INTIMIDAD I

EL PRÓLOGO del libro trata de una introducción general y sencilla a la oración teresiana, pag 15-20. Vale para introducir el tema y hablar brevemente de la oración tema que está más desarrollado en otros libros que tengo sobre S.Teresa.

1. LLAMADOS A SER SANTOS

«Despierta tu poder, oh Señor, ven a salvarnos, ven a santificarnos»(Ps 80, 3)

 

1.—Con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. Nuestros primeros padres, criados a imagen y semejanza de Dios, colocados en un estado de gracia y de justicia, elevados a la dignidad de hijos de Dios, se quedaron desnudos de gracias y verdad y se hundieron en un abismo de miseria, arrastrando consigo a todo el género humano.

Durante largos siglos gime el hombre en su pecado, que ha abierto entre él y Dios una sima infranqueable. Al otro lado yace el hombre, absolutamente incapaz de levantarse por si mismo.Para llevar a cabo eso que el hombre no puede realizar, o sea, la destrucción de! pecado y la restitución de la gracia al linaje humano, Dios nos promete un Salvador. La promesa hecha y renovada a través de los siglos, no se limita al pueblo de Israel, sino que interesa a la humanidad entera. Ya Isaías lo había entrevisto: ‘Vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, y él nos enseñará sus caminos» (2, 3). Y Jesús lo declaró explícitamente: «Os digo que del Oriente y del Occidente vendrán muchos y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos»(Mt 8, 11).

 Jesús Señor ha venido a salvar a todos los pueblos y a llevarlos a la mesa de su Padre en el reino de los cielos. Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4), y para que todos se salven ha dado «a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, Sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). De esta manera ha amado Dios al mundo. Si Israel fue el depositario de la divina promesa y tuvo la misión de transmitirla de generación en generación, no fue sin embargo su único beneficiario. En el plan de Dios ya desde el principio la promesa estaba destinada a toda familia humana, y ninguno estaba excluido de ella. Jesús Salvador ha venido para todos los hombres y cada uno de ellos ofrece todos los medios necesarios para su Salvación

2.— Escribiendo a los cristianos de Corinto, San Pablo pone así la dirección de su carta: «A los santificados de Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en todo lugar» (1 Cr 1, 2). Todos los que creen en Cristo, a cualquier pueblo o raza que pertenezcan, son en efecto «llamados a ser santos», lo que significa sobre todo en el lenguaje del Apóstol pertenecer y estar consagrados a Dios por el bautismo y consiguientemente y en fuerza de esta consagración hacerse santos personalmente.

También la santidad, lo mismo que la salvación, es ofrecida a todos los hombres. «Os santificaréis y seréis santos, porque yo soy santo» (Lv 11, 44), había dicho ya Dios al pueblo de Israel; y Jesús puntualizó: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Jesús no dirigió estas palabras a un grupo escogido de personas, ni las reservó a sus apóstoles y a sus íntimos, sino que las proclamó ante la multitud que le seguía. Siendo él el Santo por excelencia, vino para santificarnos a todos y ofrecer a todos los hombres no sólo los medios necesarios de salvación, sino también los de santificación: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10).

La Iglesia no se cansa de repetir e inculcar estas enseñanzas del Señor: «Nadie crea que... la santidad incumbe únicamente a unos pocos hombres escogidos entre muchos, y que los demás pueden limitarse a un grado inferior de virtud... Todos absolutamente... se hallan comprendidos sin excepción alguna en esta ley» (Pío Xl, AAS 1923, p. 50).

De manera particular el Concilio Vaticano II ha proclamado de nuevo este llamamiento personal a la santidad: «Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad... El Señor Jesús, divino Maestro y modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que él es autor y consumador, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen» (LG 39, 40). El hombre no puede encontrar en sí mismo recursos y fuerzas que lo santifiquen; sólo Dios es santo y Dios sólo puede santificarlo. Más aún, Dios mismo quiere ser el santificador de sus criaturas y en Jesús bendito nos ofrece a todos a manos llenas los medios para santificarnos.

«iOh Señor mío, cómo se os parece que sois poderoso! No es menester buscar razones para lo que Vos queréis, porque sobre toda razón natural hacéis las cosas tan posibles que dais a entender bien que no es menester más de amaros de veras y dejarlo de veras todo por Vos, para que Vos, Señor mío, lo hagáis todo fácil. Bien viene aquí decir que fingís trabajo en vuestra ley; porque yo no lo veo, Señor, ni sé cómo es estrecho el camino que lleva a Vos. Camino real veo que es, que no senda; camino que, quien de verdad se pone en él, va más seguro. Muy lejos están los puertos y rocas para caer, porque lo están de las ocasiones. Senda llamo yo, y ruin senda y angosto camino, el que de una parte está un valle muy hondo adonde caer y de la otra un despeñadero: no se han descuidado, cuando se despeñan y se hacen pedazos.

El que os ama de verdad, Bien mío, seguro va por ancho camino y real; lejos está el despeñadero; no ha tropezado tantico, cuando le dais Vos, Señor, la mano; no basta una caída ni muchas, si os tiene amor y no a las cosas del mundo, para perderse; va por el valle de la humildad. No puedo entender qué es lo que temen de ponerse en el camino de la perfección. El Señor, por quien es, nos dé a entender cuán mala es la seguridad en tan manifiestos peligros como hay en andar con el hilo de la gente, y cómo está la vérdadera seguridad en procurar en ir muy adelante en el camino de Dios. Los oos en él y no hayan miedo se ponga este Sol de justicia, ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejamos a él».(STA. TERESA DE JESUS, Vida).

 

 

2. SANTIFICADOS EN CRISTO JESUS

 

«Haznos ver, ioh Yahvé!, tu piedad y danos tu ayuda salvadora»(Ps 85, 8).

 

1. —«Doy continuamente gracias a Dios a propósito por la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Cr 1, 4), escribe San Pablo a los Corintios. Sólo la gracia de Dios justifica al hombre y lo santifica; y esta gracia llega a la humanidad a través de los méritos infinitos de Jesús Señor nuestro y es concedida a cuantos creen en él. »Los seguidores de Cristo —enseña el Vaticano II— llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propias obras, sino por designio y gracia de él, en el bautismo de la fe han sido hechos verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios» (LG 40).

        El bautismo ha depositado en el cristiano el germen de la santidad, la gracia; germen sobremanera fecundo porque hace al hombre partícipe de la vida divina y por lo tanto de la santidad de Dios, germen capaz de producir frutos preciosos de vida santa y de vida eterna si la criatura colabora de buena voluntad a su desarrollo. Todo cristiano ha recibido este don: todo cristiano puede hacerse santo y lo será no en proporción de las obras más o menos grandes que realice, sino en la medida en que haga fructificar, con la ayuda de Dios, la gracia recibida en el bautismo. Habiendo sido bautizado, es ya santo de derecho; pero debe serlo también de hecho, llevando una vida santa, haciendo obras dignas de un hijo de Dios, de uno que ha sido salvado y redimido por Cristo y que es miembro de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Dios que lo ha llamado y santificado en su Hijo, le dará en él todas las gracias necesarias para llevar a término la obra comenzada. Fiel es Dios —escribe el Apóstol— por quien habéis sido llamados a participar con Jesucristo, su Hijo y Señor nuestros (1 Cr 1, 9).

 

2.—Jesús dijo un día a sus discípulos: Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis, porque yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís, y no lo oyeron» (Lc 10, 23-24). Ver al Salvador, escuchar sus palabras de vida eterna y ser redimidos por él fueron las ansias y suspiros de Israel en los largos siglos que precedieron al nacimiento de Cristo. Y todo esto que constituyó el objeto de los ardientes deseos de innumerables justos, es ya una realidad para el nuevo Israel, para la Iglesia de Cristo que desde hace veinte siglos vive y crece por la gracia santificante de su Señor. Todo cristiano puede ya gozar de su plenitud; feliz quien sabe aprovecharse de ella.

Pero para que la gracia de Cristo lleve frutos de santidad, es necesario que embista y transforme por entero nuestra vida humana, para que de este modo quede santificada en todas sus actividades: pensamientos, afectos, intenciones, obras; en todos sus detalles y en todo su conjunto. A medida que la gracia crece y madura en el creyente, ejerce en él un influjo cada vez más amplio y profundo; y cuando este influjo se extienda efectivamente a todas sus actividades, orientándolas todas sin excepción al cumplimiento de la voluntad de Dios y a su gloria, entonces vivirá el cristiano de verdad en comunión con Cristo; íntimamente unido a Dios y participando de su vida y santidad. Esta es la plenitud de la gracia, plenitud de vida cristiana, santidad auténtica.

La gracia no consiste en la grandiosidad de las obras exteriores o en la riqueza de los dones naturales, sino en el pleno desarrollo de la gracia y de la caridad recibidas en el bautismo, desarrollo que se cumple en la medida en que el hombre se abre al don divino y se hace completamente disponible para con Dios, pronto y dócil a sus llamamientos y a su acción santificadora.

De este modo hasta el más humilde fiel que no tiene cargos importantes en la Iglesia ni posee grandes dotes humanas ni tiene grandes misiones que cumplir, puede llegar a un alto estado de santidad. Aún más, Jesús mismo declaró que había venido a salvar y santificar de modo especial precisamente a estos humildes, a estos pobres e ignorados de todos, exclamando: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños» (Lc 10, 31).

 

«¡Oh Padre eterno! ¿cuál fue la causa de poner al hombre en tanta dignidad? El amor inestimable con el cual miraste en ti mismo a tu criatura y te enamoraste de ella: la creaste por amor y le diste el ser para que gustase tu sumo y eterno bien. Por el pecado cometido perdió la dignidad en que tú le pusiste. Por la rebelión entablada contra ti cayó en guerra con tu clemencia y nos convertimos en enemigos tuyos. Tú, movido por aquel mismo fuego con que nos creaste, quisiste encontrar un medio para reconciliar la generación humana, caída en esta gran guerra, a fin de que después de esta guerra viniese una gran paz. Y nos diste el Verbo de tu Unigénito Hijo, que se hizo intermediario entre nosotros y tú. El fue nuestra justicia y castigó sobre sí nuestras injusticias. Rindióse a la obediencia que tú, ‘oh Padre eterno!, le impusiste al vestirle de nuestra humanidad, tomando nuestra imagen y nuestra naturaleza.


           Oh abismo de caridad! ¿Qué corazón habrá que no estalle viendo la Alteza hundida en tal bajeza como es nuestra humanidad? Nosotros somos imagen tuya, y tú imagen nuestra por la unión verificada en el hombre, velando la deidad eterna con la nube miserable y la masa corrompida de Adán. ¿Cuál fue la causa de todo ello? El amor. Tú, ioh Dios!, te hiciste hombre, y el hombre fue hecho Dios.(STA. CATALINA DE SENA, El Diálogo).

«A ti elevo mi alma, Yahvé, mi Dios. En ti confío, no sea confundido... No, quien espera en ti, no es confundido; serán confundidos los que en balde faltan a la fidelidad. Muéstrame, Yahvé, tus caminos, adiéstrame en tus sendas. Guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres mi Dios, mi Salvador».(Salmo 25, 1-5).

 

 

3. SANTOS EN LA CARIDAD

 

«¡Oh Señor!, que tu bondad y benevolencia me acompañen todos los días de mi vida»(Salmo 23, 6).

 

1.—El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25, 8), dice Isaías aludiendo a la obra de salvación que había de cumplir Dios un día en favor de su pueblo. Es lo que se ha realizado con la venida de Jesús: »Se le acercó una gran muchedumbre —narra San Mateo— en la que había cojos, mancos, ciegos, mudos y muchos Otros, que se echaron a sus pies, y los curó’ (Mt 15, 30). La misión
¡ de Cristo se presentó en seguida como una misión de bondad y de caridad infinita para alivio de todas las miserias humanas. De esta manera revelaba Cristo a los hombres la naturaleza íntima de Dios: el amor.

«Dios es amor» dirá más tarde el apóstol San Juan (1 Jn 4, 16), sacando esta afirmación no de concepclones teóricas, sino de lo que él mismo había visto y como tocado con su mano en el Verbo de vida, el Hijo de Dios (ib. 1): enfermos curados, muertos resucitados, oprimidos y afligidos aliviados, pecadores absueltos y rehabilitados. Además San Juan había escuchado los discursos del Señor sobre el amor del Padre celestial, amor que Jesús mismo encarnaba en sí y que le movía a dar su vida por la salvación de los hombres. Todo esto lo ha resumido el Apóstol, bajo la inspiración del Espíritu Santo, en la fórmula: »Dios es amor».

El significado de esta breve frase es sumamente profundo. Dios es amor, o sea, todo lo que hay en Dios, todo el ser de Dios es amor: Dios es esencialmente amor. El amor, aun el meramente humano, es voluntad de bien, es el acto por el cual la voluntad tiende hacia el bien. Tratándose de Dios ser infinito, su amor es una voluntad infinita de bien enderezada hacia un bien infinito, que es el mismo Dios. Tenemos, pues, que el amor en Dios es una infinita com placencia en su infinita bondad, en que él halla toda su felicidad; y sin embargo Dios no encierra en sí solo su amor, sino que lo derrama fuera de sí llamando a la existencia a innumerables criaturas para comunicarles sus bienes y su felicidad. Dios, que es amor, crea a los hombres por un acto de amor, y por amor también los conserva y los va dirigiendo para que obtengan su propia felicidad, orientándolos a sí, sumo Bien, y haciéndolos capaces de amarle.

 
2.—»Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). «Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad, con ¡a que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por él (LG 42).
A semejanza de la de Dios, la vida del cristiano debe ser esencialmente amor: en primer lugar para con Dios y luego amor para con todos los hombres. Esto es posible porque Dios ha infundido en el corazón de los creyentes una centella de su amor infinito. Quien fomenta este amor y vive en él mora en Dios y Dios en él», porque participa de la vida de Dios que es amor. Pero quien con el pecado se opone al amor extingue en sí la vida divina y se precipita en la muerte: «El que no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3, 14). La caridad y la gracia son absolutamente inseparables; es imposible vivir en gracia de Dios si se rehusa su amor, como es imposible ser «partícipes de la divina naturaleza» (2 Pe 1, 4) si el corazón se cierra a la caridad, pues Dios es caridad. Por el contrario, cuanto más crece en el amor el creyente, tanto más profunda e íntimamente unido vive con Dios, de tal manera que ya no vive para sí mismo, sino para Dios (S. Tomás, lI-II, 16, 6).

Al hacer al hombre partícipe del amor que es Dios, la caridad lo hace semejante a Dios como verdadero hijo y lo une a él. Y así la caridad es la más excelente de todas las virtudes no sólo en esta vida sino también en la otra, ya que permanecerá para siempre y de su intensidad dependerá la felicidad eterna de cada uno de los elegidos.

Todo cristiano es santo, es decir participa de la santidad de Dios, en la medida en que participa de su amor. De aquí se sigue que la caridad es el «primero y más necesario don» que Dios ha hecho al hombre, y al mismo tiempo el primero y más importante de sus mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como á ti mismo» (Mt 22, 37-39). El amor es la esencia de la santidad y el dinamismo de la vida cristiana, de la vida de gracia.

