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leza y poder. Quien se halla envuelto en continua lucha, recurra a ti que eres mar pacífico... Quien se ve tentado... recurra a ti, que eres madre de humildad, y no hay cosa que tan lejos arroje al demonio como la humildad. Acuda a ti, acuda a y ¡oh María! (STA. MARÍA MAGDALENA DE PAZiS, l Coloquio)'
127. LA FE DE MARÍA
«Dichosa tú, María, que creíste que se cumplirían en ti las cosas dichas por el Señor» (Le 1, 45).
1. —La Iglesia, haciendo suyas las palabras de Isabel, dirige" a María esta bellísima alabanza: «Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán en ti las cosas que el Señor te ha dicho» (Le 1, 45). Grande fue la fe de la Virgen que creyó sin dudar el mensaje del ángel que le anunciaba cosas admirables e inusitadas. Creyó, obedeció, y, como afirma el Concilio, refiriendo palabras de los antiguos Padres, creyendo y obedeciendo «fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero... Lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desatópor la fe»(LG 56). Fiada en la palabra de Dios, María creyóque sería madre sin perder la virginidad; creyó—ella tan humilde—que sería verdadera Madre de Dios, que el fruto de su seno sería realmente el Hijo del Altísimo. Se adhirió con plena fe a cuanto le fue revelado, sin dudar un instante frente a un plan que venía a trastornar todo el orden natura! de las cosas: una madre virgen, una criatura Madre del Creador. Creyó cuando el ángel le habló, pero continuó creyendo aún cuando el ángel la dejósola, y se vio rodeada de las humildes circunstancias de una mujer cualquiera que está para ser madre. «La Virgen —dice San Bernardo—" tan pequeña a sus ojos, no fue menos mag-
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nánima respecto a su fe en las promesas de Dios: ni la menor duda sobre su vocación a este incomparable misterio, a esta maravillosa mudanza, a este inescrutable sacramento, y creyófirmemente que llegaría a ser la verdadera Madre del Hombre-Dios»(De duod. praer. B.V.M. 13).
La Virgen nos enseña a creer en nuestra vocación a la santidad, a la intimidad divina; hemos creído en ella cuando Dios nos la ha revelado en la claridad de la luz interior confirmada por la palabra de su ministro; pero hemos de creer también en ella cuando nos encontramos solos, en las tinieblas, en las dificultades que pretenden trastornarnos, desanimarnos. Dios es fiel y no hace las cosas a medias: Dios llevaráa término su obra en nosotros con tal que nosotros nos fiemos totalmente de él.
2. —«También la bienaventurada Virgen —afirma el Concilio—avanzóen la peregrinación de la te... una fe sin mezcla de duda alguna»(LG 58. 63), pero al fin y al cabo fe. Muy lejos estaría de la verdad quien pensase que los misterios divinos fueron totalmente manifiestos a la Virgen y que la divinidad de su Jesús fuese para ella tan evidente que no tuviese necesidad de creer. Exceptuada |a Anunciación y los hechos que rodearon el nacimiento de Cristo, no encontramos en su vida manifestaciones sobrenaturales de carácter extraordinario. Ella vive de pura fe, exactamente como nosotros, apoyándose en la palabra de Dios. Los mismos divinos misterios que en ella y en torno suyo se verifican, permanecen habitual-mente envueltos en el velo de la fe y toman al exterior el giro común a las varias circunstancias de la vida ordinaria; más aún: frecuentemente se ocultan bajo aspectos muy oscuros y desconcertantes. Asípor ejemplo, la extrema pobreza en que nacióJesús, la necesidad de huir al destierro para salvarle a él —Rey del cielo—de ¡a furia de un rey de la tierra, las fatigas para procurarle Jo
¡jgg. LA ESPERANZA DE MARÍA |
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estrictamente necesario y, a veces, hasta la falta de eí|0 Pero María no dudójamás de que aquel Niño débil e impotente, necesitado de cuidados maternos y de defensa como cualquier otro niño, fuese el Hijo de Dios. Creyó siempre, aun cuando no entendía el misterio. AsífUe por ejemplo, en la repentina desaparición de Jesús' cuando, a la edad de doce años, se quedóen el temp|0 sin ellos saberlo. San Lucas advierte que cuando el Niño explicóel motivo alegando la misión que le había confiado el Padre celestial, María y José«no comprendieron lo quéles decía»(Le 2, 50). Si María sabía con certeza qué •Jesús era el Mesías, no sabía, sin embargo, el modo cómo cumpliría su misión; de ahíque por el momento no entendióla relación que había entre su permanencia en el templo y la voluntad de Dios. Con todo, no quiso saber más: sabía que Jesús era su Dios y esto le bastaba; estaba segura, totalmente segura de él.
El alma de fe no se detiene a examinar la conducta de Dios y, aun no comprendiendo, se lanza a creer y a seguir ciegamente las disposiciones de la voluntad divina. Algunas veces en nuestra vida espiritual nos detenemos porque queremos entender demasiado, indagar demasiado los designios déDios sobre nuestra alma; no, el Señor no nos pide entender, sino creer con todas nuestras fuerzas.
¡Oh Virgen soberana!.. Vos sois bienaventurada (Le I, 46), porque creísteis, como dijo vuestra prima; y sois bienaventurada, porque trajisteis en vuestro vientre al Salvador; y mucho más bienaventurada, porque oísteis su palabra y la guardasteis. También sois bienaventurada con las ocho bienaventuranzas que vuestro Hijo predicóen el Monte (Mt 5, 3); sois, ¡pobre de espíritu, y es vuestro el reino de los cielos; sois mansa, y poseéis la tierra de los vivos; llorasteis los males del mundo, y asísois consolada; tuvisteis hambre y sed de justicia, y ahora estáis harta; sois misericordiosa, y alcanzasteis misericordia; sois pacífica, y así por excelencia sois hija de Dios;
¡|S0¡s limpia de corazón, y ahora estáis viendo claramente a SBíos; padecisteis persecuciones por la justicia, y ahora es nuestro el reino de los cielos, como reina suprema de todos I ¿us moradores. ¡Oh Reina soberana! Gozóme que seáis biená-i féhturada por tantos títulos. ¡Oh, si todas las naciones del ¡fc/fiündo se convirtiesen a vuestro Hijo, y os llamasen con grande ¡¡¡¡fe bienaventurada; imitando aquí vuestra vida, y gozando des-I pues de vuestra gloria! (L. DE LA PUENTE, Meditaciones, II, 12, 3).
¡Oh María!, creyendo al ángel que te aseguraba que, sin cesar de ser virgen serías madre del Señor, trajiste al mundo i ja' salvación. Tu fe abrió a los hombres el paraíso...
¡Oh Virgen!, tú tuviste mayor fe que todos los hombres y que todos los ángeles. Veías a tu Hijo en el establo de Belén. y creías que era el Creador del mundo. Lo veías huir de Herodes, y- no dejabas de creer que era el Rey de los reyes( Lo viste nacer, y creías que era eterno. Lo viste pobre, necesitado de alimento, y sin embargo creías que era el Señor del mundo; reclinado sobre la paja, y creías que era omnipolenlo! Viste que no hablaba y creíste que era la Sabiduría Infinita Lo escuchabas llorar, y creías que él era el gozo del paraíso. Lo viste en su muerte vilipendiado y crucificado, pero aunque vaciló la fe de los demás, la tuya permaneció firme creyendo que él era Dios.:.
Virgen santa, por los merecimientos de tu grande fe con sigúeme la gracia de una fe viva: «¡Señora, aumenta en noso^ tros la fe!»($. ALFONSO M. DÉLIGORIO, Las glorias do María, íl, 3. 4).
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128. LA ESPERANZA DE MARÍA
«Salve, Reina y madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, salve».
1. —María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de él esperan y reciben la salvación... Con ella, excelsa Hija de Sien, tras larga espera de la promesa,
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se cumple la plenitud de ¡os tiempos y se inaugura |a nueva Economía» (LG 55). Con estas palabras presenta él Concilio a María en quien se compendian todas las esperanzas de Israel; todos los anhelos y los suspiros de los profetas vuelven a resonar en su corazón alcanzando una intensidad hasta entonces desconocida que apresura su cumplimiento. Nadie esperóla salvación tanto como ella, y en ella precisamente comienzan a cumplirse las divinas promesas. En el Magníficat —canto que brotó del corazón de María al encontrarse con su prima Isabel—nos encontramos con una expresión que revela de manera particular la actitud interior de la Virgen: «Ensalza mi alma al Señor... porque él ha fijado su mirada en la humildad de su sierva» [Le 1, 46. 48). Eran estas palabras, en el acto que María las pronunciaba, la declaración de las «grandes cosas» que Dios había obrado en ella; pero, consideradas en el cuadro de su vida, nos manifiestan el constante movimiento de su corazón que, desde el conocimiento perfecto de su nada, sabía arrojarse en brazos de Dios con la más intensa esperanza en su socorro. Nadie mejor que María tuvo la ciencia concreta y práctica de la propia nada: ella sabe bien que todo su ser, tanto natural como sobrenatural, volvería a caer irrevocablemente en la nada, si Dios no la sostuviese en todo momento. Sabe que todo lo que es y todo lo que tiene no es suyo, sino de Dios, puro don de su liberalidad. La gran misión, los extraordinarios privilegios del Altísimo, de ningún modo le impiden ver y sentir su «bajeza». Pero esto, lejos de desatontarla y desanimarla —como nos acaece frecuentemente a nosotros cuando constatamos nuestra nulidad y mi-•iii.i le sirve de punto de apoyo para arrojarse en Dios con un rápido movimiento de esperanza. Antes bien, <u;mlo más conciencia tiene de su nada y de su impotencia, tanto más se eleva su alma en la esperanza; pré-
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cisamente porque, verdadera pobre de espíritu,no tiene confianza alguna en sus recursos, en su capacidad, en sus méritos. María coloca en solo Dios toda su confianza y Dios, que «rechaza vacíos a los ricos y llena de bienes a los necesitados»(Le 1, 53), ha saciado su hambre, ha escuchado sus esperanzas, no sólo llenándola de sus dones, sino entregándosele de la manera más perfecta y cumpliendo en ella las esperanzas de su pueblo.
2. —La esperanza de María fue verdaderamente ro? quena y total aun en los momentos más difíciles y oscuros de su vida. Cuando José, habiendo notado en ella las señales de una maternidad cuyo origen ignoraba, pensaba en «abandonarla secretamente»(Mt 1, 19), María intuyó el estado de ánimo de su purísimo esposo, intuyó|as dudas que podrían cruzar su mente y el peligro en que ella estaba de ser abandonada, y, sin embargo, llena de esperanza en el socorro divino, no quiso en modo alguno descubrirle lo que le había revelado el ángel, sino que se abandonócompletamente en las manos de Dios. «En el silencio y en la esperanza serávuestra foitaleza» (Is 30, 17), ha dicho el Espíritu Santo por boca de Isaías, y esta sentencia tiene aquísu más bella realización en la conducta de María. Calla sin tratar de justificarse frente a José; calla porque estállena de esperanza én Dios y estáplenamente segura de su ayuda. El silencio y la esperanza le permiten apoyarse totalmente en Dios, y así, fuerte, con la fortaleza del mismo Dios, permanece serena y tranquila en una situación por extremo difícil y delicada. Por lo demás, toda su vida fuéun continúo ejercicio de esperanza heroica. Cuando en los treinta años trascurridos en Nazaret Jesús aparecía niño, muchacho, hombre como todos los demás y ninguna señal' exterior indicaba que habría de ser el Salvador del mundo, María no cesóde creer y de esperar en el.cumplimiento de las divinas promesas. Cuando comenzaron las
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p9. LA CARIDAD DE MARÍA
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persecuciones contra el Hijo, cuando fue apresado, pro.
cesado, crucificado y todo parecía ya terminado, la espe
ranza de María permanecióintacta, aún más, se agigantó
dándole la fuerza de seguir firme «junto a la cruz de
Jesús» (Jn 19, 25). * '
¡Quépobre es nuestra esperanza frente a la esperanza de María! No sabiendo estar totalmente seguros de la ayuda divina, nos acucia la necesidad de recurrir a tantos pequeños expedientes personales para procurarnos alguna seguridad, algún apoyo humano; pero, como todo lo que es humano e incierto, permanecemos siempre agitados e inquietos. La Virgen con su silencio y con su esperanza nos señala el único camino de la verdadera seguridad, de la serenidad y de la paz interior aun en medio de las situaciones más difíciles: el camino de la total confianza en Dios: «En ti, oh Señor, he esperado, no seréconfundido para siempre»(Te Deum).
¡Oh María!, era tan excelsa tu esperanza que podías repetir con el santo rey David: «pongo én el Señor mi refugio»(Ps 73, 28)... Tú, apartada enteramente de los afectos del mundo... no confiando en las criaturas ni en tus méritos, sino apoyándote únicamente en la gracia divina, adelantaste siempre en el amor de tu Dios...
De ti ¡oh María!, debemos aprender a confiar en Dios, especialmente en lo que toca a nuestra salvación eterna... desconfiando en absoluto de nuestras fuerzas, pero repitiendo: «todo lo puedo en aquel que me conforta»(Fp 4, 13) Señora mía santísima, túeres la Madre de la santa esperanza... ¿Qué otra esperanza, pues, voy yo buscando?
Y confío tanto que, si mi salvación estuviese en mi mano, la pondría igualmente en tus manos, ya que más me fío de tu misericordia y protección que de todas mis obras. Madre y esperanza mía, no me abandones... Todos se olvidan de mí, pero no me olvides tú, Madre del Dios omnipotente. Di a Dios quéyo soy tu hijo, dile que tú me defiendes y seré salvo...
¡Oh María! Yo me fío de ti; en esta, esperanza vivo y en esta esperanza quiero y espero morir, repitiendo siempre: mi
pica esperanza es Jesús, y después de Jesús, María. (S. ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Las glorias de María, II, 3, 5;
P 3).
•' ¡Oh dulcísima María, suma esperanza mía después de Dios!, habla en mi favor a tu amado Hijo, dile por míuna palabra eficaz, defiende ante él mi causa; consigúeme, en su misericordia, lo que anhelo, porque en ti espero, oh única esperanza pifa después de Cristo. Muéstrateme Madre benigna: que yo sea recibida por el Señor en el sagrado refugio de su amor, en la escuela del Espíritu Santo, porque túpuedes obtenérmelo como ningún otro.detu amado Hijo., ¡Oh Madre fiel!, protege ;i tu hija, para que se convierta en fruto de amor siempre vivo. crezca en toda santidad, persevere regada por la gracia céíeé tía!. [S. GERTRUDIS, Ejercicios, 2).
129. LA CARIDAD DE MARÍA
«¡Oh María, llena de gracia! (Le 1, 28), que tu intercesión nos obtenga aumento de amor».
1. —«Dios es amor»(1 Jn 4, 16); y María, que en su calidad de Madre estuvo más cercana y unida a Dios que cualquier otra criatura, fue inundada más que ninguna otra de su amor. «Cuanto más una cosa se acerca a su principio —enseña Santo Tomás—tanto más participa de su efecto»(Suma Teológica, III, 27, 5, 3). María, que el ángel saludó«llena dégracia»(Le 1, 28), estáigualmente lléna de amor. Pero la plenitud de gracia y de amor erl que fue colocada desde el principio, no la dispensódel ejercicio activo y constante de la caridad, como tampoco del de las demás virtudes. Asínos la presenta el Concilio cuando díce: «La Bienaventurada Virgen.., cooperó, en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de lá vida sobrenatural délas almas» (LG 61), y repetidas ve-
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C68 la señala como especial modelo de caridad. También para María, como para los demás hombres, esta vida fue el «camino»en el cual se debe siempre progresar en 1-caridad; también a ella, como a nosotros, le fue dernan-dede su personal correspondencia a la gracia. Y el gran mentóde María consistióprecisamente en haber correspondido con la máxima fidelidad a los inmensos dones recibidos. Ciertamente que los privilegios de su con-< spelón inmaculada, del estado de santidad en que nació y de su maternidad divina fueron puros dones de Dios-con todo, bien lejos dérecibirlos pasivamente—al modo que un cofre recibe los objetos preciosos que en él se depOBÍtan —los recibiócomo una persona libre, capaz de ihIIhmíiso con su propia voluntad a los favores divinos madlante una plena correspondencia a la gracia. Santo lomas enseña que aunque María no pudo merecer la I ncíirnnción del Verbo, sin embargo, mereció—mediante l.i qraeia recibida—aquel grado de santidad que la hizo dlgni Madre de Dios (Suma Teológica, 111, 2, 11, 3), y !0 maréelo precisamente con su libre colaboración a la gracia María es, en el sentido más pleno de la palabra, la ■Virgen fiel», que supo negociar al ciento por uno los talentos recibidos de Dios. A la plenitud de la gracia Otorgada por Dios correspondióla plenitud de su fidelidad. v. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo cu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Le 10, 27). El mandamiento del Señor tiene su plena realización en María, que siendo perfectamente humilde y por eso del todo vacía de símisma y libre de iodo egoísmo y de cualquier apego a las criaturas, pudo emplear verdaderamente todas sus fuerzas en el amor do Dios. El Evangelio nos la presenta así, siempre orientada hacia el Señor. La voluntad divina, aunque oscura y misteriosa, la encuentra siempre pronta y en acto de perfecta adhesión; el fíat pronunciado en la Anunciación
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J,29. LA CARIDAD DE MARÍA
es la actitud constante de su corazón consagrado del todo a| Amor (LG 62). La pobreza de Belén, la huida a Egipto, la vida humilde y laboriosa de Nazaret, la despedida dé jesús para darse a la vida apostólica y la soledad con-, siguiente en que ella queda, el odio y las luchas que se desencadenan contra su Hijo, el doloroso camino del Calvario, son otras tantas etapas de su caridad que sin cesar acepta y se entrega, comprometiéndola cada vez rnás intensamente en la misión de «esclarecida Madre del divino Redentor, y [de] generosa colaboradora entre tó-; das las criaturas y de humilde esclava del Señor»(LG 61% fiaría vive su maternidad divina en un acto de constante entrega a la voluntad del Padre y a la misión de su hijo; no conoce titubeos ni reservas, no pide nada para sh Un día en que deseaba verle y hablarle, se oyódecir: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?... Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre»(Mt 12, 48. 50). María acogióen su corazón |a austera respuesta y con mayor amor que antes continuó viviendo la voluntad divina que le pedía tan grande renuncia. Sacrificando la alegría, tan legítima y santa, de gozar de su Hijo, le estaba doblemente unida, pues estaba fundida con él en Un único acto de oblación a la voluntad del Padre. De esta manera nos enseña María que el verdadero amor y la auténtica unión con Dios no consiste en los consuelos espirituales, sino en la perfecta conformidad a su divino querer.
> ¡Oh María!, túeres llena de gracia. El Espíritu Santo, lejos He hallar en ti el menor obstáculo al desarrollo de la gracia, ha encontrado siempre tu corazón de una docilidad maravillosa a sus inspiraciones. Por eso tu corazón estáinmensamente dilatado por la caridad.
