LA FÉ DE MARIA EN INTIMIDAD

,;;  SEMANA  V   DE  PASCUA

leza y poder. Quien se halla envuelto en continua lucha, recurra a ti  que eres mar pacífico...  Quien  se ve tentado...   recurra a ti,  que  eres  madre de  humildad, y  no hay cosa que tan  lejos arroje  al  demonio  como   la  humildad.  Acuda  ti,  acuda  a y ¡oh  María!   (STA.  MARÍA  MAGDALENA  DE  PAZiS,  l  Coloquio)'

127.    LA FE DE MARÍA

«Dichosa tú, María, que creíste que se cum­plirían en ti las cosas dichas por el Señor» (Le  1, 45).

1. —La Iglesia, haciendo suyas las palabras de Isabel, dirige" a   María  esta   bellísima  alabanza:   «Bienaventurada tú  que  has creído,  porque  se  cumplirán  en ti   las cosas que  el  Señor te  ha dicho»  (Le  1, 45). Grande fue  la fe de  la Virgen  que  creyó  sin dudar el  mensaje del ángel que   le  anunciaba  cosas  admirables  e  inusitadas.  Creyó, obedeció, y, como afirma el  Concilio, refiriendo palabras de   los   antiguos   Padres,   creyendo   y   obedeciendo   «fue causa de  la salvación propia y de la del género humano entero...   Lo  que  ató   la virgen   Eva  por  la  incredulidad, la Virgen María lo desatópor la fe»(LG 56). Fiada en la palabra de Dios, María creyóque sería madre sin perder la  virginidad;   creyó—ella tan  humilde—que  sería ver­dadera Madre de Dios, que el fruto de su seno sería real­mente   el   Hijo  del   Altísimo.  Se  adhirió  con  plena fe  a cuanto   le  fue  revelado,  sin  dudar  un   instante  frente a un plan que venía a trastornar todo el orden natura! de las   cosas:   una   madre   virgen,   una   criatura   Madre   del Creador. Creyó  cuando el  ángel  le habló, pero continuó creyendo aún cuando el ángel la dejósola, y se vio ro­deada de las humildes circunstancias de una mujer cual­quiera  que  está  para  ser madre. «La Virgen —dice San Bernardo—" tan  pequeña a sus ojos, no fue menos  mag-


J27.      LA   FE   DE   MARÍA                                                                     535

nánima respecto a su fe en las promesas de Dios: ni la menor duda sobre su vocación a este incomparable mis­terio, a esta maravillosa mudanza, a este inescrutable sacramento, y creyófirmemente que llegaría a ser la ver­dadera Madre del Hombre-Dios»(De duod. praer. B.V.M. 13).

La Virgen nos enseña a creer en nuestra vocación a la santidad, a la intimidad divina; hemos creído en ella cuando Dios nos la ha revelado en la claridad de la luz interior confirmada por la palabra de su ministro; pero hemos de creer también en ella cuando nos encontramos solos, en las tinieblas, en las dificultades que pretenden trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no hace las cosas a medias: Dios llevaráa término su obra en noso­tros con tal que nosotros nos fiemos totalmente de él.

2. —«También la bienaventurada Virgen —afirma el Concilio—avanzóen la peregrinación de la te... una fe sin mezcla de duda alguna»(LG 58. 63), pero al fin y al cabo fe. Muy lejos estaría de la verdad quien pensase que los misterios divinos fueron totalmente manifiestos a la Virgen y que la divinidad de su Jesús fuese para ella tan evidente que no tuviese necesidad de creer. Excep­tuada |a Anunciación y los hechos que rodearon el naci­miento de Cristo, no encontramos en su vida manifesta­ciones sobrenaturales de carácter extraordinario. Ella vive de pura fe, exactamente como nosotros, apoyándose en la palabra de Dios. Los mismos divinos misterios que en ella y en torno suyo se verifican, permanecen habitual-mente envueltos en el velo de la fe y toman al exterior el giro común a las varias circunstancias de la vida ordi­naria; más aún: frecuentemente se ocultan bajo aspectos muy oscuros y desconcertantes. Asípor ejemplo, la ex­trema pobreza en que nacióJesús, la necesidad de huir al destierro para salvarle a él —Rey del cielo—de ¡a furia de un rey de la tierra, las fatigas para procurarle Jo

 

¡jgg.     LA   ESPERANZA  DE  MARÍA

 

536


SEMANA   V   DE   PASCTJ

 

 

 

estrictamente necesario y, a veces, hasta la falta de eí|0 Pero María no dudójamás de que aquel Niño débil e impotente, necesitado de cuidados maternos y de defensa como cualquier otro niño, fuese el Hijo de Dios. Creyó siempre, aun cuando no entendía el misterio. AsífUe por ejemplo, en la repentina desaparición de Jesús' cuando, a la edad de doce años, se quedóen el temp|0 sin ellos saberlo. San Lucas advierte que cuando el Niño explicóel motivo alegando la misión que le había confiado el Padre celestial, María y José«no comprendieron lo quéles decía»(Le 2, 50). Si María sabía con certeza qué •Jesús era el Mesías, no sabía, sin embargo, el modo cómo cumpliría su misión; de ahíque por el momento no entendióla relación que había entre su permanencia en el templo y la voluntad de Dios. Con todo, no quiso saber más: sabía que Jesús era su Dios y esto le bastaba; estaba segura, totalmente segura de él.

El alma de fe no se detiene a examinar la conducta de Dios y, aun no comprendiendo, se lanza a creer y a seguir ciegamente las disposiciones de la voluntad di­vina. Algunas veces en nuestra vida espiritual nos dete­nemos porque queremos entender demasiado, indagar demasiado los designios déDios sobre nuestra alma; no, el Señor no nos pide entender, sino creer con todas nuestras fuerzas.

¡Oh Virgen soberana!.. Vos sois bienaventurada (Le I, 46), porque creísteis, como dijo vuestra prima; y sois bienaventu­rada, porque trajisteis en vuestro vientre al Salvador; y mucho más bienaventurada, porque oísteis su palabra y la guardasteis. También sois bienaventurada con las ocho bienaventuranzas que vuestro Hijo predicóen el Monte (Mt 5, 3); sois, ¡pobre de espíritu, y es vuestro el reino de los cielos; sois mansa, y poseéis la tierra de los vivos; llorasteis los males del mundo, y asísois consolada; tuvisteis hambre y sed de justicia, y ahora estáis harta; sois misericordiosa, y alcanzasteis miseri­cordia;   sois   pacífica,  y  así  por  excelencia   sois   hija   de   Dios;


¡|S0¡s   limpia   de   corazón,   y   ahora   estáis   viendo   claramente   a SBíos;   padecisteis   persecuciones   por   la   justicia,   y   ahora   es nuestro  el   reino  de   los   cielos,   como  reina   suprema  de  todos I ¿us  moradores.   ¡Oh   Reina  soberana!   Gozóme  que   seáis   biená-i féhturada   por   tantos   títulos.   ¡Oh,   si   todas   las   naciones   del ¡fc/fiündo se convirtiesen a vuestro Hijo, y os llamasen con grande ¡¡¡¡fe  bienaventurada;   imitando  aquí  vuestra  vida,   y  gozando   des-I pues   de   vuestra   gloria!   (L.   DE   LA   PUENTE,   Meditaciones,   II, 12, 3).

¡Oh   María!,   creyendo   al   ángel   que   te   aseguraba   que,   sin cesar de  ser virgen  serías  madre  del  Señor,  trajiste  al  mundo i ja' salvación.  Tu fe  abrió  a  los  hombres  el   paraíso...

¡Oh   Virgen!,  tú  tuviste   mayor  fe  que  todos   los  hombres   y que todos  los ángeles. Veías a tu  Hijo en el  establo de Belén. y   creías   que   era   el   Creador   del   mundo.   Lo   veías   huir   de Herodes,  y- no  dejabas de creer que era  el   Rey de  los  reyes( Lo viste nacer, y creías que era eterno. Lo viste pobre, necesi­tado  de  alimento,  y  sin   embargo  creías  que   era  el   Señor  del mundo;   reclinado  sobre  la  paja, y creías que  era  omnipolenlo! Viste   que   no   hablaba   y   creíste   que   era   la   Sabiduría   Infinita Lo escuchabas  llorar, y creías que  él era el  gozo del  paraíso. Lo viste  en  su  muerte vilipendiado y crucificado,  pero  aunque vaciló   la  fe  de  los  demás,  la tuya  permaneció  firme  creyendo que él era Dios.:.

Virgen santa, por los merecimientos de tu grande fe con sigúeme la gracia de una fe viva: «¡Señora, aumenta en noso^ tros la fe!»($. ALFONSO M. DÉLIGORIO, Las glorias do María,  íl, 3. 4).

:

 

128.    LA  ESPERANZA  DE  MARÍA

«Salve, Reina y madre de misericordia, vida, dulzura  y  esperanza  nuestra,  salve».

1. —María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de él esperan y reciben la salvación... Con ella, excelsa Hija de Sien, tras larga espera de la promesa,

 

SEMANA   V  DE  PASCUA

538

se  cumple  la  plenitud  de  ¡os  tiempos y  se  inaugura |a nueva  Economía»   (LG  55).  Con  estas  palabras  presenta él   Concilio  a  María  en  quien   se  compendian  todas  las esperanzas  de  Israel;  todos  los  anhelos  y  los   suspiros de  los  profetas vuelven  a resonar  en  su  corazón  alcan­zando   una   intensidad   hasta   entonces   desconocida   que apresura su cumplimiento. Nadie esperóla salvación tan­to  como  ella, y en  ella precisamente comienzan  a cum­plirse   las   divinas   promesas.   En   el   Magníficat   —canto que   brotó  del  corazón  de   María  al   encontrarse  con  su prima  Isabel—nos  encontramos  con una  expresión que revela   de   manera   particular   la   actitud   interior   de   la Virgen:  «Ensalza mi alma al Señor... porque él ha fijado su  mirada  en  la  humildad de  su sierva»  [Le  1, 46. 48). Eran   estas   palabras,  en  el   acto  que   María   las   pronun­ciaba,  la   declaración  de   las   «grandes   cosas»   que  Dios había   obrado   en   ella;   pero,  consideradas   en  el   cuadro de  su vida, nos manifiestan el  constante  movimiento de su  corazón  que,  desde  el  conocimiento  perfecto  de  su nada, sabía arrojarse  en brazos de Dios con la más in­tensa  esperanza en  su  socorro. Nadie  mejor que  María tuvo   la  ciencia   concreta  y  práctica  de   la  propia  nada: ella sabe bien que todo su ser, tanto natural como sobre­natural, volvería a caer irrevocablemente  en  la nada, si Dios no la sostuviese en todo momento. Sabe que todo lo que es y todo lo que tiene no es suyo, sino de Dios, puro don  de  su  liberalidad.  La gran  misión,  los  extraor­dinarios  privilegios del Altísimo, de  ningún modo  le  im­piden ver y sentir su «bajeza». Pero esto, lejos de desa­tontarla y desanimarla —como nos acaece frecuentemen­te a nosotros cuando constatamos nuestra nulidad y mi-•iii.i       le   sirve   de   punto   de   apoyo   para   arrojarse  en Dios con un rápido movimiento de esperanza. Antes bien, <u;mlo  más  conciencia tiene de su nada y de  su impo­tencia, tanto más se eleva su alma en la esperanza; pré-


128.     LA   ESPERANZA   DE  MARÍA                                                       539

cisamente porque, verdadera pobre de espíritu,no tiene confianza alguna en sus recursos, en su capacidad, en sus méritos. María coloca en solo Dios toda su confianza y Dios, que «rechaza vacíos a los ricos y llena de bienes a los necesitados»(Le 1, 53), ha saciado su hambre, ha escuchado sus esperanzas, no sólo llenándola de sus do­nes, sino entregándosele de la manera más perfecta y cumpliendo en ella las esperanzas de su pueblo.

2. —La esperanza de María fue verdaderamente ro? quena y total aun en los momentos más difíciles y oscuros de su vida. Cuando José, habiendo notado en ella las señales de una maternidad cuyo origen ignoraba, pensaba en «abandonarla secretamente»(Mt 1, 19), María intuyó el estado de ánimo de su purísimo esposo, intuyó|as dudas que podrían cruzar su mente y el peligro en que ella estaba de ser abandonada, y, sin embargo, llena de esperanza en el socorro divino, no quiso en modo alguno descubrirle lo que le había revelado el ángel, sino que se abandonócompletamente en las manos de Dios. «En el silencio y en la esperanza serávuestra foitaleza» (Is 30, 17), ha dicho el Espíritu Santo por boca de Isaías, y esta sentencia tiene aquísu más bella realización en la conducta de María. Calla sin tratar de justificarse frente a José; calla porque estállena de esperanza én Dios y estáplenamente segura de su ayuda. El silencio y la esperanza le permiten apoyarse totalmente en Dios, y así, fuerte, con la fortaleza del mismo Dios, permanece serena y tranquila en una situación por extremo difícil y delicada. Por lo demás, toda su vida fuéun continúo ejercicio de esperanza heroica. Cuando en los treinta años trascurridos en Nazaret Jesús aparecía niño, mu­chacho, hombre como todos los demás y ninguna señal' exterior indicaba que habría de ser el Salvador del mun­do, María no cesóde creer y de esperar en el.cumpli­miento de las divinas promesas. Cuando comenzaron las

 

540


SEMANA   V   DE  PASCTja


p9.      LA   CARIDAD   DE   MARÍA


541

 

 

 

persecuciones contra el Hijo, cuando fue apresado, pro.
cesado, crucificado y todo parecía ya terminado, la espe­
ranza de María permanecióintacta, aún más, se agigantó
dándole la fuerza de seguir firme «junto a la cruz de
Jesús»   (Jn   19,  25).                                                              *   '

¡Quépobre es nuestra esperanza frente a la esperan­za de María! No sabiendo estar totalmente seguros de la ayuda divina, nos acucia la necesidad de recurrir a tantos pequeños expedientes personales para procurarnos alguna seguridad, algún apoyo humano; pero, como todo lo que es humano e incierto, permanecemos siempre agitados e inquietos. La Virgen con su silencio y con su esperanza nos señala el único camino de la verdadera seguridad, de la serenidad y de la paz interior aun en medio de las situaciones más difíciles: el camino de la total confianza en Dios: «En ti, oh Señor, he esperado, no seréconfundido para siempre»(Te Deum).

¡Oh María!, era tan excelsa tu esperanza que podías repetir con el santo rey David: «pongo én el Señor mi refugio»(Ps 73, 28)... Tú, apartada enteramente de los afectos del mundo... no confiando en las criaturas ni en tus méritos, sino apoyándote únicamente en la gracia divina, adelantaste siempre en el amor de tu  Dios...

De ti ¡oh María!, debemos aprender a confiar en Dios, es­pecialmente en lo que toca a nuestra salvación eterna... des­confiando en absoluto de nuestras fuerzas, pero repitiendo: «todo lo puedo en aquel que me conforta»(Fp 4, 13) Señora mía santísima, túeres la Madre de la santa esperanza... ¿Qué otra esperanza, pues, voy yo buscando?

Y confío tanto que, si mi salvación estuviese en mi mano, la pondría igualmente en tus manos, ya que más me fío de tu misericordia y protección que de todas mis obras. Madre y esperanza mía, no me abandones... Todos se olvidan de mí, pero no me olvides tú, Madre del Dios omnipotente. Di a Dios quéyo soy tu  hijo, dile  que tú  me defiendes y seré  salvo...

¡Oh María! Yo me fío de ti; en esta, esperanza vivo y en esta   esperanza  quiero  y  espero   morir,   repitiendo   siempre:   mi


pica  esperanza es Jesús,  y después  de Jesús,   María.  (S.  AL­FONSO   MARÍA   DE   LIGORIO,   Las   glorias   de   María,   II,   3,   5;

P 3).

•' ¡Oh dulcísima María, suma esperanza mía después de Dios!, habla en mi favor a tu amado Hijo, dile por míuna palabra eficaz, defiende ante él mi causa; consigúeme, en su misericor­dia, lo que anhelo, porque en ti espero, oh única esperanza pifa después de Cristo. Muéstrateme Madre benigna: que yo sea recibida por el Señor en el sagrado refugio de su amor, en la escuela del Espíritu Santo, porque túpuedes obtenérmelo como ningún otro.detu amado Hijo., ¡Oh Madre fiel!, protege ;i tu hija, para que se convierta en fruto de amor siempre vivo. crezca en toda santidad, persevere regada por la gracia céíeé tía!.   [S.   GERTRUDIS,   Ejercicios,  2).

129.    LA CARIDAD DE MARÍA

«¡Oh María, llena de gracia!   (Le  1, 28),  que tu intercesión nos obtenga aumento de amor».

1. —«Dios es amor»(1 Jn 4, 16); y María, que en su calidad de Madre estuvo más cercana y unida a Dios que cualquier otra criatura, fue inundada más que ninguna otra de su amor. «Cuanto más una cosa se acerca a su principio —enseña Santo Tomás—tanto más participa de su efecto»(Suma Teológica, III, 27, 5, 3). María, que el ángel saludó«llena dégracia»(Le 1, 28), estáigualmente lléna de amor. Pero la plenitud de gracia y de amor erl que fue colocada desde el principio, no la dispensódel ejercicio activo y constante de la caridad, como tampoco del de las demás virtudes. Asínos la presenta el Conci­lio cuando díce: «La Bienaventurada Virgen.., cooperó, en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la espe­ranza y la encendida caridad, en la restauración de lá vida sobrenatural délas almas»  (LG 61), y repetidas ve-

 

542                                                                   SEMANA  V   DE  PASCTJ4

C68 la señala como especial modelo de caridad. También para María, como para los demás hombres, esta vida fue el  «camino»en el cual se debe siempre progresar en 1-caridad;  también a ella, como a nosotros, le fue dernan-dede  su  personal correspondencia a la gracia. Y el gran mentóde María consistióprecisamente en haber corres­pondido   con   la  máxima fidelidad  a   los   inmensos  dones recibidos.   Ciertamente   que   los   privilegios   de   su   con-< spelón inmaculada, del estado de santidad en que nació y  de  su  maternidad  divina fueron puros dones de Dios-con todo, bien lejos dérecibirlos pasivamente—al modo que  un  cofre  recibe los objetos preciosos que en él se depOBÍtan —los recibiócomo una persona libre, capaz de ihIIhmíiso   con   su  propia  voluntad   a  los  favores  divinos madlante   una  plena  correspondencia  a   la  gracia.  Santo lomas   enseña   que   aunque   María   no   pudo   merecer  la I ncíirnnción del Verbo, sin embargo, mereció—mediante l.i qraeia recibida—aquel grado de santidad que la hizo dlgni  Madre de Dios (Suma Teológica, 111, 2, 11, 3), y !0 maréelo precisamente con su libre colaboración a la gra­cia   María es, en el sentido más pleno de la palabra, la ■Virgen  fiel»,  que   supo  negociar  al  ciento  por  uno  los talentos   recibidos   de   Dios.  A   la   plenitud   de   la  gracia Otorgada por Dios correspondióla plenitud de su fidelidad. v.      «Amarás al Señor, tu Dios, con todo cu corazón, con  toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente»   (Le  10, 27). El  mandamiento del Señor  tiene su plena   realización   en   María,   que   siendo   perfectamente humilde y por eso del todo vacía de símisma y libre de iodo egoísmo y de cualquier apego a las criaturas, pudo emplear  verdaderamente  todas  sus  fuerzas  en  el  amor do Dios. El Evangelio nos la presenta así, siempre orien­tada hacia el Señor. La voluntad divina, aunque oscura y misteriosa,   la  encuentra   siempre   pronta  y  en   acto  de perfecta adhesión;  el fíat pronunciado en la Anunciación


 

543

 

J,29.      LA   CARIDAD   DE  MARÍA

es la actitud constante de su corazón consagrado del todo a| Amor (LG 62). La pobreza de Belén, la huida a Egipto, la vida humilde y laboriosa de Nazaret, la despedida dé jesús para darse a la vida apostólica y la soledad con-, siguiente en que ella queda, el odio y las luchas que se desencadenan contra su Hijo, el doloroso camino del Calvario, son otras tantas etapas de su caridad que sin cesar acepta y se entrega, comprometiéndola cada vez rnás intensamente en la misión de «esclarecida Madre del divino Redentor, y [de] generosa colaboradora entre tó-; das las criaturas y de humilde esclava del Señor»(LG 61% fiaría vive su maternidad divina en un acto de constante entrega a la voluntad del Padre y a la misión de su hijo; no conoce titubeos ni reservas, no pide nada para sh Un día en que deseaba verle y hablarle, se oyódecir: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?... Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre»(Mt 12, 48. 50). María acogióen su corazón |a austera respuesta y con mayor amor que antes continuó viviendo la voluntad divina que le pedía tan grande re­nuncia. Sacrificando la alegría, tan legítima y santa, de gozar de su Hijo, le estaba doblemente unida, pues estaba fundida con él en Un único acto de oblación a la voluntad del Padre. De esta manera nos enseña María que el ver­dadero amor y la auténtica unión con Dios no consiste en los consuelos espirituales, sino en la perfecta confor­midad a su divino querer.