Qué pronto se dice Dios es amor! Breve, pero excelsa alabanza; breve en las palabras, excelsa en el contenido... Quien permanece en caridad, mora en Dios, y Dios en él. Sea Dios tu casa, y tú la casa de Dios. Mora en Dios, y Dios morará en ti. En ti mora Dios para conservarte; tú moras en él para no caer (In 1 lo 9, 1). He aquí, Señor, que me exhortas a amarte. ¿Y podría yo amarte si tú no hubieses amado primero? Ya que he sido perezoso para amarte, no lo sea en adelante para corresponder a tu amor. Tú me amaste el primero, y, con todo, no te amo todavía. Me amaste, siendo yo perverso, y me libraste de mi iniquidad. Me amaste siendo yo inicuo, pero no me han congregado en la Iglesia para que yo continúe en mi iniquidad. Me amaste estando yo enfermo, pero me visitaste para curarme. En esto se ha manifestado tu caridad para conmigo porque viniste a este mundo para que yo viviese por ti (In 1 lo 7, 7: BAC 235, p. 302).

        No quiero yo solo engrandecerte, oh Señor; no quiero yo únicamente amarte; no quiero abrazarte yo solo, pues temo que, si yo solo te abrazo, no puedan otros hacerlo... iQué vergüenza para mí, si de tal modo amase a Dios que envidiase a los demás! Quiero arrebatar al amor de Dios a todos los que conmigo están unidos y a todos los que se hallan en mi casa... Aún más, arrebataré a todos los que pueda, exhortando, llevando, rogando, disputando, dando a conocer con mansedumbre y benevolencia. Los arrebataré al amor para que, si engrandecen al Señor, te engrandezcamos todos juntos. (S. AGUSTIN, Enarrationes sobre los Salmos).

        Amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despErtándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle Su Majestad —pues sabe lo mucho que nos conviene— por el que él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró, amén». (STA. TERESA DE JESUS, Vida).

 

5. LA CASA SOBRE LA ROCA

 

«Muéstrame, Señor, tus caminos, adiéstrame en tus sendas»(Ps 25, 4).

 

1.—El camino que conduce a la santidad y. por consiguiente, a Dios, no puede ser trazado sino por el mismo Dios, por su voluntad. Ya lo proclamó Jesús: No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése entrará en el reino de los cielos» (Mt 7, 21). Y para dar a entender que las almas más unidas a él y de él más amadas son precisamente aquellas que cumplen la voluntad de Dios, añadió: «Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 50).

En esta escuela de Jesús se inspiraron los Santos. Santa Teresa de Avila, después de haber experimentado las más sublimes comunicaciones místicas, no duda en afirmar: «En lo que está la suma perfección, claro está que no en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad» (Fundaciones 5, 10). Y Santa Teresa de! Niño Jesús se hace eco de esta doctrina diciendo: «La perfección consiste en cumplir la voluntad de Dios, en ser lo que él quiere que seamos” (Manuscrito «A», 1, 2).

El verdadero amor de Dios consiste en conformarnos perfectamente con su santa voluntad, no queriendo hacer ni ser en la vida sino lo que el Señor quiere de cada uno de nosotros, llegando de esta manera a convertirnos, por decirlo así, en «una voluntad viviente de Dios». Considerada bajo esta luz, la santidad es posible a cualquier alma de buena voluntad; y hasta puede muy bien darse el caso de que un alma que lleva una vida humilde y oculta, se conforme con la voluntad divina con tanta y quizá mayor perfección que el agrande” santo que ha recibido de Dios una misión externa y ha sido enriquecido con gracias místicas. Tanto más perfecta será un alma, cuanto más al detalle cumpla y se goce en cumplir la voluntad del Señor.

 

2.— «Aquel que escucha mis palabras y las pone por obra —dice Jesús— será como el varón prudente, que edifica su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7, 24-25). La voluntad de Dios revelada en la Sagrada Escritura y especialmente en los mandamientos divinos, y manifestada en las disposiciones concretas de la Providencia que rige y gobierna toda la vida del hombre, es la roca firme y segura sobre la cual debe alzarse el edificio de la santidad cristiana. Sobre esta única base podrá levantarse alto y seguro sin peligro de derrumbarse, no obstante el furor de los temporales.

Quien aspira a la santidad debe guardarse siempre de la tentación de hacerse santo a su propio modo, según sus planes, gustos y modos de ver personales. Esto sería un contrasentido. Solamente Dios, que es el único santo y el solo que puede santificar al hombre, es quien conoce lo que más conviene a nuestra santificación. El único camino que lleva infaliblemente a la santidad es el marcado por Dios. Por eso, para no trabajar en vano, la condición primera e indispensable es abandonarse completamente a la voluntad de Dios y dejarse llevar por él con absoluta docilidad. San Juan de la Cruz enseña que la unión perfecta con Dios, y por lo tanto la santidad, «consiste en tener el alma según la voluntad con total transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios» (Subida 1, 11, 2).

Se trata de una transformación en virtud del amor, de modo que el hombre ya no quiere ni busca ni desea ni obra sino la voluntad de Dios, amado por encima de todas las cosas y de sí mismo. Pues el amor conduce a un mismo querer y no querer, a la identidad de afectos, de deseos, de ideales y de acción. Y cuando el cristiano procura, con la gracia de Dios, conformarse del todo con la voluntad divina, esta misma voluntad lo santifica haciéndolo capaz de una adhesión a ella cada vez más completa, que se irá convirtiendo en total conformidad al divino querer. Estos son los hombres en que Dios se complace y que Isaías preconizaba como los únicos dignos de entrar en la Jerusalén renovada: entre un pueblo justo, que se mantiene fiel» (Is 26, 2).

Enséñame, ¡oh Señor!, no sólo lo que quieres de mí, sino también lo que tú eres, porque cuanto más te conoceré, tanto más te amaré. y amarte es mi primer deber, lo que tú sobre todo exiges de mí, y mi mayor necesidad... Y con la luz dame también la fuerza para seguirla, ioh Dios mío!, porque no basta amarte y conocer tu voluntad, sino que es necesario tener la fuerza de servirte con las obras y cumplir todo lo que quieres de mí...

Cúrame, Señor, que soy ciego, y no veo tu voluntad ni conozco en mil cosas lo que deseas de mí; no veo tu belleza y así no te amo como debiera... Alumbra mis ojos, Dios mío, cura mi ceguera, hazme ver tu voluntad y tu belleza... Soy también cojo. Dios mío; fortalece mis débiles pies, pues no tengo fuerza para ir a ti cuando tú me llamas, para caminar en tus sendas, para hacer lo que tú me haces ver, para cumplir tu voluntad cuando me la das a conocer; yo arrastro el pie y cojeo miserablemente mientras te sigo...

¡Oh Dios mío!, cúrame de esta cojera, haz que yo te siga al olor de tus perfumes, en vez de arrastrarme cojeando en pos tuyo... ¡Oh Dios mío!, ayúdame y dame la fuerza de llevar tu cruz y de seguirte, cumpliendo todo lo que quieres de mí... Y luego haz que yo te adore con todas las fuerzas de mi corazón..., haz que yo me consunta, y me sumerja en tu adoración. ¡oh mi amado Señor! Estas son las gracias que derramas a manos llenas en torno tuyo; haz que yo participe abundantemente de ellas. Bien conoces tú, ¡oh Dios mío!, cuánta necesidad tiene de ellas este pobre siervo tuyo, tan ciego, tan impedido para caminar y tan frío. (CARLOS DE FOIJCAULD, Sur les fétes de l’année, 4 avril [Oeuvres, Paris, Seuil, 1958]).

 


6. LA VIDA EN LA VOLUNTAD DE DIOS

 

«Señor, guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres mi Dios, mi Salvador»(Ps 25, 5).

 

1. «Los sordos oirán aquel día los ciegos verán sin oscuridad y sin tinieblas» (Is 29, 18). Esta profecía de Isaías se cumplió plenamente con la venida de Jesús, no sólo materialmente, sino sobre todo espiritualmente, pues dispuso el corazón de los hombres para escuchar la palabra de Dios y abrió sus ojos para reconocer sus caminos y su voluntad.

        El mundo de hoy tiene todavía necesidad de esta continua iluminación. La invocación lastimera pero confiada de los dos ciegos de Jericó: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David» (Mt 9, 27) es siempre de actualidad, especialmente en el tiempo de Adviento, que es tiempo de renovada aspiración a la salvación y a la santidad. Es necesario que Jesús vuelva continuamente a librar al hombre «de la oscuridad y de las tinieblas’ que impiden descubrir y poner en práctica con perfección el divino querer.

La voluntad de Dios no sólo se manifiesta a través de determinados preceptos, sino que aparece también como escrita en las diversas circunstancias de la vida que originan para cada hombre deberes imprescindibles. Están en primer lugar los deberes del propio estado, que determinan para cada uno cómo debe portarse en la vida diaria, para estar continuamente en conformidad con el divino querer. Para el religioso son los deberes impuestos por la Regla abrazada y por la viva voz de los superiores; para el sacerdote, los exigidos por el ministerio de las almas, en comunión de mente y de acción con el obispo; para los seglares, las exigencias concretas de la vida de familia, de su profesión y del ambiente social en que viven. Siguen luego los deberes inherentes a otras situaciones dispuestas o por lo menos permitidas por Dios: salud o enfermedad, pobreza o riqueza, aridez o gusto espiritual, éxitos o fracasos, desgracias o consuelos. Todo me lo prepara y dosifica la mano paternal de Dios, que «hace concurrir todas las cosas para él bien de los que le aman» (Rm 8, 28).

Y en cada una de estas circunstancias Dios presenta a cada cristiano especiales deberes de sumisión, de paciencia, de caridad, de actividad o de abnegación, de sacrificio, de generosidad. Siguiendo el camino del deber tenemos la seguridad de caminar en la voluntad de Dios y de crecer en su amor.

«A fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la palabra de Dios [aún la tácita, incluida en las circunstancias de la vida] y cumplir con las obras su voluntad con la ayuda de la gracia» (LG 42).

 

2.— «La santidad consiste, propia y exclusivamente, en la conformidad con el divino querer, manifestada en el constante y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado» (Benedicto XV, AAS 1920, p. 17’3). La santidad no consiste en empresas extraordinarias, sino que se reduce a la línea del deber, y, por lo tanto, está al alcance de todos los hombres de buena voluntad. Pero el cumplimiento de las propias obligaciones debe ser exacto y constante. Exacto: sin negligencias, solícito siempre por agradar a Dios en cada acción, dispuesto a abrazar con amor todas las expresiones de su voluntad. Constante: en todas las circunstancias y situaciones, aun en las menos felices y gratas, aun en los momentos oscuros de tristeza, cansancio y aridez; y esto día tras día. «Se necesita una virtud nada común para cumplir con exactitud, piedad y fervor íntimo de espíritu, todo el conjunto de cosas comunes y ordinarias que constituyen nuestra vida de cada día (Pío XI, L’Osserva(ore Romano 7-8 enero 1928).

Este ejercicio será cada vez más fácil en la medida en que el cristiano sepa considerar a la luz de la fe todas las circunstancias de su vida, acostumbrándose a ver en ellas las indicaciones de la voluntad de Dios. Cuando una criatura que ama de verdad al Señor advierte que alguna cosa es querida por él, la acepta o la pone en práctica sin lugar a duda, por más que pueda costarle.

Ciertos retrasos o resistencias en esta materia dependen, más que de falta de voluntad, de no ver o entender la voluntad de Dios. Sobre este punto tan importante nos debe iluminar el espíritu de fe. «Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, (LG 41). La fe nos hace pasar más allá de las vicisitudes terrenas y ver la mano de Dios que ordena y guía todas las cosas para la santificación de sus elegidos. Y a Dios nunca se le dice no.

 
         «¡Buena estaría yo, Señor, si estuviera en mis manos el cumplirse vuestra voluntad o no! Ahora la mía os doy libremente. aunque al tiempo que no va libre de interés; porque ya tengo probado, y gran experiencia de ello, la ganancia que es dejar libremente mi voluntad en la vuestra...

Cúmplase, Señor, en mí vuestra voluntad de todos los modos y maneras que Vos Señor mío, quisiereis. Si queréis con trabajos, dadme esfuerzo y vengan; si con persecuciones y enfermedades y deshonras y necesidades, aquí estoy, no volveré el rostro, Padre mío, ni es razón vuelva las espaldas...

Oh hermanas mías, qué fuerza tiene este don! No puede menos, si va con la determinación que ha de ir, de traer al Todopoderoso a ser uno con nuestra bajeza y transformarnos en sí y hacer una unión del Criador con la criatura...

Y mientras más se va entendiendo por las obras que no son palabras de cumplimiento, más, más nos llega el Señor a sí y la levanta de todas las cosas de acá y de sí misma para habilitarla a recibir grandes mercedes, que no acaba de pagar en esta vida este servicio. En tanto le tiene, que ya nosotros no sabemos qué nos pedir, y Su Majestad nunca se cansa de dar; porque no contento con tener hecha esta alma una cosa consigo por haberla ya unido a sí mismo, comienza a regalarse con ella, a descubrirle secretos, a holgarse de que entienda lo que ha ganado y que conozca algo de lo que le tiene por dar». (STA. TERESA DE JESUS, Camino).

«Si, Señor, hágase tu voluntad en la tierra, donde no existe placer sin mezcla de algún dolor, ni rosa sin espinas, ni día sin noche, ni primavera sin invierno; en la tierra, Señor, donde los consuelos son pocos, y los trabajos innumerables; hágase tu voluntad, pero no sólo en la ejecución de tus mandamienos, consejos e inspiraciones que debemos practicar, sino también en el sufrimiento de las aflicciones y penas que debemos recibir, a fin de que tu voluntad haga para nosotros, por nosotros, en nosotros y de nosotros, todo aquello que te plazca.(S. FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, IX, 1 (BAC 127, p. 348).

 

 

7-. VENID A MÍ

 

«Cuan benigno es un padre para sus hijos, tan compasivo es Dios para con los que le temen»(Ps 103, 13),

 

1.—»Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré... y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 28-29). Jesús que ha venido «a evangelizar a los pobres, a predicar a los cautivos la libertad..., a poner en libertad a los oprimidos…» (Lc 4, 18), llama a sí a todos los hombres, especialmente a los que sufren en el cuerpo o en el espíritu y a los que se sienten oprimidos por las dificultades de la vida: él los consolará, restaurará sus fuerzas, y les dará alivio y descanso.

Los hombres de hoy, arrastrados por una actividad desenfrenada, parecen incapaces de detenerse, pero su espíritu tiene una inmensa necesidad de «pausas restauradoras». No se trata de la inactividad del perezoso, sino de un descanso hecho de soledad, de silencio y de oración, condiciones indispensables para hallarse a sí mismos y encontrar a Dios.

