AYUDA-BASE DE EJERCICIOS ESPIRITUALES

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

 

AYUDA-BASE

DE

EJERCICIOS ESPIRITUALES

(Como indica su nombre, son ayudas, meditaciones y temas que pueden añadirse a cualquiera de los Ejercicios Espirituales o Ayudas que el Director quiera dar)

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA. 1966-2018

EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES MÍOS Y EN LOS RETIROS COMO EN TODO EL MATERIAL QUE OFREZCO EN ESTE SENTIDO NO QUIERE DECIR QUE HAY QUE DARLOS TAL CUAL SINO QUE DOY MATERIA ABUNDANTE PARA QUE CADA UNO, SEGÚN CIRCUNSTANCIAS Y DEMÁS, ELIJA Y ELABORE EL MATERIAL DE RETIROS Y EJERCICIOS CONFORME A LAS PERSONAS Y DEMÁS CIRCUNSTANCIAS QUE SE DEN CUANDO TENGA QUE DARLOS.

TAMBIÉN QUIERO DECIR QUE EN ALGUNOS EJERCICIOS PONGO TEMAS DE OTROS AUTORES PERO LA MAYOR PARTE SON TEMAS MÍOS ELABORADOS PARA EJERCICIO            

 

PRIMERA MEDITACIÓN

 

PRIMERA MEDITACIÓN A) «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

 

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

 

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

 

El encuentro con el Padre

 

Para muchos hombres, incluso para un buen número de cristianos, ¿no es cierto que el Padre celestial sigue siendo un desconocido? Los que creen en Dios casi nunca han encontrado en Él a un Padre. Acatan al Soberano Señor que todo lo gobierna. Pero están muy lejos de considerar esta soberanía esencialmente animada por un amor paternal.

El término “Dios” suscita en el espíritu de muchos de ellos la idea de un ser inmenso y temible, de alguien al que no pueden imaginar que se le dé el nombre de padre. Y mucho menos aún pueden suponer que en ese ser todopoderoso pueda haber toda la ternura de un corazón paternal, ni que se deba intentar vivir en su intimidad.

Entre el Padre celestial y sus hijos de la tierra, la distancia parece tan enorme que la definiríamos corno infranqueable. ¡Cuántas veces hay casi un abismo de incomprensión! Para muchos, el Padre del cielo sigue siendo tan sólo un extraño rodeado de riquezas inimaginables, un ser indefinido y lejano del que sólo saben que gobierna el mundo; para algunos aparece como un maestro inflexible que exige justicia, llegando a veces hasta la crueldad.

Sin embargo, bajo esta ignorancia y esta incomprensión, tantas veces descaradamente hostil, sigue existiendo, secreta pero real, una excepcional posibilidad de conocimiento y de comprensión. Esta posibilidad existe porque el Padre ha querido expresamente hacerse conocer y hacerse conocer corno tal, en su amor paternal. Él se nos ha revelado a través de su Hijo, y la simple lectura del Evangelio hace ver inmediatamente hasta qué punto Cristo tenía la preocupación de hablar del Padre, de hacer converger hacia Él la atención de sus discípulos, como hacia la clave de toda su doctrina y de su obra.

Jesús no dejaba de predicar al Padre, de explicar cómo todas las cosas venían de Él y todo volvía a Él. Los apóstoles, sin embargo, tenían la impresión de que este padre se les seguía ocultando, y que les faltaba algo; les faltaba haberlo visto. En el momento en que el Maestro iba a partir, después de la última Cena, Felipe expresa este sentimiento: “Señor —le pide a Jesús—, muéstranos al Padre, y eso nos basta” Jn 14,8).

Cristo había elogiado con tanta frecuencia al Padre que los discípulos deseaban verlo; solamente así sus instrucciones quedarían completadas y su mensaje de salvación captado en su totalidad. Pero, ¿no era desorbitada esta petición? ¿No equivalía a reclamar la visión de lo que había de más profundo en Dios? Esperaríamos que el Maestro respondiese dándola por no oída, o recordándoles que es imposible ver a Dios, que el Padre es alguien que no se muestra a los ojos de los seres terrestres.

Eso sería lo que nuestra sabiduría humana hubiese respondido rápidamente a la demanda de Felipe, pero la respuesta de Jesús es otra. Lejos de juzgarla exagerada e imposible de satisfacer, la petición de Felipe ya ha sido satisfecha: “Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre”.

Felipe había estado viendo al Padre sin darse cuenta de que lo veía. Los discípulos habían asistido en primera fila a la revelación de su corazón paternal sin darse perfecta cuenta de ello. Habían estado totalmente envueltos, por así decirlo, por una manifestación del Padre celestial, la más impresionante de todas, y casi no lo habían reconocido. ¿No es ésa la situación de muchos hombres de hoy? Están rodeados por todas partes de las manifestaciones de la bondad de Dios y no las reconocen en absoluto. En el fondo de sus corazones, como le sucedía a Felipe, existe este deseo de que el Padre se les descubra y de que Dios se les haga más cercano. Y no se dan cuenta de que ese deseo les ha sido concedido ya, que basta solamente con tomar conciencia de ello.

Basta con mirar al Cristo del Evangelio para ver, detrás de todos sus actos y todos sus gestos, a través de todos sus discursos, cómo se dibuja la figura del Padre. El Padre ha venido a nosotros en su Hijo; no se trata precisamente de ir a su encuentro, sino de ver cómo ha venido Él a encontrarse con nosotros.

Cristo nos ha traído la presencia del Padre. Y es importante señalar que ahora nosotros encontramos esa presencia no sólo en las páginas del Evangelio, sino en el fondo mismo de nuestra alma: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”. Es ahí donde realmente quiere habitar Cristo y el Padre con él.

Mediante la gracia, el interior del corazón humano está penetrado por la presencia del Padre; incluso a aquellos que rehúsan la amistad divina y que no poseen la gracia santificante, les son concedidas otras gracias que tienden a introducir esta presencia. El Padre se encuentra, pues, muy cerca de nosotros, bien porque habita constantemente en nuestra intimidad o bien porque se está ofreciendo incesantemente al amor de quienes lo rechazan. Es él quien ha recorrido la distancia que nos separaba y la ha recorrido en su totalidad. Él está mucho más implicado en nuestra existencia de lo que podemos suponer; cuando nosotros lo creemos lejano, severo o incluso cruel, su presencia está allí, inmediata y ferviente, para desmentir la falsa opinión que tenemos de Él.

¿No deberíamos decir ahora, con respecto a nuestras relaciones con el Padre celestial —más todavía que a las relaciones de un niño con su padre—, que no hay ni puede haber otro ser más capaz de ser penetrado por nosotros en las profundidades de su persona, dado que Él se adentró tan profundamente en la intimidad de la nuestra? Por eso nos volvemos con confianza a las páginas de la Sagrada Escritura, para descubrir en ellas su corazón paternal. Desde dentro, el mismo Padre nos guía en esta búsqueda. En los textos revelados encontramos a esta persona familiar que vive en nosotros, en un reencuentro cada vez más asombroso. Una persona tan admirablemente cercana y accesible y, a la vez, grandiosa en su divina forma de ser Padre.

 

         Cristo, centro de nuestro pensamiento y de nuestra vida

 

Cuando san Pablo, cuya vida interior transcurría en constante familiaridad con Cristo, contemplaba la obra de la redención, no detenía nunca su pensamiento en la persona de Jesús. Y mientras contemplaba esta obra de redención, cuyos frutos veía multiplicarse en su experiencia apostólica, se llenaba de entusiasmo y su agradecimiento se elevaba más allá de Cristo mismo, hasta llegar a Dios Padre.

         Sin embargo, a los ojos del apóstol, el amor que Cristo había manifestado a la humanidad era la mayor de todas las maravillas. Desde el deslumbramiento de su encuentro en el camino de Damasco, Pablo había quedado fascinado por la persona de Jesucristo. Cristo se había situado como Señor en el centro de su existencia y en el centro de cualquier otra concepción suya del mundo. Así las fórmulas “en Cristo”, “en Jesucristo”, “en Cristo nuestro Señor”, brotan frecuentemente de su pluma para expresar la perspectiva fundamental de su pensamiento y de su vida. El gran apóstol vivía en Cristo, hasta el punto que le parecía que su propia vida se perdía para dejar lugar en él a la vida de Cristo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga2,20). Creía y experimentaba en la fe que Cristo dirigía y animaba todo su ardor interior, que en cierto modo Él estaba en la fuente de todas sus acciones vitales. Y lo que reconocía principalmente en el Cristo que habitaba espiritualmente en él, era su amor, aquel amor cuya benevolencia había experimentado en el momento de su primer encuentro.

         Por esto es por lo que, después de haber afirmado “es Cristo quien vive en mí”, añade, como para completar su pensamiento: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,21). El amor que Cristo había demostrado en su sacrificio del Calvario lo concibe san Pablo como algo dirigido a él personalmente; para él ésta era la verdad que iluminaba todas las demás y que afectaba a lo más profundo de su ser, y así uno siente brotar la emoción en sus palabras: “se entregó a sí mismo por mí”.

Quizás, si hubiese querido dejarse llevar más lejos por esta emoción y describir más detalladamente lo que le sugería el pensamiento de este amor dramático de Cristo con respecto a su situación personal, habría podido escribir que el amor del Señor Jesús había pagado un precio de sangre para poder hacer un apóstol de un perseguidor de cristianos. Cristo entregado a la muerte era el precio de su salvación y de su vocación presente. Así podemos comprender que san Pablo considerase toda su existencia pendiente de este amor, toda su vida interior fundamentada sobre él.

         Este amor no se limitaba a un hecho pasado, al drama del Calvario en el que se había manifestado en toda su amplitud. Para san Pablo este amor sigue siendo actual y no cesará jamás de estar presente, porque desde el momento en que tuvo lugar el drama de la pasión y de la resurrección fue un logro definitivo para los hombres.

El apóstol se sabía acompañado en todas partes por este amor, con la certidumbre de que por esa parte no habría jamás un desfallecimiento, ni una infidelidad. Este amor oponía una barrera infranqueable a todas las fuerzas adversas que hubiesen podido infundirle temor; era un seguro contra todos los peligros. “Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada...?; como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35-37).

Cristo había amado a los hombres durante su vida terrena con un amor no del dominio de la carne, sino del espíritu; y toda la fuerza de este amor persiste por encima de todas las tempestades de la existencia humana, hasta el cumplimiento final de nuestros destinos.

San Pablo quiere comunicar a sus fieles esta calurosa convicción de que la alegría y la protección de este amor no les faltará jamás. En este amor se apoya su esperanza, y es con este amor del Salvador con el que quiere afirmar la confianza de todos.

         El amor de Cristo es, por tanto, la realidad central que anima la vida de san Pablo, que lo empuja a la acción: para él es la realidad que se debe conocer por encima de todo y que se sitúa por encima de cualquier sabiduría humana.

 

Por Cristo al Padre

 

Ninguna otra cosa es tan llamativa como el hecho de atribuir al amor de Cristo este lugar central en el pensamiento y en la vida del mensaje cristiano. Así es como san Pablo intenta constantemente encontrarse con Dios Padre a través del Hijo. De forma tan espontánea y tan esencial, que su espíritu se concentra sobre aquella persona que ama a Jesús, reconoce en ella el designio del amor todopoderoso del Padre, y en seguida se eleva hasta Éste. Esta actitud fundamental se encuentra en cada uno de los textos que hemos mencionado.

Cuando afirma que ya no es él mismo quien vive, sino que es Cristo quien vive en él, san Pablo señala a este Cristo como “el Hijo de Dios” que lo ha amado y que se ha entregado a la muerte por él; y deja sobreentender que es el amor de un Hijo y que hemos de descubrir en ello la acción y el amor del Padre. Y acaba de expresar este pensamiento identificando el don de Cristo con la gracia de Dios. No admitir que toda nuestra salvación ha sido conseguida únicamente por el amor de Cristo cuando se sacrificó por nosotros sería “tener por inútil la gracia de Dios” (Ga 2,21). Por esta “gracia de Dios” el apóstol entiende algo más amplio que lo que nosotros llamarnos hoy gracia. Es el favor que el Padre nos  otorgó al danos a su Hijo. Que el amor de Cristo sea la gracia de Dios significa que el don de Jesús en su sacrificio es un don concedido por el Padre. La perspectiva de este origen primero del don de Cristo y su  salvación estaba siempre presente en pensamiento de Pablo, como en el de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Para Pablo, en el Cristo que recorre los caminos de Palestina predicando como en el que muere en la cruz está el amor del Padre en el Hijo entregado a su envío y redención que “proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo” (2 Co 5, 18).

Por tanto, es el Padre quien, ofendido por el pecado del hombre, ha tornado la iniciativa de la reconciliación. Los admirables resultados de la redención proceden de él, y es a él a quien debemos, en principio, toda la transformación de un universo que gemía bajo el peso del pecado en un universo salvado y santificado.

San Pablo habría podido contentarse con mencionar el amor de Cristo, con mostrar cómo su muerte había cambiado todas las cosas en el mundo, Pero no lo hace así: desde el momento en que evoca esta renovación del mundo, su pensamiento se vuelve al Padre y siente la necesidad de decir que todo procede de él. Cristo ha actuado con una maravillosa generosidad, puesto que ha ciado su vida por todos; pero en él estaba actuando el Padre. A quien hemos de ver en Cristo es al Padre que se reconcilia con la humanidad, al Padre que ofrece su perdón y deja de imputar a los hombres sus delitos: “en Cristo estaba Dios, reconciliándose con el mundo”.

         No se puede, por tanto, entender a Cristo, ni todo lo que él hace, si no es viendo en él la presencia del Padre, la acción del Padre. Sería un tremendo error ver exclusivamente el amor que Cristo ha demostrado tenernos como si eso fuese lo primero, como si el Padre no fuese su fuente principal. ¡Qué visión más equivocada tendríamos si quisiésemos oponer este amor ardiente de Cristo a los hombres a una actitud fría, distante o incluso hostil del Padre con respecto a ellos!

Evidentemente, los hombres eran pecadores a los ojos del Padre; pero precisamente el Padre no quiso mirarlos sino a través de Cristo, con una mirada que realizaba la reconciliación y que borraba los pecados. Y hay algo más que esta mirada: en Cristo, según expresión de san Pablo, Dios está presente y Dios actúa. En Él, el Padre completa su obra.

Así pues el amor que Cristo nos ha tenido es la prueba y la manifestación del amor que nos tiene el Padre. Estos dos amores nos llegan al mismo tiempo, de tal manera que no forman más que un único amor. A aquella pregunta, “Quién nos separará del amor de Cristo?”, el apóstol responde: “Estoy seguro que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rorn 8,38-39).

El amor de Cristo es, pues, el amor de Dios en Cristo Jesús; es decir que cuando Cristo nos ama, es el amor del Padre el que recibimos. Porque el amor del Padre a los hombres se ha revelado en el amor de Cristo, se ha condensado en él y ha tomado en él su forma definitiva. Así, el entusiasmo que suscita en san Pablo la certeza de que nada en el mundo podrá separarlo de este Cristo que lo ama, era un entusiasmo todavía más profundo y más sólido, porque, en definitiva, estaba apoyado en la convicción de no poder ser separado del amor del Padre.

zón del Padre mismo se le estaba entregando con toda la omnipotencia de su amor: El Padre se había donado en su Hijo y este don era algo irrepetible y sin posible vuelta atrás.

Por eso, cuando en su predicación san Pablo no quería “saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado” (1 Co 2,1), tenía clara conciencia de enseñar con ella lo que había de más profundo en el corazón del Padre; aquello que él llamaba “el misterio de Dios” (Íbid.) Este misterio es el designio concebido por Dios con vistas a la salvación de los hombres.

Cuando nosotros empleamos hoy el término misterio, nos referimos a la verdad revelada, verdad que sobrepasa nuestra inteligencia si ésta se queda en sí misma. Por “misterio de Dios” san Pablo entiende algo más que una verdad que deba ser creída: es todo un plan de acción elaborado por Dios. Este plan surgió en el secreto de su corazón paternal. Desde mucho tiempo atrás tenía la intención de presentar ante los hombres a Cristo, con su obra de redención en la cruz, pero esta intención seguía oculta; el misterio había sido “mantenido en secreto durante los siglos eternos” (Rom 16,25).

El Padre no desveló su intención más que en el momento en que se realizaba. En Cristo se estaba dispensando este poder del Padre que, por fin, cumplía su sueño, su más decidida voluntad. En Cristo, y más concretamente en Cristo crucificado, estaba contenido todo el “misterio de Dios”. En él, el Padre había revelado y realizado su plan. Por eso, cuando san Pablo presenta a todos sus oyentes a Cristo crucificado se da cuenta de que no solamente les anuncia el “misterio de Dios”, sino que este misterio se sigue realizando a través de su predicación. El Padre, que había actuado a través de Cristo, seguía actuando todavía a través del apóstol que les hablaba de Cristo.

San Pablo hablaba de aquello que era más querido para el Padre, de aquella realidad de Cristo en la que había puesto toda su sabiduría, todo su poder. Por eso, esta sabiduría divina y este poder divino se manifiestan en la predicación con resultados extraordinarios. En sus palabras, Dios está presente con su “misterio”, al mismo tiempo que lo está Cristo.

Y puesto que él reconocía que todas las maravillas de la obra redentora procedían en primer lugar del Padre, es al Padre a quien san Pablo dirige su adoración: “Doblo mis rodillas ante el Padre” (Ef3, 14). Y es al Padre a quien pide para sus fieles la gracia de poder conocer el amor de Cristo. Si la riqueza de Cristo es insondable es, precisamente, porque está encerrada en el “misterio” que el Padre había estado guardando durante tanto tiempo para los hombres.

Si el amor de Cristo sobrepasa todo conocimiento, es porque ese amor llega tan lejos como la sabiduría del Padre, una sabiduría que es “multiforme”, con mil aspectos, y está llena de descubrimientos sorprendentes. Si Cristo nos ha amado en tan gran medida, según una medida colmada, es porque Él poseía la plenitud de la vida divina del Padre.

Era el Padre quien conservaba todos los secretos de Cristo, y era a Él a quien se debía rogar para conocerlos. Solamente el Padre puede abrir a los hombres los tesoros del corazón de Cristo, porque estos tesoros pertenecían antes a su corazón de Padre. En la oración que san Pablo dirige al Padre para que haga a los cristianos capaces de conocer el amor de Cristo, amor que sobrepasa todo conocimiento, no es dificil reconocer un eco de la declaración hecha por Jesús: “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lc 10,22). Para poder penetrar en la persona de Jesús, y para
alcanzar la amplitud de su amor, es preciso remontarse al Padre. Como responsable y dirigente de todo el plan de salvación, el Padre se encuentra en el origen del amor de Cristo hacia nosotros: contemplando y admirando este amol; hemos de reconocer en él la obra de su bondad paternal. Para mirar a Cristo hay que elevar los ojos hacia el Padre; para alabar y dar gracias a Cristo como es debido, es preciso dirigir la alabanza y la acción de gracias hacia el Padre.

Y remontándose en cada momento desde Cristo al Padre, san Pablo sabía ya que estaba respondiendo al deseo formal de Cristo mismo. Porque Cristo había atribuido continuamente al Padre el honor de todo lo que él hacía, de sus milagros y de su doctrina; declaraba deberlo todo a él, y se refería a él no solamente como a aquel que había tornado la iniciativa de la obra redentora, sino también corno aquel que la dirigía y la cumplía en el presente.

Sabemos con qué viveza reprendió al joven que quiso ver en su persona una bondad tal que superaba la de Yahvéh: “Maestro bueno”, le había dicho aquel muchacho, con la idea de haber descubierto a un maestro en el cual la bondad sobrepasaba a la del autor de los mandamientos. Ésa es la expresión que Jesús corrige de inmediato: “Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-18). Cristo no quería que se separase su bondad de la del Padre, ni que se prefiriese el uno al otro. Eso hubiera sido uiia ofensa al Padre, del cual proviene toda bondad.

San Pablo había comprendido profundamente esta verdad, y no imitó nunca la actitud de aquel muchacho. Más entusiasta aún que el joven rico frente al amor de Cristo, nunca osó oponer la bondad de Jesús a la de Dios, ni quiso aferrarse a la persona de Cristo corno si él fuese a defenderlo frente a un Dios severo. En el amor de Cristo está el amor del Padre que el apóstol buscó siempre. En el amor que Jesús demostró en su vida terrena por el sacrificio de la cruz, vislumbraba una intención de amor que se había forjado en la eternidad divina, el “misterio” en el que se había concentrado la sabiduría del Padre.

Si nosotros quisiésemos seguir ese camino trazado por san Pablo, la bondad del maestro del Evangelio se nos revelaría con su auténtico rostro, como una expresión de la bondad eterna del Padre. Es al corazón del Padre donde debemos ir si querernos llegar al fondo del corazón de Cristo.

 

EL “MISTERIO” DEL AMOR PATERNO


¿Qué es exactamente este ‘misterio de Dios”, ese designio establecido por la voluntad del Padre que Cristo nos ha revelado? En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre describiendo los grandiosos proyectos de su amor cuya ejecución se constata hoy, pero que se remontan muy lejos en el pasado: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus lujos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,3-10).

Uno advierte hasta qué punto subraya san Pablo, en el entusiasmo de su agradecimiento, los dos aspectos esenciales de la obra de nuestra salvación: todo viene del Padre y todo se concentra en Cristo. El Padre está en el origen y Cristo está en el centro. Pero si Cristo está en el centro de todo es por el hecho de que todo el plan de salvación ha salido de un corazón paternal. En este corazón paternal, cuya intención fundamental intuye el apóstol, se encuentra la explicación de todo.

Todo el destino del mundo está dirigido por esta voluntad capital del Padre: Él quiso tenernos como hijos en Jesucristo. Desde toda la eternidad su amor se había volcado sobre su Hijo, este Hijo que san Pablo llama aquí, de una forma sugerente, “el Amado” (más exactamente, y para conservar el matiz del verbo griego en pasado, “aquel que ha sido perfectamente amado”).

Para poder comprender mejor cuál sería la fuerza de este amor, es preciso recordar que el Padre eterno no existe si no es como Padre, que toda su persona consiste en ser Padre. Un padre humano ha sido persona antes de convertirse en padre; en un momento determinado su paternidad viene a añadirse a su calidad de ser humano y a enriquecer su personalidad. El hombre tiene desde el principio un corazón humano, antes de tener un corazón paternal. En su madurez, en su edad adulta, es cuando asume las funciones de padre y adquiere cierta disposición de ánimo para serlo.

Por el contrario, en el seno de la Trinidad el Padre es Padre desde su origen: desde siempre ha sido Padre y se diferencia de la persona del Hijo precisamente por su condición de Padre. Es íntegramente Padre, con la plenitud infinita de la paternidad; no tiene más personalidad que ésa y su corazón no ha existido nunca sino como corazón paterno.

De este modo, Él se vuelca en el Hijo para amarlo, en un impulso que compromete totalmente toda su persona. El Padre no quiere ser otra cosa que mirada hacia su Hijo, don para su Hijo, unión con Su Hijo. Este amor, no lo olvidemos, es tan fuerte y prodigioso, tan absoluto en el don, que, al fundirse con el amor recíproco del Hijo, origina la persona del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Y es precisamente en el amor hacia su Hijo donde el Padre ha querido colocar, insertar, su amor hacia los hombres.

Su primera idea, su primer designio, ha sido hacer extensiva en nosotros la paternidad que ya ejercía con respecto al Verbo, su Hijo Único. Ha querido que, viviendo la vida de su Hijo, revestidos de Él y transformados en Él, nosotros seamos también hijos suyos. Él, que no era otra cosa que un Padre en intimidad con su Hijo, ha querido también, con respecto a nosotros, ser esencialmente Padre. Ha querido que su amor hacia nosotros no fuese más que el único amor eterno que dedica a su Hijo.

Por lo tanto, toda la densidad y toda la energía de este amor se han volcado sobre los hombres. El impulso que arrebata la profundidad de su corazón paternal nos ha envuelto en su fervor. Esta mirada de complacencia y de éxtasis que se dedica a la persona del Verbo, se dirigió a una humanidad inmensa, a una humanidad que Él ya contemplaba desde el principio reunida en Cristo.

En un instante nos convertimos en objeto de un amor infinitamente rico, lleno de solicitud y de generosidad, lleno de fuerza y de ternura. Desde el momento en que, cara a cara con su Hijo, el Padre hizo surgir esta imagen de la humanidad reunida en Cristo, se unió a nosotros para siempre en su corazón paterno, y ya no pudo apartar de los hombres la mirada que dirige a su Hijo. No podía habernos hecho entrar más profundamente en su pensamiento y en su corazón. No podía, de otra forma, confiarnos un valor más grande a sus ojos, sino mirándonos únicamente a través de su Hijo tan querido.

Los primeros cristianos habían comprendido qué gran privilegio se les había concedido al por diçigirse a Dios como Padre, y con ese entusiasmo podían gritar: ¡Abba, Padre, papá!” (cf Ga 4,6; Rom 8,15) ¡Cómo no evocar este primer entusiasmo que, incluso antes de la existencia (le los primeros cristianos, había acompañado la perspectiva de filiación divina prometida a los hombres! Era un entusiasmo divino por encima (le ninguna otra cosa.

No podemos ni imaginar ni describir con lenguaje humano alguno, ni con imágenes terrestres, aquel primer grito que se añadió a la riqueza de la vida trinitaria, con un desbordamiento de alegría divina hacia su exterior, el grito del Padre que exclamó: “¡Hijos míos!, ¡hijos míos en mi Hijo!”.

El Padre fue, en efecto, el primero en regocijarse, en exultar con esta nueva paternidad que quiso suscitar, y la alegría de los primeros cristianos no era más que un eco que, en su vibrar, constituía una tímida respuesta a la intención primordial del Padre de ser Padre nuestro.

Ante esta mirada paternal completamente nueva, que contemplaba a los hombres en Cristo, la humanidad no formaba un todo uniforme, como si el amor del Padre se hubiese dirigido simplemente a los hombres en general. Es cierto que esa mirada abarcaba toda la historia del mundo y toda la obra de salvación, pero se detenía también sobre cada uno de los hombre en particular: San Pablo nos dice que con esa mirada primordial el Padre “nos eligió”.

Su amor se dirigía a cada uno de nosotros personalmente; se posaba, en cierto modo, sobre cada hombre queriendo hacer de él, individualmente, un hijo suyo. Y esa elección no quiere decir que el Padre tomase a algunos excluyendo a otros, porque esta elección afectaba a todos los hombres. Significa que el Padre tiene en cuenta a cada uno con sus características personales y quiere a cada uno con un amor especial, distinto del amor que profesa a los otros. Su corazón paternal se da desde ese momento a cada uno con una predilección concreta, que se adapta a las diferentes individualidades que Él querrá crear. Cada uno es elegido por Él como si estuviera solo, con el mismo interés amoroso que si no hubiera estado rodeado de toda una multitud de compañeros. Y, en cada caso, esa elección procedía de las profundidades de un amor insondable.

Además, hemos de tener en cuenta que esta elección es totalmente gratuita y que se dirige a cada uno, no en virtud de sus méritos futuros, sino solamente por pura generosidad del Padre. El Padre no debía nada a nadie; Él era el autor de todo, que hacía surgir ante sus ojos la imagen de una humanidad todavía inexistente.

San Pablo ¡ insiste en el hecho de que el Padre estableció su grandioso proyecto a su gusto, según su libre voluntad. No tomó inspiración fuera de sí mismo y su decisión dependió exclusivamente de Él. Así resulta todavía más impresionante su resolución de hacer de nosotros hijos suyos, ligándose definitivamente a los hombres con un amor paterno irrevocable.

Cuando decimos “a su gusto” tratándose de un ser soberano, estamos sobreentendiendo una libertad que podría limitarse a un juego, o abandonarse a fantasías a costa de otros sin hacerse el menor daño a sí mismo. En su soberanía absoluta, el Padre no pudo utilizar su poder como un juego; en su libre intención, comprometió su corazón paternal. Hizo consistir “su gusto” en una total predilección, en la complacencia que quería derramar sobre sus criaturas adjudicándoles la cualidad de hijos. Su omnipotencia quiso concretarla exclusivamente en su amo..

Y es Él, dándose a sí mismo, el motivo de ese amor extremo. Porque es Él quien ha querido elegimos “en Cristo”. Una elección que se haría teniendo en cuenta, en cada persona humana, el valor que el Padre, al crearla, habría de reconocer en todo ser humano por el hecho de su dignidad de persona. Pero una elección que cada vez reconoce a Cristo recibe de Él un valor infinitamente superior. El Padre elige a cada uno como elegiría a Cristo, su Hijo único. ¿No es maravilloso pensar que el Padre, al mirarnos, quiera ver en nosotros a su Hijo, y que sea de esa misma manera corno nos sigue mirando desde el principio, mucho antes de nuestra existencia, y que será así como nos seguirá contemplando siempre? Hemos sido escogidos y seguimos siendo escogidos de nuevo y en cada instante por esta mirada paternal que, voluntariamente, nos asocia a Cristo.

Ésta es la razón por la cual la elección inicial y definitiva se traduce, en una abundancia de bienes, esa abundancia cuya inmensidad quiere expresar san Pablo con una acumulación de expresiones cada vez más ricas. Si el Padre nos ha prodigado su gracia y nosotros hemos sido colmados de su riqueza, es porque Cristo, en el que ahora nos contempla, justifica toda su generosidad.

Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina. Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites.

En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina. En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos.

Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.


La prioridad absoluta del don del Padre


Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así corno debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA MEDITACIÓN B) «El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto salvar su alma» nos dice S. Ignacio en el principio y fundamento de los Ejercicios.

 

¿POR QUÉ EL HOMBRE TIENE QUE AMAR A DIOS? PORQUE DIOS NOS AMÓ PRIMERO

 

"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4, 10)

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA Y ME HA LLAMADO A COMPARTIR  CON EL  SU MISMO GOZO ESENCIAL Y TRINITARIO POR TODA LA ETERNIDAD.

 

Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina. Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites.

En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina. En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos.

Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.


La prioridad absoluta del don del Padre


Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así corno debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, solo Dios.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo...piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

 

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA….

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA. Ha pensado en mí. Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en  una eternidad dichosa,  que ya no va a acabar nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí. El salmo 138, 13-16, lo expresa maravillosamente: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son  admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero. ¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto!”.

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS  ME HA PREFERIDO a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mi y me ha preferido...Yo he sido preferido, tu has sido preferido, hermano. Estímate, autovalórate, apréciate, Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán. Que bien lo expresa S. Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que El fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3). Es un privilegio el existir. Expresa que Dios te ama, piensa en ti, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano. !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel).

 

SI EXISTO, YO VALGO MUCHO, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador. ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! Qué grande eres, hombre, valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos, todos han sido singularmente amados por Dios, no desprecies a nadie, Dios los ama y los ama por puro amor, por puro placer de que existan para hacerlos felices eternamente, porque Dios no tiene necesidad de ninguno de nosotros. Dios no crea porque nos necesite. Dios crea por amor, por pura gratuidad, Dios crea para llenarnos de su vida, porque  nos ama y esto le hace feliz.

Con qué respeto, con qué cariño  tenemos que mirarnos unos a otros... porque fíjate bien, una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... somos eternos. Aquí nadie muere. Los muertos están todos vivos. Si existo, yo soy un proyecto de Dios, pero un proyecto eterno, ya no caeré en la nada, en el vacío. Qué  alegría existir, qué gozo ser viviente. Mueve tus dedos, tus manos, si existes, no morirás nunca; mira bien a los que te rodean, vivirán siempre, somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

Desde aquí debemos echar  una mirada a lo esencial de todo apostolado auténtico y cristiano, a la misión transcendente y llena de responsabilidad que Cristo ha confiado a la Iglesia: todo hombre es una eternidad en Dios, aquí nadie muere, todos vivirán eternamente, o con Dios  o sin Dios, por eso, qué terrible responsabilidad tenemos cada uno de nosotros con nuestra vida; desde aquí  se comprende mejor lo que valemos: la pasión,  muerte,  sufrimientos y resurrección de Cristo; el que se equivoque, se equivocará para siempre… responsabilidad. terrible para cada hombre y  terrible sentido y profundidad de la misión confiada a  todo sacerdote, a todos los apóstoles de Jesucristo, por encima de todos los bienes creados y efímeros de este mundo....si se tiene fe, si se cree en el Viviente, en la eternidad, hay que trabajar sin descanso y con conceptos claros de apostolado y eternidad por la salvación de todos y cada uno de los hombres.

No estoy solo en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado, aunque todos me dejen, aunque nadie pensara en mi, aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos... Dios me ama, me ama, me ama.... y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quietarme esta gracia y este don.

 

SI EXISTO, ES QUE ESTOY LLAMADO A SER FELIZ, a ser amado y amar por el Dios Trino y Uno; este es el fín del hombre. Y por eso su gracia es ya vida eterna que empieza aquí abajo y los santos y los místicos la desarrollan tanto, que no se queda en semilla como en mí, sino que florece en eternidad anticipada, como los cerezos de mi tierra en primavera. “ En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré  y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros” (Jn 14, 2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos: esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Qué grande es el misterio de Cristo, de la Iglesia. No quiero ni tocarlo. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

Y como Dios tiene un proyecto de amor sobre mí  y me ha llamado a ser feliz en Él y por Él, quiero serle totalmente fiel, y pido perdón de mis fallos y quiero no defraudarle en las esperanzas que ha depositado en mí, en mi vida, en mi proyecto y realización. Quiero estar siempre en contacto con Él para descubrirlo. Y qué gozo, saber que cuando yo me vuelvo a Él para mirarle, resulta que me encuentro con Él, con su mirada, porque Él siempre me está mirando, amando, gozandose con mi existir. Ante este hecho de mi existencia, se me ocurren tres cosas principalmente:

 

1.- Constatar mi existencia y convencerme de que existo, para valorarme y autoestimarme. Sentirme privilegiado, viviente y alegrarme y darle gracias a Dios de todo corazón, de verdad, convencido. Mirarme a mí mismo y declararme eterno en la eternidad de Dios, quererme, saber que debo estar a bien conmigo  mismo, con mi yo, porque existo para la eternidad. Mover mis manos y mis pies para constatar que vivo y soy eterno. Valorar también a los demás, sean como sean, porque son un proyecto eterno de amor de Dios. Amar a todos los hombres, interesarme por su salvación.

 

2.- Sentirme amado. Aquí radica la felicidad del hombre. Todo  hombre es feliz cuando se siente amado, y  es así porque esta es la esencia y manera de ser de Dios y  nosotros estamos creados por Él a su imagen y semejanza.  No podemos vivir, ser felices ,sin sentirnos amados.  De qué le vale a un marido tener una mujer bellísima si no le ama, si no se siente amado.... y a la inversa, de qué le vale a una esposa tener un Apolo de hombre si no la ama, si no se siente amada... y a Dios, de qué le serviría todo su poder, toda su hermosura si no fueran Tres Personas amantes y amadas, compartiendo el mismo Ser Infinito, el mismo amor, la misma felicidad llena de continuo abrazo en la misma belleza y esplendores divinos de su serse en acto eterno de Amor. Y si esto es en el amor, desde la fe puedo interrogarme yo lo mismo: para qué quiero yo  conocer a un Dios infinito, todo poder, inteligencia,  belleza, si yo no lo amo, si Él no me amase...

 Por eso, cristiano completo, Aen verdad completa@,  no es tanto el que ama a Dios como el que se siente amado por Dios. Y lo mismo le pasa a Dios en relación con el hombre, para qué quiere Él  mis rezos, mis oraciones, mis misma oración, si no le amo....)busco yo  amar a Dios  o solo pretendo ser un cumplidor fiel de la ley?  Jesucristo vino a nuestro encuentro para que fuéramos sus hijos, sus amigos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor…” (Jn 15,9-17 ). Jesús dice que Él y el Padre quieren nuestro amor. Y continúa el evangelio en esta línea: "Vosotros sois mis amigos... ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, a vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer"; “ Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a el y haremos morada en el.@ACreedme yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(Jn 14 ,9).

 

3.- Desde esta perspectiva del amor de Dios al hombre, de la eternidad que vale cada hombre para Dios, tantos hombres, tantas eternidades, valorar y apreciar mi sacerdocio apostólico, a la vez que la responsabilidad y la confianza que Dios ha puesto en mí al elegirme. Soy sembrador, cultivador y recolector de eternidades. Quiero tener esto muy presente para trabajar sin descanso por mi santidad ya que de ella depende la de mis hermanos, la salvación eterna de todos los que me han confiado. Es el mejor apostolado que puedo hacer en favor de mis hermanos los hombres en orden a su salvación eterna. Quiero trabajar siempre a la luz de esta verdad, porque es la mirada de Dios sobre mi elección sacerdotal y sobre los hombres, la razón  de mi existencia como sacerdote: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido para que vayáis y déis mucho fruto y vuestro fruto dure...”

 La finalidad más importante de mi actividad sacerdotal, el fruto último de mi apostolado son las eternidades de mis hermanos: “nadie me ha nombrado juez de herencias humanas...”, dijo Jesús en cierta ocasión a los que le invitaron a intervenir en una herencia terrena. Hacia la eternidad con Dios debe apuntar todo en mi vida.

Si queréis, todavía podemos profundizar un poco más en este hecho aparentemente tan simple, pero tan maravilloso de nuestro existir. Pasa como con la Eucaristía, con el pan consagrado, como con el sagrario, aparentemente no hay nada especial, y está encerrado todo el misterio del amor de Dios y de Cristo al hombre: toda la teología, la liturgia,  la salvación, el misterio de Dios...

Fijáos, Dios no nos ha hecho planta, estrella, flor, pájaro...  me ha hecho hombre con capacidad de Dios infinito. La Biblia lo describe estupendamente. Le vemos a   Dios gozoso, en los primeros días de la creación, cuando se ha decidido a plasmar en barro el plan maravilloso,  acariciado en su esencia, llena de luz y de amor."Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creo: macho y hembra los creó" (Gn 1,26-27). 

Qué querrá decirnos Dios con esta repetición: a imagen de Dios.... a semejanza suya... no sabéis cuántas ideas me sugiere esta frase... porque nos mete en el hondón de Dios. El hombre es más que hombre. Esta especie animal perdida durante siglos, millones de años, más imperfecta tal vez que otras en sus genomas y evolución, cuando Dios quiso, con un beso de su plan creador, el «homo erectus, habilis, ergaster, sapiens, nehandertalensis, cromaionensis, australopithecus…» y ahora el hombre del Chad, cuando Él quiso, le sopló su espíritu y le hizo a su imagen y semejanza, le comunicó su misma vida, fue hecho espíritu finito: como finito es limitado, pero como espíritu está abierto a Dios, a lo infinito, semejante a Él en el ser, en la inteligencia, en el amar y ser amado como El. Qué bien lo tiene escrito el profesor Alfaro, antiguo profesor de la Gregoriana.

Por eso los místicos de todos los tiempos son los adelantados que entran, por la oración contemplativa o contemplación amorosa, en la intimidad con Dios, tierra sagrada prometida a todos los hombres y  por el amor contemplativo, por «llama de amor viva», conocen estas cosas y vienen cargados con frutos de eternidad de la esencia divina hasta nosotros, que peregrinamos en la fe y esperanza. Son los profetas que Dios envía a su Iglesia en todos los tiempos; son los que por experiencia viva se adentran por unión y transformación de amor en el mismo volcán siempre en erupción de ser y felicidad y misterios y verdades del  amor de Dios, y  nos explican y revelan estas realidades de ternura para con el hombre encerradas en la esencia de Dios, que se revela en la creación y recreación por Cristo, por su Palabra hecha carne y pan de eucaristía.

Se llaman místicos, precisamente porque experimentan, sienten a Dios y su Espíritu y su misterio y nos lo revelan, traducen y explican. Son los guías más seguros, son como los exploradores que Moisés mandó por delante para descubrir la tierra prometida, y que luego vuelven cargados de frutos de lo que han visto y vivido, para enseñárnoslos a nosotros, y animarnos a todos a conquistarla; vienen con el corazón, con el espíritu y la inteligencia llenos de luz por lo que han visto y nos animan con palabras encendidas, para que avancemos por este camino de la oración, para llegar un día a la contemplación del misterio infinito de  Dios, que se revela luego y se refleja en el misterio del hombre y del mundo desde la fe, desde dentro de Dios, desde más allá de la realidad que aparece. Los místicos son los verdaderos mistagogos de los misterios de Dios, iniciadores en este camino de contemplación del misterio de Dios.

Nadie sabría convencernos del hecho de que hemos sido creados por Dios para ser felices mejor que lo hace Santa Catalina de Siena con esta plegaria inflamada de amor a Dios Trinidad:

«Cómo creaste, pues, oh Padre eterno, a esta criatura tuya? Me deja fuertemente asombrada esto: veo , en efecto, cómo Tú me muestras, que no la creaste por otra razón que ésta: con tu luz te viste obligado por el fuego de tu amor a darnos el ser, no obstante las iniquidades que ibamos a cometer contra tì. El fuego de tu amor te empujó. ¡Oh Amor inefable! aún viendo con tu luz infinita  todas las iniquidades que tu criatura  iba a cometer contra tu infinita bondad, Tú hiciste como quien no quiere ver, pero detuviste tu mirada en la belleza de tu criatura, de la cual, como loco y ebrio de amor, te enamoraste y por amor la atrajiste hacia tì dándole EXISTENCIA A IMAGEN Y SEMEJANZA TUYA. Tu verdad eterna me ha declarado tu verdad: que el amor te empujó a crearla». (Oración V)

Convendría a estas alturas volver al texto de S. Juan, que ha inspirado esta reflexión: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amo y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados" (1Jn.4,9-10).

PRIMERA MEDITACIÓN C)

 

Para la meditación Si existo, es que Dios me ama

 

El don de la Iglesia


De la misma manera que constituyó a María como imagen de su corazón paternal, el Padre ha querido imprimir profundamente la marca de su paternidad en la Iglesia. Ha querido que la Iglesia se nos presente como una madre. Para que sus hijos gozasen de un ambiente que sea la traducción humana de la atmósfera que crean los padres en un hogam; ha decidido que la vida cristiana no se desenvolviese simplemente en almas individualmente aisladas, sino en una comunidad, y que esta comunidad implicase un auténtico ambiente materno. Así, el don de la Iglesia a los hombres aparece como una manifestación característica de un amor paternal que desea expresarse en formas concretas.
La Iglesia ha sido reconocida como una madre desde los primeros siglos del cristianismo, porque se veía en ella la gestadora de la fe en las almas. De hecho, esta comunicación de la fe es parte de la comunicación, más abundante, de la vida de la gracia. Por los Sacramentos, y sobre todo por el Bautismo, la Iglesia hace surgir y desarrollar la vida divina en las almas. En el momento del bautismo, especialmente, toma la figura de quien da nacimiento al nuevo cristiano. Y, en consecuencia, tiene el encargo de fomentar, por todos los medios, esta vida que ha transmitido: encargo maternal que cumple poniendo a disposición de los fieles, además de los sacramentos, un vastísimo conjunto de elementos que ayudan a la santificación y permiten un florecimiento espiritual: la proclamación de la verdad por el magisterio y el esclarecimiento progresivo de esta verdad, a través de todo un trabajo de investigaciones y de precisión realizado por la Teología. Trabajo que constituye un auténtico patrimonio de la Iglesia; el gobierno jerárquico de leyes y de instituciones y un cuadro viviente de orientación de las actividades; la distribución de tesoros de gracias por la solidaridad comunitaria y el ejercicio de una misión educadora por medio de la cual la Iglesia se preocupa de elevar el nivel espiritual y moral de los pueblos y de la humanidad entera. La Iglesia desempeña verdaderamente un papel de madre, que consiste en hacer brotar la vida de la gracia, en protegerla, en favorecer y guiar su desarrollo.

Si el término de función maternal es el que mejor expresa la misión de la Iglesia, es porque la Iglesia ha siclo formada por el Padre a su propia imagen, como María, para representar ante los hombres su paternidad. Muy a menudo corremos el peligro de olvidarlo y admiramos la providencia maternal de la Iglesia sin pensar que es una efusión del corazón del Padre, que su cualidad de madre es una afirmación de esta pa-ternidad divina, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef3, 15).
En la Iglesia misma hay muchas manifestaciones particulares de su actividad que llevan más especialmente el sello de la paternidad celeste que desea imprimirse en ella. Es sabido que una de las características esenciales del gobierno de la Iglesia es su aspecto paternal. Su jerarquía está establecida por medio de un sistema de administración, es verdad, pero sin que esta tarea pueda ser únicamente tratada como labor administrativa realizada por funcionarios: debe llevar el sello de la solicitud paternal. La autoridad de los que tienen un puesto de gobierno es la de los pastores; quiere eso decir que tienen por misión conducir un rebaño cuyas ovejas aman y conocen. Así sucede con el Papa, que ostenta el hermoso título de Pastor de todos los fieles. Los amplísimos poderes con que ha sido investido, si hubieran sido conferidos a una sociedad puramente humana entrañarían grandes peligros de absolutismo, tiranía y arbitrariedad; pero, precisamente porque están incluidos en una misión pastoral y paternal de orden superioi se realizan en un espíritu diametralmente opuesto al de un tirano caprichoso. Es el suyo el espíritu de un poder muy amplio que emplea todos sus recursos al servicio de aquéllos por los que existe, y que traduce sim fuerza en una benevolencia fundamental. Es una imagen asombrosa de la autoriclad del Padre celestial, cuya omnipotencia hubiera podido afianzarse por mecho de una soberanía tiránica, pero que ha escogido, por el contrario, concentrarse en un amor más benevolente. / Así sucede también con todos aquellos que han recibido alguna par- t Íticipación en el cargo pastoral del supremo Pontífice, y que no deben usar de los poderes con que están revestidos si no es para dejar traslucir la paternidad divina de la cual son mensajeros. Por eso, los sacerdotes no son sólo los representantes de Cristo en la tierra, sino también los representantes del Padre. Especialmente cuando dan la abso-\ lución al fiel que viene a confesar sus pecados, tienen un gesto cminentemente paternal: el de una misericordia que acoge, perdona y cura. Cuando se inclinan sobre todas las angustias humanas, dirigiéndose a su encuentro para intentar socorrerlas, ¿no representan ante los hombres al Padre celestial continuamente inclinado sobre ellos? La cura de las almas que pastorean les exige mostrar en la medida posible, en su comportamiento personal, la solicitud activa y generosa del Padre respecto a sus hijos. Su apostolado debe ejercitarse, pues, bajo el signo del amor paternal.

Además, que así es como Cristo había entendido su propia misión de Pastoi Ha querido ser Buen Pastor, como el Padre había sido ya anunciado que era el Pastor del pueblo judío (Ez 34). Y su amor era una réplica del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” Un 15,9). También se oye resonar en las palabras de Jesús la nota de un afecto paternal: es el afecto que nos dirige de parte del Padre: “Hijos míos”, les dice a sus discípulos (Mc 10,24). “iÁnimo, hija!”, le dice a la mujer atemorizada y temblorosa que se presenta a Él después de haber tocado su manto y obtenido su curación (Mt 9,22). En el mismo tono se dirige al paralítico cuando quiere otorgarle la remisión de los pecados: “jÁnimo!, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt9,2).Juntas van la acción yla palabra del Padre, que perdona. ¡Cómo se revela esta solicitud paternal en el cuidado que pone Cristo en velar sobre sus discípulos con toda suerte de atenciones! Aunque vive en extrema pobreza y sencillez, no deja que le falte nada al grupo de SUS fieles y provee a todas sus necesidades como lo haría un padre o una madre. En el momento de la Pasión, los discípulos podrán confesar que así fue realmente durante la vida pública de SLI Maestro (Lc 22,35-36).

Incluso con los que se le resisten ejerce este afecto paternal, que Cristo expresa de modo tan conmovedor increpando a la ciudad santa: “Uerusalén,Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mt 23, 37). En este apóstrofe grandioso e íntimo a la vez, ¿no se deja ver el deseo del Padre de realizar la unidad de sus hijos en torno a Sí, que se traduce en toda su vivacidad, con un profundo respeto a las libertades que no se quiere forzar, ni siquiera con una ternura demasiado acaparadora?

Continuadora de Cristo, la Iglesia se sitúa directamente en la prolongación de este cuidado paternal de congregar en la unidad a los hijos del Padre, ‘corno la gallina recoge a sus pollos bajo las alas”. Lo que Jesús había intentado hacer, en nombre del Padre, por la reunión del pueblo elegido, la Iglesia se ha encargado de realizarlo progresivamente en todos los pueblos y en todos los hombres. Por ella, el Padre extiende las alas de su protección paternal sobre la humanidad, fusionándola con el calor de su amor.

Como testigos de este amor, hay que citar, además de todos aquéllos que han siclo nombrados pastores del alma, a los innumerables realizadores de la obra educadora de la Iglesia. Hemos estereotipado la misión educadora encomendada a la Iglesia, que corresponde también a un papel maternal. A ella consagran sus vidas un gran número de hombres y mujeres, todos aquellos que se dedican a la formación cristiana de la juventud. La primera nobleza de esta vocación consiste en la semejanza que tiene con la paternidad misma de Dios. Estos hombres y mujeres deben ser considerados, ante todo, como un don del Padre a  la humanidad, un don profundamente paternal. Por el hecho de su actividad, asumen una paternidad o maternidad de orden moral y espiritual. En ellos y por ellos el Padre celestial modela el espíritu, el corazón
y el carácter de sus hijos, los abre a una vida divina más ancha y espaciosa afincándolos en ella sólidamente, y graba en ellos los principios de una conducta moral que responda a su condición de hijos de Dios. ¡Grandeza de los educadores y educadoras, a quienes el Padre ha confiado sus propias responsabilidades paternales y a los que desea prestar su propio rostro de Padre, de una bondad firme, activa e incansable!

Ésta es también la paternidad que se revela en todos aquellos que, en la Iglesia, se dedican a consolar las miserias humanas. La Iglesia jamás ha carecido de miembros que lleven su mensaje de caridad evangélica a los pobres, a los enfermos y a todos aquellos que sufren o tienen necesidad de socorro. En la abigarrada multiplicidad de obras en las que se organiza esta ayuda al prójimo, en la generosidad de estas existencias humanas cuyas energías íntegras se consagran a aligerar las cargas de los demás, tenemos que reconocer al Padre de los cielos, continuamente inclinado sobre los hombres, prodigándoles su simpatía misericordiosa. Cuando un enfermo admira a la religiosa que lo atiende con entrega maternal, es el corazón del Padre lo que encuentra en ella. El leproso que llama “mano de Dios” a la mano de la hermana misionera que cura sus llagas, ha rozado esta verdad. ¡Cuántos hombres rebeldes a la religión han llegado a convencerse de la existencia de Dios porque han sido testigos de la entrega totalmente sacrificada de una religiosa! Su intuición es exacta, pues es verdaderamente a Dios a quien descubren en esta maravillosa generosidad e, incluso, lo que hay de más profundo en Dios: un corazón paternal. En esta entrega descubren, al mismo tiempo, a la Iglesia con su verdadero rostro: el rostro de una madre llena de bondad.sobre todo, que vayamos a sacar siempre más del abismo de su amor, que tornemos cada vez con mayor avidez lo que nos ha dado. Quiere cine los hombres tomen de nuevo y sin cesar en el acto del sacrificio, por medio de los sacerdotes, a ese Hijo suyo cuyos brazos Él mismo extendió sobre la cruz. El Padre que había aspirado a darnos a su Hijo como prenda decisiva de su afecto paternal, ambiciona hacer pasar este don más plenamente a la humanidad. Pretende agrandar su generosidad en cada una de nuestras eucaristías de la tierra, ser más totalmente nuestro dándonos como propio una vez más a su Hijo.

Si la Eucaristía, en su aspecto de sacrificio, constituye el don primordial del Padre, implica igualmente este don en la comunión y en la presencia real. En la comunión, bajo su aspecto de alimento distribuido a los fieles, se manifiesta la solicitud del Padre que se preocupa de sustentar la vida del alma en sus hijos. Porque es al padre de familia a quien incumbe normalmente la tarea (le alimentar a los suyos. Es él quien da el pan a sus hijos. Al enseñarnos a orar al Padre, Cristo nos hace decir: “Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy” (Mt 6,11). Y cuando anunció la institución de la Eucaristía, después (le haber tenido el detalle paternal de saciar de pan a las multitudes que le escuchaban, no dejó de declarar que el pan eucarístico sería dado por el Padre celestial, directamente por Él, mientras el maná del desierto había sido dado por medio (le Moisés. A los judíos que pedían un prodigio comparable al maná, Cristo responde que el Padre va a realizar un prodigio superior, pues es el verdadero pan que va a ser repartido a los hombres, el que alimenta la vida espiritual: “En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” Un 6,32-33). Por el pan eucarístico, Cristo promete comunicar la vida del Padre: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí” (Iii 6,57).

Así pues, es el Padre quien alimenta; más aún, alimenta con su propia vida, transmitida por su Hijo. El que primero distribuye la comunión es, por tanto, el Padre: (le Él, inclinado sobre cada fiel, desciende el pan del cielo, el Cuerpo del Señor depositado sobre cada comulgante. En este instante, de lo más profundo de Sí mismo, el Padre nos entrega su vida divina. De este don del Padre es de donde saca el fiel las fuerzas necesarias para no desfallecer en el camino, para llevar una vida cristiana digna de su calidad de hijo.

Don paternal; paternal también la presencia real de Cristo, prolongada indefinidamente en nuestros tabernáculos. Si Cristo vino a nosotros en virtud (le la voluntad del Padre la vez primera, permanece entre nosotros bajo las apariencias de pan por esta misma voluntad. El Padre ha querido que guardásemos para siempre a su Hijo encarnado y que la presencia con la que Cristo había regocijado a los primeros discípu los siga envolviéndonos, presidiendo nuestra vida.

