la Palabra, es la misma que pasa por la comunión y la misión. Sólo la luz de Cristo puede iluminar esta noche dichosa, en la que todo lo que no suene a él y a su amor, ya se considera como "basura" (Fil 3,8). La única ganancia y recompensa apetecible es la de saberse amado por él, poderle amar y hacerle amar.

 

       La vocación al seguimiento evangélico de Cristo se garantiza sólo por el camino de la comunión fraterna. Allí es donde resuena el sermón de la montaña y el mandato del amor, como camino de perfección y de misión. Allí aparece la Iglesia como misterio, comunión y misión.

 

3. "Que sean uno en nosotros"

 

       Una de las grandes tareas que Cristo encomienda a los que le siguen, es la de construir el propio grupo apostólico o espiritual en una comunión fraterna, que sea reflejo de la comunión de Dios Amor: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

       La eficacia apostólica de un grupo de seguidores de Jesús, radica en esa comunión de hermanos, que es un signo de cómo amó el Señor. No es fraternidad basada en simpatías, preferencias y utilidades, sino en el amor a Cristo que vive en cada hermano. La presencia de Cristo se hace eficaz cuando la fraternidad se basa en este amor: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

       Las diferencias de naturaleza o de carismas se convierte en servicio complementario y donación mutua. Entonces todos son "un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32), como consecuencia del mandato del amor (cf. Jn 13,34). La misión de Jesús tendrá efecto en la medida en que los suyos formen esta unidad: "Que sean perfectamente uno, para que el mundo conozca que tú me has enviado" (Jn 17,23).

 

       Un corazón unificado construye la comunidad en la misma unidad o comunión de Dios uno y trino. Cada corazón y cada comunidad eclesial es "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). La comunidad humana se construirá según los valores evangélicos, en la medida en que las comunidades eclesiales sean comunión. "Donde hay caridad y amor, allí está Dios" (himno litúrgico).

 

       Esta unidad de comunión sólo se puede construir a partir del mensaje de Jesús, predicado por los Apóstoles y por sus sucesores, celebrado, celebrado en la Eucaristía, convertido en oración y expresado en intercambio de bienes (cf. Act 2,42-47). Es, pues, una comunión comprometida en construir o reconstruir todo el tejido de la comunidad humana según el mandato del amor.

 

       La referencia a los sucesores de los Apóstoles (que presiden las Iglesias particulares) y, de modo especial, la referencia al sucesor de Pedro (que preside la "caridad" o Iglesia universal), es algo que pertenece a la esencia de la comunión eclesial. Quien "preside la caridad universal" (según la expresión de San Ignacio de Antioquía), es decir, el sucesor de Pedro, no es forastero en ninguna comunidad eclesial, sino que pertenece a la naturaleza íntima de toda comunidad cristiana basada en la caridad de Cristo.

 

       Las comunidades cristianas, construidas en la comunión, no son centros de poder humano ni fuente de autosuficiencia personal o colectiva. Serán comunidades cristianas auténticas, en la medida en que sean escuela de encuentro con Cristo, de seguimiento evangélico, de comunión fraterna y de disponibilidad misionera.

 

       En la comunidad se aprende a escuchar la Palabra, meditándola en el corazón (Lc 2,19.51), para hacer de la propia vida un complemento de la oblación eucarística de Cristo (Col 1,24;  1Cor 11,23ss). La comunidad se hace camino de perfección cristiana evangélica, para configurarse con Cristo y seguirle radicalmente. Ahí se aprende la libertad del corazón, expresada en obediencia; el desposorio con Cristo, expresado en fraternidad familiar; el seguimiento evangélico, expresado en desprendimiento e intercambio de bienes.

 

       La comunidad es escuela de misión, donde se aprende el anuncio y testimonio de la Palabra, la celebración de los misterios de Cristo y el servicio a los hermanos. Ese ambiente de escuela fraterna reclama de cada uno la disponibilidad para dar y para recibir, sin buscarse a sí mismo.

 

       Es Jesús mismo quien convoca a todos y envía "de dos en dos" (Lc 10,1), para ser su signo personal y colectivo. Es él quien acompaña personalmente en el campo de misión (Mt 28,20), y quien espera para revisar continuamente la acción evangelizadora (Lc 10,17ss). Por esto les pide que se reunan en Cenáculo, "con María su Madre", para recibir nuevas gracias del Espíritu Santo (cf. Lc 24,49; Act 1,14). Toda comunidad cristiana tiene que confrontarse con la primitiva comunidad eclesial, sin olvidar uno solo de los elementos fundamentales (cf. Act 2,42-47; 4,32-34).

 

       Cuando se vive de verdad la comunión fraterna, allí resuena toda la Iglesia universal, con la variedad armónica de carismas, vocaciones y ministerios. El amor a la Iglesia es connatural a quien sigue a Cristo Esposo. Los signos "pobres" de la Iglesia (en la pequeña y en la gran comunidad) se descubren como signos del amor de Cristo a su esposa, como fueron las pajitas de Belén y el trabajo humilde de Nazaret. Entones, en la pequeña comunidad apostólica se respira el oxígeno de la Iglesia universal.

 

       En la práctica cotidiana de la fraternidad, se aprende, más que en los libros, que "la eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos conciliares" (CFL 19). La "Iglesia" es comunidad "convocada" por Cristo, para vivir reunida "en su nombre", es decir, según sus criterios, su escala de valores y su mismo amor. Sin esta vida unificada en la comunión, la comunidad dejaría de ser Iglesia. Por esto, la Iglesia es "comunión de vida, de caridad y de verdad" (LG 9).

 

       A través de estas comunidades apostólicas, la Iglesia hace visible el rostro de Cristo en cada momento de la historia humana. Por medio de una vida de comunión, la Iglesia es transparencia e instrumento de Cristo. Es "sacramento" (signo portador y eficaz) en la medida en que sea "cuerpo" de Cristo, "pueblo" de Dios, "esposa" o consorte de Cristo pobre, obediente y virgen.

 

       El poder de inserción de una persona radica en la vida de comunión. Si el corazón vive unificado "en el Espíritu, por Cristo, hacia el Padre" (Ef 2,18), construye la comunidad en el mismo amor. Entonces se entiende el valor trascendente de quien, en la comunidad, se decide calladamente a ser una gotita de aceite para que todos "caminen en el amor" (Ef 5,2). Un apóstol de corazón unificado deja transparentar el evangelio a través de cualquier servicio a los hermanos. Sólo a partir de esta actitud humilde y fraterna, es posible la disponibilidad de ir a los más pobres, para vivir con ellos "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

       Una comunidad cristiana es portadora de los valores evangélicos anunciados en las bienaventuranzas, cuando vive en comunión. La comunidad humana está herida por egoísmos colectivos, camuflados de progreso, cultura y bienestar. Esa enfermedad sólo se cura con comunidades eclesiales dispuestas a ser comunión, e decir, reflejo de la comunión trinitaria de Dios Amor. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'" (SRS 40).

 

       Para ser "comunión", reflejo de la "comunión" trinitaria, hay que despojarse de mucha chatarra. El amor hay que sembrarlo, dispuestos a perder todo lo demás. "Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor" (San Juan de la Cruz).

 

       Puntos de reflexión personal y en grupo

 

- Descubrir el rostro de Cristo en el hermano:

 

       "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40; cf. Act 9,4).

 

       "Es el hermano, por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15).

 

       "Padre... los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

       "El amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26.

 

       "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él... vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

       * Intuir en la vida de todo hermano las huellas de una historia de amor eterno.

 

 

- Servir a los hermanos como Cristo:

 

       "Amaos como yo os he amado" (Jn 13,34-35).

 

       "Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13,14).

 

       "El que quiere ser el primero entre vosotros, será servidor de todos" (Mc 10,44).

 

       "Somos un solo cuerpo porque participamos de un solo pan" (1Cor 10,17).

 

       * Aprender a servir, sembrando la serenidad, sin hacerse sentir ni hacer pesar sobre los demás los propios problemas.

 

 

- Construir la comunión fraterna:

 

       "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

       "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

       "Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común... acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón... gozaban de la simpatía de todo el pueblo" (Act 2,44-47).

 

       "Eran un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32).

 

       * Colaborar sencilla y calladamente para que en mi comunidad o en mi grupo apostólico, la comunión fraterna sea signo de los valores evangélicos y signo eficaz de evangelización.

 

 

 

V. Fidelidad a la misión

 

       Presentación

       1. La fidelidad de Jesús: misterio pascual

       2. Prolongar su misma misión

       3. Hacer que todos conozcan y amen a Cristo

       Puntos para la reflexión personal y en grupo


Presentación

 

       La misión que Jesús confió a su Iglesia no es un quehacer superficial o pasajero, sino una fidelidad constante al "encargo recibido" de su Padre (Jn 10,18). Es la misión de hacerle conocer y amar, para comunicar a todos una nueva "vida" (Jn 10,10; 17,3). En esta misión de salvación universal e integral, Cristo gastó su vida entera.

 

       Quien ha sido llamado para el encuentro y el seguimiento de Cristo, lo ha sido también para compartir y prolongar su misma misión (cf. Jn 17,18; 20,21). El apóstol se mueve en sintonía con los mismos amores de Cristo, con su mismo itinerario pascual.

 

       La "sed" de Cristo (Jn 19,28) y su "compasión" (Mt 15,32) sólo se experimentan de verdad, cuando uno se ha decidido a correr su misma suerte, que es la de "dar la vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). De este sentido de totalidad de la redención de Cristo, que "murió por todos" (2Cor 5,14-15), se han contagiado sus amigos.

 

 

1. La fidelidad de Jesús: misterio pascual

 

       Para comprender y vivir la misión, hay que fijar la mirada y el corazón en Cristo. La misión da sentido a su vida. No es sólo cuestión de hacer cosas o de sentirse realizado, sino de saberse enviado por el Padre para hacer de su vida una donación total en bien de toda la humanidad.

 

       Desde el primer momento, hecho hombre en el seno de María, su vida está hipotecada por la misión salvífica del Padre: "Vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7). Y hasta el último respiro, en la cruz, el tono seguirá siendo de donación incondicional: "Todo lo he cumplido" (Jn 19,20; "en tus manos, Padre" (Lc 23,46).

 

       Hoy resulta difícil apreciar esta misión totalizante de Jesús, porque se prefiere lo que agrada, lo productivo, lo inmediato. Pero la misión de Jesús procede del amor y conduce al amor. "El Padre me ama porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo" (Jn 10,17). Es la misión de "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

 

       A partir de la amistad profunda con Cristo, hay que acostumbrarse a afrontar la misión como donación total de sí mismo, sin hacer hincapié en lo que agrada o en el éxito inmediato. El gozo de la misión nace de esa donación que, a veces, puede ser dolorosa e incluso mal interpretada: "La mujer, cuando da a luz, está triste... También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y si alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría" (Jn 16,22).

 

       La fidelidad de Cristo a la misión se apoya en el amor del Padre hacia la humanidad entera: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). A partir de este amor, ya podrá afrontar la pobreza de Belén, la marginación de Nazaret, el cansancio por lo caminos de Palestina y la crucifixión en el Calvario. Ya todo es "copa" de bodas "preparada por el Padre" (Jn 18,11). Al afrontar las dificultades y la cruz, Jesús va siempre a "bodas", es decir, a sellar "la nueva Alianza" con su sangre (Lc 22,20), como vida donada "por la vida del mundo" (Jn 6,51).

 

       Esta fidelidad a la misión pasa por el "anonadamiento" (la "kenosis": Fil 2,5), que no es destrucción, sino orientación plena hacia el amor. "Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa amor" (RMi 88). El haberse hecho hombre, asumiendo nuestra historia como propia, es para el Hijo de Dios un camino de "Pascua": "Pasar" por la pobreza, el dolor, la humillación y la misma muerte, hacia la resurrección. "La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).

 

       Será imposible entender la misión de Cristo, si no es desde sus amores. Hoy se acepta fácilmente una filantropía o un "voluntariado" para colaborar en el progreso de personas y de pueblos. Pero la misión de Cristo, asumiendo al mismo tiempo toda la realidad humana de pobreza, injusticia y dolor, va más allá, porque llega a la raíz de todos los males: el pecado y el egoísmo humano, que sólo busca el propio interés si tener en cuenta los planes de Dios amor sobre toda la humanidad. La misión de Cristo es redención o liberación integral, por medio de una donación total de sí mismo (inmolación) "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). "Dios envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10).

 

       No se puede captar la misión de Cristo, sin haber experimentado en uno mismo la necesidad de su redención. Se pueden constatar fácilmente las consecuencias del egoísmo humano; basta con abrir cualquier libro de historia o con escuchar las noticias de todos los días. Lo que no aceptamos fácilmente es nuestra responsabilidad personal y la repercusión de nuestro egoísmo y pecado en los males que aquejan a los hermanos. A Cristo se le comienza a comprender cuando se le encuentra en la propia realidad pobre y pecadora, para perdonar, sanar, salvar. Ahí empezó la misión de Saulo, como "vaso de elección" y apóstol de todos "los pueblos" (Act 9,15).

 

       La fidelidad de Cristo a la misión parece ilógica, si se mide con los baremos humanos. Se acepta con cierta facilidad el valor de su mensaje, resumido en el sermón de la montaña. Pero su predicación duró apenas tres años y quedó circunscrita a unos rincones de Palestina. ¿Qué valor misionero puede tener su vida de treinta años en Nazaret? Y precisamente en este rincón de Galilea, un día de sábado y en la sinagoga, proclamaría el sentido de su vida: "El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4,18).

 

       La misión de Cristo se capta en sintonía con sus deseos ardientes de llegar a todo ser humano: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt 11,28). Ante cualquier género de pobreza sentía inmensa compasión: "Tengo compasión de esta muchedumbre" (Mt 15,32). No se contentaba con los que ya hubieran sido salvados por la fe en él, sino que decía mirando a un horizonte sin fronteras: "Tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10,16).

 

       Su cercanía a cada ser humano necesitado, se convertía en inserción plena en la realidad, hasta sentir sed y cansancio como cualquier mortal (cf. Jn 4,6-7). De este modo, expresando su propia sed, pudo salvar a una mujer divorciada (la samaritana), ayudándola a salir de su atolladero por un proceso de humildad y caridad: "En espíritu y verdad" (Jn 4,23).

 

       La misión de Jesús se comienza a sentir en el corazón, cuando se vive en sintonía con sus amores (cf. Jn 14,21). Quien no entra en el corazón de Cristo, sólo encuentra en el evangelio hechos curiosos, tal vez conmovedores y llenos de colorido, objeto de estudio técnico o de lectura literaria, y poco más. Si la "sed" de Cristo en la cruz (Jn 19,28) no cambia el corazón del apóstol hasta enamorarlo de él y hasta comprometerlo de verdad a hacerle amar, es señal de que el evangelio no se ha tomado en serio.

 

       La misión de Jesús, si se vive de verdad, no se presta a tergiversaciones ni a recortes. Cuando nacen teorías achatadas sobre la misión, es que a Jesús no se le ha encontrado como Salvador. Anunciar y extender el "Reino" (Mt 10,7) no equivale a exponer una teoría religiosa más. Porque "el Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18).

 

2. Prolongar su misma misión

 

       A los que le siguen, Cristo les comunica lo más querido que él recibió de su Padre: la misión. Fue el regalo que hizo a sus discípulos el día de su resurrección: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20,21). Y esta misma misión prolongada en los suyos, había sido el objeto de su oración al Padre en la última cena: "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17,18).

 

       Jesús llama a compartir su misma vida en todos sus aspectos. Si exige un seguimiento incondicional, es para que sus discípulos puedan ser su transparencia al prolongarle en la misión. Porque "llamó a los que él quiso... para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-14)).

 

       En el momento de prolongar al mismo Cristo, con su palabra, su acción salvífica y pastoral, el apóstol debe mostrar en su propia vida la misma vida de Jesús. Por esto, "al misionero se le pide renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos, en la pobreza que lo deja libre para el evangelio; en el despego de las personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador" (RMi 88).

 

       La misión es un continuo examen de amor. Ya no es sólo el momento inicial de dejar todas las cosas, sino especialmente el proceso continuo de donación de sí mismo, sin buscar apoyo en las seguridades humanas y en las propias cualidades.

 

       Cada período de la vida apostólica es una sorpresa. El amor de Cristo se experimenta más fuerte y comprensivo, cuando uno ha palpado su propia limitación. Es entonces cuando Cristo, mostrando más su amor, pide un amor de retorno que sea de plena confianza en él: "¿Me amas?... Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo... Apacienta mis ovejas" (Jn 21,17).

 

       Cuando la misión es más fecunda, entonces parece que todo se desmorona, como los andamios que se retiran para dejar libre la obra realizada: "Yo estoy a punto de derramarme en libación" (2Tim 4,6). En toda institución eclesial se pueden encontrar esas personas que, después de largos años de misión, ya quedan aparentemente como objeto de cuarto trasero. En esos momentos, el olvido de sí mismo hace que estos apóstoles sean sólo lo que siempre anhelaron ser: "Olor de Cristo" (2Cor 2,15), sembradores de serenidad y de paz, voceros para decir a todos que Dios les ama. Esa "kenosis" pascual de la misión se prepara ya desde el inicio, sirviendo en "los lugares más humildes" del propio Nazaret (RMi 66).

 

       La sintonía afectiva con la misión de Cristo potencia esta misión dejando actuar a Cristo mismo. El discurso misionero de Jesús (Mt 10,5ss; Lc 9,1ss; 10,1ss) traza las líneas maestras de la misión. Para poder anunciar el mismo mensaje de Cristo, se reciben sus mismos poderes de perdonar y sanar, se participa en su misma suerte hasta convertirse en un testimonio vivo que puede llegar a la donación martirial. De ahí deriva la necesidad de vivir el mismo estilo de vida del Señor. Entonces se capta con evidencia que la misión no tiene fronteras, puesto que es una llamada universal a un cambio de mentalidad ("conversión") para abrirse a los planes de Dios Amor.

 

       La acción providente y paternal de Dios invade toda la vida de Jesús y la de los suyos. La lógica humana no encaja bien con el seguimiento evangélico y con la acción apostólica. Las vocaciones son un don de Dios, que se alcanza con oración y cooperación, pero que no sigue el resultado de unas estadísticas o de unas previsiones técnicas. El sostenimiento económico de la vida del apóstol se confía también a esa acción providente, que reclama necesariamente la dedicación al trabajo encomendado (cf. Mt 10,29-30).

 

       Los Apóstoles supieron prolongar la misión de Cristo sin sentirse dueños de la misma, sino sólo servidores fieles, "testigos" de Cristo muerto y resucitado (cf. Act 2,32), propagandistas de un encuentro al vivo como quien "ha visto y tocado la Palabra de vida" (1Jn 1,1).

 

       Estos testigos convencen y contagian porque son la visibilidad y prolongación de Cristo. De él aprendieron a no aprovecharse del rebaño, sino a conducirlo con las mismas actitudes del "príncipe de los pastores" (1Pe 5,1-4). En el rostro del apóstol transparenta el evangelio, porque "Jesucristo, luz de los pueblos, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio" (VS 2).

       Prolongar la misma misión de Cristo es la única gloria del "apóstol" (Rom 1,1ss). Del encuentro personal y cotidiano con el Señor, se aprende a no pertenecerse a sí mismo, sino a considerarse "deudor" de todo, para anunciarles el evangelio sin titubeos ni reticencias (cf. Rom 1,14-16).

       El apóstol es el amigo de Cristo, su "colaborador" (1Cor 3,9), que no se predica a sí mismo, sino sólo al Señor crucificado y resucitado (cf. 2Cor 4,5). La vida ya no tendría sentido, si no se gastara para la misión encomendada.

       Con los ojos y el corazón puestos en el Señor, la misión recibida de él es fuente de gozo, por el hecho de participar en su misma copa de bodas y en su camino de Pascua (cf. Mc 10,38; Lc 9,51). La comunidad, confiada al apóstol por Cristo y por su Espíritu, le ha costado al Señor el precio de su propia "sangre" (Act 20,28; 1Pe 1,19).

       El verdadero apóstol ya sólo se mueve por el mismo Espíritu Santo que guió a Jesús "hacia el desierto" (Lc 4,1), hacia la "evangelización de los pobres" (Lc 4,14-18) y hacia la Pascua (cf. Lc 9,51; Heb 9,14). El gozo más profundo del apóstol consiste en pertenecer exclusivamente a Cristo y a su misión, como "prisionero del Espíritu" (Act 20,22) y, por tanto, totalmente libre para anunciar a todos los pueblos, "a tiempo y a destiempo" (2Tim 4,2), los planes de Dios Amor.

 

3. Hacer que todos conozcan y amen a Cristo

 

       La misión brota del corazón de Dios, pasando por el corazón de Cristo. No es, pues, un conjunto de ideas o una lista de datos de una programación, sino "el amor de Dios derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Roma 5,5).

 

       La misión es algo vivencial: la misma vida divina comunicada a los hombres por medio de Jesucristo. Por esto, "la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros" (RMi 11). Otro modo de orientar la misión, tanto en la acción actual como en la reflexión sobre la historia, sería una visión reductiva.

 

       Las "conversiones" se dan porque Cristo se hace encontradizo con los nuevos "Saulo" y "Agustín". Por esto, la tarea del apóstol es la de "instrumento vivo" (PO 12). La gracia viene del Señor; a nosotros nos toca la colaboración responsable. La misión universal es posible, especialmente cuando las dificultades humanas parecen insuperables. El despertar de las vocaciones y de las conversiones no sigue la lógica de la historia humana.

 

       El apóstol va a la misión urgido por el amor de Cristo: "El amor de Cristo nos apremia al pensar que uno murió por todos" (2Cor 5,14). A partir de los amores de Cristo, se comprende que la misión tiene esencialmente un sentido de totalidad y de universalismo: "Murió por todos para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (1Cor 5,15). "Recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) no es una acción triunfalista y proselitista, sino una exigencia de Dios Amor.

 

       La urgencia de este amor indica siempre un campo sin fronteras. Este respiro universal se atrofia cuando el corazón ha trazado límites al amor. El apóstol busca que todos conozcan y amen a Cristo, siguiendo las pautas trazadas por el mismo Señor: "Predicad a todos los pueblos" (Mt 28,10); "seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

       Esta entrega a la misión no admite rebajas ni recortes cuando se vive a partir del seguimiento evangélico y de la relación íntima con Cristo. La "sed" de Cristo por las "otras ovejas", urge a buscar a cualquier oveja perdida o alejada, "hasta encontrarla" (Lc 15,4).

       La comunidad se hace misionera a partir del hecho de vivir la presencia de Cristo en su medio (Mt 18,20). Los signos de esta presencia son múltiples: palabra, eucaristía, sacramentos, hermanos... (cf. Act 2,42-47). La fuerza del Espíritu Santo, que Cristo comunica a los suyos, urge y capacita para evangelizar "con audacia" (Act 4,29-31).

 

       Cuando no se vive ese tono audaz y generoso de la misión, las personas y las comunidades comienzan un proceso de atrofia, que desemboca casi siempre en tensiones y polémicas sin solución. Sin el oxígeno de una misión vivida por amor, se inicia un proceso de descomposición, de gangrena e inercia, que cansa, entristece y desorienta. Carecen de vitalidad evangélica las personas, las instituciones y las comunidades que no sirven para anunciar el sermón de la montaña.

 

       El mundo sólo se puede transformar por el espíritu de las bienaventuranzas, haciendo que personas y comunidades se orienten siempre hacia la donación y el compartir los bienes con los demás. Esa transformación de todo el cosmos es posible, cuando los apóstoles presentan el evangelio en su propia vida. La sociedad se transforma "a través del corazón del hombre, desde dentro" (RD 9).

 

       La entrega a la misión de Cristo es "don de sí, para dejar que el amor de Cristo nos ame, nos perdone y nos arrebate en su deseo ardiente de abrir a nuestros hermanos los caminos de la verdad y de la vida" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

       Las ansias de hacer que todos conozcan y amen a Cristo nacen en el corazón según la medida con que se quiere vivir su mismo estilo de vida evangélica. Cuando se buscan otras compensaciones que parecen "legítimas", el ansia misionera se atrofia para convertirse en una tarea filantrópica más. Al compartir la misma vida de Cristo, se siente en el corazón su mismo fuego de salvación universal: "He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49).

 

       Seguir a Cristo en su camino de Pascua, que es de "kenosis", de muerte y de resurrección, produce la libertad de poderse dedicar plenamente a la liberación de los demás, especialmente de los más pobres. Sin esta libertad apostólica, no podría darse la liberación de los hermanos. La opresión e injusticia producida por el pecado, sólo se puede vencer con la donación sacrificial del Buen Pastor, que vivió y murió amando. Su Pascua fue la de quien "pasó haciendo el bien" (Act 10,38) y "amó los suyos hasta el extremo" Jn 13,1).

 

       En un período de "nueva evangelización" se necesita rehacer el tejido cristiano de la sociedad. Los nuevos métodos y las nuevas expresiones necesitan con urgencia el nuevo fervor de los apóstoles. "Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos" (RMi 3).

 

       El momento actual es irrepetible. "Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, sin todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo" (RMi 92).

 

       La novedad del momento actual consiste en que nunca como hoy la humanidad ha mirado a la comunidad eclesial con tanta ansiedad, esperando la reafirmación de los valores permanentes de la vida humana. "El momento que estamos viviendo -al menos en no pocas sociedades- es más bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser 'nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión'" (VS 106).

 

       Se necesitan apóstoles que, a partir del encuentro con Cristo y de su seguimiento evangélico, sientan en su corazón el celo misionero que abrasó el corazón de Pablo como trasunto del corazón de Cristo: "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo, para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2); "el amor de Cristo nos apremia" (2Cor 5,14).

 

       El mundo se evangeliza en la medida en que se presenta, con palabras y testimonio, el sermón de la montaña. "La evangelización - y por tanto la 'nueva evangelización' - comporta también el anuncio y la propuesta moral" (VS 107). Pero esta vida moral cristiana es la vivencia y el anuncio del amor: "La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor" (VS 10).

 

 

       Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La misión, a partir de los amores de Cristo:

 

       "¿No sabíais que me había de ocupar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49).

 

       "El Padre me ama porque doy mi vida para recobrarla de nuevo... éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,17-18).

 

       "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo. El cual, siendo de condición divina... se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres... y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,5-8).

 

       "En tus manos, Padre" (Lc 23,46).

 

       "Todo lo he cumplido... entregó su espíritu" (Jn 19,30).

 

       * La misión de Cristo sólo se entiende de corazón a corazón.

 

 

- Compartir la misma misión de Cristo:

 

       "Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

 

       "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17,18).

      

       "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20,21).

 

       "¿Me amas más?... apacienta mis ovejas" (Jn 21,15ss).

 

       * La misión de Cristo es un continuo examen de amor. Si se quiere prolongar su misión, hay que transparentar su misma vida.

 

 

- Hacer de Cristo el corazón del mundo:

 

       "Id, pues, haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20).

 

       "Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

       "Recapitular todas las cosas en Cristo, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1,10).

 

       "Tengo otras ovejas" (Jn 10,16); "tengo compasión de esta muchedumbre" (Mt 15,32); "tengo sed" (Jn 19,28).

 

       * La misión no tiene fronteras cuando el corazón ama sin rebajas.

 

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'LA PALABRA DE DIOS EN LA VIDA DEL SACERDOTE: ORACIÓN Y HOMILÍA'

Conferencia del cardenal Robert Sarah en Valencia

 

VALENCIA, domingo 29 abril 2012 (ZENIT.org).- El cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo Pontificio Cor Unum, pronunció el martes 24 de abril una conferencia títulada "La Palabra de Dios en la vida del sacerdote: oración y homilía". Con esta intervención, que tuvo lugar en la Facultad de Teología, se clausuró el ciclo Diálogos de Teología de Almudí en torno a la exhortación Verbum Domini.

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La palabra de Dios en la vida del sacerdote: oración y homilía

El tema que me ha sido propuesto en este encuentro de «Diálogos de Teología» contiene, en su precisa unidad, tres conceptos de notable importancia que conviene examinar sucesivamente, sin perder, como es natural, la perspectiva de conjunto. Estos conceptos son: «palabra de Dios», «vida sacerdotal» y «oración».

Cada una de esas nociones podría ser objeto de una amplia ponencia, pero debido al tiempo reservado a nuestra exposición y a la unidad de perspectiva que exige nuestro tema, hemos de examinarlas de modo esencial. Tratándose por otra parte de un diálogo en torno a la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (=VD), documento cuya extraordinaria importancia es de todos conocida, asumiremos este texto como principal punto de referencia.

Lógicamente, VD es ampliamente deudora de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos que se celebró en el Vaticano del 5 al 26 de octubre de 2008 teniendo por tema La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia; a su vez, como es sabido, VD asumió como especial punto de referencia la constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II (=DV). A este texto también acudiremos especialmente.

1. Palabra de Dios

La exhortación apostólica Verbum Domini cuenta entre sus grandes méritos haber querido dedicar una primera amplia parte de sus reflexiones a tratar de la «Palabra de Dios»; lo hace en modo articulado, en tres apartados, dedicados respectivamente al «Dios que habla», a «la respuesta del hombre» a ese Dios que habla, y al problema hermenéutico del texto bíblico, es decir, a su interpretación en la Iglesia.

Seguirán después las otras dos partes programáticas del documento: la «Palabra en la vida de la Iglesia» (segundo apartado) y la «Palabra en el mundo» (tercer apartado).

En la primera parte se afirma una idea de especial relieve en la que queremos centrar la atención: «la novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros» (VD 6). Dios se ha querido dar a conocer, se ha dirigido a nosotros para hablarnos de su vida íntima y de sus designios de salvación –de su amor, en definitiva–, y ese coloquio lo ha actuado especialmente por medio «del Verbo de Dios, por quien “se hizo todo” (Jn 1,3) y que se “hizo carne” (Jn 1,14)». La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, asumiendo nuestra naturaleza humana en todo a excepción del pecado, nos ha revelado «al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a participar en él» (VD 6).