Jesús nos invita y llama a esta quietud de intimidad con él: «Venid, retirémonos a un lugar desierto para que descanséis un poco» (Mc 6, 31). Sin estos »compases de espera», sería ilusorio querer vivir no ya una seria, pero ni siquiera la más elemental vida interior. Por lo tanto, se debe suspender en el tiempo prescrito cualquier actividad, por importante y urgente que sea, para concentrar todas las fuerzas en la actividad suprema de la oración. Son horas sagradas; y no deben ser sacrificadas so pena de ver languidecer la propia vida espiritual. Aquí se puede aplicar la sublime frase de Jesús: «Buscad primero el reino de Dios» (Mt 6, 33).

Sabemos muy bien que este reino está ya en cierta manera en el corazón del cristiano, hecho morada de la Santísima Trinidad; pero para descubrirlo son necesarios estos momentos de retiro, de soledad, de total evasión de las criaturas y de las ocupaciones, para concentrarse en la oración, diálogo íntimo y personal con Dios.

 

2.—«Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6, 6). El Concilio Vaticano II, remitiéndose a estas palabras de Jesús, afirma: «...El cristiano, aunque llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto» (SC 12).

Una cierta forma de soledad, de retiro efectivo del tumulto y de las preocupaciones de la vida, es indispensable para la oración, en la cual hay que tener oído sólo para escuchar a Dios, y voz sólo para hablarle. Pero si bien el retiro y la soledad material tienen gran importancia para la oración, no son suficientes si no van acompañados del recogimiento Interior. San Juan de la Cruz dice: «...cerrando la puerta sobre ti, es a saber, tu voluntad a todas las cosas, ores a tu Padre en escondido» (Cántico 1, 9). No es sólo cuestión de cerrar la puerta material de la propia habitación, sino que se debe cerrar la voluntad a todas las cosas:
negocios, preocupaciones, cuidados, deseos, afectos, dando de mano a todo para concentrar en Dios solo las potencias del alma.

Oigamos la exhortación de Santa Teresa: «Ya que aquel rato le queremos dar a Dios en la oración, démosle libre el pensamiento y desocupado de otras cosas y con toda determinación de nunca jamás tornársele a tomar, por trabajos que por ello nos vengan, ni por contradicciones ni por sequedades» (Camino 23, 2). Entonces el hombre podrá encontrarse efectivamente con Dios y hallar en él recreo para su espíritu fatigado, amargado con frecuencia por los afanes de la vida; y podrá sacar cada día de este contacto íntimo con Dios luz y fuerza para proseguir el camino en perfecta coherencia con el Evangelio. «Dios da vigor al fatigado y multiplica las fuerzas del débil. Y se cansan los jóvenes y se fatigan, y los jóvenes llegan a flaquear; pero los que confían en Yahvé renuevan las fuerzas..., corren, sin cansarse y caminan sin fatigarse» (ls 40, 29-31).

 
¡«Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí para establecerme inmutable y plácidamente en ti como si mi alma viviera ya en la eternidad. Que nada pueda alterar mi paz, ni apartarme de ti, oh mi Inmutable!, sino que, cada momento de mi vida, me sumerja más profundamente en tu divino misterio, Pacifica mi alma. Estableced en ella vuestro cielo, vuestra morada predilecta, vuestro lugar de descanso. Que nunca os deje solo sino que, Vivificada por la fe, permanezca con todo mi ser en tu compañía, en completa adoración y entregado sin reservas a Vuestra acción creadora.(ISABEL DE LA TRINIDAD, Elevación a la santísima Trinidad: Obras).

 

«Tengo por imposible, si trajésemos cuidado de acordarnos tenemos tal huésped dentro de nosotros, nos diésemos tanto a las cosas del mundo, porque veríamos cuán bajas son para las que dentro poseemos... Dirán que bien claro se está esto, y tendrán razón; porque para mí fue oscuro algún tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella, si yo no me tapara los ojos con las vanidades de la vida para verlo, no lo entendía. Que, a mi parecer, si como ahora entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con él, y más procurara que no estuviera tan sucia. Mas qué cosa de tanta admiración, quien hinchara mil mundos y muy muchos más con su grandeza, encerrarse en una cosa tan pequeña! A la verdad, como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida. Cuando un alma comienza, por no la alborotar de verse tan pequeña para tener en sí cosa tan grande, no se da a conocer hasta que va ensanchándola poco a poco, conforme a o que es menester para lo que ha de poner en ella. Por esto digo que trae consigo la libertad, pues tiene el poder de hacer grande este palacio. Todo el punto está en que se le demos suyo con toda determinación, y le desembaracemos para que pueda poner y quitar como en cosa propia».(STA. TERESA DE JESUS, Camino).

 

 

8. EN BUSCA DE DIOS

 

«Señor, «alégrense y regocíjense en ti cuantos te buscan»(Ps 70, 5).

 

1.— Yo, Yahvé, tu Dios, fortaleceré tu diestra, y yo te digo: No temas, yo voy en tu ayuda» (ls 41, 13). De esta manera aseguraba Dios a Israel su continua presencia y protección.

Si el antiguo pueblo de Dios tenía todos los motivos para confiar en el Señor y sentirlo siempre a su lado, mucho más fuertes son los motivos que tiene para ello el nuevo pueblo de Dios, el pueblo cristiano. Dios no sólo está al lado de cada uno de los creyentes y le guía con providencia paterna, sino que ha puesto dentro de él su templo y morada: «No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cr 3, 16). La palabra infalible de Jesús resuena continuamente en el corazón del cristiano: Si alguno me ama.., vendremos a él y en él haremos morada. (Jn 14, 23).

Pero queda todavía una grande pregunta: Sí Dios está en todos los que viven en gracia, ¿por qué les resulta tan difícil encontrarlo y advertir su presencia? He aquí cómo responde San Juan de la Cruz: «Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto, el alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afición y voluntad, y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen» (Cántico 1, 6). La respuesta es bien clara: Dios está en nosotros, pero está escondido. Para hallarlo hay que salir de todas las cosas según el afecto de la voluntad. Esto quiere decir desasirse, privarse, renunciar, aniquilarse, morir espiritualmente a sí mismos y a todas las cosas, no tanto y no sólo separándose de ellas materialmente, cuanto y sobre todo desasiéndose de ellas con el afecto y la voluntad. Es el camino de la nada, del total desasimiento; es la muerte del hombre viejo, condición indispensable para revestirse de Cristo y vivir en Dios. También San Pablo lo dijo: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (CI 3, 3). La búsqueda amorosa de Dios escondido en nosotros responde en intensidad y grado a esta muerte al mundo y a nosotros mismos. Cuanto más morimos, más encontramos a Dios.

 

2.— ¿Pensáis que importa poco para un alma... entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces?... Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped» (STA. TERESA, Camino 28, 2). Pero la verdad es que también los cristianos, y hasta las almas consagradas a Dios se contentan con frecuencia con una vida superficial, del todo exterior, que los hace incapaces de recogerse en su interior para encontrarse con Dios.

Hay dentro de nosotros todo un mundo de tendencias, de impulsos y de pasiones ardientes, que nos arrastran hacia las criaturas y nos inducen a darles nuestro corazón, a colocar en ellas nuestra esperanza, a buscar nuestro consuelo en su memoria. Y vivimos en este mundo superficial que nos absorbe hasta el punto de olvidarnos de esa vida más profunda, totalmente interior, en la cual estaría el alma en íntima unión con su Dios.

Diríase que el Señor nos espera en el fondo de nuestra alma, pero nosotros no llegamos a ese fondo, embebidos como estamos en mil negocios exteriores, a los cuales prestamos toda nuestra atención. «El que ha de hallar una cosa escondida —advierte S. Juan de la Cruz—, tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está ha de entrar, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Como quiera, pues, que tu Esposo amado es el tesoro escondido en el campo de tu alma, por el cual el sabio mercader dio todas sus cosas, convendrá que para que tú le halles, olvidando todas las tuyas.. - te escondas en tu retrete interior del espíritu» (C 1, 9). Sin una cierta separación y evasión del mundo exterior y de la vida superficial, es imposible llegar hasta Dios presente pero escondido en nosotros, y vivir en comunión con quien no nos abandona si nosotros no le abandonamos primero.

 

«iOh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado, para buscarle y unirte con él! Ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el retrete y escondrijo donde esté escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que está en ti, o por mejor decir, tú no puedas estar sin él..
¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti».
(S. JUAN DE LA CRUZ, Cántico).

 
«Un alma que transige con su yo, que se preocupa de su sensibilidad, que se entretiene en pensamientos inútiles o en cualquier clase de deseos, es un alma que dispersa sus fuerzas y no está orientada totalmente hacia Dios. Su lira no vibra al unísono y el divino Maestro, al pulsarla, no puede arrancar de ella armonías divinas. Tiene aún demasiadas tendencias humanas. Es una disonancia. El alma que aún se reserva algo para sí en su reino interior, que no tiene sus potencias recogidas en Dios, no puede ser una perfecta alabanza de gloria... porque la unidad no reina én ella. En vez de proseguir con sencillez su himno de alabanza a través de todo, necesita reunir constantemente las cuerdas de su instrumento dispersas por todas partes. iQué indispensable es esta bella unidad interior para el alma que quiere vivir en la tierra la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus!» (ISABEL DE LA TRINIDAD, Últimos ejercicios espirituales, 2:Obras).

 

 

9.- VIDA CON DIOS


«Quien te sigue, oh Señor, tendrá luz de vida» (Jn 8, 12).

 
1.—Jesús comparó los hombres a unos niños caprichosos, a los que nada va bien y nada les contenta. «Vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 18-19). La historia se repite, y también los hombres de hoy encuentran más fácil criticar el Evangelio y la Iglesia que seguir a Cristo Salvador, luz y verdad infinita.

Ni siquiera los mismos creyentes dan siempre testimonio de una completa adhesión a Cristo; muchas veces su existencia fluctúa entre los caprichos de un querer o no querer y entre la incoherencia entre la fe y las obras. Sólo una adhesión plena que abrace y empeñe toda la vida permite al hombre actuar una relación vital y amistosa con Dios. «Si alguno me ama, guardará mi palabra... y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23).

Para vivir con Dios presente en nuestro corazón, no es necesario ni se puede permanecer siempre en soledad y en oración. Hay ocupaciones y contactos con las criaturas que son exigidos por las obligaciones del propio estado: son manifestaciones de la voluntad de Dios y, por lo tanto, no es posible para buscar a Dios sustraerse a ellas; si en esas cosas sabemos regularnos según la medida impuesta por la misma voluntad divina, no hay razón para temer que constituyan de por sí un obstáculo a la unión del alma con Dios. Pero es necesario permanecer únicamente en el marco de la voluntad divina; en otras palabras, nuestro contacto con las criaturas y todas nuestras actividades tienen que llevar una sola intención: el cumplimiento del deber.

Cuando, por el contrario, el afecto de la voluntad se detiene en tales cosas, buscando en ellas algo de satisfacción personal, como, por ejemplo, apagar la curiosidad o el ansia natural de afecto, hacerse valer, procurarse la estima de los demás, entonces se sale del riel de la voluntad de Dios, y el corazón se ase a las criaturas, topándose así con un obstáculo verdadero, el mayor de todos, en la búsqueda continua de Dios. Es necesario un esfuerzo constante y generoso para redimirse de estas debilidades; sobre todo es necesaria una grande pureza de intención, por la cual el cristiano busca a Dios y se une a él en cualquier ocupación. «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra —nos exhorta S. Pablo— hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús» (Cor 3, 17).


2. —«Yo soy Yahvé, tu Dios, que para utilidad tuya te enseña y te pone en el camino que has de seguir. Ah!, si hubieses atendido a mis mandamientos!» (Is 48, 17-18). Todo el mal del hombre y todas sus desviaciones dependen de no seguir con generosidad las enseñanzas de Dios, sus indicaciones y sus preceptos. Y, al contrario, todo su bien procede de la adhesión perfecta a cualquier indicación de la voluntad divina. «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14).

El bien supremo de la amistad con Dios y de la vida de unión con él es, en efecto, fruto de una generosa disponibilidad a los divinos quereres; disponibilidad que de los momentos de intimidad en la oración debe extenderse a todos los aspectos de la vida.

En esta vida la búsqueda de Dios y la unión con él se realizan mucho más por medio de la voluntad que por medio del entendimiento. Aun en los mismos casos en que el deber —llámese estudio, trabajo, enseñanza, negocios— exige una intensa aplicación de la mente y una notable entrega de sí mismo a las obras externas, puede permanecer el alma orientada hacia Dios con el afecto del corazón, o sea, con el «deseo de la caridad» que incesantemente la impulsa a buscar a Dios, su voluntad y su gloria.

Si nos mueve la caridad de Cristo, nada podrá separarnos de Cristo. Entonces todas nuestras acciones, negocios y trabajos, en vez de apartarnos de Dios, se convertirán en medio para unirnos con él. El Concilio Vaticano II afirma: «Todas las obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se sufren pacientemente. se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo» (LG 34).

«Hostias espirituales aceptables a Dios» que consolidan cada vez más la amistad del hombre con Dios. Pero para que sean tales deben ser «realizadas en el Espíritu», es decir, conformes al Espíritu Santo que guía al alma en una sola dirección: el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. Para ello es necesario, además del desasimiento, fomentar el recogimiento interior de manera que, aun en medio de las ocupaciones y de los negocios, se pueda acoger la voz del Espíritu, o sea sus inspiraciones y llamadas, para seguirlas con generosidad; pero en un corazón lleno de sí no hay lugar para recibirlo, o, por lo menos, existe sólo un lugar reducido y mezquino. Sólo quien se vacía de sí mismo, y se acerca a Cristo con corazón de pobre le ofrece espacio suficiente para la invasión de su gracia y de su amor, y es apto para acoger en beneficio propio y de toda la Iglesia la redención.

 
«En ti se gloría mi alma, ¡oh Señor! óiganlo los humildes y alégrense... Yo te he buscado, Señor, y tú me has respondido... Clamó este pobre y tú le escuchaste y salvaste de todas sus angustias...Gustad y ved cuán bueno es el Señor; bienaventurado el varón que a él se acoge... Empobrecen los ricos y pasan hambre, pero a los que buscan a Yahvé no les falta bien alguno...El Señor está próximo a los Contritos de corazón y salva a los de espíritu abatido. Muchas son las calamidades del justo, pero de todas ellas le libra el Señor... El Señor redime el alma de sus siervos, y no expirarán cuantos a él se acogen». (Salmo, 34, 3-11. 19-20. 23).


«Oh Jesús!, hacer la voluntad de tu Padre y obrar sólo por él fue tu comida y tu vida... Sea también nuestro alimento y nuestra vida el obrar continuamente por agradarte; que vivamos siempre con el pensamiento de tu voluntad y de tu gloria... Tener continuamente delante de los ojos tu voluntad y tu gloria. Ile aquí nuestra vida, nuestro pan cotidiano, nuestro alimento de cada instante, siguiendo tu ejemplo, ioh mi Señor y mi Dios!» (CARLOS DE FOUCAULD, Meditazioni sul Vangelo, Op. Ip).

 

 

10. BUSCAR A DIOS EN FE

 
«Señor, acrecienta nuestra fe» (Lc 17, 6).