Con esto, el Padre acaba y realiza plenamente lo que había inaugurado en el Antiguo Testamento, cuando dio a los judíos en prenda de su alianza la presencia divina. Esta presencia perpetua en el Templo de Jerusalén era considerada por el pueblo elegido como la realidad central del culto. Era el privilegio más extraordinario que este pueblo podía poseer: la presencia concreta, en este enclave terrestre, de un Dios tan elevado y tan poderoso. El Padre, para dar continuidad a esta presencia especial (le que gozaba el templo, quiso una presencia divina que fuese dada de manera más substancial por la presencia corporal del Verbo Encarnado, y que se multiplicase en innumerables lugares. En el centro de cada iglesia reina esta presencia eucarística, de tal manera que el que allí entra se siente siempre acogido por alguien. La capilla más modesta en que se conserve el Santísimo Sacramento encierra una presencia divina incomparablemente superior a la que contenía el único templo de Jerusalén. Es el Padre quien ha multiplicado su amor y perpetúa el don de su Hijo. Por eso el tabernáculo de nuestras iglesias debe ser tenido como señal de su acogida paternal.

 

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN A)

 

“Y NOS ENVIÓ A SU HIJO COMO PROPICIACIÓN DE NUESTROS PECADOS”(Jn 4,10)

 

        En la contemplación de la segunda parte entraría muy directamente S. Pablo, para quien el misterio de Cristo, enviado por el Padre como redención de nuestros pecados, es un misterio que le habla muy claramente de esta predilección de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne, especialmente por la pasión, muerte y resurrección del Señor. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

S. Juan, que estuvo junto a Cristo en la cruz, resumió  todo este misterio de dolor y de entrega en estas palabras: “Tanto amó Dios al hombre, que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta este extremo, porque para él “entregó” tiene sabor de “traicionó”. Y realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, que es  su pasión y muerte, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por S. Pablo como plenitud de amor y totalidad de entrega dolorosa y extrema. Al contemplar a Cristo doliente y torturado,  no puede menos de exclamar : “Me amó y se entregó por mí”. Por eso, S. Pablo, que lo considera “todo basura y estiércol, comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...”

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte pecadora. Yo creo que Dios se ha pasado con nosotros.  “Tanto amó Dios al hombre que entregó  a su propio Hijo”.

Porque  no hay justicia. No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios ha hecho por levantarlos. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo redentor, su propio Hijo, para el ángel no hubo redentor. Por qué para nosotros sí y para ellos no. Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí.... es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al hombre, que…”.(traicionó…).  Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del amor del Padre y del Hijo: “ nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos” y  Cristo la dio por todos nosotros.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre, viéndole caído y alejado para siempre de su proyecto de felicidad,  entra dentro de sí mismo, y mirando todo su ser, que es amor también misericordioso, y toda su sabiduría y todo su poder, descubre un nuevo proyecto de salvación, que a nosotros nos escandaliza, porque en él abandona a su propio Hijo, prefirió en ese momento el amor a los hombres al de su Hijo. No tiene nada de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia, lo exprese admirativamente casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador. Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza,  oh feliz pecado, pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero.

Cuando S. Pablo lo describe, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice S. Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y nos lo revela a nosotros. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y Revelación llena de Amor de su mismo Espíritu, es Palabra ungida de Espíritu Santo, es Jesucristo, la explosión del amor de Dios a los hombres. En Él nos dice: os amo, os amo hasta la locura, hasta el extremo, hasta perder la cabeza. Y esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley@( Gal 4,4).AY nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Cuando en los días de la Semana Santa, leo la Pasión o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver pasar a Cristo junto a mí, escupido, abofeteado, triturado... Y siempre pregunto lo mismo: por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto sufrimiento, tanto dolor, tanto escarnio... Fue necesario para que el hombre nunca pueda dudar de la verdad del amor de Dios. No los ha dicho antes S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo”.

Por todo esto, cuando miro al Sagrario y el Señor me explica todo lo que sufrió por mí y por todos, desde la Encarnación hasta su Resurrección, yo solo veo una cosa: amor, amor loco de Dios al hombre.  Jesucristo, la Eucaristía, Jesucristo Eucaristía es Dios personalmente amando locamente a los hombres. Este es el único sentido de su vida, desde la Encarnación hasta la muerte y la resurrección. Y en su nacimiento y en su cuna no veo ni mula ni buey ni pastores... solo amor, infinito amor que se hace tiempo y espacio y criatura por nosotros...“ Siendo Dios...se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado..”; en el Cristo polvoriento y jadeante de los caminos de Palestina, que no tiene tiempo a veces ni para comer ni descansar, en el Cristo de la Samaritana, a la que va  a buscar y se sienta agotado junto al pozo porque tiene sed de su alma, en el Cristo de la adúltera, de Zaqueo... solo veo amor; y como aquel es el mismo Cristo del sagrario, en el sagrario solo veo amor, amor extremo, apasionado, ofreciéndose sin imponerse, hasta dar la vida en silencio y olvidos,  solo amor.

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos y otras personas, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan Alastimado@de Dios, de mi Cristo...tan duro va a ser para su Dios  Señor y tan sensible para los amores humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo , qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza. Cristo, quiero amarte, amarte de verdad, ser todo y sólo tuyo, porque nadie me ha amado como Tú. Ayúdame. Aumenta mi fe, mi amor, mi deseo de Tí.  Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo.

Hay un momento de la pasión de Cristo, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre por el hombre y que San Juan expresa maravillosamente en las palabras antes citadas:"Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo". Es en Getsemaní. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar persona alguna, solo de Dios y solo de los hombres. La Divinidad le ha abandonado,  siente solo su humanidad en “la hora” elegida por el proyecto del Padre según S. Juan, no  siente ni barrunta su ser divino ... es un misterio. Y en aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.  Cristo, qué pasa aquí. Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido.. Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio... El Padre Dios, en ese momento, tan esperado por Él desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.  Por eso, mirando a este mismo Cristo, esta tarde en el sagrario, quiero decir con S. Pablo desde   lo más profundo de mi corazón: "Me amó y se entregó por mi"; "No quiero saber más que de mi Cristo y éste, crucificado”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre; qué grande debe ser el hombre, cuando Dios se rebaja y le busca y le pide su amor...Qué será el hombre para este Dios, cuando este Dios tan grande se rebaja tanto, se humilla tanto y busca tan extremadamente el amor de este hombre. Qué será el hombre para Cristo, que se rebajó hasta este extremo para buscar el amor del hombre.

¡Dios mío! no te comprendo, no te abarco y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología que estudié, pero que el conocimiento de tu amor me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje. Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que sin él no serias infinitamente feliz? “Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para ser totalmente feliz de haber realizado tu proyecto infinito? “Es que me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente feliz? Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo con los Tres no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacer de todos los hombres tu Hijo, lo veo pero bueno... no me entra en la cabeza, pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que mis Tres, el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, es como cambiar toda la teología donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así me lo enseñaron a mi, pero ahora veo por amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo... y esto es herejía teológica, aunque no mística, tal y como yo la siento y la gozo y me extasía. Bueno, debe ser que me pase como a San Pablo, cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a Adesvariar@.

Señor, dime qué soy yo para tí, qué es el hombre para tu Padre, para Dios Trino y Uno, que os llevó hasta esos extremos: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios.. .se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres;  y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” ( Fil 2,5-11).

Dios mío, quiero amarte. Quiero corresponder a tanto amor y quiero que me vayas explicando desde tu presencia en el sagrario, por qué tanto amor del Padre, porque Tú eres el único que puedes explicármelo, el único que lo comprendes, porque ese amor te ha herido y llagado, lo has sentido, Tú eres ese amor hecho carne y hecho pan, Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios revelado por Jesucristo, en su persona, palabras y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                  

Señor, si tú me predicas y me pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, mi amor para el Padre, si el Padre lo necesita y lo quiere tanto, como me lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno, tan generoso y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mis ideales egoístas, mi salud, mi cargos y honores....solo quiero ser de un Dios que ama así. Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanta carne pecadora, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde, no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí de mi ser y amar y existir.

Hermano, cuánto vale un hombre, cuanto vales tú. Qué tremenda y casi infinita se ve desde aquí la responsabilidad de los sacerdotes, cultivadores de eternidades, qué terror cuando uno ve a Cristo cumplir tan dolorosamente la voluntad cruel y tremenda del Padre, que le hace pasar por la muerte, por tanto sufrimiento para llevar por gracia la misma vida divina y trinitaria a los nuevos hijos, y si hijos, también herederos. Podemos decir y exigir: Dios me pertenece, porque Él lo ha querido así. Bendito y Alabado y Adorado sea por los siglos infinitos amén.

 Qué ignorancia sobrenatural y falta de ardor apostólico a veces en nosotros,  sacerdotes,  que no sabemos de qué va este negocio, porque no sabemos lo que vale un alma, que no trabajamos hasta la extenuación como Cristo hizo y nos dio ejemplo, no sudamos ni nos esforzamos  todo lo que debiéramos  o nos dedicamos al apostolado, pero olvidando  lo fundamental y  primero del envío divino, que son las eternidades de los hombres, el sentido y orientación transcendente de toda acción apostólica, quedándonos a veces en ritos y ceremonias pasajeras que no llevan a lo esencial: Dios y la salvación eterna, no meramente terrena y humana. Un sacerdote no puede perder jamás el sentido de eternidad y debe dirigirse siempre hacia los bienes últimos y escatológicos, mediante la virtud de la esperanza, que es el cénit y la meta de la fe y el amor, porque la esperanza nos dice si son verdaderas y sinceras la fe y el amor que decimos tener a Dios, ya que una fe y un amor que no desean y buscan el encuentro con Dios, aunque sea pasando por la misma muerte, poca fe y poco amor y deseo de Dios son, si me da miedo o no quiero encontrarme con el Dios creído por la fe y  amado por la virtud de la caridad. La virtud de la esperanza sobrenatural criba y me dice la verdad de la fe y del amor.

Para esto, esencialmente para esto, vino Cristo, y si multiplicó panes y solucionó problemas humanos, lo hizo, pero no fue esto para lo que vino y se encarnó ni es lo primero de su misión por parte del Padre. A los sacerdotes nos tienen que doler más las eternidades de los hombres, creados por Dios para Dios, y vivimos más ocupados y preocupados por otros asuntos pastorales que son transitorios; qué pena que duela tan poco y apenas salga en nuestras conversaciones la salvación última,  la eternidad de nuestros  hermanos, porque precisamente olvidamos su precio, que es toda la sangre de Cristo, por no vivirlo, como Él, en nuestra propia carne: un alma vale infinito, vale toda la sangre de Cristo, vale tanto como Dios, porque tuvo que venir a buscarte Dios a la tierra y se hizo pequeño y niño y hasta un trozo de pan para encontrarnos y salvarnos.  ¿De qué le sirve a un hombre ganar  el mundo entero, si pierde su vida? “O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16 26-7).

Cuando un sacerdote sabe lo que vale un alma para Dios, siente pavor y sudor de sangre, no se despista jamás de lo esencial, del verdadero apostolado, son profetas dispuestos a hablar claro a los poderes políticos y religiosos y están dispuestos a ser corredentores con Cristo, jugándose la vida a esta baza de Dios, aunque sin nimbos de gloria ni de cargos ni poder, ni reflejos de perfección ni santidad, muriendo como Cristo, a veces incomprendido por los suyos.

Pero a estos sacerdotes, como a Cristo, como al Padre, le duelen las almas de los hombres, es lo único que les duele y que buscan y que cultivan, sin perderse en  otras cosas, las añadiduras del mundo y de sus complacencias puramente humanas, porque las sienten en sus entrañas, sobre todo, cuando comprenden que han de pasar por incomprensiones de los mismos hermanos, para llevarlas hasta lo único que importa y por lo cual vino Cristo y para lo cual nos ordenó ir por el mundo y ser su prolongación sacramental: la salvación eterna, sin quedarnos en los medios y en otros pasos, que ciertamente hay que dar, como apoyos humanos, como ley de encarnación, pero que no son la finalidad última y permanente del envío y de la misión del verdadero apostolado de Cristo. “Vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna”(Jn 6,26). Todo hay que orientarlo hacia Dios, hacia la vida eterna con Dios, para la cual hemos sido creados.

Y esto no son invenciones nuestras. Ha sido Dios Trino y Uno, quien lo ha pensado; ha sido el Hijo, quien lo ha ejecutado; ha sido el Espíritu Santo, quien lo ha movido todo por amor, así consta en la Sagrada Escritura, que es Historia de Salvación: ha sido Dios quien ha puesto el precio del hombre y quien lo ha pagado. Y todo por tí y por mí y por todos los hombres. Y esta es la tarea esencial de la Iglesia, de la evangelización, la esencia irrenunciable del mensaje cristiano, lo que hay que predicar siempre y en toda ocasión, frente al materialismo reinante, que destruye la identidad cristiana, para que no se olvide, para que no perdamos el sentido y la razón esencial de la Iglesia, del evangelio, de los sacramentos, que  son principalmente  para conservar y alimentar ya desde ahora la vida nueva,  para ser eternidades de Dios, encarnadas en el mundo, que esperan su manifestación gloriosa.«Oh Dios misericordioso y eterno... concédenos pasar a través de los bienes pasajeros de este mundo sin perder los eternos y definitivos del cielo”, rezamos en la liturgia.

Por eso, hay que estar muy atentos y en continua revisión del fín último de todo: Allevar las almas a Dios@, como decían los antiguos, para no quedarse o pararse en otras tareas intermedias, que si hay que hacerlas, porque otros no las hagan, las haremos, pero no constituyen la razón de nuestra misión sacerdotal, como prolongación sacramental de Cristo y su apostolado.

La Iglesiaes y tiene también  dimensión caritativa, enseñar al que no sabe, dar de comer a los hambrientos, desde el amor del Padre que nos ama como hijos y quiere que nos ocupemos de todo y de todos, pero con cierto orden y preferencias en cuanto a la intención, causa final, aunque lo inmediato tengan que ser otros servicios.... como Cristo, que curó y dio de comer, pero fue enviado por el Padre para predicar la buena noticia, esta fue la razón de su envío y misión. Y así el sacerdote, si hay que curar y dar de comer, se hace orientándolo todo a la predicación y vivencia del evangelio, por lo tanto no es su misión primera y menos exclusiva:“ Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado.... les acompañarán estos signos.... impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos Ellos se fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban” (Mc16,15-20).

Los sacerdotes tenemos que atender a las necesidades inmediatas materiales de los hermanos, pero no es nuestra misión primera y menos exclusiva,  ni lo son los derechos humanos ni la reforma de las estructuras... sino predicar el evangelio, el mandato nuevo y la salvación a todos los hombres, santificarlos y desde aquí, cambiar las estructuras y defender los derechos humanos, y hacer hospitales y dar de comer a los hambrientos, si es necesario y  otros no lo hacen. Nosotros debiéramos formar a nuestros cristianos seglares para que lo hagan. Pero insisto que lo fundamental es «La gloria de Dios es que el hombre viva. Y la vida de los hombres es la visión de Dios» (San Ireneo).  Gloria y alabanza sean dadas por  ello a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu  Santo,  que nos han llamado a esta intimidad con ellos y a vivir su misma vida.

Dios me ama, me ama, me ama...  y qué me importan  entonces todos los demás amores, riquezas, tesoros..., qué importa incluso que yo no sea importante para nadie, si lo soy para Dios; qué importa la misma muerte, si no existe. Voy por todo esto a amarle y a dedicarme más a Él, a entregarme totalmente a Él, máxime cuando quedándome en nada de nada, me encuentro con el TODO de todo, que es Él.

Me gustaría terminar con unas palabras de San Juan de la Cruz, extasiado ante el misterio del amor divino: «Y cómo esto sea no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice San Juan diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste, es a saber que tengan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más: no ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en Mí. Que todos ellos sean una misma cosa de la manera que Tu, Padre, estás en Mí, y yo en  ti; así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado he dado a ellos, para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y Tu en mí  porque sean perfectos en uno; porque conozca el mundo que Tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo...» (Can B 39,5).

« ¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas! ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis?. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables, y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (Can B, 39.7).

Concluyo con S. Juan: “Dios es amor”. Todavía más simple, con palabras de Jesús:“el Padre os ama”. Repetidlas muchas veces. Creed y confiad plenamente en ellas. El Padre me ama. Dios  me ama y nadie podrá quitarme esta verdad de mi vida.

«Mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su servicio: ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio» (C B 28) Y comenta así esta canción San Juan de la Cruz: «Adviertan , pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que  de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ellas; porque de otra manera todo es martillar y hace poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a perder la sal (Mt 5,13), que, aunque más parezca hace algo por fuera, en sustancia no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios» (C b 28, 3).

Perdámonos ahora unos momentos en el amor de Dios. Aquí, en ese trozo de pan, por fuera pan, por dentro Cristo,  está encerrado todo este misterio del amor de Dios Uno y Trino. Que Él nos lo explique. El sagrario es Jesucristo vivo y resucitado, en amistad y salvación permanentemente ofrecidas a los hombres. Está aquí la Revelación del Amor del Padre, el Enviado, vivo y resucitado, confidente y amigo. Para Ti, Señor, mi abrazo y mi beso más fuerte; y desde aquí, a todos los hombres, mis hermanos, sobre todo a los más necesitados de tu salvación.

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN B)

 

PREGÓN DE SEMANA SANTA EN LA CATEDRAL  (8-4-2011)

        

    EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO. AMEN.

 

Exmo. y Rdmo. Sr. Obispo, Ilustrísimo Cabildo, hermanos sacerdotes, cofrades, amigos todos:

         Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

         S. Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen el Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rom 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna Él”,

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Cuando Pablo contempla y describe el proyecto salvador de Dios, parece que estuviera en esos momentos dentro del consejo Trinitario. En la plenitud de los tiempos, dice san Pablo, no pudiendo Dios contener ya más tiempo este misterio de amor en su corazón, explota y lo pronuncia y lo revela para nosotros en el Hijo amado. Y este pensamiento y este proyecto de salvación es su propio Hijo, pronunciado en Palabra y revelación llena del mismo Amor de Dios Trino y  Uno, “in laudem gloriae ejus”, para alabanza de su gloria, palabras de Pablo que tanto significado tienen para los sacerdotes de mi tiempo, al meditarlas en la vida y doctrina de Sor, ya beata, Isabel de la Trinidad. Esto es lo que descubre San Pablo en Cristo Crucificado: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley ( Gal 4,4) ...Y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo..., para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención  por su sangre...” (Ef 1,3-7).

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

 

         La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para cumplir tu voluntad”. En su vida pública, por tres veces se lo ha recordado a sus íntimos. Para Juan, con sentido teológico profundo de esta Hora señalada por el Padre y salvadora del mundo, Jesús lo expresa así en el discurso de despedida de la Última Cena: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). Para Juan la gloria y el amor extremo a los hombres del Padre y del Hijo está en la cruz. Y es la conciencia de su misión, de que el Hijo ha venido precisamente para esa hora, la que le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente en la cruz.

Porque la hora señalada es también la hora del Padre que sufre en el Hijo Preferido y Amado todo el pecado y el dolor de sus hijos los hombres.

         Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

         Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).

        

El Santo Padre Benedicto XVI, en su último libro JESÚS DE NAZARET respecto a esta misma oración “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”, dice así:

         <Pero ¿Qué significa “no se haga mi voluntad sino la tuya”, qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. En Cristo la humanidad sigue siendo humanidad y la divinidad es divinidad que une ambas naturalezas y voluntades de forma única y singular en la Persona del Hijo encarnado.

         En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición de los hombres contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia el abrazo de lo humano con lo divino, hacia la unión esencial trinitaria de amor en Dios.

Marcos, por su parte, la entrada de Jesús en Getsemaní la describe con estas palabras: “Llegan a un huerto, que llaman Getsemaní y dice a sus discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Y adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora y decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.

         Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Por eso, mirando a este mismo Cristo en vuestros pasos e imágenes de las procesiones de Semana Santa, pero sobre todo vivo, vivo y resucitado ya en todos los sagrarios de la tierra, pero de verdad, no sólo de nombre o como predicación, digámosle  con San Pablo desde   lo más profundo de nuestro corazón: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. (I Corintios 1, 17-25)”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

Pero es que viendo lo que has hecho por el hombre es como decirnos que el Dios infinito Trino y Uno no puede ser feliz sin el hombre, y esto cambia la teología filosófica y menos bíblica de mis tiempos donde Dios no necesita del hombre para nada, al menos así nos lo enseñaron entonces, pero ahora veo por la oración, por la contemplación de amor, que Dios también necesita del hombre, al menos lo parece por su forma de amar y buscarlo y humillarse por él... y esto puede ser herejía teológica, por eso lo digo en voz baja para que no me condenen, pero suficientemente alto para que todos lo oigan y caigan de rodillas ante este amor. Y si me paso, pido perdón con san Pablo  cuando se metió en la profundidad de Dios que le subió a los cielos de su gloria y empezó a <desvariar>.

Por eso, queridos hermanos, queridos cofrades, las procesiones deben llevarnos a celebrar la Semana Santa verdadera, plena y total en las iglesias, con el Cristo del Jueves Santo, el Cristo de la hora santa en Getsemaní y del Monumento adorado, con el Cristo resucitado y glorioso de la Vigilia Pascual, y así participar en la liturgia santa, que no solo es imagen o recuerdo sino memorial que hace presente todo el misterio de pasión, muerte y resurrección “de una vez para siempre”. Es la forma perfecta de corresponder un poco a tanto amor,  en ratos de diálogos de amistad eucarística, donde el mismo Cristo, que lo  sufrió y nos salvó, nos vaya explicando, desde tu presencia eucarística, tanto amor del Padre y del Hijo, porque Él es el único que puedes explicárnoslo, el único que lo vive y comprende, porque ese amor lo sufrió y le tiene llagado el corazón de amor a cada uno de nosotros. Pero hay que escuchárselo personalmente a Él en trato personal de amistad. 

Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios, Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada.                                  

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

Queridos hermanos: El Cristo de Getsemaní nos inspira dos sentimientos muy importantes que no debemos olvidar en nuestra vida: Primer sentimiento: el dolor de Cristo tiene relación con nosotros, con los hombres de todos los tiempos. Con Pascal, en sus Pensamientos, cada uno de nosotros puede decir: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

         El segundo sentimiento hace referencia a los tres elegidos para acompañarle en su oración y angustia y que se han quedado dormidos a pesar de oírle decir: “Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s).

         El Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente libro JESÚS DE NAZARET, tiene estas palabras muy profundas y conmovedoras, que expongo a continuación:

         «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal y el sufrimiento en el mundo. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha.

         Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice y nos dice: “Me muero de tristeza”>>.

         Queridos hermanos que con tanto silencio meditativo habéis escuchado este pregón; ante estas palabras del Señor, no podemos permanecer dormidos, inactivos ante el mundo actual.

         ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y queremos estar bien  despiertos, ayudándote a completar tu pasión y redención del mundo presente; pero nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

 

No me mueve, mi Dios, para quererte          Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 

el cielo que me tienes prometido,   clavado en una cruz y escarnecido, 
ni me mueve el infierno tan temido               muéveme ver tu cuerpo tan herido, 

para dejar por eso de ofenderte.                     muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,    No me tienes que dar porque te quiera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,      pues aunque lo que espero no esperara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.        lo mismo que te quiero te quisiera.

 

 

 

RESURRECCIÒN:

 

         QUERIDAS HERMANITAS: Esta meditación sobre el texto citado “tanto amó Dios al mundo...”   quedaría incompleta y no se ajustaría a la verdad del evangelio y de la fe de los Apóstoles y de la Iglesia si nos quedásemos mirando el sepulcro de Cristo, donde yace su cuerpo muerto. Para san Pablo y san Juan Cristo reina desde la cruz, porque la muerte ha sido vencida en ese mismo momento y ha sido vencida porque el Padre lo resucita y lo lleva al cielo y lo sienta a su derecha para que interceda por toda la humanidad y sea el primero y el último, el Viviente. Cristo está convencido de esto y por eso ha dicho al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ciertamente Cristo resucitado no se aparece a sus discípulos hasta el tercer día, que no son tres días completos, porque es la tarde del viernes, todo el sábado, fiesta de los judíos, y cuando van a embalsamarle el día equivalente al lunes, por hablar de alguna manera, muy de mañana, resulta que empieza a manifestarse resucitado. Han sido necesario que pase ese tiempo, para que no puedan decir que realmente no había muerto, y por eso, el Señor había dicho que resucitará al tercer día, pero realmente resucitó por obra del Padre en el mismo momento en que muere y baja a los abismos, a los infiernos para recatar a todos los justos. Lo dice el Evangelio.

         Por eso, nosotros guardamos silencio durante el sábado santo y por la mañana del domingo, palabra que viene del latín dominicus, día del Señor, como así llamaron los Apóstoles el día en que Cristo se le apareció, empezamos la Vigilia de Pascua y el tiempo pascual en el que estamos.

         Estamos celebrando la Pascua del Señor, la resurrección de Cristo, que es la nuestra también: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, este es el canto propio del domingo de resurrección,  que al ser icono de todos los domingos, lo cantamos también muchas veces durante el año. Lo cantamos con gozo muchas veces, pero especialmente en la pascua, “porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. El domingo de resurrección, de la Pascua del Señor, es el día más importante del cristianismo, el más importante del año y de toda la liturgia de la Iglesia, porque, como hemos rezado en la secuencia de la misa: “muerto el rey de la vida, hoy triunfante se levanta”.

 

         1.- Hermanos, ha resucitado  Cristo, nuestra esperanza; sabemos que Cristo ha resucitado: nos lo aseguran las mujeres, que, al amanecer, el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, fueron a embalsamar el cuerpo de Cristo, porque no pudieron hacerlo el sábado, por ser día de fiesta y descanso para los judíos. Cuando llegaron, vieron la losa quitada del sepulcro; entonces han corrido a decírselo a los discípulos. Juan y Pedro vinieron corriendo, entraron y creyeron. Este es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en la resurrección del Señor, provocado, como muchas veces, por la solicitud de las mujeres y por las señales que han visto de las fajas colocadas en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, nadie se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado. Están así, porque ya no les sirven al que los tenía; está vivo y resucitado. Los ángeles los han colocado: “Pues hasta entonces no habían entendido las Escrituras: que había de resucitar de entre los muertos”.

         Estos discípulos tuvieron el mérito de reconocer las señales de Cristo Resucitado: noticia traída por las mujeres, el sepulcro vacío y los lienzos puestos en orden. ¡Cuánta gente desorientada en este mundo, cuántos corriendo sin sentido de un lado para otro sin saber que el sepulcro está vacío, que Cristo ha resucitado! ¡Cuánto sufro por esto, Señor! ¡Qué poco ha servido tu sufrimiento y tu resurrección para tantos hombres, sobre todo, jóvenes, de esta España que la han hundido en el vacío los políticos ateos y sin valores humanos y religiosos, que sólo buscan el voto y hunden en la muerte y en el nihilismo del consumismo y desenfreno de pasiones a sus votantes! Esto ya no es noticia de la tele, allí basura y más basura; fuera de las iglesias no se pregona la Resurrección de Cristo en los hogares, ni en las escuelas, ni en los medios ni en nuestras conversaciones. Así que muchos, que solo ven y oyen los periódicos y las imágenes de la tele, no se enteran de que Cristo ha resucitado; ha muerto y ha resucitado por ellos. ¿Y nosotros? ¿También vamos de un lado para otro, desorientados en la vida, sin saber que Cristo está resucitado y que el sepulcro está vacío y nuestra vida es más que esta vida?

 

         2.- ¡Ha resucitado! Este es el grito, que, desde hace más de dos mil años, no cesa de resonar por el mundo entero y que nosotros esta noche hemos oído a las mujeres, a Pedro y Juan, a María Magdalena, que se ha encontrado con Él en forma de hortelano, a los ángeles que encontraron las mujeres: “No os asustéis; ¿buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?  No está aquí, ha resucitado, como os lo había dicho”.

         San Pedro, lleno de emoción, predicará a Cristo, a quien “Dios le resucitó el tercer día y nos lo dio a conocer a los testigos escogidos de antemano y que comimos y bebimos con Él después de resucitar de entre los muertos”.  Y en otro pasaje dirá: “os hemos dado a conocer el poder y la venida de Nuestro Señor Jesucristo, no con fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad”.

         Y esta afirmación de la resurrección del Señor la corrobora San Juan con estos términos: ”Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocamos con nuestras manos acerca de la Palabra de la vida,  os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Os escribimos esto, para que vuestro gozo sea completo”. No se puede hablar con más claridad, con más fuerza, con más verdad que lo hace San Juan.

 

         3.- Queridos hermanos: Si Cristo ha resucitado, como lo había prometido:

 

 -- Él es la Verdad, es Verdad, es Hijo de Dios, y todo lo que dijo e hizo, todo el Evangelio es Verdad. Tenemos que creerlo y vivirlo. Tenemos que fiarnos totalmente de Él y de que cumplirá en nosotros todo lo que nos ha prometido. Él es nuestra fuerza y tenemos que amarlo como Única Verdad y Vida. Es el Hijo de Dios.

-- Cristo ha resucitado, y todos los Apóstoles lo atestiguaron, ninguno calló y todos dieron su vida en testimonio de esta verdad; todos murieron confesando esta verdad. Si dan la vida, no pudieron estar más convencidos. Es el máximo testimonio: dar la vida por lo que afirmamos. No se puede estar más convencido ni ser más fiel a la verdad.

-- También nosotros resucitaremos. Porque Cristo ha resucitado, tenemos que esperar totalmente en Él. Nuestra esperanza en Él es totalmente segura. Porque Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Somos eternos, porque Él nos lo ha merecido y nos lo ha prometido. Los muertos ya gozan de esta gloria. Nuestros difuntos no están muertos, están todos vivos en Dios. El cielo es Dios. Aquí nadie muere. O se acierta para siempre o se equivoca uno para siempre, para siempre.

-- Porque Cristo ha resucitado, nosotros somos más que este tiempo y este espacio. Somos semilla de eternidad y de cielo. Por eso vivamos ya la esperanza del encuentro definitivo con Dios, vivamos ya para Él, vivamos este tiempo con esperanza y desde la esperanza. Esforzándonos por conseguir los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros. Lo expresa muy claramente San Pablo: “Porque habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1-3).

-- Porque Cristo ha resucitado, celebremos la Pascua, nos dice este mismo Apóstol. Pascua en Cristo es paso de la muerte a la vida, pasemos de nuestro hombre viejo de pecado, que nos lleva a la muerte, al hombre nuevo creado según Cristo. Recordemos ahora las promesas que anoche renovamos de nuestro bautismo: ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¿Renunciáis a vuestras soberbias, avaricias, envidias….?

         -- Si Cristo ha resucitado y permanece vivo en la Eucaristía es porque busca, sigue buscando al hombre para salvarlo. “El que me coma vivirá por mí”; “Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan vivirá para siempre”. Son días de comer la carne resucitada de Cristo, de comer vida nueva, renovación interior y espiritual con Cristo. Jesucristo resucitado vive en el cielo en manifestación gloriosa y en el pan consagrado, en Presencia de amistad permanentemente ofrecida a todos los hombres. «Hay que comulgar por pascua florida», por educación, por fe, por coherencia con lo que creemos y amamos. Y una comunión cariñosa, afectuosa, agradecida, nada de oraciones de otros, ni siquiera hoy padrenuestros. De tú a tu con el Amado.

        

         4.- Y desde este amor extremo que le llevó a la muerte y resurrección, desde este deseo y amistad sentida y deseada quiero y queremos felicitar a Cristo por lo que dijo e hizo, por todo lo que caminó y sufrió, pero, sobre todo, porque resucitó para que todos pudiéramos tener vida eterna, ser felices con Él eternamente en el cielo. Él es el cielo con el Padre y el Espíritu Santo. Él es un cielo. No comprendo que nos quiera tanto, no comprendo que quiera ser nuestro amigo, que nos haya elevado hasta  su mismo nivel, su mismo cielo con el Padre y el Espíritu Santo, y quiera una eternidad de amistad conmigo, contigo, con todos los hombres… No lo comprendo; que me resucite para esto, porque quiere ser mi amigo, ahora en el sagrario y luego en el cielo… Es algo que no comprendo, pero es verdad. Por eso me gustaría decirle con S. Juan de la Cruz: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura» Cristo resucitado, nosotros creemos en Ti. Cristo vivo y resucitado, nosotros confiamos en Ti, esperamos en Ti. Cristo vivo, vivo y resucitado, aquí en el pan consagrado, Tú lo puedes todo, Tú sabes que te amamos. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ORACIÓN DESANTA BRÍGIDA

 

ORACIÓN DE SANTA BRÍGIDA:

 

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la Última Cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado  ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato, para ser juzgado por él.

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato, cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos, como el Cordero inocente.

Honor a ti,  mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste entre las mayores amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte.

Bendito seas Tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa mezclada con agua.

 

Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, y que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran allí guardia.

Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, mi Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono, en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tu miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén»[1].

Este es el Cristo que adoramos en el Sagrario. Estos son algunos de los hechos de salvación continuamente ofrecidos al Padre para nuestra salvación.

 

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN C)

 

ESTA MEDITACIÓN ESTÁ MUY BIEN PARA CUANDO HABLE DEL PECADO, EN LA TERCERA MEDITACIÓN DE LOS EJERCICIOS, PORQUE TRATA DEL PECADO DEL HIJO PRÓDIGO:

 

El perdón concedido a los pecadores

 

En el perdón concedido a los pecadores se revela la generosidad sin límites del corazón del Padre. Cuando considerarnos la reacción delPadre ante el pecado de Adán y Eva, advertirnos lo que tenía de sublime y de incomprensible: a los que osaron, en cierta manera, parangonarse con Él, despreciando su mandato y deseando ser como Dios, el Padre no duda en prometerles una dignidad más alta de la que poseían, dándoles a u propio Hijo para establecerlos con Él como hijos suyos. El Padre ama más a los que lo han herido con su pecado. Les da todavía más. Y esta magnanimidad, desplegada donde no se esperaba más que castigo y venganza, da prueba de una bondad que sobrepasa todas las normas de la bondad humana, de una benevolencia de profundidades infinitas. ¿Por qué ha querido con afecto paternal más profundo y apremiante a los que se habían rebelado contra Él? No hay que buscar jus- tificación alguna, sino tan sólo adorar el misterio.

Este misterio tan reconfortante se reproduce en las relaciones del Padre con cada pecador en particular. Frente a nuestras faltas individuales, existe un drama redentor que renueva el que se produjo en respuesta al pecado de Adán. Así se comprende que el Padre, inquebrantablemente fiel en su amor y decidido a no retirar jamás el don que ha hecho de su corazón, adopte ante cada hombre la actitud que ha adoptado globalmente con la humanidad entera en el momento en que resolvió salvarla del l)ecadO, De modo que el Padre testimonia aún mayor amor a cada pecador; lejos de responder a las ofensas actuales con la venganza, no hace sino abrir de par en par su corazón para acoger a los culpables cuando manifiestan pruebas de arrepentimiento.
Felizmente poseernos, para comprender bien esta actitud del Padre, una descripción hecha por el mismo Jesús. En la más bella de las parábolas, la del hijo pródigo, nos ha descrito —con palabras sumamente sencillas, pero extremadamente sugestivas— la verdad más misteriosa y conmovedora de todas: la efusión de amor paternal calurosamente ofrecida al pecador arrepentido. En los trazos de esta historia, exteriormente trivial, nos hace ver el fondo del corazón del Padre.

Ya en el principio de la historia nos damos cuenta del significado exacto del pecado. El pecado no se nos describe como la rebelión de un esclavo contra su señor, sino como el ultraje de un hijo que quiere abandonar a su padre y liberarse de su tutela paterna. Cristo nos da con ello una preciosa indicación: el pecado debe ser considerado siempre como una falta cometida en las relaciones de un hijo con su padre. Y eso es lo que causa su gravedad, su carácter trágico; porque una ofensa hecha a un padre es mucho más grave que un ultraje dirigido contra un amo. El verdadero sentido del pecado no se calibra con exactitucl sinE en el contexto de un amor filial que ha sido traicionado.

La petición del hijo menor expresa bien este renegar del amor filial: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde” (Lc 15,12). Es como si dijese a su padre: “Lo que me interesa no es tu afecto paterna! ni tu compañía, sino tu fortuna. Dame mi parte y me marcho”. Ésa es la verdadera intención que supone el pecado: reclama el derecho de ser dueño absoluto de los bienes que Dios otorga, de poseer- los y utilizarlos a su capricho, con plena independencia. El pecado se comete siempre por hacer uso de ciertos bienes que vienen del Padre celestial, bienes que ha creado para ponerlos a nuestra disposición. El pecador se apodera de estos bienes y en vez de usarlos conforme a la voluntad del Padre, y en su casa, se sirve de ellos según su propia fantasía, lejos de la casa paterna. Y vuelve así contra el Creador, contra el Padre, lo que había recibido de Él: los bienes de este mundo que sustrae con su avidez; su cuerpo, del que abusa con la sensualidad; su alma, a la que avasalla con su egoísmo y orgullo. El pecado lleva consigo, pues, la triste ingratitud de oponerse a su bienhechor con el uso de los beneficios de que ha sido colmado.

A la petición del hijo pequeño no da el padre respuesta alguna. Este silencio no impide que haya sentido vivamente la injuria hecha a su cariño. Pues ningún padre podría escuchar sin un gemido a su hijo pidiéndole una parte de su fortuna para alejarse definitivamente de su afecto. Pero aquí el Padre quiere ser generoso y oculta su pena, reprimiéndola en el secreto de su corazón. ¿Qué sabernos de todo lo que oculta el silencio de! Padre celestial ante los pecados del mundo? Por cada transgresión, el Padre es alcanzado en su corazón paternal. Pero nada se deja traslucir. Nada nos ha revelado el Padre de cómo siente nuestras ingratitudes y faltas de delicadeza. Se calla obstinadamente sobre lo que pasa entonces en su corazón paternal; ignoramos hasta dónde penetra la ofensa. Sólo el sacrificio de Cristo sobre la cruz nos permite entrever que 110 se trata de un rasguño superficial y que la ofensa se ha sentido vivamente. Con gran delicadeza, el Padre celestial no revela su dolor cuando sus hijos menores quieren llevarse la parte de fortuna que les corresponde. Cuando nos enseña la gravedad de nuestros pecados, lo hace poniéndose en nuestro punto de vista; se olvida de Sí mismo para no ver más que el daño que nos hacemos a nosotros mismos con nuestras faltas y los peligros a que 0S exponemos. Nuestro bien es lo único que persigue y, sin decirnos hasta qué punto ha sido decepcionado o herido por nuestra actitud, nos advierte de las peligrosas consecuencias que nos amenazan si persistimos en nuestros errores

Cristo añade en la parábola que el padre procedió al reparto reclamado por su hijo menor. ¿No resulta admirable esta generosidad que, de hecho, va a permitir a un joven desaprensivo dilapidar toda su fortuna? Si tenía interés en el bien real de su hijo, ¿no hubiera debido el padre rehusar su demanda, protegiéndolo contra él mismo y ahorrándole todos los sinsabores de una aventura cuyo desgraciado final se podía prever? Satisfacer este capricho de su hijo, ¿no era hacerle un flaco favor? La realidad es que la conducta del padre se justifica por la intención de no restringir la libertad del hijo. Lo que desea es el cariño de su hijo, y un afecto humano no se obtiene por la fuerza. El padre quiere en su casa a un hijo, HO a un esclavo. Si actualmente su hijo no quiere darle libremente su amor, él no quiere hacer violencia ni presionar este amor, y prefiere dejarlo en libertad, esperando que un día esta libertad lo devolverá a él.

Ésta es la conducta del Padre celestial. No rehusa entregar a los hombres los bienes de la tierra cuando quieren abusar, ni los obliga a permanecer con Él, en su amistad, si desean separarse de ella. El Padre dota a los hombres de su libertad y la respeta profundamente, porque desea por parte de ellos un afecto y una adhesión que no sean de encargo. Les deja la posibilidad de optar entre la amistad y la separación, esperando que, incluso si escogiesen momentaneamente marcharse, al final volverán y le profesarán un amor espontáneo. Su honor de Padre consiste en no estar rodeado de esclavos, sino de hijos que quieren permanecer con Él libremente. Ya hemos notado qué gran prueba de verdadero amor es este respeto a la libertad humana. Por nuestro bien, el Padre se expone voluntariamente a un riesgo: el riesgo de ser abandonado, despreciado en su amor y verse pospuesto por sus hijos a los deleznables placeres terrenos.

El hijo menor no deja de aprovechar la libertad y la fortuna que le han sido concedidas. En pocas palabras, con una descripción rápida, Cristo esboza la degradación a que conduce el pecado. El joven había partido, con la bolsa bien repleta, prometiéndose toda suerte de placeres. La realidad le guarda muy pronto una cruel desilusión. Se ve conclenado a aceptar el oficio que para un judío debía ser el más abyecto: el de guardar cerdos; y llega a tal grado de miseria que ansía coi er el alimento de estos animales. Así, el pecado no cumple las promesas con las que en un principio atrae, y en vez de colmar los deseos que ha atizado, no hace más qLIe engañar su hambre y acentuarla. Aclemás, clespoja de sus bienes al que se ha dejado seducir, lo arrastra a una profunda angustia, engendra la vergüenza y el hastío. Cuando se había creído gustar la embriaguez de la libertad, se cae en una envilecedora esclavitud.

El hijo pródigo, que de ello tuvo amarga experiencia, compara su situación con la que gozan los servidores de su padre. Comienza a darse cuenta de la felicidad, de la libertad y cJe la abundancia que poseía en la casa de su padre, ventajas que no había estimado en su justo valor hasta el momento presente. “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, yyo me estoy muriendo de hambre . En esta comprobación, ¡qué elogio encontramos del bienestar espiritual que el Padre prodiga a los que permanecen junto a Él! Es el bienestar de aquellos que viven en su amistad y en una abundancia que satisface al alma. Nadie mejor que los santos pueden atestiguar esta abundancia de gracias y favores que mantienen al alma en disposiciones cJe iaz y gozo gratificantes. Cristianos de vida aparentemente ordinaria pueden dar fe de que no se está en ninguna parte mejor que en la amistad del Padre celestial. Y cuando pierde esta situación, el pecador cae en la cuenta de su valor.

Aquí se ceba un drama interior que es el drama efectivo de tantos hombres en este mundo: el drama de aquellos a quienes la experiencia ha mostrado lo triste, vacío y degradante que es el pecado, y que sólo la vida en armonía con el Padre celestial puede satisfacer y colmar un corazón humano. Pero todavía queda la valentía de volver. Falta un esfuerzo cuya dificultad se exagera con frecuencia. El hijo menor de
que nos habla la parábola se decide a dar el paso decisivo. Al haberlo  perdido todo, comprende que no le queda más que ofrecer su humildad y eso es lo ciue se propone presentar a su padre, ya que cuenta con volver a su casa a título de servidor: “Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátarne como a uno de tus servidores”.
 Su camino de retorno debió de estar jalonado de incertidumbre. ¿Qué recibimiento le iban a hacer? Si hubiéramos tenido que acabar nosotros la narración comenzada por Cristo, e imaginar el desenlace de la parábola, seguramente lo habríamos descrito de distinta manera ¿No  habríamos tenido buen cuidado de mostrar en Dios alJuez que hace reconocer a uno su equivocación con la evidencia de su luz divina, que reprueba el mal y lo sanciona? Y en caso de atenernos a la reacción que hubiera tenido un padre humano con ocasión de la vuelta de su hijo perdido, ¿no habríamos equilibrado la bondad con una sabia pruden cia? El padre habría podido recibir a su hijo pequeño con benevolen cia, pero haciéndole comprender, a la vez, la pena que le había producU. do su conducta. Para que no pudiera olvidar la lección recibida y no se sintiera tentado de volver a las andadas, el padre habría podido dife
nr su perdón definitivo, tener al hijo durante algún tiempo en casa a su servicio antes de devolverle todos sus privilegios de hijo. Así, el mu- chacho habría dado prueba de que su arrepentimiento era sincero y de que estaba realmente decidido a cambiar la conducta. Y se habría ganado el perdón demostrando que se comportaba como un buen hijo.

El desenlace que Cristo pone ante nuestros ojos sobrepasa todo lo imaginable. En lugar de esperar que su hijo venga a él para pedirle perdón por la ofensa cometida, es el padre quien corre a su encuentro, completamente conmovido de la miseria de su hijo. Cuando su hijo pequeño pronuncia la fi-ase que había preparado de antemano para este momento difícil, lo interrumpe y no precisamente para hacerle reproches. No desea que se prolongue la conversación sobre un pasado que avergüenza a su hijo; y mientras éste acaba de llarnarse indigno de llevar todavía el título de hijo, él quiere rehabilitarlo al punto en esta dignidad: ordena que se le traiga el mejor vestido, el anillo y el calzado que caracterizaban a los dueños de una casa. Al momento hace desaparecer los harapos y otras reliquias de su degeneración y le restituye sus privilegios de hijo. Todavía no es bastante: organiza un festín de lo más solemne, ya que hace inmolar el ternero cebado, siendo así que en los banquetes ordinarios se contentaban con un cabrito o un cordero. El padre está radiante de gozo, de un gozo tal que anhela comunicarlo a todos. Todos deben festejarlo. No hay más que una idea en su cabeza: “Mi hijo, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Releyendo la descripción de esta maravi-llosa acogida, ¿qué otra cosa se puede ver en ella más que bondad, la bonciad de un corazón paterno? Si hubiéramos tenido que ser los locutores de esta acogida, habríamos impuesto, corno restricciones a tanta generosidad, límites de justicia y prudencia. Cristo nos muestra que el Padre supera todas nuestras estrecheces y que es puro Amor cuando recibe a su hijo pródigo.

Esta acogida de pura bondad paternal es la que se repite continuamente en las relaciones de Dios con los hombres. La parábola del hijo pródigo se cumple cada vez que un pecador se arrepiente de sus culpas. El Padre socorre sin cesar a su hijo arrepentido, pues aguardaba con impaciencia el instante del arrepentimiento. Se prohíbe a Sí mismo forzar la puerta de un corazón; pero cuando un corazón se le abre libremente con buena disposición se apresura a penetrar en él, movido por su inmenso cariño. Hace desaparecer sin tardanza la angustia y la vergüenza producidas por el pecado y reintegra al arrepentido todos sus privilegios de hijo, lo hace gozar desde el primer momento de la amistad divina más completa. Antes de perdonar no impone un tiempo de prueba en el que se debería demostrar una buena conducta y fidelidad a las resoluciones tomadas: desde que el pecador tiene voluntad de cambiar de vida y de renunciar al pecado, obtiene un perdón total.

El perdón es definitivo. Y como vemos por la parábola, el Padre celestial no tiene ningún deseo de volver sobre los hechos del pasado, 1 de insistir sobre ellos o refrescarlos para hacer subir a la superficie la vergüenza que los acompañaba. El Padre es el primero en querer enterrar para siempre el recuerdo de las faltas que perdona: esas faltas están verdaderamente borradas. Sería una sinrazón representar al Padre celestial como si tuviese en depósito todos los pecados que hemos cometido en nuestra vida para hacernos ver su horror en el momento en que comparezcamos ante Él a la hora de la muerte. Si así fuera, su perdón no sería completo. Precisamente el Padre ha querido suprimir toda la angustia y la vergiienza de nuestros pecados; no será Él, pues, quien quiera reavivarlos. Las ofensas que ya hemos lamentado y cuyo perdón hemos suplicado, están definitivamente perdidas en el abismo de su corazón paternal. Y si debe subsistir un recuerdo de ellas, no puede ser más que aquel que nos mueva a acción de gracias por la reconciliación concedida y, por consiguiente, no de vergüenza y disgusto, sino de gozo y liberación.

Al restituir una verdadera inocencia y una profunda pureza en un alma que se había mancillado, el Padre devuelve a su hijo instantáneamente todo su afecto paternal y se propone obrar en lo sucesivo como si nada hubiera pasado. Lejos de dirigirle un reproche en su presencia, no tiene más que una idea al hallar al hijo pródigo:el gozo paterno de haber recuperado vivo al que había estado muerto para Él.
         Este gozo es inmenso, como manifiesta el banquete del ternero cebado. Cristo ha subrayado expresamente la alegría que se suscita en torno al pecador: “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justo que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7). El cuadro dejúbilo del padre del hijo pródigo, como el del pastor que encuentra la oveja perdida, es de los más impresionantes. Más todavía que la restitución de la inocencia al culpable de ayer, este júbilo parece una maravilla. La aventura que normalmente hubiera debido desembocar en amargas consecuencias, concluye en un regocijo general: el del Padre y el del cielo entero; gozo que se comunica al hijo perdonado. ¿No es un privilegio asombroso el que se le ha concedido al pecador arrepentido: poder causar al Padre celestial este gozo tan intenso? Cuanto más gravemente había sido sentida su ofensa por el Padre, tanto más desbordante se hace la dicha que entraña su retorno. Cuando el penitente recibe la absolución del sacerdote, sabe que no tiene que temer un rostro severo de Dios ni que vaya a incurrir en reproches. Sabe que no es acogido más qtie por un amor paternal y lleno de gozo. Él mismo lo siente, y la felicidad que experimenta no es sino el destello, en su alma, del gozo de todo el cielo y del gozo del corazón de un Padre.

La acogida de nuestras oraciones Una de las funciones específicamente paternas consiste en la acogida de nuestras peticiones. Cristo nos ha recomendado que dirijamos al Padre las oraciones de súplica, asegurándonos que serán escuchadas. Y ha insistido sobre el hecho de que esta acogida es propia de un corazón paternal: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,7-11).

Con esto, Cristo responde a un temor que inquieta muy a menudo a los hombres en sus relaciones con Dios. Los hombres son muy prontos a dudar de la eficacia de sus oraciones. Vacilan en hacer peticiones porque temen que resulten inútiles. E incluso experimentan con facilidad una desconfianza respecto a Dios, como si la audacia por la que le dirigen una petición se expusiera a ser castigada con la realización del suceso contrario al que piden, por el mal opuesto precisamente al bien que ellos desean. Si hubiera que analizar las secretas implicaciones de esta desconfianza, encontraríamos un resto del viejo sentimiento de que Dios está celoso de su poder y no permite a los hombres que se entrometan en su gobierno con peticiones; que tiene envidia de la felicidad de los hombres, de lo que ellos tienen o desearían tener, y que, por consiguiente, para abajarlos, está dispuesto a contradecir sus aspiraciones.

¿Y nos vamos a admirar de que Cristo reaccione tan vivamente contra esta desconfianza humana, tan injuriosa contra la bondad del Padre? Hace observar que atribuimos al Padre celestial disposiciones que no se encontrarían en ningún padre humano, por malo que sea. Y añade, tomando como ejemplo la bondad de un padre humano, que la generosidad del Padre celestial es incomparablemente superior. Las palabras empleadas por Jesús a propósito de padres humanos: “por malos que seáis” (o, según la traducción más común, “siendo malos”), no deben hacernos pensar que Cristo tenga una idea mezquina del hombre o de la paternidad humana. San Juan Crisóstomo escribe a propósito de esta expresión: “No lo decía con intención de difamar a la naturaleza humana, ni declarar malo al género humano, sino que, en comparación de su bondad, llama mala incluso a la ternura paternal. ¡Tan grande es el exceso de su amor por los hombres!” (ui Mat. PL. 57. 313, citado por Lagrange, S. Mattliiew, p. 149). En efecto, lo que Cristo ha querido juzgar aquí no es la bondad paternal humana, sino únicamente el amor del Padre celestial, amor cuya infinita superioridad sobre toda bondad humana ha querido recordar.

Aunque, a decir verdad, no es a la bondad de un padre humano a la que expresamente se le llama mala o perversa, ni siquiera en comparación con la bondad divina. Cristo dice “por malos que seáis”, para poner el ejemplo más desfavorable: el de un hombre perverso. Un malvado no dará a sti hijo una piedra en lugar de un pan. Tendrá la suficiente bondad paternal, por muy malo que sea, para dar a su hijo las buenas cosas que reclama.

 Entonces, si hay este mínimo de bondad en un hombre malo, ¡cuál no será la bondad de Aquel que no puede tener en Sí ni mal ni maldad!, ¡qué nivel alcanzará esta bondad en un Padre que no es más que Amor! Si la generosidad del Padre de los cielos en la concesión de las peticiones sobrepasa con mucho toda bondad humana, tenemos que hacer notar ciue no resulta simplemente de un sentimiento de benevolencia y de indulgencia paternal, sino que tiene su raíz en la disposición más fundamental adoptada por el Padre en el drama de la Redención. Un padre humano puede satisfacer la petición de su hijo por un reflejo, por un gesto instintivo de bondad. En el caso del Padre celestial, la respuesta a nuestras peticiones proviene siempre de la decisión irrevocable que ha tomado respecto a los hombres pecadores al procurarles la salvación.

Todas las liberalidades divinas han procedido de la liberalidad primordial que nos ha merecido nuestro Salvador. Tenemos que recordar la expresión de san Pablo: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él, graciosamente, todas las cosas?” (Rom 8, 32). Del don de Cristo se siguen infaliblemente todos los otros favores. Por eso,Jesús declara a us discípulos que todo lo que ellos pidan al Padre en su nombre les será concedido; y concedido en su nombre: “En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” (Iii 16,23; cfr. 15,16).

Cuando los cristianos le dirigen una súplica, el Padre oye en su voz la voz de su Hijo Único, irresistible para Él. Y cuando concede el favor pedido, renueva en cierta manera el don de su Hijo, pues su generosidad de cada instante no es diferente de aquélla con la que nos envió a Cristo. Nosotros participamos, pues, del poder que Cristo ejerce sobre el corazón del Padre. Muchas veces apenas nos atrevemos a creer que, mediante nuestras súplicas, somos realmente capaces de ejercer una influencia sobre la acción del Padre en el mundo y en nuestras vidas.