¡Quéalegría debe haber probado Jesús al sentirse tan amado por ti, su madre! Después de la alegría incomprensible que le
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venía de la visión beatífica y de la mirada de infinita complacencia con que el Padre lo contemplaba, nada le hacía gozar tanto como tu amor, oh María. Con él se sentía sobreabun-dantemente compensado de la indiferencia de quienes no |e querían recibir, y encontraba en tu corazón virgen un hogar de amor incesante que él mismo avivaba constantemente con sus miradas divinas y con la gracia interior del Espíritu... Túrecibiste del Padre el más perfecto corazón de madre; un corazón en que no se hallójamás el más mínimo rastro de egoísmo Es una maravilla de amor, un tesoro de gracias: gratia plena Tu corazón ha sido forjado no sólo para Cristo... sino también en beneficio de su Cuerpo místico... Túabrazas en un único amor a Cristo y a nosotros sus miembros... Las almas que té son devotas obtienen de ti un amor purísimo; toda su vida es como un reflejo de la tuya... Tu deseo es hacer partícipes, a cuantos te pertenecen, del amor que te anima. (C. MARMION, Consagración a la SS, Trinidad, 28).
¡Oh, María! ¿Quién eres tú, destinada a ser madre? ¿Cómo lo has merecido?... ¿Cómo naceráde ti quien te hizo?... Eres virgen, eres santa, has hecho un voto: mucho es lo que has merecido; pero es mucho más lo que recibiste... Nace en ti, quien te hizo, nace de ti aquel por quien fuiste hecha, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas. El Verbo de Dios se hace carne en ti, recibiendo la carne, no perdiendo la divinidad. El Verbo se une a la carne... y el tálamo de tan maravilloso connubio es tu vientre... (S. AGUSTÍN, Sr. 291, 6).
La Virgen María fue más dichosa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo... Tampoco hubiera aprovechado nada el parentesco material a María si hb hubiera sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su carne... Por esto es por lo que María es más; laudable y más dichosa madre de Cristo, según la sentencia: Quien hace la voluntad de mi Padre, que estáen los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre (Mt 12, 50). María, por tanto, haciendo la voluntad de Dios, es, sólo madre de Cristo corporalmente, pero espiritualmente es también madre y hermana. (S. AGUS TIN, De s. virg., II, 3-5).
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130. MARÍA Y LOS HOMBRES
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores.
1. —María, dice el Concilio, «se consagró totalmente a símisma ...a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con él y bajo él» (LG 56). La caridad de que estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto, a Cristo, su Hijo y su Dios, y a la salvación de los hombres. El mismo amor que la une al Hijo la impulsa hacia aquellos que él considera sus hermanos, «a cuya generación y educación coopera con materno amor»(LG 63). Tal es la propiedad del verdadero amor de Dios: antes que encerrar en sí misma al alma que lo posee, la abre para que pueda difundir a su alrededor la riqueza que la caridad en ella ha acumulado. Esta fue la característica de la caridad de María; abrasada enteramente de amor por su Dios, totalmente I recogida en la contemplación amorosa de los misterios I divinos realizados en ella y a su alrededor, no es su reco-Igimíento un obstáculo para ocuparse del prójimo, sino que, en cualquier circunstancia, siempre la vemos atenta' y abierta a las necesidades de los otros. Aún más, sur itiisma riqueza interior la impulsa a querer comunicar a los demás los grandes tesoros que ella posee. En está actitud nos la presenta el Santo Evangelio cuando, inmediatamente después de la Anunciación, se pone en' Jeamino «presurosamente» (Le í, 39) para trasladarse adonde se encontraba Isabel. Muy grato le hubiera sido permanecer en Názaret adorando, en la soledad y en lilencio, al Verbo divino encarnado en sus entrañas, pero :l ángel le ha anunciado la próxima maternidad de su inciana prima y esto le basta para juzgarse obligada a r a ofrecerle sus humildes servicios. Se puede, por lo
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mismo, afirmar que el primer acto que la Virgen realiza apenas hecha Madre de Dios, fue precisamente un act0 de caridad para con el prójimo. Dios se ie ha dado como Hijo, y María, que se entregóa él como «esclava», na querido darse también como «esclava»al prójimo. Aquí mejor que en ninguna otra ocasión, es evidente la estrecha unión que hay entre el amor de Dios y el del prójimo Al sublime acto de amor con que, pronunciando su «fíat», María se entregaba totalmente al Señor, corresponde su' acto de caridad para con Isabel.
2. —En el nacimiento de Jesús sucede también alg0 parecido: María contempla extasiada a su Hijo divino pero esto no le impide ofrecerle a la adoración de los pastores. He aquíla suprema caridad de María hacia los hombres: darles su Jesús apenas le ha sido dado a ella; no quiere gozarle sola, sino que todas las criaturas le gocen. Y del mismo modo que ahora lo presenta a los pastores y a los Magos que vienen a adorarle, asíun día lo presentaráa los verdugos a quienes es entregado pai a crucificarle. Jesús es todo para María, y María, en :;u caridad, no duda en inmolarlo por la salvación de los hombres. ¿Puede pensarse en una caridad mayor ni más •I»'iierosa? Después de Jesús nadie ha amado a los hombros tanto como María.
Otro aspecto de la caridad de María hacia el prójimo i::; su gran delicadeza. Cuando, después de tres días de angustiosa búsqueda halla a Jesús en el templo, la Virgen, que tanto había sufrido a causa de la pérdida repentina, sabe esconder su dolor tras el de José: «He aquíque tu padre y yo te andábamos buscando»(Le 2, 48). Su delicada caridad hacia él esposo le hace sentir tan profundamente su dolor que le antepone al suyo propio, que, ciertamente, fue muy grande.
En las bodas de Cana, otro rasgo de la delicadeza de María: mientras que todos los otros están distraídos en
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00- MARÍA Y LOS HOMBRES
,q\ festín, sólo ella, tan recogida, se da cuenta del apuro ¡jtrje los esposos por la falta de vino, y provee de un
inodo tan delicado que el asunto pasa desapercibido hasta 1 para el jefe del banquete.
María nos enseña que cuando el amor para con Dios %s plenamente perfecto, florece sin más en un amor generoso para con el prójimo, pues, como dice la Escritura, tenemos un solo mandamiento: «quien ama a Dios ame también a su hermano»(1 Jn 4, 21). Si nuestras relaciones con el prójimo son poco caritativas, poco atentas y solícitas para con las necesidades de los otros, debemos concluir que nuestro amor hacia Dios es todavía muy :débil.
¡Oh Virgen María! Tú fuiste aquel campo dulce donde fue sembrada la semilla de la Palabra del Hijo de Dios... En este bendito y dulce campo el Verbo de Dios, injertado en tu carne. hizo como la simiente que se echa en la tierra, que con el calor del sol germina y produce flores y frutos... Asíverdaderamente lo hizo por el calor y el fuego de la divina caridad que Dios tuvo a la generación humana, echando la simiente de su palabra en tu campo^ oh María. ¡Oh feliz y dulce María!, tú nos has dado la flor del dulce Jesús. ¿Y cuándo produjo el fruto esta dulce flor? Cuando fue injertado sobre el árbol de la santísima cruz: porque entonces recibimos vida perfecta... El Hijo unigénito de Dios, en cuanto hombre, estaba vestido del deseo del honor del Padre y de nuestra salvación y fue tan fuerte este desmesurado deseo que corriócomo enamorado, soportando penas, vergüenzas y vituperios, hasta la ignominiosa muerte de cruz... Idéntico deseo estuvo en ti, oh María, que no podías desear más que el honor de Dios y la salvación de la criatura...; tan desmesurada fue tu caridad que de ti misma hubieras hecho escala para poner en la cruz a tu Hijo, si no hubiera tenido otro modo. Y todo esto porque la voluntad del Hijo había quedado en ti.
Haz, ¡oh María!, que no se me borre del corazón, ni de la memoria, ni del alma que he sido ofrecida y dada a ti. Té ruego, pues, que me presentes y me des al dulce Jesús, tu
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}3l- LA ORACIÓN DE MARÍA
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Hijo; y ciertamente lo harás como dulce y benigna madre h misericordia. Que yo no sea ingrata ni desagradecida, pues no has despreciado mi petición, sino que la aceptas graciosamente (STA. CATALINA DE SENA, Epistolario, 144, v. 2).
Madre admirable, preséntame a tu querido Hijo como esclavo suyo perpetuo, para que, habiéndome él rescatado por media-ción tuya, por mediación tuya me reciba.
Madre de misericordia, concédeme la gracia de obtener |a verdadera Sabiduría de Dios, y ponme para eso en el número de los que túamas, instruyes, nutres y proteges como hijos y
esclavos tuyos.
Virgen fiel, hazme en todo tan perfecto discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada, Jesucristo tu Hijo, que pueda llegar, por tu intercesión y a ejemplo tuyo, a la plenitud de su edad en la tierra y de su gloria en el cielo. (S. LUIS GRIGNON DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción)
131. LA ORACIÓN DE MARÍA
«¡Oh María, que has guardado en tu corazón los misterios de tu Hijo!, enséñame a vivir en oración continua» (Le 2, 19. 51).
1. —Para comprender algo de la oración de María es necesario tratar de penetrar en el santuario de su unión íntima con Dios. Nadie como ella ha vivido en intimidad con el Señor. Intimidad de madre en primer lugar-, ¿quién podrácomprender las estrechas relaciones de María con el Verbo encarnado durante los meses que le llevóen su seno virginal? «Reflexione —escribe Sor Isabel de la Trinidad—lo que pasaría en el alma de la Virgen cuando, después de la Encarnación, poseía en ella el Verbo encarnado, el Don de Dios. En qué silencio, adoración y recogimiento se sumergiría en el fondo de su alma para estrechar cariñosamente a aquel Dios de quien era su
Ivladre»(Epistolario, 158: Obras, p. 562). María es el santuario que guarda el Santo de los santos: es el sagrario viviente del Verbo encarnado, sagrario todo palpitante de amor, todo sumergido en la adoración. Llevando en síel «horno ardiente»de caridad, ¿cómo podráMaría dejar de quedar toda inflamada? Y cuanto más se inflama en amor, mejor comprende el misterio de amor que en ella se verifica: nadie mejor que María ha penetrado los secretos del Corazón de Cristo; nadie mejor que ella ha sentido |a divinidad de Jesús y sus grandezas infinitas. De igual modo, nadie mejor que ella ha sentido la necesidad ardiente de darse toda a él, de perderse en él como una débil gota de agua en la inmensidad del océano. Ho aqúl la incesante oración de María: adoración perenne del Vei bo humanado que lleva en su seno; profunda unión con Cristo, continuo abismarse en él y transformarse en él por amor; continuo asociarse a los homenajes y alaban zas infinitas que suben del Corazón de Cristo hasta la Trinidad, y continuo ofrecimiento a la Trinidad de estaa alabanzas, las únicas dignas de la Majestad divina. Mana vive en la adoración de su Jesús y unida a él en la adoración de la Trinidad.
Un momento hay en el día en que también nosotros podemos participar de un modo más pleno de esta oración de María: es el momento de la comunión ■eucarística. cuando también a nosotros nos es dado estrechar en nuestro corazón a Jesús vivo y verdadero. ¡Cuánto necej sitamos que la Virgen nos enseñe a aprovecharnos de este gran don! Que nos enseñe a abismarnos con ella én Jesús, suyo y vuestro, hasta transformarnos en él; que nos enseñe a asociarnos a las adoraciones que suben del Corazón de Jesús hasta la Trinidad y que les ofrezca con nosotros al Padre para suplir las deficiencias de las nuestras.
2. —Desde Belén hasta Nazaret, María vivió por es-
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pació de treinta años en dulce intimidad familiar Con Jesús. Jesús es siempre su centro de atracción, el centro de sus afectos, de sus pensamientos, de sus cuidados María se mueve en torno a él, le mira, trata de continuo de descubrir nuevos medios de agradarle, para servirle y amarle con la máxima dedicación. Su voluntad se mueve al unísono con la voluntad de Jesús, su corazón palpita en perfecta armonía con el de él: ella es «partícipe de los pensamientos de Cristo, de sus ocultos deseos, ele tal modo que se puede decir que vivía la vida misma del Hijo» (S. Pío X, Ene. Ad diem ¡lium). De igual modo que su vida, también su oración continúa siendo cristocén-trica; pero Cristo la lleva a la Trinidad. Ha sido precisamente el misterio de la Encarnación el que introdujo a María en la plenitud de la vida trinitaria; sus peculiarísi-mas relaciones con las Tres divinas Personas comienzan cuando el ángel le anuncia que seráMadre del Hijo del Altísimo y lo serápor virtud del Espíritu Santo. He aquí la Hija amada del Padre, la Esposa del Espíritu Santo, la Madre del Verbo; y estas relaciones no se limitan al período en que María lleva dentro de síal Verbo encarnado, sino que se extienden a toda su vida. He aquía María templo de la Trinidad, María que, «después de Jesucristo, y salvando la distancia que existe entre lo finito e infinito, fue también la gran alabanza de gloria de la Santísima Trinidad»(Isabel de la Trinidad, Ult. ejerc. espir., 15: Obras, pp. 242-243).
María se presenta asícomo el modelo más perfecto de las almas que aspiran a la intimidad con Dios, y es al mismo tiempo su guía más seguro. Ella nos guía a Jesús y nos enseña a concentrar en él todos nuestros afectos, a darnos totalmente a él hasta perdernos y transformarnos en él; pero, por medio de Jesús, nos guía también a la vida de unión con la Trinidad. También nuestra alma es por lá gracia que la adorna templo de la
i'3l. LA ORACIÓN DE MARÍA 551
IIlP
||pr¡n¡dad, y María nos enseña a vivir en este templo como ■perennes adoradores de las Personas divinas que allímo-I pan. «Quisiera responder a esa llamada —dice Isabel de ¡lía Trinidad—pasando por la tierra como la Virgen, con-1 servando todas esas cosas en mi corazón; sepultándome, | por decirlo así, en el fondo de mi alma para desaparecer I en la Trinidad que allímora, transformándome en ella» I (Epistolario, 159: Obras, p. 565). Bajo la guía de María | séanos dado vivir en esta actitud de incesante adoración | de la Trinidad que habita en nuestra alma.
Noche y día te encuentras, ¡oh Virgen fiel!, en profundo silencio, en dulce paz, en oración divina y permanente, inundando tu ser de eterna luz. Tu corazón como un cristal refleja a Dios, Belleza eterna, tu Huésped fiel. Tú, oh María, atraes al cielo. Es el Padre quien te entrega a su Hijo. Serás su Madre. Con su sombra el Espíritu de Amor te cubre. En ti se hallan ya los Tres. El cielo se abre y adora asíel misterio de Dios que en ti, oh Virgen, se hizo carne.
Madre del Verbo, dime tu misterio, cuando Dios se encarnó dentro de ti. Dime cómo viviste en la tierra, sumergida en constante adoración... Madre, guárdame siempre en un estrecho abrazo. Que lleve en míla impronta de este Dios, iodo amor. (ISABEL DE LA TRINIDAD, Composiciones poéticas, 77. 87: Obras, pp. 1040, 1056).
¡Oh María!, túeres la criatura de la atención interior, déí perfecto silencio, del perfecto y consumado escuchar. Te has hecho pobre y humilde en el duro trabajo de cada día: has vivido trabajando en el templo, fatigada y cansada en la pobreza de Belén, pobre por los caminos de la tierra; conociste las amarguras y las fatigas del trabajo cotidiano, pero nunca te apartó de la atención interior, del continuo coloquio interior, del silencioso y continuo escuchar. Túeres, la criatura del intenso y consumado escuchar...
Escuchaste ¡la palabra del gran mensaje y lo recibiste discreta y serena; escuchaste los cantos de los ángeles sobre la cuna de tu Unigénito y los acogiste humilde y alegre; escu-
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SEMANA VI DE PASCTJa
chaste la palabra del destierro y la seguiste confiada y paciente-escuchaste la palabra que trazaba sobre ti la grande señal rió la cruz y la aceptaste fuerte y generosa; escuchaste de boCa del Señor la dura palabra que no comprendiste y la encerraste en tu corazón, en silencio, como una perla preciosa y la deferí diste contra todas las cosas de la tierra, protegiéndola con un velo de amargura, afligida y resignada a la vez, en que ya Se difundía la indecible tristeza del Calvario. Tú no perdías ni una sola de las palabras del Hijo, no perdías ni una de |as palabras que pronunciaba interiormente el Espíritu Santo que te había hecho fecunda en el misterio infinito de la Encarnación Las escuchabas y las recogías todas, ya con la solicitud devota de la hija hacia la gran palabra del Padre, ya con la intimidad discreta de una esposa hacia la palabra encendida del Espíritu ya con la ternura amorosa de la madre hacia las palabras dulcísimas del Verbo hecho en ti carne de tu carne. (G. CANO-VA1, Suscipe Domine).
132. DOMINGO VI DE PASCUA
CICLO A
«Venid y ved las maravillas de Dios» (Ps 66, 5).
Acercándose ya la fiesta de Pentecostés, la Liturgia de la Palabra se centra en la promesa del Espíritu Santo y en su acción en la Iglesia.
La noche de la última Cena Jesús decía a los suyos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). La observancia de los mandamientos como prueba de amor auténtico —recomendada repetidas veces en el discurso de la Cena— es puesta por Jesús como condición para recibir al Espíritu Santo. Solamente quien vive en el amor y por lo tanto en el cumplimiento del querer divino, es apto para acoger
132. DOMINGO VI DE PASCUA — CICLO A 553
a| Espíritu Santo que es el Amor infinito hecho persona. puesta esta premisa, Jesús mismo, vuelto al Padre, enviará a los suyos «otro Paráclito», ■—abogado, defensor— que le sustituirá ante sus discípulos y se quedará para siempre con ellos y con toda la Iglesia. Siendo «Espíritu», su presencia y su acción serán invisibles, absolutamente espirituales. El mundo sumergido en la materia y entenebrecido por el error no podrá conocerlo ni recibirlo, pues está en entera oposición con el «Espíritu de verdad». por el contrario, los discípulos, afinados y purificados en e| contacto de Jesús, lo conocerán, mejor dicho lo conocen ya porque está en medio de ellos (ib. 17} presente y operante en Cristo. Pero en el día de Pentecostés el Espíritu bajará directamente sobre los discípulos; serán íntimamente transformados por él, y así en él encontrarán a Cristo. «No os dejaré huérfanos —dijo el Señor—, vendré a vosotros» (ib. 18). aludiendo a su vuelta invisible, pero real, mediante su Espíritu, con el cual continuará asistiendo a su Iglesia. Entonces se cumplirán sus palabras: «En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (ib. 20). Al Espíritu Santo, en efecto, es confiada la misión de iluminar a los creyentes acerca de los grandes misterios ya anunciados por Jesús. Bajo su influjo conocerán el misterio por el cual Cristo, Verbo eterno, Dios como el Padre y el Espíritu Santo, está en el Padre y en el Espíritu Santo; comprenderán que por la Unidad y la Trinidad de Dios, las tres Personas divinas son-inseparables: donde está una, | están también las otras dos. Y comprenderán que, viviendo en Cristo, como los sarmientos en la cepa, entrarán en, comunión con la Trinidad. Verdades sublimes no reservadas a grupos privilegiados, sino patrimonio de todos los creyentes; a todos ha prometido y enviado Jesús su Espíritu para que puedan comprenderlas y vivirlas.