Todo es fruto del infinito amor de Dios, gracias al cual su «Palabra» se ha acercado a nosotros para desvelarnos el enigma de la condición humana y el camino de acceso hacia sus moradas, para decirnos qué es el hombre y cuál es su pequeñez y su grandeza. Vienen a la mente las palabras de reconocimiento y acción de gracias del autor del Salmo 8: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! […]. ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que te cuides de él? Y lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies» (Sal 8,2.5-7).

Conviene señalar que, en el contexto en el que nos encontramos, VD ha querido subrayar de un modo claro y articulado que la locución «Palabra de Dios» expresa una realidad multiforme; una realidad que no se puede restringir a un fenómeno solo de índole textual, aunque éste sea el texto de la Sagrada Escritura, que manifiesta de modo excelso la Sabiduría divina. El hablar de Dios se ha expresado en modo variado, con diversas tonalidades y coloridos, existiendo una verdadera «sinfonía de la Palabra», como se expresa con una bella imagen VD 7. Dios nos ha hablado y nos habla, en efecto, digamos en primer lugar, por medio de la creación, que el Documento llama “liber naturae”, como bien lo comprendía el autor del salmo 19 cuando afirma: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día le anuncia el mensaje al otro día y una noche le da la noticia a la otra noche. Sin discurso, sin palabras, sin que se oiga su voz, se esparce su rumor por toda la tierra» (Sal 19,2-5). Sucesivamente, Dios se ha manifestado –nos ha hablado– a través de los eventos y las narraciones de la historia de la salvación, por boca de los profetas y de los Apóstoles, por medio de la Tradición viva de la Iglesia, especialmente a través del lenguaje de la liturgia y de la predicación.

Pero por encima de todo esto, Dios nos ha hablado –y nos habla– por medio del Verbo eterno encarnado, Jesucristo, la Palabra de Dios hecha realmente consustancial a nosotros en el seno de María Virgen, como nos recuerda el inicio de la carta a los Hebreos: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo» (Hb 1,1-2).

Es por esto que la expresión «Palabra de Dios» hay que referirla principalmente a la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre, hecho hombre por nosotros. De ahí que convenga señalar –lo hacemos con palabras de VD 7–, que es «necesario educar a los fieles para que capten mejor los diversos significados [de la Palabra de Dios] y comprendan su sentido unitario. Es preciso también que, desde el punto de vista teológico, se profundice en la articulación de los diferentes significados de esta expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto central que ocupa en él la persona de Cristo».

Ciertamente, no se nos oculta que la Sagrada Escritura –unida inseparablemente a la Tradición viva de la Iglesia formando una sola realidad salvífica–, es una manifestación privilegiada de la «Palabra de Dios», porque escrita «bajo la inspiración del Espíritu Santo, tiene a Dios como autor» (DV 11): todo en la Escritura ha caído bajo la mirada providencial extraordinaria de Dios, pues en su composición Dios «eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería» (ibidem). Los libros sagrados no solo contienen por eso la Palabra de Dios, sino que, por ser inspirados, «son en verdad palabra de Dios» (DV 24).

Pero en todo esto no hay que olvidar que el mismo Espíritu que inspiró a los autores de las Sagradas Escrituras para que enseñaran «firmemente, con fidelidad y sin error la verdad», y que la quiso consignar «para nuestra de salvación» (DV 11), es Aquel que actuó en la encarnación del Verbo, que guió a Jesús a lo largo de su misión y que sostiene e inspira a la Iglesia en la tarea de anunciar la Palabra de Dios a los hombres.

 

 

2. La Palabra de Dios en la vida del sacerdote

Al Dios que habla, el hombre está llamado a dar una respuesta de fe, prestando el homenaje de su entendimiento y de su voluntad con todas las fuerzas del corazón y de la mente. En ese diálogo, «nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón» (VD 23).

Conocemos bien el coloquio que tuvo Jesús con aquel doctor de la ley sobre el principal mandamiento. «Maestro –le dice–, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40).

Las palabras de Jesús hacían eco a dos conocidos textos bíblicos, Dt 6,5 y Lv 19, 18, parte de la célebre oración shema Israel («escucha Israel») que todo buen Israelita recitaba con devoción, como también ahora, al menos dos veces al día. La Palabra de Dios, en efecto, hay que acogerla con plena apertura de corazón, con todas las fuerzas del ánimo, pues lejos de acallar los deseos más auténticos del hombre los ilumina, purifica y perfecciona.

Llamados a una identificación con Cristo –«Palabra de Dios entre nosotros» (VD 77)– hemos de crecer constantemente en nuestra relación personal con Él, siendo como es «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). En esta perspectiva se puede situar la llamada que hace VD a todos los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios, a cada uno según su situación en la Iglesia y en el mundo.

Por cuanto se refiere a los sacerdotes, que por su ministerio son –como afirma la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis de Juan Pablo II citada en VD 80 – «[ungidos por Dios y enviados] para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo».

Por esto, el sacerdote «debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1Co 2,16)». Por esto, concluye VD 80, las palabras, decisiones y actitudes del sacerdote «han de ser cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre” ».

Es necesario por tanto que la Palabra de Dios se encarne en la vida del sacerdote. Solo siendo verdaderamente de Cristo, estando continuamente a su escucha, tratándole con familiaridad especialmente en la Eucaristía, podrá también trasmitir Cristo a los demás hombres.

A los 34 años, fui consagrado Arzobispo de Conakry. Teniendo en cuenta esta nueva responsabilidad y viviendo, además, en un contexto socio-político especialmente difícil, quise desarrollar, ante el mucho trabajo y la actividad pastoral, la oración diaria y la profundización de mi relación con Jesús. Después de la experiencia de un año, en el que vivía un día de retiro al mes, decidí dedicar cada dos meses tres días al ayuno, a la oración y a la reflexión, en los que tenía como únicos acompañantes al Santísimo Sacramento y la Sagrada Escritura. Como tenemos todos bien experimentado, en los días dedicados más específicamente a la oración, aumenta nuestra humildad y nuestro afán de santidad, se fortalece nuestra amistad con el Señor y el deseo de servir más a la Iglesia. Biblia y Eucaristía son el alimento indispensable para el sacerdote, y la fuente de su inspiración para su enseñanza y sus homilías.

Es ilustrativo notar que, en un parágrafo precedente, VD se dirige análogamente a los Obispos –esta vez en referencia a la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis de Juan Pablo II – exhortándoles a que, como los más autorizados anunciadores de la Palabra, pusieran siempre «en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios» (VD 79). Y precisa el documento: «Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado “a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados” (Hch 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno» (VD 79).

Quisiera añadir a estas enseñanzas magisteriales unas elevadas consideraciones que el Beato Juan Pablo II formuló en una numerosa ordenación en Brasil sobre la actuación de Cristo en el sacerdote, en sus palabras y gestos, destacando la íntima e inseparable unión que entonces se realiza entre el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio ministerial: «Jesús –decía el Beato Pontífice– nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros. “Por el sacramento del orden —dijo alguien acertadamente (el Papa cita a san Josemaría)—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre”. Y podemos añadir: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2; Lc 5,20; 7,48; cf. Jn 20,23). Y es Él quien habla, cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, los niños y los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados».

Una síntesis admirable de toda esta enseñanza de la que venimos hablando me parece encontrarla en la exhortación que hace la constitución dogmática Dei Verbum a todos los clérigos a que vivan de la Palabra, concretamente, «se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno resulte “predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior”, puesto que deben comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina» (DV 25).

Ciertamente, tal lectura y estudio diligente de la Palabra de Dios incumbe, según sus posibilidades, a todos los cristianos, como refiere a continuación DV 25 con expresión en cierto modo lapidaria: «El Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3,8), con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” . Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios, que con la aprobación o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas”». Me parece especialmente digno de mención el énfasis que hace el documento respecto a la unión entre la lectura de la palabra de Dios y la oración, pues la una sin la otra conduciría, o bien a una fraseología sin alma, o bien a un espiritualismo sin contenido.

 

 

3. La meditación de la Sagrada Escritura

El clérigo, y todo cristiano, debe centrar su vida en la Palabra de Dios, poniendo a Cristo en el centro de su existencia, y para esto, una vía necesaria que se ha de recorrer es la lectura asidua de la Sagrada Escritura, parte esencial, como hemos señalado, de ese conjunto de realidades a las que corresponde ser llamadas «Palabra de Dios» y que se relacionan con el Verbo eterno del Padre como reflejos de la imagen perfecta del Padre. El Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC) expresa esa relación de la Escritura con la Palabra de Dios afirmando que «a través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3)» (CEC 102); afirmación a la que sigue como autorizado complemento el encomiable comentario de san Agustín: «Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo» .

Es esta relación intrínseca con el Verbo del Padre, y por tanto con el Verbo Encarnado, lo que da a las Sagradas Escrituras su más alta definición teológica y las convierte en objeto de máxima veneración (cf. DV 21). No es extraño por eso, como indica VD 72, que los santos en la Iglesia hayan hablado siempre de la importancia de conocer la Escritura para crecer en el amor a Cristo; de modo ejemplar el documento menciona a san Jerónimo, llamado el «gran enamorado de la Palabra de Dios», que se preguntaba: «¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?» . San Jerónimo era plenamente consciente de que la Biblia es el gran instrumento «con el que Dios habla cada día a los creyentes» . Por eso daba el siguiente consejo a la matrona romana Leta para la educación de su hija: «Asegúrate de que estudie cada día algún paso de la Escritura [...]. Que la oración siga a la lectura, y la lectura a la oración [...]. Que, en lugar de las joyas y los vestidos de seda, ame los Libros divinos» . Y al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar» . Por eso, se puede afirmar con las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, que «en la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24) porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1Ts

2,13). “En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (DV 21)» (CEC 104). Pienso que unas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, de profundo contenido pastoral, pueden ser muy provechosas en este contexto: «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, con el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...”. –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los santos» . «No solo has de saberlo, sino que has de vivirlo»: es el mensaje que quiero yo también dirigiros.

Con la misma fuerza, Johannes Albrecht Bengel, un teólogo protestante (1687-1752) exhorta a los cristianos con estas palabras: «Te totum applica ad textum, rem totam applica ad te»; lo que podríamos traducir así: Aplícate enteramente al texto, con todo tu ser; todo lo que el texto dice, aplícatelo a ti mismo.

La lectura bíblica tiene que estar finalizada a modelar la vida del que lee, a transformar sus sentimientos e inteligencia, a identificar al hombre con Cristo, hasta que pueda pronunciar con sinceridad de corazón, como san Pablo, «y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20).

Para nutrir la vida de los jóvenes cristianos de Guinea, mi país, y para ayudarles a conocer, amar y tratar a Jesús como a un amigo, he tenido la alegría de organizar, durante más de veinte años, unas clases de formación humana y cristiana. Cada año, durante dos semanas, participaban en estas sesiones entre quinientos y seiscientos chicos y chicas. Estas dos semanas eran momentos de gracia para mí y para los jóvenes, que querían empaparse de la Palabra de Dios y vivir una experiencia personal con Jesús; no sólo a través del estudio de la Sagrada Escritura, sino también a través de la adoración del Santísimo Sacramento y la Misa diaria. El estudio de la Palabra de Dios y la contemplación de Jesús-Eucaristía van siempre unidos.

4. Oración, liturgia y homilía

La Palabra de Dios debe ser, en consecuencia, el continuo afán del alma del cristiano, del sacerdote en particular; alimento constante de su oración, que ha de ser ininterrumpida, como afirma el Apóstol: «Orad sin cesar. Dad gracias por todo, porque eso es lo que Dios quiere de vosotros en Cristo Jesús. No extingáis el Espíritu» (1 Ts 5,17-19; cf. Ef 6,18-20). Una oración constante, pues, y llena de deseos de avanzar en el camino hacia Dios, ha de ser la vida del cristiano.

Admirables son las palabras de VD 24 que, en relación a los Salmos –parte esencial de la Liturgia de las Horas, joya selecta y magnífica de la vida de la Iglesia–, afirma: «La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio con el Señor: el Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él. Pensamos espontáneamente en el Libro de los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras con que podemos dirigirnos a Dios, presentarle nuestra vida en coloquio ante él y transformar así la vida misma en un movimiento hacia Él . En los Salmos, en efecto, encontramos toda la articulada gama de sentimientos que el hombre experimenta en su propia existencia y que son presentados con sabiduría ante Dios; aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor, angustia y esperanza, temor y ansiedad. Además de los Salmos, hay también muchos otros textos de la Sagrada Escritura que hablan del hombre que se dirige a Dios mediante la oración de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del canto de júbilo por la victoria (cf. Ex 15), o de lamento en el cumplimiento de la propia misión (cf. Jr 20,7-18).

Así, la palabra que el hombre dirige a Dios se hace también Palabra de Dios, confirmando el carácter dialogal de toda la revelación cristiana y toda la existencia del hombre se convierte en un diálogo con Dios que habla y escucha, que llama y mueve nuestra vida. La Palabra de Dios revela aquí que toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina ». Solo en la medida en que por la fe y la devoción la Palabra de Dios penetra en el alma del hombre –del sacerdote–, haciendo que éste se oriente a Dios como algo exclusivo de su vida, con todo su entendimiento y voluntad (cf. DV 5), se es capaz de comunicar esa Palabra a los demás hombres come ella realmente es, con todo el atractivo que encierra.

No es posible de otro modo, porque la Palabra de Dios no se deja manipular: ella «es viva y eficaz y más cortante que espada de doble filo; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuentas» (Hb 4,12).

Por este motivo la Iglesia ha insistido constantemente en la lectura orante de la Sagrada Escritura, en el acercamiento meditado al texto sagrado, en cualquiera de las formas que han llegado a ser tradicionales en la Iglesia, como elemento fundamental de la vida espiritual de todo creyente. Con especial fuerza lo declaran las siguientes palabras de VD 86: «Los Padres sinodales han seguido la línea de lo que afirma la Constitución dogmática Dei Verbum: “Todos los fieles […] acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones u otros medios, que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración” (DV 25). La reflexión conciliar pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: “Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios” . Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está convencido de que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él» (VD 86).

Esta lectura orante adquiere un especial relieve en la liturgia, la «acción» del «Cristo total» (Christus totus), que llevando al hombre más allá de los signos le hace participar de la liturgia del cielo, «donde la celebración es enteramente Comunión y Fiesta» (CEC 1136). Y esto porque, si bien es verdad que la Palabra de Dios se dirige personalmente a cada hombre, no es menos cierto que se trata de una Palabra que ha sido dada a la Iglesia para construir la comunidad de los fieles. «En la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística, así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico» (VD 86). Esta relación entre lectura orante y liturgia permite entender los criterios que la Iglesia ha dado para orientar precisamente la lectura orante en el contexto de la pastoral y de la vida espiritual del Pueblo de Dios.

En este contexto, tiene especial importancia la homilía, que haciéndose eco de los textos litúrgicos, explicita a los fieles el mensaje evangélico. Recurro particularmente en este caso a un número de VD, el 59, texto que considero que vale la pena leer con especial detenimiento; un número cuyas fuentes explícitas se encuentran en el Misal Romano, y a la vez que se hace eco de la constitución dogmática Sacrosanctum Concilium.

Leamos el pasaje en cuestión: «La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea». Actualización del texto bíblico, descubrimiento de la eficacia actual de la Palabra de Dios, mayor comprensión del misterio eucarístico, profundización de la fe e invitación a difundir el mensaje evangélico, son pues las coordenadas constitutivas y la esencia de la homilía. Por eso «se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico».

En consecuencia, «debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía» (VD 59). El sacerdote buscará con sus palabras que los fieles puedan descubrir el rostro amable de Jesucristo que se encuentra en los cuatro Evangelios, que oigan y metan en práctica las inspiraciones que el Espíritu Santo suscita en sus corazones por la proclamación de la Palabra de Dios.

La centralidad de Cristo en la homilía se refleja no solo en las palabras, sino en todas las actitudes del predicador: «Los fieles perciben el amor del celebrante a Cristo en el tono, en las expresiones, en la alegría, la sencillez, el entusiasmo. De ahí deriva el tipo peculiar de preparación requerida por la homilía: un estudio meditativo, íntimamente unido a la oración personal».

El texto de VD citado concluye diciendo: «Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado […]. El predicador tiene que “ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia” , porque, como dice san Agustín: “Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior” .

Cuídese con especial atención la homilía dominical y la de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada» (VD 59).

Unas últimas palabras

Para concluir, quiero volver a insistir en algo que es esencial para nuestra fe: que la «Palabra de Dios», siendo por excelencia el Verbo eterno del Padre, la Persona del Hijo Eterno, que el Padre pronunció antes de todos los siglos, que se hizo carne, entró en el tiempo y en la historia de los hombres para llevar a cabo nuestra salvación, esa Palabra debe llenar toda la vida del cristiano y especialmente del sacerdote. «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).

La Palabra de Dios es por tanto una Persona, que vino a este mundo para hacernos descubrir el significado de nuestra existencia y mostrarnos los caminos que conducen hacia la plena felicidad, hacia Dios. Por eso, como enseña CEC 108, no hemos de perder de vista que «la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”. Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)».

No está centrada nuestra fe, por tanto, en un texto, aunque en el caso de la religión cristiana se trate del más excelente de los textos y ocupe ese lugar excelso de hacernos asequible el conocimiento de Aquel que es «camino, verdad y vida».

En esto el cristianismo mantiene, respecto a los escritos en los cuales se inspira, una relación única, que ninguna otra tradición religiosa puede tener. Pero no hemos de perder de vista que es hacia Cristo a donde vamos; hacia una Persona, que debe ser el punto referencial de nuestra existencia y al que aclaman también las realidades creadas, la vida de los santos y toda la realidad de la Esposa de Cristo.

Y ese Cristo «vive para siempre», poseyendo «un sacerdocio perpetuo», por eso «puede salvar perfectamente a los que se acercan a Dios a través de él, ya que vive siempre para interceder por nos otros» (Hb 7,24-25). Ese Cristo es el que el sacerdote ha de hacer vida de su vida hasta identificarse con El, a través de una oración continua que sabe encontrarle en todas las realidades creadas, humanas y divinas.

Pero el cristiano está llamado a proclamar la verdad. Lo que es vida suya lo ha de trasmitir a otros; a todos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), nos ha dicho el Señor. El sacerdote, en particular, sabe que por el Sacramento del Orden, está configurado a Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo.

Esta es la identidad de los sacerdotes que siendo «representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu».

De ahí que junto a su oración personal, que debe ser a la vez litúrgica, el sacerdote se sienta llamado a proclamar la verdad sobre Cristo desde esa misma liturgia. La homilía adquiere así un significado del todo especial. Es la expresión de una verdad que ha llenado la vida del que habla.

Feliz sacerdocio

       Recientemente se publicaba en la revista Forbes, especializada en el mundo de los negocios y las finanzas, un estudio de investigación realizado por la Universidad de Chicago, en el que se daba a conocer que los sacerdotes conforman el colectivo de profesionales más felices de la sociedad norteamericana. Le seguían el colectivo de los bomberos, y otras profesiones con alto componente humanista y altruista.

       Se agradece este dato “provocativo”, que nos da la oportunidad de testimoniar la salud de nuestra vocación sacerdotal, en medio de unas circunstancias más bien adversas. A lo largo de mi vida me han preguntado con frecuencia –y últimamente más- sobre el grado de satisfacción con el que he vivido como cura y ahora como obispo. Puedo decir en verdad que he sido, soy, y con la gracia de Dios espero seguir siendo, inmensamente feliz. Lo cual no implica que en mi vida no haya dolor y dificultades… Por eso mi respuesta ha sido siempre la misma: “Aunque sufro, soy muy feliz”. Sufro por mis propias miserias, pero también sufro en la misma medida en que amo; porque no puedo ser indiferente a los padecimientos de quienes me rodean, ni a la pérdida de sentido en la vida de tantos. Es más, no creo en otro tipo de felicidad en esta vida. La felicidad “rosa”, carente de problemas y de preocupaciones, no sólo no es cristiana sino que, simplemente, “no es”.

Es posible que resulte más fácil entender la felicidad sacerdotal en otro tipo de contextos sociales, como es el caso de los misioneros, quienes ordinariamente  pueden “tocar” los frutos de su entrega generosa. Pero, ¿cómo puede un sacerdote ser feliz en una sociedad secularizada y anticlerical? Me atrevo a decir que sería una tentación y un error identificar la felicidad con el éxito social. La Madre Teresa de Calcuta repetía con frecuencia: “A mí Dios no me ha pedido que tenga éxito; me ha pedido que sea fiel”. El camino de la felicidad, pasa necesariamente por el de la fidelidad. La felicidad sin fidelidad es un espejismo, una mentira. No existe felicidad sin fidelidad. Y no olvidemos que la fidelidad comporta pruebas, incomprensiones, purificaciones, persecuciones…

Escuché en unos Ejercicios Espirituales que nuestra felicidad es proporcional a la experiencia de Dios que podamos alcanzar en esta vida. (Por cierto, me atrevo a apostar que la Universidad de Chicago se olvidó de las monjas contemplativas en su estudio estadístico, porque de lo contrario ellas habrían alcanzado el primer puesto en el ranking de “felicidad”. ¡Y si alguno lo duda, que haga la experiencia de tocar la puerta de algún monasterio!).

En definitiva, sólo cuando somos conscientes de que venimos del Amor y de que al Amor volvemos, es cuando podemos dar lo mejor de nosotros mismos con plena alegría. Y si tenemos en cuenta que la felicidad no es perfecta hasta que no se comparte, la segunda clave de la felicidad sacerdotal consiste en ser un instrumento de Dios para la vida del mundo. ¡Humilde instrumento de Dios!... ni más, pero tampoco menos.

Ni que decir tiene que la felicidad del sacerdote no es automática por el hecho de haber recibido las Órdenes Sagradas. Difícilmente podrá haber mayor desgracia que la vivencia del sacerdocio en abierta infidelidad. Recuerdo unas palabras del P. Arrupe, quien fue Prepósito General de la Compañía de Jesús: “Le pedí a Dios morir antes que serle infiel. Porque la muerte también es apostolado, mientras que la tibieza del sacerdote es la ruina de la cristiandad”. Desligar el sacerdocio de la búsqueda de la santidad, es tanto como divorciarlo de la felicidad.

       Nuestra Diócesis de San Sebastián necesita sacerdotes, y sacerdotes santos; es decir, sacerdotes felices. También el conjunto de la sociedad los necesita, porque una y otra vez estamos comprobando lo que decía Bernanos: “Un cura menos, cien brujos más”. Y el genial y provocativo Chesterton lo formulaba así: “Necesitamos curas que nos recuerden que vamos a morir, pero también necesitamos curas que nos recuerden que estamos vivos”.

       Hoy, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, celebramos en las diócesis vascas el Día del Seminario. En este curso hemos iniciado una nueva etapa en la andadura de nuestro Seminario Diocesano. Es obvio que la escasez de candidatos al sacerdocio que padecemos en estos momentos, puede llevar a un empobrecimiento en su convivencia y formación. Por ello, nuestros seminaristas están ahora integrados en el Seminario de Pamplona, donde, entre semana cursan sus estudios teológicos; mientras que los fines de semana realizan sus prácticas de pastoral en nuestras parroquias. Tenemos el deber de poner todos los medios posibles para que los jóvenes que han sentido la llamada al sacerdocio, puedan discernirla y formarse en el ambiente más enriquecedor posible.

       No tengo la menor duda de que el aumento de vocaciones sacerdotales dependerá en buena medida de nuestra perseverancia en la oración, de nuestra fidelidad y amor a la Iglesia de Cristo, y en especial, del testimonio de santidad y alegría de nosotros, los sacerdotes. ¡Que Santa María Inmaculada dé la gracia del “sí” a cuantos sean llamados al “feliz sacerdocio”!

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Carta n° 22 Rocca di Papa, 8-9-2008

Amadísimos hijos en el costado abierto de Cristo: Después de haberos manifestado en la carta anterior lo que Dios me hizo vivir el 18 de octubre de 1962, especialmente ante el Gran Momento de la Consagración, te pido, cualquiera que seas dentro de la Iglesia, y más si has tenido la predilección de ser de La Obra de la Iglesia, que respondas con tu don al Don divino, ejerciendo tu sacerdocio como Dios espera de ti, según tu específica vocación.
Y te ruego y te insisto que busques grandes ratos de oración para ser glorificador del Infinito, y antorcha que brilla en este mundo de corrupción que nos invade; siendo pararrayos que, con los brazos en cruz, aplaques la ira divina, que está muy colmada; y, por amor a la gloria de su Nombre, Dios necesita reparación.
Al día siguiente, 19 de octubre de 1962, dicté un escrito, especialmente para los sacerdotes: ((SACERDOTE DE CRISTO, RESPONDE AL AMOR»; después, otro para todos: ((ENTRE EL VESTÍBULO Y EL ALTAR», de los cuales os voy a transcribir a continuación, hijos amadísimos, grandes fragmentos en esta carta: ((SACERDOTE DE CRISTO, RESPONDE AL AMOR» ((Siento necesidad de volver a hablar de ese Gran Momento de la Consagración, en el cual toda la Majestad infinita en su poderío eterno se derrama tan abundantemente, por la palabra del sacerdote, sobre el altar, que es el mismo Verbo Encarnado el que, haciéndose Pan, mora entre nosotros.

¡El Gran Momento de la Consagración...!, realización plena de aquel otro, que en el Antiguo Testamento se efectuó cuando la gloria de Yahvé descansó en el templo de Jerusalén... En el Antiguo Testamento, figura del Nuevo, y como representación del gran Sacrificio de la Misa, se ofrecían víctimas sin mancha, para que, subiendo hasta el acatamiento de la Majestad soberana, fueran aceptas a Dios, y así la bendición de Yahvé cayera sobre su Pueblo, perdonando los pecados de los israelitas.

De vez en cuando el sacerdote entraba en el Sancta Sanctórum, donde sólo él podía introducirse para celebrar aquel sacrificio de alabanza, reparación, petición e impetración, que hacía acepto al Pueblo ante la Majestad soberana de Yahvé.

Dios recibía aquel sacrificio por ser representación de este otro, en el cual la Víctima ofrecida ante el acatamiento de la Majestad infinita es esa misma Majestad, que, para nuestra salvación, se hizo carne tomando figura de esclavo, y que, en este Sacramento del Altar, se nos da a comer y a beber en el gran misterio de la Eucaristía mediante las palabras sacrosantas de la Consagración, en las cuales el sacerdote repite aquellas mismas palabras que Jesús pronunció en la noche de la Cena para convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.

¡El Gran Momento de la Consagración...!, donde el Sancta Sanctórum de la Eterna Trinidad, en aquel secreto indecible de señorío infinito y de virginidad eterna, se abre ante las palabras de un hombre, para dejar paso a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que, ante el llamamiento del sacerdote de Cristo, se hace Pan.

¡Oh misterio terrible de la Consagración...!, en el cual todo el Cielo, en expectación, adora atónito y reverente al Verbo de la Vida, que, saliendo presuroso del seno del Padre, salta al altar para hacerse Pan y Vino...

¡Está la Majestad Infinita en su esplendor eterno esperando que el sacerdote, reproducción viva del Eterno y Único Sacerdote, abra su boca en llamamiento del Verbo de la Vida, para abrir el Sancta Sanctórum de su eterna Trinidad y darnos a la segunda Persona, que “siempre mora en el Seno del Padre” (cfr. Jn 1, 18b), en comida y en bebida...! ¡Oh sacerdote de Cristo...! ¿Cuándo hubo padre tan padre que pudiera darnos como tú, para nuestro sustento, en comida y en bebida la misma Vida Encarnada...? ¿Cómo pudiste soñar, criatura creada por el Infinito, ser ungida con predilección eterna por el mismo Infinito para hacerte pueblo escogido y porción predilecta del rebaño del Buen Pastor...? ¿De dónde a ti tener el mismo poder que sólo Dios posee de perdonar los pecados...?
¿Cuál será tu dignidad de sacerdote, cuando tú eres el mismo Jesús en el momento de la absolución, de tal forma que tú mismo, con la autoridad divina, perdonas todas mis debilidades...?
¡Ay sacerdote de Cristo, dador de lo Sagrado..!, en ti fueron depositados “todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3b) de Dios para salvación del hombre.

Sacerdote de Cristo, yo te venero porque en todos los momentos de tu vida en los cuales ejerces tu sacerdocio es tal tu dignidad, que el Cielo está abierto a tu mandato para cumplir tu voluntad, dando, por medio de ti, la vida eterna a todas las almas.

¡Ay si yo no tuviera el Sacramento de la Penitencia, y no pudiera ser absuelta de mis pecados...! En él toda mi alma, bañada con la gracia de la remisión, se encuentra felicísima y dichosísima, porque experimenta que la Sangre divina del Cordero ha sido derramada sobre sus pecados, siendo absuelta ante la palabra del sacerdote, que en nombre de Dios la perdona.

¿Y todavía, sacerdote de Cristo, andas buscando a veces tesoros humanos. .? ¿Y todavía tú, que eres el depositario del tesoro divino, y que tienes en tus manos toda la riqueza infinita, te arrastras bajo el polvo de tu miseria, buscando esta riqueza de muerte que nuestras almas pecadoras hambrean por no saber de Dios...? ¡Tú que eres, con Pedro, el depositario de las llaves del Reino de los Cielos, y que tienes en tus manos ese tesoro precioso y esa margarita escondida de la gracia, que por ti se nos da a todas las almas...!
Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio. En el Bautismo me abres las puertas del Reino de los Cielos, quitándome la mancha del pecado original, con lo cual mi alma queda hecha hija de Dios y heredera de su gloria.
¿Puede haber imperio como el tuyo, ante el cual los demonios se someten...? ¿No ves que todo el Cielo espera tu palabra para derramar- se abundantemente sobre la tierra? Tan abundantemente, que hasta el mismo Dios infinito, haciéndose Pan por tu medio, vive oculto en la Eucaristía mientras duren los siglos, para que tú le des a todos sus hijos para su sustento... Sacerdote de Cristo, yo te venero, y te pido implorantemente que vivas tu sacerdocio; que sea toda tu alma una respuesta de amor al gran don de tu consagración; ¡que no juegues con tu Hostia, que profanas al Verbo de la Vida!; que seas pequeño, y que, ante tu dignidad, te retornes al Amor Infinito en entrega total e incondicional para que obre en ti, por ti y a través tuya según su voluntad, sobre ti y sobre las almas; que encuentre Él, al mirarte, el descanso para el cual te hizo sacerdote, ungiéndote por encima de todos los hombres.

