PARROQUIA DE SAN PEDRO AYUDA PARA LA ORACIÓN DIARIA TIEMPO DE ADVIENTO Y NAVIDAD

PARROQUIA DE SAN PEDRO

AYUDA

PARA LA ORACIÓN DIARIA

TIEMPO DE ADVIENTO Y NAVIDAD

PRÓLOGO

 

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

La oración personal es un medio indispensable para vivir espiritualmente, vivir la vida espiritual; para mí esencial, como la respiración del cuerpo; si dejas de respirar, te mueres.

Para enseñar a las almas este piadoso ejercicio, han ido surgiendo los métodos de meditación. De los varios que existen —todos ellos con sus propias excelencias— uno es el método teresiano, llamado así porque brota de las enseñanzas de Santa Teresa de Jesús, fundadora de las carmelitas descalzas y grande maestra de la vida espiritual por haber sido proclamada Doctora de la Iglesia.

Sobradamente conocida es la definición que nos dejó Santa Teresa de la oración mental. De ella dijo en el libro de su Vida que es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (c. 8, n. S).

Santa Teresa destaca especialmente la índole y la tonalidad efectiva de la oración mental: es un «trato amoroso», es decir, un intercambio de «amor mutuo» entre el alma y Dios, en el cual «se trata a solas», íntimamente con Dios —ya se sabe que la intimidad es fruto del amor— y se habla con Aquel cuyo amor se conoce. Todos los elementos de esta definición llevan en sí la idea del amor; pero al final recuerda la Santa que el alma debe también «saber» darse cuenta de la existencia del amor de Dios hacia ella, y éste es precisamente, según Santa Teresa, el oficio del entendimiento en la oración.

Por eso, según la misma Santa, en la oración mental debe darse el doble ejercicio de la inteligencia y de la voluntad; la inteligencia, pensando en el amor que Dios tiene a sus criaturas y cómo desea ser amado por ellas; la voluntad, amándole en fiel correspondencia a ese amor. El concepto de la oración no puede ser más límpido. Esto es todo.

Pero ¿cómo llevarlo a la práctica? He aquí la incumbencia del método. Si queremos comprender debidamente la estructura del método teresiano, es necesario tener presente la definición de la oración arriba expuesta, ya que enton­ces podremos comprobar cómo en ese método se realiza plenamente dicho concepto de oración mental.

       Esta se reduce, como decíamos, a conversar afectuosamente con el Señor después de haber conocido lo mucho que El nos quiere.

Para hablar íntimamente con Dios, hay que ponerse en contacto con El, para lo cual sirve la «preparación», que consiste en darse cuenta de la forma más explícita de la presencia de Dios y orientarse hacia El por medio de algún buen pensamiento.

Para llegar a conocer el amor que Dios le tiene, el alma escoge como tema de reflexión una verdad de fe apta para manifestar ese amor; por eso recurre a la lectura de un texto apropiado.

Pero no basta leer; hace falta profundizar; y esto se hace por medio de la reflexión, o sea, de la meditación.

Sé que el amor de Dios hacia mí se manifiesta en cualquiera de las verdades reveladas; pero en este momento quiero fijarme únicamente en la que me ha servido como tema de lectura. Para ello me ayudo de los hermosos pensamientos contenidos en el «punto de meditación», tratando de conocer y descubrir ac­tualmente dicho amor, con lo cual van brotando espontáneamente en mi interior, y quizá también en mis labios, sentimientos y expresiones de afecto.

De este modo comienzo mí coloquio con Dios, diciéndole de mil maneras y con la naturalidad que brota del corazón, que le amo y deseo siempre amarle, que quiero progresar en su santo amor , que quiero probarle mí amor con las obras, cumpliendo su santísima voluntad.

Con esto hemos llegado al centro, al corazón mismo de la oración.

Para muchas almas esto basta. Pero hay quien desea mayor variedad, y ésta, que facilita grandemente a algunos la prolongación del coloquio con el Señor, se puede obtener por medio de las tres restantes partes del método, no ciertamente necesarias, sino meramente facultativas.

Dos son sustanciales: la meditación y el coloquio. Tres son facultativas, que ayudan a prolongar más fácilmente el coloquio: el hacimiento de gracias, el ofrecimiento y la petición.

 

Otro método es el tradicional de la <Lectio divina>. Los peldaños que se nos proponen a modo de itinerario son: lectio, meditatio, oratio, contemplatio. En concreto:

   0,Invocar la presencia del Espíritu.
   1, Leer la Palabra: ¿Qué dice el texto bíblico? Comprender la Palabra...
   2. Meditar la Palabra: ¿Qué me dice a mí el Señor en su Palabra? ¿Cómo      se me ofrece? Actualizar la Palabra.
   3. Orar la Palabra: ¿Qué le respondo yo al Señor por esta palabra: diálogo y respuestas, de corazón a corazón.
   4. Vivir la Palabra: obedecer a la Palabra: convertirme cada día a la Palabra, a Cristo.

 

Las meditaciones que aquí se publican están ideadas según este método. Se comienza con la presencia de Dios, o sea, con un buen pensamiento que pone al alma en contacto con Dios y la orienta hacia El.

La lectura se hace leyendo el «punto» de meditación. Después el alma se recoge a pensar, ayudándose libremente del texto ya leído.

Así pasará espontáneamente al coloquio, que, según el concepto teresiano, es el «corazón» y el centro de la oración mental.

Para hacer más eficaces los coloquios de nuestras meditaciones, los hemos compuesto sirviéndonos preferentemente de expresiones bellísimas y llenas de fuego escritas por almas santas y ardientes. Muchas veces, sin embargo, ha sido necesario aducir los textos con alguna ligera modificación, con objeto de acomo­darlos mejor a la forma de coloquio de tú a tú. Al final de los mismos y entre paréntesis se indica siempre la fuente respectiva.

Tales coloquios no contienen sólo expresiones de amor; éstas van entreveradas con peticiones, acciones de gracias, aspiraciones del alma a Dios, que vienen a concretarse en resoluciones y en propósitos.

Nos atrevemos a esperar que, así trazadas, las presentes meditaciones ayudarán eficazmente a que las almas se den a la oración <<mental>>, mejor personal,  en conformidad con el concepto, aunque no totalmente con el  método teresiano. O mejor, unas veces sí, otras, no, según el autor, porque a veces las tomo directamente de autores reconocidos.

       La oración personal, mental o afectiva, según se mire al comienzo de la misma o al final, a la mente o al corazón, será o debe ser siempre afectiva, tender a amar más a Dios siguiendo ese camino. Este es precisamente el «tono» que hemos procurado dar a nuestras meditaciones, las cuales, repito, en su mayor parte, es lo mejor que meditado yo en otros autores o el fruto de mi oración personal, sobre todo, eucarística.

Por otra parte, la espiritualidad teresiana es también doctrinal. Teresa de Jesús, la gran «maestra de vida espiritual» deseó y procuró siempre que la vida ascética y mística de las almas que le eran caras estuviese fundada sobre una doctrina sólida; por eso apreciaba tanto la teología.

Esta es la razón que nos ha movido a trazar estas meditaciones sobre un fondo seriamente teológico y a ordenarlas de manera que, en el curso de un año, vayan pasando por los ojos del alma los problemas más fundamentales de la vida espiritual y todos las realidades sobrenaturales con que la vida interior nos pone en contacto.

¡Que el Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor y se digna habitar en nuestras almas para someterlas cada vez más a su influjo y gobierno, encienda en nosotros, «con una abundantísima efusión» de gracia, el amor de caridad por medio del cual podamos penetrar en la divina intimidad; y que María Santísima, Madre del amor hermoso, cuya alma llena de gracia fue siempre movida por el Espíritu Santo, consiga de este divino Espíritu que también nosotros, dóciles a sus llamamientos, podamos realizar, con la práctica asidua y eficaz de la oración mental, este hermoso ideal de la unión intima con Dios!

       Para empezar, para iniciarse en este camino de la oración, del «encuentro de amistad» con Cristo, lo ordinario es necesitar de la lectura para provocar el diálogo; si a uno le sale espontáneo, lleva mucho adelantado en amor y en oración: hay que leer meditando, orando, o meditar leyendo, hay que leer al principio, se necesita y ayuda mucho la lectura, principalmente de la Palabra de Dios; es el camino ya señalado desde antiguo: lectio, meditatio, oratio, contemplatio; pero también pueden ayudar libros de santos, de orantes, libros que ayuden a la lectura espiritual meditada, que aprendas a situarte al alcance de la Palabra de Dios, a darla vueltas en el   corazón, a dejarte interpelar y poseer por ella, a levantar la mirada y mirar al Sagrario y consultar con el Jefe lo que estás meditando y preguntarle y pedirle y... lo que se te ocurra en relación con Él; y Cristo Eucaristía, que siempre nos está esperando en amistad permanente con los brazos abiertos, con solo su presencia o por su Espíritu, el mejor director de meditaciones y oración, te dirá y sugerirá muchas cosas en deseos de amistad.

Y te digo Sagrario, porque toda mi vida, desde que empecé, lo hice así. No entendí nunca la oración en la habitación; pero sí la lectura espiritual, porque teniendo al Señor tan cerca y tan deseoso de amistad, la oración siempre es más fácil y directa, basta mirar; y esto, estando alegre o triste, con problemas y sin ellos, la oración sale infinitamente mejor y más cercana y amorosa y vital en su presencia eucarística; es lógico, estás junto al Amigo, junto a Cristo, junto al Hijo, junto a la Canción de Amor donde Él Padre nos dice todos su proyectos de amor a cada uno; estamos junto a «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» esto es, por la fe.  

       Cuando vayas a la oración, entra dentro de ti: “Cuando vayas a orar, entra en tu habitación y cierra la puerta, porque tu Padre está en lo más secreto” (Mt. 6, 6); no uses más de un párrafo cada vez; medita cada frase, cada palabra, cada pensamiento. La habitación más secreta que tiene el hombre es su propio interior, mente y corazón, hay que pasarlo todo desde la inteligencia al corazón.

Lo oración es cuestión de amor, más que de entendimiento. No es para teólogos que quieren saber más, sino para personas que quieren amar más. Por su forma de ser, muchos son incapaces de entrar en esta habitación, o discurrir mucho, pero todos pueden amar.

       Intenta, para la oración personal, apartarte de otras personas; hasta físicamente; desde luego mentalmente. Esto no es quererlas mal. Lo hacemos muchas veces cuando queremos hablar con alguien sin que nadie nos moleste. Nos retiramos al desierto a orar y amar y dialogar con Dios; Dios es lo más importante en ese momento.

       Busca también un ambiente lo más sereno que puedas, sin ruidos, sin objetos que te distraigan. ¿No haces esto mismo si pretendes estudiar en serio? Dios es más importante que una asignatura.

       Intenta concentrarte. Concentrarse quiere decir dirigir toda tu atención hacia el centro de ti mismo, que es donde Dios está. Los primeros momentos de la oración son para esto. No perderás el tiempo si te concentras. Tendrás que cortar otros pensamientos. Hazlo con decisión y valentía. Tampoco asustarse si algunos días no se van. Pero tú a luchar para que sea sólo Dios, sólo Dios. Y entonces, hasta las distracciones no estorban; por eso no te impacientes. Ten en cuenta que la oración no puede arrancar con el motor frío. Y el motor está frío hasta que tú no seas plenamente consciente de la presencia en tu interior del Padre que te ama, de Jesús tu amigo, del Espíritu que quiere madurarte y enseñarte a orar.

       Después de una invocación al Espíritu Santo, o de alguna oración que te guste, empiezas leyendo el Evangelio, oyendo la Palabra. Es Dios el primero que inicia el diálogo; y las leyes de la oración, que son las leyes del diálogo, exigen que se respete este orden.

       Por lo tanto, primero leer y escuchar la Palabra,  luego meditarla y orarla, invocarla, pedir, suplicar y tomar alguna decisión; y si te distraes, no pasa nada, vuelves a donde estabas y  a seguir. Léela despacio; cuantas veces necesites para entender la Palabra de Dios y darte cuenta de su alcance. Párate y déjate impresionar por lo que te llama la atención y te gusta.

       Y finalmente, en toda oración, hay que responder a Dios. Responde como tú creas que debes responder. Y este orden no es fijo; lo pongo para que te des una idea; pero lo último a veces será lo primero. Y siempre un pequeño compromiso, propósito. No termines tu oración sin dar tu propia respuesta o hacer tuya alguna de las que ves escritas y te cuadran. No lo olvides: el evangelio, el libro es ayuda y sólo ayuda, pero él no ora. Eres tú quien ha de orar.

       Cuando quieras terminar tu oración puedes hacerlo recitando despacio alguna de las oraciones que sabes y que en ese momento te dé especial devoción: Padrenuestro, Ave María, Alma de Cristo... Aquí, con el tiempo, irás cambiando, quitando, añadiendo...

       Sé fiel a la duración que te has marcado para tu oración: un cuarto de hora como mínimo; luego, veinte, hasta llegar a los treinta. De ahí para adelante, lo que el Espíritu Santo te inspire. No los acortes por nada del mundo. El ideal, una hora; seguida, o media por la mañana y luego otra media hora por la tarde o noche. No andes mordisqueando el tiempo que dedicas a tratar con Dios.

       Sé fiel cada día a tu tiempo de oración. Oración diaria, pase lo que pase. Este es el compromiso más serio. Yo hice este propósito, y algún día me tocó hacer oración a las dos de la mañana cuando venía de cenar con las familias. Sólo así progresarás. Si un día haces y otro no, pierdes en un día lo que ganas en otro y siempre te encontrarás en el   mismo punto de inmadurez y con una insatisfacción constante dentro de ti. Y no avanzarás en el   amor a Dios que debe ser lo primero.

       Si logras cumplir este propósito, llegarás a ser una persona profunda y reflexiva. Nunca dejes la oración para cuando tengas tiempo, porque entonces no tendrás tiempo; te engañará el demonio, que teme a los hombres de oración; todos los santos que ha habido y habrá fueron hombres de oración y son los que más trabajaron por Dios y  hermanos.

       Y nada más. Todos los consejos sobran al que se pone a hacer la experiencia y llega a entender por sí mismo de qué se trata. También sobran para los que no quieren hacer la experiencia. Haz oración por amor a Dios y por tu santidad.

       En concreto: La oración personal es un medio indispensable para vivir espiritualmente, vivir la vida espiritual; para mí esencial, como la respiración del cuerpo; si dejas de respirar, te mueres.

Para enseñar a las almas este piadoso ejercicio, han ido surgiendo los métodos de meditación. De los varios que existen —todos ellos con sus propias excelencias— uno es el método teresiano, llamado así porque brota de las enseñanzas de Santa Teresa de Jesús, fundadora de las carmelitas descalzas y grande maestra de la vida espiritual por haber sido proclamada Doctora de la Iglesia.

Sobradamente conocida es la definición que nos dejó Santa Teresa de la oración mental. De ella dijo en el libro de su Vida que es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (c. 8, n. S).

Santa Teresa destaca especialmente la índole y la tonalidad efectiva de la oración mental: es un «trato amoroso», es decir, un intercambio de «amor mutuo» entre el alma y Dios, en el cual «se trata a solas», íntimamente con Dios —ya se sabe que la intimidad es fruto del amor— y se habla con Aquel cuyo amor se conoce. Todos los elementos de esta definición llevan en sí la idea del amor; pero al final recuerda la Santa que el alma debe también «saber» darse cuenta de la existencia del amor de Dios hacia ella, y éste es precisamente, según Santa Teresa, el oficio del entendimiento en la oración.

Por eso, según la misma Santa, en la oración mental debe darse el doble ejercicio de la inteligencia y de la voluntad; la inteligencia, pensando en el amor que Dios tiene a sus criaturas y cómo desea ser amado por ellas; la voluntad, amándole en fiel correspondencia a ese amor. El concepto de la oración no puede ser más límpido. Esto es todo.

Pero ¿cómo llevarlo a la práctica? He aquí la incumbencia del método.Si queremos comprender debidamente la estructura del método teresiano, es necesario tener presente la definición de la oración arriba expuesta, ya que enton­ces podremos comprobar cómo en ese método se realiza plenamente dicho concepto de oración mental.

       Esta se reduce, como decíamos, a conversar afectuosamente con el Señor después de haber conocido lo mucho que El nos quiere. Para llegar a conocer el amor que Dios le tiene, el alma escoge como tema de reflexión una verdad de fe apta para manifestar ese amor; por eso recurre a la lectura de un texto apropiado.

 Pero no basta leer; hace falta profundizar; y esto se hace por medio de la reflexión, o sea, de la meditación. Para ello me ayudo de los hermosos pensamientos contenidos en el «punto de meditación», tratando de conocer y descubrir ac­tualmente dicho amor, con lo cual van brotando espontáneamente en mi interior, y quizá también en mis labios, sentimientos y expresiones de afecto.

De este modo comienzo micoloquio con Dios, diciéndole de mil maneras y con la naturalidad que brota del corazón, que le amo y deseo siempre amarle, que quiero progresar en su santo amor, que quiero probarle mí amor con las obras, cumpliendo su santísima voluntad.Con esto hemos llegado al centro, al corazón mismo de la oración. Para muchas almas esto basta. Pero hay quien desea mayor variedad, y ésta, que facilita grandemente a algunos la prolongación del coloquio con el Señor, se puede obtener por medio de las tres restantes partes del método, no ciertamente necesarias, sino meramente facultativas.

Tenemos, pues, que el método teresiano se compone de estas siete partes: Dos introductorias: la preparación (presencia de Dios) y la lectura. Dos sustanciales: la meditación y el coloquio. Y tres facultativas, que ayudan a prolongar más fácilmente el coloquio: el hacimiento de gracias, el ofrecimiento y la petición.

       Empezaremos con el tiempo santo de adviento, comienzo del año litúrgico de la Iglesia.

 

1. DOMINGO I DE ADVIENTO

 

CICLO A

 

“¡Venid y caminemos a la luz de Yahvé!”(Is 2, 5).

 

El tema central del Adviento es la espera del Señor, considerada bajo diversos aspectos. En primer lugar, la espera del Antiguo Testamento enderezado hacia la venida del Mesías. De ella hablan las profecías que la liturgia presenta en este tiempo a la consideración de los fieles para despertar en ellos aquel profundo deseo y anhelo de Dios tan vivo en los escritos proféticos y al mismo tiempo para invitarlos a dar gracias al Altísimo por el don inmenso de la salvación.

Esta, en efecto, ya no se perfila en el horizonte como un acontecimiento futuro, tan sólo prometido y esperado, sino que desde hace siglos se ha convertido en realidad con la encarnación del Hijo de Dios y su nacimiento en el tiempo. Ha venido ya el Redentor y en él se han colmado las esperanzas del Antiguo Testamento y se han abierto las del Nuevo.

Y esta nueva espera es la siguiente: la venida del Salvador debe actuarse en el corazón de cada hombre, mientras la historia de la humanidad se dirige y orienta toda hacia la parusía, es decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. En esta perspectiva deben ser escuchadas y meditadas las lecturas del Adviento.

Isaías habla con énfasis de la era mesiánica, en la cual todos los pueblos convergerán en Jerusalén para adorar al único Dios: “Y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, y él nos enseñará sus caminos” (Is 2, 3). Reunidos en la única religión, todos los hombres serán como hermanos y «no se ejercitarán más ya para la guerra (ib. 4).

Jerusalén es figura de la Iglesia, constituida por Dios «sacramento universal de salvación» (LG 48), que abre los brazos a todos los hombres para llevarlos a Cristo y para que, siguiendo sus enseñanzas, vivan como hermanos en la concordia y en la paz. Pero ¡cuánto queda aún por hacer para que esto se realice plenamente! Cada cristiano debe ser una voz que llame a los hombres, con el ardor de Isaías, a la única fe y al amor fraterno. El texto del profeta se cierra con esta sugestiva invitación: “Venid y caminemos a la luz de Yahvé” (2, 5).

San Pablo en la segunda lectura nos dice precisamente qué debemos hacer para caminar en esa luz: “despojarse de las obras de las tinieblas” (Rm 13, 12), es decir, del pecado en todas sus formas, y “vestirse las armas de la luz” (ib.), esto es, revestirnos de las virtudes, especialmente de la fe y del amor. Esto es más urgente que nunca “pues vuestra salud está ahora más cercana” (ib., 11), ya que la historia camina hacia su última fase: el retorno final del Señor.

El tiempo que nos separa de dicha meta debe ser aprovechado con solicitud; el Señor que ya vino en su nacimiento temporal de Belén, que está continuamente presente en la vida de cada hombre y de la humanidad entera, y “que ha de venir” al fin de los siglos, debe ser acogido, seguido y esperado con fe, esperanza y caridad vivas y operantes. El mismo Jesús nos ha hablado de esa actitud de vigilante espera que debe caracterizar la vida del cristiano: “Velad, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor” (Mt 24, 42). No se trata sólo de la parusía, sino también de la venida del Señor para cada hombre al fin de su vida, cuando se encontrará cara a cara con su Salvador; y ése será el día más hermoso, el principio de la vida eterna. “Por eso vosotros habéis de estar preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (ib., 44).

 

Oremos con la Iglesia: Dios todopoderoso, aviva en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino eterno(Colecta).

 

Señor, que fructifique en nosotros la celebración de estos sacramentos, con los que tú nos enseñas, ya en nuestra vida mortal, a descubrir el valor de los bienes eternos y a poner en ellos nuestro corazón(Después de la comunión). (Misal Romano).

 

<<Nuestro amor por ti, Señor, está «fundado sobre tal cimiento como es ser pagado con el amor de un Dios, que ya no puede dudar de él por estar mostrado tan al descubierto, con tan grandes dolores y trabajos y derramamiento de sangre, hasta perder la vida, porque no nos quedase ninguna duda de este amor». Dame, Señor, tu amor antes que me saques de esta vida, «porque será gran cosa a la hora de la muerte ver que vamos a ser juzgados de quien habemos amado sobre todas las cosas. Seguros podremos ir con el pleito de nuestras deudas; no será ir a tierra extraña, sino propia, pues es a la de quien tanto amamos y nos ama>>.(STA. TERESA DE JESUS, Camino).

CICLO B

 

“Tú eres, oh Yahvé!, nuestro Padre... ¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras!”(Is 63, 16.19).

 

Desde el día del primer pecado, cuando Dios hizo brillar ante los ojos de Adán la promesa de un redentor, todas las esperanzas de la humanidad se orientaron hacia la salvación que se vislumbraba. Los profetas fueron sus heraldos incansables. “Tú eres, ¡oh Yahvé!, nuestro padre, y "redentor nuestro" es tu nombre desde la eternidad... He aquí que te irritaste, pues hemos pecado, por nuestra infidelidad y nuestra defección... Mas ahora, ¡oh Yahvé!, tú eres nuestro padre”(Is 63, 16; 64, 4-7).

El sentido profundo del pecado y de la impotencia del hombre para volverse a levantar se entrelaza con el anhelo de salvación y con la confianza en Dios expresada con términos casi evangélicos: “Tú eres nuestro padre”.     Parece que Isaías, en su conmovedora oración, quiera apresurar la venida del Salvador: “¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras!” (Is 63, 19). Y la historia nos dice cómo fue escuchado este grito y se cumplió la promesa de Dios: los cielos se rasgaron verdaderamente y la humanidad recibió a su Salvador, Jesucristo Señor.

Y sin embargo la oración de Isaías es todavía actual y la liturgia se la hace propia en el tiempo del Adviento: “¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras!” El Hijo de Dios ya ha venido históricamente, y con su pasión, muerte y resurrección ha salvado ya a la humanidad pecadora. Y sin embargo, este misterio ya cumplido en sí mismo, debe repetirse en cada hombre y renovarse continuamente en él hasta llevarlo a “la comunión con Jesucristo Señor nuestro” (1 Cr 1, 9).

Mientras esta comunión no sea perfecta, es decir, mientras el hombre no esté del todo invadido y transformado por la gracia, hay todavía lugar para la espera del Salvador. El cual viene continuamente por medio de los sacramentos, de su palabra anunciada por la Iglesia y de las inspiraciones e impulsos interiores; y al cual no hay que cesar nunca de acoger y de desear para que sus venidas a nosotros sean cada vez más íntimas, profundas y transformantes. “El Espíritu y la Esposa [la Iglesia] dicen: ¡Ven!, y cada uno de los fieles repite: “¡Ven, Señor Jesús!”(Ap 22, 17.20).

San Pablo, al congratularse con los Corintios por la gracia de Dios que habían recibido en Cristo, ya que en él habían sido enriquecidos de todo y en él poseían todos los dones, los exhorta a la espera de la “manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cr 1, 4-7).

Estos son los dos polos entre los cuales se tiende el arco del Adviento cristiano: el recuerdo agradecido del nacimiento del Salvador y de todos los dones recibidos de él, y su «manifestación» gloriosa al final de los tiempos.

Si sabemos llenar con una espera vigilante y activa el espacio intermedio entre uno y otro, Dios mismo, como dice el Apóstol, “nos confirmará hasta el fin para que seamos irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (ib 8). A la fidelidad del hombre que vive en la espera de su Dios, corresponde la fidelidad de Dios que mantiene infaliblemente sus promesas.

La fidelidad por parte del hombre debe ser cual la presenta el Evangelio (Me 13, 34-37): un generoso servicio en el cumplimiento del propio deber sin rendirse ni al cansancio ni a la pereza. Como lo hace el siervo diligente que no duerme durante la ausencia del amo, sino que realiza las tareas que le han sido encomendadas, de tal manera que cuando vuelva su amo por la tarde, a medianoche, al canto del gallo o a la madrugada”(ib. 35), lo encuentre, siempre en su puesto, entregado al trabajo; no asustado, como quien es sorprendido en el mal, sino alegre de volverlo a ver. Y como para el cristiano Dios es no sólo amo, sino padre, su llegada será llena de alegría.

 

“Tú eres, ¡oh Yahvé!, nuestro padre”, y "redentor nuestro" es tu nombre desde la eternidad. ¿Por qué, ¡oh Yahvé!, nos dejas errar fuera de tus caminos y endurecer nuestro corazón contra tu temor? Vuélvete por amor de tus siervos... ¡Oh si rasgaras los cielos y bajaras!

Tú te adelantas a los que obran justicia y se acuerdan de tus caminos. He aquí que te irritaste, pues hemos pecado, por nuestra infidelidad y nuestra defección. Todos nosotros fuimos impuros, y toda nuestra justicia es como vestido inmundo, y nos marchitamos como hojas todos nosotros, y nuestras Iniquidades como viento nos arrastren.

Y nadie invoca tu nombre ni despierta para unirse a ti. Porque has ocultado tu rostro de nosotros y nos has entregado a nuestras iniquidades. Mas ahora, ¡oh Yahvé!, tú eres nuestro padre; nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos. ¡Oh Yahvé!, no te irrites demasiado, no estés siempre acordándote de la iniquidad. Ve, mira que todos nosotros somos tu pueblo». (Is 63, 16-19; 64, 4-8).

 

Muéstrame, Señor, tu misericordia y dame tu salvación... ¡Oh Sabiduría infinita!, ven a guiarme en los caminos del cielo. ¡Oh esplendor de la gloria del Padre!, ven a iluminarme con el esplendor de tus virtudes. ¡Oh sol de justicia!, ven a dar luz y calor de vida a quien está sentado en la sombra de la muerte. ¡Oh rey de los reyes!, ven a regirme. ¡Oh Salvador del mundo!, ven a salvarme.(Cfr. LUIS DE LA PUENTE, Meditaciones).

CICLO C

 

“¡Oh Señor!, fortalece nuestros corazones y haznos irreprensibles en la santidad para la venida de nuestro Señor Jesucristo”(1 Ts 3, 13).

 

“He aquí que vienen días—oráculo de Yahvé— en que yo cumpliré la buena palabra que yo he pronunciado sobre la casa de Israel... Suscitaré a David un renuevo de justicia” (Jr 33, 14-15). Jeremías anuncia la intención de Dios de cumplir la “buena palabra” o sea la promesa del Salvador que deberá nacer de la descendencia de David, figurado en un “renuevo de justicia”. El restablecerá “la justicia y el derecho sobre la tierra”, es decir, salvará a los hombres y los conducirá de nuevo a Dios.

La realización de este gran acontecimiento que se llevó a cabo con el nacimiento del Salvador, de la Virgen María, es uno de los puntos focales del Adviento. La Iglesia quiere que el pueblo cristiano no se limite a hacer en él sólo una conmemoración tradicional, sino que se prepare a vivir en profundidad el inefable misterio del Verbo de Dios hecho hombre «por nuestra salvación» (Credo).

Y como esta salvación será completa, es decir, se extenderá a toda la humanidad sólo al fin de los tiempos, cuando verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes”(Lc 21, 27), la Iglesia exhorta a los creyentes a vivir siempre en un continuado adviento. El recuerdo de la Navidad del Señor debe ser vivido «en la espera de que se cumpla la bienaventurada esperanza y venga nuestro Salvador Jesucristo» (Misal Romano). El Señor ha venido, viene y vendrá; hay quedarle gracias, acogerlo y esperarlo. Si la vida del cristiano se sale de esta órbita, fracasará rotundamente.

Al iniciar el tiempo del Adviento con la lectura del Evangelio que habla del fin del mundo y de la última venida del Señor, la Iglesia no intenta asustar a sus hijos, sino más bien amonestarlos, advertirlos de que el tiempo pasa, que la vida terrena es tan sólo provisional, y que la meta de las esperanzas y de los deseos no puede ser la ciudad terrena, sino la celestial.

Si el mundo actual está sacudido por guerras y desórdenes y se desbanda con ideas falsas y costumbres depravadas, todo esto debe servirnos de aviso: el hombre que repudia a Dios perece, ya que sólo de él puede ser salvado. Pues entonces “cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención”(Lc 21; 28).

La Iglesia sólo mira a suscitar en los corazones el deseo y el ansia de la salvación y el anhelo hacia el Salvador. En vez de dejarse sumergir y arrastrar por las vicisitudes terrenas, hay que dominarlas y vivirlas con la vista puesta en la venida del Señor. “Estad atentos, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y de repente venga sobre vosotros aquel día” (ib. 34). Por el contrario, es necesario “velar en todo tiempo y orar” (ib. 36) y valerse del tiempo para progresar en el amor de Dios y del prójimo.

Esto desea de nosotros y a esto nos exhorta San Pablo: “El Señor os acreciente y haga abundar en caridad de unos con otros y con todos....a fin de fortalecer vuestros corazones y haceros irreprensibles en la santidad... en la venida de nuestro Señor Jesús”(1 Ts 3, 12-13). La justicia y santidad que el Salvador ha venido a traer a la tierra, deben germinar y crecer en el corazón del cristiano y de él desbordarse sobre el mundo.

 

“A ti elevo mi alma, Yahvé, mi Dios... Acuérdate, ¡oh Yahvé!, de tus misericordias y de tus gracias, pues son desde antiguo... Bueno y recto eres, Señor, por eso señalas a los errados el camino. Guías a los humildes por la justi­cia y adoctrinas a los pobres en tus sendas. Todas tus sendas son benevolencia y verdad para los que guardan tu alianza y tus mandamientos”. (Salmo 25, 1.6. 8-10).

 

Puesto que tengo conciencia de tantos pecados, ¿de qué me aprovechará, Señor, que tú vengas si no vienes a mi alma ni a mi espíritu; si tú, ¡oh Cristo!, no vives en mí ni hablas en mí? Por esta razón, ¡oh Cristo!, debes venir a mí, y tu venida tiene que llevarse a cabo en mi persona. Tu segunda venida, ¡oh Señor!, tendrá lugar al fin del mundo, cuando podamos decir: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo».

 

Haz, ¡oh Señor!, que el fin de este mundo me encuentre... de manera que sea ciudadano del cielo por anticipado... Entonces se realizará en mí la presencia de la sabiduría, de la virtud y de la justicia, así como la redención; pues tú, ¡oh Cristo!, efectivamente has muerto una sola vez por los pecados del mundo, pero con la intención de perdonar diariamente los pecados del pueblo. (Cfr. S: AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de S. Lucas).

2. LLAMADOS A SER SANTOS

«Despierta tu poder, oh Señor, ven a salvarnos, ven a santificarnos

     (Ps 80, 3)

 

1. Con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. Nuestros primeros padres, criados a imagen y semejanza de Dios, colocados en un estado de gracia y de justicia, elevados a la dignidad de hijos de Dios, se quedaron desnudos de gracias y verdad y se hundieron en un abismo de miseria, arrastrando consigo a todo el género humano.

Durante largos siglos gime el hombre en su pecado, que ha abierto entre él y Dios una sima infranqueable. Al otro lado yace el hombre, absolutamente incapaz de levantarse por si mismo. Para llevar a cabo eso que el hombre no puede realizar, o sea, la destrucción de! pecado y la restitución de la gracia al linaje humano, Dios nos promete un Salvador.

La promesa hecha y renovada a través de los siglos, no se limita al pueblo de Israel, sino que interesa a la humanidad entera. Ya Isaías lo había entrevisto: “Vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, y él nos enseñará sus caminos” (2, 3). Y Jesús lo declaró explícitamente: “Os digo que del Oriente y del Occidente vendrán muchos y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8, 11).

 Jesús Señor ha venido a salvar a todos los pueblos y a llevarlos a la mesa de su Padre en el reino de los cielos. Dios “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4), y para que todos se salven ha dado “a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, Sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16).

De esta manera ha amado Dios al mundo. Si Israel fue el depositario de la divina promesa y tuvo la misión de transmitirla de generación en generación, no fue sin embargo su único beneficiario. En el plan de Dios ya desde el principio la promesa estaba destinada a toda familia humana, y ninguno estaba excluido de ella. Jesús Salvador ha venido para todos los hombres y cada uno de ellos ofrece todos los medios necesarios para su Salvación

 

2. Escribiendo a los cristianos de Corinto, San Pablo pone así la dirección de su carta: “A los santificados de Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en todo lugar” (1 Cr 1, 2). Todos los que creen en Cristo, a cualquier pueblo o raza que pertenezcan, son en efecto “llamados a ser santos”, lo que significa sobre todo en el lenguaje del Apóstol pertenecer y estar consagrados a Dios por el bautismo y consiguientemente y en fuerza de esta consagración hacerse santos personalmente.

También la santidad, lo mismo que la salvación, es ofrecida a todos los hombres. “Os santificaréis y seréis santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44), había dicho ya Dios al pueblo de Israel; y Jesús puntualizó: “Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).

Jesús no dirigió estas palabras a un grupo escogido de personas, ni las reservó a sus apóstoles y a sus íntimos, sino que las proclamó ante la multitud que le seguía. Siendo él el Santo por excelencia, vino para santificarnos a todos y ofrecer a todos los hombres no sólo los medios necesarios de salvación, sino también los de santificación: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10).

La Iglesia no se cansa de repetir e inculcar estas enseñanzas del Señor: «Nadie crea que... la santidad incumbe únicamente a unos pocos hombres escogidos entre muchos, y que los demás pueden limitarse a un grado inferior de virtud... Todos absolutamente... se hallan comprendidos sin excepción alguna en esta ley» (Pío Xl, AAS 1923, p. 50).

De manera particular el Concilio Vaticano II ha proclamado de nuevo este llamamiento personal a la santidad: «Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad... El Señor Jesús, divino Maestro y modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que él es autor y consumador, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen» (LG 39, 40).

El hombre no puede encontrar en sí mismo recursos y fuerzas que lo santifiquen; sólo Dios es santo y Dios sólo puede santificarlo. Más aún, Dios mismo quiere ser el santificador de sus criaturas y en Jesús bendito nos ofrece a todos a manos llenas los medios para santificarnos.

 

«iOh Señor mío, cómo se os parece que sois poderoso! No es menester buscar razones para lo que Vos queréis, porque sobre toda razón natural hacéis las cosas tan posibles que dais a entender bien que no es menester más de amaros de veras y dejarlo de veras todo por Vos, para que Vos, Señor mío, lo hagáis todo fácil. Bien viene aquí decir que fingís trabajo en vuestra ley; porque yo no lo veo, Señor, ni sé cómo es estrecho el camino que lleva a Vos. Camino real veo que es, que no senda; camino que, quien de verdad se pone en él, va más seguro. Muy lejos están los puertos y rocas para caer, porque lo están de las ocasiones. Senda llamo yo, y ruin senda y angosto camino, el que de una parte está un valle muy hondo adonde caer y de la otra un despeñadero: no se han descuidado, cuando se despeñan y se hacen pedazos.

El que os ama de verdad, Bien mío, seguro va por ancho camino y real; lejos está el despeñadero; no ha tropezado tantico, cuando le dais Vos, Señor, la mano; no basta una caída ni muchas, si os tiene amor y no a las cosas del mundo, para perderse; va por el valle de la humildad. No puedo entender qué es lo que temen de ponerse en el camino de la perfección. El Señor, por quien es, nos dé a entender cuán mala es la seguridad en tan manifiestos peligros como hay en andar con el hilo de la gente, y cómo está la verdadera seguridad en procurar en ir muy adelante en el camino de Dios. Los ojos en él y no hayan miedo se ponga este Sol de justicia, ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejamos a él».(STA. TERESA DE JESUS, Vida).

3. SANTIFICADOS EN CRISTO JESUS

 

«Haznos ver, ioh Yahvé!, tu piedad y danos tu ayuda salvadora»(Ps 85, 8).

 

1. “Doy continuamente gracias a Dios a propósito por la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús” (1 Cr 1, 4), escribe San Pablo a los Corintios. Sólo la gracia de Dios justifica al hombre y lo santifica; y esta gracia llega a la humanidad a través de los méritos infinitos de Jesús Señor nuestro y es concedida a cuantos creen en él. »Los seguidores de Cristo —enseña el Vaticano II— llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propias obras, sino por designio y gracia de él, en el bautismo de la fe han sido hechos verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios» (LG 40).

       El bautismo ha depositado en el cristiano el germen de la santidad, la gracia; germen sobremanera fecundo porque hace al hombre partícipe de la vida divina y por lo tanto de la santidad de Dios, germen capaz de producir frutos preciosos de vida santa y de vida eterna si la criatura colabora de buena voluntad a su desarrollo.

Todo cristiano ha recibido este don: todo cristiano puede hacerse santo y lo será no en proporción de las obras más o menos grandes que realice, sino en la medida en que haga fructificar, con la ayuda de Dios, la gracia recibida en el bautismo.

Habiendo sido bautizado, es ya santo de derecho; pero debe serlo también de hecho, llevando una vida santa, haciendo obras dignas de un hijo de Dios, de uno que ha sido salvado y redimido por Cristo y que es miembro de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Dios que lo ha llamado y santificado en su Hijo, le dará en él todas las gracias necesarias para llevar a término la obra comenzada. “Fiel es Dios —escribe el Apóstol— por quien habéis sido llamados a participar con Jesucristo, su Hijo y Señor nuestros” (1 Cr 1, 9).

 

2. Jesús dijo un día a sus discípulos: “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis, porque yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís, y no lo oyeron” (Lc 10, 23-24). Ver al Salvador, escuchar sus palabras de vida eterna y ser redimidos por él fueron las ansias y suspiros de Israel en los largos siglos que precedieron al nacimiento de Cristo.

Y todo esto que constituyó el objeto de los ardientes deseos de innumerables justos, es ya una realidad para el nuevo Israel, para la Iglesia de Cristo que desde hace veinte siglos vive y crece por la gracia santificante de su Señor. Todo cristiano puede ya gozar de su plenitud; feliz quien sabe aprovecharse de ella.

Pero para que la gracia de Cristo lleve frutos de santidad, es necesario que embista y transforme por entero nuestra vida humana, para que de este modo quede santificada en todas sus actividades: pensamientos, afectos, intenciones, obras; en todos sus detalles y en todo su conjunto. A medida que la gracia crece y madura en el creyente, ejerce en él un influjo cada vez más amplio y profundo; y cuando este influjo se extienda efectivamente a todas sus actividades, orientándolas todas sin excepción al cumplimiento de la voluntad de Dios y a su gloria, entonces vivirá el cristiano de verdad en comunión con Cristo; íntimamente unido a Dios y participando de su vida y santidad. Esta es la plenitud de la gracia, plenitud de vida cristiana, santidad auténtica.

La gracia no consiste en la grandiosidad de las obras exteriores o en la riqueza de los dones naturales, sino en el pleno desarrollo de la gracia y de la caridad recibidas en el bautismo, desarrollo que se cumple en la medida en que el hombre se abre al don divino y se hace completamente disponible para con Dios, pronto y dócil a sus llamamientos y a su acción santificadora.

De este modo hasta el más humilde fiel que no tiene cargos importantes en la Iglesia ni posee grandes dotes humanas ni tiene grandes misiones que cumplir, puede llegar a un alto estado de santidad. Aún más, Jesús mismo declaró que había venido a salvar y santificar de modo especial precisamente a estos humildes, a estos pobres e ignorados de todos, exclamando: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños” (Lc 10, 31).

 

«¡Oh Padre eterno! ¿cuál fue la causa de poner al hombre en tanta dignidad? El amor inestimable con el cual miraste en ti mismo a tu criatura y te enamoraste de ella: la creaste por amor y le diste el ser para que gustase tu sumo y eterno bien. Por el pecado cometido perdió la dignidad en que tú le pusiste. Por la rebelión entablada contra ti cayó en guerra con tu clemencia y nos convertimos en enemigos tuyos. Tú, movido por aquel mismo fuego con que nos creaste, quisiste encontrar un medio para reconciliar la generación humana, caída en esta gran guerra, a fin de que después de esta guerra viniese una gran paz. Y nos diste el Verbo de tu Unigénito Hijo, que se hizo intermediario entre nosotros y tú. El fue nuestra justicia y castigó sobre sí nuestras injusticias. Rindióse a la obediencia que tú, ‘oh Padre eterno!, le impusiste al vestirle de nuestra humanidad, tomando nuestra imagen y nuestra naturaleza.

          Oh abismo de caridad! ¿Qué corazón habrá que no estalle viendo la Alteza hundida en tal bajeza como es nuestra humanidad? Nosotros somos imagen tuya, y tú imagen nuestra por la unión verificada en el hombre, velando la deidad eterna con la nube miserable y la masa corrompida de Adán. ¿Cuál fue la causa de todo ello? El amor. Tú, ioh Dios!, te hiciste hombre, y el hombre fue hecho Dios.>(STA. CATALINA DE SENA, El Diálogo).