Esta verdad nos parece excesiva, pues con dificultad acomodamos nuestro pensamiento al exceso divino de este amor paternal. Nos parece exorbitante que el Todopoderoso se someta realmente a uno de nuestros deseos y nos deje intervenir eficazmente en el gobierno de los acontecimientos terrestres, gobierno que le pertenece corno propio. El Padre del cielo no teme darnos este poder extraordinario, ni mucho menos soporta que pongamos en duda ese don que nos ha sido concedido. Corno es Todopoderoso, tiene la suprema libertad de satisfacer nuestros menores deseos y de dejarnos intervenir en su acción aquí abajo. Y como nos ama, nos ha dado un auténtico poder sobre su corazón paternal. Ha decidido que no se resistiría ante nuestras peticiones filiales, y no tiene más que un deseo: que usemos abundantemente de este maravilloso poder que nos ha sido definitivamente concedido.
         Advirtamos que si el Padre pone tanta diligencia en escuchar nuestras oraciones es porque Él es el primero en querer darnos lo que le pedimos. Mucho antes de que le formulemos nuestra petición ya ha pensado en nuestras necesidades, en nuestras preocupaciones y deseos, y aspira a colmarlos. Su deseo es, incluso, más ferviente que el nuestro. El Padre busca inundarnos con sus liberalidades. Si escucha nuestras peticiones es en función del principio general que ha adoptado en sus relaciones con nosotros; principio del respeto a nuestra libertad.

El Padre no quiere coaccionar a los hombres para que reciban sus dones. Prefiere solicitar nuestra libre colaboración, de tal modo que estos dones sean bien acogidos y empleados y, también, para que se establezca entre nosotros y el Padre un trato de confianza filial. Nuestra labor es expresarnos con espontaneidad, exponer al Padre celestial el objeto cte nuestros deseos e instancias. Nuestra labor es participar así, humildemente, pero con toda la dignidad de hijos, en el gobierno de nuestra vida y del mundo, en la forma en que el Padre nos invita.

Cuando una de nuestras peticiones llega al Padre topa, pues, con un deseo todavía más ardiente por su parte de dispensarnos ese bien. ll Padre es siempre nuestro aliado; jamás un adversario al que haya que convencer. Y sabemos por las declaraciones de Cristo que no debemos temer importunar al Padre, ni por la audacia de nuestras pretensiones ni por la insistencia testaruda de nuestras oraciones. Jesús nos ha recomendado esta audacia y perseverancia; lejos de disgustar al Padre celestial, le son agradables y concurren a un otorgamiento más liberal. Basta releer la parábola del amigo importuno para ver cómo nos ha siclo aconsejado importunar al Padre con la promesa de triunfar por esta misma importunidad. El Padre desea que se llame a la puerta de su corazón paternal para que esta puerta pueda abrirse.

Si tenemos dificultad en creer en este inmenso poder que se nos ha concedido sobre el corazón del Padre, todavía nos cuesta más creer que, en cualquier caso, nuestras peticiones son escuchadas. Nos parece evidente, según nuestra experiencia y los hechos palpables y verificabIes, que ciertas peticiones reciben satisfacción, mientras que otras no tienen el final que se esperaba. Sucede también que encontramos en nuestro camino lo contrario de lo que habíamos pedido. ¿No es temerario, en estas condiciones, afirmar que toda petición es escuchada?
Sin embargo, éste es el principio enérgicamente afirmado por Cristo: “Pedid, y se os ciará.., porque el que pide, recibe”. Ningún límite está previsto.

La fe nos obliga, pues, a sostener que ni una sola de nuestras peticiones se quedará sin efecto. Pero es posible que este efecto, que se produce en todos los casos, no se pueda captar por la experiencia, y que tampoco sea el bien sobre el que se ha hecho concreta, expresamente, nuestra oración. Cristo nos asegura que el Padre de los cielos no deja de dar buenas cosas a los que se las piden. No da, por consiguiente, más que cosas buenas. Nosotros, por el contrario, estamos expuestos, a consecuencia de las debilidades e imprevisiones de nuestra sabiduría humana, a reclamar cosas que ni son buenas ni útiles para nosotros ni para otros, o que, incluso, son positivamente peligrosas o malas.

Lo mismo que un padre de familia no satisface una petición de su hijo si sabe que su efecto será perjudicial, el Padre del cielo no está dispuesto a peijudicarnos concediéndonos deseos insensatos. Nos protege contra nosotros mismos y ésa es también una señal de su boncIad. Cuando no recibimos exactamente lo que habíamos pedido, tenemos que creer que es una manifestación de amor del Padre celestial, y persuadirnos de que nos ha escuchado de otra manera, concediéndonos un bien mejoi Él, que conoce a fondo nuestras aspiraciones, sabe colmarlas en lo que tienen de más esencial, incluso cuando están imperfectamente formuladas. Cuando su paternal bondad le impide tomar al pie de la letra una de nuestras peticiones, responde teniendo en cuenta la intención profunda que en ella se expresaba y nos satisface en esa línea. Así, iuinca nos es rehusada una “cosa buena”; en este campo no hay límites a la concesión de nuestras oraciones.

Es también significativa la razón que da Cristo de este asentimiento, el fin último que persigue el Padre. “Pedid —decía Jesús—y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” U 16,24). Lo declaraba en el momento en que, por sus sufrimientos, iba a merecer para sus discípu¡los el gozo definitivo. Este gozo que estaba orientado a dar la Redención, quiere consumarlo el Padre y llevarlo a cabo, aceptando las sú plicas de sus hijos. Su felicidad paternal consiste en distribuir el gozo a manos llenas.

 

 

TERCERA MEDITACIÓN A)

 

LA MUERTE DE CRISTO Y LA NUESTRA

 

Cristo nos ha mostrado también cómo la mirada que se fija en el Padre penetra no sólo en el sentido de la naturaleza, sino, incluso, en el sentido de los acontecimientos. En todo el transcurso de su vida terrestre reconoció la acción del Padre, presente en todas partes. Es el Padre quien lo envió a este mundo y quien escribió el guión (le su existencia. En las limitaciones impuestas a su actividad, Cristo veía la mano del Padre y se dejaba conducir por ella: la estancia, tan larga, de la vida oculta en Nazaret hasta la edad de treinta años; la vida pública y la predicación encerradas en las fronteras de Palestina, ya que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,6). Era el Padre quien había determinado su misión y fijado las etapas de su cumplimiento. Cuando el Maestro resucitado, en el momento de subir al cielo, declara a sus discípulos que el Padre fijó con su autoridad “el tiempo y el momento” de la instauración del Reino (HcIi 1,7), es decir, las etapas del desarrollo de la Iglesia, no hará sino aplicar a su Iglesia un principio que había regido su propia vida. Detrás de todos los torbellinos que agitaron su vida pública, Jesús veía la voluntad del Padre que dirigía todas las cosas hasta en los menores detalles.

Y la veía, sobre todo, cuando los acontecimientos eran suscitados, en apariencia, por la hostilidad de sus adversarios e iban a ocasionarle sufrimientos. Eso es lo que explica su intervención tan enérgica contra Pedro, que quería impedir su captura; esta captura, maquinada por sus enemigos, entra misteriosamente en el plan del Padre, como toda la Pasión que va a seguir: “El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?” (Iii 18,11), le dice al discípulo demasiado impetuoso al mismo tiempo que le manda envainar la espada. Es el cáliz por el que personalmente acaba de experimentar la repugnancia terrible que había provocado la turbación de la agonía. Pero como este cáliz venía del Padre, Él quería aceptarlo; más exactamente, lo consideraba como un don: era el cáliz que el Padre le había dado.               

Así, en todos los acontecimientos de nuestra vida que no son debidos a nuestra libre voluntad, sino impuestos desde fuera, tenemos que reconocer una mano paternal. Incluso cuando estos acontecimientos parecen proceder de la hostilidad humana y de las malas intenciones, hay que reconocer, más allá de la actividad de los hombres, la voluntad divina que nos envía la prueba. Cristo nos anima y nos ayuda a distinguir un don del Padre en el cáliz ofrecido; y de la tentación que natural y espontáneamente sentíamos de rechazarlo y rebelamos por ello, pasamos, por la gracia que se nos concede, a poder aceptar filialmente este cáliz, a amarlo incluso, como amarnos al Padre que nos lo da.Donde se muestra de forma más atractiva la perspectiva filial dejesús es en la mirada que tiene sobre su muerte.

No es una mirada triste y ¡ deprimida, acompañada de melancólicas reflexiones sobre el carácter pasajero de la vida humana y sobre la caducidad y fragilidad de las cosas terrenas. No es una mirada que se concentra sobre lo que la muerte obliga a abandonai Se dirige directamente hacia Aquél a cuya presencia nos conduce la muerte. Para Cristo, la hora de morir es la hora de “pasar de este mundo al Padre” (Jo 13,1). Toda su existencia de aquí abajo se resume en estas palabras: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jo 16,28). ¡Qué emoción interior le movería a decir al Padre, en aquella sublime oración sacerdotal que pronunció después de la última cena: “Voy a ti, Padre santo”! (Jo 17,11). Quería hacer partícipes a sus discípulos de esta ansia que lo atrae hacia el Padre en el momento de volver a Él: “Si me amárais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (Jo 14,28). A los ojos de Cristo, la muerte era el Padre que lo hacía volver a Sí.

 Si nosotros tuviésemos esta misma perspectiva, es indudable que nuestro concepto de la muerte no estaría impregnado de consideraciones tristes y de una idea de frustración, sino acompañado de la alegría fundamental de ir al Padre. Y comprencleríamos, entonces, que el Padre nos espera al final de nuestro camino, como un padre espera al hijo que vuelve de viaje: sintiendo un gran deseo de recibirlo. El Padre celestial es el primero en desear recibirnos cara a cara, para ftstaurar definitivamentey cot1sLIma uestra intimidad filial con El

Finalmente, esta perspectiva iilial que capacitaba a Cristo para reconocer al Padre en la naturaleza y en los acontecimientos, y de modo más particular en los sufrimientos y en la muerte, lo lleva también a reconocerlo en los hombres. Cuando se vio por última vez rodeado por el grupo de sus discípulos, les explicó el aspecto bajo el cual los consideraba: eran un don que le hacía el Padre. “Los que Tú me has dado”, dijo para designarlos, dirigiéndose al Padre tío 17,11).Jesús tenía conciencia de que estos hombres se le habían hermanado porque habían sido guiados por el Padre, pues sólo la atracción que el Padre infunde en un alma puede hacerla venir a Cristo. Sabía también que el Padre los había unido a Él, dándoles la luz de la fe. Fue el Padre quien reveló a Simón la divinidad de Jesús y le inspiró su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y fue Él también quien había iluminado las sencillas mentes de las gentes del pueblo para que se adhiriesen al mensaje evangélico. Cristo había alabado especialmente al Padre —y lo hizo con entusiasmo— por esta gracia concedida a los débiles y a los pequeños. Consideraba a sus discípulos corno un don del Padre, no tenía otro gozo mayor que el de descubrir en ellos esta presencia paternal, tan maravillosa en sus efectos.
Por lo tanto, la perspectiva filial refuerza la caridad. Cristo nos invita a descubrir en el prójimo un don del Padre. Si considerarnos a los demás como a aquellos que el Padre nos presenta y nos da para formar con nosotros la comunidad humana, y sobre todo la comunidad de sus hijos reunida en Cristo, se facilitará y crecerá nuestra estima y nuestro amor hacia ellos.


LA VIDA CRISTIANA DEBE SER UNA VIDA FILIAL DE CARIÑO Y CONFIANZA EN EL PADRE, COMO LA DE CRISTO, EL HIJO AMADO Y CONFIADO TOTALMENTE EN EL AMOR DEL PADRE ETERNO

 

La vida filial


La vida cristiana es una vida esencialmente filial, porque es, por su misma esencia, comunicación de la vida de Cristo. Consideremos esta vida filial bajo los diversos aspectos de sus relaciones con el Padre. En primer lugar, es una vida que viene del Padre. El Maestro subrayó el hecho de que la adhesión a su mensaje y a su persona no se hacía sino por medio de un nuevo nacimiento. Nicodemo se hubiera contentado, probablemente, con una posición intermedia que conciliase el judaísmo con la doctrina enseñada por Jesús. Pero la respuesta le llega clarísimarnente: hay que volver a nacer, hay que recibir una vida completamente nueva (cfr. Jn 3,3). Se trata de recibir la vida del Espíritu, la vida eterna que el Padre nos envía por su Hijo. El cristiano es, ante todo, el que ha nacido del Padre, el que ha llegado a ser hijo suyo por Cristo.

San Juan saca las consecuencias de este principio. De este nacimiento con el que se obtiene la vida divina brota un comportamiento moral que excluye el pecado: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (lJn 3,9), proclama el Evangelista. La oposición entre las costumbres que reinan en el mundo y la moral cristiana es, por encima de cualquier otra cosa, una oposición entre lo que no ha salido de Dios y lo que ha nacido de Él: ‘Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no procede del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16). Cuando se vive de una forma verdaderamente filial, como hijo nacido de Dios, se desarrolla en uno mismo el amor recibido del Padre, pues la vida divina es amor. San Juan lo aplica, ante todo, al amor del prójimo, que es el amor del Padre por los hombres, amor que se expresa en nosotros y por nosotros: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (lJn 4,7). El Padre, engendrándonos y comunicándonos su vida divina, nos transmite así el amor que dirige a los hombres y nos hace amar como ama su corazón paternal. Y nos convertimos en una prolongación de su corazón de Padre, en expresión y testimonio de un afecto que abarca a todos.

Desde entonces la vida filial es al mismo tiempo una vida que viene del Padre y una vida que discurre a semejanza de la suya. Efectivamente, debemos parecernos al Padre, y Cristo nos ha propuesto imitar este modelo para que podamos plasmar en nuestra conclucta el parecido que hemos adquirido, en un principio, por el hecho de nuestra filiación. El Maestro no temió decir a sus discípulos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). La perfección infinita del Padre no le pareció un ideal demasiado alto para poder presentárselo como modelo: si el Padre ha tenido la audacia de hacer de nosotros sus hijos, siendo Él Dios y teniendo nosotros todas las debilidades de la naturaleza humana, debemos tener nosotros ahora la audacia de imitarlo para que su imagen se imprima en nuestra conducta. Y Cristo impone esta imitación, precisamente, en la caridad con el prójimo, en su aspecto más difícil, que es el amor a los enemigos: ‘Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). El Maestro presenta específicamente esta ley corno una ley nueva del Nuevo Testamento, pues la plena filiación respecto del Padre se inaugura en el nuevo régimen y, por lo tanto, se trata de un parecido que debe ser total y que elimine todas las restricciones que anteriormente se imponían al amor.

Además, la vida en espíritu filial es una vida “en presencia del Padre”, una vida que transcurre ante sus ojos. Toda la vida cristiana, con lo que implica de caridad laboriosa y de esperanza perseverante, se desarrolla según la expresión de san Pablo “en presencia de Dios nuestro Padre” (1 Tes 1,3), ante sus ojos. El Padre es el primer testigo de nuestra existencia y de nuestra conducta, al mismo tiempo que es soberano señor de nuestro destino y su principal garante. A Él, y sólo a Él, es a quien debemos intentar agradar con nuestra conducta. Su mirada ha de ser la única que sintamos sobre nosotros, sin hacer caso de otras miradas que podrían adularnos o alimentar nuestra vanidad.

Cristo no ha dejarlo de recomendarnos que obremos poniéndonos únicamente ante los ojos del Padre. Criticó con dureza a los que hacen sus buenas obras con el fin de atraer sobre ellos las miradas lisonjeras de los hombres. Y, frente a estas maniobras vanidosas, destaca la conducta del que prefiere el secreto y no quiere ser visto más que por Dios. Tras haber descrito a los que se exhiben en público para orar, declara: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto”, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). Igualmente pide que se dé la limosna en secreto bajo la sola mirada del Padre, y que si se ayuna se haga de la misma manera (Mt 6,16-18).

Con esto asegura la pureza de intención, que podría definirse así:
la intención que está dirigida exclusivamente al Padre y no pretende sacar de una acción más que lo que Él quiere. Así se pone en juego toda la sinceridad de la vida moral. No está de más insistir en que esta sinceridad no reposa únicamente en un compromiso de conducta con la conciencia, sino en una lucidez que quiere mirar la vida con la misma mirada del Padre y que no es una sinceridad solitaria, pues por ella tomamos conciencia de que nos encontramos ante el Padre.

          Si se quiere perseguir el pensamiento desarrollado por Cristo —seiin el cual es ridículo buscar la aprobación de los hombres, el uto de sus alabanzas resulta vano, mientras únicamente el Padre ,uecle dar el premio a una acción realizada ante sus ojos—, tenemos (llC notar que esta mirada del Padre es ya una considerable recompensa I)ilra nuestras acciones. ¿Qué público más digno se podría desear y qué testigos más representativos e importantes que el Padre celestial, que nos contempla junto con el cielo entero? ¿No nos asombra pensar que el Padre se interesa por nuestras menores actividades y que sigue nuestros gestos más insignificantes, que lo hace movido por la ilimitacla simpatía que nos profesa y para premiar” lo que ha visto en lo secreto? Ponerse así bajo la mirada del Padre es situar nuestra vida en su vercIad más profunda, liberarla de las ilusiones en que nos encierra nues¡ tra solicitud por la reputación y la estima humana. Es poner al descubierto las artimañas y sutilezas que usaríamos con nuestra conciencia 1ara permitirnos una conducta reprensible. En lugar de disctitir con nosotros mismos, debemos tratar de comprender que nos encontramos delante de otro y que ese otro es nuestro Padre. Allá van a morir las simulaciones con las que más o menos nos engañamos, las tentativas excesivamente hábiles de esfumar nuestras equivocaciones en buenas razones. Todo se disipa bajo la luminosa mirada del Padre.

Como la intuición paternal penetra hasta el fondo del alma, nuestra actitud profunda se modifica a esta luz. A la samaritana, que hubiera querido discutir de religión con Cristo y dejar pasar en silencio las desviaciones de su conducta moral, Él le señaló el priicip1o tan fundamental en su mensaje: “Llega la hora —ya estamos en ella— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” (ui 4,23). Esto se dice a propósito de la divergencia entre los judíos, que adoraban a Dios en Jerusalén, y los samaritanos, que tenían su culto sobre el monte Garizim. Por lo tanto, se dice para subrayar el carácter esencialmente espiritual del nuevo culto, que no está supeditado a un templo ni a un lugar determinado. Pero también se le dice a una mujer que ha transgredido la ley divina, para hacerle comprender que no basta con un culto exterior y que ante el Padre hemos de tornar una actitud de sinceridad, en la que no puede reservarse nada de sí mismo. Esta autoinmolación se sacrifica en el altar de una conducta moral. La adoración en espíritu y en verdad deben acompañar toda la vida. A esta mujer, que intentaba acercársele de la forma más sinuosa y zafarse de lo esencial, le hizo Cristo un grandísirno favor al situarla en la auténtica perspectiva de su existencia, esa mirada interior del Padre que la descubriría tal cual era y que reclamaba una adoración no de labios afuera, sino desde la profundidades del corazón.
       ¡ En presencia del Padre, la vida filial es también una vida para el Padre, consagrada a Él. Acabamos de ver cómo el hecho de colocarse única¡ mente bajo la mirada del Padre invita a cualquiera a darse exclusivamente a Él. “Nos ha hecho para Él”, decía san Pablo, hablando del Padre ¡ (1 Co 8,6), y expresaba en esta frase toda la orientación de la vida humana. Hemos recibido todo del Padre y estamos invitados a devolvérselo todo.

Semejante orientación, que debe apoderarse de todo el ser y, sobre todo, de lo que el hombre tiene de más codiciado (su voluntad), supone que se cumple el querer del Padre e indica, al mismo tiempo, con qué mentalidad debe cumplirse. Cristo no cesó de insistir en el carácter realista que debe tener la actitud que desea agradar al Padre, obrar por Él: “No todo el que me diga ‘Señoi; Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 721). Y añade el Maestro que todos los prodigios externos que se obren en su nombre —como la profecía, la expulsión de los demonios o la realización de los milagros— no son de ningún valor si no se ha tenido una disposición íntima de conformidad con la voluntad del Padre, disposición que se haya traducido en buenas obras (Mt 7,22-23). Subrayando el realismo de la conducta del que hace la voluntad divina, Cristo ha mostrado cómo esta conducta no era una ejecución mecánica. Debía ser el producto de un afecto y de un movimiento in o hacia el Padre. Ha apartado a sus discípulos de las pretensiones ItI lormalismo de la ley judaica, del automatismo de ciertas prescripiones que enmohecen el alma. Ha insistido en que se guarden los Mtndamientos e, incluso, los ha reforzado confiriéndoles su plena extensión, pero quiso que fuese el amor el que inspirase su cumplimiento. I)escaba que sus discípulos fuesen elevados por el amor del Padre, que le perteneciesen de todo corazón y con todas sus fuerzas. Recordemos cómo los encomendó gozosamente al Padre en la última cena, diciendo “tuyos son” (Jo 17,9).

La vida filial tiene también como característica el estar con el Padre. En el mensaje de la Anunciación, la frase que el ángel dirigió a María —“El Señor está contigo” (Lc 1,28)—, en realidad estaba reservada a un alma que había recibido una gracia excepcional, pero indicaba también la intención del Padre de estar cercano a los hombres, al estrenar el nuevo régimen de salvación.

Cristo se enorgulleció de esta compañía del Padre, que no lo abandonaba nunca ni aun en el momento en que hubiera podido parecernos más abandonado, en la hora de la Pasión: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jo 16,32). No solamente encontraba en esta compañía la dicha de una intimidad, sino que obtenía de ella una ayuda que le garantizaba la victoria en medio de la tormenta en la que corría el riesgo de sucumbir. Los cristianos gozan, asimismo, de esta compañía constante del Padre. “Estamos en comunión con el Padre, y con su Hijo, Jesucristo”, escribe san Juan (un 1,3). Dios Padre quiere ser para nosotros un compañero, corno un padre lo es para su hijo. Sobre todo a la hora de la prueba, que es cuando más abandonados podríamos sentirnos, permanece con nosotros y nos trae auxilio y consuelo. Su presencia es para nosotros una garantía indefectible de victoria en medio de nuestras dificultades.
Al estar con nosotros, el Padre se nos ofrece como confidente de nuestros pensamientos, como el “tú” de nuestras conversaciones secretas. Desea verdaderamente tomar parte en nuestra intimidad y obrar de manera que su grandeza paternal no nos impida tener con Él las relaciones más amistosas. Estando continLiamente con nosotros, desea que nosotros vivamos con Él. Finalmente, la vida filial es una vida que se desarrolla en el padre.

“Yo estoy en Ti”, decía Cristo a su Padre (Jn 17,21), y quería que también nosotros, viviendo y permaneciendo en Él, viviésemos y permaneciésemos en el Padre. El Padre es el fundamento y el medio de nuestra vida: Él es quien nos lleva y quien nos envuelve. Nuestra mora- cia está en Él, nuestra vida se alimenta de Él. En su saludo a los Tesalonicenses, san Pablo escribía: “en Dios, Padre, y en el Señor Jesucristo” (1 Tes 1,1). Efectivamente, tenía conciencia de vivir con sus hermanos en Cristo y en el Padre, lo cual lo mantenía cerca de aquellos cristianos tan alejados de él. Más exactamente, esta vida en el Padre es una vida en su amor. Jesús dijo: “he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jo 15,10). El ideal de la vida cristiana es permanecer en ese amor, que es manantial de todos los amores, y permanecer en él cada vez con mayor solidez y profundidad.

Sugiere que la vida celestial comienza ya en la nuestra, pues nos encontramos en el interior de este amor divino, que es el amor santificante, y que en él tenemos nuestra morada. Ciertamente estamos todavía es- ¡ condidos: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (rol 3,3). Pero ya estamos ahí, y la muerte no hará sino introducirnos más profundamente en / este amor en el que tuvimos nuestra morada sobre la tierra. Con Cristo permanecemos, pues, por toda la eternidad, en el amor del Padre, en su ¡ corazón paternal. Tal es el alcance de la vida filial, que viene del Padre, se desarrolla a imagen suya, se extiende ante Él, para Él, con Él y en Él.

Reconocimiento y confianza La vida filial se enriquece según dos disposiciones fundamentales, que responden a la inmensidad de la generosidad del Padre respecto a nosotros. Por una parte, el reconocimiento de los beneficios recibidos en el pasado. Por otra, la confianza de que en el futuro el amor paternal continuará colmándonos de sus dones. Intre las actitudes más conmovedoras del Salvador encontramos ti entusiasmo en el agradecimiento dirigido al Padre. Cristo se complace dando gracias, y en la oración sacerdotal que pronuncia al atardeel de su vida se siente vibrar un alma agradecida, feliz por todos los I)eneficios que le ha concedido el Padre. Sus discípulos imitaron esta nobleza de alma, que se manifiesta en la gratitud por todo lo que se ha recibido. San Pablo recomendaba a los Efesios dar gracias “continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,20). De hecho, si consideramos el transcurso de nuesIra vida, tenemos que dar gracias al Padre a la vez por el conjunto de toda ella y por cada uno de los detalles, por la grandeza de nuestro cIes- tino y por los menores acontecimientos que ha dispuesto con miras a su realización. Todo lo que nos sucede, todo lo que nos rodea, merece una acción de gracias. Y nuestra gratitud debe extenderse todavía más lejos, apuntar a toda la inmensidad de la creación y del plan redentor. Debemos dar gracias al Padre por Cristo, por la Virgen María, por la Iglesia, por toda la obra de santificación de las almas.

Si Cristo se mostró sensible a la gratitud de aquéllos a los que había hecho bien, y apreció las gracia dadas por uno de los diez leprosos que había curado, podemos suponer que el Padre no es indiferente a nuestro agradecimiento, que nuestros sentimientos de acción de gracias afectan profundamente su corazón. Después de haber trabajado tanto por nosotros y de haber derrochado tanto amor, no puede por menos de recibir con gozo nuestro agradecimiento. Y este mismo gozo
R’ atribuye a nuestra gratitud es también una atención de su corazón paternal.
Al reconocimiento que mira al pasado, se une la confianza que encara el porvenir. Aquí también es Cristo quien nos sirve de modelo. La última palabra que pronunció en lo alto de la cruz señaló un acto filial: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc23,46). Esta palabra no resume solamente su muerte, sino también su vida, que no había sido sino un abandono en el Padre. ¡Ojalá pueda esta idea resumir toda la vida cristiana! Porque esta vida es, ante todo, confianza fiha!. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, escribía san Juan (1 Jn 4,16). Lo que el amor del Padre reclama, en primer lugar, de nosotros es creer en Él, tener confianza. Por la confianza nuestra alma se abre a este amor paternal y le permite actuar cii nosotros.

Si el Padre se alegra con nuestras acciones de gracias, nuestra confianza le causa un gozo semejante. Podemos tener una idea de ello por nuestra experiencia humana, pues apreciamos no sólo el gesto de aquellos que nos dan gracias, sino la benevolencia de los que tienen confianza en nosotros. Mientras una desconfianza puede herirnos profrmndamente, la confianza que se nos brinda nos ensancha y fortalece con una nueva alegría. El Padre es el primero que ha depositado su confianza en nosotros al lanzarnos a un destino del que es responsable nuestra libertad, al someternos a pruebas y tentaciones con la esperanza de que las superaremos y así lo amaremos más. Esta confianza es un homenaje del Padre a sus criaturas, homenaje que contribuye singularmente a su dicha. Pero, por otra parte, el Padre espera de nosotros un homenaje similar y su corazón paternal se ha hecho extremadamente sensible a nuestra actitud de confianza.

En el Evangelio vemos cuánta importancia daba Cristo a nuestra confianza, hasta el punto de realizar sus milagros en la medida en que se le había testimoniado confianza y fe, y de estar, en cierto modo, paralizado en su acción allí donde encontraba desconfianza e incredulidad. Confianza era lo que pedía como colaboración a los que recurrieran a su servicio; y la postura de aquellos que se fiaban de Él, lo tocaba en lo más vivo. Por Cristo, el Padre nos hacía saber las disposiciones esenciales que deseaba hallar en nosotros. Para difundir en este mundo y en nosotros mismos las maravillas del poder divino, tiene necesidad de nuestra confianza.
Si se reflexiona sobre los móviles de esta exigencia divina, se observa que la confianza es una forma extrema del amor: es un amor que se da a alguien aceptando perder todo para unirse a él, un amor que abandona todo otro apoyo que no sea la persona amada. Es un desprendimiento de sí mismo, pero un desprendimiento en el cue se mira menos aquello de lo que nos separamos que la persona en quien hemos colocado toda esperanza. Y a esta persona nos uniremos con confianza, esperándolo todo de ella. En la confianza hay olvido de sí mismo e impulso hacia el otro.
          Como el Padre ha querido atraer hacia Él nuestro amor más absoluto, ha querido provocar esta confianza, este anhelo total. Aun colmándonos con prodigalidad de sus dones y rodeándonos de la más minuciosa y delicada solicitud, ha evitado revelársenos en todo el esplendor de su amor. Él, que es amor, hubiera podido deslumbrarnos, imponernos ineludiblemente la visión de este amor. Por el contrario, ha tenido la delicadeza de esconderse. Porque deseaba que nosotros mismos hiciéramos este hallazgo, y que la oscuridad en que permanecía no nos permitiese ir a Él sino por la confianza. Se ha presentado a nosotros bajo el velo del misterio para que corriésemos el riesgo y diésemos el salto a lo desconocido, con un ímpetu profundo hacia Él.

Así es como el Padre se ha ocultado a nuestros ojos. Se ha ocultado en la creación, disimulando su acción todopoderosa bajo las fuerzas de la naturaleza. Se ha ocultado en la revelación, no mostrándose más que a la mirada de la fe. Y habría que añadir que el Padre ha tenido un cuidado especialísimo de eclipsarse en la obra redentora; ha puesto por delante al Hijo, queriendo que Éste sea el centro de la religión de los hombres. Y al Espíritu Santo, a quien envió en Pentecostés para establecer la constitución y expansión de la Iglesia. Hemos visto cómo el Padre está todavía escondido tras aquella que ha constituido como Madre de los cristianos y representa a sus ojos la ternura y la misericordia.

 Por este eclipse, por esta humildad sorprendente que pensaríamos que no es propia de Él y que, a veces, nos inclinaríamos a negarle, el Padre se ha expuesto a un riesgo: ser relegado a la sombra, desconocido, olvidado. Pero, precisamente, la confianza responde a este riesgo, penetra en este abismo de amor que se oculta a nuestra mirada terrena y toma un impulso tanto más enérgico cuanto mayor parece la distancia. Y se cuelga del Padre con tanta más fuerza cuanto más se ocultó a nuestras miradas. Asimismo, es la confianza la que salva los obstáculos que oponen los dolores y las pruebas. Mientras el sufrimiento tiene toda la apariencia de crueldad y severidad, nuestra confianza vislumbra en ella, a pesar de todo, la bondad del Padre. En el suceso doloroso alcanza a reconocer una mano amorosa.

           Es también la confianza la que nos hace superar las impresiones de despecho o desánimo que resultan de nuestras debilidades morales, de nuestras faltas. Porque cuando experimentamos el abismo de ini- seria que se esconde en nosotros, la confianza dirige nuesa mirada hacia el abismo de amor que se recata en el Padre y en el que todo puede desvanecerse y comenzar de nuevo. Nada puede desconcertar esta confianza, pues cuanto más hayamos sentido nuestra angustia tanto más nos desligaremos de nosotros para lanzarnos hacia el Padre.

Por último, la confianza nos permite dar, sin temblar, el salto decisivo de la muerte. Injuriaríamos al Padre si nos presentásemos ante Él temblando como ante un Juez inexorable. El temor le desagrada en lo que tiene de desconfianza. Después de haber declarado: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene” —escribía sanJuan—: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros, en que tengamos confianza en el día del Juicio 1...] No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temol; porque el temor mira al castigo; quien terne no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jo 4, 16-18).

El tránsito al más allá no se nos debe aparecei; pues, con trazos temibies. Sería desconocer al Padre, que se apresura a recibirnos como Padre en la inmensidad de su cariño paternal. Desde mucho tiempo atrás, des- de que nos predestinó en su grandioso designio a ser sus hijos en Cristo, el Padre nos ha preparado una de esas innumerables mansiones de que dispone en el infinito de su corazón. Y tal como condujo nuestra existencia, la introducirá también en su mansión definitiva, con la misma maestría y con la misma bondad.

La hora de la muerte será aquélla en que un amor paternal que se había ocultado se nos descubrirá en toda su magnificencia y brillará ante nuestros ojos deslumbrados. La sorpresa que nos espera es la del amor. Por eso, con Cristo y como Él, podemos abandonarnos al Padre totalmente, confiar nuestro espíritu en sus manos. Nuestra vida terrestre, en el momento final, debe alcanzar la cima de la confianza, porclue va a alcanzar la cima del amor.

De este modo, correspondemos al corazón del Padre mediante la acción de gracias y el abandono. Del reconocimiento por los beneficios 1jasaclos, caminamos en una confianza cada vez más segura mirando al porvenir. Y de la suprema confianza en la hora postrera, pasaremos a un reconocimiento más intenso todavía, más definitivo, cuando veamos cara a cara este amor del Padre infinitamente mayor que lo que nuestro pensamiento humano habría podido concebir.

 

 

EL TEMA DE LA ORACIÓN

 

CUARTA MEDITACION A)

 

         QUERIDAS HERMANITAS DE LOS ANCIANOS DESAMPARADOS: con verdadera devoción y encendido afecto he venido hasta vosotras por invitación de vuestra madre y superiora,  mía también, me encanta obedecerla, aunque sea a distancia, hermanita del alma, Matilde Santos, para retirarme con todas vosotras al desierto de la oración, en estos Ejercicios Espirituales, con nuestro amigo y esposo vuestro, Jesucristo Eucaristía, Hijo de Dios, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta de adoración, obediencia y alabanza al Padre.

         ¡Jesucristo, Tú estás ahí,  Tú estas vivo y vivo y resucitado, Tú eres mi Dios y mi Amor, si no me encuentro personalmente contigo, cómo me pueden llenar tus  verdades, cómo cumpliré tus mandatos de amor a Dios y a los hermanos, si no me encuentro contigo personalmente, con tu mirada, siempre, cada día y momento, al empezar el día, cómo quererte y enamorarme y sentir tu abrazo y tu cuerpo y tu respirar en mí. Y saber que todo esto es verdad, y que lo tengo tan cerca...

«Jesucristo ¡Eucaristía divina! ¡Cuánto te deseo, cómo te  busco, con qué hambre de Ti camino por la vida, qué nostalgia de mi Dios todo el día!

Jesucristo Eucaristía, quiero verte para tener la Luz del Camino, la Verdad y la Vida; Jesucristo Eucaristía, quiero comulgarte para tener tu misma vida, tus mismos sentimientos, tu mismo amor; y en tu entrega eucarística, quiero hacerme contigo sacerdote y víctima agradable al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

Quiero entrar así en el Misterio de mi Dios Trino y Uno, por la potencia de Amor del Espíritu Santo».

 

OTRA INTRODUCCIÓN

 

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

 

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración  sino trato de amistad con Cristo estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora  lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje,  a recorrer este camino, especialmente en estos  kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo que nos dice a todos “el que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”.

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y  trabajo vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas y sequedades y de no sentir nada, en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir con Cristo en silencio pruebas y humillaciones. 

Porque en este camino hay que estar dispuesto a morir al propio yo y sus apetencias, a los cargos y honores: si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo…y  como todos nos buscamos, porque el yo, el amor propio hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta humildad, sudor y lágrimas, pues a callar y ofrecerlo al Señor, para seguir avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, eso se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno.

El Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan a las raíces del yo, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente, aceptando, sufriendo el que te quite hasta la piel del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia… los pecado llamado capitales «por ser cabeza de otros muchos», la mortificación y conversión ordinaria y normal donde todos tenemos que actuar directamente. .

Y lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas  de las pasivas, y quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, identificado con nuestro ser y existir,  metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, cuando creemos que lo estamos haciendo en Dios y por Dios. Lo tengo muy aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo, hay que convertirse en todo y del todo a Dios, y eso que no he llegado muy alto, sin manifiestos ni hechos singulares, paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, en soledad a veces, sintiese o no sintiese, y con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior, nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración o conversión según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé. Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo. Y nada más; esta es mi intención; con esta experiencia de pruebas y gozos quiero comunicar mi experiencia de fe y vida cristiana, a todos mis hermanos, a los que quieran leerla, desde la oración personal. 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

En unos de mis libros, comienzo así:

 

Y quiero decir que el cielo empieza en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios vive y se manifiesta como Amor de Abba, papá del cielo, en Canción de Amor revelada en su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía, con Amor de Espíritu Santo: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. Y al sentirse uno habitado por la misma Trinidad en revelación de amor y ternura y belleza infinitas, pero de verdad, no de palabra, uno vive el cielo en la tierra y desea morirse para estar en plenitud de vida y gozo y unión con los Tres, el gozo de creer, de sentirse amado, pero de verdad, no de pura palabra o poesía:

«Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

 

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierto en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora…» (Beata Isabel de la Trinidad)

 

«Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el amado,

cesó todo y dejeme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado. (San Juan de la Cruz)

 

« INTRODUCCIÓN»

 

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración eucarísica? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todos los seminarios del mundo tuviéramos exploradores de Moisés que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman, convirtiendo así el seminario en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? Señor, ¡te lo vengo pidiendo tantos años! ¡Concédenos a toda la Iglesia, a todos los seminarios, esa gracia, ese voto que ya algunos de mis feligreses han hecho por la santidad de los sacerdotes y del seminario ¡Ven, Señor Jesús, te necesitamos!

Sin oración, yo no soy ni existo sacerdotalmente en Cristo, que es el Todo para mí; y con toda humildad, --que eso es «andar en verdad» para santa Teresa--, unido a Cristo por la oración, puedo decir con san Pablo: “para mí la vida es Cristo... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí... y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.

 

Ciertamente, todo se lo debo a la oración, pero a la oración eucarística, porque teniendo al Señor tan cerca, teniéndolo aquí con los brazos abiertos para abrazarnos en amistad permanente, me parece un feo no venir a estar con Él y hablarle de amor y de amistad. Admito la oración en la habitación, contemplando la naturaleza, danzando y otras cosas, como se hace en estos y en todos los tiempos, y está bien, pero para mí la presencia de Cristo en el Sagrario es la presencia de amor y entrega mayor que existe en el mundo.

Por eso, en el primer libro que escribí y que tenéis entre vosotros, saltándome todas las reglas de las poblaciones, añado en este sentido:

«LA MEJOR ESCUELADE ORACIÓN: LA EUCARISTÍA

EL MEJOR MAESTRO: JESÚS EUCARISTÍA

EL MEJOR LIBRO DE ORACIÓN Y VIDA CRISTIANA, TODA UNA BIBLIOTECA: JESUCRISTO EUCARISTÍA COMO MISA, COMUNIÓN Y PRESENCIA DE AMISTAD SIEMPRE OFRECIDA

¡QUÉ POCO SE VISITA ESTA BIBLIOTECA!

¡QUÉ POCO SE ABRE ESTE LIBRO!

¡QUÉ POCO SE DIALOGA CON ESTE MAESTRO Y AMIGO!

¡SI LO VISITÁSEMOS Y ABRIÉRAMOS DE VERDAD!

AQUÍ TIENES UNA AYUDA.

 

SEGUNDA PARTE

 

LA EUCARISTÍA, ESCUELA DE ORACIÓN

 

2.1. Orar es dialogar, encuentro de amistad con Dios: Santa Teresa… que no es otra cosa… Y para esto, hablar y dialogar como la SAMARITANA, MEDITACIÓN sobre este pasaje; o encuentro de deseo y amor, sin palabras: HEMORROÍSA: pasaje.

 

2, 2. Orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas

 

Y ahora, una vez que hemos tocado a Jesús con la virtud teologal de la fe y de la caridad, como la hemorroísa, que nos hemos percatado de su presencia en la Eucaristía, que le hemos saludado y le hemos abrazado espiritualmente con todo cariño y amor, ahora ¿qué es lo que hemos de hacer en su presencia? Pues dialogar, dialogar y dialogar con Él, para irle conociendo y amando más, para ir aprendiendo de Él, a que Dios sea lo absoluto de nuestra vida, lo único y lo primero, a adorarle y obedecerle como Él hasta el sacrificio de su vida, a entregarnos por los hermanos.....Eso, con otro nombre, se llama oración, oración eucarística, dialogar con el Cristo del Sagrario.

         El Señor se le ha aparecido a Saulo en el camino de Damasco. Ha sido un encuentro extraordinario tal vez en el modo, pero  la finalidad es un encuentro de amistad entre Cristo y Saulo:“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues. Señor ¿qué quieres que haga? Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá lo que tienes que hacer”. La oración siempre es un verdadero diálogo con Jesús. Un diálogo que provoca una amistad personal y la conversión, porque descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.

Hay muchos maestros de oración, los libros sobre oración son innumerables  hoy día; para nosotros, el mejor libro: el libro de la Eucaristía, y el mejor maestro: Jesucristo Eucaristía; es una enciclopedia, toda una biblioteca teológica sobre el misterio de Dios y del hombre y de la salvación, basta mirarlo y no digo nada si lo abres.... ¡si creyéramos de verdad! ¡Si lo que afirmamos con la inteligencia y los labios, lo aceptase el corazón y lo tomase como norma de vida y de  comportamiento oracional y de amor...! Pero hay que leerlo y releerlo durante horas, porque al principio no se ve nada, no se entiende mucho, pero en cuanto empiezas a entender y vivir lo que te dice y, por tanto, a convertirte, se acabaron todos los libros y todos los maestros.“Pero vosotros no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro... y no os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, el Cristo” (Mt 23, 8-10).

En el comienzo de este encuentro, de este diálogo, basta con mirar al Señor, hacer un acto, aunque sea rutinario, de fe, de amor, una jaculatoria aprendida. Así algún tiempo. Rezar algunas oraciones. Enseguida irás añadiendo algo tuyo, frases hechas en tus ratos de meditación o lectura espiritual, cosas que se te ocurren, es decir, que Él te dice pero que tú no eres consciente de ello, sobre todo, si hay acontecimientos de dolor o alegría en tu vida.

         Puedes ayudarte de libros y decirle lo que otros han orado, escrito o pensado sobre Él,  y así algún tiempo, el que tú quieras y el que Él aguante,  pero vamos, por lo que he visto en amigos y amigas suyas en  mi  parroquia, grupos, seminario,  en todo diálogo,  lo sabéis perfectamente, no aguantamos a un amigo que tuviera que leer en  un libro lo que desea dialogar contigo o recitar frases dichas por otros, no es lo ordinario....sobre todo, en cosas de amor, aunque al principio, sea esto lo más conveniente y práctico. Lo que quiero decir es que nadie piense que esto es para toda la vida o que esta es la oración más perfecta. Un amigo, un novio, cuando tiene que declararse a su novia, no utiliza las rimas de Bécquer, aunque sean más hermosas que las palabras que él pueda inventarse. Igual pasa con Dios. Le gusta que simplemente estemos en su presencia; le agrada que balbuceemos al principio palabras y frases entrecortadas, como el niño pequeño que empieza a balbucear las primeras palabras a sus padres. Yo creo que esto le gusta más y a nosotros nos hace más bien, porque así nos vamos introduciendo en ese «trato de amistad», que debe ser la oración personal. Aunque repito, que para motivar la conversación y el diálogo con Jesucristo, cuando no se te ocurre nada, lo mejor es tomar y decir lo que otros han dicho, meditarlo, reflexionarlo, orarlo, para ir aprendiendo como niño pequeño, sobre todo, si son palabras dichas por Dios, por Cristo en el evangelio, pero sabiendo que todo eso hay que interiorizarlo, hacerlo nuestro por la meditación-oración-diálogo.

          Para aprender a dialogar con Dios hay un solo camino: dialogar y dialogar con Él y pasar ratos de amistad con Él, aunque son muchos los modos de hacer este camino, según la propia psicología y manera de ser. No se trata, como a veces aparece en algún libro sobre oración, de encontrar una técnica o método, secreto, milagroso, hasta ahora no descubierto y que si tú lo encuentras,  llegarás ya a la unión con Dios, mientras que otros se perderán o pasarán  muchos años o toda su vida en el aprendizaje de esta técnica tan misteriosa. Y, desde luego, no hay necesidad absoluta de respiraciones especiales, yogas o canto de lo que sea...etc.. Vamos, por lo menos hasta ahora, desde S. Juan y S. Pablo hasta  los últimos canonizados por la Iglesia,  yo no he visto la necesidad de muchas técnicas;  no digo que sea un estorbo, es más, pueden  ayudar como medios hacia un fin: el diálogo personal y afectivo con Cristo Eucaristía.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, el evangelio no relata técnicas y otros medios, simplemente les dijo: “Cuando tengáis que orar, decid: Padre nuestro...”, es diálogo oracional. Y estamos hablando del mejor maestro de oración. En el camino de Damasco, ha habido un resplandor de luz inesperada, bien interior, bien exterior, que ha tirado a Pablo del caballo y, tras el fogonazo, el diálogo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús Nazareno...” Después, Pablo se retira al desierto de Arabia y allí aprende todo sobre Cristo y el Evangelio, sin ningún otro maestro, como él luego nos dirá en sus cartas  y así tenemos que hacer todos nosotros; es más, luego se presenta a contrastar su doctrina con la de los Apóstoles e insiste y se goza de no haber tenido otro maestro que Jesucristo, su Cristo, convertido en Señor, amigo y confidente por la oración personal.

          En esta línea quiero aportar un testimonio tan autorizado como es el de la Madre Teresa de Calcuta: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios . Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[2].

         Me gustaría que esto estuviera presente en todas las escuelas y pedagogías de oración, para que desde los principios, todo se orientase hacia el fin, sin quedarnos en las técnicas, en los caminos y en los medios como si fueran el fin y la oración misma. Esto no quiere decir que no tengamos en cuenta las dificultades para la oración en todos nosotros. Unas son de tipo ambiental: ruido, prisas, activismo; otras de tipo cultural: secularismo, materialismo, búsqueda del placer en todo, preocupación del tener, vivir al margen de Dios...También las hay de carácter individual: incapacidad para concentrarse un poco, todo es imagen, miedo a la soledad que nos provoca aburrimiento... Pero insisto, por eso, que lo primero es poner el fin donde hay que ponerlo, en Dios y querer amarle y desde ahí empezar el camino sin poner el fin en los medios y dificultades y cómo vencerlas...Desde el principio Dios y conversión.

El Papa en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte ha insistido en la conveniencia de escuelas de oración en las parroquias y en la conveniencia de algún aprendizaje para hacer oración. En mi parroquia hay varios grupos de oración y yo meto en ellos a las personas que veo con frecuencia en la iglesia; no les preparo ni les digo nada, solo que vayan al grupo, escuchen y oren como se le ocurra. Al cabo de dos o tres meses en silencio, empiezan poco a poco a manifestar el fruto de su oración, oran y dialogan como los veteranos, más en línea de diálogo con Dios públicamente manifestado que de reflexión sobre verdades.

 Si tenemos talleres de oración, muchas de estas personas entran en ellos y aprenden diversos caminos y metodologías y otras  no entran. Estoy verdaderamente agradecido a las escuelas de oración, todas me vienen bien y a ninguna personalmente les debo nada. La mayoría de los orantes de mi tiempo somos autodidactas. Cuando llegué al Seminario Menor, allá por el 1948, la primera mañana, después de levantarnos a las 7, fuimos a la capilla para rezar unas oraciones comunes y «oír» la santa misa, pero antes hubo media hora de silencio para hacer la «meditación». Al terminar la misa, todos los nuevos preguntamos a los veteranos qué era eso y qué había que hacer durante ese tiempo. Esa fue mi escuela de oración. Sin embargo, las creo necesarias y pienso que pueden hacer mucho bien en las parroquias y seminarios.

En mis grupos de oración hay personas que han hecho talleres y otras no y todas forman los grupos de oración y después de un comienzo, no veo diferencias; la única diferencia es la perseverancia y esa va unida absolutamente a la conversión permanente. Repito la necesidad de la oración y de las escuelas de oración  y que verdaderamente hacen mucho bien a la comunidad y son muy necesarias y convenientes. Pero insisto que, desde los inicios, la oración hay que orientarla hacia la vida y conversión  como fundamento y finalidad esencial de la misma, porque de otra forma todos los métodos y técnicas terminan por anquilosarse, vaciarse de encuentro con Dios  y morir.

         En mi larga experiencia de cuarenta años en grupos de vida y oración, me ha tocado pasar por muchas modas pasajeras; por eso hay que centrarlo bien desde el principio; la oración es un camino de seguimiento del Señor, no es cantar muy bien, abrazarnos mucho, hacer muchos gestos.....y si no hay compromiso de vida, todo son romanticismos y pura teoría, que llega luego a contradicciones muy serias entre los mismos componentes del grupo y, a veces, a la misma destrucción. No piensen  que porque hagan un curso de oración ya está todo garantizado, y desde luego, las principales dificultades para hacer oración no se solucionarán con técnicas de ningún tipo, sino solo con el querer amar a Dios sobre todas las cosas y con la consiguiente conversión, absolutamente necesaria,  que esto lleva consigo. Cuando este deseo desaparece, la persona no encuentra el camino de la oración, se cansa y lo deja todo. Por eso, insisto, hacer oración, o el deseo de oración se fundamenta en el deseo de querer amar a Dios, aunque la persona no sea consciente de ello. Por lo menos que lo sean los directores de los grupos de oración. Y la oración es la que más ayuda a engendrar y mantener este deseo. Y este deseo es el que alimenta la oración y la sostiene y la hace avanzar. Si no crece, muere la oración.

 

2. 3. Orar es querer convertirse a Dios en  todas las cosas. la oración permanente exige conversión permanente

 

Y para aclarar este título, voy a comentar la lectura de la Liturgia de las Horas que hemos leído y meditado hace pocos días, en la fiesta de santa Teresa de Jesús, porque aclara mucho sobre este camino de oración:

 

 

Del Libro de su vida, de santa Teresa de Jesús, virgen

(Cap. 8, 1-4)

 

Necesidad de la oración

 

No sin causa he ponderado tanto este tiempo de m vida, que bien veo no dará a nadie gusto ver cosa tan ruin, que cierto querría me aborreciesen los que esto leyesen de ver un alma tan pertinaz e ingrata con quien tantas mercedes le ha hecho; y quisiera tener licencia para decir las muchas veces que en este tiempo falté a Dios.

Por no estar arrimada a esta fuerte columna de la oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años con estas caídas. Y con levantarme y mal —pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros, sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años.

Con todo, veo claro la gran misericordia que el Señor hizo conmigo, ya que había de tratar en el mundo, que tuviese ánimo para tener oración; digo ánimo, porque no sé yo para qué cosa, de cuantas hay en él, es menester mayor que tratar traición al rey, y saber que lo sabe, y nunca se le quitar de delante; porque, puesto que siempre estamos delante de Dios, paréceme a mí es de otra manera los que tratan de oración, porque están viendo que los mira; que los demás podrá ser estén algunos días que aun no se acuerden que los ve Dios.

Verdad es que, en estos años, hubo muchos meses —y creo alguna vez año— que me guardaba de ofender al Señor y me daba mucho a la oración, y hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender. Porque va todo lo que escribo dicho con toda verdad, trato ahora esto.

Mas acuérdaseme poco de estos días buenos, y ansi debían ser pocos y muchos de los ruines. Ratos grandes de oración pocos días se pasaban sin tenerlos, si no era estar muy mala y muy ocupada. Cuando estaba mala, estaba mejor con Dios; procuraba que las personas que trataban conmigo lo estuviesen, y suplicábalo al Señor; hablaba muchas veces en él.

Ansí que, si no fue el año que tengo dicho, en veintiocho años que ha que comencé oración, más de los dieciocho pasé esta batalla y contienda de tratar con Dios y con el mundo. Los demás, que ahora me quedan por decir, mudose la causa de la guerra, aunque no ha sido pequeña; mas, con estar, a lo que pienso, en servicio de Dios y con conocimiento de la vanidad que es el mundo, todo ha sido suave, como diré después.

Pues para lo que he tanto contado esto es, como he ya dicho, para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud; lo otro para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración con voluntad, aunque no esté tan dispuesta como es menester, y cómo, si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas de mil maneras que ponga el demonio, en fin tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación, como, a lo que ahora parece, me ha sacado a mí.

Cf. Lc 21, 36

 

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Y ahora continuamos nosotros: si orar es querer amar a Dios sobre todas las cosas, como orar es convertirse, automáticamente, orar es querer convertirse a Dios en todas las cosas. Sin conversión permanente, no puede haber oración permanente.  Sin conversión permanente no puede haber oración continua y permanente. Esta es la dificultad máxima para orar en cristiano, prescindo de otras religiones, y la causa principal de que se ore tampoco en el pueblo cristiano y la razón fundamental del abandono de la oración por parte de sacerdotes, religiosos y almas consagradas.

Lo diré una y mil veces, ahora y siempre y por todos los siglos: la oración, desde el primer arranque, desde el primer kilómetro hasta el último, nos invita,  nos pide y exige la conversión, aunque el alma no sea muy consciente de ello en los comienzos, porque se trata de empezar a amar o querer amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, como Él se ama esencialmente y nos ama y permanece en su serse eternamente amado de su misma esencia.