Si eres sacerdote, vive tu sacerdocio siendo Cristo y descanso para Él, buscando solamente ese “tesoro escondido” que Dios por tu medio quiere comunicar a todas las almas.
Eres el padre de la humanidad, que espera de ti el alimento de vida para su salvación y tu retorno incondicional al Amor, y que, como maestro y guía, le enseñes el camino de la vida eterna y de la correspondencia al Amor...

Sacerdote de Cristo, lo que tú seas serán tus hijos: esa porción que del rebaño del Buen Pastor te fue encomendada.
Retórnate en don al Bien Amado; entrégate sin reservas a la acción santificadora del Espíritu Santo, déjate hacer por las manos del Sacerdote Eterno, siendo todo tú para Él un beso de descanso y de amor en retorno de tu sacerdocio. iDile que sí...! Y cuando tú, por las palabras de la Consagración, entres allí, en ese secreto escondido de la Trinidad augusta, sé todo tú don de amor al Amor, que espera tu palabra para darte a su Verbo; recibe al Verbo de la Vida en tus manos, y entrégate a Él en su seno para que, en la comunicación del Espíritu Santo, seas uno con Él; y todas las almas, atraídas al olor de tus perfumes, corriendo tras de ti, nos introduzcamos en la cámara nupcial, amparadas y protegidas por la hermosura de tu rostro, que es ante Yahvé “más suave que el vino” (Ct 1, 2b) por tu sacerdocio.

“Llévanos tras de ti” (Ct 1, 4a), sacerdote de Cristo. Llévanos tras de ti e introdúcenos en el festín divino, para que el Amor Eterno, al vernos introducidos por ti en su seno, levante sobre nuestras almas bandera de amor.

Llévanos tras de ti, introdúcenos en la cámara nupcial, porque son los amores de Dios “más suaves que el vino”, y mi alma enamorada necesita descansar en el pecho del Amado, que es como “racimito de mirra”(Ct 1, 13a) y oloroso para mí...

Anda, sacerdote de Cristo, dame a Dios; dame ese Pan sagrado de vida eterna que tú has transubstanciado; dámelo, para que, embriagada en el mosto divino, yo desfallezca de amor, y pueda también llevar tras de mí legiones de almas que, mediante tu palabra, se llenen de vida divina y puedan participar eternamente de la felicidad del Infinito...

Anda, retórnate al Amor, date en respuesta a su don. No seas tacaño, dile que sí. Sé para Él el descanso que de tu sacerdocio Él esperaba. Y así, siendo para Él todo tú retorno de amor, le hagas a Dios un cielo en tu alma donde Él descanse y, a través de ti, se dé a todas las almas.

Anda, sacerdote de Cristo, responde al Amor con tu don a su don sobre ti al hacerte sacerdote... Anda, ¡responde al Amor!)). Y ahora, hijos amadísimos, vamos a ensanchar nuestras almas, ante los horizontes inmensos que Dios abre para todos sus hijos por medio de la oración, para llenarnos de vida, dar gloria a Dios, responderle, repararle, amarle.., e irradiar esa misma vida divina a todos los hombres:

«ENTRE EL VESTÍBULO Y EL ALTAR» ((Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio; estate “entre el vestíbulo y el altar” (Ji 2, 17), siendo mediador entre el Cielo y la tierra; llena tu misión de ser padre de todas las almas, sabiendo que el Señor te llamó ante todo “para estar con Él” (Mc 3, 14). “Entre el vestíbulo y el altar” oren los sacerdotes, no sea que, habiendo sido escogidos para dar gloria a Dios y vida a los hombres, por su pobre vida de oración sean infecundos, no llenen su vocación, y vengan a convertirse en piedra de escándalo de esas mismas almas que les están encomendadas.
Sacerdote de Cristo, vive tu sacerdocio; implora ante el Infinito gracias de vida abundante para todas aquellas almas que el Señor ha querido concederte. ¿Has calado en la hondura profunda de tu sacerdocio, sabiendo que la eficacia del mismo está en la intimidad y unión que tú tengas con aquel Sumo y Eterno Sacerdote que, escogiéndote para continuar su misión, te pide morar en el Seno del Padre, y desde allí, mediante esa intimidad con lo divino, dar vida abundante para que los hombres vivan de su Padre Dios...?
Tu sacerdocio te ha sido concedido especialmente para estar “entre el vestíbulo y el altar”, siendo glorificador del Amor Infinito, e irradiar este mismo Amor a todos los hombres.

“Entre el vestíbulo y el altar” vivan los sacerdotes del Señor. Sea su día una misa ininterrumpida que, ante la mirada divina, los haga vivir en esa postura que han de tener al pie del altar; sean glorificadores de Dios, adórenle en representación de todos sus hermanos, y, metiéndose en la intimidad del Sumo y Eterno Sacerdote, cojan el tesoro infinito de vida eterna que las almas les piden por su sacerdocio.

Sacerdote, sé mediador e intercesor, especialmente, “entre el vestíbulo y el altar”; el que recibas en ti el amor divino para comunicarlo a tus hermanos, y el que, como buen padre, te entregues por esos mismos hermanos, recibiendo en ti la expiación que por sus culpas necesitan ante el Señor, para que, a fuerza de llorar tú y victimarte por ellos, puedas llegar a presentar sus almas “como una casta virgen” (2 Cor 11, 2b), para desposarlas con Cristo.

Si tú, ungido y predestinado por el Amor Infinito para ejercer tu sacerdocio estando “entre el vestíbulo y el altar”, entre Dios y los hombres, no oras, ¿quién lo hará...? Si no has aprendido todavía el secreto de la familiaridad con el Sumo y Eterno Sacerdote, ¿qué esperas...? Si tú no amas al Amor Infinito como Él necesita, ¿qué haces...?, ¿en qué ocupas tu vida sacerdotal...? ¿No sabes que has sido ungido, especialmente, para estar “entre el vestíbulo y el altar” recibiendo y dando amor...? ¿Dónde irá el Señor para encontrar amor, consuelo, comprensión, descanso e intimidad de amigo y de hermano. . . ?».

 

JUEVES SANTO

La soledad te envolvía, eres el Amor, que vives la tristeza te anegaba, abrasándote en tus llamas, y mi alma no sabía y de tanto amor morías, ni mi espíritu calaba sin encontrar quien te amara
por qué de pena morías, como Tú te merecías si en Ti la Gloria llevabas, ni como Tú desearas. Pero un lamento salido ¡Oh, cuánto sufrí aquel día del hondón de tus entrañas que a mi alma te quejabas! me manifestó el secreto ¡Si yo, al menos, fuera amor que yo tanto deseaba: que a tu amor me retornara...!
3-4-1969 «iAy sacerdote de Cristo, que quizá no has calado aún tu sacerdocio, que estás inconsciente ante la realidad divina que en tu alma se obra, y que vives sin saber, y, aún peor, sin preocuparte de cómo has de vivir tu sacerdocio...! “Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes del Señor”, sabiendo que Cristo es el Mediador infinito, cuya postura principal fue siempre ejercer su sacerdocio y estar en actitud de víctima.

Oren en unión con Cristo, e identificados con Él, vivan su sacerdocio, y como Aarón, puestos con el incensario ante la presencia del Infinito, sostengan la justicia divina, y hagan subir hacia Dios inciensos de oración caldeada en el amor que, aplacando su ira, salve al pueblo del castigo que por sus pecados merece.
Tú que dices que tienes sed de almas, que necesitas dar gloria a Dios, ¿has calado en la eficacia de la vida de oración...? ¿No sabes que “el Señor lleva al alma a la soledad para hablarle a su corazón” (cfr. Os 2, 16b)...? El Infinito Amor te escogió con predilección eterna para que fueras el confidente de su corazón y supieras los profundos y recónditos secretos del alma de Cristo, donde se encierra la plenitud de la Divinidad.

Sacerdote de Cristo, ¿has calado profundamente en el alma del Sumo y Eterno Sacerdote...? ¿Has profundizado ese secreto íntimo del desconocimiento de Dios, que victimaba el alma santísima del Verbo de la Vida, y has escuchado alguna vez en el secreto de la oración el cántico infinito del Hijo del Padre, que, en canción sangrienta de amor y dolor, te expresó a ti la tragedia dolorosa de su alma. . . ?».

SUFRÍA EN SILENCIO...

Jesús sufría en silencio, Y, cuando yo entraba en Él, y en silencio se quejaba, en silencio me quedaba, y en silencio me pedía penetrando la tragedia que yo entrara en su silencio que en su silencio se daba... y en su silencio le amara. ¡Oh, cuánto dice el silencio, cuando en silencio nos habla... 3-4-1969 «“Entre el vestíbulo y el altar” vivan los ungidos del Señor... Si las vírgenes del Señor, ejerciendo su sacerdocio místico, deben llegar a todas las almas de todos los tiempos, comunicándoles con su irradiación vida divina a todas ellas, ¿qué has de hacer tú. ..? ¿Tampoco tú sabes orar...? Tu principal misión es ésa... Si no oras, ¿cómo entrarás en intimidad con el Verbo divino y recibirás la misión que quiso comunicarte cuando se encarnó, para que, a través tuya, las almas tuvieran vida...? Entra dentro de ti, sé sincero y procura ser fiel... En secreto, responde al Amor, que te pide que tú, al menos, le conozcas, que sepas de su intimidad, que recibas su secreto. Si el Señor pudiera decir de ti: “Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido!” (Jn 17, 25a), pero éste sí te conoció, por eso le he manifestado mi nombre y se lo manifestaré aún más...

Siento necesidad de pedir a todas las almas consagradas que vivan su sacerdocio, llenándose de vida divina; para que, haciéndose en ellas una fuente de aguas vivificantes, comuniquen vida eterna a todos los hombres.

El Señor quiere que todas sus almas consagradas sean fuente de aguas vivas en las que pueda beber todo el que tenga sed de Dios. Han de poder decir con Jesús: “El que tenga sed, que venga a mí y beba, y el que tenga hambre, que venga a mí y coma” (Jn 7, 37b; cfr. 6, 35), porque “entre el vestíbulo y el altar”, llenándome de vida divina, se ha hecho en mí una “fuente que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14b).

Sacerdote de Cristo, ¿qué te pedirá a ti el Señor...? A ti; no pienses en los demás; a ti... Has de saber que, si no vives tu sacerdocio, eres como el mayordomo del Evangelio, que, escondiendo su talento, fue infecundo...

Vive tu sacerdocio, aprende a orar si aún no has calado el secreto de la oración. En cada momento Dios se es en tu alma la Infinita Palabra, y esa misma Palabra divina quiere comunicarte su secreto de amor. Pero si tú, por tu poco espíritu de oración, no sabes escucharle, ¿cómo podrás después comunicarle a los demás..

Sacerdote, ora..., ora..., jora para que vivas tu sacerdocio!, para que tengas experiencia de que Dios te oye, para que seas omnipotente ante el Infinito, para que te llenes de su vida y entres en el misterio profundo del alma de Cristo, en el océano virginal del alma de María y en la riqueza infinita de tu Iglesia Santa; y así des vida en abundancia como Jesús de ti lo desea, y todo el que se te acerque quede vivificado.

¿Cómo has de orar tú, miembro de La Obra de la Iglesia...? ¿De qué calibre ha de ser tu oración ante la majestad del Infinito...? ¿Qué gracias has de arrancar del pecho del Altísimo...? ¿Cómo has de profundizarte en el alma del Sumo y Eterno Sacerdote,..? ¡Qué hondo es el misterio de tu vocación...! ¿Tú tampoco has calado en este gran secreto...? Pero a ti al menos, hijo querido, puedo hablarte con toda confianza, y decirte: ¡No defraudes al Amor Infinito...! Ejerce tu sacerdocio, ama por los que no aman, ora por los que no oran, ofrécete por los que no se ofrecen, llénate de vida divina por los que, por no orar, están vacíos.., Sea tu sacerdocio tan íntimamente vivido, que no haya deseo ni petición de gracia que de ti salga que no sea inmediatamente escuchada por el Sumo y Eterno Sacerdote.

Vive sólo y exclusivamente para Dios, aparta de ti todo lo que no sea Él, entrégate a vivir tu Misa. lOra, ora, ora! en postura sacerdotal, que Dios necesita de tu oración e intimidad para, por tu medio, hacer vivir a todas las almas su sacerdocio dentro del seno de la Iglesia...

Mira, hijo querido, no puede expresar la lengua lo que el alma siente... Hoy siento miedo de decirte la hondura de tu vocación, porque soy pequeña, y temo a los grandotes... ¡Soy muy cobarde, y me dan miedo...! Yo sólo me entiendo con los pequeños.

Al menos tú, hijo mío, recibe hoy la confidencia de mi alma. Mira, lo que tú seas, serán aquellos que te están encomendados; lo que tú vivas, vivirán ellos; porque Dios te ha hecho padre de almas, miembro vivificante de los miembros vivificantes de nuestra Iglesia Santa...

Tú al menos no te confundas: ora día y noche “entre el vestíbulo y el altar”, ejerce tu sacerdocio, recibe la palabra divina que el Sumo y Eterno Sacerdote dice a tu alma para que, con Él, llenes tu misión.
Pesa sobre ti una gran responsabilidad. No des a las almas ideas aprendidas en el estudio frío de la teología. Ya sabes que “el que se apoye en el pecho de Cristo será predicador de lo divino”(Evagrio del Ponto); apoya tu cabeza en el pecho del Verbo Encamado, dile que te enseñe a vivir tu sacerdocio, que te dé su íntimo secreto sacerdotal, que te profundice en un hondo espíritu de oración, dándote corazón de padre para que comuniques vida; pero, ante todo, insiste para que te descubra su secreto, y así seas tú el consuelo del Unigénito del Padre».

MIS RATOS DE SAGRARIO

Son mis ratos de Sagrario los presuntos del Eterno, mis alegrías de gloria,
mis apetencias de Cielo... Son mis ratos de Sagrario donde, en penares de duelo, lloro con mi Dios penante, recojo sus desconsuelos, apercibo sus martirios, y me consumo en sus fuegos...

Son mis ratos de Sagrario donde mi espíritu abierto recibe la omnipotencia de los Poderes Inmensos; donde me siento fecunda, donde abarco el Universo, donde llego a todas partes, para llenar la misión de mi espíritu sediento dándole almas a Dios

por mi misión como Eco de la Santa Madre Iglesia, sumergida en su misterio.
En mis ratos de Sagrario, penetrada del Inmenso, ejerzo mi sacerdocio
con el Sacerdote Eterno, e irradio por todo el mundo las canciones de mi Verbo siendo madre universal en el compendio del tiempo. Son mis ratos de Sagrario añoranzas en tormento por no encontrar al que ansío tras la luz de su misterio...

Son mis ratos de Sagrario, en claridades de Cielo, o en oscuridades tristes, los que llenan las cavernas torturantes de mi pecho. Son mis ratos de Sagrario, envuelta por el silencio y penetrada en la hondura del coeterno misterio, los que me hacen gritar en mis nostalgias de Cielo y en mi añorante añorar: ¡Gloria de Dios! ¡Sólo eso! 9-5-1972

((A la palabra “oración” se le ha dado una sequedad parecida a la frase “vivir de fe”. Por eso, lo que hoy quiero comunicaros al pediros que viváis vuestro sacerdocio oficial o místico “entre el vestíbulo y el altar” no es precisamente que vayáis al Sagrario con un libro de meditación, sino que os pongáis sobre el pecho de Cristo a beber vuestro sacerdocio, y, ahondándoos en ese divino costado, leáis en el Libro abierto, que el Verbo quiere deletrearos.

Recuerda, hijo querido, aquel Libro de los siete sellos que sólo el Cordero pudo abrir. Apóyate en el costado divino del Maestro, y serás teólogo e Iglesia viva, aprendiendo la ciencia divina del Amor. Pero has de saber que sólo el Cordero podrá descubrirte, por la herida de su costado, en el Libro abierto que Él es, los secretos divinos que encierra.

Por eso, no busques, si puedes, un libro para entenderte con Dios. Al Amor le estorban las criaturas para comunicársete. La criatura libro es un medio del que tú has de valerte para recoger tu alma. Pero en el momento que sientas en ti o apercibas ese deseo de silencio, esa suavidad que te pide descansar en el pecho divino, ese calor de lo eterno que te invita a estarte amando al Amado, eso que te deja en una desgana de todo lo que no sea estarte con Dios sin decir nada, saboreando una verdad o recogido ante una idea, pero sin pensar, sin reflexionar; descansa tranquilo, que tu oración es buena.

El alma sabe que está con Dios porque siente en sí algo inefable que, por secreto, misterioso y oculto, no puede darle forma, ese “no sé qué”, que, por no poderse decir, yo no sabré explicarte, pero que el alma de oración bien lo sabe.

Estate mirando al Sagrario con amor; dile un sí silencioso y prolongado; mírale, que Él te mira; ámale, que te ama; espérale, que te espera... Todo esto, y muchas más cosas que yo aquí no te diré, es oración, y gran oración.

Cuida, porque muchas veces el enemigo engaña al alma cuando Dios le va metiendo en su paz silenciosa, haciéndole ver que eso es pérdida de tiempo, y apartándola así de esta intimidad que, mediante la oración de silencio, el mismo Dios quiere comunicarle. “Llevaré al alma a la soledad, y allí hablaré a su corazón”.
Vete a la soledad del Sagrario, no a leer ni a estarte dando vueltas en una meditación que, a veces, más que unirte con Dios te fatiga, sino a escuchar; ¡que en esa soledad el Verbo divino está hablando a tu alma..]
Vete solo, si puedes, sin criaturas, a leer en el Libro abierto de la Eterna Sabiduría y a escuchar el concierto infinito que, en silencio, en paz, en amor y en intimidad, el Verbo quiere cantarte.
No olvides que “la voz de tu Amado” (Ct 2, 8a) “es como miríadas y miríadas de citaristas” (cfr. Ap 5, 11) que quieren entonar su concierto a tu alma sacerdotal...

Tú que sientes necesidad de ser feliz, de amar y ser amado, de armonías, de conciertos, de hermosuras, de bondad y sabiduría, acércate al concierto eterno del engendrar divino, y apercibirás, sin criaturas de acá, aquella generación eterna, que, en el fuego del Espíritu Santo, es Canción de amor infinito, que, en infinitudes de músicas, de conciertos y de armonías de ser, en Sabiduría cantora y en Expresión substancial, El que Es quiere comunicar a tu alma-Iglesia, ante el contacto eterno de su Beso amoroso.

Hijo de mi alma-Iglesia, pregonero del Amor Infinito, mensajero de la Paz, cantor del infinito Amor, ungido para descubrir las riquezas del ser de Dios..., escucha, apercibe en silencio, que Jesús, el Verbo divino, quiere hablarte hoy; en este “hoy”, que es cada momento de tu vida, porque necesita comunicarte su divina Palabra, para que tú puedas, viviendo tu vocación, llenarte de su vida y ser predicador de lo divino.

Aprende la Palabra de la Sabiduría eterna para que sepas lo que has de decir, y di a los hombres lo que, en la intimidad con el Amor, aprendiste.

Por eso, porque Dios te pide vivir tu sacerdocio, oficial o místico, en una plenitud inconcebible, hoy te digo: Vive tu vocación, ora en postración ante el altar, llora con gemidos que sean inenarrables... Ora; pero no olvides de dar a la palabra oración la intimidad, el calor y la vida que ésta tiene.

Cuando yo te digo que ores, te pido que ames, que te estés con el Amor, que le consueles, que le regales, que le escuches, que le preguntes su secreto, y que lo aprendas, para que no tengas más remedio que comunicarlo.

Jesús encuentra pocas almas en quien poder descansar, y por eso está fatigado el Amor... Tú que le conoces, ¿cómo podrás ya guardar su secreto...? Comunícale a los hombres.
El Espíritu Santo está haciendo evolucionar a las almas en su vida de oración. Él quiere ser nuestro Libro abierto donde todos vayamos a leer; ese Libro divino que sólo el Cordero de Dios nos puede abrir.
Seamos conscientes de nuestra filiación divina, profundicemos en nuestro cristianismo, vivamos nuestro ser de Iglesia, y entonces, ante las realidades que se obran en el seno de la Trinidad, en el alma de Cristo, de María, en el seno de nuestra Iglesia Santa y en nuestra propia alma, sabremos de oración.

Alma-Iglesia, cualquiera que seas, y aún más si eres sacerdote, hoy te pido que me soportes unos momentos, porque la necesidad que siento de que te llenes de vida es tal, que vivo en una muerte continua; porque, a pesar de tanto como llevo escrito, siento en mí tal llenura para comunicártela, que sé que no podré decirte nunca todo lo que en mi alma he recibido del Sumo y Eterno Sacerdote para que te lo comunique.

Perdóname si te insisto: Sé que la fecundidad de tu vida depende del grado de intimidad que tengas con el Señor; porque he aprendido, apoyada en el pecho de Cristo, que la sabiduría amorosa no está en los libros. Por eso me siento llamada a decirte incansablemente que hagas oración.

Mi alma desearía volar hasta los últimos confines de la tierra, y caer desplomada de tanto clamar a todos ¡que hagan oración, para que vivan felices dando gloria a Dios y siendo fecundos.
Pero oración de estar amando al Señor, de estar recibiendo la Palabra viva que el Verbo vino a comunicarnos, de estar consolando al Amor Eterno, que te da su amor y te pide tu respuesta...
Aprende a orar, y no olvides que la eficacia de tu vida está “entre el vestíbulo y el altar” orando ante el Infinito, en contacto ininterrumpido con el Sumo y Eterno Sacerdote; siendo así irradiación de la vida divina para todos los hombres.

“Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes y vírgenes del Señor”, y todo aquel que se sienta Iglesia, porque, después de veinte siglos, podría decir Jesús como en los últimos días de su vida: “Padre justo, ¡y el mundo no te ha conocido”; “ni te conocen a Ti, ni me conocen a mí!” (cfr. Jn 8, 19b), porque gran parte de los míos no saben ejercer su sacerdocio, orando para alcanzar la vida divina para todas las almas...
Cristiano, cualquiera que seas, ivive tu Sacerdocio!, para que pueda decir Jesús: “Padre santo, Yo te he conocido, y éstos han conocido que Yo salí de Ti. Yo les di a conocer tu Nombre, y se lo daré a conocer aún más.,.” (cfr. Jn 17, 25b. 8b. 26a).

¡Orad...! ¡Orad, para que seáis fieles, deis vida a las almas, y “no caigáis en tentación” (Mc 14, 38a)!».


LAS PUERTAS DEL CIELO

Busco a Dios del modo extraño que se nos da en el destierro: en alegrías de gloria, o en soledades de invierno... ¡Pero no importa al que ama con nostalgias del Eterno esperar día tras día,
cuando sabe que un sagrario es la puerta de los Cielos! Por eso busco en mi vida, en mis noches y en mis duelos, en mis torturas de muerte, en mi martirio incruento, en mi espera prolongada
y en la noche del invierno, cuando me cubre la helada, cuando me ataca el infierno, ¡tras las puertas del sagrario las lumbreras de los Cielos...! ¡Qué me importa que no sienta ante mi sagrario abierto, si la antorcha de la fe, como luciente lucero, me dice que ese Pan es la gloria del Eterno...?!

Por eso, busca, hijo mío, con incansables desvelos, con agonías de muerte y aun con torturas en duelos, largos ratos de Sagrario, aunque tan solo apercibas, en tu penar lastimero dentro de la oscuridad, la tragedia del Dios muerto... ¡Busca ratos de Sagrario, sin buscar más que al Eterno, sin esperar más que a Él; sabiendo, por la esperanza, que, al fin, se abrirán los cielos...!
¡No te canses, hijo mío, que el amor no conoce el desaliento! Por eso, ora incansable ante tu sagrario abierto, donde el Señor se ha quedado en un pequeño Sustento, para que tú le buscaras
con esperanzas en fuego; y en el hondón de tu alma, donde Dios mora de asiento.

lOra incansable, hijo mío, jOra incansable, hijo mío, que mi corazón, herido para que gustes el Cielo! por las voces del Eterno, Y ora incansable, hijo mío, hoy te lo pide amoroso dándole a Jesús consuelo. con mis clamores en celo...! 9-5-1972 Antes de terminar esta carta con cuanto te acabo de decir, hijo queridísimo, miembro vivo y vivificante de La Obra de la Iglesia, te sigo pidiendo, incluso implorando, que busques las aguas del cristalino arroyo, para que en la oración apercibas de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré» (Mt 11, 28), y aplacará vuestra sed, y os llenará de la vida eterna, que se nos da a raudales por las manos del sacerdote en el Nuevo Testamento.

Te pido que seas alma de oración, que busca incansablemente grandes ratos para estar junto a Jesús Sacramentado, y viviendo interiormente todo el día en intimidad con las divinas Personas, que, por la gracia, viven su vida en ti, para que tú vivas tu vida en Dios y con Dios.

¿Qué más podría decirte después de cuanto te acabo de manifestar para que seas feliz, des gloria a Dios y vida a las almas, llenando tu vocación de predilección eterna que Dios te ha dado en el seno de la Santa Madre Iglesia para que le manifiestes, tan sólo por ser Iglesia Católica, Apostólica y bajo la Sede de Pedro?

Esperando en este día le des ese consuelo a mi alma, se despide tu Madre

 

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 (DOCUMENTO VOCACIONES SACERDOTALES PARA EL SIGLO XXI, DE LA CEE 2112)

3.3. La fuerza del testimonio

Jesús resucitado encargó a los Apóstoles «predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42). Los Apóstoles aparecen en el libro de los Hechos como los testigos de la vida, Pasión, muerte y Resurrección de Jesucristo. Este anuncio, realizado por testigos, consiste en proclamar la salvación de Dios, que penetra y renueva el corazón, que transforma la historia personal y la historia de la humanidad. Una proclamación que se lleva a cabo a través de un testimonio de palabra y de vida.

Importancia del testimonio en el anuncio del Evangelio

El siervo de Dios Pablo VI destacará con rotundidad la impor­tancia del testimonio de vida en la evangelización: «Para la Igle­sia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comu­nión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites»[98]. En la Audiencia General del miércoles dos de octubre de 1974 ya avanzó una idea que mantiene toda su vigencia: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros; o si escucha a los maestros, es por lo que tienen de testigos»[99].

El beato Juan Pablo II reforzará la misma idea al señalar que el testimonio es la primera forma de evangelización. La vida misma del evangelizador, del sacerdote, del consagrado, de la familia cristiana, de la comunidad cristiana, a través de la sencillez, de la coherencia, de la caridad con los que sufren, con los más pobres y necesitados, desde el seguimiento y la imitación de Cristo, se convierte en la mayor acción evangelizadora y en el mensaje más directo. Porque el hombre de hoy cree mucho más en los hechos de vida que en las teorías, y entiende mejor las experiencias que las doctrinas[100].

La pastoral vocacional es responsabilidad de todos y todos nos hemos de aplicar en el descubrimiento de los lugares y ambientes propicios para la llamada, así como en la eficacia de las propues­tas y en la creatividad para abrir nuevos caminos. Ahora bien, es preciso subrayar la importancia de la figura del sacerdote como un elemento transversal en este trabajo vocacional. No en vano el Santo Padre Benedicto XVI quiso dedicar elMensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones del año 2010 al tema del testimonio, en el marco de la celebración del Año Sacer­dotal y subrayando que la fecundidad de la pastoral vocacional depende fundamentalmente de la gracia de Dios, pero también es de gran valor el testimonio de vida de los sacerdotes[101].

El valor del testimonio en el evangelio de la vocación

Para llevar a cabo una renovada pastoral de las vocaciones sacerdotales es fundamental que los sacerdotes vivan con radi­calidad su ministerio, ofreciendo un testimonio que exprese las actitudes profundas de quien vive configurado con Cristo y que también se haga visible a través de aquellos signos que manifies­tan su identidad. De esta manera podrán suscitar en los jóvenes el deseo de entregar su vida al Señor y a los hermanos[102].

1. Sacerdotes enamorados de Jesucristo, que viven la confi­guración con él como el centro que unifica todo su ministerio y toda su existencia. Hombres de Dios, oyentes de la Palabra, que se entregan a la oración y que son maestros de oración. Que viven la centralidad de la Eucaristía en su vida y en su acción pastoral. Que en la celebración eucarística expresan su unión con Cristo e intensifican dicha unión, ofrecen su vida al Padre y reci­ben la gracia para renovar e impulsar su ministerio, se encuentran con los hermanos y alimentan su caridad pastoral para entregarse a todos, especialmente a los más pobres y pequeños, a los más desfavorecidos.

2. Sacerdotes fieles a su misión. Conscientes de la predilección que el Señor ha mostrado con ellos. Que han respondido genero­samente a su llamada, han seguido su voz y han empeñado su vida en el sagrado ministerio, en ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre y de la cual les ha hecho partícipes[103]. Sa­cerdotes que son un «grano de trigo», que renuncian a sí mismos para hacer la voluntad del Padre, que saben vivir ocultos entre el clamor y el ruido, que renuncian a la búsqueda de aquella visibili­dad y grandeza de imagen que a menudo se convierten en criterio e incluso en objetivo de vida de tantas personas del mundo de hoy y que fascinan a muchos jóvenes[104].

3. Sacerdotes que hacen de su existencia una ofrenda agrada­ble al Padre, un don total de sí mismos a Dios y a los hermanos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que cumple la voluntad del Padre dando su vida en la cruz para la salvación del mundo, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10, 45). Los sacerdotes viven en medio de la sociedad haciendo del servicio a Dios y a los demás el eje central de su existencia, viven la actitud de servicio aceptando la voluntad de Dios, ofreciendo su vida en totalidad, gastándose y desgastándose por los hermanos, especialmente por los más pobres y pequeños.