Los Hechos (primera lectura) demuestran cómo desdo
132. DOMINGO VI DE PASCUA — CICLO B |
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554 SEMANA VI DE PASCtja
I el principio de la Iglesia se preocupaban los Apóstoles de que los bautizados recibieran el Espíritu Santo. Típ¡Cn es el episodio de Pedro y Juan que a tal fin se trasladan a Samaría donde el diácono Felipe había anunciado ya el Evangelio y conferido el bautismo a los convertidos Los dos Apóstoles «bajando, oraron sobre ellos para nUe recibiesen el Espíritu Santo... Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo» (He 8, 15-17) Aunque por el bautismo el cristiano ha sido ya regenerado en el Espíritu, debe recibirlo aún con mayor plenitud on el sacramento de la confirmación que renueva para cada uno de los fieles la gracia de Pentecostés. A una tal gracia, como dijo Jesús, hay que corresponder con el amor y con el amor debe ser vivida; y ésta es la disposición que espera Dios del hombre para revelarle sus misterios divinos: «El que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
¡Oh Jesús!, tú concedes a tus siervos una consolación inmediata y segura cuando nuestros espíritus están sumergidos en la tristeza. No te alejes de nuestras almas que se hallan en medio de la prueba. No te alejes de nuestros corazones rodeados de dificultades. Ven solícito hacia nosotros; tente corea de nosotros, sí, cerca, tú que moras en todas las partes. Del mismo modo que asististe a tus apóstoles en codo lugar, reúne en la unidad a los que te aman. Haz que unidos en ti podamos cantar y glorificar al Espíritu que es la plenitud de la santidad...
Te suplicamos, Señor, con lágrimas: mándanos a tu Espíritu que es suma bondad. Que él dirija a todos los hombres hacia la tierra tuya, donde has preparado una llanura de reposo a los que honran y glorifican al Espíritu que encierra toda santidad...
A ti que eres el Señor y el Rey de los ángeles, a ti que ii<.'iies poder sobre los hombres y eres su Criador, a ti que con sola una señal imperas a todo lo que existe en la tierra v en el mar, a ti claman tus amigos y tus siervos: date prisa a mandarnos tu Espíritu que es la plenitud de la santidad. I ROMÁN EL MELODE, Himno de Pentecostés).
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CICLO B
«Señor, que yo permanezca en tu amor» í \
(Jn 15, 9). I \
«La caridad procede de Dios... Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Estas palabras de San Juan sintetizan el mensaje de la Liturgia del día.
/ |
Es amor el Padre que «envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él» (ib. 9; segunda lectura). Es amor el Hijo que ha dado la vida no sólo «por sus amigos» (Jn 15, 13; Evangelio), sino también por sus enemigos. Es amor el Espíritu Santo en quien «no hay acepción de personas» (He 10, 34; primera lectura) y que está como impaciente por derramarme sobre todos los hombres (ib. 44). El amor divino se ha adelantado a los hombres sin algún mérito por parte de ellos: «En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó» (1 Jn 4, 10). Sin el amor preveniente de Dios que ha sacado al hombre de la nada y luego lo ha redimido del pecado, nunca hubiera sido el hombre capaz de amar. Así como la vida no viene de la criatura sino del Criador, tampoco el amor viene de ella, sino de Dios, la sola fuente infinita,
El amor de Dios llega al hombre a través de Cristo. «Como el Padre me amó, yo también os he amado» (Jn 15, 9). Jesús derrama sobre los hombres el amor del Padre amándolos con el mismo amor con que de él es amado; y quiere que vivan en este amor: «permaneced en mi amor» (ib.). Y así como Jesús permanece en el amor del Padre cumpliendo su voluntad, del mismo modo los hombres deben permanecer en su amor observando sus mandamientos. Y aquí aparece de nuevo en primera fila lo que Jesús llama su mandamiento: «que os améis
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SEMANA VI DE PASCUA
i unos a otros como yo os he amado» (ib. 12). Jesús ama
a sus discípulos como es amado por el Padre, y ellos
deben amarse entre sí como son amados por el Maestro
Cumpliendo este precepto se convierten en sus amigos-
«Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» !
(ib. 14). La amistad exige reciprocidad de amor; se corres
ponde al amor de Cristo amándolo con todo el corazón y
amando a los hermanos con los cuales él se identifica
cuando afirma ser hecho a él lo que se ha hecho al más
pequeño de aquéllos (Mt 25, 40).
/ Es conmovedora e impresionante la insistencia con
que Jesús recomienda a sus discípulos en el discurso de la Cena el amor mutuo; sólo mira a formar entre ellos una comunidad compacta, cimentada en su amor, donde todos se sientan hermanos y vivan los unos para los otros. Lo cual no significa restringir el amor al círculo de los creyentes; al contrario: cuando más fundidos estén en el amor de Cristo, tanto más capaces serán de llevar este amor a todos los hombres. ¿Cómo podrían los rieles ser mensajeros de amor en el mundo si no se amasen entre sí? Ellos deben demostrar con su conducta que Dios es amor y que uniéndose a él se aprende a amar y se hace uno amor; que el Evangelio es amor y que no en vano Cristo ha enseñado a los hombres a amarse; que el amor fundado en Cristo vence las diferencias, anula las distancias, elimina el egoísmo, las rivalidades, las discordias. Todo esto convence más y atrae más a la íe que cualquier otro medio, y es parte esencial de aquella fecundidad apostólica que Jesús espera de sus discípulos, a los cuales ha dicho: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Sólo quien vive en el amor puede dar al mundo el fruto precioso del amor.
Mira, Señor, benigno a tu pueblo, y derrama sobre él los dones de tu Espíritu, para que crezca siempre en el amor de
132. DOMINGO VI DE PASCUA----- CICLO C 557
la verdad y acelere con el deseo y promueva con la acción la perfecta unidad de todos los cristianos. (Misal Romano, Misa por la unidad de los cristianos, C, Colecta).
Tú eres amor, ¡oh, Dios! En esto se ha manifestado tu amor en nosotros, en que has enviado a tu hijo unigénito al mundo, para que pudiéramos vivir por medio de El. El Señor mismo lo ha dicho: nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por su amigos; el amor de Cristo por nosotros se demuestra en que murió por nosotros. Cuál es la prueba, ¡oh, Padre de tu amor por nosotros? El que has enviado a tu Hijo único a morir por nosotros...
No fuimos nosotros los que primero te amamos; pero nos has amado para que nosotros te amásemos... Si tú nos has amado así, también nosotros nos debemos amar mutuamente... Tú eres amor. ¿Cuál es el rostro del amor? ¿su forma, su estatura, sus pies, sus manos? Nadie lo puede decir. El viene pies que conducen a la Iglesia, manos que socorren a los pobres, ojos con los que se conoce a quien está necesitado... Estos distintos miembros no están separados en lugares diversos; quien tiene caridad, ve con la mente todo y al mismo tiempo. ¡Oh, Señor! haz que yo viva en la caridad para que ella habite en mí, que permanezca en ella para que ella permanezca en mí. (S. AGUSTÍN, In 1 Jn, 7, 7. 9-10).
0 CICLO C
«¡Oh Jesús!, que el Espíritu Santo nos traiga a la memoria todo lo que tú nos has dicho» (Jn 14, 26).
;La Liturgia de la Palabra nos presenta hoy la situación de la Iglesia desde el día de la Ascensión del Señor hasta cuando ella misma sea elevada a la gloria con él.
La presencia corporal de Jesús es sustituida por una
presencia espiritual interior prometida a cuantos le aman:
Si alguno me- ama, guardará mi palabra, y mi Padre le
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amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (jn ' 14, 23). Jesús no habita ya hombre entre los hombres sino que, Hijo de Dios, pone su morada en lo íntimo de sus fieles, mas no él solo, sino con el Padre y el Espíritu \ Santo, a los cuales está inseparablemente unido. $an . Agustín comenta: «Dios, Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos: ' vienen a nosotros socorriéndonos, vamos a ellos obede-ciendo; vienen a nosotros iluminándonos, vamos a ellos contemplándolos; vienen llenándonos de su presencia, vamos a ellos acogiéndolos» (In lo., 76, 4). La inhabitación de la Trinidad es el don supremo que Cristo nos mereció con su muerte y resurrección y que él ofrece a quien corresponde a su amor escuchando y cumpliendo fielmente su palabra. Misterio inefable que para ser comprendido y vivido exige una especial iluminación divina.
También ésta la ha prometido Jesús a sus discípulos-«el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). El es el maestro interior que nos lleva a la comprensión viva, íntima y experimental de las verdades anunciadas por Jesús, especialmente las del misterio de la Trinidad y de su inhabitación en los creyentes, y la llamada de éstos a la comunión personal con Cristo y con la Trinidad. El sugiere el sentido genuino de las Escrituras y la inteligencia del plan divino para la salvación universal; él guía a la Iglesia en el cumplimiento de su misión. Esto se verificó con especial plenitud en la vida de la Iglesia primitiva cuando los Apóstoles hablaban y obraban con total dependencia de él: «Ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros...» (He 15, 28; primera lectura), declaraban al resolver la controversia acerca de las obligaciones que debían imponerse a los convertidos provenientes del paganismo. Es cosa humana e inevitable que en la vida de los individuos y
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de la Iglesia surjan problemas y divergencias, pero cuando la solución se busca y se toma con plena docilidad al Espíritu Santo, a sus inspiraciones interiores y a sus indicaciones a través de quien tiene el oficio de interpretar la voluntad divina, todo se resuelve en bien y en paz.
La paz es precisamente el don que Jesús ha dejado a sus discípulos tras haberles asegurado la presencia de |a Trinidad en sus corazones y la asistencia del Espíritu Santo. «La paz o dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14, 27). Es la paz fundada en las buenas relaciones con Dios, en la observancia de su palabra, en la comunión íntima con él; la paz de quien se deja guiar por el Espíritu Santo y obra a la luz de su inspiración. Paz que no dispensa del sufrimiento en este mundo, pero que infunde ánimo para afrontar también la lucha cuando es necesaria para mantenerse fieles a Dios. Paz que será completa y sin sombra alguna de turbación en la Jerusalén celestial donde Cristo, «el Cordero», será «la lámpara» que iluminará (Ap 21, 23; segunda lectura) y la alegría que regocijará para siempre a los elegidos.
En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, que vosotros estáis en mí y que yo estoy en vosotros... Entonces podremos ver lo que ahora creemos. También ahora está El entre nosotros, y nosotros en El; mas ahora lo creemos, entonces lo conoceremos; y aunque ahora le conozcamos por la fe, entonces le conoceremos por la contemplación. Mientras vivimos en este cuerpo corruptible y pesado al alma, como es ahora, vivimos como peregrinos fuera del Señor, porque caminamos por la fe, no por la contemplación... Y que nosotros, aun ahora estamos en El, lo expresa con bastante claridad cuando dice: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. Pero en aquel día en que vivamos con la vida, que absorbe a la muerte veremos que El está en el Padre, nosotros en El y El en nosotros; porque entonces llegará a la perfección lo que
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H
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SEMANA VI DE PASCTja
ahora El tiene ya comenzado, es decir, su morada en nosotros
y la nuestra en El.
Nos deja la paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando venga al fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo nos dará su paz en el otro. Nos deja su paz para que, permaneciendo en ella, podamos vencer al enemigo; nos dará Su paz cuando reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz pat-a que aquí nos amemos unos a otros, nos dará sy paz a|¡¡ donde no podamos tener diferencias. (S. AGUSTÍN, In Jn, 75 4; 77, 3).
133. EL APOSTOLADO DE MARI A
i «¡Oh María, Reina de los Apóstoles!, crea en mí un corazón de apóstol».
i 1. — «El modelo perfecto de esta espiritualidad apostólica —dice el Concilio— es la Santísima Virgen María, Reina de los apóstoles, la cual, mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo singularísimo a la obra del Salvador» (AA 4). De su intensa vida de oración y unión con Jesús sacó María la inspiración y la fuerza de su apostolado. Habiendo experimentado en su contacto íntimo con Dios la inefable realidad de su amor para bon los hombres y habiendo sido abrasada por él más que cualquier otra criatura, tuvo también, por encima de todos, los deseos más ardientes de conducir al Señor todos los hombres. Nadie, en efecto, colaboró tanto como María al lado de Cristo para la salvación del género humano: colaboración la más íntima y profunda, dando con su sangre al Hijo de Dios la carne y la vida humana que permitieron al Verbo Eterno asemejarse a nosotros y sufrir y morir en la cruz por nosotros; cola-
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EL APOSTOLADO DE MARÍA
boración la más meritoria, pues María no obtuvo la divina rnaternidad de una manera inconsciente, ya que «el Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida» (LG 56). María sabía por las Sagradas Escrituras que el Mesías habría de ser e| varón de dolores inmolado por la redención del mundo; de esta manera, aceptando voluntariamente el ser Madre del Salvador, quiso también unir su suerte a la de su Hijo y participar de todos sus sufrimientos. Dar al mundo el Redentor y aceptar el ver morir al Hijo amado entre indecibles tormentos: he aquí el sublime apostolado de [\/laría, viva consecuencia de su inmenso amor a Dios.
Cuanto más fuerte es el amor que un alma tiene al Señor, más generoso y eficaz será el apostolado que de él se deriva. Por otra parte, toda actividad apostólica que no brotase de la caridad, sería vana: «Si yo llegara a repartir toda mi hacienda entre los pobres —dice San pablo—y entregara mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, de nada me aprovecharía» (1 Cr 13, 3).
2. — «Unida con lazo indisoluble a la obra saivífica de su Hijo» (SC 103), María llevó a cabo una misión apostólica universal dirigida al bien de toda la humanidad. Y sin embargo, el apostolado de María no hace ruido ni se muestra en forma brillante; se desarrolla de la manera más humilde, escondida y silenciosa. Da al mundo el Redentor, pero se lo da de noche y en un pobre portal; toma parte por entero en la vida de Jesús, pero lo hace en el* recogimiento de la casita de Nazaret, ocupándose en los humildes quehaceres domésticos, en medio de dificultades y sacrificios de una vida rica en circunstancias extraordinariamente graves y penosas. Y cuando Jesús, durante los tres años de su vida apostólica, se presenta en público para cumplir la misión que el Padre
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|j le había encomendado, María sigue a su lado y toma parte en todas las vicisitudes de su apostolado, pero su figura permanece en una especie de penumbra. Nunca se la ve aparecer junto a su Hijo cuando amaestra a las turbas, nunca se vale de su autoridad materna para llegar a introducirse hasta él; y una vez que tiene necesidad de hablarle, mientras él se halla dentro de una casa instruyendo al pueblo, se queda afuera esperándolo humildemente (Mt 12, 46). El apostolado de María es del todo interior: apostolado de la oración y, sobre todo, apostolado de la inmolación secreta de sí misma a la voluntad divina, separándose de su Hijo después de los treinta anos pasados en dulce intimidad con él y retirándose a mi segundo plano, como para dejar a los Apóstoles y a las muchedumbres el puesto que, como madre, le correspondía junto a Jesús. De esta manera, con silencio y i acogimiento, María toma parte en el apostolado y en IOS sufrimientos del Hijo: no hay en él dolor que no sea v.aboreado y convivido por María; su propia inmolación consiste en contemplar al Hijo amado perseguido a muerte, odiado, escarnecido y finalmente crucificado en el Calvario; su corazón de madre siente por ello la más profunda amargura, pero al mismo tiempo lo acepta todo con puro amor y lo ofrece todo para la salvación de las .-ilmas. De esta manera, es decir, por medio del sacrificio oculto vivificado por el amor puro, llegó María a las más .illas cimas del apostolado. Y, como dice San Juan de la Cruz, «es más precioso delante de Dios... un poquito do este puro amor y más provecho hace a la Iglesia... que todas esas otras obras juntas» (Cántico, B, 29, 2: Obras, p. 1340).
María nos hace comprender con su ejemplo cuan errados estamos cuando, arrastrados por la urgencia de las obras, hacemos consistir nuestro apostolado únicamente imi la actividad exterior, desvalorizando la actividad inte-
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133- EL APOSTOLADO DE MARÍA
rior del amor, de la oración, del sacrificio, de la cual depende la fecundidad de nuestra acción exterior.
¡Oh Virgen santa!, forma mi corazón de apóstol a semejanza del de Jesús; el Padre te confió a su Hijo durante todo el período de su vida terrena; de ti aprendió Jesús a amar, a inmolarse; de ti aprendió el gusto del sacrificio; ésta es precisamente la misión de una madre... ¡Oh Madre!, vuelve a mí tus ojos y ve cuánto me falta todavía para ser un verdadero apóstol al lado de tu Hijo. Tú que recibiste el Espíritu por segunda vez en el cenáculo para ser la madre fecunda del Cuerpo místico, forma en mí, ¡oh Madre!, a un verdadero apóstol.
Te pido sobre todo dos gracias que nunca cesaré de suplicarte...: la gracia del espíritu de oración y la gracia del espíritu de humildad. Que yo esté tan unido a Jesús que mis palabras sean sus palabras; que esté tan convencido de mi nada, de mi pecado, de mi inutilidad, de mi debilidad, que nunca fomente la idea de apoyarme en mí, de complacerme en mí, de querer reservar para mí exclusivamente aunque no sea más que la más mínima cosa. Sé que si tú me ayudas y me obtienes de Jesús estas dos gracias, nada tengo que temer; no tengo que temer que mis deseos de santidad sean inútiles o vanos...
Quiero amar sin medida, darme sin medida invocando a íu Hijo y al Padre con los acentos vehementes del Espíritu, impaciente, hambriento y angustiado por la salvación del mundo y seguro de ella, de la vuelta al Padre de todos mis hermanos, por los cuales mi corazón de sacerdote estará sangrando hasta el momento de su vuelta. (P. LYONNET, Scritti spirituali, pp. 158-159).
Virgen Inmaculada, Madre tiernísima: tú te alegras de que Jesús nos dé su vida, los tesoros infinitos de su divinidad. ¡Cómo no amarte y bendecirte viendo cuan generosa eres con nosotros! Nos amas, en verdad, como Jesús nos ama, y por nosotros aceptas verte alejada de él. Amor es darlo todo y darse a sí mismo. Quisiste probarlo al ponerte de nuestra parte para ayudarnos. El Salvador conocía tu inmensa ternura. Conocía los secretos de tu maternal corazón. Nos dejó en ti, refugio de pecadores, cuando abandonó la cruz para esperarnos en el cielo.