 

1.—«Y bienaventurado quien no se escandalizare en mí (Lc 7, 23). Estas palabras del Señor contienen una grande enseñanza. Viniendo al mundo, Jesús se presentó no como un salvador potente y glorioso, sino humilde, pobre y manso. Pero esta su aparición en forma tan modesta, como cualquier otro hombre, fue de escándalo a muchos que, no sabiendo ver más allá del elemento humano, no reconocieron en Cristo al Mesías prometido. Más que a la palabra de Dios revelada a través de los profetas y más que a los milagros realizados por Jesús, prefirieron creer a su corto entendimiento, juzgando cosa absurda que el Salvador del mundo se identificase con un hombre en todo semejante a nosotros.

Para acoger a Cristo y creer en él, para buscar y hallar a Dios es necesaria la fe. La fe es «la convicción de las cosas que no se ven» (Hb 11, 1). No se funda sobre los datos sensibles o de alguna manera controlables por la criatura, sino sobre la palabra de Dios, sobre lo que él en su amor ha revelado de sí y de sus misterios. A Dios, que revela, debe prestársele aquella obediencia de fe por la que el hombre libremente se entrega todo a Dios, rindiendo al Dios revelante el pleno acatamiento de su entendimiento y voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación por él hecha». (DV 5). La fe no da la evidencia de las realidades divinas, pero nos da en certeza fundada en la palabra de Dios-Amor.

La fe nos dice que Jesús de Nazaret, tenido por sus compaisanos por «el hijo de José» (Lc 4, 22), es el Hijo de Dios, el Salvador prometido. Y cuanto más viva es la fe, tanto mayor es el amor con que el hombre recibe a Jesús y tanto más profundamente acoge su persona de Dios-Hombre y su mensaje, cimentando sobre él su propia vida.
Jesús dijo: «Si alguno me ama... mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23); la fe nos da la certeza de esta sublime verdad, la cual sin embargo escapa al control de los sentidos y de la humana inteligencia. La fe nos dice que el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el bautizado es una realidad infinitamente más verdadera que tantas otras verdades caducas controlables por la ciencia humana, y cuando una criatura está plenamente convencida de ella se hace capaz de colocar esta divina realidad por encima de todas las realidades terrenas.


2. —San Juan de la Cruz habla así al alma deseosa de Dios: «Oye una palabra llena de substancia y verdad inaccesible: búscalo en fe y en amor, sin querer satisfacerte de cosa» (Cántico 1, 11). La vida de unión con Dios no debe fundarse en sentimientos, sino sobre el ejercicio intenso de las virtudes teologales. Hay que aprender, pues, a buscar a Dios prescindiendo de todo gusto, consuelo y satisfacción, aunque sea espiritual; a caminar por el sendero de la «fe desnuda».

La fe, mejor que cualquiera otra experiencia sensible y que cualquier otro conocimiento o raciocinio, pone al alma en contacto directo con Dios; ella es «sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios: porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído» (S. Juan de la Cruz, Subida, II, 9, 1).

La fe nos presenta a Dios tal como es; no llegamos a verlo, pero lo creemos en su realidad esencial, y así nuestra inteligencia entra en contacto con el mismo Dios. Por medio de la fe «se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y, por tanto, cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios» (ib.).

La fe une al alma con Dios, aun cuando ésta no experimente consuelo alguno; más aún, con frecuencia Dios le niega todo gusto, para que se ejercite con mayor pureza en la fe y crezca en ella. «Es preciso que quien se acerque a Dios crea» (Hb 11, 6). En la medida que el hombre vive de fe, se acerca a Dios, se une a él y cree en su amor. «Este es el acto más grande de nuestra fe», dice Isabel de la Trinidad:
creer en el amor de Dios y creer de modo irremovible aun en medio de las pruebas y de la oscuridad. «Un alma así, no se preocupa de gustos, ni de sentimientos. Le Importa poco sentir o no sentir a Dios; recibir de él gozos o sufrimientos. Ella cree solamente en su amor» (El cielo en la tierra, 6: Obras, pp. 179-180). Pero para llegar a osta fe indestructible hay que ejercitarse en ella, y hay que pedirla. Señor, acrecienta nuestra fe» (Lc 17, 6).


«Oh Señor Jesucristo!, yo creo en ti, pero hazme creer de nodo que te ame. Creer verdaderamente en ti es amarte: no corno creían los demonios, que no amaban, y por lo tanto aunque creían decían: «Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Hijo de Dios?» Ah!, que yo crea de modo que creyendo en ti te ame, y no diga: «¡Qué tengo yo que ver contigo?», sino más bien: «Tú no has redimido, y yo quiero ser tuyo» (In Ps).
Quiero clamar a ti; pero tú ayúdame a que no sea tal vez estrepitoso en invocar y mudo en obrar. Quiero clamar a ti despreciando el mundo, quiero clamar a ti desdeñando los placeres del mundo. Quiero invocarte diciendo no con la lengua sino con la vida: El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». Quiero clamar a ti dando abundantemente a los pobres. (Sermón).


Juntaré a la fe la debida rectitud de vida para dar gloria a Dios con las palabras diciendo la verdad y con las obras viviendo rectamente. (Sermón).


Cuando un alma llega a creer en el gran amor con que Dios la ama», se puede afirmar de ella lo que se dijo de Moisés: «Lo invisible le mantuvo firme como si lo viera». Un alma así no se preocupa de gustos ni de sentimientos; le importa poco sentir o no sentir a Dios, recibir de él gozos o sufrimientos. Ella cree solamentel en su amor, Cuanto más sufre, mayor es su fe porque supera, por decirlo sai, todos los obstáculos para ir a descansar en el seno del amor infinito que sólo puede realizar obras de amor. A esta alma, vigilante en su fe, tú puedes decirle, oh divino Maestro!, aquellas palabras que dirigiste un día a María Magdalena Vete en paz, tu fe te ha salvado’…»(ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra. Obras).

 

 

11. BUSCAR A DIOS EN AMOR

 

«Señor, tú me buscas con inmenso amor y con amor eterno te apiadaste de mí»(Is 54. 7-8).

 

1.— «Aunque se retiren los montes y tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará, dice el que se apiada de ti, Yahvé» (Is 54. 10). De esta manera revelaba el Señor a Israel la eterna fidelidad de su amor. Por encima de la omnipotencia de Dios, de su grandeza y justicia infinitas prevalece su amor o, mejor dicho, todo en Dios es amor. Por amor Dios crea, atrae hacia sí, castiga el pecado, promete al Redentor y mantiene para siempre su afecto y sus promesas. «Dios es amor» (1 Jn 4, 16) y quiere que el hombre le pague con amor. Si el grande acto de la fe es creer en el amor de Dios, el grande acto del amor es comprometer la vida entera en pagar el amor de Dios.

La fe y el amor, dice S. Juan de la Cruz, «te guiarán por donde no sabes, allá en lo escondido de Dios. Porque la fe... son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina» (Cántico, 1, 11). A la fe sigue la caridad; ambas van en esta vida, por decirlo así, a la par: la una se apoya en la otra y aumenta con su progreso; el hombre no puede amar a Dios si no cree en él, y no cree eficazmente en Dios si su fe no brota del amor y termina en él. Fe y amor permiten al hombre buscar a Dios y entrelazar con él relaciones de íntima amistad.

La criatura que cree con todas SUS fuerzas que Dios es verdaderamente Dios, que es el ser supremo, a quien todos pertenecemos y que merece todo nuestro amor, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra u fe» (Cántico, 1, 11). El mismo Jesús dijo: «El que me ama... yo le amará y me manifestará a él» (Jn 14, 21).

La virtud teologal de la caridad se convierte en el vehículo de un conocimiento de Dios y de sus misterios mucho Inés profundo que el que nos puede venir por el estudio. Esto acaece especialmente en la oración contemplativa, donde atrayendo Dios. al hombre a sí, le da el gusto y casi experiencia de su bondad y de su grandeza infinita. Pero no existiría en el hombre esta capacidad de amar u Dios, si Dios mismo no se la hubiera infundido; él envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente paro que le amen» (LG 40). El don del amor ha sido depositado en cada cristiano con el bautismo; es necesario abrirle de par en par el corazón y la vida para que pueda desarrollarse y madurar en una profunda amistad con Dios.

 

2.—«El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12, 29-30). Este es el gran mandamiento del Señor, que S. Pablo subrayé diciendo: «Caminad en el amor (Ef 5, 2). El amor teologal, don divino que hace al hombre capaz de amar a Dios, es pura benevolencia; su pureza es la condición de su intensidad: es, decir, que este amor debe consistir en el solo deseo de ‘agradar a Dios y de hacer su voluntad, sin buscar satisfacciones personales.

El amor con que tenemos que ir a Dios, no consiste en el sentimiento, sino que es un acto de la voluntad. Amar a Dios es «querer bien a Dios». Y el bien que podemos desear a Dios, el mismo Jesús nos lo dijo cuando nos enseñó a orar: «Santificado sea tu nombre; hágase tu voluntad». Siendo Dios el Bien infinito del que todo depende, el bien que él desea no es otro que su gloria y el cumplimiento de su voluntad.

Según esto amamos a Dios en la medida en que nos entregamos al cumplimiento de su voluntad, sin preocuparnos de otra cosa ni buscarnos a nosotros mismos. Enseña S. Juan de la Cruz que si el alma fuese a buscar en Dios suavidad y gusto propio, «ya no amaría a Dios puramente sobre todas las cosas (Carta 29: Obras, 2 ed., p. 1593), pues juntamente con él amaría también su propia satisfacción, y en consecuencia tendría dividido el corazón entre el amor de Dios y el amor de sí mismo, y no sería ya capaz de «poner toda la fuerza de la voluntad en él» (ib.). Por lo tanto, concluye el Santo, «para acertar el alma a ir a Dios y juntarse con él, ha de... estarse con esa hambre y sed de solo Dios, sin quererse satisfacer de otra cosa (ib., p. 1594). El alma que en todo momento y en todas sus acciones no busca más que cumplir la voluntad de Dios, ama realmente a Dios y vive unida verdaderamente con él, aunque no sienta ninguna suavidad.

Pero, como es verdad que, «si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella» (S. Juan de la Cruz, Llama, 3, 28), algunas veces Dios la atraerá a sí, dándole a gustar la suavidad de su amor y el gozo de ser toda suya. Pero ni aun entonces puede detenerse en dichas consolaciones para satisfacerse a sí misma, sino que, aceptándolas humildemente, las aprovechará para darse a Dios con mayor decisión y generosidad.


«Oh sumo y eterno Bien! ¿Quién te ha movido a ti, Dios Infinito, a iluminarme a mí, criatura tuya, finita, con la luz de la verdad? Tú mismo, fuego de amor, eres la causa, porque es siempre el amor el que te obliga a crearnos a imagen y semejanza tuya, a tener misericordia de nosotros, dando gracias Infinitas y desmesuradas a tus criaturas racionales. iOh Bondad sobre toda bondad! Tú solo eres el que eres, sumamente bueno, y tú fuiste el que nos dio el Verbo de tu unigénito Hijo para tratar con nosotros, que somos corrupción y tinieblas. ¿Cuál fue la causa de esto? El amor. Porque nos amaste antes que fuésemos. ¡oh Bondad, oh eterna grandeza! Te rebajaste y te hiciste pequeño para hacer grande al hombre. A cualquier parte donde me vuelvo, no encuentro más que abismo y fuego que tu caridad. (STA. CATALINA DE SENA, Diálogo).


«Sólo amor es el que da valor a todas las cosas; y que sea tan grande que ninguna la estorbe a amar, es lo más necesario. Mas ¿cómo le podremos tener, Dios mío, conforme a lo que merece el Amado, si el que Vos me tenéis no le junta consigo? ¿Quejaréme con esta santa mujer [Santa Marta]? Oh, que no tengo ninguna razón, porque siempre he visto en mi Dios harto mayores y más crecidas muestras de amor de lo que yo he sabido pedir ni desear! Si no me quejo de lo mucho que vuestra benignidad me ha sufrido, no tengo de qué. Pues ¿qué podrá pedir una cosa tan miserable como yo? Que me deis, Dios mío, qué os dé con San Agustín, para pagar algo de lo mucho que os debo; que os acordéis que soy vuestra hechura, y que conozca yo quién es mi Criador para que le ame».

 

«Mas ¡ay dolor, ay dolor de mí, Señor mío, que... yo tengo solas palabras, que no valgo para más! Valgan mis deseos, Dios mío, delante de vuestro divino acatamiento, y no miréis a mi poco merecer. Merezcamos todos amaros, Señor; ya que se ha de vivir, vívase para ‘los, acábense ya los deseos e intereses nuestros».(STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones).

 

 

 

12. LAMPARA ENCENDIDA Y LUMINOSA


«Se conozcan en la tierra tus caminos... ¡oh Dios!, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben»(Ps 67, 3-4).


1.— «Él era la lámpara que arde y alumbra», decía Jesús hablando del Bautista, «y él dio testimonio de la verdad» (Jn 5, 35. 33). Lo mismo se debería afirmar de cada uno de los cristianos: «Lámpara encendida y luminosa por la fe viva capaz de iluminar a los demás, por el amor capaz de calentar los corazones fríos e indiferentes. Su fe y su amor deben dar testimonio de la verdad y del amor de Dios no sólo con la oración y con actos estrictamente religiosos, sino con toda la vida. Lo cual no es posible sino cuando el creyente tiende incesantemente a Dios, y lo busca en cada una de sus acciones y en toda su actividad.

El Concilio Vaticano II, dirigiéndose a los seglares, les recomienda que «al cumplir como es debido las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen unión con Cristo de su vida personal, sino que crezcan intensamente en ella realizando sus tareas según la voluntad de Dios» (AA 4). El cristiano tiene el deber de llevar a Cristo al mundo, y lo realizará en la medida en que sepa mantenerse unido a él no sólo mientras ora, sino mientras trabaja en el cumplimiento de cualquier deber y de cualquier negocio. Esta unión con Cristo en la actividad exige recogimiento interior y dominio de sí, de manera que el corazón permanezca orientado hacia Dios, deseando agradarle y comportarse en todo según su voluntad.

Pero cuando el hombre se lanza de bruces a la acción dejándose arrastrar por ella, se vuelve incapaz de dominar y regular su propia actividad según Dios. Entonces pueden verificarse verdaderos contrasentidos: tras haber protestado a Dios en la oración amor y fidelidad a su voluntad sobre todas las cosas, cuando llega la hora de la acción se olvida de ella y se reduce a obrar como pagano, regulándose no según el Evangelio, sino según el espíritu del mundo. De esta manera el cristiano ya no es una «lámpara encendida y luminosa» y su vida no da testimonio de la verdad».


2.— San Juan de la Cruz escribía a un religioso: Ahora coma, ahora beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón» (Avisos a un Carmelita, 8: Obras, p. 164). Precioso consejo para cualquier cristiano que quiera vivir unido a Dios y llevar Dios a los hombres. Esto exige que también en la actividad sepa volver de vez rn cuando dentro de sí mismo para despertar el pensamiento y más aún el deseo de Dios, para tomar conciencia do la divina presencia y para entrar en contacto con Dios que mora en su corazón. «Es menester —dice Santa Teresa— andar con aviso de no descuidarse de manera n las obras, aunque sean de obediencia y caridad, que muchas veces no acudan a ¡o interior a su Dios» (Fundaciones, 5, 17).