> ¡Oh María!, túeres llena de gracia. El Espíritu Santo, lejos He hallar en ti el menor obstáculo al desarrollo de la gracia, ha encontrado siempre tu corazón de una docilidad maravillosa a sus inspiraciones. Por eso tu corazón estáinmensamente dilatado por la caridad.

¡Quéalegría debe haber probado Jesús al sentirse tan amado por ti, su madre!  Después de la alegría incomprensible que  le

 

 

 
 
 

SEMANA   V   DE  PASCUA       I    l30'     MARÍA   Y  LOS  HOMBRES

 

544

venía de la visión beatífica y de la mirada de infinita com­placencia con que el Padre lo contemplaba, nada le hacía gozar tanto como tu amor, oh María. Con él se sentía sobreabun-dantemente compensado de la indiferencia de quienes no |e querían recibir, y encontraba en tu corazón virgen un hogar de amor incesante que él mismo avivaba constantemente con sus miradas divinas y con la gracia interior del Espíritu... Túreci­biste del Padre el más perfecto corazón de madre; un corazón en que no se hallójamás el más mínimo rastro de egoísmo Es una maravilla de amor, un tesoro de gracias: gratia plena Tu corazón ha sido forjado no sólo para Cristo... sino también en beneficio de su Cuerpo místico... Túabrazas en un único amor a Cristo y a nosotros sus miembros... Las almas que té son devotas obtienen de ti un amor purísimo; toda su vida es como un reflejo de la tuya... Tu deseo es hacer partícipes, a cuantos te pertenecen, del amor que te anima. (C. MARMION, Consagración  a  la SS,  Trinidad, 28).

¡Oh, María! ¿Quién eres tú, destinada a ser madre? ¿Cómo lo has merecido?... ¿Cómo naceráde ti quien te hizo?... Eres virgen, eres santa, has hecho un voto: mucho es lo que has merecido; pero es mucho más lo que recibiste... Nace en ti, quien te hizo, nace de ti aquel por quien fuiste hecha, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas. El Verbo de Dios se hace carne en ti, reci­biendo la carne, no perdiendo la divinidad. El Verbo se une a la carne... y el tálamo de tan maravilloso connubio es tu vientre...   (S. AGUSTÍN,  Sr. 291, 6).

La Virgen María fue más dichosa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo... Tampoco hubiera aprove­chado nada el parentesco material a María si hb hubiera sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su carne... Por esto es por lo que María es más; laudable y más dichosa madre de Cristo, según la sentencia: Quien hace la voluntad de mi Padre, que estáen los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (Mt 12, 50). María, por tanto, haciendo la voluntad de Dios, es, sólo madre de Cristo corporalmente, pero espiritualmente es también madre y hermana. (S. AGUS TIN, De s. virg., II, 3-5).


545

130.    MARÍA   Y LOS   HOMBRES

Santa  María,  Madre  de  Dios,   ruega  por  no­sotros   pecadores.

1. —María,  dice  el  Concilio,  «se  consagró  totalmente a símisma   ...a  la  persona y a   la obra  de  su  Hijo,  sir­viendo   al   misterio   de   la   Redención   con   él   y  bajo   él» (LG   56).   La   caridad   de   que   estaba   llena,   la   llevaba   a darse,  con  un  mismo  acto, a  Cristo, su  Hijo  y su  Dios, y a  la salvación de  los  hombres.  El mismo amor que  la une  al  Hijo   la   impulsa   hacia  aquellos  que   él  considera sus  hermanos,   «a  cuya  generación  y educación  coopera con materno amor»(LG 63). Tal es la propiedad del ver­dadero  amor de   Dios:   antes  que  encerrar  en  sí  misma al  alma  que   lo  posee,   la  abre  para  que  pueda  difundir a su alrededor la  riqueza  que la caridad en  ella  ha acu­mulado. Esta fue la característica de la caridad de María; abrasada   enteramente  de  amor  por su   Dios,  totalmente I recogida  en   la  contemplación  amorosa  de   los  misterios I divinos realizados en ella y a su alrededor, no es su reco-Igimíento   un   obstáculo   para   ocuparse   del   prójimo,   sino que, en cualquier circunstancia, siempre la vemos atenta' y abierta  a   las  necesidades  de  los  otros.  Aún  más,  sur itiisma  riqueza  interior  la  impulsa  a querer comunicar a los demás  los  grandes  tesoros que  ella  posee.  En  está actitud   nos   la   presenta   el   Santo   Evangelio   cuando,   in­mediatamente   después   de   la   Anunciación,   se   pone   en' Jeamino   «presurosamente»    (Le   í,   39)   para   trasladarse adonde se  encontraba  Isabel.  Muy grato le  hubiera sido permanecer   en   Názaret   adorando,   en   la   soledad   y   en lilencio, al Verbo divino encarnado en sus entrañas, pero :l ángel   le   ha  anunciado   la   próxima   maternidad  de  su inciana prima  y esto  le  basta para juzgarse  obligada  a r a  ofrecerle  sus  humildes  servicios. Se  puede, por  lo

8-- 1. D.

 

,146                                                                   SEMANA   V  DE  PASCUA

mismo, afirmar que el primer acto que la Virgen realiza apenas hecha Madre de Dios, fue precisamente un act0 de caridad para con el prójimo. Dios se ie ha dado como Hijo, y María, que se entregóa él como «esclava», na querido darse también como «esclava»al prójimo. Aquí mejor que en ninguna otra ocasión, es evidente la estre­cha unión que hay entre el amor de Dios y el del prójimo Al sublime acto de amor con que, pronunciando su «fíat», María se entregaba totalmente al Señor, corresponde su' acto de caridad para con Isabel.

2. —En el nacimiento de Jesús sucede también alg0 parecido: María contempla extasiada a su Hijo divino pero esto no le impide ofrecerle a la adoración de los pastores. He aquíla suprema caridad de María hacia los hombres: darles su Jesús apenas le ha sido dado a ella; no quiere gozarle sola, sino que todas las criaturas le gocen. Y del mismo modo que ahora lo presenta a los pastores y a los Magos que vienen a adorarle, asíun día lo presentaráa los verdugos a quienes es entregado pai a crucificarle. Jesús es todo para María, y María, en :;u caridad, no duda en inmolarlo por la salvación de los hombres. ¿Puede pensarse en una caridad mayor ni más •I»'iierosa? Después de Jesús nadie ha amado a los hom­bros  tanto como  María.

Otro aspecto de la caridad de María hacia el prójimo i::; su gran delicadeza. Cuando, después de tres días de angustiosa búsqueda halla a Jesús en el templo, la Vir­gen, que tanto había sufrido a causa de la pérdida repentina, sabe esconder su dolor tras el de José: «He aquíque tu padre y yo te andábamos buscando»(Le 2, 48). Su delicada caridad hacia él esposo le hace sentir tan profundamente su dolor que le antepone al suyo propio, que, ciertamente, fue muy grande.

En las bodas de Cana, otro rasgo de la delicadeza de María:  mientras que todos los otros están distraídos en


 

547

 

00-     MARÍA  Y  LOS   HOMBRES

,q\ festín, sólo ella, tan recogida, se da cuenta del apuro ¡jtrje   los   esposos   por   la   falta   de   vino,   y   provee   de   un

inodo tan delicado que el asunto pasa desapercibido hasta 1 para el jefe del banquete.

María nos enseña que cuando el amor para con Dios %s plenamente perfecto, florece sin más en un amor ge­neroso para con el prójimo, pues, como dice la Escritura, tenemos un solo mandamiento: «quien ama a Dios ame también a su hermano»(1 Jn 4, 21). Si nuestras relacio­nes con el prójimo son poco caritativas, poco atentas y solícitas para con las necesidades de los otros, debemos concluir que nuestro amor hacia Dios es todavía muy :débil.

¡Oh   Virgen  María!   Tú   fuiste  aquel   campo  dulce  donde  fue sembrada  la semilla de  la  Palabra  del  Hijo de  Dios...   En  este bendito y dulce campo el Verbo de Dios, injertado en tu carne. hizo  como   la  simiente  que  se  echa   en   la  tierra,  que  con  el calor del sol germina y produce flores y frutos... Asíverdade­ramente lo hizo por el calor y el fuego de la divina caridad que Dios tuvo  a  la generación  humana,  echando  la  simiente de su palabra  en  tu  campo^ oh   María.   ¡Oh   feliz  y dulce   María!,  tú nos has dado la flor del dulce Jesús. ¿Y cuándo produjo el fruto esta   dulce   flor?   Cuando   fue   injertado   sobre   el   árbol   de   la santísima  cruz:   porque   entonces   recibimos  vida   perfecta...   El Hijo  unigénito  de  Dios,  en  cuanto  hombre,  estaba  vestido  del deseo  del   honor  del   Padre  y  de  nuestra  salvación  y fue  tan fuerte este desmesurado deseo que corriócomo enamorado, so­portando  penas,  vergüenzas  y vituperios,  hasta   la   ignominiosa muerte  de cruz...   Idéntico  deseo estuvo en ti,  oh  María,  que no  podías   desear   más  que  el   honor  de   Dios   y   la  salvación de   la   criatura...;   tan   desmesurada   fue   tu   caridad   que   de   ti misma hubieras hecho escala para poner en la cruz a tu Hijo, si no hubiera tenido otro modo. Y todo esto porque la voluntad del Hijo había quedado en ti.

Haz, ¡oh María!, que no se me borre del corazón, ni de la memoria, ni del alma que he sido ofrecida y dada a ti. Té ruego,  pues,  que  me  presentes  y me  des  al   dulce  Jesús,  tu

 

548


SEMANA   V   DE   PASCUa


}3l-      LA   ORACIÓN   DE   MARÍA


549

 

 

 

Hijo;   y  ciertamente   lo  harás   como   dulce  y  benigna   madre h misericordia. Que yo  no sea  ingrata  ni  desagradecida,  pues no has despreciado mi petición, sino que la aceptas graciosamente (STA.  CATALINA  DE SENA,  Epistolario,  144,  v. 2).

Madre admirable, preséntame a tu querido Hijo como esclavo suyo perpetuo, para que, habiéndome él rescatado por media-ción tuya, por mediación tuya me reciba.

Madre de misericordia, concédeme la gracia de obtener |a verdadera Sabiduría de Dios, y ponme para eso en el número de los que túamas, instruyes, nutres y proteges como hijos y

esclavos tuyos.

Virgen fiel, hazme en todo tan perfecto discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada, Jesucristo tu Hijo, que pueda llegar, por tu intercesión y a ejemplo tuyo, a la plenitud de su edad en la tierra y de su gloria en el cielo. (S. LUIS GRIGNON   DE   MONTFORT,   Tratado   de   la  verdadera   devoción)

131.    LA ORACIÓN DE MARÍA

«¡Oh María, que has guardado en tu cora­zón los misterios de tu Hijo!, enséñame a vivir en  oración  continua»  (Le 2,   19.  51).

1. —Para comprender algo de la oración de María es necesario tratar de penetrar en el santuario de su unión íntima con Dios. Nadie como ella ha vivido en intimidad con el Señor. Intimidad de madre en primer lugar-, ¿quién podrácomprender las estrechas relaciones de María con el  Verbo  encarnado durante  los  meses  que  le  llevóen su seno virginal? «Reflexione —escribe Sor Isabel de la Trinidad—lo que pasaría en el alma de la Virgen cuando, después de  la Encarnación, poseía en  ella el Verbo en­carnado,  el   Don  de   Dios.  En  qué  silencio,  adoración y recogimiento se sumergiría en el fondo de su alma para estrechar  cariñosamente  a  aquel   Dios  de  quien  era su


Ivladre»(Epistolario, 158: Obras, p. 562). María es el san­tuario que guarda el Santo de los santos: es el sagrario viviente del Verbo encarnado, sagrario todo palpitante de amor, todo sumergido en la adoración. Llevando en síel «horno ardiente»de caridad, ¿cómo podráMaría dejar de quedar toda inflamada? Y cuanto más se inflama en amor, mejor comprende el misterio de amor que en ella se verifica: nadie mejor que María ha penetrado los secretos del Corazón de Cristo; nadie mejor que ella ha sentido |a divinidad de Jesús y sus grandezas infinitas. De igual modo, nadie mejor que ella ha sentido la necesidad ardiente de darse toda a él, de perderse en él como una débil gota de agua en la inmensidad del océano. Ho aqúl la incesante oración de María: adoración perenne del Vei bo humanado que lleva en su seno; profunda unión con Cristo, continuo abismarse en él y transformarse en él por amor; continuo asociarse a los homenajes y alaban zas infinitas que suben del Corazón de Cristo hasta la Trinidad, y continuo ofrecimiento a la Trinidad de estaa alabanzas, las únicas dignas de la Majestad divina. Mana vive en la adoración de su Jesús y unida a él en la adoración de la Trinidad.

Un momento hay en el día en que también nosotros podemos participar de un modo más pleno de esta oración de María: es el momento de la comunión ■eucarística. cuando también a nosotros nos es dado estrechar en nuestro corazón a Jesús vivo y verdadero. ¡Cuánto necej sitamos que la Virgen nos enseñe a aprovecharnos de este gran don! Que nos enseñe a abismarnos con ella én Jesús, suyo y vuestro, hasta transformarnos en él; que nos enseñe a asociarnos a las adoraciones que suben del Corazón de Jesús hasta la Trinidad y que les ofrezca con nosotros al Padre para suplir las deficiencias de las nuestras.

2. —Desde  Belén   hasta  Nazaret,  María  vivió  por es-

 

550                                                                   SEMANA   V   DE  PASCm 1

pació   de   treinta   años   en   dulce   intimidad   familiar   Con Jesús. Jesús es siempre su centro de atracción, el centro de   sus  afectos, de  sus  pensamientos, de  sus cuidados María se mueve en torno a él, le mira, trata de continuo de descubrir nuevos medios de agradarle, para servirle y amarle con la máxima dedicación. Su voluntad se mueve al  unísono con  la voluntad  de Jesús, su corazón  palpita en  perfecta armonía con el  de él:  ella es «partícipe de los   pensamientos  de  Cristo,  de  sus  ocultos  deseos, ele tal modo que se puede decir que vivía la vida misma del Hijo»  (S. Pío X, Ene. Ad diem ¡lium). De igual modo que su   vida,  también   su  oración   continúa  siendo   cristocén-trica;  pero Cristo la lleva a la Trinidad. Ha sido precisa­mente  el   misterio  de  la  Encarnación  el  que  introdujo a María en la plenitud de la vida trinitaria;  sus peculiarísi-mas relaciones con las Tres divinas Personas comienzan cuando el  ángel  le anuncia que seráMadre del  Hijo del Altísimo y lo serápor virtud del Espíritu Santo. He aquí la  Hija amada del Padre, la Esposa del Espíritu Santo, la Madre   del   Verbo;   y  estas   relaciones   no  se  limitan  al período en que María lleva dentro de síal Verbo encar­nado, sino  que se extienden a toda su vida. He aquía María   templo   de   la  Trinidad,   María   que,   «después   de Jesucristo,  y  salvando   la  distancia  que   existe  entre  lo finito  e  infinito, fue también  la gran alabanza de  gloria de la Santísima Trinidad»(Isabel de la Trinidad, Ult. ejerc. espir.,  15:  Obras, pp. 242-243).

María se presenta asícomo el modelo más perfecto de las almas que aspiran a la intimidad con Dios, y es al mismo tiempo su guía más seguro. Ella nos guía a Jesús y nos enseña a concentrar en él todos nuestros afectos, a darnos totalmente a él hasta perdernos y trans­formarnos en él; pero, por medio de Jesús, nos guía también a la vida de unión con la Trinidad. También nues­tra  alma  es  por  lá  gracia  que  la  adorna templo  de  la


i'3l.     LA  ORACIÓN   DE  MARÍA                              551

IIlP

||pr¡n¡dad, y María nos enseña a vivir en este templo como ■perennes adoradores de las Personas divinas que allímo-I pan. «Quisiera responder a esa llamada —dice Isabel de ¡lía Trinidad—pasando por la tierra como la Virgen, con-1 servando todas esas cosas en mi corazón; sepultándome, | por decirlo así, en el fondo de mi alma para desaparecer I en la Trinidad que allímora, transformándome en ella» I (Epistolario, 159: Obras, p. 565). Bajo la guía de María | séanos dado vivir en esta actitud de incesante adoración | de la Trinidad que habita en nuestra alma.

Noche y día te encuentras, ¡oh Virgen fiel!, en profundo silencio, en dulce paz, en oración divina y permanente, inun­dando tu ser de eterna luz. Tu corazón como un cristal refleja a Dios, Belleza eterna, tu Huésped fiel. Tú, oh María, atraes al cielo. Es el Padre quien te entrega a su Hijo. Serás su Madre. Con su sombra el Espíritu de Amor te cubre. En ti se hallan ya los Tres. El cielo se abre y adora asíel misterio de Dios que en ti, oh Virgen, se hizo carne.

Madre del Verbo, dime tu misterio, cuando Dios se encarnó dentro de ti. Dime cómo viviste en la tierra, sumergida en cons­tante adoración... Madre, guárdame siempre en un estrecho abrazo. Que lleve en míla impronta de este Dios, iodo amor. (ISABEL DE LA TRINIDAD, Composiciones poéticas, 77. 87: Obras, pp.  1040,  1056).

¡Oh María!, túeres la criatura de la atención interior, déí perfecto silencio, del perfecto y consumado escuchar. Te has hecho pobre y humilde en el duro trabajo de cada día: has vivido trabajando en el templo, fatigada y cansada en la pobreza de Belén, pobre por los caminos de la tierra; conociste las amar­guras y las fatigas del trabajo cotidiano, pero nunca te apartó de la atención interior, del continuo coloquio interior, del silen­cioso y continuo escuchar. Túeres, la criatura del intenso y con­sumado escuchar...

Escuchaste ¡la palabra del gran mensaje y lo recibiste dis­creta y serena; escuchaste los cantos de los ángeles sobre la cuna  de  tu   Unigénito  y  los  acogiste  humilde  y  alegre;   escu-

 

 

 

 

 

               
   
     
 
   
 
 
     
 
 
 

552

 

SEMANA   VI   DE   PASCTJa

chaste la palabra del destierro y la seguiste confiada y paciente-escuchaste la palabra que trazaba sobre ti la grande señal rió la cruz y la aceptaste fuerte y generosa; escuchaste de boCa del Señor la dura palabra que no comprendiste y la encerraste en tu corazón, en silencio, como una perla preciosa y la deferí diste contra todas las cosas de la tierra, protegiéndola con un velo de amargura, afligida y resignada a la vez, en que ya Se difundía la indecible tristeza del Calvario. Tú no perdías ni una sola de las palabras del Hijo, no perdías ni una de |as palabras que pronunciaba interiormente el Espíritu Santo que te había hecho fecunda en el misterio infinito de la Encarnación Las escuchabas y las recogías todas, ya con la solicitud devota de la hija hacia la gran palabra del Padre, ya con la intimidad discreta de una esposa hacia la palabra encendida del Espíritu ya con la ternura amorosa de la madre hacia las palabras dulcísimas del Verbo hecho en ti carne de tu carne. (G. CANO-VA1,  Suscipe  Domine).

132.    DOMINGO VI DE PASCUA

CICLO A

«Venid   y   ved   las   maravillas   de   Dios»   (Ps 66, 5).

Acercándose ya la fiesta de Pentecostés, la Liturgia de la Palabra se centra en la promesa del Espíritu Santo y en su acción en la Iglesia.

La noche de la última Cena Jesús decía a los suyos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). La observancia de los man­damientos como prueba de amor auténtico —recomen­dada repetidas veces en el discurso de la Cena— es puesta por Jesús como condición para recibir al Espíritu Santo. Solamente quien vive en el amor y por lo tanto en el cumplimiento del querer divino, es apto para acoger


132.      DOMINGO   VI   DE   PASCUA — CICLO   A                                                   553

a| Espíritu Santo que es el Amor infinito hecho persona. puesta esta premisa, Jesús mismo, vuelto al Padre, en­viará a los suyos «otro Paráclito», ■—abogado, defensor— que le sustituirá ante sus discípulos y se quedará para siempre con ellos y con toda la Iglesia. Siendo «Espíritu», su presencia y su acción serán invisibles, absolutamente espirituales. El mundo sumergido en la materia y ente­nebrecido por el error no podrá conocerlo ni recibirlo, pues está en entera oposición con el «Espíritu de verdad». por el contrario, los discípulos, afinados y purificados en e| contacto de Jesús, lo conocerán, mejor dicho lo cono­cen ya porque está en medio de ellos (ib. 17} presente y operante en Cristo. Pero en el día de Pentecostés el Espíritu bajará directamente sobre los discípulos; serán íntimamente transformados por él, y así en él encontrarán a Cristo. «No os dejaré huérfanos —dijo el Señor—, ven­dré a vosotros» (ib. 18). aludiendo a su vuelta invisible, pero real, mediante su Espíritu, con el cual continuará asistiendo a su Iglesia. Entonces se cumplirán sus pala­bras: «En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (ib. 20). Al Espíritu Santo, en efecto, es confiada la misión de iluminar a los creyentes acerca de los grandes misterios ya anunciados por Jesús. Bajo su influjo conocerán el misterio por el cual Cristo, Verbo eterno, Dios como el Padre y el Espí­ritu Santo, está en el Padre y en el Espíritu Santo; com­prenderán que por la Unidad y la Trinidad de Dios, las tres Personas divinas son-inseparables: donde está una, | están también las otras dos. Y comprenderán que, vivien­do en Cristo, como los sarmientos en la cepa, entrarán en, comunión con la Trinidad. Verdades sublimes no re­servadas a grupos privilegiados, sino patrimonio de todos los creyentes; a todos ha prometido y enviado Jesús su Espíritu para que puedan comprenderlas y vivirlas.