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SEMANA VI DE PASCXj
134- LA MEDIACIÓN DE MARÍA
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María: en la cumbre del Calvario, de pie junto a la en me pareces un sacerdote en el altar ofreciendo a tu querid" simo Jesús, el dulce Emanuel, para colmar la justicia del Padre Un profeta lo dijo. Madre desolada: «No hay dolor semejante a tu dolor». Reina de los mártires, permaneciendo desterrada por nosotros prodigas toda la sangre de tu corazón. (STA. te' RESA DEL NIÑO JESÚS, Poesías, 44: Obras, p. 1058).
134. LA MEDIACIÓN DE MARÍA
«Dios y Señor nuestro, que por la maternidad virginal de María entregaste a los hombres los bienes de la salvación; concédenos experimentar su intercesión» (Misal Romano Solem. de Santa María, Madre de Dios).
1. — «La Bienaventurada Virgen María es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62). Estos títulos expresan su peculiar misión acerca de las relaciones de la humanidad con su Hijo amado. «Único es nuestro Mediador —afirma el Concilio—. Pero la misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia...; lejos de impedir, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (ib. 60). ¿Cómo se puede pensar que María, tan profundamente consagrada a ¡a causa de su Hijo y tan fundida con él en un único propósito, pueda obstaculizar las relaciones de los fieles con Jesús? Ella es quien ha dado al mundo el único Redentor y Mediador, ella quien en su cualidad de Madre abre a los hombres el camino para llegar a su Hijo y los introduce en su conocimiento y amor, ella la que «mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre» (ib. 65). Y todo
esto sucede por voluntad positiva de Dios, que no quiso ¿ar al mundo el Redentor sino por medio de María: «al llegar la plenitud de los tiempos —leemos en San Pablo— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gl 4, 4). Estando tan íntimamente ligada al Salvador, la Virgen participa en el grado más alto de su función mediadora, aunque siempre dependiente de él. «Todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres —puntualiza el Concilio— fluye de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud» (LG 60). Lo cual no quita que la mediación de María sea real y preciosísima. Se puede y se debe recurrir a ella con plena confianza, sin temor de confiar demasiado en la que Jesús mismo ha dado a los hombres por madre. También la Liturgia nos invita a dirigirnos a Dios interponiendo la poderosa mediación de María: «Dios todopoderoso... haz que sintamos la protección de María los que la proclamamos con firmeza Madre de Dios» (Misal Romano, Misa de Santa María Virgen, 4).
2.—-María es Mediadora entre nosotros y su Hijo por doble razón: porque nos da a Jesús y porque nos lleva a Jesús. El Evangelio nos la muestra varias veces en !a actitud, tiernamente materna, de ofrecer a los hombres el fruto de sus entrañas, Jesús: Ella lo presenta a la admiración de los pastores y de los Magos, lo lleva al templo y lo pone en brazos de Simeón; en Cana obtiene con su intercesión el primer milagro de su Hijo; sobre el Calvario «se asocia con corazón materno a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por ella misma» (LG 58) y la ofrece al Padre por la salvación de la humanidad; en el Cenáculo implora la plenitud del Espíritu Santo sobre los Apóstoles; y, finalmente, hasta el día de su feliz tránsito, no cesa de sostener con su oración y su solicitud materna la Iglesia
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naciente. Donde está María, está Jesús; toda la razón de la existencia de María, toda su misión consiste «n esto: en dar y presentar a Jesús al mundo y a las almas y con Jesús, su gracia y sus favores.
Pero, además, María lleva los hombres a Jesús: «p0t. su amor materno —dice el Concilio— cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean llevados a |a patria feliz» (LG 62). María es la madre solícita de |a salvación eterna de los creyentes, les consigue las gra-cías para alcanzarla, los llama dulcemente al bien cuando so alejan de él, suple su indigencia, dispone los corazones para que se abran con docilidad a la gracia y los va formando para que sean agradables a su Hijo. Como Jesús 68 el camino que lleva al Padre, así María es el camino que lleva a Cristo. Por eso «la Iglesia no duda en atribuir a María tal oficio subordinado [de mediadora], lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los helos, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador» (ib.).
Tráeme en pos de ti, Virgen inmaculada, tráeme en pos de; ti para que yo corra al olor de tus perfumes.
Tráeme en pos de ti, porque me detiene el peso de mis Pecados y la malicia de mis perversos enemigos me engaña. Como nadie puede ir a tu Hijo bendito si no lo trae el Padre, • i' i también se podría decir en cierto modo: nadie va a tu Hijo glorioso, si tú no lo atraes con tus santísimas oraciones... Con las palabras y los ejemplos nos enseñas la verdadera sabiduría, porque tú eres maestra de la sabiduría de Dios; tú pides la uiacia para los pecadores y prometes la gloria a quien te honra.
Tú has hallado gracia ante Dios, oh dulcísima Virgen María... la. santificada en el seno de tu madre, saludada por el ángel, Mena de Espíritu Santo, tú que has concebido al Hijo de Dios... Y has recibido estas gracias, oh humildísima Virgen María, no lólo para ti, sino también para nosotros, para que nos asistieras en todas nuestras necesidades. (R. GIORDANO, Contem-i»l.ilíones de B. V. M., prol, et cont. 1).
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J35. MARÍA MADRE DE LA IGLESIA
¡Oh María!, tu nombre está en mis labios y en mi corazón jesde el comienzo de mi vida. Desde mi infancia he aprendido | amarte como a madre, a invocarte en los peligros, a confiar en tu intercesión. Tú lees en mi alma el ansia que tengo de escudriñar la verdad, de practicar la virtud, de ser prudente y justo, fuerte y paciente, hermano para con todos. ¡Oh María!, sostén mis propósitos de vivir como fiel discípulo de Jesús para edificar la sociedad cristiana y alegrar a la Santa Iglesia Católica.
Te saludo, oh Madre, por la mañana y por la tarde; te invoco a lo largo de mi camino; de ti espero la inspiración y el alivio para coronar los compromisos sagrados de mi vocación terrena, dar gloria a Dios y conseguir la eterna salvación.
¡Oh María! Lo mismo que tú en Belén y en el Calvario, quiero permanecer también yo siempre al lado de Jesús. El es Rey inmortal de los siglos y de los pueblos. Amén. (JUAN XXIII, Breviario).
135. MARÍA MADRE DE LA IGLESIA
«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Le 1, 42).
1. — El Concilio Vaticano II ha puesto bien de relieve el lugar especialísimo de la Bienaventurada Virgen María en la historia de la salvación y consiguientemente en la historia y en la vida de la Iglesia. Hija humilde del antiguo Israel, María es al mismo tiempo la hija primogénita y la madre del nuevo, algo así como es hija y madre de Dios. Hija primogénita de la Iglesia, por ser el primer fruto de la salvación, «redimida de un modo eminente en atención a los méritos futuros de su Hijo» (LG 53), y por lo tanto primer sarmiento injertado en Cristo, primer miembro de su Cuerpo místico. Pero sobre todo María es madre de la Iglesia, en cuanto predestinada desde toda la eternidad para ser la madre de Aquel que debía dar vida a la Iglesia misma. A través de esta humilde Virgen llegó
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SEMANA VI DE PASCUA
hasta los hombres la salvación prometida por Dios desde el principio del género humano, «cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado» (LG 55). De esta manera María, primogénita de los redimidos, se convierte en la madre de esos mismos redimidos, la madre del nuevo Pueblo de Dios tanto que los Santos Padres «comparándola con Eva, |a llaman "Madre de los vivientes", y afirman con mayor frecuencia: "la muerte vino por Eva, por María la vida"» (LG 56). La Madre del Salvador es por derecho la madre de los que han sido salvados, y esto no sólo porque ha engendrado el Salvador a la vida terrena, sino porque estuvo íntimamente asociada a su obra de salvación. «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras él moría en la cruz, cooperó en forma del todo singular... en la restauración de la vida sobrenatural de las almas» (LG 61). Por la unión de María con su Hijo, cualquier acción suya tiene un valor salvífico, y el oficio de madre que ejercita con respecto a él se extiende a cuantos creerán en él. A los pies de la cruz, cuando Jesús le confía a Juan, y en el cenáculo, donde con los discípulos espera al Espíritu Santo, María aparece de lleno en su función de Madre de la Iglesia, la cual espera apoyo en su- corazón materno y saca fuerza y fecundidad espiritual de su oración.
2. — «La Bienaventurada Virgen... está unida también íntimamente a la Iglesia», en cuanto es su figura y modelo, «en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo» (LG 63). María, que en circunstancias por demás oscuras y difíciles creyó en Dios sin sombra de duda, y perseveró impertérrita en su fe en la muerte misma de su Hijo cuando todo parecía derrumbarse, es el modelo sublime de la fe de la Iglesia. Las dificultades, las contradicciones, los desbandamientos internos, lo mis-
1,35. MARÍA MADRE DE LA IGLESIA 569
pno que las persecuciones y las luchas externas no deben debilitar la fe; y si la tentación, la duda o el error pueden amenazarla, la Iglesia encuentra en María el sostén de su propia fe. Precisamente por el mérito de su fe la Virgen tiene, como canta la Liturgia, el poder de destruir ella sola todas las herejías del mundo (Brev. Romano, Común de las fiestas de la Virgen).
Y es también modelo de caridad. La Virgen de Naza-ret, que más que ninguna otra criatura amó a Dios y a los hombres, «en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres» (LG 65). La Iglesia —tanto la jerarquía como los seglares— no tiene más que reflejarse en María para comprender de qué manera y en qué medida debe cumplir su misión de caridad, consagrándose totalmente al servicio de Dios y de los hombres. Pero hay otro motivo que impulsa a la Iglesia a seguir los pasos de la Madre de Dios y madre suya; también ella, como María, por su unión con Cristo es madre y virgen. Madre, porque «por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios»; virgen, porque «custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo» (LG 64). Y tanto más perfectamente conseguirá todo esto la Iglesia, cuanto con mayor perfección y fidelidad procure copiar las virtudes de María, especialmente su perfecta adhesión a Dios y la fidelidad en acoger y conservar la palabra divina. Este es el camino que todo miembro de la Iglesia debe seguir para crecer Continuamente en la caridad y en la fe, o mejor dicho —en expresión del Concilio— para conservar «virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad» (LG 64).
¡Oh María, verdaderamente tú eres bendita entre las muje-
570 SEMANA VI DE PASCUA
/ res, porque has cambiado en bendición la maldición contra Eva; porque has hecho que Adán fuese bendecido por causa tuya. Verdaderamente tú eres la bendita entre las mujeres porque por medio tuyo se ha extendido sobre todos los hombres la bendición del Padre celestial y los ha librado de |g antigua maldición. Verdaderamente tú eres bendita entre |as mujeres, porque por ti tus progenitores hallaron la salvación pues debes dar a luz el Salvador que les obtendrá la salvación de Dios. Verdaderamente tú eres bendita entre las mujeres, porque sin concurso de varón has producido el fruto que da al mundo entero la bendición y lo rescata de la maldición que le hacía producir espinas. Verdaderamente tú eres la bendita entre las mujeres, porque siendo por naturaleza sólo una mujer, has sido hecha madre de Dios. En efecto, si el que de ti debe nacer es verdadero Dios encarnado, con todo derecho tú te llamas Madre de Dios, habiendo engendrado verdaderamente a todo un Dios. (S. SOFRONIO DE JERUSALEN, In Deiparae Annuntia-tionem, 2, 22).
¡Oh Virgen María, Madre de la Iglesia!, a ti te encomiendo la Iglesia entera... Tú, «auxilium Episcoporum», protege y asiste a los obispos en su misión apostólica y a cuantos, sacerdotes, religiosos y seglares, les ayudan en su difícil tarea.
Tú que fuiste presentada por tu mismo Hijo divino, en el momento de su muerte redentora, como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano que en ti confía. Acuérdate de todos tus hijos; confirma ante Dios sus plegarias, conserva incólume su fe, refuerza su esperanza, auméntales la caridad. Acuérdate de cuantos se hallan en la necesidad, en la tibulación o en el peligro; especialmente de cuantos sufren persecución y están en la cárcel por causa de la fe. Consigúeles, oh Virgen santa, la debida fotaleza y apresura el día de la justa libertad. Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados, y dígnate unirnos a todos, tú que has engendrado a Cristo puente de unión entre Dios y los hombres.
¡Oh templo de la luz sin sombra y sin mancha!, intercede ante tu Hijo unigénito. Mediador de nuestra reconciliación con el Padre, para que conceda misericordia a nuestras culpas y aleje toda discordia de entre nosotros, dando a nuestras almas la alegría de vivir. (PABLO VI, Insegnamenti, v. 2, p. 677).
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136. LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
JUEVES DE LA VI SEMANA DESPUÉS DE PASCUA
«Se eleva Dios entre aclamaciones. ¡Cantad a Dios, cantadle! ¡Cantad a nuestro Rey, cantadle! Porque él es Rey de toda la tierra» (Ps 47, 6-8).
1.-—La Ascensión del Señor es el coronamiento de su Resurrección. Es la entrada oficial en la gloria que correspondía al Resucitado después de las humillaciones del Calvario; es la vuelta al Padre anunciada por él en el día de Pascua: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 30, 17), había dicho a María Magdalena. Y a los discípulos de Emaús: «¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloría?» (Le 24, 26). Tal modo de expresarse indica no sólo una vuelta y una gloria futuras, sino inmediatas y ya presentes en cuanto estrechamente ligadas a la Resurrección. Sin embargo, para confirmar a los discípulos en la fe, era necesario que esto sucediese de manera visible, como se verificó cuarenta días después de la Pascua. Los que habían visto morir al Señor en la cruz entre insultos y burlas, debían ser los testigos de su exaltación suprema a los cielos.
Los Evangelistas refieren el hecho con mucha sobriedad, y sin embargo su narración hace resaltar el poder de Cristo y su gloria: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra», se lee en Mateo (28, 18); y Marcos añade: «El Señor Jesús... fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios» (16, 19). A su vez Lucas recuerda la última bendición de Cristo a los Apóstoles: «Mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo» (24, 51). También en los
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SEMANA VI DE PASCUA J ^ LAASCENSIONDELSEÑOR
h II su maiestad divina I d'estra en 'os cielos, por encima de todo principado y
últimos discursos de Jesús brina su j a. ■■ testad [o sea de ios ánge|es]... y de todo cuanto tiene
Habla como quien todo lo puede ^^"^^^ hab|ar^ 1 nombre» (ib. 20-21). La gloria de Cristo levantado por
pulos que en su nombre «ec ar serpientes > I encima de toda criatura es, en el pensamiento paulino,
lenguas nuevas, tomarán en l5s„mano^'d, -n [ ' ' 1 ja prueba de lo que Dios hará en favor de aquellos que,
si bebieren puu^uua, n^ ^ sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien» (Me 16 17-18). Los Hechos de los Apóstoles atestiguan la verdad de todo esto. Y Lucas, tanto en la conclusión de su Evangelio como en los Hechos, habla de la gran promesa del Espíritu Santo que confirma a los Apóstoles en la misión y en los poderes recibidos de Cristo: «Yo os envío lo que mi Padre os ha prometido» (Le 24, 49); «recibiréis el poder del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta el extremo de la tierra. Diciendo esto, fue arrebatado a vista de ellos, y una nube le sustrajo a sus ojos» (He 1, 8-9). Espectáculo maravilloso que dejó a los Apóstoles atónitos, «fija la vista en él», hasta que dos ángeles vinieron a sacarles de su asombro. 2. — El cristiano está llamado a participar de todo el misterio de Cristo y por lo tanto "también de su glorificación. El mismo lo había dicho: «Voy a prepararos el lugar. Y cuando yo me haya ido... volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). La Ascensión constituye por lo tanto un gran argumento de esperanza para el hombre que en su peregrinación terrena se siente desterrado y sufre alejado de Dios. Es la esperanza que San Pablo invocaba para •"*""io« «¡ifimnre viva en sus |
_____ ___ .„ .„ j ,____________________ mo miem- un solo cuerpo del que él es la cabeza, condi-ii oü suerte. Esto lleva consigo el cristianismo auténtico: creer y nutrir la firme esperanza de que, así como hoy el creyente en las tribulaciones de la vida toma parte en la muerte de Cristo, también un día tendrá parte en su gloria eterna. Pero los ángeles, que en el monte de la Ascensión dicen a los Apóstoles: «Ese Jesús que ha sido arrebatado entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto al cielo» (He 1, 11), amonestan a los creyentes a poner manos a la obra mientras esperan la venida final de Cristo. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos. «Id —les había dicho el Señor— enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19); tienen que continuar perennemente en el mundo su obra de salvación predicando, administrando los sacramentos, enseñando a vivir según el Evangelio. Sin embargo, Cristo quiere que esto sea precedido y preparado por una pausa de oración en la espera del Espíritu Santo que deberá confirmar y corroborar a |
de ir al P< de |
si bebieren Ponzoña,_ n^^^da^ra,^^láscanos , j ^ & ^ ^ ^ fe y pertenec¡éndo|e co
\^ \jt \~r uvjWV/1 u wuniii imui y uui iuuui ui <-*
sus Apóstoles. La vida de la Iglesia comienza de esta
e ban rauiu ,i,vw^_______ ,------- .manera no con la acción sino con la oración, «al lado de
tos Efesiofy quíría^que estuviera siempre viva en sus María, la Madre de Jesús» (He 1, 14).
zones «El Dios de nuestro Señor Jesucristo y Padre |
S°r^a ¿loria ilumine los ojos de vuestro corazón, para j Concédenos, {¿ios todopoderoso, exultar de gozo y darte
de la giur ... esperanza a que os ha llamado» ¡gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de
que entendáis cua f mdaba el Apóstol esta esperan- Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y él, que es la
(Ef 1, 17-18). ¿Y en que eierció en Cristo, jcabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a la que
za? En el gran poder de Dios «que ioritánfin|P a Su Isormos llamados como miebros de su cuerpo (Colecta).
resucitándole de entre los muertos y sentándole ,
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SEMANA VI DE PASCUA j37. EL ESPÍRITU SANTO |
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Señor Jesús, rey de la gloria, vencedor del pecado y de |a muerte, has ascendido hoy, ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No te has ido para desen-icnderte de este mundo, sino que has querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de tu Cuerpo vivamos con la ardiente esperanza de seguirte en tu Reino (Ctr. Prefacio, I. Misal Romano).
Levantado sobre los cielos, ¡oh, Dios!... tú que permaneciste encerrado en el seno de una madre, que fuiste formado de lo que tú mismo formaste... tú a quien el viejo Simeón conoció pequeño y proclamó grande, que la viuda Ana vio lactante y reconoció omnipotente; tú que sufriste el hambre y la sed por nosotros, que te fatigaste en tus peregrinaciones por nosotros... tu arrestado, atado, flagelado, coronado de espinas, atado a| leño de la cruz, atravesado por una lanza; tú muerto y sepultado, levantado al cielo, ¡oh, Dios! (Sermón, 262, 4).