“Dios es amor”, dice San Juan, su esencia es amar y amarse para serse en acto eterno de amar y ser amado, y si dejara de amar y amarse así, dejaría de existir. Podía haber dicho San Juan que Dios es el poder, omnipotente, porque lo puede todo, o que es la Suprema Sabiduría, porque es la Verdad, pero no, cuando San Juan nos quiere definir a Dios en una palabra, nos dice que Dios es Amor, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir. Así que está condenado a amanos siempre, aunque seamos pecadores y desagradecidos.

         Y como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros estamos hechos por amor y para amar, pero el pecado nos ha tarado y  ha puesto el centro de este amor en nosotros mismos y no en Dios. Así que tenemos que participar de su amor por la gracia para poder amarnos y amarle como Él se ama. Porque por su misma naturaleza, que nosotros participamos por gracia, así es cómo Dios se ama y nos ama y  no puede amar de otra forma, porque dejaría de ser y existir, dejaría de ser Dios.

Y este amor es a la vez su felicidad y la nuestra, a la que Él gratuitamente, en razón de su amarse tan infinitamente a sí mismo nos invita, porque estamos hechos a su imagen y semejanza por creación y, sobre todo, por recreación en el Hijo Amado, Imagen perfecta de sí mismo, que nos hace partícipes de su misma vida, de su mismo ser y existir, por participación gratuita de su mismo amor a sí mismo.“Lo que era desde el principio... porque la vida se ha manifestado..., os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1-4).

Este es el gran tesoro que llevamos con nosotros mismos, la lotería que nos ha tocado a todos los hombres por el hecho de existir. Si existimos, hemos sido llamados por Él para ser sus hijos adoptivos, y Dios nos pertenece, es nuestra herencia, tengo derecho a exigírsela: Dios, Tú me perteneces.... Esto es algo inconcebible para nosotros, porque hemos sido convocados de la nada por puro amor infinito de Dios, que no necesita de nada ni de nadie para existir y ser feliz y crea al hombre por pura gratuidad, para hacerle partícipe de su misma vida, amor, felicidad, eternidad...“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos.... Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).

         Esta es la gran suerte de esta especie animal, tal vez más imperfecta que otras en sus genomas o evolución, pero  que, cuando Dios quiso, la amó en su inteligencia infinita y con un beso de amor le dio la suerte y el privilegio de fundirse eternamente en su mismo amor y felicidad. Y esta es la gran evolución sobrenatural, que a todos nos interesa. La otra, la natural del «homo erectus», «habilis», «sapiens», «nehandertalensis», «romaionensis, «australopithecus», que apareció hace cuatro millones de años, aunque ahora con el recién descubierto homínido del Chad, parece que los expertos opinan que apareció hace seis millones de años... que  estudien los científicos, a los que les importa poco echar millones y millones de años entre una etapa y otra;  todavía no están seguros de cómo Dios la ha dirigido, aunque algunos, al irla descubriendo, parece como si la fueran creando, y al no querer aceptar por principio al Creador del principio,  digan que todo, con millones y millones de combinaciones, se hizo por casualidad. Y en definitiva, millones más, millones menos, todo es nada comparado con lo que nos espera y ya ha comenzado: la  eternidad en Dios.

La casualidad necesita elementos previos, solo Dioses origen sin origen, tanto en lo natural como en lo sobrenatural.  Ellos que descubran el modo y admiren al Creador Primero, pero que no llamen casualidad a Dios. Millones y millones de combinaciones... y todo, por casualidad... ¡Qué trabajo llamar a las cosas por su nombre y aceptar al Dios grande y providente y todo amor generosoe infinito para el hombre, que nos desborda en el principio, en el medio y al fin de la Historia de Salvación! ¿Para qué la ciencia, los programas, los laboratorios, si todo es por casualidad o existen sin lógica ni  principio ni leyes fijas?

         A mí sólo me interesa, que he sido elegido para vivir eternamente con Dios. Ha enviado a su mismo Hijo para decírmelo y este Hijo me merece toda confianza por su vida, doctrina, milagros, muerte y resurrección. Por otra parte, esta es la gran locura del hombre, su gran tragedia, si la pierde,la mayor pérdida que puede sufrir, si no la descubre por la revelación del mismo Dios; y esta es, a la vez y por lo mismo, la gran responsabilidad de la Iglesia, especialmente de los sacerdotes, si se despistan por otros caminos que no llevan a descubrirla, predicarla, comunicarla por la Palabra hecha carne y por los sacramentos, si nos quedamos  en organigramas, en programaciones y acciones pastorales siempre horizontales sin la dirección de trascendencia y eternidad, sacramentos que se quedan y se celebran en el signo pero que no llegan a lo significado, que no llevan hasta Dios ni llegan hasta la eternidad sino sólo atienden al tiempo que pasa; reuniones, programaciones  y celebraciones que no son apostolado, si se quedan en mirar y celebrar  más al rostro transitorio de lo que hacemos o celebramos, que al alma, al espíritu, a la parte eterna, trascendente y definitiva de lo que contienen, del evangelio, del mensaje, de la liturgia....más a lo transitorio que a lo trascendente, hasta donde todo debe dirigirse, buscando  la gloria de Dios y la salvación eterna del hombre.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque me voy a prepararos el lugar . Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros. Pues, para donde yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 11,24).

Porque da la sensación a veces de que se ha perdido la orientación trascendente de la Iglesia y de su acción apostólica, que pasa también por la encarnación y lo humano, para dirigirlo y finalizarlo todo hacia lo divino, hacia Dios.  Da la sensación de que lo humano, la encarnación, ciertamente necesaria, pero nunca fin  principal y menos exclusivo de la evangelización,  es lo que más  preocupa en nuestras reuniones pastorales y hasta en la misma administración de los sacramentos, donde trabajamos y nos fatigamos en añadir ritos y ceremonias, incluso a la misma eucaristía, como si no fuera completísima en sí misma, y de lo esencial hablamos poco y  nos preocupa menos.

Y esto produce gran pobreza pastoral, cuando vemos, incluso a nuestra Iglesia y a sus ministros, más preocupados por los medios de apostolado que por el fin, más preocupados y ocupados por agradar a los hombres en la celebración de los mismos sacramentos que de buscar la verdadera eficacia sobrenatural y trascendente de los mismos así como de toda  evangelización y apostolado. En conseguir esta finalidad eterna está la gloria de Dios. «La gloria de Dios es que el hombre viva... y la vida del hombre es la visión intuitiva de Dios». (San Hilario)

¡Señor, que este niño que bautizo, que estos niños que hoy te reciben por vez primera, que estos adultos que celebran estos sacramentos, lleguen al puerto de tu amor eterno, que estos sacramentos, que esta celebración que estamos haciendo les ayude a su salvación eterna y definitiva, a conocerte y amarte más como único fin de su vida, más que simplemente les resulte divertida... Señor, que te reciban bien, que se salven eternamente, que ninguno se pierda, que tú eres Dios y lo único que importa, por encima de tantas ceremonias que a veces despistan de lo esencial !

Queridos amigos, este es el misterio de la Iglesia, su única razón de existir, su único y esencial sentido, este el misterio de Cristo, el Hijo Amado del Padre, que fue enviado para hacernos partícipes de la misma felicidad del Dios trino y uno; esto es lo único que vale, que existe, lo demás es como si no existiera.

¿Qué tiene que ver el mundo entero, todos los cargos, éxitos, carreras, dineros, todo lo bueno del mundo comparado con lo que nos espera y que ya podemosempezar a gustar en Jesucristo Eucaristía? El es el pan de la vida eterna, de nuestra felicidad eterna, nuestra eternidad,  nuestra suerte de existir, nuestro cielo en la tierra,  El es el pan de la vida eterna, “El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A la luz de esto hay que leer todo el capítulo sexto de San Juan  sobre el pan de vida eterna, el pan de Dios, el pan de la eternidad: “Les contestó Jesús y les dijo: vosotros me buscáis porque habéis comido los panes y os habéis saciado; procuraros no el alimento que perece sino el que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 26).Toda la pastoral, todos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, deben conducirnos hasta Cristo, “pan del cielo, pan de vida eterna”, hasta el encuentro con El; de otra forma, el apostolado y los mismos sacramentos no cumplirán su fin: hacer uno en Cristo-Verbo amado eternamente por el Padre en fuego de Espíritu Santo.

Estamos destinados, ya en la tierra, comiendo este pan de eternidad,  a  sumergirnos en este amor, porque Dios no puede amar de otra manera.Y esto es lo que nos ha encargado, y esto es el apostolado, el mismo encargo que el Hijo ha recibido del Padre. “Como el Padre me ha enviado así os envío yo” (Jn 20, 21).“Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que yo no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn  6, 38-40).  “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6,51).

Nos lo dice el Señor, nos lo dice San Juan, os lo digo yo y perdonad mi atrevimiento, pero es que estoy totalmente convencido,  Dios nos ama gratuitamente, por puro amor, y nos ha creado para vivir con El eternamente felices en su infinito  abrazo y beso y amor Trinitario. Pablo lo describe así: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para vuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este siglo la han conocido; pues, si la hubieren conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: ni el  ojo vió, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”  (1Cor 2,7-10).

 Es que Dios es así, su corazón trinitario, por ser tri-unidad, unidad de los Tres  es así... amar y ser amado; no  puede ser y existir de otra manera. El hombre es un «capricho de Dios» y solo Él puede descubrirnos lo que ha soñado para el hombre. Cuando se descubre, eso es el éxtasis, la mística, la experiencia de Dios, el sueño de amor de los místicos, la transformación en Dios, sentirse amados por el mismo Dios Trinidad en unidad esencial y relacional con ellos por participación de su mismo amor esencial y eterno.

Y en esto consiste la felicidad eterna, la misma de Dios en Tres Personas que se aman infinitamente y que es verdad y que existe y que uno puede empezar a gustar en este mundo y se acabaron entonces las crisis de esperanza y afectividad y soledad y todo...bueno, hasta que Dios quiera, porque esto parece que no se acaba del todo nunca, aunque de forma muy distinta... y eso es la vivencia del misterio de Dios, la experiencia de la Eucaristía, la mística cristiana, la mística de San Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados”; la de Pablo: “deseo morir para estar con Cristo..., para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir; la de San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Santa Catalina de Siena, San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola, beata Isabel de la Stma. Trinidad, Teresita, Charles de Foucaud....la de todos los santos.

Por la vida de gracia en plenitud de participación de la vida divina trinitaria posible en este mundo y por la oración, que es conocimiento por amor de esta vida, el alma vive el misterio trinitario. La meta de sus atrevidas aspiraciones es «llegar a la consumación de amor de Dios..., que es venir a amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de él, para pagarse en esto a la vez». (Can B 38, 2).

Estoy seguro de que a estas alturas algún lector estará diciéndose dentro de sí: todo esto está bien, pero qué tiene que ver todo lo del amor y felicidad de Dios con el tema de la oración que estamos tratando. Y le respondo. Pues muy  sencillo. Como la oración tiene esta finalidad, la de hacernos amigos de Dios, la de llevarnos a este amor de Dios que es nuestra felicidad, el camino para conseguirlo es vaciarnos de todo lo que no es Dios en nuestro corazón, para llenarnos de Él.

«Porque no sería una verdadera y total transformación si no se transformarse el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... con aquella su aspiración divina muy subidamente levante el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo» (Can B 39, 6).

Oh Dios te amo, te amo, te amo, qué grande, qué infinito, qué inconcebible eres, no podemos comprenderte, sólo desde el amor podemos unirnos a Ti y tocarte un poco y conocerte y saber que existes para amarte y amarnos, que existimos para hacernos felices con tu misma felicidad,  pero no por ideas o conocimientos sino por contagio, por toque personal, por quemaduras de tu amor; qué lejos se queda la inteligencia, la teología de tus misterios, tantas cosas que están bien y son verdad, pero se quedan tan lejos...

         La oración es diálogo de amistad con Jesucristo, en el cual, el Señor, una vez que le saludamos, empieza a decirnos que nos ama, precisamente, con su misma presencia silenciosa y humilde y permanente en el Sagrario. Nos habla sin palabras, solo con mirarle, con su presencia silenciosa, sin nimbos de gloria ni luces celestiales o adornos especiales, como están a veces algunas imágenes de los santos, más veneradas y llenas de velitas que el mismo Sagrario, mejor dicho, que Cristo en el Sagrario.

Da pena ver la humildad de la presencia de Jesucristo en los Sagrarios sin flores, sin presencias de amor, sin una mirada y una oración; presencia silenciosa del que es la Palabra, toda llena de hermosura y poder del Padre, por la cual ha sido hecho todo y todo finaliza en Él; presencia humilde del que “no tiene figura humana”, ahora ya sólo es una cosa, un poco de pan, para saciar el hambre de eternidad de los hombres;  presencia humilde del que lo puede todo y no necesita nada del hombre y, sin embargo, está ahí necesitado de todos y sin quejarse de nada, ni de olvidos ni desprecios, sin exigir nada, sin imponerse...por si tú lo quieres mirar y así se siente pagado el Hijo predilecto del mismo Dios;  presencia humilde, sin ser reconocida y venerada por muchos cristianos, sin importancia para algunos, que no tienen inconveniente en sustituirla por otras presencias,  y preferirlas y todo porque no han gustado la Presencia por excelencia, la de Jesucristo en la Eucaristía. Ahí está el Señor en presencia humilde, sin humillar a los que no le aman ni le miran, no escuchando ni obedeciendo tampoco a los nuevos «Santiagos», que piden fuego del cielo para exterminar a todos los que no creen en Él ni le quieren recibir en su corazón; ahí está Él, ofreciéndose a todos pero sin imponerse, ofreciéndose a todos los que libremente quieran su amistad; presencia olvidada hasta en los mismos seminarios o casas de formación o noviciados, que han olvidado con frecuencia, dónde está «la fuente que mana y corre, aunque es de noche»,  que han olvidado donde está la puerta de salvación y la vida, que debe llevar la savia a todos los sarmientos  de la Iglesia, especialmente a los canales más importantes de la misma, para comunicar su fuerza a todo creyente.

         Jesucristo en el Sagrario es el corazón de la Iglesia y de la gracia y salvación, es  ayuda y  amistad permanentemente ofrecidas a todos los hombres;  para eso se quedó en el pan consagrado y ahí está cumpliendo su palabra. Él nos ama de verdad. Así debemos amarle también nosotros. De su presencia debemos aprender humildad, silencio, generosidad, entrega sin cansarnos, dando luz y amor a este mundo. La presencia de Cristo, la contemplación de Cristo en el Sagrario siempre nos está hablando de esto, nos está comunicando todo esto, no está invitando continuamente a encontrarnos con Él, a reducir a lo esencial nuestra vida y apostolado, nos está saliendo al encuentro, nos está invitando a orar, a hablar con Él, a imitarle; por eso, todos debemos ser visitadores del Sagrario y atarnos para siempre a la sombra de la tienda de la Presencia de Dios entre los hombres.

 

2. 4.  Jesucristo Eucaristía, el mejor maestro de oración

(Mi experiencia personal con D. Eutimio)

 

         El cristiano, sobre todo, si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte. Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levante muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de  confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de conversión, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús Eucaristía. Por la oración, que nos hace encontrarnos con El y con su palabra y evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle? (Is 40,3). Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración de conversión, donde nos jugamos toda nuestra vida espiritual, sacerdotal, cristiana, el apostolado... todo nuestro ser y existir, desde el papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo:  o descubres al Señor en la eucaristía  y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a El o no quieres convertirte a El y pronto empezarás a dejar la oración porque te resulta  duro estar delante de El sin querer corregirte de tus defectos; además, no tendría sentido contemplarle, escucharle, para hacer luego lo contrario de lo que El te enseña desde la oración y su misma presencia eucarística; igualmente la santa misa no tendrá sentido personal si no queremos ofrecernos con El en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación y  menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros  defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu  apostolado. Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo  apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu perfección y santidad evangélica.  No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá, sin unión con Dios. En esto están de acuerdo todos los santos.

Ahora bien, a nadie le gusta que le señalen con el dedo, que le descubran sus pecados y esta es la razón de la dificultad de toda oración, especialmente de la oración eucarística ante el Señor, que nos quiere totalmente llenar de su amor, y  nosotros preferimos seguir llenos de nuestros defectos, de nuestro amor propio, del total e inmenso amor que nos tenemos y por eso no la aguantamos. Y así nos va. Y así le va a la Iglesia. Y así al apostolado y a nuestras acciones, que llamamos apostolado, pero que son puras acciones nuestras, porque no están hechas unidos a Cristo, con el espíritu de Cristo:“Si el sarmiento no está unido a la vid, no puede dar fruto”.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4,34), o con S. Pablo: “Porque la  voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4, 3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado. Hay muchos apostolados sin Cristo, sin amor de Eucaristía, aunque se guarden las formas, pero sin conversión, como somos naturalmente pecadores, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con Cristo, mirando y llevando las almas a Cristo. Así es como definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no se a dónde las llevamos muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, no podremos llegar a una amistad sincera y  vivencial con El y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado,  porque Cristo lo dijo muy claro y muy serio en el evangelio: 

“Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”(Jn 15 1-5).

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a obispo, altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que El quiere y para la que te ha llamado. Pero, eso sí, esto no es impedimento para que seas buena persona, tolerante, muy comprensivo..., pero de hablar y  actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y  no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más mirando tu gloria que la de Dios, sencillamente porque pescar sin Cristo es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la  vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, que, al no estar unidos a El con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por El. ¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles,  obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo  o creerlo como si fuera verdad. Esta fe vale para salvarnos, pero no para contagiar pasión por Cristo.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba en el Padre, que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo? Porque ese día lo sintieron dentro, lo vivieron, y eso vale más que todo lo que vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en la mismas apariciones de resucitado.

En el día de Pentecostés vino Cristo todo hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no con experiencia puramente externa de aparición corporal, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.  “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen guapa aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, por la fe, y así lo fue conociendo, «concibiendo antes en su corazón que en su cuerpo», hasta quedarse sola con El en el Calvario.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con El, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. El lo vio en vivencia y  experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado sin mediaciones de carne, sino de espíritu a espíritu. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”;”Para mí la vida es Cristo”. Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con  amor de Espíritu Santo. Nos lo dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe…  y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir…”  (2Cor 12,2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo,  porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza  mística, de Espíritu Santo. Y lo peor es que hoy está tan generalizada esta  pobreza, tanto arriba como abajo, que resulta difícil encontrar personas que  hablen encendidamente de la persona de Cristo, de su presencia y misterio, y los escritos místicos y exigentes ordinariamente no son éxitos editoriales ni de revistas.

Repito: la mayor pobreza de la iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”,  pero conocimiento vivencial, de espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

El Sagrario es Jesucristo en amistad y salvación permanentemente ofrecidas al mundo, a los hombres. Por medio de su presencia eucarística, el Señor prolonga esta tarea de evangelización,  de amistad, dando así su vida por nosotros en entrega sacrificial,   invitándonos, por medio de la oración y el diálogo eucarístico,  a participar de su pasión de amor por el  Padre y por los hombres. Y nos lo dice de muchas maneras: desde su presencia humilde y silenciosa en el Sagrario, paciente de nuestros silencios y olvidos, o también a gritos, desde su entrega total en la celebración eucarística, desde el evangelio proclamado en la misa, desde la palabra profética de nuestros sacerdotes, desde la comunión para que vivamos su misma vida: “El que me come vivirá por mí”, desde su presencia testimonial en todos los Sagrarios de la tierra.

Precisamente, para poder llenarnos de sus gracias y de su amor, necesita vaciarnos del nuestro, que es limitado en todo y egoísta, para llenarnos del El mismo, Verbo, Palabra, Gracia   y Hermosura del Padre, hasta la  amistad transformante de vivir su misma vida.  Nuestro amor es «ego» y empieza y termina en nosotros, aunque muchas veces, por estar totalmente identificados con él,  ni nos enteramos del cariño que nos tenemos y por el que actuamos casi siempre, aún en las cosas de Dios y de los hermanos y   del apostolado, que nos sirven muchas veces de pantalla para nuestras vanidades y orgullos.

Sólo Dios puede darnos el amor con que El se ama y nos ama, un amor que empieza, nos arrastra y finaliza  en Dios Uno y Trino, ese amor que es  la vida de Dios, del que participamos por la gracia; ese amor de Dios que pasa  necesariamente por el amor verdadero a los hermanos y si no nos lleva, entonces no es verdadero amor venido de la vida de Dios: “El Padre y yo somos uno.... el que me ama, vivirá por mí...” “Carísimos, todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por El... (1Jn 4,7-10).

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y por esta inclinación original, si es necesario que la madre muera, para que el niño viva...si es necesario que la gloria de Dios quede pisoteada para que yo viva según mis antojos, para que yo consiga mi placer, mi voluntad, mi comodidad.... pues que los demás mueran y que Dios se quede en segundo lugar, porque yo me quiero sobre todas las cosas y personas y sobre el mismo Dios.

Y esto es así, aunque uno sea cardenal, obispo, religioso, consagrado o bautizado, por el mero hecho de ser pura criatura,  porque somos así, por el pecado original, desde nuestro nacimiento. Y si no nos convertimos, permanecemos así toda la vida. Y esto es más grave cuanto más alto es el lugar que ocupa uno en la construcción del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Los que están a nuestro alrededor nos llenan ordinariamente de tantas alabanzas, sin crítica alguna, que llegamos a creernos perfectos,  que todo lo hacemos bien y que no necesitamos de conversión permanente, como todo verdadero apóstol, que para serlo con verdad y con eficacia, primero y siempre, aunque sea sacerdote u obispo,  debe seguir siendo discípulo de   Cristo, hasta la santidad, hasta la unión total con El. Discípulo permanente y apóstol.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza;  así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer: dar la razón y silenciar  fallos.

Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo Profeta del Padre, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la verdadera verdad y eficacia del Evangelio.  Jeremías se quejó de esto ante el Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20,7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es rehuir, ser perseguidos y ocupar últimos  puestos. Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta  difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos,  los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, quizás cuando son más necesarios, son cada vez menos o no los colocamos  en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo  a predicar y ser testigos de la Verdad.

Esta es la causa principal de que escaseen los profetas verdaderos del Dios Vivo y de que el reino de Dios se confunda con otros reinos; han enmudecido y son pocos los profetas verdaderos, porque falta vivencia auténtica y experiencia del Dios  vivo.  Hay otras profecías y otros profetismos más aplaudidos por la masa y por el mundo. Todo se hace en principio por el evangelio, por Cristo, pero es muy diferente. El Papa nos da ejemplo a todos, habla claro y habla de aquellas cosas que nos gustan y que no nos gustan, de verdades que nos cuestan, habla de esas  páginas exigentes del Evangelio, que hoy y siempre serán absolutamente necesarias para entrar en el reino de Dios, en el reino de la amistad con Cristo, pero que se predican poco, y sin oírlas y vivirlas no podemos ser discípulos del Señor: “Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga...quien quiera ganar su vida, la perderá...”

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de los verdaderos y evangélicos que nos hablen en nombre de Dios y nos digan con claridad no a muchas de nuestras actitudes y criterios; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos. Y esto se nota y de esto se resiente luego la Iglesia.  Única medicina: la experiencia de Jesucristo vivo mediante la oración y la conversión permanente, que da fuerzas y ánimo para estas empresas.

La queja de Jeremías ante Yahvé, tiene su   respuesta en las palabras que Dios dirigió a Ezequiel; es durísima y nos debe hacer temblar a todos los bautizados, pero especialmente a los que hemos sido elegidos para esta misión profética:“A tí, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabras de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al  malvado: malvado, eres reo de muerte, y tu no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuentas de su sangre” (Ez 33,7B8).  

Desde nuestro propio nacimiento estamos tan llenos de  «amor propio», que nos preferimos al mismo Dios; tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia estima y deseos de gloria, que la ponemos como condición para todo, incluso para predicar el evangelio.

Por eso, este cambio, esta conversión solo  puede hacerla Dios, porque nosotros estamos totalmente infectados del yo egoísta  y  hasta en las cosas buenas que hacemos, el egoísmo, la vanidad, la soberbia nos acompañan como la sombra al cuerpo. Esta tarea de vaciarnos de nosotros mismos, de este querernos más que a Dios, de amarnos con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas, esto supone la muerte del yo, la conversión total de nuestro ser, existir, amar y programar  de  nuestras vidas:“Amarás al Señor tu Dios ... con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser... y a El solo servirás...

Y esta misma conversión, en negativo, la exige el Señor, cuando nos dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, níeguese a sí mismo, tome su cruz - la cruz que hemos de llevar hasta el calvario personal para crucificar nuestro yo, nuestras inclinaciones al amor propio, nuestras seguridades-  y me siga”, pisando sus mismas huellas de dolor, en totalidad de entrega a la voluntad del Padre, como Cristo(Lc16,24).La conversión no es el fin, sino el medio, el camino para realizar estas exigencias evangélicas. El fin siempre es Dios amado sobre todas las cosas.

«La paz de la oración consiste en sentirse lleno de Dios, plenificado por Dios en el propio ser y, al mismo tiempo, completamente vacío de sí mismo, a fin de que El sea Todo en todas las cosas. Todo en mi nada. En la oración, todos somos como María Virgen: sin vacío interior (sin la pobreza radical,) no hay oración, pero tampoco la hay sin la Acción del Espíritu Santo. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante Quien lo es todo. Porque orar es disponerme a que El me llene, me fecunde, me penetre, hasta que sea una sola cosa con El. Como María Virgen: alumbradora de Dios en su propia carne, pues para Dios nada hay imposible. Vacío es pobreza. Pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Nadie más alegre ante los hombres que el que se siente pobre ante  Dios. Cuanto menos sea yo desde mi  mismo, desde mi voluntad de poder , tanto más seré  yo mismo de El y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración, porque el humano (hombre o mujer ) que quiere hacerse a sí mismo, no deja lugar dentro de sí, de su existencia, de su psiquismo a la acción creadora y recreadora del Espíritu»[3].

 Pablo es un libro abierto sobre su conversión interior de actitudes y sentimientos hasta configurarse con Cristo: En un primer momento: “ ¿Quién me liberará de este cuerpo de pecado...?He rogado a Dios que me quite esta mordedura de Satanás.... te basta mi gracia..?”  Es consciente de su pecado y quiere librarse de él. En un segundo momento percibe que para esto debe mortificar y crucificarse con Cristo, solo así puede vivir en Cristo: “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mi...”. Finalmente experimenta que solo así se llega a la unión total de sentimientos y vida y apostolado con su Señor: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis...”  Ya no se queja de las pruebas y renuncias sino que “me alegro con grande gozo en mis debilidades para que habite plenamente en mí la fuerza de Cristo”; “ No quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado”.  “En lo que a mí , Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo  en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo”. Y está tan seguro del amor de Cristo, que, aún en medio de las mayores purificaciones y sufrimientos, exclama en voz alta, para que todos le oigamos y no nos acobardemos ni nos echemos para atrás en las pruebas que nos vendrán necesariamente en este camino de identificación con Cristo:     “ ¿Quién nos separará del amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Más en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte, ni la vida, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,35-39). Pablo también fue profeta verdadero. Por eso fue perseguido fuera y dentro de la misma Iglesia.

Tanto miedo en corregir defectos de las ovejas, no querer complicaciones, no predicar a Cristo entero y completo, hace daño a la Iglesia y a las mismas ovejas, que vivimos con frecuencia en la mediocridad evangélica; no ser testigo verdadero de Cristo sino oficial y palaciego para evitar disgustos personales, ser cobardes en defender la gloria de Dios porque supone persecución o incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia, hace que los mismos  sacramentos se reciban sin las condiciones debidas y no sirvan muchas veces ni para la gloria de Dios ni la santificación de los que los reciben: bautizos, bodas, primeras comuniones... muchos bautizados y pocos convertidos, mucha fiesta y pocas comuniones con Cristo, muchas bodas y pocos matrimonios...y así va la Iglesia de Dios en algunas partes de España. Pablo no se ahorró sufrimientos porque Cristo era su apoyo y su fuerza y su recompensa. Y para todo esto, la experiencia viva de Cristo por la oración es absolutamente necesaria. De otra forma no hay fuerza ni entusiasmo ni constancia.

 

 

 

HEMORROÍSA DIVINA, CREYENTE, DECIDIDA, ENSÉÑAME A TOCAR A CRISTO CON FE Y ESPERANZA

 

“Mientras les hablaba, llegó un jefe y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir; pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Entonces una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó la orla del vestido, diciendo para sí misma: con sólo que toque su vestido seré sana. Jesús se volvió, y, viéndola, dijo: Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado. Y quedó sana la mujer desde aquel momento”(Mt 9, 20-26).

 

Seguramente todos recordaréis este pasaje evangélico, en el que se nos narra la curación de la hemorroisa. Esta pobre mujer, que padecía flujo incurable de sangre desde hacía doce años, se deslizó entre la multitud, hasta lograr tocar al Señor:“Si logro tocar la orla de su vestido, quedaré curada, se dijo. Y al instante cesó el flujo de sangre.  Y  Jesús... preguntó: ¿Quién me ha tocado?.”

 No era el hecho material lo que le importaba a Jesús. Pedro, lleno de sentido común, le dijo: Señor, te rodea una muchedumbre inmensa y te oprime por todos lados y ahora tú preguntas, ¿quién me ha tocado? Pues todos.

Pero Jesús lo dijo, porque sabía muy bien, que alguien le había tocado de una forma totalmente distinta a los demás, alguien le había tocado con fe y una virtud especial había salido de Él. No era la materialidad del acto lo que le importaba a Jesús en aquella ocasión; cuántos ciertamente de aquellos galileos habían tenido esta suerte de tocarlo y, sin embargo, no habían conseguido nada. Sólo una persona, entre aquella multitud inmensa, había tocado con fe a Jesús. Esto era lo que estaba buscando el Señor.

Queridos hermanos: Este hecho evangélico, este camino de la hemorroísa,  debe ser siempre imagen e icono de nuestro acercamiento al Señor, y una imagen real y a la vez  desoladora de lo que sigue aconteciendo hoy día.

Otra multitud de gente nos hemos reunido esta tarde en su presencia y nos reunimos en otras muchas ocasiones y, sin embargo, no salimos curados de su encuentro, porque nos falta fe. El sacerdote que celebra la Eucaristía, los fieles que la reciben y la adoran, todos los que vengan a la presencia del Señor, deben tocarlo con fe y amor para salir curados.

Y si el sacerdote como Pedro le dice: Señor, todos estos son creyentes, han venido por Ti, incluso han comido contigo, te han comulgado.....podría tal vez el Señor responderle: “pero no todos me han tocado”. Tanto al sacerdote como a los fieles nos puede faltar esa fe  necesaria para un encuentro personal, podemos estar distraídos de su amor y presencia amorosa, es más, nos puede parecer el sagrario un objeto de iglesia, una cosa sin vida,  más que la presencia personal y verdadera y realísima de Cristo.

Sin fe viva, la presencia de Cristo no es la del amigo que siempre está en casa, esperándonos, lleno de amor, lleno de esas gracias, que tanto necesitamos, para glorificar al Padre y salvar a los hombres; y por esto, sin encuentro de amistad, no podemos contagiarnos de sus deseos, sentimientos y actitudes.

En la oración eucarística, como Eucaristía continuada que es, el Señor nos dice: “Tomad y comed.. Tomad y bebed...” y lo dice para que comulguemos, nos unamos a Él. En la oración eucarística, más que abrir yo la boca para decir cosas a Cristo, la abro para acoger su don, que es el mismo Cristo pascual, vivo y resucitado por mí y para mí. El don y la gracia ya están allí, es Jesucristo resucitado para darme vida, sólo tengo que abrir los ojos, la inteligencia, el corazón para comulgarlo con el amor y el deseo y la comunicación-comunión y así la oración eucarística se convierte en una permanente comunión eucarística. Sin fe viva, callada, silenciosa y alimentada de horas de sagrario,  Cristo no puede actuar  aquí y ahora en nosotros, ni curarnos como a la hemorroisa. No puede decirnos, como dijo tantas  veces en su vida terrena “Véte, tu fe te ha salvado”.

Y no os escandalicéis, pero es posible que yo celebre la eucaristía y no le toque, y tú también puedes comulgar y no tocarle, a pesar de comerlo. No basta, pues, tocar materialmente la sagrada forma y comerla, hay que comulgarla, hay que tocarla con fe y recibirla con amor.

Y ¿cómo sé yo si le toco con fe al Señor? Muy sencillo: si quedo curado, si voy poco a poco comulgando con los sentimientos de amor, servicio, perdón, castidad, humildad de Cristo, si me voy convirtiendo en Él y viviendo poco a poco su vida. Tocar, comulgar a Cristo es tener sus mismos sentimientos, sus mismos criterios, su misma vida. Y esto supone renunciar a los míos, para vivir los suyos: “El que me coma, vivirá por mí”, nos dice el Señor en el capítulo sexto de S. Juan. Y Pablo constatará esta verdad, asegurándonos: “vivo yo pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

Hermanos, de hoy en adelante vamos a tener más cuidado con nuestras misas y nuestras comuniones, con nuestros ratos de iglesia, de sagrario. Vamos a tratar de tocar verdaderamente a Cristo. Creo que un momento muy importante de la fe eucarística es cuando llega ese momento, en que iluminado por la fe, uno se da cuenta de que Él está realmente allí, que está vivo, vivo y resucitado, que quiere comunicarnos todos los tesoros que guarda para nosotros, puesto que para esto vino y este fue y sigue siendo el sentido de su encarnación continuada en la Eucaristía. Pero todo esto es por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos llevan y nos unen directamente con Dios.

Hemorroisa divina, creyente, decidida y valiente,  enséñame a mirar y admirar a Cristo como tú lo hiciste, quisiera tener la capacidad de provocación que tú tuviste con esos deseos de tocarle, de rozar tu cuerpo y tu vida con la suya, esa seguridad de quedar curado si le toco con fe, de presencia y de palabra, enséñame a dialogar con Cristo,  a comulgarlo y recibirlo;  reza por mí al Cristo que te curó de tu enfermedad, que le toquemos siempre con esa fe y deseos tuyos en nuestras misas, comuniones y visitas, para que quedemos curados, llenos de vida, de fe y de esperanza.

 

PREGUNTAS:

1. ¿Al entrar en una iglesia o capilla, espontáneamente mi primera mirada y amor es para Cristo en el Sagrario? ¿Tengo esta costumbre ya adquirida?

 

2. ¿Hago la genuflexión, tengo bien cuidado el sagrario y no paso ante Cristo Eucaristía o hablo en la Iglesia sin darlo importancia?

 

3. ¿ La Eucaristía es para mí «centro y culmen de mi vida», como dice el Vaticano II?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN

 

HEMOS HABLADO DE LA NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN PROVOCADA Y EXIGIDA POR LA ORACIÓN. VAMOS A HACERLO EN NEGATIVO, CONVERTIRNOS DE ACTITUDES Y ACCIONES QUE HEMOS DE DEJAR PARA IR A LA UNIÓN CON DIOS; Y LO HAREMOS TAMBIÉN EN POSITIVO, PORQUE EN LA VIDA RELIGIOSA Y DE COMUNIDAD, COMO EN TODAS LAS VIDAS Y PERSONAS, HAY QUE CONVERTIRSE CADA DÍA MÁS Y MEJOR AL AMOR DE DIOS Y LOS HERMANOS.

 

CONVERSIÓN: RESPUESTA AL PROYECTO Y AMOR DE DIOS CREADOR


         Llegamos, por fin, a la reflexión central de tos Ejercicios. En ella nos abre Dios su mente y su corazón para decirnos cómo piensa El del amor, y cómo ama. Si hacemos lo que nos va a enseñar, habremos regenerado nuestro amor consagrado, y, por lo mismo, habremos dado la respuesta decisiva al proyecto de Dios sobre nosotras, que es vivir la imagen y semejanza que tenemos con El. Y desde aquí podremos emprender, con la fuerza de Dios, el proceso de nuestra transformación, porque habremos dado el puntillazo definitivo a nuestro egoísmo, arrancando de raíz el propio «yo».

Si no escuchamos a Dios ni nos pasamos a su mente y modo de amar, nuestra vida será inútil como buscadoras de Dios, experimentaremos el fracaso al quedar estancadas en el camino de la santidad, enredadas en nuestros propios desórdenes y criterios, y no llegaremos a conocer a Dios aunque estemos en el Monasterio. No experimentaremos el precioso y dilatado camino del amor, y, por lo mismo, de la infinitud de Dios, que Dios mismo nos abre al enseñarnos cómo ama El, y quiere que amemos nosotras, por lógica. Porque este camino se aprende amando, y a Dios se le conoce amando. Porque Dios es amor. Dios sólo transita por el dilatado camino del amor, por eso sólo se le encuentra amando.

Recordemos que el primer fundamento de estos Ejercicios es el de ahondar vivencialmente en nuestras raíces —que son amor, porque son Dios mismo—, donde se construye nuestra consagración como buscadoras de Dios. Pues de esto se trata en esta meditación, de cimentarnos en lo que somos para vivirlo valientemente. Digo valientemente, porque nos va a costar mucho hacerlo, pero es imprescindible que lo hagamos, porque, sin ello, no podremos tener una vinculación total y auténtica con el Dios que buscamos por vocación. Podremos engañarnos con fervores sin trascendencia, pasajeros, pero nunca podremos entrar de lleno en relación con Dios, es decir, en un encuentro vital con El de forma estable y real. Sí, nunca podremos santificarnos sin llegar con nuestro amor más allá de lo que pide la naturaleza:
donde marca la gracia.

Nos lo dice Jesús revelándonos su mente acerca del amor: «Sabéis que se dijo a los antiguos: “No matarás” y “el que matare será reo de juicio”. Pero yo os digo que el que se enoje con su hermano será reo de juicio; el que llame “cretino” a su hermano será reo del Sanedrín y el que le llame “necio” será reo de la gehenna de fuego. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda> (Mt 5,21-24).

¿Está exagerando aquí Jesús? Pues, ¿cómo va a tener la misma culpabilidad matar a un hermano que enojarse con él? Y el que le llame «cretino» o «imbécil», ¿va a merecer un juicio tan severo como era el del Sanedrín? Y si le llama «necio» o «renegado», ¿será reo de la gehenna de fuego? ¿Exagera Jesús? ¡No, hermanas, no! ¡No exagera! Despojémonos de la mentalidad del Antiguo Testamento que no nos revela la plenitud de Dios, y entenderemos a Cristo. Pasémonos y entremos de lleno en la mente y raíz del ser de Dios y veremos que Jesús sólo nos está revelando el corazón de Dios, la exigencia primordial de su mentalidad divina. Dejemos que nos pase el Espíritu del reino de las tinieblas al de su luz maravillosa y pensaremos, actuaremos y hablaremos como lo hicieron los apóstoles desde que recibieron el Espíritu.

San Juan nos dice: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas» (1 Jn 2,9). Vayamos tomando nota, hermanas, que creemos que seguimos a Cristo de cerca, y quizá estemos todavía bajo el dominio de las tinieblas (Col 1,13). Tomemos nota de lo que sigue diciéndonos San Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a Los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte». Y coincidiendo con lo que Jesús nos ha dicho antes, añade: «Todo el que odia a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino posee vida eterna en sí mismo» (1 Jn 3,14-15).

¿No tiene relación este texto con el de Mt 25,3 1-46? En él, Cristo nos dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros, porque tuve hambre [...] sed [...] y me disteis de comer, de beber [...] etc. En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos [...] a mí me lo hicisteis».

Aquí se habla de vida eterna, que es la herencia de los que atendieron a Jesús en sus necesidades materiales o morales: «enfermo y me visitasteis...» Siendo esto así, ¿no podemos decir que «enojarse» con el hermano, llamarle «necio», o «renegado» es enojarse con Cristo mismo, porque «cuanto hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a mí me lo hicisteis»? Tremendo misterio del amor de Dios con sus criaturas hechas a su imagen y semejanza.

Es lo mismo que dijo Jesús a Saulo cuando éste perseguía a muerte a los cristianos: «Saulo, Saulo —le dijo—, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Tremendo misterio que sólo se llega a entender por el ancho camino del amor. ¿Quién podrá conocer las profundidades del amor divino? ¿Quién puede conocer a Dios? San Juan nos responde: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). No, no conoceremos a Dios si no amamos con un amor verdadero, «no de palabra ni con la boca, sino con obras y según verdad» (1 Jn 3,18).

Así, como nos enseña Jesús: «Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». ¡Oh, Palabras de eternidad que escucharemos cuando estemos pasando a ella! Si hemos cerrado nuestras entrañas al hermano o hermana que necesitaba nuestra ayuda, nuestra comprensión o perdón, no es extraño que Dios no quiera nuestra ofrenda. Es que le hemos ofendido a El. Sí, hermanas, no estamos en clara amistad con Dios si no lo estamos con el hermano. Más claro no nos puede hablar Dios.

Estamos en el momento, pues, de regenerarnos íntegramente. ¡Ojalá pudiera explicar la incidencia tan profunda que tienen los textos que hemos leído en nuestra necesaria regeneración y transformación! Esta meditación ha de ser el revulsivo que nos haga reconocer nuestra equivocación en la práctica del amor, y, por lo mismo, del conocimiento de Dios, si queremos retornar a la santidad de nuestro origen que nos pide nuestra vocación concepcionista. Porque lo que nos exige aquí el Señor es que comencemos a vivir la imagen regenerada de nuestra semejanza con Dios, amor, vida, gracia y perdón para todos. Digo imagen regenerada.

Y porque tenía que estar continuamente perdonándonos, instituyó, por su Hijo, el Sacramento del perdón. Dios sabía que desde el pecado original nuestra relación fraterna tendría que estar presidida por una actitud constante de perdón, ya que nuestra naturaleza desordenada estaría constantemente produciendo desórdenes, mientras no la tuviéramos sometida a la ley del Espíritu, expresándose la mayoría de las veces en la convivencia fraterna; por eso Jesús nos revela la raíz de su modo de amar diciéndonos que «si al presentar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s).

En esta perícopa Jesús nos dice claramente que valora más el amor que nuestra ofrenda, más el perdón a la hermana que nuestra alabanza, más el restablecimiento de la amistad que nuestra oración o sacrificio. Y nos está impulsando con ella a vivir la necesaria y constante actitud de comprensión y acogida de la hermana o hermanos, para establecer la vinculación con Dios, porque sólo el perdón es el que puede abrir la vía del amor al hermano y estrechar la vinculación perfecta con Dios al contactar con sus mismos sentimientos, su modo de ser y de amar.

Aunque me repita, hermanas, preguntémonos: ¿no sería falsa nuestra vinculación con Dios si la tenemos rota con los hermanos? ¿No sería falsa si no está purificado nuestro corazón de la carga del mal que supone no haber sabido perdonar de corazón a la hermana? En esta situación, Dios no puede recibir nuestra ofrenda si el rencor colapsa nuestra vinculación con Dios. Pues lo que «hacemos a uno de sus humildes hermanos se lo hacemos a El». Si Dios proclama que cada hermano o hermana es sacramento vivo de su presencia entre nosotros, ¿no deberíamos tratarnos como vasos sagrados que contienen a Dios? Vasos de tanto valor como supone la Sangre de Cristo derramada por cada uno de ellos. Con esta Sangre preciosa Jesús nos vinculó de nuevo con el Padre. Gracia tenemos para que ahora nosotras, imitándole, nos vinculemos con los hermanos con el amor y el perdón, hasta dar la vida por ellos. Es el modo de que el Padre nos asuma en el perdón otorgado a nosotras en su Hijo.

Y no nos dejemos engañar, hermanas. Dios es muy íntegro. Para que El pueda estar en nuestro corazón y desde él construir nuestra vida monástica, que tiene como meta la unión con él y transformación de nuestro ser en el suyo, hemos de asumir, con todas sus consecuencias, este nuevo modo de amarnos Dios; si no, la regeneración íntima y profunda de nuestra mente, de nuestra voluntad y de nuestro amor no sería lo íntegra y pura que debe ser para establecer el contacto sincero con la divinidad, con su amor y santidad.

Mientras mantengamos alguna actitud de rencor, estamos del lado de Satán, que es el muro que nos impide pasar al lado de Cristo, única Fuerza que puede renovar en nuestro interior la armonía, la paz y el amor original de nuestra creación sin pecado. Si no liberamos nuestro corazón del resentimiento o rencor, ¿no vemos claro, hermanas, que le hacemos difícil a Dios el contacto y vinculación perfecta con nosotras, pues que no asumimos el itinerario por El marcado, que es, repito, el único que nos regenera? Mantener el resentimiento, con plena voluntad, en nuestro corazón es dar el adiós al desarrollo de nuestra vida espiritual. Nunca conseguirá su plenitud.  Habremos fracasado en lo esencial de nuestra vocación.

Cuanto hemos dicho lo resumía Abba Nilo con estas sencillas palabras llenas de sabiduría: «Todo lo que hagas como venganza contra tu hermano que te ha herido, aparecerá al punto en tu corazón a la hora de orar». ¡Cómo no, silo que hacemos al hermano, a Cristo se lo hacemos! (Mt 25,31-46). ¿Cómo establecer la vinculación con El si nos hemos opuesto a El? Además, la venganza ha oscurecido nuestro interior y manchado nuestro corazón. ¿Cómo establecer la unión con el que es Amor y Santidad? Mientras no asumamos su espíritu, será inútil el intento de vinculación con El en la oración.

Recordemos la enseñanza del Maestro: «Deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete antes a reconciliarte con tu hermano E...] después, presenta tu ofrenda». ¿Cuándo entraremos en esta mente de Dios? Si no hay vinculación con el hermano, con la hermana, no puede haberla con Dios. Jesús nos está revelando el secreto, de nuestro avance en la oración, de nuestra configuración con El. ¿Lo aceptamos? Si no lo aceptamos con una creencia práctica, estamos rechazando al Espíritu Santo, divino santificador, que es Amor e impulsa al amor y al perdón, no al rencor.

Entendámoslo, hermanas. Nosotras somos objeto constante de perdón por parte de Dios, porque continuamente pecamos. Si El ve que no perdonamos, ¿cómo va El a unir su espíritu con el nuestro, su amistad con nuestro corazón tan alejado del suyo? Se lo hacemos imposible. Quizá sea ésta la raíz por la que no avancemos notoriamente en la santidad. Quizá sea por esto por lo que no transmitamos a Dios y su paz en nuestro comportamiento. Quizá sea por esto por lo que nos falte la alegría del espíritu. Quizá sea por esto por lo que no tengamos fervor, y, por supuesto, oración. No estamos interesándonos en cumplir su Palabra. Y esto es muy grave para quien debe vivir de ella.

Recordémosla ahora con atención. Recordémosla hablándonos del perdón de las injurias nuevamente. Dejemos que haga resonancia en nuestro corazón la parábola del siervo despiadado que no quiso perdonar a su compañero la pequeña deuda que con él tenía, sino que lo ahogaba exigiéndosela y aunque éste le rogaba arrojado a sus pies que tuviese paciencia con él, que se lo pagaría, le metió en la cárcel.

 Recordemos cómo el señor al enterarse le dijo: «Siervo malvado, te he perdonado toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte apiadado de tu compañero, como yo me apiadé de ti? Y el señor, irritado, lo entregó a los torturadores, hasta que pagase toda la deuda. Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,21-35). ¡Terrible amonestación de un Dios Padre todo bondad, que se muestra duro con los que tratan mal a los hermanos!

Tomemos conciencia honda de esta parábola. Valoremos a Dios y su Palabra para que cambiemos en nuestra conducta con los hermanos y hermanas, con todos. ¿No vernos aquí claramente cómo el Padre quiere que seamos como El, a su imagen y semejanza, y no como el siervo despiadado, de duro corazón? El quiere que nos comprendamos, que nos amemos, que nos perdonemos con amplio corazón. Y lo hace también buscando nuestro bien, porque el rencor, el resentimiento, son semilla del espíritu del mal y productores de turbación, como dije antes, de desorden y falta de paz. Y así nos hacemos daño, mucho daño.

Porque la consecuencia es la lejanía de Dios, y la que nos refiere Jesús: «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano». ¡Qué fracaso en nuestra vida espiritual, hermanas! Porque el Evangelio es la Verdad de Dios, revelación pura de su Ser, no pura metáfora. Por tanto, aquí tenemos aclarada nuestra situación con Dios. Por este pasaje y, según nuestra conciencia esté respecto del perdón, sabemos cómo está Dios con nosotras. Él es amor y perdón, ciertamente, pero nos vuelve a decir que nos perdonará como perdonemos (Mt 6,12).

 “Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará las vuestras” (Mt 6,14s). ¡Hermanas, Jesús nos avisa, nos preparamos aquí el juicio! En nuestras manos lo deja, porque será su Palabra la que nos juzgue (Jn 12,48), esa divina Palabra de la que El dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mi Palabra no pasará» (Mt 24,35); esa Palabra que nos ha hablado de amor y perdón al hermano, no de resentimiento y rencor.

Y ya sabemos, además, qué contraria es esta situación que deja anidar en el propio corazón la falta de amor, a la que nos exige nuestra espiritualidad concepcionista para alcanzar la pacificación interna y la limpieza de corazón evocadora de la paz y santidad del Paraíso. Limpieza de corazón que nos recuerda Jesús al decirnos: «Si tu ojo estuviese sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo será oscuridad» (Mt 6,22s). Pues así es aquí. Si dejamos que se establezca en nuestro interior el resentimiento, nuestra alma estará en tinieblas, expuesta a vivir en una situación constante de pecado, porque el resentimiento nos impulsará a ver mal en todo lo que haga la persona a la que no hemos perdonado de corazón, viciando por ello nuestro amor o voluntad y nuestro entendimiento hacia ella, haciéndonos caer en el error del juicio del que tanto nos advirtió Jesús (Mt 7,1-5). «Hipócrita! Quita primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para quitar la paja del ojo de tu hermano». ¡Quitemos, sí, nuestro resentimiento hacia la persona que nos ha ofendido, que ésa puede ser la viga que Jesús nos dice, y luego veremos claro, y que hay luz donde creíamos que había tinieblas en la hermana o hermano!

La siguiente parábola de corte humano nos lo aclara aún más. Escuchemos: «Un hombre perdió su capa y sospechaba del hijo de su vecino. Por eso se puso a observarlo. Efectivamente, su forma de caminar era la típica de un ladrón de capas. Las palabras que decía no podían ser más que de un ladrón de capas. Sus gestos y movimientos eran ios propios de un ladrón de capas. Pero, inesperadamente, entrando un día en casa, aquel hombre encontró su capa. Cuando al día siguiente volvió a ver al hijo de su vecino, ni su forma de caminar, ni su mirada, ni sus gestos le parecieron los de un ladrón de capas» (Agenda Vida religiosa, año 1995).

Oh, hermanas! Qué razón tiene el Señor cuando nos advierte: «Si tu ojo estuviere enfermo todo tu cuerpo será oscuridad». Sí, si nuestro corazón no perdona, nuestra interioridad estará en tinieblas, fría nuestra relación con Dios al quedar destruida nuestra vida de amor.

Porque con la desconfianza hacia la hermana o hermano a los que no hemos perdonado de corazón, habríamos colapsado la posición de conciliación que nos exige Jesús para poder «presentarle nuestra ofrenda». ¿Cómo nos la y a recibir El si el rencor fomenta la oposición, no la colaboración la enemistad, no el amor hacia la hermana o hermano que El no manda amar? ¿Cómo vamos a tener oración, intimidad co Dios, si no cumplimos su Palabra, que nos manda perdonarnos ¿Cómo?

Sí se cumplirá en cambio la suya que nos dice: «Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras». Con rencor o posición de defensa contra alguna hermana, ¿nos atreveríamos a tener oración? Inútil.
Porque nuestra interioridad estará en tinieblas, repito, desequilibrada la vida espiritual al enfriársenos el fervor; y debilitada la vida de la gracia, cobraría fuerza el pecado, y estas fuerzas negativas nos dominarían más y más cerrándonos la posibilidad de vincularnos con Dios, de tener íntima vida de oración con el Dios que nos ha «elegido».

Jesús nos lo recuerda: no podremos vincularnos íntimamente con Dios mientras «algún hermano tenga algo contra ti». No podremos. No. Y lo tendrá mientras no le demostremos un perdón completo, como perdona Dios, que restablezca la confianza y el amor, de modo que volvamos a contar con él como antes de la ofensa. Es lo que quiere Jesús: ¿Que nos costará? Sí, y mucho. Pero mucho más le costó morir a El para que lo hagamos, pues gracia y fuerza nos da para que obremos como nos enseñó. Por tanto, si no lo hacemos, arrastraremos nuestra propia frustración y desconcierto, nuestra desvinculación de los sentimientos y amor de Dios, de su amistad.

En cambio, si perdonamos a imagen y semejanza de Dios, sentiremos el gozo del Espíritu en el alma; sentiremos regenerado nuestro amor y, consecuentemente, sentiremos cómo crece Dios y la fuerza del bien en nuestro interior. Estamos dando respuesta al proyecto creador de Dios, a su modo de amarnos. Incluso nos sentiremos en armonía con toda la creación más fácilmente, porque habremos establecido en nuestro corazón la paz paradisíaca.

Esta purificación y ordenamiento de nuestro ser, que nos viene por el perdón evangélico, o ejercicio puro del amor, será el colirio para nuestros ojos que decíamos el primer día de Ejercicios, el cual nos hará caer en la cuenta de que no toda la culpa, cuando se nos ha ofendido, ha estado en el prójimo. No. Sino también en nosotros mismos. Aunque sólo sea por el hecho de no haberle amado como debiéramos, procurando llenarle de beneficios, como nuestro Padre celestial, «que hace salir el sol sobre justos e injustos y hace llover sobre buenos y malos» (Mt 5,45). Amando así, como Dios, adelantándonos a la ofensa con nuestros beneficios, ¡cuántas ofensas habríamos impedido!