 

“A ti elevo mi alma, Yahvé, mi Dios. En ti confío, no sea confundido... No, quien espera en ti, no es confundido; serán confundidos los que en balde faltan a la fidelidad. Muéstrame, Yahvé, tus caminos, adiéstrame en tus sendas. Guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres mi Dios, mi Salvador”.(Salmo 25, 1-5).

4. SANTOS EN LA CARIDAD

 

«¡Oh Señor!, que tu bondad y benevolencia me acompañen todos los

días de mi vida»(Salmo 23, 6).

 

1. “El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25, 8), dice Isaías aludiendo a la obra de salvación que había de cumplir Dios un día en favor de su pueblo. Es lo que se ha realizado con la venida de Jesús: “Se le acercó una gran muchedumbre —narra San Mateo— en la que había cojos, mancos, ciegos, mudos y muchos Otros, que se echaron a sus pies, y los curó”(Mt 15, 30). La misión de Cristo se presentó en seguida como una misión de bondad y de caridad infinita para alivio de todas las miserias humanas. De esta manera revelaba Cristo a los hombres la naturaleza íntima de Dios: el amor.

“Dios es amor”dirá más tarde el apóstol San Juan (1 Jn 4, 16), sacando esta afirmación no de concepciones teóricas, sino de lo que él mismo había visto y como tocado con su mano en el Verbo de vida, el Hijo de Dios (ib. 1): enfermos curados, muertos resucitados, oprimidos y afligidos aliviados, pecadores absueltos y rehabilitados.

Además San Juan había escuchado los discursos del Señor sobre el amor del Padre celestial, amor que Jesús mismo encarnaba en sí y que le movía a dar su vida por la salvación de los hombres. Todo esto lo ha resumido el Apóstol, bajo la inspiración del Espíritu Santo, en la fórmula: “Dios es amor”.

El significado de esta breve frase es sumamente profundo. Dios es amor, o sea, todo lo que hay en Dios, todo el ser de Dios es amor: Dios es esencialmente amor. El amor, aun el meramente humano, es voluntad de bien, es el acto por el cual la voluntad tiende hacia el bien.

Tratándose de Dios ser infinito, su amor es una voluntad infinita de bien enderezada hacia un bien infinito, que es el mismo Dios. Tenemos, pues, que el amor en Dios es una infinita complacencia en su infinita bondad, en que él halla toda su felicidad; y sin embargo Dios no encierra en sí solo su amor, sino que lo derrama fuera de sí llamando a la existencia a innumerables criaturas para comunicarles sus bienes y su felicidad. Dios, que es amor, crea a los hombres por un acto de amor, y por amor también los conserva y los va dirigiendo para que obtengan su propia felicidad, orientándolos a sí, sumo Bien, y haciéndolos capaces de amarle.

 
         2. “Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). “Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad, con ¡a que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por él (LG 42).

A semejanza de la de Dios, la vida del cristiano debe ser esencialmente amor: en primer lugar para con Dios y luego amor para con todos los hombres. Esto es posible porque Dios ha infundido en el corazón de los creyentes una centella de su amor infinito. Quien fomenta este amor y vive en él “mora en Dios y Dios en él”, porque participa de la vida de Dios que es amor. Pero quien con el pecado se opone al amor extingue en sí la vida divina y se precipita en la muerte: “El que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3, 14).

La caridad y la gracia son absolutamente inseparables; es imposible vivir en gracia de Dios si se rehusa su amor, como es imposible ser “partícipes de la divina naturaleza” (2 Pe 1, 4) si el corazón se cierra a la caridad, pues Dios es caridad. Por el contrario, cuanto más crece en el amor el creyente, tanto más profunda e íntimamente unido vive con Dios, de tal manera que ya no vive para sí mismo, sino para Dios (S. Tomás, lI-II, 16, 6).

Al hacer al hombre partícipe del amor que es Dios, la caridad lo hace semejante a Dios como verdadero hijo y lo une a él. Y así la caridad es la más excelente de todas las virtudes no sólo en esta vida sino también en la otra, ya que permanecerá para siempre y de su intensidad dependerá la felicidad eterna de cada uno de los elegidos.

Todo cristiano es santo, es decir participa de la santidad de Dios, en la medida en que participa de su amor. De aquí se sigue que la caridad es el «primero y más necesario don» que Dios ha hecho al hombre, y al mismo tiempo el primero y más importante de sus mandamientos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como á ti mismo” (Mt 22, 37-39). El amor es la esencia de la santidad y el dinamismo de la vida cristiana, de la vida de gracia.

 

<Qué pronto se dice Dios es amor! Breve, pero excelsa alabanza; breve en las palabras, excelsa en el contenido... Quien permanece en caridad, mora en Dios, y Dios en él. Sea Dios tu casa, y tú la casa de Dios. Mora en Dios, y Dios morará en ti. En ti mora Dios para conservarte; tú moras en él para no caer (In 1 lo 9, 1). He aquí, Señor, que me exhortas a amarte. ¿Y podría yo amarte si tú no hubieses amado primero? Ya que he sido perezoso para amarte, no lo sea en adelante para corresponder a tu amor. Tú me amaste el primero, y, con todo, no te amo todavía. Me amaste, siendo yo perverso, y me libraste de mi iniquidad. Me amaste siendo yo inicuo, pero no me han congregado en la Iglesia para que yo continúe en mi iniquidad. Me amaste estando yo enfermo, pero me visitaste para curarme. En esto se ha manifestado tu caridad para conmigo porque viniste a este mundo para que yo viviese por ti (In 1 lo 7, 7: BAC 235, p. 302).

       No quiero yo solo engrandecerte, oh Señor; no quiero yo únicamente amarte; no quiero abrazarte yo solo, pues temo que, si yo solo te abrazo, no puedan otros hacerlo... iQué vergüenza para mí, si de tal modo amase a Dios que envidiase a los demás! Quiero arrebatar al amor de Dios a todos los que conmigo están unidos y a todos los que se hallan en mi casa... Aún más, arrebataré a todos los que pueda, exhortando, llevando, rogando, disputando, dando a conocer con mansedumbre y benevolencia. Los arrebataré al amor para que, si engrandecen al Señor, te engrandezcamos todos juntos.(S. AGUSTIN, Enarrationes sobre los Salmos).

 

       <<Amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despErtándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle Su Majestad —pues sabe lo mucho que nos conviene— por el que él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró, amén». (STA. TERESA DE JESUS, Vida).

5. LA CASA SOBRE LA ROCA (El camino de la santidad es cumplir la voluntad de Dios; es la roca sobre la que hay que construir la santidad)

 

“Muéstrame, Señor, tus caminos, adiéstrame en tus sendas”(Ps 25, 4).

 

1. El camino que conduce a la santidad y por consiguiente, a Dios, no puede ser trazado sino por el mismo Dios, por su voluntad. Ya lo proclamó Jesús: “No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése entrará en el reino de los cielos” (Mt 7, 21). Y para dar a entender que las almas más unidas a él y de él más amadas son precisamente aquellas que cumplen la voluntad de Dios, añadió: “Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12, 50).

En esta escuela de Jesús se inspiraron los Santos. Santa Teresa de Avila, después de haber experimentado las más sublimes comunicaciones místicas, no duda en afirmar: «En lo que está la suma perfección, claro está que no en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad» (Fundaciones 5, 10). Y Santa Teresa del Niño Jesús se hace eco de esta doctrina diciendo: «La perfección consiste en cumplir la voluntad de Dios, en ser lo que él quiere que seamos” (Manuscrito «A», 1, 2).

El verdadero amor de Dios consiste en conformarnos perfectamente con su santa voluntad, no queriendo hacer ni ser en la vida sino lo que el Señor quiere de cada uno de nosotros, llegando de esta manera a convertirnos, por decirlo así, en «una voluntad viviente de Dios».

Considerada bajo esta luz, la santidad es posible a cualquier alma de buena voluntad; y hasta puede muy bien darse el caso de que un alma que lleva una vida humilde y oculta, se conforme con la voluntad divina con tanta y quizá mayor perfección que el <grande> santo que ha recibido de Dios una misión externa y ha sido enriquecido con gracias místicas. Tanto más perfecta será un alma, cuanto más al detalle cumpla y se goce en cumplir la voluntad del Señor.

 

2. “Aquel que escucha mis palabras y las pone por obra —dice Jesús— será como el varón prudente, que edifica su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca” (Mt 7, 24-25).

La voluntad de Dios revelada en la Sagrada Escritura y especialmente en los mandamientos divinos, y manifestada en las disposiciones concretas de la Providencia que rige y gobierna toda la vida del hombre, es la roca firme y segura sobre la cual debe alzarse el edificio de la santidad cristiana. Sobre esta única base podrá levantarse alto y seguro sin peligro de derrumbarse, no obstante el furor de los temporales.

Quien aspira a la santidad debe guardarse siempre de la tentación de hacerse santo a su propio modo, según sus planes, gustos y modos de ver personales. Esto sería un contrasentido. Solamente Dios, que es el único santo y el solo que puede santificar al hombre, es quien conoce lo que más conviene a nuestra santificación. El único camino que lleva infaliblemente a la santidad es el marcado por Dios.

Por eso, para no trabajar en vano, la condición primera e indispensable es abandonarse completamente a la voluntad de Dios y dejarse llevar por él con absoluta docilidad. San Juan de la Cruz enseña que la unión perfecta con Dios, y por lo tanto la santidad, «consiste en tener el alma según la voluntad con total transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios» (Subida 1, 11, 2).

Se trata de una transformación en virtud del amor, de modo que el hombre ya no quiere ni busca ni desea ni obra sino la voluntad de Dios, amado por encima de todas las cosas y de sí mismo. Pues el amor conduce a un mismo querer y no querer, a la identidad de afectos, de deseos, de ideales y de acción.

Y cuando el cristiano procura, con la gracia de Dios, conformarse del todo con la voluntad divina, esta misma voluntad lo santifica haciéndolo capaz de una adhesión a ella cada vez más completa, que se irá convirtiendo en total conformidad al divino querer. Estos son los hombres en que Dios se complace y que Isaías preconizaba como los únicos dignos de entrar en la Jerusalén renovada: entre un pueblo justo, que se mantiene fiel» (Is 26, 2).

 

<<Enséñame, ¡oh Señor!, no sólo lo que quieres de mí, sino también lo que tú eres, porque cuanto más te conoceré, tanto más te amaré. y amarte es mi primer deber, lo que tú sobre todo exiges de mí, y mi mayor necesidad... Y con la luz dame también la fuerza para seguirla, ioh Dios mío!, porque no basta amarte y conocer tu voluntad, sino que es necesario tener la fuerza de servirte con las obras y cumplir todo lo que quieres de mí...

Cúrame, Señor, que soy ciego, y no veo tu voluntad ni conozco en mil cosas lo que deseas de mí; no veo tu belleza y así no te amo como debiera... Alumbra mis ojos, Dios mío, cura mi ceguera, hazme ver tu voluntad y tu belleza... Soy también cojo. Dios mío; fortalece mis débiles pies, pues no tengo fuerza para ir a ti cuando tú me llamas, para caminar en tus sendas, para hacer lo que tú me haces ver, para cumplir tu voluntad cuando me la das a conocer; yo arrastro el pie y cojeo miserablemente mientras te sigo...

¡Oh Dios mío!, cúrame de esta cojera, haz que yo te siga al olor de tus perfumes, en vez de arrastrarme cojeando en pos tuyo... ¡Oh Dios mío!, ayúdame y dame la fuerza de llevar tu cruz y de seguirte, cumpliendo todo lo que quieres de mí... Y luego haz que yo te adore con todas las fuerzas de mi corazón..., haz que yo me consunta, y me sumerja en tu adoración. ¡oh mi amado Señor! Estas son las gracias que derramas a manos llenas en torno tuyo; haz que yo participe abundantemente de ellas. Bien conoces tú, ¡oh Dios mío!, cuánta necesidad tiene de ellas este pobre siervo tuyo, tan ciego, tan impedido para caminar y tan frío>>.(CARLOS DE FOIJCAULD, Sur les fétes de l’année, 4 avril [Oeuvres, Paris, Seuil, 1958]).

6. LA VIDA EN LA VOLUNTAD DE DIOS (también en los deberes de estado: santidad)

 

«Señor, guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres mi Dios, mi Salvador»(Ps 25, 5).

 

1. “Los sordos oirán aquel día los ciegos verán sin oscuridad y sin tinieblas” (Is 29, 18). Esta profecía de Isaías se cumplió plenamente con la venida de Jesús, no sólo materialmente, sino sobre todo espiritualmente, pues dispuso el corazón de los hombres para escuchar la palabra de Dios y abrió sus ojos para reconocer sus caminos y su voluntad.

       El mundo de hoy tiene todavía necesidad de esta continua iluminación. La invocación lastimera pero confiada de los dos ciegos de Jericó: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David” (Mt 9, 27) es siempre de actualidad, especialmente en el tiempo de Adviento, que es tiempo de renovada aspiración a la salvación y a la santidad. Es necesario que Jesús vuelva continuamente a librar al hombre “de la oscuridad y de las tinieblas” que impiden descubrir y poner en práctica con perfección el divino querer.

La voluntad de Dios no sólo se manifiesta a través de determinados preceptos, sino que aparece también como escrita en las diversas circunstancias de la vida que originan para cada hombre deberes imprescindibles.

Están en primer lugar los deberes del propio estado, que determinan para cada uno cómo debe portarse en la vida diaria, para estar continuamente en conformidad con el divino querer. Para el religioso son los deberes impuestos por la Regla abrazada y por la viva voz de los superiores; para el sacerdote, los exigidos por el ministerio de las almas, en comunión de mente y de acción con el obispo; para los seglares, las exigencias concretas de la vida de familia, de su profesión y del ambiente social en que viven.

Siguen luego los deberes inherentes a otras situaciones dispuestas o por lo menos permitidas por Dios: salud o enfermedad, pobreza o riqueza, aridez o gusto espiritual, éxitos o fracasos, desgracias o consuelos. Todo me lo prepara y dosifica la mano paternal de Dios, que “hace concurrir todas las cosas para él bien de los que le aman” (Rm 8, 28).

Y en cada una de estas circunstancias Dios presenta a cada cristiano especiales deberes de sumisión, de paciencia, de caridad, de actividad o de abnegación, de sacrificio, de generosidad. Siguiendo el camino del deber tenemos la seguridad de caminar en la voluntad de Dios y de crecer en su amor.

«A fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la palabra de Dios [aún la tácita, incluida en las circunstancias de la vida] y cumplir con las obras su voluntad con la ayuda de la gracia» (LG 42).

 

2. «La santidad consiste, propia y exclusivamente, en la conformidad con el divino querer, manifestada en el constante y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado» (Benedicto XV, AAS 1920, p. 17’3). La santidad no consiste en empresas extraordinarias, sino que se reduce a la línea del deber, y, por lo tanto, está al alcance de todos los hombres de buena voluntad.

Pero el cumplimiento de las propias obligaciones debe ser exacto y constante. Exacto: sin negligencias, solícito siempre por agradar a Dios en cada acción, dispuesto a abrazar con amor todas las expresiones de su voluntad. Constante: en todas las circunstancias y situaciones, aun en las menos felices y gratas, aun en los momentos oscuros de tristeza, cansancio y aridez; y esto día tras día. «Se necesita una virtud nada común para cumplir con exactitud, piedad y fervor íntimo de espíritu, todo el conjunto de cosas comunes y ordinarias que constituyen nuestra vida de cada día (Pío XI, 7-8 enero 1928). Este ejercicio será cada vez más fácil en la medida en que el cristiano sepa considerar a la luz de la fe todas las circunstancias de su vida, acostumbrándose a ver en ellas las indicaciones de la voluntad de Dios. Cuando una criatura que ama de verdad al Señor advierte que alguna cosa es querida por él, la acepta o la pone en práctica sin lugar a duda, por más que pueda costarle.

Ciertos retrasos o resistencias en esta materia dependen, más que de falta de voluntad, de no ver o entender la voluntad de Dios. Sobre este punto tan importante nos debe iluminar el espíritu de fe. «Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, (LG 41). La fe nos hace pasar más allá de las vicisitudes terrenas y ver la mano de Dios que ordena y guía todas las cosas para la santificación de sus elegidos. Y a Dios nunca se le dice no.

 
         «¡Buena estaría yo, Señor, si estuviera en mis manos el cumplirse vuestra voluntad o no! Ahora la mía os doy libremente, aunque al tiempo que no va libre de interés; porque ya tengo probado, y gran experiencia de ello, la ganancia que es dejar libremente mi voluntad en la vuestra...

Cúmplase, Señor, en mí vuestra voluntad de todos los modos y maneras que Vos Señor mío, quisiereis. Si queréis con trabajos, dadme esfuerzo y vengan; si con persecuciones y enfermedades y deshonras y necesidades, aquí estoy, no volveré el rostro, Padre mío, ni es razón vuelva las espaldas...Oh hermanas mías, qué fuerza tiene este don! No puede menos, si va con la determinación que ha de ir, de traer al Todopoderoso a ser uno con nuestra bajeza y transformarnos en sí y hacer una unión del Criador con la criatura...

Y mientras más se va entendiendo por las obras que no son palabras de cumplimiento, más, más nos llega el Señor a sí y la levanta de todas las cosas de acá y de sí misma para habilitarla a recibir grandes mercedes, que no acaba de pagar en esta vida este servicio. En tanto le tiene, que ya nosotros no sabemos qué nos pedir, y Su Majestad nunca se cansa de dar; porque no contento con tener hecha esta alma una cosa consigo por haberla ya unido a sí mismo, comienza a regalarse con ella, a descubrirle secretos, a holgarse de que entienda lo que ha ganado y que conozca algo de lo que le tiene por dar».(STA. TERESA DE JESUS, Camino).

 

«Si, Señor, hágase tu voluntad en la tierra, donde no existe placer sin mezcla de algún dolor, ni rosa sin espinas, ni día sin noche, ni primavera sin invierno; en la tierra, Señor, donde los consuelos son pocos, y los trabajos innumerables; hágase tu voluntad, pero no sólo en la ejecución de tus mandamienos, consejos e inspiraciones que debemos practicar, sino también en el sufrimiento de las aflicciones y penas que debemos recibir, a fin de que tu voluntad haga para nosotros, por nosotros, en nosotros y de nosotros, todo aquello que te plazca.>>(S. FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, IX, 1 (BAC 127, p. 348).

7. MENSAJEROS DE SALVACION

 

“¡Oh Señor!, tú eres digno de alabanza: tú reúnes a los dispersos, sanas a los de quebrantado corazón y vendas sus heridas”.(Ps 147, 1-3).

 

 

1.“Está esperando el Señor para haceros gracia, y se levanta para tener misericordia de vosotros... Pueblo de Sión, ya no llorarás más; te hará gracia a la voz de tu amor; al oírte te responderá” (Is 30, 18-19). Con delicadas expresiones describe Isaías el amor incansable de Dios para con, su pueblo. Pero la plena manifestación de ese amor se realizó en la persona del Mesías, que realizó y encarnó de la manera más sublime cuanto los profetas habían anunciado. “Jesús recorría ciudades y aldeas... Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor” (Mt 9, 35-36). Jesús es el Emmanuel, o sea, Dios mismo que por amor a los hombres ha puesto su tienda en medio de ellos para curar sus heridas y sanar sus llagas (Is 30, 26).

Pero Jesús no sólo se ha prodigado por todos, sino que invita también a sus amigos a que colaboren en su obra. Por eso ante las muchedumbres necesitadas de guía y de ayuda “dijo a los discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad; pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 37-38). «¡Rogad!» He aquí la primera colaboración que Jesús pide a los suyos: solicitar al Padre celestial los obreros suficientes para la evangelización de todo el mundo. Y hasta hay criaturas a quienes él confía una misión de oración perenne; las cuales, «por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, mantienen siempre su puesto eminente en el Cuerpo místico de Cristo... y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica» (PC 7). A otros escoge Jesús como obreros suyos y los manda a trabajar directamente en su viña: “Y llamando a sus doce discípulos... los envió, con la siguiente recomendación: id.. y predicad que el reino de Dios se acerca” (Mt 10, 1. 5-7).

Todos los cristianos, aunque en formas diversas, están llamados a colaborar en la obra de la salvación, pues «la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» (AA 2). Salvado por Cristo, el creyente debe a su vez convertirse, con él y en él, en mensajero y en transmisor de la salvación para los demás.

2.— Cuando Jesús mandó a sus apóstoles a predicar el reino de los cielos, les dijo: “Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis” (Mt 10, 8). El Maestro, al llamarlos a sí, les había anunciado y traído la salvación: el perdón de los pecados y el ofrecimiento gratuito de su gracia. Ahora les toca a ellos hacer lo mismo con sus hermanos: anunciarles el evangelio, alumbrar sus inteligencias y preparar sus corazones a la conversión. Y no sólo eso, mas deben ocuparse también, como Jesús, del bien material de los hombres: “Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos y arrojad a los demonios” (Mt 10, 8). El Hijo de Dios que ha querido tomar carne humana, sabe muy bien que el hombre no es sólo espíritu, y quiere salvarlo por lo tanto en la Integridad de su persona. Del mismo modo que no se puede desencarnar al hombre, tampoco es posible, procurar eficazmente su bien espiritual prescindiendo de su bien material.

Jesús que enseñaba a las muchedumbres y multiplicaba los panes para apagar su hambre, que perdonaba los pecados y curaba los cuerpos, nos recuerda que la obra de la salvación debe comprender a todo el hombre; mostrando al—mismo tiempo el ca­mino palia llegar más fácilmente al corazón humano. El camino que ha seguido su amor infinito para llegar a los hombres es el que tienen que seguir también sus discípulos para cooperar a la salvación de los hermanos.

Para salvar a la humanidad Jesús quiso encarnarse conformándose en todo a la situación concreta de los hombres; del mismo modo los apóstoles deben saber encarnarse en las condiciones de vida esenciales de sus propios hermanos, como tomándolas para sí. Y esto no toca sólo a los apóstoles de profesión —sacerdotes, religiosos, personas consagradas a Dios— sino también a cada uno de los fieles; y para hacerlo no hace falta enseñar, sino anunciar el Evangelio más con la vida que con las palabras, testimoniarlo con la caridad, con el amor, con el servicio fraterno y generoso prestado a todo el que se encuentra en necesidad. De esta manera los fieles cooperan con la voluntad salvadora de Dios, «manifestando a todos, incluso en el propio servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo» (LG, 41).

 

“¡Oh Pastor de Israel!; apresta el oído. Tú que conduces a tu, pueblo como un rebaño..., despierta tu poder, ven y salvanos... Dios de los ejércitos: restáuranos; haz brillar tu rostro y seremos salvos... ¡Díos de los ejércitos!, vuélvete ya; mira desde los cielos y contempla y visita esta viña, esta viña que ha plantado tu diestra... Sea tu mano sobré el varón de tu diestra, sobre el hijo del hombre, a quien para ti corroboraste; y no nos apartemos más de ti; nos darás la vida e invocaremos tu nombre. Yahvé, Dios de los ejércitos, restáuranos; haz brillar tu faz sobre nosotros, y seremos salvos”. (Salmo 80, 2-4, 15-20).

 

<<¡Oh Señor!, tú das a mi alma un deseo tan grandísimo de no te descontentar en cosa ninguna, por poquito que sea, ni hacer una imperfección, si pudiese, que por solo eso, aunque no fuese por más, querría huir de las gentes y he gran envidia a los que viven y han vivido en los desiertos. Por otra parte, me querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma alabase más a Dios...

Habed lástima de mí, mi Dios; ordenad ya de manera que yo pueda cumplir en algo mis deseos para vuestra honra y gloria. No os acordéis de lo poco que lo merezco y de mi bajo natural. Poderoso sois Vos, Señor, para que la gran mar se retire y el gran Jordán, y dejen pasar los hijos de Israel...

Alargad, Señor, vuestro poderoso brazo... Parézcase vuestra grandeza en cosa tan baja, para que, entendiendo el mundo que no es nada de ella, os alaben a Vos, cuésteme lo que me costare, que eso quiero y dar mil vidas porque un alma os alabe un poquito más a su causa, si tantas tuviera>>.(STA. TERESA DE JESÚS; Moradas).

8. DOMINGO II DE ADVIENTO

“¡Oh Señor!, que yo haga frutos dignos de penitencia”» (Mt 3, 8).

 

A través de las profecías la figura del futuro Mesías va contorneándose más claramente: “Brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago.”(ls 11, 1). Cuando la dinastía davídica parecerá ya extinguida, semejante a un tronco aridecido, de la humilde Virgen de Nazaret desposada con José, descendiente de David, nacerá el Salvador. Isaías lo presenta repleto del Espíritu Santo, llena de sus dones, y dedicado a “juzgar con justicia al pobre” (Is 11, 4), a levantar a los humildes y oprimidos, que tendrán un lugar privilegiado en su obra salvadora.

Y más adelante, bajo la alegoría de la convivencia pacífica entre animales enemigos por instinto, el profeta habla de la paz que el Mesías traerá al mundo, enseñando a los hombres a vencer las pasiones que los vuelven feroces unos contra otros y a amarse como hermanos. Entonces “el renuevo de la raíz de Jesé se alzará como estandarte para los pueblos, y le buscarán con ansia las gentes”.(Is 11, 10). Este es como el cuadro general de la salvación universal, sobre el cual insiste más tarde San Pablo en la Epístola a los Romanos donde cita casi a la letra este último versículo de Isaías (Rm 15, 12).

Cristo —dice el Apóstol— ha venido para salvar a todos los hombres; él ejercitó su obra primeramente en favor del pueblo hebreo del cual “se hizo mi­nistro” (lb. 8), para demostrar la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los Patriarcas; sin embargo, no rechazó a los paganos, antes los acogió para que en ellos se manifestase su inmensa misericordia (lb. 7). Y de nuevo vuelve el tema del amor mutuo: “Acogeos mutuamente según que Cristo nos acogió a nosotros para gloria de Dios”(lb 7).

El ejemplo del Señor que acoge y salva a todos los hombres es el fundamento de las relaciones benévolas que deben existir entre ellos. El amor, la concordia y la paz anunciadas por los profetas como prerrogativas de la era mesiánica, son realmente el centro del mensaje de Cristo; y sin embargo, después de tantos siglos de cristianismo, la humanidad se encuentra todavía despedazada por odios, discordias y luchas fratricidas. El mundo todavía no se ha abierto ni convertido al Evangelio.

Por eso es hoy más actual que nunca la voz del Bautista que resuena en el Adviento: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3, 2). Todos los profetas habían predicado la conversión, pero sólo el Bautista pudo recalcar su urgencia al anunciar como inminente la venida del reino de los cielos con la presencia del Mesías en el mundo. Él lo presentó a quienes venían a escucharle, con las siguientes palabras: “ Yo os bautizo en agua...; pero en pos de mí viene otro más fuerte que yo...; él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”(lb. 11).

Jesús ha venido y ha instaurado el bautismo “en el Espíritu Santo y en el fuego”, fruto de su pasión, muerte y resurrección; pero ¿cuántos de entre los bautizados se han convertido completamente a él, a su evangelio, a su mandamiento de amor? El Adviento nos llama a todos a una conversión más profunda “porque el reino de los cielos está cerca”. Más cerca hoy que ayer, porque desde hace siglos está Cristo presente en el mundo y actuando en él con su gracia, con la Eucaristía, con los sacramentos; pero nosotros no lo hemos recibido en plenitud, ni le hemos dado todavía por entero el corazón y la vida.

 

Despierta, Señor, nuestros corazones y muévelos a preparar los caminos de tu Hijo; que tu amor y perdón apresuren la salvación, que retardan nuestros pecados. (MISAL ROMANO, Colecta de la I semana de Adviento).

 

<<¡Oh Señor!, si te amase con todas mis fuerzas, amaría también, en virtud de ese amor, a mi prójimo como a mí mismo. Pero, por el contrario, me muestro siempre indiferente hacia sus males, cuando tan sensible soy para con los míos, aun los más pequeños. Soy frío en compadecerme de él; «lento en socorrerlo, tibio en consolarlo... ¿Dónde está el, ardor y la ternura de un San Pablo? Llorar con quien llora, alegrarse con quien se alegra, ser débil con los débiles, sufrir, como puestos en el fuego para ser quemados, cuando alguno de ellos sufre escándalo.

¡Oh Dios mío!, si nada de esto se halla en mi corazón, debo concluir que no amo a mí prójimo como a mi mismo y que tampoco te amo a ti con todas mis fuerzas y con todo mi corazón... Hazme comprender, Dios mío, mi enfermedad y cuánta necesidad tengo de ti para usar bien de mis fuerzas, queriendo realmente lo que quiero y comenzando a practicarlo>>.(J. B. BOSSUET, Meditaciones sobre el Evangelio).

CICLO B

 

“Haznos ver, ¡oh Señor!, tu piedad y danos tu ayuda salvadora”(Ps 85, 8).

 

De la liturgia del Adviento se levanta un grito poderoso llamando a todos los hombres a preparar los caminos del Señor que debe venir. Ya se levantó en el Antiguo Testamento por boca de Isaías: “Una voz grita: Abrid camino a Yahvé en el desierto, enderezad en la estepa una calzada a nuestro Dios. Que se alcen todos los valles y se rebajen todos los montes y collados” (Is 40,3-4).

El objeto inmediato de esta profecía era la vuelta de Israel del destierro, que se había de cumplir bajo la guía de Dios, presentado y esperado como salvador de su pueblo y para el cual había que preparar el camino a través del desierto. Pero como a objeto último la profecía se refiere a la venida del Mesías que libertará a Israel y a la humanidad entera de la esclavitud del pecado. El será el pastor “que apacentará su rebaño y lo reunirá con su brazo; él llevará en su seno a los corderos y cuidará a las ovejas paridas” (lb. 11). Hermosa figura de Jesús buen pastor que amará a sus ovejas hasta dar la vida por ellas.

El grito de Isaías es repetido y transmitido en el Evangelio por Juan Bautista, definido como “voz de quien grita en el desierto: Preparad. el camino del Señor, enderezad sus senderos”.(Mc 1, 3). Así presenta el evangelista Marcos al precursor que bautiza “en el desierto, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados” (ib. 4).

La figura austera del Bautista avala su predicación: invita a los hombres a preparar el camino del Señor, pero sólo después de haberla preparado él en sí mismo retirándose al desierto y viviendo separado de todo lo que no era Dios, “llevaba un vestido de pelos de camello... y se alimentaba de langostas y miel silvestre”. (ib. 6).

El ruido de fiestas y la molicie de la vida no son el ambiente favorable ni para anunciar ni para escuchar la llamada a la penitencia. Quien predica debe hacerlo más con la vida que con las palabras; quien escucha, debe hacerlo en un clima de silencio, de oración y de mortificación. De esta manera se dispondrá el creyente a conmemorar la venida del Señor en la carne, para recibir con mayor plenitud la gracia de la Navidad.

Pero al mismo tiempo se preparará para la venida del Señor en la gloria, a la cual hay que disponerse “con santa conducta y con piedad” (2 Pe 3, 11-12). La espera de la parusía hacía impacientes a los primeros cristianos, mientras otros, viendo su tardanza, se burlaban de ella y se daban a una vida fácil y desenvuelta. Por lo cual S. Pedro recuerda a todos que Dios no mide el tiempo como los hombres: para él “mil años son como un solo día” (ib. 8). Y si la última venida de Cristo se retrasa, no es porque Dios no sea fácil a sus promesas, sino porque pacientemente os aguarda, “no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia” (lb. 9).

La misericordia divina es la que prolonga los tiempos, y cada uno debe aprovecharse de ello para la propia conversión y la cooperación a la de los demás. En vez de dejarse absorber por las vicisitudes terrenas, el creyente debe vivirlas con el corazón enderezado hacia «el día del Señor», que llegará ciertamente, pero “como ladrón” (ib. 10). Por eso procurará “ser hallado limpio e irreprochable” (ib. 14) para aquel día y antes para el fin de su vida personal; entonces la vida terrena cederá el lugar a la vida eterna, don de Cristo Salvador a cuantos creen en él.

 

Señor, Dios todopoderoso, que nos mandas abrir camino a Cristo, el Señor, no permitas que desfallezcamos en nuestra debilidad los que esperamos la llegada saludable del que viene a sanarnos de todos nuestros males.

Señor, que tu pueblo permanezca en vela aguardando la venida de tu Hijo, para que siguiendo sus enseñanzas salgarnos a su encuentro, cuando él llegue, con la lámpara encendida. (MISAL ROMANO, Colectas del miércoles y viernes de la II semana de Adviento).

 

<<Nuestros primeros padres en la fe te esperaban, oh Señor, como a la aurora. Tú vendrás al fin de los siglos, cuando quieras, y todo estará dispuesto para el juicio final. ¿Qué debes poner todavía en mis manos y cuál será mi suerte eterna?

Tú me otorgarás el perdón y también la perseverancia, este don sublime que escondes como una perla bajo la aspereza de la muerte, que es el sello libertador de tus elegidos. Yo la espero y debo prepararme mejor para recibirla.

Dios mío, por tu venida definitiva, suprime en mí el pecado que estorba tu obra; destruye todo lo que hace de impedimento, triunfa de toda debilidad y ven a tu hora, como un Señor por largo tiempo deseado.(P. CHARLES, La priére de toutes les heures, Paris, Desclée de Brouwer, 1941).

CICLO C

 

“Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”(Lc 3, 4).

 

“Despójate, Jerusalén, de tu saco de duelo y de aflicción, vístete para siempre los ornamentos de la gloria que te viene de Dios, envuélvete en el manto de justicia que Dios te envía... Porque Dios mismo traerá a Israel lleno de alegría, con el resplandor de su gloria, con la misericordia y justicia que de él vienen.”(Bar 5, 1-2, 9). Con lenguaje poético el profeta Baruc invita a Jerusalén, desolada y desierta por el destierro de sus hijos, a la alegría porque se acerca el día de la salvación y su pueblo volverá a ella conducido por Dios mismo. Jerusalén es figura de la iglesia.

También la Iglesia sufre por tantos hijos suyos alejados y dispersos, y también ella es invitada en el Adviento a renovar la esperanza confiando en el Salvador que en cada Navidad renueva místicamente su venida para conducirla a la salvación con todo su pueblo. El pecado aleja a los hombres de Dios y de la iglesia; el camino del retorno es preparado por Dios mismo con la Encarnación de su Unigénito. Y todo el nuevo pueblo de Dios le sale al encuentro en el Adviento.

Los profetas habían hablado de un camino que había que trazar en el desierto para facilitar la vuelta de los desterrados. Pero cuando el Bautista reanuda la predicación de aquéllos y se presenta a las orillas del Jordán como “voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”. (Lc 3, ,4), ya no llama construir sendas materiales, sino a disponer los corazones para recibir al Mesías, que había ya venido y que estaba para empezar su misión.

Por eso Juan iba “predicando el bautismo de conversión para la remisión de los pecados” (ib. 4). Convertirse quiere decir purificarse del pecado, enderezar las torceduras del corazón y de la mente, colmar los derrumbes de la inconstancia y del capricho, derribar las pretensiones del orgullo, vencer las resistencias del egoísmo; destruir las asperezas en las relaciones con el prójimo, en una palabra, hacer de la propia vida un camino recto que vaya a Dios sin tortuosidades ni compromisos.

Un programa éste que no se agota en solo el Adviento, pero que en cada Adviento debe ser actuado de un modo nuevo y más profundo para disponerse a la venida del Salvador. De esta manera “toda carne [es decir, todo hombre] verá la salvación de Dios” (lb. 6).

La conversión personal lleva consigo también el compromiso de trabajar por el bien de los hermanos y de la comunidad. Esta es la reflexión que brota de la segunda lectura. San Pablo se congratula con los Filipenses por su generosa contribución a la difusión del Evangelio y ruega para que su caridad crezca y se haga más iluminada, haciéndolos “puros e irreprensibles para el día de Cristo y llenos de frutos de justicia”. (Fp 1,10-11).

En este pasaje paulino domina una perspectiva escatológica, en sintonía con el espíritu del Adviento, y constituye una nueva llamada a acelerar la conversión propia y de los demás, que deberá llevarse a término para “el día de Cristo Jesús” (Ib. 6). Pero es necesario recordar que nuestra salvación y la de los demás es obra más de Dios que del hombre. Este debe colaborar con seriedad; pero es Dios quien toma la iniciativa de obra tan grande y quien debe llevarla a cabo (ib.). Sólo con la ayuda de la gracia puede el hombre aparecer “lleno de frutos de justicia” en el último día, porque la justicia, o sea, la santidad se consigue sólo «por Jesucristo» (ib. 11), abriéndose con humildad y. confianza a su acción santificadora.

 

Despierta, Señor, nuestros corazones y muévelos a preparar los caminos de tu Hijo, para que cuando venga podamos servirte con conciencia pura. (Colecta, jueves de la II semana de Adviento).

¡Oh Señor Jesús!, al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizaste el plan de redención trazado desde antiguo y nos abriste el camino de la salvación. Haz que cuando vengas de nuevo en la majestad de tu gloria, revelando así la plenitud de tu obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar. (Cfr. MISAL ROMANO, Prefacio de Adviento I).

<<¡Oh Señor! No  me jacto de mis obras... no alabo las obras de mis manos: temo que si tú las examinas, encontrarás en ellas más pecado que méritos. Sólo una cosa pido y esto espero conseguir: no desprecies las obras de tu mano.

Mira en mí tu obra y no la mía, porque, si miras mi obra, me condenarás; pero si miras la tuya, me salvarás. Pues lo que hay en mí de bueno, todo me viene de ti y es tuyo más que mío... Por gracia he sido salvado, por medio de la fe y no por merecimiento mío, sino por don tuyo: no en virtud de mis obras, para que así no tenga ocasión de ensoberbecerme. Hechura tuya soy: plasmado en tu grada junto con mis obras buenas>>.(S. AGUSTIN In Ps).

 

9. LA INMACULADA CONCEPCION

 

DIA 8 DE DICIEMBRE

 

“Salve, llena de gracia, el Señor es contigo” (Lc 1, 28).

 

1.La fiesta de la Inmaculada entona perfectamente con el espíritu del Adviento; mientras la Iglesia se prepara a la venida del Redentor, es muy justo acordarse de aquella mujer —la Purísima— que fue concebida sin pecado porque debía ser su madre.

La misma promesa del Salvador está unida, más aún incluida en la promesa de esta Virgen singular. Después de haber maldecido a la serpiente tentadora, dijo el Señor: “Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo: éste te aplastará la cabeza”(Gn 3, 15).

Con María comienza la lucha entre el linaje de la mujer y el linaje de la serpiente lucha desde el primer origen de la Virgen, habiendo sido ella concebida sin mancha alguna de pecado y por lo tanto en completa oposición a Satanás.

Lucha que se convertirá en hostilidad gigantesca y se resolverá en victoria cuando Jesús, el «linaje» de María, vendrá al mundo y con su muerte destruirá el pecado. De esta manera la vocación de María ocupa un primer plano en la historia de la salvación: ella es la madre del Redentor y el mismo tiempo su primera redimida, preservada de toda sombra de culpa en previ­sión de los merecimientos de Jesús.

Sin embargo, el privilegio de la Inmaculada no consiste sólo en la ausencia del pecado original, sino mucho más en la plenitud de su gracia. «La Madre de Jesús, que dio a luz la Vida misma que renueva todas las cosas... fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan gran dignidad... enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular» (LG 56). El saludo de Gabriel: «Salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1, 8) constituye el testimonio más válido de la inmaculada concepción de Maria, ya que no sería en sentido total «llena de gracia» si el pecado la hubiera tocado aunque no fuera más que por un levísimo instante.

De esta manera la Virgen comenzó su existencia con una riqueza de gracia mucho más abundante y perfecta que la que los más grandes santos alcanzan al final de su vida. Si consideremos luego su absoluta fidelidad y su total disponibilidad para con Dios, se podrá intuir a cuáles alturas de amor y de comunión con el Altísimo haya llegado, precediendo «con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas» (LG 53).

 

2.Al texto evangélico que presenta a María como “llena de gracia” corresponde la carta de S. Pablo a los Efesios. “Bendito sea Dios,.. que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos, por cuanto que él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante él en caridad... para la alabanza del esplendor de su gracia”.(1, 3-6).

La Virgen ocupa el primer puesto en la bendición y en la elección de Dios, ya que es la única criatura santa e inmaculada en sentido pleno y absoluto. En María la bendición divina ha producido el fruto más hermoso y perfecto. Y esto no sólo porque fue bendecida y elegida «en Cristo», en previsión de sus méritos, sino también en función de Cristo, para que fuese su madre.

Hoy la Iglesia invita a sus hijos a alabar a Dios por las maravillas realizadas en esta humilde Virgen: Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha obrado maravi­llas” (Salmo responsorial): la maravilla de haber roto la cadena del pecado de origen que tiene atados a todos los hijos de Adán, aplicando a María, antes que se llevase a efecto históricamente, la obra de salvación que Jesús, naciendo de ella, habría de realizar.

La Virgen de Nazaret encabeza así las filas de los redimidos, con ella comienza la historia de la salvación, a la cual ella misma colabora dando al mundo Aquel por quien los hombres serán salvados. Cuantos creen en el Salvador no hacen más que seguir a María, y tras ella y no sin su mediación han sido bendecidos y elegidos por Dios “en Cristo para ser santos e inmaculados... en caridad”. Este maravilloso plan divino que se cumplió en María con una plenitud singular y privilegiada, debe realizarse también en cada uno de los creyentes según la medida establecida por el Altísimo.

Para ello no tiene más que seguir cada uno en su vida el modelo de María, imitándola en su fidelidad a la gracia y en su incesante apertura y entrega a Dios. Y así como la plenitud de gracia de María floreció en plenitud de amor a Dios y a los hombres; también en los creyentes la gracia debe madurar en frutos de caridad hacia Dios y hacia los hombres, para gloria del Altísimo y aumento de la Iglesia.