Los Hechos (primera lectura) demuestran cómo desdo

 

 

                       
   
     
 
 
   
 
   
 
     
 
 
 

132.     DOMINGO   VI   DE   PASCUA — CICLO   B

 

 

 

554                                                                  SEMANA   VI   DE  PASCtja

I el principio de la Iglesia se preocupaban los Apóstoles de que los bautizados recibieran el Espíritu Santo. Típ¡Cn es el episodio de Pedro y Juan que a tal fin se trasladan a Samaría donde el diácono Felipe había anunciado ya el Evangelio y conferido el bautismo a los convertidos Los dos Apóstoles «bajando, oraron sobre ellos para nUe recibiesen el Espíritu Santo... Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo» (He 8, 15-17) Aunque por el bautismo el cristiano ha sido ya regenera­do en el Espíritu, debe recibirlo aún con mayor plenitud on el sacramento de la confirmación que renueva para cada uno de los fieles la gracia de Pentecostés. A una tal gracia, como dijo Jesús, hay que corresponder con el amor y con el amor debe ser vivida; y ésta es la dispo­sición que espera Dios del hombre para revelarle sus misterios divinos: «El que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).

¡Oh Jesús!, tú concedes a tus siervos una consolación in­mediata y segura cuando nuestros espíritus están sumergidos en la tristeza. No te alejes de nuestras almas que se hallan en medio de la prueba. No te alejes de nuestros corazones rodeados de dificultades. Ven solícito hacia nosotros; tente corea de nosotros, sí, cerca, tú que moras en todas las partes. Del mismo modo que asististe a tus apóstoles en codo lugar, reúne en la unidad a los que te aman. Haz que unidos en ti podamos cantar y glorificar al Espíritu que es la plenitud de la santidad...

Te suplicamos, Señor, con lágrimas: mándanos a tu Espíritu que es suma bondad. Que él dirija a todos los hombres hacia la tierra tuya, donde has preparado una llanura de reposo a los que honran y glorifican al Espíritu que encierra toda santidad...

A ti que eres el Señor y el Rey de los ángeles, a ti que ii<.'iies poder sobre los hombres y eres su Criador, a ti que con sola una señal imperas a todo lo que existe en la tierra v en el mar, a ti claman tus amigos y tus siervos: date prisa a mandarnos tu Espíritu que es la plenitud de la santidad. I ROMÁN  EL  MELODE,  Himno de Pentecostés).


555

CICLO B

«Señor,   que   yo    permanezca    en   tu    amor»   í  \
(Jn   15,  9).                                                                    I   \

«La caridad procede de Dios... Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Estas palabras de San Juan sintetizan el mensaje de la Liturgia del día.

/

 

Es amor el Padre que «envió al mundo a su Hijo uni­génito para que nosotros vivamos por él» (ib. 9; segunda lectura). Es amor el Hijo que ha dado la vida no sólo «por sus amigos» (Jn 15, 13; Evangelio), sino también por sus enemigos. Es amor el Espíritu Santo en quien «no hay acepción de personas» (He 10, 34; primera lectura) y que está como impaciente por derramarme sobre todos los hombres (ib. 44). El amor divino se ha adelantado a los hombres sin algún mérito por parte de ellos: «En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó» (1 Jn 4, 10). Sin el amor preveniente de Dios que ha sacado al hombre de la nada y luego lo ha redimido del pecado, nunca hubiera sido el hombre capaz de amar. Así como la vida no viene de la criatura sino del Criador, tampoco el amor viene de ella, sino de Dios, la sola fuente infinita,

El amor de Dios llega al hombre a través de Cristo. «Como el Padre me amó, yo también os he amado» (Jn 15, 9). Jesús derrama sobre los hombres el amor del Padre amándolos con el mismo amor con que de él es amado; y quiere que vivan en este amor: «permaneced en mi amor» (ib.). Y así como Jesús permanece en el amor del Padre cumpliendo su voluntad, del mismo modo los hombres deben permanecer en su amor observando sus mandamientos. Y aquí aparece de nuevo en primera fila lo que Jesús llama su mandamiento:   «que os améis

 

 

                               
   
   
     
         
 
 
 
     
 
 
     
     
 
 
 
 

556

 

SEMANA   VI   DE  PASCUA

i   unos  a otros como yo os he amado»  (ib.  12). Jesús ama
a  sus   discípulos   como  es  amado  por  el   Padre,  y  ellos
deben amarse entre sí como son amados por el Maestro
Cumpliendo este precepto se convierten  en sus amigos-
«Vosotros  sois  mis  amigos  si  hacéis  lo que os  mando»  !
(ib. 14). La amistad exige reciprocidad de amor; se corres­
ponde al amor de Cristo amándolo con todo el corazón y
amando  a  los  hermanos  con  los  cuales  él   se  identifica
cuando afirma ser hecho a él lo que se ha hecho al más
pequeño de  aquéllos  (Mt 25, 40).
/             Es   conmovedora   e   impresionante   la   insistencia   con

que  Jesús   recomienda   a   sus   discípulos   en   el   discurso de la Cena el amor mutuo; sólo mira a formar entre ellos una  comunidad  compacta, cimentada  en  su  amor, donde todos   se   sientan   hermanos   y  vivan   los   unos   para   los otros.  Lo  cual   no  significa  restringir  el   amor  al   círculo de los creyentes; al contrario: cuando más fundidos estén en el amor de Cristo, tanto más capaces  serán de llevar este amor a todos los hombres. ¿Cómo podrían los rieles ser  mensajeros  de  amor en  el  mundo si  no se amasen entre   sí?   Ellos   deben   demostrar   con   su   conducta  que Dios es  amor y que  uniéndose  a él  se  aprende a amar y se hace uno amor; que el Evangelio es amor y que no en  vano  Cristo  ha   enseñado   a  los  hombres   a   amarse; que el amor fundado en Cristo vence las diferencias, anu­la las distancias, elimina el egoísmo,  las  rivalidades, las discordias. Todo esto convence más y atrae más a la íe que cualquier otro medio, y es parte esencial de aquella fecundidad apostólica que Jesús espera de sus discípulos, a los cuales ha dicho:  «os he destinado para que vayáis y  deis  fruto,  y  vuestro  fruto   permanezca»   (Jn   15,   16). Sólo quien vive en el amor puede dar al mundo el fruto precioso del amor.

Mira,   Señor,  benigno   a  tu   pueblo,  y  derrama   sobre  él  los dones  de tu  Espíritu,  para que  crezca  siempre  en  el  amor de


132.      DOMINGO    VI   DE   PASCUA----- CICLO   C                           557

la verdad y acelere con el deseo y promueva con la acción la perfecta unidad de todos los cristianos. (Misal Romano, Misa por  la unidad de  los cristianos, C, Colecta).

Tú eres amor, ¡oh, Dios! En esto se ha manifestado tu amor en nosotros, en que has enviado a tu hijo unigénito al mundo, para que pudiéramos vivir por medio de El. El Señor mismo lo ha dicho: nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por su amigos; el amor de Cristo por nosotros se demuestra en que murió por nosotros. Cuál es la prueba, ¡oh, Padre de tu amor por nosotros? El que has enviado a tu Hijo único a morir por  nosotros...

No fuimos nosotros los que primero te amamos; pero nos has amado para que nosotros te amásemos... Si tú nos has amado así, también nosotros nos debemos amar mutuamente... Tú eres amor. ¿Cuál es el rostro del amor? ¿su forma, su estatura, sus pies, sus manos? Nadie lo puede decir. El viene pies que conducen a la Iglesia, manos que socorren a los po­bres, ojos con los que se conoce a quien está necesitado... Estos distintos miembros no están separados en lugares di­versos; quien tiene caridad, ve con la mente todo y al mismo tiempo. ¡Oh, Señor! haz que yo viva en la caridad para que ella habite en mí, que permanezca en ella para que ella perma­nezca  en  mí.  (S.  AGUSTÍN,   In  1   Jn,  7, 7. 9-10).

0                                              CICLO C

«¡Oh Jesús!, que el Espíritu Santo nos traiga a la memoria todo lo que tú nos has dicho» (Jn  14, 26).

;La Liturgia de la Palabra nos presenta hoy la situación de la Iglesia desde el día de la Ascensión del Señor hasta cuando ella misma sea elevada a la gloria con él.

La presencia corporal  de Jesús es sustituida por una

presencia espiritual interior prometida a cuantos le aman:

Si  alguno  me- ama, guardará  mi  palabra, y mi  Padre  le

 

558                                                                  SEMANA   VI  DE  PASCXJA

amará, y vendremos  a  él  y en  él  haremos  morada»  (jn   ' 14,  23). Jesús  no  habita ya  hombre  entre  los  hombres sino que, Hijo de Dios, pone su morada en lo íntimo de sus fieles, mas no él solo, sino con el Padre y el Espíritu \ Santo,   a   los   cuales   está   inseparablemente   unido.   $an   . Agustín comenta: «Dios, Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos:   ' vienen  a  nosotros  socorriéndonos, vamos  a ellos obede-ciendo;  vienen  a nosotros  iluminándonos, vamos  a ellos contemplándolos;   vienen   llenándonos   de   su   presencia, vamos a ellos acogiéndolos» (In lo., 76, 4). La inhabitación de la Trinidad es el don supremo que Cristo nos mereció con  su   muerte y  resurrección  y  que  él   ofrece  a  quien corresponde a su amor escuchando y cumpliendo fielmen­te su palabra. Misterio inefable que para ser comprendido y vivido exige una especial iluminación divina.

También ésta la ha prometido Jesús a sus discípulos-«el   Espíritu  Santo, que  el   Padre  enviará  en  mi   nombre, ése os  lo enseñará todo y os traerá a  la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). El es el maestro inte­rior que nos lleva a la comprensión viva, íntima y expe­rimental de las verdades anunciadas por Jesús, especial­mente las del misterio de la Trinidad y de su inhabitación en   los  creyentes, y  la  llamada de  éstos  a  la  comunión personal con Cristo y con la Trinidad. El sugiere el sentido genuino de las Escrituras y la inteligencia del plan divino para   la   salvación   universal;   él   guía   a   la   Iglesia   en  el cumplimiento de su misión. Esto se verificó con especial plenitud   en   la   vida   de   la   Iglesia   primitiva   cuando   los Apóstoles  hablaban y  obraban  con total  dependencia de él:   «Ha  parecido  al  Espíritu  Santo y a  nosotros...»  (He 15,  28;   primera  lectura),  declaraban  al   resolver   la  con­troversia acerca de las obligaciones que debían imponer­se a los convertidos provenientes del paganismo. Es cosa humana e  inevitable que en la vida de  los  individuos y


132.      DOMINGO   VI   DE   PASCUA — CICLO   C                              559

de la Iglesia surjan problemas y divergencias, pero cuando la solución se busca y se toma con plena docilidad al Espíritu Santo, a sus inspiraciones interiores y a sus indicaciones a través de quien tiene el oficio de inter­pretar la voluntad divina, todo se resuelve en bien y en paz.

La paz es precisamente el don que Jesús ha dejado a sus discípulos tras haberles asegurado la presencia de |a Trinidad en sus corazones y la asistencia del Espíritu Santo. «La paz o dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14, 27). Es la paz fundada en las buenas relaciones con Dios, en la observancia de su pa­labra, en la comunión íntima con él; la paz de quien se deja guiar por el Espíritu Santo y obra a la luz de su ins­piración. Paz que no dispensa del sufrimiento en este mundo, pero que infunde ánimo para afrontar también la lucha cuando es necesaria para mantenerse fieles a Dios. Paz que será completa y sin sombra alguna de turbación en la Jerusalén celestial donde Cristo, «el Cordero», será «la lámpara» que iluminará (Ap 21, 23; segunda lectura) y la alegría que  regocijará para siempre a  los elegidos.

En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, que vosotros estáis en mí y que yo estoy en vosotros... En­tonces podremos ver lo que ahora creemos. También ahora está El entre nosotros, y nosotros en El; mas ahora lo cree­mos, entonces lo conoceremos; y aunque ahora le conozcamos por la fe, entonces le conoceremos por la contemplación. Mien­tras vivimos en este cuerpo corruptible y pesado al alma, como es ahora, vivimos como peregrinos fuera del Señor, porque caminamos por la fe, no por la contemplación... Y que nosotros, aun ahora estamos en El, lo expresa con bastante claridad cuando dice: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. Pero en aquel día en que vivamos con la vida, que absorbe a la muerte veremos que El está en el Padre, nosotros en El y El en   nosotros;   porque   entonces   llegará   a   la   perfección   lo   que

 

133.

 

H

;\


 

560

 

SEMANA   VI  DE  PASCTja

ahora  El tiene ya comenzado, es decir, su  morada  en  nosotros

y  la nuestra en  El.

Nos deja la paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando venga al fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo nos dará su paz en el otro. Nos deja su paz para que, perma­neciendo en ella, podamos vencer al enemigo; nos dará Su paz cuando reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz pat-a que aquí nos amemos unos a otros, nos dará sy paz a|¡¡ donde no podamos tener diferencias. (S. AGUSTÍN, In Jn, 75 4;   77,  3).

133.    EL APOSTOLADO  DE MARI A

i «¡Oh   María,   Reina   de   los   Apóstoles!,  crea en  mí  un corazón de  apóstol».

i 1. — «El  modelo  perfecto de  esta espiritualidad  apos­tólica —dice el Concilio— es la Santísima Virgen María, Reina  de   los  apóstoles,   la  cual,  mientras  vivió  en  este mundo una vida igual  a  la de los demás, llena de preo­cupaciones   familiares   y   de   trabajos,   estaba   constante­mente unida con su  Hijo y cooperó de modo singularísi­mo  a  la obra del  Salvador»  (AA 4).  De su  intensa vida de  oración y unión  con Jesús  sacó  María  la  inspiración y la fuerza de su apostolado. Habiendo experimentado en su  contacto  íntimo  con   Dios   la  inefable   realidad  de su amor   para   bon   los   hombres   y   habiendo   sido   abrasada por   él   más   que   cualquier   otra   criatura,   tuvo   también, por encima de todos, los deseos más  ardientes de con­ducir al Señor todos los hombres. Nadie, en efecto, cola­boró tanto como María al lado de Cristo para la salvación del   género   humano:   colaboración   la  más   íntima  y  pro­funda, dando con su sangre al Hijo de Dios la carne y la vida humana que permitieron al Verbo Eterno asemejarse a nosotros y sufrir y morir en la cruz por nosotros; cola-


 

561

 

EL   APOSTOLADO   DE   MARÍA

boración la más meritoria, pues María no obtuvo la divina rnaternidad de una manera inconsciente, ya que «el Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarna­ción la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida» (LG 56). María sabía por las Sagradas Escrituras que el Mesías habría de ser e| varón de dolores inmolado por la redención del mundo; de esta manera, aceptando voluntariamente el ser Madre del Salvador, quiso también unir su suerte a la de su Hijo y participar de todos sus sufrimientos. Dar al mundo el Redentor y aceptar el ver morir al Hijo amado entre indecibles tormentos: he aquí el sublime apostolado de [\/laría, viva consecuencia de su  inmenso amor a  Dios.

Cuanto más fuerte es el amor que un alma tiene al Señor, más generoso y eficaz será el apostolado que de él se deriva. Por otra parte, toda actividad apostólica que no brotase de la caridad, sería vana: «Si yo llegara a repartir toda mi hacienda entre los pobres —dice San pablo—y entregara mi cuerpo al fuego, no teniendo cari­dad, de nada me aprovecharía» (1  Cr 13, 3).

2. — «Unida con lazo indisoluble a la obra saivífica de su Hijo» (SC 103), María llevó a cabo una misión apos­tólica universal dirigida al bien de toda la humanidad. Y sin embargo, el apostolado de María no hace ruido ni se muestra en forma brillante; se desarrolla de la manera más humilde, escondida y silenciosa. Da al mundo el Re­dentor, pero se lo da de noche y en un pobre portal; toma parte por entero en la vida de Jesús, pero lo hace en el* recogimiento de la casita de Nazaret, ocupándose en los humildes quehaceres domésticos, en medio de dificultades y sacrificios de una vida rica en circunstan­cias extraordinariamente graves y penosas. Y cuando Je­sús, durante los tres años de su vida apostólica, se presenta en público para cumplir la misión que el  Padre

 

562                                                                  SEMANA  VI  DE  PASCTjA

|j le había encomendado, María sigue a su lado y toma parte en todas las vicisitudes de su apostolado, pero su figura permanece en una especie de penumbra. Nunca se la ve aparecer junto a su Hijo cuando amaestra a las turbas, nunca se vale de su autoridad materna para llegar a introducirse hasta él; y una vez que tiene necesidad de hablarle, mientras él se halla dentro de una casa instru­yendo al pueblo, se queda afuera esperándolo humildemen­te (Mt 12, 46). El apostolado de María es del todo inte­rior: apostolado de la oración y, sobre todo, apostolado de la inmolación secreta de sí misma a la voluntad divina, separándose de su Hijo después de los treinta anos pasados en dulce intimidad con él y retirándose a mi segundo plano, como para dejar a los Apóstoles y a las muchedumbres el puesto que, como madre, le co­rrespondía junto a Jesús. De esta manera, con silencio y i acogimiento, María toma parte en el apostolado y en IOS sufrimientos del Hijo: no hay en él dolor que no sea v.aboreado y convivido por María; su propia inmolación consiste en contemplar al Hijo amado perseguido a muer­te, odiado, escarnecido y finalmente crucificado en el Calvario; su corazón de madre siente por ello la más profunda amargura, pero al mismo tiempo lo acepta todo con puro amor y lo ofrece todo para la salvación de las .-ilmas. De esta manera, es decir, por medio del sacrificio oculto vivificado por el amor puro, llegó María a las más .illas cimas del apostolado. Y, como dice San Juan de la Cruz, «es más precioso delante de Dios... un poquito do este puro amor y más provecho hace a la Iglesia... que todas esas otras obras juntas» (Cántico, B, 29, 2: Obras, p. 1340).

María nos hace comprender con su ejemplo cuan erra­dos estamos cuando, arrastrados por la urgencia de las obras, hacemos consistir nuestro apostolado únicamente imi  la actividad  exterior, desvalorizando  la actividad  inte-


 

563

 

133-      EL  APOSTOLADO   DE   MARÍA

rior  del   amor,  de   la   oración,   del   sacrificio,  de   la   cual depende la fecundidad de nuestra acción exterior.

¡Oh Virgen santa!, forma mi corazón de apóstol a semejanza del de Jesús; el Padre te confió a su Hijo durante todo el período de su vida terrena; de ti aprendió Jesús a amar, a inmolarse; de ti aprendió el gusto del sacrificio; ésta es pre­cisamente la misión de una madre... ¡Oh Madre!, vuelve a mí tus ojos y ve cuánto me falta todavía para ser un verdadero apóstol al lado de tu Hijo. Tú que recibiste el Espíritu por segunda vez en el cenáculo para ser la madre fecunda del Cuerpo místico, forma en mí, ¡oh Madre!, a un verdadero apóstol.

Te pido sobre todo dos gracias que nunca cesaré de supli­carte...: la gracia del espíritu de oración y la gracia del espí­ritu de humildad. Que yo esté tan unido a Jesús que mis pala­bras sean sus palabras; que esté tan convencido de mi nada, de mi pecado, de mi inutilidad, de mi debilidad, que nunca fo­mente la idea de apoyarme en mí, de complacerme en mí, de querer reservar para mí exclusivamente aunque no sea más que la más mínima cosa. Sé que si tú me ayudas y me obtienes de Jesús estas dos gracias, nada tengo que temer; no tengo que temer que mis deseos de santidad sean  inútiles o vanos...

Quiero amar sin medida, darme sin medida invocando a íu Hijo y al Padre con los acentos vehementes del Espíritu, impa­ciente, hambriento y angustiado por la salvación del mundo y seguro de ella, de la vuelta al Padre de todos mis hermanos, por los cuales mi corazón de sacerdote estará sangrando hasta el momento de su vuelta. (P. LYONNET, Scritti spirituali, pp. 158-159).

Virgen Inmaculada, Madre tiernísima: tú te alegras de que Jesús nos dé su vida, los tesoros infinitos de su divinidad. ¡Cómo no amarte y bendecirte viendo cuan generosa eres con nosotros! Nos amas, en verdad, como Jesús nos ama, y por nosotros aceptas verte alejada de él. Amor es darlo todo y darse a sí mismo. Quisiste probarlo al ponerte de nuestra parte para ayudarnos. El Salvador conocía tu inmensa ternura. Conocía los secretos de tu maternal corazón. Nos dejó en ti, refugio de pecadores, cuando abandonó la cruz para esperarnos en el cielo.

 

564


SEMANA   VI   DE   PASCXj


134-      LA   MEDIACIÓN   DE   MARÍA


565

 

 

 

María: en la cumbre del Calvario, de pie junto a la en me pareces un sacerdote en el altar ofreciendo a tu querid" simo Jesús, el dulce Emanuel, para colmar la justicia del Padre Un profeta lo dijo. Madre desolada: «No hay dolor semejante a tu dolor». Reina de los mártires, permaneciendo desterrada por nosotros prodigas toda la sangre de tu corazón. (STA. te' RESA   DEL   NIÑO  JESÚS,   Poesías,  44:   Obras,  p.   1058).