Cuando la actividad externa está regulada por el deber, por la obediencia o cuando se emprende una obra por motivo de caridad, se tiene la garantía de estar unido a Dios, ya que nos movemos en el ámbito de su voluntad; sin embargo, hay que preocuparse de hacer cada vez más actual y consciente esta unión, valiéndose de pequeños medios para aumentarla. A esto tienden aquellos momentos, rápidos pero frecuentes, en que el cristiano se retira dentro de sí mismo para encontrarse con Dios; son como el baluarte de la vida interior y en verdad la defienden del peligro de extenuarse y disiparse en la actividad externa. Quien se sumerge en la acción sin ninguna cautela, bien pronto perderá de vista a Dios y su voluntad y terminará por obrar de modo puramente humano; con frecuencia perderá la calma, se agitará y se verá incapaz de recogerse.

Jesús no reprendió a Marta porque se daba a la actividad externa, sino porque lo hacía con demasiado afán: Marta, Marta, tú te afanas y te turbas por muchas cosas. (Lc 10, 41). Dios quiere la actividad y desea el servicio generoso a los hermanos, pero no la inquietud afanosa, porque por encima de todo una sola cosa es necesaria: la unión con Dios. Y cuanto más profundamente realice el cristiano esta vida de unión íntima con el Señor, tanto mayor será el testimonio de Dios que ofrecerá a los demás, y más genuinamente encarnará el espíritu del Evangelio, convirtiéndose en una «lámpara encendida y luminosa., que guíe a sus hermanos hacia Dios.

 

«iOh Señor!, yo no soy luz para mí mismo: puedo ser ojo, pero no luz. Y de qué vale tener el ojo abierto y sano si falta la luz? Alzo a ti mi grito y digo: tú darás luz a mi lámpara, Señor; con tu luz esclarecerás mis tinieblas. De mi cosecha no poseo más que tinieblas; pero tú eres la luz que disipa las tinieblas y me ilumina. De mí no viene la luz; sólo de ti puedo tenerla...

Los sabios y entendidos se creen luz, pero son tinieblas; y como son tinieblas y se creen luz, no pueden venir a esclarecerme. Pero aquellos que son tinieblas y se tienen por tales, permanecen humildes en su pequeñez y no desean engrandecerse... Se conocen a sí mismos y te alaban, Señor, y no se  apartan del camino que lleva a la salvación. Alabándote te invocan y son salvados de sus enemigos.

Vuelvo a ti, oh Señor Dios Padre omnipotente, con sinceridad de corazón, y te doy vivísimas gracias, rogándote por tu inmensa bondad que aceptes con benevolencia mís súplicas: arroja con tu poder al enemigo de mis acciones y pensamientos, aumenta en mí la fe, rige mi inteligencia, dame pensamientos espirituales y condúceme a la posesión de tu bienaventuranza.(S. AGUSTIN. sermón).

Oh Dios mío!, nada podrá distraerme de ti. Cuando obro por ti y permanezco siempre en tu santa presencia bajo tu mirada divina que penetra hasta lo más intimo de mi alma, te puedo escuchar incluso en medio del bullicio del mundo, en el silencio del corazón que sólo quiere ser tuyo. Todo depende de la intención que se tenga. Podemos santificar hasta las cosas más pequeñas y transformar en divinos
los actos más ordinarios de la vida. Un alma que vive unida a ti, Dios mío, sólo obra sobrenaturalmente. Las acciones más vulgares, en vez de separarla de ti, la unen más íntimamente a ti».
(ISABEL DE LA TRINIDAD, Cartas. Obras).

 

 

13. LA VIRGEN DE LA ENCARNACION


« ¡Oh llave de David, que abres la puerta del Reino eterno, ven y saca de la cárcel al prisionero que yace en las tinieblas!»(Leccionario).

 
l.—Aunque la vida de María Santísima estuvo siempre recogida y concentrada en Dios, hubo de estarlo ciertamente de una manera especialísima durante aquel período en que, por la virtud del Espíritu Santo, tuvo en sus entrañas alVerbo divino encarnado. El ángel Gabriel había ya encontrado a María en la soledad y en el recogimiento, y en esa atmósfera le había revelado los decretos de Dios: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

El recogimiento había hecho a María abierta a la escucha del mensaje divino, abierta al consentimiento y dispuesta al don total de sí misma. En aquel momento

recibió ella «al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo» (LG 53) y Dios se hizo presente en María de un modo especialísimo que supera toda otra presencia de Dios en la criatura. La humilde Virgen atestigua el sublime cántico del Magnificat: «Mi alma engrandece al Señor... porque ha hecho en mi maravillas el Poderoso» (Lc 1, 46. 49). Sin embargo, encubre en sí el gran misterio y lo vive recogida en la intimidad de su espíritu. Llegará el día en que José descubrirá la maternidad de María y no sabrá cómo comportarse; pero ella no creerá oportuno romper el silencio ni para justificarse ni para dar alguna explicación.

Dios que le ha hablado y que obra en ella, sabrá defender su misterio e intervenir en el momento oportuno. María está segura de ello y a él remite su causa, continuando en su doloroso silencio, fiel depositaria del secreto de Dios. Aquel silencio debió conmover el corazón del Altísimo; y he aquí que un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: »José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Dios no puede resistir a un silencio que es fidelidad incondicionada y entrega total de la criatura en sus manos.


2. A nadie como a María se entregó Dios tan abundantemente, pero tampoco criatura alguna comprendió como María la grandeza del don divino ni fue como ella tan fIel depositaria y adoradora de él. Así nos la presenta Isabel de la Trinidad: «Hubo una criatura que conoció este don de Dios; una criatura que no desperdició nada de él... Es la Virgen fiel, “la que guardaba todas aquellas cosas en su corazón”... El Padre, al contemplar esta criatura tan bella, tan ignorante de su hermosura, determino que fuera en el tiempo la Madre de Aquel de quien él es el Padre en la eternidad. Vino entonces sobre ella el Espíritu de amor que preside todas las operaciones divinas. La Virgen pronunció su «fiat»: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”; y se realizó el mayor de los misterios Por la encarnación del Verbo, María fue para siempre posesión de Dios’., (El cielo en la tierra 10: Obras, p. 196).

Y mientras María adora en silencio el misterio que se ha realizado en ella, no descuida los humildes deberes de la vida; su vivir con Dios que vive en ella no la abstrae de la realidad de la existencia cotidiana Pero su estilo continúa siendo el de adoradora del Altísimo: «Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se prestaba María a todas las Cosas! Y cómo hasta las más vulgares quedaban en ella divinizadas pues la Virgen, en todos sus actos, permanecía siendo la adoradora del don de Dios! Esta actitud no la impedía consagrarse a otras actividades externas cuando se trataba de ejercitar la caridad... La actitud observada por la Virgen durante los meses que transcurrieron entre la Anunciación y la Navidad —concluye Isabel de la Trinidad— me parece ser el modelo de las almas interiores, de esos seres que Dios ha elegido para vivir dentro de si, en el fondo del abismo sin fondo. (ib.: Obras, pp. 196-197).

María enseña al cristiano el secreto de la vida interior, vida de recogimiento en Dios presente en su espíritu. Es un recogimiento hecho de huida de curiosidades, charlas, ocupaciones inútiles y adobado con silencio, con un profundo sentido de la divina presencia y de adoración de la misma. Este silencio no es pobreza sino plenitud de vida, intensidad de deseos, grito que invoca a Dios no sólo como a Salvador propio sino de todos los demás: iOh llave de David, que abres la puerta del Reino eterno, ven y saca al hombre de la prisión del pecado! (Leccionario)

 

«iCuánto me agrada contemplarte así, oh María, profundamente recogida en a adoración del misterio que se obra en ti! Tú eres el primer templo de la Santísima Trinidad, tú la primera adoradora del Verbo encarnado, tú el primer tabernáculo de su santa Humanidad.

iOh María, templo de la Trinidad! María, portadora del fuego divino, Madre de la misericordia, de ti ha brotado el fruto de la vida, Jesús. Tú eres la nueva planta de la cual hemos recibido la flor olorosa del Verbo, Unigénito Hijo de Dios, pues en ti, como en tierra fructifera, fue sembrado este Verbo... Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y oculto bajo la ceniza de tu humanidad».(STA. CATALINA DE SENA, Preghiere ed Elevazioni).


        iOh María!, después de Jesucristo —aunque salvando la distancia que existe entre lo finito e infinito— tú eres también la grande alabanza de la Santísima Trinidad... Tú fuiste siempre pura, inmaculada e irreprensible a los ojos de Dios tres veces santo. Tu alma es tan sencilla y tus movimientos son tan íntimos, que es imposible comprenderlos... Toda tu historia puede sintetizarse en estas breves palabras: «La Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón».

Tú viviste siempre en la intimidad de tu corazón, con tanta profundidad, que ninguna mirada humana te puede seguir. Cuando leo en el Evangelio que «atravesaste presurosa las montañas de Judea» para cumplir un deber de caridad con tu prima Isabel, te veo caminar tan bella, tan serena, tan majestuosa, tan recogida ciento de ti, llevando al Verbo de Dios!... También tu oración, como la de él, fue siempre ésta: ..Ecce, Heme aquí!’. ¿Quién? 4a esclava del Señor, la última de sus criaturas. iTú, su Madre!

Tú fuiste tan sincera en tu humildad porque viviste siempre olvidada, ignorada de ti y en absoluto desprendimiento de tu persona. Por eso pudiste exclamar: ‘.El Omnipotente ha hecho en mi maravillas Desde ahora, me llamarán feliz todas las generaciones’.. (ISABEL DE LA TRINIDAD, Últimos ejercicios espirituales. Obras)

 

 

14. ESPLENDOR DE LA LUZ ETERNA


«Oh esplendor de la luz eterna y sol de justicia, ven a alumbrar a los que están sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte!»(Leccionario)


1.—«¡La voz de mi amado! Vedle que llega saltando por los montes, triscando por los collados... Mi amado ha tomado la palabra y dice: ¡Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven!» (Ct 2, 8. 10). Bajo la metáfora del matrimonio, la Sagrada Escritura presenta a Dios como un esposo que toma la iniciativa de acercarse a Israel a quien ama como a esposa. En lo cual puede verse una figura de lo que sucedió cuando el Verbo eterno, Hijo de Dios, desposó consigo a la naturaleza humana uniéndose a ella en el seno virginal de María.

Si por medio de esta sublime unión Cristo es el místico esposo de la Iglesia y en ella de todos los redimidos por él, ¡a Virgen de Nazaret es por excelencia la Amada que el Hijo de Dios llama y elige para sí: «¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven!» (ib. 13). María respondió a esa llamada y el Verbo se le dio como místico Esposo y al mismo tiempo como verdadero hijo. Pero la Virgen, aunque sumergida en la adoración de tan excelso misterio, intuye que este don inefable no es sólo para sí: ella es su depositaria para participarlo a toda la humanidad. Docilísima a la llamada interior, «se pusoen camino y con presteza fue a la montañas (Lc 1, 39) para dirigirse a la casa de su prima Isabel cuya próxima maternidad le había sido revelada por el ángel. Y no va sola: el Verbo hecho carne está con ella, y con ella va a través de montes y collados en busca de las criaturas que ha venido a salvar.

Así comienza María su misión (le portadora de Cristo al mundo. Lo lleva en silencio, pero Dios viviente en ella se manifiesta al mundo. «Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su Heno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo» (ib. 41). María enseña a todos los creyentes y sobre todo a los apóstoles que es necesario llevar a Cristo a los hermanos no tanto con la palabra, cuanto con la vida de unión con él, dándole lugar y haciéndole crecer en el propio corazón.


2.— María es portadora de Cristo, que está para alzarse sobre el mundo como esplendor de la luz eterna y sol de justicia». Su esplendor es tan grande que no puede permanecer escondido y así obra a través de su madre: «Así como sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1, 44). Se cumple ahora lo que el ángel del Señor había predicho aZacarías: «Tu mujer Isabel te dará a luz un hijo... y será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre » (ib. 1, 13. 15). El precursor es santificado antes de nacer por mediación de María, la cual, siendo Madre del Hijo de Dios, es también mediadora de gracia y de santificación no sólo para Juan Bautista, «el más grande entre los nacidos de mujer» (ib. 7, 28), sino también para todos los hombres de todo tiempo y de toda nación.

La Virgen Madre es tan pura y transparente que su sola presencia revela ya el esplendor y la luz de Cristo. Los hombres, que «están sentados en las tinieblas y en la sombra de muerte», privados de luz e incapaces de recibirla, tienen absoluta necesidad de recurrir a su mediación maternal. María es el camino que lleva a Cristo, es la Madre que disipa las tinieblas y dispone los corazones para dar acogida al Redentor. Y al mismo tiempo es modelo del cristiano, que habiendo recibido a Cristo está obligado a darlo a los hermanos.

A su imitación, la vida de todo cristiano debe ser tan pura, límpida y genuina que pueda reflejar a Cristo en cada uno de sus gestos y acciones. Cristo, «esplendor de la luz eterna y sol de justicia», debe brillar en la conducta de los cristianos y a través de ella disipar las tinieblas, las dudas, los errores, los prejuicios y las incertidumbres de tantos que no creen porque no han encontrado quien sepa darles un testimonio vivo y eficaz del Evangelio. Apoyándose en la poderosa intercesión de María, el cristiano ruega por sí y por todos sus hermanos: esplendor de la luz eterna y sol de justicia, ven e ilumina a los que están sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte!» (Leccionario).


«Oh Madre querida!, tú que llevaste a Jesús tan dignamente, enséñanos a llevarlo dentro de nosotros;... al recibirlo en la comunión, está dentro de nosotros como estaba en tícon su cuerpo; y siempre está dentro de nosotros, como lo estaba también siempre dentro de ti, por su divina esencia.

Enséñanos a llevarlo con tu mismo amor, con tu recogimiento, con tu contemplación y tu adoración continua... Enséñanos, ioh Madre!, a viajar como tú viajabas, en el olvido completo de las cosas materiales y con la mirada del alma fija sólo en Jesús a quien llevabas dentro de tu seno, contemplándolo y adorándolo y en continua admiración hacia él, pasando por entre las criaturas como en sueño, viendo como en niebla todo lo que no es Jesús, mientras sólo él brillaba y resplandecía en tu alma como un sol, abrasando tu corazón e iluminando tu espíritu.

Enséñanos a caminar en los viajes que hagamos en la tierra y en todo el viaje de nuestra vida, como tú caminabas en tus viajes y como tute comportaste en todos los días de tu existencia, sin ver las cosas exteriores sumergidas para nosotros en tinieblas profundas, y con los ojos fijos incesantemente en Jesús que ilumina nuestra alma como un río de fuego: Et nox illuminatio mea in deliciis meis. Oh!, sí, Dios mío, que todo lo que no eres tú sea noche oscura para nosotros, y que sólo tú ilumines las profundidades de nuestras almas con tu delicioso esplendor! (CARLOS DE
FOUCAULD Sulie feste deII’anno, Op. sp.).