 

<<Es muy justo y conveniente, Dios todopoderoso que te demos gracias y que con la ayuda de tu poder celebremos la fiesta de la Bienaventurada Virgen María. Pues de su sacrificio floreció la espiga que luego nos alimentó con el Pan de los ángeles. Eva devoró la manzana del pecado, pero María nos restituyó el dulce fruto del Salvador. ¡Cuán diferentes son las empresas de la serpiente y las de la Virgen! De aquélla provino el veneno que nos separó de Dios; en María se iniciaron los misterios de nuestra redención. Por causa de Eva prevaleció la maldad del tentador; en María por gracia del Creador que sacó a la humana naturaleza de la esclavitud, devolviéndola a la antigua libertad. Cuanto perdimos en nuestro común padre Adán, lo hemos recobrado en Cristo>>.(Prefacio Ambrosiano).

 

<<Por medio de ti podamos llegar a tu Hijo, ¡oh bendita Virgen!, que hallaste la gracia, Madre de la vida, Madre de la salud, para que por ti nos reciba el que por ti se nos dio a nosotros.

Excuse delante del mismo tu integridad las culpas de nuestra corrupción, y tu humildad tan grata a Dios alcance el perdón de nuestra vanidad.

La copiosa caridad tuya cubra la muchedumbre de nuestros pecados, y tu fecundidad gloriosa nos dé la fecundidad de las buenas obras.

Señora nuestra, mediadora nuestra, abogada nuestra, reconcílianos con tu Hijo, encomiéndanos a tu Hijo, preséntanos a tu Hijo.

Haz, ¡oh bendita!, por la gracia que hallaste, por el privilegio que mereciste, por la misericordia que diste a luz, que Aquel que por medio de ti se dignó hacerse participante de nuestra enfermedad y miseria, por tu intercesión también nos haga participantes de su gloria y bienaventuranza>>.(S. BERNARDO, In adventu Domini).

10. ESTE ES EL CAMINO

“Venid y subamos al monte de Yahvé… y él nos enseñará sus caminos”(Is 2, 3).

 

 

1.La palabra de Isaías continúa resonando en el Adviento: “Fortaleced las manos desfallecidas, y afianzad tos rodillas vacilantes... Y habrá allí una calzada y camino, que se llamará la vía santa..., por ella marcharán los redimidos y volverán los rescatados de Yahvé” (Is 35, 3. 8-10). Así como el pueblo de Israel no debía perderse de ánimo por las derrotas y el destierro sufridos, sino que debía confiar en Dios que lo habría salvado y conducido de nuevo a Jerusalén recobrada ya y puesta en paz; del mismo modo los cristianos deben prepararse con corazón confiado a la nueva venida de Jesús su Salvador. También para ellos se abre «un camino... la vía santa», que tras las huellas de Cristo y bajo su guía, los llevará no a la Jerusalén terrena, sino a una meta más sublime, la santidad.

San Juan de la Cruz nos ha dejado un diseño que compendia y expresa sintéticamente toda la vida espiritual. Es el esbozo de un monte cuya cima, que representa el estado de perfección, es figurada por un círculo, y cuya subida se describe a lo largo de tres sendas que se dirigen hacia el centro del círculo, de las cuales sólo una —la más estrecha— llega hasta él; es la senda de la «nada», que conduce derecha hasta el centre del círculo, donde está escrito: «Sólo mora en este monte la gloria y honra de Dios».

Es el camino de la nada, porque para seguirlo es necesario abandonar todo lo que nos impide buscar y amar a Dios sobre todas las cosas y ocupa nuestro corazón con deseos y bienes terrenos o lo entretiene en la búsqueda egoísta de gustos espirituales. En el lenguaje de Isaías este camino es la «calzada pura» y la «vía santa». Pura de todo rastro de pecado, de todo afán desordenado de criaturas y de sí mismo; santa, o sea, orientada, decididamente a la búsqueda de Dios, de su honor y de su gloria.

Es el camino trazado por Jesús Salvador para los hombres y que él recorrió el primero, pues “existiendo en forma de Dios, no reputó como botín ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo, y haciéndose semejante a los hombres”(Fp 2, 6-7); él que ha dicho: “¡EI que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (Mt 16, 24).

 

2.A los lados del áspero sendero de la nada se encuentran otros dos caminos más cómodos y fáciles que San Juan de Dios llama caminos «de espíritu im­perfecto», los cuales mueren a la mitad del monte, haciendo imposible la subida. El espíritu imperfecto es el que está asido a los bienes de la tierra o a los mismos bienes espirituales, si se aman desordenadamente por el propio interés y satisfacción.

Para salir del «camino de espíritu imperfecto» es necesario, por lo tanto, no amar nada si no es en plena conformidad con la voluntad de Dios; ya que todo objeto amado por sí mismo y no por el divino querer, se convierte para nosotros en fuente de preocupación, de deseos, de agitación y de ansia, atormentando nuestro corazón y empujándonos insaciablemente en busca de nuestro gusto. ¡Oh, cuántos «móviles», o apetitos, que no son la voluntad de Dios, se encuentran en un alma asida a las cosas criadas! Una tal alma se halla precisamente en esos «caminos de espíritu imperfecto», que nunca la llevarán a la meta. Por eso el Doctor místico ha escrito en su gráfico junto a ellos: «Bienes de la tierra, ni eso. Bienes del cielo, ni esotro»; y, por consiguiente, nada>>.

Pero no se trata de una nada que conduce al vacío y a la muerte, sino al todo, a la plenitud y a la vida; a la vida renovada en Cristo, encontrando en él con corazón puro todos los bienes de la tierra y del cielo. Es como un volver a nacer del hombre hecho nueva criatura, revestido de Cristo, por, los méritos de Aquel que, siendo Dios, ha querido vivir entre los hombres, haciéndose uno de ellos.

La Navidad, conmemoración del nacimiento de Cristo, debe marcar cada año para el cristiano un auténtico renacimiento espiritual. A través de este camino de la nada, senda pura y santa que conduce a santidad, el creyente se encontrará con luchas y desasimientos, mas no debe desanimarse, pues no se halla solo en el camino. “El Señor te dará a comer el pan la angustia y el agua de la congoja; pero ya no se ocultará tu maestro, sino que con tus ojos lo verás, y oirás con tus oídos una palabra detrás diciendo: Ese es el camino, anda por él”. (Is 30, 20-21). Jesús maestro está al lado de su discípulo: por lo tanto éste no debe temer.

 

<<Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a servir, porque tú solo justamente señoreas; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que mandares.

Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, porque vivía lejos de ti. Ahora comprendo la necesidad de volver a ti; ábreme la puerta, porque estoy llamando; enséñame el camino para llegar hasta ti. Sólo tengo voluntad; sé que lo caduco y lo transitorio debe despreciarse. para ir en pos de lo seguro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto sólo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta ti. Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los que te buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la caridad... ¡Oh cuán admirable y singular es tu bondad!>>(S. AGUSTIN Soliloquios).

 

<<¡Oh, Señor, que vuestros caminos son suaves! Mas ¿quién caminará sin temor? Temo de estar sin serviros, y cuando os voy a servir no hallo cosa que me satisfaga para pagar algo de lo que debo. Parece que me querría emplear toda en esto, y cuando bien considero mi miseria veo que no puedo hacer nada que sea bueno, si no me lo dais Vos. ¡Oh Dios mío y misericordia mía!, ¿qué haré para que no deshaga yo las grandezas que Vo s hacéis conmigo? No me desampares, Señor, porque en ti espero, no sea confundida mi esperanza; sírvate yo siempre y haz de mí lo que quisieres».(STA. TERESA DE JESÚS, Exclamaciones).

11. ¡SI CONOCIESEIS EL DON DE DIOS!

 

“Cantad a Yahvé y bendecid su nombre, anunciad de día en día su Salvación”(Ps 96, 2).

 

1.“He aquí al Señor, Yahvé de los ejércitos, que viene con fortaleza... El apacentará su rebaño como pastor. El llevará en su seno a los corderos, y cuidará dulcemente de las madres” (Is 40, 10-11). La figura majestuosa de Dios que con su fortaleza viene a salvar a Israel, es seguida por la figura mansa y suave del Señor que guía a su pueblo con la solicitud amorosa del pastor para con su rebaño.

Imagen ésta tan querida de los antiguos profetas, que se sirvieron de ella para expresar el amor de Dios para con Israel, y que Cristo recogió aplicándola a sí mismo, buen Pastor que teniendo cien ovejas, “deja en el monte las noventa y nueve y va en busca de la extraviada”, porque quiere que “no se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos” (Mt 18, 12. 14).

Jesús, el buen pastor que dará la vida por sus ovejas, conoce y ama a los hombres uno por uno y quiere establecer con cada uno de ellos relaciones de afectuosa intimidad semejantes a las que existen entre él y su Padre (Jn 10, 14-15). Ni uno solo de estos pequeñuelos es olvidado: el Señor quiere juntar en torno a sí a todos los hombres no sólo para salvarlos, sino para ofrecerles su amistad y admitirlos a la comunión íntima consigo. A todos dirige la gran promesa: “Si alguno me ama... mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23).

Israel había gozado del gran privilegio de la presencia de Dios en medio de su pueblo: Dios lo había acompañado a través del desierto; lo había protegido en los campos de batalla, lo había guiado en la vuelta del destierro de Babilonia, había puesto su morada en el arca santa y más tarde en el templo de Jerusalén. Al nuevo Israel Jesús revela abiertamente un privilegio inmensamente más grande: la inhabitación de la Trinidad en los que le aman. Dios no es sólo el pastor o el defensor que guía, conforta, protege y salva a su pueblo, sino también el amigo, el huésped que quiere poner su morada en el corazón del hombre y vivir con él en dulce intimidad.

 

2.Dios está necesariamente presente en todas sus criaturas. En efecto, para que éstas existan, no sólo es necesario que sean creadas por Dios, sino también que sean conservadas por él en la existencia; y de hecho Dios las conserva obrando en ellas, esto es, comunicándoles continuamente el ser; y como Dios obra mediante su sustancia, está presente dondequiera que obra y, por lo tanto, en todas sus criaturas. Dios está presente de esta manera en todas las partes, aun en los incrédulos y en los pecadores.

Pero en los fieles que viven en gracia y en caridad, Dios se hace presente de un modo peculiarísimo, que es precisamente el prometido por Jesús, o sea, la presencia de inhabitación: «Se dice que las divinas personas habitan en el alma porque están presentes de un modo inescrutable en las criaturas dotadas de inteligencia y pueden ser poseídas por estás mediante el conocimiento y el amor, aunque de un modo que trasciende toda la naturaleza criada y es del todo íntimo y singular» (Pío XII, Enc. Mystici Corporis). Es decir, las tres divinas personas se hacen presentes en el alma que está en gracia, para que las conozca por la fe, las ame por la caridad, a fin de que viva en unión; en amistad íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es de nuevo Jesús quien lo afirma: “Permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15, 4). “Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos sean uno, como nosotros somos uno” (ib. 17, 21). Pero donde está el Padre y el Hijo no puede faltar el Espíritu Santo, y Jesús lo ha dicho expresamente: “El Espíritu de verdad... permanece con vosotros y está con vosotros”(ib. 14, 17).

«La razón más alta de la dignidad humana —enseña el Vaticano II— consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19), unión que se lleva a efecto precisamente por el misterio de la inhabitación de la Trinidad en los que aman a Dios. A cada uno de ellos puede repetirse con entera verdad la gran palabra que tanto impresionaba a Isabel de la Trinidad: «El Padre está en ti, el Hijo está en ti, el Espíritu Santo está en ti». ¡Oh don inmenso! «¡Si conocieses el don de Dios!» (Jn 4, 10).

«¡Oh Señor y Bien mío! ¡Que no puedo decir, esto sin lágrimas y gran regalo de mi alma! ¡Que queráis Vos, Señor, estar así con nosotros!... Y si no es por nuestra culpa, nos podemos gozar con Vos, y Vos os holgáis con nosotros, pues decís ser vuestro deleite estar con los hijos de los hombres.. ¡Oh Señor mío! ¿Qué es esto? Siempre que oigo esta palabra me es gran consuelo... ¿Es posible que haya alma que llegue a que Vos le hagáis mercedes semejantes y regalos y a entender que Vos os holgáis con ella, que os torne a ofender después de tantos favores y tan grandes muestras del amor que la tenéis, que no se puede dudar, pues se ve clara la obra? Sí hay, por cierto, y no una vez sino muchas, que soy yo. Y plega a vuestra bondad, Señor, que sea yo sola la ingrata y la que haya hecho tan gran maldad, y tenido tan excesiva ingratitud; porque ya de ella algún bien ha sacado vuestra infinita bondad; y mientras mayor mal, más resplandece el gran bien que nuestras misericordias. ¡Y con cuánta razón las puedo yo para siempre cantar!»(STA. TERESA DE JESUS; Vida).

<<Dios mío, estoy espantado, quisiera decir: «Aléjate de mí, ¡oh Señor!, porque soy un hombre pecador», pero no lo digo, no, sino más bien lo contrario: «Quédate con nosotros, Señor, porque anochece». Yo estoy en la noche del pecado, y la luz de la salvación no puede venir sino de ti; quédate, ¡oh Señor! porque soy pecador y estoy asustado viendo las innumerables imperfecciones que en cualquier hora y en cualquier instante cometo delante de ti... Tú estás dentro de mí; y delante de ti y en ti yo cometo desde la mañana a la noche, a cada momento, imperfecciones, faltas sin cuento, de pensamiento, palabra y obra...

Esta ha sido una de las cosas que me han impedido por tanto tiempo buscarte en mí para adorarte y postrarme a tus pies; estaba asustado de sentirte tan dentro de mí, tan cerca de mis miserias y de mis innumerables imperfecciones>>.(CAR­LOS DE FOLICALILD, Sulle feste dell'anno, Op. sp.).

12-. VENID A MÍ (el camino de ir a Cristo y santidad es la oración)

 

«Cuan benigno es un padre para sus hijos, tan compasivo es Dios para con los que le temen»(Ps 103, 13),

 

1. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré... y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). Jesús que ha venido “a evangelizar a los pobres, a predicar a los cautivos la libertad..., a poner en libertad a los oprimidos…” (Lc 4, 18), llama a sí a todos los hombres, especialmente a los que sufren en el cuerpo o en el espíritu y a los que se sienten oprimidos por las dificultades de la vida: él los consolará, restaurará sus fuerzas, y les dará alivio y descanso.

Los hombres de hoy, arrastrados por una actividad desenfrenada, parecen incapaces de detenerse, pero su espíritu tiene una inmensa necesidad de «pausas restauradoras». No se trata de la inactividad del perezoso, sino de un descanso hecho de soledad, de silencio y de oración, condiciones indispensables para hallarse a sí mismos y encontrar a Dios.

Jesús nos invita y llama a esta quietud de intimidad con él: “Venid, retirémonos a un lugar desierto para que descanséis un poco” (Mc 6, 31). Sin estos »compases de espera», sería ilusorio querer vivir no ya una seria, pero ni siquiera la más elemental vida interior. Por lo tanto, se debe suspender en el tiempo prescrito cualquier actividad, por importante y urgente que sea, para concentrar todas las fuerzas en la actividad suprema de la oración. Son horas sagradas; y no deben ser sacrificadas so pena de ver languidecer la propia vida espiritual. Aquí se puede aplicar la sublime frase de Jesús: “Buscad primero el reino de Dios” (Mt 6, 33).

Sabemos muy bien que este reino está ya en cierta manera en el corazón del cristiano, hecho morada de la Santísima Trinidad; pero para descubrirlo son necesarios estos momentos de retiro, de soledad, de total evasión de las criaturas y de las ocupaciones, para concentrarse en la oración, diálogo íntimo y personal con Dios.

 

2. “Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto”(Mt 6, 6). El Concilio Vaticano II, remitiéndose a estas palabras de Jesús, afirma: «...El cristiano, aunque llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto» (SC 12).

Una cierta forma de soledad, de retiro efectivo del tumulto y de las preocupaciones de la vida, es indispensable para la oración, en la cual hay que tener oído sólo para escuchar a Dios, y voz sólo para hablarle. Pero si bien el retiro y la soledad material tienen gran importancia para la oración, no son suficientes si no van acompañados del recogimiento Interior. San Juan de la Cruz dice: «...cerrando la puerta sobre ti, es a saber, tu voluntad a todas las cosas, ores a tu Padre en escondido» (Cántico 1, 9). No es sólo cuestión de cerrar la puerta material de la propia habitación, sino que se debe cerrar la voluntad a todas las cosas: negocios, preocupaciones, cuidados, deseos, afectos, dando de mano a todo para concentrar en Dios solo las potencias del alma.

Oigamos la exhortación de Santa Teresa: «Ya que aquel rato le queremos dar a Dios en la oración, démosle libre el pensamiento y desocupado de otras cosas y con toda determinación de nunca jamás tornársele a tomar, por trabajos que por ello nos vengan, ni por contradicciones ni por sequedades» (Camino 23, 2). Entonces el hombre podrá encontrarse efectivamente con Dios y hallar en él recreo para su espíritu fatigado, amargado con frecuencia por los afanes de la vida; y podrá sacar cada día de este contacto íntimo con Dios luz y fuerza para proseguir el camino en perfecta coherencia con el Evangelio. “Dios da vigor al fatigado y multiplica las fuerzas del débil. Y se cansan los jóvenes y se fatigan, y los jóvenes llegan a flaquear; pero los que confían en Yahvé renuevan las fuerzas..., corren, sin cansarse y caminan sin fatigarse” (ls 40, 29-31).

 
<<¡«Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí para establecerme inmutable y plácidamente en ti como si mi alma viviera ya en la eternidad. Que nada pueda alterar mi paz, ni apartarme de ti, oh mi Inmutable!, sino que, cada momento de mi vida, me sumerja más profundamente en tu divino misterio, Pacifica mi alma. Estableced en ella vuestro cielo, vuestra morada predilecta, vuestro lugar de descanso. Que nunca os deje solo sino que, Vivificada por la fe, permanezca con todo mi ser en tu compañía, en completa adoración y entregado sin reservas a Vuestra acción creadora>>.(ISABEL DE LA TRINIDAD, Elevación a la santísima Trinidad: Obras).

 

«Tengo por imposible, si trajésemos cuidado de acordarnos tenemos tal huésped dentro de nosotros, nos diésemos tanto a las cosas del mundo, porque veríamos cuán bajas son para las que dentro poseemos... Dirán que bien claro se está esto, y tendrán razón; porque para mí fue oscuro algún tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella, si yo no me tapara los ojos con las vanidades de la vida para verlo, no lo entendía. Que, a mi parecer, si como ahora entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con él, y más procurara que no estuviera tan sucia. Mas qué cosa de tanta admiración, quien hinchara mil mundos y muy muchos más con su grandeza, encerrarse en una cosa tan pequeña! A la verdad, como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida. Cuando un alma comienza, por no la alborotar de verse tan pequeña para tener en sí cosa tan grande, no se da a conocer hasta que va ensanchándola poco a poco, conforme a o que es menester para lo que ha de poner en ella. Por esto digo que trae consigo la libertad, pues tiene el poder de hacer grande este palacio. Todo el punto está en que se le demos suyo con toda determinación, y le desembaracemos para que pueda poner y quitar como en cosa propia». (STA. TERESA DE JESUS, Camino).

13. EN BUSCA DE DIOS

 

«Señor, «alégrense y regocíjense en ti cuantos te buscan»(Ps 70, 5).

 

1.  “Yo, Yahvé, tu Dios, fortaleceré tu diestra, y yo te digo: No temas, yo voy en tu ayuda” (ls 41, 13). De esta manera aseguraba Dios a Israel su continua presencia y protección.

Si el antiguo pueblo de Dios tenía todos los motivos para confiar en el Señor y sentirlo siempre a su lado, mucho más fuertes son los motivos que tiene para ello el nuevo pueblo de Dios, el pueblo cristiano. Dios no sólo está al lado de cada uno de los creyentes y le guía con providencia paterna, sino que ha puesto dentro de él su templo y morada: “No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cr 3, 16). La palabra infalible de Jesús resuena continuamente en el corazón del cristiano: “Si alguno me ama.., vendremos a él y en él haremos morada”. (Jn 14, 23).

Pero queda todavía una grande pregunta: Sí Dios está en todos los que viven en gracia, ¿por qué les resulta tan difícil encontrarlo y advertir su presencia? He aquí cómo responde San Juan de la Cruz: «Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto, el alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afición y voluntad, y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen» (Cántico 1, 6).

La respuesta es bien clara: Dios está en nosotros, pero está escondido. Para hallarlo hay que salir de todas las cosas según el afecto de la voluntad. Esto quiere decir desasirse, privarse, renunciar, aniquilarse, morir espiritualmente a sí mismos y a todas las cosas, no tanto y no sólo separándose de ellas materialmente, cuanto y sobre todo desasiéndose de ellas con el afecto y la voluntad. Es el camino de la nada, del total desasimiento; es la muerte del hombre viejo, condición indispensable para revestirse de Cristo y vivir en Dios. También San Pablo lo dijo: “Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Cor 3, 3). La búsqueda amorosa de Dios escondido en nosotros responde en intensidad y grado a esta muerte al mundo y a nosotros mismos. Cuanto más morimos, más encontramos a Dios.

 

2. <<¿Pensáis que importa poco para un alma... entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces?... Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped» (STA. TERESA, Camino 28, 2). Pero la verdad es que también los cristianos, y hasta las almas consagradas a Dios se contentan con frecuencia con una vida superficial, del todo exterior, que los hace incapaces de recogerse en su interior para encontrarse con Dios.

Hay dentro de nosotros todo un mundo de tendencias, de impulsos y de pasiones ardientes, que nos arrastran hacia las criaturas y nos inducen a darles nuestro corazón, a colocar en ellas nuestra esperanza, a buscar nuestro consuelo en su memoria. Y vivimos en este mundo superficial que nos absorbe hasta el punto de olvidarnos de esa vida más profunda, totalmente interior, en la cual estaría el alma en íntima unión con su Dios.

Diríase que el Señor nos espera en el fondo de nuestra alma, pero nosotros no llegamos a ese fondo, embebidos como estamos en mil negocios exteriores, a los cuales prestamos toda nuestra atención. «El que ha de hallar una cosa escondida —advierte S. Juan de la Cruz—, tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está ha de entrar, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Como quiera, pues, que tu Esposo amado es el tesoro escondido en el campo de tu alma, por el cual el sabio mercader dio todas sus cosas, convendrá que para que tú le halles, olvidando todas las tuyas.. - te escondas en tu retrete interior del espíritu» (C 1, 9). Sin una cierta separación y evasión del mundo exterior y de la vida superficial, es imposible llegar hasta Dios presente pero escondido en nosotros, y vivir en comunión con quien no nos abandona si nosotros no le abandonamos primero.

 

«iOh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado, para buscarle y unirte con él! Ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el retrete y escondrijo donde esté escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que está en ti, o por mejor decir, tú no puedas estar sin él...
¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti».(S. JUAN DE LA CRUZ, Cántico).

 
«Un alma que transige con su yo, que se preocupa de su sensibilidad, que se entretiene en pensamientos inútiles o en cualquier clase de deseos, es un alma que dispersa sus fuerzas y no está orientada totalmente hacia Dios. Su lira no vibra al unísono y el divino Maestro, al pulsarla, no puede arrancar de ella armonías divinas. Tiene aún demasiadas tendencias humanas. Es una disonancia. El alma que aún se reserva algo para sí en su reino interior, que no tiene sus potencias recogidas en Dios, no puede ser una perfecta alabanza de gloria... porque la unidad no reina én ella. En vez de proseguir con sencillez su himno de alabanza a través de todo, necesita reunir constantemente las cuerdas de su instrumento dispersas por todas partes. iQué indispensable es esta bella unidad interior para el alma que quiere vivir en la tierra la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus!»(ISABEL DE LA TRINIDAD, Últimos ejercicios espirituales, 2:Obras).

14.- VIDA CON DIOS (buscar a Dios en oración y ocupaciones)


«Quien te sigue, oh Señor, tendrá luz de vida» (Jn 8, 12).

 
1.—Jesús comparó los hombres a unos niños caprichosos, a los que nada va bien y nada les contenta. «Vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 18-19). La historia se repite, y también los hombres de hoy encuentran más fácil criticar el Evangelio y la Iglesia que seguir a Cristo Salvador, luz y verdad infinita.

Ni siquiera los mismos creyentes dan siempre testimonio de una completa adhesión a Cristo; muchas veces su existencia fluctúa entre los caprichos de un querer o no querer y entre la incoherencia entre la fe y las obras. Sólo una adhesión plena que abrace y empeñe toda la vida permite al hombre actuar una relación vital y amistosa con Dios. «Si alguno me ama, guardará mi palabra... y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23).

Para vivir con Dios presente en nuestro corazón, no es necesario ni se puede permanecer siempre en soledad y en oración. Hay ocupaciones y contactos con las criaturas que son exigidos por las obligaciones del propio estado: son manifestaciones de la voluntad de Dios y, por lo tanto, no es posible para buscar a Dios sustraerse a ellas; si en esas cosas sabemos regularnos según la medida impuesta por la misma voluntad divina, no hay razón para temer que constituyan de por sí un obstáculo a la unión del alma con Dios. Pero es necesario permanecer únicamente en el marco de la voluntad divina; en otras palabras, nuestro contacto con las criaturas y todas nuestras actividades tienen que llevar una sola intención: el cumplimiento del deber.

Cuando, por el contrario, el afecto de la voluntad se detiene en tales cosas, buscando en ellas algo de satisfacción personal, como, por ejemplo, apagar la curiosidad o el ansia natural de afecto, hacerse valer, procurarse la estima de los demás, entonces se sale del riel de la voluntad de Dios, y el corazón se ase a las criaturas, topándose así con un obstáculo verdadero, el mayor de todos, en la búsqueda continua de Dios. Es necesario un esfuerzo constante y generoso para redimirse de estas debilidades; sobre todo es necesaria una grande pureza de intención, por la cual el cristiano busca a Dios y se une a él en cualquier ocupación. «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra —nos exhorta S. Pablo— hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús» (Cor 3, 17).


2. —«Yo soy Yahvé, tu Dios, que para utilidad tuya te enseña y te pone en el camino que has de seguir. Ah!, si hubieses atendido a mis mandamientos!» (Is 48, 17-18). Todo el mal del hombre y todas sus desviaciones dependen de no seguir con generosidad las enseñanzas de Dios, sus indicaciones y sus preceptos. Y, al contrario, todo su bien procede de la adhesión perfecta a cualquier indicación de la voluntad divina. «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14).

El bien supremo de la amistad con Dios y de la vida de unión con él es, en efecto, fruto de una generosa disponibilidad a los divinos quereres; disponibilidad que de los momentos de intimidad en la oración debe extenderse a todos los aspectos de la vida.

En esta vida la búsqueda de Dios y la unión con él se realizan mucho más por medio de la voluntad que por medio del entendimiento. Aun en los mismos casos en que el deber —llámese estudio, trabajo, enseñanza, negocios— exige una intensa aplicación de la mente y una notable entrega de sí mismo a las obras externas, puede permanecer el alma orientada hacia Dios con el afecto del corazón, o sea, con el «deseo de la caridad» que incesantemente la impulsa a buscar a Dios, su voluntad y su gloria.

Si nos mueve la caridad de Cristo, nada podrá separarnos de Cristo. Entonces todas nuestras acciones, negocios y trabajos, en vez de apartarnos de Dios, se convertirán en medio para unirnos con él. El Concilio Vaticano II afirma: «Todas las obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se sufren pacientemente. se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo» (LG 34).

«Hostias espirituales aceptables a Dios» que consolidan cada vez más la amistad del hombre con Dios. Pero para que sean tales deben ser «realizadas en el Espíritu», es decir, conformes al Espíritu Santo que guía al alma en una sola dirección: el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. Para ello es necesario, además del desasimiento, fomentar el recogimiento interior de manera que, aun en medio de las ocupaciones y de los negocios, se pueda acoger la voz del Espíritu, o sea sus inspiraciones y llamadas, para seguirlas con generosidad; pero en un corazón lleno de sí no hay lugar para recibirlo, o, por lo menos, existe sólo un lugar reducido y mezquino. Sólo quien se vacía de sí mismo, y se acerca a Cristo con corazón de pobre le ofrece espacio suficiente para la invasión de su gracia y de su amor, y es apto para acoger en beneficio propio y de toda la Iglesia la redención.

 
«En ti se gloría mi alma, ¡oh Señor! óiganlo los humildes y alégrense... Yo te he buscado, Señor, y tú me has respondido... Clamó este pobre y tú le escuchaste y salvaste de todas sus angustias...Gustad y ved cuán bueno es el Señor; bienaventurado el varón que a él se acoge... Empobrecen los ricos y pasan hambre, pero a los que buscan a Yahvé no les falta bien alguno...El Señor está próximo a los Contritos de corazón y salva a los de espíritu abatido. Muchas son las calamidades del justo, pero de todas ellas le libra el Señor... El Señor redime el alma de sus siervos, y no expirarán cuantos a él se acogen». (Salmo, 34, 3-11. 19-20. 23).


«Oh Jesús!, hacer la voluntad de tu Padre y obrar sólo por él fue tu comida y tu vida... Sea también nuestro alimento y nuestra vida el obrar continuamente por agradarte; que vivamos siempre con el pensamiento de tu voluntad y de tu gloria... Tener continuamente delante de los ojos tu voluntad y tu gloria. Ile aquí nuestra vida, nuestro pan cotidiano, nuestro alimento de cada instante, siguiendo tu ejemplo, ioh mi Señor y mi Dios!»(CARLOS DE FOUCAULD, Meditazioni sul Vangelo, Op. Ip).

15. DOMINGO III DE ADVIENTO

CICLO A

 

“Ven, ¡oh Señor!, a salvarnos” (Is 35, 4).

 

Con el tercer domingo de Adviento el pensamiento de la Navidad ya cercana domina la liturgia imprimiéndole un tono festivo. En efecto, la Navidad, al celebrar la encarnación del Hijo de Dios, señala el principio de la salvación, y la humanidad ve cumplirse la antigua promesa y tiene ya al Salvador. Las lecturas del día son un mensaje de consuelo y de alivio. “Decid a los apocados de corazón: ¡Valor! No temáis, he ahí nuestro Dios..., viene él mismo y os salvará. Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua de los mudos cantará gozosa” (Is 35, 4-6).

Estas palabras de Isaías enderezadas a confortar a los deportados de Israel, se pueden aplicar bien a todos los hombres que, deseosos de convertirse más profundamente a Dios, se sienten incapaces de liberarse del pecado, de la mediocridad y de las vanidades terrenas; y los animan a confiar en el Salvador. El vendrá para infundirles fuerza, para sostener a los débiles, para curar las heridas del pecado y traer a todos la salvación.

Pero esta profecía se ha cumplido también literalmente con la venida de Jesús; y él mismo se sirvió de ella para aprobar su mesianidad. Desde la prisión donde Herodes lo había encerrado, Juan Bautista sigue la actividad de Jesús; sabe que Jesús es el Mesías, pero su comportamiento tan diferente de como él lo ha vaticinado quizá lo vuelve perplejo; y por otra parte también sus discípulos tienen necesidad de ser iluminados y Juan los manda a preguntar al Señor: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?” (Mt 11, 3). Por toda respuesta Jesús presenta los milagros realizados: “ld y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados”(ib. 4-5).

El cumplimiento de la profecía de Isaías es evidente. Pero Jesús añade aún: “y bienaventurado aquel que no se escandalizare en mí” (ib. 6). Jesús cumple su misión de Salvador no de una manera imponente, sino sencilla y humilde; no se presenta como triunfador, sino manso y como pobre venido a evangelizar a los pobres, a sanar a los enfermos y a salvar a los pecadores.

Su estilo podía escandalizar a quienes esperaban un Mesías potente y glorioso, pero es de consuelo y estímulo a quien se siente pobre, pequeño, enfermo, necesitado de salvación. Ante la bondad y la mansedumbre del Salvador, el corazón se dilata en la esperanza. También a esto se refiere el mensaje de la segunda lectura: “Fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cercana” (Sg 5, 8).

Los sentimientos de confianza para prepararse a la Navidad son los mismos que nos deben disponer a la venida gloriosa del Señor, cuando vendrá no sólo como Salvador, sino como Juez. Durante la espera hay que practicar el precepto del amor que nos hace benévolos y misericordiosos para con todos, y “tomar por modelo de tolerancia y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor” (ib. 10). Como los profetas tuvieron la mirada constantemente dirigida hacia el Salvador prometido, también el cristiano debe vivir con la mente puesta en la venida de Jesús, que se renueva cada día por la gracia y la Eucaristía, que se hace más íntima en la celebración devota de la Navidad, y que se convertirá en definitiva y nos llenará de felicidad en el último día.

“¡Oh Señor!, tú eres clemente y misericordioso, tardo a la ira y de gran piedad. Eres benigno para, con todos; y tu misericordia sobre todas tus obras.

Eres fiel en todas tus palabras, y piadoso en todas tus obras. Tú sostienes a los que caen, levantas a todos los encorvados. Todos los ojos se dirigen expectantes a ti... ¡Oh Señor!, tú estás cerca de cuantos te invocan, de todos los que te invocan de veras. Satisfaces los deseos de los que te temen, oyes sus clamores y los salvas... Proclame mi boca tus alabanzas; y bendiga toda carne tu santo nombre por los siglos para siempre”. (Salmo 145, 8-9. 13-15. 18-19. 21).

<<¡Oh Jesús!, tú eres el que debía venir. ¡Oh Jesús!, tú ya has venido. ¡Oh Jesús!, tú debes venir todavía en el último día para recoger a tus elegidos para el descanso eterno. ¡Oh Jesús!, tú vas y vienes continuamente. Vienes a nuestros corazones y nos haces sentir tu presencia llena de dulzura, de suavidad y de potencia. «Y el Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!» «Y el que tenga sed, venga». Porque tú, ¡oh Jesús!, vienes a nosotros cuando también nosotros vamos a ti. «Sí —dices— vengo pronto». «Ven, Señor Jesús». Ven tú, deseado de las gentes, amor y esperanza nuestra, nuestra fortaleza y nuestro refugio, nuestro alivio durante el viaje, nuestra gloria y nuestro descanso eterno en la patria>>.(J. B. BOSSUET, Elevazioni a Dio sui misteri).

CICLO B

 

“Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador”(Lc 1, 47).

 

“Altamente me gozaré en Yahvé, y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en manto de justicia”(Is 61, 10). El canto de alegría de Jerusalén salvada y reconstruida después del destierro, se aplica a la Iglesia que se alegra y da gracias por la salvación traída por Cristo.

La misión del Salvador es así delineada en la profecía de Isaías: “El espíritu de Dios, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados” (lb. 1). Cuando Jesús en la sinagoga de Nazaret leyó este pasaje, se lo aplicó a sí mismo (Lc 4, 17-21), pues de hecho sólo en él se cumplió plenamente esa profecía.

Sólo Cristo tiene un poder de salvación universal que no se limita a sanar las miserias de un pequeño pueblo; sino que se extiende a curar las de toda la humanidad, sobre todo liberándola de la miseria más temible, que es el pecado, y enseñándole a transfor­mar el sufrimiento en medio de felicidad eterna. “Bienaventurados los pobres, los afligidos, los hambrientos, los perseguidos «porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 10).

Este es el sentido profundo de su obra redentora, y de él deben hacerse mensajeros los creyentes haciéndolo comprensivo a los hermanos y ofreciéndose con generosidad para aliviar sus sufrimientos. Entonces la Navidad del Salvador tendrá un sentido aún para los que se hallan lejanos y llevará la alegría al mundo.

En la segunda lectura San Pablo nos recuerda precisamente esa misión de bondad y de alegría confiada a los cristianos: “Hermanos, estad siempre gozosos... Probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal”. (1 Ts 5, 16-22). No sólo las acciones malas son reprobables, sino también la omisión de tantas obras buenas que no se cumplen por egoísmo, por frialdad o indiferencia hacia el prójimo necesitado. Pero para estar siempre dispuesto a hacer bien a todos, hay que vivir en comunión con Jesús, dejándose penetrar por sus sentimientos de bondad, de amor y de misericordia. Y la oración es el punto culminante de esta comunión, como el Apóstol nos dice: “Orad sin cesar” (ib. 17).

La fe viva del creyente y su bondad activa para con los hermanos son medios poderosos para dar testimonio de Cristo y hacerlo conocer al mundo. Todavía resuena, dolorosamente actual, la palabra del Bautista: “En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis” (Jn 1, 26).

Jesús está en medio de nosotros en su Iglesia, en la Eucaristía, en la gracia por la cual está presente y operante en los bautizados; pero el mundo no lo conoce; y esto no sólo porque cierra los ojos, sino también porque hay muy pocos que dan testimonio del Evangelio vivido, de una bondad que revele a los demás la bondad del Salvador. Y hasta los mis mismos fieles lo conocen poco porque su unión con él es superficial, poco nutrida de oración, y privada de intimidad, y porque no lo saben reconocer donde él se esconde: en los pobres, en los afligidos, en quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu.

En el Adviento se nos presenta el Bautista como modelo de testimonio de Cristo; con fe vigorosa, con vida austera, desinterés, humildad y caridad ha venido a dar testimonio de la luz, para testificar de ella y que todos creyeran por él”.(ib 7).

<<Ven, Señor, a tu pueblo que espera con fe el nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante>>. (MISAL ROMANO, Colecta).

<<¡Oh inestimable caridad de este Maestro!, el cual viendo que el agua de los santos Profetas no era agua viva que nos pudiese dar la vida, sacó de sí mismo y nos ofreció el Verbo encarnado su Hijo unigénito, y le puso en mano todo su poder y lo hizo piedra angular de nuestro edificio, sin el cual no podemos vivir. Y es tan dulce, que toda cosa amarga se nos vuelve dulce con su dulzura>>.(STA. CATALINA DE SENA, Epistolario).

<<A los hombres nos es necesaria tu venida, ¡oh Salvador nuestro!, nos es necesaria tu presencia, ¡oh Cristo! Y ojalá que de tal manera vengas, que por tu copiosísima dignación, habitando en nosotros por la fe, ilumines nuestra ceguedad; permaneciendo con nosotros, ayudes nuestra debilidad, y estando por nosotros, protejas y defiendas nuestra debilidad. Si tú estás en nosotros, ¿quién nos engañará? Si estás con nosotros, ¿qué no podremos en el Señor que nos conforta? Si estás por nosotros, ¿quién podrá nada contra nosotros?... Precisamente para esto vienes al mundo: para que, habitando en los hombres, con los hombres y por los hambres, se iluminen nuestras tinieblas, se suavicen nuestros trabajos y se aparten nuestros peligros>>.(Cfr. S. BERNARDO, En el adviento del Señor).

CICLO C

 

“Este es el Dios de mi salvación; en él confío y nada temo”(Is 12, 2).

 

En la inminencia de la Navidad la liturgia nos invita a la alegría por el grande acontecimiento salvífico que se dispone a celebrar, mientras continúa exhortándonos, a la conversión. La alegría es el tema de las dos primeras lecturas. ¡Exulta, hija de Sión! ¡Da voces jubilosas, Israel! ¡Regocíjate con todo el corazón, hija de Jerusalén!” (Sf 3, 14).

El motivo de tanta alegría no es solamente la restauración de Jerusalén, sino la promesa mesiánica que hace ya gustar al profeta la presencia de Dios entre su pueblo: “Aquel día se dirá... está en medio de ti Yahvé como poderoso salvador” (ib. 16-17).

«Aquel día» tan lleno de gozo será el día del nacimiento de Jesús en Belén; pues entonces el Señor se hará presente en el mundo de la manera más concreta, hecho hombre entre los hombres para ser el Salvador poderoso de todos. Si Jerusalén se alboroza con la esperanza de «aquel día», la Iglesia cada año lo conmemora con alegría inmensamente mas grande. Allí era sólo promesa y esperanza, aquí es realidad y un hecho ya cumplido.

Y sin embargo tampoco esto excluye la esperanza porque el hombre está siempre en camino hacia el Señor, el cual, aunque venido ya en la carne, debe volver glorioso al final de los tiempos. El itinerario de la Iglesia se extiende entre estos dos acontecimientos; y del mismo modo que se alegra por el primero, también se alegra por el segundo y exhorta a sus hijos a que se regocijen con ella: “Alegraos siempre en el Señor. Re­pito: alegraos... ¡El Señor está cerca” (Fp 4, 4-5). Cerca, porque ya ha venido; cerca, porque volverá; cerca, porque a quien le busca con amor cada Navidad trae una nueva gracia para descubrir al Señor y unirse a él de un modo nuevo y más profundo.

Como preparación a la venida del Señor, San Pablo nos recomienda, con alegría, la bondad: “Vuestra amabilidad sea notoria a todos los hombres” (ib. 5). Sobre este tema insiste el Evangelio a través de la predicación del Bautista enderezada a preparar las almas a la venida del Mesías. “Pues ¿qué hemos de hacer?”(Lc 3, 10), le preguntaban las muchedumbres venidas a oírle. Y él respon­día: “El que tiene dos túnicas, dé una al que no la tiene, y el que tiene alimentos, haga lo mismo” (ib. 11).

La caridad para con el prójimo, unida a la de Dios, es el punto central de la conversión; el hombre egoísta preocupado sólo de sus intereses debe cambiar de ruta preocupándose de las necesidades y del bien de los hermanos. También a los publicanos y a los soldados que le preguntaban, Juan propone un programa de justicia y de caridad: no exigir más de lo debido, no cometer atropellos, no explotar al prójimo, contentarse con la propia paga.

El Bautista no pedía grandes gestos, sino el amor del prójimo concretizado en la generosidad hacia los menesterosos y en la honradez en el cumplimento de la propia profesión. Era como el preludio del mandamiento del amor sobre el cual tanto había de insistir más tarde Jesús. Bastaría orientarse con plenitud en esta dirección para prepararse dignamente a la Navidad.

Jesús en su Natividad quiere ser acogido no sólo personalmente, sino también en cada uno de los hombres, sobre todo en los pobres y en los atribulados, con los cuales gusta identificarse: “Tuve hambre, y me disteis de comer..., estaba desnudo, y me vestisteis” (Mt 25, 35-36).