Reflexionemos, reflexionemos sobre el corazón mismo del cristianismo y de nuestra consagración monástica que es el amor. Reflexionemos y veremos cuán obligadas estamos al amor y al perdón, y cuántas veces hemos fallado en ello para ser hijas de nuestro «Padre que está en el cielo», que no quiere que nos conformemos con perdones esporádicos y olvido de la ofensa recibida, sino que tengamos, además, actitud constante de perdón y de servicio, de ayuda a los hermanos. Así es la ley evangélica, aunque en la ofensa toda la culpa haya estado en el otro. Escuchemos el texto completo:

«Sabéis que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo que no resistáis al mal, antes a quien te hiera en tu mejilla derecha, vuélvele también la otra y al que te quiera llevar a juicio para quitarte la túnica déjale también el manto; al que te obligare a ir con él una milla vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda al que desea que le prestes algo. Sabéis que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os per— siguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos [...] Porque si amáis a los que os aman ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de especial? ¿No hacen eso los gentiles? Vosotros pues, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,38-48).

Grabemos fuertemente en el corazón esta enseñanza de nuestro divino Maestro, con firmeza. Porque aquí tenemos expuesto notoriamente el avance de la mente regeneradora del Evangelio hacia el amor perfecto, hacia la santidad. El Antiguo Testamento con su ley «ojo por ojo y diente por diente» nos muestra una mente ofuscada, enredada en el pecado, encorvada ante el peso negativo del mal; en cambio, la nueva ley que brota del «pero yo os digo» evangélico abre paso a una mente regenerada, a la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, que se rige, como el Padre, por el amor, por la actitud benevolente de perdón y comprensión que es la expresión más patente y fuerte del amor. ¡Como que es la esencia del Evangelio! Se dice que es lo más duro, pero es que es el retorno más auténtico a nuestras raíces sobrenaturales, que conforman nuestra existencia con el Dios que nos dio a luz. Es, por tanto, desde donde empezamos a regenerarnos. Lo demás cuesta y cuenta menos. Esto en cambio, cuesta, porque nos hace bajar al fondo de nuestro «yo», de nuestro egoísmo, para darle muerte.

Y es lo que tenemos que vivir los que profesamos seguir a Cristo muy de cerca en su vida y enseñanzas. Gran confusión será para nosotros cuando nos presentemos ante El cara a cara, si en lugar de presentar en el rostro de nuestra alma perdón, comprensión amor, entrega a nuestros hermanos, como El nos enseñó, El ve resentimientos, dureza, juicios, incomprensión. ¿Qué nos dirá el Señor? Contestémonos nosotras a la luz de la divina Palabra que hemos acabado de oír. Reflexionemos... y demos a nuestra vida el giro o cambio que necesita para vivir la imagen y semejanza de Dios que emerge del perdón del Padre a la humanidad, que es lo que tenemos que vivir ahora para ser hijas de nuestro Padre, para sintonizar con su corazón, para echar fuera del nuestro el pecado, herencia del pecado original que nos impulsa al rencor y demás males morales contra los demás. Hagámoslo, y habremos dejado en su lugar el amor, que excluye el pecado.

Para ayudarnos a regenerar así nuestra mente y corazón vamos a arrancar el mal desde ahora mismo. Otras reflexiones o pláticas se ordenan para ofrecernos materia para la meditación y consiguientes propósitos que ordenen nuestro comportamiento. Esta plática exige más. Nos pide, para haberla aprovechado muy bien, que salgamos de aquí con el corazón limpio de todo resentimiento y decididamente orientadas a vivir la actitud constante de perdón, por la gracia del Sacramento de la reconciliación, que facilita nuestra transformación o cambio al espíritu de Dios. Al espíritu que nos ha exigido Jesús al decirnos: «Si al llevar tu ofrenda ante el altar, te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda y vete a reconciliar con tu hermano ». Sólo si hacemos esto podremos continuar nuestros Ejercicios con provecho. De esta plática, vivida, va a depender el éxito espiritual de los Ejercicios.

Porque, si no conseguimos ahora mismo el paso al espíritu de Dios liberando nuestro corazón de todo resentimiento, no nos recibirá El la ofrenda, es decir, nuestro deseo de vinculación con El, de transformación en El. No nos la recibirá porque no podrá darnos la gracia para conseguirla si nos acercamos al Sacramento del perdón sin presentarle un corazón dispuesto, desatado del rencor, con propósito firme de regirse en adelante por la ley del amor y del perdón, a semejanza del Padre.

Vamos, pues, a disponernos a ello —y esto nos sirve de preparación para la confesión que hemos de hacer— recordando ahora, delante de Jesús Sacramentado, todo el proceso de nuestra vida desde nuestra infancia. Recordemos, despacio, a todas las personas que hicimos sufrir y que nos han hecho sufrir; a todas las que hicimos algún mal y nos lo hicieron, sea cual fuere.

Recordemos, como dice San Ignacio, acontecimientos, lugares, personas, que creemos negativos para nuestra vida y dejaron resentimiento en nuestro interior. Recordémoslos para perdonarlos: rechazos, incomprensiones, experiencias negativas, injurias, engaños, traiciones, calumnias, soledad, efectos de la prepotencia, etc. Todo, recordémoslo ante Jesús Sacramentado para echar de nosotras todos esos recuerdos remansados en nuestra mente haciendo pasar sobre ellos el borrador del amor y del perdón que Jesús y el Padre nos piden. Ellos quieren que acojamos en nuestro corazón y en nuestra mente, en su lugar, su espíritu reconciliador, su espíritu de amor. Es lo único que nos importa en nuestra vida, y lo más importante para construir nuestra comunidad en la paz y el amor. Pues, si no perdonamos de corazón a los que nos hicieron o hacen el mal, anidará en nuestro interior el espíritu de venganza, de autodefensa, y veremos agravios donde no los hay, propio de un corazón y una mente no sanados, no purificados. Recordemos para ayudarnos... «Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,35).

¿Cómo no vamos a perdonar, hermanas, si ponemos delante de nuestros ojos todo el mal que hemos hecho y estamos haciendo a los hermanos o hermanas? En esto es en lo que vamos a detenernos ahora. No sólo en perdonar de corazón a quienes nos han ofendido durante toda nuestra vida para expulsar de nuestro corazón el rencor, sino en tomar conciencia clara de que somos objeto de perdón [por parte] de tantas personas a quienes hemos agraviado o actualmente estamos ofendiendo, aun quizá en mayor intensidad de lo que a nosotras nos han ofendido según hemos mencionado arriba: incomprensiones, rechazos, injurias, falta de amor, etc., etc.

Examinemos delante del Señor las actitudes que mantenemos con cada una de las hermanas. ¿Las tratamos a todas igual? ¿Las acogemos a todas igual? ¿Las disculpamos a todas igual...? «Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis». Que el recuerdo de esta divina Palabra nos ayude a perdonar a unos y amar a todos.

Un modo eficaz de ayudarnos a llevar a la práctica este perdón que Jesús nos pide y de mejorar nuestro comportamiento con las personas que tratamos fríamente es recordar los beneficios o favores que estas personas nos han hecho. Además de los servicios prestados diariamente, ¿no se debe a ellas nuestra madurez personal y espiritual? Reflexionemos sus virtudes ante el Señor, El las conoce, aunque para nosotras pasen desapercibidas.

 Arrojemos de nuestra mente y de nuestro corazón todo lo negativo, para que en su lugar entren las fuerzas positivas del amor. Es lo único que nos importa. Lo demás..., aun los acontecimientos negativos, nada son y para nada valen. Para nada, sino de obstáculo para entrar en el espíritu y vida de amor de Dios, que esto sí que nos interesa y vale.

Por tanto, mirando a Cristo en el Sagrario, vayamos ofreciéndoles el perdón a unas, y a otras el amor. Vayamos abrazándolas una a una con ci amor que Jesús nos pide y que el Padre nos manifiesta perdonando al administrador infiel, al hijo pródigo, y como nos perdona a cada una de nosotras día tras día, momento tras momento.

Y hagámoslo como Jesús perdonó a los que lo mataban... totalmente, universalmente, disculpando, amando, orando, restableciendo por completo la confianza y el amor, volviendo a contar con ellas en nuestros proyectos comunitarios y aun personales, como nos enseña el Señor; con prudencia en algunos casos, teniendo en cuenta su ineptitud en unas o desacertados consejos en otras, que volverían a producir los mismos daños en nosotras, pero con un amor que restablezca la confianza y el amor hacia ellas, repito, como si nos hubiesen hecho mucho bien y ninguna ofensa.

Hoy es el día de acercarnos al Sacramento de la Reconciliación para unir perdones. El que Dios nos ofrece perdonando nuestros pecados, y el que nosotras ofrecemos a Dios, perdonando a todas las personas que nos han ofendido. Y cuando nos confesemos, hagamos la intención de que la misma absolución del Sacerdote que nos perdona en nombre de Dios acoja también nuestro perdón a los demás, para que tenga más eficacia, y así salgamos del confesionario transformadas con la fuerza de la gracia sacramental.

Si no podemos confesar hoy, unamos al perdón que ya hemos ofrecido a cuantas personas nos han ofendido el deseo de que este perdón nuestro se una a la primera absolución sacramental que recibamos. Digámoselo así al Padre, a Jesús y al divino Santificador, con toda el alma. La persona que perdona porque agradece a Dios su perdón, y a quien le ha agraviado los beneficios que también ha recibido de ella, está visitada por la gracia de Dios.

A este respecto, quiero recordaros la llamada que nos hizo Jesús el primer día de Ejercicios. Nos dijo: «Mira que estoy a tu puerta llamando, si me abres —si perdonamos echando de nosotras el rencor— entraré en tu casa, y cenaré contigo y tú conmigo». Es decir, se establecerá nuestra vinculación con Dios, amistosa, la amistad original, y como a esposas verdaderas nos dirá: «Te sentaré conmigo en mi trono, como yo, que vencí también y me he sentado en el trono de mi Padre».
Sí, hermanas, Jesús venció. Y venció porque perdonó.

Con este ejemplo y este premio, ¿quién no perdonará a quien le haya ofendido? ¡Duras de corazón seremos e indignas de Dios si no lo hacemos generosamente! ¡Con todo el corazón, con toda el alma! Jesús sabe que esto es nuestra felicidad, por eso desea tanto que lo hagamos. Es porque nos desea. Porque desea estrechar nuestra vinculación y unión con El. Y nos está mostrando el camino. No le despreciemos, que eso sería nuestra destrucción. Hagamos un breve silencio y... respondámosle... ¡Dios nos habita!

Y, suponiendo que nos hemos rendido a tan soberano amor perdonando totalmente a todas las personas que nos hayan herido, celebrémoslo con gozo dando gracias al Señor por su misericordia, por la gracia que nos ha dado para hacerlo. Digamos en el interior del alma: «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24), porque hemos convertido el mal que teníamos en el corazón en bien. Hemos recuperado nuestro amor y la vinculación que teníamos con nuestras raíces, y la gracia de Dios nos habita.

De este modo hemos garantizado el fruto de los Ejercicios. Hemos cumplido la primera condición que nos ha puesto el Señor para establecer la vinculación transformadora, íntegra, con El y con el hermano, y podremos ya «ofrecerle nuestra ofrenda». Hoy podremos entender también el heroísmo de nuestra Madre Santa Beatriz, que perdonó de corazón a quien intentó matarla. Así se llega a la santidad, hermanas, no de otro modo.

Demos gracias a Dios, y pidámosle por intercesión de nuestra Madre Inmaculada y de nuestro Padre San José, de santa Teresa Jornet que nos ayuden a mantener la actitud constante de perdón para perdonar siempre, «hasta setenta veces siete» (Mt 18,22).

Recordamos una vez más, y así terminamos: «Si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23s). Que así nos haga el Señor humildes, humildes de corazón por la gloria de su Nombre, para que aprendamos a perdonar, y a pedir perdón a quien ofendamos. Que así sea. Amén.

 

 

OTRA MEDITACIÓN

 

III
PRESENCIA DEL DESORDEN EN NUESTRA VIDA

(Esta meditación no está corregida ni aumentada, sino tal cual fue dada)

 
Esta mañana reflexionábamos la sublimidad de nuestras raíces, de las que brota nuestra vocación como hijas de Dios, que - es transmitir con nuestro comportamiento la imagen y semejanza de Dios, la santidad, y su amor, con los que El marcó nuestro  espíritu infundido por El mismo al crearnos.

Esta tarde estudiaremos los movimientos, reacciones y tendencia desordenadas que anidan en nuestro interior para ordenarlas, pues son la fuerza negativa que nos empuja a los pecados personales.

No vamos a tratar directamente de la existencia del pecado. Eso ya lo sabemos. Ni tampoco trataremos de la tentación que provoco el pecado original, causa de la degeneracion del hombre. Porque la tenemos descrita en el capítulo de la Conversión en la  subida al Monte de la Concepción.

Teniendo, pues, muy en cuenta la gracia que se nos dio en nuestra creación, vamos a tratar del mal que nos hizo el pecado, de los efectos que causó en Adán y causan en nosotras los personales, para que, conociéndolos, los aborrezcamos y trabajemos por soltarnos de ellos, a fin de retornar eficazmente a Dios, Principio de nuestra existencia, vinculándonos a las fuerzas positivas que recibimos de El.
El primer efecto, origen de otros, que causó el pecado en Adán es el mismo que siguen causando en nosotros los pecados personales:


1º.Desordenó en Adán, y desordena en nosotras, el ser que Dios nos dio a su imagen y semejanza.

2.° Cegó el entendimiento a Adán, y nos lo ciega a nosotras para conocer a Dios.

3º.Desvinculé de Dios a Adán (Gén 3,24), y nos desvincula a nosotras, haciéndonos perder su gracia y amistad, su conocimiento y amor.

4.° Introdujo a Adán en el reino de la mentira, que es Satán, y nos introduce a nosotras a medida de la vida pecaminosa que llevemos.


Consecuentemente puso a Adán en rebelión contra Dios, y nos pone a nosotras contra nuestra vocación a la santidad. Contra la elección divina a ser posesión de Dios. Que es contra su amor y ternura divina hacia nosotras. Sí, hermanas, nuestras faltas consentidas, nuestras infidelidades nos hacen vivir en constante rechazo del Dios que nos constituyó seres vivientes (Dt 32,5-18) y que nos ha llamado a la santidad en la vida monástica. Porque ellas nos impiden el acercamiento a Dios, ciegan nuestro entendimiento para conocer la hermosura de la gracia santificante, su valor, y debilitan nuestra voluntad para desear a Dios, para amarle sobre todas las cosas, y así nace en nosotras la falta de vida espiritual, nuestro fracaso.

Esta carga del mal destructora de nuestro ser espiritual persiste en nosotras a pesar del bautismo. Persiste. Y reclama nuestro esfuerzo para descargarnos de ella. La gracia para hacerlo la tenemos, porque quien libró a nuestra Madre Inmaculada del pecado original nos libra a nosotras de caer en los personales. Nos lo dice San Pablo: «Antes estabais vosotros alejados de Dios y erais enemigos suyos por la mentalidad que engendraban vuestras malas acciones, ahora, en cambio, gracias a la muerte de Cristo [...] Dios os ha reconciliado para haceros santos y sin reproche en su presencia» (Col 1,21s).

¡Cuánto debe pesar en nuestra conciencia esta Palabra de Dios! ¡Cuánto! Para ordenarnos, aunque nuestro «yo» desordenado nos enfríe el fervor. ¡Cuánto! Para volver al verdadero amor y conocimiento de Dios, al verdadero fervor, apartándonos del mal. Hemos de cambiar, sí, de modo de pensar, del que nos transmite el pecado. Hemos de seguir el modo de pensar de Cristo, seguir sus enseñanzas, porque Cristo es el que llena nuestra vida del sentido de Dios y regenera nuestro ser, enfervoriza nuestro corazón. Sólo Cristo, su fuerza redentora, puede desatarnos del pecado y llevarnos a la santidad.

Recordemos cómo nos ha amado el Padre, qué ha hecho para que retornemos a El. Entregó a su Hijo a la muerte para borrar las huellas de nuestro pecado y para que seamos santas. Porque su amor es eterno. Y aunque nos apartamos de El, no fue suficiente el pecado para cambiar su designio de amor sobre nosotras. No, hermanas, no lo cambió, no. El Padre nos amó y «nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo» (Ef 1,4) y este amor y el deseo de que seamos conforme a la imagen de su Hijo (Rom 8,29) jamás tendrá fin. «Nos predestiné a ser sus hijos por amor» (Ef 1,5) y esta predestinación jamás tendrá fin, «porque su misericordia y su amor no tienen fin» (Sal 135).

Este conocimiento de Dios, esta revelación de su ser y de su amor divino, de su fidelidad, ha de disipar el desconocimiento en el que nos dejó el pecado; ha de ordenar en nosotras lo que desordenó el pecado; ha de vincularnos estrechamente con el Autor de nuestra existencia: Dios; ha de hacernos pasar definitiva y eficazmente a su reino de santidad. Porque para esto «nos ha sacado el Padre del dominio de las tinieblas [Satán, el pecado] y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» (Col 1,12s), para que seamos santas. Creerlo eficazmente es la respuesta adecuada a su designio de salvación. Creerlo sin comprometernos seriamente en la santidad es dejarnos arrastrar por una fe mediocre que debilita nuestras fuerzas de correspondencia al amor eterno, inacabable, benigno de Dios.

Hermanas, hemos de tomarnos estas revelaciones divinas muy en serio, y para esto vivir. Hora es de que lo hagamos. No tenemos derecho a pecar. Nuestra vida es de Dios, y para Dios hade ser. Su bondad inefable, su eterno deseo de que volvamos a El por una vida de consagración total, ha de ser atendido íntegramente, como El lo hizo, que entregó a su Hijo a la muerte para que retornemos a ser como El nos hizo, seres vinculados a El, a su espíritu de santidad, abismados en sus divinas perfecciones, llenos de amor hacia El, no hacia la vacuidad de lo terreno.

En esto hemos de emplear nuestro tiempo y esfuerzo, en entregar nuestras vidas al Séñor íntegramente, no en andar enredadas en el propio desorden y egoísmo. Porque el conocimiento que ya tenemos de Dios no es para que perdamos el tiempo, sino ¡ para que renovemos nuestra mente y nuestro corazón hasta llevarlos ala más pura vivencia del amor perfecto, que es donde nos espera El. Ahí, ahí, en la contemplación de su amor eterno, que disipará el enfriamiento del nuestro, impulsándonos a llevarlo a su máxima potencia, como es la transformación de todo nuestro ser en el suyo, es donde nos espera El, para hacernos amor como l El es, santidad como El es.

No habría que reflexionar más para desvinculamos definitivamente del desorden que nos atenaza interiormente. Porque el amor eterno de Dios hacia nosotras y lo que ha hecho para que retornemos a El es la razón más poderosa para potenciar la conducción de nuestro amor hacia El, hacia la santidad exclusivamente.
Pero porque somos «de dura cerviz» (Dt 9,13), o tenemos encallecido el corazón y teniendo ojos no vemos y teniendo oídos no oímos (Mc 8,17s), vamos a considerar otro efecto que causa el pecado en nosotras, a ver si así se nos abren los ojos para ver el mal funesto que nos hacemos cuando nos enredamos en él.

Antes hemos visto cómo el pecado desordena el ser que Dios nos dio; ciega nuestro entendimiento para conocerle y amarle; lo desvincula de El; nos introduce en el reino de Satanás y, lógicamente, nos pone en rebelión contra Dios. ¿Resultado? ¡La destrucción de nuestro ser! ¡Carne inmunda!, nos dice la Palabra de Dios (Ez 4,14). Y Jesús añade: «Sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia [...] llenos de hipocresía y de iniquidad» (Mt 23,27s).

Sí, hermanas, el pecado, cualquiera que sea, es muerte. Veámoslo, si no. Cuando se enciende nuestra soberbia, nuestro egoísmo, ¿qué producimos?: «Impureza, enemistades, disputas, celos, iras, divisiones, envidias, rivalidades», etc. (Gál 5,19-21). ¿No es esto muerte, destrucción del ser que Dios nos dio y, por lo mismo, no nos convertimos en sepulcros de nosotras mismas? ¿Verdad que cuando pecamos quedamos ciegas, incapacitadas para disfrutar con clara conciencia de que somos imagen de Dios? Es que hemos matado esa imagen de Dios en nosotras. ¡Oh, cómo desconocemos la gravedad intrínseca del pecado! Entregarnos a él es desconocerle. Sí. Entregarnos a él es desconocer la fuerza del mal que nos ciega, que debilita las fuerzas del bien que Dios nos dio, dejándonos convertidas en cadáveres, sin vida divina.

¡Hermanas, el pecado nunca ve el mal donde está! ¿Es bueno el adulterio, el aborto, el crimen? Pues nuestra sociedad lo justifica. ¿No nos pasa eso mismo a nosotras cuando justificamos o nos conformamos con nuestra vida mediocre?
Sí, hermanas, sí, nuestras apetencias desordenadas, nuestra inercia por la santidad contaminan nuestro corazón y transmitimos mediocridad, falta de fervor, inercia. ¡Qué gran mal! Y no lo vemos. No vemos que estamos vaciándonos de Dios, y vaciando a las que nos rodean.

¿Más claro, hermanas? Dios es vida y santidad, y somos vida y santidad para los demás vinculándonos a El, pero somos muerte y transmitimos muerte si nos vinculamos al desorden, al mal, a la tibieza. Dios es amor, pero desgajadas de El somos egoísmo, rencor, venganza, destrucción. Dios es la Verdad, pero nos convertimos en mentira siempre que nos vinculamos a Satanás, al pecado. Y sabiéndolo, ¿cómo no nos despegamos de ese lastre de muerte? ¿Cómo no odiamos el pecado? ¿Es que preferimos vivir vinculadas al reino de Satanás, que es el de la soberbia, el del egoísmo, el de la prepotencia, el del mal? ¿Cómo no huimos de la mediocridad? Recordemos la primera reflexión: «Conozco tu conducta [...] puesto que eres tibio [...] voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3,15s) ¿Cómo no preferimos que nos diga: «Al vencedor le daré el sentarse conmigo en mi trono, igual que yo, que he vencido, me he sentado con mi Padre en su trono» (Ap 3,21s)?

Renovemos, renovemos nuestra mente y nuestro corazón, hermanas. Dejemos el mal, y entremos en la fuerza del bien, en la de la santidad, en la de Cristo, odiando y alejándonos de todo lo que apague el fervor primero de nuestra entrega al Señor. Retornemos a su amor, al amor primero, cuando dejando todo atrás le seguimos. No nos dejemos ahora manipular por el mal. Vinculémonos fuertemente a la vida del espíritu, no a la de la carne, que nos ciega para no ver su mal. No a la de nuestros deseos desordenados. De estos, sintámonos extrañas. De Dios, del espíritu y de la santidad sintámonos amigas, muy amigas.

Y, hermanas, hagámoslo ya desde este momento, en el que hemos descubierto más hondamente que hemos nacido de Dios para la santidad, y ahora pertenecemos a Cristo, no al pecado, ¿por qué permanecer en él? Nos lo dice San Pablo: «Quien está en Cristo [y nosotras estamos por nuestra consagración, hermanas] es una criatura nueva, lo viejo ya pasó, y apareció lo nuevo» (2 Cor 5,17). ¿Qué nos impide vivirlo? ¿El pecado? Pasémonos ya con la fuerza de la gracia, con el corazón, con la mente y con el deseo, a lo nuevo. Aborrezcamos el pecado. Démosle la espalda. Desliguémonos de él y vinculémonos con Dios, «que nos reconcilió con El por medio de Cristo, su Hijo, no imputándonos nuestros pecados» (2 Cor 5,18s), sino perdonándonos para que seamos criaturas nuevas, para que seamos suyas, para que vivamos en el espíritu, no en el pecado, en el amor, no en el egoísmo. Porque, nos insiste San Pedro: «Hemos sido regenerados, no de semilla viciada, sino incorruptible, la palabra viva y eterna de Dios» (1 Pe 1,22s). Pues si hemos sido regeneradas, hermanas, si la fuerza redentora que preservó a la Virgen del pecado original, repito, nos preserva a nosotras de caer en los personales, ¡entremos ya de una vez para siempre en la fuerza de la santidad, en la regeneración de la mente y del amor! ¡Dejemos el pecado que nos destruye y hagamos crecer en nosotras la virtud, la santidad, la humildad, el amor!

¿Cómo? Seamos inteligentes. Ya lo hemos dicho, hermanas. Si en nuestra mente damos cabida al pecado, contaminamos el corazón, y, consecuentemente, nuestras obras serán malas. Un ejemplo. Si pensamos mal de una persona, estos pensamientos han contaminado nuestro corazón y, consecuentemente, hablaremos mal de ella, obraremos mal con ella. En cambio, si nos esforzamos en desterrar de nuestra mente los juicios o pensamientos contra esa persona, nuestro corazón quedará purificado y obraremos bien con ella. Es que ha vencido Dios en nuestra mente y en nuestro corazón. Así en las demás virtudes enfrentadas al pecado. Y también nos iremos desatando del pecado cuantos más actos contrarios a él hagamos.

Porque, hermanas, la virtud crece con la virtud, el vicio con el vicio. La tibieza genera tibieza, el fervor, más encendido fervor. El amor crece amando, en cambio muere saciando egoísmos. La disipación debilita el espíritu, el recogimiento interior lo fortalece. El dominio propio construye, los gustos y apetencias desordenadas nos destruyen. Poca oración nos aboca al pecado, en cambio la vida interior debilita nuestra afición al mal. Si luchamos contra el pecado, éste irá perdiendo fuerza en nosotras y quedaremos libres de su esclavitud. Si nos esforzamos en practicar la virtud, su fuerza irá dominando nuestro espíritu, y llegaremos a encontrar deleite en practicarla.

Entenderemos y experimentaremos los beneficios que comporra una vida en el espíritu, una vida vinculada a las profundidades de Dios, a nuestras raíces santas. Nadaremos en su amor, en su paz, en la alegría del espíritu, en la armonía, serenidad, equilibrio y plenitud de nuestro ser, y el deleite y dones del Espíritu Santo serán la paga a los esfuerzos que hayamos hecho por vivir en Dios, no en el pecado.

Hermanas, pasémonos ya al bando contrario del «yo» desordenado y nos encontraremos en el ámbito del «yo» de Dios, en el de la santidad, en el del amor. Habremos ensanchado nuestro amor, amando, y agotado nuestro egoísmo cercenándolo. Desde aquí veremos las cosas con la luz de Dios y nos situaremos en la verdad.

Y veremos claramente que cuando nos turbamos porque las cosas no nos salen como pensamos, o porque no encontramos comprensión o apoyo en nuestros criterios, es porque el mal está en nuestro egoísmo no satisfecho, no en las demás personas. Lo mismo cuando no aceptamos la obediencia, la humillación, cuando no nos sentimos correspondidas en el amor fraterno, si perdemos la paz, si nos amargamos, veremos con claridad que la culpa está en nuestra soberbia no satisfecha.

¡Basta ya, hermanas, de vivir destruyéndonos! ¡Basta ya! Si no encontramos comprensión, o si las cosas no nos salen como queremos, no escuchemos el propio egoísmo, aquietémoslo, correspondamos con amor y tendremos paz, interiormente quedaremos más satisfechas que si se hubiese cumplido nuestro plan o si hubiésemos encontrado la acogida deseada, porque se crece amando, se vive en Dios renunciándonos. Nos construiremos, donándonos.

¿No nos enseñó así Cristo? ¿Encontró El amor en los hombres para morir por ellos? ¿Qué encontró de alentador en nosotras para elegimos? ¿Lo hizo porque lo merecíamos, o porque nos amó? ¡Esta, hermanas, es nuestra razón de vivir, de amar! ¡Cristo! En la Cruz aprendemos que el manantial del amor es el sacrificio; que el ámbito de la paz es la renuncia.

¿Por qué no actuamos así? ¿Por qué, si podemos? El mismo Señor nos lo dice: «El pecado está a las puertas de tu casa. Su acoso es contra ti, mas tú puedes vencerlo» (Gén 4,7). ¿Es que, como Caín, preferimos vivir malhumoradas, amargadas, insatisfechas, estancadas en el mal, por no renunciar al mundo de nuestros deseos desordenados, de nuestro egoísmo?

Hermanas, estamos haciendo los Ejercicios para renovarnos, para purificar nuestra mente y nuestro corazón, sacarlos del pecado, de la mentira, y establecerlos en la realidad más honda de nuestras raíces. Porque «Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino sagrada» (1 Tes 4,7). Por ello, vuelve a decirnos San Pablo, que nos consideremos muertos al pecado —pues no le pertenecemos—, y sí «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,11), pues «la herencia del pecado es la muerte, y la paga de la santidad, del puro amor, es una vida en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 6,22s). «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcamos a nuestras concupiscencias» (Rom 6,12).

No, hermanas, el pecado no, la virtud, sí. Porque, ¿qué frutos lográbamos con los pecados? Aquéllos de que ahora, después de que conocemos a Dios, nos avergonzamos, porque su fin es la muerte (Rom 6,21). Terminemos de una vez para siempre con el mundo de nuestros deseos desordenados, y pongamos en su lugar deseos de Dios. Terminemos con el mundo de nuestras justificaciones y vinculémonos a la justificación divina. Sí, hermanas, porque cuando nos justificamos del mal que hacemos estamos defendiendo el pecado, el mal que anida en nosotras, no estamos viviendo la gracia divina, estamos maltratándola. Experiencia de ello tenemos cada una de nosotras de que, cuando la conciencia nos acusa de lo que se nos imputa, nuestro mismo pecado sale en defensa propia, aun violentamente. Cuando esto hacemos, ¿estamos en el ámbito de Dios o de Satanás?

Recordemos el episodio de Génesis 3,12-13. Allí todo son disculpas, justificaciones. Adán culpa a Eva del pecado cometido, Eva a la serpiente. Es su conciencia de culpabilidad, su mismo pecado el que sale en defensa propia. ¿Nos construye esto? ¿Por qué actuar así? Los santos no buscan justificaciones a sus errores por pequeños que sean, sino reconocimiento de la culpa, conversión. ¿Por qué? Porque ya sólo son recintos abiertos a Dios, al amor, a la santidad. Y aunque se les imputen culpas no cometidas quedan en la paz, su descanso y justificación es Dios. Se han desatado del pecado y Dios domina su mente y su corazón.

Miremos, hermanas, si la raíz del mal está en la defensa de nuestro pecado, porque, mientras lo defendamos, defendamos nuestro egoísmo o soberbia, etc., etc., nunca nos desataremos de él. Nunca. Nos dominará. Y habremos cerrado la puerta a la santidad. Habremos fracasado. Permaneceremos estancadas en el mal,
en el error, en la mentira. Nunca tendremos paz y alegría interior. No reine, pues, el pecado en nosotras.

No, hermanas. No reinen nuestras concupiscencias nuestro egoísmo, sino el amor, la virtud. Ya veis. Es como una orden que nos intima San Pablo. Una orden que pudiéramos cumplir. Y ya lo creo que la podemos cumplir, porque «Dios nos ha elegido para ser santas en su presencia, por amor» (Ef. 1,4). Y esta elección jamás tendrá fin, y la gracia para llegar a la santidad jamás se agotará. Sólo falta que cooperemos con ella. Por tanto, mantenernos en el pecado o pasarnos a una vida de virtud es ya una opción por nuestra parte.

Sí, hermanas, es una elección vincularnos a la santidad o mantenernos en una vida mediocre: estrecharnos con nuestra raíz santa, con Dios, mediante una vida de fervor, o alejarnos de El por la inercia. Es una opción personal; que libres nos hizo Dios para elegir. Y libre y responsablemente hemos de elegir el modo de vivir nuestra realidad monástica. Partiendo de que tenemos vocación, todas nosotras ingresamos en el Monasterio impulsadas por la gracia divina de elección que nos comprometía a una forma de vida concreta, a la que respondimos libremente.

Si esta divina elección no nos aparta de vivir nuestros caprichos y tendencias inmortificadas, preguntémonos: ¿hemos elegido responsable- mente las exigencias de nuestra vocación como Dios se merece? Si no hemos ¿optado libre y enérgicamente por la santidad, implícitamente hemos optado por vivir en la mediocridad, que es el fracaso de nuestra vida monástica. Y así, ¿servirá para algo nuestra estancia en el Monasterio? Continuaremos toda nuestra vida con los mismos vicios y desorden que teníamos antes de ingresar en el Monasterio, y la gracia de elección quedará frustrada, y con ella nosotras.

Y de nada nos servirá buscar justificaciones a nuestra falta de oración, a nuestras desobediencias, a nuestra soberbia, a la ausencia de humildad, a nuestro escaso amor fraterno, a nuestra carencia de mansedumbre y vida interior, de nada nos servirá, porque la realidad que permanece en nosotras con fuerza, por encima de nuestras justificaciones, es la elección que Dios ha hecho de nosotras a una vida de santidad que pesará sobre nuestra conciencia de entrega libre y responsable a ella.

Por ello, repito, mantenernos en la tibieza no es ya una consecuencia de la carga negativa que inoculó en nuestro ser el pecado original, sino una elección. Una cooperación constante, consciente y responsable contra la elección de Dios. Pues que el muro que nos separa de la virtud está ya por tierra. Lo derribó Cristo. Su gracia ha desbloqueado nuestra capacidad de abrirnos a Dios, a la santidad. Sólo nos queda elegir entre quedarnos en el desorden o pasarnos al ejercicio de la virtud, a la vivencia responsable de nuestras obligaciones monásticas, que siempre es vivencia del amor con toda la renuncia que esto supone, a donde nos llama la voz del Amado, su elección divina, su gracia.

Pensémoslo, hermanas, que para esto son estos días de gracia. Si elegimos seguir como estamos, en la mediocridad, nuestro «yo» desordenado tomará el control de nuestros actos, y esto constituirá nuestro fracaso espiritual. Lo hemos repetido varias veces, mantenernos frías en el ejercicio de las virtudes es la destrucción de nuestra vida espiritual y monástica. Optar por la santidad con la renuncia a nuestras concupiscencias y deseos desordenados que esto supone nos conducirá al ordenamiento de nuestro ser, a vivir nuestra imagen y semejanza de Dios. Y el premio será la paz, será nuestra deificación, nuestra íntima vivencia de Dios, nuestra plenitud espiritual y personal.

Decidamos ya nuestra conversión radical por una elección firme hacia la santidad. No pretendamos tener a un mismo tiempo en nuestro corazón a Jesucristo y los deseos y aficiones de este mundo. No lo pretendamos porque es imposible, o Jesucristo o los apegos y aficiones de este mundo. Hagamos elección, y quedémonos con una cosa. Sólo una. Las dos, no. Así de claro. Como lo hicieron los santos. Ellos tuvieron que enfrentarse con su realidad desordenada, con sus tendencias pecaminosas, con las mismas dificultades que nosotras, pero lucharon en su opción por Cristo y, con la gracia divina, vencieron, orientaron las fuerzas de sus pasiones hacia Dios, y llegaron a amarle con pasión, sobre toda afición.

Es la consecuencia de haber conocido a Cristo y de haber sido elegidas por El. San Pablo nos lo recuerda: «No entreguéis vues¡ tros miembros como arma de injusticia al pecado, sino entregaos vosotros a Dios como resucitados de entre los muertos y vuestros miembros como armas de justicia a Dios, pues el pecado no tendrá dominio sobre vosotros» (Rom 6,13s). ¡Qué esperanza, hermanas! No tendrá dominio sobre nosotras, si hemos elegido con integridad de corazón a Dios. ¿Por qué no vivimos ya así? ¿Qué nos falta? ¿Qué nos detiene? Necias seremos si no hacemos una elección decidida, firme, por la santidad, por el regreso al Dios que nos dio a luz, y que nos amó hasta entregarse a la muerte de Cruz.

Hagámosla. Dios lo desea, lo espera. Nuestra Madre Inmaculada ya cuenta con ello. La Iglesia lo necesita para acercar a Dios a esta humanidad que está de espaldas a su amor y gracia divina. ¡Qué responsabilidad, hermanas! ¡Hagámoslo como lo hizo nuestra Madre Santa Beatriz, con su entereza y radicalidad, y comencemos hoy a ser santas! Que así sea. Y que la protección de nuestra Madre Inmaculada, de nuestro Padre San José, nos conforten en la subida al Monte santo de la Concepción. Así sea.

 

 

VÍSPERAS: LA PRIMERA ORACIÓN EUCARÍSTICA QUE ESCRIBÍ EN MI CUADERNO DE PASTAS GRISES

 

Texto de Juan Pablo II en la NMI:

 

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Recuerdo como si fuera hoy mismo la primera «Eucarística» --vivencia eucarística--, que escribí junto al Sagrario de mi primer destino apostólico hace ya casi cincuenta años, porque me ordené en junio del 1960 y, si Dios quiere, haré mis bodas de oro sacerdotales en junio del 2010.

La escribí en la primera página de un cuaderno de pastas grises y folios a cuadritos, que, junto al Breviario, me lo llevaba siempre a la iglesia, en los primeros años de mi sacerdocio, porque así me lo habían enseñado --contemplata aliis tradere--. Y ahora te la voy a exponer tal y como la tengo escrita:

«Señor, Tú sabías que serían muchos los que no creerían  en Ti, Tú sabías que muchos no te seguirían ni te amarían en este sacramento, Tú sabías que muchos no tendrían hambre  de tu pan ni de tu amor ni de tu presencia eucarística, Tú sabías que el Sagrario sería un trasto más de la iglesia, al que se le ponen flores y se le adorna algunos días de fiesta... Tú lo sabías todo... y, sin embargo, te quedaste;  te quedaste para siempre en el pan consagrado, como amor inmolado por todos, como comida de amor para todos,  como presencia de  amistad ofrecida  a tus sacerdotes, a tus seguidores, a todos los hombres... Gracias, Señor, qué bueno eres, cuánto nos amas... verdaderamente nos amaste hasta el extremo, hasta el extremo de tus fuerzas y amor, hasta el extremo del tiempo, del olvido y de todo.

Muchas veces te digo: Señor, si Tú sabías de nuestras rutinas y faltas de amor, de  nuestros abandonos y faltas de correspondencia y, a pesar de todo, te quedaste, entonces, Señor, no mereces compasión, porque Tú lo sabías, Tú lo sabías todo, y, sin embargo,  te quedaste. ¡Qué emoción siento, Señor, al contemplarte en cada Sagrario, siempre con el mismo amor, la misma entrega...eso sí que es amar hasta el extremo de todo y del todo! Qué bueno eres, Jesucristo amado, cuánto nos quieres, Tú sí que amas de verdad, nosotros no entendemos de las locuras de tu amor, nosotros somos más calculadores,  nosotros somos limitados en todo.

Señor, por qué me amas tanto, por qué me buscas tanto, por qué te humillas tanto, por qué te rebajas tanto,  hasta hacerte no solo hombre sino una cosa, un poco de pan por mí, Señor, pero qué puedo darte yo que Tú no tengas, qué puede darte el hombre, si Tú eres Dios, si Tú lo tienes todo; no me entra en la cabeza, no encuentro respuesta, no lo comprendo, Señor, sólo hay una explicación: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Nos amaste hasta el extremo, cuando en el seno de la Santísima Trinidad te ofreciste al Padre por nosotros: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad” y la cumpliste   en la Última Cena, anticipando tu pasión y muerte por nosotros, cuando temblando de emoción, con el pan en las manos, te entregaste en sacrificio y comida y presencia permanente por todos:“Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre...”.

En tu corazón eucarístico está vivo ahora y presente todo este amor, toda esta entrega, toda esta emoción, ¡la he sentido muchas veces!,  la ofrenda de tu vida al Padre y a los hombres, que te llevó a la Encarnación, a la pasión, muerte y resurrección, para que todos tuviéramos la vida nueva del resucitado y entrar así con Él  en el círculo del amor trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;  y también para que nunca dudásemos de la verdad de tu amor y de tu entrega. Gracias, gracias, muchas gracias, Señor, átame, átanos para siempre a tu amor, a tu Eucaristía, a la sombra de tu Sagrario, para que comprendamos y correspondamos a la locura de tu amor».

 

 

MEDITACIÓN DE LA MAÑANA: 10,30

 

OTRA MEDITACIÓN DE MAÑANA O TARDE

 

DESDE LA ORACIÓN PERMANENTE CONVERTIRSE AL AMOR  DE CRISTO PERMANENTE ENTRE LAS HERMANITAS Y ANCIANOS.

 

En esta meditación vamos a tratar de examinar y purificar nuestro amor en lo que tiene de ajeno al de Dios, para reforzar nuestra propia identidad espiritual nacida del Amor que nos dio a luz, y ordenarlo en nuestras relaciones comunitarias. Hemos estado hablando constantemente del amor como se habla de la propia vida, porque vida y amor se unen, pero en esta plática vamos a concretarlo en la vivencia del amor fraterno, el peculiar de la vida comunitaria y religiosa. Nuestra Congregación es fundamentalmente una Comunidad del amor de Dios y de su santidad. La Comunidad de la nueva creación que deja a un lado el propio egoísmo, fruto del viejo pecado, para «acoger» con amor limpio a cuantas Hermanas Dios congregue en nuestra Comunidad evangélica y apostólica en servicio de los ancianos. Esto bien vivido origina amor, comunión.

Por ello vamos a cimentar nuestro amor en la única razón de amar, en Dios. San Juan nos dice: «En cuanto a nosotros, amémonos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Esta es la razón, que Dios nos ama a cada una de nosotras. En cada una y en todas reside el amor eterno de Dios. De aquí que la vida de caridad fraterna es una de las realidades más vivas y eficaces para conseguir la intimidad con Dios. El amor a las Hermanitas, porque Él las ama, nos lleva a Dios, manifiesta a Dios y nos hace participarle. En cambio, la falta de caridad con las Hermanas nos aleja de Dios, hiere a Dios y nos hace ajenas a Dios. No lo expresamos.

Amando como el Padre y Cristo nos amó, sabremos vencer y sobrenaturalizar todas las dificultades que se nos presenten en el ejercicio del amor fraterno. Y tanto más puro y perfecto será el amor a las Hermanitas, cuanto más intenso sea el que tenemos a Dios. Porque no basta amarnos cuando mostramos lo que somos, imagen y semejanza de Dios en nuestra conducta, sino cuando aparecen en nuestro comportamiento las propias debilidades. El Padre y Cristo nos amaron siendo nosotros pecadores, nos dice San Pablo; por ello hemos de amar a los que nos hacen bien y a los que nos hacen mal. Hemos de amar a todos, porque, repito, Dios nos amó primero a nosotras y a esas personas que nos cuesta amar.

Para alcanzar la altura de este amor, de ese amor suyo que amó y oró por los que le mataban, es necesario e imprescindible tener muy apagado el egoísmo, el amor propio, que es cuando alcanzamos la altura del amor de Dios, para que en nuestra interioridad esté dando vida este amor divino a la armonía y bondad, a la «acogida» fraterna que mencionan nuestros Estatutos.

Si esto lo procuramos como hemos reflexionado en las pasadas meditaciones, entonces sí podremos amar en ocasiones difíciles, porque nuestro corazón estará en paz, transformado, lleno de Dios. Y en lugar de sentir debilidad, sentiremos fortaleza, seguridad de que lo que nos rodea está sometido a la fuerza de Dios, que es Amor.

Así le sucedió a Jesús en la Cruz que no sintió enojo ni cobardía ante tanto mal como le rodeaba, sino que como era más potente la paz y el amor de que estaba lleno su corazón, el amor afloró sereno, firme, en el momento cumbre del dolor fisico y moral, alcanzando la cumbre máxima del amor: amar, orar, disculpar y perdonar a los que le mataban.

Avivar, pues, el amor de Dios en nuestro corazón es la clave para mantener vivo el amor fraterno. Y lo avivaremos, hermanas, actualizando en cada momento su presencia, el recuerdo del perdón de Dios, de su amor y acogida siempre que pecamos, de ese amor benigno, lleno de ternura hacia nosotras, que nos hace confiar en El, descansar en El, «como un niño en brazos de su madre» (Sal 130,2), como descansó Jesús durante su vida mortal en el Padre. Porque esta vivencia y recuerdo del amor de Dios dará forma, al fin, a nuestro amor fraterno.

Si avivamos la fe en el amor de Dios constantemente, nos será más fácil creer en el amor de los hermanos. Si recordamos serenamente cuánto nos amó, será más fácil amar a los hermanos. Si vivimos la presencia cercana y amistosa del amor de Dios, sabremos mantener la amistad con las hermanas, teniéndolas a todas por amigas como El nos tiene por amigas, lo dice Jesús, y lo recordamos el primer día de Ejercicios.

¡Qué armonía, qué paz o paraíso reinaría en el Monasterio!
Es lo que se desprende de la vida, de la persona de Jesús, y de sus obras; ellas nos descubren esta armonía, la paz y el amor constante, fuerte, sincero y generoso del Señor, entregado a los hombres para revelarnos con todo su Ser y Hacer cómo era el amor del Padre a sus criaturas.

Y nos lo supo expresar aun en el abandono de los suyos, en la traición e incomprensión de su pueblo; siempre, siempre y en todo momento amó Jesús. Porque sabía que el amor del Padre no perece, ¡porque es Dios!

Hermanas, me entretengo en esto porque es muy importante. No dudemos que la experiencia del amor que tengamos del Padre y de Jesús será la fuerza y el impulso de nuestro amor fraterno y el que le dé perennidad, como personas que viven de Dios y para Dios, para amar con El y como El.

San Pablo nos concreta este amor de caridad con los hermanos y su valor en el capítulo 13 de su primera carta a los Corintios. Dice: «Aunque hablara las lenguas de los ángeles, aunque tuviese el don de profecía, aunque tuviese tanta fe que trasladara montañas, y aunque distribuyese mis bienes entre los pobres y entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera caridad, de nada me sirve» (1 Cor 13,1-3).

Y preguntamos, ¿pero es que no es caridad tener el lenguaje de los ángeles, su altura?, ¿es que no es un don divino la profecía?, ¿es que se puede trasladar montañas si no es por una fe animada por la caridad?, ¿es que se pueden distribuir todos los bienes propios entre los pobres según la enseñanza evangélica y no tener caridad?, ¿es que puede haber ascesis tan comprometida como representa entregar nuestro cuerpo a las llamas, sin caridad?

Se puede, hermanas, se puede. Porque todo lo enumerado arriba no es Dios, y la verdadera caridad es Dios. Todo lo de arriba, incluso adquirir conocimientos de Dios para más conocerle, se puede hacer por otros fines no teologales, y entonces no serviría de nada. Podría ser filantropía el hecho de repartir los bienes a los pobres, fanatismo o masoquismo entregar el cuerpo a las llamas. Pero, en cambio, todas estas cosas son caridad si están impulsadas por una vivencia fuerte de Dios, y nuestro amor y caridad sean de Dios mismo, sea El la fuerza que impulse nuestra vida y nuestro hacer.

Entonces es cuando nuestro ser y hacer tendrán las características de la caridad: será paciente, amable, no envidiosa, no jactanciosa, no se engreirá; será decorosa, no buscará su interés, no se irritará; no tomará en cuenta el mal; no se alegrará de la injusticia, se alegrará con la verdad. Todo lo excusaremos. Todo lo creeremos. Todo lo esperaremos. Todo lo soportaremos (1 Cor 13,4-7).

Como veis, hermanas, aquí se habla de virtudes, de santidad, más que de hacer. Porque la caridad es Dios, y sólo tendremos caridad cuando estemos transformadas en Dios; es entonces cuando nuestra caridad tendrá las características de la verdadera caridad. Tendrá destellos de Dios, destellos de eternidad, porque fulgurará en ella la potencia permanente de un amor que es más fuerte que nuestra debilidad humana.

Porque, repito, la vitaliza, la penetra Dios que es Amor. Su amor es el que da valor a cada una de las características de esta letanía de la caridad, es el que da aguante, virtud, bondad, humildad, ternura, paciencia, entrega a los demás. Y, hermanas, si todo esto no lo tenemos en nuestro ser y hacer, seremos nada, nada ante Dios. Porque no tendremos a Dios en nuestro corazón, en nuestra vida.
Por ello, para ayudarnos, vamos a reflexionar brevemente la praxis de cada una de las características de la caridad:


1. La caridad es paciente

 

Sabe aguantar pacientemente las injurias, comprendiendo que debe dar más amor, más comprensión a quien le injuria; deseando con ello devolverle la paz que ha perdido quien ie está molestando quizá sin conciencia plena de lo que está haciendo y de que está siendo víctima de la fuerza del pecado, o instrumento de Dios para nuestro crecimiento espiritual.

A este respecto nos dice Amma Sinclética: «,Por qué odiar al hombre que te entristeció? No es él quien cometió la injusticia sino el diablo; odia la enfermedad, pero no el enfermo». Y San Pedro añade: «No devolváis mal por mal ni injuria por injuria; sino todo lo contrario: bendecid siempre, pues para esto habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición» (1 Pe 3,9).

Sabe también escuchar serena, pacientemente, sin prisas, aunque no tenga tiempo. Sabe que, en ese momento en el que ie solicitan su tiempo, es Dios quien se lo pide en los hermanos y hermanas. Lo más importante, por ello, es escuchar, porque sabe que es estar con Dios. Escuchar tratando de entrar dentro de los sentimientos de la persona, como entraría Cristo, con atención y humildad, con amor, hasta hacer propios los problemas o preocupaciones de la hermana. Sabe aceptarla tal cual es, con un corazón dilatado, hasta encontrar gusto en escucharla, ci mismo que podría tener en escuchar a Dios, sintonizando con el gusto que la hermana o hermano tiene en hablar.

La caridad sabe descubrir por ello en las personas que importunan a quien necesita nuestra ayuda, nuestra ternura, nuestra comprensión, y sabe ayudar si piden ayuda, sin quejamos de sus inoportunidades, sin quedarnos en sus impertinencias, recordando la exhortación de San Juan: «Quien viendo a su hermano en la necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo puede estar en él el amor de Dios? Amémonos con obras y verdad, no de palabra ni de lengua» (1 Jn 3,17s).

 

2. La caridad es amable

 

         La amabilidad como actitud nace de un amor apasionado por Dios; por ello sabe atender con amor las impertinencias de quien sufre. Sabe acompañar la soledad de una anciana o de una enferma angustiada, de alguien que está solo. Sabe darle atención, seguridad, protección, cariño, comprensión, bondad, descanso, amistad. Sabe compartir los bienes espirituales y materiales con ella, despojándose de lo que tiene como nos dice el Señor.

Escuchemos el siguiente hecho desconcertante a los ojos del mundo, pero lógico evangélicamente, que nos enseña a vivir el milagro del amor: «Un día el anciano Besarión habiendo llegado a un pueblo, vio en la plaza un pobre muerto desnudo, se quitó el manto y lo cubrió. Más adelante se encontró con otro pobre desnudo; lleno de generosidad le dio la túnica y cuando éste se alejó vestido, el anciano se acurrucó desnudo cubriéndose con las manos. Pasó por ahí un magistrado que conocía al anciano y le preguntó: ¿Quién te ha despojado? El anciano alargando el libro de los Evangelios que siempre llevaba consigo dijo: ¡Este me ha despojado!».

Así, hermanas, ama la caridad, siempre amable, así vive el Evangelio, colocando los intereses de los demás por encima de los propios, sin esperar recompensa, como hizo Cristo con nosotros, aunque El nos asegura la bienaventuranza de la caridad en su aspecto amable diciéndonos: «Dichoso el que cuida del pobre y desvalido, en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 40,1).


3. La caridad no es envidiosa


         Sabe celebrar los triunfos de los demás como si fueran propios, porque sintoniza de corazón con los sentimientos de alegría del que triunfa en sus proyectos. Porque está llena de Dios no puede entristecerse de las ventajas de ios demás en estima, honores, inteligencia, ni porque las vea mejores en virtud; al contrario, se alegra de ello. Sabe descubrir presencias de la bondad de Dios en las actitudes o valores de los demás, y alegrarse de ello. Sabe también ceder el paso a quien está más dotada, sirviéndolas, si preciso fuese, de pedestal para que brillen sus cualidades. Sabe preocuparse y procurar más amor a las demás que para una misma. Sabe «sentir» a los demás, «amarlos», como dice San Pablo: «Reír con el que ríe, llorar con el que llora» (Rom 12,15).

 

4. La caridad no es jactanciosa

 

Sabe que nada de lo que tiene es suyo, ni subsiste por ella misma sino por quien la sustenta: «Si te engríes, piensa que tú no sustentas la raíz, sino la raíz a ti» (Rom 11,18). Por elio mantiene constantemente una actitud sincera de humildad ante Dios y ante los hombres, alimentándola en su interior con el recuerdo de los propios pecados y fragilidad humana e intelectual. Sabe que es ciega en las cosas espirituales, que no puede enseñar a otros el conocimiento de Dios, si él no le enseña, por eso no pretende señalar el camino a nadie, ni alardear de saberlo. Sabe que su voz en las cosas de Dios ha de ser su comportamiento silencioso, fiel, bondadoso, humilde, antes que su palabra, porque el arrogante nunca sabrá hablar de Dios con acierto, pues nadie posee la cátedra de la sabiduría de Dios para colocar- se por encima de ellos, sino el humilde. Nos lo dice el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos» (Lc 10,21).

 

5. La caridad no busca el propio interés


Porque quien está convencida de que su vida física y espiritual es fruto de la gracia divina no puede plantearse sus relaciones fraternas desde el interés. Por ello sabe aceptar a las personas tal cual son, sin cambiarlas al propio modo de ser, sin servirse de las hermanas ni de los acontecimientos para el propio egoísmo.