 
«No te pido, oh Señor!, que renueves por mí tu natividad en la carne cual se cumplió un día; pero sí te ruego que me hagas nacer en tu divinidad. Lo que sólo tu gracia realizó corporalmente en María, realízalo ahora, por medio del Espíritu Santo, en tu Iglesia. ioue su fe inquebrantable te conciba; que el inteligencia sin mancha te dé a luz; ue su alma, protegida por la virtud del Todopoderoso, te conserve para siempre!» (Misal mozárabe).

 

 

«Oh Jesús!, te retiras a Nazaret; allí pasas los años de tu infancia, de tu juventud hasta los treinta años. Es por nosotros. por nuestro amor, por lo que lo haces... Durante estos treinta años no cesas de instruirnos, no por palabras, sino por tu silencio y tus ejemplos... Nos enseñas primeramente que se puede hacer bien a los hombres, mucho bien, un bien infinito, un bien divino, sin palabras, sin sermones, sin ruido, en silencio y dando buen ejemplo: El de la piedad, el de los deberes para con Dios, amorosamente cumplidos; el de la bondad para con los hombres, la ternura hacia aquellos que nos rodean, los deberes domésticos santamente cumplidos; el de la pobreza, el trabajo, la abyección, el recogimiento, la soledad, la oscuridad de la vida escondida en Dios, de una vida de oración, de penitencia, de retiro, enteramente perdida y sumergida en Dios Nos enseñas a vivir del trabajo de nuestras manos, para no ser una carga para nadie y tener de qué dar a los pobres, y das a este género de vida una belleza incomparable.., la de tu imitación».(CARLOS DE FOIJCAULD, Retiro en Efrén, Escritos espi.)

 

«iOh, sí, verdaderamente tú eres, Salvador mío, un Dios escondido, Deus absconditus, Israel Salvator. Tú creces realmente, oh Jesús, en edad, en sabiduría y engracia delante de Dios y de los hombres; tu alma posee desde el primer instante de tu entrada en el mundo la plenitud de la gracia, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia; pero esta sabiduría y esta gracia no se manifiestan sino poco a poco y tú sigues siendo a los ojos de los hombres un Dios escondido, y tu divinidad se oculta tras las apariencia de un obrero. Oh eterna sabiduría, que para levantarnos del abismo donde nos había arrojado la rebelión orgullosa de Adán, quisiste vivir en humilde taller y obedecer a simples criaturas, yo te adoro y te bendigo!»(C. MARMION, Cristo en sus misterios).

 

15. CREER EN EL AMOR: NAVIDAD

 

«Cantaré eternamente tus misericordias, oh Señor, las misericordias de tu amor»(Ps 89, 2).

 

1.—En la creación nos amó Dios tanto, que nos hizo e su imagen y semejanza, pero en la redención nos ha tunado hasta el extremo de hacerse él mismo semejante
e nosotros. La Navidad es la fiesta por excelencia del amor, del amor que se revela no en los sufrimientos de la cruz, oírlo en la amabilidad de un Niño, Dios nuestro, que extiende hacia nosotros sus brazos para darnos a entender que nos ama.

Si la consideración de la infinita justicia puede movernos a ser más fieles en el servicio de Dios, ¡cuánto más tiene que movernos la consideración de su infinito amor! Para correr en el camino de los mandamientos divinos nuestras almas tienen que dilatarse, convencidas de la infinita caridad de Dios para con nosotros; por eso justamente queremos abismarnos en la contemplación del misterio natalicio. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’ (Jn 1, 14).

Pero en Belén la gloria del Verbo eterno, con- sustancial al Padre y Como él eterno, omnipotente, omnisciente, creador del universo, se halla del todo escondida en un niño que desde el primer instante de su vida terrena no sólo condivide de lleno todas las debilidades humanas, sino que las experimenta en las condiciones más pobres y despreciadas. «Acuérdate, oh Creador de las cosas —canta la liturgia natalicia— que un día, naciendo del seno purísimo de la Virgen, tomaste un cuerpo semejante al nuestro... Tú solo desde el seno del Padre viniste a salvar al mundo (Breviario Romano).

Sí, la oración habla conmovida al corazón de Dios y al corazón del creyente:
recuerda a Dios las maravillas realizadas por su amor para la salvación de los hombres, y repite al creyente esta grande verdad: «Dios es amor. Ante el pesebre de Belén repitamos incesantemente: Hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tienen (1 Jn 4, 16).


2. ¡Dios es amor! (1 Jn 4, 16). Es inmenso el tesoro que encierran estas palabras, tesoro que Dios descubre y revela al alma que sabe concentrarse totalmente en la contemplación del Verbo Encarnado. Mientras no se comprende que Dios es amor infinito, infinita bondad, que se da y se derrama a todos los hombres, para comunicarles su bien y su felicidad, la vida espiritual está todavía en capullo, no se ha desarrollado aún, ni es suficientemente profunda. Mas cuando el alma iluminada por el Espíritu Santo, penetra en el misterio de la caridad divina, su vida espiritual llega a la plenitud y adquiere la madurez.

Como mejor se intuye el amor infinito de nuestro Dios os acercándonos al pobre pesebre donde yace hecho carne por nosotros. Jesús, el Verbo, la palabra del Padre, dice a todos y a cada uno una gran palabra: ¡Dios te ama! «Las virtudes y los atributos divinos se descubren por medio de los misterios del Hombre Dios», enseña San Juan de la Cruz (Cántico 37, 2); y siempre el primero que se manifiesta entre estos atributos es la caridad, que constituye la misma esencia divina.

De la contemplación amorosa y callada de Jesús Niño nace fácilmente en nosotros un sentimiento profundo y penetrante de su infinito amor, no sólo creemos, sino que experimentamos, en cierto modo, que Dios nos ama. Entonces la voluntad acepta plenamente las enseñanzas de la fe, las acepta con amor, con todas sus fuerzas, y el alma se entrega en un ímpetu incontenible a esa fe en el amor infinito.

Dios es caridad: esta verdad, fundamental en toda la vida Cristiana, ha penetrado profundamente en el alma; ella lasiente y la vive, porque casi la ha palpado, por decirlo así, en su Dios Encarnado. Quien cree con esta decisión en el Amor infinito, se entregará a él sin medida, totalmente. Así creyó y se entregó el protomártir San Esteban que hoy recuerda la Iglesia como para ofrecer a sus hijos le respuesta más auténtica al amor de Dios: el martirio abrazado para mantenerse fiel al que vino a salvarlos.


«Oh Dios eterno, tú bajaste desde las alturas elevadas de tu divinidad hasta el barro de nuestra humanidad, porque mi bajo entendimiento no podía ni comprender ni mirar tu altura. Para quecon mi pequeñez pudiese ver yo tu grandeza, te hiciste Niño, encerrando la grandeza de tu divinidad en la pequeñez de nuestra humanidad. Y así te has manifestado a nosotros en el Verbo de tu Unigénito Hijo y yo he podido conocerte a ti, abismo de caridad. Avergüénzate, avergüénzate, ciega criatura, tan honrada y exaltada por tu Dios, que aún no reconoces que Dios ha bajado de la altura de su divinidad a la bajeza del fango de tu humanidad, movido únicamente por su inmensa caridad. ¡Oh amor inestimable oh amor inestimable! ¿Qué le dices tú, alma mía? Te digo, oh Padre Eterno, y te suplico, benignísimo Dios, que nos comuniques a nosotros y a todos tus Siervos el fuego de tu caridad». (STA. CATALINA DE SENA).


«¡Oh Señor mío, que de todos los bienes que nos hicisteis, nos aprovechamos mal! Vuestra Majestad buscando modos y maneras e invenciones para mostrar el amor que nos tenéis; nosotros como mal experimentados en amaros a Vos, tenémoslo tan en poco, que de mal ejercitados en esto vanse los pensamientos adonde están siempre y dejan de pensar los grandes misterios que este lenguaje encierra en sí, dicho por el Espíritu Santo... El amor que nos tuviste y tienes me espanta a mí más y me desatina, siendo lo que somos; que teniéndole, ya entiendo que no hay encarecimiento de palabras con que nos le muestras, que no le hayas mostrado más con obras.» (STA TERESA DE JESUS, Conceptos).

 

 

 

16.- CORRESPONDER AL AMOR

 

«En tu Navidad, Señor, te ofrecemos como tributo el himno de nuestra alabanza y amor»(Breviario Romano).

 

1.—«El, de naturaleza divina.., se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Fp 2, 6-7). Para unirse a la naturaleza humana, el Verbo eterno ha ocultado su divinidad, su majestad, su potencia y sabiduría infinita; se ha hecho niño que no puede hablar, que no puede moverse y que en todo depende y todo lo espera de su madre, criatura suya.

        El amor verdadero vence cualquier obstáculo, acepta cualquier condición y sacrificio con tal de poder unirse a quien ama. Si queremos unirnos a Dios, hemos de recorrer un camino semejante al que el Verbo recorrió para unirse a la naturaleza humana: camino de prodigioso abatimiento, de infinita humildad. Ante nosotros se abre el camino de la «nada», de la abnegación total. «¡Todo, nada; todo, nada!»: Es la tonadilla que San Juan de la Cruz canta a su Dios humanado: «Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada» (Monte de perfección).

Ante el infinito abatimiento del Verbo eterno que se ha hecho carne, no debe parecernos demasiado áspero o exigente este camino. Para corresponder a su amor infinito y demostrarle el nuestro, tenemos que despojarnos generosamente de todo lo que puede retardar nuestra unión con él: un despojo que ha de comenzar por nuestro amor propio, orgullo, vanidad, por esas pretensiones en afirmar nuestros derechos, nuestros puntillos de honra. ¡Qué contraste entre estas vanas exigencias de nuestro yo y la conmovedora humildad del Verbo encarnado! «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, -nos repite S. Pablo— quien siendo de naturaleza divina.., se anonadó, tomando la forma de siervo (Fp 2, 5-7). ¿Quién no pagará con amor a quien tanto nos ha amado?


2.— «Conocéis la benevolencia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro» (2 Cr 8, 9). Por amor del hombre y enriquecerlo con sus dones divinos, Jesús eligió para sí la condición de los más pobres: María «lo envolvió en pañales y le acosté en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón» (Lc 2, 7). «Se digné ser colocado sobre el heno y no tuvo horror al pesebre»», canta la liturgia natalicia (Breviario Romano). «Quien desea seguir a Jesús más de cerca, se despoja voluntariamente y de corazón por amor suyo del apego a las riquezas y a nuestro bienestar material, de las comodidades de lo superfluo. El voto o la promesa de pobreza nos obliga ya a este desprendimiento; pero, aun suponiendo que no tuviéramos tal compromiso ¿cómo soportaría tranquilamente nuestra conciencia una vida cómoda viendo a nuestro Dios abrazado voluntariamente con tan grande pobreza e incomodidad? Mira en qué condiciones está el Niño Jesús: pajas Punzantes, escasos pañales, un establo de animales por casa, un pesebre por cuna... Ante el pesebre nos convencemos de que el camino de la nada no nos pide demasiado: «No andar buscando lo mejor de las cosas temporales sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto hay en el mundo», (S. JUAN DE LA CRUZ, Subida 1, 13, 6).

El camino de la nada lleva rápidamente a Belén, donde Dios se ha unido a la humanidad de la manera más íntima y personal y donde nos espera para unirse con nuestras almas. Pero del mismo modo que la humildad y la pobreza disponen el corazón a un más perfecto amor de Dios y a una más íntima comunión con él, lo disponen también a un amor del prójimo más perfecto y a una comunión fraterna más íntima. San Pablo propone a los fieles que emulen los sentimientos de humildad de Cristo, para que renegando el amor propio, realicen entre sí una verdadera unión de espíritus y una caridad unánime (Fp 2, 2).

Y propone el ejemplo de la pobreza del Señor, para que aprendan a hacerse pobres como él en beneficio de los más necesitados. El amor a Dios es perfecto sólo cuando lo es el amor a los hermanos. El apóstol San Juan, cuya fiesta celebra hoy la Iglesia, es el heraldo de esta gran verdad: «Quien ama a Dios, ama también a su hermano,’ (1 Jn 4, 21).


¡Oh Dios increado! hazme digna de tu amor profundo y de tu ardentísima caridad; haz que yo pueda comprender aquella caridad inefable que nos comunicaste mostrándonos al Hijo en le Encarnación y cuando el Hijo se manifestó a nosotros. iOh ernor admirable, en ti se encuentra en verdad todo sabor y toda suavidad y gozo! Esta es la contemplación que levanta al alma del mundo y la mantiene sobre sí en un estado de paz y de tranquilidad. (B. ANGELA DE FOLIGNO, II libro della B. Angelo).


«iOh Jesús!... la voluntad se inclina a amar adonde tan innumerables cosas y muestras ha Visto de amor, y querría pagar alguna; en especial se le pone delante cómo nunca te quitas do con ella tú, verdadero amador, acompañándola, dándole vida y ser. Luego el entendimiento acude con darle a entender que no puede cobrar mejor amigo, aunque viva muchos años; que todo el mundo está lleno de falsedad, y estos contentos que le pone el demonio, de trabajos y cuidados y contradicciones...

Razones son éstas para vencer los demonios. Mas ioh Señor y Dios míol, que la costumbre en las cosas de vanidad y el ver que todo el mundo trata de esto lo estraga todo. Porque está tan muerta la fe, que queremos más lo que vemos que lo que ella nos dice; y a la verdad, no vemos sino harta malaventura en los que se van tras estas cosas visibles... iAh, Señor mío!, aquí es menester vuestra ayuda, que sin ella no se puede hacer nada. Por vuestra misericordia no consintáis que esta alma sea engañada para dejar lo comenzado. Dadle luz para que vea cómo está en esto todo su bien.(STA. TERESA DE JESUS, Moradas).

 

 

 

 

17.- LA IGLESIA MISIONERA. Epifanía del Señor. Todos misioneros.

 

«Que se conozcan, Señor, en la tierra tus caminos y tu salvación entre todas las gentes».(Ps 67. 3).


1.— La fiesta de la Epifanía nos induce también a reflexionar sobre la vocación misionera de la Iglesia. Desde la antigüedad ha sido considerada esta fiesta como la primera manifestación de Cristo a todos los pueblos:«...desde el Oriente hasta el Occidente resplandeció el nacimiento del verdadero Rey, ya que, por medio de los Magos, los reinos de Oriente conocieron la verdad de lo sucedido y no quedó oculto al imperio de los romanos (S. León Magno, Hom, 32, 1).