134.    LA MEDIACIÓN DE MARÍA

«Dios y Señor nuestro, que por la mater­nidad virginal de María entregaste a los hom­bres los bienes de la salvación; concédenos experimentar su intercesión» (Misal Romano Solem. de Santa  María,  Madre de  Dios).

1. — «La Bienaventurada Virgen María es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Soco­rro, Mediadora» (LG 62). Estos títulos expresan su pecu­liar misión acerca de las relaciones de la humanidad con su Hijo amado. «Único es nuestro Mediador —afirma el Concilio—. Pero la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia...; lejos de impedir, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (ib. 60). ¿Cómo se puede pensar que María, tan profundamente consagrada a ¡a causa de su Hijo y tan fundida con él en un único pro­pósito, pueda obstaculizar las relaciones de los fieles con Jesús? Ella es quien ha dado al mundo el único Redentor y Mediador, ella quien en su cualidad de Madre abre a los hombres el camino para llegar a su Hijo y los introduce en su conocimiento y amor, ella la que «mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre» (ib. 65). Y todo


esto sucede por voluntad positiva de Dios, que no quiso ¿ar al mundo el Redentor sino por medio de María: «al llegar la plenitud de los tiempos —leemos en San Pablo— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gl 4, 4). Estando tan íntimamente ligada al Salvador, la Virgen participa en el grado más alto de su función mediadora, aunque siempre dependiente de él. «Todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres —pun­tualiza el Concilio— fluye de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud» (LG 60). Lo cual no quita que la mediación de María sea real y preciosísima. Se puede y se debe recurrir a ella con plena confianza, sin temor de confiar demasiado en la que Jesús mismo ha dado a los hombres por madre. También la Liturgia nos invita a dirigirnos a Dios inter­poniendo la poderosa mediación de María: «Dios todopo­deroso... haz que sintamos la protección de María los que la proclamamos con firmeza Madre de Dios» (Misal Romano,  Misa  de  Santa  María  Virgen,  4).

2.—-María es Mediadora entre nosotros y su Hijo por doble razón: porque nos da a Jesús y porque nos lleva a Jesús. El Evangelio nos la muestra varias veces en !a actitud, tiernamente materna, de ofrecer a los hombres el fruto de sus entrañas, Jesús: Ella lo presenta a la admi­ración de los pastores y de los Magos, lo lleva al templo y lo pone en brazos de Simeón; en Cana obtiene con su intercesión el primer milagro de su Hijo; sobre el Calvario «se asocia con corazón materno a su sacrificio, consin­tiendo con amor en la inmolación de la víctima engen­drada por ella misma» (LG 58) y la ofrece al Padre por la salvación de la humanidad; en el Cenáculo implora la plenitud del Espíritu Santo sobre los Apóstoles; y, final­mente, hasta el día de su feliz tránsito, no cesa de sos­tener  con   su  oración   y  su   solicitud   materna   la   Iglesia

 

r>66                                                                 SEMANA   VI   DE  PASCUa

naciente. Donde está María, está Jesús; toda la razón de la existencia de María, toda su misión consiste «n esto: en dar y presentar a Jesús al mundo y a las almas y  con Jesús, su  gracia y sus favores.

Pero, además, María lleva los hombres a Jesús: «p0t. su amor materno —dice el Concilio— cuida de los her­manos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean llevados a |a patria feliz» (LG 62). María es la madre solícita de |a salvación eterna de los creyentes, les consigue las gra-cías para alcanzarla, los llama dulcemente al bien cuando so alejan de él, suple su indigencia, dispone los corazones para que se abran con docilidad a la gracia y los va for­mando para que sean agradables a su Hijo. Como Jesús 68 el camino que lleva al Padre, así María es el camino que lleva a Cristo. Por eso «la Iglesia no duda en atribuir a María tal oficio subordinado [de mediadora], lo experi­menta continuamente y lo recomienda al corazón de los helos, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan  más  íntimamente  al  Mediador y Salvador»  (ib.).

Tráeme en pos de ti, Virgen inmaculada, tráeme en pos de; ti  para  que yo corra al olor de tus  perfumes.

Tráeme en pos de ti, porque me detiene el peso de mis Pecados y la malicia de mis perversos enemigos me engaña. Como nadie puede ir a tu Hijo bendito si no lo trae el Padre, • i' i también se podría decir en cierto modo: nadie va a tu Hijo glorioso, si tú no lo atraes con tus santísimas oraciones... Con las palabras y los ejemplos nos enseñas la verdadera sabiduría, porque tú eres maestra de la sabiduría de Dios; tú pides la uiacia para los pecadores y prometes la gloria a quien te honra.

Tú has hallado gracia ante Dios, oh dulcísima Virgen María... la. santificada en el seno de tu madre, saludada por el ángel, Mena de Espíritu Santo, tú que has concebido al Hijo de Dios... Y has recibido estas gracias, oh humildísima Virgen María, no lólo para ti, sino también para nosotros, para que nos asis­tieras en todas nuestras necesidades. (R. GIORDANO, Contem-i»l.ilíones de B. V. M., prol, et cont.  1).


 

567

 

J35.     MARÍA  MADRE  DE  LA   IGLESIA

¡Oh María!, tu nombre está en mis labios y en mi corazón jesde el comienzo de mi vida. Desde mi infancia he aprendido | amarte como a madre, a invocarte en los peligros, a confiar en tu intercesión. Tú lees en mi alma el ansia que tengo de escudriñar la verdad, de practicar la virtud, de ser prudente y justo, fuerte y paciente, hermano para con todos. ¡Oh María!, sostén mis propósitos de vivir como fiel discípulo de Jesús para edificar la sociedad cristiana y alegrar a la Santa Iglesia Católica.

Te saludo, oh Madre, por la mañana y por la tarde; te invoco a lo largo de mi camino; de ti espero la inspiración y el alivio para coronar los compromisos sagrados de mi vocación terrena,  dar gloria  a  Dios  y  conseguir  la eterna salvación.

¡Oh María! Lo mismo que tú en Belén y en el Calvario, quiero permanecer también yo siempre al lado de Jesús. El es Rey inmortal de los siglos y de los pueblos. Amén. (JUAN XXIII, Breviario).

135.    MARÍA MADRE DE LA IGLESIA

«Bendita  tú  entre   las  mujeres  y  bendito  el fruto de tu vientre»  (Le  1, 42).

1. — El Concilio Vaticano II ha puesto bien de relieve el lugar especialísimo de la Bienaventurada Virgen María en la historia de la salvación y consiguientemente en la historia y en la vida de la Iglesia. Hija humilde del antiguo Israel, María es al mismo tiempo la hija primogénita y la madre del nuevo, algo así como es hija y madre de Dios. Hija primogénita de la Iglesia, por ser el primer fruto de la salvación, «redimida de un modo eminente en atención a los méritos futuros de su Hijo» (LG 53), y por lo tanto primer sarmiento injertado en Cristo, primer miembro de su Cuerpo místico. Pero sobre todo María es madre de la Iglesia, en cuanto predestinada desde toda la eternidad para ser la madre de Aquel que debía dar vida a la Iglesia   misma.   A  través   de   esta   humilde   Virgen   llegó

 

 

                     
   
   
       
     
 
 
 
     
 
 
 
 

568

 

SEMANA   VI  DE  PASCUA

hasta los hombres la salvación prometida por Dios desde el principio del género humano, «cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado» (LG 55). De esta manera María, primogénita de los redimidos, se convierte en la madre de esos mismos redimidos, la madre del nuevo Pueblo de Dios tanto que los Santos Padres «comparándola con Eva, |a llaman "Madre de los vivientes", y afirman con mayor frecuencia: "la muerte vino por Eva, por María la vida"» (LG 56). La Madre del Salvador es por derecho la madre de los que han sido salvados, y esto no sólo porque ha engendrado el Salvador a la vida terrena, sino porque estuvo íntimamente asociada a su obra de salvación. «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, pre­sentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras él moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular... en la restauración de la vida sobrenatural de las almas» (LG 61). Por la unión de María con su Hijo, cualquier acción suya tiene un valor salvífico, y el oficio de madre que ejercita con respecto a él se extiende a cuantos creerán en él. A los pies de la cruz, cuando Jesús le confía a Juan, y en el cenáculo, donde con los discípulos espera al Espíritu Santo, María aparece de lleno en su función de Madre de la Iglesia, la cual espera apoyo en su- corazón materno y saca fuerza y fecundidad  espiritual  de su oración.

2. — «La Bienaventurada Virgen... está unida también íntimamente a la Iglesia», en cuanto es su figura y mo­delo, «en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo» (LG 63). María, que en circunstancias por demás oscuras y difíciles creyó en Dios sin sombra de duda, y perseveró impertérrita en su fe en la muerte misma de su Hijo cuando todo parecía derrumbarse, es el modelo sublime de la fe de la Iglesia. Las dificultades, las contradicciones, los desbandamientos internos, lo mis-


1,35.      MARÍA   MADRE   DE   LA   IGLESIA                                       569

pno que las persecuciones y las luchas externas no deben debilitar la fe; y si la tentación, la duda o el error pueden amenazarla, la Iglesia encuentra en María el sostén de su propia fe. Precisamente por el mérito de su fe la Virgen tiene, como canta la Liturgia, el poder de destruir ella sola todas las herejías del mundo (Brev. Romano, Común  de las  fiestas de la Virgen).

Y es también modelo de caridad. La Virgen de Naza-ret, que más que ninguna otra criatura amó a Dios y a los hombres, «en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres» (LG 65). La Iglesia —tanto la jerarquía como los seglares— no tiene más que re­flejarse en María para comprender de qué manera y en qué medida debe cumplir su misión de caridad, consa­grándose totalmente al servicio de Dios y de los hombres. Pero hay otro motivo que impulsa a la Iglesia a seguir los pasos de la Madre de Dios y madre suya; también ella, como María, por su unión con Cristo es madre y virgen. Madre, porque «por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos con­cebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios»; virgen, porque «custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo» (LG 64). Y tanto más perfectamente conse­guirá todo esto la Iglesia, cuanto con mayor perfección y fidelidad procure copiar las virtudes de María, espe­cialmente su perfecta adhesión a Dios y la fidelidad en acoger y conservar la palabra divina. Este es el camino que todo miembro de la Iglesia debe seguir para crecer Continuamente en la caridad y en la fe, o mejor dicho —en expresión del Concilio— para conservar «virginal­mente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera cari­dad»  (LG 64).

¡Oh   María,  verdaderamente tú  eres  bendita  entre   las   muje-

 

570                                                                  SEMANA   VI  DE  PASCUA

/ res, porque has cambiado en bendición la maldición contra Eva; porque has hecho que Adán fuese bendecido por causa tuya. Verdaderamente tú eres la bendita entre las mujeres porque por medio tuyo se ha extendido sobre todos los hom­bres la bendición del Padre celestial y los ha librado de |g antigua maldición. Verdaderamente tú eres bendita entre |as mujeres, porque por ti tus progenitores hallaron la salvación pues debes dar a luz el Salvador que les obtendrá la salvación de Dios. Verdaderamente tú eres bendita entre las mujeres, por­que sin concurso de varón has producido el fruto que da al mundo entero la bendición y lo rescata de la maldición que le hacía producir espinas. Verdaderamente tú eres la bendita entre las mujeres, porque siendo por naturaleza sólo una mujer, has sido hecha madre de Dios. En efecto, si el que de ti debe nacer es verdadero Dios encarnado, con todo derecho tú te llamas Madre de Dios, habiendo engendrado verdaderamente a todo un Dios. (S. SOFRONIO DE JERUSALEN, In Deiparae Annuntia-tionem, 2, 22).

¡Oh Virgen María, Madre de la Iglesia!, a ti te encomiendo la Iglesia entera... Tú, «auxilium Episcoporum», protege y asiste a los obispos en su misión apostólica y a cuantos, sacerdotes, religiosos y seglares,  les  ayudan  en su difícil  tarea.

Tú que fuiste presentada por tu mismo Hijo divino, en el momento de su muerte redentora, como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano que en ti confía. Acuérdate de todos tus hijos; confirma ante Dios sus plegarias, conserva incólume su fe, refuerza su esperanza, auméntales la caridad. Acuérdate de cuantos se hallan en la necesidad, en la tibulación o en el peligro; especialmente de cuantos sufren persecución y están en la cárcel por causa de la fe. Consi­gúeles, oh Virgen santa, la debida fotaleza y apresura el día de la justa libertad. Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados, y dígnate unirnos a todos, tú que has engendrado a  Cristo  puente de  unión entre  Dios y  los  hombres.

¡Oh templo de la luz sin sombra y sin mancha!, intercede ante tu Hijo unigénito. Mediador de nuestra reconciliación con el Padre, para que conceda misericordia a nuestras culpas y aleje toda discordia de entre nosotros, dando a nuestras almas la alegría de vivir. (PABLO VI, Insegnamenti, v. 2, p. 677).


136.      LA   ASCENSIÓN   DEL   SEÑOR                                               571

136.    LA ASCENSIÓN  DEL SEÑOR

JUEVES  DE  LA VI  SEMANA  DESPUÉS  DE PASCUA

«Se eleva Dios entre aclamaciones. ¡Cantad a Dios, cantadle! ¡Cantad a nuestro Rey, can­tadle! Porque él es Rey de toda la tierra» (Ps  47,  6-8).

1.-—La  Ascensión   del   Señor   es   el   coronamiento   de su   Resurrección.   Es   la   entrada   oficial   en   la   gloria  que correspondía al  Resucitado después de las  humillaciones del  Calvario;  es  la vuelta  al   Padre  anunciada  por él  en el día  de  Pascua:   «Subo a  mi  Padre y a vuestro  Padre, a  mi  Dios y a vuestro  Dios»  (Jn  30,  17),  había  dicho  a María Magdalena. Y a los discípulos de Emaús: «¿No era preciso  que  el   Mesías   padeciese  esto  y  entrase  en   su gloría?»   (Le  24,  26).  Tal   modo  de   expresarse   indica   no sólo  una  vuelta  y  una  gloria  futuras,  sino   inmediatas  y ya  presentes  en  cuanto  estrechamente   ligadas  a   la   Re­surrección.  Sin  embargo, para confirmar a  los discípulos en   la   fe,  era  necesario  que  esto   sucediese  de   manera visible,   como   se   verificó   cuarenta   días   después   de   la Pascua.  Los  que  habían visto  morir al  Señor en  la  cruz entre   insultos   y   burlas,   debían   ser   los   testigos   de   su exaltación suprema a los cielos.

Los Evangelistas refieren el hecho con mucha sobrie­dad, y sin embargo su narración hace resaltar el poder de Cristo y su gloria: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra», se lee en Mateo (28, 18); y Marcos añade: «El Señor Jesús... fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios» (16, 19). A su vez Lucas recuerda la última bendición de Cristo a los Apóstoles: «Mientras los bendecía se alejaba de ellos  y  era   llevado   al   cielo»   (24,  51).  También   en   los

 

 

                   
   
   
 
   
 
 
 
 
   
     
 
 

573

 

572

 

SEMANA VI DE PASCUA  J ^  LAASCENSIONDELSEÑOR

h   II      su   maiestad   divina      I d'estra   en   'os   cielos,   por   encima   de   todo   principado   y
últimos   discursos   de   Jesús   brina   su                     j                       a.   ■■      testad [o sea   de ios ánge|es]... y de todo cuanto tiene

Habla  como  quien  todo  lo  puede  ^^"^^^   hab|ar^    1 nombre»   (ib.   20-21).   La   gloria   de   Cristo   levantado   por
pulos que en su nombre «ec  ar                                       serpientes   >     I encima  de  toda  criatura  es,   en   el   pensamiento   paulino,

lenguas  nuevas, tomarán  en  l5smano^'d,  -n   [                                   ' '    1 ja prueba de  lo que  Dios hará  en favor de aquellos que,

si   bebieren  puu^uua,  n^  ^

sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien» (Me 16 17-18). Los Hechos de los Apóstoles atestiguan la verdad de   todo   esto.   Y   Lucas,   tanto   en   la   conclusión   de   su Evangelio como en los Hechos, habla de la gran promesa del   Espíritu   Santo   que  confirma  a   los   Apóstoles   en   la misión   y   en   los   poderes   recibidos   de   Cristo:   «Yo   os envío   lo   que   mi   Padre   os   ha   prometido»   (Le   24,   49); «recibiréis el  poder del  Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos...  hasta el extremo de la tierra.  Diciendo  esto, fue  arrebatado  a vista de  ellos, y una nube le sustrajo a sus ojos» (He 1, 8-9). Espectáculo maravilloso   que   dejó   a   los   Apóstoles   atónitos,   «fija   la vista en  él»,  hasta que  dos  ángeles vinieron  a sacarles de su asombro.

2. — El  cristiano está  llamado a participar de todo el misterio de Cristo y por lo tanto "también de su glorifica­ción. El mismo lo había dicho: «Voy a prepararos el lugar. Y cuando yo me haya ido... volveré y os tomaré conmigo, para  que   donde  yo  estoy   estéis  también  vosotros»   (Jn 14,  2-3).   La  Ascensión   constituye   por  lo  tanto   un  gran argumento de esperanza para el hombre que en su pere­grinación  terrena   se   siente   desterrado   y   sufre   alejado de   Dios.  Es   la  esperanza  que  San   Pablo   invocaba  para

•"*""io«   «¡ifimnre  viva  en  sus

 

_____   ___   .„  .„  j   ,____________________ mo  miem-

un solo cuerpo del que él es la cabeza, condi-ii oü suerte. Esto lleva consigo el cristianismo autén­tico: creer y nutrir la firme esperanza de que, así como hoy el creyente en las tribulaciones de la vida toma parte en la muerte de Cristo, también un día tendrá parte en su  gloria eterna.

Pero los ángeles, que en el monte de la Ascensión dicen a los Apóstoles: «Ese Jesús que ha sido arrebatado entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto al cielo» (He 1, 11), amonestan a los creyentes a poner manos a la obra mientras esperan la venida final de Cristo. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos. «Id —les había dicho el Señor— enseñad a todas las gentes, bau­tizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19); tienen que continuar perennemente en el mundo su obra de salvación predicando, adminis­trando los sacramentos, enseñando a vivir según el Evan­gelio. Sin embargo, Cristo quiere que esto sea prece­dido y preparado por una pausa de oración en la espera del   Espíritu  Santo  que  deberá  confirmar y  corroborar  a

 

de ir   al

P<

de

 

si   bebieren  Ponzoña,_ n^^^da^ra,^^láscanos , j ^ & ^ ^ ^ fe y pertenec¡éndo|e co

\^ \jt \~r     uvjWV/1 u      wuniii imui       y      uui iuuui ui       <-*

sus  Apóstoles.   La  vida   de   la   Iglesia  comienza  de  esta

e  ban   rauiu   ,i,vw^_______ ,------- .manera no con la acción sino con la oración, «al  lado de

tos  Efesiofy quíría^que  estuviera  siempre viva en  sus   María, la Madre de Jesús»  (He 1, 14).

zones    «El Dios de nuestro Señor Jesucristo y Padre |
r^a  ¿loria       ilumine  los  ojos  de vuestro  corazón,  para j     Concédenos,   {¿ios   todopoderoso,   exultar   de   gozo   y   darte
de   la  giur    ...                           esperanza a que os ha llamado» ¡gracias  en   esta   liturgia  de   alabanza,  porque   la  Ascensión  de

que entendáis cua                    f mdaba el Apóstol esta esperan- Jesucristo,   tu   Hijo,   es   ya   nuestra   victoria,   y   él,   que   es   la

(Ef 1, 17-18). ¿Y en que                                         eierció  en  Cristo, jcabeza  de   la   Iglesia,  nos  ha  precedido  en  la  gloria  a   la  que

za?  En  el  gran  poder de  Dios  «que                     ioritánfin|P   a   Su Isormos   llamados  como   miebros   de  su  cuerpo  (Colecta).

resucitándole   de   entre   los  muertos  y   sentándole                              ,

 

 

SEMANA VI DE PASCUA  j37.  EL ESPÍRITU SANTO

 

574

Señor Jesús, rey de la gloria, vencedor del pecado y de |a muerte, has ascendido hoy, ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hom­bres, como juez de vivos y muertos. No te has ido para desen-icnderte de este mundo, sino que has querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de tu Cuerpo vivamos con la ardiente esperanza de seguirte en tu Reino (Ctr. Prefacio, I. Misal Romano).

Levantado sobre los cielos, ¡oh, Dios!... tú que permaneciste encerrado en el seno de una madre, que fuiste formado de lo que tú mismo formaste... tú a quien el viejo Simeón conoció pequeño y proclamó grande, que la viuda Ana vio lactante y reconoció omnipotente; tú que sufriste el hambre y la sed por nosotros, que te fatigaste en tus peregrinaciones por nosotros... tu arrestado, atado, flagelado, coronado de espinas, atado a| leño de la cruz, atravesado por una lanza; tú muerto y sepul­tado,  levantado al  cielo,  ¡oh, Dios!  (Sermón, 262, 4).