4. Sacerdotes que sean verdaderos hombres de comunión, que vivan el misterio de la unión con Dios y con los hermanos como un don divino, fruto del misterio pascual, desde la diver­sidad de carismas que supone un enriquecimiento y una com­plementariedad dentro de una unidad en la que todos los dones del Espíritu son importantes para la vitalidad de la Iglesia; pero asimismo desde el convencimiento de que la unidad es la condi­ción indispensable para ser creíbles en la presentación del men­saje cristiano, en el anuncio del Evangelio de Jesucristo. Por eso procuran curar las heridas, tender puentes de diálogo, promover el perdón en las relaciones humanas, hacer de cada parroquia, de cada comunidad cristiana, una casa y escuela de comunión.

5. Sacerdotes llenos de celo por la evangelización del mundo. Celo por la gloria de Dios y por la salvación de las personas que les han sido encomendadas, que impregne toda su existencia has­ta llegar a olvidarse de sí mismos. Que estrenan cada día el don de su sacerdocio y fundamentan su trabajo pastoral en la fe y en la esperanza como único planteamiento valido y realista de verdad, más allá de las dificultades constatadas o de la cruda realidad. Que vivan una actitud de insatisfacción sincera, de inconformis­mo esperanzado, que no se abandonan jamás a la inercia o a la rutina, convencidos de que la sacudida de la gracia es capaz de transformar la existencia de sus coetáneos.

6. Sacerdotes que vivan en radicalidad evangélica, como apóstoles de Cristo y servidores de los hombres y enrelación amorosa con el tiempo, el lugar y las personas a las que han sido enviados. Conscientes de que es preciso vivir el momento presente, sin nostalgias de pasado o de futuro, porque Dios da en cada tiempo la gracia para superar las dificultades y para poder cumplir la misión encomendada. Conscientes asimismo de que están llamados a dar un fruto abundante y duradero desde una vida configurada a la cruz del Señor[105].

7. Sacerdotes que contemplen con temor y temblor y a la vez experimenten confiadamente la grandeza y labelleza del ministe­rio sacerdotal. Conscientes de que no detentan un oficio más, sino que, a pesar de ser vasijas de barro, son portadores del ministerio más grande: cambiar la situación de la vida de las personas pro­nunciando en nombre de Cristo las palabras de la absolución; ha­cer presente al Señor mismo al pronunciar sus palabras de acción de gracias sobre las ofrendas del pan y el vino; imitar al Señor en su amor para con todos hasta el extremo, desde la verdad y el bien, en disponibilidad, austeridad y obediencia, como la expre­sión más grande del amor a Jesucristo, como la forma más bella de realizar la vida humana[106].

8. Sacerdotes que sean hombres de alegría y esperanza, que transmiten el gozo de una vida plena, la felicidad del ser­vicio a Dios y a los hermanos. La historia de cada vocación suele ir unida al testimonio de un sacerdote que vive con ale­gría su vocación y es capaz con su palabra y su ejemplo de despertar interrogantes y suscitar decisiones que se convertirán en compromisos definitivos[107]. Un sacerdocio que ocupa las veinticuatro horas del día, que llena todos los espacios vitales, y que desde la profunda vivencia interior se manifiesta también externamente a través de los signos que la Iglesia propone. Así lo vivieron el santo Cura de Ars y san Juan de Ávila, y tantos otros sacerdotes santos que cambiaron el corazón de la gente no tanto por sus dotes humanas, ni por una estrategia de su volun­tad, sino por el contagio, por la comunicación, por el testimonio de su amistad con Cristo, de un amor apasionado que llenaba totalmente sus vidas.

Final: una llamada a la esperanza

Jesús llamó a los Doce «para que estuvieran con él y para en­viarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A lo largo de la historia sigue llamando a hombres concretos para que participen de su sagrada misión. Él es el Señor de la mies y el Señor de las vocaciones. En la tarea de pastoral vocacional será preciso reavivar el don del sa­cerdocio que hemos recibido, renovar la gracia de la llamada del Señor, la fascinación por su palabra, por sus gestos, por su per­sona. Nuestra aspiración será colaborar con Jesús en la difusión del Reino de Dios, llevar al mundo el mensaje del Evangelio, ad­ministrar los misterios de la salvación como humildes servidores que buscan el bien del Pueblo de Dios[108].

Nos hallamos en un tiempo apasionante para vivir el sacerdo­cio y para trabajar en la promoción de las vocaciones sacerdota­les. Para ello es necesario mantener clara y manifiesta la identidad sacerdotal y ofrecer a nuestros contemporáneos el testimonio de que somos hombres de Dios, amigos del Señor Jesús, que aman a la Iglesia, que se entregan hasta dar la vida por la salvación de los hombres. Maestros de oración que dan respuesta a los inte­rrogantes del hombre de hoy, aspirando siempre a la santidad y ofreciendo un testimonio de una alegría incesante.

Constatamos que en buena parte de nuestra sociedad se ha perdido el sentido de Dios y tiene lugar una especie de sequía vocacional progresiva y aparentemente irremediable. Pero más allá de las apariencias tenemos una certeza clara: la iniciativa es de Dios, que continúa llamando, y la Iglesia tiene capacidad de suscitar, acompañar y ayudar a discernir en la respuesta. En nuestras Iglesias locales, «especialmente en nuestro tiempo en el que la voz del Señor parece ahogada por “otras voces” y la propuesta de seguirlo, entregando la propia vida, puede pare­cer demasiado difícil, toda comunidad cristiana, todo fiel, debe­ría de asumir conscientemente el compromiso de promover las vocaciones»[109].

Para ello hay que salir al encuentro de los niños y de los jó­venes, responder a sus expectativas, a sus problemas e inseguri­dades, dialogar con ellos proponiéndoles un ideal de altura que comprometa toda la existencia, una elección que comprometa toda su vida. Nuestra tarea consistirá en sembrar, en anunciar el evangelio de la vocación. Una siembra oportuna y confiada, abo­nada con la oración personal y con la oración de toda la Iglesia. Después vendrá el acompañamiento lleno de paciencia y de res­peto. Por último, ayudar a discernir, a descubrir la voluntad de Dios en la vida de la persona concreta, de tal manera que dé una respuesta positiva a la llamada de Dios.

Es la hora de la fe, la hora de la confianza en el Señor que nos envía mar adentro a seguir echando las redes en la tarea ineludible de la pastoral vocacional. Pidamos que los jóvenes estén abiertos al proyecto que Dios tiene para ellos y sean receptivos a su llama­da. María, Madre de gracia, de amor y de misericordia, Madre de los sacerdotes, nos guiará en el camino. Ella será siempre consue­lo, esperanza y causa de nuestra alegría. A su intercesión maternal nos acogemos.

 

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CAMPAÑA DE LA SANTA SEDE DE ADORACIÓN Y «MATERNIDAD» POR LOS SACERDOTES LANZADA POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

 

CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 10 diciembre 2007 (ZENIT.org).-  La Congregación vaticana para el Clero ha lanzado una campaña de adoración eucarística y de «maternidad» por la santidad de los sacerdotes del mundo.

La iniciativa ha sido convocada con una carta fechada el 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción, firmada por el cardenal Cláudio Hummes y por el arzobispo Mauro Piacenza, respectivamente prefecto y secretario de la Congregación.

La campaña, según la misiva, quiere crear «un movimiento espiritual que, haciendo tomar cada vez más conciencia del vínculo ontológico entre Eucaristía y sacerdocio y de la especial maternidad de María hacia todos los sacerdotes, haga nacer una cadena de adoración perpetua, para la reparación de las faltas y para la santificación de los clérigos».

En particular, la iniciativa propone a «las almas femeninas consagradas» que, siguiendo el ejemplo de María, adopten «espiritualmente a sacerdotes para ayudarlos con la ofrenda de sí, la oración y la penitencia».

La iniciativa pretende «encomendar a María, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, todos los sacerdotes, suscitando en la Iglesia un movimiento de oración, que ponga al centro la adoración eucarística continuada durante las veinticuatro horas».

La iniciativa busca que, «en cada rincón de la tierra siempre se eleve a Dios, incesantemente, una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, plegaria y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal».

La carta se dirige a todos los obispos diocesanos para que las diócesis que lo deseen se unan a esta campaña, encargando a un sacerdote que dé seguimiento y los lugares y modalidades escogidos para la adoración.

Puede leerse la carta, una nota explicativa, y subsidios sobre el significado de la maternidad espiritual de sacerdotes en: www.clerus.org/pregate

Por Jesús Colina

Nota explicativa para incrementar en Diócesis (parroquias, rectorías, capillas, monasterios, conventos, seminarios)  la práctica de la adoración eucarística continuada[20][1] en favor de todos los sacerdotes y las vocaciones sacerdotales

 En la Exhortación Apostólica "Sacramentum Caritatis", el Santo Padre Benedictus XVI ha concretado la perenne enseñanza de la Iglesia sobre la centralidad de la adoración eucarística en la vida eclesial, en una llamada operativa para la adoración perpetua dirigida a todos los Pastores, Obispos y Sacerdotes, y al Pueblo de Dios: "juntamente con la Asamblea Sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria. (194)A tal propósito, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto, que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía. (Sacramentum Caritatis, 67)

Para favorecer la llamada del Santo Padre, la Congregación para el Clero, en su solicitud para los Presbiterios, propone:

 1.      que en cada Diócesis se encargue a un sacerdote que se dedique íntegramente - dentro de lo posible - al específico ministerio de promoción de la adoración eucarística y a la coordinación de este importante servicio en la Diócesis. Dedicándose generosamente a tal ministerio él mismo tendrá la posibilidad de vivir esta particular dimensión de vida litúrgica, teológica, espiritual y pastoral, posiblemente en un lugar oportunamente reservado a tal objetivo, identificado por el mismo Obispo, donde los fieles podrán beneficiarse de la adoración eucarística perpetua. Así como existen Santuarios marianos, con rectores asignados a un particular ministerio adaptado a las exigencias específicas, de la misma manera podrán existir "Santuarios eucarísticos" con sacerdotes responsables, que irradien y promuevan el especial amor de la Iglesia por la Santa Eucaristía, dignamente celebrada y continuamente adorada. Un tal ministerio, al interno del presbiterio, les recordará a todos los sacerdotes diocesanos, como ha dicho Benedictus XVI, que "precisamente en la Eucaristía radica el secreto de su santificación. (…) el presbítero ante todo debe adorar y contemplar la Eucaristía" (Ángelus del 18 de septiembre de 2005);

  1. 2.      que se indiquen lugares específicos que puedan ser reservados especialmente a la adoración eucarística continuada. Con tal objetivo que sean animados los sacerdotes, los rectores y los capellanes a introducir en sus comunidades la práctica de la adoración eucarística, ya sea personal que comunitaria, según las posibilidades de cada uno y con un esfuerzo colectivo de incremento de la vida de oración. Que no dejen de ser involucradas en esta práctica todas las fuerzas vivas, a partir de los niños que se preparan para la Primera Comunión;
  2. 3.      que las Diócesis interesadas en tal proyecto puedan buscar subsidios apropiados para organizar la adoración eucarística continuada en el Seminario, en las Parroquias, en las Rectorías, en los Oratorios, en los Santuarios, en los Monasterios, en los Conventos. La Divina Providencia también ayudará a encontrar bienhechores que contribuyan en adecuadas obras para poner en practica este proyecto de renovación eucarística de las Iglesias particulares, como por ejemplo: construcciones o adaptaciones de un lugar de culto para la adoración, al interior de un gran edificio de culto; la adquisición de un solemne ostensorio o un noble paramento litúrgico; la subvención de material litúrgico-pastoral-espiritual para tal promoción;
  3. 4.      que las iniciativas finalizadas al Clero local, sobre todo aquellas relativas a la formación permanente del mismo, estén siempre impregnadas por un clima eucarístico, que será justamente favorecido por un congruo tiempo dedicado a la adoración del Santísimo Sacramento, de modo que ella misma se vuelva, junto a la Santa Misa, la fuerza propulsora de cada empeño individual y comunitario; 
  4. 5.      que las modalidades para la adoración eucarística en los distintos lugares, puedan ser diferentes, según las posibilidades concretas. Por ejemplo:  
  5. ·        adoración eucarística perpetua durante las 24 horas;
  6. ·        adoración eucarística continuada desde las primeras horas de la mañana hasta  la noche;
  7. ·        adoración eucarística desde las ….. horas hasta las ….horas de cada día;
  8. ·        adoración eucarística desde las ….. horas hasta las ….horas de uno o más día de la semana;
  9. ·        adoración eucarística en particulares circunstancias como fiestas o solemnidades.

La Congregación para el Clero expresa su gratitud a los Ordinarios que serán animadores de tal proyecto, y que ayudarán a renovar espiritualmente al Clero y al pueblo de Dios en sus Iglesias particulares. Con el objetivo de poder seguir de cerca el desarrollo de cuanto deseado por el Santo Padre, se solicita a los Ordinarios, interesados a tal iniciativa, señalar a este Dicasterio los puntos relativos a la adoración eucarística continuada en su Diócesis, sobre todo indicando cuáles sacerdotes y lugares han sido señalados en este importante apostolado eucarístico.

La Congregación para el Clero queda a vuestra disposición para eventuales o ulteriores explicaciones en materia, donde sea necesario.

Ciudad del Vaticano, el 8 de diciembre de 2007

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

  ADORACIÓN, REPARACIÓN,

MATERNIDAD ESPIRITUAL PARA LOS SACERDOTES

 

  Responsable de la publicación: 

S.E.R Mons. Mauro Piacenza,

Arzobispo titular de Vittoriana, 

Secretario de la Congregación para el Clero 

   

Congregación para el Clero 

Piazza Pio XII, 3 - 00193 Roma 

TEL. 06 698 84151 - 06 698 84178 

Fax 06 698 84845 

   

CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

Carta que la Congregación envía con el objetivo de promover la adoración eucarística  en reparación y para la santificación del Clero: 

  Excelencia Reverendísima,

 Son realmente muchas las cosas por hacer para el verdadero bien del Clero y para la fecundidad del ministerio pastoral en las actuales circunstancias pero justamente por esto, aún con el firme propósito de afrontar tales desafíos sin eludir dificultades y fatigas, con la conciencia que el actuar es consecuencia del ser y que el alma de cada apostolado es la intimidad divina, se quiere partir de un movimiento espiritual que, haciendo tomar cada vez más conciencia del vínculo ontológica entre Eucaristía y Sacerdocio y de la especial maternidad de María hacia todos los Sacerdotes, haga nacer una cadena de adoración perpetua, para la reparación de las faltas y para la santificación de los clérigos y un inicio de compromiso de las almas femeninas consagradas para que, sobre la tipología de la Santísima Virgen María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote y Socia de su obra de Redención, quieran adoptar espiritualmente a sacerdotes para ayudarlos con la ofrenda de sí, la oración y la penitencia.

 Según el dato constante de la Tradición, el misterio y la realidad de la Iglesia no se reducen a la estructura jerárquica, a la liturgia, a los sacramentos y a los ordenamientos jurídicos. En efecto la naturaleza íntima de la Iglesia y el origen primario de su eficacia santificadora, hay que buscarlos en la mística unión con Cristo. Según la doctrina y la propia estructura de la constitución dogmática Lumen Gentium, tal unión no puede imaginarse separada de la Madre del Verbo Encarnado y que Jesús ha querido unida íntimamente a Sí para la salvación de todo el género humano.

Entonces no es casual que el mismo día que fue promulgada la constitución dogmática sobre la Iglesia - el 21 de noviembre de 1964 -, Pablo VI proclamó a María "Madre de la Iglesia”, es decir, madre de todos los fieles y de todos los pastores. Y el Concilio Vaticano II - refiriéndose a la Santísima Virgen - así se expresa: “…Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la Cruz, cooperó en la obra del Salvador en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia. “(LG n. 61). Sin nada añadir o sacar a la única mediación de Cristo, la siempre Virgen es reconocida e invocada, en la Iglesia, con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora; Ella es el modelo del amor materno que tiene que animar a quienes cooperan, a través de la misión apostólica de la Iglesia, en la regeneración de toda la humanidad (Cf. LG n. 65).

A la luz de estas enseñanzas que forman parte de la eclesiología del Concilio Vaticano II, los fieles, dirigiendo  la mirada a María - ejemplo fúlgido de cada virtud – están llamados a imitar a la primera discípula, la madre, a quien, en Juan - a los pies de la cruz (Cf. Jn 19, 25-27) - fue confiado cada discípulo, así, convirtiéndose en sus hijos, aprenden de Ella el verdadero sentido de la vida en Cristo. De tal modo - y justamente a partir del lugar ocupado y del rol desarrollado por la Santísima Virgen, en la historia de la salvación - se entiende, de modo todo particular, confiarle a María, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, todos los Sacerdotes, suscitando, en la Iglesia, un movimiento de oración, que ponga al centro, la adoración eucarística continuada durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón de la tierra, siempre se eleve a Dios, incesantemente, una oración de adoración, agradecimiento, alabanza, ruego y reparación, con el objetivo principal de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente - a nivel del Cuerpo Místico - con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados al único Sumo y Eterno Sacerdote, para que sirvan siempre mejor a Él y a los hermanos como a quienes que, al mismo tiempo, están "en" la Iglesia pero, también, "de frente" a la Iglesia teniendo las funciones de Cristo y, representándolo como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia (Cf. PdV n. 16)   Se solicita, por lo tanto, a todo los Ordinarios diocesanos que, de modo particular, advierten la especificidad y la insustituibilidad del ministerio ordenado en la vida de la Iglesia, junto a la urgencia de una acción común en favor del sacerdocio ministerial, que sean parte activa y promuevan - en los diferentes sectores del pueblo de Dios confiados a ellos - verdaderos cenáculos en los cuales clérigos, religiosos y laico, se dediquen, unidos entre ellos, y con espíritu de verdadera comunión, a la oración, bajo forma de adoración eucarística continuada, también en espíritu de genuina y real reparación y purificación. Se adjunta con esta finalidad un librito con la intención de comprender mejor la índole de la iniciativa y un módulo que pedimos por cortesía enviarlo nuevamente a esta Congregación, debidamente recopilado si ustedes desean -  como esperamos - adherir en espíritu de fe al proyecto aquí presentado.

 ¡Que María, Madre del único, Eterno y Sumo Sacerdote, bendiga esta iniciativa e interceda, delante de Dios, pidiendo una auténtica renovación de la vida sacerdotal a partir del único modelo posible: Jesucristo, Buen Pastor!

 Le doy homenaje cordialmente en el Vínculo de la communio eclesial con sentimientos de intenso afecto colegial

                               Cláudio Card. Hummes

                                                   Prefecto

 Mauro Piacenza

Secretario

 Ciudad del Vaticano, el 8 de diciembre de 2007

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María

 

 © L’Osservatore Romano 

 “¡ROGAD, PUES, AL DUEÑO DE LA MIES QUE MANDE OBREROS!”

 “¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros!”. Eso significa:  la mies existe, pero Dios quiere servirse de los hombres, para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que digan:  “Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y transformarse en perenne comunión divina de alegría y de amor.
“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies!” quiere decir también:  no podemos ‘producir’ vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre. Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole:  “Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que Quien lo descubre debe transmitirlo!”.

 Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón orante brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su “sí”. Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, El cual hará después su parte. En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón y, con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres, para que Él, según su voluntad, suscite en ellos el “sí”, la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando sin cesar de este la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan:  la luz de Dios y el amor de Dios.

   Benedictus XVI

 

Encuentro con los sacerdotes y los diáconos en Freising, el 14 de septiembre de 2006

 MATERNIDAD ESPIRITUAL PARA LOS SACERDOTES

 La vocación a ser madre espiritual para los sacerdotes es demasiado poco conocida, escasamente comprendida y, por tanto, poco vivida a pesar de su vital

y fundamental importancia. Esta vocación a menudo está escondida, invisible al ojo humano, pero apunta a transmitir vida espiritual. De esto estaba convencido el Papa Juan Pablo II: por ello quiso en el Vaticano un monasterio de clausura donde se pudiera rezar por sus intenciones como sumo Pontífice.

 

 "¡Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo a mi madre! ".

 San Agustín

  Independientemente de la edad y del estado civil, todas las mujeres pueden convertirse en madre espiritual de un sacerdote y no solamente las madres de familia. También es posible para una enferma, para una joven soltera o para una viuda. De modo particular esto vale para las misioneras y las religiosas que ofrecen toda su vida a Dios para la santificación de la humanidad. Juan Pablo II agradeció incluso a una niña por su ayuda materna: “Expreso mi gratitud también a la beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento” (13 de mayo de 2000). 

 

Cada sacerdote está precedido por una madre, que frecuentemente también es una madre de vida espiritual para sus hijos.  Giuseppe Sarto, por ejemplo, el futuro Papa Pío X, apenas consagrado obispo, fue a encontrar a su madre de setenta años. Ella besó con respeto el anillo del hijo y al improviso, haciéndose meditativa, indicó su pobre alianza nupcial de plata: "Sí, Peppo pero tú ahora no lo usarías, si yo primero no llevaría esta alianza nupcial". Justamente San Pío X confirmaba con su experiencia: “¡Cada vocación  sacerdotal proviene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una madre!”.  Nos lo demuestra muy bien la vida de Santa Mónica. San Agustín, su hijo, que a la edad de diecinueve años, estudiante en Cartago, había perdido la fe, ha escrito en sus 'Confesiones': 

“... Tú has tendido tu mano desde lo alto y has sacado mi alma de estas densas tinieblas, ya que mi madre, tu fiel, lloraba sobre mí más que cuanto lloran las madres la muerta física de los hijos … sin embargo aquella viuda casta, devota, morigerada, de las que tú prefieres, hecha más animosa por la esperanza, pero no por ello menos fácil al llanto, no dejaba de llorar delante de ti, en todas las horas de oración”. Después de la conversión, él dijo con gratitud: “Mi santa madre, tu sierva, nunca me abandonó. Ella me dio a luz con la carne a esta vida temporal y con el corazón a la vida eterna. Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo  a mi Madre!”. 

Durante sus discusiones filosóficas, San Agustín quiso siempre consigo a su madre; ella escuchaba cuidadosamente, a veces intervenía delicadamente con su opinión o, con maravilla de los expertos presentes, daba también respuestas a cuestiones abiertas. ¡Por ello no sorprende que San Agustín se declarara su 'discípulo en filosofía'!.

  

El Sueño De Un Cardenal

   El cardenal Nicola Cusano (1401-1464), obispo de Bressanone (Brixen), no fue sólo un gran político de la Iglesia, famoso legado papal y reformador de la vida espiritual del clero y del pueblo del siglo XV, sino también un hombre de silencio y contemplación. En un “sueño” le fue mostrada

aquella realidad espiritual que todavía vale hoy para todos los sacerdotes y para todos los hombres:

el poder del abandono, de la oración y del sacrificio de las madres espirituales en el secreto de los conventos.

     Manos y corazones que se sacrifican

     “... Entrando en una iglesia pequeña y muy antigua, adornada con mosaicos y frescos de los primeros siglos, al cardenal se le manifestó una visión desmesurada.  Millares de religiosas rezaban en la pequeña iglesia. Ellas eran tan delgadas y unidas que todas tenían lugar, a pesar que la comunidad era numerosa. Las religiosas rezaban y el cardenal nunca había visto rezar tan intensamente.  Ellas no estaban arrodilladas, sino derechas en pie, la mirada fija no lejana, pero sobre un punto cercano a él, pero no visible a sus ojos. Sus brazos estaban abiertos y las manos dirigidas hacia lo alto, en una posición de ofrenda.” 

Lo increíble de esta visión es el hecho que estas religiosas en sus pobres y sutiles manos tenían hombres y mujeres, emperadores y reyes, ciudades y naciones. A veces las manos se estrechaban alrededor de una ciudad; otras veces de una nación, reconocible por las banderas nacionales, se extendía sobre un muro de brazos que la sostenía. También en estos casos, alrededor de cada persona orante se extendía un halo de  silencio y de discreción. Pero la mayor parte  de las religiosas sostenían en la mano un sólo hermano o hermana. 

En las manos de una joven y delgada religiosa, casi una niña, el cardenal Nicola vio  al papa. Se comprendía cuánto la carga pesaba sobre ella, pero su rostro brillaba de alegría. En las manos de una anciana religiosa estaba él mismo, Nicola Cusano, obispo de Bressanone y cardenal de la Iglesia romana. Él se reconoció claramente con sus arrugas y con los defectos de su alma y su vida. Observaba todo con ojos muy abiertos y asustados, pero el susto fue sustituido enseguida por una indescriptible beatitud. 

La guía, que se encontraba a su lado, le susurró:  “¡Veis cómo, a pesar de sus pecados, son tenidos y sostenidos los pecadores que no han dejado de amar a Dios!”. El cardenal preguntó:  “¿Qué sucede entonces  a los que no aman más?”. Al improviso, siempre junto a su guía, se encontró en la cripta de la iglesia, donde rezaban otras millares de religiosas. 

  Mientras aquellas vistas en precedencia sostenían a las personas con sus manos, estas en la cripta las sostenían con los corazones. Estaban profundamente involucradas, porque se trataba del destino eterno de las almas.  “Veis, Eminencia”, dijo la guía: “así son tenidos los que han dejado de amar. A veces sucede que se calientan con el calor de los corazones que se consuman por ellos pero no siempre. A veces, en la hora de la muerte, pasan de las manos de quienes todavía los quieren salvar a aquellas del Juez divino, con quien luego tienen que justificarse también por el sacrificio ofrecido por ellos. Ningún sacrificio queda sin fruto, pero quien no acoge el fruto ofrecido a él, madura el fruto de la ruina.” 

El cardenal miró fijamente a las mujeres víctimas voluntarias.  Él había siempre sabido de su existencia. Pero nunca le había sido tan claro qué significaran ellas para la Iglesia, para el mundo, para los pueblos y para cada persona; sólo ahora lo comprendía con consternación. Él se inclinó profundamente delante de las mártires del amor.

       Desde 550 Säben fue durante 500 años la sede episcopal de la diócesis de Bressanone.

Desde 1685, es decir desde hace más que 300 años, el castillo episcopal se ha convertido en un monasterio, en donde hasta hoy una comunidad de Religiosas Benedictinas vive la maternidad espiritual,  rezando y consagrándose a Dios, precisamente como el cardenal Nicola Cusano había visto en su sueño.

  ELIZA VAUGHAN

    Es una verdad evangélica que las vocaciones sacerdotales tienen que ser pedidas

con la oración. Jesús lo subraya en el Evangelio cuando dice: “¡La mies es abundante, pero los obreros son pocos! “¡Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros!”.

(Mt 9,37-38).

Nos ofrece al respecto un ejemplo particularmente significativo la inglesa Eliza Vaughan, madre de familia y mujer dotada de espíritu sacerdotal, que rezó mucho por las vocaciones.

   

Eliza provenía de una familia protestante, la de los Rolls, que fundó sucesivamente la famosa industria automovilística Rolls-Royce, pero desde joven, durante su permanencia y educación en Francia, quedó muy impresionada por el ejemplar compromiso de la Iglesia católica con los pobres. 

En el verano del 1830, después de su matrimonio con el coronel John Francis Vaughan, Eliza, a pesar de la fuerte resistencia por parte de sus parientes, se convirtió al catolicismo.  Había tomado esta decisión con convicción y no sólo porque había entrado a formar parte de una conocida familia inglesa de tradición católica.  Los antepasados Vaughan, durante la persecución de los católicos ingleses bajo el reino de Isabel I (1558-1603), habían aceptado la expropiación de los bienes y la cárcel en lugar de renunciar a su fe. 

Courtfield, la residencia originaria de la familia del esposo, durante las décadas del terror, se volvió un centro de refugio para sacerdotes perseguidos, un lugar donde en secreto era celebrada la Santa Misa. Desde entonces pasaron casi tres siglos, pero nada cambió en el espíritu católico de la familia. 

 

  Convencida de la potencia de la oración silenciosa

y fiel, Eliza Vaughan dedicaba cada día una hora a la adoración en la capilla doméstica,

rezando por las vocaciones en su familia. Volviéndose madre de seis sacerdotes y cuatro religiosas, fue atendida abundantemente. Muerta en 1853, Mamá Vaughan fue enterrada en Courtfield,

en la propiedad de familia tan amada por ella.

 

Hoy Courtfield es un centro para ejercicios espirituales de la diócesis inglesa de Cardiff.

Inspirándose en la santa vida de Eliza, en 1954, la Capilla Doméstica fue consagrada por el obispo como “Santuario de Nuestra Señora de las vocaciones”,

título que fue confirmado en el 2000.

 

DEMOS NUESTROS HIJOS A DIOS

    Convertida en lo profundo del corazón, plena de celo, Eliza propuso al marido dar sus hijos a Dios. Esta mujer de elevadas virtudes rezaba cada día durante una hora delante del Santísimo Sacramento en la Capilla de la residencia de Courtfield, pidiéndole a Dios una familia numerosa y muchas vocaciones religiosas entre sus hijos. ¡Fue atendida! Tuvo 14 hijos  y murió poco después del nacimiento del último hijo en 1853. De los 13 hijos que vivieron, entre los cuales ocho eran varones, seis se ordenaron sacerdotes:  dos en órdenes religiosas, un sacerdote diocesano, uno obispo, un arzobispo y un cardenal. De las cinco hijas, cuatro fueron consagradas religiosas. ¡Qué bendición para la familia y cuáles efectos para toda Inglaterra! 

Todos los hijos de la familia Vaughan tuvieron una infancia feliz, porque en la educación su santa madre poseía la capacidad de unir de manera natural la vida espiritual y las obligaciones religiosas con las diversiones y la alegría.  Por voluntad de la madre, formaban parte de la vida cotidiana la oración y la Santa Misa en la capilla doméstica, como también la música, el deporte, el teatro no profesional, la equitación y los juegos. Los hijos no se aburrían cuando la madre les contaba la vida de los santos que lentamente se volvieron para ellos íntimos amigos. Eliza se hacía acompañar por los hijos también durante las visitas a los vecinos enfermos y a los que sufrían, para que pudieran en estas ocasiones aprender a ser generosos, a realizar sacrificios, a donar a los pobres sus ahorros o los juguetes. 