Tu resurrección, oh Señor, es nuestra esperanza, tu Ascensión es nuestra glorificación... Haz que ascendamos contigo y que nuestro corazón se eleve hacia ti. Pero, haz que levantándose, no nos enorgullezcamos ni presumamos de nuestros méritos como si fuesen de nuestra propiedad; haz que tengamos el corazón en alto, pero junto a' ti, porque elevar el corazón no siendo hacia ti, es soberbia, elevarlo a ti, es seguridad. Iú ascendido al cielo te has hecho nuestro refugio...
¿Quién es ese que asciende? El mismo que descendió. Has descendido por sanarme, has ascendido para elevarme. Si me elevo a mí mismo caigo; si me levantas tú, permanezco alzado... A ti que te levantas digo: Señor, tú eres mi esperanza, tú que asciendes al cielo; sé mi refugio. (S. AGUSTÍN, Sr. 261. 1).
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137. EL ESPÍRITU SANTO
«¡Oh Espíritu Santo, mandado por el Padre
en nombre de Cristo para enseñarnos todas
las cosas!, enséñanos a conocerte y a amar
te» (Jn 14, 26).
1. — «No os alejéis de Jerusalén, sino esperad ¡a promesa del Padre que de mí habéis escuchado» (He 1, 4). Obedeciendo a la consigna recibida, los Apóstoles se reunieron en oración: era el primer novenario de Pentecostés. En sintonía con la Iglesia primitiva, cuan hermoso es en estos días dirigir la mente y el corazón al Espíritu Santo con el deseo de conocerlo mejor, de amarlo más, de prepararse con más intensa oración a su venida.
El Vaticano II dice: «Dios Padre [... es] Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el ¡Espíritu Santo por el Hijo» (AG 2). El Padre, conocién-¡dose a sí mismo, engendra desde toda la eternidad al ¡Verbo, Idea perfecta y substancial en quien el Padre expresa y a quien comunica toda su bondad, amabilidad, naturaleza y ciencia divinas. El Padre y el Verbo, por su bondad y belleza infinitas, se aman desde toda la eternidad, y de este amor que une al uno con el otro procede el Espíritu Santo, Como el Verbo es engendrado por el Padre por vía de conocimiento, así el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por vía de amor. El Espíritu Santo es, pues, el término y la efusión del amor mutuo ie\ Padre y del Hijo, efusión tan perfecta y substancial que es una Persona, la tercera Persona de la Santísima ¡rrinidad, en la cual el Padre y el Hijo, por la sublime fecundidad de su amor, transfunden su misma naturaleza | esencia sin verse privados de ellas. Y precisamente por ser el Espíritu Santo la efusión del amor divino, es llamado «Espíritu», según el sentido latino de la palabra
N
6 SEMANA VI DE PASfjm
e significa hálito, aspiración, soplo vital. Como en rm tros la respiración es la manifestación de la vida, a~-
Dios el Espíritu Santo es la expresión y la efusión : la vida y de amor del Padre y del Hijo, pero Una usión substancial, personal, que es Persona. En este ntido, a la tercera Persona de la Santísima Trinidad
la llama «el Espíritu del Padre y del Hijo» y también I Espíritu del amor en Dios», es decir, el «soplo» de ior del Padre y del Hijo, el «soplo» del amor divino
el mismo sentido llaman los Santos Padres al Espíritu nto «osculum Patris et F\\¡\», el beso del Padre y del jo, «beso suavísimo pero secretísimo», según la delicia expresión de San Bernardo.
Este es el Espíritu Santo, Espíritu de amor, que no-tros invocamos para que venga a encender la llama
la caridad en nuestros corazones.
2. — Aunque de manera velada, ya en el Antiguo Tes-nento se habla del Espíritu Santo y ya desde entonces
Espíritu Santo obraba en el mundo. Pero la revelación plícita del Espíritu Santo y su efusión sobre todo el eblo de Dios está reservada al Nuevo Testamento, ito y don supremo de la redención efectuada por Cristo. sus mismo lo anunció: «El Paráclito que yo os mandaré parte del Padre, el Espíritu de verdad que procede I Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26). Jesús asenta al Espíritu Santo como Persona divina que «pro-de del Padre» y que él mismo, juntamente con el dre, «enviará», precisamente porque el Espíritu Santo 3cede también de él en cuanto Verbo. Este divino píritu, «el Espíritu de verdad», vendrá a continuar la ra de! Redentor y dará «testimonio» de él. En efecto,
Espíritu Santo iluminará a los Apóstoles y a todos los syentes acerca del misterio de Cristo, de la verdad
su mensaje y de la realidad de su Persona humano-'ina.
137. el espíritu santo 577
, Espíritu de amor en cuanto procede del amor mutuo ¿e\ Padre y del Hijo, Espíritu de verdad en cuanto da la inteligencia de los misterios divinos y completa las enseñanzas de Cristo, el Espíritu Santo tiene la misión peculiar de santificar a los creyentes en el amor y en |a verdad. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo», dice San Pablo (Rm 5. 5); y Jesús declaraba a los Apóstoles: «El Espíritu
i ¿e verdad os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16, 13). Precisamente bajo estos aspectos la Iglesia nos
I ¡hvita a invocar el Espíritu Santo: «Ven, ¡oh Espíritu Creador!, visita las mentes de tus fieles, llena de la grá-
| oía celestial los corazones que tú has creado» (Veríi Creator). Al Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo es un único Dios creador del mundo, la Iglesia pide que santifique a sus criaturas, que ilumine las inteligencias con su luz divina y que llene los corazones con su gracia y amor. Que él, «Don del Dios Altísimo, fuente viva, fuego, caridad, unción espiritual», venga a purificarnos, a inflamarnos en su amor ardiente, a confortarnos con su dulzura; que él, «dedo de la diestra de Dios», venga a indicarnos el camino de la verdad: sea nuestro maestro y nuestro guía.
¡Oh Espíritu Santo, que unes al Padre y al Hijo en una bienaventuranza sin fin!, enséñame a vivir cada instante y a través de cualquier acontecimiento en la Intimidad de mi Dios, consumado cada vez más en la unidad de la Trinidad. Sí, por encima de todo concédeme tu espíritu de amor para animar con tu santidad hasta los más imperceptibles actos de mi vida, de manera que yo sea en la Iglesia, para la redención de las almas y la gloria del Padre, una hostia de amor para alabanza de la Trinidad...
Te pido un alma de cristalina limpieza, digna de ser un tern-plo vivo de la Trinidad. Dios santo, guarda en la unidad mi alma para Jesús, con toda su potencia de amor, ávida de comunicar incesantemente tu pureza infinita. Que mi alma pueda atravesar
19--- 1. D.
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SEMANA VI DE PASCUa
este mundo corrompido, santa e inmaculada en el amor, ba¡0 tu sola presencia, bajo tu sola mirada, sin la más peqUeña mancha, sin que la más mínima fealdad pueda ofuscar en e||g el resplandor de tu belleza. (M. M. PHILIPON, Consagración a la SS. Trinidad).
Cuando tú, viniendo de lo alto, ¡oh Fuego divino!, comienza^ a inflamar el corazón del hombre, las pasiones disminuyen y pierden su fuerza; el peso se aligera, y, a medida que crece el ardor, el corazón humano se siente tan ligero que toma alas como de paloma (Ps 54, 7)...
¡Oh fuego bienaventurado que no consumes sino que iluminas, y, si consumes, destruyes las malas disposiciones para que la vida no se apague! Envuélveme en ese fuego, un fuego que me purifique, alejando de mi espíritu, con la luz de |a verdadera sabiduría, la oscuridad de la ignorancia, la oscuridad de una conciencia errónea; que transforme en amor ardiente el frío de la pereza, del egoísmo y de la negligencia. Un fuego que no permita a mi corazón endurecerse, sino que con su calor lo haga siempre manejable, obediente y devoto; que me libre del yugo pesado de las preocupaciones y de los deseos terrenos, y que, en las alas de la santa contemplación que nutre y aumenta la caridad, levante mi corazón tan alto que yo pueda repetir con el profeta: «Alegra el alma de tu siervo, porque a ti. Señor, alzo mi alma» (Ps 85, 4). (S. ROBERTO BELARMINO, De ascensione mentís in Deum, Op. v. V, p. 232).
138. EL ESPÍRITU DE CRISTO
«¡Oh Espíritu Santo, que consagraste a Cristo con tu unción y lo guiaste en toda su vida!, dígnate dirigir mis pasos» (Le 4, 18. 1).
1. — El Espíritu Santo es llamado en la Sagrada Escritura «el Espíritu de Cristo» (Rm 8, 9), «el Espíritu de Jesús» (He 16, 7). Cristo es el Verbo encarnado, hecho 1 hombre, y, sin embargo, permanece siempre el Verbo,
133. el espíritu de cristo 579
e| Hijo de Dios, del cual —como del Padre— procede e\ Espíritu Santo; por eso debe decirse que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo, precisamente porque la persona de Cristo no es otra que el Verbo. Mas cuando7 se habla de Cristo ha de entenderse que se habla del pesias Verbo Encarnado, y también en este sentido se puede decir que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo. Toda la vida del Salvador se desarrolla bajo el influjo del divino Paráclito. Su concepción se realiza por obra del Espíritu Santo que desciende sobre María y la cubre con su sombra; y cuando más tarde la Madre se encuentra con Isabel, también ésta «se llenó del Espíritu Santo» (Le 1, 41), saludando en María a la Madre de Dios. Igualmente, cuando Jesús es presentado en el templo, Simeón «movido del Espíritu» (Le 2, 27) sale a su encuentro y reconoce en él al Salvador. Desde los primeros instantes de su existencia, Cristo, lleno del Espíritu Santo, lo derrama en torno a sí. Y cuando irá al Jordán para ser bautizado, el Bautista dará testimonio de él diciendo: «Yo he visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre él» (Jn 1, 32); era la manifestación externa de la inconmensurable plenitud del Espíritu Santo que colmaba el alma de Cristo. Jesús posee el Espíritu Santo con una plenitud que no tiene medida, no sólo porque como Verbo es una cosa sola con el Padre y con el Espíritu Santo, sino también porque como hombre, en virtud de la unión hipostática, su Alma santísima está invadida totalmente por el divino Espíritu. «Aquel a quien Dios ha enviado —dice San Juan— habla palabras de Dios, pues Dios le dio el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34). Jesús que posee «toda la plenitud de la divinidad» (Cl 2, 9), posee también la plenitud del Espíritu Santo, que es por excelencia su Espíritu.
2- — San Lucas pone particularmente de relieve cómo toda la conducta de Jesús está guiada y regida por el
580 SEMANA VI DE PASCTj
Espíritu Santo: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se retiró del Jordán y fue conducido al desierto por el Espíritu (4, 1); trascurrido este período, el Evangelista anota-«Jesús, impulsado por el Espíritu, se volvió a Galilea (4, 14). El Espíritu Santo obraba incesantemente en Cristo inspirando todas sus acciones, su predicación, sus mila-gros y su misma oración, a propósito de la cual Lucas puntualiza: «Jesús se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños» (-¡o 21). De esta manera toda la vida del Salvador se mueve bajo el impulso del Espíritu Santo, como también bajo su impulso se realiza su supremo sacrificio, como lo enseña San Pablo: «Cristo... por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios» (Hb 9, 14).
El divino Espíritu obra incesantemente en el alma de Jesús que se muestra dócilísima a su impulso de la manera más perfecta. El Espíritu Santo sale al encuentro de esta sublime criatura que es el alma de Jesús: la invade, la dirige, la mueve al cumplimiento de su misión y la lleva a Dios con un impulso fortísimo, precisamente porque ella está totalmente bajo la influencia de su moción. Y como el Padre tiene sus complacencias en Cristo, su Hijo amado, también el Espíritu Santo «tiene sus delicias en habitar en el alma del Redentor como en su templo preferido» (Mystici Corporis).
Jesús con su pasión y muerte ha merecido para todos los hombres su Espíritu y quiere derramarlo cada vez más abundantemente en sus corazones, para que pueda tomar la dirección de toda su vida y llevarlos a la santidad.
¡Oh Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que pro: cedes de ellos en unidad de origen y unes el uno al otro en unidad de amor y de aspiración! ¡Espíritu y Amor eterno que subsistes personalmente en la Divinidad y divinamente comple-
¿39. DOMINGO VII DE PASCUA — CICLO A 581
tas las emanaciones eternas! Yo te adoro y te doy gracias por aquella operación santa y admirable con que realizaste el sagra-jo misterio de la Encarnación. Tú eres en la eternidad el término de la divina emanación y eres también, en la plenitud ¿e los tiempos, el principio de un nuevo estado, el estado ¿e la unión hipostática, que es la fuente y el origen de todas [as operaciones santas y de todas las emanaciones de gracia que cielos y tierra con reverencia admiran. Tú eres en la Santísima Trinidad el vínculo sagrado entre las divinas Personas, y en la Encarnación unes a una Persona divina con la naturaleza humana... Tú das al Verbo, en el seno de su Madre, una nueva naturaleza, revistiéndolo de nuestra humanidad.
¡Oh Espíritu Santo! Tú eres Espíritu de Amor y realizas en la tierra la obra de amor, la unión divina y la alianza incomparable que une la tierra con el cielo, el ser creado con el Ser increado y a Dios con el hombre, con tan estrecha unión que de ella resulta para siempre un Dios hombre y un Hombre Dios. (P. DE BERULLE, Las grandezas de Jesús, 2, 2).
Tú solo eres santo, ¡oh Jesús! El solo santo porque eres, por medio de tu encarnación, el verdadero hijo de Dios; el solo santo porque posees la gracia santificante en su plenitud para distribuírnosla; el solo santo porque tu alma era de una docilidad infinita al impulso del Espíritu Santo que inspiraba y regulaba tus movimientos, todos tus actos y los hacía agradables a tu Padre. (C. MARMION, Cristo vida del alma, I, 6).
139. DOMINGO Vil DE PASCUA
CICLO A
«Padre... glorifica a tu Hijo» (Jn 17, 1).
La Liturgia propone hoy a la consideración de los fieles la oración sacerdotal de Jesús y la de los Apóstoles reunidos en torno a María en espera del Espíritu Santo;
jtema sumamente oportuno para disponer los espíritus a
¡la fiesta de Pentecostés ya cercana.
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i • -^ /> / REMANA VII DE PASCtt,
sus pronuncia su oraciórr sacerdotal en el cenáculo ■ alta, rodeado de sus discípulos, en la inminencia i pasión: «Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hi¡0 s que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste i toda carne, para que a todos los que tú le diste 6 él la vida eterna» (Jn 17, 1-2). Jesús piensa en su ' i», la hora de su muerte por la cual entrará en |a i de la resurrección y luego en la gloria que, como do Dios, tenía junto al Padre desde toda la eternidad )). Cuando vino al mundo, anonadó esa gloria para ii «la forma de siervo» (Fp 2, 7), pero ahora que para salir del mundo por la muerte, pide ser reinte-) en olla. Su misión en efecto no puede agotarse con uerte —un muerto ni da gloria a Dios ni vida a los brea -: la muerte es el primer acto indispensable, exige necesariamente el segundo: la resurrección gloria. Y precisamente porque, después de haber indo voluntariamente la muerte, resucitará glorioso,,
0 glorificará al Padre y salvará a los hombres, íenien-/
1poder de darles la vida eterna. Por eso, pidiendo su)
icación, Jesús no hace más que pedir la gloria delj
i y la salvación de la humanidad.
as haber orado por sí mismo, Jesús ruega por sus toles. Ellos pertenecen al Padre no sólo en cuanto iras suyas, sino también por haberlos elegido él al olado y habérselos dado al Hijo en fuerza de esa ion: «Tuyos eran, y tú me los diste» (Jn 17, 6). los ha amado y guardado con solicitud más que la, divina. Los ha puesto al corriente de su misterio jo de Dios, les ha transmitido la palabra del Padre >s han correspondido: «yo les he comunicado las as que tú me diste, y ellos ahora las recibieron» . Ahora que Jesús está para irse, tiembla por ellos; 1 que los deja con pesar en el mundo, expuestos igro y a la lucha, y los confía al Padre con ternura
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conmovedora: «Yo ruego por ellos... por los que tú me diste, porque son tuyos... Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti» (ib. g. 11). Los Apóstoles deben permanecer para continuar su'misión; pero el Padre velará sobre ellos: «Padre Santo, guárdalos en tu nombre» (ib. 11).
Más de cincuenta días después, cuando Jesús ha pasado ya por la muerte y ha entrado en su gloria, los Apóstoles se hallan de nuevo reunidos en el cenáculo. El Maestro ya no está allí orando con ellos y por ellos, pero está María que los sostiene con su presencia. No han olvidado la oración de Jesús —que un día transmitirán por escrito— y se puede pensar que la hagan propia; como él, piden la gloria del Padre y la salvación de los hombres, mientras para sí mismos imploran los divinos auxilios para ser testimonios fieles de Cristo. De esta manera esperan la venida del Espíritu Santo «perseverando unánimes en la oración... con María, la Madre de Jesús» (He 1, 14). Así deben prepararse también a !a fiesta de Pentecostés los fieles de todos los tiempos: glorificando a Dios con la oración y con las obras, disponiendo su corazón para recibir el Espíritu Santo, orando por la Iglesia y sus pastores y por la salvación de todos los hombres. Y en medio de ellos esté siempre María inspirando y dando valor a su oración.
¡Oh Padre glorifica a tu Hijo! Consolida su reino en el corazón de cuantos le aman; restaura su dominio sobre las almas que se han alejado de él, atrae hacia él a todos aquellos que, envueltos en tinieblas, todavía no le conocen. Padre, glorifica a tu Hijo para que a su vez tu Hijo te glorique a ti manifestándonos tu ser divino, tus perfecciones, tus deseos.
¡Oh Jesús, Pontífice omnipotente!, ahora que estás sentado a la derecha del Padre y gozas de toda la plenitud de tu triunfo, ruega al Padre, como lo prometiste, que nos envíe otro abogado y consolador; tú mereciste esta gracia para nosotros por los
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SEMANA VII DE
PASCU;
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te |
dolores de tu humanidad, y el Padre te escuchará porque ama. (C. MARMION, Cristo en sus misterios, 16. 17).
¡Oh Señor!, tú has prometido al Padre: «Revelaré tu nombr a mis hermanos; en medio dé la asamblea cantaré tus ai banzas».
¡Canta, oh Verbo, las alabanzas del Padre y revélame a t Padre! Tus palabras me salvarán y tu canto me amaestrará. Hast ahora no he acertado en la búsqueda de Dios. Pero desde qnP tú me iluminas, Señor, me has hecho encontrar al que es m' Dios y Padre tuyo, y de ti yo lo recibo. Yo me convierto en heredero contigo, ya que tú no te avergüenzas de tu hermano (CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protrepticus, 11, PG 8, 232A).
CICLO B
«Padre Santo, guárdanos en tu nombre conságranos en la verdad» (Jn 17, 11. 17).