 

<<¡Oh Señor!, ven a nosotros aún antes de tu llegada; antes de aparecer ante el mundo entero, ven a visitarnos en lo más intimo de nuestra alma... Ven ahora a visitarnos en el tiempo que corre entre tu primera y tu última venida, para que tu primera venida no nos sea inútil, y la última no nos traiga una sentencia de condenación. Con tu venida actual quieres corregir nuestra soberbia haciéndonos conformes a la humildad que manifestaste en tu primera venida; entonces podrás transformar nuestro humilde cuerpo haciéndolo semejante al tuyo glorioso, que aparecerá en el momento de tu venida final. Por esto te suplicamos con la más ardiente oración y con todo nuestro fervor: disponnos a recibir esta visita personal que nos da la gracia del primer adviento y nos promete la gloria del último. Porque tú, ¡oh Dios!, amas la misericordia y la verdad, y nos darás la gracia y la gloria: en tu misericordia nos concedes la gracia y en tu verdad nos darás la gloria>>.(Cfr. GUERRICO DE IGNY, De adventu Domini)

 

16. EL DESIERTO

 

“Guíame en tu verdad y enséñame porque tú eres mi Dios, mi Salvador”(Ps 25, 5).

 

1.“¿Qué habéis ido a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?... ¿A un hombre vestido muellemente?”(Mt 11, 7-8). Con estas palabras introduce Jesús el elogio de su precursor. Esté no es un débil que fluctúa como caña al viento ni «un burgués» que disfruta cómodamente la vida: es un hombre fuerte, robusto en la fe, austero en las costumbres, todo dado a Dios. Es un profeta y «más que un profeta» (ib 9); ha elegido por su morada el desierto, donde con el desasimiento de todos los bienes terrenos, con la oración y la penitencia se ha preparado para el cumplimiento de su misión: anunciar al mundo el Salvador y prepararle el camino.

Toda forma de vida cristiana exige, por lo menos en una cierta medida, el desierto, es decir, la mortificación, la penitencia y la renuncia a las comodidades. Por eso el Adviento, en que tanto destaca la figura del Bautista, es una fuerte llamada a este deber, presentado como medio indispensable, para disponerse a la venida del Señor.

Sin duda que la principal penitencia es la interior, o sea la conversión del corazón; pero la sinceridad de ésta debe manifestarse también por medio de la penitencia exterior. El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia...no excluye ni atenúa en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exige, con particular urgencia su necesidad y estimula a la Iglesia... a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar... el fin de la penitencia...

La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente si se considera la fragilidad de, nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios (Pablo VI, Poenitemini: «Ecclesia» 26, 1966, pp. 309-310).

La civilización moderna ofrece muchas comodidades y placeres sensibles a poco precio; aceptarlos sin ningún límite expondría al hombre al enflaquecimiento de su voluntad y al aburguesamiento de la propia vida. Es necesario resistir a la tendencia de querer ver, gozar y experimentarlo todo. Entonces «el espíritu humano, menos esclavo de las cosas, puede ir más fácilmente al culto mismo y a la contemplación del Creador» (GS 57).

 

2. La espiritualidad del desierto no es sólo mortificación y renuncia, sino también recogimiento y silencio que hacen al hombre apto para servir a Dios, para escuchar sus palabras y contemplar sus misterios. Profeta es “quien oye palabras de Dios” (Nm 24, 4) y tras haberlas escuchado las anuncia. Así eran los antiguos profetas, así fue el Bautista enviado para anunciar al Mesías.

Todo Cristiano posee una vocación profética, siendo llamado a escuchar interiormente la palabra de Dios para encarnarla en su vida y luego transmitirla a los hermanos. Esto supone silencio y recogimiento: callar las criaturas para escuchar a Dios y ahondar en su palabra. No hay escucha sin silencio; quien charla no puede escuchar ni las palabras de los hombres ni tanto menos la voz de Dios que es a su vez silenciosa y se hace oír sólo en el silencio.

       Si las relaciones entre los hombres exigen el diálogo y la comunicación, esto no debe hacernos incapaces para callar y para escuchar. Por lo demás, el silencio que conduce a la reflexión interior nos hace más capaces de escuchar y comprender a los demás, y de saber decir a su debido tiempo una palabra oportuna e iluminadora. No son las conversaciones inútiles ni la locuacidad desenfrenada las que abren el camino al diálogo inteligente, persuasivo y apto para llevar a los hermanos la palabra del Señor.

       Y luego las relaciones con Dios y la intimidad con él exigen de una manera especial el silencio, y no tan sólo exterior, sino también el Interior. Comentando en sentido espiritual el versículo del Salmo: “Oye, hija, y mira; inclina tu oído: olvida tu pueblo y la casa de tu padre” (Ps 45, 11), Sor Isabel de la Trinidad escribe: «Para oír es necesario olvidar la casa paterna, es decir, todo cuanto pertenece a la vida natural... Olvidar a su pueblo me parece más difícil, porque ese pueblo es todo este mundo que forma parte integrante, por así decirlo, de nosotros mismos. Es la sensibilidad, los recuerdos, las impresiones, etc., es, en una palabra, nuestro yo. Necesitamos olvidarle, renunciar a él» (Últimos ejercicios espirituales, 10: Obras completas, p. 230). Entonces la criatura entra en el silencio Interior y en aquel silencio Dios se le comunica y se le da a conocer.

 

       << Señor, ¿dónde moras? —Yo no moro, hijo, lejos de ti, sino infinitamente más cerca de ti de lo que piensas: yo me llamo el Huésped ignorado, yo habito dentro de ti; búscame en pureza de espíritu y me hallarás.

Señor, y ¿cómo puedo yo entrar, dentro de mí en pureza, pues me hallo todo abierto a los sentidos y volcado al exterior? Sígueme, ven tras de mí... hacia la oración que no desfallece, hacia el desierto donde no hay ni madriguera ni nido, hacia el bautismo de la cruz, y hallarás la morada interior donde yo vivo escondido en ti: porque sólo siguiéndome puedes entrar dentro de ti>>(G. CANOVAI, Suscipe Domine, Roma,. La Cività Cattolica, 1949).

 

<<Estoy cierto, ¡oh Dios mío!, que llegará un día —que sea cercano o lejano, poco importa— en que habré agotado todas mis alegrías mundanas. Tú solo, Señor mío, eres el alimento capaz de saciarme por toda la eternidad... En tu presencia corren torrentes de delicias: quien haya bebido de ellos una sola vez, no será ya capaz de olvidarlos y alejarse de ellos. Tú eres mi heredad, ¡oh Señor!, ahora y siempre.

¡Cuán lejano estoy, Dios mío, de obrar en conformidad con esta teoría que tan bien conozco! Mi corazón se pierde tras vacías sombras, lo reconozco. Parece como si yo prefiriera cualquier otra cosa a la unión contigo; siempre estoy dispuesto a alejarme y frecuentemente también la oración se me hace difícil; no existe distracción que yo no prefiera al pensamiento de ti. Dame, ¡oh Padre!, la gracia de avergonzarme de esta repugnancia mía. Sacúdeme de este estado de indolencia y de frialdad en que me encuentro y dame la fuerza de aspirar a ti con todo mi corazón. Enséñame el amor a la meditación, a la lectura espiritual, a la oración. Enséñame a amar desde ahora lo que atraerá hacia sí mi corazón por toda la eternidad>>.(J. H. NEWMAN, Maturità cristiana, Milano, Vita e Pensiero, 1956).

17. LA SALVACION A LOS POBRES

 

(A partir del día 17 de diciembre usar las meditaciones con los números 21 en adelante).

 

Clamó este pobre, y Yahvé escuchó y le salvó de todas sus angustias” (Ps 34, 7).

 

1.Un día Jesús dirigió este duro reproche a los fariseos y a los jefes del pueblo: “Vino Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no habéis creído en él, mientras que lo publicanos y las meretrices creyeron en él”(Mt 21, 32).

En efecto, los publicanos se habían rendido a la predicación del Bautista, habían confesado sus pecados, habían pedido el bautismo de penitencia y preguntado: “¿qué hemos de hacer?” (Lc 3, 12). Pero los fariseos, no; “no se habían arrepentido creyendo en él” (Mt 21, 32). La soberbia los cegaba, y como les había impedido creer en el precursor, también ahora los tenía cerrados y hostiles a Cristo. Por eso Jesús les dirá: “Los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios”(ib. 31).

Cierto que los pecados en cuánto tales no dan el derecho de entrada en al reino, sino el humilde arrepentimiento de ellos y la humilde confesión de la propia miseria moral y de la necesidad de la salvación. Fue la humildad la que abrió los corazones de los publicanos y de las pecadoras para acoger la salvación, dándoles en consecuencia la precedencia «en el reino de los cielos».

Pero la posición de los fariseos era diametralmente opuesta: no sólo no habían reconocido y confesado sus pecados y su orgullo, sino que se tenían por justos y creían no tener necesidad de perdón, la salvación pasó a su lado y ellos la rehusaron: “los fariseos y los doctores de la ley anularon el plan divino respecto a ellos” (Lc 7, 30). Una única salvación es ofrecida a todos los hombres, pero sólo los humildes, los pobres y los pequeños son aptos para acogerla.

La profecía de Isaías que Jesús leyó y aplicó a sí mismo en la sinagoga de Nazaret, sigue cumpliéndose: “El Espíritu del Señor... me envió para evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18). No se trata solamente de los desheredados, de quien sufre hambre, sino sobre todo de quien reconoce su propia insuficiencia moral, su propia pobreza espiritual, de quien siente la profunda necesidad de ser salvado, redimido y purificado, y por eso invoca y espera de todo corazón al Salvador: “EI Señor está próximo a los contritos de corazón y salva a los de espíritu abatido”(Ps 34, 19).

 

2. Para hallar a Dios hay que ir a él con alma de pobre. Dios ofrece al hombre la salvación y lo llama a la santidad y a la comunión con él; pero todos estos inmensos bienes deben ser acogidos con corazón humilde, convencidos de no poder nada sin la ayuda divina, pues sólo de Dios viene el poder y el querer. Santa Teresa del Niño Jesús decía: «La santidad no está en tal o cual práctica, sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre» (Novissima Verba, 3 agosto: Obras, p. 1397).

De las palabras de la Sagrada Escritura había sacado la Santa luz y fuerza en su «caminito» de sencillez evangélica: “Los niños de pecho serán llevados a la cadera y acariciados sobre las rodillas. Como cuando a uno le consuela su madre, así yo os consolaré a vosotros” (ls 66, 12-13). Dios está dispuesto a todo en favor de una criatura que lo busca sin pretensiones y en verdadera pobreza de espíritu, convencida de que el buscarlo y el desearlo es ya un don, y convencida igualmente de que sus propias fuerzas son inadecuadas para salvarla, santificarla y conducirla a la intimidad con Dios. Cuanto más indigna e impotente se reconoce ella; tanto más estrechamente la atrae Dios a sí mismo.

       Cuando vino al mundo el Hijo de Dios, quiso rodearse de los pobres y humildes: María y José, descendientes sí de la casa de David, pero tan pobres e ignorados que no hubo lugar para ellos en la posada; los pastores, despreciados como gente sin importancia y tenidos frecuentemente aparte con muestras de desconfianza y de recelo. Durante su ministerio Jesús fue en busca de los pobres, de los oprimidos, de los pecadores y de los pequeños, diciendo: “No he venido a llamar e los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13).

Quien se cree justo y satisfecho de su propia virtud y hasta quizá desprecia a los demás teniéndolos por inferiores a sí mismo, no sacará fruto alguno de la Navidad. Jesús Salvador viene para todos, pero en un corazón lleno de sí no hay lugar para recibirlo, o, por lo menos, existe sólo un lugar reducido y mezquino. Sólo quien se acerca a Cristo con corazón de pobre le ofrece espacio suficiente para la invasión de su gracia y de su amor, y es apto para acoger en beneficio propio y de toda la Iglesia la redención, «la consolación de Israel» (Lc 2, 25).

 

“En ti se gloria mí alma, ¡oh Señor! óiganlo los humildes y alégrense... Yo te he buscado, Señor, y tú me has respondido... Clamó este pobre y tú le escuchaste y salvaste de todas sus angustias...

Gustad y ved cuán bueno es el Señor; bienaventurado el varón que a él se acoge... Empobrecen los ricos y pasan hambre, pero a los que buscan a Yahvé no les falta bien alguno...

El Señor está próximo a los contritos de corazón y salva a los de espíritu abatido. Muchas son las calamidades del justo, pero de todas ellas le libra el Señor... El Señor redime el alma de sus siervos, y no expirarán cuantos a él se acogen”.(Salmo, 34; 3-11. 19-20. 23).

 

Aunque nuestras maldades clamen contra nosotros, obra, ¡oh Señor!, por la gloria de tu nombre. Sí, muchas son nuestras rebeldías, hemos pecado contra ti... Pero tú, Señor, habitas en medio de nosotros, y tu nombre es invocando sobre nosotros, no nos desampares...

Reconocemos, ¡oh Señor!, nuestra maldad... pues hemos pecado contra ti. Pero por tu nombre no nos rechaces, no dejes profanar el trono de tu gloria. Acuérdate, no rompas tu alianza con nosotros... ¿No eres tu, Señor Dios nuestro? En ti esperamos”.(Jeremías14, 7. 9. 20-21).

 

<<¡Oh Señor Jesús!, que has venido al mundo para buscar y salvar lo perdido. Si yo no me hubiera perdido, tú, Hijo del hombre, no habrías venido. Pero habiéndome perdido yo hombre, has venido tú Dios y hombre, y yo hombre he sido hallado. Habíame perdido yo hombre, por mi libre voluntad, y tú te has hecho hombre para librarme con tu gracia... El hombre primero se perdió por la soberbia, y ¿dónde estaría yo de no haber venido tú, Hombre segundo?>>(S. AGUSTIN, Sermón).

18. BUSCAR A DIOS EN FE

 
«Señor, acrecienta nuestra fe» (Lc 17, 6).

 

1.—«Y bienaventurado quien no se escandalizare en mí (Lc 7, 23). Estas palabras del Señor contienen una grande enseñanza. Viniendo al mundo, Jesús se presentó no como un salvador potente y glorioso, sino humilde, pobre y manso. Pero esta su aparición en forma tan modesta, como cualquier otro hombre, fue de escándalo a muchos que, no sabiendo ver más allá del elemento humano, no reconocieron en Cristo al Mesías prometido. Más que a la palabra de Dios revelada a través de los profetas y más que a los milagros realizados por Jesús, prefirieron creer a su corto entendimiento, juzgando cosa absurda que el Salvador del mundo se identificase con un hombre en todo semejante a nosotros.

Para acoger a Cristo y creer en él, para buscar y hallar a Dios es necesaria la fe. La fe es «la convicción de las cosas que no se ven» (Hb 11, 1). No se funda sobre los datos sensibles o de alguna manera controlables por la criatura, sino sobre la palabra de Dios, sobre lo que él en su amor ha revelado de sí y de sus misterios. A Dios, que revela, debe prestársele aquella obediencia de fe por la que el hombre libremente se entrega todo a Dios, rindiendo al Dios revelante el pleno acatamiento de su entendimiento y voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación por él hecha». (DV 5). La fe no da la evidencia de las realidades divinas, pero nos da en certeza fundada en la palabra de Dios-Amor.

La fe nos dice que Jesús de Nazaret, tenido por sus compaisanos por «el hijo de José» (Lc 4, 22), es el Hijo de Dios, el Salvador prometido. Y cuanto más viva es la fe, tanto mayor es el amor con que el hombre recibe a Jesús y tanto más profundamente acoge su persona de Dios-Hombre y su mensaje, cimentando sobre él su propia vida.
Jesús dijo: «Si alguno me ama... mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23); la fe nos da la certeza de esta sublime verdad, la cual sin embargo escapa al control de los sentidos y de la humana inteligencia. La fe nos dice que el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el bautizado es una realidad infinitamente más verdadera que tantas otras verdades caducas controlables por la ciencia humana, y cuando una criatura está plenamente convencida de ella se hace capaz de colocar esta divina realidad por encima de todas las realidades terrenas.


2. —San Juan de la Cruz habla así al alma deseosa de Dios: «Oye una palabra llena de substancia y verdad inaccesible: búscalo en fe y en amor, sin querer satisfacerte de cosa» (Cántico 1, 11). La vida de unión con Dios no debe fundarse en sentimientos, sino sobre el ejercicio intenso de las virtudes teologales. Hay que aprender, pues, a buscar a Dios prescindiendo de todo gusto, consuelo y satisfacción, aunque sea espiritual; a caminar por el sendero de la «fe desnuda».

La fe, mejor que cualquiera otra experiencia sensible y que cualquier otro conocimiento o raciocinio, pone al alma en contacto directo con Dios; ella es «sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios: porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído» (S. Juan de la Cruz, Subida, II, 9, 1).

La fe nos presenta a Dios tal como es; no llegamos a verlo, pero lo creemos en su realidad esencial, y así nuestra inteligencia entra en contacto con el mismo Dios. Por medio de la fe «se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y, por tanto, cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios» (ib.).

La fe une al alma con Dios, aun cuando ésta no experimente consuelo alguno; más aún, con frecuencia Dios le niega todo gusto, para que se ejercite con mayor pureza en la fe y crezca en ella. «Es preciso que quien se acerque a Dios crea» (Hb 11, 6). En la medida que el hombre vive de fe, se acerca a Dios, se une a él y cree en su amor. «Este es el acto más grande de nuestra fe», dice Isabel de la Trinidad:
creer en el amor de Dios y creer de modo irremovible aun en medio de las pruebas y de la oscuridad. «Un alma así, no se preocupa de gustos, ni de sentimientos. Le Importa poco sentir o no sentir a Dios; recibir de él gozos o sufrimientos. Ella cree solamente en su amor» (El cielo en la tierra, 6: Obras, pp. 179-180). Pero para llegar a osta fe indestructible hay que ejercitarse en ella, y hay que pedirla. Señor, acrecienta nuestra fe» (Lc 17, 6).


«Oh Señor Jesucristo!, yo creo en ti, pero hazme creer de nodo que te ame. Creer verdaderamente en ti es amarte: no corno creían los demonios, que no amaban, y por lo tanto aunque creían decían: «Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Hijo de Dios?»

Ah!, que yo crea de modo que creyendo en ti te ame, y no diga: «¡Qué tengo yo que ver contigo?», sino más bien: «Tú no has redimido, y yo quiero ser tuyo» (In Ps). Quiero clamar a ti; pero tú ayúdame a que no sea tal vez estrepitoso en invocar y mudo en obrar. Quiero clamar a ti despreciando el mundo, quiero clamar a ti desdeñando los placeres del mundo. Quiero invocarte diciendo no con la lengua sino con la vida: El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». Quiero clamar a ti dando abundantemente a los pobres. (Sermón).


Juntaré a la fe la debida rectitud de vida para dar gloria a Dios con las palabras diciendo la verdad y con las obras viviendo rectamente. (Sermón).


Cuando un alma llega a creer en el gran amor con que Dios la ama», se puede afirmar de ella lo que se dijo de Moisés: «Lo invisible le mantuvo firme como si lo viera». Un alma así no se preocupa de gustos ni de sentimientos; le importa poco sentir o no sentir a Dios, recibir de él gozos o sufrimientos. Ella cree solamentel en su amor, Cuanto más sufre, mayor es su fe porque supera, por decirlo sai, todos los obstáculos para ir a descansar en el seno del amor infinito que sólo puede realizar obras de amor. A esta alma, vigilante en su fe, tú puedes decirle, oh divino Maestro!, aquellas palabras que dirigiste un día a María Magdalena Vete en paz, tu fe te ha salvado’…»(ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra. Obras).

19. BUSCAR A DIOS EN AMOR

 

«Señor, tú me buscas con inmenso amor y con amor eterno te apiadaste de mí»(Is 54. 7-8).

 

1.— «Aunque se retiren los montes y tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará, dice el que se apiada de ti, Yahvé» (Is 54. 10). De esta manera revelaba el Señor a Israel la eterna fidelidad de su amor. Por encima de la omnipotencia de Dios, de su grandeza y justicia infinitas prevalece su amor o, mejor dicho, todo en Dios es amor. Por amor Dios crea, atrae hacia sí, castiga el pecado, promete al Redentor y mantiene para siempre su afecto y sus promesas. «Dios es amor» (1 Jn 4, 16) y quiere que el hombre le pague con amor. Si el grande acto de la fe es creer en el amor de Dios, el grande acto del amor es comprometer la vida entera en pagar el amor de Dios.

La fe y el amor, dice S. Juan de la Cruz, «te guiarán por donde no sabes, allá en lo escondido de Dios. Porque la fe... son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina» (Cántico, 1, 11). A la fe sigue la caridad; ambas van en esta vida, por decirlo así, a la par: la una se apoya en la otra y aumenta con su progreso; el hombre no puede amar a Dios si no cree en él, y no cree eficazmente en Dios si su fe no brota del amor y termina en él. Fe y amor permiten al hombre buscar a Dios y entrelazar con él relaciones de íntima amistad.

La criatura que cree con todas SUS fuerzas que Dios es verdaderamente Dios, que es el ser supremo, a quien todos pertenecemos y que merece todo nuestro amor, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra u fe» (Cántico, 1, 11). El mismo Jesús dijo: «El que me ama... yo le amará y me manifestará a él» (Jn 14, 21).

La virtud teologal de la caridad se convierte en el vehículo de un conocimiento de Dios y de sus misterios mucho Inés profundo que el que nos puede venir por el estudio. Esto acaece especialmente en la oración contemplativa, donde atrayendo Dios. al hombre a sí, le da el gusto y casi experiencia de su bondad y de su grandeza infinita. Pero no existiría en el hombre esta capacidad de amar u Dios, si Dios mismo no se la hubiera infundido; él envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente paro que le amen» (LG 40). El don del amor ha sido depositado en cada cristiano con el bautismo; es necesario abrirle de par en par el corazón y la vida para que pueda desarrollarse y madurar en una profunda amistad con Dios.

 

2.—«El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12, 29-30). Este es el gran mandamiento del Señor, que S. Pablo subrayé diciendo: «Caminad en el amor (Ef 5, 2). El amor teologal, don divino que hace al hombre capaz de amar a Dios, es pura benevolencia; su pureza es la condición de su intensidad: es, decir, que este amor debe consistir en el solo deseo de ‘agradar a Dios y de hacer su voluntad, sin buscar satisfacciones personales.

El amor con que tenemos que ir a Dios, no consiste en el sentimiento, sino que es un acto de la voluntad. Amar a Dios es «querer bien a Dios». Y el bien que podemos desear a Dios, el mismo Jesús nos lo dijo cuando nos enseñó a orar: «Santificado sea tu nombre; hágase tu voluntad». Siendo Dios el Bien infinito del que todo depende, el bien que él desea no es otro que su gloria y el cumplimiento de su voluntad.

Según esto amamos a Dios en la medida en que nos entregamos al cumplimiento de su voluntad, sin preocuparnos de otra cosa ni buscarnos a nosotros mismos. Enseña S. Juan de la Cruz que si el alma fuese a buscar en Dios suavidad y gusto propio, «ya no amaría a Dios puramente sobre todas las cosas (Carta 29: Obras, 2 ed., p. 1593), pues juntamente con él amaría también su propia satisfacción, y en consecuencia tendría dividido el corazón entre el amor de Dios y el amor de sí mismo, y no sería ya capaz de «poner toda la fuerza de la voluntad en él» (ib.). Por lo tanto, concluye el Santo, «para acertar el alma a ir a Dios y juntarse con él, ha de... estarse con esa hambre y sed de solo Dios, sin quererse satisfacer de otra cosa (ib., p. 1594). El alma que en todo momento y en todas sus acciones no busca más que cumplir la voluntad de Dios, ama realmente a Dios y vive unida verdaderamente con él, aunque no sienta ninguna suavidad.

Pero, como es verdad que, «si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella» (S. Juan de la Cruz, Llama, 3, 28), algunas veces Dios la atraerá a sí, dándole a gustar la suavidad de su amor y el gozo de ser toda suya. Pero ni aun entonces puede detenerse en dichas consolaciones para satisfacerse a sí misma, sino que, aceptándolas humildemente, las aprovechará para darse a Dios con mayor decisión y generosidad.


«Oh sumo y eterno Bien! ¿Quién te ha movido a ti, Dios Infinito, a iluminarme a mí, criatura tuya, finita, con la luz de la verdad? Tú mismo, fuego de amor, eres la causa, porque es siempre el amor el que te obliga a crearnos a imagen y semejanza tuya, a tener misericordia de nosotros, dando gracias Infinitas y desmesuradas a tus criaturas racionales. iOh Bondad sobre toda bondad! Tú solo eres el que eres, sumamente bueno, y tú fuiste el que nos dio el Verbo de tu unigénito Hijo para tratar con nosotros, que somos corrupción y tinieblas. ¿Cuál fue la causa de esto? El amor. Porque nos amaste antes que fuésemos. ¡oh Bondad, oh eterna grandeza! Te rebajaste y te hiciste pequeño para hacer grande al hombre. A cualquier parte donde me vuelvo, no encuentro más que abismo y fuego que tu caridad.(STA. CATALINA DE SENA, Diálogo).


«Sólo amor es el que da valor a todas las cosas; y que sea tan grande que ninguna la estorbe a amar, es lo más necesario. Mas ¿cómo le podremos tener, Dios mío, conforme a lo que merece el Amado, si el que Vos me tenéis no le junta consigo? ¿Quejaréme con esta santa mujer [Santa Marta]? Oh, que no tengo ninguna razón, porque siempre he visto en mi Dios harto mayores y más crecidas muestras de amor de lo que yo he sabido pedir ni desear! Si no me quejo de lo mucho que vuestra benignidad me ha sufrido, no tengo de qué. Pues ¿qué podrá pedir una cosa tan miserable como yo? Que me deis, Dios mío, qué os dé con San Agustín, para pagar algo de lo mucho que os debo; que os acordéis que soy vuestra hechura, y que conozca yo quién es mi Criador para que le ame».

«Mas ¡ay dolor, ay dolor de mí, Señor mío, que... yo tengo solas palabras, que no valgo para más! Valgan mis deseos, Dios mío, delante de vuestro divino acatamiento, y no miréis a mi poco merecer. Merezcamos todos amaros, Señor; ya que se ha de vivir, vívase para ‘los, acábense ya los deseos e intereses nuestros».(STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones).

 

20. LAMPARA ENCENDIDA Y LUMINOSA


“Se conozcan en la tierra tus caminos... ¡oh Dios!, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”(Ps 67, 3-4).


1.— «Él era la lámpara que arde y alumbra», decía Jesús hablando del Bautista, «y él dio testimonio de la verdad» (Jn 5, 35. 33). Lo mismo se debería afirmar de cada uno de los cristianos: «Lámpara encendida y luminosa por la fe viva capaz de iluminar a los demás, por el amor capaz de calentar los corazones fríos e indiferentes. Su fe y su amor deben dar testimonio de la verdad y del amor de Dios no sólo con la oración y con actos estrictamente religiosos, sino con toda la vida. Lo cual no es posible sino cuando el creyente tiende incesantemente a Dios, y lo busca en cada una de sus acciones y en toda su actividad.

El Concilio Vaticano II, dirigiéndose a los seglares, les recomienda que «al cumplir como es debido las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen unión con Cristo de su vida personal, sino que crezcan intensamente en ella realizando sus tareas según la voluntad de Dios» (AA 4). El cristiano tiene el deber de llevar a Cristo al mundo, y lo realizará en la medida en que sepa mantenerse unido a él no sólo mientras ora, sino mientras trabaja en el cumplimiento de cualquier deber y de cualquier negocio. Esta unión con Cristo en la actividad exige recogimiento interior y dominio de sí, de manera que el corazón permanezca orientado hacia Dios, deseando agradarle y comportarse en todo según su voluntad.

Pero cuando el hombre se lanza de bruces a la acción dejándose arrastrar por ella, se vuelve incapaz de dominar y regular su propia actividad según Dios. Entonces pueden verificarse verdaderos contrasentidos: tras haber protestado a Dios en la oración amor y fidelidad a su voluntad sobre todas las cosas, cuando llega la hora de la acción se olvida de ella y se reduce a obrar como pagano, regulándose no según el Evangelio, sino según el espíritu del mundo. De esta manera el cristiano ya no es una «lámpara encendida y luminosa» y su vida no da testimonio de la verdad».


2.— San Juan de la Cruz escribía a un religioso: Ahora coma, ahora beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón» (Avisos a un Carmelita, 8: Obras, p. 164). Precioso consejo para cualquier cristiano que quiera vivir unido a Dios y llevar Dios a los hombres. Esto exige que también en la actividad sepa volver de vez rn cuando dentro de sí mismo para despertar el pensamiento y más aún el deseo de Dios, para tomar conciencia do la divina presencia y para entrar en contacto con Dios que mora en su corazón. «Es menester —dice Santa Teresa— andar con aviso de no descuidarse de manera n las obras, aunque sean de obediencia y caridad, que muchas veces no acudan a ¡o interior a su Dios» (Fundaciones, 5, 17).

Cuando la actividad externa está regulada por el deber, por la obediencia o cuando se emprende una obra por motivo de caridad, se tiene la garantía de estar unido a Dios, ya que nos movemos en el ámbito de su voluntad; sin embargo, hay que preocuparse de hacer cada vez más actual y consciente esta unión, valiéndose de pequeños medios para aumentarla. A esto tienden aquellos momentos, rápidos pero frecuentes, en que el cristiano se retira dentro de sí mismo para encontrarse con Dios; son como el baluarte de la vida interior y en verdad la defienden del peligro de extenuarse y disiparse en la actividad externa. Quien se sumerge en la acción sin ninguna cautela, bien pronto perderá de vista a Dios y su voluntad y terminará por obrar de modo puramente humano; con frecuencia perderá la calma, se agitará y se verá incapaz de recogerse.

Jesús no reprendió a Marta porque se daba a la actividad externa, sino porque lo hacía con demasiado afán: Marta, Marta, tú te afanas y te turbas por muchas cosas. (Lc 10, 41). Dios quiere la actividad y desea el servicio generoso a los hermanos, pero no la inquietud afanosa, porque por encima de todo una sola cosa es necesaria: la unión con Dios. Y cuanto más profundamente realice el cristiano esta vida de unión íntima con el Señor, tanto mayor será el testimonio de Dios que ofrecerá a los demás, y más genuinamente encarnará el espíritu del Evangelio, convirtiéndose en una «lámpara encendida y luminosa., que guíe a sus hermanos hacia Dios.

 

«iOh Señor!, yo no soy luz para mí mismo: puedo ser ojo, pero no luz. Y de qué vale tener el ojo abierto y sano si falta la luz? Alzo a ti mi grito y digo: tú darás luz a mi lámpara, Señor; con tu luz esclarecerás mis tinieblas. De mi cosecha no poseo más que tinieblas; pero tú eres la luz que disipa las tinieblas y me ilumina. De mí no viene la luz; sólo de ti puedo tenerla...

Los sabios y entendidos se creen luz, pero son tinieblas; y como son tinieblas y se creen luz, no pueden venir a esclarecerme. Pero aquellos que son tinieblas y se tienen por tales, permanecen humildes en su pequeñez y no desean engrandecerse... Se conocen a sí mismos y te alaban, Señor, y no se  apartan del camino que lleva a la salvación. Alabándote te invocan y son salvados de sus enemigos.

Vuelvo a ti, oh Señor Dios Padre omnipotente, con sinceridad de corazón, y te doy vivísimas gracias, rogándote por tu inmensa bondad que aceptes con benevolencia mís súplicas: arroja con tu poder al enemigo de mis acciones y pensamientos, aumenta en mí la fe, rige mi inteligencia, dame pensamientos espirituales y condúceme a la posesión de tu bienaventuranza.(S. AGUSTIN. sermón).

 

Oh Dios mío!, nada podrá distraerme de ti. Cuando obro por ti y permanezco siempre en tu santa presencia bajo tu mirada divina que penetra hasta lo más intimo de mi alma, te puedo escuchar incluso en medio del bullicio del mundo, en el silencio del corazón que sólo quiere ser tuyo. Todo depende de la intención que se tenga. Podemos santificar hasta las cosas más pequeñas y transformar en divinos los actos más ordinarios de la vida. Un alma que vive unida a ti, Dios mío, sólo obra sobrenaturalmente. Las acciones más vulgares, en vez de separarla de ti, la unen más íntimamente a ti».(ISABEL DE LA TRINIDAD, Cartas. Obras).

21. EN BUSCA DE DIOS (Repetición)

 

«Señor, «alégrense y regocíjense en ti cuantos te buscan»(Ps 70, 5).

 

1.  “Yo, Yahvé, tu Dios, fortaleceré tu diestra, y yo te digo: No temas, yo voy en tu ayuda” (ls 41, 13). De esta manera aseguraba Dios a Israel su continua presencia y protección.

Si el antiguo pueblo de Dios tenía todos los motivos para confiar en el Señor y sentirlo siempre a su lado, mucho más fuertes son los motivos que tiene para ello el nuevo pueblo de Dios, el pueblo cristiano. Dios no sólo está al lado de cada uno de los creyentes y le guía con providencia paterna, sino que ha puesto dentro de él su templo y morada: “No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cr 3, 16). La palabra infalible de Jesús resuena continuamente en el corazón del cristiano: “Si alguno me ama.., vendremos a él y en él haremos morada”. (Jn 14, 23).

Pero queda todavía una grande pregunta: Sí Dios está en todos los que viven en gracia, ¿por qué les resulta tan difícil encontrarlo y advertir su presencia? He aquí cómo responde San Juan de la Cruz: «Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto, el alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afición y voluntad, y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen» (Cántico 1, 6).

La respuesta es bien clara: Dios está en nosotros, pero está escondido. Para hallarlo hay que salir de todas las cosas según el afecto de la voluntad. Esto quiere decir desasirse, privarse, renunciar, aniquilarse, morir espiritualmente a sí mismos y a todas las cosas, no tanto y no sólo separándose de ellas materialmente, cuanto y sobre todo desasiéndose de ellas con el afecto y la voluntad. Es el camino de la nada, del total desasimiento; es la muerte del hombre viejo, condición indispensable para revestirse de Cristo y vivir en Dios. También San Pablo lo dijo: “Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Cor 3, 3). La búsqueda amorosa de Dios escondido en nosotros responde en intensidad y grado a esta muerte al mundo y a nosotros mismos. Cuanto más morimos, más encontramos a Dios.

 

2. <<¿Pensáis que importa poco para un alma... entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces?... Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped» (STA. TERESA, Camino 28, 2). Pero la verdad es que también los cristianos, y hasta las almas consagradas a Dios se contentan con frecuencia con una vida superficial, del todo exterior, que los hace incapaces de recogerse en su interior para encontrarse con Dios.

Hay dentro de nosotros todo un mundo de tendencias, de impulsos y de pasiones ardientes, que nos arrastran hacia las criaturas y nos inducen a darles nuestro corazón, a colocar en ellas nuestra esperanza, a buscar nuestro consuelo en su memoria. Y vivimos en este mundo superficial que nos absorbe hasta el punto de olvidarnos de esa vida más profunda, totalmente interior, en la cual estaría el alma en íntima unión con su Dios.

Diríase que el Señor nos espera en el fondo de nuestra alma, pero nosotros no llegamos a ese fondo, embebidos como estamos en mil negocios exteriores, a los cuales prestamos toda nuestra atención. «El que ha de hallar una cosa escondida —advierte S. Juan de la Cruz—, tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está ha de entrar, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Como quiera, pues, que tu Esposo amado es el tesoro escondido en el campo de tu alma, por el cual el sabio mercader dio todas sus cosas, convendrá que para que tú le halles, olvidando todas las tuyas.. - te escondas en tu retrete interior del espíritu» (C 1, 9). Sin una cierta separación y evasión del mundo exterior y de la vida superficial, es imposible llegar hasta Dios presente pero escondido en nosotros, y vivir en comunión con quien no nos abandona si nosotros no le abandonamos primero.

 

«iOh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado, para buscarle y unirte con él! Ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el retrete y escondrijo donde esté escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que está en ti, o por mejor decir, tú no puedas estar sin él...
¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti».(S. JUAN DE LA CRUZ, Cántico).

 
«Un alma que transige con su yo, que se preocupa de su sensibilidad, que se entretiene en pensamientos inútiles o en cualquier clase de deseos, es un alma que dispersa sus fuerzas y no está orientada totalmente hacia Dios. Su lira no vibra al unísono y el divino Maestro, al pulsarla, no puede arrancar de ella armonías divinas. Tiene aún demasiadas tendencias humanas. Es una disonancia. El alma que aún se reserva algo para sí en su reino interior, que no tiene sus potencias recogidas en Dios, no puede ser una perfecta alabanza de gloria... porque la unidad no reina en ella. En vez de proseguir con sencillez su himno de alabanza a través de todo, necesita reunir constantemente las cuerdas de su instrumento dispersas por todas partes. iQué indispensable es esta bella unidad interior para el alma que quiere vivir en la tierra la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus!»(ISABEL DE LA TRINIDAD, Últimos ejercicios espirituales, 2:Obras).

22. DOMINGO IV DE ADVIENTO

CICLO A

 

«Lloved, cielos, desde arriba... ábrase la tierra y produzca el fruto de la salvación» (Is 45, 8)

 

La liturgia del último domingo de Adviento se orienta toda hacia el nacimiento del Salvador. En primer lugar se presenta la famosa profecía sobre el Emmanuel, pronunciada en un momento particularmente difícil para el reino de Judá. Al impío rey Acaz que rehusa creer que Dios puede salvar la situación, responde Isaías con un duro reproche, y como para demostrarle que Dios puede hacer cosas mucho más grandes, añade: «El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel» (7, 14).

Aun en el caso que la profecía pudiese aludir al nacimiento del heredero del tono, su plena realización se cumplirá sólo siete siglos más tarde con el nacimiento milagroso de Jesús; sólo el agotó todo su contenido y alcance. El Evangelio de san Mateo confirma esta interpretación, cuando concluyendo la narración del nacimiento virginal de Jesús, dice: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros. (1, 22-23).

Al trazar la genealogía de Jesús, Mateo demuestra que es verdadero hombre, «hijo de David, hijo de Abrahán» (lb. 1); al narrar su nacimiento de María Virgen hecha madre «por obra del Espíritu Santo» (ib. 18), afirma que es verdadero Dios; y al citar finalmente la profecía de Isaías, declara que él es el Salvador prometido por los profetas, el Emmanuel, el Dios con nosotros.      

En este cuadro tan esencial, Mateo levanta el velo sobre una de las circunstancias más humanas y delicadas del nacimiento de Jesús: la duda penosa de José y su comportamiento en aceptar la misión que le es confiada por Dios. Frente a la maternidad misteriosa de María, queda fuertemente perplejo y piensa despedirla en secreto. Pero cuando el ángel del Señor le asegura y le ordena tomarla consigo «pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo» (ib. 28), José —hombre justo, que vive de fe— obedece aceptando con humilde sencillez la consigna sumamente comprometedora de esposo de la Virgen-madre y de padre virginal del Hijo de Dios.

En este ambiente la vida del Salvador brota como protegida por la fe, la obediencia, la humildad y la entrega del carpintero de Nazaret. Estas son las virtudes con que debemos recibir al Señor que está para llegar.

En la segunda lectura S. Pablo se alinea con los profetas y con S. Mateo, al proclamar a Jesús «nacido de la descendencia de David según la carne» (Rm 1, 3), y con Mateo al declararlo «Hijo de Dios» (ib. 4). El Apóstol que se define a sí mismo «siervo de Cristo Jesús» (ib 1), elegido para anunciar el Evangelio, resume toda la vida y la obra del Salvador en este doble momento y dimensión: desde su nacimiento en carne humana, hasta su resurrección gloriosa y a su poder de santificar a los hombres.

En efecto, le encarnación, pasión, muerte y resurrección del Señor, constituyen un solo misterio que tiene su principio en Belén y su vértice en la Pascua. Sin embargo la Navidad ilumina la Pascua en cuanto nos revela los orígenes y la naturaleza de Aquel que morirá en la cruz para la salvación del mundo: él es el Hijo de Dios, el Verbo encarnado.

<<Gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno por Cristo nuestro Señor. A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. El mimo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza>>. (MISAL ROMANO, Prefacio del Adviento 11).

 

<<¡Oh glorioso San José!, fuiste verdaderamente, hombre bueno y fiel, con quien se desposó la Madre del Salvador. Fuiste siervo fiel y prudente, a quien constituyó Dios consuelo de su Madre, proveedor del sustento de su cuerpo y, a ti solo sobre la tierra, coadjutor, fidelísimo del gran consejo.

Verdaderamente descendiste de la casa de David y fuiste verdaderamente hijo de David... Como a otro David, Dios te halló según su corazón, para encomendarte con seguridad el secretísimo y sacratísimo arcano de su corazón; a ti te manifestó los secreto y misterios de su sabiduría y te dio el cocimiento de aquel misterio que ninguno de los príncipes de este siglo conoció. A ti, en fin, te concedió ver y oír al que muchos reyes y profetas queriéndole ver no le vieron y queriéndole oír no le oyeron, y no sólo verle y oírle, sino tenerle en tus brazos, llevarle de la mano, abrazarle, besarle, alimentarle y guardarle>>.(S. BERNARDO, Super «Missus»).

CICLO B

 

«¡Oh Señor y guía de la casa de Israel... ven a salvarnos con el poder de tu

brazo!>> (Leccionario).

 

La liturgia de la palabra nos presenta hoy una de las más importantes profecías mesiánicas y su cumplimiento. El rey David deseaba construir una «casa», un templo al Señor; pero el Señor le hace decir por el profeta Natán que su voluntad es otra: que más bien Dios mismo se preocupará de la «casa» de David, es decir de prolongar Su descendencia; porque de ella deberá nacer el Salvador. «Permanente será tu casa y tu reino para siempre ante mi rostro, y tu trono estable por la eternidad» (2 Sm 7 16).

Muchas veces a través de las vicisitudes de la historia pareció que la estirpe davídica estuviese para extinguirse, pero Dios la salvó siempre, hasta que de ella tuvo origen «José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1, t6): a él «dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará... por los siglos, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33).