  Ella murió poco después del nacimiento del decimocuarto hijo, John. Dos meses después de su muerte, el coronel Vaughan, convencido que ella había sido un don de la Providencia, escribió en una carta: "Hoy, durante la adoración, agradecí al Señor, porque pude devolver a Él mi amada esposa. Le abrí mi corazón con gratitud por haberme donado Eliza como modelo y guía, a ella me une todavía un vínculo espiritual inseparable.  ¡Qué consuelo maravilloso y cuánta gracia me transmite! Todavía la veo como siempre la vi delante de Santísimo con su pura y humana gentileza que le iluminaba el rostro durante la oración." 

  OBREROS EN LA VIÑA DEL SEÑOR

 Las numerosas vocaciones en el matrimonio Vaughan son realmente una insólita herencia en la historia de Gran Bretaña y una bendición que provenía sobre todo de la madre Eliza. 

Cuando Herbert, el hijo mayor, a dieciséis años anunció a sus padres de quería ser sacerdote, las reacciones fueron diferentes. La madre, que había rezado mucho por esto,   

sonrió y dijo: “Hijo mío, lo sabía desde hace tiempo”. El padre en cambio necesitó un poco de tiempo para aceptar el anuncio, porque justamente sobre el hijo mayor, el heredero de la casa, había repuesto muchas esperanzas y había pensado para él una brillante carrera militar.  Cómo hubiera podido imaginar que Herbert un día habría llegado a ser arzobispo de Westminster, fundador de los Misioneros de Millhill y  luego cardenal?

 Pero también el padre se convenció pronto y escribió a un amigo: “Si Dios quiere a Herbert para sí, pueden tener también a todos los otros”. Pero Reginaldo se casó, como también Francis Baynham, que heredó la propiedad de familia.  Dios llamó también a otros nueve hijos de los Vaughan. Roger, el segundo, fue nombrado prior de los Benedictinos y más tarde el muy querido arzobispo de Sydney, en Australia, donde hizo construir la catedral. Kenelm se consagró como cisterciense y más tarde sacerdote diocesano. Giuseppe, el cuarto hijo de los Vaughan, fue benedictino como su hermano Roger y fundador de una nueva abadía. 

Bernardo, quizás el más vivaz de todos, que amaba mucho la danza y el deporte y que tomaba parte en todas las diversiones, se hizo jesuita. Se dicen que el día anterior a su ingreso en la orden, participó en un baile y le dijo a su pareja: “Éste que hago con usted es mi último baile porque me convertiré en jesuita!”. Sorprendida, la joven exclamó: “¡Pero por favor!  Justo usted que ama tanto el mundo y baila maravillosamente quiere convertirse en jesuita?”. La respuesta, si bien interpretable de varios modos, es muy bonita: “Justamente por esto me dono a Dios!.” 

John, el más joven, fue ordenado sacerdote por el hermano Herbert y más tarde fue obispo de Salford en Inglaterra. De las cinco hijas de la familia, cuatro se consagraron religiosas. Gladis entró en la orden de la Visitación, Teresa fue religiosa de la Misericordia, Claire religiosa clarisa y Mary priora de las Agustinas. También Margareta, la quinta hija de los Vaughan, hubiera querido ser una religiosa, si bien no le fue posible por la frágil salud. Pero también ella vivió en casa como consagrada  y transcurrió  los últimos años de su vida en un monasterio. 

 

Herbert Vaughan tenía dieciséis años cuando en el verano, durante un retiro espiritual,  decidió ser sacerdote.

Fue ordenado en Roma  a la edad de 22 años y más tarde fue nombrado obispo de Salford en Inglaterra y fundó los Misioneros de Millhill, que obran hoy en todo el mundo. En fin, fue nombrado Cardenal  y fue el tercer Arzobispo de Westminster.  En su blasón estaba escrito: “¡Amar y servir!”.  Su programa era enunciado en el dicho: “El amor tiene que ser la raíz de donde florece todo mi servicio.” 

 BEATA MARIA DELUIL MARTINY (1841-1884)

  Hace 120 años, en algunas revelaciones privadas, Jesús inició a confiar a personas consagradas en los monasterios y en el mundo Su plan para la renovación del sacerdocio. A algunas madres espirituales Él confió la llamada 'obra para los sacerdotes'. Una de las precursoras de esta obra es la beata Maria Deluil Martiny. De este gran íntimo deseo suyo, ella dijo: “¡Ofrecerse para las almas es bello y grande! ¡Pero ofrecerse para las almas de los sacerdotes... es tan bello y grande que se debería tener mil vidas y mil corazones!... ¡Daría con gusto mi vida sólo para que Cristo pudiera encontrar en los sacerdotes lo que se espera de ellos! ¡También la daría con gusto aun si uno solo pudiera realiza perfectamente el plan divino sobre él!”. Efectivamente, a sólo 43 años, ella selló con el martirio su maternidad espiritual. Sus últimas palabras fueron: “Es por la obra, la obra para los sacerdotes!". 

    

 

 

SIERVA DE DIOS LOUISE MARGUERITE CLARET DE LA TOUCHE (1868-1915)

  Jesús preparó durante  largos años también a la Sierva de Dios Louise Marguerite Claret de la Touque al apostolado para la renovación del sacerdocio. Ella cuenta que el 5 de junio de 1902, durante una adoración, se le apareció el Señor. 

"Yo le había rezado por nuestro pequeño noviciado y le había suplicado de darme algunas almas que habría podido plasmar para Él. Él me respondió: ‘Te daré almas de hombres’. Quedé en silencio porque no comprendí sus palabras. Jesús añadió: ‘Te daré almas de sacerdotes’. Aún más sorprendida por estas palabras, le pregunté: ‘Mi Jesús, como lo harás?’. Luego Él me explicó la obra que estaba por preparar y que hubiera tenido que calentar el mundo con el amor. Jesús siguió explicando su plan y por ello quiso dirigirse a los sacerdotes: ‘Como hace 1900 años pude renovar  el mundo con doce hombres - ellos eran sacerdotes – así también hoy podría renovar el mundo con doce sacerdotes, pero deberán ser sacerdotes santos’. Luego el Señor mostró a Louise Marguerite la obra en concreto. “Es una unión de sacerdotes, una obra que comprende todo el mundo”, ella escribió. “Si el sacerdote quiere realizar su misión y proclamar la misericordia de Dios, debería en primer lugar él mismo estar invadido por el Corazón de Jesús y debería ser iluminado  por el amor de Su Espíritu. Los sacerdotes deberían cultivar la unión entre ellos, ser un corazón y un alma, y nunca obstaculizarse entre ellos”. 

  Louise Marguerite describió con fórmulas tan buenas el sacerdocio en su libro “El corazón de Jesús y el sacerdocio”, que algunos sacerdotes han creído que era obra de un cohermano.  Un jesuita declaró:  “No sé quién escribió el libro, pero una cosa sé de preciso, no es la obra de una mujer!”. 

   

 

LU MONFERRATO

 Fuimos al pequeño pueblo de Lu en el Norte de Italia, una localidad que cuenta con pocos 

miles de habitantes y que se encuentra en una región rural a 90 km al este de Turín. Este pequeño pueblo hubiera quedado desconocido si en 1881 algunas madres de familia no hubieran tomado una decisión que tuvo 'grandes repercusiones.' 

 

Muchas de estas madres tenían en el corazón  el deseo de ver a uno de sus hijos ordenarse sacerdote o una de sus hijas comprometerse totalmente al servicio del Señor. Comenzaron pues a reunirse todos los martes para la adoración del Santísimo Sacramento, bajo la guía de su párroco, Monseñor Alessandro Canora, y a rezar por las vocaciones. Todos los primeros domingos del mes recibían la comunión con esta intención. Después de la Misa todas las madres rezaban juntas para pedir vocaciones sacerdotales.  Gracias a la oración plena de confianza de estas madres y a la apertura de corazón de estos padres, las familias vivían en un clima de paz, serenidad y devoción alegre que permitió a sus hijos discernir con mayor facilidad su llamada. 

    Esta foto es única en la historia de la Iglesia católica. Desde el 1 al 4 de septiembre de 1946  una gran parte de los 323 sacerdotes, religiosos y religiosas provenientes de Lu se encontraron en su pueblo.

 Este encuentro tuvo resonancia en todo el mundo.

    Cuando el Señor dijo: “Muchos son llamados, pero pocos son elegidos” (Mt 22,14) hay que comprenderlo de este modo: muchos serán llamados, pero poco responderán. Nadie hubiera pensado que el Señor hubiera atendido tan abundantemente la oración de estas madres. 

De este pequeño pueblo surgieron  323 vocaciones a la vida consagrada (¡trescientos veintitrés!): 152 sacerdotes (y religiosos) y 171 religiosas miembros de 41 congregaciones. En algunas familias había hasta tres o cuatro vocaciones. El ejemplo más conocido es la familia Rinaldi. El Señor llamó a siete hijos de esta familia. Dos hijas se consagraron como religiosas salesianas y enviadas a San Domingo, fueron valientes pioneras y misioneras. Entre los varones, cinco fueron sacerdotes salesianos. 

El más conocido de los cinco hermanos, Filippo Rinaldi, fue el tercer sucesor de don Bosco, beatificado por Juan Pablo II el 29 de abril de 1990. De hecho, muchos jóvenes entraron con los salesianos. No es una casualidad porque don Bosco en su vida fue cuatro veces  a Lu. El santo participó en la primera Misa de Filippo Rinaldi, su hijo espiritual, en su pueblo nativo.  A Filippo le gustaba mucho recordar la fe de las familias de Lu: “Una fe que hacía decir a nuestros padres: el Señor nos donó hijos y si Él los llama nosotros no podemos ciertamente decir que no!”. 

Luigi Borghina y Pietro Rota vivieron la espiritualidad de don Bosco de modo tan fiel que fueron llamados uno “el don Bosco de Brasil” y el otro “el don Bosco de la Valtellina”. También Mons. Evasio Colli, Arzobispo de Parma, provenía de Lu (Alessandria). De él dijo Juan XXIII: “Él tendría que haber sido papa, y no yo. Tenía todo para llegar a ser un gran papa.” 

  Cada 10 años, todos los sacerdotes y las religiosas que todavía están vivos se reúnen en su pueblo de origen llegando desde todo el mundo. Padre Mario Meda, que fue por muchos años párroco de Lu, dice como este encuentro es en realidad una verdadera fiesta, una fiesta de agradecimiento a Dios por haber hecho grandes cosas en Lu. 

     La oración que las madres de familia recitaban en Lu era breve, simple y profunda:

 

“¡Señor, haz que uno de mis hijos llegue a ser sacerdote!

Yo misma quiero vivir como buena cristiana

y quiero conducir a mis hijos hacia el bien para obtener la gracia de poder ofrecerte, Señor, un sacerdote santo. Amén.”

 BEATA ALESSANDRINA DA COSTA

(1904-1955)

  También el ejemplo de la vida de Alessandrina da Costa, beatificada el 25 de abril del 2004, demuestra de manera impresionante la fuerza trasformadora y los efectos visibles del sacrificio de una joven enferma y abandonada. 

En 1941 Alessandrina escribió a su padre espiritual, Padre Mariano Pinho, que Jesús le había dirigido este pedido: “Hija mía, en Lisboa vive un sacerdote que corre el riesgo de condenarse por la eternidad; él me ofende de modo grave. Llama a tu padre espiritual y pídele el permiso para que yo te haga sufrir durante la pasión de modo particular por aquella alma”. 

Recibido el permiso, Alessandrina sufrió muchísimo. Sentía el peso de los pecados de aquel sacerdote que no quería saber más nada de Dios y estaba por dañarse. La pobrecita vivía en su cuerpo el estado infernal en que se encontraba el sacerdote y suplicaba: “¡No al infierno, no! Me ofrezco en holocausto por él hasta cuando Tú lo quieras!”. Ella sintió hasta el nombre y el apellido del sacerdote. 

P. Pinho quiso entonces indagar con el cardenal de Lisboa si en aquel momento existía un sacerdote que le causaba aflicciones. El cardenal le confirmó con sinceridad que efectivamente había un sacerdote que le daba muchas preocupaciones; cuando le reveló el nombre, era justamente el mismo que Jesús había nombrado a Alessandrina. Algunos meses después le fue referido a P. Pinho por parte de un amigo-sacerdote, Padre Davide Novais, un acontecimiento particular. Padre Davide había apenas realizado un curso de ejercicios espirituales en Fátima, en el cual también había participado un señor reservado que había sido notado por todos por su comportamiento ejemplar. Aquel hombre, la última tarde de los ejercicios, sufrió un ataque de corazón; después de llamar a un sacerdote, pudo confesarse y recibir la Santísima Comunión. Poco después murió, reconciliado con Dios. Se descubrió que aquel señor, vestido de laico, era un sacerdote y  era precisamente aquella persona por quien Alessandrina había tanto luchado . 

  SIERVA DE DIOS

CONSOLATA BETRONE

(1903-1946)

  Los sacrificios y las oraciones de una madre espiritual de sacerdotes favorecen particularmente  a los consagrados que se perdieron o han abandonado su vocación. Jesús, en su Iglesia, ha llamado a ésta vocación a innumerables mujeres orantes, como por ejemplo Sor Consolata Betrone, Clarisa Capuchina de Turín. Jesús le dijo: “Tu tarea en la vida es dedicarte a tus hermanos. Consolata, también tú serás un buen pastor y tienes que ir a buscar a los hermanos extraviados para reconducírmelos”. Consolata ofreció todo por ellos, “sus hermanos” sacerdotes y consagrados, que tenían necesidades espirituales. En la cocina, durante el trabajo, rezaba continuamente su oración del corazón:  “Jesús, María, Os amo, salváis almas!”. 

Cambió conscientemente cada mínimo servicio y cada deber en sacrificio. Jesús le dijo con respecto a esto: “Éstas son acciones insignificantes, pero como tú me las ofreces con tanto amor, concedo a ellas un valor desmedido y las transformo en gracias de conversión que descienden sobre los hermanos infelices”. 

 A menudo en el convento eran señalados por teléfono o por escrito casos concretos de los cuales Consolata se hacía cargo en el sufrimiento. A veces sufría por semanas o meses aridez, abandono, sentido de inutilidad, oscuridad, soledad, dudas y por los estados pecaminosos de los sacerdotes. Una vez, durante estas luchas interiores, le escribió a su padre espiritual: “¡Cuánto me cuestan los hermanos!”. Pero Jesús le hizo la grandiosa promesa: “Consolata, no es sólo un hermano que reconducirás a Dios sino a todos. Te lo prometo, me regalarás a los hermanos, uno después de un!”. ¡Así fue! Recondujo a un sacerdocio rico en gracia a todos los sacerdotes confiados a ella. Muchos de estos casos fueron documentados con exactitud. 

   BERTHE PETIT (1870-1943)

   Berthe Petit es una gran mística belga, un alma de expiación poco conocida. Jesús le indicó claramente el sacerdote por el cual ella debía renunciar a sus proyectos personales

y también se lo hizo encontrar.

   EL 'PRECIO' POR UN SACERDOTE SANTO

  Desde cuando era una joven de quince años, Berthe durante cada Santa Misa rezaba por el celebrante: “Jesús mío, haz que Tu sacerdote no te de aflicciones!”. Cuando tenía diecisiete años, sus padres perdieron todo su patrimonio por una fianza; el 8 de diciembre de 1888, su director espiritual dijo a Berthe que su vocación no era el monasterio, sino permanecer en casa y cuidar a sus padres. De mala gana la joven aceptó el sacrificio; pero le pidió a la Virgen ser mediadora para que, en el lugar de su vocación religiosa, Jesús llamara un sacerdote diligente y santo. “¡Usted será atendida!”: le confirmó el padre espiritual. 

Lo que ella no podía prever, ocurrió 16 días después: un joven jurista de 22 años, el Dr. Louis Decorsant, estaba rezando delante de una estatua de la Madre de los Dolores. Al improviso e inesperadamente, él tuvo la certeza que su vocación no era la de casarse con la joven que amaba y ejercer la profesión de escribano. Comprendió claramente que Dios lo llamaba al sacerdocio. Esta llamada fue tan clara e insistente que él no titubeó ni siquiera por un instante en  dejar todo. Después de los estudios en Roma, donde había completado su doctorado, fue ordenado sacerdote en 1893. Berthe tenía entonces 22 años. 

En el mismo año, el joven sacerdote de 27 años concelebró durante la Santa Misa de medianoche en un suburbio de París. Este hecho tiene su importancia porque a la misma hora Berthe, participando en la Santa Misa de medianoche en otra parroquia, prometió solemnemente al Señor: “Jesús, quisiera ser un holocausto para los sacerdotes, para todos los sacerdotes, pero en particular para el sacerdote de mi vida”. 

  Cuando fue expuesto el Santísimo, la joven vio al improviso una gran cruz con  Jesús y a sus pies María y Juan. Ella escuchó las siguientes palabras:  “Tu sacrificio fue aceptado, tu súplica atendida. He aquí  tu sacerdote.... Un día lo conocerás”. Berthe vio que los rasgos del rostro de Juan habían asumido aquellos de un sacerdote  para ella desconocido.  Se trataba del reverendo Decorsant, pero ella lo encontró solamente en 1908, es decir quince años después, y reconoció su rostro. 

  EL ENCUENTRO QUERIDO POR DIOS

 Berthe estaba en Lourdes en peregrinaje. Allí la Virgen le confirmó: “Verás al sacerdote que has pedido a Dios hace veinte años. Sucederá dentro de poco”. Ella se encontraba con una amiga en la estación de Austerlitz en París en un tres que se dirigía a Lourdes, cuando un sacerdote subió en su compartimiento para ocupar un lugar para una enferma. Era el reverendo Decorsant.  Sus rasgos eran aquellos que Berthe había visto en el rostro de San Juan quince años antes, por lo tanto era aquella persona por la cual ya había ofrecido tantas oraciones y sufrimientos físicos. Después de intercambiar algunas palabras de cortesía, el sacerdote descendió del tren. Exactamente un mes más  tarde, el mismo reverendo Decorsant fue en peregrinaje a Lourdes para confiarle a la Virgen su futuro sacerdotal.  Cargado con los equipajes, encontró nuevamente a Berthe y a su amiga. Reconociendo a las dos mujeres, las invitó a la Santa Misa. Mientras Padre Decorsant  elevaba la hostia, Jesús dijo a Berthe en su interior: “Éste es el sacerdote por el cual acepté tu sacrificio”. Después de la liturgia, ella supo que ‘el sacerdote de su vida’, como lo habría llamado sucesivamente, estaba alojado en su misma pensión. 

     

UNA TAREA EN COMÚN

   Berthe reveló al Padre Decorsant su vida espiritual y su misión para la consagración  al Corazón Inmaculado y Doloroso de María. Él por su parte comprendió que esta alma preciosa le había sido confiada por Dios. Aceptó un lugar en Bélgica y se convirtió para Berthe Petit en un santo director espiritual y en un apoyo incansable para la realización de su misión. Como era un excelente teólogo fue el intermediario ideal con la jerarquía eclesiástica  de Roma. 

Durante 24 años, es decir hasta la muerte, acompañó a Berthe, quien como alma de expiación a menudo estaba enferma y sufría particularmente por los sacerdotes que habían dejado su vocación. 

 VENERABLE CONCHITA DE MÉXICO (1862-1937)

   María Concepción Cabrera de Armida, Conchita, esposa y madre de numerosos hijos,

es una de las santas modernas, que Jesús durante años preparó a una maternidad espiritual  para los sacerdotes. En el futuro, ella será de gran importancia para la Iglesia universal.

    

  (foto de Conchita)                                         (foto del hijo)

 

Conchita, joven viuda                                El hijo Manuel 

   

Jesús, una vez explicó a Conchita: “Hay  almas que han recibido la unción a través de la ordenación sacerdotal. Pero hay… también almas sacerdotales que tienen una vocación sin tener la dignidad o la ordenación sacerdotal.  Ellos se ofrecen en unión conmigo.... Estas almas ayudan espiritualmente a la Iglesia de manera poderosa. Tú serás madre de un gran número de hijos espirituales, pero ellos costarán a tu corazón como mil mártires. Ofrécete como holocausto para los sacerdotes, únete a mi sacrificio para obtener gracias para ellos” ... "Quisiera volver a este mundo ... en mis sacerdotes. Quisiera renovar el mundo, revelándome en ellos y dar un impulso fuerte a mi Iglesia, derramando el Espíritu Santo sobre mis sacerdotes como en una nueva Pentecostés”. 

“La Iglesia y el mundo necesitan una nueva Pentecostés, una Pentecostés sacerdotal, interior”.

Cuando era joven Conchita rezaba a menudo delante del Santísimo: “Señor, me siento incapaz de amarte, por ello quisiera casarse. Dóname muchos hijos de manera que ellos te amen más de cuanto yo soy capaz”. De su matrimonio particularmente feliz nacieron nueve hijos, dos mujeres y siete varones. Ella los consagró a todos a la Virgen: “Te los dono completamente como hijos tus. Tú sabes que yo no los sé educar, conozco demasiado poco qué quiere decir ser madre, pero Tú, Tú lo sabes”. Conchita asistió a la muerte de cuatro de sus hijos, que tuvieron todos una muerte santa. 

Conchita fue concretamente madre espiritual para el sacerdocio de uno de sus hijos; de él ella escribió: “Manuel nació en la misma hora en que murió Padre José Camacho.

Cuando supe la noticia, recé a Dios que mi hijo pudiera reemplazar a este sacerdote en el altar… Desde el momento en que el pequeño Manuel inició a hablar, hemos rezado juntos para la gran gracia de la vocación al sacerdocio.... El día de su Primera Comunión y en todas las fiestas principales renové la súplica... A la edad de diecisiete años entró en la Compañía de Jesús”. 

En 1906 desde España donde se encontraba, Manuel (nacido en 1889, su tercer hijo) le comunicó su decisión de ordenarse sacerdote y ella le escribió:  “¡Dónate al Señor con todo el corazón sin negarte nunca!  ¡Olvida las criaturas y sobre todo olvídate de ti mismo! No puedo imaginarme un consagrado que no sea un santo. No es posible donarse a Dios  a medias. ¡Trata de ser generoso con Él!”. 

En 1914 Conchita encontró a Manuel en España por última vez, porque él no regresó jamás a México. En aquel tiempo el hijo le escribió: “Mi querida, pequeña mamá, me has indicado el camino. Tuve la suerte, desde pequeño, de escuchar de tus labios la doctrina saludable y exigente de la cruz. Ahora quisiera ponerla en obra”. También la madre probó 

el dolor de la renuncia:  “Llevé tu carta delante del tabernáculo y dije al Señor que acepto con toda mi alma este sacrificio. El día siguiente puse la carta sobre mi pecho mientras recibía la Santa Comunión, para renovar el sacrificio total”. 

   MAMÁ, ENSÉÑAME A SER SACERDOTE

  El 23 de julio de 1922, una semana antes de la  ordenación sacerdotal, Manuel que tenía treinta años escribió a su madre: “¡Mamá, enséñame a ser sacerdote! Háblame de la alegría inmensa de poder celebrar la Santa Misa. Entrego todo en tus manos como tú me has custodiado sobre tu pecho cuando era niño y me has enseñado a pronunciar los hermosos nombres de Jesús y María, para introducirme en este misterio. Me siento de veras un niño que te pide oraciones y sacrificios.... Apenas sea ordenado sacerdote, te enviaré mi bendición y después acogeré de rodillas la tuya”. 

Cuando Manuel fue ordenado sacerdote, el 31 de julio de 1922 en Barcelona, Conchita se levantó para participar espiritualmente en la ordenación; a causa de la diferencia de horario en México era de noche. Ella se conmovió profundamente: “¡Soy madre de un sacerdote!... ¡Puedo solamente llorar y agradecer! Invito a todo el cielo a agradecer en mi lugar, porque me siento incapaz por mi miseria”. Diez años después escribió al hijo: “No logro imaginarme un sacerdote que no sea Jesús y aún menos cuando forma parte de la Compañía de Jesús. Rezo por ti para que tu transformación en Cristo, desde el momento de la celebración, se realice de modo que tu seas Jesús de día y de noche” (17 de mayo de 1932) “¿qué haríamos sin la cruz? La vida sin dolores que unen, santifican, purifican y obtienen gracias, sería insoportable” (10 de junio de 1932). Padre Manuel murió  a 66 años en olor de santidad. 

    El Señor hizo comprender a Conchita en función de su apostolado: “Te confío todavía otro martirio: tú sufrirás lo que los sacerdotes hacen en mi contra. Tú vivirás y ofrecerás por su infidelidad y miseria”. Esta maternidad espiritual para la santificación de los sacerdotes  y de la Iglesia la consumió completamente. Conchita murió en 1937 a 75 años. 

   

MI SACERDOCIO Y UNA DESCONOCIDA

  EL BARÓN WILHELM EMMANUEL KETTELER (1811-1877)

  Todos nosotros debemos lo que somos y nuestra vocación  a las oraciones y a los sacrificios ajenos. En el caso del conocido obispo Ketteler,  un personaje excelente del episcopado alemán del Ochocientos y una de las figuras de relieve entre los fundadores de la sociología católica, la bienhechora fue una religiosa conversa, la última y la más pobre religiosa de su convento.

    En 1869 se encontraron juntos un obispo de una diócesis de Alemania y un huésped suyo, el  Obispo Ketteler de Münster. Durante la conversación, el obispo diocesano subrayaba las múltiples obras benéficas de su huésped.  Pero el obispo Ketteler explicaba a su interlocutor: “Todo lo que con la ayuda de Dios alcancé, se lo debo a la oración y al sacrificio de una persona que no conozco. Puedo decir solamente que alguien ofreció su vida a Dios en sacrificio por mí y a esto debo el hecho de ser sacerdote”. Y continuó: “En un primer momento no me sentía destinado al sacerdocio. Había realizado mis exámenes de habilitación en Abogacía y apuntaba a hacer carrera cuanto antes para obtener en el mundo un lugar importante y tener honores, consideración y dinero.  Pero un acontecimiento extraordinario me lo impidió y dirigió mi vida en otra dirección. 

Una tarde, mientras me encontraba solo en mi habitación, me entregué a mis sueños ambiciosos y a los planes para el futuro. No sé que me sucedió, si estaba despierto o dormido: ¿lo que veía era la realidad o se trataba de un sueño? Una cosa sé: vi lo que fue luego  la causa de la transformación de mi vida. Claro y neto, Cristo estaba sobre mí en una nube de luz y me mostraba su Sagrado Corazón. Delante de Él se encontraba una religiosa arrodillada que levantaba las manos en posición de imploración. De la boca de Jesús escuché las siguientes palabras: '¡Ella reza incesantemente por ti!'. Veía claramente la figura del orante, su fisonomía se imprimió tan fuertemente en mí que todavía hoy la tengo delante de mis ojos. Ella me parecía una simple conversa. Su vestido era pobre y ordinario, sus manos enrojecidas y callosas por el trabajo pesado. Cualquier cosa haya sido, un sueño o no, para mí fue extraordinario porque quedé impresionado profundamente y desde aquel momento decidí consagrarme completamente a Dios en el servicio sacerdotal. 

Me aparté en un monasterio para los ejercicios espirituales y discutí de todo esto con mi confesor. Inicié los estudios de teología a treinta años. Todo el resto usted ya lo conoce. Si ahora usted piensa que algo bueno ocurre a través mío, sepa de quien es el verdadero mérito: de aquella religiosa que rezó por mí, quizás sin conocerme.  Estoy convencido que por mi alguien rezó y reza todavía en secreto y que sin aquella oración no podría alcanzar la meta que Dios me ha destinado”. “¿Sabe quién es que reza por usted y dónde?”: preguntó el obispo diocesano. “No, puedo sólo cotidianamente pedir a Dios que la bendiga, si  todavía vive, y que devuelva mil veces lo que hizo por mí”. 

 LA HERMANA DEL ESTABLO  

El día siguiente, el obispo Ketteler fue a visitar un convento de religiosas en una ciudad cercana y celebró para ellas la Santa Misa en la capilla. Casi al final de la distribución de la Santísima Comunión, llegando a la última fila, su mirada se fijó en una religiosa.  Su rostro palideció, él quedó inmóvil, luego se recuperó y dio la Comunión a la religiosa que nada había notado y estaba devotamente de rodillas. Después concluyó serenamente la liturgia. 

Para el desayuno llegó también al convento el obispo diocesano del día anterior. El obispo Ketteler pidió a la madre superiora de presentarle a todas las religiosas, quienes llegaron en poco tiempo. Los dos obispos se acercaron y Ketteler las saludaba observándolas, pero parecía claramente no encontrar lo que buscaba. En voz baja se dirige a la madre superiora: “¿Estas son todas las religiosas?”. Ella mirando al grupo, respondió: “¡Excelencia, las hice llamar a todas, pero efectivamente falta una!”. “¿Por qué no vino?”. La madre respondió: “Ella se ocupa del establo, y lo hace de un modo tan ejemplar que en su celo a veces se olvida las otras cosas”. “Deseo conocer a esta religiosa”, dijo el obispo. Después de poco tiempo, llegó la religiosa. Él palideció de nuevo y después de haber dirigido algunas palabras a todas las religiosas, pidió permanecer sólo con ella. 

“¿Usted me conoce?”: preguntó. “¡Excelencia, yo no lo he visto nunca!”. “¿Pero usted rezó y ofreció buenas obras por mí?”: quería saber Ketteler. “No soy consciente de ello, porque no sabía de la existencia de Vuestra Gracia”.

El obispo permaneció algunos instantes inmóvil y en silencio, luego continuó con otras preguntas. “¿Cuáles son las devociones que más ama y que practica con más frecuencia?”. “La veneración al Sagrado Corazón”, contestó la religiosa. “¡Parece que usted tiene el trabajo más pesado en el convento!”: continuó. “¡Ay no, Vuestra Gracia! Ciertamente no puedo desconocer que a veces me repugna”. “¿Entonces qué hace cuando está agobiada por la tentación?”. “Tomé la costumbre de afrontar por amor a Dios con alegría y celo todas las tareas que me cuestan mucho y después las ofrezco por un alma del mundo. Será el buen Dios quien elegirá a quien dar Su gracia, yo no lo quiero saber. También ofrezco la hora de adoración de la noche, desde las veinte a las veintiuno, por esta intención.” “¿Cómo le surdió la idea de ofrecer todo esto por un alma?”. “Es una costumbre que ya tenía cuando todavía vivía en el mundo. En la escuela el párroco nos enseñó que se debería rezar por los demás como se hace por los propios parientes. Además añadía: 

'Sería necesario rezar mucho por los que corren el peligro de perderse por la eternidad. Pero como sólo Dios sabe quien tiene mayor necesidad, lo mejor sería ofrecer las oraciones al Sagrado Corazón de Jesús, confiando en Su sabiduría y omnisciencia'. Así hice, y siempre pensé que Dios encuentra el alma justa”.