Las lecturas de este día nos ofrecen la fisonomía del apóstol y del discípulo de Cristo, dibujada a grandes rasgos por el Evangelio en la oración sacerdotal de Jesús y completada por las dos otras lecturas.
i |
Antes de separarse de los Apóstoles para ir a su pasión, Jesús los confía al Padre para que los guarde en su lugar. El sabe que los deja expuestos a los peligros y a la hostilidad de aquel «mundo» por el cual ha declarado que no ruega (Jn 17, 9). No se trata evidentemente del mundo en cuanto criatura de Dios, que, por lo tanto,' es buena en sí, sino del mundo del pecado dominado por) j el Maligno. Los Apóstoles no le pertencen —«no son del J mundo»— y por eso precisamente «el mundo los odia»j (ib. 14); sin embargo deben vivir en él cumpliendo sui j misión. Por eso Jesús dice al Padre: «No pido que losUJ saques del mundo, sino que los guardes del Maligno»;! (ib. 15). Petición que indica la línea de conducta de todo!
gpóstol: permanecer en el mundo para cristianizarlo, pero no dejarse envolver por sus insidias ni temer su odio, el cual es por otra parte la garantía de no pertenecer a él. £ntre las asechanzas del mundo la más temible es el error que, falseando la conciencia, arrastra al hombre a sLi ruina. He aquí por qué Jesús pide al Padre: «Conságralos en la verdad, pues tu palabra es verdad» (ib. 17). La verdad que procede de Dios -—su palabra— es la que jebe caracterizar a los apóstoles e inmunizarlos de los errores del mundo; por eso deben ser «consagrados» en esta verdad y dedicados completamente a su servicio. Es una consagración que, separándolos del mundo desacra-lizado, los dedica a la verdad hasta el sacrificio de sí mismos, a ejemplo del Maestro que se «consagró» por ellos hasta la inmolación de la cruz. Tal es el sentido ¡je estas palabras: «y yo por ellos me consagro, para que ellos sean consagrados en la verdad» (ib. 19).
La oración de Jesús está surcada como por una nube: el pensamiento del traidor: «los guardé —dice al Padre—, y ninguno de ellos pereció, si no es el hijo de la perdición, para que la Escritura se cumpliese» (ib. 12). Prevista, pero no determinada por las Escrituras, esta pérdida tan dolo-rosa para el Salvador prueba que tan sólo quien resiste voluntariamente a su amor perecerá. Los Hechos de los Apóstoles (primera lectura) refieren la elección de Matías para ocupar el puesto dejado vacío por Judas. Es interesante el criterio seguido para la elección: debía recaer en un hombre que hubiera seguido a Jesús desde el principio de su vida pública hasta la muerte, para que ■—como dice San Pedro— «sea testigo con nosotros de su resurrección» (He 1, 22). El apóstol de todos los tiempos está llamado a testificar la resurrección del Señor, que es la prueba irrefutable de su divinidad y de su poder de Salvador. ¿Pero cómo testificar hoy un hecho acaecido hace ya tantos siglos? La Escritura ofrece los documentSEMANA VII DE PAScrj
ese hecho, y sin embargo hay tantos h.om ,1 refractarios a ella. Pero hay un argument '¡¡ onvincente y es la conducta de los apósto|es¡J :nte su amor mutuo que debe hacer|0s Jl como pidió Jesús en su oración (Jn 17_ ^ | jnto desarrollado en la segunda lectura: «s¡ mutuamente, Dios permanece en nosotros» Y permanece no sólo para la vida y la alegría intes, sino también para que por medio ele utuo hagan ellos presente a Jesús entre sus les ayuden a creer. Con su amor dan testi-ol Padre envió a su Hijo por Salvador del 14), y que ese Jesús que predican muerto y or la redención de los hombres no es un mito, ha redimido hasta el punto de hacerlos capa-<:r todo egoísmo y llegar a ser todos «una sola
<¡ue por el admirable trueque de este sacrificio irlícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra ufestación y testimonio de esta verdad que cono-il Romano, Oración sobre las ofrendas, jueves Vi ascua).
rucado a ellos tu palabra». Que esta palabra que los tuyos del mundo, siga produciendo este mismo vez que escuchamos o leemos tu palabra, oh Jesús, )ios de donde ella ha salido. Esta palabra no nos M cosas del mundo, porque nos hace saborear la íl mundo no conoce ni quiere conocer, porque la [ja. El mundo es falso en todo, en todo engañador,
oh Jesús, nos abre los ojos para ver esta ilusión ¡I mundo. Tu palabra constituye las castas delicias
desilusionadas y disgustadas del mundo. Ifior, que yo saboree tu palabra, para que el mundo >renderme con sus engaños... Haz que penetre su lozca su profundidad, que la ponga en mi corazón ;e de repetirla con la boca... Sea ella mi consuelo
ng. DOMINGO VII DE PASCUA — CICLO C 587
e| destierro, mi consejo, mi luz, mi amor, mi esperanza. f.nz que mientras la escucho pueda entenderla, reconociendo HJe el entenderla es don tuyo. Señor. (Cfr. J. B. BOSSUET. ?j jjtaciones sobre los Evangelios, II, 52).
CICLO C
«Padre santo, haz que todos seamos uno, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La Liturgia de este último domingo de Pascua se po-I ¿ría definir como una síntesis de los maravillosos frutos ) ¿e\ misterio pascual: la venida del Espíritu Santo, el íes-| timonio de los discípulos, la unión de los creyentes, la / última venida de Jesús.
La primera lectura (He 7, 55-60) nos presenta a Esteban «lleno del Espíritu Santo», a quien tras su valiente I discurso ante el sanedrín, se le concede penetrar con I |a mirada en el santuario de la divinidad: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie, a la diestra de Dios» (ib. 56). Esta última declaración acelera ¡ su martirio: es el primer discípulo que sigue al Maestro hasta la muerte. Pero mientras Jesús había pasado a través de las tinieblas de la agonía, Esteban por el contrario contempla en éxtasis los cielos abiertos precisamente porque goza de los frutos de la cruel muerte de su Señor que en la cruz mereció la fortaleza para todos los mártires y subiendo a los cielos mandó su Espíritu a todos los creyentes. En Esteban se cumple de modo maravilloso la promesa de Jesús: «recibiréis fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (He 1, 8). Estas palabras infalibles deben constituir el sostén de todos los cristianos perseguidos.
Pero hay otro testimonio que los creyentes deben
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dar de Cristo, y es la unión fraterna entre ellos. De e|i w habla la última parte de la oración sacerdotal de jesú $)] que hoy se ofrece a la meditación de los fieles. Después VA de haber rogado por los Apóstoles, el Señor ruega n0t. t todos los que a través de los siglos creerán en él, y p^ r «que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yQ ¡FJ en ti, también ellos sean en nosotros» (Jn 17, 21). |» unión que Jesús pide para los creyentes es ante codo |a 'V unión con el Padre y con el Hijo, fuente única de la mutua ñ unión entre ellos. El cristiano está maduro cuando realiza t en sí la unión personal con Dios que se desborda en lajl unión personal con los hermanos; la primera es la base i K y el fundamento de la segunda, mientras ésta constituye (l la señal visible y controlable de la autenticidad de la;f primera. Jesús quiere que la unión de los creyentes con ü Dios y entre sí sea tan perfecta que refleje la unidad¡J que existe entre él y el Padre: «sean uno, como nosotros j somos uno» (ib. 22) y sea para el mundo un motivo de sí credibilidad: «para que el mundo crea que tú me has" enviado» (ib. 21). E insiste sobre este punto de manera impresionante: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean ' perfectamente uno y conozca el mundo que tú me en- I viaste y amaste a éstos como me amaste a mí» (ib. 23). Se diría que Jesús hace depender la fe del mundo de la / capacidad de demostrar los creyentes, con su unión mu- t tua, el amor con que Dios ama y salva a los hombres. I Responsabilidad tremenda en que pensamos demasiado poco: ¿la falta de fe de la sociedad moderna no dependerá quizá de la falta de unión entre los creyentes? Para ¡ poner remedio a semejante deficiencia no hay más que un solo medio: hacer lugar a Jesús para que viva con pie- | nitud en sus fieles —«yo en ellos»—, ame en ellos y los una a todos en su amor.
Sin embargo la unión absolutamente perfecta se realizará sólo en el cielo; aquí abajo es imposible que no se
140. DULCE HUÉSPED DEL ALMA 589
¡resienta de los límites de la criatura. Pero hay que ten-■
I ¿er a esa meta sin desfallecimiento, invocando continua-
¡ ftiente el auxilio divino: «Ven, Señor Jesús» (Ap 21, 20;
í segunda lectura), es el último grito de la Escritura y el
gemido incesante de la Iglesia, que, mientras espera la
venida final del Señor, lo invoca sin cesar para que venga
a sostener y fortalecer la unión de sus hijos.
Muéstranos, Señor, la abundancia de tus misericordias, y con el poder de tu Espíritu aparta las divisiones de los cristianos, para que la Iglesia aparezca en toda su luz como señal alzada sobre los pueblos, y el mundo, iluminado por tu Espíritu, crea en Cristo que tú has enviado. (Misal Romano, Misa por ja unidad de los cristianos, C, Colecta).
Dios y Señor del universo, en tu bondad haznos dignos, a pesar de nuestra miseria, de esta hora, que estemos unidos, sin falsedad ni fingimiento, los unos con los otros, por el lazo de la paz y de la caridad. Afirma nuestra unión por la acción santificante de tu divino conocimiento, con la ayuda de tu Hijo único nuestro Señor, Dios y Salvador, Jesucristo. Bendito seas y glorificado con él y el muy Santo Espíritu, el Espíritu de bondad que da la vida... Tú eres el Dios de la paz, de la misericordia, de la caridad, del perdón y de la bondad, con tu Hijo único y el muy Santo Espíritu.
Que tu paz, Señor, y tu tranquilidad, tu caridad y tu gracia, la misericordia de tu divinidad sean con nosotros y entre nosotros, todos los días de nuestra vida. (Oraciones de los primeros cristianos, 301, 308, BAC).
140. DULCE HUÉSPED DEL ALMA
«Oh Espíritu Santo, que habitas en nosotros, transfórmanos en templos de tu gloria» (Misal Romano, martes Vil semana de Pascua).
1. — Los Hechos de los Apóstoles refieren el suceso
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de los cristianos de Efeso, que, habiendo sido bautizado con el bautismo de Juan, no sólo no habían recibido i Espíritu Santo, sino que ni aún conocían su existencia Entonces Pablo los instruyó y los bautizó «en el nombrp del Señor Jesús, e imponiéndoles las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo» (He 19, 5-6). El bautismo de Juan era sólo preparatorio; él mismo lo había dicho-■Yo os bautizo en agua, pero llegando está otro más fuerte que yo..., él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego» (Le 3, 16). Este es el bautismo que Jesús había enunciado a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede «mirar en el reino de los cielos» (Jn 3, 5); éste es el bautismo por medio del cual Cristo hace participantes a la Iglesia y a todos sus fieles de su Espíritu para que Vivan de su misma vida. «Para que incesantemente nos renovemos en él —enseña el Concilio Vaticano II— Cristo nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma ¡ vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o alma, en el Cuerpo humano» (LG 7). En virtud del bautismo de Cristo, el Espíritu Santo —tercera Persona de la Santísima Trinidad igual en todo al Padre y al Hijo, Espíritu de amor que procede del Padre y del Hijo, Espíritu vivificador y guiador de la vida del Salvador— desciende sobre la Iglesia y sobre todos los fieles, vivificando la Iglesia y cada uno de sus miembros. «Único e idéntico» en Cristo, en la Iglesia y en los fieles, el Espíritu Santo es el principio vital y santificador de la Iglesia; por él la Iglesia y cada uno de los fieles viven en Cristo y de Cristo. Quien pertenece a Cristo tiene el Espíritu de Cristo, dice San Pablo (Rm 8, 9).
2. —«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y
I ¿40. DULCE HUÉSPED DEL ALMA 591
- yo rogaré al Padre, y os dará otro Paráclito, que estará j <
c0n vosotros para siempre: el Espíritu de verdad» (Jn 14, 115-17). Al prometer Jesús a sus apóstoles el Espíritu l § Santo les pide una sola condición: el amor auténtico que 1
se prueba con las obras, con el generoso cumplimiento
í del divino querer. El Espíritu Santo, Espíritu de amor, no
I puede ser dado a quien no vive en el amor. Pero a ,
quienes viven en el amor y por lo tanto en gracia, les l
es asegurado el Espíritu Santo por la promesa infalible
I de Jesús y por la omnipotencia de su oración. No se
trata de un don pasajero limitado al tiempo en que se
reciben los sacramentos o en general a un tiempo deter
minado, sino de un don estable, permanente: «en los
corazones [de los fieles] habita el Espíritu Santo como ,
en un templo», afirma el Concilio (LG 9). El es el «dulce
huésped del alma» (Secuencia), y cuanto más crece ésta
en gracia, tanto más se complace el Espíritu Santo en
habitar en ella y en obrar en ella para llevar a cabo su \
santificación. \
El Espíritu Santo está en el hombre para plasmarlo a imagen de Cristo, para solicitarlo al cumplimiento de la voluntad de Dios, para sostenerlo en la lucha contra el mal y ayudarlo en el conseguimiento del bien. «El Espíritu | viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rm 8, 26) y haciendo suya nuestra causa «aboga por nosotros con gemidos inenarrables» (ib.) ante el Padre. Si los bautizados tienen un abogado tan poderoso y un sostén tan valedero, ¿cómo es que los que llegan a la santidad son tan pocos? Es el tremendo misterio de la libertad del hombre y al mismo tiempo de su responsabilidad. Dios que ha creado al hombre libre, no lo santifica contra su voluntad. Si el cristiano no se santifica, es únicamente porque no deja campo libre en sí a la acción del Espíritu Santo, sino que la impide con sus pecados, con su falta de docilidad y de generosidad. Si usase su libertad para abrirse com-
592 SEMANA VII DE PASCtr!
épletamente a la invasión del Espíritu Paráclito y pa someterse en todo a su influjo, él lo tomaría bajo su qu, y lo santificaría. Es necesario, pues, orar con la Iglesia-«Ven, Espíritu divino, lava las manchas, riega la tierra en sequía, doma el Espíritu indómito, infunde calor hp vida en el hielo» (Secuencia).
Oh Espíritu Santo Paráclito, lleva a su perfección en nosotros la obra comenzada por Jesús; fortalece y haz continua la oración que hacemos en nombre del mundo entero; apresura para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior; da ardor a nuestro apostolado que desea llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, redimidos todos por la sangre de Cristo y heredad suya. Mortifica en nosotros nuestra natural presunción y elévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del impulso generoso. Que ninguna atadura terrena nos impida hacer honor a nuestra vocación; que ningún interés mortifique, por pereza nuestra, las exigencias de la justicia; que ningún cálculo humano reduzca a la angostura de los pequeños egoísmos los espacios inmensos de la caridad. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud para el sacrificio hasta ¡a cruz y la muerte; y que todo, finalmente, corresponda a la última oración del Hijo al Padre celestial, y a aquella efusión tuya, oh Espíritu de amor, que el Padre y el Hijo desean para la Iglesia y sus instituciones, para los pueblos y para cada una de las almas. (JUAN XXIII-, Breviario).
Oh Espíritu poderoso, envía el rocío de tu suavidad, concede a mi alma y a mi espíritu que gocen la plenitud de las gracias de tu grande misericordia. Labra el campo inteligente de mi corazón de carne, endurecido, para que reciba y haga fructificar tu semilla espiritual.
Confesamos que sólo por tu inmensa sabiduría florecen y crecen en nosotros todos los bienes. Tú eres quien consagra a los Apóstoles, inspira a los profetas, instruye a los doctores, hace hablar a los mudos y abre los oídos de los sordos...
Extiende tu diestra sobre mí y fortifícame con la gracia de tu compasión; disipa de mi espíritu la triste niebla del olvido
1h41- el espíritu de los hijos de dios 593
||y con ella las tinieblas del pecado, para que pueda elevarme, con el vuelo del espíritu, desde la vida terrena hasta las al-I turas. (S. GREGORIO DE NAREK, Le livre des priéres).
141. EL ESPÍRITU DE LOS HIJOS DE DIOS
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«Oh Espíritu Santo, que das testimonio de
nuestra adopción filial, haz de mí un verdadero hijo de Dios» (Rm 8, 16).
I f 1. — En el bautismo el creyente, asociado misteriosa-/ mente a la muerte y a la resurrección de Cristo, recibe I su Espíritu que lo justifica engendrándolo a nueva vidn. I «Nos salvó —dice San Pablo— mediante el lavatorio de la i regeneración y renovación del Espíritu Santo» (Tt 3, 5). i Con el bautismo inicia el Espíritu Santo su obra de san- / tificación que es ante todo «lavatorio», o sea, purificación del pecado y «regeneración» mediante la gracia. De tfil i manera el hombre, «redimido por Cristo y hecho, en al \ Espíritu Santo, nueva criatura» (GS 37), recibe de él un I espíritu nuevo, el espíritu de hijo adoptivo de Dios. «Dios ] ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gl 4, 6), afirma el Apóstol. Al Espíritu Santo, que es el Espíritu del Hijo, son atribuidos de modo especial la gracia y el espíritu de adopción. El Espíritu Santo infunde en. el bautizado el espíritu de su filiación, que lo impulsa a dirigirse a Dios con confianza filial invocándolo «Padre» y además le da la certeza de su adopción. «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).
La segunda etapa de la acción del Espíritu Santo en los creyentes está marcada por el sacramento de la confirmación. San Lucas refiere que a los samaritanos, que
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sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor lesús», Pedro y Juan «les impusieron las manos y rec¡ jieron el Espíritu Santo» (He 8, 16-17). Es lo que se realiza en cada uno de los creyentes mediante el sacramento dr; la confirmación: el Espíritu Santo renueva en ellos su efusión, los confirma en el espíritu de hijos de Dios en le fe y en la práctica de la vida cristiana.
Pero el Espíritu Santo no obra sólo por medio del bautismo y de la confirmación, sino también en codos los demás sacramentos como lo recuerda la Liturgia de estos días con respecto a la penitencia, afirmando que «él es el perdón de todos los pecados» (Misal Romano, silbado antes de Pentecostés, colecta). Del mismo modo que en todos los sacramentos existe la acción de Cristo, tampoco puede faltar la de su Espíritu. Toda la vida cristiana, desde su nacimiento, está envuelta en la acción secreta, misteriosa del Espíritu Santo; en él son vivificados y santificados los creyentes, y en él son hechos hijos en el Hijo de Dios.
2. — Hablando del Espíritu Santo dice el Concilio: «El es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado» (LG 4). Aunque la gracia que vivifica a los creyentes es don común de toda la Trinidad, se le atribuye de modo peculiar al Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor: así como al Padre se atribuye especialmente la creación, y el Hijo con su pasión y muerte nos ha merecido la gracia, al Espíritu se atribuye la obra de la santificación porque él la difunde en los fieles. Pero esta obra no se limita a los sacramentos; el Espíritu Santo se muestra siempre activo en el corazón de los bautizados; él es el Maestro interior que «santifica y dirige al pueblo de Dios... y lo enriquece con las virtudes» (LG 12). En primer lugar el Espíritu Santo despierta y mantiene en los creyentes «el sentido de la fe» (ib.),
01. EL ESPÍRITU DE LOS HIJOS DE DIOS 595
dándoles la inteligencia profunda de Cristo y de su Evangelio, según lo que el mismo Señor dijo: «ei Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo» (Jn 14, 26). EL Espíritu Santo realiza esta pasión no sólo iluminando a los fieles interiormente, sino también exteriormente por medio de la Sagrada Escritura y del magisterio de la Iglesia.