Todo lo que Dios había prometido se cumplió, a pesar de los avatares contrarios de la historia, de los pecados de los hombres y de las culpas e impiedad de los mismos sucesores de David. Dios es siempre fiel: «He hecho alianza con mi elegido, he jurado a David mi siervo... Yo guardaré con él eternamente mi piedad, y mi alianza con él será fiel» (Ps 89, 4. 29).

Paralela a la fidelidad de Dios la liturgia nos presenta la fidelidad de María, en quien se cumplieron las Escrituras. Todo estaba previsto en el plan eterno de Dios y todo estaba ya dispuesto para la encarnación del Verbo en el seno de una virgen descendiente de la casa de David; pero en el momento en que este plan debía hacerse historia «el Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación por parte de la Madre predestinada» (LG 56).

San Lucas refiere el diálogo sublime entre el ángel y María, que se concluye can la humilde e incondicionada aceptación por parte suya: «He Aquí a la sierva dial Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). El «hágase» de Dios creó de la nada todas las cosas; el «hágase» de María dio curso a la redención de todas las criaturas: María es el templo de la Nueva Alianza, inmensamente más precioso que el que David deseaba construir al Señor, templo vivo que encierra en sí no el arca santa, sino al Hijo de Dios. María es la fidelísima, abierta y totalmente disponible a la voluntad del Altísimo; y precisamente con el concurso de su fidelidad se actúa el misterio de la salvación universal en Cristo Jesús.

San Pablo se exalta ante este misterio «tenido secreto en los tiempos eternos, pero manifestado ahora mediante los escritos proféticos, conforme a la disposición de Dios eterno, a todas las gentes» (Rm 16, 25-26); no reservado, pues, a la salvación de Israel sino ordenado a la salvación de todos los pueblos; y precisa que el fin de tal revelación es que todos los hombres «obedezcan a la fe» (ib. 26). Sólo la fe hace al hombre capaz de acoger en adoración el misterio de un Dios hecho hombre, y su fe debe modelarse a imitación de la de María que aceptó lo increíble —ser madre permaneciendo virgen, madre del Hijo de Dios siendo criatura— «prestando fe, sin mezcla de duda alguna» (LG 63).

«Al Dios solo sabio» (Rm 16, 27) sea «por Jesucristo» (ib.) gloria por este gran misterio de salvación; y a la humilde Virgen del Nazaret, dulce instrumento para la actuación del plan divino, el reconocimiento de todos los que somos salvados por Jesucristo.

 

<<Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada, aceptando, al anunciársele el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo: tú que la has transformado, por obra del Espíritu Santo, en templo de tu divinidad, concédenos, siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón.

Tú a la verdad, ¡oh Virgen!, darás a luz un párvulo, criarás un párvulo; darás a mamar a un párvulo; pero el verle párvulo, contémplale grande. Será grande, porque el Señor le engrandecerá delante de los reyes, de modo que todos los reyes le adorarán, todas las gentes le servirán. Engrandezca, pues, tu alma también al Señor, porque «será grande y será llamado Hijo del Altísimo». Grande será y hará cosas grandes el que es poderoso y su nombre santo.

¿Y qué nombre más santo que llamarse Hijo del Altísimo? Sea también engrandecido por nosotros, que somos párvulos, el Señor grande, que, por hacernos grandes, se hizo párvulo. Porque «un párvulo nació para nosotros y un párvulo nos han dado».

Has nacido, ¡oh; Señor!, para nosotros, no para ti; pues, nacido de tu Eterno Padre más noblemente antes de los tiempos, no necesitabas nacer de una Madre en el tiempo. No has nacido tampoco para los ángeles, que poseyéndote grande no te solicitaban párvulo. Por nosotros, pues, naciste, a nosotros nos has sido dado, porque para nosotros eras necesario>>.(S. BERNARDO, Super «Missus»).

CICLO C

 

«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10,7).

 

La liturgia del último domingo de Adviento asume el tono de una vigilia
natalicia. Las profecías acerca del Mesías se precisan de Miqueas que indica el
lugar de su nacimiento en una pequeña aldea, patria de David, de cuya
descendencia era esperado el Salvador. «Pero tú, Belén de Efratá, pequeño entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel» (Mq 5, 1).

En la frase que sigue «cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad» (ib.), se puede ver una alusión al origen eterno y por lo tanto a la divinidad del Mesías. Tal es la interpretación de S. Mateo que refiere esta profecía en su Evangelio como respuesta de los sumos sacerdotes acerca del lugar de nacimiento de Jesús (2; 4-6).

Además, igual que Isaías (7, 14), el profeta Miqueas habla de la madre del Mesías — «la que ha de parir parirá». (Mq 5, 2)— sin mencionar al padre, dejando entrever de esta manera, al menos indirectamente, su nacimiento milagroso.

Finalmente presenta su obra: salvará y reunirá «el resto» de Israel, lo guiará como pastor «con la fortaleza de Yahvé», extenderá su dominio «hasta los confinesde la tierra» y traerá la paz (ib. 2. 3). La figura de Jesús nacido, humilde y escondido en Belén y sin embargo Hijo de Dios, venido para redimir «el resto de Israel» y a traer la salvación y la paz a todos los hombres, se esboza y perfila claramente en la profecía de Miqueas.

A este cuadro sigue otro más interior presentado por S. Pablo, que pone de relieve las disposiciones del Hijo de Dios en el momento de su encarnación. «Heme aquí que vengo... para hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10, 7).

Los antiguos sacrificios no fueron suficientes para expiar los pecados de los hombres ni para dar a Dios un culto digno de él. Entonces el Hijo se ofrece: toma el cuerpo que el Padre le ha preparado, nace y vive en ese cuerpo a través del tiempo como víctima ofrecida en un sacrificio ininterrumpido que se consumará en la cruz.

Único sacrificio grato a Dios, capaz de redimir a los hombres y que venía a abolir todos los demás sacrificios. «He aquí que vengo»; la obediencia a la voluntad del Padre es el motivo profundo de toda la vida de Cristo, desde Belén, al Gólgota y a la Resurrección. La Navidad está ya en la línea de la Pascua; una y otra no son más que dos momentos de un mismo holocausto ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de la humanidad.

El «he aquí que vengo» del Hijo tiene su resonancia más perfecta en el «he aquí la esclava del Señor» pronunciado por su Madre. También la vida de María es un continuó ofrecimiento a la voluntad del Padre, realizado en una obediencia guiada por la fe e inspirada por el amor.

<<Por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (LG 63); por su fe y obediencia, en seguida del anuncio del ángel, parte de prisa para ofrecer a su prima Isabel sus servicios de «esclava» no menos de los hombres que de Dios. Y este es el gran servicio de María a la humanidad: llevarle a Cristo como se lo llevó a Isabel.

En efecto, por medio de su Madre-Virgen el Salvador visitó la casa de Zacarías y la llenó del Espíritu Santo, de tal manera que Isabel descubrió el misterio que se cumplía en María y Juan saltó de gozo en el seno de su madre. Todo esto sucedió porque la Virgen creyó en la palabra de Dios y creyendo se ofreció a su divino querer: «Dichosa la que ha creído» (Lc 1, 45).

El ejemplo de María nos enseña como una simple criatura puede asociarse al misterio de Cristo y llevar a Cristo al mundo mediante un «sí» continuamente repetido en la fe y vivido en la obediencia amorosa a la voluntad de Dios.

 

<<Dios, creador y restaurador del hombre, que has querido que tu Hijo, Palabra eterna, se encarnase en el seno de María, siempre Virgen; escucha nuestras suplicas y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne, a imagen suya, transformarnos plenamente en hijos tuyos>>. (MISAL ROMANO, Colecta del 17 de diciembre).

 

<<¡Oh María!, tú no dudaste, sino que creíste, y por eso conseguiste el fruto de la fe. «Bienaventurada tú que has creído». Pero también somos bienaventurados nosotros que hemos oído y creído, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras.

Haz, ¡oh María!, que en cada uno de nosotros resida tu alma para glorificar al Señor; que en todos nosotros resida tu espíritu para exultar en Dios. Si corporalmente sólo tú eres la Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos. ¡Oh María!, ayúdame a recibir en mí al Verbo de Dios>>.(Cfr. S. AMBROSIO, tratado sobre el Evangelio de San Lucas).

23. ¡Oh RENUEVO DE JESE!

 

<<¡Oh renuevo de la raíz de Jesé, que te alzas como señal de los pueblos, ven

a liberarnos, no tardes!» (Leccionario).

 

1.Las antífonas mayores que se van sucediendo en las últimas ferias del Adviento, no hacen más que invocar bajo diversos aspectos la venida del Salvador, designándolo con los títulos más expresivos sacados de las profecías mesiánicas y poniendo de relieve las varias prerrogativas de su obra salvadora.

Dos de estas antífonas —«¡Oh renuevo de Jesé!» «Oh llave de David!»— reafirman de modo especial la descendencia davídica de Cristo, saludando en él el cumplimiento de las promesas hechas al rey de Israel.

Isaías había dicho: «Brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago... El renuevo de la raíz de Jesé se alzará como estandarte para los pueblos, y le buscarán con ansia las gentes» (11, 1. 10).

Y Jeremías: «He aquí que vienen días —oráculo de Yahvé— en que yo suscitaré a David un vástago justo, y reinará como rey prudentemente; y hará derecho y justicia en la tierra» (23; 5).

Todo esto se convertirá en historia cuando de la raíz de Jesé, padre dé David, nacerá Jesús el Salvador; él será puesto delante de los pueblos como señal y estandarte de salvación. Todas las gentes miran a él con ansia, lo buscan, lo esperan, y lo invocan: «¡Ven a librarnos, no tardes!»

El mundo lo ha esperado durante millares de años, pero ahora, desde hace ya dos mil años ha venido, no quiere reconocerlo y aceptarlo como Salvador, como Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Y sin embargo el mundo tiene necesidad inmensa de él: hoy como ayer y mañana como hoy, Cristo es y será el único signo de salvación en el cual los hombres serán salvados.

Las antífonas mayores, como las profecías, ponen de relieve su descendencia de una genealogía humana para subrayar que si él es la «Sabiduría salida de la boca del Altísimo», el Verbo de Dios, también es el hijo del hombre. Cristo pertenece a la humanidad y al mismo tiempo la corona como vértice; él es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (GS 18); él se ha hecho hombre para que el hombre encuentre en él a Dios.

 

2. «¡Oh llave de David!» Las llaves indican el poder y por lo tanto el reino; en este caso el reino de David conferido a Cristo. También en el Apocalipsis es presentado Cristo como «el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre» (31, 7). Y es evidente: su poder no se ejercita sólo sobre el reino de David, del cual desciende, sino que más allá de toda soberanía terrena, se extiende al reino de los cielos de que es Señor eterno y al cual desea llevar a todos los hombres.

Cristo es el Rey supremo que tiene el poder de abrir a los hombres el reino del Padre, y se lo abre no con gesto de autoridad, sino con gesto de amor misericordioso que lo hace entre los hombres y lo impele a dar su vida para obtenerles de nuevo el derecho de entrada en la casa del Padre. Con el aniquilamiento de su Encarnación, con los sufrimientos de su Pasión, con su Muerte y Resurrección, Cristo se ha convertido en la «llave» del reino celestial.

Cuando en el nacimiento de Juan Bautista, Zacarías su padre recobra la palabra perdida a causa de su incredulidad, prorrumpe en un canto de alabanza al Mesías de quien Juan será el precursor. «Lleno del Espíritu Santo» describe así su misión: «nos visitará el astro que surge de lo alto, para iluminara a los que están sentados en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1, 78-79).

La liturgia ha tomado estas palabras insertándolas en la cuarta antífona mayor del Adviento: «¡Oh llave de David!..., ven y libra de la cárcel al prisionero que yace en las tinieblas». Para introducir a los hombres en el reino del Padre, Cristo debe arrancarlos primero de la cárcel del pecado y de las tinieblas de la muerte.

El, luz eterna, esplendor del Padre, quiere iluminar sus mentes y sus corazones para vaciarlos de las tinieblas del mal y librarlos de la esclavitud de Satanás. Prepararse a la Navidad significa abrirse a la luz de Cristo, dejarse iluminar por su palabra, por su Evangelio, desechar las tinieblas y seguirle a él, Luz que viene a visitarnos de lo alto.

 

<<Brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago. Sobre el que reposará el espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé...

En aquel día dirás: «Yo te alabo, Yahvé, porque te irritaste contra mí, pero se aplacó tu cólera y me has consolado. Esté es el Dios de mi salvación, en él confío y nada temo, porque mi fuerza y mi canto es Yahvé. El ha sido para mí la salud. Sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud». (Isaías, 11, 1-2; 12, 1-3).

¡Oh verdad, lumbre de mi corazón, no me hablen en mis tinieblas! Me incliné a éstas y me quedé a oscuras; pero desde ellas, sí, desde ellas,, te amé con pasión: Erré y me acordé de ti. Oí tu voz detrás de mí que volviese; pero apenas la oí por el tumulto de los sin-paz. Mas he aquí que, ahora, abrasado y anhelante, vuelvo a tu fuente. Nadie me lo prohíba; que beba de ella y viva de ella. No sea yo mi vida; mal viví de mí: muerte fui para mi. En ti comienzo a vivir» (Conf, XII, 10, 10).

 

¡Señor, tengo sed¡ !Fuente de la vida, sáciame!... Ven, ¡oh Señor¡ no tardes. Ven, Señor Jesús; ven a visitarnos en la paz. Ven y libra a este prisionero de la cárcel, para que nos alegremos de todo corazón delante de ti. Ven, Salvador nuestro; ven, oh deseado de todas las gentes... Muéstranos tu rostro y seremos salvos»(ps. Sol. 35). (SAN AGUSTIN)

24. LA VIRGEN DE LA ENCARNACION

 

«¡Oh Llave de David, que abres la puerta del Reino eterno, ven y saca de la cárcel al prisionero que yace en las tinieblas!» (Leccionario).

 

1. Aunque la vida de María Santísima estuvo siempre recogida y concentrada en Dios, hubo de estarlo ciertamente de una manera especialísima durante aquel período en que, por la virtud del Espíritu Santo, tuvo en sus entrañas al Verbo divino encanado.

El ángel Gabriel había ya encontrado a María en la soledad y en el recogimiento, y en esa atmósfera le había revelado los decretos de Dios: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

El recogimiento había hecho a María abierta a la escucha del mensaje divino, abierta al consentimiento y dispuesta al don total de sí misma. En aquel momento recibió ella «al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo» (LG 53) y Dios se hizo presente en María de un modo especialísimo que supera toda otra presencia de Dios en la criatura. La humilde Virgen atestigua el sublime cántico del Magnificat: «Mi alma engrandece al Señor... porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso» (Lc 1, 46. 48).

Sin embargo, encubre en sí el gran misterio y lo vive recogida en la intimidad de su espíritu. Llegará el día en que José descubrirá la maternidad de María y no sabrá cómo comportarse; pero ella no creerá oportuno romper el silencio ni para justificarse ni para dar alguna explicación. Dios que le ha hablado y que obra en ella, sabrá defender su misterio e intervenir en el momento oportuno. María está segura de ello y a él remite su causa, continuando en su doloroso silencio, fiel depositaria del secreto de Dios.

Aquel silencio debió conmover el corazón del Altísimo; y he aquí que un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Dios no puede resistir a un silencio que es fidelidad incondicionada y entrega total de la criatura en sus manos.

 

2.A nadie a María se entregó Dios tan abundantemente, pero tampoco
criatura alguna comprendió como María la grandeza del don divino   ni     fue

como ella tan fiel depositaria y adoradora de él. Así nos la presenta Isabel de la Trinidad: «Hubo una criatura que conoció este don de Dios; una criatura que no desperdició nada de él... Es la Virgen fiel, "la que guardaba todas aquellas cosas en su corazón"...

El Padre, al contemplar esta criatura tan bella, tan ignorante de su hermosura, determinó que fuera en el tiempo la Madre de Aquel de quien él es el Padre en la eternidad. Vino entonces sobre ella el Espíritu de amor que preside todas las operaciones divinas. La Virgen pronunció su «fiat»: "Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra"; y se realizó el mayor de los misterios. Por la encarnación del Verbo, María fue para siempre posesión de Dios». (El cielo en la tierra 10: Obras, p. 196).

Y mientras María adora en silencio el misterio que se ha realizado en ella, no descuida los humildes deberes de la vida; su vivir con Dios que vive en ella no la abstrae de la realidad de la existencia cotidiana. Pero su estilo continúa siendo el de adoradora del Altísimo: «¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se prestaba María a todas las cosas! ¡Y cómo hasta las más vulgares quedaban en ella divinizadas, pues la Virgen, en todos sus actos, permanecía siendo la adoradora del don de Dios! Esta actitud no la impedía consagrarse a otras actividades externas cuando se trataba de ejercitar la caridad... La actitud observada por la Virgen durante los meses que transcurrieron entre la Anunciación y la Navidad —concluye Isabel de lid Trinidad— me parece ser el modelo de las almas interiores, de esos seres que Dios ha elegido para vivir dentro de sí, en el fondo del abismo sin fondo» (ib.: Obras, pp. 196-197).

María enseña al cristiano el secreto de la vida interior, vida dé recogimiento en Dios presente en su espíritu. Es un recogimiento hecho de huida de curiosidades, charlas, ocupaciones inútiles y adobado con silencio, con un profundo sentido de la divina presencia y de adoración de la misma. Ese silencio no es pobreza sino ple­nitud de vida, intensidad de deseos, grito que invoca a Dios no sólo como Salvador propio sino de todos los demás: ¡Oh llave de David, que abres la puerta del Reino eterno, ven y saca al hombre de la prisión del pecado! (Leccionario).

 

<<¡Cuánto me agrada contemplarte así, oh María, profundamente recogida en la adoración del misterio que se obra en ti! Tú eres el primer templo de la Santísima Trinidad, tú la primera adoradora del Verbo encarnado, tú el primer tabernáculo de su santa Humanidad.

¡Oh María, templo de la Trinidad! María, portadora del fuego divino, Madre de la misericordia, de ti ha brotado el fruto de la vida, Jesús. Tú eres la nueva planta de la cual hemos recibido la flor olorosa del Verbo, Unigénito Hijo de Dios, pues en ti, como en tierra fructífera, fue sembrado este Verbo... ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y oculto bajo la ceniza de tu humanidad>>. (STA. CATALINA DE SENA, Preghiere ed Elevazioni).

 

<<¡Oh María!, después de Jesucristo —aunque salvando la distancia que existe entre lo finito e infinito— tú eres también la grande alabanza de la Santísima Trinidad... Tú fuiste siempre pura, inmaculada e irreprensible a los ojos de Dios tres veces santo. Tu alma es sencilla y tus movimientos son tan íntimos, que es imposible comprenderlos... Toda tu historia puede sintetizarse en estas breves palabras: «La Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón». Tú viviste siempre en la intimidad de tu corazón, con tanta profundidad, que ninguna mirada humana te puede seguir.

Cuando leo en el Evangelio que «atravesaste presurosa las montañas de Judea» para cumplir un deber de caridad con tu prima Isabel, ¡te veo caminar tan bella, tan serena, tan majestuosa, tan recogida dentro de ti, llevando al Verbo de Dios!... También tu oración, como la de él, fue siempre ésta: «Ecce, Heme aquí!» ¿Quién? «La esclava del Señor», la última de sus criaturas. ¡Tú, su Madre!

Tú fuiste tan sincera en tu humildad porque viviste siempre olvidada, ignorada de ti y en absoluto desprendimiento de tu persona. Por eso pudiste exclamar: «El Omnipotente ha hecho en mí maravillas. Desde ahora, me llamarán feliz todas las generaciones».(ISABEL DE LA TRINIDAD, Últimos ejercicios espirituales. Obras).

25. ¡OH ESPLENDOR DE LA LUZ ETERNA!

 

«¡Oh esplendor de la luz eterna y sol de justicia, ven a alumbrar a los que están sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte!» (Leccionario)

 

1.«¡La voz de mi amado! Vedle que llega saltando por los montes, triscando por los collados...: Mi amado ha tomado la palabra y dice: ¡Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven!» (Ct 2, 8. 10). Bajo la metáfora del matrimonio, la Sagrada Escritura presenta a Dios como un esposo que toma la iniciativa de acercarse a Israel a quien ama como a esposa. En lo cual puede verse una figura de lo que sucedió cuando el Verbo eterno, Hijo de Dios, desposó consigo a la naturaleza humana uniéndose a ella en el seno virginal de María.

Si por medio de esta sublime unión Cristo es el místico esposo de la Iglesia, y en ella de todos los redimidos por él, la Virgen de Nazaret es por excelencia la Amada que el Hijo de Dios llama y elige para sí: «¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven!» (ib. 13).

María respondió a esa llamada y el Verbo se le dio como místico Esposo y al mismo tiempo como verdadero hijo. Pero la Virgen, aunque sumergida en la adoración de tan excelso misterio, intuye que este don inefable no es sólo para sí: ella es su depositaria para participarlo a toda la humanidad.

Docilísima a la llamada interior, «se puso en camino y con presteza fue a la montaña» (Lc 1, 39) para dirigirse a la casa de su prima Isabel cuya próxima maternidad le había sido revelada por el ángel. Y no va sola: el Verbo hecho carne está con ella, y con ella va a través de montes y collados en busca de las criaturas que ha venido a salvar. Así comienza María su misión de portadora de Cristo al mundo. Lo lleva en silencio pero Dios viviente en ella se manifiesta al mundo. «Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo» (ib. 41).

       María enseña a todos los creyentes y sobre todo a los apóstoles que es necesario llevar a Cristo a los hermanos no tanto con la palabra, cuanto con la vida de unión con él, dándole lugar y haciéndole crecer en el propio corazón.

 

2.María es portadora de Cristo, que está para alzarse sobre el mundo «como esplendor de la luz eterna y sol de justicia». Su esplendor es tan grande que no puede permanecer escondido y así obra a través de su madre: «Así como sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1, 44), Se cumple ahora lo que el ángel del Señor había predicho a Zacarías: «Tu mujer Isabel te dará a luz un hijo... y será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su ma­dre» (ib. 1, 13. 15). El precursor es santificado antes de nacer por medio de María, la cual, siendo Madre del Hijo de Dios, es también mediadora de gracia y de santificación no sólo para Juan Bautista, «el más grande entre los nacidos de mujer» (ib. 7, 28), sino también para todos los hombres de todo tiempo y de toda nación.

La Virgen Madre es tan pura y transparente que su sola presencia revela ya el esplendor y la luz de Cristo. Los hombres, que «están sentados en las tinieblas y en sombra de muerte», privados de luz e incapaces de recibirla, tienen absoluta necesidad de recurrir a su mediación maternal.

María es el camino que lleva a Cristo, es la Madre que disipa las tinieblas y dispone los corazones para dar acogida al Redentor. Y al mismo tiempo es modelo del cristiano, que habiendo recibido a Cristo está obligado a darlo a los hermanos.

A su imitación, la vida de todo cristiano debe ser tan pura y genuina que pueda reflejar a Cristo en cada uno de sus gestos y acciones. Cristo, «esplendor de la luz eterna y sol de justicia», debe brillar en la conducta de los cristianos y a través de ella disipar las tinieblas, las dudas, los errores, los prejuicios y las incertidumbres de tantos que no creen porque no han encontrado quien sepa darles un testimonio vivo y eficaz del Evangelio.

Apoyándose en la poderosa intercesión de María, el cristiano ruega por sí y por todos sus hermanos: «¡Oh esplendor de la luz eterna y sol de justicia; ven e ilumina a los que están sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte!» (Leccionario).

 

<<¡Oh Madre querida!, tú que llevaste a Jesús tan dignamente, enséñanos a llevarlo dentro de nosotros; ... al recibirlo en la comunión, está dentro de nosotros como estaba en ti con su cuerpo; y siempre está dentro de nosotros, como lo estaba también siempre dentro de ti, por su divina esencia.

Enséñanos a llevarlo con tu mismo amor, con tu recogimiento, con tu contemplación y tu adoración continua...

Enséñanos, ¡oh, Madre!, a viajar como tú viajabas, en el olvido completo de las cosas materiales y con la mirada del alma fija sólo en Jesús a quien llevabas dentro de tu seno, contemplándolo y adorándolo y en continua admiración hacia él, pasando por entre las criaturas como en sueño, viendo como en niebla todo lo que no es Jesús, mientras sólo él brillaba y resplandecía en tu alma como un sol, abrasando tu corazón e iluminando tu espíritu.

Enséñanos a caminar en los viajes que hagamos en la tierra y en todo el viaje de nuestra vida, como tú caminabas en tus viajes y como tú te comportaste en todos los días de tu existencia, sin ver las cosas exteriores sumergidas para nosotras en nieblas profundas, y con los ojos fijos incesantemente en Jesús que ilumina nuestra alma como un río de fuego: Et nox illuminatio mea in deliciis meis. ¡Oh!, sí, Dios mío; que todo lo que no eres tú sea noche oscura para nosotros, y que sólo tú ilumines las profundidades de nuestras almas con tu delicioso esplendor!>> (CARLOS DE FOUCAULD, Sulie feste dell’anno, Op. sp.).

 

<<No te pido, ¡oh Señor!, que renueves por tu natividad en la carne cual se cumplió un día; pero sí te ruego que me hagas nacer en tu divinidad. Lo que sólo tu gracia realizó corporalmente en María, realízalo ahora, por medio del Espíritu Santo, en tu Iglesia. ¡Que su fe inquebrantable te conciba; que su inteligencia sin mancha te dé a luz; que su alma, protegida por la virtud del Todopoderoso, te conserve para siempre!>> (Misal mozárabe).

26. EL GRAN MISTERIO

 

«¡Oh Rey de las gentes y piedra angular de la Iglesia, ven a salvar al hombre

que formaste del fango! >>(Leccionario)

 

1.Con intensidad creciente sigue expresando la liturgia la espera del Salvador, poniendo de relieve el deseo de todos los hombres que a través de los siglos suspiraron por ella: «¡Oh Rey de las gentes... ven! (Leccionario).

Este deseo siempre actual en todo hombre que tiene conciencia de su necesidad de salvación, debe manifestarse también en el compromiso de profundizar cada vez más en el misterio del Salvador. Lo cual significa penetrar en el misterio del Amor infinito que es su única explicación.

«Dios es amor» (1 Jn 4, 16) todo lo que obra dentro y fuera de sí es obra de amor. Siendo el Bien infinito, nada puede amar fuera de sí movido por el deseo de aumentar su felicidad: él lo posee todo en sí. Por eso en Dios amar y querer a las criaturas no es más que derramar su bondad infinita y sus perfecciones y hacer partícipes a otros de su ser y de su felicidad. De este modo amó Dios al hombre con amor eterno y, porque lo amaba, lo llamó a la existencia dándole la vida natural y la sobrenatural.

Amándonos Dios no solamente nos ha sacado de la nada, sino que nos ha elegido y elevado al estado de hijos suyos, destinados a participar de su vida íntima y de su eterna bienaventuranza. Este fue el plan primero de la infinita caridad de Dios para con el hombre; pero cuando el hombre cayó en el pecado, Dios, que lo había creado en un acto de amor, quiso redimirlo por otro acto de amor todavía más grande.

       Y he aquí por qué el misterio de la Encarnación se nos presenta como la manifestación suprema del «gran amor con que nos amó» (Ef 2, 4). «En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros: en que Dios envió al mundo a Hijo unigénito, para que por él tengamos vida. En esto está la caridad... en que él nos amó y envió a su Hijo, propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 9-10). Después de haber dado al hombre la vida natural, después de haberlo destinado a la vida sobrenatural, ¿por ventura podría darle cosa más grande que el Verbo, hecho carne para salvarle?

 

2.Dios es caridad: no tenemos qué maravillarnos de que la historia de su acción a favor del hombre constituya todo un poema de amor y de amor misericordioso. El primer canto de este poema era nuestro destino eterno a la visión y deleite de la íntima vida divina. El segundo canto expresa todavía de un modo más conmovedor la sublimidad de su misericordia: es el misterio de la En­carnación.

El pecado de Adán había destruido el plan primero de nuestra elevación al estado sobrenatural: todos habíamos caído de ese orden sin posibilidad de reparación por parte nuestra, tanto más que al pecado original hemos añadido nuestras culpas personales: «todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios» (Rm 3, 23). Dios podía perdonarlo todo, pero su santidad infinita y su jus­ticia exigían una satisfacción adecuada, que sobrepasaba en absoluto la humana capacidad.

Entonces fue cuando se cumplió la obra más sublime de la misericordia de Dios: una de las Personas de la Santísima Trinidad, la segunda, vino a hacer por nosotros lo que nosotros no podíamos realizar. Y he aquí que el Verbo, el Unigénito de Dios, «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen María» (Credo).

De esta manera el amor misericordioso de Dios llega al colmo de su manifestación: pues si no hay ingratitud ni miseria más grande que el pecado tampoco puede existir amor más sublime que aquel que se inclina sobre tanta ingratitud y miseria para cubrirla de su primitivo esplendor.

Y esto lo hace Dios no por medio de un profeta ni del ángel más excelso, sino personalmente: toda la Santísima Trinidad obra la Encarnación, cuyo término es la unión de una naturaleza humana con la Persona del Verbo. Aquí se manifiesta y brilla toda la inmensidad del amor y de la misericordia de Dios para con el hombre. El Hijo de Dios viene a salvar al hombre que él mismo formó del fango de la tierra. El Creador y el Rey de todas las gentes restaura personalmente la obra de sus manos y te pone como fundamento de la Iglesia en la cual quiere reunir a todos sus hijos dispersos.

 

<<¡Oh Dios mío!, hazme digna de conocer el misterio de la caridad ardentísima que se esconde en ti, esto es, la obra excelentísima de la Encarnación que has puesto como principio de nuestra salud. Este beneficio inefable nos produce dos efectos:, el primero es que nos llena de amor; el segundo, que nos da la certeza de nuestra salud.

 ¡Oh inefable caridad, la más grande que puede darse: que Dios creador de todo se haga criatura, para hacer que yo sea semejante a Dios! ¡Oh amor entrañable!; te has anonadado a ti mismo, tomando la forma vilísima de siervo; para darme a mí un ser casi divino.

 Aunque al tomar mi naturaleza no disminuiste ni viniste a menos en tu sustancia ni perdiste la más mínima parte de tu divinidad, el abismo de tu humildísima Encarnación me inclina a prorrumpir en estas palabras: ¡Oh incomprensible, te has hecho por mí comprensible! ¡Oh increado, te has hecho creado! ¡Oh impalpable, te has hecho palpable!... Hazme digna de conocer lo profundo de tu amor y el abismo de tu ardentísima caridad, la cual nos has comunicado en tu santísima Encarnación>>. (B. ANGELA DE FOLIGNO, Il libro della B. Angela).

 

<<Señor, ¿cómo alabaré y agradeceré suficientemente tu amor? Tanto me has amado que por amor mío te has hecho en el tiempo, tú que hiciste los tiempos; y en el mundo eras menor en edad con respecto a muchos de tus siervos, tú que eres más antiguo del mundo; y te has humanado, tú que has hecho al hombre; has querido ser creatura de madre que tú creaste, y te llevaron manos que tú formaste, y mamaste del pecho que tu llenaste, y lloraste con tiernos gemidos en el pesebre, tú que eres el Verbo, sin el cual es muda toda humana elocuencia>>.(S. AGUSTIN, Homilía).

27. EL VERBO SE HA HECHO CARNE

 

«¡Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, ven a salvarnos, Señor, Dios

nuestro!» (Leccionario).

 

1.El Verbo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad. En el seno de la única naturaleza divina hay tres personas, tres términos subsistentes. También nosotros somos «subsistentes»; la «subsistencia» es lo que nos permite decir «yo» y atribuir a este yo las diversas acciones que realizamos.

En Dios, en la naturaleza divina, hay tres Términos que pueden decir «yo» respecto a las operaciones divinas, operaciones que son comunes a los tres, porque proceden de una sola naturaleza poseída por todas las tres divinas personas.

El Verbo posee la naturaleza divina como el Padre y el Espíritu Santo; posee sus mismas propiedades divinas de infinitud, eternidad, omnipotencia, omnisciencia, etc.; todas las excelencias y perfecciones divinas son del Verbo; como lo son de las demás Personas. El Verbo obra las mismas acciones divinas que el Padre y el Espíritu Santo: acciones íntimas de conocimiento y de amor que constituyen la vida misma de la Santísima Trinidad; acciones exteriores de creación, conservación de las criaturas, etc.

¡El Verbo es Dios! San Juan Evangelista, al abrir su Evangelio y antes de hablar del nacimiento temporal de Jesús, nos presenta la generación eterna del Verbo exis­tente ab aeterno en el seno del Padre, igual en todo al Padre, pero distinto de él.

       «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). El Verbo es la única palabra del Padre que expresa todo el Padre; el Padre, dándole toda su esencia y naturaleza divina, le comunica igualmente toda la acción divina. He aquí, pues, que el Verbo es causa eficiente y principio de toda vida natural y sobrenatural: «todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se hizo nada» (Jn 1, 3).

Pero el Verbo, resplandor del Padre, no sólo es vida, sino también luz, luz que revela a los hombres las grandezas y misterios de Dios: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (ib. 1, 4). Vida natural, vida de gracia, luz, conocimiento de Dios: todo nos viene del Verbo, que es Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo.

 

2.— «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). Por ser Dios, el Verbo es eterno e inmutable y sigue siendo necesariamente lo que era, «Manet quod erat». Pero esto no impide que él, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, cree en el tiempo una naturaleza humana, la cual en vez de tener un yo limitado y débil como el nuestro, quede totalmente bajo el gobierno de su yo divino. Así lo ha hecho: la naturaleza humana por él asumida es la misma naturaleza que la nuestra, pero, en lugar de pertenecer a un yo humano, pertenece al yo divino, a la Persona subsistente del Verbo; y, en consecuencia, las operaciones y pasiones de esta naturaleza humana son también del Verbo.

El Verbo después de la Encarnación tiene una doble naturaleza: la naturaleza divina, única, que posee en comunidad con el Padre y con el Espíritu Santo, y la naturaleza humana, que es de la misma calidad y posee las mismas propiedades que la nuestra.

El Verbo permaneció siendo lo que era, y, sin embargo, a pesar de ser Dios, no se desdeñó de tomar nuestra pobre naturaleza humana degenerada por el pecado, «antes se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Fp 2, 7).

De esta manera el Verbo eterno se hizo realmente el Emmanuel, el «Dios con nosotros», que plantó su tienda en medio de los hombres, hecho en todo semejante a ellos para librarlos de la esclavitud del pecado y del yugo de Satanás.

Todo esto obró Dios en su inmensa caridad: lleno de misericordia hacia sus pobres criaturas hundidas en el abismo del pecado, no dudó en decretar la Encarnación redentiva de su Unigénito Hijo. «En efecto, Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres... Así, pues, el Hijo de Dios marchó por los caminos de la verdadera encarnación para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina» (AG 3). ¡Este es el fruto de la excesiva caridad con que Dios nos ha amado! (Ef 2, 4).

 

<<¡Oh alta y eterna Trinidad!... nosotros somos árboles de muerte y tú eres árbol de vida. ¡Oh Deidad eterna, qué hermosura ver en tu luz el árbol puro de tu criatura, que sacaste de ti suma pureza, con suma inocencia, uniéndola y plantándola en la humanidad, que tú formaste con el fango de la tierra!...

Pero este árbol de vida se alejó de la Inocencia, cayó por la desobediencia y de árbol de vida se convirtió en árbol de muerte. Por lo cual tú, alta y eterna Trinidad, como ebrio de amor, y loco por tu criatura, viendo que este árbol ya no podía dar más que frutos de muerte porque estaba separado de ti que eres la vida, le diste el remedio con el mismo amor con que le habías creado, injertando tu divinidad en el árbol muerto de nuestra humanidad.

¡Oh dulce y suave injerto! ¡Tú, suma dulzura, te has dignado unirte con nuestra amargura; tú esplendor, con las tinieblas; tú, sabiduría, con la necedad; tú, vida, con la muerte; tú, infinito, con nosotros finitos! ¿Quién te obligó a esto para dar vida a tu criatura, habiéndote injuriado ella tanto? Sólo el amor... y así con este injerto se destruye la muerte>>.(STA. CATALINA DE SENA, Preghiere ed Elevazioni).

 

<<¡Oh Verbo divino! Eres tú el águila adorada que yo amo, la que me atrae. Eres tú quien, lanzándote a la tierra del destierro, quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta el centro del eterno foco de la Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hasta la luz Inaccesible que será para siempre tu morada, permaneces todavía en el valle de las lágrimas, escondido bajo la apariencia de una hostia blanca. Águila eterna, quieres alimentarme a mí con tu divina sustancia, a mí, pobrecito ser que volvería a la nada, si tu mirada no me diese la vida a cada instante.

¡Oh Jesús! Déjame que te diga en un arranque de gratitud que tu amor raya en locura. ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza?>>(STA. TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos B).

28. DIOS CON NOSOTROS

 

«Mañana será destruido el pecado de la tierra y reinará sobre nosotros el

Salvador del mundo» (Leccionario).

 

1.De todas las obras que Dios ha realizado en el tiempo y fuera de sí, la más grande es la Encarnación redentora del Verbo, porque tiene por término no una simple criatura, por sublime que sea, sino a Dios mismo, el Verbo eterno, que toma en el tiempo una naturaleza humana; la más grande, porque siendo la suprema manifestación del amor misericordioso de Dios, es, entre todas, la obra que más le glorifica, y le glorifica precisamente en relación con la caridad que es la esencia misma de Dios; la más grande, finalmente, por el bien inmenso que trae a los hombres, pues la salvación, la santificación, la felicidad eterna de todo el género humano dependen por completo de la Encarnación del Verbo, de Jesucristo Verbo encarnado.

Dios Padre nos eligió «en él antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados... En él tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia... Dios nos dio vida por Cristo... y nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús. (Ef 1, 4-7; 2, 4-6).

Jesús, el Verbo encarnado, es la fuente única de nuestra salvación y de nuestra santidad. «El que es imagen de Dios invisible (CI 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» (GS 22). Sin Cristo el hombre no podría llamar a Dios con el dulce nombre de Padre, ni amarlo como un hijo ama a su padre, ni esperar ser admitido nunca a su intimidad; sin él no habría ni gracia ni visión beatífica de Dios. Sin Jesús quedaría el hombre prisionero dentro de los límites de una vida puramente humana, privado de todo horizonte sobrenatural para el tiempo y para la eternidad.

 

2.— La Encarnación del Verbo —la obra más grande de Dios, destinada a iluminar y a salvar al mundo entero— se lleva a cabo en la oscuridad, en el silencio, en medio de las circunstancias más humildes y más humanas.

El edicto del César obliga a María y a José a dejar su casita de Nazaret; y he aquí que se ponen en camino, a pie, como los más pobres, no obstante la incomodidad de María, que está en trance de ser madre. No se han creído autorizados a retrasar el viaje, no han puesto dificultad alguna, han obedecido con prontitud y sencillez.

Quien se lo manda es un hombre, pero en la orden del emperador su profundo espíritu de fe descubre la voluntad de Dios. Y así van confiados en la Providencia: Dios lo sabe, Dios proveerá: «Para los que buscan a Dios todas las cosas cooperan a su bien» (Rm 8, 28).

Nada sucede por pura casualidad: aun el lugar del nacimiento del Salvador ha sido indicado por el profeta: «Y tú, Belén de Efratá, pequeño entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel» (Mq 5, 1). La profecía se cumple por la obediencia de los humildes esposos.

En Belén no hay albergue para ellos (Lc 2, 7); y tienen que cobijarse en una gruta de las afueras. La miseria de aquel aposento de animales no les inquieta, ni les escandaliza; saben que el Niño que ha de nacer es el Hijo de Dios, pero saben también que las obras de Dios son tan distintas de las de los hombres... Y si Dios quiere que su obra más grande se realice precisamente allí, en aquella miserable cueva, en la más extremada pobreza, María y José nada tienen que objetar.

Hubiera bastado una brizna de espíritu humano para turbarse, para dudar, para desconcertarse... María y José son profundamente humildes, por eso son dóciles y están llenos de fe en los designios de Dios. Y Dios, conforme a su estilo, se sirve de todo esto que es humilde y despreciable a los ojos del mundo, para llevar a feliz término su obra más grande: la Encarnación del Verbo.

En el silencio y en la oscuridad de la noche María dará a luz un hijo: «el Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32). De esta manera se hará historia «lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, qué quiere decir "Dios con nosotros"» (Mt 1 , 22-23).

 

<<¡Oh amor sumo y trasformado! ¡Oh visión divina! ¡Oh inefable! ¿Cuándo, oh Jesús, me harás comprender que naciste por mí y que es tan glorioso el comprenderlo? En verdad, el ver y comprender que has nacido para mí me llena de toda delectación. La certeza que nos viene de la Encarnación es la misma que se deriva de la Navidad: ha nacido para el mismo fin por que quiso encarnarse. ¡Oh admirable, cuán admirables son las obras que realizas por nosotros!>>(B. ANGELA DE FOLIGNO, II Libro della B. Angela).

 

<<Jesús, te espero; los :malos te rehúsan; afuera sopla un viento glacial... ven a mi corazón; soy pobrecillo, pero te calentaré todo lo que pueda;, a lo menos quiero que te complazcas de los buenos deseos que tengo de hacerte una buena acogida, de amarte, de sacrificarme por ti. Por tu parte tú eres rico y ves mis necesidades; tú eres llama de caridad, y purificarás mi corazón de todo lo que no es tu Corazón sacratísimo; eres la santidad increada, y me colmarás de gracias fecundantes de verdadero progresó espiritual. Ven, Jesús, tengo tantas cosas que decirte... ¡tantas penas que confiarte! tantos deseos, tantas promesas, tantas esperanzas. Deseo adorarte, besar tu frente, oh pequeño Jesús, darme a ti de nuevo, para siempre. Ven, oh Jesús, no tardes ya más, acepta mi invitación y ven>>. (JUAN XXIII, Diario del alma).

TIEMPO DE NAVIDAD

 

29. NAVIDAD DEL SEÑOR

 

25 DE DICIEMBRE

 

«Un día santo brilla para nosotros: venid y adorad al Señor» (Leccionario).