Era el preludio de aquel anuncio universal de la buena nueva, para el cual Cristo había de empeñar a su Iglesia: ..Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.. (Mc 16, 15). El mandamiento es bien claro y obliga a todo bautizado; quien ha recibido el don inmenso de la fe no puede gozárselo egoísticamente, sino que está obligado, por el precepto
del amor que es el distintivo del cristiano, a hacer partícipes de él a los demás: «Dios ha querido tener necesidad de los hombres para difundir su Evangelio, para dispensar su gracia y establecer su reino. ¿Quién podrá afirmar que todo esto no cuenta con él? Aun supuestas las diversas condiciones de vida y, por lo tanto, la diversidad de las respuestas, todo miembro de la Iglesia está afectado por este llamamiento común, porque toda la Igleasia es, misionera, porque la actividad misionera.., es parte integral de su vocación, y el olvidarlo o cumplirlo con inteligencia sería por parte nuestra falta de fidelidad a nuestro Maestro.. (Pablo VI, Alocución en Sydney, Osserv. Hom. del 4-12-70).

Pensamos poco en esta obligación. Frecuentemente hasta los fieles fervorosos creen haber cumplido con su deber con sola la limosna de la jornada misional. Jesús pide mucho más; a todos los que, habiendo sido bautizados en su nombre, han entrado en la historia de la salvación, sigue diciendo: «Como me envió mi Padre, así os envío yo... (Jn 20, 21). Como el Padre ha manifestado su amor al mundo mandando a su Unigénito para salvarlo y este se ha inmolado por la salvación de los hombres, así el creyente demostrará no haber recibido en vano el amor del Padre y la salvación de Cristo si busca todos los medios para hacerlos llegar igualmente a todos sus hermanos.


2. —«La actividad misionera es, en última instancia, la manifestación del propósito de Dios o epifanía y su utilización en el mundo y en la historia, en la que Dios... perfecciona abiertamente la historia de la salvación.. (AG 9). Dios ha escogido al hombre como su colaborador en trasmitir la vida y en proveer a las necesidades de ésta, no sólo en un plano meramente físico y material, sino también en el espiritual para la actuación de la historia de la salvación.

Cada uno de los bautizados es un momento de esta gloriosa historia; mas no debe contentarse con vivirla pasivamente sino que debe convertirse en un verdadero protagonista trabajando y esforzándose para arrastrar a ella al mayor número posible de semejantes. Dios puede salvar a los hombres aún sin los medios ordinarios de la predicación y de los sacramentos; pero sigue siendo verdad que Jesús dio este mandamiento preciso: Id, enseñad a todas las gentes” (Mt 28, 19) y que añadió “el que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará” (Mc 16, 16). Estas palabras son un aguijón y una espina para quien ama verdaderamente a Dios y al prójimo. Si el celo apostólico de tanto misioneros de hecho —como S. Francisco Javier— o de deseo —como Sta. Teresa del Niño Jesús— ha contribuido a acelerar la salvación de innumerables criaturas ¿no es posible que la apatía y el desinterés de mucho creyentes retrasen esa misma salvación para tantos hermanos que todavía la esperan?

Dios continúa ciertamente llamando a sus elegidos: «Sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre para la tierra que yo te indicaré» (Gn 12, 1). Ojalá sepan ellos responderle con generosidad y prontitud. Pero aun quien permanece en su tierra y en su propia casa debe tener un corazón misionero. Sostener y ayudar a los llamados por el Señor, interesarse por la vida y lo problemas de las misiones, «alzar espontáneamente hacia Dios oraciones y actos de penitencia para que fecunde con su gracia la obra de los misioneros» (AG 36). Esta son las enseñanzas del Concilio: Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo.., tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación del Cuerpo de Cristo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud” (ib).

« Oh Dios, que enviaste al mundo a tu Hijo como luz verdadera, derrama tu Espíritu para que difunda la verdad y suscite la fe en el corazón de los hombres, de modo que todos los quehan renacido a una nueva vida por medio del bautismo lleguen a formar parte de tu único pueblo.

Mira, Señor, el rostro de tu Cristo que se entregó a la muerte para redimirnos a todos;  haz que por su mediación sea glorificado tu nombre en las naciones desde donde sale
sol hasta el ocaso y se ofrezca en todo el mundo un mismo sacrificio a tu divina majestad.

Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. Siento en una palabra, la necesidad de realizar por ti, ¡oh Jesús!, las más heroicas acciones...
Jesús mío. ¿qué responderás a todas mis locuras? ¿Hay, un alma más pequeña e impotente que la mía?... En la caridad me das la clave de mi vocación. Comprendí que, si la Iglesia tiene un cuerpo compuesto de diversos miembros, no le faltará el más necesario, el más noble de todos. Comprendo quela Iglesia tiene un corazón, y que ese corazón está ardiendo
amor. Comprendo que sólo el amor es quien pone en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor se apagase, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio y los mártires
se negarían a derramar su sangre... Comprendo que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que el amor es eterno...

Pues bien: Yo soy la hija de la Iglesia. Y la Iglesia es reina, puesto que es tu esposa, oh divino Rey de los reyes!... obras deslumbrantes me están prohibidas; no puedo predicar el evangelio ni derramar mi sangre. ¿Pero qué importa? Mis hermanos trabajan en mi lugar y yo... permanezco cerquita de tu trono... y amo por mis hermanos que luchan. (STA. TERESA DEL NIÑO JESUS. Historia de un alma).

 

 

 

 

 

18.-  EL REINO

 

 «Señor, que yo escuche la palabra del Reino y la comprenda; y que el Maligno no arrebate lo que has sembrado en mi corazón»(Mt 13, 19).

 

1.— «El Señor Jesús inició su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la venida del Reino de Dios prometido muchos siglos antes en las Escrituras: “Porque el tiempo está cumplido y se acercó el reino de Dios”. (Mc 1, 15; cfr. Mt 4, 17) (LG 5). ¿Pero cuál es este Reino que el Antiguo Testamento anunció y prefiguró en le historia de Israel y que Jesús proclama ya cercano?

En primer lugar se trata del señorío y del poder universal de Dios Creador, Señor, Rey, Padre de todos los pueblos, afirmados claramente por la predicación de Cristo y más aún por la presencia de Dios mismo en el mundo en la persona del Hijo que, aunque hecho hombre, comparte de lleno su divinidad y sus poderes. En el Antiguo Testamento Dios gobernaba a su pueblo y le hablaba por medio de simples hombres, representantes suyos; ahora lo hace por medio de su Verbo encarnado. Cesan los intermediarios y viene Dios, en su Hijo, a guiar, iluminar y regir a los hombres. Por eso Jesús decía: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17, 21).

Ya no es el tiempo de la espera, porque el Reino ha llegado y está presente en Cristo que manifiesta los designios del Padre para la salvación de los hombres y los comienza a poner ya en ejecución por medio de sus obras. Sin embargo es un reino misterioso y escondido que no tiene nada que ver con la estructura de los reinos terrenos, que se imponen con el fasto y la potencia exterior. «No viene el reino de Dios ostensiblemente, ni podrá decirse: helo aquí o alli.20-21). Es un reino espiritual, infinitamente distante de lo que es sensible o significa logro terreno o político; abraza los valores profundos del espíritu y transforma al hombre desde dentro, convirtiéndolo en Dios y por lo tanto en ciudadano de su Reino.

Aunque el reino de Dios se extiende de por sí a todo el cosmos, a todos los seres criados en el cielo y en la tierra, sin embargo no está forzado a entrar en él ninguna persona, sino que lo debe hacer libremente. Y cuando, con la fe y la obediencia comienza a hacerlo, este Reino se comienza a establecer en él de una forma completamente íntima y escondida que no cambia nada de su estructura exterior pero que le renueva toda la interior. Entonces el hombre criado ya de la carne y de la sangre, renace en Dios por medio del Espíritu (Jn 1, 13; 3, 5-6).

 

2.- Entre las parábolas de que Jesús se sirvió para ir los diversos aspectos del Reino, sobresale la del sembrador (Mt 13, 1-9). Bajo la figura del hombre que esparce la semilla a manos llenas, que viene a caer en los terrenos más diversos —camino, suelo pedregoso, suelo espinoso y buen terreno son significadas por una parte la prodigalidad de Dios que siembra su Reino por el mundo y, por otra, las condiciones necesarias para que el hombre pueda acoger esta semilla, es decir, «la palabra del Reino» y hacerla fructificar en su corazón.

La Palabra del Reino son las enseñanzas de Jesús acerca de reino de los cielos, es todo su Evangelio; aún más, es Él mismo, Palabra eterna del Padre sembrada en nuestra humanidad, para que, hecho hombre como nosotros, tradujera en lenguaje humano la Palabra de Dios e hiciera caer la semilla preciosa del Reino en el corazón de todos los hombres. La semilla —la «Palabra»— tiene en sí misma la fuerza de germinar y de crear el Reino en
todas las criaturas; pero no lo hace —lo mismo  que la semilla del campo— si no encuentra un terreno preparado para recibirla.

En primer lugar es necesaria la escucha atenta, interior, no distraída por los ruidos de la calle; es necesario un corazón que esté limpio de piedras y espinas, es decir, del apego desordenado a sí mismo y a las criaturas, de la preocupación excesiva por los bienes terrenos, de las pasiones que ahogan todo buen propósito, apartan del bien y nos vuelven flacos a inconstantes. Hay que ser «buen terreno», como lo fue el corazón de María que acogió en sí al Verbo de Dios y fue su madre no sólo porque lo engendró a la vida temporal, sino aún más porque guardó en su corazón la Palabra y la convirtió en vida suya, según dijo el mismo Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8, 21). De esta manera la semilla germina, y como es una semilla divina tiene una capacidad inmensa de desarrollo, hasta la vida eterna; pues enraiza al hombre en el reino de Dios no sólo durante el tiempo, sino por toda la eternidad. «Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y da fruto, uno ciento, otro sesenta, otro treinta» (Mt 13, 23).

 
«¡Oh Jesús, Señor mío!, yo me consagro y me abandono a la soberanía suprema e incomunicable a toda criatura, al poder excelente, absoluto y particular sobre todo lo criado que posas tu Humanidad en virtud del estado admirable y adorable de la filiación divina.
Me ofrezco y me consagro todo a ti... y deseo que tú tengas un poder especial sobre mi alma y mi estado, sobre mi vida y acciones, como sobre cosa que te pertenece con un derecho nuevo y particular, en virtud del acto de mi espontánea voluntad por el cual quiero depender siempre de tu soberanía.

Y pues tu poder sobrepuja inmensamente el nuestro, te suplico, ¡oh Jesús!, que te sirvas tomar tú mismo sobre mí cualquier poder que yo no sea capaz de darte. Acéptame, te suplica, como tu súbdito y tu esclavo, aunque sea de la manera que no puedo conocer pero que tú tan bien conoces».(P. DEBERULLE, Las grandezas de Jesús.


       «¡Oh Padre celestial, que enviaste al mundo al Verbo eterno, Palabra vuestra, engendrada dentro de Vos mismo, para que fuese semilla de todas las semillas, y de todas las palabras vuestras, que son semilla de nuestro bien! Por este Verbo, Hijo vuestro, os suplico sembréis en mi memoria copiosa semilla de santos pensamientos, para que nazcan de ella frutos copiosos de buenas obras.

 ¡Oh Verbo eterno, que salisteis del seno de vuestro Eterno Padre y bajasteis del cielo a nuestra tierra para sembrar la semilla de la doctrina verdadera, semilla propiamente vuestra y no ajena, ni mendigada de otro! Salid, Señor, a sembrar en mi entendimiento abundante semilla de divinas ilusiones, con las cuales os conozca y me conozca, y conozca lo que tengo que creer y obrar, de modo que lo ponga por obra.

 iOh Espíritu santísimo, que inspiráis donde queráis y queréis inspirar donde hay necesidad de vuestra inspiración! Tocad con ella mi voluntad, sembradla con semilla de santos efectos y arrojad en ella centellas de fervientes deseos, para que se encienda dentro de mi corazón un fuego vehementísimo de amor y con vuestra semilla broten los frutos copiosísimos del espíritu que de este amor proceden!

¡Oh Trinidad beatísima, gracias te hago por la liberalidad con que siembras tu semilla en tierra tan vil y despreciada!»(L. DE LA PUENTE).

19.- EL DESARROLLO DEL REINO

 

«Padre nuestro que estás en los cielos... venga a nosotros tu reino»(Mt 6. 10).

 

1 El reino de Dios, dice el Concilio, comienza a manifestarse como luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a la semilla depositada en el campo; quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey de Cristo, recibieron el Reino (LG. 5).

De varias maneras se sirvió Cristo del ejemplo de la semilla para explicar el desarrollo y las vicisitudes del reino de Dios entre los hombres. La vitalidad y la fuerza expansiva del Reino es semejante a la de la semilla que «germina y crece sin que el hombre que la ha sembrado sepa cómo» (Mc 4, 27). El Reino crece secretamente, más allá de las previsiones y de las esperanzas de quienes lo han sembrado en el corazón de los hermanos. Aunque parezca que el terreno es completamente árido e infecundo y que el esfuerzo apostólico cae en el vacío, la semilla de la divina gracia trabaja en silencio, en la oscuridad, y de repente, por medio de la intervención secreta de Dios, puede suscitar energías nuevas y un despertar impensado. Las largas esperas, los fracasos, la insolencia del mal no nos deben desanimar ni hacernos abandonar el campo ni lanzarnos a celos indiscretos.

Cristo ha vencido al Maligno y ha presentado esta victoria como una señal de la llegada del Reino: «Si yo expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Pero para que el hombre pueda hacer suya la victoria de Cristo y pertenecer a su Reino, debe continuar luchando. Dios permite que el Maligno siga derramando la cizaña y no quiere que ésta sea arrancada antes de tiempo, «no sea que, al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo» (Mt 13, 29). Hay que perseverar, pues, haciendo el bien, para que el grano no sea sofocado por la cizaña y a ésta misma se le ofrezca la posibilidad de convertirse en grano. La gracia puede realizar estos milagros en el corazón del hombre. De esta manera, a través de luchas, contrastes y aparentes derrotas, va creciendo el Reino y, en virtud de la redención de Cristo, se va convirtiendo de minúsculo grano de simiente en árbol tan gigantesco «que a su sombra pueden abrogarse las aves del cielo» (Mc 4, 32).

 

2.- «Es semejante el reino de los cielos al fermento una mujer toma y lo pone en tres medidas de harina hasta que todo fermenta» (Mt 13, 33). Esta es quizá la parábola que mejor ilustra y con mayor eficacia declara el dinamismo interior del Reino, es decir, de la gracia, de la caridad, de la fe. El minúsculo grano de mostaza que se desarrolla hasta convertirse en la más grande de las hortalizas indica más bien la extensión exterior del Reino su difusión en el mundo hasta llegar a todos los hombres. La levadura, por el contrario, que escondida en la harina la hace fermentar, parece más bien la transformación interior de los individuos y de la sociedad producida por la aceptación del Reino y de en Cristo. Es una transformación radical que tiende a cambiar la mentalidad, la conciencia, el modo de juzgar las cosas para redundar después en un cambio profundo conducta. Es todo un trastrueque completo de valores.