DÍA DEL CUMPLEAÑOS Y DÍA DE LA CONVERSIÓN

  “¿Cuántos años tiene?”: le preguntó Ketteler. “Treinta y tres años, Excelencia.” El obispo, perturbado, se interrumpió por un instante, luego preguntó: “¿Cuándo  nació?”. La religiosa refirió el día de su nacimiento. El obispo entonces hizo una exclamación: se trataba precisamente  del día de su conversión! Él la había visto exactamente así, delante de sí como se encontraba en aquel momento. “¿Usted no sabe si sus oraciones y sus sacrificios tuvieron éxito?”. “No, Vuestra Gracia”. “¿Y no lo quiere saber?”. “El buen Dios sabe que cuando se hace algo bueno, esto es suficiente”, fue la simple respuesta. El obispo estaba muy impresionado: “¡Por amor a Dios, entonces continúe con esta obra!”. 

La religiosa se arrodilló frente a él y le pidió su bendición. El obispo levantó solemnemente las manos y con profunda conmoción dijo: “Con mis poderes episcopales, bendigo su alma, sus manos y el trabajo que cumplen, bendigo sus oraciones y sus sacrificios, su dominio de sí y su obediencia. La bendigo especialmente para su última hora y ruego a Dios que la asista con Su consuelo”. “Amén”, respondió serena la religiosa y se alejó. 

  UNA ENSEÑANZA PARA TODA LA VIDA 

El obispo se sintió turbado profundamente, se acercó a la ventana  para mirar afuera, tratando de recobrar su equilibrio. Más tarde se despidió de la madre superiora para regresar a la casa de su amigo y cohermano. A él le confió: “Ahora encontré a quien debo mi vocación.  Es la última y la más pobre conversa del convento. Nunca podré suficientemente dar gracias a Dios por Su misericordia, porque aquella religiosa reza por mí desde casi veinte años. Pero Dios ya en antelación había acogido su oración y también había previsto que el día de su nacimiento coincidiera con el de mi conversión; sucesivamente Dios acogió las oraciones y las obras buenas de aquella religiosa. 

¡Cuál enseñanza y admonición para mí! Si un día tuviera la tentación de jactarme por eventuales éxitos y por mis obras delante de los hombres, debería tener presente que todo me proviene de la gracia de la oración y del sacrificio de una pobre sierva del establo de un convento. Y si un trabajo insignificante me parece de poco valor, tengo que reflexionar que lo que aquella sierva, con obediencia humilde hacia Dios, hace y ofrece en sacrificio con dominio de sí tiene un tal valor delante a Dios, a tal punto que sus obras han creado un obispo para la Iglesia!”.

 (foto)

 El obispo Wilhelm Emmanuel Ketteler 

 

 SANTA TERESA DE LISIEUX

(1873-1897)

  Teresa tenía sólo 14 años cuando, durante un peregrinaje a Roma, comprendió su vocación de madre espiritual para los sacerdotes. En su autobiografía escribe como, después de haber conocido en Italia a muchos santos sacerdotes, había también comprendido que, a pesar de su sublime dignidad, ellos permanecían hombres débiles y frágiles. “Si santos sacerdotes... muestran con su comportamiento que tienen necesidad extrema de oraciones, qué tendríamos que decir de aquellos que son tibios” (A 157). En una de sus cartas animaba a la hermana Celina: “Vivamos por las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes... recemos, suframos por ellos y, en el último día, Jesús será agradecido” (LT 94). 

  En la vida de Teresa, doctora de la Iglesia, hay un episodio conmovedor que demuestra su celo por las almas y especialmente por los misioneros. Ya estaba muy enferma y caminaba sólo con mucho esfuerzo, por ello el médico le había ordenado que hiciera todos los días, por media hora, un paseo en el jardín. Si bien no creyendo en la utilidad de este ejercicio, ella lo realizaba fielmente cada día.  Una vez una hermana que la acompañaba, viendo los grandes sufrimientos que le proporcionaba el caminar, le dijo: “¿Pero sor Teresa, por qué hace todo este esfuerzo si le procura más sufrimientos que alivio?”. Y contestó la santa: “Sabe hermana, estoy pensando que quizás justamente en este momento un misionero en un país lejano se siente muy cansado y desmoralizado, por ello ofrezco mis fatigas por él”. 

Dios demostró haber acogido el deseo de Teresa de ofrecer su vida por los sacerdotes, cuando la madre superiora le confió dos nombres de seminaristas, que habían pedido ayuda espiritual  a una carmelita. Uno era el Abate Maurice Bellière, que pocos días después de la muerte de Teresa recibió el hábito de “Padre Blanco” y se hizo sacerdote y misionero. El otro era Padre Adolphe Roulland, que la santa acompañó con sus oraciones y sacrificios hasta la ordenación sacerdotal y luego, de modo especial como misionero en China. 

 BEATO CARDENAL CLEMENS AUGUST VON GALEN

(1878-1946)

  El 13 de septiembre de 1933, a 55 años, el párroco Clemens von Galen fue nombrado obispo de  Münster por el Papa Pío XI.  Conforme  a su lema de no dejarse influenciar “ni por la alabanza, ni por el miedo”, protestó públicamente en contra de las medidas terroristas  de la Gestapo y denunció al Estado que había dañado los derechos de la Iglesia y de los creyentes. En 1946, el Papa Pío XII nombró cardenal al obispo de Münster por sus méritos y por el extraordinario coraje en el profesar la fe. Cuando entró como pastor de Münster, el obispo Galen hizo imprimir una imagen con el siguiente escrito: 

“Soy el decimotercero hijo de nuestra familia y agradeceré eternamente a mi madre por haber tenido el coraje de decir sí a Dios también por este decimotercero niño.  Sin este ‘sí’ de mi madre ahora yo no sería sacerdote y obispo”.

   

VENERABLE PAPA JUAN PABLO I

(1912-1978)

 “ME LO ENSEÑÓ MI MADRE”

  Juan Pablo I inició su última Audiencia general en septiembre de 1978 rezando el acto de caridad. 

“'Dios mío, te amo con todo el corazón más que a cualquier cosa, porque eres bien infinito y nuestra eterna felicidad; y por amor hacia ti amo al próximo como a mi mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, que yo te ame siempre más’. 

Es una famosa oración con las palabras de la Biblia.  Me la enseñó mi madre. Continuo a rezarla muchas veces al día”. 

   Pronunció estas palabras sobre su madre con un tono de voz tan tierno que los presentes en la sala de la audiencia respondieron con un aplauso impetuoso. Entre ellos, una joven mujer dijo con lágrimas en los ojos: “¡Como es conmovedor que el papa hable de su madre! Ahora entiendo mejor cuál influencia podemos tener las madres sobre nuestros hijos”. 

   “¡SENOR, DANOS DE NUEVO SACERDOTES!” 

Durante la persecución comunista, Anna Stang padeció muchos sufrimientos y,

como muchas otras mujeres en sus mismas condiciones,

ofreció todo por los sacerdotes. En la vejez, se convirtió ella misma en una persona con espíritu sacerdotal.

 “¡NOSOTROS NOS QUEDAMOS SIN PASTORES!”

 Anna nació en 1909 en la parte alemana del río Volga en una numerosa familia católica. Era sólo una alumna de nueve años, cuando experimentó el inicio de la persecución; escribió: 

“... 1918, en segundo grado, al inicio de las lecciones todavía rezábamos el Padre Nuestro. Un año después ya estaba prohibido y el párroco no tenía más el permiso de entrar en la escuela. 

Se comenzaba a reír de nosotros cristianos, no se respetaban más a los sacerdotes y los seminarios fueron destruíos”.

Cuando tenía once años, Anna perdió al padre y a algunos hermanos y hermanas por  una epidemia de cólera. Poco tiempo después, también murió la mamá y ella, que había apenas cumplido diecisiete años, se hizo cargo de los hermanos y las hermanas más pequeños. No sólo no tuvo más a los padres, sino “… también nuestro párroco murió en aquel período y muchos sacerdotes fueron arrestados. ¡De este modo nos quedamos sin pastores! Éste fue un golpe duro. La iglesia en la parroquia vecina todavía estaba abierta, pero también allí no había más un sacerdote. Los fieles nos reuníamos lo mismo para rezar, pero sin el pastor la iglesia estaba abandonada.  Lloraba y no podía calmarme.  Cuántos cantos, cuantas oraciones la habían colmado y ahora parecía todo como muerto”.

En la escuela de este profundo sufrimiento espiritual, desde entonces Anna inició a rezar de modo particular por los sacerdotes y los misioneros.  “¡Señor, dónanos de nuevo un sacerdote, dónanos la Santísima Comunión!  Ofrezco todo con gusto por amor hacia Ti, oh sagradísimo Corazón de Jesús!”.

 

Anna Stang, a la derecha, con su amiga Vittoria. 

 Anna ofreció por los sacerdotes todos los sufrimientos sucesivos, especialmente cuando en 1938 en una noche su hermano y su esposo – estaba felizmente casada desde hacía siete años – fueron arrestados y nunca más regresaron. 

   

LE HAN CONFIADO EL SERVICIO SACERDOTAL

  En 1942, Anna, joven viuda, fue deportada a Kazakistan, junto a sus tres hijos. “Fue duro afrontar el frío invierno, pero luego llegó la primavera. En aquel período lloré mucho, pero también recé muchísimo. Tuve siempre la impresión que alguien me tenía la mano.  En la ciudad de Syrjanowsk encontré algunas mujeres de fe católica. Nos reuníamos a escondidas los domingos y en los días de fiesta para cantar y rezar el rosario. Yo suplicaba a menudo: María, nuestra querida madre, mira como somos pobres. ¡Dónanos de nuevo sacerdotes, maestros y pastores!”. 

Desde 1965 la violencia de la persecución disminuyó y Anna pudo ir una vez al año a la capital de Kirghizistan, donde se encontraba un sacerdote católico en exilio. “Cuando en Biskek fue construida nada menos que una iglesia, fuimos con Vittoria, una conocida mía, para participar en la Santa Misa. El viaje fue largo, más que 1000  kilómetros, pero para nosotros fue una gran alegría. ¡Por más de 20 años no habíamos visto un sacerdote ni un confesionario! El pastor de aquella ciudad era anciano y por más de diez años había sido encarcelado a causa de su fe. Mientras me encontraba allí, me confiaron las llaves de la iglesia, así pude hacer largas horas de adoración. Nunca habría pensado de poder estar tan cerca del tabernáculo. Plena de alegría, me arrodillé y lo besé”. 

  Antes de partir, Anna tuvo el permiso de llevar la Santa Comunión a los católicos más ancianos de su ciudad, que nunca hubieran podido ir personalmente. “A pedido del sacerdote, durante treinta años en mi ciudad bauticé a niños y adultos, preparé las parejas al sacramento del matrimonio y oficié funerales, hasta cuando, por problemas de salud, no pude más desarrollar este servicio”. 

 

  ¡ORACIONES ESCONDIDAS... PARA QUE LLEGARA UN SACERDOTE! 

No se puede imaginar la gratitud de Anna, cuando en 1995 encontró por primera vez un sacerdote misionero.  Lloró de alegría y conmovida exclamó: “Llegó Jesús, el Sumo Sacerdote!”. Rezaba desde hacía décadas para que llegara un sacerdote a su ciudad, pero alcanzando 86 años había casi perdido la esperanza de ver con sus ojos la realización de  este deseo profundo. 

La Santa Misa fue celebrada en su casa y esta mujer maravillosa con ánimo sacerdotal pudo recibir la Santa Comunión: por todo el día Anna no comió más nada, queriendo expresar así su profundo respeto y su alegría. 

 UNA VIDA OFRECIDA POR EL PAPA Y LA IGLESIA

  En el sentido más verdadero, justamente en el corazón del Vaticano, a la sombra de la cúpula de San Pedro, se encuentra un convento consagrado a la “Mater Ecclesiae”, a la Madre de la Iglesia.  El edificio simple, usado en precedencia para distintos finalidades, hace algunos años fue reestructurado para adecuarlo a las necesidades de una orden contemplativa.  El mismo Papa Juan Pablo II hizo que este convento de clausura fuera inaugurado el 13 de mayo de 1994, el día de la Virgen de Fátima; aquí las religiosas habrían consagrado su vida por las necesidades del San Padre y de la Iglesia. 

Esta tarea es confiada cada cinco años a una orden contemplativa diferente. La primera comunidad internacional estaba formada por Clarisas provenientes de seis países (Italia, Canadá, Ruanda, Filipinas, Bosnia y Nicaragua). Su lugar luego fue tomado por las Carmelitas, que han continuado a rezar y a ofrecer su vida por las intenciones del papa.  Desde el 7 de octubre del 2004, fiesta de la Virgen del Rosario, se encuentran en el monasterio siete Hermanas Benedictinas de cuatro nacionalidades. Una filipina, una estadounidense, dos francés y tres italianas. 

 (foto) 

Encuentro con el Santo Padre Juan Pablo II en su biblioteca privada, el 23 de diciembre de 2004. 

 Con esta fundación, Juan Pablo II mostraba a la opinión pública mundial, sin palabras, pero de modo muy claro, cuánto la escondida vida contemplativa sea importante e indispensable, también en nuestra época moderna y frenética, y cuál valor le atribuye a la oración en el silencio y sacrificio escondido. Si él deseaba tener en sus cercanías a religiosas de clausura para que rezaran por él  y por su pontificado, esto también revela la profunda convicción que la fecundidad de su ministerio de pastor universal y el éxito espiritual de su inmensa obra, provinieran en primera línea, de la oración y del sacrificio de otros. 

También el Papa Benedictus XVI tiene la misma profunda convicción. Dos veces fue a celebrar la Santa Misa en el convento de “sus religiosas”, agradeciéndoles por la oferta de su vida por él. Las palabras que él dirigió el 15 de septiembre de 2007 a las Clarisas de Castelgandolfo, vale tranquilamente también para las religiosas de clausura del Vaticano: “He aquí pues, queridas hermanas, lo que el papa espera de vosotras: que seáis antorchas ardientes de amor, ‘manos unidas’ que velan en oración incesante, desapegadas totalmente del mundo, para sostener el ministerio de  aquel que Jesús llamó para conducir su Iglesia”. La Providencia dispuso realmente muy bien que, bajo el pontificado de un papa que tanto aprecia a San Benito, puedan serle cercanas de modo especial justamente las Hermanas Benedictinas. 

  UNA VIDA MARIANA COTIDIANA 

No es una casualidad que el San Padre haya elegido órdenes femeninas para esta tarea. 

En la historia de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de la Madre de Dios, siempre fueron las mujeres a acompañar y a sostener, con la oración y el sacrificio, el camino de los  apóstoles y de los sacerdotes en su actividad misionera. Por esto las órdenes contemplativas consideran a su carisma “la imitación y la contemplación de Maria”. Madre M. Sofía Cicchetti, actual priora del monasterio, define la vida de su comunidad como una

 

 (foto)

Madre M. Sofía Cicchetti ofrece al Santo Padre un accesorio para la Santa Misa bordado a mano por las religiosas. La vida mariana cotidiana: “Nada es extraordinario aquí. Nuestra vida contemplativa y claustral se puede comprender sólo a la luz de la fe y del amor a Dios. En esta nuestra sociedad consumista, hedonista, parece que casi han desaparecido ya sea el sentido de la belleza y del estupor delante de las grandes obras que Dios cumple en el mundo y en la vida de cada hombre y cada mujer, que la adoración hacia el misterio de Su amorosa presencia entre nosotros.  En el contexto del mundo de hoy, nuestra vida separada del mundo, pero no indiferente a este, podría parecer absurda e inútil. Sin embargo podemos alegremente testimoniar que no es una pérdida dar el tiempo para Dios sólo. Recuerda a todos proféticamente una verdad fundamental: la humanidad, para ser auténtica y plenamente ella misma, tiene que anclarse en Dios y vivir en el tiempo la dimensión del amor de Dios. Queremos ser como muchos ‘Moisés’ que, con los brazos alzados y el corazón dilatado por un amor universal pero muy concreto, interceden por el bien y la salvación del mundo, convirtiéndose, así en ‘colaboradoras en el misterio de la Redención’ (Cf. Verbi Sponsa, 3). 

Nuestra tarea no se basa tanto en el ‘hacer’ cuanto en el ‘ser’ nueva humanidad. A la luz de todo esto podemos decir que nuestra vida es vida plena de sentido, no es para nada desperdicio o derroche, ni cerrazón o fuga del mundo sino alegre donación a Dios - Amor y a todos los hermanos sin exclusión, y aquí en el ‘Mater Ecclesiae’ de modo particular para el papa y sus colaboradores”. 

Sor Chiara - Cristiana, madre superiora de las Clarisas de la primera comunidad en el centro del Vaticano, dijo: “Cuando llegué aquí encontré la vocación en mi vocación: dar la vida por el Santo Padre como Clarisa. Así fue para todas las otras hermanas”.

Madre M. Sofía confirma: “Nosotras como Benedictinas estamos intensamente unidas a la Iglesia universal y por lo tanto sentimos un gran amor por el papa dondequiera que estemos. Seguramente el haber sido llamadas tan cerca de él - también físicamente - en este monasterio ‘original’ hizo profundizar aún más el amor hacia él. Tratamos de trasmitirlo también en nuestros monasterios de origen. 

Nosotras sabemos que estamos llamadas a ser madres espirituales en nuestra vida escondida y en el silencio. Entre nuestros hijos espirituales tienen un lugar privilegiado los sacerdotes y los seminaristas y cuantos se dirigen a nosotras pidiendo ayuda para su vida y su ministerio sacerdotal, en las pruebas o desesperaciones del camino.  Nuestra vida quiere ser ‘testimonio de la fecundidad apostólica de la vida contemplativa, a imitación de María Santísima, que en el misterio de la Iglesia se presenta de modo eminente y singular como virgen y madre’” (Cf. LG 63). 

 

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Capítulo 5


EL SUBLIME CONOCIMIENTO DE CRISTO

(Raniero Cantalamesa, JESUCRISTO, EL SANTO DE DIOS)

 

       EL OBJETIVO de estas reflexiones sobre la persona de Jesucristo —he dicho al inicio— es preparar el terreno para una nueva ola de evangelización con ocasión de cumplirse el segundo milenio de la venida de Cristo a la tierra. Pero ¿cuál es el objetivo primario de toda evangelización y de toda catequesis? ¿Acaso el de enseñar a los hombres un número determinado de verdades eternas, o el de transmitir a la generación que viene los valores cristianos? No. Es llevar a los hombres al encuentro personal con Jesucristo, único salvador, haciéndolos “discípulos” suyos. El gran mandato de Cristo a los apóstoles suena así: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19).

       1. El encuentro personal con Cristo.

Juan, al comienzo de su evangelio, nos dice cómo se hace uno discípulo de Cristo, contándonos su experiencia, es decir, cómo llega a ser él mismo un día discípulo de Jesús. Vale la pena releer este pasaje, que es uno de los primeros y más llamativos ejemplos de lo que hoy llamamos contar el testimonio de la propia experiencia:
“Al día siguiente, Juan estaba todavía allí con sus discípulos; vio a Jesús, que pasaba, y dijo: ‘Este es el cordero de Dios’. Los discípulos lo oyeron y se fueron con Jesús. Jesús se volvió y, al verlos, les dijo: ‘Qué buscáis?’ Ellos le dijeron: ‘Rabí (que significa maestro), ¿dónde vives?’ El les dijo: ‘Venid y lo veréis’. Fueron, vieron dónde vivía y permanecieron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde” (Jn 1,35-39).

No encontramos nada de abstracto ni de escolástico en este modo de hacerse discípulo de Jesús. Es un encuentro de personas; es el inicio de una relación, de una amistad y familiaridad destinadas a durar una vida; más aún, una eternidad. Jesús se vuelve y, dándose cuenta de que lo seguían, se detiene y pregunta: “Qué buscáis?” Le responden: “Rabí, ¿dónde vives?” Y así, casi sin darse cuenta, lo han proclamado su maestro y han decidido que serán sus discípulos. Jesús no les da libros para estudiar o preceptos para retenerlos en la memoria, sino que les dice simplemente: “Venid y lo veréis”. Los invita a estar con él. Fueron y se quedaron con él.
He aquí cómo de un encuentro personal nacen enseguida otros encuentros personales, y quien ha conocido a Jesús lo da a conocer a otros. He aquí, en definitiva, cómo se transmite la buena noticia. Uno de los dos nuevos discípulos era el que escribe, Juan; el otro era Andrés. Andrés fue a decirle a su hermano Simón: “Hemos encontrado al mesías’ (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’ (que significa piedra)” (Jn 1,4 1-42). Así llegó a la fe el jefe mismo de los apóstoles: por testimonio de otro. Al día siguiente Jesús le dice a Felipe: ¡Sígueme! Felipe encuentra a Natanael y le dice: “He encontrado a aquel de quien Moisés escribió”, y responde a sus objeciones repitiendo las palabras de Jesús: “Ven y verás” (cf Jn 1,46).

Si el cristianismo no es primariamente —como se ha dicho en muchas ocasiones, y con razón— una doctrina, sino una persona, Jesucristo, de ahí se sigue que el anmuncio de esta persona y la relación con ella es lo más importante, el inicio de toda verdadera evangelización y la condición misma de su posibilidad. Invertir este orden y poner las doctrinas y las obligaciones del evangelio por delante del descubrimiento de Jesús sería como poner los vagones de un tren delante de la locomotora que debe arrastrarlos. La persona de Jesús es lo que abre camino en el corazón a la aceptación de todo lo demás. Quien ha conocido una vez a Jesús vivo no necesita otro impulso; es él mismo quien arde en deseos de conocer su pensamiento, su voluntad, su palabra. No se acepta a

Jesús por la autoridad de la Iglesia, sino al contrario, por la autoridad de Jesús se acepta y se ama a la Iglesia. Lo primero que debe hacer, por tanto, la Iglesia no es presentarse a sí misma a los hombres, sino presentar a Jesucristo. A este respecto existe un problema pastoral serio. Se denuncia desde muchos sitios y con preocupación el éxodo de numerosos fieles católicos hacia otras confesiones cristianas, en general protestantes. Si se intenta observar un poco desde cerca el fenómeno, se advierte que, en general, estos fieles son atraídos por una predicación más sencilla e inmediata, apoyada toda ella en la aceptación de Jesús como Señor y salvador de la propia vida. Por lo común no se trata de las mayores Iglesias protestantes, sino de pequeñas Iglesias de reciente creación, y a veces incluso de grupos o sectas, que se nutren de una “segunda conversión”. La fascinación que provoca este tipo de predicación en las personas es notable; y no se puede decir que sea siempre una fascinación superficial y efímera, porque cambia con frecuencia la vida de las personas.

       Las Iglesias con una fuerte tradición dogmática y teológica y con un gran aparato legislativo se encuentran a veces en desventaja por su misma riqueza y complejidad de doctrina, frente a una sociedad que ha perdido en gran parte su fe cristiana y que necesita por ello volver a empezar desde el principio, es decir, volviendo a descubrir a Jesucristo. Es como si faltase aún el instrumento adecuado para esta nueva situación que se vive en diversos países cristianos. Estamos más preparados, por nuestro pasado, para hacer pastores que para hacer pescadores de hombres; es decir, más preparados para apacentar a las personas que han permanecido fieles a la Iglesia que para conducir a ella a nuevas personas o para “repescar” a las que se han alejado. Esto nos hace ver la necesidad urgente que tenemos de una evangelización que, aun siendo católica, es decir, abierta a toda la plenitud de la verdad y de la vida cristiana, sea también sencilla y esencial, lo que se logra haciendo de Jesucristo el punto inicial y focal de todo, aquel del que siempre se parte y al que siempre se vuelve.

No encontramos nada de abstracto ni de escolástico en este modo de hacerse discípulo de Jesús. Es un encuentro de personas; es el inicio de una relación, de una amistad y familiaridad destinadas a durar una vida; más aún, una eternidad. Jesús se vuelve y, dándose cuenta de que lo seguían, se detiene y pregunta: “Qué buscáis?” Le responden: “Rabí, ¿dónde vives?” Y así, casi sin darse cuenta, lo han proclamado su maestro y han decidido que serán sus discípulos. Jesús no les da libros para estudiar o preceptos para retenerlos en la memoria, sino que les dice simplemente: “Venid y lo veréis”. Los invita a estar con él. Fueron y se quedaron con él.
He aquí cómo de un encuentro personal nacen enseguida otros encuentros personales, y quien ha conocido a Jesús lo da a conocer a otros. He aquí, en definitiva, cómo se transmite la buena noticia. Uno de los dos nuevos discípulos era el que escribe, Juan; el otro era Andrés. Andrés fue a decirle a su hermano Simón: “Hemos encontrado al mesías’ (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’ (que significa piedra)” (Jn 1,41-42). Así llegó a la fe el jefe mismo de los apóstoles: por testimonio de otro. Al día siguiente Jesús le dice a Felipe: ¡Sígueme! Felipe encuentra a Natanael y le dice: “He encontrado a aquel de quien Moisés escribió”, y responde a sus objeciones repitiendo las palabras de Jesús: “Ven y verás” (cf Jn 1,46).

Si el cristianismo no es primariamente —como se ha dicho en muchas ocasiones, y con razón— una doctrina, sino una persona, Jesucristo, de ahí se sigue que el anmuncio de esta persona y la relación con ella es lo más importante, el inicio de toda verdadera evangelización y la condición misma de su posibilidad. Invertir este orden y poner las doctrinas y las obligaciones del evangelio por delante del descubrimiento de Jesús sería como poner los vagones de un tren delante de la locomotora que debe arrastrarlos. La persona de Jesús es lo que abre camino en el corazón a la aceptación de todo lo demás. Quien ha conocido una vez a Jesús vivo no necesita otro impulso; es él mismo quien arde en deseos de conocer su pensamiento, su voluntad, su palabra. No se acepta a

Jesús por la autoridad de la Iglesia, sino al contrario, por la autoridad de Jesús se acepta y se ama a la Iglesia. Lo primero que debe hacer, por tanto, la Iglesia no es presentarse a sí misma a los hombres, sino presentar a Jesucristo.

A este respecto existe un problema pastoral serio. Se denuncia desde muchos sitios y con preocupación el éxodo de numerosos fieles católicos hacia otras confesiones cristianas, en general protestantes. Si se intenta observar un poco desde cerca el fenómeno, se advierte que, en general, estos fieles son atraídos por una predicación más sencilla e inmediata, apoyada toda ella en la aceptación de Jesús como Señor y salvador de la propia vida. Por lo común no se trata de las mayores Iglesias protestantes, sino de pequeñas Iglesias de reciente creación, y a veces incluso de grupos o sectas, que se nutren de una “segunda conversión”. La fascinación que provoca este tipo de predicación en las personas es notable; y no se puede decir que sea siempre una fascinación superficial y efímera, porque cambia con frecuencia la vida de las personas.
Las Iglesias con una fuerte tradición dogmática y teológica y con un gran aparato legislativo se encuentran a veces en desventaja por su misma riqueza y complejidad de doctrina, frente a una sociedad que ha perdido en gran parte su fe cristiana y que necesita por ello volver a empezar desde el principio, es decir, volviendo a descubrir a Jesucristo. Es como si faltase aún el instrumento adecuado para esta nueva situación que se vive en diversos países cristianos. Estamos más preparados, por nuestro pasado, para hacer pastores que para hacer pescadores de hombres; es decir, más preparados para apacentar a las personas que han permanecido fieles a la Iglesia que para conducir a ella a nuevas personas o para “repescar” a las que se han alejado. Esto nos hace ver la necesidad urgente que tenemos de una evangelización que, aun siendo católica, es decir, abierta a toda la plenitud de la verdad y de la vida cristiana, sea también sencilla y esencial, lo que se logra haciendo de Jesucristo el punto inicial y focal de todo, aquel del que siempre se parte y al que siempre se vuelve.

Esta insistencia en la importancia de un encuentro personal con Jesucristo no es un síntoma de subjetivismo o de sentimentalismo, sino la traducción al plano espiritual y pastoral de un dogma central de nuestra fe: que Jesucristo es “una persona”. En esta meditación quisiera mostrar cómo el dogma que proclama a Cristo “una persona” no es sólo un enunciado metafísico que ya no interese a nadie, o a lo sumo a algún teólogo, sino al contrario, es el fundamento mismo del anuncio cristiano y el secreto de su fuerza. En efecto, el único modo de conocer a una persona viva es entrar en relación viva con ella.