 

1.«Hoy nos ha nacido el Salvador, que es Cristo Señor» (Leccionario). Los profetas entrevieron este día a distancia de siglos y lo describieron con profusión de imágenes: «El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande» (Is 9, 2). La luz que disipa las tinieblas del pecado, de la esclavitud y de la opresión es el preludio de la venida del Mesías portador de libertad, de alegría y de paz: «Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo» (ib. 6).

La profecía sobrepasa inmensamente la perspectiva de un nuevo David enviado por Dios para liberar a su pueblo y se proyecta sobre Belén iluminando el nacimiento no de un rey poderoso, sino del «Dios fuerte» hecho hombre; él es el «Niño» nacido para nosotros, el «Hijo» que nos ha sido dado. Sólo a él competen los títulos de «Maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz» (ib.). Pero cuando la profecía se hace historia, brilla una luz infinitamente más grande y el anuncio no viene ya de un mensajero terrestre sino el cielo.

Mientras los pastores velaban de noche sobre sus rebaños, «se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz... "Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor"» (Lc 2, 9-11). El Salvador prometido y esperado desde hacía siglos, está ya vivo y palpitante entre los hombres: «encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (lb. 12). El nuevo pueblo de Dios posee ya en ese niño al Mesías suspirado desde tiempos antiguos: la inmensa esperanza se ha convertido en inmensa realidad.

S. Pablo lo contempla conmovido y exclama: «Se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres... Apareció la bondad y el amor hacia los hombres de Dios, nuestro Salvador» (Tt 2, 11; 3, 4). Ha aparecido en el tierno Niño que descansa en el regazo de la Virgen Madre: es nuestro Dios, Dios con nosotros, hecho uno de nosotros, «enseñándonos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos... con la bienaventurada esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro» (lb. 2, 12-13).

El arco de la esperanza cristiana está tendido entre dos polos: el nacimiento de Jesús, principio de toda salvación, y su venida al fin de los siglos, meta orientadora de toda la vida cristiana. Contemplando y adorando el nacimiento de Jesús, el creyente debe vivir no cerrado en las realidades y en las esperanzas terrenas, sino abierto a esperanzas eternas, anhelando encontrarse un día con su Señor y Salvador.

      

2.La liturgia de las dos primeras misas de Navidad celebran sobre todo el nacimiento de Hijo de Dios en el tiempo, mientras que la tercera se eleva a su generación eterna en el seno del Padre. «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Siendo Dios como el Padre, el Verbo que había existido siempre y que en el principio del tiempo presidió la obra de la creación, al llegar la plenitud de los tiempos «se hizo carne y habitó entre nosotros» (ib. 14), Misterio inaudito, inefable; y, sin embargo, no se trata de un mito ni de una figura, sino de una realidad histórica y documentada: «y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (ib.).

El Evangelista San Juan conoció a Jesús, vivió con él, lo escuchó y tocó, y en él reconoció al Verbo eterno encarnado en nuestra humanidad. Las cosas grandiosas vaticinadas por los profetas en relación con el Mesías, son nada en comparación de esta sublime realidad de un Dios hecho carne.

Juan levanta un poco el velo del misterio: el Hijo de Dios al encarnarse se ha puesto al nivel del hombre para levantar el hombre a su dignidad: «a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (ib. 12).

Y no sólo esto, sino que se hizo carne para hacer a Dios accesible al hombre y que éste le conociera: «A Dios nadie le vio jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, éste le ha dado a conocer» (lb. 18).

San Pablo desarrolla este pensamiento: «Después de haber hablado Dios muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo» (Hb 1; 1-2).

Los profetas nos habían transmitido la palabra de Dios, pero Jesús es esa misma Palabra, el Verbo de Dios: Palabra encarnada que traduce a Dios en nuestro lenguaje humano revelándonos sobre todo su infinito amor por los hombres.

Los profetas habían dicho cosas maravillosas sobre el amor de Dios; pero el Hijo de Dios encarna esté amor y lo muestra vivo y palpable en su persona. Ese «niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2, 12), dice a los hombres que Dios los ama hasta dar a su Unigénito para su salvación. Este mensaje anunciado un día por los ángeles a los pastores debe ser llevado hoy a todos los hombres —especialmente a los pobres, a los humildes, a los despreciados, a los afligidos— no ya por los ángeles sino por los creyentes.

¿De qué serviría, en efecto, festejar el nacimiento de Jesús si los cristianos no supiesen anunciarlo a los hermanos con su propia vida? Celebra la Navidad de veras quien recibe en sí al Salvador con fe y con amor cada día más intensos, quien lo deja nacer y vivir en su corazón para que pueda manifestarse al mundo a través de la bondad, de la benignidad y de la entrega caritativa de cuantos creemos en él.

<<El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz... Porque nos ha nacido un Niño, nos ha sido dado un Hijo que tiene sobre los hombros la soberanía  y  que se  llamará  Consejero maravilloso,  Dios  fuerte,  Padre sempiterno, Príncipe de la paz. (Isaías, 9, 2. 6).

¡Oh feliz mil veces el nacimiento aquel, en que la Virgen Madre, por obra del Espíritu Santo, dio a luz a nuestro Salvador y el Niño redentor del mundo descubrió su bendito rostro!

Canten las regiones del cielo, cantad ángeles todos, canten la gloria del Señor todas las criaturas; no cese lengua alguna, vayan acordes las voces de todos. Mirad que ya aparece aquel a quien los profetas cantaban en los remotos siglos, el prometido antiguamente en los verídicos libros de los escritores sagrados; alábenle todas las criaturas.(AURELIO PRUDENCIO, Himno de todas las horas).

<<¡Oh Dios!, que de modo admirable has creado al hombre, a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana (Colecta).

Por Cristo Señor resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos>> (Prefacio III).

 

<<¡Oh dulce Niño de Belén!, haz que yo me acerque con toda el alma a este profundo misterio de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres aquella paz que ellos buscan tan ásperamente a veces y que sólo tú puedes dar. Ayúdanos a conocernos mejor y a vivir fraternamente como hijos de un mismo Padre. Descúbrenos tu belleza, tu santidad y tu pureza. Despierta en nuestro corazón el amor y el agradecimiento por tu infinita bondad. Une a todos los hombres en la caridad. Y danos tu celeste paz>>.(JUAN XXIII, Breviario).

 

30. FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA(Trasladar esta meditación según el calendario del año)

DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

 

«Bienaventurado el que te teme, Señor, y anda por tus caminos» (Ps 128, 1).

 

1.La fiesta de la Sagrada Familia, colocada por la liturgia en pleno clima natalicio, pone de relieve que el Hijo de Dios viniendo al mundo ha querido insertarse, como los demás hombres, en un núcleo familiar, aunque, por las condiciones singulares de María y de José a su respecto, su familia era del todo excepcional.

Haciéndose hombre quiso seguir el camino de todos: tener una patria y una familia terrena; y ésta última tan sencilla y humilde que en lo exterior no se distinguía en nada de las otras familias israelitas. Sin embargo el Evangelio refiere algunos episodios que ponen de relieve su inconfundible fisonomía espiritual.

Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José se dirigen al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor, según está escrito en la ley de Moisés» (Lc 2, 22-23). Iluminado por el Espíritu Santo, Simeón reconoció en el Niño «al Cristo del Señor... Le tomó en sus brazos bendiciendo a Dios», y dirigiéndose luego a la madre, tras haberle hablado de la misión del Hijo, le dirigió estas palabras: «Una espada atravesará tu alma» (ib. 26.28.35).

Presentado Jesús en el templo, María y José, más que cumplir una formalidad externa en obsequio de la ley, renuevan a Dios el ofrecimiento de su entrega absoluta; y en las palabras de Simeón reciben la seguridad de que Dios ha aceptado ese gesto. De ello será señal «la espada», es decir el sufrimiento que acompañará sus pasos y mediante el cual participarán en la misión del Hijo.

Con este espíritu los dos santos esposos abrazarán todas las tribulaciones de su vida nada fácil: las incomodidades de su repentina huida a Egipto, la incertidumbre de su acomodo en tierra extranjera, las fatigas del rudo trabajo, las privaciones de una vida pobre y más tarde las angus­tias por la pérdida del Hijo en la peregrinación a Jerusalén.

Jesús mismo les explicará la razón profunda de sus padecimientos cuando les dirá: «¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?» (ib. 49). Antes que a María y a José, Jesús pertenece al Padre celestial; a ellos toca únicamente criarle para la misión que el Padre le ha confiado. Situación ésta que exige de ellos el mayor desinterés y da a su vida el sentido de un servicio total a Dios en colaboración íntima con la obra salvadora del Hijo.

Mientras tanto, precisa el Evangelista, vueltos a Nazaret, Jesús «les estaba sujeto... y crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (lb. 51-52). Nota preciosa que indica cómo deberían crecer los hijos bajo los ojos de los padres cristianos.

 

2.La Sagrada Familia es propuesta por la Iglesia como modelo a toda familia cristiana. Ante todo por la supremacía de Dios profundamente reconocida: en la casa de Nazaret Dios está siempre en el primer lugar y todo está subordinado a él; nada se quiere o se hace fuera de su voluntad.

El sufrimiento es abrazado con profundo espíritu de fe reconociendo en cada circunstancia la realización de un plan divino, que muchas veces queda envuelto en el misterio. Las más ásperas y duras vicisitudes de la vida no turban la armonía, precisamente porque todo es considerado a la luz de Dios, porque Jesús es el centro de sus afectos, porque María y José gravitan alrededor de él, olvidados de sí y enteramente asociados a su misión.

       Cuando la vida de una familia se inspira en semejantes principios, todo en ella procede ordenadamente: la obediencia a Dios y a su ley lleva a los hijos a honrar a sus padres, y a éstos a amarse y a comprenderse mutuamente, a amar a los hijos y a educarles respetando los derechos de Dios sobre ellos.

Las lecturas bíblicas de esta fiesta subrayan sobre todo dos puntos de suma importancia. En primer lugar, el respeto de los hijos a sus padres: «Dios quiere que el padre sea honrado en los hijos... El que honra al padre expía sus pecados; y como el que atesora es el que honra a su madre... Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida » (Ec 3, 3-5. 14).

Estas antiguas máximas del Eclesiástico son una eficaz amplificación del cuarto mandamiento; después de tantos siglos conservan aún hoy una actualidad indiscutible: vale la pena meditarlas en la oración.

El otro punto nos lo subraya San Pablo en la Epístola a los Colosenses; se trata del amor mutuo que debe hacer de la familia cristiana una comunidad ideal. «Her­manos, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente siempre que alguno diere a otro motivo de queja. (3, 12-13).

Si la familia no está fundada en el amor cristiano, es bien difícil que persevere en la armonía y en la unidad de los corazones. Cuando existe este amor mutuo, todo se supera y se acepta; pero si ese amor falta, todo resulta enormemente pesado. Y el único amor que perdura, no obstante los contrastes posibles aún en el seno de la familia, es el que se funda sobre el amor de Dios.

Cimentada de esta manera sobre el Evangelio, la familia cristiana es verdaderamente el primer núcleo de la Iglesia: en la Iglesia y con la Iglesia colabora a la obra de la salvación.

 

<<Dios, Padre nuestro, que has propuesto la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo; concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y unidos por los lazos del amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo>>. (MISAL ROMANO, Colecta).

 

<<¡Oh Jesús!, te retiras a Nazaret; allí pasas los años de tu infancia, de tu juventud hasta los treinta años. Es por nosotros, por nuestro amor, por lo que lo haces... Durante estos treinta años no cesas de instruirnos, no por palabras, sino por tu silencio y tus ejemplos...

Nos enseñas primeramente que se puede hacer bien a los hombres, mucho bien, un bien infinito, un bien divino, sin palabras, sin sermones, sin ruido, en silencio y dando buen ejemplo: El de la piedad, el de los deberes para con Dios, amorosamente cumplidos; el de la bondad para con los hombres, la ternura hacia aquellos que nos rodean, los deberes domésticos santamente cumplidos; el de la pobreza, el trabajo, la abyección, el recogimiento, la soledad, la oscuridad de la vida escondida en Dios, de una vida de oración, de penitencia, de retiro, enteramente perdida y sumergida en Dios.

Nos enseñas a vivir del trabajo de nuestras manos, para no ser una carga para nadie y tener de qué dar a los pobres, y das a este género de vida una belleza incomparable... la de tu imitación>>.(CARLOS DE FOUCAULD, Retiro en Efrén, Escritos esp.).

 

<<¡Oh, sí, verdaderamente tú eres, Salvador mío, un Dios escondido! Deus absconditus, Israel Salvator. Tú creces realmente, oh Jesús, en edad, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres; tu alma posee desde el primer instante de tu entrada en el mundo la plenitud de la gracia, todos los teso­ros de la sabiduría y de la ciencia; pero esta sabiduría y esta gracia no se manifiestan sino poco a poco y tú sigues siendo a los ojos de los hombres un Dios escondido, y tu divinidad se oculta tras las apariencia de un obrero. ¡Oh eterna sabiduría, que para levantarnos del abismo donde nos había arrojado la rebelión orgullosa de Adán, quisiste vivir en humilde taller y obedecer a simples criaturas, yo te adoro y te bendigo!>>(C. MARMION, Cristo en sus misterios).

31. CREER EN EL AMOR

 

26 DE DICIEMBRE

 

«Cantaré eternamente tus misericordias, oh Señor, las misericordias de tu

amor» (Ps 89, 2).

 

1.En la creación nos amó Dios tanto, que nos hizo a su imagen y semejanza, pero en la redención nos ha amado hasta el extremo de hacerse él mismo semejante a nosotros.

La Navidad es la fiesta por excelencia del amor, del amor que se revela no en los sufrimientos de la cruz, sino en la amabilidad de un Niño, Dios nuestro, que ex­tiende hacia nosotros sus brazos para darnos a entender que nos ama.

Si la consideración de la infinita justicia puede movernos a ser más fieles en el servicio de Dios, ¡cuánto más tiene que movernos la consideración de su infinito amor! Para correr en el camino de los mandamientos divinos nuestras almas tienen que dilatarse, convencidas de la infinita caridad de Dios para con nosotros; por eso 'justamente queremos abismarnos en la contemplación del misterio natalicio. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

Pero en Belén la gloria del Verbo eterno, consustancial al Padre y como él eterno, omnipotente, omnis­ciente, creador del universo, se halla del todo escondida en un niño que desde el primer instante de su vida terrena no sólo comparte de lleno todas las debilidades humanas, sino que las experimenta en las condiciones más pobres y despreciadas. «Acuérdate, oh Creador de las cosas —canta la liturgia natalicia — que un día, naciendo del seno purísimo de la Virgen, tomaste un cuerpo semejante al nuestro... Tú solo desde el seno del Padre viniste a salvar al mundo» (Breviario Romano).

Sí, la oración habla conmovida al corazón de Dios y al corazón del creyente: recuerda a Dios las maravillas realizadas por su amor para la salvación de los hombres, y repite al creyente esta grande verdad: «Dios es amor». Ante el pesebre de Belén repitamos incesantemente: «Hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4, 16).

 

2.«¡Dios es amor!» (1 Jn 4, 16). Es inmenso el tesoro que encierran estas palabras, tesoro que Dios descubre y revela al alma que sabe concentrarse totalmente en la contemplación del Verbo Encarnado. Mientras no se comprende que Dios es amor infinito, infinita bondad, que se da y se derrama a todos los hombres, para comunicarles su bien y su felicidad, la vida espiritual está todavía en capullo, no se ha desarrollado aún, ni es suficientemente profunda. Mas cuando el alma, iluminada por el Espíritu Santo, penetra en el misterio de la caridad divina, su vida espiritual llega a la plenitud y adquiere la madurez.

Como mejor se intuye el amor infinito de nuestro Dios es acercándonos al pobre pesebre donde yace hecho carne por nosotros. Jesús, el Verbo, la palabra del Padre, dice a todos y a 'cada uno una gran palabra: ¡Dios te ama!

«Las virtudes y los atributos divinos se descubren por medio de los misterios del Hombre Dios», enseña San Juan de la Cruz (Cántico 37, 2); y siempre el primero que se manifiesta entre estos atributos es la caridad, que constituye la misma esencia divina.

De la contemplación amorosa y callada de Jesús Niño nace fácilmente en nosotros un sentimiento profundo y penetrante de su infinito amor, no sólo creemos, sino que experimentamos, en cierto modo, que Dios nos ama.

Entonces la voluntad acepta plenamente las enseñanzas de la fe, las acepta con amor, con todas sus fuerzas, y el alma se entrega con ímpetu incontenible a esa fe en el amor infinito. Dios es caridad: esta verdad, fundamental en toda la vida cristiana, ha penetrado profundamente en el alma; ella la siente y la vive, porque casi la ha palpado, por decirlo así, en su Dios Encarnado. Quien cree con esta decisión en el Amor infinito, se entregará a él sin medida, totalmente. Así creyó y se entregó el protomártir San Esteban que hoy recuerda la Iglesia como para ofrecer a sus hijos la respuesta más auténtica al amor de Dios: el martirio abrazado para mantenerse fiel al que vino a salvarlos.

 

<<Oh Dios eterno, tú bajaste desde las alturas elevadas de tu divinidad hasta el barro de nuestras humanidad, porque mi bajo entendimiento no podía ni comprender ni mirar tu altura. Para que con mi pequeñez pudiese ver yo tu grandeza, te hiciste Niño, encerrando la grandeza de tu divinidad en la pequeñez de nuestra humanidad. Y así te has manifestado a nosotros en el abismo de tu Unigénito Hijo y yo he podido conocerte a ti, abismo de caridad. Avergüénzate, avergüénzate, ciega criatura, tan honrada y exaltada por tu Dios, que aún no reconoces que Dios ha bajado de la altura de su divinidad a la bajeza del fango de tu humanidad, movido únicamente por su inmensa caridad.

¡Oh amor inestimable, oh amor inestimable! ¿Qué le dices tú, alma mía? Te digo, oh Padre Eterno, y te suplico, benignísimo Dios, que nos comuniques a nosotros y a todos tus siervos el fuego de tu caridad>>.(STA. CATALINA DE SENA).

 

<<¡Oh Señor mío, que de todos los bienes que nos hicisteis, nos aprovechamos mal! Vuestra Majestad buscando modos y maneras e invenciones para mostrar el amor que nos tenéis; nosotros, como mal experimentados en amaros a Vos, tenémoslo tan en poco, que de mal ejercitados en esto vanse los pensamientos adonde están siempre y dejan de pensar los grandes misterios que este lenguaje encierra en sí, dicho por el Espíritu Santo... El amor que nos tuviste y tienes me espanta a mí más y me desatina, siendo lo que somos; que teniéndole, ya entiendo que no hay encarecimiento de palabras con que nos le muestras, que no le hayas mostrado más con obras>>.(STA TERESA DE JESUS, Conceptos).

32. CORRESPONDER AL AMOR

 

27 DE DICIEMBRE

«En tu Navidad, Señor, te ofrecemos como tributo el himno de nuestra

alabanza y amor>>. (Breviario Romano).

 

1.«El, de naturaleza divina... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Fp 2, 6-7). Para unirse a la naturaleza humana, el Verbo eterno ha ocultado su divinidad, su majestad, su potencia y sabiduría infinita; se ha hecho niño que no puede hablar, que no puede moverse y que en todo depende y todo lo espera de su madre, criatura suya.

El amor verdadero vence cualquier obstáculo, acepta cualquier condición y sacrificio con tal de poder unirse a quien ama. Si queremos unirnos a Dios, hemos de recorrer un camino semejante al que el Verbo recorrió para unirse a la naturaleza humana: camino de prodigioso abatimiento, de infinita humildad. Ante nosotros se abre el camino de la «nada», de la abnegación total.

«¡Todo, nada; todo, nada!»: Es la tonadilla que San Juan de la Cruz canta a su Dios humanado: «Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada» (Monte de perfección).

Ante el infinito abatimiento del Verbo eterno que se ha hecho carne, no debe parecernos demasiado áspero o exigente este camino. Para corresponder a su amor infinito y demostrarle el nuestro, tenemos que despojarnos generosamente de todo lo que puede retardar nuestra unión con él: un despojo que ha de comenzar por nuestro amor propio, orgullo, vanidad, por esas pretensiones en afirmar nuestros derechos, nuestros puntillos de honra. ¡Qué contraste entre estas vanas exigencias de nuestro yo y la conmovedora humildad del Verbo encarnado!

«Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien —nos repite S. Pablo <<siendo de naturaleza divina... se anonadó, tomando la forma de siervo» (Fp 2, 5-7). ¿Quién no pagará con amor a quien tanto nos ha amado?

 

2.Conocéis la benevolencia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo, pobre por amor nuestro. (2 Cr 8, 9). Por amor del hombre y para enriquecerlo con dones divinos, Jesús eligió para sí la condición de los pobres: María «lo envolvió en pañales y le acostó aun pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón» (Lc 2, 7). «Se dignó ser colocado sobre el heno y no tuvo horror al pesebre», canta la liturgia natalicia (Breviario Romano).

Quien desea seguir a Jesús más de cerca, se despoja voluntariamente y de corazón por amor suyo del apego a las riquezas y a nuestro bienestar material, de las comodidades, de lo superfluo. El voto o la promesa de pobreza nos obliga ya a este desprendimiento; pero aun suponiendo que no tuviéramos tal compromiso, ¿cómo soportaría tranquilamente nuestra conciencia una vida cómoda, viendo a nuestro Dios abrazado voluntariamente con tan grande pobreza e incomodidad?

Mira en qué condiciones está el Niño Jesús: pajas punzantes, escasos pañales, un establo de animales por casa, un pesebre por cuna... Ante el pesebre nos convencemos de que el camino de la nada no nos pide demasiado: «No andar buscando lo mejor de las cosas temporales sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto, hay en el mundo. (S. JUAN DE LA CRUZ, Subida I, 13, 6). El camino de la nada lleva rápidamente a Belén, donde Dios se ha unido a la humanidad de la manera más íntima y personal y donde nos espera para unirse con nuestras almas.

Pero del mismo modo que la humildad y la pobreza disponen el corazón a un más perfecto amor de Dios y a una más íntima comunión con él, lo disponen también a un amor del prójimo más perfecto y a una comunión fraterna más íntima.

San Pablo propone a los fieles que emulen los sentimientos de humildad de Cristo, para que renegando el amor propio, realicen entre sí una verdadera unión de espíritus y una caridad unánime (Fp 2, 2). Y propone el ejemplo de la pobreza del Señor, para que aprendan a hacerse pobres como él en beneficio de los más necesitados. El amor a Dios es perfecto sólo cuando lo es el amor a los hermanos. El apóstol San Juan, cuya fiesta celebra hoy la Iglesia, es el heraldo de esta gran verdad: «Quien ama a Dios, ama también a su hermano» (1 Jn 4, 21).

<<¡Oh Dios increado!, hazme digna de tu amor profundo y de tu ardentísima caridad; haz que yo pueda comprender aquella caridad inefable que nos comunicaste, mostrándonos al Hijo en la Encarnación y cuando el Hijo se manifestó a nosotros. ¡Oh amor admirable, en ti se encuentra en verdad todo sabor y toda suavidad y gozo! Esta es la contemplación que levanta al alma del mundo y la mantiene sobre sí en un estado de paz y de tranquilidad>>.(B. ANGELA DE FOLIGNO, II libro della B. Angelo).

<<¡Oh Jesús!... la voluntad se inclina a amar adonde tan innumerables cosas y muestras ha visto de amor, y querría pagar alguna; en especial se le pone delante cómo nunca te quitas de con ella tú, verdadero amador, acompañándola, dándole vida y ser. Luego el entendimiento acude con darle a entender que no puede cobrar mejor amigo, aunque viva muchos años; que todo el mundo está lleno de falsedad, y estos contentos que le pone el demonio, de trabajos y cuidados y contradicciones...

Razones son éstas para vencer los demonios. Mas ¡oh Señor y Dios mío!, que la costumbre en las cosas de vanidad y el ver que todo el mundo trata de esto lo estraga todo. Porque está tan muerta la fe, que queremos más lo que vemos que lo que ella nos dice; y a la verdad, no vemos sino harta malaventura en los que se van tras estas cosas visibles... ¡Ah, Señor mío!, aquí es menester vuestra ayuda, que sin ella no puede hacer nada. Por vuestra misericordia no consintáis que esta alma sea engañada para dejar lo comenzado. Dadle luz para que vea cómo está en esto todo su bien>>.(STA. TERESA DE JESUS, Moradas).

 

 

 

33. GLORIA A DIOS

 

28 DE DICIEMBRE

 

«Gloria a Dios en las alturas. Gloria a ti, oh Jesús, nacido de la Virgen» (Lc 2, 14; Breviario Romano).

 

1.Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas» (Lc 2, 13-14). El Verbo se hizo carne para nuestra salvación, para nuestra felicidad. Y, sin embargo, el fin primario de la Encarnación, como de todas las obras de Dios, es su gloria; porque él, Bien único y absoluto, no puede querer nada sino para su gloria.

Al enviar a su Hijo Unigénito para salvar a los hombres, quiso glorificar su infinita bondad, quiso glorificarse a sí mismo en la obra de nuestra salvación, llevada a cabo por un acto supremo de su amor misericordioso. La obra de la creación glorifica a Dios en su sabiduría y omnipotencia, la obra de la Encarnación le glorifica en su amor.

Y, como Dios no podía manifestar mayor misericordia y mayor amor que dando a su Hijo para salvar a los hombres, ninguna obra tampoco puede glorificarle por encima de la Encarnación del Verbo.

Por eso en el nacimiento del Redentor cantaron los ángeles: «Gloria a Dios en lo más alto de los cielos». Canto que la Iglesia ha recogido y amplificado en aquel Gloria que se repite en toda misa festiva: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial».

En ninguna ocasión, como en las fiestas de Navidad, se siente la necesidad de repetir este canto, más con el corazón que con los labios. Todo creyente se siente más que nunca impulsado a alabar a su Dios, tan inmenso, tan grande, tan hermoso, pero al mismo tiempo tan bueno, tan misericordioso, tan lleno de amor. «Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor... Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como Salvador a tu único Hijo» (Plegaria eucarística, IV). Pero no basta el canto: el alma quería transformarse en una incesante «alabanza de su gloria».

 

2.«Todos fuimos predestinados en Cristo para que seamos encomio de su gloria» (Ef 1, 11-12). Todo cristiano es por sí mismo un argumento de la gloria de Cristo: su elevación al orden sobrenatural, su santificación, su felicidad eterna, tienen como fin supremo la gloria de aquel que le ha redimido. El cristiano, y más aún el alma consagrada, ha de portarse de tal modo que todas sus obras y su vida entera sean una alabanza de gloria a la Santísima Trinidad y a Cristo nuestro Señor.

La Iglesia nos presenta estos días las «primicias» de estos «verdaderos cristianos» que, con sus obras y hasta con la muerte, cantaron las gloria del Redentor: los vemos en el cortejo del Niño-Dios, como ángeles de la tierra que unen sus cantos a los ángeles del cielo.

San Esteban, el protomártir, nos enseña que el alma que ama fielmente debe estar dispuesta a darlo todo, a darse a sí misma, y aun la vida por la gloria de Dios.

San Juan Evangelista, «el bienaventurado Apóstol a quien fueron revelados los secretos celestiales» y que más que nadie penetró en el misterio de Dios-Caridad, nos dice que el amor del prójimo «es el precepto del Señor y que, si se observa, él sólo basta» (Brev. Rom.) para glorificar al que es amor infinito.

Los Santos Inocentes, «los primeros tiernos pimpollos de la Iglesia» (Brev. Rom.), demuestran que la voz de la inocencia es un himno de gloria a Dios, muy semejante al de los ángeles: «De la boca de los niños y de los que maman has hecho salir la alabanza (Ps 8, 3).

Pero este himno resuena más fuerte y elocuente aún, cuando se une al sacrificio de la sangre: «Los Inocentes Mártires Confesaron la gloria de Dios no con las palabras, sino con la muerte» (Brev. Rom.).

Que la vida de todo cristiano sea un himno de alabanza al Señor, no con las palabras, sino con las obras, «para testimoniar con nuestra vida la fe que confesamos de palabra» (Colecta).

 

<<¡Oh eterno e infinito Bien, oh Loco de amor! ¿Necesitas, acaso, de tu criatura? Sin embargo, así lo parece, porque obras de tal manera como si sin ella no pudieses vivir, siendo así que tú eres vida y que todo tiene vida para ti, y sin ti nada vive. ¿Cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y te deleitaste con ella en ti mismo, y quedaste ebrio de su salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella se aleja, y tú te acercas. Ya más cerca de ella no podías llegar al vestirte de su humanidad>>. (STA. CATALINA DE SENA, Diálogo).

<<Tú, siendo grande y rico, por amor nuestro te hiciste pequeño y pobre, quisiste nacer fuera de casa en un establo, ser envuelto en pañales, amamantado con leche de la Virgen y reclinado en el pesebre entre el buey y el asnillo. Entonces «alboreó para nosotros el día de la redención nueva, de la reparación antigua, de la felicidad eterna; entonces destilaron miel los cielos por todo el mundo». Abraza ahora, alma mía, aquel divino pesebre, posa tus labios en los pies del Niño y bésalos con amor. Medita luego en la vela de los pastores; admira el innumerable ejército de los ángeles que hacen la salva; mezcla tu voz a las celestes melodías, cantando con el corazón y con la boca: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad>>.(S. BUENAVENTURA, El árbol de la vida).

34. PAZ A LOS HOMBRES

29 DE DICIEMBRE

«¡Oh Jesús, príncipe de la paz, dame tu paz! >>(Is 9, 5)

 

1.En Belén anuncian los ángeles dos cosas: Gloria a Dios y paz a los hombres. Nadie da tanta gloria a Dios como ese pequeño niño que yace sobre la paja. Sólo él, porque es el Verbo eterno, puede tributarle una alabanza perfecta, infinita, digna. Y nadie puede traer al hombre la paz más que Jesús Salvador, pues, borrando la ofensa del pecado, reconcilia al hombre con su Creador y establece entre ellos un nuevo pacto: el Creador será Padre, y el hombre su hijo.

«Dios, para establecer la paz o comunión con él y una fraterna sociedad entre los hombres pecadores, dispuso entrar en la historia humana de modo nuevo y definitivo, enviando a su Hijo en carne nuestra, a fin de arrancar por él a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás y en él reconciliar consigo al mundo» (AG 3).

 La primera y grande paz de que tiene necesidad el hombre es precisamente ésta: las buenas relaciones con Dios, relaciones filiales de amor, de amistad. Cuando los ángeles cantan: «paz a los hombres de buena voluntad», anun­cian que el Padre celestial no sólo perdona el pecado, sino que acoge a los hombres como hijos suyos y los admite de nuevo a la comunión consigo.

Es la «buena voluntad», es decir, la benevolencia divina que sale al encuentro de la humanidad para ofrecerle su paz, en la cual se contiene todo bien y toda salvación. Y esta paz es dada a los hombres por medio de Cristo Salvador que ya había sido anunciado por los profetas como «Príncipe de la paz» (Is 9, 5).

De la paz con Dios, del hecho de sentirse hijos suyos, objeto de su amor, se deriva la paz con los hombres. Y también ésta es fruto de la mediación de Cristo: «El es nuestra paz», exclama San Pablo. «Y viviendo nos anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca, pues por él tenemos los unos y los otros el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 14.17-18).

2.«Paz a los hombres de buena voluntad». Si la «buena voluntad» indica sobre todo la benevolencia de Dios hacia los hombres, significa también la buena voluntad de los hombres, con la cual deben acoger la paz traída por el Mesías a la tierra.

La voluntad es «buena» cuando es recta, dócil, decidida. Recta, es decir, orientada total y sinceramente hacia el bien. Dócil, dispuesta siempre a seguir cualquier indicación de la voluntad divina. Decidida, pronta a realizar el divino querer, aun cuando se interpongan obstáculos y dificultades y se necesiten sacrificios.

A través de las circunstancias de la vida, aun de las más insignificantes, nos invita continuamente el Señor a la generosidad, a la abnegación: tenemos que entregarnos sin titubeos, confiando en que si Dios nos lo pide, nos dará igualmente la fuerza para cumplirlo. Tal fue la conducta de los pastores: apenas oyeron el anuncio del Ángel lo dejaron todo, rebaño y descanso, «fueron con presteza y encontraron... al Niño acostado en un pesebre» (Le 2, 16). Fueron los primeros en hallar a Jesús y en gustar de su paz.

Escribe Santa Teresa: «La santa paz es juntarse con la voluntad de Dios, de manera que no haya división entre él y ella, sino que sea una misma voluntad; no por palabras, no por solo deseos, sino puesto por obra de manera que, en entendiendo que sirve más a su Esposo en una cosa, haya tanto amor y deseo de contentarle, que no escuche las razones que le dará el entendimiento, ni los temores que le pondrá, sino que deje obrar la fe de manera que no mire provecho ni descanso, sino acabe ya de entender que en esto está todo su provecho» (Con­ceptos, 3, 1).

Esta es la perfecta «buena voluntad». María y José son modelos insuperables de ella, pues no obstante la oscuridad del misterio y los enormes sacrificios, se abandonaron totalmente al plan divino y tuvieron la alegría inmensa de acoger al rey del cielo entre sus brazos. Cuanto más dispuesta está la voluntad, más íntima es la unión con Dios y más profunda la paz y la alegría.

 

<<¡Oh Deidad eterna!, en ti veo el amor inestimable; y ya que por nuestra miseria y fragilidad caímos en la fealdad del pecado en la desobediencia de nuestro primer padre, veo que el amor te obligó a abrir sobre nosotros miserables, tú alto y eterno Padre, el ojo de tu misericordia, mandando el Verbo de tu Unigénito Hijo, Verbo, Palabra encarnada, cubierto con nuestra carne y vestido de nuestra humanidad.

Y tú, Cristo Jesús, reconciliador, reformador y redentor nuestro, eres hecho mediador, Verbo, amor: y de la grande guerra que el hombre tenía con Dios has hecho una grande paz...

¡Oh Deidad eterna! Yo confieso que tú eres un mar pacífico, donde pace y se nutre el alma que descansa en ti con el afecto, el amor y la unión de amor, conformando su voluntad con tu alta y eterna voluntad, que no desea más que nuestra santificación. Por eso el que considera esto, se despoja de su voluntad y se viste de la tuya>>.(STA. CATALINA DE SENA, Preghiere ed Elevazioni).

 

<<¡Oh Jesús, tú has venido para enderezar nuestros pasos en el camino de la paz. ¡Oh paz, prenda querida de mi corazón! ¡Oh Jesús, que «eres» mi «paz» y que me pones en paz con Dios, conmigo mismo y con los demás! ¿Cuándo podrá yo, por la fe en la remisión de los pecados, por la tranquilidad de mi conciencia y por la dulce confianza en tus favores... poseer en todas las circunstancias de mi vida esta paz que mora en ti, que viene de ti y que eres tú mismo?(J. B. BOSSUET, Elevazione a Dio Sui misteri).

 

<<¡Oh Verbo eterno del Padre, Hijo de Dios y de María!, renueva una vez más en el arcano secreto de las almas el prodigio admirable de tu nacimiento. Reviste de inmortalidad a los hijos de tu redención; inflámales con tu caridad, únelos con los vínculos de tu Cuerpo místico para que tu venida traiga a todos, individuos y pueblos, la alegría verdadera, la paz segura la sincera fraternidad>>.(JUAN XXIII, Breviario).

35. SIGNO DE CONTRADICCION

30 DE DICIEMBRE

 

«Te doy gracias, Señor, porque han visto mis ojos tu salvación» (Lc 2, 30).

 

1.El Evangelio narra que cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José «lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (Le 2, 22). En el templo fue tomado en brazos por Simeón, que pronunció la famosa profecía: «Puesta está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción» (ib. 34).

El Hijo de Dios se hace hombre en favor de todos los hombres, trae y ofrece a todos la salvación, pero muchos no le reciben. «Por él fue hecho el mundo —dice S. Juan— pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1, 10-11), ¡Cuánta tristeza en esta constatación! Es el gran misterio de la libertad humana.

Dios pone delante de sí a su criatura, inteligente y libre: le ofrece todos los tesoros de salvación y de santidad encerrados en los méritos infinitos de Cristo; el hombre es libre de aceptarlos o de rehusarlos. He aquí nuestra tremenda responsabilidad. Jesús ha venido para salvarnos, para santificarnos, para darse todo a nuestra alma; está dispuesto a hacerlo, lo desea hacer, pero no lo hará si nosotros no aceptamos libremente su don infinito, si no respondemos a sus amorosos desvelos con el don insignificante pero libre, de nuestra voluntad. «Como él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos, mas no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo» (S. TERESA DE JESUS, Camino, 28, 12).

Pero si para aquellos que le rehúsan Jesús es motivo de caída, para aquellos que abren la mente y el corazón a su mensaje es motivo de vida, de una vida tan nueva que bien merece el nombre de resurrección. «Mas a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos Dios, a aquellos que creen en su nombre» (Jn 1, 12). Tal es el poder de la fe vivificada por el amor.

 

2.Entre todos los que se encontraban en el templo cuando Jesús Niño fue presentado en él, solamente dos personas reconocieron al Salvador: el anciano Simeón y Ana la profetisa. De Simeón se escribe que «era justo y amado de Dios y esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él» (Lc 2, 25); y de Ana, que «no se apartaba del templo, sirviendo con ayunos oraciones noche y día« (Lc 2, 37).

He aquí las características de las almas bien dispuestas a recibir a Jesús: justicia, o sea rectitud de mente y de voluntad, deseo sincero de Dios, asiduidad en su servicio, vida de oración y de mortificación. Cuanto más profundas sean estas disposiciones, más abierta estará el alma a la acción divina: la luz del Espíritu Santo le hará conocer que Jesús es su Salvador, su Santificador, y así Jesús podrá cumplir plenamente en ella su obra.

Tales criaturas se encuentran de modo particular bajo el influjo del Espíritu Santo que les da la intuición de las cosas divinas y las guía de manera providencial para que sepan descubrir a Jesús en el momento oportuno, comprender mejor su mensaje y penetrar el sentido del Evangelio.

Para reconocer al Señor hay que ser movidos interiormente como Simeón por el Espíritu; y el Espíritu mueve a quien es «justo» en tal grado que es «amado de Dios» y vive en la espera de su venida. El Espíritu mueve a quien, como Ana, «sirve a Dios noche y día» en el cumplimiento de su voluntad, en oración continua y en espíritu de penitencia.

Para estas criaturas Jesús es motivo de resurrección en el sentido más pleno; son éstos los verdaderos hijos de Dios, «que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos (Jn 1, 13). «Todos los que son movidos por el Espíritu de Dios —afirma S. Pablo— éstos son hijos de Dios» (Rm 8, 14); están muertos al pecado y resucitados a una nueva vida en Cristo.

 

<<Este mundo que ha sido hecho por Dios y que le ha reconocido, es también mi alma. Tú me has hecho, me has colmado de bienes, te has dado a conocer a mí; poco a poco yo te he abandonado y he terminado por no conocerte más, por ni siquiera creer en ti. ¡Perdón, oh Señor! Tú me has convertido, me has buscado como el buen Pastor busca a la oveja descarriada. Me has vuelto al redil con fuerza y con extrema dulzura, me has colmado de gracias aún más grandes que las primeras, has tratado al hijo pródigo mejor que al hijo fiel, y no obstante yo sigo pecando aún; y cuando peco, mi alma ya no te conoce ni te ama. ¡Perdón, perdón! >>(CARLOS DE FOLICALILD, Meditaciones sobre el Evangelio).

 

<<¡Oh Señor Jesús, Dios y Redentor nuestro, revelación del Padre, nuestro hermano mayor y amigo nuestro, haz que te podamos contemplar con alegría; haz callar el estrépito de las criaturas para que sin obstáculo alguno podamos ir en tu seguimiento. Revélate a nuestras almas como un día te revelaste a los discípulos de Emaús explicándoles las páginas sagradas que hablaban de tus misterios; y entonces sentiremos nuestros corazones «llenos de ardor» para amarte y unirnos contigo.

¡Creo, Señor Jesús, pero tú aumenta mi fe! ¡Tengo plena confianza en la realidad y en la plenitud de tus méritos, pero confirma tú esta confianza! ¡Te amo, Señor, que nos has manifestado tu amor en todos tus misterios, pero tú fortalece este amor! >>(C. MARMION, Cristo en sus misterios).

36. HACIA LO ETERNO

31 DE DICIEMBRE

 

«Que yo viva con la bienaventurada esperanza en la manifestación gloriosa de nuestro Salvador Jesucristo» (Tt 2, 13).

 

1.El tiempo pasa y no vuelve más. Dios ha señalado a cada hombre un tiempo determinado para realizar el plan que se ha prefijado sobre él: el tiempo de la vida terrena. Y éste es para cada uno «el tiempo propicio, éste es el día de la salud» (2 Cr 6, 2), en el cual hay que trabajar asiduamente para cooperar con la gracia a la propia santificación. Pasado este tiempo, ya no habrá otro; y el tiempo mal empleado se ha perdido para siempre. Así es nuestra vida: un continuo fluir, un incesante correr del tiempo que ya no vuelve.

En la eternidad, por el contrario, no sufriremos cambios: todo será inmutable. Cada hombre permanecerá fijo en el grado de amor que haya alcanzado en el tiempo; si ha conseguido un alto grado de amor, su gloria y su amor eternos gozarán de la misma altura; pero si su caudal de amor es exiguo, no dispondrá de más por toda la eternidad.

Acabado de fluir el tiempo, ya no es posible ningún progreso. «No nos cansemos de hacer el bien — nos exhorta S. Pablo—, que a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos. Por consiguiente, mientras haya tiempo hagamos bien a todos» (GL 6, 9-10). Cada año que pasa es un aviso para atesorar el tiempo presente, santificándolo por medio de la caridad. «Se trata de dar a cada instante el máximo amor, de hacer eterno el instante que huye, dándole el valor de la eternidad» (Sor Carmela del Espíritu Santo, p. 182).

