AYUDA PARA LA ORACIÓN DIARIA TIEMPO DE CUARESMA Y SEMANA SANTA folios

PARROQUIA DE SAN PEDRO

AYUDA PARA LA ORACIÓN DIARIA

TIEMPO DE CUARESMA Y SEMANA SANTA

PRÓLOGO

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica la oración y relación personal con mi Cristo, Canción de Amor cantada por el Padre para mí, para todos, con Amor de Espíritu Santo, en la que me dice todo lo que soñó y me amó desde toda la eternidad,  y me quiere y hace por mí cada día ahora, es tan vivo y encendido y fuego y experiencia de Dios vivo... que poco a poco me hará recuperar  todo lo perdido y subiré hasta donde estaba antes de dejarla. Y, en cambio, aunque sea sacerdote y esté en las alturas, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, a trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo.

La oración personal es un medio indispensable para vivir espiritualmente, vivir la vida espiritual; para mí esencial, como la respiración del cuerpo; si dejas de respirar, te mueres.

Para enseñar a las almas este piadoso ejercicio, han ido surgiendo los métodos de meditación. De los varios que existen —todos ellos con sus propias excelencias— uno es el método teresiano, llamado así porque brota de las enseñanzas de Santa Teresa de Jesús, fundadora de las carmelitas descalzas y grande maestra de la vida espiritual por haber sido proclamada Doctora de la Iglesia.

Sobradamente conocida es la definición que nos dejó Santa Teresa de la oración mental. De ella dijo en el libro de su Vida que es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (c. 8, n. S).

Santa Teresa destaca especialmente la índole y la tonalidad efectiva de la oración mental: es un «trato amoroso», es decir, un intercambio de «amor mutuo» entre el alma y Dios, en el cual «se trata a solas», íntimamente con Dios —ya se sabe que la intimidad es fruto del amor— y se habla con Aquel cuyo amor se conoce. Todos los elementos de esta definición llevan en sí la idea del amor; pero al final recuerda la Santa que el alma debe también «saber» darse cuenta de la existencia del amor de Dios hacia ella, y éste es precisamente, según Santa Teresa, el oficio del entendimiento en la oración.

Por eso, según la misma Santa, en la oración mental debe darse el doble ejercicio de la inteligencia y de la voluntad; la inteligencia, pensando en el amor que Dios tiene a sus criaturas y cómo desea ser amado por ellas; la voluntad, amándole en fiel correspondencia a ese amor. El concepto de la oración no puede ser más límpido. Esto es todo.

Pero ¿cómo llevarlo a la práctica? He aquí la incumbencia del método. Si queremos comprender debidamente la estructura del método teresiano, es necesario tener presente la definición de la oración arriba expuesta, ya que enton­ces podremos comprobar cómo en ese método se realiza plenamente dicho concepto de oración mental.

        Esta se reduce, como decíamos, a conversar afectuosamente con el Señor después de haber conocido lo mucho que El nos quiere.

Para hablar íntimamente con Dios, hay que ponerse en contacto con El, para lo cual sirve la «preparación», que consiste en darse cuenta de la forma más explícita de la presencia de Dios y orientarse hacia El por medio de algún buen pensamiento.

Para llegar a conocer el amor que Dios le tiene, el alma escoge como tema de reflexión una verdad de fe apta para manifestar ese amor; por eso recurre a la lectura de un texto apropiado.

Pero no basta leer; hace falta profundizar; y esto se hace por medio de la reflexión, o sea, de la meditación.

Sé que el amor de Dios hacia mí se manifiesta en cualquiera de las verdades reveladas; pero en este momento quiero fijarme únicamente en la que me ha servido como tema de lectura. Para ello me ayudo de los hermosos pensamientos contenidos en el «punto de meditación», tratando de conocer y descubrir ac­tualmente dicho amor, con lo cual van brotando espontáneamente en mi interior, y quizá también en mis labios, sentimientos y expresiones de afecto.

De este modo comienzo mí coloquio con Dios, diciéndole de mil maneras y con la naturalidad que brota del corazón, que le amo y deseo siempre amarle, que quiero progresar en su santo amor , que quiero probarle mí amor con las obras, cumpliendo su santísima voluntad.

Con esto hemos llegado al centro, al corazón mismo de la oración.

Para muchas almas esto basta. Pero hay quien desea mayor variedad, y ésta, que facilita grandemente a algunos la prolongación del coloquio con el Señor, se puede obtener por medio de las tres restantes partes del método, no ciertamente necesarias, sino meramente facultativas.

Dos son sustanciales: la meditación y el coloquio. Tres son facultativas, que ayudan a prolongar más fácilmente el coloquio: el hacimiento de gracias, el ofrecimiento y la petición.

 

Otro método es el tradicional de la <Lectio divina>. Los peldaños que se nos proponen a modo de itinerario son: lectio, meditatio, oratio, contemplatio. En concreto:

   0,Invocar la presencia del Espíritu.
   1, Leer la Palabra: ¿Qué dice el texto bíblico? Comprender la Palabra...
   2. Meditar la Palabra: ¿Qué me dice a mí el Señor en su Palabra? ¿Cómo      se me ofrece? Actualizar la Palabra.
   3. Orar la Palabra: ¿Qué le respondo yo al Señor por esta palabra: diálogo y respuestas, de corazón a corazón.
   4. Vivir la Palabra: obedecer a la Palabra: convertirme cada día a la Palabra, a Cristo.

 

Las meditaciones que aquí se publican están ideadas según este método. Se comienza con la presencia de Dios, o sea, con un buen pensamiento que pone al alma en contacto con Dios y la orienta hacia El.

La lectura se hace leyendo el «punto» de meditación. Después el alma se recoge a pensar, ayudándose libremente del texto ya leído.

Así pasará espontáneamente al coloquio, que, según el concepto teresiano, es el «corazón» y el centro de la oración mental.

Para hacer más eficaces los coloquios de nuestras meditaciones, los hemos compuesto sirviéndonos preferentemente de expresiones bellísimas y llenas de fuego escritas por almas santas y ardientes. Muchas veces, sin embargo, ha sido necesario aducir los textos con alguna ligera modificación, con objeto de acomo­darlos mejor a la forma de coloquio de tú a tú. Al final de los mismos y entre paréntesis se indica siempre la fuente respectiva.

Tales coloquios no contienen sólo expresiones de amor; éstas van entreveradas con peticiones, acciones de gracias, aspiraciones del alma a Dios, que vienen a concretarse en resoluciones y en propósitos.

Nos atrevemos a esperar que, así trazadas, las presentes meditaciones ayudarán eficazmente a que las almas se den a la oración <<mental>>, mejor personal,  en conformidad con el concepto, aunque no totalmente con el  método teresiano. O mejor, unas veces sí, otras, no, según el autor, porque a veces las tomo directamente de autores reconocidos.

        La oración personal, mental o afectiva, según se mire al comienzo de la misma o al final, a la mente o al corazón, será o debe ser siempre afectiva, tender a amar más a Dios siguiendo ese camino. Este es precisamente el «tono» que hemos procurado dar a nuestras meditaciones, las cuales, repito, en su mayor parte, es lo mejor que meditado yo en otros autores o el fruto de mi oración personal, sobre todo, eucarística.

Por otra parte, la espiritualidad teresiana es también doctrinal. Teresa de Jesús, la gran «maestra de vida espiritual» deseó y procuró siempre que la vida ascética y mística de las almas que le eran caras estuviese fundada sobre una doctrina sólida; por eso apreciaba tanto la teología.

Esta es la razón que nos ha movido a trazar estas meditaciones sobre un fondo seriamente teológico y a ordenarlas de manera que, en el curso de un año, vayan pasando por los ojos del alma los problemas más fundamentales de la vida espiritual y todos las realidades sobrenaturales con que la vida interior nos pone en contacto.

¡Que el Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor y se digna habitar en nuestras almas para someterlas cada vez más a su influjo y gobierno, encienda en nosotros, «con una abundantísima efusión» de gracia, el amor de caridad por medio del cual podamos penetrar en la divina intimidad; y que María Santísima, Madre del amor hermoso, cuya alma llena de gracia fue siempre movida por el Espíritu Santo, consiga de este divino Espíritu que también nosotros, dóciles a sus llamamientos, podamos realizar, con la práctica asidua y eficaz de la oración mental, este hermoso ideal de la unión intima con Dios!

 

        Para empezar, para iniciarse en este camino de la oración, del «encuentro de amistad» con Cristo, lo ordinario es necesitar de la lectura para provocar el diálogo; si a uno le sale espontáneo, lleva mucho adelantado en amor y en oración: hay que leer meditando, orando, o meditar leyendo, hay que leer al principio, se necesita y ayuda mucho la lectura, principalmente de la Palabra de Dios; es el camino ya señalado desde antiguo: lectio, meditatio, oratio, contemplatio; pero también pueden ayudar libros de santos, de orantes, libros que ayuden a la lectura espiritual meditada, que aprendas a situarte al alcance de la Palabra de Dios, a darla vueltas en el   corazón, a dejarte interpelar y poseer por ella, a levantar la mirada y mirar al Sagrario y consultar con el Jefe lo que estás meditando y preguntarle y pedirle y... lo que se te ocurra en relación con Él; y Cristo Eucaristía, que siempre nos está esperando en amistad permanente con los brazos abiertos, con solo su presencia o por su Espíritu, el mejor director de meditaciones y oración, te dirá y sugerirá muchas cosas en deseos de amistad.

Y te digo Sagrario, porque toda mi vida, desde que empecé, lo hice así. No entendí nunca la oración en la habitación; pero sí la lectura espiritual, porque teniendo al Señor tan cerca y tan deseoso de amistad, la oración siempre es más fácil y directa, basta mirar; y esto, estando alegre o triste, con problemas y sin ellos, la oración sale infinitamente mejor y más cercana y amorosa y vital en su presencia eucarística; es lógico, estás junto al Amigo, junto a Cristo, junto al Hijo, junto a la Canción de Amor donde Él Padre nos dice todos su proyectos de amor a cada uno; estamos junto a «la fuente que mana y corre, aunque es de noche» esto es, por la fe.   

        Cuando vayas a la oración, entra dentro de ti: “Cuando vayas a orar, entra en tu habitación y cierra la puerta, porque tu Padre está en lo más secreto” (Mt. 6, 6); no uses más de un párrafo cada vez; medita cada frase, cada palabra, cada pensamiento. La habitación más secreta que tiene el hombre es su propio interior, mente y corazón, hay que pasarlo todo desde la inteligencia al corazón. Lo oración es cuestión de amor, más que de entendimiento. No es para teólogos que quieren saber más, sino para personas que quieren amar más. Por su forma de ser, muchos son incapaces de entrar en esta habitación, o discurrir mucho, pero todos pueden amar.

        Intenta, para la oración personal, apartarte de otras personas; hasta físicamente; desde luego mentalmente. Esto no es quererlas mal. Lo hacemos muchas veces cuando queremos hablar con alguien sin que nadie nos moleste. Nos retiramos al desierto a orar y amar y dialogar con Dios; Dios es lo más importante en ese momento.    Busca también un ambiente lo más sereno que puedas, sin ruidos, sin objetos que te distraigan. ¿No haces esto mismo si pretendes estudiar en serio? Dios es más importante que una asignatura.

        Intenta concentrarte. Concentrarse quiere decir dirigir toda tu atención hacia el centro de ti mismo, que es donde Dios está. Los primeros momentos de la oración son para esto. No perderás el tiempo si te concentras. Tendrás que cortar otros pensamientos. Hazlo con decisión y valentía. Tampoco asustarse si algunos días no se van. Pero tú a luchar para que sea sólo Dios, sólo Dios. Y entonces, hasta las distracciones no estorban; por eso no te impacientes. Ten en cuenta que la oración no puede arrancar con el motor frío. Y el motor está frío hasta que tú no seas plenamente consciente de la presencia en tu interior del Padre que te ama, de Jesús tu amigo, del Espíritu que quiere madurarte y enseñarte a orar.

        Después de una invocación al Espíritu Santo, o de alguna oración que te guste, empiezas leyendo el Evangelio, oyendo la Palabra. Es Dios el primero que inicia el diálogo; y las leyes de la oración, que son las leyes del diálogo, exigen que se respete este orden.

        Por lo tanto, primero leer y escuchar la Palabra,  luego meditarla y orarla, invocarla, pedir, suplicar y tomar alguna decisión; y si te distraes, no pasa nada, vuelves a donde estabas y  a seguir. Léela despacio; cuantas veces necesites para entender la Palabra de Dios y darte cuenta de su alcance. Párate y déjate impresionar por lo que te llama la atención y te gusta.

        Y finalmente, en toda oración, hay que responder a Dios. Responde como tú creas que debes responder. Y este orden no es fijo; lo pongo para que te des una idea; pero lo último a veces será lo primero. Y siempre un pequeño compromiso, propósito. No termines tu oración sin dar tu propia respuesta o hacer tuya alguna de las que ves escritas y te cuadran. No lo olvides: el evangelio, el libro es ayuda y sólo ayuda, pero él no ora. Eres tú quien ha de orar.

        Cuando quieras terminar tu oración puedes hacerlo recitando despacio alguna de las oraciones que sabes y que en ese momento te dé especial devoción: Padrenuestro, Ave María, Alma de Cristo... Aquí, con el tiempo, irás cambiando, quitando, añadiendo...

        Sé fiel a la duración que te has marcado para tu oración: un cuarto de hora como mínimo; luego, veinte, hasta llegar a los treinta. De ahí para adelante, lo que el Espíritu Santo te inspire. No los acortes por nada del mundo. El ideal, una hora; seguida, o media por la mañana y luego otra media hora por la tarde o noche. No andes mordisqueando el tiempo que dedicas a tratar con Dios.

        Sé fiel cada día a tu tiempo de oración. Oración diaria, pase lo que pase. Este es el compromiso más serio. Yo hice este propósito, y algún día me tocó hacer oración a las dos de la mañana cuando venía de cenar con las familias. Sólo así progresarás. Si un día haces y otro no, pierdes en un día lo que ganas en otro y siempre te encontrarás en el   mismo punto de inmadurez y con una insatisfacción constante dentro de ti. Y no avanzarás en el   amor a Dios que debe ser lo primero.

        Si logras cumplir este propósito, llegarás a ser una persona profunda y reflexiva. Nunca dejes la oración para cuando tengas tiempo, porque entonces no tendrás tiempo; te engañará el demonio, que teme a los hombres de oración; todos los santos que ha habido y habrá fueron hombres de oración y son los que más trabajaron por Dios y  hermanos.

        Y nada más. Todos los consejos sobran al que se pone a hacer la experiencia y llega a entender por sí mismo de qué se trata. También sobran para los que no quieren hacer la experiencia. Haz oración por amor a Dios y por tu santidad.

        En concreto: La oración personal es un medio indispensable para vivir espiritualmente, vivir la vida espiritual; para mí esencial, como la respiración del cuerpo; si dejas de respirar, te mueres.

Para enseñar a las almas este piadoso ejercicio, han ido surgiendo los métodos de meditación. De los varios que existen —todos ellos con sus propias excelencias— uno es el método teresiano, llamado así porque brota de las enseñanzas de Santa Teresa de Jesús, fundadora de las carmelitas descalzas y grande maestra de la vida espiritual por haber sido proclamada Doctora de la Iglesia.

Sobradamente conocida es la definición que nos dejó Santa Teresa de la oración mental. De ella dijo en el libro de su Vida que es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (c. 8, n. S).

Santa Teresa destaca especialmente la índole y la tonalidad efectiva de la oración mental: es un «trato amoroso», es decir, un intercambio de «amor mutuo» entre el alma y Dios, en el cual «se trata a solas», íntimamente con Dios —ya se sabe que la intimidad es fruto del amor— y se habla con Aquel cuyo amor se conoce. Todos los elementos de esta definición llevan en sí la idea del amor; pero al final recuerda la Santa que el alma debe también «saber» darse cuenta de la existencia del amor de Dios hacia ella, y éste es precisamente, según Santa Teresa, el oficio del entendimiento en la oración.

Por eso, según la misma Santa, en la oración mental debe darse el doble ejercicio de la inteligencia y de la voluntad; la inteligencia, pensando en el amor que Dios tiene a sus criaturas y cómo desea ser amado por ellas; la voluntad, amándole en fiel correspondencia a ese amor. El concepto de la oración no puede ser más límpido. Esto es todo.

Pero ¿cómo llevarlo a la práctica? He aquí la incumbencia del método.

Si queremos comprender debidamente la estructura del método teresiano, es necesario tener presente la definición de la oración arriba expuesta, ya que enton­ces podremos comprobar cómo en ese método se realiza plenamente dicho concepto de oración mental.

        Esta se reduce, como decíamos, a conversar afectuosamente con el Señor después de haber conocido lo mucho que El nos quiere. Para llegar a conocer el amor que Dios le tiene, el alma escoge como tema de reflexión una verdad de fe apta para manifestar ese amor; por eso recurre a la lectura de un texto apropiado.

 Pero no basta leer; hace falta profundizar; y esto se hace por medio de la reflexión, o sea, de la meditación. Para ello me ayudo de los hermosos pensamientos contenidos en el «punto de meditación», tratando de conocer y descubrir ac­tualmente dicho amor, con lo cual van brotando espontáneamente en mi interior, y quizá también en mis labios, sentimientos y expresiones de afecto.

De este modo comienzo micoloquio con Dios, diciéndole de mil maneras y con la naturalidad que brota del corazón, que le amo y deseo siempre amarle, que quiero progresar en su santo amor, que quiero probarle mí amor con las obras, cumpliendo su santísima voluntad.

Con esto hemos llegado al centro, al corazón mismo de la oración. Para muchas almas esto basta. Pero hay quien desea mayor variedad, y ésta, que facilita grandemente a algunos la prolongación del coloquio con el Señor, se puede obtener por medio de las tres restantes partes del método, no ciertamente necesarias, sino meramente facultativas.

Tenemos, pues, que el método teresiano se compone de estas siete partes: Dos introductorias: la preparación (presencia de Dios) y la lectura. Dos sustanciales: la meditación y el coloquio. Y tres facultativas, que ayudan a prolongar más fácilmente el coloquio: el hacimiento de gracias, el ofrecimiento y la petición.

      

  1. LA CENIZA

«Perdónanos, Señor, porque hemos pecado»(Salmo resp.).

 

1.«Eres polvo y al polvo volverás» (Gen. 3, 19). Estas palabras, que el Señor pronunciara por primera vez dirigidas a Adán por razón del pecado cometido, las repite hoy la Iglesia a todo cristiano, para recordarle tres verdades fundamentales: su nada, su condición de pecador y la realidad de la muerte.

El polvo —la ceniza colocada sobre la cabeza de los fieles—, algo tan ligero que basta un leve soplo de aire para dispersarlo, expresa muy bien cómo el hombre es nada. «Señor... mi existencia cual nada es ante ti» (SI 39, 6), exclama el salmista. Cómo necesita hacerse añicos el orgullo humano delante de esta verdad.

Y es que el hombre por sí mismo no sólo es nada, es también pecador; precisamente él que se sirve de los mismos dones recibidos de Dios para ofenderle. La Iglesia hoy invita a todos sus hijos a inclinar la cabeza para recibir la ceniza en señal de humildad y a pedir perdón por los pecados; al mismo tiempo les recuerda que en pena de sus culpas un día tendrán que volver al polvo.

Pecado y muerte son los frutos amargos e insepara­bles de la rebeldía del hombre ante el Señor. «Dios no creó la muerte» (Sab. 1, 13), ella entró en el mundo mediante el pecado y es su triste «salario» (Rom 6, 23). El hombre, creado por Dios para la vida, la alegría y la santidad, lleva dentro de sí un germen de vida eterna (GS 18); por eso le hacen sufrir ese pecado y esa muerte que amenazan impedirle la consecución de su fin y por lo tanto la plena realización de sí mismo.

Y no obstante, la invitación de la Iglesia a meditar estas realidades dolorosas no quiere hundir nuestro espíritu en una visión pesimista de la vida, sino más bien abrir nuestros corazones al arrepentimiento y a la esperanza. Si la desobediencia de Adán introdujo el pecado y la muerte en el mundo, la obediencia de Cristo ha traído el remedio contra ellos.

La Cuaresma prepara a los fieles a la celebración del misterio pascual, en el cual precisamente Cristo salva al hombre del pecado y de la muerte eterna y transforma la muerte corporal en un paso a la vida verdadera, a la comunión beatificante y eterna con Dios. El pecado y la muerte son vencidos por Cristo muerto y resucitado y tanto más participará el hombre de semejante victoria cuanto más participe de la muerte y resurrección del Señor.

 

2.«Esto dice el Señor: Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones y no vuestras vestiduras» (Joel 2, 12-13). El elemento esencial de la conversión es en verdad la contrición del corazón: un corazón roto, golpeado por el arrepentimiento de los pecados. Este arrepentimiento sincero incluye de hecho el deseo de cambiar de vida e impulsa a ese cambio real y práctico. Nadie está libre de este empeño: todo hombre, aun el más virtuoso, tiene necesidad de convertirse, es decir, de volver a Dios con más plenitud y fervor, venciendo aquellas debilidades y flaquezas que disminuyen nuestra orientación total hacia El.

La Cuaresma es precisamente el tiempo clásico de esta renovación espiritual: «Ahora es el tiempo propicio, ahora es el tiempo de la salvación» (2 Co 6, 2), advierte S. Pablo; pertenece a cada cristiano hacer de él un momento decisivo para la historia de la propia salvación personal. «Os pedimos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios», insiste el Apóstol y añade: «os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios» (ib 5,20; 6, 1). No sólo el que está en pecado mortal tiene necesidad de esta reconciliación con el Señor; toda falta de generosidad, de fidelidad a la gracia impide la amistad íntima con Dios, enfría las relaciones con él, es un rechazo de su amor, y por lo tanto exige arrepentimiento, conversión, reconciliación.

El mismo Jesús indica en el evangelio (Mt 6, 1-6; 16-18) los medios especiales para mantener el esfuerzo de la conversión: la limosna, la oración, el ayuno; e insiste de manera particular en las disposiciones interiores que los hacen eficaces. La limosna «expía los pecados» (Ecli 3, 30), cuando es realizada con la intención única de agradar a Dios y de ayudar a quien está necesitado, no cuando se hace para ser alabados.

La oración une al hombre con Dios y alcanza su gracia cuando brota del santuario del corazón, pero no cuando se convierte en una vana ostentación o se reduce a un simple decir palabras. El ayuno es sacrificio agradable a Dios y redime las culpas, si la mortificación corporal va acompañada de la otra, sin duda más importante, que es la del amor propio. Sólo entonces, concluye Jesús, «tu Padre que mira en lo secreto te recompensará» (Mt 6,4. 6. 8), es decir, te perdonará los pecados y te concederá gracia siempre más abundante.

 

<<Amas a todos los seres, Señor, y no odias nada de lo que has hecho; a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida>>(Antífona de entrada).

 

<<¡Oh Dios!, que te inclinas ante el que se humilla y encuentras agrado en quien expía sus pecados; escucha benignamente nuestras súplicas y derrama la gracia de tu bendición sobre estos siervos tuyos que van a recibir la ceniza, para que, fieles a las prácticas cuaresmales, puedan llegar, con el corazón limpio, a la celebración del misterio pascual de tu Hijo>>.(MISAL ROMANO, Bendición de la ceniza).

 

<<¡Oh Jesús, qué larga es la vida del hombre aunque se dice que es breve! Breve es, mi Dios, para ganar con ella vida que no se puede acabar; mas muy larga para el alma que se desea verse en la presencia de su Dios.

¡Alma mía, cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogada en el mar infinito de la suma verdad!... Entonces entrarás en tu descanso cuando te entrañares con este sumo Bien y entendieres lo que entiende y amares lo que ama, y gozares lo que goza. Ya que vieres perdida tu mudable voluntad, ya, ya no más mudanza...; ya no podrás ni desearás poder olvidarte del sumo Bien, ni dejar de gozarle junto con su amor.

¡Bienaventurados los que están escritos en el libro de esta vida! Mas tú, alma mía, si lo eres, ¿por qué estás triste y me conturbas? Espera en mi Dios, que aun ahora me confesaré a él mis pecados y sus misericordias... ¡Oh Señor!, más quiero vivir y morir en pretender y esperar la vida eterna que poseer todas las criaturas y todos los bienes que se han de acabar. No me desampares, Señor, porque en ti espero no sea confundida mi esperanza.

¡Oh hermanos, oh hermanos e hijos de este Dios! Esforcémonos, esforcémonos, pues sabéis que dice Su Majestad que en pesándonos de haberle ofendido no se acordará de nuestras culpas y maldades. ¡Oh piedad tan sin medida! ¿Qué más queremos? ¿Por ventura hay quien no tuviera vergüenza de pedir tanto? Ahora es tiempo de tomar lo que nos da este Señor piadoso y Dios nuestro. Pues quiere amistades, ¿quién las negará a quien no negó derramar toda su sangre y perder la vida por nosotros? (STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones, 15, 1; 17, 5. 6; 14, 3).

  1. ELIGE TU VIDA
  2.  

«Bienaventurado el varón que tiene en la ley del Señor su complacencia»(SI,1,1)

 

1.Exhortando Moisés al pueblo de Israel a ser fiel a Dios, le coloca delante de una gran alternativa: o amar al Señor, cumplir sus mandamientos y así alcanzar sus bendiciones, o volverse atrás siguiendo otros dioses y preparándose por lo tanto a encontrarse con las maldi­ciones divinas. «Os pongo delante de la vida y de la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivi­rás» (Dt 30, 19).

Sólo Dios es el «viviente», la fuente de la vida y sólo quien le escoge, a él y a su palabra, escoge la vida y de esta vida vivirá. No basta una elec­ción hecha una vez para siempre, debe ser una elección que se renueva y se vive día a día, tanto en las circuns­tancias más especiales como en las más sencillas; todo tiene que ser visto, meditado y elegido a la luz de la fe, en relación con Dios, en armonía con su palabra.

La debilidad humana por una parte y las preocupacio­nes de la vida cotidiana por otra apartan frecuentemente al hombre de este empeño esencial; por eso la Iglesia durante la Cuaresma invita a todos a recogerse más profundamente, a escuchar con más frecuencia la palabra de Dios, a una oración más intensa (SC 109), para que cada uno examine su comportamiento y procure siempre conformarlo más a la ley, a la voluntad del Señor.

La Cuaresma debe ser una época de verdaderos ejercicios espirituales orientados a la revisión y a la reforma de la vida, que dispongan a celebrar con mayor pureza y fervor el misterio pascual en el que culmina y se cumple la obra de la salvación.

Sería triste engañarse: «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 24). El cristianismo no admite componendas: no se puede elegir a Dios y al mismo tiempo seguir al mundo, condescender con las pasiones, fomentar el egoísmo, favorecer los malos deseos y la ambición.

Quien vacila y no sabe colocarse totalmente de parte de Dios, del Evangelio, de Cristo, demuestra que no está firmemente convencido de que Dios es el único Señor digno de ser amado y servido con todo el corazón. Es necesario repensar aquellas palabras de la Escritura: «Escoge la vida para que vivas... amando al Señor tu Dios, obedeciendo su voz y adhiriéndote a El porque en eso está tu vida» (Dt 30, 20).

       

2.Apenas había acabado Jesús de anunciar su pa­sión, cuando «decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Antes había dicho de sí: «Es pre­ciso que el Hijo del hombre padezca mucho y que sea rechazado... y sea muerto y resucite al tercer día» (ib 22).

De esta manera y por primera vez había revelado el Señor el misterio de su Pascua, de su paso del sufrimiento y de la muerte a la resurrección, a la vida eterna. Y este paso no lo puede esquivar ningún discípulo de Cristo: tomar la propia cruz y seguir a Cristo hasta morir con él y con él y en él después resucitar. Y éste es también el único modo de celebrar el misterio pascual no como meros espectadores sino como actores que participan en él personalmente, vitalmente.

La cruz, las tribulaciones que siempre acompañan la vida del hombre, recuerdan al cristiano el único itinerario de la salvación y por lo tanto de la verdadera vida. «Porque quien quisiere salvar su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí la salvará» (ib 24).

Quien se rebela contra la cruz, rechaza la mortificación, condesciende con las pasiones y pretende a toda costa llevarse una vida cómoda, placentera, va en busca del pecado y de la muerte espiritual. Quien por el contrario está dispuesto a negarse a sí mismo hasta sacrificar su propia vida gastándola con generosidad en el servicio de Dios y de los hermanos, aunque la perdiera temporalmente, la sal­vará para la eternidad. «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?» (ib 25).

Elegir la vida es seguir a Cristo negándose a sí mismo y llevando la cruz. Pero no es la mortificación y la renuncia las que valen por sí mismas, sino el abrazarlas «por mí», ha dicho el Señor: abrazarlas por su amor, con deseo de hacerse semejantes a su pasión, muerte y resurrección.

Esto es verdad no sólo pensando en la propia salvación eterna, sino especialmente como exigencia íntima del amor, que por su fuerza impulsa a con-dividir del todo la vida de la persona amada. Si Jesús padeció, murió y resucitó por la salvación de todos los hombres, el cristiano ha de querer participar en su misterio para cooperar con él en la salvación de los hermanos.

 

<<¡Oh Señor!, yo era un necio y no sabía nada; era para ti como un bruto animal. Pero yo estaré siempre a tu lado, pues tú me has tomado de la diestra. Me gobiernas con tu consejo y al fin me acogerás en gloria.

            ¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, en nada me complazco sobre la tierra... Mi porción eres tú por siempre. Porque los que se alejan de ti perecerán... Pero mi bien es estar apegado a ti, ¡oh Dios mío!>>(Salmo 73, 22-28)>>.

<<Te elijo a ti, Dios mío; prefiero amarte, seguir tus caminos, guardar tus preceptos, mandatos y decretos, para vivir y crecer y para que tú me bendigas. Haz que mi corazón no se resista, que no me deje arrastrar a prosternarme dando culto a dioses extranjeros. Quiero amarte, Señor, mi Dios, escuchar y obedecer tu voz, mantenerme pegado a ti, porque tú eres mi vida>>.(Cf. DEUTERONOMIO, 30, 16-20).

<<¡Oh Verbo, Cordero desangrado y abandonado en la cruz!..., tú dijiste: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», y nadie puede ir al Padre sino por ti. Abre los ojos de nuestro entendimiento para que veamos... y nuestros oídos para escuchar la doctrina que nos enseñas...

Tu doctrina es ésta: pobreza voluntaria, paciencia ante las injurias, devolver bien por mal; permanecer pequeños, ser humildes, aceptar ser pisoteados y abandonados en el mundo; con tribulaciones, persecuciones por parte del mundo y del demonio visible e invisible; con tribulaciones hasta por parte de la propia carne, la cual, como rebelde que es, se revela siempre contra su Creador y lucha contra el espíritu. Ahora bien, ésta es tu doctrina: llevarlo todo con paciencia y resistir al pecado con las armas del odio [contra el mal] y del amor.

¡Oh dulce y suave doctrina! Tú eres el tesoro que Cristo eligió para sí y legó a sus discípulos. Esta fue la mayor riqueza que pudo dejar... Haz que yo me vista de ti, ¡oh Cristo hombre!, es decir, de tus penas y oprobios; haz que no quiera deleitarme en otra cosa. (STA. CATALINA DE SIENA, Epistolario, 226).

 

3. EL AYUNO QUE AGRADA AL SEÑOR

 

«Mi sacrificio, oh Señor, es un espíritu con­trito. Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias»(SI. 51, 19).

 

1.«¿A qué ayunar, si tú no lo ves? ¿A qué humillar nuestras almas, si no te das por entendido?» (Is 58, 3). De esta manera, siempre tan escrupuloso cumplidor del ayuno legal, levantaba el pueblo de Israel su voz, pretendiendo exigir unos derechos en fuerza de unas prácticas penitenciales que estaban vacías, de verdadero espíritu de piedad. Y la palabra del Señor respondía: «Ayunais para mejor reñir y disputar y para herir inicuamente con el puño... ¿Es acaso así el ayuno que yo escogí?» (ib 4-5).

A través de la palabra del Señor la Iglesia adoctrina a sus hijos sobre el verdadero sentido de la penitencia cuaresmal: «inútilmente se quita al cuerpo el alimento si el espíritu no se aleja del pecado» (S. León M. 4 Sr. de Quadr.). Si la penitencia no lleva al esfuerzo interior que elimina el pecado y a practicar las virtudes no puede ser agradable a Dios, que quiere ser servido con corazón humilde, puro, sincero.

El egoísmo y la tendencia a afirmar el propio yo impulsan al hombre a querer ser como el centro del mundo, pisoteando la ley de los derechos de los demás y trasgrediendo por lo tanto la ley fundamental del amor fraterno. Por eso cuando los hebreos se privaban del alimento, se acostaban con saco y ceniza, pero seguían maltratando al prójimo, fueron severamente recriminados por el Señor y sus actos penitenciales despreciados.

Poco o nada vale imponerse privaciones corporales si uno después es incapaz de renunciar a los intereses propios para respetar y favorecer los del prójimo, de dejar los puntos de vista personales para seguir los de los demás, si no se busca vivir pacíficamente con todos y soportar con paciencia los reveses que recibimos.

La Sagrada Escritura señala con precisión que es la caridad lo que hace agradables los actos de penitencia: «¿Sabéis qué ayuno quiero yo? Dice el Señor: partir tu pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu hermano. Entonces brotará tu luz como aurora, y pronto germinará tu curación» (Is 58, 6-8). Así la luz de la buena conciencia resplandecerá delante de Dios y de los hombres y la herida del pecado será curada por un amor verdadero a Dios y a los hermanos.

 

2.Un día los discípulos del Bautista, sorprendidos de que los seguidores de Jesús no observasen como ellos el ayuno, preguntaron: ¿Cómo es que tus discípulos no ayunan? Y Jesús les contestó: ¿por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos?» (Mt 9, 15). Para los hebreos el ayuno era señal de dolor, de penitencia; y se practicaba especialmente en las épocas de desgracia con el fin de alcanzar la misericordia de Dios o para manifestar el arrepentimiento de sus pecados.

Pero ahora cuando el Hijo de Dios se encuentra en la tierra celebrando sus bodas con la humanidad, el ayuno parece un contrasentido: de los discípulos de Jesús es más propio la alegría que el llanto. El mismo Cristo vino a liberarles del pecado; por eso su salvación más que en las penitencias corporales está en la apertura total a la palabra y a la gracia del Salvador.

Esto no quiere decir que Jesús haya desterrado el ayuno; antes bien, el mismo Jesús nos enseñó con qué pureza de intención debe ser practicado, huyendo de toda forma de ostentación externa que busque la alabanza de los demás: «Tú cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre... y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 17-18).

Y ahora el Señor dice a los discípulos del Bautista: «Pero vendrán días en que les será arrebatado el novio, y entonces ayunarán» (Mt 9, 15). El festín de bodas, de que Jesús habla comparándose a sí mismo con el novio y a sus discípulos con los invitados, no durará mucho; una muerte violenta arrebatará al novio y entonces los invitados, sumergidos en el llanto, ayunarán.