Tu resurrección, oh Señor, es nuestra esperanza, tu Ascen­sión es nuestra glorificación... Haz que ascendamos contigo y que nuestro corazón se eleve hacia ti. Pero, haz que levan­tándose, no nos enorgullezcamos ni presumamos de nuestros méritos como si fuesen de nuestra propiedad; haz que tenga­mos el corazón en alto, pero junto a' ti, porque elevar el cora­zón no siendo hacia ti, es soberbia, elevarlo a ti, es seguridad. Iú ascendido al cielo te has hecho nuestro refugio...

¿Quién es ese que asciende? El mismo que descendió. Has descendido por sanarme, has ascendido para elevarme. Si me elevo a mí mismo caigo; si me levantas tú, permanezco al­zado... A ti que te levantas digo: Señor, tú eres mi esperanza, tú que asciendes al cielo; sé mi refugio. (S. AGUSTÍN, Sr. 261.   1).


575

137.    EL ESPÍRITU  SANTO

«¡Oh   Espíritu   Santo,   mandado   por  el      Padre

en   nombre   de   Cristo   para   enseñarnos        todas

las  cosas!,  enséñanos  a  conocerte  y  a          amar­
te» (Jn  14, 26).

1. — «No os alejéis de Jerusalén, sino esperad ¡a promesa del Padre que de mí habéis escuchado» (He 1, 4). Obedeciendo a la consigna recibida, los Apóstoles se reunieron en oración: era el primer novenario de Pente­costés. En sintonía con la Iglesia primitiva, cuan hermoso es en estos días dirigir la mente y el corazón al Espíritu Santo con el deseo de conocerlo mejor, de amarlo más, de prepararse con más intensa oración a su venida.

El Vaticano II dice: «Dios Padre [... es] Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el ¡Espíritu Santo por el Hijo» (AG 2). El Padre, conocién-¡dose a sí mismo, engendra desde toda la eternidad al ¡Verbo, Idea perfecta y substancial en quien el Padre ex­presa y a quien comunica toda su bondad, amabilidad, naturaleza y ciencia divinas. El Padre y el Verbo, por su bondad y belleza infinitas, se aman desde toda la eter­nidad, y de este amor que une al uno con el otro procede el Espíritu Santo, Como el Verbo es engendrado por el Padre por vía de conocimiento, así el Espíritu Santo pro­cede del Padre y del Hijo por vía de amor. El Espíritu Santo es, pues, el término y la efusión del amor mutuo ie\ Padre y del Hijo, efusión tan perfecta y substancial que es una Persona, la tercera Persona de la Santísima ¡rrinidad, en la cual el Padre y el Hijo, por la sublime fecundidad de su amor, transfunden su misma naturaleza | esencia sin verse privados de ellas. Y precisamente por ser el Espíritu Santo la efusión del amor divino, es lla­mado   «Espíritu»,  según   el   sentido   latino  de   la   palabra


N

 

6                                                                 SEMANA   VI   DE   PASfjm

e significa hálito, aspiración, soplo vital. Como en rm tros   la   respiración  es  la  manifestación  de  la  vida, a~-

Dios el Espíritu Santo es la expresión y la efusión : la vida y de amor del Padre y del Hijo, pero Una usión substancial, personal, que es Persona. En este ntido,   a   la   tercera   Persona   de   la   Santísima   Trinidad

la llama «el Espíritu del Padre y del Hijo» y también I Espíritu del amor en Dios», es decir, el «soplo» de ior  del   Padre  y   del   Hijo,   el   «soplo»   del   amor  divino

el mismo sentido llaman los Santos Padres al Espíritu nto «osculum Patris et F\\¡\», el beso del Padre y del jo, «beso suavísimo pero secretísimo», según la deli­cia  expresión  de  San   Bernardo.

Este es el Espíritu Santo, Espíritu de amor, que no-tros   invocamos   para   que   venga   a   encender   la   llama

la caridad  en  nuestros corazones.

2. — Aunque de manera velada, ya en el Antiguo Tes-nento se habla del  Espíritu Santo y ya desde entonces

Espíritu Santo obraba en el mundo. Pero la revelación plícita del Espíritu Santo y su efusión sobre todo el eblo de Dios está reservada al Nuevo Testamento, ito y don supremo de la redención efectuada por Cristo. sus mismo lo anunció: «El Paráclito que yo os mandaré parte del Padre, el Espíritu de verdad que procede I Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26). Jesús asenta al Espíritu Santo como Persona divina que «pro-de del Padre» y que él mismo, juntamente con el dre, «enviará», precisamente porque el Espíritu Santo 3cede también de él en cuanto Verbo. Este divino píritu, «el Espíritu de verdad», vendrá a continuar la ra  de!   Redentor y dará  «testimonio» de  él. En efecto,

Espíritu Santo iluminará a los Apóstoles y a todos los syentes   acerca   del   misterio   de   Cristo,   de   la   verdad

su mensaje y de la realidad de su Persona humano-'ina.


137.    el espíritu santo                                                                577

, Espíritu de amor en cuanto procede del amor mutuo ¿e\ Padre y del Hijo, Espíritu de verdad en cuanto da la inteligencia de los misterios divinos y completa las enseñanzas de Cristo, el Espíritu Santo tiene la misión peculiar de santificar a los creyentes en el amor y en |a verdad. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo», dice San Pablo (Rm 5. 5); y Jesús declaraba a los Apóstoles: «El Espíritu

¿e  verdad   os   guiará   hacia   la   verdad   completa»   (Jn   16, 13).   Precisamente   bajo   estos   aspectos   la   Iglesia   nos

I ¡hvita a invocar el Espíritu Santo: «Ven, ¡oh Espíritu Creador!, visita las mentes de tus fieles, llena de la grá-

| oía celestial los corazones que tú has creado» (Veríi Creator). Al Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo es un único Dios creador del mundo, la Iglesia pide que santifique a sus criaturas, que ilumine las inteligencias con su luz divina y que llene los corazones con su gracia y amor. Que él, «Don del Dios Altísimo, fuente viva, fuego, caridad, unción espiritual», venga a purifi­carnos, a inflamarnos en su amor ardiente, a confortarnos con su dulzura; que él, «dedo de la diestra de Dios», venga a indicarnos el camino de la verdad: sea nuestro maestro y nuestro guía.

¡Oh Espíritu Santo, que unes al Padre y al Hijo en una bienaventuranza sin fin!, enséñame a vivir cada instante y a través de cualquier acontecimiento en la Intimidad de mi Dios, consumado cada vez más en la unidad de la Trinidad. Sí, por encima de todo concédeme tu espíritu de amor para animar con tu santidad hasta los más imperceptibles actos de mi vida, de manera que yo sea en la Iglesia, para la redención de las almas y la gloria del Padre, una hostia de amor para alabanza de la Trinidad...

Te pido un alma de cristalina limpieza, digna de ser un tern-plo vivo de la Trinidad. Dios santo, guarda en la unidad mi alma para Jesús, con toda su potencia de amor, ávida de comunicar incesantemente tu pureza infinita. Que mi alma pueda atravesar

19--- 1. D.

 

1

 

 

                     
   
     
       
 
       
 
   
 
 
 
 
 

578

 

SEMANA   VI  DE  PASCUa

este mundo corrompido, santa e inmaculada en el amor, ba¡0 tu sola presencia, bajo tu sola mirada, sin la más peqUeña mancha, sin que la más mínima fealdad pueda ofuscar en e||g el resplandor de tu belleza. (M. M. PHILIPON, Consagración a la SS. Trinidad).

Cuando tú, viniendo de lo alto, ¡oh Fuego divino!, comienza^ a inflamar el corazón del hombre, las pasiones disminuyen y pierden su fuerza; el peso se aligera, y, a medida que crece el ardor, el corazón humano se siente tan ligero que toma alas como de  paloma (Ps 54, 7)...

¡Oh fuego bienaventurado que no consumes sino que ilumi­nas, y, si consumes, destruyes las malas disposiciones para que la vida no se apague! Envuélveme en ese fuego, un fuego que me purifique, alejando de mi espíritu, con la luz de |a verdadera sabiduría, la oscuridad de la ignorancia, la oscuridad de una conciencia errónea; que transforme en amor ardiente el frío de la pereza, del egoísmo y de la negligencia. Un fuego que no permita a mi corazón endurecerse, sino que con su calor lo haga siempre manejable, obediente y devoto; que me libre del yugo pesado de las preocupaciones y de los deseos terrenos, y que, en las alas de la santa contemplación que nutre y aumenta la caridad, levante mi corazón tan alto que yo pueda repetir con el profeta: «Alegra el alma de tu siervo, porque a ti. Señor, alzo mi alma» (Ps 85, 4). (S. ROBERTO BELARMINO, De ascensione mentís in  Deum, Op. v. V, p. 232).

138.    EL ESPÍRITU DE CRISTO

«¡Oh Espíritu Santo, que consagraste a Cris­to con tu unción y lo guiaste en toda su vida!, dígnate dirigir mis pasos» (Le 4,  18.  1).

1. — El   Espíritu  Santo  es   llamado   en  la   Sagrada  Es­critura «el Espíritu de Cristo» (Rm 8, 9), «el  Espíritu de Jesús»  (He  16, 7). Cristo es el Verbo encarnado, hecho 1 hombre,  y,   sin   embargo,  permanece   siempre   el   Verbo,


133.    el espíritu de cristo                                                          579

e| Hijo de Dios, del cual —como del Padre— procede e\ Espíritu Santo; por eso debe decirse que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo, precisamente porque la persona de Cristo no es otra que el Verbo. Mas cuando7 se habla de Cristo ha de entenderse que se habla del pesias Verbo Encarnado, y también en este sentido se puede decir que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo. Toda la vida del Salvador se desarrolla bajo el influjo del divino Paráclito. Su concepción se realiza por obra del Espíritu Santo que desciende sobre María y la cubre con su sombra; y cuando más tarde la Madre se encuentra con Isabel, también ésta «se llenó del Espíritu Santo» (Le 1, 41), saludando en María a la Madre de Dios. Igualmente, cuando Jesús es presentado en el templo, Simeón «movido del Espíritu» (Le 2, 27) sale a su en­cuentro y reconoce en él al Salvador. Desde los primeros instantes de su existencia, Cristo, lleno del Espíritu Santo, lo derrama en torno a sí. Y cuando irá al Jordán para ser bautizado, el Bautista dará testimonio de él diciendo: «Yo he visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre él» (Jn 1, 32); era la manifestación externa de la inconmensurable plenitud del Espíritu Santo que colmaba el alma de Cristo. Jesús posee el Espíritu Santo con una plenitud que no tiene medida, no sólo porque como Verbo es una cosa sola con el Padre y con el Espíritu Santo, sino también porque como hombre, en virtud de la unión hipostática, su Alma santísima está invadida totalmente por el divino Espíritu. «Aquel a quien Dios ha enviado —dice San Juan— habla palabras de Dios, pues Dios le dio el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34). Jesús que posee «toda la plenitud de la divinidad» (Cl 2, 9), posee también la plenitud del Espíritu Santo, que es por excelencia su Espíritu.

2- — San  Lucas pone particularmente de relieve cómo toda   la  conducta  de Jesús está  guiada  y  regida  por el

 

580                                                                  SEMANA   VI  DE   PASCTj

Espíritu  Santo:   «Jesús, lleno del  Espíritu Santo, se retiró del  Jordán  y  fue   conducido  al   desierto  por  el   Espíritu (4,   1);   trascurrido   este   período,   el   Evangelista   anota-«Jesús,   impulsado   por   el   Espíritu,   se  volvió   a   Galilea (4, 14). El Espíritu Santo obraba incesantemente en Cristo inspirando todas   sus  acciones,  su  predicación, sus  mila-gros  y  su  misma  oración,  a  propósito  de  la  cual   Lucas puntualiza:   «Jesús  se  sintió  inundado  de  gozo  en  el  Es­píritu  Santo  y  dijo:  Yo te  alabo,  Padre,  Señor  del  cielo y   de   la  tierra,   porque   has   ocultado   estas   cosas   a  los sabios y  prudentes y  las  revelaste  a  los  pequeños»  (-¡o 21).  De esta  manera toda  la vida del  Salvador se mueve bajo   el   impulso   del   Espíritu   Santo,  como  también   bajo su   impulso   se   realiza   su   supremo   sacrificio,   como   lo enseña San  Pablo:   «Cristo...  por el  Espíritu  eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios»  (Hb 9,  14).

El  divino Espíritu obra incesantemente en el  alma de Jesús   que   se   muestra   dócilísima   a   su   impulso   de   la manera más perfecta. El Espíritu Santo sale al encuentro de   esta   sublime   criatura  que   es   el   alma  de  Jesús:   la invade, la dirige, la mueve al cumplimiento de su misión y la lleva a Dios con un impulso fortísimo, precisamente porque ella está totalmente bajo la influencia de su mo­ción. Y como el Padre tiene sus complacencias en Cristo, su   Hijo   amado,   también   el   Espíritu   Santo   «tiene   sus delicias en  habitar en el  alma del  Redentor como en su templo preferido» (Mystici Corporis).

Jesús con su pasión y muerte ha merecido para todos los hombres su Espíritu y quiere derramarlo cada vez más abundantemente en sus corazones, para que pueda tomar la dirección de toda su vida y llevarlos a la santidad.

¡Oh Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que pro: cedes de ellos en unidad de origen y unes el uno al otro en unidad de amor y de aspiración! ¡Espíritu y Amor eterno que subsistes personalmente en la Divinidad y divinamente comple-


¿39.      DOMINGO   VII   DE   PASCUA — CICLO   A                            581

tas las emanaciones eternas! Yo te adoro y te doy gracias por aquella operación santa y admirable con que realizaste el sagra-jo misterio de la Encarnación. Tú eres en la eternidad el tér­mino de la divina emanación y eres también, en la plenitud ¿e los tiempos, el principio de un nuevo estado, el estado ¿e la unión hipostática, que es la fuente y el origen de todas [as operaciones santas y de todas las emanaciones de gracia que cielos y tierra con reverencia admiran. Tú eres en la Santí­sima Trinidad el vínculo sagrado entre las divinas Personas, y en la Encarnación unes a una Persona divina con la natura­leza humana... Tú das al Verbo, en el seno de su Madre, una nueva   naturaleza,   revistiéndolo  de   nuestra   humanidad.

¡Oh Espíritu Santo! Tú eres Espíritu de Amor y realizas en la tierra la obra de amor, la unión divina y la alianza incomparable que une la tierra con el cielo, el ser creado con el Ser increado y a Dios con el hombre, con tan estrecha unión que de ella resulta para siempre un Dios hombre y un Hombre Dios. (P. DE BERULLE,  Las grandezas de Jesús, 2, 2).

Tú solo eres santo, ¡oh Jesús! El solo santo porque eres, por medio de tu encarnación, el verdadero hijo de Dios; el solo santo porque posees la gracia santificante en su plenitud para distribuírnosla; el solo santo porque tu alma era de una docili­dad infinita al impulso del Espíritu Santo que inspiraba y regu­laba tus movimientos, todos tus actos y los hacía agradables a tu  Padre. (C.  MARMION, Cristo vida del alma,  I, 6).

139.    DOMINGO Vil DE PASCUA

CICLO A

«Padre...  glorifica a tu  Hijo»  (Jn  17,  1).

La Liturgia propone hoy a la consideración de los fieles la oración sacerdotal de Jesús y la de los Apóstoles reunidos en torno a  María en espera del Espíritu Santo;

jtema sumamente oportuno para disponer los  espíritus  a

¡la fiesta de Pentecostés ya cercana.

 

 

               
   
     
 
 
 
   
 
 

ce

 

*C<_C¡<-*N

 

tecet sfajstkteciM/

 

i             •    -^          />      /    REMANA   VII   DE  PASCtt,

sus pronuncia su oraciórr sacerdotal en el cenáculo ■  alta,  rodeado  de sus  discípulos,  en  la  inminencia i   pasión:   «Padre,   llegó   la   hora;   glorifica   a   tu   Hi¡0 s que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste i   toda carne,  para  que a todos  los que  tú  le diste 6 él la vida eterna» (Jn 17, 1-2). Jesús piensa en su ' i»,   la  hora  de  su  muerte  por  la  cual  entrará  en |a i de la resurrección y luego en  la gloria que, como do Dios, tenía junto al Padre desde toda la eternidad )).  Cuando  vino  al  mundo,  anonadó  esa  gloria  para ii    «la   forma   de   siervo»   (Fp   2,   7),   pero   ahora   que para salir del mundo por la muerte, pide ser reinte-) en olla. Su misión en efecto no puede agotarse con uerte —un  muerto ni da gloria a Dios ni vida a los brea  -:   la   muerte   es   el   primer  acto   indispensable, exige   necesariamente  el   segundo:   la   resurrección gloria.   Y   precisamente   porque,   después   de   haber indo voluntariamente  la  muerte,  resucitará  glorioso,,

0  glorificará al Padre y salvará a los hombres, íenien-/

1poder de darles la vida eterna. Por eso, pidiendo su)
icación, Jesús no hace más que pedir la gloria delj
i y la salvación de la humanidad.

as  haber orado por sí mismo, Jesús  ruega por sus toles.  Ellos  pertenecen  al  Padre  no  sólo  en  cuanto iras suyas, sino también  por haberlos elegido él al olado  y  habérselos  dado  al  Hijo  en  fuerza  de  esa ion:   «Tuyos   eran,   y  tú   me   los   diste»   (Jn   17,  6). los   ha  amado  y  guardado  con  solicitud  más  que la, divina. Los ha puesto al corriente de su misterio jo de Dios, les ha transmitido la palabra del Padre >s   han   correspondido:   «yo   les   he   comunicado   las as que tú  me diste, y ellos  ahora  las  recibieron» . Ahora que Jesús está para irse, tiembla por ellos; 1  que  los  deja  con  pesar en  el  mundo,  expuestos igro y a la lucha, y los confía al Padre con ternura


 

¡39.      DOMINGO   VII   DE   PASCUA ¿— CICLO   A

 

583

conmovedora: «Yo ruego por ellos... por los que tú me diste, porque son tuyos... Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti» (ib. g. 11). Los Apóstoles deben permanecer para continuar su'misión; pero el Padre velará sobre ellos: «Padre Santo, guárdalos en tu nombre»  (ib.  11).

Más de cincuenta días después, cuando Jesús ha pa­sado ya por la muerte y ha entrado en su gloria, los Apóstoles se hallan de nuevo reunidos en el cenáculo. El Maestro ya no está allí orando con ellos y por ellos, pero está María que los sostiene con su presencia. No han olvidado la oración de Jesús —que un día transmiti­rán por escrito— y se puede pensar que la hagan propia; como él, piden la gloria del Padre y la salvación de los hombres, mientras para sí mismos imploran los divinos auxilios para ser testimonios fieles de Cristo. De esta manera esperan la venida del Espíritu Santo «perseveran­do unánimes en la oración... con María, la Madre de Jesús» (He 1, 14). Así deben prepararse también a !a fiesta de Pentecostés los fieles de todos los tiempos: glorificando a Dios con la oración y con las obras, dis­poniendo su corazón para recibir el Espíritu Santo, orando por la Iglesia y sus pastores y por la salvación de todos los hombres. Y en medio de ellos esté siempre María inspirando y dando valor a su oración.

¡Oh Padre glorifica a tu Hijo! Consolida su reino en el cora­zón de cuantos le aman; restaura su dominio sobre las almas que se han alejado de él, atrae hacia él a todos aquellos que, envueltos en tinieblas, todavía no le conocen. Padre, glorifica a tu Hijo para que a su vez tu Hijo te glorique a ti manifes­tándonos  tu  ser divino,  tus  perfecciones, tus  deseos.

¡Oh Jesús, Pontífice omnipotente!, ahora que estás sentado a la derecha del Padre y gozas de toda la plenitud de tu triunfo, ruega al Padre, como lo prometiste, que nos envíe otro abogado y  consolador;   tú  mereciste   esta  gracia  para  nosotros  por  los


 

 

584


SEMANA   VII   DE


PASCU;


09-      DOMINGO   VII   DE   PASCUA------- CICLO   B


585

 

 

 

te

 

dolores   de   tu   humanidad,   y   el   Padre  te  escuchará   porque ama.  (C.  MARMION,  Cristo en sus misterios,  16.  17).

¡Oh Señor!, tú has prometido al Padre: «Revelaré tu nombr a mis hermanos; en medio dé la asamblea cantaré tus ai banzas».

¡Canta, oh Verbo, las alabanzas del Padre y revélame a t Padre! Tus palabras me salvarán y tu canto me amaestrará. Hast ahora no he acertado en la búsqueda de Dios. Pero desde qnP tú me iluminas, Señor, me has hecho encontrar al que es m' Dios y Padre tuyo, y de ti yo lo recibo. Yo me convierto en heredero contigo, ya que tú no te avergüenzas de tu hermano (CLEMENTE   DE  ALEJANDRÍA,   Protrepticus,   11,   PG  8,  232A).

CICLO B

«Padre    Santo,    guárdanos    en    tu    nombre conságranos  en  la verdad»  (Jn   17,   11.  17).