La caridad santifica todas las acciones, aun las más banales e indiferentes, dándoles un valor de vida eterna. Y no sólo eso, sino que «la misma caridad nos apremia a vivir más y más para aquel que murió y resucitó por nosotros. Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo... para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena, merezcamos entrar con él en las bodas y ser contados entre los escogidos» (LG 48). De este modo al fin de la vida habremos realizado los designios de Dios sobre nuestra alma y habremos alcanzado el grado de amor que Dios espera de cada uno de nosotros y con el cual le amaremos y glorificaremos por toda la eternidad.

Para crecer en el amor, solamente disponemos de la breve jornada de esta vida terrena, y si queremos hacerla fructificar todo lo posible, necesitamos una fuerte dosis de energía no sólo para hacer obras buenas, sino para realizarlas con todo el corazón, venciendo la pesadez y pereza natural. De esta manera el amor crecerá sin medida, y con Santa Teresa del Niño Jesús podrá el alma decir a Dios: «Vuestro amor me previno desde la infancia, creció conmigo, y ahora es un abismo cuya profundidad me es imposible medir» (Historia de un alma, 10, 38: pp. 374-375).

Pero ¿cuáles son las obras buenas que cada uno debe cumplir? Únicamente las que le son indicadas por la voluntad de Dios; sólo éstas tienen el poder de santificarlo. «Es preciso —decía Jesús— que yo haga las obras del que me envió mientras es de día; venida la noche, ya nadie puede trabajar» (Jn 9, 4). Para esto se encarnó: «Heme aquí que vengo... para hacer ¡oh Dios! tu voluntad» (Hb 10, 7); y para esto vivió: «¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Para Jesús la vida tiene una sola finalidad y una sola preocupación: la voluntad, los intereses, la gloria del Padre.

Ponerse a seguir a Cristo significa hacer revivir en nosotros esta actitud suya de fondo, por la que estamos convencidos de que la sola cosa que tiene valor es la de «ocuparse en las cosas del Padre». Pero ¡cuántas veces, por el contrario, se disipa la existencia del cristiano en mil direcciones, en mil futilidades, cosas caducas que pasan con el pasar del tiempo y que no hacen más que marcar la vanidad de la vida terrena!

Sólo el tiempo dedicado a Dios y al cumplimiento de su voluntad no pasa; se fija en Dios haciendo al hombre partícipe de su misma inmutabilidad. Entonces el fluir del tiempo no echa un velo de tristeza sobre la existencia del hombre, sino que le colma el corazón de alegría porque le va poniendo cada vez más cerca su encuentro eterno con Dios. Sea, pues, cada año un paso adelante hacia nuestra verdadera patria, y cada día esté señalado con la espera ansiosa del Señor: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

 

«Parece, Señor mío, que descansa mi alma considerando el gozo que tendrá, si por vuestra misericordia le fuere concedido gozar de Vos. Mas querría primero serviros, pues ha de gozar de lo que Vos, sirviéndola a ella, le ganasteis. ¿Qué haré, Señor mío? ¿Qué haré, mi Dios? ¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos y qué temprano andabais Vos, Señor, granjeando y llamando para que toda me emplease en Vos!

¿Por ventura, Señor, desamparasteis al miserable, o apartasteis al pobre mendigo cuando se quiere llegar a Vos? ¿Por ventura, Señor, tienen término vuestras grandezas o vuestras magníficas obras? ¡Oh, Dios mío y misericordia mía! ¡Y cómo las podréis mostrar ahora en vuestra sierva! Poderoso sois, gran Dios. Ahora se podrá entender si mi alma se entiende a sí, mirando el tiempo que ha perdido, y cómo en un punto podéis Vos, Señor que le torne a ganar. Paréceme que desatino, pues el tiempo perdido suelen decir que no se puede tornar a cobrar. ¡Bendito sea mi Dios!>>

 

<<«¡Oh Señor! Confieso vuestro gran poder. Si sois poderoso como lo sois, ¿qué hay imposible al que todo lo puede? Quered, Vos, Señor mío, quered, que, aunque soy miserable, firmemente creo que podéis lo que queréis, y mientras mayores maravillas oigo vuestras y considero que podéis hacer más, más se fortalece mi fe y con mayor determinación creo que lo haréis Vos. ¿Y qué hay que maravillar de lo que hace el Todopoderoso? Bien sabéis Vos, mi Dios, que entre todas mis miserias nunca dejé de conocer vuestro gran poder y misericor­dia. Válgame, Señor, esto en que no os he ofendido. Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido, con darme gracia en el presente y porvenir, para que parezca delante de Vos con vestiduras de bodas, pues, si queréis podéis»(STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones).

 

<<¡Oh Dios mío!, mi vida entera está marcada con gracias y favores concedidos a quien es completamente indigno de ellos. No tengo necesidad de creerlo, pues larga es la experiencia que tengo de los cuidados providenciales que tú me has prodigado. Año tras año me has ido llevando adelante, apartando las insidias de mi camino, y me has confortado, aliviado, dirigido y sostenido. ¡No me abandones, Señor, cuando mis fuerzas vengan a menos!Tú no me abandonarás: puedo confiar tranquilamente en ti. Tú serás leal conmigo hasta el final, si es que yo, aunque pecador, lo seré contigo. Puedo, pues, descansar tranquilo entre tus brazos y dormirme en tu regazo. Dame y acrecienta en mí —sólo esto te pido— la sinceridad hacia ti que selle nuestro pacto mutuo y sea garantía para mi corazón y para mi conciencia de que no te olvidarás de mí, el último de tus hijos.(J. H. NEWMAN, Maturitá cristiana).

37. SOLEMNIDAD DE LA SANTA MADRE DE DIOS

1 DE ENERO

 

«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42).

 

1.La reforma litúrgica ha consagrado a la Madre de Dios la octava de Navidad que coincide con el comienzo del año civil y que, según el Evangelio, es el día en que fue impuesto el nombre a Jesús: «Cuando se hubieron cumplido los ocho días le dieron el nombre de Jesús» (Lc 2, 21).

Al tema del nombre del Señor, recordado explícitamente en el Evangelio de hoy, se entona la primera lectura con el texto de una conmovedora bendición sacerdotal sugerida por Dios mismo: «De este modo habréis de bendecir a los hijos de Israel; diréis: Que Yahvé te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia... Así invocarán mi nombre... y yo los bendeciré (Nm 6, 23-27).

 La bendición del Señor, reservada un tiempo a los hijos de Israel, se extiende hoy a todos los pueblos por mediación de Jesús. «En Cristo» bendice Dios «con toda bendición espiritual» (Ef 1, 3) a quien le busca con corazón sincero; por Cristo «vuelve a él su rostro y le da la paz» (Nm 6, 26). No hay modo mejor de comenzar el año que invocando el nombre de Dios y recibiendo de él el don precioso de la paz.

La consideración de un niño «de ocho días» no puede separarse del recuerdo de su madre; y por eso la liturgia se dirige hoy espontáneamente a María, la Virgen Madre, presente siempre, aunque discretamente, donde quiera se encuentra su Hijo divino. Mirando a Cristo la Iglesia invoca la intercesión maternal de María sobre todos los creyentes: «Dios y Señor nuestro... concédenos experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida (Colecta).

La bendición de Dios adquiere, por decirlo así, un tono materno: los creyentes son bendecidos en Jesús por intercesión de María, porque sólo la pureza y el amor de esta humilde Virgen los hacen dignos «de recibir al autor de la vida», Jesús, Hijo de Dios.

La bendición del Señor prometida a Israel, llegue hoy, por medio de Jesús y de María, a todos los hombres, trayendo a todos los corazones la gracia y la paz: «Apiádese Dios de nosotros y nos bendiga» (Ps 67, 2).

 

2.La presencia de María aflora con insistencia en los varios textos litúrgicos, pero siempre de forma velada, perfectamente entonada a su carácter, todo silencio y humildad.

En la segunda lectura S. Pablo la menciona, pero no la nombra; subraya únicamente el hecho del nacimiento de Cristo de una mujer: «Envió Dios a su Hijo nacido de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos» (GI 4, 4-5).

La encarnación del Hijo de Dios se ha realizado de un modo virginal, pero por la vía normal de la naturaleza humana: nace de una mujer, María, y por medio de ella se introduce hombre entre los hombres. Y precisamente porque pertenece a su estirpe, porque es su hermano en la carne, Jesús puede rescatar a los hombres y hacerlos hermanos suyos en el espíritu y por lo tanto participantes de su filiación divina.

La gracia de adopción llega a los hombres por mediación de María, que, siendo madre de Cristo, es también madre de los que en Cristo son hechos hijos de Dios. Si en el corazón de los creyentes mora «el Espíritu de su Hijo que grita ¡Abba, Padre!» (ib. 6), esto se debe también —por haberlo así dispuesto Dios— a la función materna de María Santísima.

Con igual discreción presenta el Evangelio de la misa del día a María en actitud de cumplir su oficio de madre. La narración de Lucas deja entrever a María que, poco después del nacimiento de Jesús, acoge a los pastores y «llena de alegría, les muestra a su Hijo primogénito» (LG,157), escuchando con atención cuanto ellos cuentan de la aparición y anuncio del ángel. Luego, mientras se van los pastores glorificando y alabando a Dios por lo que habían oído y visto (Lc 2, 20), María se queda junto a su Hijo «guardando todas estas cosas y meditándolas en su corazón» (ib. 19).

María es madre de Jesús no sólo porque le ha dado la carne y la sangre, sino también porque ha penetrado íntimamente en su misterio y se ha unido a él de la manera más profunda: «se consagró totalmente a sí misma... a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él» (LG 56). Por eso María «es nuestra Madre en el orden de la gracia» (ib. 61).

 

<<Tú, ¡oh Benigno!, que naciste por nosotros de una Virgen... no desprecies a los que formaste con tu mano; muestra tu poder a los hombres, ¡oh Misericordioso! Escucha a la que te engendró, tu Madre que intercede por nosotros, y salva, ¡oh Salvador nuestro!, al pueblo desolado>>. (Oraciones de rito bizantino a la Madre de Dios).

 

<<¡Oh Hija siempre virgen que pudiste concebir sin intervención de varón! Porque el que tú concebiste tiene un Padre eterno. ¡Oh hija de la estirpe terrestre que llevaste al Creador en tus brazos divinamente maternales!...

Verdaderamente tú eres más preciosa que toda la creación, porque sólo de ti ha recibido el Creador en herencia las primicias de nuestra materia humana. Su carne ha sido hecha de tu carne, su sangre de tu sangre; Dios se ha alimentado con tu leche, y tus labios han tocado los labios de Dios...

¡Oh mujer toda amable y mil veces bienaventurada! «Tú eres bendita entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu seno». ¡Oh Mujer, hija del rey David y Madre de Dios, rey universal! Obra maestra viviente, en quien Dios creador se complace, y cuyo espíritu es guiado sólo por Dios y a él sólo atiende... Por él tú viniste a la vida y en gracia a él servirás a la salvación universal, para que por medio tuyo se cumpla el antiguo designio de Dios, que es la encarnación del Verbo y nuestra divinización>>. (S. JUAN DAMASCENO (atribuido), Homilía in nativ. B. V. M.).

 

<<Quiero considerar este año nuevo, oh Jesús mío, como una página en blanco que tu Padre me presenta y en la cual irá escribiendo día tras día lo que haya dispuesto de mí en sus divinos designios. Yo desde este momento escribo en la cabecera de la primera página con absoluta confianza: Domine, fac de me sicut vis: Señor, haz lo que quieras de mí. Y al final de esa misma página pongo ya desde ahora el amén, el sí de mi aceptación a todas las disposiciones de tu voluntad divina. ¡Oh Señor!, desde este momento, sí a todas las alegrías, a todos los dolores, a todas las gracias, a todas las fatigas que has preparado para mí y que día tras día me irás descubriendo. Haz que mi amén sea el amén de Pascua, seguido siempre por el aleluya, esto es, pronunciado con todo el corazón, con la alegría de una entrega completa. Dame tu amor y tu gracia y no necesitaré otra cosa para ser rico>>. (Sor CARMELA DEL ESPIRITU SANTO, Escritos inéditos).

38. DOMINGO II DESPUES DE NAVIDAD (Trasladar esta meditación según el calendario del año).

 

«Gloria a ti oh Cristo, predicado a las naciones, creído en el mundo» (2 Tm 3, 16).

 

1.«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14); este versículo del cuarto Evangelio, repetido como estribillo en el salmo responsorial, sintetiza la liturgia del segundo domingo después de Navidad, que prolonga la reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado.

La primera lectura (Ec 24, 1-4, 8-12) nos introduce el argumento. Es la descripción de la Sabiduría divina que desde el principio de la creación ha estado presente en el mundo ordenando todas las cosas y que, por voluntad del Altísimo, ha puesto su «tienda en Jacob», es decir, entre el pueblo de Israel: «tuve en Sión morada y estable... Eché raíces en el pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad». En el Antiguo Testamento la sabiduría es considerada como atributo y como presencia de Dios entre los hombres.

Pero el Nuevo Testamento supera inmensamente esta posición. La sabiduría de Dios se presenta como Persona divina, y no de una manera alegórica, sino del modo más real y concreto: es Cristo Jesús, Hijo de Dios, que encarna toda la sabiduría del Padre y es la «sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 24).

En Cristo la Sabiduría de Dios toma carne humana y viene a morar entre los hombres para revelarles los misterios de Dios y guiarlos más directamente a él. No se trata de una revelación que se detiene en el plano del conocimiento, sino que tiende por el contrario a lanzar a los hombres en el mismo torrente de la vida divina para hacerlos hijos de Dios. Tema éste que S. Pablo desarrolla en la segunda lectura: Dios nos eligió y «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 4-5).

La comprensión de este plan divino, que coincide con la historia de la salvación, debe estar a la base de la formación de todos los creyentes; por eso pide el Apóstol a Dios que les conceda «espíritu de sabiduría y de revelación» iluminando sus corazones para que entiendan cuál es la esperanza a les ha llamado (ib. 17-18).

¿Pero quién, fuera de Jesús, que es la Sabiduría y la Palabra del Padre, puede revelar plenamente a los hombres estas divinas realidades? Escuchando y contemplando a Jesús, el hombre descubre los maravillosos designios de Dios para su salvación y a cuál esperanza ha ido llamado.

2.—Mientras S. Pablo se complace en presentar a Cristo como «sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 24), «irradiación de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3), el evangelista S. Juan nos lo presenta como el Verbo, significando con este término el pensamiento y la palabra de Dios. Se trata de la misma realidad divina presentada con matices diversos; el Hijo de Dios es Dios, igual en todo al Padre: en él está toda la sabiduría, todo el pensamiento, toda la palabra del Padre; él es el Verbo.

«Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Así nos presenta Juan la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que preside con el Padre y el Espíritu Santo la creación del universo; pero sobre todo la presenta como vida y luz de los hombres que viene al mundo para vivificarlos e iluminarlos. «Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre... Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron dióles poder de poder ser hijos de Dios» (ib. 9. 11-12).

Es el mismo pensamiento expresado por S. Pablo en la carta a los Efesios. El Verbo, Hijo de Dios, encarnándose viene al mundo, se llama Cristo Jesús y los que le reciben, o sea, los que «creen en su nombre» (ib. 12), en él y por él se hacen hijos de Dios.

El sublime prólogo de Juan culmina en la contemplación del Verbo encarnado: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria» (ib. 14). No es ya la sabiduría como atributo y signo de la presencia de Dios la que viene a poner su tienda entre los hombres, sino la Sabiduría como segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios «hecho carne», hecho verdadero hombre.

El Evangelista habla de él como testimonio ocular: lo ha visto con sus propios ojos, lo ha tocado con sus manos y escuchado con sus oídos (1 Jn 1, 1-3); lo ha visto Hombre entre los hombres, conviviendo su misma vida; pero al mismo tiempo ha podido contemplar su gloria: en el Tabor, en las apariciones después de la Resurrección, en la Ascensión al cielo.

Todo lo que el Evangelista ha visto y contemplado quiere transfundirlo en los que lean su testimonio, para que crean en Cristo, Verbo encarnado, para que todos le acojan y reciban de su plenitud «gracia sobre gracia» (Jn 1, 16) y en especial la gracia de conocer a Dios. «A Dios nadie le vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (ib. 18).

 

<<La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba al Señor tu Dios, Sión... Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina; él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. (Leccionario, responsorial).

¡Oh Sabiduría eterna, llena de bondad e infinitamente benéfica!, tú has constituido tu placer y tus delicias en estar y conversar con los hombres. Y esto se realizó cuando tú, oh Verbo, te hiciste hombre y pusiste tu morada entre los hombres. Que yo me deleite contigo, oh Verbo, pensamiento y sabiduría de Dios. Que yo escuche la palabra que me habla en un profundo y admirable silencio. Que la escuche con los oídos del corazón, diciéndote con Samuel: «Habla, oh Señor, que tu siervo escucha». Haz que, imponiéndome silencio a mi mismo y a todo lo que no es Dios, deje correr dulcemente mi corazón hacia el Verbo, hacia la Sabiduría eterna... que se hizo hombre y estableció su morada en medio de nosotros>>.(Cfr. J. B. BOSSUET, Elevazioni a Dio sui misteri)>>.

 

<<Jesucristo, Señor y Dios nuestro, por la voluntad del Padre en los tiempos eternos, naciste en los últimos tiempos de una Virgen que no conoció varón; te sometiste a la ley para rescatarnos de la ley, liberarnos de la servidumbre de la corrupción y concedernos la dignidad de hijos... Señor mío, líbrame ahora de toda vanidad, realiza tu promesa y líbranos de la vergüenza del pecado, para llenar nuestros corazones con el Espíritu Santo, que podamos decir: Abba, Padre. Haz de nosotros hijos de tu Padre, sálvanos de todos los males de este mundo. (Oraciones de los primeros cristianos).

39. EL NOMBRE QUE SALVA

2 DE ENERO

 

«Yahvé, Señor nuestro, ¡cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!»(Ps 8, 1).

 

1.Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al Niño, le dieron el nombre de Jesús, impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno» (Lc 2, 21). Este nombre no fue elegido en la tierra sino en el cielo y fue anunciado por voluntad de Dios tanto a María como a José.

A María había dicho el ángel: «darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (ib. 1, 31); y a José había explicado: «él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Ningún nombre, como éste asignado al Hijo del Altísimo, expresa tan cabalmente la realidad profunda del que lo lleva. Jesús, como dice su nombre, es por naturaleza el Señor que salva.

«Ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Hc 4, 12), declara S. Pedro después de haber curado en el nombre de Jesús al tullido que pedía limosna a la puerta del templo. «En nombre de Jesucristo Nazareno... éste se halla sano entre vosotros. Por la fe en su nombre... éste ha sido consolidado» (Hc 4, 10; 3, 16).

Pedro, que es la piedra fundamental de la Iglesia, es quien primero anuncia la eficacia salvadora de Jesús: sobre él está construida la Iglesia, en su nombre son bautizados los hombres, redimidos del pecado, hechos hijos de Dios y conducidos a la vida eterna. «En ningún otro hay salvación» (Hc 4, 12).

Jesús mismo había dicho: «Cuanto pidiereis al Padre, os lo dará en mi nombre... Pedid y recibiréis» (Jn 16, 3-24).

El Padre nunca rechaza a quien le pide en nombre e su Hijo. No es el nombre en sí mismo lo que vale, sino lo que el nombre expresa y significa; y el nombre de Jesús es omnipotente porque designa el misterio, el poder, la misión del Hijo de Dios hecho hombre para ser el Salvador del mundo.

Invocar con confianza su santo nombre de apelarse a su Encarnación, a su Pasión y muerte, a su Resurrección; esta invocación es siempre eficaz porque sube a Dios apoyada en los méritos infinitos de Jesús Salvador.

 

2.San Pablo presenta la gloria del nombre de Jesús como recompensa a su prodigioso anonadamiento: «Se anonadó, tomando la forma de siervo..., se humilló hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y bajo la tierra» (FI 2, 7-10).

EI nombre significa también aquí la dignidad altísima de Cristo, infinitamente superior a toda dignidad creada, frente a la cual todas las criaturas deben tributar homenaje de adoración, reconociendo que «Jesucristo es Señor», es Dios.

Todas las criaturas del cielo y de la tierra, los ángeles, los hombres y el universo entero son llamados a proclamar y adorar la divinidad de Jesús y alabar su santo nombre. Diríase que todo el mundo calle y detenga por un momento su carrera para oír y glorificar aquel Nombre santísimo en que se cifra la mayor gloria de Dios y el mayor bien de los hombres: «toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (ib. 11).

«El Señor —afirma el Concilio— es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (GS 45).

En Jesús encuentra la humanidad todo aquello que necesita y de que se siente sedienta: la paz, el perdón, el amor, la libertad, la alegría, la salvación eterna. San Bernardo no se cansa de cantar las glorias del nombre de Jesús: «Este dulcísimo nombre brilla predicado, alimenta rumiado, unge y mitiga los males invocado... ¿No fue con el resplandor de este nombre excelso con que Dios nos llamó a su admirable luz? ... ¿No te sientes fortalecido cuantas veces lo recuerdas? ... Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón. Pero es también medicina. ¿Está triste alguno de vosotros? Pues venga Jesús a su corazón... ¿Cae alguno en pecado? ¿Corre por esto desolado a la muerte por la senda de la desesperación? Pues invoque este nombre vital y al punto respirará de nuevo aires de vida» (Sermones sobre los Cantares, 15, 5-6: BAC 130, pp. 90-91).

 

<<¡Oh Jesús, amor de los corazones, fuente viva, luz de las inteligencias, tú superas toda alegría y todo deseo! No hay canto más suave ni música más agradable ni pensamiento más dulce que Jesús, el Hijo de Dios.

¡Oh Jesús, esperanza de los arrepentidos, cómo te compadeces de los que te invocan, cómo eres bueno para con quienes te buscan! ¡Qué no serás para quienes te encuentran!

No hay palabras para expresarlo ni forma alguna de confirmarlo. Sólo quien lo ha experimentado puede saber lo que encierra amarte a Ti, ¡oh Jesús!

A Ti, oh Jesús, te canten nuestras voces, nuestras vidas sean tu expresión y nuestros corazones te amen ahora y por siempre.

Sé Tú, Jesús, nuestro gozo y nuestro premio: sé nuestra alegría ahora y por los siglos de los siglos.

En el nombre de Jesús, ¡oh alma mía!, como en precioso vaso, tienes siempre a mano un excelente contraveneno de eficacia salutífera infalible; tienes un reconstituyente vigoroso, un eficaz remedio contra todas tus dolencias. Que tu nombre ¡oh Jesús!, esté siempre en el fondo de mi corazón y al alcance mis manos, a fin de que todos mis afectos y todas mis acciones vayan dirigidas a ti. A ella me invitas con estas palabras: «Ponme por sello sobre tu corazón, por sello sobre tu brazo»... En tu nombre, ¡oh Jesús!, tengo remedio para corregirme de mis malas acciones y para perfeccionar las defectuosas, como también una medicina con que preservar de la corrupción mis afectos o sanearlos, si ya estuvieran corrompidos>>.(S.

BERNARDO, Sermones sobre los Cantares).

40. UNICO MEDIADOR

 

3 DE ENERO

 

«Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, que vino al mundo para salvar a

los pecadores»(1 Tm 1, 12.15).

 

1.Las fiestas natalicias han concentrado en Jesús nuestras miradas, descubriéndonos un poco el gran «misterio escondido desde el origen de los siglos en Dios» (Ef 3, 9), misterio que ahora vamos a considerar en síntesis para poder admirar mejor sus «inescrutables riquezas».

«Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, el Verbo hecho carne... Mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación» (SC 5). La distancia infinita, el abismo insuperable que el pecado había abierto entre Dios y el hombre, han sido finalmente superados. Jesús «como único Mediador entre Dios y los hombres, junta y una la tierra y el cielo en el modo más admirable» (Enc. Mystici Corporis).

Por su función de Mediador, él se encuentra verdaderamente «en el medio» de la Divinidad y de la humanidad: su mediación tiene todos los títulos para ser perfectamente agradable a Dios, porque él mismo es verdadero Dios; y cumple igualmente todos los requisitos para satisfacer plenamente las deudas de la humanidad pecadora, porque es también verdadero hombre y como tal representa a todo el humano linaje.

Toda la Divinidad que Jesús posee en cuanto Verbo, se encuentra en él con la humanidad que posee en cuanto hombre; más aún, se abraza y hasta se une con ella en unidad de persona, la Persona del Verbo Encarnado, Jesucristo, nuestro Señor. En él y por él son admitidos de nuevo todos los hombres a la amistad con el Padre celestial; en él podemos todos encontrar de nuevo el camino para llegar a la unión con la Trinidad.

El Padre Eterno se dignó revelar éste admirable misterio a Santa Catalina de Sena: «Yo deseo que mires el puente que os he construido en mi Unigénito Hijo y que observes su grandeza que llega desde la tierra hasta el cielo, porque en El la grandeza de la divinidad está unida a la tierra de vuestra humanidad. Todo esto fue necesario para rehacer el camino que se había interrumpido y para que los hombres, a través de las amarguras de este mundo, pudieran llegar a la vida eterna» (Diálogo 22).

 

2. «Plugo al Padre que en [Cristo] habitase toda la plenitud, y por él reconciliar, consigo todas las cosas en él, pacificando con la sangre de su cruz así las de la tierra como las del cielo» (Cl 1, 19-20). La acción de Cristo Mediador se lleva a cabo en el Calvario, donde derramará toda su sangre en precio de nuestro rescate; pero ya se inicia en Belén, donde el Verbo realiza, por decirlo así, ese «inefable paso de gigante» que lo hace bajar del cielo a la tierra y de verdadero Dios lo hace también verdadero hombre. «En efecto, el Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitular a todas las cosas» (GS 45).

Aquel terrible pecado que el pecado había producido entre Dios y los hombres ha sido ya llenado por este Niño que nos tiende los brazos desde el pesebre. De este modo todo lo que la culpa había dañado y destruido es de nuevo, por voluntad de Dios, salvado y «restaurado en Cristo» (Ef 1, 10). Al mirar a Jesús Niño bajo la luz de estas verdades, la ternura se convierte en inmensa admiración y brota espontánea en nuestros corazones la necesidad de alabarle y adorarle.

La gracia que Adán había recibido directamente de Dios, la recibimos sólo por medio de Jesús Mediador; toda la vida sobrenatural que anima nuestras almas, proviene siempre de sus manos. Y si queremos llegar a Dios, no podemos hacerlo sino por medio de él, nuestro Mediador, nuestro puente, nuestro camino; Jesús mismo lo ha dicho: «Yo soy el camino» (Jn 14, 6). «Yo soy la puerta; quien entrare por mí, será salvo» (Jn 10, 9). Esta es la condición necesaria, el único camino de salvación y de santidad.

 

<<Tú, Señor, eres, en verdad, una fuente de bondad pura e inagotable; nos has rechazado y de nuevo nos has acogido con misericordia; nos has odiado y te has reconciliado con nosotros; nos has echado del paraíso y nos has devuelto a él; nos has quitado los ropajes de hojas silvestres para revestirnos de un manto real; has abierto los puertas de la prisión para poner en libertad a los condenados... Para nosotros, herederos del pecado, todo se ha cambiado en deslumbrante gozo y vemos abrirse el paraíso e incluso el cielo. La creación —tierra y cielo—, cuya unidad fue rota, canta la nueva amistad>>. (S. GREGORIO NISENO, en Oraciones de los primeros cristianos).

 

<<¡Oh Dios!, buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual clama y dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»... Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza. Porque tu Verbo, verdad eterna... levanta hacia sí a los que le están sometidos... sanándoles el orgullo y fomentándoles el amor>>. (S. AGUSTIN, Confesiones).

 

<<¡Oh Cristo Jesús!, yo creo que tú eres verdadero Dios y verdadero hombre, que tú eres un camino de eficacia infinita para hacerme sobrepasar el abismo que me separa de Dios. Creo que tu santa humanidad es tan perfecta y poderosa que, no obstante mis miserias, lagunas y debilidades, puede atraerme a donde tú estás, en el seno del Padre. Haz que escuche tus palabras, que siga tus ejemplos y que nunca me separe de ti>>.(C. MARMION, Cristo en sus misterios).

41. PRIMOGINITO DE TODA CRIATURA

4 DE ENERO

 

«Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 3.5).

 

1. Cristo Jesús «es la imagen de Dios invisible; primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles... Todo fue creado por él y para él. El es antes que todo, y todo subsiste en él» (Cl 1, 15-17). En este texto de San Pablo se halla sintetizada toda la excelencia de Jesús. Como Verbo, él es la imagen substancial y perfectísima del Padre, pues tiene su misma naturaleza y procede de él por generación eterna. Como Verbo, es el primogénito de toda criatura, porque fue engendrado por el Padre antes que se realizara la creación; y, además, por medio de él, su Verbo, su sabiduría infinita, fueron creadas por el Padre todas las cosas.

«Es, pues, de saber —escribe San Juan de la Cruz— que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales... El mirarlas... era hacerlas... en el Verbo su Hijo» (Cántico 5, 4).

 Pero el Verbo no es sólo el primogénito de toda criatura, sino que, por ser Dios como el Padre, es también su Creador de tal manera que «sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1, 3). Todas estas excelencias que pertenecen al Verbo por su naturaleza, convierten, por razón de su Encarnación y de la consecuente unión hipostática, en excelencias propias de Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre; que por eso afirma San Pablo que «en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Cl 2, 9).

Jesús ha querido ocultar en la humildad del pesebre estos infinitos resplandores de su divinidad, pero nosotros, guiados por la fe y el amor, debemos descubrirlos y ensalzarlos.

 

2.Jesús es el primogénito de todos los hombres y la fuente de su vida no sólo en el orden natural, o sea, respecto de su creación, sino también, y de un modo especialísimo, en el orden sobrenatural, o sea, respecto de la vida de la gracia.

En efecto, «con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas [a las criaturas] de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre» (S. JUAN DE LA CRUZ, Cántico, 5, 4).

El Verbo se ha encarnado únicamente para comunicarnos el ser sobrenatural, para hacer de nosotros hijos de Dios. De esta manera, él, Hijo único de Dios por naturaleza, viene a ser el primogénito de muchos hermanos que en él y por él han sido hechos hijos de Dios por gracia.

Este es el admirable y misterioso esquema de nuestra elevación al estado sobrenatural: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 3-5).

Dios Padre desde toda la eternidad quiso elevar a los hombres a la dignidad de hijos suyos y por eso juntamente con la vida natural, dio a nuestros primeros padres la vida sobrenatural; pero ellos la perdieron con su primer pecado. Mas Dios había ya previsto esta caída y la había permitido en vista de un plan más grandioso que el primitivo, plan que habría manifestado de un modo insuperable su amor y misericordia infinita: la Encarnación de su Unigénito, para que por medio suyo «recibiésemos nosotros la adopción de hijos» (GI 4, 4).

En este plan maravilloso contemplamos dos sublimes misterios: Jesús primogénito de todas las criaturas aun en el orden sobrenatural, y precisamente en cuanto hombre; y nosotros, hijos del pecado, hechos en él y por él hijos adoptivos de Dios.

 

<<¡Oh Cristo!, sólo tú eres visible, tú manifiestas la imagen del Padre omnipotente, y nos haces así conocer la grandeza del Padre y del Hijo. Como el Padre potente en la esfera celeste, lo mismo tú, su Hijo, eres en nuestra tierra, el Primero... el Señor omnipotente... Tú eres nuestro modelo, nuestro ordenador y nuestro barquero; nuestro camino y la puerta que conduce a la luz. Te damos gracias, alabanzas y bendiciones y ante ti doblamos las rodillas con confianza.

Te pedimos todo lo que es justo: concédenos estar sólidamente establecidos en nuestra fe, y poseer la salud del cuerpo para poder alabarte. Así te cantaremos sin cesar y en todas las ocasiones; y nosotros te alabaremos porque en todas partes eres celebrado. Tú el Inmortal, el Infatigable, el Eterno. Tú eres el modelo y la esencia del alma; nuestro Padre bienaventurado, nuestro Rey y nuestro Dios. Si te miramos, Señor, no moriremos. Si confesamos tu nombre, no corremos el riesgo de perdernos. Si te rogamos, seremos satisfechos. (Oración a Cristo primogénito>>, en: Oraciones de los primeros cristianos).

 

<<Con el Verbo podemos decir: «¡Oh Padre, yo soy tu hijo, he salido de ti!» Tú, Verbo, lo dices necesariamente, por derecho, siendo esencialmente el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros lo podemos decir por gracia en cuanto hijos adoptivos. Tú lo dices desde toda la eternidad, nosotros en el tiempo, aunque el decreto de esta predestinación es eterno...

¡Oh Jesús!, tú eres el Hijo de Dios, la imagen perfecta de tu Padre, le conoces y estás todo en él, ves su faz; acrecienta en mí la gracia de adopción que me hace hijo de Dios. Enséñame a ser, por tu gracia y mis virtudes, como tú y en ti, digno hijo del Padre celestial... Esto quiero pedir y buscar sin tregua; que en ti, oh Jesús, todos mis pensamientos, mis aspiraciones, mis deseos y toda mi actividad se dirijan, por la gracia de la filiación y del amor, al Padre de los cielos>>. (C. MARMION, Cristo en sus misterios).

42. JESUS, REY UNIVERSAL

5 DE ENERO

 

«Quiero ensalzarte, Dios mío, Rey, y bendecir tu nombre por los siglos» (Ps 145, 1).

 

1.En el Antiguo Testamento se presentaba Dios a su pueblo sobre todo como el Señor, poniendo su señorío como fundamento del decálogo: «Yo soy el Señor, tu Dios..., no tendrás otro Dios que a mí» (Ex 20, 2-3). La soberanía de Dios no admite competidores y por otra parte asegura a los hombres la libertad. Cuando Israel era fiel a su Dios, Dios lo libraba de la esclavitud; era el momento de la desgracia (Jd 10, 6-7).

Pero Israel no era más que figura del pueblo mesiánico, en el cual Dios «determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos. Para ello envió a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios» (LG 13).

De hecho, cuando el Hijo de Dios hecho hombre apareció en la tierra, fue designado comúnmente como «el Señor», él mismo reconocía este título: «me llamáis... Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy» (Jn 13, 13); y a sus discípulos prometió: «Yo dispongo del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío» (Lc 22, 29). Ante la autoridad romana declaró abiertamente: «Yo soy rey» (Jn 18, 37), y antes de subir al cielo dijo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).

Jesús es verdaderamente Rey universal. En cuanto Verbo eterno, posee todo el señorío de la Trinidad: es Criador, Señor del universo y de toda criatura. Pero también en cuanto hombre, en fuerza de su unión hipostática, participa plenamente de esta divina y absoluta soberanía. Cristo está en el vértice de la creación: principio, fin y rey de todo lo creado: «Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios; el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso» (Ap 1, 8).

 

2.Jesús, Señor y Rey, viene a este mundo para anunciar, difundir y afirmar la eterna soberanía de Dios y someter a ella todas las criaturas. En la liturgia encontramos una bellísima síntesis de esta su misión: «Dios todopoderoso y eterno... tú consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu Único Hijo, nuestro Señor Jesucristo... para que ofreciéndose a sí mismo, como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal» (Prefacio de Cristo Rey).

Jesús con su muerte ha destruido el pecado, enemigo de Dios, rebelión abierta contra su señorío; de esta manera librado a los hombres de la esclavitud de Satanás y de las pasiones y los ha devuelto dulcemente al imperio del Padre, el único imperio que no hace esclavos sino libres, porque servir a Dios es reinar. Y «después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hb 1, 3), como correspondía a dignidad real de Hijo de Dios.

Cristo, que ha reconquistado, y establecido de nuevo el reino de Dios sobre la tierra, fue colocado «por encima de todo principado, potestad, poder y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero. A él sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de todas las cosas en la Iglesia» (Ef 1, 21-22).

La soberanía que ya le pertenecía Dios, Jesús ha querido reconquistarla en cuanto hombre y pagarla a precio de su sangre para demostrar que su soberanía es una realeza de amor. Por un motivo de amor, es decir para salvarnos, se ha hecho uno de nosotros; y por el mismo motivo ha muerto y resucitado por nosotros (2 Cr 5, 15): reina desde el pesebre, reina desde la cruz, y reina para siempre glorioso en el cielo.

Glorificar a Jesús como a nuestro Rey, quiere decir reconocer y confesar sus derechos soberanos sobre nosotros y defender la libertad que a precio tan elevado nos ha conquistado, viviendo sometidos dócilmente a su suavísimo imperio. Para su gloria y para nuestra salvación «pre­ciso es que él reine» (1 Cr 15, 25) y que «tenga la primacía sobre todas las cosas» (Cl 1, 18).

 

<<Digno eres de alabanza, Señor Jesús, porque fuiste inmolado y con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua y pueblo y nación, e hiciste de todos nosotros un reino y sacerdotes para nuestro Dios.

Digno eres tú, ¡oh Cordero que has sido degollado!, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición (cfr. 5, 9-12).

Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones. ¿Quién no te temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán delante de ti, pues tus juicios se han hecho manifiestos>> (15, 3-4). (Apocalipsis).

 

«¡Oh Señor mío!, ¡oh Rey mío!; ¡quién supiera ahora representar la majestad que tenéis! Es imposible dejar de ver que sois gran Emperador en Vo s mismo, que espanta mirar esta majestad; mas más espanta, Señor mío, mirar con ella vuestra humildad y el amor que mostráis a una como yo. En todo se puede tratar y hablar con Vo s como quisiéremos, perdido el primer espanto y temor de ver Vuestra Majestad...

Puedo tratar con Vo s como con amigo, aunque sois Señor; porque entiendo no sois como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas...

¡Oh Rey de gloria y Señor de todos los reyes, cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin! ¡Cómo no son menester terceros para Vos! Con mirar vuestra persona, se ve luego que es sólo el que merecéis que os llamen Señor, según la Majestad mostráis; no es menester gente de acompa­ñamiento ni de guarda para que conozcan que sois Rey…>>(SANTA TERESA, Vida).

43. EPIFANIA DEL SEÑOR

6 DE ENERO

 

«Te adoren todas las gentes de la tierra, Señor, y te sirvan todos los

pueblos» (Ps 72, 11).

 

1.«Alegraos en el Señor —exclama S. León Magno— porque a los pocos días de la solemnidad de la Natividad de Cristo, brilla la fiesta de su manifestación; y que la Virgen había dado a luz en aquel día, es reconocido en éste por el mundo» (Homilía 32, 1). Jesús se manifiesta hoy y es reconocido como Dios.

El Introito de la misa nos introduce directamente en este ambiente espiritual, presentándonos a Jesús en el fulgor regio de su divinidad: «He aquí que ha venido el Soberano Señor; en sus manos tiene el cetro, la potestad y el imperio…

La primera lectura (Is 60, 1-6) prorrumpe en un himno de gloria anunciando la vocación de todos los pueblos a la fe; también ellos reconocerán y adorarán en Jesús a su único y verdadero Dios: «Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti... Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora... Llegarán de Sabá en tropel, trayendo oro e incienso y pregonando las glorias del Señor».

Ya no se contempla alrededor del pesebre la humilde presencia de los pastores, sino la fastuosa comitiva de los Magos, que han venido del Oriente para rendir homenaje al Niño Dios, como representantes de los que no pertenecían a su pueblo.

Pues Jesús ha venido no sólo para la salvación de Israel, sino para la de todos los hombres de cualquier raza o nación. El instituyó «la nueva alianza en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se condensara en unidad... y constituirá un nuevo Pueblo de Dios» (LG 9).

También S. Pablo habla de este grandioso misterio que él ha tenido la misión de anunciar al mundo: «los gentiles son coherederos y miembros todos de un mismo cuerpo, copartícipes de las promesas en Cristo Jesús mediante el Evangelio» (Ef 3, 6).

La fiesta de la Epifanía, primera manifestación y realización de ese misterio, incita a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la Iglesia, la cual «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo» (LG 17). Epifanía, o Teofanía, quiere decir precisamente «manifestación de Dios»; que la oración y el celo de los creyentes apresuren el tiempo en que la luz de la fe brille sobre todos los pueblos, para que todos conozcan «la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8) y adoren en él a su Dios.

 

2.«Hemos visto su estrella en Oriente y venimos con dones a adorarle». En estas palabras del versículo del Aleluya sintetiza la misa de hoy la conducta de los Magos. Divisar la estrella y ponerse en camino, fue todo uno. No dudaron, porque su fe era sólida, firme, maciza. No titubearon frente a la fatiga del largo viaje, porque su corazón era generoso. No lo dejaron para más tarde, porque tenían un ánimo decidido.

En el cielo de nuestras almas aparece también frecuentemente una estrella misteriosa: es la inspiración íntima y clara de Dios que nos pide algún acto de generosidad, de desasimiento, o que nos invita a una vida de mayor intimidad con él. Si nosotros siguiéramos esa estrella con la misma fe, generosidad y prontitud de los Magos, ella nos conduciría hasta el Señor, haciéndonos encontrar al que buscamos.

Los Magos continuaron buscando al Niño aun durante el tiempo en que la estrella permaneció escondida a sus miradas; también nosotros debemos perseverar en la práctica de las buenas obras aun en medio de las más oscuras tinieblas interiores: es la prueba del espíritu, que solamente se puede superar con un intenso ejercicio de pura y desnuda fe. Sé que Dios lo quiere, debemos repetirnos en esos instantes, sé que Dios me llama, y esto me basta: «Sé a quién me he confiado y estoy seguro» Tm 1, 12); sé muy bien en qué manos me he colocado y, a pesar de todo lo que pueda sucederme, no dudaré jamás de su bondad.

Animados con estas disposiciones, vayamos también nosotros con los Magos a la gruta de Belén: «Y así como ellos en sus tesoros ofrecieron al Señor místicos dones, también del fondo de nuestros corazones se eleven ofrendas dignas de Dios» (S. LEON MAGNO, Homilía, 32, 4).

 

<<Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo Unigénito por medio de una estrella a los pueblos gentiles; concede a los que ya te conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria>>. (MISAL ROMANO, Colecta).