Sin embargo el ayuno cristiano no es sólo señal de dolor por la lejanía del Señor; es también señal de fe y de esperanza en él que se queda invisiblemente en medio de sus amigos, en la Iglesia, en los sacramentos, en la palabra y que un día volverá de manera visible y gloriosa.

El ayuno cristiano es señal de vigilia, una vigilia alegre «en la bienaventurada esperanza de la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tt 2, 13). El ayuno, como cualquier otra forma de penitencia corporal, tiene como fin realizar un desprendimiento más profundo de las satisfacciones terrenas, para que el corazón esté más libre y sea más capaz de saborear las alegrías de Dios y por lo tanto de la Pascua del Señor.

 

<<Gracias te sean dadas siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. Siguiendo su ejemplo, y fieles a su gracia, la fe de los que ayunan se alimenta, la esperanza se reaviva, la caridad se fortalece; porque él es, en verdad, el pan vivo que nutre para la vida eterna, y alimento que engendra la fuerza del espíritu.

¡Oh Dios!, tu Verbo, por el que fueron hechas todas las cosas, es, en efecto, alimento, no sólo para los hombres, sino también para los ángeles. Nutrido con sólo este alimento, Moisés, tu siervo, ayunó cuarenta días y cuarenta noches, absteniéndose de alimentos materiales, para hacerse más capaz de gustar tu inefable dulzura.

Tanto fue así, que ni siquiera sintió el hambre del cuerpo, y se olvidó de los alimentos terrenos, porque le iluminaba la virtud de tu gloria y le nutría la palabra fecunda del divino Espíritu.

¡Ah, no nos dejes nunca a falta de este pan, del cual nos exhortas a tener siempre hambre, de este pan que es Jesucristo, nuestro Señor!>>(Sacramentario Gregoriano, de Liturgia, Cal. 74).

 

<<¡Oh Señor!, durante el tiempo del ayuno conserva despierta mi mente y reaviva en mí el saludable recuerdo de cuanto misericordiosamente hiciste en favor mío ayunando y rogando por mí... ¿Qué misericordia puede haber mayor, ¡oh Creador del cielo!, que la que te hizo bajar del cielo para padecer hambre, para que en tu persona la saciedad sufriese sed, la fuerza experimentase debilidad, la salud quedase herida, la vida muriese?... ¿Qué mayor misericordia puede haber que la de hacerse el Creador creatura y siervo el Señor? ¿La de ser vendido quien vino a comprar, humillado quien ensalza, muerto quien resucita?

Entre las limosnas que se han de hacer, me mandas que dé pan al que tiene hambre; y tú, para dárteme en alimento a mí, que estoy hambriento, te entregaste a ti mismo en manos de los verdugos. Me mandas que acoja a los peregrinos, y tú, por mí, viniste a tu propia casa y los tuyos no te recibieron.

Que te alabe mi alma, porque tan propicio te muestras a todas mis iniquidades, porque curas todos mis males, porque arrebatas mi vida a la corrupción, porque sacias con tus bienes el hambre y la sed de mi corazón.

Haz que mientras ayuno, yo humille mi alma al ver cómo tú, maestro de humildad, te humillaste a ti mismo, te hiciste obediente hasta morir en una cruz>>.(SAN AGUSTIN, Sermón. 207, 1-2)

 

  1. LLAMADOS A LA PENITENCIA
  2.  

«Tú eres, Señor, bueno, indulgente, rico en amor para todos aquellos que te invocan»(Sal 86, 5).

 

1. Jesús «vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: Sígueme» (Lc 5, 27). Jesús es verdaderamente el Señor: llama a quien quiere y su llamada es capaz de arrancar a un recaudador de sus negocios, quizás no siempre honestos, y convertirle en un discípulo, más aún, en un Apóstol, en uno de los doce: Mateo.

Y aquel hombre, que se siente llamar, no tiene un momento de duda, sino que «dejándolo todo, se levantó y le siguió» (ib 28). Los recaudadores, por su ansia de dinero, por los excesivos tributos que imponían al pueblo, eran considerados pecadores públicos y por eso rechazados de todos. Jesús adopta otra actitud: porque es el Salvador, va en busca de quien tiene necesidad de salvación y se la ofrece; más todavía, precisamente a un publicano le ofrece una vocación de privilegio. Y a quien se escandaliza de verlo a la mesa en casa de Mateo, en medio de otros muchos recaudadores, le dice el Señor: «No he venido a llamar a conversión a justos sino a pecadores» (ib 32).

Parecería que la condición básica para ser llamados por Jesús es la de ser pecadores; y en realidad, después del pecado de Adán, todos los hombres son eso, pero solamente los que tienen la humildad de reconocerlo, los que sienten necesidad de salvación, son aptos para responder como Mateo a la llamada del Señor.

De hecho el Señor llama con una finalidad bien precisa: llama a penitencia, a conversión. Quien se crea justo, como se lo creían los fariseos, y no admita que está necesitado de conversión, él mismo cierra su espíritu a la gracia de la salvación. Es éste el más insidioso de los pecados, el pecado del orgullo espiritual, que puede anidarse a veces también en las «personas devotas».

Pero el hombre que con humildad sincera reconoce pertenecer al grupo de los enfermos, de los pecadores, puede estar muy seguro de que Cristo no le rechazará, al contrario lo buscará para sanarlo, para convertirlo, para liberarlo del pecado. Vino precisamente para esto. Al médico no le interesan los sanos sino los enfermos; al Salvador no le interesan los justos —pero ¿quién es justo delante de Dios?— sino los pecadores.

       

2.La llamada a la penitencia produjo en Mateo un fruto grande: una conversión radical que lo transformó de publicano en apóstol. Siempre pero de modo especial durante la Cuaresma, la Iglesia, imitando a Jesús, sigue llamando a los hombres a penitencia (SC 9, 109).

La respuesta de cada uno debería ser igual a la de Leví: no dudar frente a la necesidad de cambiar de mentalidad y comportamiento; no tener miedo a dejar cosas, costumbres, personas queridas, o intereses ventajosos cuando sean obstáculo a la conversión o impidan una respuesta total a la llamada de Dios. «Solamente haciendo morir lo que es viejo —dice el Concilio— podemos llegar a una vida nueva» (AG 8).

La penitencia, en su significado esencial, exige siempre un cambio de vida: del pecado a la virtud, de la tibieza al fervor, del fervor a la santidad. Este cambio interior no se puede realizar sin la ayuda divina: pero el Señor no es avaro de ella y si llama al hombre a penitencia le ofrece al mismo tiempo la gracia necesaria para convertirse.

Para un cristiano seguir la llamada a la penitencia, abrirse a la gracia de la conversión significa vivir el pro­pio bautismo, un sacramento mediante el cual «los hombres se insertan en el misterio pascual de Cristo y con él mueren, son sepultados y resucitan» (SC 6).

Precisamente por esto, en el tiempo de Cuaresma, la Liturgia se detiene frecuentemente en los temas bautismales. La muerte y la resurrección en Cristo operadas por el bautismo no son un hecho estático, sucedido una vez para siempre, sino un hecho dinámico, vital, que todos los días debe envolver al cristiano en la muerte y en la resurrección del Señor. «Estáis muertos», dice S. Pablo (CI 3, 3): es la muerte de la renuncia profunda al egoísmo, al orgullo, a la ambición, a la sensualidad; en una palabra, la muerte a sí mismo para vivir con plenitud la nueva vida de creatura completamente resucitada en Aquel que ha muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres.

Es éste el auténtico sentido de la penitencia, de la conversión y por lo tanto de la renuncia que aquellas exigen. El cristiano no se mortifica ni se renuncia a sí mismo por el gusto de renunciar y de morir, sino por la alegría de vivir en Cristo, de realizarse en plenitud participando de la resurrección de su Señor.

 

<<Inclina tu oído, Señor; escúchame, que soy un pobre desamparado. Protege mi vida, que soy un fiel tuyo; salva a tu siervo, que confía en ti.

Tú eres mi Dios, piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día. Alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica>>.(Salmo 86, 1-6).

 

<<¡Oh Señor de mi alma y Bien mío! ¿Porqué no quisiste que en determinándose un alma a amaros, con hacer lo que puede en dejarlo todo para mejor emplearse en este amor de Dios, luego gozase de subir a tener este amor perfecto? Mal he dicho. Había de decir y quejarme, por qué no queremos nosotros; pues toda la falta nuestra es no gozar luego de tan gran dignidad; pues en llegando a tener con perfección este verdadero amor de Dios, trae consigo todos los bienes. Somos tan caros y tan tardíos de darnos del todo a Dios que, como Su Majestad no quiere gocemos de cosa tan preciosa sin gran precio, no acabamos de disponernos... Así que, porque no se acaba de dar junto, no se nos da por junto este tesoro...

Harto gran misericordia hace [el Señor] a quien da gracia y ánimo para determinarse a procurar con todas sus fuerzas este bien; porque si persevera, no se niega Dios a nadie; poco a poco va habilitando él el ánimo para que salga con esta victoria... Si el que comienza se esfuerza, con el favor de Dios, a llegar a la cumbre de la perfección, creo jamás va solo al cielo, siempre lleva mucha gente tras sí; como a buen capitán, le da Dios quien vaya en su compañía... Que no es menester poco ánimo para no tornar atrás, sino hay mucho y mucho favor de Dios>>.(STA. TERESA DE JESUS, Vida, 11, 1-4).

5. DOMINGO I DE CUARESMA

CICLO A

«Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto»(Mt 4, 10).

 

 

En el primer domingo de Cuaresma la Liturgia presenta los dos polos entre los que se desarrolla la historia de la salvación: el pecado del hombre y la redención de Cristo.

El hombre acaba de ser creado por Dios (1.a lectura: Gen 2, 7-9; 3, 1-7); ha salido de las manos de Dios puro e íntegro, plasmado a su imagen y semejanza; vive en la inocencia, en la alegría, en la amistad con su Creador.

Pero el Maligno, envidioso del bien del hombre, está al acecho y lo hiere con tres tentaciones contra el orden establecido por Dios: «del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieras de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17). Tentación de incredulidad en la palabra de Dios: «de ninguna manera morirás» (Gn 3, 4); tentación de soberbia: «seréis como dioses» (ib 5); y finalmente tentación de desobediencia.

Las dos primeras abren el camino a la última, y el hombre cae trasgrediendo el mandamiento divino. Atraído por las palabras engañosas que no supo rechazar, el hombre no resistió a la ilusión de levantarse a la categoría de Dios, y por buscar su propia grandeza fuera del plan divino se precipitó en la ruina arrastrando consigo a toda su descendencia. Pero Dios sabe que el hombre fue engañado; por eso aunque lo castiga, le promete un salvador que le liberará del error y del pecado.

Para cumplir esta obra el Hijo de Dios acepta hacerse en todo semejante al hombre menos en el pecado, sin descartar incluso que le tentase el Maligno, como se lee en el Evangelio del día (Mt 4, 1-11). Es impresionante la frase que introduce este relato: «Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (ib 1).

Para Jesús el desierto no es sólo el lugar de retiro y de la oración tú a tú con el Padre: es el campo de batalla donde, antes de comenzar la vida apostólica, toma posiciones contra el eterno enemigo de Dios y del hombre. También aquí, lo mismo que en el Paraíso, el diablo se presenta con tres tentaciones: contra la sumisión, la obediencia y la adoración que sólo a Dios se tributa. «Si eres Hijo de Dios di que estas piedras se conviertan en panes... Si eres Hijo de Dios, tírate abajo porque está escrito: a sus ángeles te enco­mendará... Todo esto te daré si te postras y me adoras» (ib 3.6.9).

Verdaderamente Jesús es el Hijo de Dios, su poder es infinito, pero el Padre no quiere que lo use en beneficio propio. El Mesías no ha de ser un triunfador, sino «el siervo de Yahvé», que es enviado a salvar a los hombres con la humildad, la pobreza, la obediencia, la cruz. Y Jesús no se aparta ni un ápice del camino que el Padre le ha trazado. La victoria que el diablo consi­guiera en el Paraíso se cambia ahora, en el desierto de Palestina, en una total derrota: «Apártate, Satanás, por­que está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto» (ib 10).

En la segunda lectura (Rm 5, 12-19) S. Pablo resume en una síntesis fuerte y precisa toda la historia de la salvación: «Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos los hombres fueron constituidos pecado­res, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (ib 19).

La desobediencia, la falta de fe en la palabra de Dios, la soberbia de los progenitores han sido reparadas por la obediencia de Jesús, por su fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre, por la humildad con que rechazó toda insinuación de un mesianismo glorioso y con que por el contrario se sometió a la vergüenza de la cruz.

La reparación, es cierto, se cumplirá en el Calvario, pero se inicia ya en el desierto cuando Jesús rechaza a Satanás. Así «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (ib 20), y la salvación se ofreció a todo el género humano. Mediante la fe, la humildad y la obediencia puede todo hombre vencer las tentaciones del enemigo y entrar en la órbita de Jesús Salvador.

 

<<¡Oh Señor!, el hombre que en el paraíso... se extravió del camino que se le había señalado, ¿cómo habría podido, sin guía, volver a encontrar en el desierto de la vida la ruta perdida, cuando las tentaciones son muchísimas, difícil el esfuerzo por practicar la virtud, y fácil la caída en el error?...

¿Quién podía ser un guía tan experto como para poder ayudarnos a todos nosotros, sino tú, ¡oh Señor!, que estás por encima de todos? ¿Quién habría podido situarse por encima del mundo, sino tú, que eres mayor que el mundo? Quién podía ser un guía tan seguro como para poder conducir en la misma dirección al hombre y a la mujer, al judío y al griego, al bárbaro y al escita, al siervo y al hombre libre, sino tú, ¡oh Cristo!, el único que eres todo en todos?...

Concédenos, pues, seguirte, según lo que está escrito: «Caminarás tras el Señor tu Dios, y te mantendrás unido' a él»... Haz que sigamos tus huellas, para poder volver del desierto al paraíso>>.(SAN AMBROSIO, Comentarios al Evang. de S. Lucas, IV, 8, 9; 12).

 

<<Dios todopoderoso, te pedimos que las celebraciones y penitencias cuaresmales nos lleven a la verdadera conversión; así conoceremos y viviremos con mayor plenitud el misterio de Cristo>>.(Misal Romano, Colecta).

 

CICLO B

 

«Que te sirva, Señor, con una conciencia buena, por medio de la Resurrección de Jesu­cristo»(1 Pt 3, 21).

 

La Liturgia cuaresmal se desarrolla sobre un doble binario: de una parte se marcan las etapas fundamentales de la historia de la salvación ilustradas por el Antiguo Testamento y de otra se destacan los hechos más sobresalientes de la vida de Jesús hasta su muerte y resurrección presentados por el Evangelio.

A partir del pecado de Adán que ha roto la amistad del hombre con Dios, éste inicia la larga serie de interven­ciones con que pretenderá volver al hombre a su amor.

 Entre estos sobresale la alianza establecida con Noé al final del diluvio (Gn 9, 8-15; 1.° lectura), cuando el pa­triarca, bajando a la tierra seca, ofreció al Señor un sacrificio en agradecimiento por haberle salvado junto con sus hijos: «Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: He aquí que Yo establezco mi alianza con vosotros... y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra» (ib 8-11).

Los castigos de Dios llevan siempre el germen de la salvación: Adán arrojado del Paraíso oyó que el Señor le prometía un Salvador; Noé, salvado de las mismas aguas que habían arrasado innumerables hombres, recibe de Dios la promesa de que el diluvio no volverá jamás a hundir a la humanidad.

Y como señal de su alianza, el Señor pone su arco en las nubes (ib 13), arco de paz que une la tierra con el cielo. Y sin embargo todo esto no es más que el símbolo de una alianza inmensamente superior que será pactada en la sangre de Cristo.

        San Pedro lectura: 1 Pt 3, 18-22), recordando a los primeros cristianos «el arca en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados», explica: «A ésta ahora corresponde el bautismo que os salva» (ib 20-21). Las aguas del bautismo destruyendo el pecado —lo mismo que las aguas del diluvio arrasaron a los hombres pecadores— salvan al creyente «por medio de la Resurrección de Jesucristo».

Más que Noé, es cierta­mente el cristiano un salvado por medio del agua; y no sobre la madera del arca sino sobre el madero de la Cruz del Señor, en virtud de su muerte y resurrección. La Cuaresma intenta especialmente despertar en el cristiano el recuerdo del bautismo, que le purificó del pecado y le comprometió a vivir «con una buena conciencia» (ib 21), siendo fiel a la promesa de renunciar a Satanás y servir a Dios solo.

Para animarlo en este serio propósito viene muy opor­tuno el evangelio del día (Mc 1, 12-15), con la tradicional escena del desierto donde Jesús lucha contra Satanás rechazando todas sus sugerencias. Separándose de los otros sinópticos, Marcos no se detiene a describir las diversas tentaciones, sino que resume muy brevemente: «A continuación, el Espíritu le impulsa al desierto, y per­maneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (lb 12-13).

Esto sucede inmediatamente después del bautismo en el Jordán: lo mismo que allí Jesús quiso mezclarse entre los pecadores como si fuese uno más, necesitado de purificación, también ahora en el desierto quiere hacerse semejante a ellos hasta el límite máximo que permite su santidad, la tentación.

Aceptando la lucha con Satanás, de la cual ha de salir absolutamente victorioso, Jesús enseña que ha venido a liberar al mundo del dominio del Maligno y al mismo tiempo merece para todo hombre la fuerza con la que pueda vencer sus insidiosas tentaciones.

El cristiano, aunque bautizado, no está inmune de ellas; al contrario, a veces cuanto más se empeña en servir a Dios con fervor, más procura Satanás trancarle el camino, como hubiera querido trancársele a Jesús, para impedirle que cumpliera su misión redentora.

Entonces, es necesario acudir a las mismas armas que usó Cristo: penitencia, oración, conformidad perfecta con la voluntad del Padre: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Mt 4, 4). Quien es fiel a la palabra de Dios, quien se alimenta constantemente de ella, no podrá ser vencido por el Maligno.

 

<<¡Oh agua, que lavaste al universo bañado en sangre humana, agua que prefiguraste la actual purificación! ¡Oh agua, que mereciste ser signo del sacramento de Cristo, que lo lavas todo sin ser lavada! Apareces la primera y completas, luego, la perfección de los misterios... Has dado tu nombre a profetas y apóstoles, has dado tu nombre al Salvador: aquéllos son nubes del cielo, sal de la tierra, éste es fuente de vida...

Cuando fluiste del costado del Salvador, los verdugos te vieron y creyeron, y por eso tú eres uno de los tres testigos de nuestro renacer: de hecho tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre». El agua para el lavado, la sangre para el rescate, y el Espíritu para la resurrección>>.(SAN AMBROSIO, Comentarios al Evang. de S. Lucas, X, 48).

 

<<Cristo Señor nuestro, tú que inauguraste la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, al abstenerte durante cuarenta días de tomar alimento,, y al rechazar las tentaciones del enemigo, nos enseñaste a sofocar la fuerza del pecado, concédenos que, celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podamos pasar un día a la Pascua que no acaba>>(Cf. Prefacio).

 

<<¡Oh Señor!, haznos sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y enséñanos a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca>>. (Cf. Después de la comunión.>>MISAL ROMANO).

CICLO C

«Todo el que crea en él no será confundido»(Rm 10, 11).

 

En el primer domingo de Cuaresma los cristianos son trasladados para vivir un momento de intensa oración, al desierto (Lc 4, 1-13), a donde Jesús «fue llevado por el Espíritu».

El desierto, en la Sagrada Escritura, es el lugar privilegiado para encontrarse con Dios; así fue para Israel que habitó en él durante cuarenta años, para Elías que en él trascurrió cuarenta días, para el Bautista que se retiró a él desde la adolescencia. Jesús consagra esta costumbre y vive en la soledad durante cuarenta días. Para Jesús, sin embargo, el desierto no es sólo el lugar del retiro y de la intimidad con Dios, sino también el campo de la lucha suprema, «donde fue tentado por el diablo» (ib 2).

Satanás propone al Salvador un mesianismo de triunfo y de gloria. ¿Para qué sufrir hambre? Si él es el Hijo de Dios, que convierta las piedras en panes. ¿Para qué vivir como un miserable vagabundo por los caminos de Palestina, rodeado de gente desesperada por la pobreza y la opresión política? Si se postra a los pies de Satanás, recibirá de él reinos y poder. ¿Para qué padecer la oposición de los sacerdotes, de los doctores de la ley, de los jefes del pueblo? Si se arroja desde el alero del templo, los ángeles le llevarán en sus manos y todos le reconocerán como Mesías.

No podían venir de Satanás, precipitado en los abismos por causa de su orgullo, otras sugerencias que no fueran éstas. Pero Jesús, el Hijo de Dios que «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (FI 2, 7) sabe muy bien que para reparar el pecado del hombre —rebeldía y soberbia— solamente hay un camino: humillación, obediencia, cruz. Precisamente porque él es el verdadero Mesías salvará al mundo no con el triunfo sino con el sufrimiento, «obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (ib 8).

Las tentaciones del desierto enseñan que donde se fomentan intenciones ambiciosas, ansias de poder, de triunfo, de gloría, allí se esconde la intriga de Satanás. Y para destruir éstas y otras posibles incita­ciones al mal es necesario mantener la palabra de Jesús: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto» (Lc 4, 8); es decir, es indispensable estar decididos a rechazar cualquier proposición que obstaculice reconocer y servir a Dios como el único Señor.

El concepto de fidelidad a Dios se desarrolla en las dos primeras lecturas del día, de las cuales una (Dt 26, 4-10) presenta la profesión de fe del antiguo pueblo de Dios, y otra (Rm 10, 8-13) la del nuevo. Llegado a la tierra prometida, todo hebreo debía presentar a Dios las primicias de su cosecha pronunciando una fórmula que sintetizaba la historia de Israel en tres puntos: la elección de los patriarcas y jefes de familia de un pueblo numeroso, el desarrollo del pueblo en Egipto y su éxodo a través del desierto, y finalmente el regalo de la tierra prometida.

 De esta manera el israelita piadoso reavivaba su fe en el Dios de los padres, le manifestaba su propio reconocimiento por los beneficios recibidos, su adhesión personal y la voluntad de servirle. Diríamos que era una forma de «credo», expresado con la palabra y con la vida.

Igualmente, aunque en otro contexto, S. Pablo invita al cristiano a hacer profesión de su fe: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). Sobre dos puntos el Apóstol centra la atención: creer que Jesús es el Señor y creer en su resurrección.

La fe después exige un doble acto: el interior —adhesión de la mente y del corazón a Cristo—, que es el que justifica al hombre; y el exterior —profesión pública de la fe, sea en la oración litúrgica, sea delante del mundo confesando a Cristo como lo hicieron los mártires—. Quien se apoye en Jesús no ha de temer, porque «todo el que crea en él no será confundido» (ib 11), y en su nombre vencerá toda batalla.

 

 

<<¡Oh Señor Jesús!, que al empezar tu vida pública te retiraste antes al desierto, atrae a todos los hombres al recogimiento del alma, que es el principio de la conversión y de la salud. Apartándote de la casa de Nazaret y de tu dulcísima Madre, quisiste probar la soledad, el sueño, el hambre; y al tentador, que te proponía la prueba de los milagros, tú le contestaste con la firmeza de la eterna palabra, que es prodigio de la gracia celestial.

 

<<¡Tiempo de Cuaresma! ¡Oh Señor!, no permitas que acudamos a los aljibes agrietados (Jer 2, 13), ni que imitemos al siervo infiel, ni a la virgen necia; no permitas que el goce de los bienes de la tierra torne insensible nuestro corazón al lamento de los pobres, de los enfermos, de los niños huérfanos, y de los innumerables her- manos nuestros a quienes todavía falta el mínimo necesario para comer, para cubrir sus miembros desnudos, para reunir y cobijar a la propia familia bajo un solo y mismo techo>>.(JUAN XXIII, Breviario).

 

<<¡Oh Jesús!, creemos en el amor, en la bondad; creemos que tú eres nuestro Salvador, que puedes lo que a los demás les está vedado y no pueden realizar. Creemos que tú eres la luz, la verdad, la vida; un solo deseo tenemos: permanecer siempre unidos. a ti; y ser cristianos, no sólo de nombre, sino cristianos convencidos, apóstoles, celadores>>.(PABLO VI, Enseñanzas, V, 4)

6. NO SOLO DE PAN

 

«Tus palabras, Señor, son espíritu y vida»(Jn 6, 63).

 

1.Rechazando a Satanás, Jesús ha dicho: «Está es­crito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda pala­bra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Es éste un aviso particularmente oportuno para los días de Cuaresma en que el cristiano, al mismo tiempo que mortifica su cuerpo con la abstinencia y el ayuno, debe preocu­parse de alimentar su espíritu con la palabra de Dios. Quien vive de la Palabra y la lleva a la práctica haciendo que sus pensamientos, deseos y acciones broten de ella, no será vencido por los asaltos del Maligno.

La escucha atenta y profunda de la Palabra ilumina el camino de la salvación, de la santidad. «Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 1). No ha sido el hombre —ni los mismos santos— quien concibió el ideal de la santidad; ha sido Dios quien presentándoselo al hombre se lo ofreció como una invitación, incluso como un deber. Aunque el pecado deformase la creatura plasmada a imagen de Dios, Dios no renunció a restaurar su obra para que pudiese ser como él la había querido: un reflejo de su santidad.

Con este fin, ya desde el Antiguo Testamento, los hombres han recibido la ley divina, en la que a los mandamientos relativos a los deberes para con Dios corresponden los que miran al prójimo; unos y otros se resumen en el mandamiento supremo del amor.

Si está prohibido hacer mal al hermano —a su persona, a su reputación, a sus cosas— es con el único fin de tutelar el amor fraterno. Y es de verdad hermoso ver cómo la ley antigua desciende muchas veces a detalles particulares cargados de humanidad. «Cuando cosechéis la mies de vuestra tierra, no siegues hasta el borde de tu campo, ni espigues los restos de tu mies. Tampoco harás rebusco de tu viña, ni recogerás de tu huerto los frutos caídos; los dejarás para el pobre y el forastero... No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente. No maldecirás a un sordo, ni pondrás tropiezo ante un ciego... Siendo juez no hagas injusticias... No andes difamando entre los tuyos... No odies en tu corazón a tu hermano» (Lv 19, 10-16). Todo culmina en una palabra absolutamente positiva: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (ib 18).

Y los mandamientos se van cantando con el mismo estribillo: «Yo soy el Señor», que querría decir: yo, el Señor, vuestro Dios, os doy estos mandamientos, porque soy santo y os quiero santos; yo soy amor y quiero para vosotros amor.

 

2.  Siempre que Jesús habla de la perfección del Padre celestial, la describe bajo el aspecto del amor, de la misericordia infinita, invitando a todos los hombres a imitarla en sus relaciones mutuas: «Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6, 36).

¿Por qué se insiste tanto en el amor del prójimo? Porque el hombre es la imagen de Dios, responde el Antiguo Tes­tamento. Y el Nuevo añade: porque el Hijo de Dios ha tomado carne humana y ha llevado la fraternidad con los hombres hasta considerar como algo propio todo lo que se hiciere a uno de ellos: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pe­queños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Esta es la razón profunda por qué Jesús ha puesto las obras de caridad fraterna como criterio discriminativo entre los elegidos y los réprobos. La ley del Señor es inseparable: la observancia de los deberes para con Dios no es completa, si no se observan al mismo tiempo e integralmente los deberes para con el prójimo.

Y al revés, no puede existir amor sobrenatural y duradero para con el prójimo si no se valora el amor a Dios y el prójimo es amado simplemente por simpatía humana, pero no en cuanto es imagen de Dios y hermano de Cristo. He aquí por qué la Iglesia durante la Cuaresma no pide sólo ejercicios de oración y de penitencia,   exige   también   obras   de    caridad.  

Las primeras expresan más directamente el amor a Dios, y las últimas el amor hacia el prójimo; más aún, según una antigua norma, los ahorros hechos con el ayuno, la abstinencia u otras privaciones deben ser empleados en la ayuda de los «hermanos que sufren pobreza y hambre» (Pablo VI, Paen. 11).

Dedicarse a la oración y desentenderse de las necesidades del prójimo, reafirmar nuestro amor a Dios y no tender la mano a quien está en la necesidad es deformar el cristianismo. A Dios no puede agradarle semejante oración ni tales protestas de amor. Un día Jesús predicará: «Tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber» (Mt 25, 42). Una vez más se ve cómo sólo la palabra de Dios, escuchada y practicada integralmente, es fuente de vida y de salvación. «No sólo de pan vive el hombre».

 

<<La Ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y enteramente estable, los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Son más estimables que el oro acrisolado... También tu siervo es iluminado por ellos, y en guardarlos halla gran provecho...Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío>>. (Salmo 19, 8-12. 15).

 

<<¡Oh caridad, qué buena y rica eres, qué poderosa! Quien no te posee a ti, nada posee...

Tú, por vestir al que está desnudo, estás contenta de estar desnuda. Para ti el hambre es saciedad, si un pobre hambriento ha comido de tu pan; tu riqueza consiste en emplear misericordiosamente todo lo que tienes. Tú eres la única que no sabe hacerse de rogar. Socorres sin tardanza a los oprimidos, sea cual fuere la necesidad en que se encuentran, aunque sea a costa tuya. Eres el ojo de los ciegos, el pie de los cojos, el fidelísimo escudo de las viudas. Con los huérfanos, cumples el deber de los padres, y mucho mejor que ellos mismos. No tienes nunca los ojos secos, pues la misericordia y la alegría te lo impiden. Amas a tus enemigos con tan gran amor, tan grande, que nadie podría distinguir la diferencia que existe entre ellos y los que te son queridos>>.(SAN ZENON DE VERONA, De spe, fide et caritate, 9).

7. PALABRAS PODEROSAS

 

<<Señor, escucha mi oración, presta oído a mis súplicas»(SI 143, 1).

 

1. Dice el Señor: «Así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is 55, 11).

La palabra de Dios es eficaz y produce cuanto expresa. Por eso las promesas de Dios se han cumplido todas a través de los siglos, y la malicia de los hombres no ha podido hacer fracasar los planes divinos. Las promesas se convirtieron en historia y ésta es ahora vehículo de salvación para todos los que quieren.

De modo perfectamente análogo la palabra de Dios es simiente fecunda que produce frutos de santidad en los que la acogen con corazón dispuesto. Ninguna palabra de Dios cae en el vacío; si por desgracia alguien la rechaza y por lo tanto se pierde, no por eso ella pierde su eficacia; dará fruto en otra parte, y de cualquier manera la voluntad de Dios se realizará.

Completamente diferentes son las palabras de los hombres, sonidos vacíos que se dispersan en el aire sin dejar rastro. Y no obstante también algunas pueden ser eficaces y poderosas para los hombres, pero no por vir­tud propia, sino por la bondad de Dios que las recoge como un padre recoge las peticiones de los hijos y con­desciende con ellas.

Son las palabras de la oración que Jesús ha puesto en boca de sus discípulos: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mt 6, 9). Una oración que pide con sinceridad y con amor la gloria de Dios, la venida de su Reino, el cumplimiento de su voluntad, es siempre eficaz y siempre es escuchada. Lo mismo que es oída la oración del que pide con humildad y confianza lo necesario para el sustento de la vida, siempre que se verifique la condición puesta por el Señor: «Buscad primero su Reino y su justicia y todas esas cosas se os darán por añadidura» (ib 33).

 Cuando la oración es expresión genuina de los sentimientos del corazón, y no recitación mecánica de fórmulas repetidas más por costumbre que por convencimiento íntimo, siempre es escuchada y siempre es eficaz, aunque el resultado inmediato quizás no sea el que el hombre espera.

El estilo de Dios es diverso del de los hombres: el Señor construye su Reino, actúa su voluntad, provee al bien de sus criaturas por caminos muchas veces oscuros y desconocidos a la inteligencia humana. Y aun así lleva infaliblemente todas las cosas a su último fin, a su verdadero bien.

 

2.Como el pan es necesario para la vida física, así el perdón de los pecados es necesario para la vida espiritual. «Porque todos cometemos muchos fallos — afirma el Vaticano II—, necesitamos continuamente de la misericordia de Dios y tenemos que rezar todos los días: y perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12; LG 40). ¿Quién puede dispensarse de esta humilde oración? Nadie, pero sería vano pronunciarla con los labios si el corazón no está arrepentido, decidido a convertirse, profundamente convencido de estar necesitado del perdón divino.

Para el hombre dotado de sentidos, el hambre puede ser una espina más punzante que el pecado; la necesidad de acudir a Dios para pedirle pan puede sentirse más que la de implorar su perdón. Y sin embargo también aquí vale el dicho de la Escritura: «No sólo de pan vive el 'hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4), y especialmente de la palabra del perdón. Si el hombre pecador vive, vive precisamente por el perdón de Dios.

Para que la petición de perdón sea eficaz, Jesús ha puesto una condición: «Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). El deber para con Dios —pedir perdón— está vinculado a un deber para con el prójimo — perdonar a los otros—; y es el segundo precisamente el que hace eficaz el cumplimiento del primero. Dios que se hizo Salvador de los hombres y que quiere que todos se salven (1 Tm 2, 4), está siempre dispuesto a conceder el perdón, pero escucha su oración sólo cuando el hombre ha cumplido su obligación con el hermano deudor.

Llamando a todos los fieles a penitencia, la Cuaresma los invita a implorar de Dios el perdón de sus pecados y les urge a perdonarse mutuamente para que puedan elevar a Dios su oración sin miedo de ser rechazados. La oración acompañada de estos requisitos tiene una eficacia garantizada por la misma palabra del Señor: «Perdonad y se os perdonará, dad y se os dará» (Lc 6, 37-38). De esta manera la oración atrae la misericordia divina y expía los pecados cometidos, sobre todo cuando va unida al sacramento de la Penitencia, porque entonces «participa especialmente de la infinita expiación de Cristo» (Paen 7), o cuando, en la Misa, se une a la oración y al sacrificio del Señor, el cual todos los días se ofrece al Padre como «víctima inmolada por nuestra redención» (Plegarias Eucar. III).

 

<<Padre nuestro que estás en los cielos... ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primer palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a él, como al hijo pródigo, hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo; porque en él no puede haber sino todo bien cumplido y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos.

 

Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros las perdonamos a nuestros deudores... Cosa es ésta, para que miremos mucho en ella; que una cosa tan grave y de tanta importancia como que nos perdone nuestro Señor nuestras culpas, que merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos; y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar. Aquí cabe bien vuestra misericordia...

Mas ¡qué estimado debe ser este amarnos unos a otros del Señor! Pues pudiera el buen Jesús ponerle [al Padre] delante otras cosas y decir: perdónanos, Señor, porque hacemos mucha penitencia, o porque rezamos mucho y ayunamos y lo hemos dejado todo por Vos y os amamos mucho; y no dijo porque perderíamos la vida por Vos, y otras cosas que pudiera decir, sino sólo porque perdonamos. Por ventura, como nos conoce por tan amigos de esta negra honra y como cosa más dificultosa de alcanzar de nosotros y más agradable a su Padre, la dijo y se la ofrece de nuestra parte>>.(STA. TERESA DE JESUS, Camino, 27, 2; 36, 1-7).