Para quien entra en el Reino el verdadero bien ya no estará en las riquezas, en los honores, en los éxitos, en las alegrías terrenas como tampoco en la fuerza, en el poder, y en el predominio sobre los demás, sino más bien en la pobreza, en el llanto, en la mansedumbre, en la misericordia, en la pureza, en la paz y hasta en la persecución. Este es el código del Reino que Jesús proclamó en las bienaventuranzas; cuanto más fermente en el cristiano la levadura del Evangelio, tanto más se echará de ver en él este nuevo modo de sentir, de y por lo tanto de obrar. Y no sólo eso, sino que él mismo se convertirá en fermento para la sociedad en que vive: familia, escuela, ambiente de trabajo. Y no con la palabra prudente y oportuna, sino hasta con sola presencia, que da testimonio de un cristianismo integral.

El Concilio enseña que los mismos seglares pueden ser «valiosos pregoneros» del Reino «si asocian, sin desmayo, la profesión de fe con la vida de fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiero una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo’ (LG 35).

 

«iOh dulcísimo Jesús!, sembrador de toda buena semilla, quevelas siempre y nunca duermes y ves la cizaña que tu enemigo pretende sembrar en tu campo, no permitas que siembre en mí cosa alguna que sea extraña a ti; y si yo me durmiere por negligencia, vele tu misericordia en despertarme, para resistir al enemigo antes de que pueda apoderarse de mí».(L. DE LA PUENTE, Meditaciones).

 

«Oh mi Señor, mi único Dios, mi Dios y mi Todo!, no permitas que yo me pierda en las cosas vanas del mundo. «Vanidad de vanidades, y todo es vanidad» (E , 21). Aquí abajo, todo es vanidad y sombra que huye. No permitas que yo dé mi corazóna las cosas de la tierra y que ninguna cosa me aleje de ti. Toma entera posesión de mí y une a ti con tu brazodivino este corazón mío tan frágil y este mi espíritu tan débil. Atráelo a ti en las primeras horas de la mañana, al mediodía y al atardecer, y dame tus consuelos. Sé tú el faro potente a quien ya mire para obtener dirección y paz.

Señor Jesús, haz que yo te ame con amor puro y fervoroso. Haz que yo te ame con mayor intensidad que los hombres del mundo aman sus cosas. Que yo te ame con aquella ternura y constancia que tan admirada es en el amor terreno. Que ya sienta que tú eres mi sola alegría, mi solo refugio, mi sola fuerza, mi sola esperanza y mi único amor.»(J. H. NEWMAN Madurez cristiana).

 

 

20.- CÉLULA DEL REINO

 

«Señor, purifica y aumenta el amor de los esposos para que, junto con sus hijos, se alegren en su recíproca santificación»(Misal Romano, Misa XXV del Matrimonio).

 

1.— El Concilio presenta a la familia cristiana, consagrada por el sacramento del matrimonio, como «una hermosa escuela para el apostolado de los laicos, donde la religión cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día» (LG 35). En efecto, la familia es la primera célula, o mejor dicho, la célula base del reino de Dios sobre la tierra. En ella son educados los hijos «según la fe recibida en el bautismo» (LE 35); desde su primera edad aprenden a percibir la «soberanía»de Dios, a amarle y obedecerle como a primer «Señor», como a Padre providente y bueno, a quien todo honor es debido. La antigua ley ya ponía de relieve este deber primordial de los jefes de familia; tras haber anunciado el primer mandamiento: «Amarás a Yahvé, tu Dios, contodo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser», añadió: »Y llevarás muy dentro del corazón todos los mandamientos, que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos, escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Dt 6, 5-9).

Cuando la fe en Dios, su amor y el respeto a su ley son el fundamento de la vida familiar, regulando las mutuas relaciones de los esposos entre sí y consus hijos e inspirando la educación que dan a éstos, entonces la familia es verdaderamente el «reino de Dios», donde Dios es el primero en ser amado, servido y obedecido. Si todo piadoso israelita se sentía obligado a aprovechar cualquier medio y circunstancia para inculcar en sus hijos los principios religiosos, ¿cuánto más estarán obligados a hacerlo los padres cristianos? La gracia del sacramento del matrimonio les confiere un don especial para educar a los hijos en la fe y en la piedad y para instruirlos en las cosas de Dios. De esta manera los padres sembrarán en sus corazones «la palabra del Reino» y ésta producirá frutos en el tiempo oportuno. Y si más tarde, en fuerza de las vicisitudes de la vida, esta fe recibida en la familia sufrirá peligrosas sacudidas y hasta parecerá a veces como ahogada y sofocada, volverá a florecer de nuevo con más facilidad precisamente por haber sido absorbida desde la infancia.

 

2.—En la familia «los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos entre sí y ante sus hijos sean testigos de la fe y del amor de Cristo» (LG 35). Con el amor, el respeto, la fidelidad recíproca, con la ayuda mutua en las dificultades de la vida, con el espíritu de sacrificio para la buena marcha de la familia —y todo ello con la firmeza de la fe en Dios y adhesión a su santa ley— los padres son para los hijos los primeros testigos del Evangelio, »los primeros y principales educadores» (GE 3). Su función educativa es de tanta transcendencia, que, cuando falta, difícilmente puede suplirse» (ib.). La conducta de los padres debe convertirse en norma práctica y modelo vivo de la conducta de los hijos. «Sean los padres generosos y ejemplares —decía Juan XXIII— y los hijos serán obedientes y diligentes». Cuántos cristianos insignes y grandes santos recibieron su primera impronta en la familia! Tales familias son el «buen terreno» donde brotan más fácilmente los vocaciones sacerdotales, religiosas o en general la vocación a la santidad; siendo al mismo tiempo centro de irradiación del Evangelio para la sociedad que las rodea.

La familia cristiana, dice el Concilio— proclama muy alto tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad» (LG 35). En la moderna sociedad la familia va disgregándose cada vez más, incapaz de tenerse en pie por la irrupción de las pasiones no domadas; hasta valores humanos del amor conyugal, del sentido de paternidad y de la maternidad se encuentran minados su raíz. Urge por lo tanto el ejemplo de hogares cristiano donde la vida se deslice serena y limpia bajo de Dios; ésta será la llamada más eficaz para entrar por el buen camino a tantas pobres criaturas descarriadas. Y si también la familia cristiana puede conocer horas de angustia y de tormenta, encuentra siempre en la fe en Dios y en el cumplimiento de su santa ley el áncora de salvación y la fuerza para llevar la cruz, esperando con paciencia la vuelta de quien puede haberse alejado. El sacramento del matrimonio vivido con seriedad confiere siempre a los cónyuges la gracia para vencer cualquier borrasca y defender la familia de toda insidia.

 

 

 

21.- CON JESUS HUMILLADO

 

¡Oh Jesús, humillado hasta despojarte de tu rango!, hazme partícipe de tus sentimientos» (Flp 2, 5-7).

 

1.- «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo se opone a nuestras acciones.. Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar sui moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa,» (Sab 2, 12. 19-20). El Justo humillado y perseguido por los impíos es Cristo; en su vida y especialmente en su pasión, se verifican de un modo impresionante los detalles descritos en el libro de la Sabiduría. Contra él, inocentísimo, se lanza el odio de todos aquellos que se sienten ofendidos por la santidad de su conducta y de su doctrina. « El mundo.., me odia —dirá un día—, porque doy testimonio contra él de que sus obras son malas» (Jn 7, 7).

El Hijo de Dios, que se humilló voluntariamente hasta hacerse hombre, hasta hacerse «pecado» para sustituir a los hombres pecadores, de igual modo, voluntariamente, acepta ser humillado por los mismos a quienes ha venido a salvar. Buscado a muerte por los Judíos, Jesús huye varias veces de sus manos, «porque todavía no había llegado su hora» (ibid 30), pero no huye de las contradicciones y de las humillaciones, El, Verdad eterna, acepta ser tratado de embustero; Bondad infinita, tratado como un malhechor; Sabiduría increada, tenido por loco; Mansedumbre sin límites, considerado como subversor del pueblo; Hijo de Dios, iY le llamaban ¡endemoniado!

 Las humillaciones de Cristo son, al mismo tiempo, el precio que él paga para rescatar a los hombres de su orgullo y el estímulo que él les da para sigan por el camino de la humildad. «Aprended que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). La humildad auténtica brota del corazón, de la convicción íntima y profunda de la propia poquedad frenteDios. Mientras Jesús se humilló olvidándose de su dignidad de Hijo de Dios, el hombre, para ser humilde, ha de recordar que es: una criatura subsistente no por propia virtud, sino por los dones recibidos de Dios, y criatura que, por haber pecado, ha caído en un estado de miseria moral. El conocimiento y la conciencia de todo esto deberían hacer que el hombre fuese profundamente humilde, y sin embargo, está en él tan vivo
el orgullo que le resulta siempre difícil humillarse, y aún aceptar ser humillado. Sólo la gracia que proviene de las humillaciones de Cristo puede ayudarle a establecerse en una sincera humildad de corazón.

 

2.- Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina… se despojó de su rango» (Flp 2, 5-7). Estas palabras del Apóstol no serán nunca suficientemente meditadas. Todos los cristianos son llamados a seguir a Jesús
en el camino de la humildad, y para hacerlo es necesario «despojarse del propio rango», es decir, vaciarse del orgullo aceptando todo lo que lo destruye: las humillaciones. Ante todo, la humillación de comprobar las propias deficiencias, faltas, infidelidades, y luego, las humillaciones externas que se derivan del hecho de que nuestras limitaciones, defectos y errores son vistos y juzgados por demás. A muchos les gusta ser humildes, pero son
pocos los que aceptan ser humillados; muchos son los piden la humildad, pero después, en la práctica, huyen de as humillaciones.

Sin embargo, así como el estudio es el único medio para adquirir la ciencia, del mismo modo la humillación es el único medio para adquirir la humildad. Por lo demás, la humillación es la parte que, en justicia, le corresponde al hombre pecador Tan convencidos estaban de esto los santos, que nunca consideraron demasiado graves las humillaciones que recibían. «Nunca oí decir cosa mala de mí —escribía santa Teresa de Jesús— que no viese quedaban cortos; porque aunque no era en las mismas cosas, tenía ofendido a Dios en otras muchas y parecíame habían hecho harto en dejar aquéllas, y siempre me huelgo yo más que digan de mí lo que no es que no las verdades»’ (Cm 15, 3).

El Concilio exhorta de un modo particular a los religiosos a que practiquen la virtud de la humildad, «por la que participan del anonadamiento de Cristo» (PC 5) El que quiere asociarse íntimamente al misterio de Cristo —como lo exige la vocación de los consagrados- tiene que internarse en el camino del propio anonadamiento. El hombre por sí solo no es capaz de hacerlo; necesita que Cristo mismo le introduzca en él haciéndole compartir sus humillaciones divinas. Los agravios, las acusaciones, las ofensas, las incomprensiones, lo fracasos con que se tropieza en la vida son el único medio: aceptándolos por amor a Cristo, el hombre se abre al don de su humildad divina, entra en el misterio de su divino anonadamiento para alabanza del Padre y salvación de la humanidad. Siguiendo a Cristo humillado hasta la muerte de cruz nos convertimos en glorificadores de Dios y en salvadores de los hermanos. La humildad vence y conquista hasta a los más reacios.

 

«Oh Cristo, Hijo de Dios!, te pusiste en el último lugar, tratándote a ti mismo como al último de todos los hombres… desde tu nacimiento hasta tu muerte, Y así quisiste ser tratado por los pecadores, por los demonios, por el Espíritu Santo y hasta por tu eterno Padre. Y obraste así para glorificar a tu Padre…para reparar la ofensa hecha al Padre por nuestro orgullo, para confundir y destruir nuestra arrogancia, para enseñarnos a detestar el engreimiento y amar la humildad.

Puede decirse, en verdad, que la soberbia deshonora a Dios y que le desagrada  sumamente, puesto que para reparar tal deshonor fue necesario que tú, Hijo de Dios, fueses tan humillado.

Puede decirse, en verdad, que el engreimiento es algo monstruoso, puesto que para aniquilarlo tú quisiste reducirte a tan íntimo grado de rebajamiento. Cuán necesario es
creer que a los ojos de Dios la humildad es un tesoro verdaderamente precioso y  una perla que le es gratísima puesto que tú, su Hijo divino, quisiste ser tan humillado para hacernos esta virtud, para estimularnos a imitarte en su práctica y para merecernos el cumplimiento de sus obras!
(SAN JUAN EUDES. Misterio del hombre y grandeza del cristiano, II, 16, 2).

 

«¡oh dulce Jesús!, me pongo a tus pies, con la certeza de que tú sabes cumplir lo que yo ni siquiera sé imaginar. Quiero servirte hasta donde tú quieras, a toda costa, al precio de
sacrificio. Nada sé hacer; no sé humillarme, sólo sé decirte, y te lo digo firmemente: quiero humillarme, quiero humillación, la indiferencia por parte de mi prójimo a mi persona; me arrojo a cierra ojos, con cierto deleite,  en el diluvio de desprecios, de padecimientos, de
humillaciones en que quieras colocarme. Me repugna decirte esto, se me desgarra el corazón al decírtelo, pero te lo prometo, quiero padecer, quiero ser despreciado por ti. No sé lo que haré más, es más, no me creo a mí mismo, pero no desisto de quererlo con toda la energía de mi alma: «pati, pati et contemni  pro te».
(JUAN XXIII, El diario del alma 1903).

 

 

22. EN EL MISTERIO DE CRISTO PACIENTE

 

«iOh Cristo, que padeciste por nosotros y nos dejaste ejemplo para que siguiéramos tus pasos!».(1 Pe 2, 21).

 

1. Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mi píaneahsl( “Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más”. (J 11, 19). Jeremías, buscado a muerte por sus conciuela danos, es figura de Cristo perseguido, «el Cordero da Diosa —como un día le saludaría el Bautista— coud cido al matadero para quitar los pecados del muia*q (Jn 1, 29). Pero mientras Jeremías ignora la conjura quq contra él se trama, Cristo conoce perfectamente la qua se trama contra él. La pasión que le espera no es pea él un imprevisto, sino una libre y consciente inmolacii a la voluntad del Padre: «Nadie me quita la vida, sUi4 que yo la entrego libremente. Tengo poder para entr$ gana y tengo poder para recuperarla: Este mandato h recibido de mi Padre» (Jn 10, 18). Con estos sentirnkia tos va Jesús al encuentro de su pasión, y se ofrece ella corno un cordero manso que no recalcitra, que e se niega. Su padecer es mucho más que un sufrir puhi yo: es una aceptación espontánea, amorosa fundada cu el conocimiento de la resurrección. Y sin embargo, n un padecimiento real que le atormenta el espíritu y loa miembros.
El Hijo de Dios ha venido al mundo y ha salvado los hombres asumiendo su naturaleza pasible, con la qua 1 ha expiado sus pecados y ha santificado sufriendo todo el dolor de la humanidad. Para encontrarse con él, ma hombres deben, a su vez, aceptar el padecimiento Pura e) padecer del cristiano no puede resolverse en elia paciencia resignada, algo así como forzada porque no se puede evitar. A imitación de la de Cristo, la pacleii cia cristiana es una libre aceptación de Jo que en la vlla crucifica, en amorosa conformidad con la voluntad dø Dios. Por medio de esta adhesión voluntaria, el cristimu, se asemeja a Cristo paciente, y su padecer se hnnr participación en el misterio de Cristo. La paciencia, ¡ial

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