«La Sagrada Escritura es habla de Dios en cuanto que, por inspiración del Espíritu divino, se consigna por es- i crito» y «en las palabras de los profetas y apóstoles, \ hace resonar la voz del Espíritu Santo» (DV 9. 21). De \ ahí que meditar el texto sagrado viene a ser algo así como «ir a la escuela» del Espíritu Santo, que ilumina j nuestra mente con su luz y estimula con su impulso nuestra voluntad. Además, el Espíritu Santo continúa instruyéndonos y estimulándonos al bien mediante la palabra viva de la Iglesia, a la cual ha sido dado para que la guíe «hacia la verdad completa», preservándola de errores y extravíos.
Si aceptamos las inspiraciones del Espíritu Santo, si
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movidos por su invitación nos decidimos a obrar, él nos acompaña además y nos asiste con la gracia actual, a fin de que podamos llevar a feliz término la obra virtuosa. De esta manera el Espíritu Santo ayuda continuamente a los hijos de Dios y los guía y sostiene en la búsqueda de la verdad y en la práctica de la perfección evangélica.
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Dios mío, Amor vivo en que el Padre y el Hijo se aman mutuamente, tú eres la fuente del amor sobrenatural que brota en nuestros corazones. «Fuente de la vida, fuego, amor»... Te reconozco como la fuente del gran don que es el único que puede salvarnos; el amor sobrenatural. El hombre de suyo í es ciego e insensible a todas las cosas del espíritu: ¿cómo podrá llegar al Paraíso? Únicamente con la llama de tu gracia, j que lo consume para renovarlo y hacerlo capaz de gozar aquella felicidad que sin ti ni siquiera podría vislumbrar.
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SEMANA VII DE PASCU
142-
EL
espíritu de la iglesia
Tú, omnipotente Consolador, has sido y sigues siendo i fuerza, la energía y la paciencia del mártir en medio de su tormentos. Tú, el sostén del confesor de la fe en sus larqn^ y humillantes sufrimientos. Tú, el fuego con que el predicador olvidándose a sí mismo, llega a conquistar las almas.
Por tu medio resucitamos de la muerte del pecado, susti5 tuyendo a la idolatría de las criaturas el amor puro del Creado^ Por ti nos es dado despertar en nosotros mismos la fe, |y esperanzarla caridad y el arrepentimiento. Por ti evitamos Jj contagio de la atmósfera malsana de la tierra, aunque tengamos que respirarla. Por ti recibimos la fuerza de consagrarnos gj ministerio sagrado y cumplir sus formidables deberes. Y el fuego que tú has encendido dentro de nosotros, es el que nos da fuerzas para orar, meditar y mortificarnos. Del mismo modo que nuestros cuerpos no podrían vivir si se apagase el sol tampoco nuestra alma si tú te alejaras de ella.
Supremo Señor y santificador mío, de ti me viene cuanto dé bueno poseo. Sin ti, con el pasar de los años, iría empeorando..; Aumenta en mí la gracia del amor, oh Espíritu Santo, y no mires a mi nulidad. Tu amor es infinitamente más precioso que todos los tesoros del mundo: es el único amor que te pido, en cambio de todo lo que el mundo puede ofrecerme. Concédeme tu amor, que es la vida para mí. (J. H. NEWMAN, Madurez cristiana).
Señor, té pedimos nos des un entendimiento más claro... y que abras más nuestros sentidos a la verdad, para que, considerando en el Espíritu Santo lo que ha sido escrito por el Espíritu, y expresando én términos de espíritu las realidades del espíritu, podamos explicar las Escrituras según Dios y el Espíritu Santo que las ha inspirado. (Cfr. ORÍGENES, en Oraciones de los primeros cristianos, 38).
142. EL ESPÍRITU DE LA IGLESIA
«Oh Espíritu Santo, haz que la iglesia, unida en tu amor, tenga «un corazón y un alma sola» [He 4, 32).
1. — La Iglesia fundada por Cristo para que prolongue a través de los siglos su obra de salvación, está animada 1 por su mismo Espíritu; en efecto, corroborada por el I divino Paráclito, ella emprendió el día mismo de Pentecostés su carrera en el mundo anunciando el Evangelio. «Fue en Pentecostés —enseña el Concilio— cuando empezaron los "hechos de los apóstoles", del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María, y Cristo fue impulsado a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descendió sobre él mientras oraba» (AG 4).
La Iglesia vive, crece y obra en el mundo bajo al influjo y la guía del Espíritu Santo, al que «Cristo envió de parte del Padre... para que llevara a cabo interiormente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma» (ib.). Todo cuanto la Iglesia ha realizado en los dos milenios de cristianismo ha sido en virtud de este divino Espíritu que nunca ha cesado de asis-! tirla y de infundirle el necesario vigor para el cumpli-| miento de su misión. Sin embargo el Espíritu Santo no |¡ lleva a la Iglesia por un camino fácil exento de dificultades y de luchas, sino que más bien la sostiene para u que avance a través de ellas con constancia y serenidad | y alegre de sufrir por Cristo. Los primeros Apóstoles I que gozaban «porque habían sido dignos de padecer ul-\ trajes por el nombre de Jesús» (He 5, 41), constituyen \ un ejemplo típico. Y con ellos Pablo, que, dejando las ' Iglesias de Asia para seguir la inspiración divina que lo
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598 SEMANA VII DE PASCtj I
impulsaba a otras partes, decía: «Ahora, encadenado n0 el Espíritu, voy hacia Jerusalén, sin saber lo que aniñe sucederá, sino que en todas las ciudades el Espíi-j^ Santo me advierte, diciendo que me esperan cadenas v tribulaciones» (He 20, 22-23). Tenía conciencia de arriesgar la vida, pero no retrocedía «con tal de... anunciar ei* evangelio de la gracia de Dios» (ib. 24).
La fuerza de la Iglesia actual, como lo fue para ¡a Iglesia naciente, está en dejarse guiar por el Espíritu Santo, como «encadenada» por él, sacando de este víncu lo que la tiene tan íntimamente unida al Espíritu, la fuerza para dar testimonio de Cristo y difundir el Evangelio, no obstante las contradicciones y las persecuciones. También en este caso debe cumplirse la palabra de Jesús: «cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de parte del Padre... él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio» (Jn 15, 26).
- El testimonio que Jesús pide a su Iglesia es juntamente testimonio de fe y de amor. En su oración \ ;il Padre Jesús pidió por los suyos: «Conságralos en la verdad» (Jn 17, 17), es decir, que ellos se consagren a la difusión del Evangelio con tanto fervor que estén dis- \ puestos a emplear su vida y hasta sacrificarla por ello. Pero en la misma oración añadió: «sean perfectos en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste» (ib. 23). \ I I amor mutuo de los discípulos y la perfecta unión que de él deriva, darán testimonio al mundo que el Hijo de f Dios se ha hecho hombre y ha venido para traer el amor <livino a los hombres; darán testimonio de la veracidad y <lol valor del cristianismo.
El Espíritu Santo, que es Espíritu de verdad y de amor, luciendo a la Iglesia capaz de dar testimonio de la fe y dfl difundirla, la va fortaleciendo y amalgamando en su Interior para hacerla perfecta en la unidad «para que el mundo crea» (ib. 24). El Espíritu Santo, dice el Concilio,
:
142. ELespíritu de la iglesia 599
«para toda la Iglesia, y para todos y cada uno de los Leyentes es principio de asociación y de unidad» (LG 13). Donde el Espíritu Santo obra y no ponen los hombres obstáculo a su acción, promueve siempre ía unidad de ioS corazones y de las mentes, despierta el verdadero sentido de fraternidad, y continuamente «produce y urge ja caridad entre los fieles» (ib. 7).
Para cooperar a la unión de la Iglesia, el primer paso y el más importante es favorecer en sí mismo el desarrollo del amor que el Espíritu Santo infunde en cada Uno de los bautizados, para que produzca frutos de caridad, de concordia y de paz. Rogar por la unión y la paz universal dejando que fermenten en el propio corazón los gérmenes del egoísmo, de la intolerancia y de la antipatía que son productores de discordia, sería una verdadera contradicción. Por eso San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz» (Ef 4, 1-3). No es fácil esto para la debilidad humana, pero el Espíritu Santo está en cada uno de los fieles sosteniendo sus esfuerzos, y ayudándole a recordar las enseñanzas de Jesús acerca del mandamiento del amor y a ponerlas por obra.
Oh Espíritu Santo, tú eres en la Iglesia lo que el alma es en el cuerpo; tú eres el espíritu que la anima y vivifica, el que conserva su unidad aun dotándole de los más variados efectos que le dan vigor y belleza...
Oh Espíritu Santo, prometido y mandado por el Padre y por Jesús, tú dabas plenitud e intensidad de vida sobrenatural a los primeros cristianos, que por el amor que tú derramabas en ellos, constituían, a pesar de sus diferencias «un corazón y un alma sola».
600 SEMANA VII DE PASCm
Pero también hoy tú permaneces en la Iglesia de manera i continua e indefectible, ejercitando en ella una acción incesante de vida y de santificación... Tú la haces infalible en la verdad tú dotas a la Iglesia de una maravillosa fecundidad sobrenatural haciendo brotar y brillar en sus vírgenes, en sus mártires y en sus confesores aquellas virtudes heroicas que son una de |as señales de su santidad... Tú eres el Espíritu que trabajas en lo profundo de las almas por medio de tus inspiraciones, para hacer a tu Iglesia pura, inmaculada, sin arruga, digna de ser presentada por Cristo al Padre en el día de su triunfo f¡na| (C. MARMION, Cristo en sus misterios, 17).
Oh Espíritu Santo, cuando das testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, este testimonio nos llena de consuelo. Pero tú también nos has sido dado para acrecentar el fervor en nuestros corazones, encendiendo el fuego poderoso de la caridad, para que nos gloriemos no sólo en la esperanza de hijos de Dios, sino también en las tribulaciones, teniendo por gloria la ofensa, por gozo los ultrajes, por honor el desprecio... Oh Espíritu Santo, haz que se cumplan en nosotros los días de Pentecostés, los días del perdón, de la alegría (In festo Pentecostés, 3, 8).
Oh Espíritu de amor, aviva en nosotros el deseo de caminar con nuestro Dios; tú solo lo puedes avivar, pues escudriñas las profundidades de nuestro corazón, conoces sus pensamientos e intenciones y no sufres la menor imperfección en el corazón que posees, sino que la destruyes en seguida con el fuego de tu delicadísima atención. ■ ;
Oh Espíritu dulce y suave, que doblegas nuestra voluntad, oriéntala cada vez más hacia la tuya, para que podamos conocerla claramente, amarla ardientemente y cumplirla eficazmente. (In festo Pentecostés, 2, 8. Cfr. SAN BERNARDO).
J43. GUIADOS POR EL ESPÍRITU 601
143. GUIADOS POR EL ESPÍRITU
«Ven, Espíritu divino... Padre amoroso del pobre; ven, en tus dones espléndido; luz que
penetra las almas» (Secuencia).
■ -r
i 1. — «Tu Espíritu, Señor, infunda en nosotros sus do-j nes espirituales y forme en nosotros un corazón que te
í sea agradable» (Misal Romano, Colecta). Esta oración nos invita a reflexionar aún sobre la acción interior del
I Espíritu Santo en los fieles. La gracia santificante, las
I virtudes teologales y morales infundidas en el bautismo colocan al cristiano en un plano sobrenatural y lo hacen capaz de obrar sobrenaturalmente y de tender a Dios y a la santidad. Sin embargo, su modo de obrar permanece
j siempre humano y por lo tanto limitado e imperfecto. De hecho, nuestro entendimiento, aunque iluminado por la fe, es siempre inadecuado respecto del ser infinito, e incapaz de representárselo tal cual es; mientras estarnos sobre la tierra, conocemos a Dios «como a través de un espejo y en enigma», y solamente en el cielo «le veremos cara a cara» (1 Cr 13, 12). Y no sólo no venemos un conocimiento adecuado de Dios, pero ni siquiera de la santidad: sólo hasta cierto punto conocemos las cosas de Dios, y así también, sólo hasta cierto punto, conocemos el camino de la santidad; realmente, no siempre sabemos distinguir lo más perfecto, y muchas veces, aun a pesar nuestro, erramos, creyendo santo y bueno lo que en realidad no lo es. Por otra parte, la plena unión -con Dios, es decir, la santidad, exige una perfecta orientación hacia él, según el primero y mayor precepto de Cristo: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22, 37); pero
i esta perfecta orientación excede nuestras fuerzas, precisamente porque tenemos un conocimiento demasiado
12 SEMANA VII DE PASCUa
nperfecto de Dios y del camino que a él conduce
tendremos, pues, que renunciar a la santidad? De nin-
im modo. Dios, que nos quiere santos, nos da también
! modo de llegar a serlo: precisamente para este f¡n
08 ha dado el Espíritu Santo. «El Espíritu Santo. . 0s
0 enseñará todo» (Jn 14, 26); la promesa de Jesús es
nfalible. El Espíritu Santo que «todo io escudriña, hasta i
B8 profundidades de Dios» (1 Cr 2, 10), que conoce per.
Botamente la naturaleza y los misterios de Dios, y a|
nismo tiempo todas las exigencias de la santidad, como
también las necesidades, los límites y las debilidades del
hombre, viene a tomarnos de la mano para llevarnos a
la santidad. Se trata de un magisterio interior que ilumina
(i los fieles acerca de los misterios divinos y plasma
IUS corazones de manera que sean agradables a Dios.
•Ven, oh Espíritu Creador, visita las mentes de tus fieles,
llena de la gracia celestial los corazones por ti creados»
IVani Creator).
2. — «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éatOS son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Los hijos deben parecerse a sus padres, deben poseer su mismo espíritu. Muís ha dado a todos los bautizados su Espíritu, pero no todos se dejan guiar por él y por eso no todos llevan a perfección su condición de hijos. Sólo quienes se abandonan con docilidad a la acción del Espíritu Santo viven en plenitud la gracia de la adopción y como verdaderos luios consiguen su fin: la comunión con Dios en el amor. Mientras el hombre va adelante con su propia iniciativa, BU orientación hacia Dios es incompleta, porque se trata Blempre de un modo humano; pero cuando se deja guiar por el Espíritu Santo, éste, obrando a modo divino, lo orienta perfectamente hacia Dios. El Espíritu Santo con BU8 dones influye directamente en la voluntad del hombre: la urge, la inflama, la atrae hacia sí y por medio del amor ilumina su mente. Así nace en nosotros aquel «sen-
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4
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GUIADOS POR EL ESPÍRITU
tído de Dios» y de las cosas divinas que no sabemos explicar, pero que nos hace conocer y gustar a Dios y pos orienta a él más que cualquier otro razonamiento e industria nuestra. Sentimos entonces que Dios es «único», que todas las criaturas están infinitamente distantes de él; sentimos que merece todo nuestro amor y que este nuestro amor es nada frente a la infinita amabilidad divina; sentimos que todo sacrificio es siempre demasiado poco para un Dios tan grande. Es precisamente éste él modo como el Espíritu Santo nos coloca en el camino de la santidad.
La acción del Espíritu Santo es por demás poderosa y eficaz, pero sin embargo, Espíritu de amor como es, no quiere violentar la libertad humana, sino que espera a que el hombre acepte libremente sus impulsos y le entregue por amor la propia voluntad. Si encuentra en él resistencia, retira de él sus gracias y lo deja en la mediocridad. Por eso San Pablo exhorta a vivir no «según la carne», es decir, según aquellas inclinaciones que llevan al hombre a afirmar más o menos su propia independencia y la de su voluntad con respecto a Dios, sino «según el Espíritu» (Rm 8, 4). Porque «el apetito de ¡a carne es muerte, pero el apetito del Espíritu es vida y paz» (ib 6). «Esta es la vida y la paz de los hijos de Dios: dejarse guiar por el Espíritu»; esta es la lógica de quien desea vivir su propio bautismo: «Si vivimos del Espíritu, andamos siempre según el Espíritu» (Gl 5, 25).
Bien sabes, Señor, que lo que el hombre necesita no es una guía visible, sino ante todo y sobre todo una ayuda interior, íntima e invisible. Tú te has dignado asegurarle una curación completa y no sólo parcial; no te has contentado con corregir en él lo que está en la superficie, sino que has querido eliminar el motivo básico, la raíz de todos sus males. Por eso has querido penetrar en el alma del hombre, y te alejaste de él corporalmente para volver a él en el Espíritu. No has querido
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SEMANA VII DE PASCUA
quedarte con tus Apóstoles como en los días de tu vida terrena
pero has puesto tu morada para siempre en su interior, estre
chando con ellos relaciones más directas y más verdaderas, en
la virtud del divino Paráclito. (J. H. NEWMAN, Madurez cris.
tiana). ¡
¡Oh Espíritu Santo!, enciende en mí el fuego de tu amor y ¡ la llama de la caridad eterna. Multiplica en mí estos santos transportes de amor que me lleven presto a la unión transfor. mante. Sujeta completamente a la divina voluntad no sólo mi voluntad, sino todas mis potencias y mis sentidos, a fin de que no sea dominada en cosa alguna por el amor propio, sino sólo por el impulso divino, y todo en mí se mueva por amor y en el amor, de modo que en el obrar todo lo haga por amor, y en el sufrir lo soporte todo con gusto de amor. Haz que lo sobrenatural sea la atmósfera «natural» en que se mueva mi alma. Hazme dócil, muy dócil y pronta a seguir tus inspiraciones. Que yo no desperdicie ninguna y sea siempre para ti una esposa fiel. Hazme cada vez más recogida, más silenciosa, más sujeta a tu acción divina, más apta a recibir tus toques delicados. Atráeme a lo íntimo de mi corazón donde resides, ¡oh dulce Huésped divino!, y enséñame a velar continuamente en oración. (SOR CARMELA DEL ESPÍRITU SANTO, Escritos iné-ditos).
144. TRANSFORMADOS EN LA IMAGEN DE CRISTO
«Oh Espíritu Santo, refleja en nosotros, como en un espejo, la gloria del Señor Jesús, para que seamos transformados en su imagen» (2 Cr 3, 18).
1. — El Concilio Vaticano II enseña que la «santidad de la Iglesia se manifiesta... en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles» (LG 39). Entre ellos, el más excelente, al cual todos los demás van ordenados, es la conformidad con Cristo. La Encíclica
144. TRANSFORMADOS EN LA IMAGEN DE CRISTO 605
yiystici Corporis lo dice expresamente: el Espíritu Santo «ha sido comunicado a la Iglesia... para que cada uno ¿e sus miembros, día a día, se vaya haciendo más semejante al Redentor».