8. EL PECADO

«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa misericordia borra mi delito»(SI 51, 1).

 

1. <<Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás y aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11, 32). Late una gran amargura en estas palabras de Jesús. Los ninivitas habían pecado, pero con la predicación de Jonás hicieron   penitencia   y   cambiaron   de   vida,   mientras muchos hijos de Israel han rechazado no a un profeta, sino al Hijo de Dios. El pecado del orgullo impide creer en Dios, aceptar su palabra, seguir su ley.

También ahora el pecado invade todo el mundo y es la raíz de todos los males que aquejan a la humanidad y despedazan a la Iglesia. Y sin embargo, mientras el hombre, abusando de su libertad, se aleja voluntariamente de Dios, el Señor no cesa de llamarlo de nuevo, de invitarle al retorno. Los caminos del Señor son caminos de amor infinito: él llama al hombre a participar de su vida divina, a vivir en comunión íntima y personal con él.

Los caminos del hombre pecador van en dirección completamente opuesta: rechazan el amor, rompen las relaciones de amistad con Dios. Estas son las consecuencias del pecado mortal. Pero no es sólo esto. «El pecado es... una disminución del hombre mismo, que le impide conseguir su propia plenitud» (GS 13), plenitud que él puede conseguir sólo en la comunión con Dios, única fuente de vida, de caridad y de gracia.

Dios, que es la causa de todo ser, ha de estar pre­sente también en el pecador, pero no está presente en él como Padre, como Huésped, como Trinidad que se ofrece al hombre para ser objeto de conocimiento y de amor. Por ese camino el hombre, creado para ser el templo vivo de la Trinidad, se hace incapaz de vivir en sociedad con las tres Personas divinas, se cierra el camino de la unión con Dios y obliga a Dios a romper toda relación de amistad. Y todo esto porque prefiere el bien limitado y caduco de una miserable criatura, de una satisfacción egoísta, de un placer terrenal al Bien sumo. Ahí está la malicia del pecado: repudiar el don de Dios, traicionar al Creador, al Padre y al Amigo.

       

2.La historia en todas sus páginas documenta los desastrosos efectos del pecado. Un solo pecado transformó en un instante a Lucifer de ángel de luz en ángel de las tinieblas y en eterno enemigo de Dios. Un solo pecado desposeyó a Adán y Eva del estado de amistad con Dios, privándoles de todo don sobrenatural y preternatural, condenándoles a la muerte y arrastrando en su desgracia a toda la humanidad.

Pero más fuertemente aún que estos hechos, es la Pasión de Jesús lo que nos revela la enorme malicia y la fuerza destructora del pecado. Los miembros desgarrados de Cristo, su dolorosísima muerte en la cruz, proclaman que el pecado es una especie de deicidio. El Hijo de Dios, por causa del pecado, se ha convertido en «varón de dolores... herido de Dios y humillado... herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. (Is 53, 3-5).

Y como respuesta a esa malicia, Cristo ha abrazado voluntariamente la muerte por la salvación del hombre pecador. «Cordero inocente, con su sangre derramada libremente nos ha merecido la vida y en él Dios nos ha reconciliado consigo mismo y entre nosotros y nos ha sacado de la esclavitud de Satanás y del pecado (GS 22).

Jesús no ha excluido 'a nadie de los beneficios de su obra redentora. Dirigiéndose a la misma generación que le rechazaba, Jesús decía: «Esta generación... busca una señal y no se le dará otra señal que la señal de Jonás» (Lc 11, 29). Como Jonás que después de pasar tres días en el vientre del pez, fue devuelto a la tierra y mandado a predicar a Nínive, así Jesús después de estar tres días en el sepulcro, resucitará de la muerte para dar vida a todos los que crean en él.

La muerte y la resurrección de Cristo son la señal más espléndida de  su  amor  para  con  los  hombres  pecadores  y  al mismo tiempo la máxima prueba de su divinidad. Quien acepte a Cristo se salvará, podrá lavar los pecados en su sangre redentora y resucitar en él a una vida nueva.

Hay sin embargo muchos que siguen rechazando esta señal y buscando otras, y por eso permanecen en sus propios pecados. Fiel a la ley de la solidaridad, todo cristiano está obligado no sólo a convertirse personal­mente de su pecado, sino también a luchar, a sufrir y a pagar por los pecados de los hermanos, apresurando con la oración y con el amor su conversión.

 

<<¡Oh mi Dios y mi verdadera fortaleza! ¿Qué es esto, Señor, que para todo somos cobardes, si no es para contra Vos? Aquí se emplean todas las fuerzas de los hijos de Adán. Y si la razón no estuviese tan ciega, no bastarían las de todos juntos para atreverse a tomar armas contra su Criador y sustentar guerra continua contra quien los puede hundir en los abismos en un momento; si no, como está ciega, quedan como locos, que buscan la muerte, porque en su imaginación les parece con ella ganar la vida... ¡Oh Sabiduría que no se puede comprender! ¡Cómo fue necesario todo el amor que tenéis a vuestras criaturas para poder sufrir tanto desatino, y aguardar a que sanemos, y procurarlo con mil maneras de medios y remedios!

Cosa es que me espanta cuando considero que falta el esfuerzo para irse a la mano de una cosa muy leve, y que verdaderamente se hacen entender a sí mismos que no pueden. aunque quieren, quitarse de una ocasión y apartarse de un peligro adonde pierden el alma y que tengamos esfuerzo y ánimo para acometer a una tan gran Majestad como sois Vos. ¿Qué es esto, Bien mío?, ¿qué es esto? ¿Quién da estas fuer­zas?>>(STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones, 12, 1-2).

 

<<Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; ¿pero quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: «De los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por eso hablo. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado ante ti mis delitos contra ti, ¡oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá?

            Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza; permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, mi burlador, a quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; más vuelto hacia mí, tendrás compasión de mí>>.(S. AGUSTIN, Confesiones, I, 3, 6; 6, 7).

9. LIBRANOS DEL MAL

 

«El día en que grité, tú me escuchaste, aumentaste la fuerza en mi alma« (SI 138, 3).

 

1. « Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti» (Est 14, 3). Así oraba la reina Ester, antes de ir a la presencia de Asuero para alcanzar la gracia de que per­donase a su pueblo amenazado de exterminio. La oración es la grande fuerza del que confía en Dios. El cristiano sabe que puede depositar en el Señor sus tribulaciones, que puede contar con su ayuda en cualquier dificultad y de manera particular en la difícil empresa de su conversión.

Cuando el hombre entra dentro de sí mismo y reflexiona sobre su miseria y debilidad, sobre las asechanzas que de todas las partes le asaltan «se reconoce incapaz de superar por sí mismo con seguridad los asaltos del mal» (GS 13). No le queda otro camino de salvación que refugiarse en Dios: «Señor... no tengo otro socorro sino en ti».

El hombre siente que en sí mismo no tiene fuerzas suficientes para llevar a feliz término el grande compro­miso cuaresmal: morir completamente al pecado para vivir con plenitud en Cristo resucitado. Pero el mismo Cristo, antes de abandonar a los suyos, rogó al Padre que les preservase del Maligno (Jn 17, 15), es decir, de las seducciones del mundo, de los ataques de Satanás. Ya antes les había enseñado esta petición: «y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal» (Mt 6, 13).

Es evidente que Jesús no pretendía que sus dis­cípulos estuviesen libres de toda clase de tentaciones y de peligros, cosa por una parte de verdad imposible en esta vida y cuando sabemos por otra que el Señor permite esas tentaciones y peligros para probar la virtud del hombre. Lo que sí intentaba Jesús era asegurar a sus discípulos la fuerza que les hiciera capaces de resistir. El solo mal del cual quiere librarles es el pecado, que es la única verdadera desgracia, porque separa al hombre de Dios.

Cuando el cristiano está decidido a no ceder a las tentaciones y con corazón sincero invoca la ayuda divina, ciertamente su oración es escuchada, porque está pidiendo aquello que Dios desea más que él mismo, ya que precisamente por salvar al mundo del pecado sacrificó a su propio Hijo Unigénito.

No conviene sin embargo olvidar que juntamente con la oración son necesarias la mortificación y las obras de penitencia, según aquella palabra del Señor: «Velad y orad para que no caigáis en tentación» (Mt 26, 41). La vigilancia y el ayuno fueron siempre considerados como actos muy importantes de la penitencia.

 

2.«Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar co­sas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 11).

Entre las cosas buenas que el cristiano puede pedir al Señor están ciertamente en primer lugar la conversión y la liberación del pecado. Incluso a personas consagradas al servicio de Dios puede suceder que tengan que luchar fatigosamente para desprenderse de alguna debilidad aun no suficientemente vencida y que siempre rebrota; o también que se encuentren enredados en situaciones que  amenazan  derrumbar  promesas  hechas  a  Dios, propósitos y compromisos de santidad.

Y tal vez, en ese estado, no se ora bastante, no se recurre a Dios con plena confianza, no se pide, no se busca, no se golpea a la puerta, como quiere el Evangelio: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá» (Mt ib 8). ¿Acaso pueden fallar estas palabras del Señor?

El pecado, sin embargo, no debe ser considerado sólo como un mal personal; cualquier pecado —más o menos grave, más o menos conocido—, grava sobre toda la sociedad, sobre la humanidad entera y trata de descolocar su centro fuera de Dios. Combatir al pecado es aliviar al mundo de un peso, es sanar a la Iglesia de una herida.

Esta idea debe hacer al cristiano más celoso en la lucha contra el pecado en su propia persona y más fervoroso en la oración para que todos los hombres sean liberados del mismo. Siguiendo los pasos de la oración enseñada por Jesús, la Iglesia reza todos los días: «Líbranos, Señor, de todos los males... y que con la ayuda de tu misericordia seamos siempre libres del pecado» (MR).

La Iglesia hace suya la certeza dada por Cristo y asegura a sus hijos que por muy graves que sean los peligros que les rodean, con la ayuda de Dios, podrán verse siempre libres del pecado. Si el pecado causa tanta desgracia en el mundo es porque se ora muy poco. Se intenta combatirlo con medios buenos, pero demasiado humanos; se piensan muchas iniciativas, pero son muy pocos los que se empeñan a oponerse al pecado con, la oración y la penitencia. El Concilio recomienda particularmente en Cuaresma «la oración por los pecadores» (SC 109). No conviene olvidar este aviso de la Iglesia.

 

<<Te doy gracias, Señor, de todo corazón... Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad...

Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma... El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu izquierda contra la ira de mi enemigo, y tu derecha me salva... Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos>>.(Salmo 138, 1-3. 6-8).

 

<<Señor, no me salvaré sino en ti. Si tú no eres mi descanso, no podrá ser curada mi enfermedad... Sé para mí Dios protector y lugar defendido para salvarme. Si eligiere otro sitio, no podré salvarme... No hay manera de huir de ti si no es yendo a ti. Si huyo de ti airado, iré a ti aplacado. Porque tú eres mi firmeza y refugio. Para hacerme fuerte por ti, pues soy débil de mi propia cosecha, me refugiaré en ti. Que tu gracia me haga firme e inconmovible contra todas las tentaciones del enemigo.

Pues en mí está la humana flaqueza, en mí está la primera cautividad, en mí está también la ley de los miembros que se opone a la ley de la mente, y que pretende arrastrarme cautivo a la ley del pecado; todavía el cuerpo corruptible agrava al alma. Por muy firme que me sienta debido a tu gracia mientras lleve el cuerpo terreno, en el cual está depo­sitado tu tesoro, seguiré temiendo por la fragilidad del recipiente. Luego tú eres mi firmeza para que sea fuerte en este mundo contra todas las tentaciones. Pero, si son muchas y me perturban, tú eres mi refugio>>.(S. AGUSTIN, Enarraciones sobre los salmos, 70, I, 5).

10. EL QUE CREA ESTAR EN PIE

 

«Ve, Señor, mi aflicción y mi penar, quita todos mis pecados» (SI 25, 18).

 

1. «Si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido y observa todos mis preceptos... vivirá sin duda, no morirá... Si el justo se aparta de su justicia y comete el mal... morirá a causa de la infidelidad a que se ha entregado y del pecado que ha cometido» (Ez 18, 21-24). Así habla el Señor por boca de Ezequiel. Mientras se asegura la salvación a los pecadores que se convierten, a los justos que abandonan el camino recto se les amenaza con la perdición. Si el valor de la conversión es tan grande como para anular todos los pecados cometidos anteriormente, no es menor el daño de la inconstancia en el bien, ya que puede destruir toda una vida llena de obras buenas.

Nadie puede estar seguro de sí mismo. «El que cree estar en pie, mire no caiga» (1Cr 10, 12). Incluso el que vive habitualmente en gracia y tal vez profesa vida de perfección, no puede jamás dejar de estar muy atento y vigilante.

Es del todo necesario guardarse no sólo de cometer culpas graves, sino también las que se llaman leves. Porque el pecado venial es siempre ofensa de Dios, se opone a la caridad y, aunque no la destruya, la enfría, disminuye su impulso, retarda e impide su desarrollo.

El pecado venial no rompe la amistad con Dios, pero cuando se le comete habitualmente y con plena deliberación, pone en grave riesgo la caridad. No es raro el caso de personas, que habiéndose entregado con sincero fervor al Señor, después de un cierto tiempo comienzan a condescender con el egoísmo, con la pereza y las demás pasiones, no saben imponerse esfuerzos generosos para vencerse a sí mismas y se abandonan a continuas negligencias, a la desgana, con frecuentes omisiones voluntarias. Su vida espiritual se reduce a una especie de letargo, que no siendo ciertamente la muerte, de ninguna manera tiene la frescura y el vigor de una vida sana y robusta. El fervor de la caridad se ha apagado ya.

Santa Teresa de Jesús, avisando del peligro de seme­jante situación, escribe: »... cuando no sintáis disgusto por una falta que hayáis cometido, temed siempre por­que el pecado, aunque sea venial se debe sentir con dolor hasta lo profundo del alma... Por amor de Dios, procurad con toda diligencia de no cometer jamás un solo pecado venial, por pequeño que sea... ¿Qué cosa puede ser pequeña siendo ofensa de una tan grande Majestad?» (Cm 41, 3).

 

2. Son ciertamente muy diferentes los pecados ve­niales que se nos escapan por fragilidad, por inadvertencia. El hombre no querría condescender a ningún precio, pero siendo aún débil, cae cuando llega la tentación, especialmente si ésta le ha sorprendido de una forma inesperada. Sin embargo, apenas se da cuenta de la caída, siente un sincero dolor de la culpa, se arrepiente de ella, pide perdón al Señor, se levanta de nuevo y reemprende el camino.

Estas caídas o pecados no perjudican gravemente, son más bien indicio de debilidad, de inmadurez espiritual. Si además, frente a esas caídas el hombre sabe humillarse sinceramente, puede sacar de ellas verdadero provecho; en particular, una conciencia más profunda de la propia miseria que le hará desconfiar totalmente de sí mismo para poner sólo en Dios toda confianza. Habrá experimentado en su vida propia la grande verdad y realidad de aquellas palabras de Jesús: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). No pocas veces el Señor permite semejantes caídas precisamente para dar al hombre la conciencia práctica de su nada, para fundamentarlo fuertemente en la humildad, base de toda vida espiritual.

Santa Teresa del Niño Jesús, hablando de tales faltas, se atrevía a afirmar que «no desagradan al Señor», porque justamente no dependen de la mala voluntad, sino más bien de la debilidad de la naturaleza humana.

Para estar ciertos que la voluntad es buena, realmente opuesta al pecado, existe una constatación muy sencilla indicada por Jesús, y que es al mismo tiempo condición necesaria para que la oración sea agradable a Dios: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24).

Quien no procura ponerse en paz con el prójimo, no puede considerarse libre de pecado voluntario; su amistad con Dios no es fervorosa, porque no tiene la fuerza para cumplir este deber fundamental. El Señor no toma en serio ciertas faltas que se escapan a nuestra fragilidad humana, pero da grande importancia a todo aquello que hiere y rompe la paz y la armonía entre los hermanos.

 

<<Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor, espera en su Palabra. Mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora. Aguarde Israel al Señor... porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos los delitos>>.(Salmo 130).

 

<<Peccavi, Domine, miserere mei! Perdóname, Padre, perdóname, a mí, miserable e ingrata a las infinitas gracias que de ti he recibido. Confieso que sólo tu bondad me ha conservado como esposa tuya, aunque por mis defectos te haya sido siempre infiel. Peccavi, Domine, miserere mei!

¿Y tú, alma mía, qué haces? ¿No sabes que Dios está con­tinuamente viéndote? Debes saber que nunca puedes esconderte a su mirada, pues ninguna cosa le está oculta... Pon, pues, punto final a tus iniquidades y despiértate.

¡Oh Dios eterno, oh piadoso y misericordioso Padre, ten piedad de nosotros, porque estamos ciegos, sin ver nada, y sobre todo yo, miserablemente miserable... Tú, verdadero sol, entra en mi alma e ilumíname con tu luz... Arroja de mi alma las tinieblas y dale la luz; derrite en ella el hielo del amor propio e infúndele el fuego de tu caridad>>. (STA. CATALINA DE SIENA, Plegarias y Elevaciones).

 

<<Señor, he pecado: ten piedad de mí, pobre pecador. Haz que llegue a mi corazón el agua de las lágrimas y del arrepentimiento sincero, para que pueda purificar mi alma de sus culpas, antes de que me aparte de ti. Señor, dame tu gracia y tu misericordia, para que me sirvan de ornato y esplendor, de manera que pueda complacerte, Señor. Dame la buena voluntad y la perseverancia, para que  me  renueve  incesantemente  en  tu  servicio  y  en  tu  alabanza>>.(RUYSBROECK, Obras, V, 1).

11. OBEDECERAS A SU VOZ

«Dichosos los que guardan sus dictámenes, los que le buscan de todo corazón»(SI 119, 2).

 

1.Así hablaba Moisés al pueblo de Israel: «Has he­cho decir a Yahvé que él será tu Dios y tú seguirás sus caminos, observarás sus preceptos... escucharás su voz. Y Yahvé te ha hecho decir hoy que serás el pueblo de su predilección... el pueblo consagrado al Señor tu Dios, como él te ha dicho» (Dt 26, 17-19).

Con esta declaración de los compromisos por ambas partes se confirmaba la alianza entre Israel y Yahvé: fidelidad y obediencia por parte de Israel, cumplimiento de las promesas por parte de Dios. En virtud de la obediencia Israel será un pueblo privilegiado, consagrado, es decir perteneciente a su Dios, quien tendrá de él un cuidado especial y lo salvará.

En lugar de Israel hace ya siglos entró la Iglesia, nuevo pueblo de Dios; y hoy, como ayer, la condición para ser «pueblo de Dios es la obediencia. El primer motivo de la obediencia se funda en el hecho de ser el hombre una creatura y que como tal recibe de Dios «la vida, el aliento y todas las cosas» (Ac 17, 25), por lo que de ninguna manera puede ser independiente de él. «Ay de quien litiga con el que le ha modelado... —dice el profeta— ¿Dice la arcilla al que la modela: qué haces tú? (Is 45, 9).

La obediencia es la relación esencial de la creatura con Dios, relación que garantiza el orden, la armonía, la felicidad. La ruptura de esta relación fue la ruina del género humano: «Por la desobediencia de un  solo hombre [Adán], todos han sido constituidos pecadores» (Rm 5, 19), y para restablecer el orden fue necesaria la obediencia de Cristo.

Desobediencia significa ruptura con Dios, abandono de su amistad, negación de su dominio, pretensión orgullosa de vivir independientemente de él. Obediencia es reconoci­miento práctico de la primacía absoluta de Dios, conciencia clara de que fuera de Dios el hombre no puede encontrar ningún bien, ninguna felicidad, y humilde sumisión a su querer, aceptación amorosa y dócil de sus preceptos, comunión con él.

El Hijo de Dios que por amor del Padre y por la salvación de la humanidad ha obedecido hasta la muerte de cruz hizo que la obediencia del hombre no sea solamente la de la simple creatura que se somete al Creador por imposición de su mismo ser, sino obediencia de hijo inspirada en el amor.

 

2.— Perfeccionando la ley antigua, Jesús ha presenta­do las relaciones del hombre con Dios no en cuanto creatura que depende del creador sino en cuanto hijo que mira al Padre.

En el Antiguo Testamento la obediencia a la ley divina estaba dominada por la idea del señorío de Dios: «El será tu Dios... y tú escucharás su voz». En el Nuevo Testamento esta idea permanece inmutable ciertamente; el primer mandamiento sigue formulándose así: «Yo soy el Señor tu Dios» (Dt 5, 6); pero es completada y se carga de amor por la idea de la paternidad de Dios. En consecuencia la obediencia y la observancia de la ley toman un aspecto filial.

La figura del Padre está siempre presente en las enseñanzas de Jesús: los deberes de la limosna, de la oración, del ayuno, han de ser observados bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto (Mt 6, 1-18); las obras de los discípulos han de ser tales que hagan glorificar al Padre (Mt 5, 16). Este sentido original sobresale especialmente en el anuncio de la nueva ley de la caridad: «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (ib 44-45).

Mientras el ideal de la ley antigua es la santidad absoluta de Dios: «sed santos porque yo soy santo» (Lv 11, 44), el ideal de la ley nueva es la santidad de Dios contemplada sobre todo bajo el aspecto de la paternidad: «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). La idea de la paternidad reclama inmediatamente la idea de la bondad, del amor y precisamente por esto Jesús da tanta importancia a la ley del amor, sea como respuesta al amor infinito del Padre celestial, sea como imitación de su bondad en las relaciones recíprocas.

El hecho de que Dios sea Padre y el hombre su hijo no disminuye, sin embargo, el deber de la obediencia, más bien lo hace especialmente ineludible, porque de­rivará no ya de un temor servil sino del amor filial. «La caridad —enseña Santo Tomás— es inconcebible sin la obediencia... Y la razón es que la amistad hace querer y no querer las mismas cosas» (S. T. 2-2, 104, 3). La obediencia es el fruto del amor, de la amistad con Dios y juntamente es su testimonio práctico. Cuanto más el hombre, renunciando a su voluntad, se conforma en todo con la voluntad de Dios, más se une a él en comunión perfecta.

 

<<Te alabaré con sincero corazón cuando aprenda tus justos mandamientos. Quiero guardar tus leyes exactamente, tú no me abandones.

¿Cómo andaré honestamente? Cumpliendo tus palabras... Mis labios van enumerando los mandamientos de tu boca; mi alegría es el camino de tus preceptos, más que todas las riquezas...

Mira cómo ansío tus decretos: dame vida con tu justicia, Señor, que me alcance tu favor, tu salvación según tu promesa: así responderé a los que me injurian, que confío en tu palabra... Cumpliré sin cesar tu voluntad, por siempre jamás. Andaré por un camino ancho, buscando tus decretos>>.(Salmo 119, 7-9. 13-14. 40-45).

 

<<He aquí el único fin que han de tener todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones, todos nuestros deseos y todas nuestras plegarias: darte gusto a ti, ¡oh Señor! Este debe ser el camino de nuestra perfección: seguir tu voluntad. Tú quieres que cada uno de nosotros te ame con todo su corazón... Te ama con todo el corazón quien repite sinceramente lo que te dijo el Apóstol: ¿Qué debo hacer, Señor? (Act 22, 10).

 Señor, dame a entender qué es lo que quieres de mí, que yo quiero hacer todo lo que tú quieras. Hazme entender que cuando quiero lo que tú quieres, entonces quiero mi mayor bien, pues ciertamente tú no quieres más que lo mejor para mí...

Dios mío, sé, pues, tú el único Señor de mi corazón: poséelo todo; y que mi alma sólo te ame a ti, que a ti sólo te obedezca y trate de complacer... Jesús mío, te doy enteramente mi corazón y toda mi voluntad. Un tiempo te fue rebelde, pero ahora toda te la consagro a ti... Dispón de mí y de mis cosas como te plazca; lo acepto todo y a todo me resigno.

¡Oh Amor digno de infinito amor! Tú me amaste hasta morir por mí; yo te amo con todo mi corazón, te amo más que a mí mismo, y a tus manos abandono mi alma>>.(S. ALFONSO M. DE LIGORIO, Práctica del amor a Jesús, 13).

12. II DOMINGO DE CUARESMA

CICLO A

«Oh Señor, tú nos has llamado con una vocación santa» (2 Tm 1, 9).

 

El tema de las dos primeras lecturas de este domingo podría llevar este título: la vocación de los creyentes. Del Antiguo Testamento (Gn 12, 1-4a) se toma la historia de la vocación de Abrahán, cabeza-estirpe del pueblo elegido y padre de todos los creyentes. «El Señor dijo a Abrahán: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (lb 1).

Es maravillosa y misteriosa la fe de este hombre que pro­cediendo de una tribu idólatra, cree con tanta fuerza y decisión en el único Dios verdadero que abandona todo tierra y familia— para seguir la voz de alguien que lo empuja hacia un destino desconocido. Abrahán marcha, vivirá errante trasladándose de un lugar a otro según el Señor le va marcando, con la fe firme contra toda evidencia de que él cumplirá su promesa: «De ti haré una nación grande» (lb).

En la segunda lectura (2 Tm 1, 8b-10) San Pablo habla de la vocación del cristiano que tiene sus raíces en la vocación de Abrahán, pero iluminada y sublimada por la gracia de Cristo. «Dios nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús» (lb 9).

 Abrahán fue llamado en vista de Cristo, para quien debía preparar el pueblo del cual él habría de nacer; el cristiano es llamado al seguimiento de Cristo en virtud de la gracia que brota del misterio pascual de la muerte y resurrección. Abrahán vio de lejos el día de Cristo (Jn 8, 56); el cristiano lo ve de cerca, al estar injertado en el tiempo y en el espacio santificados por su venida.

Si Abrahán respondió con tanta plenitud a la llamada de Dios, más obligado y urgido está a hacerlo el cristiano ahora cuando Jesús «ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad por medio del Evangelio» (2Tm 1, 10).

Conforme a una tradición antigua, hoy se lee el evan­gelio de la Transfiguración (Mt 17, 1-9), síntesis del misterio de la muerte y de la resurrección del Señor y expresión característica de la vocación del cristiano. El hecho sucedió «seis días después» de la profesión de fe de Pedro en Cesárea, la cual había seguido inmediatamente al primer anuncio de la Pasión, y se presenta como una confirmación del testimonio: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16); la visión del Tabor será al mismo tiempo un fortalecimiento de los apóstoles que no han de abatirse ante los sufrimientos que Jesús ha de padecer.

Es necesario que comprendan cómo la Pasión en lugar de ser aniquilamiento de la gloria del Hijo de Dios es el paso obligado que conduce a ella. «Y se transfiguró delante de ellos; su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz» (Mt 17, 2).

Ante este espectáculo Pedro salta: él que había reaccionado con violencia contra el discurso sobre la Pasión, ahora ofuscado por la gloria del Maestro exclama entusiasta: «Señor, es bueno estarnos aquí» (lb 4). La cruz le había horrorizado; la gloria por el contrario lo exalta y querría estar allí olvidando todo lo demás. Pero la visión beatificante del Tabor no es más que un anticipo de la gloria de la Resurrección y un viático para seguir con mayores fuerzas a Jesús en el camino del Calvario. Es esto lo que dijo claramente la voz que vino del cielo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (ib 5).

El Padre se complace en el Hijo porque condividiendo con él la naturaleza divina no obstante aceptó ocultar sus resplandores bajo el velo de la carne humana y hasta bajo la ignominia de la cruz. Los discípulos tienen que escucharle siempre, y aún más atentamente cuando habla de cruz e indica su camino. La vocación del cristiano es conformarse a Cristo Crucificado para poder ser un día conformados y re­vestidos de su gloria.

 

<<Señor, Padre Santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alégranos con el gozo interior de tu palabra; y, purificados por ella, contemplaremos con mirada limpia la gloria de tus obras>>.                                                                                                      (MISAL ROMANO, Colecta).

 

<<Escuchad a mi Hijo, en quien me complazco, cuya predicación me manifiesta y cuya humildad me glorifica. El es la verdad y la vida, mi potencia y mi sabiduría. Escuchadle: a él, preanunciado por los misterios de la ley, celebrado por el lenguaje de los profetas. EsCuchadle: a él, que redime al mundo con su sangre... Escuchadle, a él, que abre el camino del cielo,

y por medio del suplicio de la cruz va disponiendo para vosotros los peldaños que suben al Reino...

Haz, Señor, que se caliente mi fe, según la enseñanza de tu Evangelio, y que no se avergüence de tu cruz, por la que fue redimido el mundo. Que no tema padecer por la justicia ni desconfíe del premio prometido: a través de la fatiga se llega al descanso, y a través de la muerte se pasa a la vida.

Tú, ¡oh Cristo!, asumiste todas las enfermedades de nuestra humilde naturaleza, pero si perseveramos en ser testigos tuyos y en tributarte el honor que mereces, también nosotros venceremos lo que tú venciste y recibiremos lo que tú prometiste... Se trata de seguir tus mandamientos y de soportar las adversidades, haz que resuene siempre en nuestros oídos la voz de tu Padre que un día se hizo oír: «Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo».(S. LEON MAGNO, Sermón, 51, 7-13).

CICLO B

 

«Confío en ti, Cristo, que moriste y resu­citaste, y que estás a la diestra del Padre in­tercediendo por nosotros»(Rm 8, 34).

 

<<La liturgia de este domingo tiene un carácter aguda­mente pascual al destacar el sacrificio y la glorificación de Jesús. Los primeros pasos se inician, como siempre, en el Viejo Testamento y exactamente en el sacrificio de Abrahán. Por obedecer a Dios, Abrahán a sus setenta y cinco años había tenido la valentía de abandonar tierra, casa, costumbres, todo; ahora, ya cargado de larga ancianidad, aventura su fe hasta el mismo sacrificio de su único hijo: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac; vete... y ofrécelo en holocausto...» (Gn 22, 2).

Era éste un precepto doloroso para el corazón de un padre, y no menos terrible para la fe de un hombre que de ninguna manera quiere dudar de su Dios. Isaac es la única esperanza para que se puedan cumplir las promesas divinas; y no obstante esto Abrahán obedece y sigue creyendo que Dios mantendrá la palabra dada. Verdaderamente merece el título de «nuestro padre en la fe» (Pleg. Euc. I).

Dios no quería la muerte de Isaac, pero sí cierta­mente la fe y la obediencia sin discusión de Abrahán. Isaac va a tener un papel singular en la historia de la salvación: anticipar la figura de Jesús, el Hijo único de Dios que un día será sacrificado por la redención del mundo. Lo que Abrahán, por intervención divina, ha de­jado sin cumplir, lo cumplirá Dios mismo, «el que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32; 2.a lectura).

Isaac que sube al monte llevando sobre sus espaldas la leña del sacri­ficio y que se deja atar dócilmente sobre el montón de leña, es figura de Cristo que sube al Calvario cargando el leño de la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo «ofreciéndose libremente a su pasión» (Pleg. Euc. II).

Así como en Isaac, liberado de la muerte, se cumplieren las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte brotan la vida y la salvación para toda la humanidad. Nadie puede dudarlo, porque «Jesús que murió, más aún, que resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8, 34).

El Evangelio del día (Mc 9, 2-10), presentando a Jesús transfigurado en el monte Tabor, nos ofrece una visión anticipada de la gloria del Señor resucitado y de su poder delante del Padre. Sólo los tres discípulos más íntimos —Pedro, Santiago y Juan— fueron sus testigos privilegiados, los mismos que días más tarde asistirán a la agonía de Getsemaní, como para convencernos que gloria y pasión son dos aspectos inseparables del único misterio que es Cristo. «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes,   muy   blancos,   tanto   que   ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (lb 2-3).

Esta comparación es un detalle típico del relato de Marcos que exprime con grande realismo la impresión profunda que los tres y especialmente Pedro sintieron delante del Señor resplandeciente de gloria. Acostumbrados ellos a verle siempre en su aspecto humano, un hombre más entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y descubren el rostro luminoso del Hijo de Dios: «Dios de Dios, Luz de Luz» (Credo). En aquel momento una voz desde el cielo garantiza la verdad de la visión: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (ib 7).

Es necesario que los hombres le escuchen para vivir según sus mandamientos; Dios mismo le escucha porque en atención a su sacrificio salvará a todos los hombres. Pero lo divino supera de tal manera todo lo humano que cuando se revela a la creatura la oprime y debilita: los tres discípulos fueron invadidos por el miedo y Pedro, sin saber lo que decía, propone a Jesús hacer tres tiendas allí: «una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (ib 5).

No sabía que aquella visión no tenía otro fin que fortalecer su fe y que antes de llegar a la visión eterna era necesario descender del monte con Jesús, oírle hablar aún muchas veces de pasión y seguirle llevando con él la cruz. Esto es lo que significa vivir el misterio pascual de Cristo.

 

<<¡Qué maravillosa es la obediencia de Abrahán! ¡Qué ejemplo nos das, Dios mío en ella!... Tanto más admirable es, en tanto que tu siervo no obra solamente contra la inclinación del corazón... Le mandas que haga lo contrario de lo que parecía justo... Pero él tiene fe en ti, y sabiendo que eres tú quien le habla, obedece, y con razón, pues tú eres esencialmente la justicia y la santidad... ¡Qué unidas están la fe y la obediencia! La fe es el principio de todo bien y la obediencia es su con­sumación.

<¡Que Dios te bendiga, Abrahán! ¡Que Dios te bendiga, Isaac, que tan dulcemente te dejaste atar sobre el altar! ¡Te bendecimos, Dios mío, por los siglos de los siglos, a ti, que haces germinar entre los hombres tales virtudes! El amor consiste en obedecerte, obedecerte con esa prontitud, con esa fe que desgarra el corazón y desconcierta la mente...; el amor es el sacrificio inmediato, absoluto, de lo que más se quiere, a tu voluntad, es decir, a tu gloria...

<Es lo que tú haces de un modo maravilloso, ¡oh Abrahán!, levantándote de improviso durante la noche para ir a sacrificar a tu propio hijo. Es lo que tú harás, ¡oh Hijo de Dios!, bajando del cielo a la tierra para vivir esta vida y para morir esta muerte... Señor mío y Dios mío, haz que yo también lo haga, según tu santísima voluntad>>.(C. DE FOUCAULD, Meditaciones sobre el A. T.).

 

<<Cristo Señor nuestro, después de anunciar tu muerte a los discípulos, les mostraste en el monte santo el esplendor de tu gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección>>.(MISAL ROMANO, cf. Prefacio).

CICLO C

 

«Señor, tú eres mi luz y mi salvación... No me ocultes tu rostro»(SI 27, 1-9).

 

La liturgia de este domingo está iluminada por los resplandores de la transfiguración del Señor, preludio de su resurrección y garantía de la del cristiano.