Porque eso sería amar su propio reflejo, su bienestar, sin tener en cuenta a las demás. Sabe que en la propia renuncia encontrará la paz para la convivencia. Sabe que la caridad no atrapa, sino que sirve y libera al que ama. Ama para darse, no para buscar sus gustos y sus intereses. No domina afectos, rinde el suyo sin esperar recompensa. Sabe que ha de anteponer el interés de los demás al suyo.


6. La caridad no toma en cuenta el mal

 

Sino que perdona la ofensa recibida con todo el corazón y la disculpa, no escuchando propias razones sino la razón del amor; la de llevar siempre en el corazón la presencia del amor de Dios que manda excusar siempre el mal, «perdonar hasta setenta veces siete» (Mt 18,21s).

Por ello la caridad no hunde al ofensor, sino que, como el Padre al hijo pródigo, lo levanta hasta su corazón con amor, porque sabe que todos cabemos en el corazón amoroso de Dios, ofensor y ofendido. Y sabe que debe borrar de la mente la ofensa recibida y recordar los beneficios recibidos de la persona que le ofendió, y recuperar la confianza con ella.

Sabe que Dios ha podido permitir la ofensa para que practique la virtud. Escuchemos este ejemplo: «El Abad del monje Libertino, enfurecido, un día echó mano de una banqueta y le golpeó con ella en la cara y en la cabeza dejándole cubierto de cardenales y contusiones. A los que le preguntaban qué le había sucedido les respondía Libertino: “Ayer, por culpa de mis pecados mi cabeza tropezó con una banqueta, y miren cómo estoy”». ¡Que no se nos olvide este testimonio impresionante de que la caridad no tiene en cuenta el mal!

No tiene en cuenta el mal la caridad porque sabe también que muchas veces el ofendido se puede convertir en ofensor. No perdamos por ello la alegría que nos reporta no tomar en cuenta el mal, convirtiendo en amor y paz nuestras relaciones humanas.

 

7. La caridad no se irrita

 

Sabe que el amor vale más que dar satisfacción a la ira, y que los conflictos nacen por falta de amor. Y sabe que el amor es mayor que la injuria recibida, y no puede ahogar lo que vale, el amor, por lo que no vale, la ira. Sabe la caridad que el mal no se cura devolviendo mal, sino amando. Y sabe que más nos curamos del mal que nos han infligido amando, que dando paso al resentimiento.

Por difícil que se nos presente el ejercicio de la caridad ante las grandes contradicciones, nadie puede impedirnos amar, nadie manifestar lo que somos: amor, porque el bien está por encima del mal, el «ser» por encima del «hacer». Hermanas, tomemos las riendas de la razón, y hagamos del amor el impulso de nuestra vida, dando e1 valor que tiene la caridad sobre la malaventurada ira. Escuchemos a Abba Agathón: «Nunca me dormí con un agravio contra alguien, y en la medida que podía, no dejé jamás a nadie dormirse con un agravio contra mí».

 Esto es caridad y mansedumbre, hermanas. Esto es tener un alma buena y haber logrado un temperamento disciplinado, por haberse cimentado en Dios. Abba Poimén corrobora lo dicho con este consejo: «La maldad no suprime de ningún modo a la maldad. Si alguien te hace mal, hazle bien, a fin de suprimir la maldad por tu buena acción. Si el alma se separa de quien discute, ci espíritu de Dios viene sobre ella». Y el Sirácida nos dice: «La boca amable multiplica las afabilidades» (Sir 6,5) porque «la caridad no se irrita».

 

8. La caridad todo lo excusa

 

          Incluso lo que más nos duele: la falta de amor y comprensión en los momentos difíciles de la vida. Lo excusa porque sabe que Dios puede permitirlo para purificar nuestra falta de amor con los demás. Para que lo descubra, y descubra asimismo que la fuente de la alegría es Dios, que reside en nuestro interior, y es capaz, si nos volvemos a El, de convertir nuestra tristeza en gozo (Jn 16,20), nuestra debilidad en fuerza. Descubre, en fin, que la fuente del amor y de la felicidad, y ci sentido de su vida está dentro de una misma.

Todo lo excusa, porque sabe que nuestra paz no consiste en lo que ocurre a nuestro alrededor, sino en lo que ocurre en nuestro interior. «De dónde vienen las luchas y ios litigios entre vosotros? No provienen acaso de vuestras pasiones que luchan en vuestro interior?» (Sant 4,1). Por eso la caridad nos enseña a quitar importancia a las contrariedades y conflictos para establecernos en la paz, en el amor, que es ci que hace que incluso no los veamos, o silos vemos, sepamos excusarlos. Así nos convertimos en transmisores del amor, de la paz y de la gracia de Dios.

 

9 La caridad no se alegra de la injusticia


         Porque sabe que los verdaderos logros del amor se alcanzan tratando con ecuanimidad a los hermanos. No se alegra de la injusticia que sería privar de pequeños y grandes detalles de amor y humanidad, de comprensión, de cercanía y amistad a quien tenemos a nuestro lado, aunque no simpaticemos con él, con ella.

Esto es fundamental para hacer justicia en el ámbito de las relaciones fraternales. No se alegra de la injusticia la caridad, sino que goza con la verdad que emana de un amor sin egoísmo con todos, no sólo en el entorno, sino en el ámbito mundial.

Otras muchas cosas se podrían decir de la caridad, que todo lo soporta, que ama sin medida a las hermanas sin utilizarlas para propias satisfacciones e intereses. Se podría decir que el ejercicio del amor nos cambia, nos transforma, nos santifica; y cambia y transforma nuestro entorno, y hace que veamos a los que nos rodean con los ojos de Dios.

Dejémonos, pues, elevar por el amor, no arrastrar por el egoísmo que nos carga de pecado y tira de nuestra vida hacia abajo, hacia el mal. No nos inclinemos a ver dificultades en la práctica del amor. No lo veamos inalcanzable, porque ya sabemos que éste reside en la entraña ms profunda de nuestro ser por estar creadas a imagen de Dios, por tener vida de Dios, gracia divina.

No nos asuste el riesgo de creer en la bondad del hermano, en el bien. No nos asuste amar, agarrándonos a nuestras seguridades, apoyándonos en el erróneo adagio castellano: «Piensa mal y acertarás». No, hermanas, esto es un error pagano que haría crecer nuestra inseguridad, nuestra falta de concordia, de paz, y nos dejaría vacías de amor, vacías de Dios.

         Busquemos nuestra seguridad donde está, en Dios, en el amor, en la caridad, en su fuerza, en la alegría y la paz que ella aporta, porque «la caridad es Dios» (1 Jn 4,8). Y tengamos muy presente que si no sabemos olvidarnos de nosotras mismas no sabremos amar, no sabremos ser cauce del amor de Dios hacia las hermanas, ni sembraremos confianza entre ellas porque el egoísmo es nuestro peor enemigo.

         Hermanas, de una vez para siempre porque nos conviene, antepongamos en todo momento el bien, la paz, el descanso, el amor a las hermanas en el ejercicio de la caridad; antepongámoslo al nuestro.

¡Qué felices seríamos unas y otras! ¡Amemos de verdad en las situaciones difíciles de la convivencia fraterna, que es cuando lo necesitan las hermanas, además del gran desarrollo espiritual que nos aporta haciéndonos crecer en la energía divina, en el amor, en la fe, donde quedará sanado todo nuestro ser, nuestra voluntad, nuestra mente, nuestra sensibilidad, por la energía santificante y depuradora de la caridad, que nos convertirá en un solo ser con Dios por la unión de amor, y un solo sentir con las hermanas!

Esto es grandioso, pero así quiere Dios que nos amemos. Es grandioso, pero posible desde el momento que nos olvidemos de nosotras mismas, porque es la consecuencia de la fuerza creadora o poso divino que Dios dejó en nuestro corazón al crearnos, que llegará a su plenitud si le dejamos desarrollarlo a fuerza de amor.

Es grandioso, sí, y posible, como la resurrección. Pero debe preceder la muerte o aniquilamiento de la fuerza del pecado, en nosotras, que tenemos la vida gloriosa de Dios, el amor.

El Espíritu divino, hoy, en estos Ejercicios, nos reclama para que hagamos elección firme por el amor, dando puntillazos de muerte a nuestro yo cuando nos impulse a herir a la hermana o desconfiar de ella. De lo contrario viviremos la angustia del fracaso, del malestar espiritual, si damos paso en estas situaciones al egoísmo. Si tuviéramos presentes nuestros propios pecados, tendríamos medio camino andado.

         Abba Pior nos enseña, con su ejemplo, a vivir con los ojos puestos en los propios fallos, no en ios de ios demás para poner en peligro el amor. Él, para evitar este peligro, se puso a la espalda una bolsa llena de arena, y puso también un poquito de arena en el bolsillo delantero de su vestido. Así, experimentaba ci peso de sus pecados atrás en la espalda, y exculpaba los pocos pecados del hermano que llevaba delante. ¡Maravillosa sabiduría, guardiana de la paz y amor fraterno!

         Vivamos así, y nos costará menos acoger, comprender, amar a las hermanas, y no nos atreveremos a tratarlas con dureza, con egoísmo. Podríamos decir: aunque nos parezca que lo merecen. Ni juzgaríamos. No nos atreveríamos a juzgar ni siquiera las reacciones fuertes de nadie, porque el recuerdo de nuestros pecados nos quitaría la fuerza para hacerlo. Esto construye la comunidad, hermanas, lo contrario la destruye y, en lugar de ser común unidad, pasaríamos a convertirnos en común división, y así andaríamos desasosegadas, desorientadas, desilusionadas.

         Comprensión, pues, comprensión, mucha caridad y respeto con todas. Juicios contra ninguna. Respeto a su opinión, aunque nos parezca que carece de valor; no importa, a no ser que esté claramente deformada, porque esto formaría una comunidad desorientada.

         Amma Sinclética decía: «Si vivimos en comunidad, no debemos buscar lo que es nuestro, ni seguir nuestra opinión personal». Y Abba Poimén decía: «La vida en común tiene necesidad de tres prácticas: una la humildad, otra la obediencia y la tercera el amor, y poner manos a la obra». Y añadía: «No podrás cumplir con la obra propia de la comunidad a no ser que quites todo deseo de éxito, de egoísmo; quien permanece en la comunidad debe ver a todos los hermanos como uno solo, y cuidar su boca y sus ojos. Así descansará sin preocupación».

         Y así, hermanas, seremos «la comunidad del amor de Dios —la comunidad arrebatada por el espíritu de caridad divina—, la comunidad que se acoge —incondicionalmente— sin escogerse, la comunidad que vive unida para mejor transmitir a Dios —sus perfecciones, su unidad Trinitaria, su caridad—, la comunidad unida para la alabanza, unida para el trabajo, unida en los problemas, unida entre sí.

La comunidad que progresa en la observancia común, en el estilo de vida propio, sin rivalidades, porque cada Monja es tenida en cuenta como miembro vivo, con sus posibilidades, sus limitaciones de cultura, edad, salud. La comunidad de la armonía, de la dulzura, de la paz. En fin, la comunidad de hermanitas, la comunidad comprensiva —la comunidad con calor de familia espiritual—, siempre joven en el espíritu y en la caridad. Como dicen nuestros Estatutos, que no falte a la caridad al reprender una inobservancia, porque es mayor falta de observancia la falta de caridad, que está sobre toda observancia» (Estatutos 93,1-9). Primero habríamos de preguntar por qué esa falta de observancia.

Hermanas, estoy hablando para Monjas aptas para la convivencia fraterna, como dicen nuestras Constituciones. Aquí reside la obligación del discernimiento de vocaciones, para asegurar la paz comunitaria.

Y terminamos, hermanas, porque se nos va el tiempo, con la exhortación de San Pablo: «Como elegidas de Dios, santas y amadas, revistámonos de un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo [donde siempre hay un “sitio” para acoger al que no es acogido por los demás]; sobrellevándoos, perdonándoos mutuamente, del mismo modo que el Señor nos perdonó. Así también nosotros debemos perdonamos. Pero ante todo revistámonos de caridad que es el lazo de la perfección» (Col 3,12-15).

Parece que aquí a San Pablo todavía se le antoja poco sobrellevarnos, perdonamos, tener un corazón compasivo, bondadoso, humilde, manso, magnánimo, aún le parece poco y todavía nos dice que nos revistamos de la caridad, que es el lazo de la perfección. Parece que quiere decirnos, una vez más, lo que hemos venido reflexionando. Que nos revistamos del amor de Dios, de Dios mismo, porque es Dios quien nos puede unir de verdad con todas las características que menciona San Pablo, sólo su amor divino, que es el que tiene fuerza para superar todas las dificultades que puede haber en una convivencia fraterna, y entender que esas dificultades son las que nos ayudan a formar  nuestra espiritualidad y crecer en virtudes.

Por eso llenémonos de Dios, revistámonos de Dios, del amor que es el lazo de la perfección. Pidámosle que nos muestre las gracias y belleza de su rostro divino, que las grabe en nuestro corazón para que podamos revelar en nuestro comportamiento su bondad, la ternura, la entrega, el amor y el perdón de su corazón, con toda verdad y humildad.

Igualmente, continúa San Pablo: «La paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados». Reinará como consecuencia del amor. Sí, hermanas, porque, «si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, el que no ama a su hermano que ve no puede amar a Dios al que no ve; éste es el mandamiento recibido de él, el que ame a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20s).

Pensemos esto despacio, hermanas, muy despacio. Que el amor sea nuestra primera fuerza en la comunidad, que el amor sea más grande que todas las dificultades en la convivencia fraterna. Que sea nuestra delicia vivirlo. Porque el amor es Dios.

Que María, nuestra Madre y Madre del Amor Hermoso nos ayude a vivir el amor de Dios revertido en las Hermanas. Que nuestro Padre San José interceda ante el Señor, para que nos alcance la gracia de vivir nuestra gran vocación al amor fraterno monástico, con la entrega, sacrificio y eficacia con la que él vivió su amor a Jesús y a María. Que nuestra Madre Santa Teresa Jornet, víctima que fue también del amor, nos ayude a vivirlo. Así sea.

 

 

 

OTRA MEDITACIÓN DE LA MAÑANA O TARDE

 

(COMO COMPLEMENTO DE LA FE, PONGO A LA NECESIDAD DE DIALOGAR, HABLAR CON CRISTO, QUE NO ES OTRA COSA LA ORACIÓN, Y PONGO A LA SAMARITANA COMO MODELO CON DOS O TRES PREGUNTAS)

 

1. 3. Samaritana mía, enséñame a pedir a Cristo el agua de la fe y del amor

 

 “Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a José, su hijo, donde estaba la fuente de Jacob. Jesús fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente; era como la hora de sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber, pues los discípulos habían ido a la ciudad a comprar provisiones.

Dícele la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Porque no se tratan judíos y samaritanos. Respondió Jesús y dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños? Respondió Jesús y le dijo: Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.

Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla. Él le dijo: Vete, llama a tu marido y ven acá. Respondió la mujer y le dijo: no tengo marido. Díjole Jesús: bien dices: no tengo marido porque tuviste cinco, y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho verdad. Díjole la mujer: Señor, veo que eres profeta.

Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Díjole la mujer: Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga nos hará saber todas las cosas. Díjole Jesús: Soy yo, el que contigo habla.

Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto he hecho. Así que vinieron a Él y le rogaron que se quedase con ellos. Permaneció allí dos días y muchos más creyeron al oírle. Decían a la mujer: ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”(Juan 4, 4-26).

 Polvoriento, sudoroso y fatigado el Señor se ha sentado en el brocal del pozo. Está esperando a una persona muy singular. Ella no lo sabe. Por eso, al llegar y verlo, la samaritana se ha quedado sorprendida de ver a un judío sentado en el pozo, sobre todo, porque le ha pedido agua. Este encuentro ha sido cuidadosamente preparado por Jesús. Por eso, Cristo no se ha recatado en manifestar su sed material, aunque le ha empujado hasta allí, más su sed de almas, su ardor apostólico:“si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...”.

Queridos hermanos: el mismo Cristo, exactamente el mismo, con la misma sed de almas, está sentado a la puerta de nuestros Sagrarios, del Sagrario de tu pueblo. Lleva largos años esperando el encuentro de fe contigo para entablar el deseado diálogo, pero tú tal vez no has sido fiel a la cita y no has ido a este pozo divino para sacar el agua de la vida. Él ha estado siempre aquí, esperándote, como a la samaritana. Dos  mil años lleva esperándote.

Por fin hoy estás aquí, junto a Él, que te mira con sus ojos negros de judío, imponentes, pregúntaselo a la adúltera, a la Magdalena, a las multitudes de niños, jóvenes y adultos de Palestina....que le seguían magnetizados; ¡qué vieron en esos ojos, lagos transparentes en los que se reflejaba su alma pura, su ternura por niños, jóvenes, enfermos, pecadores, su amor por todos nosotros y se purificaban con su bondad las miserias de los hombres! 

Todos sentimos esta tarde una emoción muy grande, porque hemos caído en la cuenta de que Él estaba esperándonos. Y, sentado en el brocal del Sagrario,  Cristo te provoca y te pide agua, porque tiene sed de tu alma, como aquel día tenía más sed del alma de esta mujer que del agua del pozo. Cristo Eucaristía se muere en nuestros Sagrarios de sed de amor, comprensión, correspondencia, de encontrar almas corredentoras del mundo, adoradoras del Padre, enamoradas y fervientes, sobre las que pueda volcarse y transformarlas en eucaristías perfectas.

 

Analicemos el diálogo de Cristo con la Samaritana:

 

Jesucristo llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar, donde está el pozo de Jacob. Allí fatigado del camino se sentó junto al pozo, en el borde, pues no tenía brocal. En este marco se va a encontrar con esta mujer, conocida ya para siempre como la Samaritana, símbolo de la humanidad pecadora que tiene sed de Dios pero hay algo más impresionante: Dios tiene sed de ella. Y allí espera Jesús, Dios esperando al hombre.

“Tenía que pasar por Samaria”(v. 4). No era obligatorio geográficamente había tres caminos y dos de ellos no pasaban por Samaria. Ese “tenía” en fuerza de su Amor y de su misión salvadora. Iba en busca de aquella mujer. Está fatigado y cansado. Una vez más, el telón de fondo, como en Caná,  Jesús y la Samaritana representan el diálogo del alma con Cristo Eucaristía. Junto al pozo de Jacob, este pozo del agua material simboliza el pozo, el surtidor del Agua Viva que es el Corazón Eucarístico del Señor, el pozo de aguas infinitas de amor y perdón y misericordia que es el Corazón del Señor, donde está el Agua Viva.

“Era alrededor de la hora sexta”(v. 6). Son estos detalles propios de San Juan. Dirá lo mismo en la Pasión, cuando Pilato saca a Jesús y lo presenta para luego enviarlo a la Cruz, dice también, “era la hora sexta” (Jn 19, 14).

Y así llega una mujer de Samaria a sacar agua. Estaría despreocupada, vendría quizás canturreando, y se encuentra allí con Jesús. Él la está esperando, y aquí también se cumple lo que decía Jesús a Natanael “antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera yo te vi” (Jn 1, 48). Ella no pensaba en Jesús, pero Jesús ya pensaba en ella.

Ella simplemente viene a buscar agua. No es consciente de que Jesús la espera. Como nos pasa tantas veces a nosotros, que vivimos inconscientes de cómo está pesando sobre nosotros el Amor de Jesús, no lo pensamos siquiera. A veces nos enredamos en nuestras preocupaciones o nos sumamos a esa gente que «va a lo suyo».

Vio a aquel hombre judío, cansado, pero nunca se atrevería ella a dirigirle la palabra, ni a ofrecerle agua. Eso no lo haría jamás. En el pozo, mirándole a un lado, coge la cuerda, baja el cántaro hasta el fondo, eran unos treinta metros de profundidad, y lo saca sin ofrecerlo.

Jesús rompe el silencio con aquella expresión impresionante: “Dame de beber”: DIOS se muestra necesitado del hombre; ¡Dame de beber! Es la humildad de Jesús. Es Él, el que es Dios, quien pide un favor a una mujer samaritana. Su bondad y mansedumbre están en esta frase. ¿Cómo se puede decir de una manera tan sencilla? ¿Cómo se puede abrir un corazón así?

Muchas veces se abren más los corazones pidiendo un favor que haciendo un favor, pero nos cuesta pedir un favor, mostrándose uno necesitado. Muchas veces no llegamos a hacer cosas por no pedir un favor, por no abajarnos a eso. Hermanas, imitemos al Señor, no tengamos miedo a mostrarnos limitados, necesitados de los demás, Jesús nos da ejemplo de humildad y verdad.

“Dame de beber!”Es el deseo humilde de Dios que se muestra necesitado del amor del hombre, Tengo sed, dame de beber, es sed de Dios, es sed de dar el Amor de Dios, su mismo Amor, su Espíritu Santo (cf. Jn 7, 39). Con ese amor Dios nos ama y tiene sed del amor de su Criatura y por eso permanece en cada Sagrario de la tierra, con amor extremo y ofrecido, con los brazos abiertos hasta el final de los tiempos. Y no le daremos ese amor, y no pasaremos ratos de amor junto al Sagrario en diálogo de amistad y confianza, en el Sagrario donde Cristo nos muestra su sed de los hombres, de sus criaturas salvadas con sangre de amor y entrega total.

El Sagrario es Dios con sed de amor de sus criaturas de todos los hombres.  Dios tiene sed de ti, de tu amor, como del amor y salvación de la samaritana. Desea que le ames, que le digas: Cristo Eucaristía te amo, te  amo, te amo, sólo eso, aunque seamos pecadores. Estando en el Sagrario, sin decir palabra, nos está diciendo a voces sus deseos de amor: Tengo sed de ti. Tiene sed de tu amor y de tu bien, de tu amistad y salvación. Quiere hacerte feliz, como a la samaritana; hacerte feliz, más allá del agua material, de los bienes terrenos: Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… Está hablando el redentor, el Hijo de Dios que ha venido en nuestra búsqueda, que viene en busca de aquella mujer y le expresa su sed interior, aquella que aparece también en la cruz, cuando Jesús grita: Tengo sed, sed que se expresa de una manera gráfica en el Corazón traspasado por la lanza.

Querida hermanita de los pobres, Dios está necesitado de tu amor, es el pobre más pobre y abandonado en todos los Sagrarios de la tierra, Él se ha querido quedar ahí, por realmente, no es metáfora, o poesía, Cristo ha querido necesitar de nuestro amor para ser totalmente feliz, así lo ha deseado y no lo será si tú no le das lo que él tanto desea y espera.  Dios tiene sed de tu amor. Sed de tu Amor Personal. Esto nos resulta incomprensible, pero es verdad, es verdadero, porque nos ama con amor de amistad, dice Santo Tomás de Aquino, y el Señor busca nuestra correspondencia de amor (cf. S.Th. 1, q. 20, a. 2, ad2m), por eso se encarnó y murió en la cruz y san Pablo lo descubrió y vivió: Para mí la vida es Cristo, no quiero saber más que de mi Cristo y este, crucificado... todo lo considero basura comparado…

El Señor busca nuestra redamación, es decir, nuestra correspondencia de Amor. El amor de amistad es amor mutuo. Al amarme como amigo, no puede no desear que yo le ame: Y por eso tiene sed de mi amor y esto es difícil de entender para nosotros.

Nosotros no queremos o no somos capaces de comprenderlo, porque si comprendiéramos cuánto desea Dios que le amemos no ahorraríamos ningún esfuerzo por saciar esa sed, la sed de Dios. Cómo el Dios infinito va a necesitar de mi amor, de una simple criatura. Pues sí, porque él ha querido necesitar de tu amor, y Él lo tiene todo menos tu amor si tu no se lo das. Y ese amor de Dios es el único que no hace felices, el único, porque el hombre está hecho de tal manera por Dios que no puede saciarse con migajas de criaturas, sino sólo con la hartura de la divinidad. Preguntárselo a todos los que han llegado a sentirlo, a todos los cristianos que llegaron a este amor, a todos los santos, místicos, religiosos o simples cristianos.

¿Me das de beber?Es admirable. Jesús se acerca fatigándose, a través de la vida y pasión, a ese lugar de Samaría, buscando a fe de aquella mujer. Y ante esta propuesta, ella, reacciona desde su nivel humano: “cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber que soy una mujer samaritana?” (v. 9). Él está en un nivel más alto, y nosotros en otro más bajo y no comprendemos; pero la fe es la que no ayuda a superar todos los obstáculos mediante el amor, porque la fe es creer que Dios nos ama y no ha creado por amor amor y para vivir en eterno amor. De ahí el sentido de la vida religiosa, de los votos de amor y por amor. Quiere elevarnos, pero no respondemos todavía y Él no nos abandona, sino que es constante y acaba por elevarnos.

En un diálogo no se trata de convencer al otro, ni de obligarle a que acepte, ni de enmendar lo que plantea. Jesús va dejando caer los temas poco a poco. La iluminación raras veces es instantánea, suele ser lenta, pero es necesaria a constancia de esa presentación. Jesús es también modelo en esto.

Si ella comprendiera que es Hijo de Dios entonces su asombro sería absoluto ¿Cómo tu que siendo Dios me pides de beber a mí que soy un pecador? Este es el asombro ante la Misericordia de Dios. El amor misericordioso que ha venido no a condenar sino a salvar y ahí está el fondo de toda la vida cristiana. Dios que me pide a mí que me fije en Él, con esa actitud de humildad, siendo Dios habla con nosotros, nos pide favores, eso es lo que nos admira a nosotros.

Jesús le responde: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ¡Dame de beber! Tú le pedirías y Él te daría un Agua Viva” (v. 10). Le está indicando que su sed es sed de dar el Agua Viva, pero tiene que conocer el don de Dios. Si lo conocieras tú lo pedirías. Y El empieza a elevar la conversación, el contenido, el diálogo muy alto, sencillamente elevado. Viene a decirle tú me consideras un buen judío, si conocieras el don de Dios y quién te pide de beber.

Ese don de Dios es Él, Canción de Amor en la que el Padre no canta todo su proyecto de amor sobre el hombre, hecho luego carne triturada por amor y pan de Eucaristía: el don de Dios es su Hijo: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo...” (Jn 3, 16). Lo había dicho en el diálogo con Nicodemo: .

Esa agua viva más adelante será el Espíritu Santo.

Cuando diga “si alguno tiene sed que venga a mí y beba, de su seno brotarán torrentes de Agua Viva” (Jn 7, 38), ...hasta el conocimiento de su Don.

“Si conocieras el don de Dios...” (v. 10), tú le pedirías? ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que en el fondo tú tienes deseos de esa agua. Lo que falta es concretar ese deseo, saber que es deseo del Agua Viva.

Muchas veces nosotros sentimos una inquietud pero no sabemos cuál es el objeto. Cuando un niño se siente mal no sabe que le falta agua, que lo que tiene es sed. Su madre sí, conoce la necesidad y enseña al niño a saciar su sed. En la juventud existe ese deseo del que habla San Agustín: “Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, 1, 1, 1). Pero no sabe localizar que lo que le falta es ese Don de Dios, si lo conociera, lo apetecería conscientemente.

La gran misión de la Iglesia es hacer este bien a la gente: darle a conocer de tal manera ese Corazón de Cristo, que entienda que lo que tenía dentro y lo que le inquietaba: la necesidad que tenía de Él. Debemos presentarlo así, como esa satisfacción de una necesidad interior. Entonces, la pedirán.

“El que beba de este agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota hasta la vida eterna”(y. 14). La Palabra aceptada se hace vida, una vida que desemboca en la Vida Eterna, “salta” hasta esta. El que la acoge ahora vive de la eternidad y le va acercando, elevando a la eternidad.

“Si conocieras...”:es el deseo del corazón del hombre, que está inquieto buscando al que muchas veces no conoce: a Dios que se hace don para él.

Entonces le dice: “dame de ese agua para que no tenga más sed ni tenga que venir aquí a sacarla” (y. 15). ¿Qué había entendido? Quizás no mucho. No creamos que siempre tengamos que entender todo. Suele ser así, primero un concepto imperfecto, uno se familiariza y luego las cosas van matizando y van quedando más claras. Algo ha captado, de hecho ella le pide: “dame de esa agua”. Al menos entiende que lo que le ofrecen es mejor que lo que tiene.

Jesús se la va a dar, ya la ha pedido, la va a satisfacer. Pero no imaginemos nunca que los dones de Dios sean automáticos. No pensemos que si en la oración pido un corazón puro al salir ya tengo que haberlo obtenido. La petición en general no es nunca un seguro para los vagos.

El que quiere salud debe ir al médico. Puede pedirla a Dios, pero después debe procurar los medios ordinarios. Dios atenderá su petición por medio de estos. Por ejemplo, iluminando al médico. Sería un error pedirla de manera milagrosa. El Señor suele respetar el curso de las cosas, eso requiere un proceso.

Ella le dice: “dame de esa agua” (v. 15). Petición que se atiende pero requiere un proceso. No es simplemente que le da ya esa agua, Jesús la prepara, no la da d repente; el camino es la oración, la oración, pasar todos los días a dialogar con este mismo Cristo sediento de nuestra amistad en el Sagrario; el camino es la oración, solo la oración, yo no conozco otro camino.

«He aquí el corazón que tanto ha amado a los hombres,  diría a Santa Margarita y, a cambio de tanto amor, solo recibe desprecios...». Tú, al menos, que has conocido mi amor, ámame,  nos dice el Señor a los creyentes desde cada Sagrario. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...tú le pedirías y el te daría agua que salta hasta la vida eterna...”.

         El don de Dios a los hombres es Jesucristo, es el mayor don que existe y que es entregado a los que le aman. Para eso vino y para eso se quedó en el Sacramento. Si supiéramos, si descubriéramos quién es el que nos pide de beber... es el Hijo de Dios, la Palabra pronunciada y  cantada eternamente con Amor de Espíritu Santo por el  Padre: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres... Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 1-3,11). Pues bien, esa Palabra Eterna de Salvación y Felicidad, pronunciada con amor de Espíritu Santo por el Padre para los hombres, es el Señor, presente en todos los Sagrarios de la tierra. 

No debemos olvidar nunca que la religión cristiana, esencialmente, no son mandamientos ni sacramentos ni ritos ni ceremonias ni el mismo sacerdocio ni nada, esencialmente es una persona, es Jesucristo. Quien se encuentra con Él, puede ser cristiano, porque ha encontrado al Hijo Único, que  conoce y puede llevarnos al Padre y a la salvación; quien no se encuentra con Él, aunque tenga un doctorado en teología o haga todas las acciones y organigramas pastorales, no sabe lo que es auténtico cristianismo, ni ha encontrado el  gozo eterno comenzado en el tiempo.

Es que Dios nos ha llamado a la existencia por amor, tanto en la creación primera como en la segunda, y siempre en su Hijo, primero, Palabra Eterna pronunciada en silencio, lleno de amor de Espíritu Santo en su esencia divina, luego, pronunciada por nosotros en el tiempo y en este mundo en carne humana, para que vivamos su misma vida y seamos felices con su misma felicidad trinitaria, que empieza aquí abajo;  las puertas del Sagrario son las puertas de la eternidad:

“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda  bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados...” (Ef 1,3-7).

La religión, en definitiva, es todo un invento de Dios para amar y ser amado por el hombre, y aquí está la clave del éxtasis de amor de los místicos, al descubrir y sentir y experimentar que esto es verdad, que de verdad Dios ama al hombre desde y hasta la hondura de su ser trinitario, y el hombre, al sentirse amado así, desfallece de amor, se transciende, sale de sí por este amor divino que Dios le regala  y se adentra en la esencia de Dios, que es Amor, Amor que no puede dejar de amar, porque si dejara de amar, dejaría de existir. Esto es lo que busca el Padre por su Hijo Jesucristo, hecho carne de pan por y  para nosotros.

“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó...” (1J 4, 8-10).

“Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos. Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 1-3).

           Por eso, ya puede crear otros mundos más dilatados y varios, otros cielos más infinitos y azules, pero nunca podrá existir nada más grande, más bello, más profundo, más lleno de vida y amor y de cariño y de ternuras infinitas que Jesucristo, su Verbo Encarnado. “Y hemos visto, y damos de ello testimonio, que el Padre envió a su Hijo por Salvador del mundo. Quienconfesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que vive en amor  permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 14-16).

Y a este Jesús es a quien yo confieso como Hijo de Dios arrodillándome ante el Sagrario, y a éste es al que yo veo cuando miro, beso, hablo o me arrodillo ante el Sagrario, yo no veo ni pan ni copón ni caja de metal o madera que lo contiene, yo sólo veo a mi Cristo, a nuestro Cristo y ese es el que me pide de beber... y si yo tengo dos gotas de fe, tengo que comulgarle, comunicarme con Él, entregarme a Él, encontrarle, amarle:“Si tú supieras quién es el que te pide de beber...”

Dímelo tú, Señor. Descúbremelo Tú personalmente. En definitiva, el único velo que me impide verte es el pecado, de cualquier clase que sea, siempre será un muro que me oculta tu rostro, me separa de Tí; por eso quiero con todas mis fuerzas destruirlo, arrancarlo de mí, aunque me cueste sangre, porque me impide el encuentro, la comunión total. “Si dijéramos que vivimos en comunión con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad”. “Y todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica, como puro es Él. Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido” (1Jn 1,6; 3, 3,6).

 Por eso, la samaritana, al encontrarse con Cristo, reconoció prontamente sus muchos maridos, es decir, sus pecados; los  afectos y apegos desordenados impiden ver a Cristo, creer en Cristo Eucaristía, sentir su presencia y amor; Cristo se lo insinuó, ella lo intuyó y lo comprendió y ya no tuvo maridos ni más amor que Cristo, el mejor amigo.

Señor, lucharé con todas mis fuerzas por quitar el pecado de mi vida, de cualquier clase que sea. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Quiero estar limpio de pecado, para verte y sentirte como amigo. Quiero decir con la samaritana:“Dame, Señor, de ese agua, que sacia hasta la vida eterna…” para que no tenga necesidad de venir todos los días a otros  pozos de aguas que no sacian plenamente; todo lo de este mundo es agua de criaturas que no sacia, yo quiero hartarme de la hartura de la divinidad, de este agua que eres Tú mismo, el único que puedes saciarme plenamente. Porque llevo años y años sacando agua de estos pozos del mundo y como mis amigos y antepasados tengo que venir cada día en busca de la felicidad, que no encuentro en ellos y que eres Tú mismo.

Señor,  tengo hambre del Dios vivo que eres Tú, del agua viva, que salta hasta la vida eterna, que eres Tú, porque ya he probado el mundo y  la felicidad que da. Déjame, Señor,  que esta tarde, cansado del camino de la vida,  lleno de sed y hambriento de eternidad y sentado junto al brocal del Sagrario, donde Tú estás, te diga: Jesús, te deseo a Ti, deseo llenarme y saciarme solo de Ti, estoy cansado de las migajas de las criaturas, sólo busco la hartura de tu Divinidad. Quien se ha encontrado contigo, ha perdido la capacidad de hambrear nada fuera de Ti. Contigo todo me sobra. Tú eres la Vida de mi vida, lléname de Ti.  «Solo Dios basta, quien a Dios tiene, nada le falta».

 

 

MEDITACIÓN DE LA TARDE: 4,30

 

EMPIEZO EVOCANDO EL TABOR, PARA DEMOSTRAR QUE NO SE TRATA DE VER FÍSICAMENTE AL SEÑOR SINO ESPIRITUALMENTE COMO LOS APÓSTOLS CON MARÍA EN PENTECOSTÉS:

 

El TABOR

 
“Unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos varones, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén.   Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos varones que estaban con él. Y, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, es bueno estarnos aquí; vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle. Y, cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto” (Lc 9, 28-36).


         En esta experiencia de gracia del Tabor, los discípulos escogidos por Jesús, sienten la seducción del más bello entre los hijos de los hombres, escuchan la voz del Padre que les pide seguir al Hijo y se sienten envueltos por la nube del Espíritu.
Elijo el episodio del Tabor como el pórtico de entrada a todas las meditaciones de estos Ejercicios Espirituales, porque aquí es donde la voz del Padre ha revelado al Hijo y porque aquí es donde Jesús ha vivido con sus discípulos una experiencia que los prepara y capacita para comprender más tarde la verdad de la pasión y el camino que les llevará a la cruz y a la resurrección.

         Ellos saben ahora mejor quién es su Maestro, la grandeza de su persona y, consiguientemente, la grandeza de ser sus discípulos. Y esta escena narrada, meditada, actualizada y vivida, me da pie para situar a los ejercitantes en un clima de predilección, de elección amorosa de Dios para con ellos y para que se sientan y se realicen en el Hijo, como los hijos predilectos del Padre, llamados al desierto de la oración (interrupción de toda actividad en beneficio de la contemplación), a la escucha de la palabra divina y al conocimiento de los planes de Dios para con ellos. Planes que se harán realidad en la vida diaria, en la historia personal de cada uno y es aquí, en el Tabor, en estos días de experiencia de gracia, donde vamos a transformarnos haciéndonos los verdaderos discípulos de Jesús.

         Quiero comenzar contemplando esta historia evangélica, actualizándola, para que también aquí y ahora, la palabra de Dios, sea creadora de una experiencia religiosa. La composición de lugar de un episodio bíblico nos ayuda, ya que con ella cada uno se hace a sí mismo parte del misterio que vamos a contemplar. Es oír lo que Jesucristo nos dice, en nuestra propia situación existencial; es ver lo que él quiere realizar hoy en nosotros y mediante esta experiencia religiosa que produce en nosotros “lo que se escribió para enseñanza y consuelo nuestro” (Rom 15, 4). Es aprender a ser testigos de Cristo y a elaborar nuestra propia respuesta dentro del tiempo en que nos toca vivir y con los medios históricos que tenemos a nuestra disposición. Comenzamos nuestra oración pidiéndole a Jesucristo que, en estos días, la palabra de Dios sea eficaz y produzca su fruto en nuestra vida.

         Pero es especialmente en san Lucas donde se halla una teología extraordinaria del hoy salvífico. El tiempo presente es el hoy de que disponemos para salvarnos, para ser felices. El tercer evangelio lo usa con frecuencia relacionándolo con Jesús. Así los ángeles dicen a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador” (2, 11). Jesús se aplica la profecía de Isaías: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (4, 21). Las gentes proclaman asombradas ante los milagros del Señor: “Hoy hemos visto cosas admirables” (5, 26). A Pedro le dice Jesús: “Hoy no cantará el gallo antes que me hayas negado” (24, 34), y al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (23, 43). De este modo los evangelistas expresan su convicción profunda de que Jesús es contemporáneo de todos los hombres. Ahora sigue llamando, hablando y salvando a los que desde siempre ama.
El mismo Dios que se ha revelado a través de una serie de sucesos pasados, continúa revelándose en el presente. Esta actualidad de la palabra de Dios la hace la guía normativa más eficaz de la experiencia religiosa cristiana.

 

Actualicemos esta escena evangélica


         Veamos y escuchemos. Ver y oír es un díptico frecuente en la Biblia para hablar de las realidades celestes. Miremos a Jesús “con sus vestidos resplandecientes”, tan blancos que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo (Mc 9, 3).

         Sintámonos elegidos, arrancados del ambiente en el que vivimos y llamados a subir con él al monte santo. Otros se han quedado en Darburiye —así se llama el pueblo que está en la falda de la montaña donde han permanecido los demás apóstoles y los discípulos— y, que es el símbolo del lugar habitual de la vida, con las preocupaciones cotidianas y quizá envueltos en la rutina.

         “Dijo Yahvé a Moisés: prepárate... sube, al amanecer, al monte Sinaí. Allí, en la cumbre del monte, te presentarás a mí. Descendió Yahvé, en forma de nube, y se puso allí junto a él” (Ex 34, 2.5).

         Nosotros nos encontramos allá abajo, en la rutina. “Prepárate. Sube”. La venida del Señor será un regalo gratuito, que no dependerá de nuestro esfuerzo. Pero nosotros hemos de subir.

         Llegamos cansados a este retiro. Mas es Jesús quien nos pide que vayamos con él al desierto, a descansar (Mc 6, 31). Los ejercicios espirituales, la actividad de estos días pertenece a Dios más que a nosotros. Dejémonos llevar por él. Pongámonos a escuchar en silencio, y nos iremos acostumbrando al modo de hablar del Espíritu, que tiene más de confidencia, de invitación, que de imposición: “«Si quieres, puedes seguirme...Si alguno se quiere venir conmigo... Estoy a la puerta y llamo... «Si alguien me abre». Es el dulce huésped del alma.

         El misterio de la transfiguración es como una gran luz para el ejercitante en el tema de la elección y del seguimiento de Jesucristo. El camino que eligió el Señor en este momento cumbre de su vida, se convierte para el cristiano en modelo de elección, elección que al discípulo de Jesús le llevará hasta la cruz para seguir a su Maestro.

         La transfiguración —aunque en el trasfondo tiene la muerte de Jesús— es portadora de la luz y de la fuerza de que estaban necesitados sus discípulos, después de haber oído al Maestro hablar de su cruz y de la que habían de llevar sus seguidores.   Después que Jesucristo proclame que su camino es el de la pasión, debe anunciar cuál va a ser el camino de sus discípulos: “tomar la cruz, negarse a sí mismos”. Negarse a sí mismo es decir no a las aspiraciones de nuestro propio yo. Es un rompimiento radical de nuestro yo, por fidelidad a Dios, es como un cambio de ser.

         Para comprender el misterio de la cruz se necesita una gran iluminación del Espíritu. Los apóstoles se rebelaron cuando oyeron decir al Maestro que su misión se tenía que realizar por el camino de la cruz.

         Nosotros en estos días de retiro, hemos de pedir esa iluminación divina para comprender ese camino muchas veces tan desconcertante que es igualmente el camino de Dios para nosotros, aceptándolo aunque sea en la oscuridad del misterio.

         Tampoco los apóstoles lo aceptaron durante la vida terrena de Jesús; sólo cuando después de la resurrección el Espíritu santo descendió sobre ellos.

         La voz celeste en el bautismo iba dirigida a Jesús para confirmarle en su misión. Aquí se dirige a los discípulos de entonces y, de modo especial, a los que hoy somos sus discípulos y seguidores. Hay un estricto paralelismo entre la situación de aquellos apóstoles a los que se dirige el mensaje evangélico y los discípulos, nosotros, que ahora estamos viviendo estos ejercicios.

         Los apóstoles, en aquellas circunstancias, estaban muy necesitados de aquella voz del cielo. También nosotros ahora necesitamos oírle y escuchar atentamente cuanto ha dicho de la cruz, para entender el sufrimiento y la muerte en nuestro mundo. Releamos la escena evangélica y apliquémonos cada uno de los textos. La palabra de Dios hay que actualizarla, hacerla viva, recrear entre nosotros. Y, si somos capaces, a pesar de nuestras debilidades y miserias, sintamos como dirigidas a cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo, mi elegido, mi amado», y dejémonos penetrar de esta experiencia y presencia.

         Cuando el Padre proclama que Jesucristo es su Hijo muy amado, es también a nosotros a quienes proclama hijos suyos. Nuestra filiación divina sólo a través de la de Cristo la podemos entender y cuando el nuevo testamento nos revela la filiación divina de Jesús, nos está revelando la nuestra, nos dirá santo Tomás de Aquino7.

         La liturgia también es muy explícita sobre este tema, como lo confirma en la oración de la fiesta de la transfiguración, con la que queremos acabar esta contemplación: «Oh Dios, que en la gloriosa transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta filiación como hijos tuyos, concédenos, te rogamos, que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo, el predilecto, seamos un día coherederos de su gloria».

PERO A PESAR DE HABERLE VISTO Y HABLADO DE LA MUERTE Y PASIÓN, CUANDO LLEGA, TODOS LE DEJAN Y PEDRO LE NIEGA, SÓLO JUAN PEMANECE, EL MÍSTICO.

 

AHORA PONGO PENTECOSTÉS

 

LA IGLESIA HA NACIDO DE LA EXPERIENCIA DE PENTECOSTÉS, ha nacido de la experiencia del amor de Dios, “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”.

 

5. 1. Sin Pentecostés, no hay Iglesia. No hay experiencia de Dios,  nota esencial y constitutiva  de la Iglesia y de su misión

 

La Iglesiaes proyecto de la Santísima Trinidad por el envío de Cristo histórico y encarnado, y por Cristo resucitado, metahístórico, descendiendo hecho fuego de su Espíritu, Espíritu  Santo, en Pentecostés

         La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, es y será siempre:

         A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…”

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:“Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

         Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, el Espíritu Santo es  en la Iglesia y en el mundo:

 

B) MEMORIAL DE LA IGLESIA, que hace presente los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opues Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía.

 

C) EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE, DE VIDA NUEVA Y APOSTÓLICA, llena de fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

 

D) “VERDAD COMPLETA” DE CRISTO

 

E) FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en los que “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

         Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

         La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

         Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad mavillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

         Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

         Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

         En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.                Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre.        Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

 

 

5. 2. Los Apóstoles fueron transformados en Cristo Resucitado por su mismo Espíritu –Espíritu Santo-, esto es, en llamas ardientes de su Amor apostólico, como Él se lo había prometido

 

         Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

         Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

         Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

         Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

         Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesiade todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

         Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta PastoralNovo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.      

         Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.

         En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

         Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

         «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[4]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[5].

         Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[6].

         Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

         Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[7].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[8].

 

5. 3. Este mismo Espíritu Santo de Pentecostés, Espíritu de Cristo resucitado, vino también sobre Pablo y todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán 

 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

         Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”.

Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todoslos días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristo en nuestro corazón y sin amor a Cristo sobre el amor propio, algo haremos, pero muy bajito, de amor a Cristo.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios, que la santidad, verdad y eficacia del evangelio.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, perder popularidad, ser tachado de intransigente, no justificará nunca nuestro silencio o falsa prudencia.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

 

 

 

VISPERAS: UNIDOS POR ELLAS A LA LITURGIA DEL CIELO

 

Pero para todo esto, para enseñar este camino, para formar  y poder dirigir en este camino de experiencia de Dios, hay que recorrerlo primero

 

         Preguntádselo a cualquier santo, quiero decir, a todos los santos. Y como hemos hablado de atender a los necesitados, preguntarle a Madre Teresa de Calcuta de donde sacaba ella y su Congregación la fuerza para atender a los pobres: «He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí» (JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta, Sal Terrae  2002, p. 91). Me gustaría que esta advertencia de la Madre Teresa de Calcuta la tuvieran muy presentes todos los obispos del mundo cuando han de elegir superiores y formadores de sus seminarios y que esto estuviera presente en todas las escuelas y noviciados y pedagogías de formación sacerdotal o apostólica.

         En nombre vuestro, se lo he preguntado a santa Teresa de Jesús, a san Juan de la Cruz, que son maestros en esta materia... y más recientemente a la Beata sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, Juan Pablo II, Trinidad de la Santa Madre Iglesia... etc., porque son infinidad, y todos me han dicho lo mismo, porque lo han recorrido y experimentado; todos los santos de la Iglesia afirman que  este camino es la oración, la oración, sobre todo, la oración eucarística; pero no una oración primera e iniciática u oración en primeros pasos y grados, que está muy bien, pero que nos permite vivir todavía con defectos e imperfecciones graves; me refiero a la meditación, a la llamada «oración mental». Para la experiencia de Dios y sus misterios, hay que subir un poquito más arriba, hay que purificarse y dejarse purificar más por la «lejía fuerte» del amor de Dios, por lo menos hasta la oración afectiva; y si el Señor quiere y nosotros colaboramos, hasta la oración infusa, porque la infunde Dios en nosotros, no la fabricamos con nuestras reflexiones o ideas; hasta la oración pasiva, hasta ver los resplandores del Tabor.

         Para llegar a esta oración hay que sacrificarse un poco más; convertirnos más a la voluntad de Dios y cumplir más perfectamente sus mandamientos; vaciarnos de nosotros mismos para que habite Dios en plenitud: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”; hay que esforzarse por no quedarse en el llano de la mediocridad, como el resto de los Apóstoles y subir por la montaña de la oración, con conversión permanente, como Pedro, Santiago y Juan; los que se quedaron en el llano, no vieron a Cristo transfigurado.

         La culpa de que no lleguemos a esta experiencia y la oración se haga rutinaria y nos canse y a veces nos aburra y la dejemos, es la falta de conversión permanente, es que no queremos vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras idolatrías; y entonces no cabe Dios en nosotros, aunque siempre está deseándolo y para eso nos soñó en su seno trinitario desde toda la eternidad, y roto este primer proyecto de amor, envió a su Hijo que vino en nuestra búsqueda para encontrarnos; para eso es la Eucaristía y su presencia permanente eucarística:  para abrirnos las puertas del cielo, de la Trinidad en la tierra por su presencia en el Sagrario.  Estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe «ni Dios». Parece blasfemo, pero es la verdad.

         Ahí, en el Sagrario,  está Cristo Eucaristía, el Verbo de Dios, Jesucristo, en Eucaristía y ofrenda permanente, en obediencia total, adorando al Padre, con amor extremo a Dios y a los hombres, hasta dar la vida. Es una presencia dinámica y permanente del sacrificio, de la misa ofrecida, no meramente estática. Fíjate, hermano sacerdote, la cantidad de belleza y misterios de vida que nos está enseñando el Señor con sola su presencia, sin decir palabra, en «música callada», que diría san Juan de la Cruz.

         El Sagrario, el pasar ratos largos junto al Sagrario, «estando (o hablando) con el que nos ama», no es una presencia piadosa, una devoción particular más, para almas piadositas y devotas, poco «comprometidas», y apostólica, o algo parecido; no; es una presencia única y totalmente centrada en el corazón apostólico de la Iglesia, dinámica y activa, absolutamente necesaria y esencial para todo sacerdote, para todos los que quieran vivir y emplear su vida al estilo de Cristo, buen pastor; para todos los sacerdotes verdaderos y no puramente profesionales, adoradores de Dios Trino y Uno “ en Espíritu y Verdad”, en Espíritu Santo de Amor  y Verdad revelada del Hijo, en obediencia total al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, por la salvación de nuestros hermanos, los hombres.

Así lo está cumpliendo allí el mismo Cristo en presencia «memorial», el Único Sacerdote  del Altísimo, con el cual tiene que identificarse en su ser y existir todo sacerdote, con amor extremo, hasta el final de los tiempos, si es que quiere ser sacerdote de Cristo, y no de sí mismo; si es que, aunque no lo viva, sabe por lo menos de qué va el sacerdocio católico.

Para saber esto, basta estudiar un poco de teología. El vivirlo, ya es otra cosa; por lo menos a mi me cuesta a veces. Y es lo de siempre: hay verdades, realidades que no se comprenden hasta que no se viven, aunque tenga uno un doctorado en teología. Y si no se viven, terminan por olvidarse en su sentido propio y espíritu, y las vivimos según la carne. La eucaristía es la fuente del sacerdocio y del amor  y apostolado auténtico, no meramente oficial.

         Toda la vida de un párroco se define desde el primer día de estar en la parroquia, por su comportamiento con el Sagrario, con Cristo Eucaristía. ¡Es el Señor! No un trasto más de la Iglesia o un recuerdo o una imagen. Si no lo valoras y lo amas, si te aburre Él en persona, no sé cómo se pueda entusiasmar luego a los hombres, niños y jóvenes con Él.

         Mirando al Sagrario se demuestra la profundidad de la fe; si uno cree que es Dios, Cristo mismo en persona, “por quien todas las cosas han sido hechas”, y único Salvador del mundo, quien mora en él.

         Mirando al Sagrario se demuestra el concepto que cada sacerdote tiene de apostolado; y el concepto que tiene de apostolado es el concepto que tenga de Iglesia; y el concepto de Iglesia, es el concepto y o la vivencia que tenga de Cristo, y el concepto de Cristo es su vivencia de Eucaristía por la oración personal, lo que vea y experimente en sus ratos de oración eucarística y Plegaria Eucarística: «que es centro y culmen de toda la vida de la iglesia... fuente de toda vida apostólica y meta de todo apostolado» (Vaticano II).

         Sin vivencia de Eucaristía por relación personal oracional, sin ratos largos de sagrario para llevar las almas de los fieles hasta allí, poco valen a veces tantos organigramas y dinámicas y acciones que llamamos apostolado, que muchas veces no llegan hasta la persona misma de Cristo, sino que nos pasamos toda la vida hablando de verdades, aunque sean verdades, y no llegamos hasta las personas divinas, hasta su persona, hasta Cristo en persona, y por eso, muchas de nuestras dinámicas y apostolados no pasan de la puerta de las reuniones, donde las hemos tenido, porque les falta el alma, el encuentro personal, el Espíritu de Cristo, nos falta experiencia personal de amistad con Cristo vivo, pero vivo, no recuerdo, que eso es la oración eucarística, el diálogo permanente con Jesús en el Sagrario, porque la oración es y debe ser «el alma de todo apostolado», que así se titulaba un libro muy leído en los seminarios en los tiempos de en mi juventud.

         Sin pasar ratos ante el Sagrario, querido hermano sacerdote, no sé cómo podremos entusiasmar a la gente con Él, y convencer a la gente de Él, que siempre está esperándonos con los brazos abiertos. El mejor apostolado y predicación es el ejemplo de la propia vida. Por eso, el sacerdote no puede faltar a esta cita diaria de fe y amor.

         Es que para eso se quedó precisamente en el pan eucarístico: “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. No le defraudes. Una simple mirada y se entrega por nada ¡Está tan deseoso de nuestra amistad, de nuestra salvación, de la salvación de todos nuestros feligreses! No olvidemos que para eso se encarnó; para venir en nuestra búsqueda, para abrirnos las puertas de la eternidad y amistad que empieza aquí abjo. Te ama tanto; ama tanto al Padre y su proyecto de amor a los hombres;  te necesita tanto a ti, querido hermano sacerdote, para seguir predicando y salvando.

Nuestra vida es más que esta vida; hemos sido creados para una eternidad de felicidad con Dios. Y a Él le duelen tanto los hombres, su salvación eterna, que por eso se quedó tan cerca de nosotros. Es lo único que le importa en el Sagrario; es el deseo y el amor del Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan la vida eterna”. Y allí sigue Él entregando su vida por todos los hombres.