La Iglesia, en los concilios, ha recogido lo esencial de su fe en Jesucristo en tres afirmaciones: Jesucristo es verdadero hombre; Jesucristo es verdadero Dios; Jesucristo es una sola persona. Se trata de una especie de triángulo dogmático, en el que la humanidad y la divinidad representarían los dos lados y la unidad de persona el vértice. Esto es cierto incluso históricamente. Primero, en la lucha contra la herejía gnóstica, se salvaguardó la humanidad de Cristo. Después, en el siglo iv, en la lucha contra el arrianismo, se salvaguardó su divinidad. Y, por fin, en las controversias cristológicas del siglo y, la unidad de su persona.
Después de haber reflexionado en los capítulos anteriores sobre Jesús “verdadero hombre” y sobre Jesús “verdadero Dios”, queremos reflexionar ahora sobre Jesús “persona”. “Enseñamos —dice el concilio de Calcedonia— que Cristo debe ser reconocido como una persona o hipóstasis, no separado ni dividido en dos personas, sino único e idéntico Hijo unigénito, Verbo y Señor nuestro Jesucristo”

Es sabida la importancia central de esta verdad, que habla de una unión hipostática o personal entre el hombre y Dios en Cristo. Es el “nudo” que mantiene unidas Trinidad y cristología. Cristo es una persona, y esta persona no es otra que la persona del Verbo, la segunda persona de la Trinidad que, encarnándose en María, empezó a existir también como hombre en el tiempo. Divinidad y humanidad, más que como dos naturalezas, aparecen a esta luz como dos etapas o dos modos de existir de una misma persona: primero fuera del tiempo, después en el tiempo; primero sin carne, luego en la carne. La intuición hace depender, de la manera más directa que se pueda pensar, nuestra salvación de la iniciativa gratuita de Dios; la que refleja mejor, en su misma raíz, la naturaleza profunda de la religión cristiana, que es ser la religión de la gracia, del don, más que de la conquista y de las obras; del descenso de Dios, más que del ascenso a Dios. “Nadie ha subido al cielo —dice Jesús en el evangelio de Juan— sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre” (Jn 3,13); y esto quiere decir que no se puede subir hasta Dios si no desciende Dios antes en medio de nosotros; que ninguna cristología que parta radicalmente “desde abajo” (de Jesús “persona humana”) podrá nunca conseguir después “subir al cielo”, es decir, elevarse hasta alcanzar la fe en la divinidad y en la preexistencia de Cristo, como ha demostrado de nuevo la experiencia reciente.

2. “A fin de conocerle a él...”


Pero no es esto lo que me urge sacar a la luz. También este dogma de la única persona de Cristo es una “estructura abierta”, es decir, capaz de hablarnos hoy, de responder a las nuevas necesidades de la fe, que no son las mismas del siglo y. Hoy nadie niega que Cristo sea “una persona”. Hay, como hemos visto, quienes niegan que sea una persona “divina’, prefiriendo decir que es una persona “humana”. Pero la unidad de la persona de Cristo no es contestada por nadie. No es, pues, por esta vertiente tradicional por donde hay que buscar la actualidad del dogma.
En el plano de la vida vivida, lo más importante hoy en el dogma de Cristo “una persona” no es tanto el adjetivo “una” como el sustantivo “persona”. Descubrir y proclamar que Jesucristo no es una idea, un problema histórico, ni tampoco sólo un personaje, sino una persona, y una persona viva. Esto, en efecto, es lo que nos falta hoy, lo que necesitamos urgentemente, para no dejar

que el cristianismo se reduzca a ideología o simplemente a teología.
También esta verdad forma parte de ese castillo encantado que es la terminología dogmática de la Iglesia antigua, en el cual duermen, en un sueño profundo, ¡os príncipes y las princesas más hermosas, y que basta despertar para que se pongan en pie en toda su gloria. Según el programa que nos hemos trazado —de revitalizar el dogma volviendo a partir de su base bíblica— nos dirigimos ahora a la palabra de Dios. Y como de lo que se trata es de hacer posible a los hombres de hoy un encuentro personal con Cristo resucitado, parto precisamente de la página del Nuevo Testamento que nos habla del más célebre “encuentro personal” con el resucitado que jamás haya acontecido en la tierra: el del apóstol Pablo. “Saulo, Saulo... ¿Quién eres, Señor? ¡Soy Jesús!” Así sucedió este encuentro, del que tanta bendición brotó para la Iglesia naciente (cf He 9,4-5).
Pero escuchemos cómo describe él mismo este encuentro que dividió en dos partes su vida: “Pero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme con él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la justicia de Dios, que se funda en la fe. Y esto a fin de conocerle a él...” (Flp 3,7-10).

Volveré a evocar aquí de nuevo el momento en que este texto se convirtió para mí en “realidad actuante”, porque la palabra de Dios no se conoce verdaderamente en su naturaleza más profunda sino por los frutos, es decir, por lo que ella ha producido una vez en tu vida o en la vida de otros. Estudiando la cristología había hecho diversas indagaciones sobre el origen del concepto de “persona” en teología, sobre sus definiciones y diversas interpretaciones. Tuve conocimiento de las interminables discusiones en torno a la única persona o hipóstasis de Cristo en el período bizantino, de los estudios modernos sobre la dimensión psicológica de la persona con el consiguiente problema del “yo” de Cristo... En cierto sentido,
lo sabía todo sobre la persona de Cristo. Pero, en un determinado momento, hice un descubrimiento desconcertante: sí, lo conocía todo de la persona de Jesús, pero no conocía a Jesús en persona. Conocía la noción de persona más que la persona misma.
Fueron precisamente esas palabras de Pablo las que me ayudaron a comprender la diferencia. Fue sobre todo la frase: “a fin de conocerle a él...”; y, en particular, fue ese pronombre “él” el que me impresionó. Me parecía contener sobre Jesús más cosas que tratados enteros de cristología. “El” quiere decir Jesucristo, mi Señor “en carne y hueso”. Me di cuenta de que yo conocía libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no lo conocía a él, persona concreta, viva. Al menos no lo conocía cuando me acercaba a él a través del estudio de la historia y de la teología. Había tenido hasta entonces un conocimiento impersonal de la persona de Cristo. Una contradicción, una paradoja, pero... ¡qué frecuente!

¿Por qué “impersonal”? Porque este conocimiento nos deja neutrales ante la persona de Cristo, mientras que el conocimiento que tenía Pablo le hacía considerar todo lo demás como pérdida, como basura, y le ponía en el corazón un anhelo irresistible de alcanzar a Cristo, de desprenderse de todo, incluso del cuerpo, para estar con él. La persona es una realidad única. A diferencia de cualquier otra cosa creada, a la persona se la puede conocer sólo “personalmente”, es decir, estableciendo una relación directa con ella, de manera que deje de ser un “eso” y se haga un “él”, o mejor un “tú”.

Desde este punto de vista, el conocimiento de la persona de Cristo difiere incluso del conocimiento de su humanidad y su divinidad, es decir, de las naturalezas de Cristo. Estas, siendo objetos y partes del todo, se pueden objetivar y estudiar. Pero la persona, no. La persona es un sujeto viviente y es un todo. No puede ser por ello captado plenamente sino conservándolo como tal, es decir, entero, y entrando en relación con él. Reflexionando sobre el concepto de persona en Dios, san Agustín, con toda la teología latina en pos de él, llegó a la conclusión de que persona significa “relación”. El pensamiento moderno, incluso el profano, ha confirmado esta intuición. “La verdadera personalidad consiste en recuperarse a sí mismo introduciéndose en el otro” (Hegel). La persona es persona en el acto en el que se abre a un “tú” y en este encuentro adquiere conciencia de si. Ser persona es “ser- en-relación”. Esto vale de modo eminente para las personas divinas de la Trinidad, que son “puras relaciones”, aunque subsistentes; pero, de manera distinta, vale también para toda persona, ya sea la nuestra o la de Cristo. La persona no se conoce, por tanto, en su realidad, sino entrando en “relación” con ella. No se puede conocer por eso a Jesús como persona sino entrando en una relación personal, de tú a tú, con él. En otras palabras, reconociéndolo como propio Señor.
Entrar en una relación personal con Jesús no es como entrar en relación con cualquier otra persona. Para que sea una relacion verdadera ha de llevarnos a reconocer y aceptar a Jesús por lo que es, es decir, Señor. El apóstol, en el texto recordado, habla de un conocimiento de Cristo “superior”, “eminente” e incluso “sublime” (hyperechon), distinto a todos los otros; distinto, ciertamente, de conocer a Jesús “según la carne”, o como diríamos hoy, según la historia, de modo externo y “científico”. Y dice también en qué consiste este conocimiento superior; consiste en reconocer a Cristo como propio Señor: “... ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. El sublime conocimiento de Cristo, su conocimiento “personal”, consiste, por tanto, en esto: que yo reconozca a Jesús como mi Señor, que es tanto como decir: como mi centro, mi sentido, mi razón de ser, mi supremo bien, el objeto de mi vida, mi alegría, mi gloria, mi ley, mi jefe, mi salvador, aquel a quien pertenezco.


En esto se ve que es posible leer libros y libros —e incluso escribirlos— sobre Jesucristo y, sin embargo, no conocer en realidad a Jesucristo. El conocimiento de Jesús es un conocimiento totalmente especial. Se parece al conocimiento que uno tiene de su madre. ¿Quién conoce de verdad a su madre? ¿El que ha leído muchos libros bellos sobre la maternidad o ha estudiado la idea de madre a través de las distintas culturas y religiones? Cierto que no. Conoce a su madre el hijo que un día, habien d

salido ya de la infancia, aprende que ha sido formado en su seno y que ha venido al mundo a través de sus dolores de parto; toma conciencia del vínculo único en el mundo que existe entre ella y él. Se trata en muchos casos de una revelacion y de una especie de iniciación” en el misterio de la vida. Así ocurre con Jesús. Conoce a Jesús por lo que él es verdaderamente —es decir, de modo intrínseco, no extrínseco— quien un día, por revelación, no ya de la carne y de la sangre como en el caso de la madre, sino del Padre celeste, descubre que ha nacido de él, de su muerte, y que existe espiritualmente para él. Lo conoce quien, leyendo una vez en Isaías el famoso cántico del siervo sufriente, percibe toda la fuerza misteriosa de esa relación “nosotros-él”, sobre la que se ordena todo el cántico: “Élha sido traspasado por nuestros pecados; el castigo, precio de nuestra paz, se ha abatido sobre él;
a causa de sus llagas hemos sido nosotros curados...
El Señor ha hecho recaer sobre él la perversidad de todos nosotros “(Is 53,5-6).

3. La fe termina en las cosas Revitalizar el dogma que habla de Jesús “una persona” significa pasar de la consideración de la esencia de la persona a la de su existencia; es decir, caer en la cuenta de que Jesús resucitado es una persona existente, que está delante de mí; que me llama por mi nombre, como llamó a Saulo. Es necesario que hagamos realidad también en el ámbito de la fe el programa, propuesto por el filósofo Husserl y por toda la fenomenología, de “ir a las cosas”; de ir más allá de los conceptos, de las palabras, de los enunciados de fe, para alcanzar las realidades de fe tal como son. En este caso, la realidad de fe que es Cristo Jesús resucitado y viviente. “La fe no termina en los enunciados, sino en las cosas”, decía santo Tomás 2 No pode2 SANTO TOMÁS DE AQuINo, S.Th., II-II, 1-2, ad 2.

mos contentarnos con creer en la fórmula “una persona”; debemos llegar a la persona misma y, en cierto sentido, tocarla.
Existe un conocimiento que es experiencia, es decir, un gustar y tocar. De él habla san Pablo cuando dice: “A fin de conocerle a él...” Aquí “conocer” es clarísimo que significa, según el lenguaje bíblico, “poseer”; no conocer a través de conceptos, sino de manera directa e inmediata. Hablando del resucitado dice san Agustín: “Si uno cuando está en la tierra no puede tocarlo, ¿quién entre los mortales podrá tocarlo sentado en el cielo? Ahora bien, ese tocar (cf Jn 20,17) representa la fe. Toca a Cristo quien cree en Cristo”3. Ocurre en el conocimiento de fe que a veces en un momento nuestro espíritu es “deslumbrado por el esplendor de la verdad como por una lámpara” y se establece entonces “una especie de contacto espiritual” (“quidam spiritalis contactus”) con la realidad creída 4.
No se trata de algo lejano a ti; no está ni en el cielo ni más allá del mar, sino en tu mismo corazón; y quizá sólo necesitas saber reconocerlo. ¿Ha habido un momento en tu vida en el que Cristo se haya perfilado ante tu mirada interior en toda su majestad, dulzura y belleza; en el que te hayas sentido también tú “conquistado por Cristo” (Flp 3,12), como el apóstol? ¿Algún momento, siquiera breve, en el que el misterio de Jesús y de su cuerpo místico te haya fascinado hasta tal punto que hubieras deseado incluso “liberarte de ti mismo para estar con Cristo” y conocerlo de verdad tal como es? ¿Algún momento —quizá en tus años juveniles— en el que se te haya manifestado claramente por un instante la “verdad” de Cristo hasta el punto de que habrías podido resistir por ella al mundo entero? ¿La verdad de las profecías, la verdad de los evangelios, la verdad de todo lo que se refiere a Cristo? Pues ése era el sublime conocimiento de Cristo, obrado en ti por el Espíritu Santo.
La fe termina así verdaderamente en la “cosa”. Oriente y Occidente están concordes en testimoniar este tipo
SAN AGUSTÍN, Sermo243, 1-2 (PL 38, 1144).

SAN AGUSTÍN, Sermo 52, 6-16 (PL 38, 360).

de conocimiento que alcanza la realidad última. “Nuestro conocimiento de las cosas —dice Cabasilas— es doble: el que se puede adquirir escuchando y el que se aprende por experiencia directa. En el primer modo no tocamos la cosa, sino que la vemos en las palabras como en una imagen, y ni siquiera en una imagen exacta de su forma. No podemos encontrar entre las cosas existentes una que sea totalmente igual a otra, y que, usada como modelo, baste para conocer a la primera. Conocer por experiencia, en cambio, quiere decir alcanzar la cosa misma; en este caso la forma se imprime en el alma y suscita el deseo, como una huella proporcionada a su belleza. Pero cuando estamos privados de la idea propia del objeto y recibimos de él una imagen débil y oscura, sacada de sus relaciones con los otros objetos, nuestro deseo se mide en relación a esta imagen y, por tanto, no lo amamos en cuanto es digno de amor, ni sentimos hacia él los sentimientos que podría suscitar, porque no hemos gustado su forma. Pues así como las diversas formas de las distintas esencias, imprimiéndose en el alma la configuran de modo diverso, así ocurre también con el amor. Cuando el amor del salvador no deja entrever en nosotros nada extraordinario y por encima de la naturaleza, es signo manifiesto de que hemos encontrado sólo voces que hablan de él; pero ¿cómo se puede conocer bien por este medio a aquel a quien nada se le asemeja, que no tiene nada en común con los otros, al que nada se le puede comparar y que con nada puede compararse? ¿Cómo captar su belleza y amarlo de un modo digno de su belleza? Aquellos a los que se les dio un ardor tal que son sacados de su propia naturaleza e inducidos a desear y a realizar obras mayores de las que los hombres pueden concebir, fueron heridos directamente por el esposo; fue él quien deslumbró sus ojos con un rayo de su belleza: el tamaño de la herida es indicio de la flecha, el ardor revela al que nos ha herido”

Cuando el amor del salvador no deja entrever en nosotros nada extraordinario, es signo de que hemos encontrado sólo voces que hablan de él; no a él Si el anuncio

N. CABASILAS, La vida en Cristo II, 8 (PG 150, 552ss).

que hacemos de Cristo no zarandea a nadie; si es repetitivo y carente de entusiasmo, es señal de que hasta ahora hemos oído sólo voces que hablan de él. No lo hemos oído a éL
Pero ¿cómo devolver a nuestra fe agostada por las fórmulas ese realismo que fue la fuente de su fuerza en los padres y en los santos? Las fórmulas, los conceptos, las palabras han adquirido tanta importancia que a menudo han llegado a transformarse en un gran “aislante” que recubre las realidades e impide que lleguen a afectarnos. Como en la eucaristía, los signos visibles —el pan y el vino— se vacían de sí mismos, se ponen a un lado, por así decirlo, y se reducen a puros signos para dejar sitio a la realidad del cuerpo y de la sangre de Cristo que deben transmitir, así, al hablar de Dios, las palabras deben ser humildes signos, preocupados de transmitir las realidades y las verdades vivas que encierran, y después echarse a un lado. Sólo así las palabras de Cristo podrán revelarse como lo que son, es decir, “Espíritu y vida” (cf Jn 6,63).
Debemos pasar —decía— de la atención a la esencia de la persona a la atención a la existencia de la persona de Cristo. Así describe un filósofo reciente lo que provoca en nosotros el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas: “Hace un rato estaba yo en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya no recordaba qué era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, cabizbajo, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación. Me cortó el aliento. Jamás había presentido antes de estos últimos días lo que quería decir ‘existir’. Yo era como los demás, como los que paseaban a la orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: ‘el mar es verde’, ‘aquel punto blanco, allá arriba, es una gaviota’; pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una ‘gaviota-existente’; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nos-

otros, no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intacta. Cuando creía pensar en ella, evidentemente no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía, o sólo una palabra en la cabeza, la palabra ‘ser’... Mas he aquí que, de pronto, estaba allí, tan claro como el día: la existencia, de improviso, se había desvelado”6
Para conocer a Cristo en persona, a él, “en carne y hueso”, es necesario pasar por una experiencia similar. Es necesario caer en la cuenta de que él existe. Esto, en efecto, no sólo es posible ante una raíz de castaño, es decir, ante algo que se ve y que se toca, sino que para la fe también lo es ante las cosas que no se ven y ante el mismo Dios. Así fue como el creyente B. Pascal descubrió una noche al Dios vivo de Abrahán y conservó su recuerdo con breves y encendidas frases exclamativas:
“Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los doctos. No se le encuentra sino por los enseñados en el evangelio. Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz... Olvido del mundo y de todo fuera de Dios” “. Aquella noche Dios se hizo para él “realidad efectiva”. Una persona “que respira”, como dice P. Claudel.

4. El nombre y el corazón de Jesús
¿Cómo se puede tener una experiencia de ese tipo? Después de haber intentado durante mucho tiempo y por todos los medios alcanzar el ser de las cosas y arrebatarles, por así decirlo, su misterio, una corriente de la filosofía existencial ha tenido que darse por vencida y reconocer (acercándose así, sin saberlo, al concepto cristiano de gracia) que el único modo de que esto pueda ocurrir es que el ser mismo se revele y venga por su propia iniciativa al encuentro del hombre. Y el lugar donde esto puede ocurrir es el lenguaje, que es una especie de“casa del ser”. Ahora bien, esto es realmente cierto si 6 J.-P. SARTRE, La náusea, Alianza-Losada, Madrid 1984, 163ss. B. PASCAL, Meniorial, en Pensamientos, Apéndice.

por “ser” entendemos el ser (Dios o Cristo resucitado) y por “lenguaje”entendemos la palabra o el kerigma. Cristo resucitado en persona se nos revela y podemos encontrarlo personalmente en su palabra. Ella es verdaderamente su “casa”, y el Espíritu Santo abre la puerta a quien llama a ella.
En el Apocalipsis sale al encuentro de la Iglesia diciendo: “Yo soy el primero y el último y el viviente. Estaba muerto pero ahora vivo” (Ap 1,17-18). También ahora, después que ha muerto y resucitado, resuena el “Yo Soy” de Cristo. Cuando Dios se presentó a Moisés con estas palabras, su significado parecía ser: “Yo estoy aquí”, es decir, existo para vosotros; no soy uno de tantos dioses o ídolos de los pueblos que tienen boca y no hablan, que tienen ojos y no ven. ¡Yo existo de verdad! No soy un Dios de razón, un Dios sólo pensado. Lo mismo dice ahora Jesucristo.
¡Si pudiéramos por una vez caer en la cuenta de esto, tener esta experiencia como la tuvo Pablo: “Quién eres, Señor? Soy Jesús!”... Nuestra fe cambiaría entonces; se haría contagiosa. Nos quitaríamos las sandalias de los pies, como hizo aquel día Moisés, y diríamos con Job: “Sólo te conocía de oídas; pero ahora, en cambio, te han visto mis ojos” (Job 42,5). ¡También nosotros tendríamos la respiración entrecortada!Todo esto es posible. No es exaltación mística; se basa en un dato objetivo, que es la promesa de Cristo: “Dentro de poco —decía Jesús a sus discípulos en la última cena— el mundo ya no me verá; vosotros, en cambio, me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis” (Jn 14,10). Después de su resurrección y ascensión al cielo —porque es a este tiempo al que se refiere Jesús— los discípulos verán a Jesús con una visión nueva, espiritual e interior, a través de la fe, pero tan real que Jesús puede decir simplemente: “Vosotros me veréis”. Y la explicación de todo esto es que él “vive”.
Hay un medio muy sencillo que puede ayudar en este esfuerzo por entrar en contacto con Jesús, y es invocar su nombre: “Jesús!” Sabemos que el nombre es para la Biblia la representación más directa de la persona y, en cierto modo, la persona misma. Es una especie de puerta,
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que permite la entrada en el misterio de la persona. No pertenece a la misma categoría de los otros títulos, de los conceptos y de los enunciados —como el mismo título “persona”—, sino que es algo más, algo distinto. Estos son comunes a otros, pero el nombre es único. Creer en el nombre de Jesús, orar y sufrir por su nombre significa en el Nuevo Testamento creer en la persona de Jesús, orar y sufrir unidos a él; ser bautizados “en el nombre de Jesús” significa ser bautizados en él, incorporados a él. De Jesús ascendido al cielo no han quedado reliquias o vestigios en la tierra; ha quedado, sin embargo, su nombre; y son innumerables las almas que en todos los siglos, en Oriente como en Occidente, han conocido por experiencia el poder encerrado en este nombre. Israel no poseyó imágenes o representaciones de Dios; pero conoció, en cambio, el nombre como trámite santo para entrar en contacto con él. Ha conocido “la majestad del nombre del Señor su Dios” (Miq 5,3). Ahora la misma majestad es compartida también por el Hijo glorificado. La Iglesia canta, siguiendo a san Bernardo, la dulzura, la suavidad y la fuerza del nombre de Jesús (“lesu dulcis memoria...”). San Bernardino de Siena renovó su devoción y promovió su fiesta, despertando con este nombre la fe adormecida de ciudades y poblaciones enteras.

La espiritualidad ortodoxa ha hecho del nombre de Jesús el vehículo privilegiado para llevar a Dios en el corazón y para llegar a la pureza de corazón. Todos los que aprenden, con sencillez, a pronunciar el nombre de Jesús tienen, tarde o temprano, experiencia de algo que va más allá de toda explicación. Empiezan a valorar este nombre como un tesoro y a preferirlo a cualquier otro título de Cristo que designe su naturaleza o su función. No tienen ni siquiera necesidad de decir “Jesús de Nazaret”, como lo llaman normalmente los historiadores y los estudiosos, porque les basta con decir “Jesús”. Decir “Jesús” es “llamarlo”, establecer un contacto personal con él, como sucede cuando, en medio de la multitud, se llama a una persona por su nombre, y ésta se da la vuelta buscando a quien la ha llamado.
¡Cuántas cosas se llegan a expresar con el simple nombre de Jesús! Según la necesidad y la gracia particular del momento y el tono con que se pronuncia, se proclama con él que Jesús es el Señor, es decir, se “afirma” a Jesús contra todo poder del mal y toda angustia; con él se proclama la alegría, se gime, se implora, se llama a la puerta, se dan gracias al Padre, se adora, se intercede...
Otro medio para cultivar este conocimiento “personal” de Jesús, junto con la devoción a su nombre, es la devoción a su corazón. En el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos, cuando más fuerte es la inspiración y más ardiente el deseo del orante de unirse a Dios, se recurre siempre a un símbolo: el rostro. “De ti mi corazón me ha dicho: ‘Busca tu rostro’; es tu rostro, Señor, lo que busco; no me ocultes tu rostro” (Sal 27,8-9); “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Se?ior?” (Sal 42,3). El “rostro” indica aquí la presencia viva de Yavé; no sólo su “aspecto”, sino también, en sentido activo, su “mirada”, que se cruza con la de la criatura y la conforta, la ilumina, la alivia. Indica la persona misma de Dios; y tan es así, que el término “persona” deriva precisamente de este significado bíblico de cara, de rostro (prosopon).
Ante Jesús tenemos otra cosa mucho más real a la que “asimos” para entrar en contacto con su persona viva: ¡tenemos su corazón! El rostro era sólo un símbolo metafórico, porque se sabía bien que Dios no tenía un rostro humano; pero el corazón es para nosotros, después de la encarnación, un símbolo real —es decir, es símbolo y realidad al mismo tiempo—, porque sabemos que Cristo tiene un corazón humano; que existe dentro de la Trinidad un corazón humano que palpita. En efecto, si Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la muerte; vive, como el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta a la de antes —espiritual, no carnal—; pero vive. Si el cordero vive en el cielo “degollado, pero en pie” (cf Ap 5,6), también su corazón comparte este estado; es un corazón traspasado, pero vivo; eternamente traspasado, porque vive para siempre.
Quizá era ésta la certeza que faltaba (o que no estaba suficientemente expresada) en el culto tradicional al sagrado corazón, y que puede contribuir a renovar y revitalizar este culto. El sagrado corazón no es sólo el cora-

zón que palpitaba en el pecho de Cristo cuando estaba en la tierra, que fue traspasado en la cruz y cuya presencia sólo pueden perpetuar entre nosotros la fe y la devoción o, a lo sumo, la eucaristía. No vive sólo en la devoción, sino también en la realidad; no está sólo en el pasado, sino también en el presente. La devoción al sagrado corazón no está ligada exclusivamente a una espiritualidad que privilegia al Jesús terreno y al crucificado, como ha sido durante muchos siglos la latina, sino que está igualmente abierta al misterio de la resurrección y del señorío de Cristo. Cada vez que pensamos en este corazón, que lo sentimos, por así decirlo, palpitar en nosotros, en el centro del cuerpo místico, entramos en contacto con la persona viva de Jesús.
La devoción al sagrado corazón no ha agotado, por tanto, su razón de ser con la dsaparición del jansenismo, sino que sigue siendo al presente el mejor antídoto contra la abstracción, el intelectualismo y ese formalismo que tan árida hace la teología y la fe. Un corazón que palpita es lo que más claramente distingue una realidad viva de su concepto, porque el concepto puede abarcarlo todo de una persona, menos su corazón palpitante.

Capítulo 6


“ME AMAS?”


El amor a Jesús SANTO TOMÁS distingue dos grandes tipos de amor: el amor de concupiscencia y el amor de amistad, lo que corresponde en parte a la distinción más común entre eros y agape, entre amor de búsqueda y amor de donación. El amor de concupiscencia —dice— es cuando alguien ama algo (aliquis amat aliquid), es decir, cuando una persona ama una cosa, entendiendo por “cosa” no sólo un bien material o espiritual, sino también una persona si ésta no es amada como tal, sino instrumentalizada y reducida a una cosa. El amor de amistad es cuando alguien ama a alguien (aliquis amat aliquem), es decir, cuando una persona ama a otra persona’. La relación fundamental que nos vincula a Jesús en cuanto persona es, por tanto, el amor. La pregunta que nos hemos planteado sobre la divinidad de Cristo era: “Crees?”; la pregunta que debemos hacernos ahora sobre la persona de Cristo es: “EMe amas?” Existe un examen de cristología que todos los creyentes, no sólo los teólogos, deben pasar; y este examen contiene dos preguntas obligatorias para todos. El examinador aquí es Cristo mismo. Del resultado de este examen depende no el acceder o no al sacerdocio o al ministerio de la predicación, ni siquiera acceder o no a una licenciatura en teología, sino el acceso o no a la vida eterna. Y estas dos preguntas son precisamente: “Crees?” y “eme amas?”:
¿Crees en la divinidad de Cristo? ¿Amas a la persona de Cristo?
San Pablo pronunció estas terribles palabras: “Si alguno no ama al Señor, sea anatema” (iCor 16,22); y el Señor del que se habla es el Señor Jesucristo. A lo largo de los siglos se han pronunciado, a propósito de Cristo, muchos anatemas: contra quien negaba su humanidad, contra quien negaba su divinidad, contra quien dividía sus dos naturalezas, contra quien las confundía...; pero quizá se ha pasado por alto el hecho de que el primer anatema de la cristología, pronunciado por un apóstol en persona, es contra aquellos que no aman a Jesucristo. En esta sexta etapa de nuestro camino de acercamiento a Cristo por la vía dogmática de la Iglesia, queremos afrontar precisamente, con la ayuda del Espíritu, algunas preguntas relativas al amor de Cristo: ¿Por qué amar a Jesucristo? ¿Qué significa amar a Jesucristo? ¿Es posible amar a Jesucristo? ¿Amamos nosotros a Jesucristo?


1. ¿Por qué amar a Jesucristo?


El primer motivo para amar a Jesucristo, el más sencillo, es que él mismo nos lo pide. En la última aparición del resucitado, recordada en el evangelio de Juan, en un determinado momento Jesús se dirige a Simón Pedro y le pregunta tres veces seguidas: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21,16). Dos veces aparece en las palabras de Jesús el verbo agapao, que indica normalmente la forma más elevada del amor, la del agape o la de la caridad, y una vez el verbo phileo, que indica el amor de amistad, el querer o tener afecto por alguien. “Al final de la vida —se ha dicho—, seremos examinados sobre el amor”( 22 SAN JUAN DE LA CRUZ, Sentencias, 57) y así vemos que ocurrió también a los apóstoles:al final de su vida con Jesús, al final del evangelio, fueron examinados sobre el amor. Sobre nada más.

Como todas las grandes palabras de Cristo en el evangelio, tampoco esta “ame amas?” va dirigida a quien la escuchó la primera vez, en este caso a Pedro, sino a todos aquellos que leen el evangelio. De otro modo el evangelio no sería el libro que es, el libro que contiene palabras que  “no pasan” (Mt 24,35). Por lo demás, ¿cómo puede uno que conoce quién es Jesucristo escuchar esa pregunta de sus labios y no sentirse personalmente interpelado, no captar que ese “tú” de “eme amas?” va dirigido precisamente a él? Esta pregunta nos coloca de pronto en una situación única, nos aísla de todos, nos individua, nos hace personas. A la pregunta “eme amas?” no se puede responder por medio de otra persona o de una institución. No basta formar parte de un cuerpo, la Iglesia, que ama a Jesús. Esto se advierte en el mismo relato evangélico, sin querer con ello forzar el texto. Hasta ese momento, la escena se presenta muy concurrida y animada: junto a Simón Pedro estaban Tomás, Natanael, los dos hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Juntos habían pescado, comido, habían reconocido al Señor. Pero ahora, de pronto, ante esta pregunta de Jesús, todo y todos desaparecen como en la nada, salen de la escena evangélica. Se crea un espacio íntimo en el que se encuentran solos, uno frente a otro, Jesús y Pedro. El apóstol queda cara a cara, aislado de todos, ante aquella pregunta inesperada: “EMe amas?” Una pregunta a la que ningún otro puede responder por él, y a la que él no puede responder —como
ha hecho tantas otras veces— en nombre de todos los demás, sino que debe responder sólo por sí mismo. Y, en efecto, se nota cómo Pedro se ve obligado, por la premura de las tres preguntas, a entrar en sí mismo, pasando de las primeras dos respuestas, inmediatas pero superficiales, a la última, en la que se ve aflorar en él todo el saber de su pasado e incluso su gran humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Jn 21,17).
Se debe, por tanto, amar a Jesús porque él mismo nos lo pide. Pero, además, por otro motivo: porque él nos ha amado primero. Era lo que inflamaba, por encima de cualquier otra cosa, al apóstol Pablo: “Me amó —decía— y se entregó a sí mismo por mí!” (Gál 2,20). “El amor de Cristo —decía también— nos apremia, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con él” (2Cor 5,14). El hecho de que Jesús nos haya amado primero y hasta el punto de dar su vida por nosotros “nos apremia”, o —como se puede traducir también— “nos empuja por todas partes”, “nos urge dentro”. Se trata de esa ley bien conocida por la que el amor “a ningún amado amar perdona” 3, es decir, no permite a quien es amado no amar a su vez. “Cómo no amar a quien nos ha amado tanto?”, canta un himno de la Iglesia . El amor no se paga más que con amor. Ningún otro precio le es adecuado.