A modo de introducción, la primera lectura (Gn 15, 5-12. 17-18) narra la alianza de Dios con Abrahán. Después de haberle profetizado por tercera vez una numerosa descendencia: «Mira el cielo y cuenta las estrellas... Así será tu descendencia» (ib 5), Dios le señala la tierra que le dará en posesión; y Abrahán con humilde confianza le pide una garantía de esas promesas.

El Señor condesciende benévolamente y hace con él un contrato según las costumbres de los pueblos nómadas de aquellos tiempos; Abrahán prepara un sacrificio de animales sobre el cual baja de noche el Señor en forma de fuego, sellando así la alianza: «A tu descendencia he dado esta tierra...» (ib 18). Es una figura de la nueva y definitiva alianza que un día Dios establecerá sobre la sangre de Cristo, en virtud de la cual el género humano tendrá derecho no a una patria terrena sino a la patria celestial y eterna.

        Sobre el Tabor (Evangelio: Lc 9, 28-36) ante Jesús transfigurado cl Señor una vez más se compromete en favor de los hombres a quienes presenta a su Hijo muy amado: «Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle» (ib 35); se lo entrega como Maestro; pero en el Calvario se lo entregará como Víctima. San Lucas precisa que la transfiguración aconteció sobre el monte mientras Jesús oraba: «Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (ib 29).

Jesús permite que por un momento su divinidad resplandezca a través de las apariencias humanas, y así se presenta a los ojos estáticos de sus discípulos como realmente es: «resplandor de la gloria del Padre, imagen de su sustancia» (Hb 1, 3). Contemplar el rostro de Dios fue siempre el anhelo de los justos del Antiguo Testamento y de los santos del Nuevo: «Señor, yo busco tu rostro. No me ocultes tu rostro» (Salmo Resp.). Pero cuando Dios concede semejante gracia, no deja de ser más que un instante, que, lo mismo que en la visión del Tabor, está ordenada a robustecer la fe y a infundir nuevo valor para llevar la cruz.

Junto al Señor transfigurado aparecen dos hombres: Moisés y Elías; el primero representa a la ley; el segundo a los profetas; la ley que Cristo ha venido a perfeccionar, los profetas cuyas enseñanzas y vaticinios ha venido a completar y realizar res­pectivamente.

La presencia de estos personajes histó­ricos demuestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Su conversación se refería a la pasión de Jesús: «y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31). Lo mismo que Moisés y Elías habían sufrido y habían sido perseguidos por causa de Dios, así también tendrá que padecer Jesús. La Transfiguración es una visión de gloria que se entremezcla con diálogos de pasión, de dolor: dos aspectos opuestos pero no contrastantes del único misterio pascual de Cristo. Muerte y resurrección, cruz y gloria.

La segunda lectura (Flp 3, 17-4, 1) es una fervorosa exhortación a llevar con amor la cruz de Cristo, a fin de ser un día partícipes de su gloria. «Muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os repito con lágri­mas, como enemigos de la cruz de Cristo» (lb 18). El Apóstol se queja de los cristianos que se entregan a los placeres terrenos, a las satisfacciones de la carne con el pensamiento preocupado solamente de las cosas de la tierra.

Y he aquí que el Apóstol toma el vuelo hacia la altura y nos recuerda la visión del Tabor: Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde espera­mos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfi­gurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glo­rioso como el suyo» (ib 20-21).

La transfiguración del cristiano será realmente plena sólo en la vida eterna, pero ya se inicia aquí abajo por medio del bautismo; la gracia de Cristo es la levadura que desde las entrañas nos transforma y transfigura en su imagen, si aceptamos llevar con él nuestra cruz.

 

<<Señor, busco tu rostro, tu rostro deseo, Señor. Enséñame, pues, ahora, Señor Dios mío, dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré ausente? Y si estás en todas las partes, ¿por qué no te veo presente? Mas, ciertamente, tú habitas en una luz inaccesible... ¿Quién me llevará e introducirá en esa luz para que yo te vea?

Señor, enséñame a buscarte y muéstrate a mí, que te busco, pues no puedo buscarte, si tú no me enseñas a hacerlo, ni puedo encontrarte, si tú no te manifiestas. ¡Oh Señor!, que yo le busque deseando, que te desee buscando, que te encuentre amando, que te ame encontrándote>>.(SAN ANSELMO, Prostogium 1).

 

<<Unas veces gemimos, otras oramos! El gemido es propio de los infelices, la oración es propia de los menesterosos. Pasará la oración y vendrá la alabanza; pasará el llanto y vendrá la alegría. Por lo tanto, mientras nos hallamos en los días de la prueba, que no cese nuestra oración a ti, ¡oh Dios!, a quien dirigimos una sola petición; y haz que no cesemos de dirigirte esta petición hasta que no logremos que se cumpla, gracias a que tú nos la concedas y nos guie.

Una sola cosa pido, después de tanto orar, llorar y gemir: no pido más que una cosa... Mi corazón te ha dicho: he buscado tu rostro, tu rostro seguiré buscando, Señor. Una cosa te he pedido, Señor, y esa cosa seguiré buscando: ¡tu rostro!>>(S. AGUSTIN, Enarraciones sobre los Salmos, 36, II, 14-16).

13. HEMOS SIDO REBELDES

 

«Señor, que yo guarde puro mi camino, ob­servando tu palabra» (SI 119, 9).

 

1.«Señor, Dios grande y temible... Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas» (Dn 9, 4-5).

Esta confesión hecha por el profeta Daniel en nombre del pueblo de Israel es siempre actual. Los hombres de todos los tiempos pueden repetirla y completarla con el profeta: «No hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, para seguir sus leyes, que él nos ha dado por medio de sus siervos los profetas» (lb 10).

El pecado de la desobediencia a Dios, a sus leyes, a sus representantes es de los más frecuentes y menos valorados. Y sin embargo el hombre no conseguirá la salvación sino por el camino de la obediencia. Es éste el camino que ha recorrido el Hijo de Dios: «Bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 38). Y aceptando libremente la voluntad del Padre que lo inmolaba por la salvación del mundo, quiso someterse a cuantos le representaban, dignos e indignos, hebreos o paganos, sacerdotes o funcionarios del imperio romano.

Estilo de Dios es gobernar a los hombres sirviéndose de otros hombres que participan de su autoridad. «So­métanse todos a las autoridades constituidas —advierte S. Pablo— pues no hay autoridad que no provenga de Dios» (Rm 13, 1). Toda forma de rebeldía a la autoridad legítima, toda especie de anarquía «se opone al orden divino» (ib 2). Por eso el cristiano debe prestar «obe­diencia a las leyes justas y respeto a las autoridades legítimamente constituidas» (CD 19; cfr. GS 74), no sólo por motivos sociales, sino en conciencia.

Con mayor razón vale esto para los Pastores del re­baño, de quienes Jesús ha dicho: «Quien a vosotros escucha a mí me escucha, y quien a vosotros desprecia a mí me desprecia» (Lc 10, 16). En esta perspectiva el Concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a que «con cristiana obediencia abracen prontamente lo que los Pastores, en cuanto representantes de Cristo, ordenan como maestros y rectores en la Iglesia, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, quien con su obediencia hasta la muerte ha abierto a todos los hombres el camino libre de la libertad de los hijos de Dios» (LG 37).

 

2.No existe categoría alguna de personas que no tenga la obligación de practicar la virtud de la obedien­cia. «Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo —exhorta S. Pablo—. Las mujeres se sometan a sus maridos, como al Señor... Vosotros, hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor... Vosotros, esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto y temor, con sencillez de corazón, como a Cristo» (Ef 5, 21-22; 6, 1-5).

En estos textos, la obediencia se recomienda a toda clase de personas siempre por motivo del Señor; el orden familiar y social es algo que el Señor quiere. Por lo tanto se impone la conclusión: obedeced a los hombres como se obedece a Cristo.

La obediencia cristiana se caracteriza precisamente por este espíritu sobrenatural, en virtud del cual el hombre pasando por encima de la creatura que manda, fija la mirada en Dios, en cuyo honor ofrece el obsequio de la sumisión.

Semejante obediencia no es un ejercicio reservado sólo a quienes han hecho un voto o promesa especial, sino que es obligación de todos. De hecho la Iglesia exhorta a todos los fieles a' tener entre sí los mismos sentimientos que tuvo Cristo, quien se despojó de sí mismo tomando condición de siervo... obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 7-8) (LG 42).

Es evidente que nuestra primera obediencia debe ren­dirse a Dios, de tal manera que si alguna autoridad qui­siera imponer algo que fuese contrario a la voluntad de Dios, tendríamos que responder que no es lícito obedecer a los hombres antes que a Dios (Ac 4, 19).

Hecha esta excepción, la obediencia debe practicarse siempre, también cuando contraría nuestra propia voluntad, especialmente si está en juego la voluntad expresa de Dios, su ley, el bien de la Iglesia, la sumisión a los superiores religiosos.

Precisamente porque el cristiano no es un hombre aislado, sino que está integrado en la comunidad eclesial, el bien común puede a veces exigir la renuncia de criterios, de aspiraciones y proyectos personales; pero no hay duda que esta renuncia es más agradable a Dios que cualquier obra buena e incluso que cualquier acto de culto. «¿Acaso se complace el Señor en los holo­caustos y sacrificios más que en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar» (1 Sm 15, 22). Así apostrofaba Samuel a Saúl que había ofrecido en sacrificio a Dios las primicias de sus rebaños, pero había quebrantado sus órdenes. La obediencia no es sacrificio de cosas, sino de la propia voluntad, que vale más que todas las cosas.

 

<<Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los que te aman y observan tus mandamientos. Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tu3 siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban... A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro... porque hemos pecado contra tí. Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón, porque nos hemos rebelado contra él...

Oye, pues, Dios nuestro, la oración de tu siervo, oye sus plegarias, y por amor de ti, Señor, haz brillar tu faz sobre tu santuario devastado. Oye, Dios mío, y escucha. Abre los ojos y mira nuestras ruinas... No por nuestras justicias te presentamos nuestras súplicas, sino por tus grandes misericordias. ¡Escucha, Señor! ¡Señor, perdona! ¡Atiende, Señor, y obra!>>(Daniel 9, 4-9. 17-19).

 

<<¡Oh cuán dulce y gloriosa es esta virtud de la obediencia, que entraña todas las demás virtudes, porque la caridad la concibe y de ella nace. En ella se funda la piedra angular de la santísima fe. Es una reina tal, que quien con ella se desposa no sufre mal alguno, sino que siente paz y quietud. Las olas del mar encrespado no pueden perjudicarle, ni dañarle puede tempestad alguna...

 No siente odio frente a la injuria, porque quiere obedecer, y se le ha mandado que perdone. No se apena al no ver satisfechos sus deseos porque la obediencia le hace desearte solamente a ti, Señor, que eres el único que puede, sabe y quiere cumplir sus deseos... Y así, en todo halla paz y quietud...

¡Oh obediencia, que navegas sin fatiga, y sin peligro llegas al puerto acogedor! ¡Concuerdas con el Verbo unigénito Hijo de Dios; subes a la navecilla de la santísima cruz para mantenerte... en la obediencia del Verbo y no apartarte nunca de su doctrina!>>(STA. CATALINA, Diálogo 155).

14. DICEN Y NO HACEN

 

«Señor, dame inteligencia para entender tu palabra. Y la guardaré de todo corazón»(SI 119, 34).

 

1.Decía Jesús a propósito de los escribas y fari­seos: «Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque ellos dicen y no hacen» (Mt 23, 3). Jesús no duda en reconocer la autoridad de los doctores de la ley, cuya misión era instruir religiosamente al pueblo, y recomienda seguir sus enseñanzas; es un ejemplo de cómo ha de obedecerse a todos los que tienen un oficio de dirección y magisterio aunque tal vez no lo ejerciten dignamente. Por otra parte Jesús pone abiertamente en guardia contra la conducta de los doctores de la ley y descubre su fallo fundamental: «dicen y no hacen».

Todos los hombres pueden pecar de incoherencia, pero si ésta es condenable en todos, lo ha de ser en grado sumo en aquel que o por el oficio que ejercita o por la vida que ha abrazado, tiene la obligación estricta de confirmar con sus obras la doctrina que enseña y que profesa.

Conocer suficientemente el campo de las reali­dades espirituales sin preocuparse de llevar a la prác­tica esa teoría, crea situaciones deformantes; se discute de virtud y de santidad y se actúa a un nivel de pasiones y de vicios no combatidos, hasta el punto de no sentir el absurdo de un comportamiento que está negando con los hechos lo que afirman las palabras.

Esta «incoherencia» amenaza especialmente a los «practicantes», sin excluir a los consagrados, reduciéndoles así a una vida mediocre, despreciada de los hombres y condenada por Dios. «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3, 15-16).

Muchas veces en la raíz de este comportamiento se esconde una mentalidad legalista, parecida a la de los fariseos, que hará consistir la virtud en no traspasar los límites del pecado, procurando por otra parte que en este marco encaje todo lo que satisface al egoísmo, y no comprometerse en nada a más de lo que es estrictamente obligatorio. Con este programa la vida espiritual pierde impulso, energía; se diluye en una tonalidad incolora, se cierra dentro de unos horizontes estrechos, donde ya el ideal no brilla y la llama del amor se apaga.

Dios no quiere ser servido a base de un frío legalis-mo, sino con todo el corazón, por amor; y el amor auténtico da sin medidas, da sin reservas, gastándose completamente.

 

2. El Concilio lamenta que los católicos, poseyendo «toda la verdad revelada por Dios y todos los medios que la gracia ofrece..., no la aprovechen para vivir con el fervor debido; razón por la cual el rostro de la Iglesia aparece menos refulgentes ante el mundo y el crecimiento del Reino de Dios se retarda» (UR 4).

Es ésta una constatación que nos obliga a pensar seriamente; la incoherencia y la mediocridad no sólo impiden la santidad personal sino que perjudican también a la Iglesia. A fuerza de tantos comentarios e interpretaciones, el Evangelio es demasiado poco conocido y vivido como Cristo lo predicó. Al amparo de la oportunidad y de la prudencia el Evangelio de la caridad, de la renuncia y de la pobreza se reduce muchas veces a fórmulas de vida tan mezquinas que suscitan la crítica e ironía de los mundanos y escandalizan a los sencillos.

Es necesario abrir el corazón al Evangelio para acep­tarlo íntegramente, tal como Jesús lo anunció. Se nece­sita meditar profundamente las palabras del Señor: «di­cen y no hacen», y tener la valentía de revisar nuestra propia vida a la luz de esas palabras.

¡Cuántas cosas buenas se dicen, cuántas verdades se conocen y se afirman, y sin embargo no calan y no se traducen en práctica; quedan perdidas en el campo de las ideas. Ser ejecutores de la verdad, ser realizadores del Evangelio, ser testigos de Cristo son las metas hacia las cuales urge tender incesantemente. «Lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías delante de mi vista... —grita el Espí­ritu Santo por boca de Isaías—. Aprended a hacer el bien, buscad lo justo» (Is 1, 16-17).

La conversión cua­resmal exige una profunda purificación del egoísmo; exige que se destierre de nuestras acciones el mal de la incoherencia y de la tacañería; que se haga el bien con toda generosidad, que la justicia sea antes interior que exterior y siempre practicada con amor.

El cristiano no puede ser un acróbata que hace cabriolas entre lo lícito y lo prohibido, o un calculador que pesa con balanza exacta sus aportaciones; el cristiano está llamado a ser una criatura que vive en el amor (Ef 5, 1), sirviendo a Dios con corazón de hijo y al prójimo con entrega fraternal. Solamente así estará asegurado el fervor en cada cristiano particular, lo mismo que en las comunidades y en toda la Iglesia, y resplandecerá su santidad «que se debe manifestar en los frutos de la gracia que el Espíritu produce en los fieles» (LG 39).

 

<<Dice el Señor: «¿Por qué recitas mis preceptos, y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza, y te echas a la espalda mis mandatos? Esto haces, ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. El que me ofrece acción de gracias, ése me honra; al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios>>. (Salmo 50, 16-17. 21,23).

 

<<Señor, tú creaste a los seres espirituales, las cuales, conforme a su naturaleza, debían participar de tu felicidad. Pero la respuesta que te dieron fue la rebeldía. Muchos, primero de entre los ángeles, y luego de entre los hombres, se levantaron contra ti para servir a otro ideal. ¿Para qué nos creaste sino para hacernos felices? ¿Tal vez porque al crearnos podrías añadir algo a tu propia felicidad? ¿Y cómo podremos ser nosotros felices si no es sirviéndote a ti? Sin embargo, hemos pretendido ser felices de una manera muy distinta de la que tú quieres: te hemos abandonado para forjarnos nuestra propia felicidad.

¡Dios mío, qué pago te damos los hombres, y yo en particular, con el pecado! ¡Qué horrible falta de gratitud es la nuestra!

Tú tienes derechos sobre mí: te pertenezco completamente, Dios mío. Eres el Creador todopoderoso: yo soy obra de tus manos y propiedad tuya..., mi único deber es servirte.

Reconozco, Dios mío, haber olvidado hasta ahora, y seguir olvidando, todo esto. Son innumerables las veces que he obrado como si fuera dueño de mí mismo, portándome como un rebelde, buscando, no la tuya, sino mi propia satisfacción. Me he endurecido hasta el punto de no darme cuenta ya de mi error, de no sentir ya horror por el pecado, de no odiarlo ya y temerlo, como debiera. El pecado no produce en mí ni aversión ni repugnancia: al contrario, en lugar de indignarme como de un insulto dirigido a ti, me tomo la libertad de juguetear con él, y aunque no llego a pecar gravemente, me adapto sin gran dificultad a faltas más leves. ¡Dios, qué espantosamente distinto estoy de como debiera ser!>>(J. H. NEWMAN, Madurez cristiana).

15. EL ORGULLO DEL CRISTIANO

 

«En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (GI 6, 14).

1.«Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará» (Mt 20, 18-19).

Es la tercera vez que Jesús anuncia a sus íntimos la pasión que ha de padecer, y también esta vez no es entendido. La primera vez Pedro había protestado enérgicamente; al anunciársela por segunda vez, los tres discípulos predilectos no habían captado el sentido de las palabras del Señor, pero no se habían atrevido «a preguntarle acerca de este asunto» (Lc 9, 45); en esta tercera ocasión, el anuncio de la pasión es seguido de la petición presuntuosa que Santiago y Juan lanzan por boca de su madre: «El le dijo: ¿qué quieres? Dícele ella: Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a  tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino» (Mt 20, 21).

Jesús habla de pasión, de desprecios, de muerte ignominiosa; los apóstoles están preocupados únicamente de asegurarse los primeros puestos. Es la eterna tendencia del orgullo —triste herencia del pecado original— que pretende afirmarse e imponerse en todos los campos, no excluido el religioso. Para entender, aquellos hombres necesitarán ver a su Maestro literalmente «ridiculizado, azotado, cru­cificado», y después resucitado, como ha profetizado él mismo.

  Por el momento Jesús les amonesta: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?» Se repite la lección del Tabor: es imposible llegar a la gloria sin pasar por el camino estrecho de la cruz. A la cual se debe añadir otra: no se comprende, y menos se puede vivir, el mis­terio de la cruz sin la humildad.

Para quien aspira a honores, a triunfos, a gloria de mundo, la cruz es un escándalo, es un enemigo que atenta contra la propia felicidad, que coarta la libertad. El soberbio que quiere ser dueño indiscutido de su propia vida se rebela contra cualquier forma de sufrimiento físico o moral que pueda impedirle la afirmación de su capacidad y valores.

En esa actitud es muy fácil caer en el riesgo de convertirse de apóstoles en enemigos de la cruz de Cristo. Sólo los humildes son capaces de doblar sus espaldas, como Jesús, bajo el peso de la cruz, de aceptar, como él, ultrajes, humillaciones, trato injusto. Y sólo en los humil­des la cruz realiza esa obra de purificación y de aniqui­lamiento, que prepara al hombre para resucitar con Cristo.

 

2.  Jesús ha condenado públicamente la conducta de los fariseos, que «van buscando los primeros puestos en los banquetes, y los primeros asientos en las sinago­gas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame "Rabbi"» (Mt 23, 6-7).

 Unas palabras muy seme­jantes había dicho antes en privado a los Doce: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros. Los discípulos del Señor no han de dejarse contaminar de la mentalidad de los fariseos, ni han de admitir las aspiraciones de los grandes del mundo.

Su conducta será completamente opuesta, sus preferencias deben tener una dirección totalmente contraria: no dominar sino servir, no presidir sino fraternizar; más aún, someterse a los otros, escoger el último puesto. «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (ib 27).

Santiago y Juan, que aspiraban a los primeros asientos en el Reino de Cristo, saben ahora cómo tienen que comportarse para conquistarlos: hacerse pequeños, siervos de los hermanos, verdaderamente esclavos. Esto es algo terriblemente desorientador para los que piensan según la sabiduría de la carne, algo absolutamente in­comprensible, absurdo; por el contrario para quien juzga según Dios es sabiduría divina, envuelta en el misterio de Cristo Crucificado.

Para ser seguidores generosos de Cristo no existe otro camino: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (ib 28). Toda la vida de Cristo, y especialmente su pasión, tiene un profundo significado de servicio, para gloria del Padre y para salvación de los hombres. El, que es el primogénito de toda la creación, que está llamado a ser el primero en todo lo que hay en la tierra y en los cielos (CI 1, 15-18), se hizo siervo de todos los hombres, su esclavo, vendido y entregado a la muerte en rescate de sus pecados.

Beber su cáliz significa estar dispuesto a seguirle por este camino de humildad y de cruz, quiere decir entregarse al servicio de Dios y de los hermanos, firmemente convencidos y decididos a gastar ahí todas sus fuerzas, hasta el sacrificio total de sí mismo. Desde ese momento, todas las veleidades de primacías y honores humanos desaparecen y ya el cristiano ambiciona sólo una gloria: ser semejante a su Dios crucificado. «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (GI 6, 14).

 

<<¡Oh Hijo del Padre Eterno, Jesucristo, Señor nuestro, Rey verdadero de todo! ¿Qué dejasteis en el mundo, que podamos heredar de Vos vuestros descendientes? ¿Qué poseísteis, Señor mío, sino trabajos y dolores y deshonras, y aun no tuvisteis sino un madero en que pasar el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar a la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas... Y esas llagas han de ser nuestra divisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos, no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que tú compraste con tanta sangre>>. (STA. TERESA DE JESUS, Fundaciones, 10, 11).

 

<<Dios mío, haz que me considere siempre siervo de todos, siervo de las almas y siervo de los cuerpos, para hacer el mayor bien posible a las unas y a los otros, siervo cada vez que pueda, siervo colocándome en el último lugar... Siervo, no en hacerme servir, sino en servir, sea a mí mismo o a los demás, lo cual se puede hacer siempre, sea cual fuere la función que se ejerza, como lo demostraste tú mismo, que aun siendo Dios, maestro y Señor, supiste estar en medio de los Apóstoles como quien sirve...

Haz que yo entregue mi vida, como tú entregaste la tuya, y que la entregue junto a ti, para la redención de muchos..., por medio de la oración, de la penitencia, del ejemplo, de la comunión de los Santos...; si te place, por medio del martirio, a costa de todos los sacrificios que gustes de imponerme, en todos los momentos de mi vida, vida que te la ofrezco toda para tu mayor gloria... y en la obediencia a tu voluntad para la santificación de los hombres...

¡Oh Dios mío, soy tu siervo y tu esclavo: mi alimento es hacer tu voluntad... Haz de mí lo que te plazca, para tu gloria, para consuelo de tu corazón... para la redención de muchos...!>>(C. DE FOUCAULD, Fiestas del año).

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16. EL PUESTO JUSTO

 

«Señor, tú exploras el corazón, para dar a cada uno según su camino» (Jr 17-10).

 

1.«Maldito sea aquel que fía en hombre y hace de la carne su apoyo, y se aparta del Señor en su corazón» (Jr 17, 5). El hombre soberbio, satisfecho de sí mismo y cerrado a Dios, hasta despreocupado de él, no puede ser objeto de las bendiciones divinas. Jeremías lo compara a un árbol plantado en los sitios quemados del desierto, y por eso estéril, infecundo. Es posible que prospere, que por muchos años goce también de la vida, pero llegará un momento en que su grandeza se derrumbará y su gloria se cambiará en llanto.

 El rico de la parábola evangélica (Lc 16, 19-31), que banquetea suntuosamente mientras el pobre Lázaro gime a su puerta, lo personifica con toda exactitud. Jesús no le condena por el simple hecho de que posea muchas riquezas, sino porque puso en ellas todo su corazón e hizo consistir su felicidad en disfrutarlas al máximo, olvidándose de Dios y del prójimo. «No endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre» (Dt 15, 7), dice el Señor; pero este hombre, despreciador de Dios, desprecia también su ley y no posee ningún sentido de piedad para con el mendigo que espera inútilmente matar su hambre con las migas que caigan de su mesa.

Cuando llega la muerte, la situación se vuelve al revés: el rico se hunde en un sufrimiento eterno y el pobre comienza a gozar de una felicidad sin fin.

La parábola es el co­mentario práctico de las «bienaventuranzas» de los po­bres, de los hambrientos, de los que lloran, porque de ellos es el reino de Dios, porque ellos serán saciados, porque ellos reirán (Lc 6, 20-21), y de los «ayes» lanzados por Cristo contra los que ahora gozan: «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto» (ib 24-25).

En otra ocasión Jesús dijo que era muy difícil para los ricos salvarse (Lc 18, 24-25); con mucha frecuencia la riqueza engendra soberbia, de donde después se de­riva la falta de piedad hacia Dios y la dureza de corazón para con el prójimo. Es raro encontrar un rico humilde.

Es humilde en medio de las riquezas y de los honores solamente quien, comprendiendo su vanidad, apoya su vida en Dios y se considera administrador de los bienes que la Providencia le ha confiado, para hacer partícipes de ellos a los hermanos necesitados.

 

2. Tampoco es la indigencia por sí misma la que salva a Lázaro, sino el haberla aceptado con humildad y paciencia como venida de las manos de Dios, y confiando siempre en él. «Bienaventurado el hombre que confía en el Señor» (Jr 17, 7).

La pobreza material es un medio de salvación cuando va unida a la pobreza del espíritu, a la humildad del corazón. El pobre soberbio, que se rebela contra Dios y contra la sociedad, que anida rencores y trata de esquivar la pobreza con medios injustos y violentos, no puede identificarse con los pobres de quienes es el reino de los cielos.

En resumen, la salvación es de los humildes, de los que reconociendo su total dependencia de Dios, aceptan de sus manos cualquier situación, próspera o adversa —bienestar o indigencia, felicidad o tribulaciones— sin ensalzarse y sin rebelarse. La humildad consiste funda­mentalmente en aceptar la propia condición de criaturas que nada tienen propio, convencidos de que cuanto po­seen —en el orden del ser y del obrar— lo han recibido de Dios.

En consecuencia, el hombre ni puede aprove­charse egoístamente de los dones recibidos, ni gloriarse de ellos como de cosa propia, y menos todavía atribuirse derechos o sentirse defraudado si la Providencia le ha destinado una vida pobre, humilde, sin gloria.

Además, la humildad consiste en mantener dentro de los justos límites el amor a los propios valores, que podría llevar al hombre a considerarse más de lo que merece y a colocarse por encima de los otros. La humil­dad es verdad, y por eso en las relaciones con Dios y en las relaciones con el prójimo enseña a tomar el pues­to justo, el que corresponde a los designios divinos.

Frente a Dios, actitud de pobre consciente de no tener nada y de no poder nada sin la ayuda divina. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5), dice Jesús y San Pablo comenta: »Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Flp 2, 13). Actitud, pues, de pobre, pero de pobre confiado, sabedor de ser amado por Dios como hijo y de poder confiar siempre en su socorro.

Frente al prójimo, actitud de pobre abierto a las ne­cesidades ajenas, generoso en compartir con los demás sus bienes, más dispuesto a servir que a ser servido.

 

<<Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor: será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.

Bendito quien confía en el Señor, y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.

Nada más falso y enfermo que el corazón, ¿quién lo entenderá? Tú, Señor, penetras el corazón, sondeas las entrañas; para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones>>.(Cf. Jeremías 17, 5-10).

 

<<¡Oh Señor!, quiero mirarme a mí mismo; yo, pecador, ¿qué merecía? Yo, vituperador de Dios, ¿qué merecía? No se me ocurre nada fuera del castigo, nada fuera del suplicio. Bien veo lo que se me debía, y lo que tú me has dado ha sido gratuitamente. Se me dio el perdón, a mí, pecador. Se me dio la justificación, la caridad, es decir el amor divino, para que con ella hiciera bien todas las cosas; y por añadidura, me darás, Señor, la vida eterna y la compañía de los ángeles; y todo ello por misericordia. ¡Que no me jacte jamás de mis méritos, porque también ellos son dones tuyos!>>(In Ps 144, 11).

 

<<Haz que descienda a lo hondo de mi corazón y me confiese a ti: nada hay en mí que pueda agradarte, fuera de lo que tengo de ti; lo que tengo de mí mismo no puede menos de desagradarte. Si pienso en los bienes que poseo, ¿qué es lo que no he recibido? Y si lo he recibido, ¿por qué me glorío de ello como si no lo hubiera recibido?... De mí mismo, sólo supe perderme, y ni aun ahora habría sabido encontrarte, si tú no me hubieras hecho entrar dentro de mí>>(Sr 13, 3).

17. LA VIÑA DEL SEÑOR

 

«Lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame» (SI 51, 4).

 

1.Lo mismo que Jeremías, el profeta perseguido por su pueblo, así José, el hebreo odiado por sus her­manos, es figura del Mesías paciente. Recordando las historias dolorosas de aquellos personajes bíblicos, la li­turgia cuaresmal quiere ayudar a sus fieles a que com­prendan más profundamente el misterio de Jesús y a descubrir mejor la hondura de la malicia humana, con la finalidad de una conversión saludable.

En la triste aventura de José lo que domina es la envidia de sus hermanos que han decidido librarse, matándolo, del joven soñador; la piedad de uno de ellos les detiene de cometer el delito, y entonces terminan vendiéndolo por «veinte siclos de plata» (Gn 37, 28). Un precio poco inferior a aquel que, muchos siglos más tarde, será pactado por Judas para entregar a Jesús en manos del Sanedrín.

También Cristo será víctima de la envidia y del odio de sus hermanos: los nazaretanos fueron los primeros en querer apedrearlo, un apóstol lo venderá, sus connacionales, a quienes tanto había beneficiado, lo colocarán en la cruz.

El mismo Jesús sintetizó esta triste historia en la parábola de los malos viñadores, los cuales por dos veces mataron a los siervos de su amo y la tercera llegaron a matar a su hijo. El pueblo elegido, llamado antes que todos a la salvación, no sólo rechazó y asesinó a los profetas enviados por Dios, sino que reservó incluso el mismo destino al Hijo de Dios.

Orgullo, envidia, ambición, odio, son las pasiones que entran en juego en la conjura fraterna contra José, pero se destacan aún más en la que es víctima Jesús. Con esas pasiones van muy unidos el endurecimiento de corazón, el rechazo de la gracia. Pasiones y culpas de las que no sólo estuvieron manchados los judíos, sino de las que todo hombre lleva dentro de sí el germen y produciendo no raras veces en su vida pésimos frutos.

La cuaresma es una invitación a examinar con sinceridad la propia conciencia para descubrir no sólo las culpas actuales, sino también todo —pasiones, vicios, tendencias— que pueda conducir al pecado, que necesite una verdadera conversión.

 

2.La parábola de los viñadores se abre refiriéndose a la célebre alegoría de Isaías: la viña plantada por Dios, objeto de sus amorosos cuidados, pero que llegado el tiempo de la cosecha no da más que uvas amargas. Dios se queja: «¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces? (Is 5, 4).

Es la imagen transparente de la ingratitud del pueblo elegido que en olvidando los grandes beneficios recibidos de Dios, le vuelve las espaldas y se hace tan duro de corazón que rechaza al Hijo de Dios, persiguiéndolo y crucificándolo.

Por eso la viña será destruida, dice el profeta; será confiada a otros viñadores, precisa el evangelio. La viña de la parábola evangélica es el reino de Dios ofrecido a Israel, pero éste se hace indigno de él. Jesús por eso concluirá: «Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (Mt 21, 43).

Esta historia sigue repitiéndose. Otros hombres son llamados por Dios a cubrir los puestos que dejara vacíos el antiguo Israel; el Señor les ha dado su Reino, les ha agraciado con vocaciones privilegiadas, les ha convertido en su nuevo pueblo, la Iglesia; pero también son pocos los que rinden los frutos esperados y muchos simplemente no corresponden. Las pasiones siguen infiltrándose en la viña del Señor y transforman a los viñadores de siervos e hijos fieles en hombres ingratos, avariciosos, rebeldes, traidores. Entonces, ¿no se repetirá todo lo que un día se verificó para Israel?

La parábola invita a un serio examen de conciencia, a no cerrar nuestros ojos sobre los movimientos des­controlados de las pasiones, a controlar con cuidado la propia conducta y así prevenir los estragos del mal. Pero por mucho que el hombre se vigile y se examine con sinceridad, es incapaz de descubrir todos los pliegues y las sombras de su corazón; necesita una luz muy superior, que solamente Dios puede concederle.

He aquí por qué el examen de conciencia no puede reducirse a una fría introspección, sino que debe consistir más bien en ponerse cara a cara con Dios, mirarse en él, verse a la luz de su verdad y de su infinita bondad, de su amor eterno, de sus innumerables gracias y dones.

En esta actitud, resaltan con mayor facilidad incluso los más pequeños defectos, y sobre todo el hombre se siente impulsado más fuertemente al arrepentimiento, a la conversión, y al mismo tiempo una fuerza nueva le lleva a confiar más en Dios que en sí mismo.

 

<<¡Ven, oh Señor Jesús! Extirpa todo escándalo de este tu reino, que es mi alma, y reina en él, pues tienes todo el derecho. Mira: sale a flote la avaricia, y reclama un puesto en mí; el orgullo, y quiere dominarme; la soberbia, y quiere erigirse en reina; la lujuria, y grita: «aquí mando yo»; la ambición, la maledicencia, la envidia y la rabia se pelean dentro de mí por ver a quién doy la preferencia. Por mi parte, hago todo lo posible por resistir, lucho hasta desfallecer; te invoco, Jesús, Señor mío, me defiendo por tu causa, pues sé que te pertenezco. Quiero que seas tú mi Dios y mi Señor, y grito:-¡No tengo a otro rey fuera de mi Señor Jesús!

Ven, pues, ¡oh Señor!, destruye con tu poder a estos enemigos, y reinarás en mí, porque tú eres mi Rey y mi Dios>>.(SAN BERNARDO, Super «haissus»).

 

<<Eres rico, Señor, en gracia y en misericordia, purificas a todos los pecadores de sus culpas. ¡Purifícame con el hisopo, ten piedad de mí! Concédeme tu misericordia, corno al publicano y a la pecadora. ¡Oh Cristo, que limpias a los pecadores de sus culpas, y acoges a todos los que hacen penitencia, Redentor del género humano, sálvame por tu misericordia...