Si creemos en la eternidad, en lo definitivo, en lo que vale un alma, y nos preocupa más que todo lo que sea del tiempo, tenemos que ser almas de Sagrario. Porque somos en Él y por El sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades, las de nuestros feligreses, de ese siempre, siempre, siempre para el que el Padre nos soñó y nos espera.

         Sin esta experiencia eucarística, no puede haber experiencia de Dios, ni auténtico  sacerdocio de Cristo en nosotros y por nosotros, ni verdadero apostolado de almas, ni amor de Cristo a los hombres, porque es Él el que nos lo tiene que dar, ni lógicamente, verdadero y sincero amor a Jesucristo vivo, vivo y resucitado en persona, no mero recuerdo o idea o palabra que predicar.

         Todos los cristianos, por el santo bautismo, hemos sido llamados a la santidad, a la unión plena y transformativa con Dios. En Cristo Eucaristía es donde está Dios Padre esperándonos para mostrarnos su rostro lleno de Fuego de su mismo Espíritu Santo, para revelarnos y cantarnos su Canción de Amor Personal a cada uno de nosotros personalmente en su Palabra o Verbo o Revelación del Hijo, en el que nos lo expresa todo y nos está cantando desde toda la eternidad su sinfonía de Amor Personal, escrita en pentagramas de matices y notas personales de vida, belleza y armonía trinitaria, que se escuchan en  «música callada» de oración silenciosa de «quietud», sin palabras, especialmente en oración eucarística, donde nos está diciendo y expresando todo el amor de un Dios infinito que lo tiene todo, buscando el amor de sus criaturas que no pueden darle nada que no tenga, porque dejaría de ser Dios, y tanto amor sin mover los labios, sólo con su presencia de amor, esperando una simple mirada de fe por parte nuestra para entregarse totalmente. Está tan deseoso, porque está tan olvidado, a veces hasta de los suyos, de los que le predican y dicen que le han entregado toda su vida...  como si fuera un trasto más de la Iglesia.

         Muchas veces, en mi oración junto al Sagrario, oigo al Señor que me dice: Pero ¡cómo me tienen tan olvidado algunos sacerdotes! ¡si estoy aquí para decirles lo que le amo!  estoy aquí para amar y no vienen a verme y pasan de largo y luego se atreven a hablar de mí... pero si ése no soy yo... es que llevo años  (y aquí puedes poner los que quieras, 10, 20, 30, 40, 50... años) y no se ha parado ni una sola vez para decirme: Te quiero, Cristo. Gracias.

         Cuando les veo venir hacia la iglesia, después de tanta soledad humana, porque cerráis en exceso mi presencia en las iglesias, y vienen para celebrar la misa conmigo, me alegro y nada más abrir la puerta de la iglesia, abro mis brazos para abrazar a mi sacerdote, y qué decepción, pasa de largo y ni me saluda y me quedo con los brazos abiertos.

         Y celebra la misa; y ni una palabra personal de amor, de comunión con mis sentimientos, y fíjate que, al celebrarla y hacerla presente, digo a través de vosotros: “Y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mí”, y algunos sacerdotes no se acuerdan de mí, de mis emociones y entrega, de mi ilusión por abriros las puertas de la eternidad con nosotros en Trinidad.

         Es más, Gonzalo, algunos entran  y salen sin saludarme y se portan y hablan como si estuvieran en la calle, como si en el Sagrario no estuviera yo esperándole en amistad permanente y ofrecida.

         Menos mal que en algunas parroquias encuentro compañía, amor, ternura, entrega... qué gozo tengo de haberme quedado con mis hermanos los hombres para llevarlos al encuentro con el Padre. Y como soy el mismo en todos los Sagrarios, la soledad de algunos queda suplida y millones de veces superada por las compañías de otros.

         Y mira que  con poco me conformo. Porque yo no necesito de nada. Yo soy Dios. Pero me da pena no llenaros de mi gozo. Para eso me quedé en el Sagrario. Y por nada, con una simple mirada de fe o de amor, no digamos con algún rato de oración, me entrego del todo.

         Díselo a mis sacerdotes. Les sigo esperando. Les amo, porque les amo con el mismo Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, con amor eterno de Espíritu Santo». 

         Todos los santos fueron eucarísticos, hombres de oración eucarística. Ni uno solo que no pasara largos ratos junto a Él en el Sagrario. Preguntádselo a los que viven esta experiencia, a los que con san Juan de la Cruz, adoraron la Trinidad en el pan eucarístico: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche», por la fe. Y al contemplarla, no solo meditarla, llegan a decir: «Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado».

         Para eso escribo este libro; para hablar  claro del sacerdocio y de su relación esencial con Cristo Eucaristía por la oración personal permanente que se mantiene viva y nos lleva a la experiencia permanente de lo que somos, celebramos y predicamos, de nuestro ser y existir en Cristo Único Sacerdote del Altísimo.

         Y hablo claro de su amor eucarístico, del amor de Cristo en el Sagrario a cada hombre hasta el final de los tiempos. Yo soy testigo de todo lo escrito. Lo digo con toda humildad, que es decirlo, con toda verdad. Por si pudiera ayudar un poco en este sentido, en esta amistad con el «Amor de los amores». Porque en mi vida cristiana y sacerdotal todo se lo debo a la oración, quiero decir, a Cristo conocido y amado en la oración eucarística, mirando al Sagrario.

         Me gustaría que todos mis hermanos los sacerdotes pudiéramos  llegar al Tabor, para esto hemos sido llamados, ungidos y consagrados por su mismo Espíritu, Espíritu Santo de Amor, para «contemplar» al Hijo amado en el que me complazco, para poder decir con san Pablo y san Juan y tantos y tantas vivientes: “Para mí la vida es Cristo...vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”.       

 

 

COMPLEMENTOS:

 

OTRA ORACIÓN DE LA MAÑANA O TARDE

 

Jesús, antes de marcharse, instituyó como misterio total de su vida y misión la Eucaristía, acción de gracias al Padre por todos los beneficios que nos iba a conseguir por su vida, rematada con la pasión, muerte y resurrección. 

 

1.2. LA EUCARISTÍA COMO MEMORIAL: Toda la liturgia, especialmente la Eucarística, no es un mero recuerdo de la Última Cena, sino que es memorial, que hace presente en sacramento--misterio toda la vida de Cristo, a Cristo entero y completo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, “de una vez para siempre”, como nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos,   superando los límites de espacio y tiempo, porque el hecho ya está eternizado, es siempre el mismo, en presente eterno y total y permanente en la presencia del cordero degollado ante el trono del Padre.

         Es como si en cada misa, Cristo, El Señor, especialmente en la consagración del pan y del vino, cortara con unas tijeras divinas, no solo el hecho evocado sino toda su vida hecha ofrenda agradable y satisfactoria al Padre. Es que cada vez que un sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, mejor dicho, hace de ministro sacerdotal porque el único sacerdote es Cristo haciendo presente toda su vida que fue ofrenda al Padre por la salvación de los hombre desde su Encarnación hasta Ascensión al Cielo, haciéndola así contemporánea a los testigos presentes, los adoradores o fieles,  es Cristo quien por el ministerio sacerdotal de los presbíteros consagra y presencializa toda su vida, palabra, pasión y muerte y resurrección, dando así la oportunidad a los hombres de todos los tiempos de ser testigos y beneficiarios del su misterio salvador, de su persona, de su amor, de su intimidad, de rozarlo y tocarlo...

 Así que muchas veces le digo a nuestro Cristo cuando consagra su pan de vida: Cristo bendito, este pan tiene aroma de Pascua, olor y sabor del pan de tus manos en el Jueves santo, ya eternizado y hecho memorial, siento tus manos temblorosas, tu emoción y sentimientos que estás haciendo presentes, que me estrechan para decirme: tus pecados están perdonados, y los de mi pueblo y estrechamos la mano y la siento, haciendo un pacto eterno de perdón y alianza eterna de amistad como Moisés en el Monte Sinaí, como en los tratos de nuestra gente, de nuestros padres en tiempos pasados.

Siento vivo, como si se acabara de dármelo, su abrazo, el reclinar de Juan sobre su pecho, amigo adorado, con aroma y perfume de Pascua. Oigo a Cristo que nos dice al consagrar: os amo, doy mi vida por vosotros... y vuelvo a escuchar la despedida y oración sacerdotal completa de la Última Cena.

Queridos amigos,  la irreversibilidad de las cosas temporales queda superada por el poder de Dios, que es en sí eternidad encarnada en el tiempo. La misa no es mero recuerdo, es memorial que hace presente todo el misterio. Aquel que es para siempre la Palabra, la biblioteca inagotable del Padre y de la Iglesia, su archivo inviolable  condensó toda su vida en los signos y palabras de la Eucaristía: es su suma teológica. Para leer este libro eucarístico que es único, no basta la razón, hace falta el amor que haga comunión de sentimientos con el que dijo: "acordaos de mí," de mi emoción por todos vosotros, de mis deseos de entrega, de mis ansias de salvación, de mis manos temblorosas...

Sin esta comunión personal de sentimientos con Cristo, el libro eucarístico llega muy empobrecido al lector. No hay liturgia verdadera, irrupción de Dios en el tiempo para tocar, salvar y transformar al hombre. Este libro hay que comerlo para comprenderlo, como Ezequiel:"Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo y me dijo: "Hijo de hombre aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy." Lo comí y fue en mi boca dulce como miel" (Ez.3, 1-3).

 

Los que tienen esta experiencia, los que no sólo creen sino que viven y sienten lo que creen y celebran en este misterio, los testigos, los sarmientos totalmente unidos a la vid, que debemos ser todos, los místicos, san Juan de la Cruz nos dirá que para conocer a Dios y sus misterios el mejor camino es la oración, y la oración es amor más que razón y teología, porque ésta no puede abarcarle, pero por  el amor me uno al objeto amado y me pongo en contacto con él y me fundo en una sola realidad en llamas con el. Esto es la liturgia, o tenía que ser, no correr de acá para allá, pura exterioridad sin entrar en el corazón de los signos y encontrarse con Cristo resucitado y glorioso que ha irrumpido en el tiempo para estar con nosotros, para celebrar con nosotros sus misterios, para salvarnos y ser nuestro camino, verdad   y vida de amigo.

Todo esto los místicos lo experimentan por el amor, pero todos hemos sido llamados a la mística, a la santidad, a la unión vital de los sarmientos con Cristo vid de vida, a sentir este amor, todos estamos llamados a la experiencia de la Eucaristía, a vivir lo que celebramos, eso es ser sanctus, unión total del sarmiento con la vid hasta sentir cómo la savia corre a través de nosotros a los racimos de nuestras parroquias. Para eso se quedó Cristo en el pan: “Vosotros sois mis amigos”, a vosotros no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que me ha dado mi Padre, os lo he dado a conocer”.

         A Cristo, como a los sacramentos o el evangelio, no se les  comprenden hasta que no se viven. Este será siempre el trabajo de la Iglesia y de cada creyente, que se convierte en problema para todo seguidor y discípulo de Cristo, sea cura, fraile o monja o bautizado, al necesitar permanentemente la conversión, la transformación de su vida en Cristo, en el Cristo que contemplamos y adoramos y comulgamos, y esto supone siempre cruz, sufrimiento de una vida que quiere ser suya, humillaciones soportadas en amor, segundos puestos, envidias perdonadas y reaccionar siempre ante las críticas o incomprensiones perdonando, amando por Cristo que va morando y viviendo cada día más su misma vida en nosotros.

         A mí me gustaría que se hablase más de estas realidades esenciales de nuestra fe en Cristo en nuestras reuniones, charlas, predicaciones, formación permanente. Aunque resulte duro y antipático escucharlas porque resulta mucho más vivirlas. Y al vivir más estos sentimientos de Cristo en mí, voy teniendo cada día más vivencia y experiencia de su persona y amor como realidad y no solo como idea o teología. Y me convierto en explorador de la tierra prometida, y voy subiendo con esfuerzo por el monte Tabor hasta verle transfigurado y poder decir con total verdad y convencimiento y vivencia: qué bien se está aquí adorando, contemplando a mi Cristo, Verbo de Dios y Hermosura del Padre y Amigo y Redentor de los hombres.         

1.3. El mejor camino para encontrar a Cristo Eucaristía es la oración, hablar con Él: «Que no es otra cosa oración... tratando muchas veces a solas...»

Hasta aquí hay que llegar desde la fe heredada para hacerla personal; ya no creo por lo que otros me han dicho y enseñado, aunque sean mis padres, los catequistas, lo teólogos, sino por lo que yo he visto y palpado; hasta aquí hay que llegar desde un conocimiento puramente teórico, como el de todos, que no es vivo y directo y personal; por eso los primeros pasos de la oración, la oración meditativa, reflexiva, coger el evangelio y meditarlo, es costoso, me distraigo hasta que empieza escuchar directamente al Señor en oración afectiva, donde sin pensar mucho directamente hablo con Él, mejor, El empieza a decirme lo que tengo que corregir para ser seguidor suyo y ya hay encuentro personal, trato de amistad con el que me ama, para luego avanzando en la oración afectiva, durante años y según la generosidad de las almas, llego a la contemplativa, que muchos no llegamos, en la que ya no necesito libros para amarle y hablarle, es más, me aburren. Ya los abandono para toda mi vida como medio para encontrarme con Él. Vamos este es el camino que he visto en algunos feligreses míos. Me gustaría que fueran más.

         Por eso, si Cristo me aburre, si no he llegado a la oración afectiva, al diálogo y encuentro personal de hablarle de tú a tu, en lugar de Oh Señor, Oh Dios, si no he pasado de la oración heredada, de lo que me han dicho de Él a la oración personal, a lo que yo voy descubriendo y amando...si el sagrario no me dice nada o poco, cómo voy a entusiasmar a mi gente con Él, cómo voy a enseñar el camino del encuentro, cómo voy a enseñar a descubrirlo y adorarlo, si a mi personalmente  me aburre y no me ven pasar ratos junto a Él, cómo puedo conducirlos hasta Él, cómo decir que ahí está Dios, el Señor y Creador y Salvador del mundo, el principio y fin de todo cuanto existe y paso junto a Él como si el Sagrario estuviera vacío,  y después de la misa, o antes, hablo y me porto en la Iglesia como si Él no estuviera allí.

         El Cristo del Evangelio, que vino en nuestra búsqueda, está tan deseoso de nuestra amistad y a veces tan abandonado en algunos sagrarios, tan deseoso de encuentro de amistad, que se entrega por nada: por un simple gesto, por una mirada de amor. Y así empieza una amistad que no terminará ya  nunca, es eterna. Cómo me gustaría que se hablase más de este camino, de la oración propiamente eucarística, mira que los últimos papas y documentos hablan con entusiasmo hasta la saciedad de este dirigir las almas a Dios por la oración-conversión eucarística.

         Muchas acciones, y más acciones y dinámicas en nuestros apostolados, pero no todas las acciones son apostolado si no las hacemos con el Espíritu de Cristo. Muchas acciones a veces, pero pocas llegan hasta Cristo, hasta su persona, se quedan en zonas intermedias. Hablamos mucho de verdades y poco de personas divinas, término de todo apostolado. Sin embargo, en la adoración eucarística están juntos el camino y el término de toda nuestra actividad apostólica: adoración y Eucaristía; llevar las almas a Dios era la definición antes del sacerdocio y apostolado sacerdotal.

         Y orar es hablar con Cristo. Por eso, S. Teresa, S. Juan de la Cruz, madre Teresa de Calcuta, cualquiera que hace oración sabe que todo el negocio está no en pensar mucho sino en amar mucho. La oración es cuestión de amar, de querer amar más a Dios. Este camino hasta la experiencia de lo que creemos o celebramos  es la mística. Conocer y amar a Cristo, no por contemplación de ideas o teologías sino por vivencia, por sentirme realmente habitado por Él: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a Él y viviremos en Él”.  Y entonces se van acabando las dudas, y las noches, hasta desear sufrir por Cristo como Pablo: “Estoy crucificado, vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”; esta es la única razón de la adoración, de la comunión y de la misa;  esta será siempre la razón de ser de la Iglesia, de los sacramentos, de nuestro ser y existir como bautizados o sacerdotes, sobre todo como adoradores eucarísticos, llegar a ser testigo de lo que creemos, de lo que celebramos, lo he repetido muchas veces. Nos lo están repitiendo continuamente los Papas y la mayor parte de los documentos de la Iglesia: qué cantidad de ellos insistiendo continuamente en la Adoración Eucarística.

         Cómo puedo yo, Gonzalo, aunque sea sacerdote,  cómo yo adorador o adoradora nocturna, cómo voy entusiasmar a mi gente con Cristo Eucaristía si a mí personalmente me aburre y no me ven junto a El todos los días. La gente dirá: Si eso fuera verdad, se comería el Sagrario. Tengo que tener cuidado en no convertirme en un profesional de la Eucaristía, que la predico o trato como si fuera una cosa o un sistema filosófico de verdades, puramente teórico, pero no Cristo en persona, a quien hablo, trato y me tiene enamorado y seducido porque lo siento y lo vivo. 

 

1.4. Orar, amar y convertirse dicen lo mismo y se conjugan igual.

Para eso, sólo conozco un camino, un único camino, y estoy tan convencido de ello, que algunas veces le digo al Señor, quítame la gracia, humíllame, quítame hasta la fe, pero jamás me quites la oración-conversión, el encuentro diario contigo en el amor, porque aunque esté en el éxtasis, si dejo la oración-conversión, terminaré en el llano de la mediocridad y caeré en el cumplo y miento, en lo puramente profesional y me faltará el entusiasmo y el convencimiento de mi Cristo vivo y resucitado.

         Pero aunque esté en pecado o con fe muerta, si hago oración-conversión, dejaré el pecado, la mediocridad y por la oración, sobre todo eucarística, llegaré a sentirlo vivo y presente en mi corazón. Realmente  todo se debo a la oración, a mi encuentro diario con Cristo Eucaristía, en gracia o en pecado, en noches de fe o en resplandores de Tabor.

Y este camino de la oración, como he dicho, tiene tres nombres, que se conjugan igual, y da lo mismo el orden en que se pongan: amar, orar y convertirse; quiero amar, quiero orar y convertirme; me canso de orar, me he cansado de amar y convertirme; quiero convertirme, quiero amar y estar con el Señor. Y así es cómo ve voy vaciando de mí y llenando de Él, de su vida y sentimientos y amor a los demás y siento así su gozo y perfume y aliento y abrazo y perdón hasta decirle  estáte, Señor, conmigo, siempre sin jamás partirte y cuando decidas irte, llévame, Señor, contigo, porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo... y si lo siento muy vivo... puedo hasta decirle: que muero porque no muero. No lo considero nada extraordinario. Esto es para todos, todos hemos sido llamados a esta unión de amistad, a la santidad, a la unión vital y total con Cristo. Pero vamos a ver, hermanos, ¿Cristo está vivo no está, está en el pan consagrado o no está...? En mi parroquia tengo almas contemplativas y místicas, que han llegado a estas vivencias. Pero siempre por la conversión de su vida en la de Cristo.  

Amar, orar y convertirse es el único camino. Preguntárselo a los santos de todos los tiempos. Y nos hay excepciones. Luego se dedicarían a los pobres o a los ricos, a la vida activa o contemplativa, serán obispos o simples bautizado, pero el camino único para todos será la oración-conversión, la oración-vida: que no es otra cosa... ¡Cuánto me gustaría que se hablase más de todo esto! “El que quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo... no podéis servir a dos señores... convertíos y creed el evangelio”. La conversión es imprescindible para entrar en el reino de Dios, en la amistad con la Trinidad. La no conversión, el cansarnos de poner la cruz en nuestros sentidos, mente, corazón, porque cuesta, el terminar abandonando la conversión permanente que debe durar toda la vida porque tenemos el pecado original metido en nosotros es la causa de la falta de santidad en nuestras vidas, y lógicamente, de la falta de experiencia de lo que creemos y celebramos, porque nuestro yo le impide a Cristo entrar dentro de nosotros. Por eso nos estancamos en la vida de unión con Dios y abandonamos la oración verdadera, que lleva a vivir en Cristo; y así la oración tanto personal como litúrgica no es encuentro con Cristo sino con nosotros mismos, puro subjetivismo, donde nos encontramos solos y por eso no nos dice nada y nos aburrimos.

        

1.5. POR ESO, LA EUCARISTÍA ES LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO. Precisamente este es el título del primer libro que escribí sobre la Eucaristía. En la introducción decía: Todos  sabemos, por clásica, la definición de Santa Teresa sobre oración: «No es otra cosa oración mental, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). Parece como si la santa hubiera hecho esta descripción mirando al sagrario, porque allí es donde está más presente el que nos ama: Jesucristo vivo, vivo y resucitado. De esta forma, Jesucristo presente en el sagrario, se convierte en el mejor maestro de oración, y el sagrario,  en la mejor escuela.

Tratando muchas veces a solas de amistad con Jesucristo Eucaristía, casi sin darnos cuenta nosotros, «el que nos ama» nos invita a seguirle y vivir su misma vida eucarística, silenciosa,  humilde, entregada a todos por amor extremo, dándose pero sin  imponerse... Y es así cómo la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de santidad, de unión y vivencia de los sentimientos y actitudes de Cristo.

Esto me parece que es la santidad cristiana. De esta forma,  la escuela de amistad pasa a ser escuela de santidad. Finalmente y  como consecuencia lógica, esta  vivencia de Cristo Eucaristía, trasplantada a nosotros por la unión de amor  y la experiencia, se convierte o nos transforma en llamas de amor viva y apostólica: la presencia eucarística se convierte en la mejor escuela de apostolado.

La Eucaristíano es una tesis teológica, es una persona, una persona viva, es Cristo en persona, es el Verbo, la Hermosura del Padre, Palabra de su Amor que el Padre canta y pronuncia al Hijo en canción eterna de amor cuyo eco llega a la tierra en carne humana por el mismo Espíritu de un Padre que me quiere hijo en el Hijo, que soñó conmigo desde toda la eternidad, me creó para una eternidad de amor y felicidad con Él y me dio la vida en el sí de mis padres, y este Hijo viéndole al Padre entristecido porque este primer proyecto de amor se había roto por el hombre, le dice: “Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad...”, y viene en mi búsqueda y se hace primero hombre y luego un poco de pan para salvarme y quererme cerca, ser mi amigo, para perpetuar su Palabra, Salvación y Alianza y pacto eterno de amistad con los hombres, pero siempre y únicamente en su Espíritu de Amor, en ese mismo amor con que el Padre le ama al Hijo y el Hijo, aceptando su Espíritu de Amor le hace Padre, en el mismo Amor, no hay otro y en ese amor con que Dios me ama por su Hijo tengo que entrar yo, y para eso tengo que sacrificar, ser sacerdote y víctima y ofrenda de mi amor a mí mismo, a mi yo, para poderle amar con el amor con que El me ama  que es amor de Espíritu Santo, Amor de Pentecostés que les hizo a los Apóstoles abrir los cerrojos y las puerta cerradas por miedo a los judíos, aunque le habían visto resucitado y en apariciones a Cristo, pero hasta que no llega este mismo Cristo hecho fuego de Espíritu Santo, hecho llama de amor viva, estando en oración con María la madre de Jesús, no sienten esa vivencia que ya no pueden callar, aunque quieran, aunque los maten y los llevará hasta la muerte por Cristo, como a los Apóstoles, porque es ya el amor infinito de Cristo en ellos dando la vida por los hermanos.

Pienso que la causa principal de no aumentar el número de Adoradores y de rutina y cansancio posibles está ciertamente hoy en la falta de fe eucarística del pueblo cristiano, pero también en la falta de entusiasmo y experiencia en nosotros, al no valorar ni comprender ni vivir ni ser testigos de todo este misterio de salvación y redención y amistad que hay en el Cristo vivo, vivo de nuestras eucaristías, hecho sacramento de perdón y amistad permanentemente ofrecida desde nuestros sagrarios, que merece toda nuestra admiración como se lo manifestaban las multitudes en Palestina, atraídas por su Verdad y Dulzura y Belleza, Hermosura del Hijo Único de Dios, que vino en nuestra búsqueda por puro amor, porque Él es Dios y no podemos darle nada que Él no tenga, excepto nuestro amor. 

         La humanidad de Cristo encarnado y prepascual era personalmente el sacramento de su presencia y la salvación en el tiempo; ahora, el sacramento de la presencia del Cristo Pascual, y resucitado y sentado a la derecha del Padre es el pan y vino eucarísticos, es la Eucaristía. Y la Iglesia, por mandato de Cristo, cumple hoy el cometido de visibilizar a Cristo Pascual y eterno, a Cristo entero y completo, todo su misterio de amor y salvación, por la potencia de Amor del Espíritu Santo, en la celebración de la Eucaristía, en las palabras y gestos litúrgicos.

 El pan consagrado es la visibilización del mismo que dijo “me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos, habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin...del tiempo”. En cada sagrario está Cristo diciéndome: te amo, te busco, doy mi vida por ti. Esta fe la ha vivido la Iglesia especialmente durante siglos en la adoración de este misterio, objeto primordial del culto y de la espiritualidad de la Adoración Nocturna.

         Esta adoración ante el Santísimo Sacramento es el modo supremo y cumbre de toda oración personal y comunitaria fuera de la Eucaristía:«¡Oh eterno Padre, exclama S. Teresa, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras! ¡Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos! ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo cordero? Si tu Hijo no dejó nada de hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, oh Señor, que sea tan mal tratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable...»

         Y aquí el alma de Teresa se extasía... Ya sabéis que la mayor parte de sus revelaciones o visiones: «me dijo el Señor, ví al Señor...» las tuvo Teresa después de haber comulgado o en ratos de oración ante Cristo Eucaristía. Por esto, cuando Teresa define la oración, parece que lo hace mirando al Señor Sacramentado: «Que no es otra cosa, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con quien sabemos que nos ama».

         Por eso, todo orante, sacerdote o seglar, ha de tener mucho cuidado con su  comportamiento y con todo lo relacionado con la Eucaristía, que es siempre el Señor vivo, vivo y resucitado, porque se trata, no de un cuadro o una imagen suya, sino de Él mismo en persona, y si a Cristo en persona en el sagrario no lo respetamos y lo hacemos respetar, aunque muchos no lo comprendan y a nosotros nos cuesten incomprensiones y disgustos, si no lo honramos y veneramos con nuestro silencio y comportamiento, incluso externo, poco podemos valorar todo lo demás referente a Él, todo lo que Él nos ha dado, su evangelio, su gracia, sus sacramentos, porque la Eucaristía es Cristo presente en persona, todo entero y completo, todo el evangelio entero y completo, toda la salvación entera y completa. 

         Observando a veces nuestro comportamiento con Jesús Eucaristía, pienso que muchos cristianos no aumentarán su fe en ella ni les invitará a creer o a mirarle con más amor o entablar amistad con Él, porque nosotros, los adoradores o simples cristianos, no podemos  <pasar> del sagrario, como algo propio de beatos,  y muchas veces pasamos ante el sagrario, como si fuera un trasto más de la Iglesia, hablamos antes o después de la Eucaristía como si el Señor ya no estuviera allí presente, con lo que cual nos cargamos todo lo que hemos celebrado o predicado.

         Sin embargo, todos sabemos que el cristianismo es fundamentalmente una persona, es Cristo. Por eso, nuestro comportamiento interior y exterior con Cristo Eucaristía es el termómetro de nuestra vida espiritual. Es muy difícil, porque sería una contradicción,  que Cristo en persona no nos interese ni seamos delicados personalmente con Él en su presencia real y verdadera en la Eucaristía y luego digamos que le amamos y buscamos en el evangelio, en el apostolado, en los hermanos, cuando teniéndolo tan cerca, le hacemos poco caso.

         Cuidar el altar, el sagrario, mantener los manteles limpios, los corporales bien planchados ¡cuánta fe personal, cuánto amor y apostolado y eficacia y salvación de los hermanos y amistad personal con Cristo  encierran! Y ¡cuánta ternura, vivencia y amistad verdadera hay en los silencios  guardados dentro del templo, en la visita diaria oracional ante el Sagrario, porque uno sabe que está Él, y lo respetamos, amamos y adoramos, aunque otros estén hablando,  después de la celebración eucarística, como si Él ya no estuviera presente!

         El Vaticano II insiste repetidas veces sobre esta verdad fundamental de nuestra fe católica: «La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y ...en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro... debe ser nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades» (PO.5).

         En los últimos siglos, la adoración eucarística ha constituido una de las formas de oración más queridas y practicadas por los cristianos en la Iglesia Católica. Iniciativas como la promoción de la Visita al Santísimo, la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua, las Cuarenta Horas... etc. se han multiplicado y han constituido una especie de constelación de prácticas devocionales, que tienen su centro en la celebración del Jueves Santo y del Corpus Christi.

 

 

 

 

TERCERA PARTE

 

LA ESPIRITUALIDAD DELA PRESENCIA EUCARÍSTICA: VIVENCIAS Y ACTITUDES QUE SUSCITA Y ALIMENTA.

 

La meta de la presencia real y de la consiguiente adoración es siempre la participación en sus actitudes de obediencia y adoración al Padre, movidos por su Espíritu de Amor; sólo el Amor puede realizar esta conversión y esta adoración-muerte para la vida nueva. Por esto, la oración y la adoración y todo culto eucarístico fuera de la Eucaristía hay que vivirlos como prolongación de la santa Eucaristía y  de este modo nunca son actos distintos y separados sino siempre en conexión con lo que se ha celebrado.

 

3. 1. Por la Adoración Eucarística aprendemos y asimilamos los sentimientos de Cristo ofrecidos en la misa

 

         Pues bien, amigos, esta adoración de Cristo al Padre hasta la muerte es la base de la espiritualidad propia de la Adoración Nocturna que debe transformarnos a nosotros en una adoración perpetua al Padre, como Cristo, adorándole, en obediencia total, con amor extremo, hasta dar la vida y consumar el sacrificio perfectos de toda nuestra vida. Esta es la actitud, con la que tenemos que celebrar y  comulgar y adorar la Eucaristía, por aquí tiene que ir la adoración de la presencia del Señor y asimilación de sus actitudes victimales por la salvación de los hombres, sometiéndonos en todo al Padre, que nos hará pasar por la muerte de nuestro yo, para llevarnos a la resurrección de la vida nueva.

         Y sin muerte no hay pascua, no hay vida nueva, no hay amistad con Cristo. Esto lo podemos observar y comprobar en la vida de todos los santos, más o menos sabios o ignorantes, activos o pasivos, teólogos o gente sencilla, que han seguido al Señor. Y esto es celebrar y vivir la Eucaristía, participar en la Eucaristía, adorar la Eucaristía.

         Todos ellos, como nosotros, tenemos que empezar preguntándonos quién está ahí en el sagrario,  para que una vez creída su presencia inicialmente: “El Señor está ahí y nos llama”, ir luego avanzando en este diálogo, preguntándonos en profundidad: por quién, cómo y por qué está ahí.

         Y todo esto le lleva tiempo al Señor explicárnoslo y realizarlo; primero, porque tenemos que hacer silencio de las demás voces, intereses, egoísmos, pasiones y pecados que hay en nosotros y ocultan su presencia y nos impiden verlo y escucharlo –“los limpios de corazón verán a Dios”- y segundo, porque se tarda tiempo en aprender este lenguaje, que es más existencial que de palabras, es decir, de purificación y adecuación y disponibilidad y de entrega total de vida, para que la Eucaristía vaya entrando por amor y asimilación en nuestra ser y existir, no en puro conocimiento o teología o liturgia ritual sin sentir la irrupción de Dios en el tiempo, en los ritos, en el pan consagrado, en nuestras vidas.

         No olvidemos que la Eucaristía se comprende hasta que no se vive, y se comprende en la medida en que se vive. Quitar el yo personal y los propios ídolos, que nuestro yo ha entronizado en el corazón, es lo que nos exige la adoración del único y verdadero Dios, destronando nuestros ídolos, el yo personal, imitando a un Cristo, que se sometió a la voluntad del Padre, en obediencia y adoración, sacrificando y entregando su vida por cumplirla, aunque desde su humanidad,  le costó y no lo comprendía.

         Desde su presencia eucarística, Cristo, con su testimonio, nos grita: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser...”  y realiza su sacrificio, en el que prefiere la obediencia al Padre sobre su propia vida: “Padre  si es posible... pero no se haga mi voluntad sino la tuya...”

          Y éste ha sido más o menos siempre el espíritu de las visitas al Señor, en los años de nuestra infancia y juventud, donde sólo había una Eucaristía por la mañana en latín y el resto del día, las iglesias permanecías abiertas todo el día para la oración y la visita. Siempre había gente a todas horas. ¡Qué maravilla! Niños, jóvenes, mayores, novios, nuestras madres... que no sabían mucho de teología o liturgia, pero lo aprendieron todo de Jesús Eucaristía, a ser íntegras, servidoras, humildes, ilusionadas con que un hijo suyo se consagrara al Señor.

         Ahora las iglesias están cerradas y no sólo por los robos. Aquel pueblo tenía fe, hoy estamos en la oscuridad y en la noche de la fe. Hay que rezar mucho para que pase pronto. Cristo vencerá e iluminará la historia. Su presencia eucarística   no es estática sino dinámica en dos sentidos: que Cristo sigue ofreciéndose y que Cristo nos pide nuestra identificación con su ofrenda.

         La adoración eucarística debe convertirse en  mistagogia, en una catequesis y vivencia permanente del misterio pascual. Aquí radica lo específico de la Adoración Eucarística, sea Nocturna o Diurna, de la Visita al Santísimo o de cualquier otro tipo de oración eucarística, buscada y querida ante el Santísimo, como expresión de amor y unión total con Él.

         La adoración eucarística nos une a los sentimientos litúrgicos y sacramentales de la Eucaristía celebrada por Cristo para renovar su entrega, su sacrificio y su presencia, ofrecida totalmente a Dios y a los hombres, que continuamos visitando y adorando para que el Señor nos ayude a ofrecernos y a adorar al Padre como Él. Es claramente ésta la finalidad por la que la Iglesia, “apelando a sus derechos de esposa” ha decidido conservar el cuerpo de su Señor junto a ella, incluso fuera de la Eucaristía, para prolongar la comunión de vida y amor con Él. Nosotros le buscamos, como María Magdalena la mañana de Pascua, no para embalsamarle, sino para honrarle y agradecerle toda la pascua realizada por nosotros y para nosotros.

         Por esta causa, una vez celebrada la Eucaristía, nosotros seguimos orando con estas actitudes ofrecidas por Cristo en el santo sacrificio. Brevemente voy a exponer aquí algunas rampas de lanzamiento para la oración personal eucarística; lo hago, para poner mojones de este camino de diálogo personal, de oración, de contemplación, de adoración y encuentro personal con Jesucristo presente en la Custodia Santa; es una especie de mistagogia o iniciación a ser adorador de Jesucristo Eucaristía

 

3. 2 La presencia eucarística de Cristo nos enseña a recordar y vivir su vida,   haciéndola presente: “y cuantas veces hagáis esto, acordaos de mi”.

 

La presencia eucarística de Jesucristo en la Hostia ofrecida e inmolada, nos recuerda, como prolongación del sacrificio eucarístico, que Cristo se ha hecho presente y obediente hasta la muerte y muerte en cruz, adorando al Padre con toda su humanidad, como dice San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: El cual, siendo de condición divina, no consideró como botín codiciado el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y apareciendo externamente como un hombre normal, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio el nombre, que está sobre todo nombre, a fín de que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).

 

3.3. Un primer sentimiento: Yo también quiero obedecer al Padre hasta la muerte.

 

         Nuestro diálogo podría ir por esta línea: Cristo Eucaristía, también yo quiero obedecer al Padre, como Tú, aunque eso me lleve a la muerte de mi yo, quiero renunciar cada día a mi voluntad, a mis proyectos y preferencias, a mis deseos de poder, de seguridades, dinero, placer... Tengo que morir más a mí mismo, a mi yo, que me lleva al egoísmo, a mi amor propio, a mis planes, quiero tener más presente siempre el proyecto de Dios sobre mi vida y esto lleva consigo morir a mis gustos, ambiciones, sacrificando todo por Él, obedeciendo hasta la muerte como Tú lo hiciste, para que el Padre disponga de mi vida, según su voluntad.

         Señor, esta obediencia te hizo pasar por la pasión y la muerte para llegar a la resurrección. También  yo quiero estar dispuesto a poner la cruz en mi cuerpo, en mis sentidos y hacer actual en mi vida tu pasión y muerte para pasar a la vida nueva, de hijo de Dios; pero Tú sabes que yo solo no puedo, lo intento cada día y vuelvo a caer; hoy lo intentaré de nuevo y me entrego  a Ti; Señor, ayúdame, lo  espero confiadamente de Ti, para eso he venido, yo no sé adorar con todo mi ser, me cuesta poner de rodillas mi vida ante ti, y mira que lo pretendo, pero vuelvo a adorarme, yo quiero adorarte sólo a ti, porque tú eres Dios, yo soy pura criatura, pero yo no puedo si Tú no me enseñas y me das fuerzas... por eso he vuelto esta noche para estar contigo y que me ayudes. Y aquí, en la presencia del Señor, uno analiza su vida, sus fallos, sus aciertos, cómo va la vivencia de la Eucaristía, como misa, comunión, presencia, qué ratos pasa junto al Sagrario...Y pide y llora y reza y le cuenta sus penas y alegrías y las de los suyos y de su parroquia y la catequesis...etc.

 

3. 4. Un segundo sentimiento: Señor, quiero hacerme ofrenda contigo al Padre  

                                                                                                                 

Lo expresa así el Vaticano II: «Los fieles...participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia, ofrecen la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella» (la LG.5).

         La presencia eucarística es la prolongación de esa ofrenda, de la misa. El diálogo podía escoger esta vereda: Señor, quiero hacer de mi vida una ofrenda agradable al Padre, quiero vivir sólo para agradarle, darle gloria, quiero ser alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad, in laudem gloriae Ejus.

         Quiero hacerme contigo una ofrenda: mira en el ofertorio del pan y del vino me ofreceré, ofreceré mi cuerpo y mi alma como materia del sacrificio contigo, luego en la consagración quedaré  consagrado, ya no me pertenezco, ya soy una cosa contigo, seré sacerdote y víctima de mi ofrenda, y cuando salga a la calle, como ya no me

 

pertenezco sino que he quedado consagrado contigo,  quiero vivir sólo contigo para los intereses del Padre, con tu mismo amor, con tu mismo fuego, con tu mismo Espíritu, que he comulgado en la Eucaristía: San Pablo: “ es Cristo quien vive en mí...”

         Quiero prestarte mi humanidad, mi cuerpo, mi espíritu, mi persona entera, quiero ser como una humanidad supletoria tuya. Tú destrozaste tu humanidad por cumplir la voluntad del Padre, aquí tienes ahora la mía... trátame con cuidado, Señor, que soy muy débil, tú lo sabes, me echo enseguida para atrás, me da horror sufrir, ser humillado, ocupar el segundo puesto, soportar la envidia, las críticas injustas... “Estoy crucificado con Cristo, vivo yo pero no soy yo...”.

         Tu humanidad ya no es temporal; pero conservas totalmente el fuego del amor al Padre y a los hombres y tienes los mismos deseos y sentimientos, pero ya no tienes un cuerpo capaz de sufrir, aquí tienes el mío, pero ya sabes que soy débil,  necesito una y otra vez tu presencia, tu amor, tu Eucaristía, que me enseñe, me fortalezca, por eso estoy aquí, por eso he venido a orar ante su presencia, y vendré muchas veces, enséñame y ayúdame adorar como Tú al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

         Quisiera, Señor, rezarte con el salmista: “Por ti he aguantado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro. He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre. Porque me consume el celo de tu casa; los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí. Cuando lloro y ayuno, toman pretexto contra mí... Pero mi oración se dirige a tí.... Que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude... Miradlo los humildes y alegraos; buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Porque el Señor escucha a sus pobres” (Sal 69).

3. 5. Otro  sentimiento: “Acordaos de mi”: Señor, quiero acordarme...

 

Otro sentimiento que no puede faltar al adorarlo en su presencia eucarística está motivado por las palabras de Cristo: “Cuando hagáis esto, acordaos de mí...” Señor, de cuántas cosas me tenía que acordar ahora, que estoy ante tu presencia eucarística, me quiero acordar de toda tu vida, de tu Encarnación hasta  tu Ascensión, de toda tu Palabra, de todo el evangelio, pero quiero acordarme especialmente de tu amor por mí, de tu cariño a todos, de tu entrega. Señor, yo no quiero olvidarte nunca, y menos de aquellos momentos en que te entregaste por mí, por todos... cuánto me amas, cuánto nos deseas, nos regalas...“Éste es mi cuerpo, Ésta mi sangre derramada por vosotros...”

         Con qué fervor quiero celebrar la Eucaristía, comulgar con tus sentimientos, imitarlos y vivirlos ahora por la oración ante tu presencia; Señor, por qué me amas tanto, por qué te rebajas tanto, por qué me buscas tanto, porqué el Padre me ama hasta ese extremo de preferirme y traicionar a su propio Hijo, por qué te entregas hasta el extremo de tus fuerzas, de tu vida, por qué una muerte tan dolorosa... cómo me amas... cuánto me quieres; es que yo valgo mucho para Ti, Cristo, yo valgo mucho para el Padre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo...”, ellos me valoran más que todos los hombres, valgo infinito, Padre Dios, cómo me amas así, pero qué buscas en mí... te amo, te amo, te amo... Tu amor me basta.

         Cristo mío, confidente y amigo, Tú tan emocionado, tan delicado, tan entregado,  yo, tan rutinario, tan limitado, siempre  tan egoísta, soy pura criatura, y Tú eres Dios, no comprendo cómo puedes quererme tanto y tener tanto interés por mí, siendo Tú el Todo y  yo la nada. Si es mi  amor y cariño, lo que te falta y me pides, yo quiero dártelo todo, qué honor para una simple criatura que el Dios infinito busque su amor. Señor, tómalo, quiero ser tuyo, totalmente tuyo, te quiero.

 

 

3. 6.  En el “acordaos de mí”..., entra el amor de Cristo a los hermanos

 

Debe entrar también el amor a los hermanos, -no olvidar jamás en la vida que el amor a Dios siempre pasa por el amor a los hermanos-, porque así lo dijo, lo quiso y lo hizo Jesús: en cada Eucaristía Cristo me enseña y me invita a amar hasta el extremo a Dios y a los hijos de Dios, que son todos los hombres.

         Sí, Cristo, quiero acordarme  ahora de tus sentimientos, de tu entrega total sin reservas, sin límites al Padre y a los hombres, quiero acordarme de tu emoción en darte en comida y bebida; estoy tan lejos de este amor, cómo necesito que me enseñes, que me ayudes, que me perdones, sí, quiero amarte, necesito amar a los hermanos, sin límites, sin muros ni separaciones de ningún tipo, como pan que se reparte, que se da para ser comido por todos.

         “Acordaos de mí…”: Contemplándote ahora en el pan consagrado me acuerdo de Tí y de lo que hiciste por mí y por todos y puedo decir: he ahí a mi Cristo amando hasta el extremo, redimiendo, perdonando a todos, entregándose por salvar al hermano. Tengo que amar también yo así, arrodillándome, lavando los pies de mis hermanos, dándome en comida de amor como Tú, pisando luego tus mismas huellas hasta la muerte en cruz...

         Señor, no puedo sentarme a tu mesa, adorarte, si no hay en mí esos sentimientos de acogida, de amor, de perdón a los hermanos, a todos los hombres. Si no lo practico, no será porque no lo sepa, ya que me acuerdo de Tí y de tu entrega en cada Eucaristía, en cada sagrario, en cada comunión; desde el seminario, comprendí que el amor a Tí pasa por el amor a los hermanos y cuánto me ha costado toda la vida.

         Cuánto me exiges, qué duro a veces perdonar, olvidar las ofensas, las palabras envidiosas, las mentiras, la malicia de lo otros, pero dándome Tú tan buen ejemplo, quiero acordarme de Ti, ayúdame, que yo no puedo, yo soy pobre de amor e indigente de tu gracia, necesitado siempre de tu amor.

         Cómo me cuesta olvidar las ofensas, reaccionar amando ante las envidias, las críticas injustas, ver que te excluyen y Tú... siempre olvidar y perdonar,  olvidar y amar, yo solo no puedo, Señor, porque sé muy bien por tu Eucaristía y comunión, que no puede  haber jamás entre los miembros de tu cuerpo, separaciones, olvidos, rencores, pero me cuesta reaccionar, como Tú, amando, perdonando, olvidando...“Esto no es comer la cena del Señor...”, por eso  estoy aquí,  comulgando contigo, porque Tú has dicho: “el que me coma vivirá por mí” y yo quiero vivir como Tú, quiero vivir tu misma vida, tus mismos sentimientos y entrega.

 

         “Acordaos de mí...”El Espíritu Santo, invocado en la epíclesis de la santa Eucaristía, es el que realiza la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, como una continuación de la Encarnación del Verbo en el seno de María. Toda la vida de la Iglesia, todos los sacramentos se realizan por la potencia del Espíritu Santo. 

         Y ese mismo Espíritu, Memoria de la Iglesia, cuando estamos en la presencia del Pan que ha consagrado y sabe que el Padre soñó para morada y amistad con los hombres, como tienda de su presencia, de la santa y una Trinidad, ese mismo Espíritu que es la Vida y Amor de mi Dios Trino y Uno, cuando decidieron en consejo trinitario esta presencia tan total y real de la Eucaristía, es el mismo que nos lo recuerda ahora y abre nuestro entendimiento y, sobre todo, nuestro corazón, para que comprendamos las Escrituras y comprendamos a un Dios Padre, que nos soñó y nos creó para una eternidad de gozo con Él, a un Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos salvó y no abrió las puertas del cielo, al Espíritu de amor que les une y nos une con Él en su mismo Fuego y Potencia de Amor Personal con que lo ideó y lo llevó y sigue llevando a efecto en un hombre divino, Jesús de Nazaret: “Tanto amó Dios al mundo que entregó (traicionó) a su propio Hijo”.

         ¡Jesús, qué grande eres, qué tesoros encierras dentro de la Hostia santa, cómo te quiero! Ahora comprendo un poco por qué dijiste, después de realizar el misterio eucarístico: “Acordaos de mí...”, me acuerdo, me acuerdo de ti, te adoro y te amo aquí presente.

         ¡Cristo bendito! no sé cómo puede uno correr en la celebración de la Eucaristía o aburrirse en la Adoración Eucarística cuando hay tanto que recordar y pensar y vivir y amar y quemarse y adorar y descubrir y vivir tantas y tantas cosas, tantos y tantos misterios y misterios... galerías y galerías de minas y cavernas de la infinita esencia de Dios, como dice San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado”.

 

3. 7.  Yo también, como Juan, quiero reclinar mi cabeza sobre tu corazón eucarístico…

 

Quiero aprenderlo todo en la Eucaristía, de la Eucaristía  reclinando mi cabeza en el corazón del  Amado, de mi Cristo,  sintiendo los latidos de su corazón, escuchando directamente de Él palabras de amor, las mismas de entonces y de ahora, que sigue hablándome en cada Eucaristía. En definitiva, ¿no es la Eucaristía también oración y plegaria eucarística? ¿No es la plegaria eucarística  lo más importante de la Eucaristía, la que realiza el misterio?

         Para comprender un poco todo lo que encierra el “acordaos de mí” necesitamos una eternidad, y sólo para empezar a comprenderlo, porque el amor de Dios no tiene fín. Por eso, y lo tengo bien estudiado, en la oración sanjuanista, cuanto más elevada es, menos se habla y más se ama, y al final, sólo se ama y se siente uno amado por el mismo Dios infinito y trinitario.

         Por eso el alma enamorada dirá: “Ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que solo en amar es mi ejercicio...” Se acabaron los signos y los trabajos de ritos y las apariencias del pan porque hemos llegado al corazón de la liturgia que es Cristo, que viene a nosotros, hemos llegado al corazón mismo de lo celebrado y significado, todo lo demás fueron medios para el encuentro de salvación; ¡qué infinita, qué hermosa, qué rica, qué profunda es la liturgia católica, siempre que trascendamos el rito, siempre que se rasgue el velo del templo, el  velo de los signos! ¡cuántas cavernas, descubrimientos y sorpresas infinitas y continuas nos reserva!

         Para mí liturgia y  vida y  oración todo es lo mismo en el fondo, la liturgia es oración y vida, y la vida y la oración es liturgia.  Parece que las ceremonias son normas, ritos, gestos externos de la Eucaristía, pero la verdad es que todo va preñado de presencia, amor y vida de Cristo y de Trinidad. Hasta aquí quiere mi madre la Iglesia que llegue cuando celebro la Eucaristía; por la liturgia sagrada Dios irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre y llenarlo de su amor y salvación.

         Yo quisiera ayudarme de las mediaciones y amar la liturgia, como Teresa de Jesús, porque en el corazón del rito me encuentro con el cordero degollado delante del trono de Dios, pero no quedar atrapado por los signos y las mediaciones o convertirlas en fin y andar de acá para allá con más movimientos. Yo sólo las hago para encontrarme al Amado, su vida y salvación, la gloria de mi Dios, sin quedarme en ellas, sino caminos para llegar a la Trinidad que irrumpe en el tiempo para encontrarse con el hombre. Y cuando por el rito llego al corazón de la liturgia: «Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda sciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba, pero, cuando allí me vi, sin saber dónde me estaba, grandes cosas entendí; no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda sciencia trascendiendo».

         En cada Eucaristía, en cada comunión, en cada sagrario Cristo sigue diciéndonos:

 “Acordaos de mí...,” de las ilusiones que el Padre puso en mí, soy su Hijo amado, el predilecto, no sabéis lo que me ama y las cosas y palabras que me dice con amor, en canción de Amor Personal y Eterno, me lo ha dicho todo y totalmente lo que es y me ama con una Palabra llena de Amor Personal al darme su paternidad y aceptar yo con el mismo Amor Personal ser su Hijo y el Padre te quiere hijo en mí, en el Hijo con esa misma potencia infinita de amor de Espíritu Santo me comunica y engendra; con qué pasión de Padre te la entrega y con qué pasión de amor de Hijo tú la recibes en Mí, no sabéis todo lo  que me dice en canciones y éxtasis de amores eternos, lo que esto significa para mí y y para ti que yo quiero comunicároslo y compartirlo como amigo con vosotros; acordaos del Fuego de mi Dios, que ha depositado en mi corazón para vosotros, su mismo Fuego y Gozo y Espíritu. La Eucaristía es el cielo en la tierra, la morada de la Trinidad para los que han llegado a estas alturas, a esta unión de oración mística, unitiva, contemplativa, transformativa.

 

 “Acordaos de mí”, de mi emoción, de mi ternura personal por vosotros, de mi amor vivo, vivo y real y verdadero que ahora siento por vosotros en este pan, por fuera pan, por dentro mi persona amándoos hasta el extremo, en espera silenciosa, humilde, pero quemante por vosotros, deseándoos a todos para el abrazo de amistad, para el beso personal para el que fuisteis creados y el Padre me ha dado para vosotros, tantas y tantas cosas que uno va aprendiendo luego en la Eucaristía y ante el sagrario, porque si el Espíritu Santo es la memoria del Padre y de la Iglesia, el sagrario es la memoria de Jesucristo entero y completo, desde el seno del Padre hasta Pentecostés.

 

         “Acordaos de mí”, digo yo que si esta memoria del Espíritu Santo, este recuerdo, no será la causa de que todos los santos de todos los tiempos y tantas y tantas personas, verdaderamente celebrantes de ahora mismo, hayan celebrado  y sigan haciéndolo despacio, recogidos, contemplando, como si ya estuvieran en la eternidad, “recordando” por el Espíritu de Cristo lo que hay dentro del pan y de la Eucaristía y de la Eucaristía y de las acciones litúrgicas tan preñadas como están de recuerdos y realidades  presentes y tan hermosas del Señor, viviendo más de lo que hay dentro que de su exterioridad, cosa que nunca debe preocupar a algunos más que el contenido, que es, en definitiva, el fín y la razón de ser de las mismas.

 

         “Acordaos de mí”; recordando a Jesucristo, lo que dijo, lo que hace presente, lo que Él deseó ardientemente, lo que soñó de amistad con nosotros y ahora ya gozoso y consumado y resucitado, puede realizarlo con cada uno de los participantes... el abrazo y el pacto de alianza nueva y eterna de amistad que firma en cada Eucaristía, aunque le haya ofendido y olvidado hasta lo indecible, lo que te sientes amado, querido, perdonado por Él en cada Eucaristía, en cada comunión, digo yo... pregunto si esto no necesita otro ritmo o deba tenerse más en cuenta.... como canta San Juan de la Cruz:

        

«Qué bien se yo la fuente que mana y corre,

aunque es de noche. (A oscuras de los sentidos, sólo por la fe)

 

 

Aquesta eterna fonte está escondida,

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

 

Aquí se está llamando a las criaturas

Y de esta agua se hartan, aunque oscuras,

Porque es de noche.

 

Aquesta viva fuente que deseo,

En este pan de vida yo la veo,

Aunque es de noche»

 

         Quiero terminar esta reflexión invitándoos a todos a dirigir una mirada llena de amor y agradecimiento a Cristo esperando nuestra presencia y amistad en todos los sagrarios de la tierra y por el cual nos vienen todas las gracias de la salvación:

 

         Jesucristo, Eucaristía perfecta de obediencia, adoración y alabanza al Padre y sacerdote único del Altísimo: Tú lo has dado todo por nosotros con amor extremo hasta dar la vida y quedarte siempre en el sagrario; también nosotros queremos darlo todo por Ti y ser siempre tuyos, porque para nosotros Tú lo eres todo, queremos que lo seas todo.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CREEMOS EN TI.