Las lecturas de este día nos ofrecen la fisonomía del apóstol y del discípulo de Cristo, dibujada a grandes ras­gos por el Evangelio en la oración sacerdotal de Jesús y completada por las dos otras lecturas.

i

 

Antes   de   separarse   de   los   Apóstoles   para   ir  a  su pasión, Jesús los confía al Padre para que los guarde en su  lugar. El  sabe  que  los deja expuestos a  los  peligros y a la hostilidad de aquel «mundo» por el cual ha decla­rado que no ruega (Jn 17, 9). No se trata evidentemente del mundo en cuanto criatura de Dios, que, por lo tanto,' es buena en sí, sino del mundo del pecado dominado por) j el Maligno. Los Apóstoles no le pertencen —«no son del J mundo»— y  por eso precisamente  «el   mundo   los  odia»j (ib.   14);   sin   embargo  deben  vivir  en   él   cumpliendo  sui j misión.  Por  eso Jesús  dice al  Padre:   «No  pido  que  losUJ saques   del   mundo,  sino  que   los   guardes  del   Maligno»;! (ib. 15). Petición que indica la línea de conducta de todo!


gpóstol: permanecer en el mundo para cristianizarlo, pero no dejarse envolver por sus insidias ni temer su odio, el cual es por otra parte la garantía de no pertenecer a él. £ntre las asechanzas del mundo la más temible es el error que, falseando la conciencia, arrastra al hombre a sLi ruina. He aquí por qué Jesús pide al Padre: «Consá­gralos en la verdad, pues tu palabra es verdad» (ib. 17). La verdad que procede de Dios -—su palabra— es la que jebe caracterizar a los apóstoles e inmunizarlos de los errores del mundo; por eso deben ser «consagrados» en esta verdad y dedicados completamente a su servicio. Es una consagración que, separándolos del mundo desacra-lizado, los dedica a la verdad hasta el sacrificio de mismos, a ejemplo del Maestro que se «consagró» por ellos hasta la inmolación de la cruz. Tal es el sentido ¡je estas palabras: «y yo por ellos me consagro, para que ellos sean consagrados en la verdad»  (ib. 19).

La oración de Jesús está surcada como por una nube: el pensamiento del traidor: «los guardé —dice al Padre—, y ninguno de ellos pereció, si no es el hijo de la perdición, para que la Escritura se cumpliese» (ib. 12). Prevista, pero no determinada por las Escrituras, esta pérdida tan dolo-rosa para el Salvador prueba que tan sólo quien resiste voluntariamente a su amor perecerá. Los Hechos de los Apóstoles (primera lectura) refieren la elección de Matías para ocupar el puesto dejado vacío por Judas. Es intere­sante el criterio seguido para la elección: debía recaer en un hombre que hubiera seguido a Jesús desde el prin­cipio de su vida pública hasta la muerte, para que ■—como dice San Pedro— «sea testigo con nosotros de su resu­rrección» (He 1, 22). El apóstol de todos los tiempos está llamado a testificar la resurrección del Señor, que es la prueba irrefutable de su divinidad y de su poder de Salvador. ¿Pero cómo testificar hoy un hecho acaecido hace ya tantos siglos? La Escritura ofrece los documentSEMANA   VII   DE  PAScrj

ese hecho, y sin embargo hay tantos h.om ,1 refractarios a ella. Pero hay un argument '¡¡ onvincente y es la conducta de los apósto|es¡J :nte   su   amor   mutuo   que   debe   hacer|0s  Jl como pidió Jesús en su oración  (Jn  17_ ^ | jnto desarrollado en  la segunda  lectura: «s¡ mutuamente,  Dios  permanece en  nosotros» Y permanece no sólo para la vida y la alegría intes,  sino  también   para  que  por  medio ele utuo hagan ellos presente a Jesús entre sus les ayuden a creer. Con  su amor dan testi-ol   Padre  envió  a  su   Hijo  por  Salvador del 14), y que ese Jesús que predican muerto y or la redención de los hombres no es un mito, ha redimido hasta el punto de hacerlos capa-<:r todo egoísmo y llegar a ser todos «una sola

<¡ue   por  el   admirable  trueque  de   este  sacrificio irlícipes  de  tu  divinidad;   concédenos  que  nuestra ufestación y testimonio de  esta verdad  que cono-il   Romano,   Oración  sobre   las  ofrendas,  jueves Vi ascua).

rucado a ellos tu palabra». Que esta palabra que los tuyos del mundo, siga produciendo este mismo vez que escuchamos o leemos tu palabra, oh Jesús, )ios de donde ella ha salido. Esta palabra no nos M cosas del mundo, porque nos hace saborear la íl mundo no conoce ni quiere conocer, porque la [ja. El mundo es falso en todo, en todo engañador,

oh Jesús, nos abre los ojos para ver esta ilusión ¡I mundo. Tu palabra constituye las castas delicias

desilusionadas y disgustadas del mundo. Ifior, que yo saboree tu palabra, para que el mundo >renderme con sus engaños...   Haz que penetre su lozca su profundidad, que la ponga en mi corazón ;e de repetirla con la boca... Sea ella mi consuelo


ng.     DOMINGO   VII   DE   PASCUA — CICLO   C                             587

e| destierro, mi consejo, mi luz, mi amor, mi esperanza. f.nz que mientras la escucho pueda entenderla, reconociendo HJe el entenderla es don tuyo. Señor. (Cfr. J. B. BOSSUET. ?j jjtaciones sobre los  Evangelios,  II, 52).

CICLO C

«Padre   santo,   haz   que   todos   seamos   uno, para  que  el   mundo  crea»  (Jn   17,  21).

La Liturgia de este último domingo de Pascua se po-I ¿ría definir como una síntesis de los maravillosos frutos ) ¿e\ misterio pascual: la venida del Espíritu Santo, el íes-| timonio de los discípulos, la unión de los creyentes, la / última venida de Jesús.

La primera lectura (He 7, 55-60) nos presenta a Este­ban «lleno del Espíritu Santo», a quien tras su valiente I discurso ante el sanedrín, se le concede penetrar con I |a mirada en el santuario de la divinidad: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie, a la diestra de Dios» (ib. 56). Esta última declaración acelera ¡ su martirio: es el primer discípulo que sigue al Maestro hasta la muerte. Pero mientras Jesús había pasado a través de las tinieblas de la agonía, Esteban por el con­trario contempla en éxtasis los cielos abiertos precisa­mente porque goza de los frutos de la cruel muerte de su Señor que en la cruz mereció la fortaleza para todos los mártires y subiendo a los cielos mandó su Espíritu a todos los creyentes. En Esteban se cumple de modo maravilloso la promesa de Jesús: «recibiréis fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (He 1, 8). Estas palabras infalibles deben cons­tituir el sostén de todos los cristianos perseguidos.

Pero   hay   otro   testimonio   que   los   creyentes   deben

 

588                                                                SEMANA   VII   DE  PASCTj

dar de Cristo, y es la unión fraterna entre ellos. De e|i    w habla  la  última  parte de  la  oración  sacerdotal  de jesú   $)] que hoy se ofrece a la meditación de los fieles. Después VA de  haber  rogado   por   los  Apóstoles,  el   Señor   ruega  n0t. t todos los que a través de los siglos creerán en él, y p^   r «que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yQ ¡FJ en  ti,  también   ellos   sean   en   nosotros»   (Jn   17,  21).  |» unión que Jesús pide para los creyentes es ante  codo |a 'V unión con el Padre y con el Hijo, fuente única de la mutua ñ unión entre ellos. El cristiano está maduro cuando realiza t en sí la unión personal con Dios que se desborda en lajl unión  personal  con  los  hermanos;  la primera es  la base i K y el fundamento de la segunda, mientras ésta constituye (l la   señal   visible   y   controlable   de   la  autenticidad   de  la;f primera. Jesús quiere que la unión de los creyentes con ü Dios  y   entre  sí  sea  tan   perfecta  que   refleje   la  unidad¡J que existe entre él y el Padre:  «sean uno, como nosotros j somos  uno»  (ib. 22) y sea para el  mundo  un  motivo de sí credibilidad:   «para   que   el   mundo   crea   que  tú   me   has" enviado»  (ib. 21). E insiste sobre este punto de  manera impresionante:   «Yo  en  ellos y tú  en  mí, para que sean ' perfectamente  uno  y  conozca  el   mundo  que  tú   me en-   I viaste y amaste a éstos como me amaste a mí» (ib. 23). Se diría que Jesús hace depender la fe del mundo de la   / capacidad de demostrar los creyentes, con su unión mu-  t tua,  el  amor con que  Dios  ama y salva a  los  hombres. I Responsabilidad   tremenda   en   que   pensamos   demasiado poco:  ¿la falta de fe de  la sociedad moderna no depen­derá quizá de la falta de unión entre los creyentes? Para  ¡ poner remedio a semejante deficiencia no hay más que un solo  medio:   hacer lugar a Jesús para que viva con pie- | nitud en sus fieles —«yo en ellos»—, ame en ellos y los una a todos en su amor.

Sin embargo la unión absolutamente perfecta se rea­lizará sólo en el cielo; aquí abajo es imposible que no se


140.      DULCE   HUÉSPED   DEL   ALMA                                           589

¡resienta de  los  límites de  la criatura. Pero hay que ten-■

I ¿er a esa  meta sin desfallecimiento,  invocando continua-

¡ ftiente  el   auxilio  divino:   «Ven,  Señor Jesús»  (Ap  21,  20;

í segunda  lectura),  es  el  último  grito de  la  Escritura  y el

gemido   incesante  de   la  Iglesia,  que,  mientras   espera   la

venida final del Señor, lo invoca sin cesar para que venga

a sostener y fortalecer la unión de sus hijos.

Muéstranos, Señor, la abundancia de tus misericordias, y con el poder de tu Espíritu aparta las divisiones de los cristia­nos, para que la Iglesia aparezca en toda su luz como señal alzada sobre los pueblos, y el mundo, iluminado por tu Espíritu, crea en Cristo que tú has enviado. (Misal Romano, Misa por ja unidad de  los  cristianos,  C,  Colecta).

Dios y Señor del universo, en tu bondad haznos dignos, a pesar de nuestra miseria, de esta hora, que estemos unidos, sin falsedad ni fingimiento, los unos con los otros, por el lazo de la paz y de la caridad. Afirma nuestra unión por la acción santificante de tu divino conocimiento, con la ayuda de tu Hijo único nuestro Señor, Dios y Salvador, Jesucristo. Bendito seas y glorificado con él y el muy Santo Espíritu, el Espíritu de bondad que da la vida... Tú eres el Dios de la paz, de la mi­sericordia, de la caridad, del perdón y de la bondad, con tu Hijo único y el muy Santo Espíritu.

Que tu paz, Señor, y tu tranquilidad, tu caridad y tu gracia, la misericordia de tu divinidad sean con nosotros y entre nosotros, todos los días de nuestra vida. (Oraciones de los primeros  cristianos,  301,  308,  BAC).

140.    DULCE HUÉSPED DEL ALMA

«Oh Espíritu Santo, que habitas en nosotros, transfórmanos en templos de tu gloria» (Misal Romano,  martes  Vil   semana  de  Pascua).

1. — Los Hechos de  los Apóstoles refieren el suceso

 

590                                                                SEMANA   VII   DE  PASCTt

de los cristianos de Efeso, que, habiendo sido bautizado con el bautismo de Juan, no sólo no habían recibido i Espíritu Santo, sino que ni aún conocían su existencia Entonces Pablo los instruyó y los bautizó «en el nombrp del Señor Jesús, e imponiéndoles las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo» (He 19, 5-6). El bautismo de Juan era sólo preparatorio; él mismo lo había dicho-■Yo os bautizo en agua, pero llegando está otro más fuerte que yo..., él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego» (Le 3, 16). Este es el bautismo que Jesús había enunciado a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede «mirar en el reino de los cielos» (Jn 3, 5); éste es el bautismo por medio del cual Cristo hace participantes a la Iglesia y a todos sus fieles de su Espíritu para que Vivan de su misma vida. «Para que incesantemente nos renovemos en él —enseña el Concilio Vaticano II— Cristo nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma ¡ vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servi­cio que realiza el principio de la vida, o alma, en el Cuerpo humano» (LG 7). En virtud del bautismo de Cristo, el Espíritu Santo —tercera Persona de la Santísima Tri­nidad igual en todo al Padre y al Hijo, Espíritu de amor que procede del Padre y del Hijo, Espíritu vivificador y guiador de la vida del Salvador— desciende sobre la Iglesia y sobre todos los fieles, vivificando la Iglesia y cada uno de sus miembros. «Único e idéntico» en Cristo, en la Iglesia y en los fieles, el Espíritu Santo es el principio vital y santificador de la Iglesia; por él la Igle­sia y cada uno de los fieles viven en Cristo y de Cristo. Quien pertenece a Cristo tiene el Espíritu de Cristo, dice San  Pablo (Rm 8, 9).

2. —«Si  me  amáis,  guardaréis  mis  mandamientos;  y


I  ¿40.      DULCE   HUÉSPED   DEL   ALMA                                            591

- yo rogaré al  Padre, y os dará otro Paráclito, que  estará j <

c0n vosotros para siempre: el Espíritu de verdad» (Jn 14, 115-17).   Al   prometer   Jesús   a   sus   apóstoles   el   Espíritu l § Santo les pide una sola condición: el amor auténtico que 1

se  prueba  con  las  obras, con  el  generoso  cumplimiento
í del divino querer. El Espíritu Santo, Espíritu de amor, no
I puede   ser   dado   a   quien   no   vive   en   el   amor.   Pero   a    ,
quienes viven  en  el  amor y  por  lo tanto  en  gracia,  les     l
es  asegurado  el   Espíritu  Santo  por  la  promesa  infalible
I de  Jesús  y   por   la   omnipotencia   de  su   oración.   No  se
trata  de  un  don  pasajero  limitado  al  tiempo  en  que se
reciben los sacramentos o en general a un tiempo deter­
minado,   sino   de   un   don   estable,   permanente:   «en   los
corazones   [de  los fieles]   habita  el  Espíritu  Santo como    ,
en un templo», afirma el Concilio (LG 9). El es el «dulce
huésped del alma» (Secuencia), y cuanto más crece ésta
en  gracia, tanto  más  se  complace  el   Espíritu  Santo  en
habitar en  ella y en obrar en ella para llevar a cabo su    \
santificación.                                                                                                      \

El Espíritu Santo está en el hombre para plasmarlo a imagen de Cristo, para solicitarlo al cumplimiento de la voluntad de Dios, para sostenerlo en la lucha contra el mal y ayudarlo en el conseguimiento del bien. «El Espíritu | viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rm 8, 26) y haciendo suya nuestra causa «aboga por nosotros con gemidos inenarrables» (ib.) ante el Padre. Si los bautizados tienen un abogado tan poderoso y un sostén tan valedero, ¿có­mo es que los que llegan a la santidad son tan pocos? Es el tremendo misterio de la libertad del hombre y al mismo tiempo de su responsabilidad. Dios que ha creado al hombre libre, no lo santifica contra su voluntad. Si el cristiano no se santifica, es únicamente porque no deja campo libre en sí a la acción del Espíritu Santo, sino que la impide con sus pecados, con su falta de docilidad y de generosidad. Si usase su libertad para abrirse com-

 

592                                                                SEMANA   VII   DE   PASCtr!

épletamente   a   la   invasión   del   Espíritu   Paráclito   y   pa someterse en todo a su influjo, él lo tomaría bajo su qu, y  lo  santificaría.  Es  necesario, pues, orar con  la   Iglesia-«Ven,   Espíritu   divino,   lava   las   manchas,   riega   la   tierra en   sequía,   doma   el   Espíritu   indómito,   infunde   calor  hp vida en el  hielo» (Secuencia).

Oh Espíritu Santo Paráclito, lleva a su perfección en nosotros la obra comenzada por Jesús; fortalece y haz continua la oración que hacemos en nombre del mundo entero; apresura para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior; da ardor a nuestro apostolado que desea llegar a todos los hom­bres y a todos los pueblos, redimidos todos por la sangre de Cristo y heredad suya. Mortifica en nosotros nuestra natural presunción y elévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del impulso generoso. Que ninguna atadura terrena nos impida hacer honor a nuestra vocación; que ningún interés mortifique, por pereza nuestra, las exigencias de la justicia; que ningún cálculo humano reduzca a la angos­tura de los pequeños egoísmos los espacios inmensos de la caridad. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud para el sacrificio hasta ¡a cruz y la muerte; y que todo, finalmente, corresponda a la última oración del Hijo al Padre celestial, y a aquella efusión tuya, oh Espíritu de amor, que el Padre y el Hijo desean para la Iglesia y sus instituciones, para los pueblos y para cada una de   las  almas.  (JUAN  XXIII-,  Breviario).

Oh Espíritu poderoso, envía el rocío de tu suavidad, concede a mi alma y a mi espíritu que gocen la plenitud de las gracias de tu grande misericordia. Labra el campo inteligente de mi corazón de carne, endurecido, para que reciba y haga fructificar tu  semilla espiritual.

Confesamos que sólo por tu inmensa sabiduría florecen y crecen en nosotros todos los bienes. Tú eres quien consagra a los Apóstoles, inspira a los profetas, instruye a los doctores, hace hablar a los mudos y abre los oídos de los sordos...

Extiende tu diestra sobre mí y fortifícame con la gracia de tu  compasión;  disipa de  mi  espíritu  la triste  niebla del  olvido


1h41-    el espíritu de los hijos de dios                                      593

||y con  ella   las  tinieblas  del   pecado,  para  que  pueda  elevarme, con  el   vuelo  del   espíritu,   desde   la vida  terrena   hasta   las   al-I turas.  (S.  GREGORIO  DE  NAREK,  Le  livre des priéres).

141.    EL ESPÍRITU  DE LOS HIJOS DE DIOS

■ ~ ■                                                                             ■ -

«Oh   Espíritu   Santo,   que  das  testimonio   de

nuestra   adopción   filial,   haz  de   mí   un   verda­dero hijo de  Dios»  (Rm 8,  16).

I f      1. — En  el  bautismo  el   creyente, asociado  misteriosa-/ mente a  la muerte y a  la resurrección de Cristo, recibe I su  Espíritu  que   lo  justifica  engendrándolo  a   nueva  vidn. I «Nos salvó —dice San Pablo— mediante el lavatorio de la i regeneración y  renovación  del  Espíritu  Santo»   (Tt  3,  5). i Con el  bautismo inicia el  Espíritu Santo su obra de san-  / tificación que es ante todo «lavatorio», o sea, purificación del  pecado y  «regeneración»   mediante  la  gracia.  De  tfil i manera  el   hombre,  «redimido  por Cristo y  hecho,  en  al \ Espíritu  Santo,  nueva  criatura»   (GS  37),  recibe de  él   un I espíritu nuevo, el espíritu de hijo adoptivo de Dios. «Dios ]  ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su  Hijo, que  grita:   ¡Abba!   ¡Padre!»   (Gl  4,  6),  afirma   el   Apóstol. Al  Espíritu  Santo,  que  es  el  Espíritu  del   Hijo,  son  atri­buidos de modo especial la gracia y el espíritu de adop­ción. El Espíritu Santo infunde en. el bautizado el espíritu de   su  filiación,   que   lo   impulsa   a  dirigirse   a   Dios   con confianza filial invocándolo «Padre» y además le da la cer­teza  de  su  adopción.   «El   Espíritu   mismo  da  testimonio a   nuestro   espíritu   de   que   somos   hijos   de   Dios»   (Rm 8, 16).

La segunda etapa de la acción del Espíritu Santo en los creyentes está marcada por el sacramento de la con­firmación. San  Lucas  refiere que a los samaritanos, que

 

 

 

94                                                                SEMANA   VII  DE  PASCm

sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor lesús», Pedro y Juan «les impusieron las manos y rec¡ jieron el Espíritu Santo» (He 8, 16-17). Es lo que se reali­za en cada uno de los creyentes mediante el sacramento dr; la confirmación: el Espíritu Santo renueva en ellos su efusión, los confirma en el espíritu de hijos de Dios en le fe y en la práctica de la vida cristiana.

Pero el Espíritu Santo no obra sólo por medio del bautismo y de la confirmación, sino también en codos los demás sacramentos como lo recuerda la Liturgia de estos días con respecto a la penitencia, afirmando que «él es el perdón de todos los pecados» (Misal Romano, silbado antes de Pentecostés, colecta). Del mismo modo que en todos los sacramentos existe la acción de Cristo, tampoco puede faltar la de su Espíritu. Toda la vida cris­tiana, desde su nacimiento, está envuelta en la acción secreta, misteriosa del Espíritu Santo; en él son vivi­ficados y santificados los creyentes, y en él son hechos hijos en el Hijo de Dios.

2. — Hablando del Espíritu Santo dice el Concilio: «El es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado» (LG 4). Aunque la gracia que vivifica a los creyentes es don común de toda la Trinidad, se le atribuye de modo peculiar al Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor: así como al Padre se atribuye espe­cialmente la creación, y el Hijo con su pasión y muerte nos ha merecido la gracia, al Espíritu se atribuye la obra de la santificación porque él la difunde en los fieles. Pero esta obra no se limita a los sacramentos; el Espíritu Santo se muestra siempre activo en el corazón de los bautizados; él es el Maestro interior que «santifica y dirige al pueblo de Dios... y lo enriquece con las virtu­des» (LG 12). En primer lugar el Espíritu Santo despierta y mantiene en  los  creyentes  «el sentido de  la fe»  (ib.),


01.  EL ESPÍRITU DE LOS HIJOS DE DIOS                         595

dándoles la inteligencia profunda de Cristo y de su Evan­gelio, según lo que el mismo Señor dijo: «ei Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo» (Jn 14, 26). EL Espíritu Santo realiza esta pasión no sólo iluminando a los fieles interiormente, sino también exteriormente por medio de la Sagrada Escritura y del magisterio de la Iglesia.