Mis pecados me han aplastado contra el suelo y me han derribado de la altura en que estaba. Me he precipitado en mi propia ruina como en un abismo. ¿Quién podrá devolverme mi prístina belleza sino tú, ¡oh Creador sapientísimo!, que me plasmaste desde el principio a tu imagen y semejanza? Voluntariamente me he convertido en cómplice del demonio y en esclavo del pecado. ¡Líbrame, Señor, por tu misericordia, ten piedad de mí!...

Sé que tu gracia ha dicho a los pecadores: Llamad y os responderé, pulsad y os abriré. Yo llamo corno la pecadora del Evangelio, suplico como el publicano y como el hijo pródigo. He pecado contra el cielo y contra ti.

¡Oh Salvador!, libra a mi alma del pecado, porque mis culpas han despertado tu cólera, ten piedad de mí, por tu misericordia>>.(Himno penitencial, de Oraciones de los primeros cristianos).

18. EL PADRE Y LOS HIJOS

 

«Padre, he pecado...; ya no merezco llamarme hijo tuyo»(Lc 15, 21).

 

1.«¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pe­cado?... No mantendrás por siempre la ira, pues te complaces en la misericordia». Así alaba Miqueas al Señor, y le suplica: «Vuelve a compadecerte de nosotros, y extingue nuestras culpas; arroja a lo hondo del mar todos nuestros delitos» (Miq 7, 18-19).

La antigua plegaria revela una concepción profunda de la misericordia de Dios; sin embargo, el Evangelio la profundiza ulteriormente y la comenta del modo más expresivo con la parábola del hijo pródigo.

La parábola demuestra que cuando el hombre está sinceramente arrepentido de sus pecados, aunque éstos sean muy graves —abandono de la casa paterna, vida disoluta, impiedad y desprecio de toda ley—, Dios los destruye y olvida, como algo que se pisotea y se arroja a lo hondo del mar.

Dios ha creado al hombre libre, y cuando éste, con un gesto de independencia y de rebe­lión, se aleja de él para ir a gozar de la vida a su capricho, no le constriñe al bien, no le detiene a la fuerza, sino que le espera y sigue amándole.

Como el padre de la parábola, apenas le divisa en el camino del retorno, corre a su encuentro. Hace todavía más: previene el retorno mismo suscitando en el corazón del hijo el pesar y el arrepentimiento, efectos de su gracia. Y cuando el pecador, cediendo al impulso interior, se decide a cambiar de vida y se abre a una confesión humilde y sincera de su pecado, inmediatamente Dios le acoge y le festeja; le devuelve sus derechos de hijo, le reviste de su gracia, vuelve a admitirle en su amistad: «Este hijo mío estaba muerto, y ha revivido» (Lc 15, 24).

Dios se goza en la vida del hombre, se alegra de verle pasar de la muerte del pecado a la vida de la gracia, gusta de verle volver a su amor, única fuente de vida y de alegría.

La parábola manifiesta la inmensa misericordia de Dios hacia el hombre pecador, pero manifiesta también las disposiciones que ha de tener el pecador para hallar misericordia. El hijo pródigo entra dentro de sí, reconoce sus culpas, se arrepiente de ellas, decide poner punto final a su vida disipada, volver a su padre y confesarle su pecado; sabe que no merece ser acogido como hijo, y sin embargo, vuelve, confiando en la bondad paterna.

 Del mismo modo, para que cada confesión sacramental fructifique, debe ir precedida y acompañada por el arrepentimiento, por el propósito de convertirse, por la humildad del corazón contrito, por la confianza en la misericordia divina.

 

2.La parábola habla también de la misericordia para con los hijos que quedaron en casa, fieles a sus deberes, pero un poco mezquinos, pobres de amor. La costumbre les hace insensibles al beneficio de vivir en la casa paterna, de gozar continuamente de la compañía del Padre, por eso pecan de desamor hacia él.

Están demasiado convencidos de ser buenos hijos, muy distintos de aquellos disolutos que se fueron por los caminos de la vida en busca de aventuras, por eso pecan de desamor hacia los hermanos lejanos, no sufren al verles perdidos, y cuando éstos vuelven arrepentidos, se asombran, y tal vez se irritan, al ver que se les perdona inmediatamente.

Es la mentalidad del fariseo que condena al publicano, la de los operarios de la primera hora que se indignan porque los últimos llegados reciben el mismo trato que ellos.

        También estos hijos necesitan de la misericordia de Dios para curarse de su pecado, tanto más engañoso cuanto menos conocido. Y Dios les trata con la misma misericordia con que trata a los hijos pródigos.

Ved có­mo el padre sale al encuentro del hijo mayor, el cual, indignado, se niega a entrar en casa; le suplica, escu­cha sus desahogos y las protestas de haber obedecido siempre, de haber trabajado mucho y de no haber dis­puesto nunca, sin embargo, de «un cabrito» para tener un banquete con sus amigos, no tiene más que una respuesta: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31).

El amor del padre se desborda. El hijo reclama un cabrito, y él le dice: «todo lo mío es tuyo»; el hijo se siente menos amado porque ninguna fiesta se ha hecho en su honor, y el padre le replica: «tú estás siempre conmigo», ¿puede haber una fiesta mayor? El padre quiere vencer con su amor el desamor del hijo; quiere hacerle comprender que es amado, pero quiere también que comprenda que debe amar al hermano, hacer fiesta y «alegrarse..., porque estaba muerto y ha revivido» (ibid 32). Dios quiere a sus hijos vivos en su amor, por eso les sigue, les acoge y trata con amor. De él deben ellos aprender a amar, esto es esencial.

También el hijo mayor tiene necesidad de confesar su pecado. Y ha de ser una confesión hecha con corazón contrito y humillado por haber vivido siempre en la casa del padre y no haber entendido todavía el misterio de su amor. Perseverar en el servicio de Dios es algo muy bueno; sin embargo, Dios no quiere servicios de mercenarios, sino de hijos, y los hijos deben servir amando.

 

<<¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa...? No mantendrás por siempre la Ira, pues te complaces en la misericordia. Vuelve a compadecerte de nosotros, y extingue nuestras culpas; arroja a lo hondo del mar todos nuestros delitos. Sé fiel..., sé compasivo..., como juraste a nuestros padres en tiempos remotos>>.(Miqueas 7, 18-20).

 

<<¿Quién soy yo y cómo soy? ¡Qué no hubo de malo en mis obras, o si no en mis obras, en mis palabras, o si no en mis palabras, en mis deseos! Mas tú, Señor, te mostraste bueno y misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías.

Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías.

A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados, realmente, no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?

Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su fIaqueza, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, cual si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti?... Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése le libró a él de caer en ellas.(S. AGUSTIN, Confesiones, IX, 11; II, 7, 15).

19. DOMINGO III DE CUARESMA

CICLO A

«Señor, dame esa agua: así no tendré más sed». (Jn 4, 15).

«Danos agua para beber» (Ex 17, 2), decía a Moisés el pueblo torturado por la sed, en el desierto privado de agua. Moisés, siguiendo órdenes de Dios, golpeó la peña, y de ella salió agua en abundancia. »Y la roca era Cristo», afirma San Pablo (1Cor 10, 4); era prefiguración del Mesías, el cual será surtidor, no de agua material, sino espiritual, «agua viva», ofrecida no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos, para que todo hombre tenga con qué apagar su sed y «nunca más tenga sed» (Jn 4, 14).

        En el Evangelio de Juan esta realidad viene ilustrada con toda precisión. La samaritana cree que Jesús se burla de ella cuando éste, sentado junto al manantial, le declara: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva» (ibid 10), y se pone a discutir.

Pero el Señor afirma gravemente: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (ibid 14). Quien reciba esta agua poseerá en sí un principio permanente de vida eterna, la gracia santificante que Cristo comunica a cuantos creen en él. El es la fuente inagotable de esa gracia; basta acercarse a él, para sacar de esa agua.

Se saca, ante todo, por medio del bautismo, que es el signo sacramental que repite el simbolismo del agua. Pero para beber de esta agua viva y vivificante es necesario creer. En efecto, Jesús prolonga su discurso con la mujer hasta conducirla a la fe, hasta el punto de que ella, desconfiada al principio, vuelve entusiasmadamente a la ciudad para anunciar al Maestro.

Bautismo y fe son dos dones íntimamente co­nexos: el que cree puede ser bautizado y el bautismo infunde la fe. El bautismo sumerge al hombre en el agua viva que brota del corazón desgarrado de Cristo, agua que purifica, quita la sed, vivifica y se convierte dentro del corazón del creyente «en un surtidor» que vuelve a subir con ímpetu hasta la vida eterna y a ella conduce.

Hablando de la fe y de la gracia que dan al hombre el derecho a esperar una comunión vital y eterna con Dios, San Pablo presenta las más seguras garantías que lo fundamentan: «la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5).

La gracia, participación de la naturaleza divina, no se puede separar del amor de Dios, que es la esencia de su ser, de su vida. Este amor derramado con la gracia en el bautizado no es abstracto, sino concreto y compromete al creyente en el río de aquella caridad infinita que llevó a Cristo a morir por los pecadores. ¿Se puede dudar de semejante amor? «En verdad, apenas habrá quien muera por un justo —afirma el Apóstol—; sin embargo, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (ibid 7-8).

El misterio pascual, que la Liturgia se prepara a celebrar, demuestra que Cristo se convierte para todos los hombres en surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna, precisamente a través de ese amor infinito que le induce a morir por la salvación de los hombres. Y para corresponder a tal amor, el cristiano no puede hacer otra cosa mejor que dejarse invadir y trasformar por la gracia y por el amor hasta asemejarse a Cristo Crucificado.

 

<<¡Oh Señor!, para ofrecernos el misterio de tu humildad, te sentaste, cansado, junto al manantial y pediste de beber a la mujer de Samaria. Tú, que habías hecho nacer en ella el don de la fe, te dignaste tener sed de su fe; le pediste agua, y encendiste en ella el fuego del amor a Dios. Por eso, pedimos a tu inmensa clemencia que podamos abandonar las profundas tinieblas del vicio, dejar el agua de las pasiones nocivas, para sentir incesantemente sed de ti, que eres la fuente de la vida y el manantial de la bondad>>.(Prefacio ambrosiano, de Oraciones de los primeros cristianos, 326).

 

<<¡Oh piadoso y amoroso Señor de mi alma! También decís Vos: «Venid a mí todos los que tenéis sed, que yo os daré a beber». Pues ¿cómo dejar de tener gran sed el que se está ardiendo en vivas llamas en las codicias de estas cosas miserables de la tierra? Hay grandísima necesidad de agua para que en ella no se acabe de consumir.

Ya sé yo, Señor mío, de vuestra bondad que se lo daréis; Vos mismo lo decís; no pueden faltar vuestras palabras. Pues si de acostumbrados a vivir en este fuego y de criados en él, ya no lo sienten ni atinan de desatinados a ver su gran necesidad, ¿qué remedio, Dios mío? Vos vinisteis al mundo para remediar tan grandes necesidades como éstas. Comenzad, Señor; en las cosas más dificultosas se ha de demostrar vuestra piedad>>.(Exclamaciones, 9, 1).

 

<<Hablando a la Samaritana, dijisteis que quien bebiere del agua que Vos le dierais no tendría jamás sed. ¡Y con cuánta razón y verdad, como dicho de la boca de la misma Verdad, que no la tendrá de cosa de esta vida, aunque crece muy mayor de lo que acá podemos imaginar de las cosas de la otra por esta sed natural! ¡Con qué sed, Señor, deseo tener esta sed, cuyo gran valor me hacéis comprender!>>(Cf. STA. TERESA DE JESUS, Camino, 19, 2).

 

 

CICLO B

 

«Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine» (Sal 119, 133).

 

Poco después de la «pascua», es decir el paso liber­tador del pueblo de Israel de Egipto al desierto a través del cual habría de alcanzar la tierra prometida, Dios establece con él la Alianza, que se concreta en el don del decálogo. «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí» (Ex 20, 2-3).

El amor de Dios hacia Israel, demostrado por sus intervenciones extraordinarias en la historia de este pueblo, es el fundamento de la fidelidad de éste a su Señor. El decálogo no se presenta como una fría ley moral impuesta desde lo alto por pura autoridad, sino como una ley que brota del amor de Dios, el cual, después de haber libertado a su pueblo de la esclavitud material de Egipto, quiere libertarlo de toda esclavitud moral de las pasiones y del pecado para unirlo a sí, en una amistad que por parte suya se expresa con bondad omnipotente y auxiliadora y por parte del hombre con fidelidad a la voluntad divina.

Por lo demás, el decálogo no hace más que manifestar explícitamente la ley del amor —hacia Dios y hacia el prójimo— que desde la creación Dios había impreso en el corazón del hombre, pero que éste había pronto olvidado y torcido. El mismo Israel no respondió a la fidelidad prometida en el Sinaí; muchos fueron sus abandonos, sus desviaciones, sus traiciones. Y muchas han sido, a través de los siglos, las interpretaciones materiales, las supraestructuras formalísticas que han vaciado el decálogo de su contenido genuino y profundo.

Era necesario que viniese Jesús a restaurar la ley antigua, a completarla, a perfeccionarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad. El gesto valiente de Cristo de echar a los profanadores del templo puede ser considerado desde esta perspectiva. Dios debe ser servido y adorado con pureza de intención; la religión no puede servir de escabel a los propios intereses, a miras egoístas o ambiciosas. «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16).

Las relaciones con Dios, como con el prójimo, han de ser sumamente rectas, sinceras; puede acontecer que en el culto divino o en la observancia de un punto cualquiera del decálogo se mire más el lado exterior, legalístico, que el interior, y entonces se puede llegar a ser, en poco o en mucho, profanadores del templo, de la religión, de la ley de Dios. Juan hace notar que Jesús purificó el templo, librándolo de los vendedores y de sus mercancías, cuando estaba próxima la «Pascua de los Judíos» (ibid 13).

Y la Iglesia, próxima ya la «Pascua de los cris­tianos», parece repetir el gesto de Jesús, invitando a los creyentes a que purifiquen el templo del propio corazón, para que de él se eleve a Dios un culto más puro. Pero Jesús habló de otro templo, infinitamente digno, el «templo de su cuerpo» (ibid 21). A éste aludía al afirmar: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (ibid 19); tales palabras, que escandalizaron a los judíos, fueron comprendidas por los discípulos sólo después de la muerte y de la resurrección del Señor.

Mediante su misterio pascual Jesús ha sustituido el templo de la Antigua Alianza por su cuerpo —templo vivo y digno de la Trinidad—, el cual, ofrecido en sacrificio por la salvación del mundo, sustituye y anula todos los sacrificios de «bueyes, ovejas y palomas» (ibid 14-15) que se ofrecían en el templo de Jerusalén, el cual, por lo tanto, ya no tiene razón de ser.

El centro de la Nueva Alianza ya no es un templo de piedra, sino «Cristo Crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo — judíos o griegos—: fuerza de Dios y sabiduría de Dios...» (1Cor 1, 23-24).

 

<<Ninguna injuria, ninguna clamorosa condena logró apartarte del camino señalado por tu voluntad, ¡oh Señor misericordioso!, que restaurabas lo que estaba perdido y abismado en la ruina. De esta manera, era ofrecida a Dios, por la salvación del mundo, la víctima singular, y tu muerte, ¡oh Cristo, verdadero cordero!, pronosticada a lo largo de todos los siglos, trasladaba los hijos de la promesa a la libertad de los hijos de Dios.

La Nueva Alianza era ratificada, y con tu sangre, ¡oh Cristo!, eran puestos por escrito los herederos del reino eterno. Tú, sumo Pontífice, entrabas en el sanctasanctórum, y, sacerdote inmaculado, mediante la envoltura de tu carne, entrabas a propiciar a Dios... Entonces fue cuando se realizó el paso de la ley al Evangelio, de la sinagoga a la Iglesia, de los muchos sacrificios a la única víctima (Sr 68, 3).

«Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado»: por medio de ti, ¡oh Cristo!, y contigo, la comunión en la pasión y en la resurrección eterna es única para todos los que creen en ti y han renacido en el Espíritu Santo, según lo que dice el Apóstol: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él»[Col 3, 3-4] (S. LEON MAGNO, Sr 69, 4).

 

CICLO C

 

«¡Bendice, alma mía al Señor, y no olvides ninguno de sus favores!» (Sal 103, 2).

 

La llamada a la conversión constituye el centro de la Liturgia de este domingo. El encaminamiento viene señalado por el relato del llamamiento de Moisés para ser guía de su pueblo y organizar su salida de Egipto. El hecho se realiza a través de una teofanía, es decir una manifestación de Dios, el cual se hace patente en la zarza que arde, le hace oír a Moisés su voz, le llama por su nombre: «¡Moisés! ¡Moisés!» (Ex 3, 4), le revela el plan que ha trazado para la liberación de Israel y le ordena que se ponga al frente de la empresa.

Inicia así la marcha de los Hebreos a través del desierto, que no tiene el único significado de liberarlo de la opresión de un pueblo extranjero, sino que significa, más profunda­mente, la decisión de separarlo del contacto con gentes idólatras, de purificar sus costumbres, de despegar su corazón de los bienes terrenos para conducirlo a una religión más pura, a un contacto más íntimo con Dios, y de ahí a la posesión de la tierra prometida.

El éxodo del pueblo elegido es figura del itinerario de desapego y de conversión que el cristiano está llamado a realizar de un modo especial durante la Cuaresma. Al mismo tiempo, las vicisitudes de este pueblo, que pasa cuarenta años en el desierto sin decidirse nunca a una total fidelidad a aquel Dios que tanto le había favorecido, sirven de advertencia al nuevo pueblo de Dios.

San Pablo, recordando los beneficios extraordinarios de que gozaron los Hebreos en el desierto, escribe: «todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual... Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto» (1Cor 10, 3-5).   Tal   fue   el   triste   epílogo   de   una   historia   de infidelidades y de prevaricaciones.

Pertenecer al pueblo de Dios, disponer a voluntad del agua viva de la gracia, del alimento espiritual de la Eucaristía y de todos los demás sacramentos no es ga­rantía de salvación, si el cristiano no se compromete en un trabajo profundo de conversión y de total adhesión a Dios. Nadie puede presumir, ni en virtud de su posición en la Iglesia, ni en virtud de la propia virtud o de los buenos servicios prestados: «el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga» (ibid 12).

Es la misma enseñanza que la comunidad de los fieles recibe hoy de la boca de Jesús. A quien le refería el hecho de una represión política que había segado la vida de varias víctimas, el Señor decía: «¿Pensáis que esos Galileos eran más pecadores que los demás Galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo» (Lc 13, 2-3).

Palabras severas que dan a comprender que con Dios no se puede jugar; y sin embargo, palabras que proceden del amor de Dios, quien promueve por todos los medios la salvación de sus criaturas. Dios no habla ya hoy a su pueblo por medio de Moisés, sino por medio de su Hijo divino; se hace patente, no en una zarza que arde sin consumirse, sino en su Unigénito, el cual, llamando a los hombres a penitencia, personifica la misericordia infinita, que nunca mengua.

Con esta misericordia, Jesús suplica al Padre que prolongue el tiempo y espere todavía, hasta que todos se enmienden; como hace el viñador de la parábola, el cual, frente a la higuera infructuosa, dice al amo: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (ibid 8-9).

Jesús ofrece a todos los hombres su gracia, les vivifica con los méritos de su Pasión, les nutre con su Cuerpo y con su Sangre, suplica para ellos la misericordia del Padre; ¿qué más podría hacer? Le corresponde al hombre no abusar de tantos de ellos cada vez mejor para dar cristiana.

 

<<Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. El perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades... El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos. Enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles>>.(Salmo 103, 2-3. 6-8. 11).

 

<<Vuélvete, Señor, y libra mi alma.. hazme volver, porque siento dificultad y trabajo en mi conversión...

Está escrito: en el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Luego si estabas en este mundo y el mundo no te conoció, nuestra inmundicia no tolera tu mirada. Pero cuando nos volvemos a él, es decir, cuando renovamos nuestro espíritu por el cambio de la vida vieja, experimentamos lo duro y trabajoso que es, Señor, retroceder de la oscuridad de los deseos terrenos a la serenidad y sosiego de la luz divina. En tal embarazo decimos: vuélvete, Señor, para que la vuelta se lleve a cabo en nosotros, la cual te encuentra preparado y ofreciéndote a ser gozado de tus amadores...

Libra mi alma, que está como adherida a las perplejidades de este siglo y soporta ciertas espinas de los deseos desgarrantes en la misma conversión... Sáname, en fin, no por mis méritos, sino por tu misericordia>>.(SAN AGUSTIN, Enarraciones sobre los Salmos, 6, 5).

20. VIVIR EL BAUTISMO

 

«¡Oh Dios!, que eres luz y no hay en ti tiniebla alguna, que yo ande en la luz como tú estás en la luz»(1 Jn 1, 5-7).

 

1.El hecho de que Naamán sirio estuviese leproso y fuera curado en las aguas del Jordán es un símbolo del bautismo que purifica al hombre del pecado. Las aguas del Jordán, que serán un día santificadas por el bautismo de Jesús, son un preludio de las aguas bautis­males que reciben de Cristo su poder regenerador. Y así como Naamán, bañándose en el río, vio que su carne quedaba «limpia como la de un niño» (2Re 5, 14), del mismo modo el cristiano, rociado por el agua del bautismo, renace a una nueva vida, resplandeciente de inocencia y de gracia, como Adán en el primer día de su creación.

El sentido de la eficacia del bautismo es tan vivo en san Pablo, que él lo considera como una muerte defini­tiva al pecado, y cree normal para el cristiano la abs­tención del pecado mismo. «Haced cuenta de que estáis muertos al pecado —escribe a los Romanos—. El pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros» (Rom 6, 11. 14).  

El bautismo, sin embargo, no confirma en gracia; limpia del pecado, pero le deja al hombre en sus condiciones de debilidad, de fragilidad, de suerte que la abstención del pecado es fruto de una constante lucha contra el mal y de una cotidiana fidelidad a la gracia. Se inserta aquí la necesidad de valorizar la virtud purificadora, regeneradora, del bautismo, dándole un puesto en nuestra propia vida, dejándola ahondar en las profundidades de nuestro propio ser.

Dondequiera que el hombre descubra en sí mismo tendencias viciosas —egoísmo, orgullo, vanidad, avaricia, pereza, envidia, y demás—, allí mismo debe abrirse a la gracia bautismal para que ésta le limpie, le purifique, y allí mismo debe prestar su colaboración con generoso acto de renuncia, de desapego. «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará» (Mt 16, 24-25).

 Estas exigencias impuestas al seguimiento de Cristo comenzaron para el hombre el día mismo de su bautismo, y en la gracia del bautismo, que le hace partícipe de la muerte del Señor, encuentra el hombre la fuerza para vivirlas.

       

2. El bautismo no sólo tiene una eficacia negativa, es decir, purificar al hombre del pecado, sino que tiene también una eficacia sumamente positiva: la de plasmar al hijo de Dios.

Son hijos de Dios precisamente los que renacen del agua y del Espíritu» (Jn 3, 5). Considerando la plenitud de este renacimiento, san Juan de la Cruz escribe: «Renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente» (S II, 5, 5). El doctor místico indica así el vértice supremo a que conduce el pleno desarrollo de la gracia bautismal.

La primera y fundamental disposición es una íntegra pureza interior, porque la vida divina, participada mediante la gracia, no puede invadir y trasformar completamente al hombre si no le encuentra totalmente puro.

El alma, dice san Juan de la Cruz, es como una vidriera embestida por un rayo del sol; aunque el rayo sea de por sí luminoso, capaz de iluminar y penetrar el cristal, no lo podrá hacer, si no lo encuentra terso, limpio de toda mancha. «Si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no le podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Antes tanto menos la esclarecerá cuanto ella estuviere menos desnuda de aquellos velos y manchas, y tanto más cuanto más limpia estuviere» (ibid 6).

Dios es el sol divino que resplandece sobre las almas, deseoso de invadirlas y penetrarlas hasta transformarlas en su propia luz y en su propio amor; pero para hacerlo, espera a que el hombre se decida a liberarse de «todo velo y mancha» de pecado.

Entonces es cuando Dios encuentra a una criatura libre de cualquier apego al mal, e inmediatamente la llena de sí, de su propia vida; aquí está el principio, el germen, de la gran trasformación que el Señor quiere obrar en ella. Y cuanto más el hombre se purifica de todo pecado, de toda costumbre defectuosa y de toda imperfección, tanto más apto se hace para ser totalmente penetrado y trasformado por la gracia divina. Así es como el bau­tismo realiza gradualmente en el cristiano ese profundo renacimiento y esa plena trasformación que le hacen semejante a Dios, que le hacen vivir de la vida misma de Dios, como el hijo es semejante al padre y vive de la vida que ha recibido del padre.

 

<<Señor Dios nuestro..., tú creaste el agua para hacer fecunda la tierra y para favorecer nuestros cuerpos con el frescor y la limpieza.

La hiciste también instrumento de misericordia al librar a tu pueblo de la esclavitud y al apagar con ella su sed en el desierto; por los profetas la revelaste como signo de la nueva alianza que quisiste sellar con los hombres. Y cuando Cristo descendió a ella en el Jordán, renovaste nuestra naturaleza pecadora en el baño del nuevo nacimiento.

Que de nuevo nos vivifique ahora y nos haga participar en el gozo de todos nuestros hermanos bautizados en la Pascua de Cristo nuestro Señor>>.(MISAL ROMANO. Vigilia pascual. Bend. del agua bautismal).

 

<<¡Oh Señor Dios!, misericordioso y veraz, creador y redentor mío, que con la luz santa de tu rostro me has señalado, que al caro precio de la sangre de tu Unigénito me has redimido, y por el bautismo me has regenerado en la esperanza de la vida eterna con -la potencia de tu Espíritu, haz que yo renuncie eficazmente a Satanás, a sus seducciones y obras, con corazón puro y sincero... Haz que crea fielmente, con fe recta y cálida, coronada de obras de vida, que me adhiera a ti, y que en tal unión persevere inmutablemente hasta el fin.

¡Oh Señor Jesucristo!, sumo Sacerdote, que volviste a darme la vida con tu muerte preciosa, aleja de mí con la eficacia de tu presencia, en y por la virtud del Espíritu Santo, todas las insidias del enemigo, rompe en mí todas las ataduras del pecado, y, por tu misericordia, mantén apartada lejos de mí toda ceguedad de corazón. Que tu perfecta caridad, ¡oh Cristo!, me haga triunfar virilmente de toda tentación... Que tu luminosa verdad me guíe y me haga caminar a tus ojos con la sinceridad de un corazón perfecto.

Que, por tu gracia, mi conducta sea tal, que merezca yo ser templo de Dios, morada del Espíritu Santo>>.(SANTA GERTRUDIS, Ejercicios, 1).

21. HUMILDES Y CONFIADOS

 

«¡Oh Señor!, los que en ti confían no quedan defraudados»(Dan 3, 40).

 

1.«Sí, Señor, hoy estamos humillados por toda la tierra, a causa de nuestros pecados... Por eso, acepta nuestro corazón contrito, y nuestro espíritu humilde» (Dan 3, 37. 39).

Durante la Cuaresma, la Iglesia hace propia la oración de Azarías, que con tanta humildad reconoce las culpas de su pueblo y con otra tanta con­fianza implora el perdón y la misericordia de Dios.

Tam­bién el pueblo cristiano tiene necesidad de reconocer sus faltas, de confesar que ciertos extravíos del mundo' moderno se deben a sus infidelidades, a la incoherencia de su vida con los principios del Evangelio. Es necesario humillarse, tanto individualmente como colectivamente, aceptar con humildad y con espíritu de expiación las consecuencias de las propias culpas, pero al mismo tiempo volverse a Dios con confianza, implorando para sí y para todos la gracia del perdón y de la conversión.

Inspirándose en la plegaria de Azarías, la Liturgia, en la santa Misa, después de la presentación de las ofren­das, le hace decir al sacerdote en nombre de todos los fieles: «Con espíritu de humildad y corazón contrito seamos recibidos por ti, Señor, y de tal manera sea ofrecido hoy nuestro sacrificio, Señor Dios, en tu presencia, que te sea agradable» (MR).

La humildad cristiana no encierra al hombre en sí mismo, no le lleva al envilecimiento, no le torna desconfiado respecto a la misericordia de Dios, sino que le conduce a él con confianza filial. El hijo está seguro del amor del padre, sabe que el padre está siempre pronto a perdonarle con tal que vuelva a él con el corazón contrito, con el deseo de una vida mejor.

        «Ahora te seguimos de todo corazón —continúa la plegaria de Azarías—..., buscamos tu rostro... Trátanos según tu clemencia, y tu abundante misericordia» (Dan 3, 41-42). Estas son las disposiciones que Dios quiere ver en sus hijos después del pecado: humildad, propósito de conversión, confianza en su misericordia. La humildad abre el corazón a la confianza.

Precisa­mente porque el hombre experimenta en sí no poder contar con sus propias fuerzas, se refugia en Dios con plena confianza, seguro de hallar en él la ayuda nece­saria para levantarse del pecado y poner en práctica sus buenos propósitos. En realidad, Dios, mientras resiste a los soberbios, «enseña su camino a los humildes» (Sal 25, 9).

 

2.«La humildad no inquieta ni desasosiega ni albo­rota el alma, por grande que sea; sino viene con paz y regalo y sosiego..., la dilata y hace hábil para servir más a Dios». Sin embargo, la humildad del demonio «todo lo turba, todo lo alborota, toda el alma revuelve, es muy penosa. Creo pretende el demonio que pensemos tene­mos humildad, y si pudiese, a vueltas, que desconfiáse­mos de Dios» (T. J. Cam 39, 2).

 La falta de confianza y la turbación disminuyen la capacidad de amar; y ésta es, precisamente, la finalidad que persigue el demonio: apartar al hombre del camino del amor. Tienta de este modo especialmente a los que no accederían nunca a caer en tentaciones abiertas de pecado. En este caso, hay que reaccionar, recordando que, como enseña Santa Teresa del Niño Jesús, «lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón es la falta de confianza» (Ct 71).

La desconfianza en la misericordia de Dios, aunque sea después de graves caídas, no es nunca un índice de verdadera humildad, sino antes bien de engañoso orgullo y de tentación diabólica. Si Judas hubiera sido humilde, en lugar de desesperarse, habría sabido, como Pedro, pedir perdón y llorar sus pecados.

La humildad es la virtud que sitúa al hombre en su verdadero puesto, y éste, frente a Dios, es un puesto de hijo débil y mise­rable, sí, pero confiado. Cuando una criatura, después de tantos propósitos, vuelve a caer en las mismas faltas, o después de tantos intentos no consigue todavía vencer ciertos defectos, antes que indignarse consigo misma, debe humillarse.

 «La humildad —dice Teresa de Jesús—es el ungüento de nuestras heridas» (M III, 2, 6). Dios mismo permite que el hombre experimente su propia debilidad, precisamente para que de ahí saque una conciencia más viva de su indigencia, se despoje de toda seguridad presuntuosa en sí mismo y se vuelva a él con mayor humildad y confianza.

Pero la humildad debe revelarse también en las re­laciones con el prójimo, y especialmente en la prontitud del perdón. El hombre orgulloso toma buena nota de cualquier mínima ofensa que se le hace, exige su reparación, y cuando perdona lo hace con un gesto de condescendencia.

El humilde, por el contrario, no hace gran caso de los agravios recibidos, perdona antes aún de que se lo pidan, y sabiéndose él mismo necesitado de misericordia, no la escatima con el hermano, no cuenta las veces que le haya perdonado. Se hace en él verdad la palabra del Señor: «Si vosotros perdonáis a los demás sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial» (Mt 6, 14).

 

<<Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia... Sí, ¡oh Señor!, somos los más pequeños de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra, a causa de nuestros pecados... Por eso, acepta nuestro corazón contrito, y nuestro espíritu humilde... Que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados.

Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro: no nos dejes defraudados; trátanos según tu clemencia, y tu abundante misericordia>>.(Daniel 3, 34-42).

 

<<Jesús, en vez de adelantarme con el fariseo, repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta a tu corazón, seduce al mío. Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en tus brazos, porque sé muy bien cuánto amas al hijo pródigo que vuelve a ti. En tu misericordia preveniente, has preservado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a ti por la confianza y el amor>>.(STA. TERESA DEL N. JESUS, Ms C, f. 36 vo).

22. PERFECTO HOLOCAUSTO

 

«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad»(1-leb 10, 7).

 

1. La palabra de Dios no cambia. El decálogo dado a Moisés viene perfeccionado, pero también reafirmado, por Jesús, el cual declara: «antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley» (Mt 5, 18).

Jesús enseña el espíritu nuevo con que ha de observarse la ley, espíritu de amor y de interioridad, pero la ley, en sus elementos esenciales, permanece en cuanto es expresión de la inmutable voluntad de Dios. Precisamente por esto, la amorosa fidelidad a la ley decidirá la eterna suerte del hombre. «El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes... será el menos importante en el Reino de los Cielos. Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el Reino de los Cielos» (ibid 19).

El hombre es grande, no cuando se suelta de Dios, sino cuando cumple su voluntad; adhiriéndose a la voluntad de Dios, se hace partícipe de la santidad, de la bondad, de la sabiduría divinas. La ley de Dios, decía Moisés a Israel, será «vuestra sabiduría y vuestra prudencia» (Dt 4, 6).

Para establecer la propia vida en una continua comu­nión de amor con la voluntad de Dios, y por lo tanto con Dios mismo, algunos fieles, espontánea y libremente, se ligan a él consagrándole la propia voluntad. No le basta a su amor adherirse a la voluntad divina en los sectores obligatorios, como son la observancia de los mandamientos o la aceptación de las circunstancias providenciales; ellos quieren poner toda su vida a disposición de Dios, de sus divinos deseos.

He aquí el voto de obediencia, mediante el cual «los religiosos ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad» (PC 14). En la práctica, esto exige la continua renuncia a la propia voluntad, no ya soportada a la fuerza, sino querida y ofrecida libremente a Dios «como sacrificio de sí mismos», a vista de un bien infinitamente superior, cual es la comunión incesante con Dios.

Mediante la voluntad, el hombre se posee a sí mismo, es capaz de gobernar la propia vida, de usar de la propia libertad; por eso, cuando amorosamente entrega a Dios toda su voluntad, realiza el completo sacrificio de sí mismo. Ya no se pertenece, sino que pertenece a Dios; ya no es dueño de hacer lo que quiere, porque ha escogido a Dios por único y soberano Señor de su vida. El voto de obediencia es un perfecto holocausto, en el que se realiza la ofrenda sacrificial de todo el hombre.

 

2.Mientras los demás votos religiosos —pobreza y castidad— ofrecen a Dios una parte del hombre —los bienes terrenos y el uso del sexo—, el voto de obediencia toma al hombre en la raíz misma de su ser —la voluntad—, y por eso completa y consuma su ofrenda, su sacrificio. Sacrificio que puede costar mucho a la naturaleza, pero que si se cumple con plenitud de amor, da, a cambio, el máximo de los bienes, es decir: une al hombre con la voluntad de Dios «más constante y plenamente» (PC 14).