 

JESUCRISTO EUCARISTÍA, NOSOTROS CONFIAMOS EN TI

 

¡TÚ ERES EL HIJO DE DIOS!

MEDITACIÓN: MAGNIFICAT

 

ESPIRITUALIDAD MARIANA DESDE EL MAGNIFICAT

(Meditación de un autor, no elaborada por mí, ni corregida ni aumentada)

 

1. «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lc1,46s).

 

Aquí vemos, hermanas, una de las actitudes esenciales d María, libre de pecado, que nos enseña mucho, pues es la acti tud testificadora de la Verdad, en la que estaba sumergida la San tísima Virgen. Adán pecó y originó el pecado en la humanidad: la rebelión contra Dios, por querer ser como Dios, sugestionado por el que es la mentira y la soberbia esencialmente. María, en cambio, en el momento de su mayor exaltación: Madre de Dios, sólo sabe proclamar la grandeza del Señor, glorificar al que es ci Autor de todas las obras grandes. Vemos, pues, a María, glorificando a Dios porque se ve salvada por El. Adán glorificó la mentira al aceptar la propuesta del padre de la mentira, Satán, y se alejó del ámbito de Dios. El pecado siempre es negación de la Verdad, Dios, y reafirmación de la mentira, Satán.

María se proclama criatura de Dios, necesitada de El, vinculada a El, por eso se regocija en Dios, su Salvador. Lo contrario a Adán, que no acepta el designio de su Creador sobre El, se separa de Dios al querer, engañado por Satán, glorificarse a sí mismo, llegando a ser como Dios. Dos caminos opuestos al alcance de toda criatura: el de la Verdad, que nos hace humildes reconociendo que sin Dios nada somos y nada podemos; y el de la mentira, que nos hace creer lo que no somos y lo que no podemos sin Dios, creyendo tocar el cielo con las manos, cuanto más alejados estamos de Dios, al situarnos en la mentira.

La enseñanza para nosotras, concepcionistas, es la de asimilar en nuestro espíritu la actitud humilde y glorificadora de María, nuestra Madre, que nos hace sentirnos salvadas por Dios, deudoras de Dios en todo lo que somos y hacemos. No trabajar por adquirir esta actitud de María es quedarnos situadas en la esencia del pecado original, que nos saca de la verdad y de la glorificación que debemos a nuestro Dios Creador y Padre, y, por lo mismo, nos sitúa en la actitud de Adán, engendradora del pecado, y nos hace pecar, revelarnos contra Dios y su designio creador sobre nosotras.

Y en este camino, hermanas, siempre que pecamos estamos frustrándonos, porque estamos activando la fuerza del pecado original que heredamos de Adán, haciendo crecer en nuestro interior su actitud pecadora que destruye el ser o vida divina que recibimos de Dios, generadora de paz y felicidad, de santidad.
Cuando luchamos por liberarnos del pecado, estamos luchando por adquirir la actitud esencial de María, actitud que, por ser la de la libre de pecado, es la actitud libre de error; actitud de humildad, llamamos nosotras, porque está cargada de la verdad de Dios, que hace que le glorifique por su grandeza y santidad. Actitud propia del ser creado por Dios a su imagen y semejanza representado perfectamente por María, nuestra Madre Inmaculada.

Tenemos, por tanto, en María la auténtica actitud del que lucha contra la semilla de Satán, que es la mentira, el error, el pecado, la muerte, que todo esto trae consigo la propia glorificación. Por ello, cuando descubramos en nosotras dones del Señor, cuando a causa de las capacidades recibidas de El hagamos cosas relevantes o bien hechas, jamás busquemos las propias alabanzas, que sería caer en las trampas de Satanás, sino glorifiquemos con toda el alma al Señor, como María, sin que nos quede capacidad para el engrandecimiento propio, sino que todo nuestro ser proclame la grandeza del Señor; y, si no podemos ocultar esos dones de Dios después de haberlo procurado, regocijémonos en Dios nuestro Salvador, pues todo es de El y todo debe volver a El.

Y así hagamos que se cumpla en nosotras con toda fidelidad lo que canta el salmo: «No a nosotros, Yahvé, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 1 13b,1) porque sólo de El es cuanto contiene la tierra, y los bienes que recibimos de El son. Por tanto, como María, devolvamos a Dios lo que es de Dios: todo nuestro ser rendido glorificándole sólo a El. Pidamos a María este espíritu glorificador de Dios.

 

2. «Porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava»


Estremece a María que Dios haya puesto sus ojos en ella. Él, el Sadday, el Omnipotente, ha mirado su pequeñez y le ha hecho Madre del «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 35). Ante este inefable misterio ella se percibe como es, pequeña, muy pequeña y todo su ser se convierte en alabanza al Poderoso que ha mirado su pequeñez. En cambio, Adán en el Paraíso, por no decir el pecado, prescinde del que le ha creado y busca su propia grandeza. El pecado desoye siempre a Dios y sigue la voz de la propia soberbia autosuficiencia que le dice: «Serás como Dios» (Gén 3,5).

         Buscamos ser más, o no someternos a Dios cuando pecamos. María, la que no conoce la senda del pecado, en la grandeza de la mater nidad divina que Dios le ha dado, se asombra de que Dios haya hecho eso con ella. Se asombra de la elección divina, y no encuentra más explicación que la de que Dios ha mirado su pequeñez, la pequeñez de su esclavita.

Como digo arriba, ésta es la senda del no pecado, el asombro agradecido, confiado, de entrega constante y amorosa que inclina todo su ser ante el proyecto de Dios, Señor soberano de todo lo creado, Autor de todo lo bueno.
Asombro nacido de la conciencia de su realidad humana. Elia veía con claridad que sin Dios no hubiera sido nada, porque todo lo había recibido de El. Esta es la grandeza de María: proclamar a viva voz que todo lo había hecho Dios porque había mirado la pequeñez de su esclava, su nada vuelta hacia su Creador y Señor.

Es lo que le faltó a Adán. Adán fue creado por Dios también sin pecado, pero él, desoyendo la voz de la Verdad —Dios, que le había hablado—, escuchó y creyó la voz de la mentira —Satán—, y se metió por la senda del pecado. Su actitud fue de rebelión contra Dios porque no reconoció su pequeñez, sino que en la ocasión que se le presentó buscó su grandeza, en la que encontró su propia ruina, que es el fruto de entrar por la senda de la mentira, del pecado, de la independencia de Dios, de la soberbia. En definitiva, es la actitud de autoafirmación en lo que somos cuando nos apartamos de Dios: nada, pecado.

La actitud de todo ser humano creado a imagen y semejanza de Dios es la de María. Es la que nos conduce a Dios y a su felicidad. Es la actitud por antonomasia que debemos imitar en María las Concepcionistas. Actitud de asombro por haber sido elegidas por Dios, creadas y predestinadas por Dios (Rom 8,30), amadas por Dios con amor de predilección, electivo. Actitud de asombro de que Dios siga amándonos a pesar de nuestros pecados. Actitud de asombro de que Dios mire, siga mirando nuestra pequeñez para concedernos nuevas gracias de misericordia, de amor y perdón. Conciencia de que todo lo que somos y recibimos es del Creador, no nuestro, y de que, si queremos o pretendemos ignorar nuestra nada y pequeñez, nunca cantaremos la grandeza de Dios en lo que somos y hacemos, sino la grandeza de nuestra miseria y debilidad que terminará siempre en la propia frustración, en el propio pecado, diría en el ridículo.

Porque no hay persona que caiga más en el ridículo que la que se alaba a sí misma. Está fuera de sitio, fuera de la virtud. En cambio, está en la virtud y muy cerca de la verdadera conversión quien reconoce la propia pequeñez, pues será iluminada por el Señor para ver con claridad su mediocridad y la belleza de la santidad, para seguirla, para acoger con humilde corazón el proyecto creador y vocacional de Dios confiando en su gracia para vivirlo.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que nos alcance del Señor esta actitud de autenticidad que rezuma verdad, que rezuma a Dios, porque es la verdad y es poner las cosas en su sitio. ¡El grande es sólo Dios! María en la plenitud de su santidad lo sabía, lo vivía, y así lo proclama. Si ella es grande, es porque Dios la ha hecho grande. Es la actitud, vuelvo a repetir, de la libre del pecado, la actitud del humilde, y, por lo tanto, libre de error.

Pues así hemos de ser para ser hijas suyas. No nos será difícil, pues, además de pequeñas en la virtud, somos pecadoras. Asombrémonos con María de nuestra elección, que no merecemos. Y aceptemos con ella lo que Dios ha hecho con nosotras; y, con María, entonemos con agradecimiento un cántico de amor y de alabanza al Creador, porque se ha dignado poner sus ojos en nuestra pequeñez y elegimos para El.

 

3. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Omnipotente, es santo su nombre»

 

María sigue proclamando su vinculación agradecida al Todopoderoso, por el que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Adán, en cambio, buscó su bienaventuranza, su felicidad en la materia, gustando, disfrutando de ella. «Comió del fruto prohibido» (Gén 3,17), y la tierra, la materia, se volvió contra él, porque había desobedecido al Creador de ella. María, aunque contrariada en sus deseos de pasar desapercibida en el pueblo de Israel, encontró su gozo en la aceptación del designio de Dios sobre ella, y allí encontró su bienaventuranza. En la santidad, en el rendimiento de su voluntad, no en la posesión de cosas, sino en la renuncia de su voluntad, encontró su gozo, y con alegría se entregó íntegra al cumplimiento del divino designio, experimentando y cantando su plenitud en ello.

María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones, no por lo que ella haría en el futuro sino por lo que Dios había hecho en su favor, el Omnipotente, el Santo. Y se gozó en su Nombre santo. Se gozó en Dios, no en lo que ya era ella: Madre de Dios. Se perdió en Dios, no en su grandeza maternal. Se olvidó de sí y entonó un canto de glorificación a la divina voluntad.

Recordemos que el Magníficat lo cantó María después de que le dijo su prima Isabel que era bienaventurada porque había creído que se cumplirían las cosas que se le habían dicho de parte del Señor, y María, recogiendo de labios de Santa Isabel esta profecía, cuyo autor era el Espíritu Santo, responde que si la llamarán bienaventurada las generaciones es por el Omnipotente, por lo que El se ha dignado hacer en ella. No sabe salir de Dios María, ni las alabanzas la pueden sacar. Ella queda vacía de sí misma y llena de Dios.

Las alabanzas no caben en ella porque el Verbo de Dios ocupaba todo su ser, y éste es su gozo: Dios y sus cosas, el Omnipotente que las ha hecho, y, a pesar de las alabanzas de Isabel, María deja las cosas en su sitio. Dios es Dios. Su nombre es santo, es el Omnipotente, es el que Es. Y ella es su sierva, su esclava, entregada con amor a su designio divino, con humildad y gozo infinito.

Esta ha de ser nuestra respuesta o actitud ante el designio de Dios sobre cada una de nosotras. Nos ha elegido para El, no porque seamos mejores que las demás, sino porque su nombre es santo, misericordioso. Porque nos ha amado con predilección sin nosotras merecerlo.

Nuestra respuesta ha de ser entregarnos con gozo al cumplimiento de sus designios sobre nosotras, con corazón humilde, proclamando su obra salvadora, redentora, a favor nuestro, sin quedarnos en nosotras, sino sólo en Dios. Viviendo desprendidas de la materia, no sujetas a las cosas, sino sólo en la cosas de Dios, y en Dios mismo, como María.

Vacías de la vanagloria, llenas sólo de Dios, en humildad, reconociendo que sólo Dios es santo, y nosotras quedándonos en nuestro sitio, sólo siervas de Dios, esclavas suyas en el desarrollo interno y externo de nuestra vocación. Reconociendo que todo lo que hay en nosotras es obra de la misericordia y omnipotencia de Dios, quedaremos vacías de nosotras mismas y con el corazón abierto a la obra santificadora del Espíritu.

Muy importante interiorizar este reconocimiento, que hagamos oración sobre ello, porque nuestro ser responde poco o casi nada al Ser divino; por eiio, ha tenido que desplegar Dios su amor, su omnipotencia y su misericordia para atraernos hacia El, día a día. Reconociendo así nuestra pequeñez, nuestra nada, agradecidas nos gozamos, como María, nuestra Madre, en Dios nuestro Salvador. Y nos sentiremos deudoras de El, porque ¡ha hecho tantas cosas a favor nuestro, nuestro Dios y Señor!

 

4. «Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo; dispersó a los de corazón altanero»

 

María, nuestra Madre, recuerda la historia de su pueblo, testigo de las misericordias del Señor cuando ha caminado por las sendas de Dios. Nosotras recordamos hoy a Adán, al Adán de hoy, que se desliga de Dios, gloriándose de sus descubrimientos, de sus conquistas, de sus riquezas, de sus honores. Esto es el pecado, abocado a la ruina. En un momento pueden venir abajo sus conquistas, sus riquezas. No está en las cosas la seguridad, sino sólo en Dios que prolonga su estabilidad, su misericordia con los que le temen amorosamente, con los que reconocen lo que Dios es: ¡Todo!; el hombre: ¡nada! Pero el pecado piensa así, equivocadamente. Porque fuera de Dios sólo existe el error.

María, o el no pecado, desde su permanencia en Dios, contempla cómo Dios va llenando las generaciones de su gracia y sabiduría, de su inteligencia, en los que le aman y en los que no le aman, aunque ellos no lo entiendan, porque su misericordia y amor son eternos. Pero más en los que le aman y reconocen su poder y bondad. A éstos los llena de su sabiduría divina, les abre la inteligencia para más conocerle experimentalmente y en toda la creación. Les llena de su gracia, los acoge en su corazón. Todo esto lo contempla María desde su pequeñez, desde su humildad, que le acerca más íntimamente a Dios y al conocimiento de sus designios. Y se gloría de la potencia de su brazo con los que le aman.

Y contempla también cómo la potencia del Omnipotente se complace en lo pequeño, en el humilde, porque se complace en la verdad, no en la falsedad de la arrogancia humana, que terminará bajo la fuerza de su brazo poderoso, que arroja o dispersa a los de corazón altanero lejos de su ámbito de santidad.

María es la pequeña, la que canta su dependencia humilde con el Dios misericordioso que llena de gloria su alma. Así debemos cantar las concepcionistas y vivir nuestra dependencia de Dios, haciéndonos pequeñas frente a quien se quiera hacer grande; siendo humildes ante la prepotencia que tengamos a nuestro alrededor, y gloriándonos de nuestra pequeñez porque sólo Dios es grande, repito, reconociendo vitalmente con las obras esta realidad divina, porque es en lo que se complace Dios, ya que es la verdad, y es lo que nos acerca a El, no la soberbia, no el orgullo, no la envidia de los que hacen grandes cosas, de quien tenga más cosas, sino la vivencia de la esencia de nuestro ser, que es la pequeñez, y es la que nos acerca al Esencial, al Dios misericordioso.


5. «Derribó a los potentados de sus tronos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías»

 

Continúa María cantando la historia de su Pueblo y las consecuencias que trajo para el mismo su arrogancia y soberbia. Fue la historia también de Adán que arrodilló su corazón ante Satán en el paraíso, ya que «al llegar a ser como Dios» sería dueño de todo. Adoró la mentira, que era el mismo Satán. Es lo que adora el hombre de hoy al adorar el poder y la ambición.

María, desde su corazón humilde, adora la fidelidad de Yahvé con ios humildes que se sacian de sus bienes. María es la pobre de Yahvé que se gloría de no tener nada para recibirlo todo de la fidelidad y del amor de Dios que abre sus tesoros a los humildes. Expresa aquí María su actitud real de despojo de todo lo que no sea Dios, despojo afectivo y efectivo de los bienes materiales y espirituales.

Entendemos, hermanas, que este despojo espiritual, esta experiencia gozosa de sentirse pequeña, muy pequeña ante Dios, vacía, muy vacía de deseos ante Dios para llenarse de su fidelidad y amor, es una reverberación de la existencia de Dios en ella, de su Ser divino en la criatura que no abriga más deseos que los deseos de su Dios, que se gloría en ser pequeña para Ilenarse de la grandeza de su Dios. Más aún, que se goza en ser pequeña, para necesitar de su Dios, de la fidelidad de su Dios, de su amor y lealtad, de su bondad con los humildes de corazón.

En este canto, María nos abre su alma llena de la luz de Dios, llena de Dios mismo, y deja que Dios mismo se haga canto en su boca para decirnos que a los pobres, a los humildes los colma de bienes y despide a los ricos con las manos vacías. Llena de su Ser divino a los humildes que reconocen y cantan la grandeza del que es Eternidad, Autor y Creador de todo lo bueno, Bien infinito que tiende a comunicarse, a darse a los que abren su corazón vacío de cosas a la liberalidad amorosa y divina de su Dios, que se gozan de poseer sólo a Dios. En cambio, deja vacíos de su trascendencia divina a los que están llenos de ambiciones terrenas, encadenado su corazón a las riquezas de la tierra.

Esta revelación del Ser divino, como criatura, sólo la pudo cantar la Unica que fue libre del pecado, sin experiencia de desorden, no atrapada por el mal. Que sólo tuvo experiencia de Dios, de su santidad, de la forma de existencia de Dios, o modo de ser. Que fue muy cercana a Dios y a su modo de pensar, al ser ella purísima, espiritual, santísima, fiel, establecida en la Verdad, en la Inmutabilidad, en Dios eternidad, y por ello siempre fue llevada por el espíritu de Dios. Y la cantó para nosotras para que pensemos como Dios piensa, y para que amemos lo que Dios ama: la humildad y a los humildes, la pobreza y a los despojados, a los que están vacíos de vicios, pero llenos de virtudes, llenos de Dios.

Nosotras entendemos poco de estas grandezas divinas, pero podemos contemplarlas, adorarlas y amarlas, como María, desde nuestra pequeñez, y cantarlas como ella, deseando vivir en Dios y de Dios. No desear tener ningún deseo, para que seamos llenas de los deseos de Dios. Desear estar muy vacías de las cosas terrenas para que nos llene Dios de su amor deseable, fiel, eterno, inefable.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que así como ella supo tan perfectamente ocupar su puesto y supo vivir pequeña ante Dios, porque lo era de verdad, así a nosotras nos alcance del Señor vivir pequeñas en su presencia, humildes delante de los demás. Que nos enseñe a no prosternamos ante las cosas, ante la ambición y grandezas humanas. Que nos enseñe a no adorar la mentira de Satán y las apariencias falsas de santidad. Que, en fin, nos llene de su espíritu empapado, rebosante de Dios, para que nos convirtamos en un canto de amor a Dios que lo revele, como ella lo hizo.


6. «Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había anunciado a nuestros padres a favor de Abrahán y su linaje por ios siglos» (Lc 1,54s)

 

María canta, por fin, la gloria de la fidelidad de Dios, la gloria de estar cerca de su Dios por su misericordia que se acuerda de lo anunciado a Abraham, de la palabra dada a los que creen y esperan en El. Por el contrario, Adán creyó a Satán más que a Dios y a su fidelidad con El. Se apegó a lo efímero, y el premio fue su destrucción espiritual y moral, y aun material; su incredulidad le alejó de Dios y le metió en el pecado, en el reino de las tinieblas.

         María, en cambio, sabiendo que el Esencial es invisible, ajeno a poseer nada, esperó despojada sólo en Dios, y el premio fue ser acogida por El. Así lo entendió ella en su maternidad divina. Canta que había engendrado a Dios contemplando en ello la acogida de Dios a su pueblo, según le prometió a Abraham. Y en su pueblo se sintió acogida ella también. Así lo canta: «Acogió a Israel, su siervo». Y, como consecuencia de esta fidelidad de Dios, María se veía hecha Madre del Altísimo, y esta misericordia del Señor desborda su alma de gozo y de paz.

Tan profunda fue su fe, su amor, su culto a la fidelidad de Dios, que entonó mayor grandeza para su pequeñez —ser acogida por la fidelidad de Dios— que ser elegida por El para las grandes cosas que había hecho en ella. Estimó mayor grandeza ser acreedora de la misericordia de Dios que de su propia grandeza maternal. Se sintió más acogida de Dios por ser descendiente de Abraham, a quien acoge la fidelidad de Yahvé, que por los méritos de su fiel esclava. En una palabra, hermanas, María, nuestra Madre, lo que canta en su Magníficat es su pequeñez, el esencial despojo de sí misma, ante la obra grandiosa que Dios ha hecho a favor de su pueblo, aunque haya sido ella, como hija de Abraham, la elegida donde Dios ha demostrado su fidelidad a las promesas hechas a Israel.

Como vemos, hermanas, María sólo sabe moverse en Dios, no sabe salir de Dios. Le es imposible. Porque antes había salido de sí misma. ¿Qué nos dice a nosotras, concepcionistas, hijas suyas, hijas de este espíritu íntegramente libre del pecado, despojado del mal, que manifiesta claramente la imagen y semejanza de Dios? Nos dice, resumiendo todos estos días de Ejercicios espirituales concepcionistas, que, asumiendo nuestra realidad ante Dios, es decir reconociéndonos nada en su presencia convencidamente y, consecuentemente vaciando de nuestra realidad humana toda la soberbia y desorden que tenernos, apareceremos ante Dios pequeñas y seremos acogidas por El con entrañas de misericordia, análogamente a como fue acogida nuestra Madre Inmaculada. Y si nos hacemos y aparecemos pequeñas también ante nuestras Hermanas, si somos humildes, viviremos sin duda la imagen y semejanza de Dios, porque cimentaremos nuestra vida en la verdad.

Cimentaremos en la verdad, si somos humildes, los compromisos de nuestra consagración monástica, nuestros votos de obediencia, castidad y pobreza o despojo concepcionista; nuestra clausura o búsqueda de Dios; nuestra oración nuestra alabanza divina. Haciéndonos pequeñas, humildes, cimentaremos en la autenticidad nuestra mortificación y vida d penitencia; nuestro amor a Dios y nuestro amor fraterno; cimentaremos en la verdad nuestra fe y la vivencia de nuestro propio carisma.

En cambio, si no nos hacemos humildes, si no nos establecernos en la verdad, la soberbia o espíritu desordenado de Adán, atravesará nuestro ser haciéndonos desear grandezas, ambiciones. Nos hará prescindir de Dios en muchas ocasiones de nuestras ocupaciones. Desoyendo su voz de santidad, nos hará buscar en las cosas la propia satisfacción y felicidad; nos hará orgullosas gloriándonos de nuestras capacidades o de las propias obras de nuestras manos. Nos hará prosternar, no ante la grandeza de Dios, sino ante los triunfos que nos puede ofrecer la propia honra buscando fama y aplausos humanos en nuestro obrar. Nos hará creer más en la eficacia de las cosas y del propio esfuerzo que en la fidelidad y amor de Dios que da su gracia a los humildes para llevarlas a cabo. Nos hará insensibles al amor de las hermanas, a sus necesidades, a su modo de ser.

Por tanto, hermanas, además de los propósitos que hayamos hecho en estos Ejercicios, saquemos fundamentalmente el de reconocer nuestra pequeñez delante de Dios y de las hermanas, admitiendo humildemente que conozcan nuestra pequeñez, que cuesta más, gloriándonos de ello, para agradar más a Dios; aceptando con paz que se conozcan asimismo nuestros errores y fallos, y que nos los digan en corrección fraterna, para que lo que resplandezca en nuestra vida sea todo y sólo obra de Dios a imitación de nuestra Madre Inmaculada, y seamos así más fácilmente imagen santa de Dios quitando el desorden de nuestra vida.

Verdaderamente, hermanas, que fue la soberbia la causa del pecado, porque aquí tenemos a María. Ella misma se hace un retrato en su Magníficat y lo cimienta en la verdad, que no sé por qué la llamamos humildad. Su nombre verdadero es reconocimiento de la verdad, que nos lleva al conocimiento de Dios, Causa de todo lo bello y bueno que existe. Quien tiene esta virtud de reconocimiento de la verdad canta como María su pequeñez y sólo sabe gloriarse en Dios su Salvador y Señor. Esta es María, la conocedora de Dios y de sus deudas con Dios, cuyo Nombre es santo.

Si la imitamos, comportándonos como somos, muy pequeñas delante de Dios y de las hermanas, habremos dado el puntillazo mortal a nuestro egoísmo y a nuestro deseo de salirnos de la verdad buscando ser algo o alguien delante de los demás. Nos habremos liberado de lo falso y de la mentira, de todo lo que no es estar en Dios, y con ello habremos conseguido nuestra mayor grandeza, la grandeza a que nos lleva el desarrollo de nuestras raíces: la santidad, y, en consecuencia, ser agradables a los ojos de Dios. Habremos conseguido que nos mire y nos acoja como a María, nuestra Madre, y así seremos de verdad fecundas para la Iglesia, porque Dios podrá hacer cosas grandes desde nuestra pequeñez.

Si no empezamos por aquí, estamos fuera de sitio, habremos perdido el tiempo y fracasado en nuestra vocación concepcionista. Tenemos que situarnos en la verdad, y mirarnos desde Dios, y vernos como somos: nada, insignificantes, pequeñas ante .l, y así tendremos la fuerza de Dios, porque estaremos en El al estar en la verdad. Ciertamente no os puedo desear ni me puedo desear mayor bien que la grandeza de hacernos pequeñas, porque así lo sintamos y deseemos; será prueba de que hemos captado la verdad de Dios.

Es una gran iluminación, sin duda, lo que os estoy y me estoy deseando: la gran iluminación de situarnos en la verdad, en Dios, de donde nos sacó el pecado. Podemos rechazar esta verdad, pero el mal lo palparemos nosotras aquí y en la eternidad. Situémonos en la luz, en la verdad; será el mejor broche de oro que pongamos a estos Ejercicios y a nuestra vida. Lo repito tantas veces porque necesitamos a fondo quitar el lastre de la soberbia que nos atenaza y nos aleja de Dios.

No podremos de otro modo ser concepcionistas, porque precisamente es la espiritualidad que exige vivir lo que estamos reflexionando, que está llamada a vivir la pureza de la sin pecado ¡María! Que es decir estar con ella en Dios, sin querer movernos fuera de Dios porque entendamos que es el supremo valor en nuestra vida, por el que debemos luchar para conseguirlo. Que lleguemos a entender con todo nuestro ser, como María, que Dios es Dios, y nosotras sólo somos sus criaturas, pequeñas criaturas suyas que reciben de El el «ser» y el «hacer».

Que así nos conceda nuestra Madre sentirnos pequeñas ante las demás, y como ella las sirvamos con todo nuestro ser, como nuestra ocupación preferida, así como ella lo hizo con su prima Santa Isabel, para que, en todo momento, proclamemos con júbilo y autenticidad el gozo de sentirnos inmersas en Dios nuestro Salvador, único bien deseable sobre todas las cosas.

Hermanas, ojalá sea éste el fruto de estos Ejercicios: salir de  ellos afianzadas fuertemente en la virtud de la humildad, porque por aquí empezaremos a desandar el camino del desorden, del pecado, de la ruptura con Dios, y nos remontaremos hacia la cumbre de la santidad, hacia la cima del Monte santo de la Concepción, que para eso somos hijas suyas y ella nos tiene por tales. Que nuestra gloria sea parecernos a ella, como lo fue la de nuestra Madre Santa Beatriz, y por alcanzarlo dejó toda la vacuidad del mundo y honra.

Termino recomendándonos, una vez más, el reconocimiento de nuestra pequeñez, y que nos preguntemos cada vez que seamos soberbias en nuestra mente, en nuestro corazón y comportamiento: ¿Cómo nos mirará Dios? ¿Podrá poner El sus ojos en nosotras con agrado?, ¿cómo nos mirará nuestra Madre Inmaculada? ¿Con pena? ¡Qué fracaso de vida! ¡Oh, si lo supiéramos...!

Vamos, pues, a situarnos en nuestro sitio siendo pequeñas, humildes, para que Dios sea grande en nosotras y nos acoja en su misericordia, y su fidelidad nos santifique, nos haga conformes a la imagen de su Hijo, seamos imagen y semejanza de Dios, muy unidas a nuestras raíces: Padre, Hijo y Espíritu Santo, para su gloria. Amén.

 

MARÍA DELEGADA POR EL PADRE COMO MADRE DE LA HUMANIDAD

 

El don de María

 

El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad cii comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —deiiiasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió dariios una representación con- creta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es coiiio nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, Liii testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre. Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que iios ha ofrecido el Padre. En su rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.
Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como cii uno maternal. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. Eii efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos pateriiidad y maternidad. El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía del Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.

Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es como si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran esconclidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo ciue este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.
Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan como gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

r Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia, Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15). Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos:

“iHijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Go 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada. Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel supenor, tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del
Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papel de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso. El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atractiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que coima el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecicio como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina. Él, ciue poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal.
Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres el afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de ciar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad. Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre del Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos. Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque
siendo la Madre del mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Ella es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.

Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante. Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Ella, por tanto, nos ha dacio a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.
              La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad dei Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano. Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor iel Calvario. Ella nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasado, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad.  

En la madre dolorosa que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor paternal que ha llegado hasta el fin. No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María tina indulgencia, una bondad y una mise- rico rdia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese crite1 rio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bon dad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus - relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hom- bre puchera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.

Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de lajusticia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual. El Padre actúa con cada uno de nosotros corno con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria si lo representáramos únicamente bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María, lleno de dulzura y suavidad. 
Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene! de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de sulacogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía. Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros. Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón maternal, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidacles del corazón del Padre. La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre.

 

 

SANTA MISA:

 

HOMILÍA: LA PRESENCIA EUCARÍSTICA O  POR QUÉ TENEMOS QUE ADORAR A JESÚS EUCARISTÍA           

 

LA EUCARISTÍA COMOPRESENCIA

 

         Cuando celebramos la Eucaristía, después de haber comulgado, el pan consagrado se guarda en el sagrario para la comunión de los enfermos y para la veneración de los fieles. Allí permanece el Señor vivo y resucitado en Eucaristía perfecta, es decir, no estáticamente, como si fuera un cuadro, una imagen, sino vivo, dinámico, ofreciendo al Padre su vida por nosotros, intercediendo por todos, dando su vida por los hombres. Es un misterio, un sacramento permanente de amor y salvación. Pablo VI en su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Durante el día, los fieles no omitan la visita al Santísimo Sacramento... La visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente».

Cada uno de nosotros puede decirle al Señor: Señor, sé que estás ahí, en el sagrario. Sé que me amas, me miras, me proteges y me esperas todos los días. Lo sé, aunque a veces viva olvidando esta verdad y me porte como tú no mereces ni yo debiera. Quisiera sentir más tu presencia y ser atrapado por este ardiente deseo, que se llama Jesús Eucaristía, porque  cuando se tiene, ya no se cura.

Quiero saber, Señor, por qué me buscas así, por qué te humillas tanto, por qué vienes en mi busca haciéndote un poco de pan, una cosa, humillándote más que en la Encarnación, en  que te hiciste hombre. Tú que eres Dios y todo lo puedes ¿por qué te has quedado aquí en el sagrario? ¿Qué  puedo yo darte que tú no tengas?

Y Jesús nos dice a todos algo que no podemos comprender bien en la tierra sino que tenemos que esperar al cielo para saberlo: Lo tengo todo menos tu amor, si tú no me lo das. Y sin ti no puedo ser feliz. Vine a buscarte y quiero encontrarte para vivir una amistad eterna que empieza en el tiempo. Y es que debemos de valer mucho para el Padre, por lo mucho que nos ama y ha sufrido por nosotros el Hijo. Nosotros no nos valoramos todo lo que valemos. Solo Dios sabe lo que vale el hombre para El: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1Jn 4,3).

Entonces, Señor, si yo valgo tanto para Ti, más que lo que yo me valoro y valoro a mis hermanos, ayúdame a descubrirlo y a vivir sólo para Ti, que tanto me quieres, que me quieres desde siempre y para siempre, porque Tú me pensaste desde toda la eternidad. Quiero desde ahora escucharte en visitas hechas a tu casa, quiero contarte mis cosas, mis dudas, mis problemas, que ya los sabes, pero que quieres escucharlos nuevamente de mí, quiero estar contigo, ayúdame a creer más en Ti, a quererte más y esperar  y buscar más tu amistad:

 

 

Estáte, Señor, conmigo,                       

siempre, sin jamás partirte,

y, cuando decidas irte,

llévame, Señor, contigo,

porque el pensar que te irás,

me causa un terrible miedo,

de si yo sin ti me quedo,

de si tú sin mí te vas.

                                                            

Llévame en tu compañía,

donde tu vayas, Jesús,

porque bien sé que eres tú

la vida del alma mía;

si tu vida no me das,

yo sé que vivir no puedo,

ni si yo sin ti me quedo,

ni si tú sin mí te vas.

 

 

Las puertas del sagrario son para muchas almas las puertas del cielo y de la eternidad ya en la tierra, las puertas de la esperanza abiertas; el sagrario para la comunidad (parroquia) y para todos los creyentes es «la fuente que mana y corre», aunque es de noche para los sentidos, esto es, aunque no lo veamos con los ojos de la carne, porque la Eucaristía supera la razón, sino por la fe, que todo lo ve y nos lo comunica con luz y seguridad de Cristo mismo que nos dijo ESTO ES MI CUEPO, ESTA ES MI SANGRE, y Él es Dios, y realiza lo que dice, como resucitó a muertos y calmó tempestades.

El sagrario es el maná escondido ofrecido en comida siempre, mañana y noche, es la tienda de la presencia de Dios entre los hombres. Siempre está el Señor, bien despierto, intercediendo y continuando la Eucaristía por nosotros ante el altar de la tierra y el altar del Padre en el cielo. (Por eso no me gusta que el sagrario esté muy separado del altar y tampoco me importaría si está sobre un altar en que ordinariamente no se ofrece la misa). El sagrario para la parroquia, para la comunidad, es su corazón, desde donde extiende y comunica la sangre de la vida divina a todos los feligreses y al mundo entero. Lo dice Cristo, el evangelio, la Iglesia, los santos, la experiencia de los siglos y de los místicos...

 

Así lo expresa San Juan de la Cruz:

 

 

Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche.

Aquesta fonte está escondida,

en esta pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de este agua se hartan

aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta eterna fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

 aunque es de noche.

(Es por la fe, que es oscura al entendimiento)

 

 

 

 

 

Para San Juan de la Cruz, como para todos los que quieran adentrarse en el misterio de Dios, tiene que ser a oscuras de todo lo humano, que es limitado para entender y captar al Dios infinito.  Por eso hay que ir hacia Dios  «toda ciencia trascendiendo», para meterse en el Ser y el Amor del Ser y del Amor Infinito que todo lo supera. Para las almas que llegan a estas alturas, sólo hay una realidad superior a estos ratos de oración silenciosa y contemplativa ante el sagrario: la Eternidad en el Dios Trinitario, la visión cara a cara de la Santísima Trinidad en su esencia infinita, en el éxtasis trinitario y eterno, hasta donde es posible a la pura criatura.

Por eso, aunque nosotros no lo comprendamos, muchas de estas almas, cuando llegar verdaderamente a esta experiencia del cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en el pan consagrado,  desean de verdad morir para estar ya plenamente con Él, esa es la prueba, lo hacen y lo dicen porque han llegado por la experiencia a sentirlo y vencer el miedo natural que todos tenemos a la muerte: «Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero,

que muero porque no muero.

Sácame de aquesta vida,

mi Dios y dáme la muerte,

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte,

mira que peno por verte

y mi mal es ta entero,

que muero porque no muero».

 

Solo desean el encuentro total con Cristo, a quien han llegado a descubrir en la Eucaristía y ya no quieren otra compañía. Nosotros, si tuviéramos estas vivencias, también lo desearíamos. Es cuestión de amor. Si subiéramos hasta esas cumbres, nos quemaríamos también.

Para eso hay que pasar muchos ratos con el Señor, en fe seca primero, luego purificarse mucho de pecados e imperfecciones, en el silencio, sin testigos ni excusas ni explicaciones, renunciando a nuestra soberbia, envidia, ira, lujuria..., sólo deseando al Señor y cumplir su voluntad.

Hay que dejar que el Señor desde el sagrario nos vaya diciendo y quitando nuestros pecados, sin echarnos para atrás. “Los limpios de corazón verán a Dios”. Sentirse amado es la felicidad humana. Sentirse amado por Dios es la felicidad suprema, que desborda la capacidad del hombre limitado.

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...” hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Las almas de Eucaristía, las almas de sagrario, las almas despiertas de fe y amor a Cristo son felices, aún en medio de pruebas y sufrimientos en la tierra, porque su corazón ya no es suyo, ya no es propiedad humana, se lo ha robado Dios y ya no saben vivir sin El: «¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no lo sanaste? Y, pues me lo has robado, ¿por qué así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?» (C.9)

¡Señor, ya que me has robado el corazón, el amor y la vida, pues llévame ya contigo!

         Jesucristo Eucaristía, nosotros creemos en ti

         Jesucristo Eucaristía, nosotros confiamos en Ti.

         Tú eres el Hijo de Dios.

 

 

 

MISA

 

HOMILÍA: LA EUCARISTÍA COMO MISA

 

Queridos hermanos y hermanas: Jesús lo había prometido:“Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos”. Y San Juan nos dice en su evangelio que Jesús: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”,   hasta el extremo de su amor y fuerzas, dando su vida por nosotros, y hasta el extremo de los tiempos, permaneciendo con nosotros para siempre en el pan consagrado de todos los sagrarios de la tierra.

Santa Teresa estuvo siempre muy unida a Jesucristo Eucaristía. En relación con la presencia de Jesús en el sagrario, exclama: «¡Oh eterno Padre, cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan pecadoras como las nuestras... no permitas, Señor, que sea tan mal tratado  en este sacramento. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable!»

Ella se extasiaba ante Cristo Eucaristía. Y lo mismo todos los santos, que en medio de las ocupaciones de la vida, tenían su mirada en el sagrario, siempre pensaban y estaban unidos a Jesús Eucaristía. Y la madre Teresa de Calcuta, tan amante de los pobres, que parece que no tiene tiempo para otra cosa, lo primero que hace y nos dice que  hagamos, para ver y socorrer a los pobres, es pasar ratos largos con Jesucristo Eucaristía. En la congregación de religiosas, fundada por ella para atender a los pobres, todas han de pasar todos los días largo rato ante el Santísimo; debe ser porque hoy Jesucristo en el sagrario es para ella el más pobre de los pobres, y desde luego, porque para ella, para poder verlo en los pobres, primero hay que verlo donde está con toda plenitud, en la Eucaristía. También entre vosotras, queridas hermanitas, estoy sorprendido de las horas de oración. Vuestra Madre fue contemplativa. Y así en todos los santos. Ni uno solo que no sea eucarístico, que no haya tenido hambre de este pan, de esta presencia, de este tesoro escondido, ni uno solo que no haya sentido necesidad de oración eucarística, primero en fe seca y oscura, sin grandes sentimientos, para luego, avanzando poco a poco, llegar a tener una fe luminosa y ardiente, pasando por etapas de purificación de cuerpo y alma, hasta llegar al encuentro total del Cristo viviente y glorioso, compañero de viaje en el sacramento.

 

                   LA EUCARISTÍA COMO MISA.

 

         Podemos considerar la Eucaristía como misa, como comunión y como presencia permanente de Jesucristo en la Hostia santa. De todos los modos de considerar la Eucaristía, el más importante es la Eucaristía como sacrificio, como misa, como pascua, como sacrificio de la Nueva Alianza, especialmente la Eucaristía del domingo, porque es el fundamento de toda nuestra vida de fe  y la que construye  la Iglesia de Cristo.

Voy a citar unas palabras del Vaticano II donde se nos habla de esto: «La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando de la Eucaristía, recuerden las pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo entre los muertos (1Pe 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles...» (SC 106).

Por este texto y otros,  que podíamos citar, podemos afirmar que, sin Eucaristía dominical, no hay cristianismo, no hay Iglesia de Cristo, no hay parroquia. Porque Cristo es el fundamento de nuestra fe y salvación,  mediante el sacrificio redentor, que se hace presente en  la Eucaristía; por eso, toda Eucaristía, especialmente la dominical, es Cristo haciendo presente entre nosotros su pasión, muerte y resurrección, que nos salvó y nos sigue salvando, toda su vida, todo su misterio redentor. Sin domingo, Cristo no ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y no tenemos salvación, dice San Pablo.

 Sin Eucaristía del domingo, no hay verdadera fe cristiana, no hay Iglesia de Cristo. No vale decir «yo soy cristiano pero no practicante». O vas a Eucaristía los domingos o eso que tú llamas cristianismo es pura invención de los hombres, pura incoherencia, religión inventada a la medida de nuestra comodidad y falta de fe; no es eso lo que Cristo quiso para sus seguidores e hizo y celebró con sus Apóstoles y ellos continuaron luego haciendo y celebrando. La Eucaristía del domingo es el centro de toda la vida parroquial.

Sobre la puerta del Cenáculo de San Pedro, hace ya más de treinta años, puse este letrero: Ninguna comunidad cristiana se construye, si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Santísima Eucaristía». Este texto del Concilio nos dice que la Eucaristía es la que construye la parroquia, es el centro de toda su vida y apostolado, el corazón de la parroquia. La Iglesia, por una tradición que viene desde los Apóstoles, pero que empezó con el Señor resucitado, que se apareció y celebró la Eucaristía con los Apóstoles en el mismo día que resucitó, continuó celebrando cada ocho días el misterio de la salvación  presencializándolo por la Eucaristía. Luego, los Apóstoles, después de la Ascensión, continuaron haciendo lo mismo. 

Por eso, el domingo se convirtió en  la fiesta principal de los creyentes. Aunque algunos puedan pensar, sobre todo, porque es cada ocho días, que el domingo es menos importante que otras fiestas del Señor, por ejemplo, la Navidad, la Ascensión, el Viernes o Jueves Santo, la verdad es que si Cristo no hubiera resucitado, esas fiestas no existirían. Y eso es precisamente lo que celebramos cada domingo: la muerte y resurrección de Cristo, que se convierten en nuestra Salvación.

En este día del Señor resucitado, en el domingo, Jesús nos invita a la Eucaristía, a la santa misa, que es nuestra también, a ofrecernos con Él a la Santísima Trinidad, que concibió y realizó este proyecto tan maravilloso de su Encarnación, muerte y resurrección para llevarnos a su misma vida trinitaria. En el ofertorio nos ofrecemos y somos ofrecidos con el pan y el vino; por las palabras de la consagración, nosotros también quedamos consagrados como el pan y el vino ofrecidos, y ya no somos nosotros, ya no nos pertenecemos, y al no pertenecernos y estar consagrados con Cristo para la gloria del Padre y la salvación de los hombres, porque voluntariamente hemos querido correr la suerte de Cristo, cuando salimos de la Iglesia, tenemos que vivir como Cristo para glorificar a la Santísima Trinidad, cumplir su voluntad  y salvar a los hermanos, haciendo las obras de Cristo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre”;El que me come vivirá por mí”; ”Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn15,9). 

En la consagración, obrada por la fuerza del Espíritu Santo, también nosotros nos convertimos por Él, con Él y en Él, en “alabanza de su gloria”, en alabanza y buena fama para Dios, como Cristo fue alabanza de gloria para la Santísima Trinidad y nosotros hemos de esforzarnos también con Él por serlo, como buenos hijos que deben ser la gloria de sus padres y no la deshonra. En la Comunión nos hace partícipes de sus mismos sentimientos y actitudes y para esto le envió el Padre al mundo, para que vivamos por El: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1Jn 4,8). Esta es la razón de su venida al mundo; el Padre quiere hacernos a todos hijos en el Hijo y que vivir así amados por Él en el Amado. Y eso es vivir y celebrar y participar en la Eucaristía, la santa Eucaristía, el sacrificio de Cristo. Es un misterio de amor y de adoración y de alabanza y de salvación, de intercesión y súplica con Cristo a la Santísima Trinidad. Y esto es el Cristianismo, la religión cristiana: intentar vivir como Cristo para gloria de Dios y salvación de los hombres.

 La Eucaristía dominical  parroquial renueva todos los domingos este pacto, esta alianza, este compromiso con Dios por Cristo, porque es Cristo resucitado y glorioso, quien, en aparición pascual, se presenta entre nosotros y nos construye como Iglesia suya y nos consagra juntamente con el pan y el vino para hacernos partícipes de sus sentimientos y actitudes de ofrenda al Padre y salvación de los hermanos y hacernos ya ciudadanos de la nueva Jerusalén, que está salvada y participa de los bienes futuros anticipándolos, encontrándonos así por la Eucaristía con el Cristo glorioso, llegados al último día y proclamando con su venida eucarística la llegada de los bienes escatológicos, es decir, definitivos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, VEN, SEÑOR , JESÚS».

Queridos amigos, ningún domingo sin  Eucaristía. Este es mi ruego, mi consejo y exhortación por la importancia que tiene en nuestra vida espiritual. Es que mis amigos no van, es que he dejado de ir hace ya mucho tiempo, no importa, tú vuelve y la Eucaristía te salvará, el Señor te lo premiará con vitalidad de fe y vida cristiana. Los que abandonan la Eucaristía del domingo, pronto no saben de qué va Cristo, la salvación, el cristianismo, la Iglesia... El domingo es el día más importante del cristianismo y el corazón del domingo es la Eucaristía, la Eucaristía, sobre todo, si participas comulgando. Más de una vez hago referencia a unos versos que reflejan un poco esta espiritualidad.

 

 

MISA: HOMILÍA DE LA EUCARISTÍA COMO COMUNIÓN

 

Queridos hermanos: Las primeras palabras de la institución de la Eucaristía, así como todo el discurso sobre el pan de vida, en el capítulo sexto de San Juan, versan sobre la Eucaristía como alimento, como comida. Lógicamente esto es posible porque el Señor está en el pan consagrado. Pero su primera intención, sus primeras palabras al consagrar el pan y el vino es para que sean nuestro alimento:”Tomad y comed... tomad y bebed...”; “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... el que no come mi carne... si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...” Por eso, en esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vamos a hablar de este deseo de Cristo de ser comido de amor y con fe por todos nosotros.

 

 

LA EUCARISTÍA COMOCOMUNIÓN

 

La plenitud del fruto de la Eucaristía viene a nosotros sacramentalmente por la Comunión eucarística. La Eucaristía como Comunión es el momento de mayor unión sacramental con el Señor, es el sacramento más lleno de Cristo que recibimos en la tierra, porque no recibimos una gracia sino al autor de todas las gracias y dones, no recibimos agua abundante sino la misma fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Por la comunión realizamos la mayor unión posible en este mundo con Cristo y sus dones, y juntamente con Él y por Él, con el Padre y el Espíritu Santo. Por la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como Iglesia y cuerpo de Cristo: «Ninguna comunidad cristiana se  construye si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía» (PO 6).

Por eso, volvería a repetir aquí todas las mismas exhortaciones que dije en relación con no dejar la santa Eucaristía del domingo. Comulgad, comulgad, sintáis o no sintáis, porque el Señor está ahí, y hay que pasar por esas etapas de sequedad, que entran dentro de sus planes, para que nos acostumbremos a recibir su amistad, no por egoísmo, porque siento más o menos, porque me lo paso mejor o pero, sino principalmente por Él, porque Él es el Señor y yo soy una simple criatura, y tengo necesidad de alimentarme de Él, de tener sus mismos sentimientos y actitudes, de obedecer y buscar su voluntad y sus deseos  más que los míos, porque si no, nunca entraré en el camino de la conversión y de la amistad sincera con Él. A Dios tengo que buscarlo siempre porque Él es lo absoluto, lo primero, yo soy simple invitado, pero infinitamente elevado hasta Él por pura gratuidad, por pura benevolencia.

 Dios es siempre Dios. Yo soy simple criatura, debo recibirlo con suma humildad y devoción, porque esto es reconocerlo como mi Salvador y Señor, esto es creer en Él, esperar de Él. Luego vendrán otros sentimientos. Es que no me dice nada la comunión, es que lo hago por  rutina, tú comulga con las debidas condiciones y ya pasará toda esa sequedad, ya verás cómo algún día notarás su presencia, su cercanía, su amor, su dulzura.     

 Los santos, todos los verdaderamente santos, pasaron a veces  años y años en noche oscura de entendimiento, memoria y voluntad,  sin sentir nada, en purificación de la fe, esperanza y caridad, hasta que el Señor los vació de tanto yo y pasiones personales que tenían dentro y poco a poco pudo luego entrar en sus corazones y llegar a una unión grande con ellos. Lo importante de la religión no es sentir o no sentir, sino vivir y esforzarse por cumplir la voluntad de Dios en todo y para eso comulgo, para recibir fuerzas y estímulos, la comunión te ayudará a superar todas las pruebas, todos los pecados, todas las sequedades. La sequedad, el cansancio, si no es debido a mis pecados, no pasa nada. El Señor viene para ayudarnos en la luchas contra los pecados veniales consentidos, que son la causa principal de nuestras sequedades.

Sin conversión de nuestros pecados no hay amistad con el Dios de la pureza, de la humildad, del amor extremo a Dios y a los hombres. Por eso, la noche, la cruz y la pasión, la muerte total del yo, del pecado, que se esconde en los mil repliegues de nuestra existencia, hay que pasarlas antes de llegar a la transformación y la unión perfecta con Dios.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de fe en Dios y en todo su misterio, en su doctrina, en su evangelio; manifestamos y demostramos que creemos todo el evangelio, todo el misterio de Cristo, todo lo que  ha dicho y ha hecho, creemos que Él es Dios, que hace y realiza lo que dice y promete, que se ha encarnado por nosotros, que murió y resucitó, que está en el pan consagrado y por eso, comulgo.

 Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de amor a quien dijo “Tomad y Comed, esto es mi Cuerpo”, porque acogemos su entrega y su amistad, damos adoración y alabanza a su cuerpo entregado como don, y esperamos en Él como prenda de la gloria futura. Creemos y recibimos su misterio de fe y de amor:“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida... Si no coméis mi carne no tendréis vida en vosotros...”. Le ofrecemos nuestra fe y comulgamos con sus palabras.

Cuando comulgamos, hacemos el mayor acto de esperanza, porque deseamos que se cumplan en nosotros sus promesas y por eso comulgamos, creemos y esperamos en sus palabras y en su persona:“Yo soy el pan de vida, el que coma de este pan, vivirá eternamente... si no coméis mi carne, no tenéis vida en vosotros...”. Señor, nosotros queremos tener tu vida, tu misma vida, tus mismos deseos y actitudes, tu mismo amor al Padre y a los hombres, tu misma entrega al proyecto del Padre... queremos ser humildes y sencillos como Tú, queremos imitarte en todo y vivir tu misma vida, pero yo solo no puedo, necesito de tu ayuda, de tu gracia, de tu pan de cada día, que alimenta estos sentimientos. Para los que no comulgan o no lo hacen con las debidas disposiciones, sería bueno meditasen este soneto de Lope de Vega, donde Cristo llama insistentemente a la puerta de nuestro corazón, a veces sin recibir  respuesta:

 

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,

qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

<Alma, asómate ahora a la ventana

verás con cuánto amor llamar porfía¡>

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

<mañana le abriremos>, respondía,

para lo mismo responder mañana!

 

¿Habrá alguno de vosotros que responda así a Jesús? ¿Habrá corazones tan duros entre vosotros y vosotras, hermanos creyentes de esta parroquia? Que todos abramos las puertas de nuestro corazón a Cristo, que no le hagamos esperar más. Todos llenos del mismo  deseo, del mismo amor de Cristo; así hay que hacer Iglesia, parroquia, familia. Cómo cambiarían los pueblos, la juventud, los matrimonios, los hijos, si todos comulgáramos al mismo Cristo, el mismo evangelio, la misma fe. Cuando comulguéis, podéis decirle: Señor, acabo de recibirte, te tengo en mi persona, en mi alma, en mi vida, en mi corazón, que tu comunión llegue a todos los rincones de mi carácter, de mi cuerpo, de mi lengua y sentidos, que todo mi ser y existir viva unido a Ti, que no se rompa por nada esta unión, qué alegría tenerte conmigo, tengo el cielo en la tierra porque el mismo Jesucristo vivo y resucitado que sacia a los bienaventurados en el cielo, ha venido a mí ahora; porque el cielo es Dios, eres Tú, Dios mío, y Tú estás dentro de mí. Tráeme del cielo tu resurrección, que al encuentro contigo todo en mí resucite, sea vida nueva, no la mía, sino la tuya, la vida nueva de gracia que me has conseguido en la misa; Señor, que esté bien despierto en mi fe, en mi amor, en mi esperanza; cúrame, fortaléceme, ayúdame y si he de sufrir y purificarme de mis defectos, que sienta que tú estás conmigo.

¡Eucaristía divina! ¡Cómo te deseo! ¡Cómo te necesito! ¡Cómo te busco! ¡Con qué hambre de tu presencia camino por la vida! Te añoro más cada día, me gustaría morirme de estos deseos que siento y que no son míos, porque yo no los sé fabricar ni  todo esto que siento. ¡Qué nostalgia de mi Dios cada día! Necesito comerte ya, porque si no moriré de ansias del pan de vida. Necesito comerte ya para amarte y sentirme amado. Quiero comer para ser comido y asimilado por el Dios vivo. Quiero vivir mi vida siempre en comunión contigo.

 

 

                                                                     

 

        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Liturgia de las Horas, III, pgs. 1391-93, De las oraciones atribuidas a Santa Brígida.

 

[2]JEAN MAALOUF, Escritos esenciales,  Madre Teresa de Calcuta., Sal Terrae  2002, p. 91.

[3] ANTONIO LÓPEZ BAEZA: Un Dios locamente enamorado de tí, Sal Terrae 2002, pag. 93-4).

 

[4]EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[5]  VATICANO II, L G, n. 59.

[6]EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[7]SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[8]Ibi. pág. 723

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