Se debe amar, además, a Jesús sobre todo porque él es digno de amor, amable en sí mismo. Reúne en sí toda belleza, toda perfección y santidad. Nuestro corazón necesita “algo majestuoso” que amar; nada puede por eso satisfacerlo plenamente fuera de él. Si el Padre celeste encuentra en él, como está escrito, “toda complacencia”, si el Hijo es el objeto de todo su amor (cf Mt 3,17; 17,5), ¿cómo no lo ha de ser del nuestro? Si coima y satisface plenamente la capacidad infinita de amar de Dios Padre, ¿cómo no va a colmar la nuestra?

Se debe, además, amar a Jesús porque quien lo ama es amado por el Padre: “Al que me ama —ha dicho— lo amará mi Padre”, y: “El Padre mismo os ama, ya que vosotros me habéis amado” (Jn 14,2 1.23; 16,27). Se debe amar a Jesús porque sólo quien lo ama lo conoce: “Al que me ama —ha dicho— me manifestaré” (cf Jn 14,21). Si es cierta la máxima de que “no se puede amar lo que no se conoce” (nihil volitum quin praecognitum), es igualmente cierta, especialmente cuando se trata de las cosas divinas, su contraria, es decir, que no se conoce sino lo que se ama. San Agustín lo expresa diciendo que “no se entra en la verdad sino por la caridad” 5. Esta intuición ha sido recogida y revalorizada también por algunas corrientes del pensamiento moderno, como la fenomenología y el existencialismo6. Pero cuando se trata de Cristo y de Dios, es sobre todo la experiencia constante de los santos y de todos los creyentes la que lo confirma. Sin un amor verdadero, inspirado por el Espíritu Santo, el Jesús que se llega a conocer con los más brillantes y agudos análisis cristológicos no es el verdadero Jesús, sino otra cosa. El verdadero Jesús no lo reve lan “la carne y la sangre”, es decir, la inteligencia y la investigación humanas, sino “el Padre que está en los cielos” (cf Mt 16,17), y el Padre no se lo revela a los curiosos, sino a los amantes; no se lo revela a los sabios y a los inteligentes, sino a los pequeños (cf Mt 25,11).

DANTE ALIGHIERI, Infierno V, 103.
‘ Adeste fideles: “Sic nos amantem quis non redamaret?”
5 SAN AGUSTÍN, C. Faust., 32,18 (PL 42, 507).
6 Cf M. HEIDEGGER, Elsery eltiempol, 5,29; ed. citada, l5lss.

Se debe, en fin, amar a Jesús porque sólo amándolo se puede guardar su palabra y poner en práctica sus mandamientos. “Si me amáis —ha dicho él mismo—, guardaréis mis mandamientos”, y: “El que no me ama no guarda mi doctrina” (Jn 14,15.24). Esto quiere decir que no se puede ser cristiano en serio, o sea, que no se pueden seguir en la práctica los dictámenes y las exigencias radicales del evangelio, sin un verdadero amor a Jesucristo. Y aunque, por hipótesis, alguno consiguiera hacerlo, sería igualmente inútil; sin el amor, no le serviría para nada. Si uno diese incluso su cuerpo para ser quemado, pero no tuviese caridad, para nada le serviría (cf iCor 13,3). Sin amor falta la fuerza para actuar y para obedecer. Por el contrario, quien ama vuela; nada le parece imposible o demasiado difícil.

2. ¿Qué significa amar a Jesucristo?
La pregunta “qué significa amar a Jesucristo?” puede tener un sentido muy práctico: saber lo que supone amar a Jesucristo, en qué consiste el amor a él. En este caso, la respuesta es muy sencilla y nos la da Jesús mismo en el evangelio. No consiste en decir “Señor! ¡Señor!”, sino en hacer la voluntad del Padre y en guardar su palabra (cf Mt 7,21). Cuando se trata de una criatura —el esposo, los hijos, los padres, el amigo—, “querer” significa buscar el bien del amado, desearle y procurarle cosas buenas... Pero ¿qué “bien” podemos desearle a Jesús resucitado que no tenga ya? Querer, en el caso de Cristo, significa algo diferente. El “bien” de Jesús —más aún, su “alimento”— es la voluntad del Padre. Por eso amar o querer a Jesús significa esencialmente hacer con él la voluntad del Padre. Hacerla cada vez más plenamente, cada vez con más alegría. “Quien cumple la voluntad de Dios —dice Jesús—, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). Todas las cualidades más bellas del amor se compendian para él en ese acto que es hacer la voluntad del Padre.

Podríamos decir que el amor de Jesús no consiste tanto en palabras o buenos sentimientos como en hechos; hacer como ha hecho él, que no nos ha amado sólo con palabras, sino con hechos. Y ¡con qué hechos! Se “anonadó por nosotros y, de rico que era, se hizo pobre”. Un día la beata Angela de Foligno oyó que Cristo le decía:
“No te he amado de broma!”; y por poco no muere de dolor al oír estas palabras, viendo que su amor hacia él no había sido hasta entonces sino eso, una broma .

Pero yo quisiera tomar la pregunta “,qué significa amar a Jesucristo?” en un sentido menos evidente y poco usual. Existen dos grandes mandamientos acerca del amor. El primero es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”; el segundo es: “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39). ¿Dónde se coloca el amor, del que estamos hablando, a la persona de Cristo? ¿A cuál de los dos mandamientos pertenece, al primero o al segundo? Más aún:
¿Cristo es el objeto supremo y último del amor humano, o sólo el penúltimo? ¿Es sólo un camino hacia el amor a Dios, o también su término?
Son preguntas de extrema importancia para la fe cristiana y para la misma vida de oración de las almas; y hay que decir que reina sobre ellas una notable incertidumbre y ambigüedad, al menos a nivel práctico. Existen tratados sobre el amor a Dios (De diligendo Deo) en los que se habla largo y tendido del amor a Dios, sin precisar, sin embargo, de qué modo se inserta en él el amor a Cristo: si se trata de lo mismo o si, por el contrario, el amor a Dios, sin más añadidos, representa un estadio superior, un objeto más alto del amor. Todos están convencidos naturalmente de que el problema del amor del hombre a Dios no se plantea, después de Cristo, del mismo modo que se planteaba antes de él o como se plantea fuera del cristianismo. La encarnación del Verbo, en lo referente al amor a Dios, no ha traído al mundo sólo un motivo más
(Ii libro della B. Angela da Foligno, Quaracchi, Grottaferrata 1985, 612. )para amar a Dios, o sólo un ejemplo más, el más alto, de este amor. Ha traído una novedad mucho más grande: ha revelado un rostro nuevo de Dios y, por tanto, un modo nuevo de amarlo, una nueva “forma” de amor a Dios. Pero no siempre se extraen de ello todas las consecuencias, o al menos no siempre son lo suficientemente explicitadas.

Es cierto que desde el tiempo de la regla de san Benito se repite esta máxima: “No anteponer absolutamente nada al amor a Cristo”8 La Imitación de Cristo tiene un capítulo estupendo titulado “Amar a Jesucristo por encima de todo” 9, y san Alfonso María de Ligorio escribió un librito muy popular, titulado Práctica del amor a Jesucristo. Pero en todos estos casos el cotejo, por así decir, es de Cristo para abajo, es decir, entre él y todas las demás criaturas. El sentido es que no se puede anteponer nada al amor de Cristo en el ámbito humano, ni siquiera a uno mismo. En cambio, queda abierto el problema de si hay que anteponer, acaso, algo en el ámbito divino al amor a Cristo.

Se trata de un problema real, que se plantea a causa de algunos precedentes históricos. Orígenes, en efecto, influenciado por la visión platónica del mundo —toda ella penetrada por la tendencia a superar lo que se refiera a este mundo visible—, estableció un principio que ha tenido un gran peso en el desarrollo de la espiritualidad cristiana. Insinúa un término ulterior al del amor a Cristo en cuanto verbo encarnado; presenta un estadio más perfecto del amor, que es aquel en el que se contempla y se ama al Verbo exclusivamente en su forma divina, como era antes de hacerse carne, superando por tanto su forma humana. En otras palabras, se ama propiamente al verbo de Dios, no a Jesucristo. La encarnación era necesaria, según él, para atraer a las almas, como es necesario que se difunda un perfume y se derrame al exterior, fuera del vaso, para poder ser respirado. Pero una vez atraídas por el perfume divino, las almas corren para llegar a alcanzar no un simple perfume divino, sino su misma esencia 10
8 Regla de san Benito, c. IV; cf ya SAN CIPRIANO, De oraL domin., c. 15. Imitación de Cristo fi, 7.

Esta idea de algo que está por encima del amor a Cristo vuelve a despuntar a veces en el transcurso de los siglos bajo la forma de una “mística de la esencia divina”. En ella se pone como vértice absoluto del amor divino la contemplación y la unión con la esencia misma simplicísima de Dios, sin forma y sin nombre, que se hace presente en lo profundo del alma, en la ausencia total de toda imagen sensible, incluso la de Cristo y su pasión. El maestro Eckhart habla de un sumergirse del alma “en el abismo indeterminado de la divinidad”, dando la impresión de considerar el “fondo del alma” más que la persona de Cristo como el lugar y el medio para encontrar a Dios sin intermediarios. “La potencia del alma —escribe— alcanza a Dios en su ser esencial, despojado de todo” 11

Santa Teresa de Avila sintió la necesidad de reaccionar ante esta tendencia presente también en su tiempo en algunos ambientes espirituales, y lo hizo con aquella página famosa en la que afirma con gran vigor que no hay un estadio en la vida espiritual, por muy elevado que sea, en el que se pueda o, peor aún, se deba prescindir de la humanidad de Cristo para fijarse directamente en la esencia divina 12 La santa explica cómo un poco de instrucción y de contemplación la habían alejado durante algún tiempo de la humanidad del salvador, y cómo, en cambio, el progreso en la instrucción y en la contemplación la habían vuelto a conducir a ella definitivamente.
Es significativo el hecho de que en la historia de la espiritualidad cristiana la tendencia que ha propugnado una unión directa con la esencia divina haya sido mirada siempre sospechosamente (como en el caso de la mística donde Orígenes dice que los que están en 10 ORÍGENES, Comentario al Cantar de los cantares, 1,3-4 (PG 13,93); In Johann 1, 28 (PG 14, 73s); C. Celsum IV, 16 (SCh 136, 220) y sobre todo Comm. in Rom. VII, 7 (PG 14, 1122), los inicios

de la vida espiritual deben conf ormarse “a la forma de siervo”, es decir, a Cristo hombre, mientras que los perfectos deben esforzarse por conformarse “a la forma de Dios”, es decir, al “Logos puro”.
II ECKHART, Deutsche Predigten und Traktate, edición de J. QUINT, München 1955, 221.261.
12 SANTA TERESA DE AVILA, Vida, 22,lss.
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especulativa renana del siglo xv, y más tarde con los “iluminados”); y sobre todo el hecho de que ésta no haya producido ningún santo reconocido por la Iglesia, aunque haya dejado obras de altísimo valor especulativo y religioso.

El problema que he tocado hasta aquí vuelve a ser de nuevo actual en nuestros días, en un contexto distinto, a causa de la difusión entre los cristianos de técnicas de oración y de formas de espiritualidad de origen oriental. Desde el punto de vista de la fe cristiana no son prácticas malas en sí mismas; forman parte en cierto modo de esa vasta “preparación evangélica”, de la que formaban parte también, según algunos padres, determinadas intuiciones religiosas de los griegos. San Justino mártir decía que todo lo que ha sido dicho o inventado de verdadero y de bueno por cualquiera pertenece a los cristianos, desde el momento en que éstos adoran al Verbo total, del que todas estas “semillas de verdad” no eran más que manifestaciones parciales y provisionales 13 La Iglesia primitiva siguió de hecho este principio, por ejemplo, en su actitud para con las religiones y los cultos mistéricos de su tiempo, que eran también, en general, de origen asiático. Aun rechazando todo el contenido mitológico e idolátrico implicado en tales cultos, no dudó en apropiar- se del lenguaje, e incluso de algunos ritos y símbolos de los cultos mistéricos, en la presentación de los misterios cristianos. Aunque no se debe exagerar el influjo de los cultos mistéricos en la Iglesia cristiana, no se lo puede tampoco negar del todo.

Justamente por esto, un reciente documento del magisterio, dedicado al problema de estas formas de espiritualidad oriental, afirma que “no se deben prejuzgar despectivamente estas indicaciones como no cristianas” 14 Sin embargo, el mismo documento del magisterio tiene razón al poner en guardia a los creyentes contra el peligro de introducir, junto a las técnicas de oración y de meditación, contenidos extraños a la fe cristiana. El punto más delicado es precisamente el que se refiere al puesto de Jesucristo, hombre-Dios.


13 Cf SAN JUSTINO, llApología, 10.13.
14 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, V, 16, en “L’Osservatore Romano” del 15 de diciembre de 1989.

En la lógica interna del hinduismo y del budismo, en los que se inspiran por lo general estas técnicas de meditación, es necesario superar todo lo que es particular, sensible e histórico para sumergirse en el todo o nada divino. Pueden llegar, por tanto, a arrinconar tácitamente la meditación sobre Jesús, cuando para nosotros, cristianos, Jesús es la única posibilidad ofrecida a los hombres para alcanzar la eternidad y el absoluto. Por tanto, no sólo no es necesario dejar a un lado a Cristo para ir a Dios, sino que no se puede ir a Dios si no es “por medio de él” (cf Jn 14,6). El es “el camino y la verdad”; es decir, no es sólo el medio para llegar, sino también el punto de llegada.

Estas formas de espiritualidad son positivas, por tanto, en la medida en que conducen hacia Cristo; pero cambian totalmente de signo y se hacen negativas en el momento en que, en vez de “antes”, son colocadas “después” de Cristo o “más allá” de Cristo. En ese caso entrarían en el intento de “ir más allá” de la fe, que ya el evangelista san Juan censuraba a los antiguos gnósticos (cf 2Jn 9). Son una recaída de la fe en la confianza en las obras. Son un contentarse de nuevo con los “elementos del mundo”, ignorando que en Cristo habita “la plenitud de la divinidad”. Es repetir el error que el apóstol reprochaba a los colosenses (cf Col 2,8-9).
Sin embargo, quizá en todo este asunto del recurso de los cristianos a formas de espiritualidad oriental no basta sólo con hacer una crítica y debamos también hacer una autocrítica. En otras palabras, debemos preguntarnos por qué sucede esto; por qué tantos que van a la búsqueda de una experiencia personal y viva de Dios se ven obligados a buscarla fuera de nuestras estructuras y comunidades. Si asistimos a la búsqueda del Espíritu sin Cristo, quizá sea porque se ha presentado un Cristo y un cristianismo sin el Espíritu. Pero veamos cómo el dogma de la única persona de Cristo puede dar una respuesta adecuada a todos estos problemas planteados en el pasado por la mística de la esencia divina, y hoy por la difusión de las formas de espiritualidad oriental. Veamos, en otras palabras, cómo se puede dar una justificación teológica a la afirmación según la cual nada absolutamente se debe anteponer al amor a Cristo, ni en el ámbito humano ni en el divino. En efecto, ¿en quién tiene su término el amor? ¿Quién es su objeto? Hemos visto más arriba que el amor de concupiscencia o eros puede tener como término también las cosas, mientras que el amor de amistad o agape, del que se trata en nuestro caso, no puede tener su término más que en la persona en cuanto persona. Pero ¿quién es la persona de Cristo? Es cierto que, en la línea de las cristologías que hablan de Cristo como de una “persona humana”, todo es distinto. En ella no sólo es posible, sino que es además un deber trascender, al final, también a Cristo, si no se quiere permanecer en el ámbito de las cosas creadas. Si, por el contrario, consideramos con la fe de la Iglesia que Cristo es “una persona divina”, la persona del Hijo de Dios, entonces el amor a Cristo es el amor mismo a Dios. Sin diferencia cualitativa. Es más; ésa es la forma que el amor a Dios ha asumido para el hombre después de la encarnación. El que ha dicho:
“Quien me odia a mí, odia también ami Padre” (Jn 15,23), puede decir también, con el mismo derecho: “Quien me ama a mí, ama también a mi Padre”. En Cristo alcanzamos directamente a Dios, sin intermediarios. He dicho más arriba que amar a Jesús, quererlo, significa esencialmente hacer la voluntad del Padre; pero vemos que esto, más que crear diferencia e inferioridad en relación al Padre, crea igualdad. El Hijo es igual al Padre precisamente por su dependencia absoluta del Padre.

Si el significado perenne de la definición de Nicea es que en todas las épocas y culturas Cristo debe ser proclamado “Dios”, no en un sentido derivado o secundario, sino en el sentido más pleno que la palabra Dios tiene en esa cultura, es cierto entonces también que Cristo no debe ser amado con un amor secundario o derivado, sino con el mismo derecho que Dios. En otras palabras, que en ninguna cultura se puede concebir un ideal más alto que el de amar a Jesucristo.
Es verdad, sin embargo, que Jesús es también “hombre”, y en cuanto tal es nuestro “prójimo”, nuestromano”, como él mismo se llama (cf Mt 28,10); más aún, el “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Por eso debe ser amado también con el otro amor. No sólo es la cumbre del primer mandamiento, sino también del segundo. Es la síntesis de los dos mandamientos mayores, que en él se hacen, en cierto sentido, un único mandamiento. El es, como decía san León Magno, “todo por la parte de Dios, y todo por la nuestra”. El mismo, por lo demás, se ha identificado con nuestro prójimo, diciendo que lo que se haga al más pequeño de los hermanos se le hace a él mismo (cf Mt 25,35ss).       

Ha habido algunos grandes pensadores y teólogos que, sin plantearse el problema con estos mismos términos, han captado y expresado, sin embargo, perfectamente esta exigencia central de la fe cristiana. Uno de ellos es san Buenaventura. Este no hace ninguna distinción entre Cristo y Dios en lo que se refiere al gran mandamiento del amor. Unas veces su objeto es “Dios”, otras veces es “nuestro Señor Jesucristo”. “Con todo el corazón y con toda el alma —escribe comentando este mandamiento— se debe amar al Señor Dios Jesucristo” 15 El amor a Cristo es para él la forma definitiva y conveniente que ha asumido para nosotros el amor a Dios: “Para esto me he hecho hombre visible —hace decir al verbo de Dios—, para que, habiendo sido visto, pudiera ser amado por ti, yo que no era amado por ti mientras, en mi divinidad, no había sido visto aún ni podía serlo. Por tanto, da el premio debido a mi encarnación y pasión, tú por quien me he encarnado y he padecido. Yo me he dado a ti, date tú a mí” 16
Más explícita y decidida aún es la posición que adopta Cabasilas, que representa un rico filón del pensamiento oriental. Si cito tan a menudo a este autor del medievo bizantino tan poco conocido es porque considero que su libro La vida en Cristo representa una de las obras maestras absolutas de la literatura teológico-espiritual del cristianismo. Toda ella está basada en esta intuición de fondo sencilla y grandiosa: el hombre, creado en Cristo y para
15 SAN BUENAVENTURA, De perf. vitae ad soror., 7.
16 SAN BUENAVENTURA, Vitis mystica, 24.

Cristo, no encuentra su realización y su descanso más que en el amor a Cristo. “El ojo —escribe— ha sido creado para la luz, el oído para los sonidos, y cada cosa para aquello hacia lo que está ordenada. Pero el deseo del alma va dirigido únicamente a Cristo. En él está el lugar de su reposo, porque sólo él es el bien, la verdad y todo lo que inspira amor. El hombre tiende a Cristo con su naturaleza, con su voluntad, con sus pensamientos, no sólo por la divinidad de Cristo que es el fin de todas las cosas, sino también por su humanidad: en Cristo encuentra reposo el amor del hombre, Cristo es la delicia de sus pensamientos” 17 La célebre afirmación que hace san Agustín dirigiéndose a Dios: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” 18, es aplicada por Cabasilas claramente, y quizá también intencionadamente, a Cristo. El es “el lugar de nuestro reposo”, aquello a lo que tienden las aspiraciones más íntimas del corazón humano. No como a un objeto distinto del indicado con el término “Dios”, sino como al mismo objeto en la forma que éste ha querido asumir para nosotros y que había proyectado desde la eternidad.
No queremos con esto, en absoluto, ignorar o anular la gran variedad que existe en la manera de acercarse a Dios de las almas, dependiendo ya sea de la diversidad de los dones otorgados a cada uno, ya sea de las dif eren- cias en la psicología y la estructura mental de las personas. Hay quien tiene su amor y su oración más orientados al Padre, quien los tiene más orientados a Jesucristo, quien al Espíritu Santo y quien a la Trinidad en su conjunto, por lo que ama, ora y alaba constantemente “al Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo”. Hay, en fin, quien orienta su amor y su oración simplemente a “Dios”, entendiendo por la palabra “Dios” el Dios-Trinidad de la Biblia, como Angela de Foligno cuando gritaba:
“jQuiero a Dios!” Todos ellos son caminos buenos, ampliamente experimentados por los santos, que se alternan con frecuencia en la vida y en la experiencia de una misma persona. Por la mutua compenetración de las personas divinas entre sí, amando a una se

17 N. CABASILAS, La vida en Cristo II, 9; VI, 10 (PG 150, 561.681).
18 SAN AGUSTÍN, Confesiones 1, 1; IX, 9.

ama a todas, porque cada una está en todas las demás y todas las demás en cada una, por su unidad de naturaleza y voluntad. Lo que he querido decir simplemente es que quien ama a Jesucristo no se mueve por eso en un nivel infenor, en un estadio imperfecto, sino en el mismo nivel que el que ama al Padre.


3. ¿Cómo cultivar el amor a Jesús?
He intentado responder así a la pregunta “qué significa amar a Jesucristo?”, pero soy bien consciente de que lo que he dicho es nada en comparación con lo que se podía decir y que sólo los santos podrían decir. Un himno de la liturgia que se recita con frecuencia en las fiestas de Jesús canta: “Ninguna lengua puede decir, ninguna palabra puede expresar, sólo quien lo ha probado puede creer lo que es amar a Jesús” 19 Lo nuestro no puede ser ino recoger las migajas que se caen de la mesa de los amos (cf Mt 5,27), es decir, atesorar la experiencia de los grandes amantes de Jesús. Es a ellos, que han tenido la experiencia, a quienes se debe recurrir para aprender el arte de amar a Jesucristo. Por ejemplo, a Pablo, que deseaba liberarse del cuerpo “para estar con Cristo” (cf Flp 1,23), o a san Ignacio de Antioquía, que de camino al martirio escribía: “Es bello morir al mundo por el Señor y resucitar con él... Sólo quiero encontrarme con Jesucristo... Busco a aquel que ha muerto por mí, quiero a aquel que ha resucitado por mí!” 20
Pero ¿se puede amar a Jesús ahora que el Verbo de la vida no se puede ya ver, ni tocar, ni contemplar con nuestros ojos de carne? San León Magno decía que “todo lo que había de visible en nuestro Señor Jesucristo ha pasado, con su ascensión, a los sacramentos de la Iglei. A través de los sacramentos, por tanto, y especialmente a través 21

19 Himno Jesu dulcis memoria.

20 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, A los romanos, 2,1; 5,1; 6,1.
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de la eucaristía, se alimenta el amor a Cristo, porque en ellos se realiza la inefable unión con él. Unión más fuerte que la del sarmiento y la vid, que la del esposo y la esposa y que cualquier otro tipo de unión. Se puede “amar” a Jesucristo por el motivo que hemos ilustrado en el capítulo anterior: porque él es una persona viva y “existente”. Es decir, no es sólo un personaje de la historia o una noción de la filosofía, sino un “tú”, un “amigo” al que se puede amar por ello con un amor de amistad.

Hay infinitas maneras de cultivar esta amistad con Jesús; y cada uno tiene la suya preferida, su don, su camino. Puede ser su palabra, en la que se tiene experiencia de él vivo y en diálogo con nosotros; puede ser la oración. Es necesaria, sin embargo, en todo caso, la unción del Espíritu, porque sólo el Espíritu Santo sabe quién es Jesús y sabe inspirar el amor a él.
Quisiera subrayar un medio que ha sido siempre muy querido por la tradición, especialmente la de la Iglesia ortodoxa: la memoria de Jesis. El mismo se ha como confiado a la memoria de los discípulos cuando dijo: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). La memoria es la puerta del corazón. “Puesto que el dolor lleno de gracia
—escribe también Cabasilas— nace del amor a Cristo, y el amor de los pensamientos que tienen por objeto a Cristo y su amor a los hombres, es muy conveniente conservar tales pensamientos en la memoria, darles vueltas en el alma y no dar nunca descanso a esta ocupación... Pensar en Cristo es la ocupación propia de las almas bautizadas”22 Ya san Pablo ponía en relación el amor a Cristo con su memoria: “El amor de Cristo nos apremia —decía— al pensar que uno ha muerto por todos” (2Cor 5,14). Cuando reflexionamos o sopesamos en la mente (krinantes) este hecho, es decir, que él ha muerto por nosotros, por todos, nos sentimos como impulsa

21 S.n LEÓN MAGNO, Discurso 2 sobre la ascensión, 2 (PL 54, 398).
22 CABASILAS, o.c., VI, 4 (PG 150, 653.660).

dos a amar a Jesús. Pensar en él o recordarlo “enciende” el amor.
En este sentido, podemos decir que para amar a Jesucristo es necesario recuperar y cultivar un cierto sentido de la interioridad y de la contemplación. El apóstol establece esta fórmula: en la medida en que “reforzamos nuestro hombre interior”, Cristo habita por la fe en nuestro corazón; así pues, enraizados y fundados en la caridad llegamos a comprender la anchura, la largura, la altura y la profundidad del “amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento” (cf Ef 3,14-19). Es necesario comenzar, por tanto, reforzando el hombre interior; lo que para un creyente significa creer más, esperar más, orar más, dejarse guiar más por el Espíritu. “Cristo en nosotros, esperanza de la gloria” (cf Col 1,27): ésta es la definición misma de la interioridad cristiana.

La mayor fortuna o gracia que puede tener un joven
—especialmente si es llamado al sacerdocio o a cualquier otra forma de anuncio del evangelio— es hacer de él el gran ideal de su vida, el “héroe” del que está enamorado y al que quiere dar a conocer a todos. Enamorarse de Cristo para después enamorar de él a todos los demás en medio del pueblo de Dios. No hay vocación más bella que ésta. Marcar a Jesús como un sello en nuestro propio corazón. En el Cantar de los cantares es más bien la esposa, es decir, el alma —en la interpretación tradicional— la que dice al esposo: “Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo” (Cant 8,6). Pero el esposo, Cristo, ha cumplido por su cuenta esta petición; nos ha puesto de verdad como sello en su corazón y en sus manos. ¡Un sello indeleble de sangre! Pero la invitación es mutua. También la esposa debe marcar a Cristo como sello en su corazón. Ahora bien, por eso Jesús le dice a la Iglesia y al alma: “Ponme como sello sobre tu corazón!”; un sello que no está para impedir que ame a otras personas o cosas —la mujer, el marido, los hijos, los amigos, las almas y todas las cosas bellas—, sino para impedir que se amen sin él, fuera de él o en lugar de él.
Si la Iglesia es en su realidad más profunda la “esposa” de Cristo (cf Ef 5,25ss; Ap 19,7), ¿qué se espera ante todo de una esposa sino que ame a su marido? ¿Hay algo más importante que pueda hacer? ¿Hay algo que tenga valor si falta esto? Ciertamente el amor a Cristo es “la actividad propia de las almas bautizadas”, la vocación propia de la Iglesia.

Si un joven que se siente llamado al seguimiento radical de Cristo me pidiese un consejo: ¿Qué debo hacer para perseverar en la vocación y ser un día un anunciador entusiasta y eficaz de Cristo?, creo que respondería sin dudar: enamórate de Jesús, trata de establecer con él una relación de amistad íntima y humilde; ve después sereno al encuentro de tu futuro. El mundo intentará seducirte por todos los medios; pero no lo conseguirá, porque “el que está en vosotros es más grande que el que está en el mundo” (cf lJn 4,4).

Después que Pedro respondió: “Señor, tú sabes que te amo”, Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”. No se puede, en efecto, apacentar a las ovejas de Cristo ni se les puede anunciar a Jesucristo si no se ama a Jesucristo. Es necesario, como recordaba al principio, hacerse, en cierto modo, poetas para cantar al “héroe”; y sólo el amor puede hacernos verdaderamente tales. Quiera el cielo que al final de la vida y de nuestro “humilde servicio en la casa del héroe” podamos repetir también nosotros a modo de testamento las palabras del poeta:“Por valles y colinas has llevado esta pequeña flauta de caña y con ella has tocado melodías eternamente nuevas” 23 La melodía eternamente nueva que debemos llevar por valles y colinas hasta los confines de la tierra es para nosotros el nombre dulcísimo  de Jesús.

 

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