La unión con Dios es el fruto precioso del voto de obediencia vivido con fidelidad. De hecho, la obediencia, al poner la vida entera del hombre en la voluntad de Dios, la abre plenamente a las efusiones divinas. «A aquella alma se comunica Dios más —dice san Juan de la Cruz— que está más aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios» (S II, 5, 4). La obediencia generosa es el camino más seguro y más breve para llegar a esta bendita conformidad.

Pero la voluntad de Dios respecto al hombre mantiene una constante imprescindible, es siempre voluntad de salvación; Dios «quiere que todos los hombres se sal­ven» (1Tim 2, 4). De lo que se sigue, que unirse a la voluntad de Dios es unirse —como afirma el Concilio— a su «voluntad salvífica» (PC 14), es situarse en el plano divino de la salvación del mundo.

El voto de obediencia tiene, pues, por su propia naturaleza, una dimensión apostólica que pone al individuo frente a Dios en una actitud semejante a la de Jesús. Mediante la obediencia, el religioso ofrece a Dios el sacrificio de sí mismo, «a la manera que Cristo mismo, por su sumisión al Padre» (ibid) dio su propia vida por la salvación de los hombres.

La oblación de sí mismo en una perfecta obediencia asocia al religioso con la obra y la inmolación redentoras de Cristo. Este valor apostólico es tan intrínseco al voto de obediencia, que se actualiza aun en el caso de que el religioso, o por haber abrazado la vida contemplativa pura, o por particulares circunstancias personales, no ejerce ninguna actividad exterior. El sacrificio de sí en la obediencia tiene por fin poner la vida a disposición de Dios para cooperar, con Cristo y en Cristo, a la salvación de los hermanos. Finalidad que cada uno al­canza en proporción a su grado de unión con la voluntad de Dios.

<<Heme aquí, Señor; me entrego a ti, a tu beneplácito, uniéndome a tu Hijo amado, para cumplir en todo lo que tú quieras: «Hago siempre lo que te agrada». Porque te amo, quiero ofrecerte el homenaje de mi sumisión absoluta a tu voluntad, sea lo que fuere lo que ella me mandare. Diré, en unión con tu Hijo: «Porque yo amo al Padre, y según el mandato que me dio el Padre, así hago' (Jn 14, 31). Tal vez tu voluntad me imponga cosas que les resulten duras a mi naturaleza, a mis gustos; será contraria a mis ideas, ardua para mi espíritu independiente; pero quiero ofrecerte este sacrificio como prenda de fe en tu palabra, de confianza en tu poder, de amor a ti y a tu Hijo Jesús>>.(C. MARMION, Cristo ideal del monje, 12).

 

<<¡Oh Jesús!, que fuiste obediente hasta la muerte, no puedes ciertamente querer que vaya por otro camino que tú quien bien te quisiere.

¡Oh Señor!, enséñanos a fiar de tus palabras: «Quien a vosotros oye, a mí me oye». Enséñanos a descuidar de nuestra voluntad: rendimiento que tienes en tanto, porque es hacerte señor del libre albedrío que nos has dado. Ayúdanos a superar las repugnancias de la naturaleza para llegar, aunque sea con hartos trabajos y en medio de mil batallas, a conformarnos con lo que nos mandan; en fin, con pena o sin ella, haz que aprendamos a sujetar nuestra voluntad. En esto no dejarás de ayudarnos mucho, que por la misma causa que sujetamos nuestra voluntad y razón por ti nos hacemos señores de ella.

Entonces, siendo señores de nosotros mismos, nos podemos con perfección emplear en ti, dándote la voluntad limpia para que la juntes con la tuya, pidiéndote que venga fuego del cielo de amor tuyo que abrase este sacrificio... Que tu gracia nos ayude a que no quede por nosotros el poner la víctima sobre el altar>>.(Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 5, 3, 12).

23. CON CRISTO OBEDIENTE

 

«¡Oh Señor!, que pueda seguirte hecho obe­diente hasta la muerte, y muerte de cruz»(Flp 2, 8).

 

1.«Esta fue la orden que di a mi pueblo: escuchad mi voz... Pero no escucharon ni prestaron oído, cami­naban según sus ideas, según la maldad de su corazón obstinado» (Jer 7, 23-24). Así se quejaba Dios con Jeremías de la desobediencia del antiguo Israel. Tampoco el nuevo, al que Dios ha hablado no por medio de los profetas sino de su Hijo divino, está inmune del mismo pecado. De muchos, desgraciadamente, aun entre los que se dicen cristianos, se puede repetir: «La sinceridad se ha perdido, se la han arrancado de la boca» (ibid 28).

En esta vista panorámica, el voto de obediencia apa­rece como reparación a la resistencia que el mundo mo­derno opone a la palabra de Dios, a su ley, a su volun­tad. El Hijo de Dios ha sido enviado, precisamente, para expiar este pecado capital, y los religiosos, mediante el voto de obediencia, se asocian a su expiación redentora, salvadora. «Cristo —dice el Concilio—, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos... y con su obediencia realizó la redención» (LG 3).

La vida de Cristo es, toda ella, un misterio de obediencia al Padre, de entrega incondicional a su voluntad. Y no se trata de una obediencia gozosa, sino dolorosa, de una obediencia que conoce la amargura del sufrimiento. Cristo quiso hacerse semejante al hombre hasta el punto de experimentar el trabajo que cuesta una obediencia practicada en las circunstancias más difíciles y humillantes; «aunque era Elijo, aprendió por sus 'padecimientos la obediencia» (Heb 5 8), afirma san Pablo.

La obediencia le hizo aceptar la traición de Judas, la agonía de Getsemaní, el abandono de sus amigos más íntimos; la obediencia le entregó en manos de los soldados, le condujo a los tribunales, le cargó con la cruz, le arrastró al Calvario, y, en fin, le hizo extender sus brazos en la cruz para morir como un malhechor. Cristo vino al mundo por obediencia, y quiso vivir y morir en obediencia, y de ese modo «vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna» (ibid 9).

La obediencia religiosa, que es comunión con la vo­luntad salvífica del Padre, es también comunión con la obediencia de Cristo, en quien se realiza dicha voluntad. El consejo evangélico de la obediencia es el don que Jesús ofrece a todos los que quiere asociar, de un modo más íntimo y eficaz, a su misión redentora.

 

2.El voto de obediencia es una participación de la total sumisión de Cristo al Padre por la salvación de los hermanos. Semejante obediencia no puede ser ins­pirada por la naturaleza. Dios ha creado al hombre libre; y el hombre, aun moviéndose en el ámbito de los mandamientos divinos, tiene el derecho a gobernarse a sí mismo según sus propias opiniones.

La libertad es un don tan grande, que nadie puede sacrificarla para sujetarse a una vida de obediencia incondicional, como fue la de Cristo, sino por una íntima inspiración y moción de la gracia.

El Concilio afirma, precisamente, que los religiosos, «a la manera que Cristo mismo», abrazan la obediencia «por moción del Espíritu Santo» (PC 14). La expresión recuerda la frase evangélica que presenta a Jesús «llevado por el Espíritu» (Lc 4, 1). La obediencia de Cristo al Padre no es nunca forzada; si como Verbo su voluntad es una misma cosa con la del Padre, como hombre acepta los deseos divinos con plenitud de adhesión y de amor, bajo el impulso del Espíritu Santo.

Los religiosos, «movidos» por el mismo Espíritu divino, son incorporados al misterio de la obediencia de Cristo, obediencia amorosa, espontánea, total. Mediante esta actitud interior, «se someten con fe a sus superiores, que hacen las veces de Dios, y por ellos son dirigidos al ministerio de todos los hermanos en Cristo, a la manera que Cristo mismo, por su sumisión al Padre, sirvió a sus hermanos» (PC 14).

La sumisión de Jesús al Padre es el tipo de la sumisión del religioso a los superiores. El religioso acepta, respeta al superior por un motivo sobrenatural, porque «hace las veces de Dios» y es, por lo tanto, el mediador de la voluntad divina. Dios se sirve de los superiores para manifestar sus deseos; y el religioso obedeciendo a los superiores obedece a Dios. Como Jesús cumplió su misión terrena con plena dependencia de la voluntad del Padre, así el religioso desarrolla su actividad «dirigido» por los superiores. Y, al someterse a los superiores, cuanto más el religioso se deja llevar por el Espíritu Santo, tanto más su obediencia adquiere la suavidad del amor.

 

<<Me gusta contemplar, ¡oh Cristo!, tu caridad obediente, el purísimo acto interior, absolutamente libre, perfectamente espontáneo, con que te ofreciste a obedecer, a dar tu vida y a tomarla de nuevo, porque ése era el mandato del Padre...

Tu caridad y tu obediencia me alcanzan a mí, para hacerme partícipe de tu muerte y de tu resurrección, y mi alma desaparece sumergida en ese océano de caridad, consumada en tu obediencia, esa obediencia que siento hacerse mía dentro de mí, que siento hacerse mi propia obediencia prendida, arrebatada en tu ofrecimiento, ¡oh Maestro!, y me pierdo en ti. ¡Oh Cristo mío, oh caridad obediencia, y obediencia viva!..., ¿y qué diré? Arrebátame, ¡oh Cristo!, en tu obediencia como una hoja en el torbellino..., que desaparezca en ti. Te doy mi vida para que sea ofrecida en tu obediencia y vuelva a encontrarse contigo en el altar eterno adonde el Ángel  santo lleva tu Sacrificio>>. (G. CANOVA!, Suscipe, Domine).

 

       <<¡Oh Señor, cuán diferentes son vuestros caminos de nuestras torpes imaginaciones! ¡Y cómo de un alma que está ya determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa sino que obedezca y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee! No ha menester ella buscar los caminos ni escogerlos, que ya su voluntad es vuestra. Vos, Señor mío, tomáis ese cuidado de guiarla por donde más se aproveche. Y aunque el prelado no ande con este cuidado de aprovecharnos el alma, sino de que se hagan los negocios, que le parece conviene a la comunidad, Vos, Dios mío, le tenéis y vais disponiendo el alma y las cosas que se tratan de manera que, sin entender cómo, nos hallamos con espíritu y gran aprovechamiento, que nos deja después espantadas>>.(SANTA TERESA DE JESUS, Fundaciones, 5, 6).

24. RENUNCIA Y DESAPEGO

 

«¡Oh Señor!, me sacarás de la red que me han tendido, porque tú eres mi fortaleza» (Sal 31, 5).

 

1.«Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado» (Os 14, 2). Con estas pala­bras de los antiguos profetas, la Iglesia, enel tiempo cuaresmal, sigue invitando a sus hijos a la conversión. Invitación que interesa a todos: a los pecadores endu­recidos en el mal, a los tibios, a los indiferentes, y aun a las personas dadas a la vida espiritual a fin de que realicen en sí mismas una profunda purificación interior.

Y como Israel, requerido por Oseas prometía a Dios volver a la pureza de su culto, abandonando todos los ídolos —«No volveremos a llamar dios a la obra de nuestras manos—, del mismo modo el cristiano debe acoger la invitación de la Iglesia, proponiéndose un desapego total de cualquier cosa que le impida entregarse a Dios. Siempre será verdad que el hombre propende a crearse ídolos, más o menos grandes, los cuales roban a su corazón y a su vida lo que debería ser entregado a Dios.

El primer ídolo lo crea en sí mismo, en la medida en que va buscando cuanto apaga el egoísmo, el orgullo, la vanidad, la codicia o el deseo desordenado de afecto. Simultáneamente, las pasiones le inducen con facilidad a apegarse a personas o cosas, que se convierten para él en otros tantos ídolos. Así es cómo el hombre queda dividido en sus afectos, en sus energías vitales, y por lo tanto incapaz de entregarse totalmente a Dios.

Si su vocación le compromete en una vida de santidad y de unión con el Señor, tal situación le obstruye el paso, y en lugar de ir adelante, se queda encallado. Cualquier apego vo­luntario, aunque mínimo, es una atadura que retiene al hombre en su lanzamiento hacía Dios, y le impide al­canzar la perfecta unión con él.

«Porque eso me da —dice san Juan de la Cruz— que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará» (S I, 11, 4).

En este estado se hallan muchas almas que, aun deseando entregarse a Dios, se dejan prender en la red de tantos pequeños apegos y costumbres defectuosas. Sólo una renuncia generosa puede quebrar estas ataduras y dar a esas almas la plena libertad de espíritu.

 

2. «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios» (GS 13). Para reconquistar la santidad perdida y restablecer la comunión  con  Dios  es  necesario  un  camino  hacia atrás, camino de desapego y de renuncia total.

Es ésta una exigencia del bautismo; para que la gracia bautismal conduzca realmente a una vida nueva en Cristo, hay que morir a todo lo que puede suponer pecado y que, de cualquier modo, está en contraste con la santidad de Cristo.

Es también una exigencia del pri­mer mandamiento, dado por Dios en el Antiguo Testa­mento y reafirmado por Cristo en el Nuevo: «El Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser» (Mc 12, 29-30). Ese «todo», repetido con insistencia, significa que «nada» debe im­pedir o disminuir el amor a Dios. Si el corazón está ocupado por afectos desordenados hacia el propio yo o hacia las criaturas, no puede amar con todo el ser.

El precepto de la caridad reconoce como elemento recíproco la renuncia total a todo afecto que no esté de acuerdo con el amor a Dios y no pueda ser incorporado a tal amor. El hombre no tiene más de una voluntad, dice san Juan de la Cruz, y ésa, «si se embaraza y emplea en algo, no queda libre, sola y pura, como se requiere para la divina transformación» (S 1, 11, 6).

Cuando el hombre se apega a las criaturas, se hace su esclavo, y en lugar de hallar en ellas una ayuda para ir a Dios, halla un tropiezo, un estorbo. Por eso, el Santo insiste: «Para venir a poseerlo todo [a Dios], no quieras poseer algo en nada... Cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo» (ibid 13, 11. 12).

También el mandamiento del amor al prójimo —«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 31)— impone análogas exigencias, y para ser observado con plenitud, requiere la renuncia generosa del egoísmo. Renuncia y desapego no son la santidad misma, pero son     condiciones     indispensables     para     alcanzarla, precisamente  porque   hacen   posible   la   plenitud   del amor.

 

<<Señor, considerando nuestras miserias y la promesa de su curación, respondemos inmediatamente: Henos aquí en tu presencia, porque tú eres el Señor Dios nuestro... Hemos sido llamados, y hemos respondido: Henos aquí en tu presencia. Y mostraremos con los hechos que, habiendo prometido ser tuyos, no nos sometemos a ningún otro fuera de ti, y decimos: Porque tú, Señor, eres nuestro Dios.

En efecto, no reconocemos a ningún otro dios: no al vientre, como los glotones, cuyo dios es el vientre. No al dinero, como los avaros, porque la avaricia es idolatría. No divinizamos ninguna otra cosa ni la adoramos como a Dios, según hacen muchos; tú, ¡oh Dios!, estás por encima de todos, para todos, en todos, y estamos vinculados en la caridad que nos une a ti. Sí, la caridad nos une a Dios. Repetimos: Henos aquí en tu presencia, porque tú, Señor, eres nuestro Dios>>.(ORIGENES, de Oraciones de los primeros cristianos, 64).

 

<<Harto mal es, Señor, que os lleguéis Vos a un alma de esta suerte y se llegue ella después a cosa de la tierra para atarse a ella... Cuando no nos damos a Vos con la determinación que Vos os dais a nosotros, harto hacéis de dejarnos en oración mental y visitarnos de cuando en cuando, como criados que están en su viña; mas estotros son hijos regalados, no los querría quitar de cabe sí, ni los quita, porque ya ellos no se quieren quitar; siéntalos a su mesa, dales de lo que come hasta quitar el bocado de la boca para dárselo...

¡Oh bienaventurada dejación de cosas tan pocas y tan bajas, que llega a tan gran estado! ¡Vos nos amáis, Señor! Amáis a quien os ama, y no con poco amor. ¿Por qué no os mostraremos nosotros, en cuanto podemos, el amor? ¡Es hermoso trueque dar nuestro amor por el vuestro! Vos lo podéis todo, y acá nosotros no podemos sino lo que Vos nos hacéis poder.

Pues ¿qué es esto que hacemos por Vos, Señor, hacedor nuestro? Que es tanto como nada, una determinacioncilla. Pues si lo que no es nada queréis que merezcamos por ello el todo, no seamos desatinados>>.(SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 16, 8, 10).

 

 

25. EL QUE SE HUMILLA...

 

«¡Oh Señor!, tú salvas al humilde y humillas a los altaneros»(Sal 18, 28).

 

1.La parábola del fariseo y del publicano la contó el Señor «por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los de­más» (Lc 18, 9).

Es fácil para el hombre caer en esta tentación, y puede serlo particularmente para aquellos que hacen profesión de vida devota. El hecho de obser­var la ley de Dios, de practicar los ejercicios de piedad, de hacer limosnas, y tal vez algunas penitencias, puede suscitar en un espíritu no purificado de orgullo un cierto sentido de suficiencia: un presentarse a Dios con la cabeza erguida, con la secreta convicción de tener cierto derecho a ser escuchado con preferencia a tantos otros que son «ladrones, injustos, adúlteros» (ibid 11).

Pero Dios piensa de distinta manera, y sobre el fariseo lleno de sí, da la preferencia al publicano, que es pecador, pero humilde: «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador"» (ibid 13).

A juzgar por su conducta externa, la postura moral del fariseo es, sin duda alguna, mejor que la del publicano; pero lleva en su corazón el gusano del orgullo que mata a la caridad: este hombre no ama a Dios, ni al prójimo. En lugar de alabar a Dios y testimoniarle su amor, se ama a sí mismo y ama la propia excelencia; en vez de amar al prójimo, desprecia al publicano.

Tampoco en este último existe la caridad, porque el desorden moral la ha destruido; pero hay humildad: es consciente de su miseria, se duele de ella, se arrepiente, invoca la misericordia de Dios. Y Dios, que ve los sentimientos sinceros de su corazón, le justifica; la humildad realiza el gran milagro: le restablece en la caridad.

Con el fariseo acaece lo contrario: permanece cerrado en su orgullo, y la gracia de Dios no le alcanza. «Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (ibid 14). La parábola es una vigorosa llamada al valor de la humildad, que ninguna otra virtud moral puede suplir. La oración misma no le es agradable a Dios, si no sale de un corazón humilde que reconoce con sencillez y franqueza la propia miseria en presencia del Altísimo.

 

2.«Dios resiste a los soberbios, pero a los humil­des da la gracia» (Sant 4, 6). He aquí toda la importancia de la humildad; limpia el corazón humano del orgullo, del amor propio, y le abre a Dios, a su amor, a su gracia.

La santidad consiste en el amor, porque sólo el amor puede unir al hombre con Dios; sin embargo, la humildad es su fundamento, porque prepara el terreno a la caridad, cava los cimientos. La humildad es al amor lo que los cimientos son al edificio.

Cavar los cimientos de una casa no es construirla, pero es el trabajo preliminar. Cuanto más profundos son los cimientos, cuanto más firmes, tanta mayor altura puede alcanzar la casa sin peligro de venirse abajo. «La humildad —dice santa Teresa de Avila— es el cimiento del edificio [de la vida espiritual]; y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirlo muy alto, porque no dé todo en el suelo» (M VII, 4, 8).

A medida que la humildad va vaciando al alma de las vanas y orgullosas pretensiones del propio yo, va dando lugar a Dios. Y cuando la persona espiritual «viniere a quedar resuelta en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar» (san Juan de la Cruz, S II, 7, 11).

En consecuencia, cuanto más alto es el ideal de santidad y de unión con Dios a que el hombre aspira, tanto más debe descender, es decir, cavar en sí mismo el abismo de la humildad que atrae el abismo de la misericordia infinita. Es necesario, por lo tanto, humillarse «bajo la poderosa mano de Dios» (1Pe 5, 6), reconocer sinceramente la propia nada, tomar conciencia de la propia indigencia; y quien quiera gloriarse, que se gloríe solo —como dice san Pablo— de sus debilidades, para que habite en él la fuerza de Cristo. Pues cuando el hombre es débil y se reconoce tal, entonces es cuando es fuerte (2Cor 12, 9-10).

El sublime ideal de la unión con Dios supera total­mente la capacidad humana; si el hombre puede aspirar a ella, no es porque pueda confiar en sus propias fuer­zas, sino sólo porque confía en la ayuda de Dios, el cual «ensalza a los humildes; a los hambrientos los llena de bienes, y a los ricos los despide vacíos» (Le 1, 52-53).

<<Cuanto más grande seas, humíllate más, y hallarás gracia ante el Señor. Porque grande es el poder del Señor, y es glorificado en los humildes... A muchos extravió su temeridad, y la presunción pervirtió su pensamiento.

Hay quien es débil y pobre, pobre en fuerzas y sobrado en flaqueza. Pero el Señor le mira con bondad y le levanta de su abatimiento, y yergue su cabeza con admiración de todos>>.(Eclesiástico 3, 18-20; 11, 12, 13).

<<¡Oh Señor!, ¿qué bien he merecido yo, pecador? ¿Qué bien he merecido yo, inicuo? De Adán procede Adán, y de Adán se originan muchos pecados. Soy hijo de Adán..., y con mi mala vida he añadido pecados al pecado de Adán. ¿Qué bien merecía yo, que era otro Adán? Con todo, tú, el Misericordioso, me amaste, no por mi hermosura, sino para hacerme hermoso>>.(In Ps, 132, 10).

<<Si busco lo que de mí hay en mí, hallo el pecado. Si busco lo que de mí hay en mí, hallo la mentira. Fuera del pecado, todo lo que encuentre en mí es tuyo>>.(Sr 32, 10).

<<No a mí, ¡oh Señor!, sino a tu nombre daré gloria. Vivifícame por tu nombre, Señor: según tu justicia, no según la mía; no porque lo haya merecido, sino porque tú eres misericordioso. Si yo presentase mi mérito, no merecería de ti otra cosa sino el suplicio. Arrancaste de raíz mis méritos e introdujiste tus dones>>.(SAN AGUSTIN, In Ps 142, 18).

 

<<¡Oh Rey del cielo!, no hay dama que así te haga rendir como la humildad. Esta te trajo del cielo en las entrañas de la Virgen, y con ella te traeremos nosotras de un cabello a nuestras almas. Y quien más humildad tuviere, más te tendrá, y quien menos, menos>>.(Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 16, 2).

26. DOMINGO IV DE CUARESMA

 

CICLO A

 

«Jesús, luz del mundo, haz que siguiéndote, no ande yo en tinieblas, sino que tenga la luz de la vida»(Jn 8, 12).

 

El tema central de la Misa del día es Jesús «luz», y por comparación con Jesús, el cristiano «hijo de la luz». «Yo soy la luz del mundo —declara el Señor—; quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12); y poco después demuestra prácticamente la realidad de su afirmación dando la vista al ciego de nacimiento.

El Señor realiza este milagro sin que se lo pidan, la iniciativa es exclusivamente suya, y lo obra con un fin muy determinado: «Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado... Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (Jn 9, 4-5).

El día luminoso, la luz que ahuyenta las tinieblas del mundo es él, Jesús, y para que los hombres se convenzan de ello, he aquí el milagro. Jesús hace barro con la saliva, se lo unta en los ojos al ciego, y le dice que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego «va, se lava, y vuelve con vista» (ibid 7).

El prodigio estrepitoso es sólo el principio de la trasformación profunda que Jesús quiere obrar en este hombre. La luz física dada a los ojos apagados es signo y medio de la luz del espíritu que el Señor le infunde provocando en él un acto de fe: «¿Crees tú en el Hijo del Hombre?... Creo, Señor. Y se postró ante él» (ibid 35.38).

Todo cambia en la vida del ciego de nacimiento. Adquirir la vista para quien siempre ha vivido en las tinieblas es como volver a nacer, es comenzar una nueva existencia: nuevos conocimientos, nuevas emociones, nuevas presencias.

Pero mucho más es lo que acontece en el espíritu de este hombre iluminado por una fe tan viva, que resiste im­perturbable a la disputa y a los insultos de los Judíos, y hasta al hecho de verse «expulsado» de la sinagoga (ibid 34).

Es el símbolo de la trasformación radical que se rea­liza en el bautizado. «En otro tiempo érais tinieblas, ahora sois luz en el Señor» (Ef 5, 8). Por medio del sacramento, el hombre pasa de las tinieblas del pecado a la luz de la vida en Cristo, de la ceguera espiritual al conocimiento de Dios mediante la fe, la cual ilumina toda la existencia humana, dándole sentidos y orientaciones nuevos.

De donde se sigue esta consecuencia: «Caminad como hijos de la luz (toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz)» (ibid 8-9). La conducta del cristiano debe dar testimonio del bautismo recibido, debe atestiguar con las obras que Cristo es para él no sólo luz de la mente, sino también «luz de vida». No son las obras de las tinieblas —el pecado— lasque corresponden al bautizado, sino las obras de la luz.

«Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (ibid 14). Estas palabras citadas por san Pablo y sacadas, según parece, de un himno bautismal, eran una invitación hecha a los catecúmenos a levantarse del sueño, mejor dicho de la muerte del pecado, para ser iluminados por Cristo.

La misma exhortación sigue siendo válida —con mayor razón—también para los bautizados desde hace mucho tiempo; la vida cristiana debe ser para todos, en efecto, una incesante y progresiva purificación de toda sombra de pecado, a fin de abrirse cada vez más a la luz de Cristo.

Precisamente porque Cristo es la luz del mundo, la vocación del cristiano consiste en reflejar esa luz y hacerla resplandecer en su propia vida. Esta es la gracia que la comunidad de los fieles implora hoy en la oración final de la Misa: «Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón» (MR).

 

<<¡Oh Cristo Señor nuestro!, te dignaste hacerte hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hiciste renacer por el bautismo, transformándolos en hijos adoptivos del Padre. Por eso, Señor, todas tus criaturas te adoran cantando un cántico nuevo>>.(Cf. MISAL ROMANO, Prefacío).

 

<<Eres tú, luz eterna, luz de la sabiduría, quien hablando a través de las nubes de la carne dices a los hombres: «Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida»

Si sigo la dirección de este sol de la tierra, aunque yo- no quiera dejarle, me deja él a mí cuando termina el día, que es su servicio necesario. Mas tú, Señor nuestro Jesucristo, aun mientras tras la nube de la carne no te dejabas ver de todos los hombres, lo regías todo con la potencia de tu sabiduría. Dios mío, tú estás todo en todas las partes. Si de ti no me alejo, no te me ocultarás jamás.

¡Oh Señor!, ardo abrasado por el deseo de la luz en tu presencia están todos mis deseos, y mis gemidos no se re ocultan. ¿Quién ve este deseo, ¡oh Dios mío!, sino tú? ¿A quién pediré Dios sino a Dios? Haz que mi alma ensanche sus deseos, y que, dilatado y hecho capacísimo el interior de mi corazón, trate de llegar a la inteligencia de lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó jamás al corazón del hombre>>.(Cf. SAN AGUS-TIN, In loan, 34, 5-7).

CICLO B

«Alabad al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 136, 1).

 

La Liturgia de la Palabra sigue sacando de la historia de Israel enseñanzas concretas sobre la necesidad de la conversión y sobre la misericordia de Dios que persigue al hombre para conducirle a la salvación No obstante las continuas infidelidades de los Hebreos, y hasta de sus jefes y sacerdotes, Dios no dejó de enviar constantemente avisos «por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo...

Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto, que ya no hubo remedio» (2Par 36, 15-16). Llegó entonces el castigo con la destrucción del templo y la deportación a Babilonia.

Es la misma historia que aún hoy, después de tan amargas experiencias, sigue repitiéndose en la vida de los pueblos, de las familias, de los individuos. Cuanto más se deja dominar el hombre por las pasiones, tanto más se cierra a la palabra de Dios, rechaza a sus mensajeros, tergiversa la verdad, sofoca la voz de la conciencia y termina por vivir en desacuerdo con Dios, consigo mismo, con el prójimo. De aquí nacen los antagonismos, las divisiones, las luchas a todos los niveles.

Y es una gracia cuando el hombre llega a reconocer, en medio de tantas calamidades, el castigo divino por sus desórdenes. «La ira del Señor», de la que habla la Escritura, es también una manifestación de la misericordia que castiga al hombre para reducirle al arrepentimiento.

Pero el Nuevo Testamento atestigua que ahora Dios castiga al hombre sólo después de haber agotado para con él los supremos recursos de su amor infinito. «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo» (Ef 2, 4-5).

Es éste el gesto extremo de la misericordia de Dios: en lugar de castigar en el hombre ingrato y reincidente sus pecados, los castiga en su Unigénito, a fin de que creyendo en Cristo Crucificado se salve el hombre. «Por pura gracia estáis salvados —exclama san Pablo —. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios» (ibid 5-8). Don absolutamente gratuito, que ninguna criatura habría podido nunca ni esperar, ni merecer.

Y sin embargo, desde hace dos mil años este don ha sido otorgado a toda la humanidad, y para beneficiarse de él el hombre no tiene más que creer en Cristo, aceptando ser salvado por Cristo y ad­hiriéndose a su Evangelio.

También a los Hebreos les había ofrecido Dios dones gratuitos de salvación, como cuando para inmunizarles de las serpientes venenosas, había ordenado a Moisés que elevara en el desierto una serpiente de cobre, mirando a la cual, el que había sido mordido era salvado de la muerte.

Pero aquélla no era más que una pálida figura de la salvación traída por Jesús, que fue elevado sobre la cruz «para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3, 15). «Porque Dios —prosigue el Evangelio del día— no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (ibid 18).

Sin embargo, existirá una condenación, pero será la que el hombre se imponga a sí mismo, porque así como el que cree en Cristo «no será condenado», así «el que no cree, ya está condenado» (ibid 18). El que rechaza a Cristo redentor, el que le recusa, se excluye a sí mismo de la salvación, y el juicio de Dios no hará otra cosa que ratificar su libre elección. «La inmensa riqueza» de la gracia y de la bondad de Dios «para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 7) manifiesta cuán grande es la responsabilidad del que recusa el don divino o abusa de él con ligereza. En realidad, nunca el hombre hará demasiado para acogerlo con la gratitud, la fe y el amor de que ese don es merecedor.

 

<<Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su creador, dominara todo lo creado.

Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte: sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.

Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo. Para cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida>>.(MISAL ROMANO, Plegaria eucarística, 4).

CICLO C

 

«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias» (Sal 34, 7).

 

El pensamiento de la Pascua antigua y nueva, rubri­cada por la reconciliación del hombre con Dios, se hace cada vez más presente en la Liturgia cuaresmal.

La primera lectura presenta al pueblo elegido, el cual, tras de una larga purificación sufrida durante cuarenta años de peregrinación en el desierto, entra finalmente en la tierra prometida, y en ella celebra jubiloso la primera pascua. Dios ha perdonado sus infidelidades y mantiene las antiguas promesas, dando a Israel una patria en la que podrá levantarle un templo.

Pero «lo antiguo ha pasado —dice la segunda lectura —. lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5, 17). La gran nove­dad es la Pascua cristiana que suple a la antigua, la Pascua en la que Cristo ha sido inmolado para reconciliar a los hombres con Dios. Ya no es la sangre de un cordero la que salva a los hombres, ni el rito de la cir­cuncisión o la ofrenda de los frutos de la tierra los que les hacen agradables a Dios; es el mismo Dios, que se compromete personalmente en la salvación de la humanidad dando a su Hijo Unigénito: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados» (ibid 19).

Sólo Dios podía tomar esta iniciativa, sólo su amor podía inspirarla, sólo su misericordia era capaz de realizarla. Cristo inocente sustituye al hombre pecador; la humanidad se ve libre del enorme peso de sus culpas y éstas caen sobre los hombros del «que no había pecado» y al que Dios «hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios» (ibid 21).

Una vez más, la Cuaresma invita a contemplar la misericordia divina revelada en el misterio pascual, por el que el hombre se hace en Cristo «una criatura nueva», libre del pecado, reconciliada con Dios, de vuelta ya a la casa del Padre.

De retorno hablan precisamente las dos parábolas de las que Jesús se sirve para hacer comprender a los que se creen justos —los escribas y los fariseos— el misterio de la misericordia de Dios. Jesús, que ha venido a dar la vida por lo pecadores, tiene el derecho de velarse bajo la figura del pastor que deja el rebaño para ir en busca de la oveja perdida, «y una vez hallada, la pone alegre sobre sus hombros» (Lc 15, 5).

Todo hombre es buscado por Cristo, perseguido por su gracia, redimido con su sangre; y todo hombre debe dejar que Cristo le alcance, le tome en sus brazos y le lleve a una vida mejor.

Sigue la parábola del hijo pródigo que abandona la casa del padre, exige la parte que le toca de la fortuna para vivir independiente y libre, y pierde, sin embargo, en el vicio el dinero y la libertad, viéndose reducido a ser esclavo de las pasiones y convirtiéndose en des­preciable guardián de cerdos.

Los reproches de la con­ciencia, eco de la voz de Dios, provocan su retorno. Dios es el padre que espera sin cansarse a los hijos que le han abandonado y les incita a que vuelvan permitiendo que les hiera el aguijón de los desengaños y de los remordimientos. Y cuando les ve venir por el camino del arrepentimiento, corre a su encuentro para hacer más rápida la reconciliación, para ofrecerles el beso del perdón, para festejarles.

En esta fiesta deben participar también los hijos que quedaron en casa, fieles al deber, pero tal vez más por costumbre que por amor, y, por lo tanto, incapaces de comprender el amor del Padre para con los hermanos, de gozarlo y compartirlo. Todos los hombres, por lo demás, aunque en medida y formas diversas, son pecadores; dichosos los que reconociéndolo humildemente sienten la necesidad de reconciliarse con Dios, de convertirse cada vez más a su amor y al amor de los hermanos.

 

<<Señor, que por tu Palabra hecha carne reconciliaste a los hombres contigo, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales>>.(MISAL ROMANO, Colecta).

 

<<¡Oh Jesús!, yo soy la oveja perdida y tú eres el buen Pastor, que corriste solícito y ansiosamente en busca de mí, me encontraste por fin, y después de prodigarme mil caricias, me llevaste alegre sobre tus hombros y me condujiste al redil...

Verdaderamente soy, ¡ay de mí!, el hijo pródigo. He disipado tus bienes, los dones naturales y sobrenaturales, y me he reducido a la más miserable de las condiciones, porque huí lejos de ti, que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas y sin ti todas las cosas son malas, porque son nada. Y tú eres el Padre amorosísimo que me acogiste con alegría cuando, enmendado de mis errores, volví a tu casa, busqué de nuevo refugio a la sombra de tu amor y de tu abrazo. Tú volviste a tenerme por hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, me hiciste otra vez partícipe de tus alegrías, me nombraste como en otro tiempo heredero tuyo...

Tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamaste tu amigo, que me miraste amorosamente en mi pecado, que me bendijiste cuando yo te maldecía; desde la cruz oraste por mí, y de tu corazón traspasado por la lanza hiciste brotar un chorro de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de sus iniquidades; me arrancaste de la muerte muriendo por mí, y venciendo a la muerte me trajiste la vida, me abriste el paraíso.

¡Oh amor, oh amor de Jesús! A pesar de todo, y por fin, este amor ha vencido: estoy contigo, ¡oh Maestro mío, oh Amigo mío, oh Esposo mío, oh Padre mío! ¡Heme aquí en tu corazón! Dime, ¿qué quieres que haga?(JUAN XXIII, El diario de mi alma, 1900).

27. ALEGRIA Y DOLOR

 

«iOh Señor, que yo padezca contigo para ser contigo glorificado!» (Rom 8, 17).

 

1.«Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva...; habrá gozo y alegría perpetua... Ya no se oirán gemidos ni llantos» (Is 65, 17-19). La profecía presenta, en forma hiperbólica, la felicidad de los tiem­pos mesiánicos, cuando la situación de Israel sea com­pletamente renovada y vuelvan a quedar restablecidas las relaciones de amistad entre Dios y su pueblo.

Tam­bién el Evangelio anuncia la venida del Salvador como «una gran alegría, que es para todo el pueblo» (Le 2, 10), alegría espiritual sobre todo, pero que tiene también proyecciones concretas de alivio y de consuelo sobre muchos sufrimientos humanos. Los milagros con los que Jesús ha curado a los enfermos y ha resucitado a los muertos lo testifican.

Sin embargo, Jesús no ha venido a traer un mensaje de felicidad terrena, ni a instaurar en este mundo una era de la que se excluya todo llanto y dolor. Ha venido, más bien, a tomar sobre sí el peso del sufrimiento humano para transformarlo en instrumento de salvación,   y   por consiguiente de felicidad eterna en la patria bienaventurada, la única en la que ya no habrá «ni duelo, ni gritos, ni trabajo» (Ap 21, 4).

 La vida del hombre redimido por Cristo es un encaminamiento hacia esta felicidad sin fin. La «gran alegría» traída por Jesús es tan verdadera, que puede pasar por sufrimientos de todo género sin quedar sofocada. Antes bien, Jesús ha indicado que precisamente en las tribulaciones abraza­das por amor a Dios está el camino que conduce a la bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los que padecen persecu­ción» (Mt 5, 3-10).

El misterio pascual de Cristo es un trenzado de dolor y de alegría, de muerte y de resurrección; la vida del cristiano mana de este misterio y se fundamenta en él, reproduce sus características. Y así como el misterio pascual no termina en la pasión y muerte de Cristo, sino que a través del dolor y la muerte culmina en la alegría de la resurrección, así la vida cristiana, a través de las tribulaciones terrenas, está constantemente orientada hacia la alegría eterna. El cristiano experimenta la dura realidad del dolor, y sin embargo, no tiene una visión pesimista de la vida, porque sabe que cualquier sufrimiento es un instrumento precioso para asociarse a la pasión de Cristo y, por lo tanto, también a su resurrección.

 

2.El hombre tiene necesidad de ser salvado del pecado y también de sus consecuencias: el dolor y la muerte. Prescindiendo del Evangelio, estas amargas realidades constituyen un enigma que aplasta al hombre; sólo Cristo puede iluminarlas y hacerlas aceptables (GS 22).

Asumiendo la responsabilidad de los pecados del género humano, quiso consumar en sí mismo sus consecuencias; de este modo, su inmolación trasformó el dolor y la muerte —herencia de la culpa— en instrumento de redención, de salvación. «Padeciendo por nosotros —afirma el Vaticano II—, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido» (ibid).

El cristiano, por lo tanto, no debe considerar el sufrimiento como una desgracia que ha de evitarse por todos los medios o como un acontecimiento indeseable al que forzosamente hay que someterse; y ni siquiera únicamente como castigo del pecado, sino como medio de salvación, porque es el modo de comunicarse con Cristo muerto y resucitado para redimir a la humanidad pecadora. El sufrimiento es la puerta que introduce al hombre en el misterio pascual del Señor y se lo hace vivir en su aspecto de pasión y de muerte para dispo­nerle al de la resurrección. Es imposible participar en la resurrección de Cristo, si antes no se padece y se muere con él.

Sin embargo, el sufrimiento le repugna al hombre, que ha sido creado para la felicidad; y Dios no desprecia sus gemidos. Jesús no rechazó nunca a los atribulados que recurrieron a él; alguna vez puso a prueba su fe tratándoles con aparente dureza, como hizo con el fun­cionario real que le pedía la curación de su hijo (Jn 4, 46-51), pero por fin fue e intervino en su favor. Como quiera que sea, aun en los casos en que Dios no con­cede el alivio y permite que el sufrimiento se prolongue, hay que seguir confiando en él. Sólo él sabe lo que ver­daderamente le conviene a cada uno. Ciertas tribulacio­nes que desde un punto de vista humano parecen absurdas e injustas, están situadas con toda precisión en sus planes divinos; de la aceptación de tales tribulaciones puede depender la salvación personal y la de muchos hermanos. «Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rom 8, 28).

 

<<Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí, Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre>>.(Salmo 29, 2 y 4, 5-6. 11-12a y 13b).

 

<<Emanuel, Dios con nosotros..., has bajado para estar cerca de quien tiene el corazón colmado de dolor, para estar con nosotros en la angustia. Día llegará en que, arrebatados sobre las nubes, iremos a tu encuentro para estar siempre contigo, con tal que ahora nos preocupemos de tenerte con nosotros como compañero de camino que nos devolverá nuestra patria celeste, o mejor, como camino mismo, tú que entonces serás la patria misma.

Es un bien para mí, Señor, hallarme en la angustia, con que tú estés conmigo; prefiero esto a reinar sin ti, a estar sin ti sumido en los placeres, sin ti en la gloria. Es mejor para mí ceñirme a ti en la angustia, tenerte conmigo en el crisol de la prueba, que estar sin ti aunque fuera en el cielo. De hecho, ¿quién otro hay para mí en el cielo? Fuera de ti, ¿qué puedo desear en la tierra? (Salmo 72, 25). El oro se prueba en el crisol, y los justos en la tentación de la angustia. Aquí, Señor, tú estás con ellos; aquí, tú estás presente en medio de los que se reúnen en tu nombre...

¿Por qué tenemos miedo, por qué vacilamos, por qué procuramos huir de este crisol? Es verdad, el fuego arrecia; pero tú, Señor, estás con nosotros en la angustia. Si estás con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31). Y si tú nos libras, ¿quién nos apartará de tu mano? ¿Quién podrá arrancarnos de tu mano? En fin, si tú nos glorificas, ¿quién podrá sumirnos en la ignominia?>> (SAN BERNARDO, In Psalmum «Qui habitat», 17, 4).

28. FUERZA SANATIVA Y VIVIFICADORA

 

«¡Oh Señor!, firme es tu misericordia con nosotros, tu fidelidad dura por siempre»(Sal 117, 2).

 

1.— Ezequiel contempló, en visión profética, un ma­nantial que brotaba por el lado derecho del templo, cuya agua iba creciendo y creciendo en caudal, y con una fuerza tan fecundante, que adondequiera que llegase, llevaría consigo la vida. «Adondequiera que llegue esa corriente todo quedará saneado y habrá vida» (47, 1-9. 12).

Hasta el Mar Muerto quedará saneado al contacto con aquella agua, se poblará de peces, y en sus incultas riberas crecerá toda clase de árboles frutales. Es una imagen de la eficacia sanativa y vivificadora de la gracia que brota del costado atravesado de Cristo para purificar y santificar a todos los que se adhieran a él por la fe.

La visión de Ezequiel adelanta el simbolismo del agua, tan frecuente en el Nuevo Testamento y particularmente en el Evangelio de san Juan. Hace pensar en el agua viva prometida por Jesús a la Samaritana, en la piscina de Siloé, donde el ciego de nacimiento se lavó y adquirió la vista, o en las aguas de Betesda, junto a las cuales Jesús sanó al paralítico.

Este último episodio nos induce a reflexionar sobre la situación de impotencia en que se encuentra el hombre frente a la vida sobrenatural. El paralítico espera desde hace treinta y ocho años la curación, por sí solo no puede alcanzar las aguas sanativas de la piscina y no encuentra a nadie que le meta en ella.

Pero el agua es un signo, mientras que la virtud sanativa se halla en Cristo; él es quien cura y salva. A su palabra «el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar» (Jn 5, 9). Algo parecido acontece en los sacramentos, signos y vehículos de la gracia; la Iglesia los administra, pero es Cristo quien obra en ellos, es él quien salva y santifica. El hombre puede y debe trabajar por liberarse del pecado, pero el medio más calificado para su purificación es el sacramento, en el que Cristo le lava con su  propia sangre;  debe  empeñarse  en adquirir la virtud, pero nada aumenta en él tan directamente el amor como la Eucaristía, en la que Cristo le nutre con su propia carne. Mediante los sacramentos, la buena voluntad de la criatura se encuentra con la acción de Cristo y se ve corroborada por la fuerza santificadora de su gracia.

 

2.Sin la gracia, el hombre se encuentra en la esterilidad de la muerte, en la impotencia de la pará­lisis; pero cuando le alcanza y posee la gracia, florece en él la vida, y es una vida divina: amistad, comunión con Dios, santidad. Infundiendo la gracia en el hombre, Dios mismo, Uno y Trino, hace morada en él: «Al que me ama... mi Padre lo amará y vendremos a él y hare­mos morada en él» (Jn 14, 23). Es ésta una realidad in­falible que se actúa en toda criatura que vive en la gracia y en el amor.

Sin embargo, Dios no se entrega completamente al hombre, no le trasforma del todo en sí, no le consuma en su unidad, hasta que no le halla desembarazado de todo lo que es contrario a su volun­tad y con la perfección de Dios están, no sólo el pecado, sino también los mínimos defectos voluntarios, las imperfecciones y las infidelidades deliberadas. Dios no puede querer tales cosas, no puede admitir a la perfecta unión con él a una criatura que esté ligada a ellas.

Por consiguiente, la colaboración del hombre con la acción de la gracia consiste, sobre todo, en liberarse, con la ayuda de la gracia misma, de todo aquello que es contrario a Dios. El hombre —enseña san Juan de la Cruz—se dispone a la unión con Dios por «la pureza y amor», es decir, renunciando completamente a todo por su amor (S II, 5, 8). Pureza y amor van al mismo ritmo: cuanto más el hombre ama a Dios, tanto más capaz se hace de renunciar a todo apego a sí mismo y a las criaturas, de combatir y vencer defectos e imperfecciones, reali­zando en sí de este modo, una gran pureza interior.

Por otra parte, a mayor pureza, corresponde un amor más intenso; el hombre purificado se siente libre para con­centrar en Dios todas sus fuerzas. Pureza y amor se entrelazan y se integran mutuamente hasta hacerse in­separables, «porque el amar [a Dios] es obrar en des­pojarse y desnudarse por Dios 'de todo lo que no es Dios» (ibid 7). Programa arduo, pero realizable, porque la voluntad del cristiano está potenciada por la fuerza sanativa y vivificadora de la gracia, porque Dios, presente en él, le apoya en sus esfuerzos, y mientras le invita a la comunión con él, le facilita el camino.

 

<<¡Bendito seas, oh Creador y Señor mío! No te indignes, si te hablo como un herido habla al médico, como uno que sufre habla a quien puede consolarle, como un pobre al rico provisto de todo bien.

El herido dice: ¡Oh médico, no me desprecies, a mí, que estoy herido, pues eres mi hermano.

¡Oh tú, que eres el mejor de los consoladores, no me desprecies porque estoy en la ansiedad, más bien da a mi corazón la calma y concede a mis sentidos el consuelo!

El pobre dice: ¡Oh tú, que eres rico y no necesitas de nada, mírame, estoy debilitado por el hambre; vuelve a mí tu mirada, porque estoy desnudo, y dame ropas para que pueda calentarme!

Por eso te suplico de este modo: ¡Oh Señor, omnipotente y bonísimo!, mira las llagas con que mis pecados me hirieron desde la infancia; lloro por el tiempo perdido inútilmente. Mis fuerzas no bastan para sostenerme en la fatiga, pues se gastaron en vanidades. Y puesto que eres la fuente de toda bondad y misericordia, te conjuro a que tengas piedad y misericordia, te conjuro a que tengas compasión de mí. Toca mi corazón con la mano de tu amor, pues eres el mejor de los médicos; consueta a mi alma, pues eres el buen consolador. (SANTA BRIGIDA, Las celestiales revelaciones).

 

<<Ponme, ¡oh Dios mío!, en esa desnudez en que se gusta el todo, vacíame el espíritu y la memoria de todo lo creado, para que sólo te guste a ti..., o mejor, no te guste, que ésta es una palabra sensible, sino que esté en ese vacío, en esa áspera nada, solemne, misteriosa, en la que está el todo, que eres tú, a quien el alma suspira y gime por unirse. ¡Oh Dios mío!, no sé decírmelo a mí mismo, pero muero de la sed de unirme a ti, y sé que tú sólo te unes en pureza... Tus palabras martillean mi alma: «no llevéis nada», y veo que llevo demasiado, y esto me causa una tristeza que se convertiría en desesperación, si no supiese que tú puedes socorrer misericordiosamente a quien te busca>>.(G. CANOVAI, Suscipe, Domine).

29. EL CAMINO DE LA VIDA

 

«Señor, mudaste mi lamentación en júbilo; mi renunciamiento en resurrección de vida» (Sal 30, 12; Jn 5, 29).

 

1.«Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere» (Jn 5, 21). Jesús, Hijo de Dios, tiene el mismo poder que el Padre: dar la vida al hombre que yace en la muerte del pecado. Esta es su misión de Salvador: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abun­dante» (Jn 10, 10).

Pero, ¿qué tiene que hacer el hombre para recibir en sí la plenitud de esta vida? «Quien escucha mi palabra —dice Jesús— y cree al que me envió, posee la vida eterna y... ha pasado ya de la muerte a la vida» (Jn 5, 24). Se requieren dos cosas. La fe: creer en Dios, creer en Cristo Hijo de Dios; fe que los Judíos rechazaron, y, rechazándola, rehusaron y persiguieron al Salvador. Juntamente con la fe se requiere la escucha de la Palabra, lo cual implica el renunciamiento de sí mismo para adherirse al Evangelio, para ponerse en seguimiento del Señor.

Y el Señor indica las exigencias que han de marcar este seguimiento: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí... El que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 37. 39).

Jesús ofrece la abundancia de la vida, pero pide la generosidad de la adhesión, la totalidad del amor y, por lo tanto, del renunciamiento. Lo quiere todo: el corazón, la voluntad, los afectos más íntimos, la casa, la familia, los bienes, y hasta la vida. Sus palabras no pueden ser interpretadas como simples modos de decir; son exigencias concretas impuestas a su seguimiento.

No se ha de tener miedo en escucharlas, aun en el caso de que hubieran de trastornar nuestra propia vida. No a cada cristiano se le pedirá todo, ni siempre, ni en la misma forma y medida; pero a todos se les pide que estén dispuestos a sacrificar cualquier afecto, cualquier cosa, hasta la propia vida cuando sea necesario, si han de ser enteramente fieles en la escucha y seguimiento del Señor. «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7, 14), dijo Jesús, y no era intención suya hablar hiperbólicamente. Pero el camino angosto del renunciamiento lleva a la plenitud de la vida en Dios, porque el que pierde por él la propia vida, la encontrará.

 

2.Dios no ha creado al hombre para el sufrimiento, para el renunciamiento, sino para la felicidad, para la vida; y no para una felicidad y una vida efímeras, como son las terrenas, sino para las eternas, indefectibles, que sólo en él pueden hallarse.

Sin embargo, Dios se oculta a los sentidos del hombre, mientras que las cosas terrenas le acosan y halagan por todos los lados, induciéndole a buscar en ellas la propia felicidad. De aquí se sigue cuán necesario es regular y mortificar los sentidos, frenar su desmesurada tendencia a gozar, buscando satisfacciones en las criaturas.

A quien desea alcanzar la plenitud de la, vida en Dios, san Juan de la Cruz, en plena línea con el Evangelio, le pide que se acostumbre gradualmente a renunciar «a cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios... por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba él su comida y manjar» (S I, 13, 4).

Se trataba, pues, de cifrar el propio gozo y gusto, no en los placeres sensibles, que satisfacen el egoísmo, el amor propio, el apego a las criaturas, sino en la voluntad de Dios, en lo que agrada a Dios. El hombre espiritual debe esforzarse por desviar su tendencia a gozar, apartándola de los bienes terrenos para dirigirla decididamente hacia Dios, hasta poder re­petir con Jesús: «hago siempre lo que le agrada» (Jn 8, 29).

Hablando de su misión, Jesús afirmaba: «Mi juicio es justo, porque no busco ni voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30). Análogamente, la manera de juzgar del cristiano, sus preferencias, su conducta son justas cuando busca siempre, en todas las cosas, la voluntad de Dios, lo que agrada a Dios y le da gloria, aunque le sea costoso a la naturaleza y exija un renun­ciamiento.

De este modo, el hombre se priva de muchas satisfacciones sensibles, terrenas, pero adquiere una li­bertad de espíritu, cada vez mayor, que le capacita para usar de las cosas y amar a las criaturas sin convertirse en su esclavo, sin dejarse detener por ellas en su cami­no hacia Dios.

 

<<¡Oh Señor!, ser discípulo tuyo significa ser todo tuyo, pertenecer plenamente, estar perfectamente unido a ti, ser una sola cosa contigo, no vivir ya nosotros, sino vivir tú en nosotros, significa la unión perfecta contigo.

¡Oh Dios mío, cuánto debo desear ser discípulo tuyo! Es la mayor gloria que puedo darte: «La gloria de Dios está en que os hagáis discípulos míos y deis fruto»; y en eso está también lo mejor para mí...

¡Oh Señor, ayúdame a hacer lo que se necesita para éso!... ¿Qué significa negarse a sí mismo para seguirte? Significa olvidarse a sí mismo, prescindiendo de sí mismo; no ocuparse de sí, como si uno no existiese; entonces es cuando uno no tiene ni interés, ni provecho propio, ni gusto, ni voluntad„ ni nada; deja uno de existir, ni se ocupa uno lo más mínimo de sí mismo..., es un olvido total.

Pero, ¡oh Señor!, si ya no busco mi bien, ¿no buscaré ya absolutamente nada?... 'Este corazón, esta mente vacíos de sí mismos, ¿permanecerán así de vacíos?... No, ni pensarlo siquiera por un instante. Si me vacío de mí mismo es para que tú me llenes de ti Dios 'mío; si me olvido de mí mismo, es para no pensar más que en ti>>.(C. DE FOUCAULD, Meditaciones sobre el Evangelio).

<<¡Oh Señor!, el cristiano es un seguidor tuyo. Le asiste tu gracia, pero, a ejemplo tuyo, le es necesario el sufrimiento. Señor, un religioso, un sacerdote, un cristiano debe ser amigo de la cruz. Caminando a tu luz, tendré siempre presente el pensamiento de que aquí abajo no tenemos ni tiempo ni lugar para buscar satisfacción ni placer.

Caminando como cristiano hacia la felicidad eterna, nunca llegaré a encontrar la felicidad en este valle de lágrimas. Sin embargo, ¡oh amado Maestro!, nuestros pensamientos están a veces confusos; estamos siempre a la espera de hallar alguna complacencia personal, de escuchar una palabrita de alabanza, de gozar de una pizca de estima, de alcanzar alguna amistad en nuestro ambiente, de gustar de algún consuelo o dulzura en la oración.

Señor, dame el consuelo y la satisfacción, si ellos contribuyen a mi salvación; pero dame, sobre todo, el amor y el gusto de la mortificación y de la cruz>>.(E. POPPE. Intimidades espirituales).

30. FE Y HUMILDAD

 

«Te doy gracias, Padre..., porque has es­condido estas cosas a los sabios y a los en­tendidos, y las has revelado a la gente sencilla»(Lc 10, 21).

 

1.Discutiendo con los Judíos, Jesús les echaba en cara: «Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna: pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida!» (Jn 5, 39).

Los Judíos hacían consistir toda su perfección en una investigación minuciosa, y a veces arbitraria, de la Sa­grada Escritura, que interpretaban según sus opiniones personales. Llevados de su orgullo, no aceptaban la posibilidad de equivocarse, y al no comprender el sentido de las profecías, se negaban a admitir que Jesús fuese el Mesías por ellas anunciado.

Jesús mismo busca el modo de iluminarles, pero la luz no penetra   en   su   corazón,   obcecado   por   el   orgullo. «¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios?» (ibid 44).

La intención de aquellos falsos maestros no era la de penetrar el espíritu genuino de las Escrituras, la de comprender el plan de Dios para salvar a los hombres y adaptarse a él, sino la de ser alabados y honrados por los hombres. Esto constituía para ellos el gran impedimento para aceptar la fe en Cristo. ¿Cómo podían aceptar a un Mesías humilde, pobre, que exaltaba a los pequeños, a los sencillos, a los indigentes, mientras que ellos iban en busca de «gloria unos de otros»?

La fe en Cristo exige humildad, como la exige el estudio de la Sagrada Escritura. Jesús ha venido a revelar a los hombres los misterios de Dios, y los planes que tiene para su salvación, el sentido auténtico de las Escrituras:, pero sólo los humildes se dejan enseñar por él. El que se tiene por sabio y justo quiere obrar por sí mismo, no acepta ni al Maestro, ni al Salvador.

Es ésta la misma situación que se perpetúa a través de los siglos cuando los hombres orgullosos rechazan el magisterio y la mediación de la Iglesia, depositaria oficial de la palabra de Dios y de los sacramentos de la salvación. Jesús preguntaba un día: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Ciertamente no la encontrará en los soberbios, en los hombres engreídos de su propia ciencia, sino en los humildes, en los sencillos.

2.Los fariseos se gloriaban de creer en Moisés, pero, en realidad, ni habían comprendido su espíritu, ni habían seguido sus ejemplos. Moisés había rehusado a convertirse en cabeza de una gran nación con tal de salvar a su pueblo (Ex 32, 7-14), mientras que los fariseos se desentendían del bien del pueblo y sólo buscaban su propia gloria.

No habiendo comprendido a Moisés, tampoco comprendieron al Mesías anunciado por él y prefigurado en su conducta; por eso Jesús les amonesta: «Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí» (Jn 5. 46). Nadie puede afirmar que cree en alguien y rechaza, al mismo tiempo sus enseñanzas y ejemplos. Contradicción no rara, desgraciadamente, entre los cristianos, y que puede resumirse en que rechazan el Evangelio de la humildad y del servicio.

Se puede caer en la tentación de pensar que para hacer el bien sea necesario ocupar puestos de privilegio, de relieve, mientras Jesús habló y obró en un sentido absolutamente opuesto. A sus discípulos les enseñó a escoger el último lugar poniéndose al servicio de los demás, aun en el caso de que fuesen llamados a ejercer oficios de responsabilidad.

Precisamente, durante la última cena les decía: «el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, corno el que sirve», y para animarles, añadía: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 26-27).

La vida entera de Cristo fue un rendido servicio al Padre y a los hombres, pero quiso demostrarlo con un ejemplo todavía más explícito, y los Apóstoles le vieron arrodillarse ante ellos para cumplir el acto más humilde de servidumbre: «lavarles los pies» (Jn 13, 5). Las profecías habían hablado del Mesías «Siervo del Señor», pero Jesús se presenta también como siervo de los hombres, y pide a sus discípulos que obren como él.

La elección del último lugar para el servicio de los hermanos es una constante del Evangelio; empeñarse en ignorarla equivale a rechazar el misterio de Cristo. De aquél que, «a pesar de su condición divina», no hizo alarde de su categoría de Dios para conquistar a los hombres; al contrario, «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (F(p 2, 7), haciéndose semejante al más pobre de los pobres, al más abyecto, rebajándose a su mismo nivel y mancomunándose con ellos.

<<¡Oh Jesús!, para los que abren los ojos para verte, tú eres luz; pero para los que los cierran, eres dura piedra contra la que se estrellan. Por no haber querido aprender de ti el misterio de la humildad, los judíos tropezaron, se estrellaron y no te conocieron...

Tú les habrías iluminado con tu verdad, si ellos te la hubieran pedido humildemente; pero llevados por su soberbia, no acogieron tu luz, y tú, que habías venido para iluminarles, fuiste para ellos un escándalo... A fuerza de despreciar tu luz, tu luz desaparece; una densa niebla la cubre, y nuestras pasiones la oscurecen totalmente a nuestros ojos.

Cuando se camina en las tinieblas, nadie sabe adónde va. Cree, tal vez, ir hacia la gloria, hacia los placeres, hacia la vida y la felicidad, y va, sin embargo, hacia la perdición y hacia la muerte. ¡Oh Señor, ayúdame a caminar mientras nos queda un destello de tu luz!(Cf. BOSSUET, Meditaciones sobre el Evangelio, III, 17).

<<¡Oh Jesús!, cuando erais peregrino en la tierra dijisteis: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso de vuestras almas». Sí, poderoso Monarca de los cielos, mi alma halla el descanso al ver cómo os abajáis, vistiendo forma y naturaleza de esclavo, hasta lavar los pies de vuestros apóstoles. Entonces me acuerdo de estas palabras que pronunciasteis para enseñarme a practicar la humildad: «Ejemplo os he dado, para que lo que yo he hecho lo hagáis también vosotros. No es mayor el Maestro»...

¡Oh Amado mío!, no podéis abajaros más para enseñarme la humildad. Por eso quiero responder a vuestro amor, ponerme en el último lugar, participar de vuestras humillaciones, a fin de «tener parte con vos» en el reino de los cielos.

Os suplico, divino Jesús mío, que me enviéis una humillación cada vez que intente sobreponerme a las demás...

Pero conocéis, Señor, mi debilidad; cada mañana tomo la resolución de practicar la humildad, y por la noche reconozco haber cometido muchas faltas de orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento es también orgullo.

Quiero, por tanto, Dios mío, fundar mi esperanza sólo en vos. Puesto que todo lo podéis, dignaos hacer nacer en mi alma la virtud que deseo>>. (STA. TERESA DEL NIÑO JESUS, Oraciones, 8, 8).

31. CON JESUS HUMILLADO

 

«¡Oh Jesús, humillado hasta despojarte de tu rango!, hazme partícipe de tus sentimientos»(Flp 2, 5-7).

 

1.«Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones... Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa» (Sab 2, 12. 19-20).

El justo humi­llado y perseguido por los impíos es Cristo; en su vida, y especialmente en su pasión, se verifican de un modo impresionante los detalles descritos en el libro de la Sabiduría.

Contra él, inocentísimo, se lanza el odio de todos aquellos que se sienten ofendidos por la santidad de su conducta y de su doctrina. «El mundo... me odia —dirá un día—, porque doy testimonio contra él de que sus obras son malas» (Jn 7, 7).

El Hijo de Dios, que se humilló voluntariamente hasta hacerse hombre, hasta hacerse «pecado» para sustituir a los hombres pecadores, de igual modo, voluntariamente, acepta ser humillado por los mismos a quienes ha venido a salvar.

Buscado a muerte por los Judíos, Jesús huye varias veces de sus manos, «porque todavía no había llegado su hora» (ibid 30), pero no huye de las contradicciones y de las humillaciones. El, Verdad eterna, acepta ser tratado de embustero; Bondad infinita, tratado como un malhechor; Sabiduría increada, tenido por loco; Mansedumbre sin límites, considerado como un subversor del pueblo; Hijo de Dios, ¡y le llamaban «endemoniado»!

Las humillaciones de Cristo son, al mismo tiempo, el precio que él paga para rescatar a los hombres de su orgullo y el estímulo que él les da para que le sigan por el camino de la humildad. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

La humildad auténtica brota del corazón, de la con­vicción íntima y profunda de la propia poquedad frente a Dios. Mientras Jesús se humilló olvidándose de su dignidad de Hijo de Dios, el hombre, para ser humilde, ha de recordar que es: una criatura subsistente no por virtud propia, sino por los dones recibidos de Dios, y criatura que, por haber pecado, ha caído en un estado de miseria moral.

El conocimiento y la conciencia de todo esto deberían hacer que el hombre fuese profun­damente humilde, y sin embargo, está en él tan vivo el orgullo, que le resulta siempre difícil humillarse, y más aún aceptar ser humillado. Sólo la gracia que proviene de las humillaciones de Cristo puede ayudarle a establecerse en una sincera humildad de corazón.

 

2.  «Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina... se despojó de su rango» (Flp 2, 5-7). Estas palabras del Apóstol no serán nunca suficientemente meditadas.

Todos los cristianos son llamados a seguir a Jesús por el camino de la humildad, y para hacerlo es necesario «despojarse del propio rango», es decir, vaciarse del orgullo aceptando todo lo que lo destruye: las humillaciones.

Ante todo, la humillación de comprobar las propias deficiencias, faltas, infidelidades, y luego las humillaciones externas que se derivan del hecho de que nuestras limitaciones, defectos y errores son vistos y juzgados por los demás. A muchos les gusta ser humildes, pero son pocos los que aceptan ser humillados; muchos son los que piden la humildad, pero después, en la práctica, huyen de las humillaciones.

Sin embargo, así como el estudio es el único medio para adquirir la ciencia, del mismo modo la humillación es el único medio para adquirir la humildad. Por lo demás, la humillación es la parte que, en justicia, le corresponde al hombre pecador. Tan convencidos estaban de esto los santos, que nunca consideraron demasiado graves las humillaciones que recibían.

«Nunca oí decir cosa mala de mí —escribía santa Teresa de Jesús— que no viese quedaban cortos; porque, aunque no era en las mismas cosas, tenía ofendido a Dios en otras muchas y parecíame habían hecho harto en dejar aquéllas, y siempre me huelgo yo más que digan de mí lo que no es que no las verdades» (Cm 15, 3).

El Concilio exhorta de un modo particular a los reli­giosos a que practiquen la virtud de la humildad, «por la que participan del anonadamiento de Cristo» (PC 5). El que quiere asociarse íntimamente al misterio de Cristo —como lo exige la vocación de los consagrados—tiene que internarse en el camino del propio anonadamiento.

El hombre por sí solo no es capaz de hacerlo; necesita que Cristo mismo le introduzca en él haciéndole compartir sus humillaciones divinas. Los agravios, las acusaciones, las ofensas, las incomprensiones, los fracasos con que se tropieza en la vida son el único medio: aceptándolos por amor a Cristo, el hombre se abre al don de su humildad divina, entra en el misterio de su divino anonadamiento para alabanza del Padre y salvación de la humanidad. Siguiendo a Cristo humillado hasta la muerte de cruz nos convertimos en glorificadores de Dios y en salvadores de los hermanos. La humildad vence y conquista hasta a los más reacios.

 

<<¡Oh Cristo, Hijo de Dios!, te pusiste en el último lugar, tratándote a ti mismo como al último de todos los hombres..., desde tu nacimiento hasta tu muerte. Y así quisiste ser tratado por los pecadores, por los demonios, por el Espíritu Santo y hasta por tu eterno Padre. Y obraste así para glorificar a tu Padre..., para reparar la ofensa hecha al Padre por nuestro orgullo, para confundir y destruir nuestra arrogancia, para enseñarnos a detestar el engreimiento y amar la humildad.

 ¡Puede decirse, en verdad, que la soberbia deshonora a Dios y que le desagrada sumamente, puesto que para reparar tal deshonor fue necesario que tú, Hijo de Dios, fueses tan humillado!

¡Puede decirse, en verdad, que el engreimiento es algo monstruoso, puesto que para aniquilarlo tú quisiste reducirte a tan ínfimo grado de rebajamiento!

¡Cuán necesario es creer que a los ojos de Dios la humildad es un tesoro verda­deramente precioso y una perla que le es gratísima, puesto que tú, su Hijo divino, quisiste ser tan humillado para hacernos amar esta virtud, para estimularnos a imitarte en su práctica y para merecernos el cumplimiento de sus obras!>>(SAN JUAN EUDES, Misterio del hombre y grandeza del cristiano, II, 16, 2).

 

<<¡Oh dulce Jesús!, me pongo a tus pies, con la certeza de que tú sabes cumplir lo que yo ni siquiera sé imaginar. Quiero servirte hasta donde tú quieras, a toda costa, al precio de cualquier sacrificio. Nada sé hacer; no sé humillarme, sólo sé decirte, y te lo digo firmemente: quiero humillarme, quiero amar la humillación, la indiferencia por parte de mi prójimo respecto a mi persona; me arrojo a cierra ojos, con cierto deleite, en el diluvio de desprecios, de padecimientos, de humillaciones en que quieras colocarme. Me repugna decirte esto, se me desgarra el corazón al decírtelo, pero te lo prometo; quiero padecer, quiero ser despreciado por ti. No sé lo que haré, es más, no me creo a mí mismo, pero no desisto de quererlo con toda la energía de mi alma: «pati, pati et contemni pro te»>>. (JUAN XXIII, El diario del alma 1903).

32. EN EL MISTERIO DE CRISTO PACIENTE

 

«¡Oh Cristo, que padeciste por nosotros y nos dejaste ejemplo para que siguiéramos tus pasos!» (1 Pe 2, 21).

 

1.«Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban: "Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más"» (Jer 11, 19). Jeremías, buscado a muerte por sus conciudadanos, es figura de Cristo perseguido, «el Cordero de Dios» —como un día le saludaría el Bautista— conducido al matadero para quitar los pecados del mundo (Jn 1, 29).

Pero mientras Jeremías ignora la conjura que contra él se trama, Cristo conoce perfectamente la que se trama contra él. La pasión que le espera no es para él un imprevisto, sino una libre y consciente inmolación a la voluntad del Padre: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: Este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 18).

Con estos sentimien­tos va Jesús al encuentro de su pasión, y se ofrece a ella como un cordero manso que no recalcitra, que no se niega. Su padecer es mucho más que un sufrir pasi­vo: es una aceptación espontánea, amorosa, fundada en el conocimiento de la resurrección. Y sin embargo, es un padecimiento real que le atormenta el espíritu y los miembros.

El Hijo de Dios ha venido al mundo y ha salvado a los hombres asumiendo su naturaleza pasible, con la que ha expiado sus pecados y ha santificado, sufriendo, todo el dolor de la humanidad. Para encontrarse con él, los hombres deben, a su vez, aceptar el padecimiento.

Pero el padecer del cristiano no puede resolverse en una paciencia resignada, algo así como forzada porque no se puede evitar. A imitación de la de Cristo, la paciencia cristiana es una libre aceptación de lo que en la vida crucifica, en amorosa conformidad con la voluntad de Dios. Por mediode esta adhesión voluntaria, el cristiano se asemeja a Cristo paciente, y su padecer se hace participación en el misterio de Cristo.

La paciencia, así entendida, no envilece al hombre,  no  le  convierte  en  esclavo  de  situacionesdolorosas de las que no sabe o no puede liberarse, sino que le hace capaz de abrazar voluntariamente todo el sufrimiento que Dios permite en su vida, con una positiva disposición de amor, de unión a Cristo crucificado y resucitado.