Todos los elegidos son por Dios «predestinados para ser conformes a la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29); nosotros seremos santos según la medida de nuestra semejanza con Cristo. Y el Espíritu Santo nos ha sido dado precisamente para que esculpa en nosotros los rasgos eje esta divina semejanza, haciéndonos «de día en día más semejantes al Redentor». ¡Oh!, sería menester realmente que no pasase un solo día en que esta divina semejanza no aumentase en nosotros. Esta verdad llegó a impresionar profundamente a Sor Isabel de la Trinidad, que rogaba al Espíritu Santo le diese «una humanidad de complemento, en la cual Jesús pudiese renovar su misterio» (Elevación a la Trinidad). Si Jesús es el modelo al cual debemos asemejarnos, no es presunción aspirar a asemejarnos a él de tal modo que nuestra vida sea una «prolongación» de la suya y él pueda continuar en nosotros su incesante obra de adoración y glorificación del Padre y de redención de los hombres. Nosotros somos incapaces de llegar a una conformidad tan perfecta con Cristo, pero el Espíritu Santo está en nosotros para realizarla. Jesús es el Santo por excelencia; para hacernos semejantes a él el Espíritu Santo nos comunica ini-cialmente la santidad de Cristo difundiendo en nosotros la gracia, la cual debe después penetrar de tal modo nuestro ser, nuestra actividad, nuestra vida, que haga de cada uno de nosotros un «alter Christus». Y tengamos presente que la gracia difundida en nosotros por el Espíritu Santo es idéntica, en su naturaleza, a la que santifica el alma de Jesús; pues aunque a nosotros nos sea dada en medida infinitamente inferior mientras qué Jesucristo la posee «sin medida», se trata sin embargo
606 SEMANA VII DE PASCU\
del mismo germen, del mismo principio de santidad. j-je aquí por qué el pleno desarrollo de la gracia puede llevar efectivamente a los bautizados a la semejanza con Cristo hasta transformarlos en su misma imagen, «como mov¡! dos por el Espíritu del Señor» (2 Cr 3, 18).
2. — «Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor» [2 Cr 3, 18). En su condición de hijos de Dios, los bautizados reflejan en sí mismos la «gloria» de Cristo, es decir, la gracia de su «filiación»
Esto puede llegar a realizarse con tal perfección •________ «a
cara descubierta», esto es, sin velo alguno— que sean transformados «en la misma imagen» del Señor por acción de su Espíritu que habita en los creyentes. El ideal de la perfecta conformidad con Cristo es tan sublime que sobrepasa inmensamente la capacidad del hombre y sería locura pensar que lo puede conseguir con sus propias fuerzas; sin embargo lo puede alcanzar por el poder del Espíritu Santo «que nos ha sido dado» (Rm 5. 5) y permanece siempre con nosotros para sostener nuestra debilidad. El Espíritu Santo impulsa desde dentro el deseo de imitar a Cristo, de asemejarnos a sus sentimientos y a su vida; infunde energías sobrenaturales, sostiene la buena voluntad del hombre y la refuerza con su divina potencia. El, que guió a Jesús en el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre, guía al cristiano por el mismo camino. Lo ilumina acerca del querer divino, se lo hace apreciar como el mayor tesoro y se lo hace amar como el bien más grande, pues sólo en la voluntad de Dios encontrará su santificación y podrá hacerse semejante a Cristo. La voluntad divina debe ser para el cristiano, como lo fue para Jesús, su comida y su bebida, de manera que no exista ya en el alma «cosa alguna contraria a la voluntad divina, sino que todos sus movimientos sean
J44. TRANSFORMADOS EN LA IMAGEN DE CRISTO 607
en todo y por todo solamente voluntad de Dios» (San juan de la Cruz, Subida, I, 11, 2).
Todo esto desea realizar en el bautizado el Espíritu Santo, a continuación de que el alma se abra con coda docilidad a la acción de su gracia,
En espera de la fiesta de Pentecostés la Liturgia ¡nvoca al Espíritu Santo para que venga a purificar los corazones de los fieles (Misal Romano. Oración sobre ¡as ofrendas). Sólo el Espíritu Santo podrá apartar todos los obstáculos —apego a la propia voluntad, egoísmos, caprichos— que impiden a la gracia de adopción calar hondamente en la vida del cristiano; y así su espíritu totalmente puro, podrá recibir «cara a cara» la irradiación de la gloria de Cristo y ser transformado en su imagen.
¡Amadísimo Jesús mío! Deseo seguir en unión contigo la regla del amor, la regla de la voluntad de Dios por la cual pueda renovarse y transcurrir en ti toda mi vida. Ponía bajo la custodia de tu Santo Espíritu, a fin de que en todo tiempo esté pronta a la observancia de tus mandamientos y de todas mis obligaciones. Yo no soy más que un pobre tallo plantado por ti, de mi cosecha soy nada y menos que nada, pero tú puedes fácilmente hacerme florecer en la abundancia de tu Espíritu. ¿Qué soy yo, Dios mío, vida del alma mía? ¡Ah, cuan lejos estoy de ti! Soy como una brizna de polvo que el viento levanta y dispersa. Ahora bien, en virtud de tu caridad, el fuerte viento de tu amor omnipotente, por el soplo del Espíritu Santo, me lance a ti con tanto ímpetu, a merced de tu providencia, que comience de verdad a morir a mí misma para vivir solamente en ti, dulce amor mío.
¡Oh dulce amor mío! Haz que yo me pierda en ti; que me abandone completamente en ti, hasta el punto de que no quede en mí ningún vestigio, exactamente como sucede en un granito indivisible de polvo que desaparece sin notarse. Transfiéreme tan totalmente en el cariño de tu amor, que en ti sea aniquilada toda imperfección mía, y ya no tenga en adelante vida alguna fuera de ti. (STA. GERTRUDIS, Ejercicios, 4).
SEMANA VII DE PASCTí
)h Jesús!, infunde en mí un gran deseo de ser guiado, Co
Jo, movido en todas las cosas por tu Espíritu. Tú, en cuant*
bre, nada hacías sino por impulso del Espíritu Santo y ba°
lependencia... Haz que yo me abandone sin reservas y J°
stencia a este Espíritu, Padre de los pobres y dador de fá^
3s, y así seré conducido ciertamente por tu mismo caminS
e la manera que tú quieres. El Espíritu Santo me mueve °
girme al Padre como tú: ¡Abba, Padre! (C. MARMION, y3
tre de la vie spirituelie 16, p. 452). n
145. EL CAMINO DE LA CRUZ
VIGILIA DE PENTECOSTÉS
«Ven, oh Espíritu Santo, consolador per. fecto... descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, gozo que enjuga las lágrimas» (Secuencia).
1. — «También nosotros, que tenemos las primicias del spíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando »or la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Por-jue en esperanza estamos salvos» (Rm 8, 23-24). Aunque edimido por Cristo, el hombre mientras Vive aquí abajo io consigue una redención completa y definitiva; como dice el Apóstol, es salvado en la esperanza. Por otra parte, su cuerpo no está aún glorificado como el cuerpo de Cristo, y por los límites propios de la materia y los defectos de la naturaleza herida por el pecado, es causa de continuas luchas y tribulaciones. De aquí se deriva el estado de sufrimiento que acompaña a toda la existencia humana; es la tarea penosa de su regeneración que, comenzada con el bautismo, se va cumpliendo día tras día bajo la guía del Espíritu Santo, de quien ha recibido las «primicias». Por eso aun en medio del sufrimiento, el cristiano no puede ser pesimista: no es vana
j45- EL CAMINO DE LA CRUZ g()Q
¿u esperanza ni las tribulaciones son inútiles, antes bien, aCeptadas por amor de Dios, son el gran medio de la ^generación total, de la plena conformidad con Cristo. El Espíritu Santo no puede hacer al hombre semejante a Cristo ni conducirlo a la santidad si no es por e| camino de la cruz. El Concilio Vaticano II afirma: «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de ^¡da y de profesión los que son guiados por el Espíritu ¿e Dios y, obedeciendo a la voz del Padre... siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria» (LG 41). No hay para S e| cristiano otra forma de santidad que lo haga participar '" de la gloria de Cristo, sino la que le hace participar de su cruz. A esta santidad es «movido» por el Espíritu Santo, que, encendiendo en su corazón el amor a Cristo, le hace comprender el valor del sufrimiento que le asemeja a él. No se podrá jamás llegar a la profundidad de la vida espiritual, si no es viviendo en la propia carne el misterio de la cruz. Santa Teresa de Jesús enseña que aun las más sublimes gracias contemplativas, en que domina la acción del Espíritu Santo, se conceden a las almas precisamente para hacerlas más capaces de llevar la cruz. «Porque —dice la Santa— no nos puede Su Majestad hacérnosle mayor (favor) que es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza... para poderle imitar en el mucho padecer» (Moradas, Vil, 4, 4).
2. — «Ven, ¡oh Espíritu Santo!..., vacío está el hombre si tú le faltas por dentro» (Secuencia). Una de las circunstancias en que el hombre echa de ver mejor su incapacidad y su nulidad es la del sufrimiento profundo. Es necesario que el Espíritu Santo le infunda fortaleza para hacerle capaz de llevar con serenidad ciertas cruces que desde un punto de vista humano, no hacen esperar
20—I. D.
SEMANA VII DE PASCrn
o. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» ce San Pablo— y «el mismo Espíritu aboga por rióos con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26). El se hace ¡Ion del cristiano, ruega con él y por él aunándolo en Misterio de una súplica a la cual el Padre no puede Btlr. Cuando bajo el peso del sufrimiento el hombre siente incapaz de orar, le queda un recurso: unirse icmido secreto que, desde el fondo de su corazón, e| ii ¡tu Santo eleva al Padre, y repetir en él y por él iración de Cristo: «¡Abba, Padre!... no sea lo que y0 :ro, sino lo que quieres tú» (Me 14, 36). Pero hay además en el itinerario de la vida espiritual IS sufrimientos causados por la acción misma del £s_ tu Santo, que purifica así las almas para disponerlas n.i mayor intimidad y unión con Dios. Por más que el nlirc trate de negar su propia voluntad para conforree a la de Dios, de despojarse del hombre viejo y todas sus perversas tendencias para revestirse de ItO, no llegará jamás por sí solo a un desasimiento y m;i abnegación total. El Espíritu Santo sale al encuende su buena voluntad sometiéndole a pruebas exte-os e interiores. El Espíritu Santo —dice San Juan de Cruz-— con su «amorosa llama divina... está hiriendo si alma, gastándole y consumiéndole las imperfeccio-. de sus malos hábitos; y ésta es la operación del iritu Santo, en la cual la dispone para la divina unión ransformación de amor en Dios» (Llama 1, 19). Es lOSlble que esto se realice sin sufrimiento, que puede tar a ser muy intenso, pero será siempre saludable, que, aceptado con generosidad, lleva a término la ificación del hombre y lo dispone para ser invadido lamente por la gracia. Al hombre no le queda otra a que dejarse conducir y abandonarse con confianza a acción del Espíritu que lo prueba y lo aflige, no a atormentarlo, sino para introducirlo finalmente «en ¡bertad... de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). Libertad
Ii45. EL CAMINO DE LA CRUZ 611
¿e adherir a Dios, de entrar en comunión con él para formar «con él un solo espíritu» (1 Cr 6, 17).
¡Oh Espíritu de verdad! Hazme conocer a tu Verbo, enséñale a recordar todo lo que él ha dicho, ilumíname, guíame, ^azme conforme a Jesús, un «alter Christus», comunicándome sUs virtudes, en particular: su humildad, su obediencia; hazme participante de su obra redentora deseando amar la cruz.
¡Oh Fuego consumidor, Amor divino en persona! Inflámame, quémame, consúmeme, destruye mi yo, transfórmame toda en arnor; hazme llegar a la nada para poseer el Todo; hazme llegar a la cumbre del «Monte» en donde sólo mora la gloria ¿e Dios, en donde todo es «paz y gozo» del Espíritu Santo. Que yo alcance en la tierra —a través del sufrimiento y de la contemplación amorosa— la unión más íntima con la Santísima Trinidad, en la espera de llegar a contemplarla sin velos a||á arriba en el cielo, en la paz, en la alegría, en la seguridad del banquete eterno. (SOR CARMELA DEL ESPÍRITU SANTO, Escritos inéditos).
¿A dónde iré, Dios mío, y a quién recurriré si me alejo de tu Espíritu? ¿Por ventura no es tu espíritu, Señor, descanso en las fatigas, alivio en el llanto, el mejor consolador en cualquier angustia y tribulación?... Tú, Espíritu Santo, has dicho que para los que aman a Dios todas las cosas se convierten en bien; aviva, pues, mi fe y hazme creer efectivamente en esta consoladora promesa de la cual brota la esperanza. No te pido que me libres de la tribulación, sino que me la cambies en ejercicio de verdadera virtud y en.aumento de santo amor... Hazme sentir, oh dulce Huésped del alma, tu benéfica presencia, pues prometiste estar con tu siervo fiel cuando sufre: Cum ípso sum ¡n tribulatione (Ps. 90, 15)... Te pido dulce y tranquila paciencia con la fortaleza necesaria para sufrir sin culpa, sin quejas, sin abatimiento de espíritu, sino más bien con paz serena y con mérito. Esperando con firme confianza los consoladores efectos de tu infinita bondad, descanso en paz bajo tus alas y en tus manos encomiendo mi espíritu, mi cuerpo y todas mis cosas, para que en mí se cumpla siempre tu voluntad. (B. HELENA GUERRA, Invocazioni e preghiere alio Spirita Santo, pp. 46-48).
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PENTECOSTÉS
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146. PENTECOSTÉS
«Manda tu Espíritu, Señor, y renovarás |a f de la tierra» (Ps 104, 30).
■
1. — «El Espíritu del Señor llena todo el mundo, y ¿i J que mantiene todo unido, habla con sabiduría» (Misal Romano). Esta realidad, anunciada en el libro de la Sabiduría, se cumplió en toda su plenitud el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles y los que estaban con ellos «se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería» (He 2, 4).
Pentecostés es el cumplimiento de la promesa de Je-sus: «cuando yo me fuere, os lo enviaré» (Jn 16, 7); es el bautismo anunciado por él antes de subir al cielo: «seréis bautizados en el Espíritu Santo» (He 1, 5); como I también el cumplimiento de sus palabras: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de su seno» (Jn 7, 37-38). Comentando este último episodio, nota el Evangelista: «Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (ib. 39). No había sido dado en su plenitud, pero no quiere decir que el Espíritu faltara a los justos. El Evangelio lo atestigua de Isabel, de Simeón y de otros más. Jesús lo declaró de sus Apóstoles en la vigilia de su muerte: «vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros» (Jn 14, 17); y más aún en la tarde del día de Pascua, cuando apareciéndose a los Once en el cenáculo, «sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo es el «don» por excelencia, infinito como infinito es Dios; aunque quien cree en Cristo ya lo posee, puede sin embargo recibirlo
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poseerlo cada vez más. La donación del Espíritu Santo jos Apóstoles en la tarde de la Resurrección demuestra ^jg ese don inefable está estrechamente unido al misterio aScuaI; es el supremo don de Cristo que, habiendo puerto y resucitado por la redención de los hombres, .¡grie el derecho y el poder de concedérselo. La bajada je| Espíritu en el día de Pentecostés renueva y completa eSte don, y se realiza no de una manera íntima y privada, c0mo en la tarde de Pascua, sino en forma solemne, con manifestaciones exteriores y públicas indicando con ello aUe el don del Espíritu no está reservado a unos pocos privilegiados sino que está destinado a todos los hombres como por todos los hombres murió, resucitó y ájjjió a los cielos Cristo. El misterio pascual culmina por |0 tanto no sólo en la Resurrección y en la Ascensión, s¡no también en el día de Pentecostés que es su acto conclusivo.
2.-—Cuando los hombres, impulsados por el orgullo y casi desafiando a Dios, quisieron construir la famosa torre de Babel, no podían entenderse (Gn 11, 1-9; primera lectura de la Misa de la Vigilia). Con la bajada del Espíritu Santo sucedió lo contrario: no confusión de lenguas, sino el «don» de lenguas que permitía una inteligencia recíproca entre los hombres «de cuantas naciones hay bajo el cielo» (He 2, 5); ya no más separación, sino fusión entre gentes de los más diversos pueblos: Esta es la obra fundamental del Espíritu Santo: realizar la unidad, hacer de pueblos y de hombres diversos uri solo pueblo, el pueblo de Dios fundado en el amor que el divino Paráclito ha venido a derramar en los corazones.
San Pablo recuerda este pensamiento escribiendo a los Corintios: «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido
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614 DOMINGO DE PENTECOST
del mismo Espíritu» (1 Cr 12, 13). El divino Paráclt Espíritu de amor, es espíritu y vínculo de unión ent°' los creyentes de los cuales constituye un solo cuerpo 1 Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, com? zada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar i faz de la tierra, como un día renovó el corazón de |n9 Apóstoles, rompiendo su mentalidad todavía ligada al ¡i daísmo, para lanzarlos a la conquista de! mundo entero" Bln distinción de razas o de religiones. Esta empresa fup facilitada de manera concreta con el don de las lenguas que permitió a la Iglesia primitiva difundirse con mayor rapidez. Y si con el tiempo ese don ha cesado, fue sustituido, y lo es todavía hoy, por otro don no menos poderoso para atraer los hombres al Evangelio y unirles entre SÍ: el amor. El lenguaje del amor es comprendido p0r lodos: doctos e ignorantes, connacionales y extranjeros creyentes e incrédulos. Por eso precisamente tanto la Iglesia entera como cada uno de los fieles tienen necesidad de que se renueve en ellos Pentecostés. Aunque el I :.pír¡tu Santo esté ya presente, hay que continuar n¡. dlendo: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus liólos y enciende en ellos la llama de tu amor» (Vers. del ¡iloluya). Pentecostés no es un episodio que se cumplió Cincuenta días después de Pascua y ha quedado ya cerrado y concluido; es una realidad siempre actual en la Iglesia. El Espíritu Santo, presente ya en los creyentes por razón de esta presencia suya en la Iglesia, los hace cada vez más deseosos de recibirlo con mayor plenitud, dilatando él' mismo sus corazones para que sean capaces de recibirlo con efusiones cada vez más copiosas.
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don, en tus dones espléndido; luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,
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PENTECOSTÉS
regua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo Me enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. y¡ra el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el 0der del pecado cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las ^anchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu jnC|ómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por {Ubondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu eterno gozo. Amén. Aleluya. (Leccionario, Secuencia).
¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, /\rnor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de tus dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de mi alma.
Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, poséele toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural que dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, libre, pacífica, suave, quieta y serena aun en medio del dolor, ardiente de caridad hacia Dios y hacia el prójimo.
Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones, danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles, solicita con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA DEL ESPÍRITU SANTO, Escritos inéditos).
¡Oh Espíritu Santo!, que cambiaste los corazones fríos y llenos de temor en corazones cálidos de amor y animosos... obra en mí lo que obraste el día de Pentecostés: ilumina, inflama, fortifica mi pobre alma y disponía para devolver a su