«La Sagrada Escritura es habla de Dios en cuanto que, por  inspiración  del   Espíritu   divino,  se  consigna  por  es- i crito»   y   «en   las   palabras   de   los   profetas   y   apóstoles, \ hace   resonar  la  voz  del   Espíritu  Santo»   (DV  9.  21).  De  \ ahí  que   meditar  el  texto  sagrado  viene  a   ser  algo   así como  «ir  a   la   escuela»   del   Espíritu  Santo,  que   ilumina   j nuestra   mente   con   su   luz   y   estimula   con   su   impulso nuestra voluntad. Además, el Espíritu Santo continúa ins­truyéndonos y estimulándonos al bien mediante la palabra viva de la Iglesia, a la cual ha sido dado para que la guíe «hacia   la  verdad  completa»,  preservándola  de   errores  y extravíos.

Si  aceptamos   las  inspiraciones  del  Espíritu  Santo,  si

I

 

 movidos por su invitación nos decidimos a obrar, él nos acompaña además y nos asiste con la gracia actual, a fin de que podamos llevar a feliz término la obra virtuosa. De esta manera el Espíritu Santo ayuda continuamente a los hijos de Dios y los guía y sostiene en la búsqueda de la verdad y en la práctica de la perfección evangélica.

I

 

 Dios mío, Amor vivo en que el Padre y el Hijo se aman mutuamente, tú eres la fuente del amor sobrenatural que brota en nuestros corazones. «Fuente de la vida, fuego, amor»... Te reconozco como la fuente del gran don que es el único que puede salvarnos; el amor sobrenatural. El hombre de suyo í es ciego e insensible a todas las cosas del espíritu: ¿cómo podrá llegar al Paraíso? Únicamente con la llama de tu gracia, j que lo consume para renovarlo y hacerlo capaz de gozar aquella felicidad que sin ti  ni  siquiera podría vislumbrar.

 

596


SEMANA   VII  DE  PASCU


142-


EL


espíritu de la iglesia

 

 

 

Tú,   omnipotente   Consolador,   has   sido   y   sigues   siendo   i fuerza,   la   energía  y  la   paciencia  del   mártir  en   medio  de  su tormentos.  Tú,  el   sostén   del   confesor de   la  fe  en  sus   larqn^ y humillantes  sufrimientos. Tú, el fuego con que el  predicador olvidándose  a  sí  mismo,  llega  a  conquistar las  almas.

Por tu medio resucitamos de la muerte del pecado, susti5 tuyendo a la idolatría de las criaturas el amor puro del Creado^ Por ti nos es dado despertar en nosotros mismos la fe, |y esperanzarla caridad y el arrepentimiento. Por ti evitamos Jj contagio de la atmósfera malsana de la tierra, aunque tengamos que respirarla. Por ti recibimos la fuerza de consagrarnos gj ministerio sagrado y cumplir sus formidables deberes. Y el fuego que tú has encendido dentro de nosotros, es el que nos da fuerzas para orar, meditar y mortificarnos. Del mismo modo que nuestros cuerpos no podrían vivir si se apagase el sol tampoco  nuestra  alma  si  tú te  alejaras  de ella.

Supremo Señor y santificador mío, de ti me viene cuanto dé bueno poseo. Sin ti, con el pasar de los años, iría empeorando..; Aumenta en mí la gracia del amor, oh Espíritu Santo, y no mires a mi nulidad. Tu amor es infinitamente más precioso que todos los tesoros del mundo: es el único amor que te pido, en cambio de todo lo que el mundo puede ofrecerme. Concé­deme tu amor, que es la vida para mí. (J. H. NEWMAN, Madu­rez cristiana).

Señor, té pedimos nos des un entendimiento más claro... y que abras más nuestros sentidos a la verdad, para que, considerando en el Espíritu Santo lo que ha sido escrito por el Espíritu, y expresando én términos de espíritu las realidades del espíritu, podamos explicar las Escrituras según Dios y el Espíritu Santo que las ha inspirado. (Cfr. ORÍGENES, en Ora­ciones de los primeros cristianos, 38).


142.    EL ESPÍRITU  DE LA IGLESIA

«Oh Espíritu Santo, haz que la iglesia, uni­da en tu amor, tenga «un corazón y un alma sola»  [He  4,  32).

1. — La Iglesia fundada por Cristo para que prolongue a través de los siglos su obra de salvación, está animada 1 por   su   mismo   Espíritu;   en   efecto,   corroborada   por   el I divino   Paráclito,  ella  emprendió   el   día   mismo  de   Pente­costés  su  carrera en el  mundo anunciando  el  Evangelio. «Fue en  Pentecostés —enseña el Concilio— cuando em­pezaron los "hechos de los apóstoles", del  mismo modo que  Cristo  fue  concebido  cuando  el  Espíritu  Santo vino sobre  la Virgen María, y Cristo fue impulsado  a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descen­dió sobre él mientras oraba» (AG 4).

La   Iglesia  vive,   crece  y   obra   en   el   mundo   bajo   al influjo y la guía del Espíritu Santo, al que  «Cristo envió de   parte   del   Padre...   para   que   llevara  a   cabo   interior­mente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a exten­derse a sí misma»  (ib.). Todo cuanto la Iglesia ha reali­zado en los dos milenios de cristianismo ha sido en vir­tud de este divino Espíritu que nunca ha cesado de asis-!     tirla  y   de   infundirle  el   necesario  vigor  para   el   cumpli-|     miento  de  su  misión. Sin  embargo  el  Espíritu  Santo  no |¡    lleva  a  la  Iglesia por  un camino fácil  exento de dificul­tades y  de  luchas,  sino  que  más  bien  la  sostiene  para u    que avance a través de ellas con constancia y serenidad |   y   alegre   de   sufrir   por   Cristo.   Los   primeros   Apóstoles I   que  gozaban  «porque  habían  sido dignos  de  padecer ul-\   trajes  por el  nombre  de Jesús»  (He 5, 41), constituyen \ un   ejemplo típico. Y  con   ellos  Pablo,  que,  dejando   las '   Iglesias de Asia para seguir la inspiración divina que lo


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

598                                                               SEMANA   VII  DE  PASCtj  I

impulsaba a otras partes, decía: «Ahora, encadenado n0 el Espíritu, voy hacia Jerusalén, sin saber lo que an­iñe sucederá, sino que en todas las ciudades el Espíi-j^ Santo me advierte, diciendo que me esperan cadenas v tribulaciones» (He 20, 22-23). Tenía conciencia de arries­gar la vida, pero no retrocedía «con tal de... anunciar ei* evangelio de  la  gracia de  Dios»  (ib. 24).

La fuerza de la Iglesia actual, como lo fue para ¡a Iglesia naciente, está en dejarse guiar por el Espíritu Santo, como «encadenada» por él, sacando de este víncu lo que la tiene tan íntimamente unida al Espíritu, la fuerza para dar testimonio de Cristo y difundir el Evangelio, no obstante las contradicciones y las persecuciones. Tam­bién en este caso debe cumplirse la palabra de Jesús: «cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de parte del Padre... él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también  testimonio»   (Jn   15, 26).

- El   testimonio   que   Jesús   pide   a   su   Iglesia   es juntamente  testimonio   de   fe  y  de   amor.   En   su   oración     \ ;il   Padre Jesús  pidió  por  los  suyos:   «Conságralos  en  la verdad»   (Jn   17,  17),  es  decir, que ellos  se consagren a la difusión del  Evangelio con tanto fervor que estén dis-   \ puestos  a  emplear su vida y hasta sacrificarla  por ello. Pero en  la misma oración añadió:  «sean perfectos en  la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste» (ib. 23).    \ I I amor mutuo de los discípulos y la perfecta unión que de  él  deriva, darán testimonio al mundo que el  Hijo de     f Dios se ha hecho hombre y ha venido para traer el amor <livino a los hombres; darán testimonio de la veracidad y <lol valor del cristianismo.

El Espíritu Santo, que es Espíritu de verdad y de amor, luciendo a la Iglesia capaz de dar testimonio de la fe y dfl difundirla, la va fortaleciendo y amalgamando en su Interior para hacerla perfecta en la unidad «para que el mundo crea»  (ib. 24). El Espíritu Santo, dice el Concilio,

:


 


142.   ELespíritu de la iglesia                                                        599

«para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los Leyentes es principio de asociación y de unidad» (LG 13). Donde el Espíritu Santo obra y no ponen los hombres obstáculo a su acción, promueve siempre ía unidad de ioS corazones y de las mentes, despierta el verdadero sentido de fraternidad, y continuamente «produce y urge ja caridad entre  los fieles»  (ib. 7).

Para cooperar a la unión de la Iglesia, el primer paso y el más importante es favorecer en sí mismo el desa­rrollo del amor que el Espíritu Santo infunde en cada Uno de los bautizados, para que produzca frutos de cari­dad, de concordia y de paz. Rogar por la unión y la paz universal dejando que fermenten en el propio corazón los gérmenes del egoísmo, de la intolerancia y de la anti­patía que son productores de discordia, sería una verda­dera contradicción. Por eso San Pablo escribía a los pri­meros cristianos: «Os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuis­teis llamados, con toda humildad, mansedumbre y lon­ganimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz» (Ef 4, 1-3). No es fácil esto para la debilidad humana, pero el Espíritu Santo está en cada uno de los fieles sosteniendo sus esfuerzos, y ayudán­dole a recordar las enseñanzas de Jesús acerca del man­damiento del amor y a ponerlas por obra.

Oh Espíritu Santo, tú eres en la Iglesia lo que el alma es en el cuerpo; tú eres el espíritu que la anima y vivifica, el que conserva su unidad aun dotándole de los más variados efectos que le dan vigor y belleza...

Oh Espíritu Santo, prometido y mandado por el Padre y por Jesús, tú dabas plenitud e intensidad de vida sobrenatural a los primeros cristianos, que por el amor que tú derramabas en ellos, constituían, a pesar de sus diferencias «un corazón y un alma sola».

 

600                                                                SEMANA   VII  DE   PASCm

Pero  también   hoy  tú   permaneces   en   la   Iglesia   de   manera i continua e indefectible, ejercitando en ella una acción incesante de vida y de santificación... Tú la haces infalible en la verdad tú dotas a la Iglesia de una maravillosa fecundidad sobrenatural haciendo   brotar   y   brillar   en   sus   vírgenes,   en   sus   mártires y en sus confesores aquellas virtudes heroicas que son una de |as señales   de   su   santidad...   Tú   eres   el   Espíritu   que  trabajas en lo  profundo de  las almas  por medio de tus  inspiraciones, para hacer   a  tu   Iglesia   pura,   inmaculada,  sin  arruga,  digna  de  ser presentada   por   Cristo   al   Padre   en   el   día  de   su   triunfo  f¡na| (C.  MARMION,  Cristo en sus  misterios,  17).

Oh Espíritu Santo, cuando das testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, este testimonio nos llena de consuelo. Pero tú también nos has sido dado para acrecentar el fervor en nuestros corazones, encendiendo el fuego poderoso de la caridad, para que nos gloriemos no sólo en la esperanza de hijos de Dios, sino también en las tribulaciones, teniendo por gloria la ofensa, por gozo los ultrajes, por honor el des­precio... Oh Espíritu Santo, haz que se cumplan en nosotros los días de Pentecostés, los días del perdón, de la alegría (In festo  Pentecostés, 3,  8).

Oh Espíritu de amor, aviva en nosotros el deseo de caminar con nuestro Dios; tú solo lo puedes avivar, pues escudriñas las profundidades de nuestro corazón, conoces sus pensamien­tos e intenciones y no sufres la menor imperfección en el cora­zón que posees, sino que la destruyes en seguida con el fuego de tu delicadísima atención.      ■ ;

Oh Espíritu dulce y suave, que doblegas nuestra voluntad, oriéntala cada vez más hacia la tuya, para que podamos cono­cerla claramente, amarla ardientemente y cumplirla eficazmente. (In festo Pentecostés, 2, 8. Cfr. SAN  BERNARDO).


J43.      GUIADOS   POR   EL   ESPÍRITU                                              601

143.    GUIADOS  POR  EL  ESPÍRITU

«Ven,   Espíritu   divino...   Padre   amoroso   del pobre;  ven, en tus  dones  espléndido;   luz que

penetra  las  almas»   (Secuencia).

■ -r

i 1. — «Tu Espíritu, Señor, infunda en nosotros sus do-j nes  espirituales  y forme  en  nosotros  un  corazón  que  te

í sea agradable» (Misal Romano, Colecta). Esta oración nos   invita  a   reflexionar  aún  sobre  la  acción   interior  del

I Espíritu   Santo   en   los   fieles.   La   gracia   santificante,   las

I virtudes teologales y morales infundidas en el bautismo colocan al cristiano en un plano sobrenatural y lo hacen capaz de obrar sobrenaturalmente y de tender a Dios y a la santidad. Sin embargo, su modo de obrar permanece

j siempre humano y por lo tanto limitado e imperfecto. De hecho, nuestro entendimiento, aunque iluminado por la fe, es siempre inadecuado respecto del ser infinito, e incapaz de representárselo tal cual es; mientras esta­rnos sobre la tierra, conocemos a Dios «como a través de un espejo y en enigma», y solamente en el cielo «le veremos cara a cara» (1 Cr 13, 12). Y no sólo no vene­mos un conocimiento adecuado de Dios, pero ni siquiera de la santidad: sólo hasta cierto punto conocemos las cosas de Dios, y así también, sólo hasta cierto punto, co­nocemos el camino de la santidad; realmente, no siem­pre sabemos distinguir lo más perfecto, y muchas veces, aun a pesar nuestro, erramos, creyendo santo y bueno lo que en realidad no lo es. Por otra parte, la plena unión -con Dios, es decir, la santidad, exige una perfecta orientación hacia él, según el primero y mayor precepto de Cristo: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22, 37); pero

i esta perfecta orientación excede nuestras fuerzas, pre­cisamente   porque   tenemos   un   conocimiento   demasiado

 

 


 

 

 

 

12                                                               SEMANA   VII  DE  PASCUa

nperfecto   de   Dios   y   del   camino   que   a   él   conduce

tendremos,  pues,  que  renunciar a  la  santidad?  De  nin-

im  modo.  Dios, que nos quiere santos, nos da también

!   modo  de   llegar   a   serlo:   precisamente   para   este f¡n

08   ha   dado   el   Espíritu   Santo.   «El   Espíritu   Santo. .   0s

0  enseñará  todo»   (Jn   14,  26);   la  promesa  de  Jesús  es

nfalible.  El  Espíritu Santo que «todo io escudriña, hasta i

B8 profundidades de Dios»  (1   Cr 2,  10), que conoce per.

Botamente   la  naturaleza  y  los   misterios  de   Dios,  y a|

nismo tiempo todas las exigencias de la santidad, como

también las necesidades, los límites y las debilidades del

hombre,  viene  a tomarnos  de  la  mano  para  llevarnos a

la santidad. Se trata de un magisterio interior que ilumina

(i   los   fieles   acerca   de   los   misterios   divinos   y   plasma

IUS   corazones  de   manera  que  sean   agradables  a   Dios.

•Ven, oh Espíritu Creador, visita las mentes de tus fieles,

llena de la gracia celestial los corazones por ti creados»

IVani Creator).

2. — «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éatOS son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Los hijos deben parecerse a sus padres, deben poseer su mismo espíritu. Muís ha dado a todos los bautizados su Espíritu, pero no todos se dejan guiar por él y por eso no todos llevan a perfección su condición de hijos. Sólo quienes se aban­donan con docilidad a la acción del Espíritu Santo viven en plenitud la gracia de la adopción y como verdaderos luios consiguen su fin: la comunión con Dios en el amor. Mientras el hombre va adelante con su propia iniciativa, BU orientación hacia Dios es incompleta, porque se trata Blempre de un modo humano; pero cuando se deja guiar por el Espíritu Santo, éste, obrando a modo divino, lo orienta perfectamente hacia Dios. El Espíritu Santo con BU8 dones influye directamente en la voluntad del hom­bre: la urge, la inflama, la atrae hacia sí y por medio del amor ilumina su mente. Así nace en nosotros aquel «sen-


\

4

!


 

142

 

603

 

GUIADOS   POR   EL   ESPÍRITU

tído de Dios» y de las cosas divinas que no sabemos explicar, pero que nos hace conocer y gustar a Dios y pos orienta a él más que cualquier otro razonamiento e industria nuestra. Sentimos entonces que Dios es «único», que todas las criaturas están infinitamente distantes de él; sentimos que merece todo nuestro amor y que este nuestro amor es nada frente a la infinita amabilidad divina; sentimos que todo sacrificio es siempre dema­siado poco para un Dios tan grande. Es precisamente éste él modo como el Espíritu Santo nos coloca en el camino de la santidad.

La acción del Espíritu Santo es por demás poderosa y eficaz, pero sin embargo, Espíritu de amor como es, no quiere violentar la libertad humana, sino que espera a que el hombre acepte libremente sus impulsos y le entregue por amor la propia voluntad. Si encuentra en él resistencia, retira de él sus gracias y lo deja en la mediocridad. Por eso San Pablo exhorta a vivir no «según la carne», es decir, según aquellas inclinaciones que lle­van al hombre a afirmar más o menos su propia inde­pendencia y la de su voluntad con respecto a Dios, sino «según el Espíritu» (Rm 8, 4). Porque «el apetito de ¡a carne es muerte, pero el apetito del Espíritu es vida y paz» (ib 6). «Esta es la vida y la paz de los hijos de Dios: dejarse guiar por el Espíritu»; esta es la lógica de quien desea vivir su propio bautismo: «Si vivimos del Espíritu,  andamos siempre  según  el  Espíritu»  (Gl 5, 25).

Bien sabes, Señor, que lo que el hombre necesita no es una guía visible, sino ante todo y sobre todo una ayuda interior, íntima e invisible. Tú te has dignado asegurarle una curación completa y no sólo parcial; no te has contentado con corregir en él lo que está en la superficie, sino que has querido eli­minar el motivo básico, la raíz de todos sus males. Por eso has querido penetrar en el alma del hombre, y te alejaste de él corporalmente para volver a él en el Espíritu. No has querido


\,

 

 

 

                       
   
           
 
 

¡04

 

SEMANA   VII   DE  PASCUA

quedarte con tus Apóstoles como en los días de tu vida terrena
pero  has  puesto tu  morada  para siempre en  su  interior,  estre
chando con ellos relaciones más directas y más verdaderas, en
la   virtud   del   divino   Paráclito.   (J.   H.   NEWMAN,   Madurez  cris.
tiana).                                                                                                        ¡

¡Oh  Espíritu  Santo!, enciende en  mí  el fuego de tu amor y ¡ la   llama   de   la   caridad   eterna.   Multiplica   en   mí   estos   santos transportes de  amor que  me   lleven  presto a  la unión  transfor. mante.   Sujeta  completamente   a   la  divina  voluntad   no  sólo mi voluntad,   sino   todas   mis   potencias   y   mis   sentidos,   a   fin   de que  no sea dominada en  cosa  alguna por el  amor propio, sino sólo  por  el   impulso  divino,  y todo  en  mí  se  mueva  por amor y en el amor, de modo que en el obrar todo lo haga por amor, y  en  el  sufrir  lo  soporte todo  con  gusto de  amor.  Haz que lo sobrenatural   sea   la   atmósfera   «natural»   en   que   se   mueva  mi alma.  Hazme dócil,  muy dócil y pronta a seguir tus  inspiracio­nes. Que yo no desperdicie ninguna y sea siempre para ti una esposa fiel. Hazme cada vez más recogida, más silenciosa, más sujeta   a  tu   acción  divina,   más  apta  a  recibir  tus  toques  deli­cados.  Atráeme  a   lo   íntimo  de  mi  corazón  donde  resides,   ¡oh dulce   Huésped   divino!,   y   enséñame   a  velar  continuamente  en oración.   (SOR   CARMELA   DEL   ESPÍRITU   SANTO,   Escritos   iné-ditos).

144.    TRANSFORMADOS EN LA IMAGEN DE CRISTO

«Oh Espíritu Santo, refleja en nosotros, co­mo en un espejo, la gloria del Señor Jesús, para que seamos transformados en su imagen» (2  Cr  3,   18).

1. — El Concilio Vaticano II enseña que la «santidad de la Iglesia se manifiesta... en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles» (LG 39). Entre ellos, el más excelente, al cual todos los demás van ordenados,   es   la   conformidad   con   Cristo.   La   Encíclica


144.      TRANSFORMADOS   EN   LA   IMAGEN  DE   CRISTO              605

yiystici Corporis lo dice expresamente: el Espíritu Santo «ha sido comunicado a la Iglesia... para que cada uno ¿e sus miembros, día a día, se vaya haciendo más se­mejante al  Redentor».