 

<<Reconozco, ¡oh Señor!, en los Magos que te adoraron las primicias de nuestra vocación y de nuestra fe y celebro con alma alborozada el comienzo de nuestra feliz esperanza. Entonces fue cuando comenzamos a entrar en la posesión de nuestra herencia eterna. Entonces se nos abrieron los misterios de las Escrituras que nos hablan de ti, y la verdad, rechazada por la ceguera de los judíos, difundió su luz sobre todos los pueblos. Quiero venerar, pues, este día santísimo, en que tú, autor de nuestra salvación, te manifestaste; y adoro omnipotente en el cielo a ti a quien los Magos veneraron recién nacido en la cuna. Y así como ellos te ofrecieron dones sacados de sus tesoros con una significación mística, del mismo modo quiero sacar yo de mi corazón dones dignos de ti, Dios mío>>.(S. LEON MAGNO, Homilía).

44.- LA IGLESIA MISIONERA. Epifanía del Señor. Todos misioneros.

 

«Que se conozcan, Señor, en la tierra tus caminos y tu salvación entre todas las gentes».(Ps 67. 3).


       1. La fiesta de la Epifanía nos induce también a reflexionar sobre la vocación misionera de la Iglesia. Desde la antigüedad ha sido considerada esta fiesta como la primera manifestación de Cristo a todos los pueblos:«...desde el Oriente hasta el Occidente resplandeció el nacimiento del verdadero Rey, ya que, por medio de los Magos, los reinos de Oriente conocieron la verdad de lo sucedido y no quedó oculto al imperio de los romanos (S. León Magno, Hom, 32, 1).

Era el preludio de aquel anuncio universal de la buena nueva, para el cual Cristo había de empeñar a su Iglesia: ..Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.. (Mc 16, 15). El mandamiento es bien claro y obliga a todo bautizado; quien ha recibido el don inmenso de la fe no puede gozárselo egoísticamente, sino que está obligado, por el precepto del amor que es el distintivo del cristiano, a hacer partícipes de él a los demás: «Dios ha querido tener necesidad de los hombres para difundir su Evangelio, para dispensar su gracia y establecer su reino. ¿Quién podrá afirmar que todo esto no cuenta con él? Aun supuestas las diversas condiciones de vida y, por lo tanto, la diversidad de las respuestas, todo miembro de la Iglesia está afectado por este llamamiento común, porque toda la Iglesia es, misionera, porque la actividad misionera.., es parte integral de su vocación, y el olvidarlo o cumplirlo con inteligencia sería por parte nuestra falta de fidelidad a nuestro Maestro.. (Pablo VI, Alocución en Sydney, Osserv. Hom. del 4-12-70).

Pensamos poco en esta obligación. Frecuentemente hasta los fieles fervorosos creen haber cumplido con su deber con sola la limosna de la jornada misional. Jesús pide mucho más; a todos los que, habiendo sido bautizados en su nombre, han entrado en la historia de la salvación, sigue diciendo: «Como me envió mi Padre, así os envío yo... (Jn 20, 21). Como el Padre ha manifestado su amor al mundo mandando a su Unigénito para salvarlo y este se ha inmolado por la salvación de los hombres, así el creyente demostrará no haber recibido en vano el amor del Padre y la salvación de Cristo si busca todos los medios para hacerlos llegar igualmente a todos sus hermanos.


         2. «La actividad misionera es, en última instancia, la manifestación del propósito de Dios o epifanía y su utilización en el mundo y en la historia, en la que Dios... perfecciona abiertamente la historia de la salvación.. (AG 9). Dios ha escogido al hombre como su colaborador en trasmitir la vida y en proveer a las necesidades de ésta, no sólo en un plano meramente físico y material, sino también en el espiritual para la actuación de la historia de la salvación.

Cada uno de los bautizados es un momento de esta gloriosa historia; mas no debe contentarse con vivirla pasivamente sino que debe convertirse en un verdadero protagonista trabajando y esforzándose para arrastrar a ella al mayor número posible de semejantes.

Dios puede salvar a los hombres aún sin los medios ordinarios de la predicación y de los sacramentos; pero sigue siendo verdad que Jesús dio este mandamiento preciso: Id, enseñad a todas las gentes” (Mt 28, 19) y que añadió “el que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará” (Mc 16, 16).

Estas palabras son un aguijón y una espina para quien ama verdaderamente a Dios y al prójimo. Si el celo apostólico de tanto misioneros de hecho —como S. Francisco Javier— o de deseo —como Sta. Teresa del Niño Jesús— ha contribuido a acelerar la salvación de innumerables criaturas ¿no es posible que la apatía y el desinterés de mucho creyentes retrasen esa misma salvación para tantos hermanos que todavía la esperan?

Dios continúa ciertamente llamando a sus elegidos: «Sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre para la tierra que yo te indicaré» (Gn 12, 1). Ojalá sepan ellos responderle con generosidad y prontitud. Pero aun quien permanece en su tierra y en su propia casa debe tener un corazón misionero. Sostener y ayudar a los llamados por el Señor, interesarse por la vida y lo problemas de las misiones, «alzar espontáneamente hacia Dios oraciones y actos de penitencia para que fecunde con su gracia la obra de los misioneros» (AG 36).

Esta son las enseñanzas del Concilio: Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo.., tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación del Cuerpo de Cristo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud” (ib).

 

« Oh Dios, que enviaste al mundo a tu Hijo como luz verdadera, derrama tu Espíritu para que difunda la verdad y suscite la fe en el corazón de los hombres, de modo que todos los quehan renacido a una nueva vida por medio del bautismo lleguen a formar parte de tu único pueblo.

Mira, Señor, el rostro de tu Cristo que se entregó a la muerte para redimirnos a todos;  haz que por su mediación sea glorificado tu nombre en las naciones desde donde sale sol hasta el ocaso y se ofrezca en todo el mundo un mismo sacrificio a tu divina majestad.

Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. Siento en una palabra, la necesidad de realizar por ti, ¡oh Jesús!, las más heroicas acciones...

Jesús mío. ¿qué responderás a todas mis locuras? ¿Hay, un alma más pequeña e impotente que la mía?... En la caridad me das la clave de mi vocación. Comprendí que, si la Iglesia tiene un cuerpo compuesto de diversos miembros, no le faltará el más necesario, el más noble de todos. Comprendo quela Iglesia tiene un corazón, y que ese corazón está ardiendo
amor. Comprendo que sólo el amor es quien pone en movimiento a los miembros de la Iglesia; que si el amor se apagase, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendo que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que el amor es eterno...

Pues bien: Yo soy la hija de la Iglesia. Y la Iglesia es reina, puesto que es tu esposa, oh divino Rey de los reyes!... obras deslumbrantes me están prohibidas; no puedo predicar el evangelio ni derramar mi sangre. ¿Pero qué importa? Mis hermanos trabajan en mi lugar y yo... permanezco cerquita de tu trono... y amo por mis hermanos que luchan. (STA. TERESA DEL NIÑO JESUS. Historia de un alma).

 

 

 

45.  EL REINO

 

 «Señor, que yo escuche la palabra del Reino y la comprenda; y que el Maligno no arrebate lo que has sembrado en mi corazón»(Mt 13, 19).

 

1. «El Señor Jesús inició su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la venida del Reino de Dios prometido muchos siglos antes en las Escrituras: “Porque el tiempo está cumplido y se acercó el reino de Dios”. (Mc 1, 15; cfr. Mt 4, 17) (LG 5). ¿Pero cuál es este Reino que el Antiguo Testamento anunció y prefiguró en le historia de Israel y que Jesús proclama ya cercano?

En primer lugar se trata del señorío y del poder universal de Dios Creador, Señor, Rey, Padre de todos los pueblos, afirmados claramente por la predicación de Cristo y más aún por la presencia de Dios mismo en el mundo en la persona del Hijo que, aunque hecho hombre, comparte de lleno su divinidad y sus poderes. En el Antiguo Testamento Dios gobernaba a su pueblo y le hablaba por medio de simples hombres, representantes suyos; ahora lo hace por medio de su Verbo encarnado. Cesan los intermediarios y viene Dios, en su Hijo, a guiar, iluminar y regir a los hombres. Por eso Jesús decía: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17, 21).

Ya no es el tiempo de la espera, porque el Reino ha llegado y está presente en Cristo que manifiesta los designios del Padre para la salvación de los hombres y los comienza a poner ya en ejecución por medio de sus obras. Sin embargo es un reino misterioso y escondido que no tiene nada que ver con la estructura de los reinos terrenos, que se imponen con el fasto y la potencia exterior. «No viene el reino de Dios ostensiblemente, ni podrá decirse: helo aquí o alli.20-21). Es un reino espiritual, infinitamente distante de lo que es sensible o significa logro terreno o político; abraza los valores profundos del espíritu y transforma al hombre desde dentro, convirtiéndolo en Dios y por lo tanto en ciudadano de su Reino.

Aunque el reino de Dios se extiende de por sí a todo el cosmos, a todos los seres criados en el cielo y en la tierra, sin embargo no está forzado a entrar en él ninguna persona, sino que lo debe hacer libremente. Y cuando, con la fe y la obediencia comienza a hacerlo, este Reino se comienza a establecer en él de una forma completamente íntima y escondida que no cambia nada de su estructura exterior pero que le renueva toda la interior. Entonces el hombre criado ya de la carne y de la sangre, renace en Dios por medio del Espíritu (Jn 1, 13; 3, 5-6).

 

2. Entre las parábolas de que Jesús se sirvió para ir los diversos aspectos del Reino, sobresale la del sembrador (Mt 13, 1-9). Bajo la figura del hombre que esparce la semilla a manos llenas, que viene a caer en los terrenos más diversos —camino, suelo pedregoso, suelo espinoso y buen terreno son significadas por una parte la prodigalidad de Dios que siembra su Reino por el mundo y, por otra, las condiciones necesarias para que el hombre pueda acoger esta semilla, es decir, «la palabra del Reino» y hacerla fructificar en su corazón.

La Palabra del Reino son las enseñanzas de Jesús acerca de reino de los cielos, es todo su Evangelio; aún más, es Él mismo, Palabra eterna del Padre sembrada en nuestra humanidad, para que, hecho hombre como nosotros, tradujera en lenguaje humano la Palabra de Dios e hiciera caer la semilla preciosa del Reino en el corazón de todos los hombres. La semilla —la «Palabra»— tiene en sí misma la fuerza de germinar y de crear el Reino en
todas las criaturas; pero no lo hace —lo mismo  que la semilla del campo— si no encuentra un terreno preparado para recibirla.

En primer lugar es necesaria la escucha atenta, interior, no distraída por los ruidos de la calle; es necesario un corazón que esté limpio de piedras y espinas, es decir, del apego desordenado a sí mismo y a las criaturas, de la preocupación excesiva por los bienes terrenos, de las pasiones que ahogan todo buen propósito, apartan del bien y nos vuelven flacos a inconstantes. Hay que ser «buen terreno», como lo fue el corazón de María que acogió en sí al Verbo de Dios y fue su madre no sólo porque lo engendró a la vida temporal, sino aún más porque guardó en su corazón la Palabra y la convirtió en vida suya, según dijo el mismo Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8, 21). De esta manera la semilla germina, y como es una semilla divina tiene una capacidad inmensa de desarrollo, hasta la vida eterna; pues enraiza al hombre en el reino de Dios no sólo durante el tiempo, sino por toda la eternidad. «Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y da fruto, uno ciento, otro sesenta, otro treinta» (Mt 13, 23).

 
«¡Oh Jesús, Señor mío!, yo me consagro y me abandono a la soberanía suprema e incomunicable a toda criatura, al poder excelente, absoluto y particular sobre todo lo criado que posas tu Humanidad en virtud del estado admirable y adorable de la filiación divina.
Me ofrezco y me consagro todo a ti... y deseo que tú tengas un poder especial sobre mi alma y mi estado, sobre mi vida y acciones, como sobre cosa que te pertenece con un derecho nuevo y particular, en virtud del acto de mi espontánea voluntad por el cual quiero depender siempre de tu soberanía.

Y pues tu poder sobrepuja inmensamente el nuestro, te suplico, ¡oh Jesús!, que te sirvas tomar tú mismo sobre mí cualquier poder que yo no sea capaz de darte. Acéptame, te suplica, como tu súbdito y tu esclavo, aunque sea de la manera que no puedo conocer pero que tú tan bien conoces».(P. DEBERULLE, Las grandezas de Jesús.


       «¡Oh Padre celestial, que enviaste al mundo al Verbo eterno, Palabra vuestra, engendrada dentro de Vos mismo, para que fuese semilla de todas las semillas, y de todas las palabras vuestras, que son semilla de nuestro bien! Por este Verbo, Hijo vuestro, os suplico sembréis en mi memoria copiosa semilla de santos pensamientos, para que nazcan de ella frutos copiosos de buenas obras.

 ¡Oh Verbo eterno, que salisteis del seno de vuestro Eterno Padre y bajasteis del cielo a nuestra tierra para sembrar la semilla de la doctrina verdadera, semilla propiamente vuestra y no ajena, ni mendigada de otro! Salid, Señor, a sembrar en mi entendimiento abundante semilla de divinas ilusiones, con las cuales os conozca y me conozca, y conozca lo que tengo que creer y obrar, de modo que lo ponga por obra.

 iOh Espíritu santísimo, que inspiráis donde queráis y queréis inspirar donde hay necesidad de vuestra inspiración! Tocad con ella mi voluntad, sembradla con semilla de santos efectos y arrojad en ella centellas de fervientes deseos, para que se encienda dentro de mi corazón un fuego vehementísimo de amor y con vuestra semilla broten los frutos copiosísimos del espíritu que de este amor proceden!

¡Oh Trinidad beatísima, gracias te hago por la liberalidad con que siembras tu semilla en tierra tan vil y despreciada!»(L. DE LA PUENTE).

 

46. EL DESARROLLO DEL REINO

 

«Padre nuestro que estás en los cielos... venga a nosotros tu reino»(Mt 6. 10).

 

1 El reino de Dios, dice el Concilio, comienza a manifestarse como luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a la semilla depositada en el campo; quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey de Cristo, recibieron el Reino (LG. 5).

De varias maneras se sirvió Cristo del ejemplo de la semilla para explicar el desarrollo y las vicisitudes del reino de Dios entre los hombres. La vitalidad y la fuerza expansiva del Reino es semejante a la de la semilla que «germina y crece sin que el hombre que la ha sembrado sepa cómo» (Mc 4, 27). El Reino crece secretamente, más allá de las previsiones y de las esperanzas de quienes lo han sembrado en el corazón de los hermanos. Aunque parezca que el terreno es completamente árido e infecundo y que el esfuerzo apostólico cae en el vacío, la semilla de la divina gracia trabaja en silencio, en la oscuridad, y de repente, por medio de la intervención secreta de Dios, puede suscitar energías nuevas y un despertar impensado. Las largas esperas, los fracasos, la insolencia del mal no nos deben desanimar ni hacernos abandonar el campo ni lanzarnos a celos indiscretos.

Cristo ha vencido al Maligno y ha presentado esta victoria como una señal de la llegada del Reino: «Si yo expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Pero para que el hombre pueda hacer suya la victoria de Cristo y pertenecer a su Reino, debe continuar luchando. Dios permite que el Maligno siga derramando la cizaña y no quiere que ésta sea arrancada antes de tiempo, «no sea que, al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo» (Mt 13, 29). Hay que perseverar, pues, haciendo el bien, para que el grano no sea sofocado por la cizaña y a ésta misma se le ofrezca la posibilidad de convertirse en grano. La gracia puede realizar estos milagros en el corazón del hombre. De esta manera, a través de luchas, contrastes y aparentes derrotas, va creciendo el Reino y, en virtud de la redención de Cristo, se va convirtiendo de minúsculo grano de simiente en árbol tan gigantesco «que a su sombra pueden abrogarse las aves del cielo» (Mc 4, 32).

 

2.- «Es semejante el reino de los cielos al fermento una mujer toma y lo pone en tres medidas de harina hasta que todo fermenta» (Mt 13, 33). Esta es quizá la parábola que mejor ilustra y con mayor eficacia declara el dinamismo interior del Reino, es decir, de la gracia, de la caridad, de la fe. El minúsculo grano de mostaza que se desarrolla hasta convertirse en la más grande de las hortalizas indica más bien la extensión exterior del Reino su difusión en el mundo hasta llegar a todos los hombres. La levadura, por el contrario, que escondida en la harina la hace fermentar, parece más bien la transformación interior de los individuos y de la sociedad producida por la aceptación del Reino y de en Cristo. Es una transformación radical que tiende a cambiar la mentalidad, la conciencia, el modo de juzgar las cosas para redundar después en un cambio profundo conducta. Es todo un trastrueque completo de valores.

Para quien entra en el Reino el verdadero bien ya no estará en las riquezas, en los honores, en los éxitos, en las alegrías terrenas como tampoco en la fuerza, en el poder, y en el predominio sobre los demás, sino más bien en la pobreza, en el llanto, en la mansedumbre, en la misericordia, en la pureza, en la paz y hasta en la persecución. Este es el código del Reino que Jesús proclamó en las bienaventuranzas; cuanto más fermente en el cristiano la levadura del Evangelio, tanto más se echará de ver en él este nuevo modo de sentir, de y por lo tanto de obrar. Y no sólo eso, sino que él mismo se convertirá en fermento para la sociedad en que vive: familia, escuela, ambiente de trabajo. Y no con la palabra prudente y oportuna, sino hasta con sola presencia, que da testimonio de un cristianismo integral.

El Concilio enseña que los mismos seglares pueden ser «valiosos pregoneros» del Reino «si asocian, sin desmayo, la profesión de fe con la vida de fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiero una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo’ (LG 35).

 

«iOh dulcísimo Jesús!, sembrador de toda buena semilla, quevelas siempre y nunca duermes y ves la cizaña que tu enemigo pretende sembrar en tu campo, no permitas que siembre en mí cosa alguna que sea extraña a ti; y si yo me durmiere por negligencia, vele tu misericordia en despertarme, para resistir al enemigo antes de que pueda apoderarse de mí».(L. DE LA PUENTE, Meditaciones).

 

«Oh mi Señor, mi único Dios, mi Dios y mi Todo!, no permitas que yo me pierda en las cosas vanas del mundo. «Vanidad de vanidades, y todo es vanidad» (E , 21). Aquí abajo, todo es vanidad y sombra que huye. No permitas que yo dé mi corazóna las cosas de la tierra y que ninguna cosa me aleje de ti. Toma entera posesión de mí y une a ti con tu brazodivino este corazón mío tan frágil y este mi espíritu tan débil. Atráelo a ti en las primeras horas de la mañana, al mediodía y al atardecer, y dame tus consuelos. Sé tú el faro potente a quien ya mire para obtener dirección y paz.

Señor Jesús, haz que yo te ame con amor puro y fervoroso. Haz que yo te ame con mayor intensidad que los hombres del mundo aman sus cosas. Que yo te ame con aquella ternura y constancia que tan admirada es en el amor terreno. Que ya sienta que tú eres mi sola alegría, mi solo refugio, mi sola fuerza, mi sola esperanza y mi único amor.»(J. H. NEWMAN Madurez cristiana).

47.- CÉLULA DEL REINO (la familia)

 

«Señor, purifica y aumenta el amor de los esposos para que, junto con sus hijos, se alegren en su recíproca santificación»(Misal Romano, Misa XXV del Matrimonio).

 

1. El Concilio presenta a la familia cristiana, consagrada por el sacramento del matrimonio, como «una hermosa escuela para el apostolado de los laicos, donde la religión cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día» (LG 35).

 En efecto, la familia es la primera célula, o mejor dicho, la célula base del reino de Dios sobre la tierra. En ella son educados los hijos «según la fe recibida en el bautismo» (LE 35); desde su primera edad aprenden a percibir la «soberanía»de Dios, a amarle y obedecerle como a primer «Señor», como a Padre providente y bueno, a quien todo honor es debido.

La antigua ley ya ponía de relieve este deber primordial de los jefes de familia; tras haber anunciado el primer mandamiento: «Amarás a Yahvé, tu Dios, contodo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser», añadió: »Y llevarás muy dentro del corazón todos los mandamientos, que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos, escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Dt 6, 5-9).

Cuando la fe en Dios, su amor y el respeto a su ley son el fundamento de la vida familiar, regulando las mutuas relaciones de los esposos entre sí y consus hijos e inspirando la educación que dan a éstos, entonces la familia es verdaderamente el «reino de Dios», donde Dios es el primero en ser amado, servido y obedecido.

Si todo piadoso israelita se sentía obligado a aprovechar cualquier medio y circunstancia para inculcar en sus hijos los principios religiosos, ¿cuánto más estarán obligados a hacerlo los padres cristianos? La gracia del sacramento del matrimonio les confiere un don especial para educar a los hijos en la fe y en la piedad y para instruirlos en las cosas de Dios.

De esta manera los padres sembrarán en sus corazones «la palabra del Reino» y ésta producirá frutos en el tiempo oportuno. Y si más tarde, en fuerza de las vicisitudes de la vida, esta fe recibida en la familia sufrirá peligrosas sacudidas y hasta parecerá a veces como ahogada y sofocada, volverá a florecer de nuevo con más facilidad precisamente por haber sido absorbida desde la infancia.

 

2. En la familia «los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos entre sí y ante sus hijos sean testigos de la fe y del amor de Cristo» (LG 35). Con el amor, el respeto, la fidelidad recíproca, con la ayuda mutua en las dificultades de la vida, con el espíritu de sacrificio para la buena marcha de la familia —y todo ello con la firmeza de la fe en Dios y adhesión a su santa ley— los padres son para los hijos los primeros testigos del Evangelio, »los primeros y principales educadores» (GE 3). Su función educativa es de tanta transcendencia, que, cuando falta, difícilmente puede suplirse» (ib.).

La conducta de los padres debe convertirse en norma práctica y modelo vivo de la conducta de los hijos. «Sean los padres generosos y ejemplares —decía Juan XXIII— y los hijos serán obedientes y diligentes». Cuántos cristianos insignes y grandes santos recibieron su primera impronta en la familia! Tales familias son el «buen terreno» donde brotan más fácilmente los vocaciones sacerdotales, religiosas o en general la vocación a la santidad; siendo al mismo tiempo centro de irradiación del Evangelio para la sociedad que las rodea.

La familia cristiana, dice el Concilio— proclama muy alto tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad» (LG 35).

En la moderna sociedad la familia va disgregándose cada vez más, incapaz de tenerse en pie por la irrupción de las pasiones no domadas; hasta valores humanos del amor conyugal, del sentido de paternidad y de la maternidad se encuentran minados su raíz. Urge por lo tanto el ejemplo de hogares cristiano donde la vida se deslice serena y limpia bajo de Dios; ésta será la llamada más eficaz para entrar por el buen camino a tantas pobres criaturas descarriadas. Y si también la familia cristiana puede conocer horas de angustia y de tormenta, encuentra siempre en la fe en Dios y en el cumplimiento de su santa ley el áncora de salvación y la fuerza para llevar la cruz, esperando con paciencia la vuelta de quien puede haberse alejado. El sacramento del matrimonio vivido con seriedad confiere siempre a los cónyuges la gracia para vencer cualquier borrasca y defender la familia de toda insidia.

 

<<¡Oh Jesús!, haz que reinen en nuestras familias la paz y la concordia, que sean tenidas en honor la oración y la observancia de la ley de Dios, observancia que es juntamente afecto y respeto a su ley...

¡Oh Jesús!, vive en cada una de las familias cristianas como viviste en Nazaret; tenlas unidas con tu caridad en un vínculo perenne cada hora del tiempo presente y por toda la eternidad. Protege, ¡oh Jesús!, esta paz doméstica, que es la única que de puede templar las amarguras de la vida>>.(JUAN XXIII, Breviario).

 

<<Es justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno. Porque al hombre, creado, por tu bondad, lo dignificaste tanto, que has dejado la imagen de tu propio amor en la unión del varón y la mujer. Y al que creaste por amor y al amor llamas, le concedes participar en tu amor eterno. Y así, el sacramento de estos desposorios, signo de tu caridad, consagra el amor humano>>. (Prefacio de la misa del Matrimonio C).

 

<<Concede, Señor, que los esposos a lo largo de su nueva vida común, santificada por este sacramento, se comuniquen los dones de tu amor; y que siendo el uno para el otro signo de tu presencia, sean en verdad un solo corazón y un solo espíritu. Concédeles, Señor, mantener, con su trabajo la vida de su hogar y educar a sus hijos según el Evangelio, para que formen parte de tu familia santa>>. (Oración B).

 

48. OBREROS DEL REINO

«Sea sobre nosotros tu gracia, Señor Dios nuestro, y confirme la obra de

nuestras manos» (Ps 90, 17).

 

1.«¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16, 26). El reino de Dios no consiste ni en riquezas, ni en honores, ni en conquista de puestos privilegiados en el mundo; es más bien lo contrario de todo eso. La conquista del mundo entendida como posesión de bienes materiales y ansia de bienestar y de placeres, está en completa antítesis con el reino de Dios, donde se da el primer lugar a los valores del espíritu y todo lo demás está subordinado a ellos.

Sin embargo, en cuanto es criatura de Dios, también el mundo debe ser conquistado por el cristiano, no por avaricia o ambición, sino para ordenar todas las realidades terrestres al servicio y a la gloria de Dios.

Este es el deber que el Concilio atribuye especialmente a los seglares, que por su condición de vida están en contacto continuo y directo con las realidades terrenas: «Es preciso que los seglares acepten como obligación especifica suya el restaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden, dirigidos por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana..., y el buscar en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios» (AA 7).

Viviendo en medio de la ciudad terrena, los seglares pueden llevar el espíritu del Evangelio a cualquier ambiente, ejercitando la propia profesión, tratando los negocios y cumpliendo cualquier oficio con la rectitud inculcada por Cristo.

A los cobradores de los impuestos, a los soldados y a otros que, recibiendo el bautismo de Juan, le preguntaban qué tenían que hacer, él respondía que continuasen cumpliendo los propios oficios con justicia y caridad: «El que tiene dos túnicas, dé una al que no la tiene, y el que tiene alimentos haga lo mismo... No hagáis extorsión a nadie ni denunciéis falsamente y contentaos con vuestra soldada» (Lc 3, 11. 14). Y San Pablo escribe: «Siervos, obedeced en todo a vuestros amos según la carne... Amos, proveed a vuestros siervos de lo que es justo y equitativo» (CI 3, 22; 4, 1). Sea cual fuere el puesto que ocupa el creyente en la sociedad y la actividad que en ella desarrolla, debe comportarse siempre de manera que brille en su conducta la luz del Evangelio y la caridad de Cristo.

 

2.Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, lo ha hecho también colaborador suyo en la obra creadora y conservadora del universo. Y esto desde los primeros orígenes de la humanidad, cuando «Dios creó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase» (Gn 2, 15).

Todas las cosas han sido creadas por Dios para el hombre: para su sustento, su alegría, su elevación, su perfección. Entregándolas a su ingenio y actividad, quería que se sirviese de ellas para tal fin y que, reconociendo en los bienes terrenos la bondad y la providencia del Creador, se sintiese impulsado a amarlo y a glorificarlo.

El pecado trastornó este orden, y así el trabajo, en vez de ser colaboración a la obra de Dios, ha degenerado en frenesí de ganancia, en motivo de orgullo y en servidumbre de pasiones; al mismo tiempo, los bienes terrenos, en vez de ser como una escalera para subir a Dios, se han convertido en ocasión para pecar y para alejarse de él.

Corresponde al cristiano, redimido por Cristo, redimir a su vez el trabajo y las realidades terrenas de las falsificaciones del pecado. Lo cual significa trabajar y manejar los bienes terrenos con corazón puro y desinteresado, que mientras busca las cosas necesarias para la vida, no pierde de vista el deber de conformarse a los fines y a la voluntad de Dios Creador y Padre. Y como la obra de Dios mira incesantemente al bien y a la salvación del hombre, así también el hombre por medio de su trabajo —por material y humilde que sea— no debe tener otra mira que el bien temporal y eterno suyo y de los demás.

Y de la misma manera que Dios extiende su providencia a todos los hombres; del mismo modo el creyente debe poner su actividad a beneficio no sólo de las propias necesidades, sino también, en cuanto sea posible, de las de los hermanos, haciéndola servir a su bien tanto mate­rial como moral y espiritual.

De este modo los creyentes con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia» (GS 34). Construyendo la ciudad terrena, edifican y extienden el reino de Dios del cual son obreros solícitos y provechosos. Y al mismo tiempo que proveen a las necesidades terrenas, difunden en el mundo «aquél espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el Evangelio, proclamó bienaventurados » (LG; 38).

<<¡Oh Dios, que has querido someter al trabajo del hombre la fuerzas de la naturaleza, concédenos propicio que, dedicados a nuestros trabajos con espíritu cristiano, merezcamos ejercitar la verdadera caridad fraterna, colaborando al mismo tiempo al perfeccionamiento de la creación divina>>. (Misa de la santificación del trabajo B).

<<Señor, Padre bueno, que en tu providencia has confiado al hombre el cuidado de la tierra, concédenos que con los frutos que produce podamos sustentar nuestra vida y que de ellos redunde alabanza a ti y utilidad para los demás>>. (Misa después de la cosecha. MISAL ROMANO).

<<Oh Señor, danos hoy nuestro pan.. Danos los medios para sustentar esta vida... para que, pasado el tiempo de nuestra servidumbre, podamos conseguir la libertad perfecta. Danos el pan que debemos comer con nuestro sudor: ésta es nuestra servidumbre... Todos deben fatigarse para ganarse el pan... Pero tú eres siempre, oh Señor, quien nos lo das, porque eres tú quien bendices nuestras fatigas. Dánoslo, pues, cada día.

Esta palabra expresa toda nuestra indigencia, perpetua e irremediable. Dánoslo, porque sólo lo queremos de ti y por los modos que tú nos prescribes. Danos el pan. Con esta expresión entendemos todas las cosas que nos son necesarias.

Concédenos las cosas necesarias, no los regalos. Te pedimos todo aquello de que depende, según tu voluntad, nuestra existencia terrena. Danos hoy este pan: de que cada día tenemos necesidad y que mañana no nos será menos necesario que hoy. Pero yo tengo que contentarme con tenerlo hoy... «Bástale a cada día su afán; no os inquietéis por el mañana»[Mt 6, 34]. (J. B. BOSSUET, Meditaciones sobre el Evangelio).

49. EL REINO NO TENDRA FIN

 

«Señor, haz que un día se cumpla en nosotros tu palabra: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para

vosotros»(Mt 25, 34).

 

1.— «El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas a su hijo y envió a sus criados a llamar a los invitados a las bodas, pero éstos no quisieron venir» (Mt 22, 2-3). Dios ofrece a todos los hombres su Reino e invita a todos a las grandes bodas de su Hijo que viniendo al mundo, desposó consigo a la naturaleza humana; bodas que abren a los hombres el camino de la salvación porque Cristo, el Esposo, por medio de su encarnación conducirá de nuevo a los hombres a la casa y al reino del Padre.

La salvación es el gran banquete preparado para toda la humanidad, y la única condición para participar en él es aceptar la invitación, tan liberal y absolutamente gratuita. Pero, a imitación de los invitados de la parábola, muchos se hacen sordos a esta invitación y la rechazan obstinadamente.

La salvación es un don, y quien no la acepta se excluye por sí mismo de ella; éste es el significado de la condenación eterna, significada por el castigo infligido a quienes despreciaron la invitación a las bodas. En su lugar vienen otros invitados y Lucas puntualiza que son «pobres, tullidos, ciegos y cojos» (14, 21); los cuales se apresuran a asistir al banquete y son figura de quienes, conscientes de la propia indigencia, reconocen la necesidad de ser salvados y ven que sólo Dios puede hacerlo. La pobreza los abre al don divino.

Sin embargo, también entre los que aceptan la invitación no todos son aprobados. En la tierra, el reino de Dios, es decir la iglesia, acoge a todo el que quiere entrar en él, algo así como el campo acoge el grano y la cizaña, y la red echada en la mar se llena de peces, buenos y malos; pero al fin del tiempo Dios mismo hará la selección y los que sean hallados sin «el vestido de boda» serán «arrojados fuera a las tinieblas; allí habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 22, 13).

El Reino y la salvación eterna son el don gratuito del amor infinito de Dios; pero precisamente por ser don de amor, exige igualmente una correspondencia de amor. Rehusar el don es rehusar el amor que nos lo ofrece y colocarse por lo tanto fuera del reino de Dios que es reino de amor. Pero quien, aceptando la invitación, entra en la Iglesia y vive en ella de modo digno, será aprobado e introducido en las bodas eternas del Hijo de Dios, en Aquel Reino que no tendrá fin.

 

2.El reino de Dios tendrá su plena realización sólo en la gloria del cielo; aquí abajo se va desarrollando en su conjunto mientras haya nuevos hombres que nazcan a la vida, y en cada uno de los hombres para vigorizarse y hacerse más estable en cada uno. Aunque el Hijo de Dios ha consumado en la cruz sus bodas con la humanidad rescatándola del pecado y resucitando la ha hecho renacer a nueva vida dándole el derecho a la gloria eterna, sin embargo mientras vivimos aquí abajo «en esperanza estamos salvos» (Rm 8, 24).

Esperanza que no engaña, porque se funda en el amor infalible de Dios que, para salvar al mundo, «no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros» (ib. 32). Esperanza y expectación de un bien futuro, prometido con seguridad por parte de Dios; pero aún incierto porque exige, para conseguirlo, la colaboración libre de cada uno. Lo cual da a la vida presente un sentido de precariedad, de expectación y de vigilancia.

«Somos llamados hijos de Dios, y lo somos de verdad —afirma el Concilio sobre los pasos de la Sagrada Escritura—, pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria, en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es. Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor (2 Cr 5, 6) y... gemimos en nuestro interior y ansiamos estar con Cristo» (LG 48).

La vida terrena no es un valor estable y definitivo, sino más bien una prueba, un itinerario hacia una meta precisa: la eternidad bienaventurada. Por lo tanto el cristiano no se muestra tan preocupado de afianzarse cómodamente aquí abajo, sino más bien de caminar sin detenimiento hacia la patria que lo espera.

Si en esta vida usa de los bienes terrenos, no se apega a ellos, porque no quiere detenerse en ellos, sino caminar a conseguir los eternos. Y si para conseguir su intento fuese necesario renunciar a todos los valores terrenos, lo haría de buen grado, porque sabe que «es semejante el reino de los cielos a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra» (Mt 13, 45-46). Y aún habiendo hecho esto, estaría convencido de haber hecho poco, porque todos los reinos terrenos son nada en comparación con el reino de los cielos.

 

<<¡Oh Dios!, tu reino eterno es glorioso y noble cuanto excelsa es tu majestad. Tú no dependes en tus orígenes dinásticos del reino, sino que el reino trae su origen de ti que eres su Rey. Tú, oh Rey nuestro, tienes escrito en tus vestiduras y en tu lado: Rey de reyes y Señor de los que dominan. Eterno es tu poder; el cetro jamás te será arrebatado, ni tu reino será destruido; tribus, pueblos y lenguas te servirán por siempre. Tú eres el Rey pacifico, cuyo rostro desean contemplar los cielos, y la tierra. ¡Oh, cuán glorioso es tu Reino, excelentísimo Rey!, en el cual reinan y se gozan contigo todos los justos y cuyas leyes son: verdad, paz, caridad, vida e inmortalidad>>.(S. BUENAVENTURA, El árbol de la vida).

 

<<¡Oh, Dios, venga tu reino! ¿Cuando estaré en tu Reino? El alma ansía y desfallece anhelando entrar en tus tabernáculos eternos, en aquella ciudad que no decaerá nunca. Todo pasa, todo huye. ¿Cuándo veré a Aquel que no pasa? ¿Cuándo seré confirmado en su posesión de modo que no pueda temer ya nunca el perderlo? ¡Oh, quién pudiese llegar en seguida a este Reino! Mientras tanto, reina tú en mí, reina sobre todos mis deseos, reina tú solo. No se puede servir a dos señores, ni tener dos reyes, ni dos objetos que llenen mi corazón. Servirles es lo mismo que amarlos. Esto nos enseña tu Hijo, la Verdad misma: nadie puede servir a dos señores, porque «el hombre odiara a uno y amará al otro o aceptará a uno y despreciará al otro». No hay camino medio: o amar u odiar, o aceptar o despreciar. Reina, pues, tú solo>>.(J. B. BOSSUET, Meditaciones sobre el Evangelio).

50. BAUTISMO DEL SEÑOR DOMINGO DESPUÉS DE LA EPIFANIA

 

«Dad a Yahvé, hijos de Dios, dad a Yahvé la gloria debida a su nombre» (Ps 29, 1-2).

 

1.También la fiesta de hoy es una «epifanía», esto es, una manifestación de la divinidad de Jesús, realzada por la intervención directa del cielo. La profecía de Isaías acerca del «siervo de Dios», figura del Mesías, le sirve como de preludio. El profeta lo presenta en nombre del Señor: «He aquí a mi Siervo... mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él» (Is 42, 1) . Son las grandes características de Cristo: él es por excelencia el «siervo de Dios» consagrado por entero a su gloria, a su servicio, diciendo al venir a este mundo: «Heme aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10, 7); está lleno del Espíritu Santo bajo cuyo influjo cumple su misión salvadora, y Dios se complace en él.

La descripción profética de Isaías tiene su plena realización histórica en el episodio evangélico del bautismo de Jesús. Entonces «descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre él y se dejó oír del cielo una voz: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco"» (Lc 3, 21-22). No es ya un profeta que habla en nombre de Dios, sino Dios mismo y de la manera más solemne.

Toda la Trinidad interviene en la grande epifanía a las orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo, el Hijo es presentado en Jesús, el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre él.

La verdad que el profeta Isaías había anunciado de forma velada, brilla ahora en todo su significado mesiánico. La expresión «mi siervo» queda sustituida en esta otra: «mi Hijo amado», que indica más directamente la naturaleza divina de Cristo; el Espíritu Santo, que Jesús posee con plenitud precisamente por ser Hijo de Dios, aparece sobre él también en forma visible: Dios habla personal y públicamente: todo el pueblo presente oye su voz (lb. 21).

El bautismo de Jesús es como la investidura oficial de su misión de Salvador; el Padre y el Espíritu Santo garantizan su identidad de Hijo de Dios y lo presentan al mundo para que el mundo acoja su mensaje. De esta manera se actúa en Cristo la historia de la salvación con la intervención de toda la Santísima Trinidad. Muy oportunamente, pues, nos invita hoy la liturgia a glorificar a Dios que se ha revelado con tanta liberalidad: «Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado» (Salmo responsorial).

 

2.San Pedro, testimonio ocular del bautismo de Cristo, lo presenta, en su discurso a Cornelio, como el principio de la vida apostólica del Señor. «Vosotros sabéis lo acontecido... después del bautismo predicado por Juan: esto es, cómo a Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hc 10, 37-38). Sus palabras son un eco de las de Isaías y del Evangelio.

En todos los textos Jesús es presentado como lleno, «ungido» del Espíritu Santo. Así como su vida terrena había comenzado por obra del Espíritu Santo, así ahora su vida apostólica comienza con una especial intervención del mismo Espíritu; de él es poseído totalmente y de él es guiado al cumplimiento de su misión.

De modo análogo sucede con el cristiano: por el bautismo nace a la vida en Cristo por la intervención del Espíritu Santo que lo justifica y renueva en todo su ser, formando en él a un hijo de Dios. Y luego cuando, creciendo en edad, debe abrazar de modo responsable y consciente los deberes de la vida cristiana, el Espíritu Santo interviene con una nueva efusión en la confirmación para corroborarlo en la fe y hacerlo valeroso testigo de Cristo. Toda la vida del cristiano se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo.

El evangelista Mateo, al narrar el bautismo de Cristo, recuerda la repugnancia de Juan el Bautista para realizar aquel rito: «Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?» (Mt 3, 14).

Naturalmente el Señor no tenía necesidad de ser bautizado; sin embargo se dirige al Jordán uniéndose a los que iban a pedir el bautismo de penitencia, e insiste ante Juan: «Déjame obrar ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia» (ib. 15).

La «justicia» que Jesús quiere cumplir es el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre; y como una respuesta a este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca a la par de los pecadores, el Padre revela al mundo su dignidad de Mesías y el Espíritu Santo desciende sobre él en forma visible.

Condición indispensable al cristiano para hacer fructificar la gracia bautismal y para dejarse guiar por el Espíritu Santo es la humildad que le hace buscar en todo la voluntad de Dios, por encima de toda ganancia personal.

 

<<Las aguas del Jordán cayeron también sobre ti, ¡oh Jesús!, bajo la mirada de las muchedumbres, pero pocos te reconocieron entonces; y este misterio de fe lenta o de indiferencia, que se prolonga a lo largo de los siglos, sigue siendo un motivo de dolor para los que te aman y han recibido la misión de darte a conocer al mundo.

Y del mismo modo que tú, Cordero inocente, te presentaste a Juan en actitud de pecador, atráenos a nosotros a las aguas del Jordán. Allí queremos ir para confesar nuestros pecados y purificar nuestras almas. Y como los cielos abiertos anunciaron la voz del Padre que se complacía en ti, ¡oh Jesús!, también nosotros, superada victoriosamente la prueba, podamos, en los albores de tu resurrección, escuchar en la intimidad de nuestro corazón la misma voz del Padre celestial que reconozca en nosotros a sus hijos>>.(JUAN XXIII, Breviario).

<<¡Oh Jesús!, tú santo, inocente, sin mancilla; separado de los pecadores, te adelantas como un culpable pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados. ¿Qué misterio es éste?... Juan rehusa con toda energía el administrarte ese bautismo de penitencia... y tú le respondes: «No te opongas ni un solo momento, pues sólo así nos conviene cumplir toda justicia.. Y ¿cuál es esta justicia? Son las humillaciones de tu adorable humanidad que, en reverente pleitesía a la santidad infinita, constituyen la satisfacción plena de todas nuestras deudas para con la justicia divina. Tú, justo e inocente, te pones en lugar de toda la humanidad pecadora... ¡Oh Jesús!, que yo me humille contigo reconociendo mi condición de pecador y que renueve la renuncia al pecado hecha en el bautismo>>.(C. MARMION, Cristo en sus misterios, 9).

NOTA: Desde el lunes después de la Fiesta del Bautismo del Señor hasta el miércoles de Ceniza, síganse las meditaciones del Tiempo -ordinario.

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