Todos los elegidos son por Dios «predestinados para ser conformes a la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29); noso­tros seremos santos según la medida de nuestra seme­janza con Cristo. Y el Espíritu Santo nos ha sido dado precisamente para que esculpa en nosotros los rasgos eje esta divina semejanza, haciéndonos «de día en día más semejantes al Redentor». ¡Oh!, sería menester real­mente que no pasase un solo día en que esta divina semejanza no aumentase en nosotros. Esta verdad llegó a impresionar profundamente a Sor Isabel de la Trinidad, que rogaba al Espíritu Santo le diese «una humanidad de complemento, en la cual Jesús pudiese renovar su mis­terio» (Elevación a la Trinidad). Si Jesús es el modelo al cual debemos asemejarnos, no es presunción aspirar a asemejarnos a él de tal modo que nuestra vida sea una «prolongación» de la suya y él pueda continuar en noso­tros su incesante obra de adoración y glorificación del Padre y de redención de los hombres. Nosotros somos incapaces de llegar a una conformidad tan perfecta con Cristo, pero el Espíritu Santo está en nosotros para realizarla. Jesús es el Santo por excelencia; para hacer­nos semejantes a él el Espíritu Santo nos comunica ini-cialmente la santidad de Cristo difundiendo en nosotros la gracia, la cual debe después penetrar de tal modo nuestro ser, nuestra actividad, nuestra vida, que haga de cada uno de nosotros un «alter Christus». Y tengamos presente que la gracia difundida en nosotros por el Espíritu Santo es idéntica, en su naturaleza, a la que santifica el alma de Jesús; pues aunque a nosotros nos sea dada en medida infinitamente inferior mientras qué Jesucristo  la  posee  «sin  medida», se trata  sin  embargo

 

 

 

 

 

606                                                                SEMANA   VII  DE  PASCU\

del mismo germen, del mismo principio de santidad. j-je aquí por qué el pleno desarrollo de la gracia puede llevar efectivamente a los bautizados a la semejanza con Cristo hasta transformarlos en su misma imagen, «como mov¡! dos por el Espíritu del Señor» (2 Cr 3, 18).

2. — «Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor» [2 Cr 3, 18). En su condición de hijos de Dios, los bautizados reflejan en sí mismos la «gloria»  de  Cristo,  es  decir,  la  gracia  de  su  «filiación»

Esto   puede   llegar  a   realizarse   con   tal   perfección  •________ «a

cara descubierta», esto es, sin velo alguno— que sean transformados «en la misma imagen» del Señor por ac­ción de su Espíritu que habita en los creyentes. El ideal de la perfecta conformidad con Cristo es tan sublime que sobrepasa inmensamente la capacidad del hombre y sería locura pensar que lo puede conseguir con sus propias fuerzas; sin embargo lo puede alcanzar por el poder del Espíritu Santo «que nos ha sido dado» (Rm 5. 5) y per­manece siempre con nosotros para sostener nuestra debi­lidad. El Espíritu Santo impulsa desde dentro el deseo de imitar a Cristo, de asemejarnos a sus sentimientos y a su vida; infunde energías sobrenaturales, sostiene la buena voluntad del hombre y la refuerza con su divina potencia. El, que guió a Jesús en el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre, guía al cristiano por el mismo camino. Lo ilumina acerca del querer divino, se lo hace apreciar como el mayor tesoro y se lo hace amar como el bien más grande, pues sólo en la voluntad de Dios encontrará su santificación y podrá hacerse semejante a Cristo. La voluntad divina debe ser para el cristiano, como lo fue para Jesús, su comida y su bebida, de ma­nera que no exista ya en el alma «cosa alguna contraria a la voluntad divina, sino que todos sus movimientos sean


J44.      TRANSFORMADOS   EN   LA   IMAGEN   DE   CRISTO             607

en todo y por todo solamente voluntad de Dios» (San juan de la Cruz, Subida, I, 11, 2).

Todo esto desea realizar en el bautizado el Espíritu Santo, a continuación de que el alma se abra con coda docilidad a la acción de su gracia,

En espera de la fiesta de Pentecostés la Liturgia ¡nvoca al Espíritu Santo para que venga a purificar los corazones de los fieles (Misal Romano. Oración sobre ¡as ofrendas). Sólo el Espíritu Santo podrá apartar todos los obstáculos —apego a la propia voluntad, egoísmos, caprichos— que impiden a la gracia de adopción calar hondamente en la vida del cristiano; y así su espíritu totalmente puro, podrá recibir «cara a cara» la irradia­ción de la gloria de Cristo y ser transformado en su imagen.

¡Amadísimo Jesús mío! Deseo seguir en unión contigo la regla del amor, la regla de la voluntad de Dios por la cual pueda renovarse y transcurrir en ti toda mi vida. Ponía bajo la custodia de tu Santo Espíritu, a fin de que en todo tiempo esté pronta a la observancia de tus mandamientos y de todas mis obligaciones. Yo no soy más que un pobre tallo plantado por ti, de mi cosecha soy nada y menos que nada, pero tú puedes fácilmente hacerme florecer en la abundancia de tu Espíritu. ¿Qué soy yo, Dios mío, vida del alma mía? ¡Ah, cuan lejos estoy de ti! Soy como una brizna de polvo que el viento levanta y dispersa. Ahora bien, en virtud de tu caridad, el fuerte viento de tu amor omnipotente, por el soplo del Es­píritu Santo, me lance a ti con tanto ímpetu, a merced de tu providencia, que comience de verdad a morir a mí misma para vivir solamente en ti, dulce amor mío.

¡Oh dulce amor mío! Haz que yo me pierda en ti; que me abandone completamente en ti, hasta el punto de que no quede en mí ningún vestigio, exactamente como sucede en un granito indivisible de polvo que desaparece sin notarse. Transfiéreme tan totalmente en el cariño de tu amor, que en ti sea aniquilada toda imperfección mía, y ya no tenga en adelante vida alguna fuera de ti. (STA. GERTRUDIS,  Ejercicios, 4).

 

SEMANA   VII  DE  PASCTí

)h Jesús!, infunde en mí un gran deseo de ser guiado, Co

Jo, movido en todas las cosas por tu Espíritu. Tú, en cuant*

bre, nada hacías sino por impulso del Espíritu Santo y ba°

lependencia...   Haz que yo me abandone sin reservas y J°

stencia a este Espíritu, Padre de los pobres y dador de fá^

3s, y  así seré  conducido ciertamente por tu  mismo caminS

e  la  manera que tú  quieres.  El   Espíritu  Santo me mueve °

girme   al   Padre  como  tú:   ¡Abba,   Padre!   (C.   MARMION, y3

tre  de la vie spirituelie  16, p. 452).                                                   n

145.    EL CAMINO DE LA CRUZ

VIGILIA DE PENTECOSTÉS

«Ven, oh Espíritu Santo, consolador per. fecto... descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, gozo que enjuga las lá­grimas»  (Secuencia).

1. — «También nosotros, que tenemos las primicias del spíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando »or la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Por-jue en esperanza estamos salvos» (Rm 8, 23-24). Aunque edimido por Cristo, el hombre mientras Vive aquí abajo io consigue una redención completa y definitiva; como dice el Apóstol, es salvado en la esperanza. Por otra parte, su cuerpo no está aún glorificado como el cuerpo de Cristo, y por los límites propios de la materia y los defectos de la naturaleza herida por el pecado, es causa de continuas luchas y tribulaciones. De aquí se deriva el estado de sufrimiento que acompaña a toda la exis­tencia humana; es la tarea penosa de su regeneración que, comenzada con el bautismo, se va cumpliendo día tras día bajo la guía del Espíritu Santo, de quien ha reci­bido las «primicias». Por eso aun en medio del sufri­miento, el cristiano no puede ser pesimista:  no es vana


j45-      EL   CAMINO   DE   LA   CRUZ                                                 g()Q

¿u esperanza ni  las tribulaciones son inútiles, antes bien, aCeptadas   por  amor   de   Dios,   son   el   gran   medio   de   la ^generación  total,   de   la   plena   conformidad   con   Cristo. El   Espíritu   Santo   no   puede   hacer   al   hombre   seme­jante   a   Cristo  ni   conducirlo  a   la  santidad   si   no  es   por e| camino de la cruz. El Concilio Vaticano II afirma:  «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de ^¡da y de  profesión  los  que son  guiados  por el  Espíritu ¿e  Dios  y,  obedeciendo  a   la  voz  del   Padre...   siguen   a Cristo pobre, humilde y cargado con  la cruz, para mere­cer   la  participación  de  su   gloria»   (LG  41).  No   hay  para S e| cristiano otra forma de santidad que lo haga participar '" de la gloria de Cristo, sino  la que le hace participar de su   cruz.   A   esta   santidad   es   «movido»   por   el   Espíritu Santo, que, encendiendo en su corazón el amor a Cristo, le hace comprender el valor del  sufrimiento que le ase­meja a él. No se podrá jamás llegar a la profundidad de la vida  espiritual,  si   no  es viviendo  en  la  propia  carne el   misterio   de   la   cruz.   Santa  Teresa  de   Jesús   enseña que   aun   las   más   sublimes   gracias   contemplativas,   en que domina  la acción  del  Espíritu Santo,  se conceden a las   almas  precisamente   para   hacerlas   más   capaces  de llevar  la cruz.  «Porque  —dice   la  Santa—  no  nos  puede Su Majestad hacérnosle mayor (favor) que es darnos vida que  sea   imitando  a  la  que vivió  su   Hijo  tan  amado;   y así  tengo  yo   por  cierto   que   son   estas   mercedes   para fortalecer   nuestra  flaqueza...   para   poderle   imitar  en   el mucho padecer» (Moradas, Vil, 4, 4).

2. — «Ven, ¡oh Espíritu Santo!..., vacío está el hombre si tú le faltas por dentro» (Secuencia). Una de las cir­cunstancias en que el hombre echa de ver mejor su in­capacidad y su nulidad es la del sufrimiento profundo. Es necesario que el Espíritu Santo le infunda fortaleza para hacerle capaz de llevar con serenidad ciertas cruces que desde un  punto de vista humano, no hacen esperar

 

20—I. D.

 

SEMANA   VII   DE  PASCrn

o.  «El   Espíritu  viene  en  ayuda  de  nuestra  flaqueza» ce  San   Pablo— y  «el   mismo  Espíritu   aboga   por  rió­os con gemidos inenarrables»  (Rm 8, 26). El se hace ¡Ion del cristiano, ruega con él y por él aunándolo en Misterio  de  una  súplica  a  la  cual  el   Padre  no  puede Btlr.  Cuando   bajo  el   peso  del   sufrimiento  el   hombre siente   incapaz  de   orar,   le   queda   un   recurso:   unirse icmido secreto que, desde el fondo de su corazón, e| ii ¡tu   Santo  eleva  al   Padre,  y  repetir  en   él   y  por él iración  de  Cristo:   «¡Abba,  Padre!...  no sea  lo que y0 :ro, sino  lo que quieres tú»  (Me  14, 36). Pero hay además en el  itinerario de la vida espiritual IS sufrimientos causados por la acción misma del £s_ tu  Santo, que purifica  así  las  almas  para disponerlas n.i mayor intimidad y unión con Dios. Por más que el nlirc  trate  de   negar  su   propia  voluntad   para  confor­ree  a  la  de   Dios,  de  despojarse  del   hombre  viejo y todas   sus   perversas   tendencias   para   revestirse   de ItO, no llegará jamás por sí solo a un desasimiento y m;i abnegación total. El Espíritu Santo sale al encuen­de  su   buena voluntad  sometiéndole  a  pruebas  exte-os e interiores. El  Espíritu Santo —dice San Juan de Cruz-— con  su  «amorosa  llama divina...   está  hiriendo si  alma, gastándole y consumiéndole  las  imperfeccio-.   de  sus   malos   hábitos;   y  ésta  es   la  operación  del iritu Santo, en la cual la dispone para la divina unión ransformación   de   amor   en   Dios»   (Llama   1,   19).   Es lOSlble que esto se realice sin sufrimiento, que puede tar  a  ser  muy  intenso,  pero  será  siempre  saludable, que,   aceptado   con   generosidad,   lleva   a   término   la ificación  del   hombre  y  lo  dispone  para  ser  invadido lamente  por  la  gracia.  Al   hombre  no  le  queda  otra a  que  dejarse  conducir y abandonarse con  confianza a   acción   del   Espíritu   que   lo  prueba  y   lo  aflige,  no a  atormentarlo,  sino  para  introducirlo  finalmente  «en ¡bertad...  de  los  hijos de  Dios»  (Rm 8, 21).  Libertad


Ii45.     EL   CAMINO   DE  LA   CRUZ                                                      611

¿e  adherir  a   Dios,  de   entrar  en   comunión   con  él   para formar «con él un solo espíritu» (1  Cr 6, 17).

¡Oh Espíritu de verdad! Hazme conocer a tu Verbo, enséña­le a recordar todo lo que él ha dicho, ilumíname, guíame, ^azme conforme a Jesús, un «alter Christus», comunicándome sUs virtudes, en particular: su humildad, su obediencia; hazme participante de  su  obra  redentora deseando  amar  la  cruz.

¡Oh Fuego consumidor, Amor divino en persona! Inflámame, quémame, consúmeme, destruye mi yo, transfórmame toda en arnor; hazme llegar a la nada para poseer el Todo; hazme llegar a la cumbre del «Monte» en donde sólo mora la gloria ¿e Dios, en donde todo es «paz y gozo» del Espíritu Santo. Que yo alcance en la tierra —a través del sufrimiento y de la contemplación amorosa— la unión más íntima con la Santí­sima Trinidad, en la espera de llegar a contemplarla sin velos a||á arriba en el cielo, en la paz, en la alegría, en la seguridad del banquete eterno. (SOR CARMELA DEL ESPÍRITU SANTO, Escritos inéditos).

¿A dónde iré, Dios mío, y a quién recurriré si me alejo de tu Espíritu? ¿Por ventura no es tu espíritu, Señor, descanso en las fatigas, alivio en el llanto, el mejor consolador en cualquier angustia y tribulación?... Tú, Espíritu Santo, has dicho que para los que aman a Dios todas las cosas se convierten en bien; aviva, pues, mi fe y hazme creer efectivamente en esta conso­ladora promesa de la cual brota la esperanza. No te pido que me libres de la tribulación, sino que me la cambies en ejerci­cio de verdadera virtud y en.aumento de santo amor... Hazme sentir, oh dulce Huésped del alma, tu benéfica presencia, pues prometiste estar con tu siervo fiel cuando sufre: Cum ípso sum ¡n tribulatione (Ps. 90, 15)... Te pido dulce y tranquila paciencia con la fortaleza necesaria para sufrir sin culpa, sin quejas, sin abatimiento de espíritu, sino más bien con paz serena y con mérito. Esperando con firme confianza los con­soladores efectos de tu infinita bondad, descanso en paz bajo tus alas y en tus manos encomiendo mi espíritu, mi cuerpo y todas mis cosas, para que en mí se cumpla siempre tu vo­luntad. (B. HELENA GUERRA, Invocazioni e preghiere alio Spirita Santo, pp. 46-48).

 

612                                                          DOMINGO   DE   PENTECOSTg


p.


PENTECOSTÉS


613

 

 

 

146.     PENTECOSTÉS

«Manda tu Espíritu, Señor, y renovarás |a f de   la  tierra»   (Ps   104,  30).

1. — «El Espíritu del Señor llena todo el mundo, y ¿i J que mantiene todo unido, habla con sabiduría» (Misal Romano). Esta realidad, anunciada en el libro de la Sabi­duría, se cumplió en toda su plenitud el día de Pente­costés, cuando los Apóstoles y los que estaban con ellos «se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería» (He 2, 4).

Pentecostés es el cumplimiento de la promesa de Je-sus: «cuando yo me fuere, os lo enviaré» (Jn 16, 7); es el bautismo anunciado por él antes de subir al cielo: «seréis bautizados en el Espíritu Santo» (He 1, 5); como I también el cumplimiento de sus palabras: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de su seno» (Jn 7, 37-38). Comentando este último episodio, nota el Evangelista: «Esto dijo del Espí­ritu, que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (ib. 39). No había sido dado en su plenitud, pero no quiere decir que el Espíritu faltara a los justos. El Evangelio lo atestigua de Isabel, de Si­meón y de otros más. Jesús lo declaró de sus Apóstoles en la vigilia de su muerte: «vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros» (Jn 14, 17); y más aún en la tarde del día de Pascua, cuando apareciéndose a los Once en el cenáculo, «sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo es el «don» por excelencia, infinito como infinito es Dios; aunque quien cree en Cristo ya lo posee, puede sin embargo recibirlo

i

i

 

poseerlo cada vez más. La donación del Espíritu Santo jos Apóstoles en la tarde de la Resurrección demuestra ^jg ese don inefable está estrechamente unido al misterio aScuaI; es el supremo don de Cristo que, habiendo puerto y resucitado por la redención de los hombres, .¡grie el derecho y el poder de concedérselo. La bajada je| Espíritu en el día de Pentecostés renueva y completa eSte don, y se realiza no de una manera íntima y privada, c0mo en la tarde de Pascua, sino en forma solemne, con manifestaciones exteriores y públicas indicando con ello aUe el don del Espíritu no está reservado a unos pocos privilegiados sino que está destinado a todos los hom­bres como por todos los hombres murió, resucitó y ájjjió a los cielos Cristo. El misterio pascual culmina por |0 tanto no sólo en la Resurrección y en la Ascensión, s¡no también en el día de Pentecostés que es su acto conclusivo.

2.-—Cuando los hombres, impulsados por el orgullo y casi desafiando a Dios, quisieron construir la famosa torre de Babel, no podían entenderse (Gn 11, 1-9; pri­mera lectura de la Misa de la Vigilia). Con la bajada del Espíritu Santo sucedió lo contrario: no confusión de lenguas, sino el «don» de lenguas que permitía una inte­ligencia recíproca entre los hombres «de cuantas nacio­nes hay bajo el cielo» (He 2, 5); ya no más separación, sino fusión entre gentes de los más diversos pueblos: Esta es la obra fundamental del Espíritu Santo: realizar la unidad, hacer de pueblos y de hombres diversos uri solo pueblo, el pueblo de Dios fundado en el amor que el divino Paráclito ha venido a derramar en los corazones.

San Pablo recuerda este pensamiento escribiendo a los Corintios: «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya  gentiles, ya  siervos, ya  libres,  hemos  bebido

 

I

 

614                                                          DOMINGO   DE  PENTECOST

del mismo Espíritu» (1 Cr 12, 13). El divino Paráclt Espíritu de amor, es espíritu y vínculo de unión ent°' los creyentes de los cuales constituye un solo cuerpo 1 Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, com? zada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar i faz de la tierra, como un día renovó el corazón de |n9 Apóstoles, rompiendo su mentalidad todavía ligada al ¡i daísmo, para lanzarlos a la conquista de! mundo entero" Bln distinción de razas o de religiones. Esta empresa fup facilitada de manera concreta con el don de las lenguas que permitió a la Iglesia primitiva difundirse con mayor rapidez. Y si con el tiempo ese don ha cesado, fue sus­tituido, y lo es todavía hoy, por otro don no menos pode­roso para atraer los hombres al Evangelio y unirles entre SÍ: el amor. El lenguaje del amor es comprendido p0r lodos: doctos e ignorantes, connacionales y extranjeros creyentes e incrédulos. Por eso precisamente tanto la Iglesia entera como cada uno de los fieles tienen necesi­dad de que se renueve en ellos Pentecostés. Aunque el I :.pír¡tu Santo esté ya presente, hay que continuar n¡. dlendo: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus liólos y enciende en ellos la llama de tu amor» (Vers. del ¡iloluya). Pentecostés no es un episodio que se cumplió Cincuenta días después de Pascua y ha quedado ya cerra­do y concluido; es una realidad siempre actual en la Iglesia. El Espíritu Santo, presente ya en los creyentes por razón de esta presencia suya en la Iglesia, los hace cada vez más deseosos de recibirlo con mayor plenitud, dilatando él' mismo sus corazones para que sean capaces de recibirlo con efusiones cada vez más copiosas.

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amo­roso del pobre, don, en tus dones espléndido; luz que penetras las  almas,  fuente  del   mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,

p.

 

615

 

PENTECOSTÉS

regua   en   el   duro  trabajo,   brisa   en   las   horas  de   fuego,  gozo Me enjuga  las  lágrimas y reconforta en  los duelos.

Entra   hasta   el   fondo   del   alma,  divina   luz,   y  enriquécenos. y¡ra   el   vacío   del   hombre   si   tú   le  faltas   por  dentro;   mira   el 0der  del   pecado  cuando  no  envías  tu  aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las ^anchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu jnC|ómito, guía al  que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por {Ubondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu eterno gozo. Amén. Aleluya. (Leccionario,  Secuencia).

¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, /\rnor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de tus dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de  mi  alma.

Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, posée­le toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural que dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santifi­cación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, libre, pacífica, suave, quieta y serena aun en medio del dolor, ardiente de  caridad  hacia  Dios y hacia el  prójimo.

Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones, danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles, soli­cita con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tor­mento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA DEL  ESPÍRITU   SANTO,   Escritos   inéditos).

¡Oh Espíritu Santo!, que cambiaste los corazones fríos y llenos de temor en corazones cálidos de amor y animosos... obra en mí lo que obraste el día de Pentecostés: ilumina, in­flama,  fortifica  mi   pobre  alma  y  disponía   para  devolver  a  su

Visto 278 veces
Más en esta categoría: « INTIMIDAD I MEDITACIONES SACERDOTES »