 

2.  «Estad alegres cuando compartís los padecimien­tos de Cristo —dice san Pedro— para que cuando se manifieste su gloria reboséis de gozo» (1Pe 4, 13). La conciencia de participar en la pasión del Señor le hace valiente al cristiano, sereno y hasta alegre en sus tribu­laciones. No es el suyo un padecer sombrío, desespe­rado, sino fortalecido e iluminado por la esperanza.

Esas mismas situaciones dolorosas que no tienen una solu­ción humana, hallan apoyo y explicación en el misterio de Cristo, el cual une íntimamente a sí a todos cuantos pasan a través de su pasión. De este modo, el sufri­miento de los inocentes deja de ser un absurdo, para convertirse en la semejanza al Inocente crucificado.

Desde esta perspectiva, la paciencia cristiana no es tanto una virtud moral, cuanto la exigencia de participar en el misterio de Cristo. El que no entra en el misterio de su pasión y de su muerte, tampoco entra en el de su resurrección.

Y mientras que la vida eterna será la plenitud de la resurrección de Cristo, la vida terrena no es más que su preludio, predominando en ella la inmersión en el sufrimiento y en la muerte del Señor. Sin embargo, aun en el tiempo, la resurrección está ya actualizada en virtud de la vida divina de la que Cristo hace participar a cuantos fueron bautizados en su muerte y a ella se asemejaron.

La paciencia se aprende fijando la mirada en el Pa­ciente divino: «El no cometió pecado ni encontraron en­gaño en su boca; cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas... Cargado con nuestros pecados subió al leño» (1Pe 2, 22-24). Si los pecados del hombre atormentaron a Cristo inocente, no hay injusticia alguna en que muerdan al culpable de los mismos. Mirando al Crucificado, ningún hombre puede pensar que se halla solo en su padecer; Cristo sufrió en sí mismo todas las amarguras, todas las angustias, todas las congojas, para hacérselas al hombre menos ásperas y para darle alientos en sus tribulaciones.

Fortalecido con el ejemplo y con la gracia de Cristo, sostenido por el amor a él, el cristiano aprende a vivir su propio sufrimiento personal sin abatirse, y aprende a ofrecerlo por la salvación de los hermanos, como humilde aportación a la obra redentora. «Completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

 

<<He fijado en ti la mirada, ¡oh Cristo crucificado!, te he visto ofrecerte como víctima al Padre por las almas, y reconcentrándome en esta amplia visión de tu caridad, he comprendido la pasión de amor que tu alma sufrió y quiero entregarme como tú lo hiciste.

¡Cuánto me alegra pensar que desde toda la eternidad el Padre nos conoce y quiere hallar en nosotros tu imagen, oh Cristo crucificado! ¡Oh, cuán necesario es el sufrimiento para que se cumpla en el alma la obra de Dios!

Dios mío, tienes un deseo inmenso de enriquecernos de tus gracias, pero somos nosotros los que establecemos la medida en la proporción en que nos dejamos inmolar por ti, inmolar con alegría, con acción de gracias, como el Maestro, diciendo como él: «El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?». ¡Oh Maestro, la hora de la pasión tú la llamabas «tu hora», por ella habías venido, ella era el objeto de todos tus deseos!

Cuando se me presente un gran sufrimiento o un mínimo sacrificio, quiero pensar inmediatamente que también ha llegado mi hora, la hora en que me dispongo a dar pruebas de mi amor a ti, Señor, que «tanto me has amado».(ISABEL DE LA TRINIDAD, Cartas C XII, 272).

 

<<¡Oh dulcísimo Jesús, qué pensamientos te indujeron a padecer y qué inmensa caridad manifestaste en tu pasión! Pero dime, Jesús mío, ¿no podías haber redimido al hombre y haber salvado mi alma sin tanto exceso de amor, con sufrimientos más suaves y con afecto más moderado? ¡Oh dolores inefables de mi Señor, oh amor constante, invencible, incomprensible! Jesús mío, ¿cuándo podré yo devolverte tanto amor como te debo y deseo tenerte?

Ciertamente será necesario que de aquí en adelante, viviendo, muera continuamente... y sin embargo, por mucho que sea lo que yo padezca en esta vida, nunca será tanto como mis culpas merecen. Antes bien, ésta es la cruz de todas las cruces, el dolor de todos los dolores: ¡haberte ofendido, Dios mío!

Jesús, mi único amor, no me abandones; trátame en esta vida como te plazca y envíame las cruces que quieras: heme aquí resignado totalmente a tu voluntad. Sólo te pido que no permitas que me separe de tu gracia por el pecado>>. (BEATO ENRIQUE SUSON, Diálogo del amor, V, VI, XVII).

 

33. DOMINGO V DE CUARESMA

CICLO A

 

«¡Oh Jesús!, tú eres la resurrección y la vida; haz que yo viva y crea en ti» (Jn 11, 25-26).

 

Este domingo está caracterizado por una Liturgia de Resurrección, en la que domina el concepto de Jesús fuente de la vida, capaz de devolverla aun a los muertos. «Os infundiré mi espíritu y viviréis» (Ez 37, 14).

La profecía que se lee en Ezequiel se refiere directamente a la recuperación moral y política de Israel, diezmado y envilecido por la esclavitud; recuperación que bien podría compararse con una resurrección que volvería a constituirlo en pueblo libre, como en realidad aconteció tras la repatriación de Babilonia. Pero al mismo tiempo, la profecía preanuncia la era mesiánica, contramarcada por las resurrecciones espirituales y corporales realizadas por el Hijo de Dios, y no menos el fin de los tiempos, en el que se hará verdad la resurrección de la carne.

Entre las resurrecciones obradas por Jesús, la de Lázaro tiene una importancia capital, sea porque se trata de un muerto de cuatro días encerrado en el sepulcro, sea porque la acompañan hechos y discursos que la convierten en «signo» particular del poder mesiánico del Salvador.

La respuesta que Jesús da a quienes le anuncian la enfermedad de Lázaro: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios» (Jn 11, 4); su demora en llegarse a Betania y, por último, la declaración imprevista: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis» (ibid 14-15), manifiestan que el hecho estaba ordenado a glorificar a Jesús «resurrección y vida», y al mismo tiempo a perfeccionar la fe de quien creía en él y a suscitarla en quien no creía (ibid 42).

El Maestro insiste sobre estos dos puntos en el coloquio con Marta. La mujer cree: está convencida de que si Jesús hubiera estado presente, Lázaro no habría muerto; pero Jesús quiere llevarla a que reconozca en su persona al Mesías Hijo de Dios venido a dar la vida eterna a cuantos creen en él, por eso declara: «Yo soy la re­surrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» (ibid 25-26).

He aquí hasta dónde tiene que llegar la fe: creer que el poder de resucitar a los muertos pertenece a Cristo, y que, así como puede usar de ese poder para resucitar inmediatamente a Lázaro de la muerte corporal, puede igualmente servirse de él para asegurar la vida eterna a cuantos viven en él por la fe.

El tema vuelve a ser tratado por san Pablo en su carta a los Romanos: «Si Cristo está en vosotros [por la fe y el amor], el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia» (Rom 8, 10). Jesús no ha abolido la muerte física —consecuencia del pecado—, pero librando al hombre del pecado, le ha hecho partícipe de su propia vida, que es vida eterna; por eso, la muerte no tiene poder alguno sobre el espíritu de quien vive «por la justicia».

Y no sólo esto: llegará un día —al fin de los tiempos— en que también los cuerpos de los que creyeron resucitarán gloriosos para nunca más morir, partícipes de la resurrección del Señor. Entonces Jesús será, en su pleno sentido, «la resurrección y la vida», glorificado por los elegidos, resucitados y vivos para siempre por la gracia que brota de su misterio pascual.

Al aproximarse la Pascua, el relato de la resurrección de Lázaro es una exhortación a desatarnos cada vez más del pecado, confiando en el poder vivificador de Cristo, que quiere hacer a los hombres partícipes de su propia resurrección. Quiera Dios que sea Jesús, para todos y cada uno, «resurrección y vida» en el tiempo y en la eternidad.

 

<<Te damos gracias, Señor, Padre santo... Porque Cristo, nuestro Señor, que, como hombre mortal, lloró a su amigo Lázaro, y, como Dios y Señor de la vida, lo levantó del sepulcro, hoy extiende su compasión a todos !os hombres y por medio de sus sacramentos los restaura a una nueva vida>>.(MISAL ROMANO, Prefacio).

 

«¡Oh Amigo verdadero, qué mal os paga el que os es traidor! ¡Oh cristianos verdaderos! Ayudad a llorar a vuestro Dios, que no es por solo Lázaro aquellas piadosas lágrimas, sino por los que no habían de querer resucitar, aunque Su Majestad los diese voces. ¡Oh Bien atto, qué presentes teníais las culpas que he cometido contra Vos! Sean ya acabadas, Señor, sean acabadas, y las de todos. Resucitad a estos muertos; sean vuestras voces, Señor, tan poderosas que, aunque no os pidan la vida, se la deis para que después, Dios mío, salgan de la profundidad de sus deleites.

No os pidió Lázaro que le resucitaseis. Por una mujer pecadora lo hicisteis; veisla aquí, Dios mío, y muy mayor; resplandezca vuestra misericordia. Yo, aunque miserable, lo pido por las que no os lo quieren pedir. Ya sabéis, Rey mío, lo que me atormenta verlos tan olvidados de los grandes tormentos que han de padecer para sin fin, si no se tornan a Vos>>.(SANTA TERESA DE JESUS, Exclamaciones, X, 2, 3).

CICLO B

 

«¡Oh Jesús!, que yo te sirva y te siga; y que donde estés tú, esté también yo»(Jn 12, 26).

 

A medida que la Cuaresma camina a su término, la pasión del Señor se acerca y llena toda la Liturgia. Hoy es Jesús mismo quien habla de ella a través del Evan­gelio de Juan, presentándola como el misterio de su glorificación y de su obediencia a la voluntad del Padre. El discurso viene provocado a requerimiento de algunos griegos, gentiles, deseosos de ver al Señor; su presencia parece sustituir a la de los Hebreos, que se han alejado decididamente de él y traman su ruina. Jesús puede ya declararse abiertamente el Salvador de todos los hombres: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 23-24).

Su glorificación se realizará a través de la muerte comparada con la muerte del grano de trigo que muere para dar vida a la nueva espiga. De su muerte, en efecto, nacerá el nuevo pueblo de Dios que acogerá a los griegos y a los Hebreos y a hombres de toda raza y país, todos igualmente redimidos por él. Jesús lo sabe, y por eso ve con alegría acercarse la hora de su cruz, pero al mismo tiempo, ante ella, su humanidad experimenta horror: «Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora» (ibid 27). Es un anticipo del gemido de Getsemaní: «Me muero de tristeza» (Mc 14, 34).

Estas palabras hacen comprender la cruda realidad de la pasión del Hijo de Dios, el cual, por ser verdadero hombre, saboreó el tormento en toda su plenitud. Pero no se echó atrás ya que había venido al mundo en carne pasible para ofrecérsela al Padre como sacrificio expiatorio: «Por esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 27).

 A la voz del Hijo responde desde el cielo la voz del Padre que confirma la hora de la pasión como hora de glorificación. Precisamente, cuando sea elevado sobre la tierra, en la cruz, Jesús atraerá hacia sí a todos los hombres y al mismo tiempo rendirá al Padre la máxima gloria.

En la carta a los Hebreos san Pablo vuelve sobre este tema describiendo de un modo humanísimo las an­gustias de Cristo «en los días de su vida mortal», cuando «a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte» (Heb 5, 7); clara alusión al lamento de Getsemaní y al grito del Calvario (Mc 15, 34).

El es «Hijo», pero el Padre no le perdona porque le ha «entregado» para la salvación del mundo (Jn 3, 16); y el Hijo acepta voluntariamente la voluntad del Padre «aprendiendo, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Siendo Hijo de Dios, no tenía necesidad alguna de someterse a la muerte ni de obedecer a través del sufrimiento, pero abrazó ambas cosas para convertirse «para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (ibid 9).

La pasión revela así, del modo más elocuente, la sublimidad del amor del Padre y de Cristo hacia los hombres; y revela también que para ser salvados por aquel que consumó el holocausto de la obediencia en la muerte de cruz, es necesario obedecer negándose a sí mismo.

Por su extrema consumación, Cristo es el «Sumo Sacerdote» (ibid 10) que reconcilia con la propia sangre a los hombres con Dios, estipulando de este modo aquella «nueva alianza» de la que habla Jeremías (31, 1; 1.a lectura).

Por medio de ella, el hombre se renueva en su ser más íntimo; la ley de Dios no es ya una simple ley externa grabada en tablas de piedra, sino una ley interior escrita en el corazón por el amor y con la sangre de Cristo. Por la pasión de Cristo, en efecto, llegaron los días de los que Dios había dicho: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones... perdonaré sus crímenes, y no recordaré sus pecados» (ibid 33-34).

 

<<Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.

Estamos preparando, en el ayuno y en el arrepentimiento, su paso a la muerte; ante él nos postramos llorando. Porque se acerca el día de nuestra redención, el día de su pasión, cuando él, Salvador y Señor nuestro, entregado por nosotros a los judíos, sufrió el suplicio de la cruz, fue coronado de espinas, fue abofeteado, objeto de múltiples sufrimientos en su carne, para resucitar, por último, en virtud de su mismo poder.

En nuestro deseo de llegar con el corazón enteramente purificado a esos días santos, te suplicamos, ¡oh Dios, Padre nuestro!, que nos laves de todo pecado por amor de su pasión, vistiéndonos con la túnica inconsútil que simboliza la caridad que tú derramas sobre todos.

Por medio de la caridad, te preparas, a ti mismo, en nosotros, un sacrificio, y por medio de la abstinencia harás que nos acerquemos a la sagrada Mesa con serenidad, libres de nuestros pecados.

Quiera el Cristo obtenernos todo esto, él, a quien pertenece toda alabanza, todo poder y gloria por los siglos de los siglos>>.(Prefacio mozárabe, Liturgia CAL 52).

 

 

 

CICLO C

 

«Señor, has estado grande con nosotros»(Sal 126, 3).

 

La Liturgia de la Palabra propone hoy la considera­ción de la Pascua, ya muy próxima, bajo el aspecto de la liberación del pecado. Merecida, una vez para siem­pre y para todos, por Cristo, esta liberación debe, toda­vía, actuarse en cada hombre; es más, este hecho exige un continuo repetirse y renovarse, porque durante toda la vida los hombres están expuestos a caer y nadie puede considerarse impecable.

Dios, que, tiempo atrás, había multiplicado los pro­digios para librar al pueblo elegido de la esclavitud egipcia, los promete nuevos y mayores para liberarlo de la cautividad babilónica (1ª lectura). «Mirad que realizo, algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo» (Is 43, 19-20).

Dejando aparte las vicisitudes históricas de Israel, la profecía ilumina el futuro mesiánico, en el que Dios hará en favor del nuevo Israel —la Iglesia— cosas absolutamente nuevas. No un camino material, sino que entregará su Unigénito al mundo para que sea el «camino» de la salvación; no agua para apagar la sed en las fauces resecas, sino el agua viva de la gracia que brota del sacrificio de Cristo para purificar al hombre del pecado y saciar la sed que tiene de lo infinito.

Esta novedad de cosas viene ilustrada, de un modo concreto, por el episodio evangélico de la adúltera, mujer arrastrada a los pies de Jesús para que éste la juzgue: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?» (Jn 8, 4).

Y el Salvador hace algo absolutamente nuevo, no contemplado por la ley antigua; no pronuncia una sentencia, sino que tras de una pausa silenciosa, cargada de tensión por parte de los acusadores y de la acusada, dice sencillamente: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (ibid 7).

Todos los hombres son pecadores; nadie, por lo tanto, tiene el derecho de erigirse en juez de los demás. Sólo uno lo tiene: el Inocente,   el   Señor;   mas ni siquiera él lo usa, prefiriendo ejercer su poder de Salvador: «¿Ninguno te ha condenado?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (ibid 10-11).

Sólo Cristo, que vino para dar su vida por la salvación de los peca­dores, puede librar a la mujer de su pecado y decirle: «no peques más». Su palabra lleva en sí la gracia que se deriva de su sacrificio. En el sacramento de la peni­tencia se renueva, para cada uno de los creyentes, el gesto liberador de Cristo, que confiere al hombre la gracia para luchar contra el pecado, para «no pecar más».

La segunda lectura sugiere un ahondamiento de estas reflexiones. San Pablo, que ha sacrificado las tradiciones, la cultura, el sistema de vida que le ligaban a su pueblo, estimando todo esto «basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8), anima al cristiano a que renuncie, por el mismo fin, a todo lo que no conduce al Señor, a todo lo que está en contraste con el Señor. Este es el camino para librarse completamente del pecado y para asemejarse progresivamente a Cristo« muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección» (ibid 10. 11).

Es un camino que lleva consigo continuas y nuevas superaciones, y nuevas liberaciones, para alcanzar una adhesión cada vez más profunda a Cristo. Nadie puede pensar «estar en la meta», sino que debe lanzarse, seguir corriendo «para conseguirla»: para ganar a Cristo como él mismo fue ganado por Cristo (ibid 12).

 

<<En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. Porque se acercan ya los días santos de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa; en ellos celebramos su triunfo sobre el poder de nuestro enemigo y renovamos el misterio de nuestra redención.

Porque en la salvación redentora de tu Hijo el universo aprende a proclamar  tu grandeza y, por  la fuerza de la cruz,  el mundo es juzgado  como  reo  y  el  crucificado  exaltado  como   juez poderoso>>.(MISAL ROMANO, Prefacio de la Pasión, II, I).

 

<<¡Oh Jesús mío!, ¿qué he hecho yo? ¿Cómo he podido abandonarte y despreciarte? ¿Cómo he podido olvidar tu nombre, pisotear tu ley, trasgredir tus mandatos?

¡Oh Dios mío, Criador mío! ¡Salvador mío, vida mía y todo mi bien! ¡Infeliz de mí! ¡Miserable de mil! Infeliz, porque he pecado..., porque me he convertido en un animal irracional.

Jesús mío, tierno pastor, dulce Maestro, socórreme, levanta a tu ovejita abatida, extiende tu mano para sostenerme, borra mis pecados, cura mis llagas, fortalece mi debilidad, sálvame o pereceré.

Confieso ser indigno de vivir, indigno de la luz, indigno de tu socorro; sin embargo, tu misericordia es muy grande, ten piedad de mí, ¡oh Dios que tanto amas a los hombres! Ultima esperanza mía, ten piedad de mí, conforme a la grandeza de tus misericordias>>.(BEATO LUIS DE BLOIS, Guía espiritual, 4).

 

34. NO PEQUES MÁS

 

«Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve»(Sal 51, 9).

 

1.El episodio de Susana, que resiste a la seduc­ción de hombres corrompidos a costa de ser falsamente acusada de adulterio e injustamente expuesta a la muerte, formaba parte de la antigua catequesis de los catecúmenos; cuantos se preparaban al bautismo tenían que aprender de esta mujer pura y fuerte la fidelidad a la ley de Dios y la rectitud de la conciencia, por encima de cualquier riesgo.

Al mismo tiempo, Susana, liberada de las intrigas de sus calumniadores por la intervención de Daniel, era presentada como figura del bautizado liberado de los lazos de Satanás por la intervención de Cristo.

El cristiano, salvado por Cristo de la muerte eterna, mucho más de lo que lo fue la joven hebrea, está obligado a guardar fidelidad a Dios, tanto con la integridad de su fe, como con la de su conducta. Frente a las seducciones y a las amenazas de los enemigos del bien, el bautizado debe tener el valor de repetir como Susana: «prefiero caer en vuestras manos, a pecar delante de Dios» (Dan 13, 23).

También el Nuevo Testamento registra el episodio de una mujer acusada de adulterio; ésta, sin embargo, no es inocente como Susana, sino pecadora; y como Susana es arrastrada a juicio por hombres malignos. Aunque adúltera, también esta mujer queda liberada, pero no por un profeta, sino por el Hijo de Dios, el único que tiene poder para perdonar los pecados. Al oír las palabras: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8, 7), los malévolos acusadores se escabullen «uno a uno», y la mujer queda sola ante el Señor.

«Quedan sólo los dos: la miseria y la Misericordia», dice san Agustín (In loan 33, 5). Y Jesús, que es la Misericordia hasta el punto de no haber venido para juzgar sino para salvar al mundo, la absuelve: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11).

Mientras la liberación de Susana es símbolo del bautismo, la de la adúltera parece tener mayor analogía con el sacramento de la penitencia. Aunque bautizado, el hombre tiene siempre la triste posibilidad de pecar; el mundo, entonces, grita escandalosamente y querría la condena, pero Jesús, que ha pagado con su propia vida la salvación de los pecadores, quiere que nadie se pierda, y perdona: «Anda, y no peques más».

 

2.El bautismo injerta al hombre en Cristo y le hace vivir su vida, al igual que el sarmiento vive de la linfa que le viene del tronco. La penitencia refuerza el injerto cuando el pecado lo debilita, remueve los obs­táculos que impiden el curso de la linfa divina y aumen­ta su flujo. El sacramento de la penitencia es, de este modo, el remedio para las enfermedades morales de todos los creyentes, y, como el bautismo, recibe su fuerza y eficacia del misterio pascual de Cristo.

«El frecuente acto sacramental de la penitencia — afirma el Concilio— favorece en sumo grado la nece­saria conversión al amor del Padre de las misericordias» (PO 18). La conversión del corazón le es indispensable no sólo a quien cae en culpa grave, sino también a quien, aun viviendo en gracia, necesita continuamente verse libre de cualquier pecado con advertencia para alcanzar la plenitud de la vida en Cristo. Y aunque sólo en el primer caso es estrictamente necesaria, la confe­sión sacramental es también muy útil en el segundo, para sostener a los fieles en su esfuerzo de purificación y en su empeño de santidad.

El sacramento de la peni­tencia, además de la función que ejerce de perdonar los pecados, tiene también la de sanar las heridas y la de prevenir nuevas caídas acrecentando la gracia para que el penitente pueda vencer más fácilmente las ten­dencias defectuosas, resistir a las tentaciones y practi­car la virtud.

Todo esto está garantizado por la acción de Cristo operante en el sacramento: es él quien perdona, sana, fortalece, «el que nos ama y nos libra de nuestros pecados por su sangre» (Ap 1, 5). De aquí se sigue la importancia que tiene la confesión frecuente para todos los que tienden a la perfección.

La frecuencia, sin embargo, no debe ir en detrimento de la seriedad. El Concilio advierte que la confesión, para ser eficaz, debe ir «preparada por el diario examen de conciencia», y debe ser hecha «con espíritu contrito» (PO 18, 5). La diaria confrontación de la propia conducta interna y externa con el Evangelio evidencia todo aquello que se contrapone a las enseñanzas y a los ejemplos de Cristo.

 Es éste la piedra de toque para comprobar hasta qué punto la propia vida es efectivamente «cristiana», es decir, movida por un auténtico espíritu evangélico, o, por el contrario, no lo es, influida todavía por las vanidades del mundo y arrastrada por las pasiones. De este examen de conciencia, hecho bajo la mirada del Crucifijo, nace espontáneamente la contrición del corazón; y la confesión que tras este examen se haga será una gran ayuda, no sólo para huir del pecado, sino también para progresar en la vida espiritual.

 

<<No apartes de mí, Señor, tu misericordia; que tu piedad y tu fidelidad me guarden por siempre... Se me echan encima mis iniquidades, y no puedo levantar la vista. Superan en número a los cabellos de mi cabeza, y me falla el corazón. Agrádate en librarme, Señor; corre, Señor, en mi ayuda...

Cuanto a mí, pobre y menesteroso, mi Señor cuidará de mí. Tú eres mi socorro y mi libertador. ¡Dios mío, no tardes!>>(Salmo 40, 12-14-18).

<<Mírame, ¡oh Jesús, misericordia infinita! Vuelve hacia mí tu rostro, devotamente te lo suplico, para que bajo tu mirada pueda llorar mis pecados.

Una vez, miraste a Pedro, caído en pecado; bajo tu mirada, y por efecto de la ayuda divina, él lloró amargamente; vuelto a tu gracia, permaneció siempre fiel. Miraste también al ladrón, a aquel criminal, a fin de que te reconociese humildemente como a Señor de majestad; y así mereció pasar contigo las puertas del paraíso.

Miraste a María, la pecadora; súbitamente herida por los remordimientos, sin nada más pedir, y postrada a tus pies, lloró sus culpas. Lavó tus pies con sus lágrimas, los enjugó con sus cabellos para obtener tu perdón, y con sus perfumes preciosos te embalsamó por adelantado. Le fue perdonado mucho, porque mucho amó; ella veneró la Pasión de aquél que la amaba, y derramó sobre su cabeza el perfume.

¡Oh santa voluntad, oh Creado:, todo bondad! ¡Oh Rey que proteges a los que esperan en ti para arrebatárselos a la muerte! ¡Oh Pastor bueno, que llevas a hombros a tus ovejas! Sé Pastor también para mí, pecador postrado, desfallecido, mezquino; levántame, tiéndeme la mano, dígnate ponerme en pie, para que pueda estar así en tu presencia, ¡oh dulcísimo Señor!>>(SAN LEON IX, de Algunas oraciones compuestas por los Papas).

35. EN EL SIGNO DE LA CRUZ

 

«Dios todopoderoso y eterno, has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida»(MR, Pref. Exalt. Sta. Cruz).

 

1.Después de haber procurado iluminar a los Ju­díos para conducirlos a la fe, Jesús se ve obligado a decir: »Si no creéis que yo soy, moriréis por vuestros pecados». Y éstos, a contrapunto, le preguntan: «¿Quién eres tú?» (Jn 8, 24-25). A esta pregunta, Jesús no responde directamente, mas poco después dice: «Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que yo soy» (ibid 28). Si sus palabras y sus milagros no bastan para convencer a estos hombres obstinados, su pasión —la cruz sobre la que él será levantado—, seguida de su resurrección, será el supremo llamamiento para la conversión de los mismos y la respuesta concluyente a su pregunta.

En otra ocasión, Jesús dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Jesús conquista a los hombres desde la cruz, que se convierte en centro de atracción, de salvación para toda la humanidad. Quien no se rinde a Cristo crucificado y no cree en él, no puede obtener la salvación. En el signo bendito de la cruz de Cristo fue redimido el hombre: en ese signo es bautizado, confirmado, absuelto.

La primera señal que la Iglesia traza sobre el recién nacido y la última con la que conforta y bendice al moribundo es siempre el signo santo de la cruz. No se trata de una señal simbólica, sino de una gran realidad: la vida cristiana nace de la Cruz, el cristiano es engendrado por el Crucificado,  y  sólo  uniéndose  a  la  cruz  de  su  Señor, confiando en los méritos de su pasión, puede salvarse.

Pero la fe en Cristo crucificado tiene que dar un paso adelante. Redimido por la Cruz, el cristiano debe con­vencerse de que su vida misma ha de estar signada —y no sólo simbólicamente— por la cruz del Señor, es de­cir, que tiene que llevar en sí su impronta viva. «El que quiera servirme, que me siga; y donde esté yo allí tam­bién estará mi servidor» (ibid 26), dijo Jesús. Y él está en la cruz. La misma amonestación se halla expresada en términos no menos explícitos por los Sinópticos: «El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10, 38). Si Jesús llevó la cruz y en la cruz se inmoló, quien quiera ser discípulo suyo no puede escoger otro camino; es el único que conduce a la salvación, porque es el único que nos configura con Cristo muerto y resu­citado.

 

2.La contemplación de la cruz no puede ir nunca separada de la contemplación de la resurrección, que es su consecuencia y supremo epílogo. El cristiano no ha sido redimido por un muerto, sino por un Resucitado de la muerte de cruz; por consiguiente, el llevar él su cruz ha de ser siempre corroborado tanto por el pensa­miento de Cristo crucificado como por el de Cristo resu­citado.

«Urgen al cristiano —afirma el Concilio— la ne­cesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección» (GS 22). Vista desde esta perspectiva, la cruz diaria se hace, cada vez más, signo, y casi sacramento, de salvación, de redención.

El evangelista Lucas, refiriendo las palabras de Jesús sobre la necesidad de cargar con la cruz, precisa que esto ha de ser cada día. «El que quiera seguirme que... cargue con su cruz cada día» (Lc 9, 23). Está claro que Jesús hablaba, no sólo de los grandes sufrimientos, sino también de los pequeños sufrimientos diarios.

Tal vez es más fácil aceptar, en un arranque de generosidad, los grandes dolores que acaecen de vez en cuando, que ciertos minúsculos sufrimientos cotidianos que el propio estado de vida o el cumplimiento de los propios deberes entrañan. Sufrimientos que se presentan cada día, siempre del mismo modo y con igual aspecto, con la misma intensidad e insistencia, a través de situaciones inevita­bles que duran, inmutables, por mucho tiempo. Todo esto constituye esa cruz concreta que el Señor presenta cada día al cristiano, invitándole a cargar con ella yendo con él; humilde cruz diaria, que no exige grandes actos de heroísmo, pero delante de la cual hay que repetir día tras día el propio sí, doblegando dócilmente los hombros para llevarla con amor.

El Evangelio da a las tribulaciones del cristiano el nombre simbólico de cruz, como para significar que le asocian a la cruz —no simbólica, sino real— de Jesús y que, unidas a los padecimientos de éste, se convierten en medio de redención, como lo es la misma cruz del Señor. Todo sufrimiento lleva consigo una gracia redentora, en cuya posesión entra el cristiano cuando abraza el padecer en unión con Cristo crucificado.

 

<<¡Oh poder admirable de la cruz! ¡Oh gloria inefable de la pasión!... Lo has atraído hacia ti todo, ¡oh Señor! Mientras tendías durante todo el día tus manos a un pueblo rebelde y recalcitrante, el mundo entero se dio cuenta de que debía confesar tu majestad...

Todo lo has atraído a ti, ¡oh Señor!... Todas las bendiciones manan de tu cruz; ella es la causa de todas las gracias; por ella, los creyentes sacan fuerza de la debilidad, gloria del oprobio, vida de la muerte...

La sola oblación de tu cuerpo y de tu sangre sustituye con mucha mayor perfección a todas las víctimas..., porque tú eres el verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». De este modo, contienes en ti y perfeccionas todos los misterios, a fin de que haya un único reino, constituido por todos los pueblos y gentes, como único es el sacrificio que sustituye a todas las víctimas>>.(SAN LEON MAGNO, Sermón, 59, 7).

 

<<Señor, dame tu cruz: te lo pido por la multitud de mis miserias, por la abundancia de tus misericordias, por tu Calvario, por tu caridad crucificada, por tu Pasión, que dura y durará cuanto dure el tiempo. Dame ¡oh Señor Jesús!, tu cruz, esa cruz invisible que abarca el tiempo y la eternidad, esa cruz que está hecha de caridad crucificada, esa cruz que se imprime en el alma y constituye su vida.

Señor, me siento aplastado y destruido por el peso de mi miseria, me siento nada, sólo miseria me siento, y tú imprimes en esta miseria tu signo adorable... Señor, sólo tu cruz: vivirla a cada momento, sentirla en todas las cosas, hallarla en todos los pensamientos. Jesús, haz que no pueda ya vivir sin pensar en ti Crucificado; que tu cruz sea para mí la morada habitual de mi alma, el lugar de mi reposo>>.(G. CANOVAI, Suscipe Domine).

 

36. EL HIJO DE DIOS OS RARA LIBRES

 

«Por tu sangre, ¡oh Cristo!, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 14).

 

1.Ante la intimación del rey Nabucodonosor de que adoraran la estatua de oro erigida por él, bajo la pena de ser arrojados en un horno encendido, los tres jóvenes hebreos respondían: Si lo hacéis, «el Dios a quien damos culto puede librarnos del horno encendido, y nos librará de tus manos, ¡oh rey!» (Dan 3, 17). La fe intrépida de los jóvenes se vio premiada, y los tres se pasearon incólumes entre las llamas.

El hecho prodigioso del Antiguo Testamento es figura de otro más prodigioso todavía que se realiza en el Nuevo: la liberación del fuego devastador del pecado para todos aquellos que creen en Cristo. El mismo se lo declaró a los Judíos: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).

La condición que Cristo pone a los hombres para librarse de la esclavitud del pecado es la fe en él; fe que nace de la escucha atenta, perseverante, de su palabra, la única que contiene la verdad absoluta, sin mezcla de errores ni de engaños. «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), dijo el Señor; es él quien trae la verdad al mundo, él es «la luz verdadera que alumbra a todo hombre» (ibid 1, 9).

Su palabra es el vehículo de la verdad ofrecida a los hombres para que, por ella alumbrados, se vean libres de las seducciones de la mentira. La mentira del Maligno había seducido al género humano desde sus orígenes y lo había hecho esclavo del pecado; la verdad de Cristo quebranta la antigua esclavitud y le restituye al hombre su libertad de hijo de Dios. «El fruto del árbol nos había seducido, y el Hijo de Dios nos redimió» (MR).

En un mundo trastornado por errores, falsas teorías, costumbres corrompidas, el hombre se salva sólo y úni­camente adhiriéndose fuertemente al Evangelio; sólo en él puede encontrar la verdad de la doctrina y de la vida. Como los tres jóvenes hebreos, el cristiano ha de tener el valor de resistir a cualquier seducción, ha de rechazar cualquier actitud teórica o práctica que no esté de acuerdo con el Evangelio, o porque lo contradice abiertamente o porque lo altera engañosamente con interpretaciones que lo desfiguran o minimizan. «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo —dijo el Señor—, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28).

 

2.La libertad no es patrimonio de los esclavos, sino de los hijos, «y si el Hijo os hace libres, seréis realmente   libres»   (Jn   8,   35).   El   hombre   moderno, sediento    de    libertad,    necesita    entender    que    la verdadera libertad se encuentra sólo en Cristo.

«La verdadera libertad —enseña el Concilio— es sig­no eminente de la imagen divina en el hombre» (GS 17). La libertad del hombre no es más que un reflejo de la libertad infinita de Dios. Dios es libre de un modo absoluto, el hombre de un modo relativo; la libertad de Dios consiste en poder hacer libremente todo el bien que quiere, la libertad del hombre consiste en la «libre elección del bien» (ibid); tanto más libre es el hombre cuanto más capaz de elegir y de obrar el bien.

Pero el pecado hirió al hombre en su libertad; le oscureció la mente haciéndole difícil conocer la verdad, discernir con prontitud el bien del mal; de ahí se siguió la des­viación de la voluntad, que con frecuencia inclina al hombre a elegir el mal antes que el bien.

«¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?», grita san Pablo al considerar cuán difícil le es al hombre hacer todo el bien que quiere. Pero inme­diatamente añade, lleno de esperanza: «Gracias a Dios por Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 7, 25). Sólo Cristo puede librar al hombre de este triste estado de escla­vitud, fruto del pecado, él, que «muriendo destruyó la muerte» causada por el pecado (MR).

Pero para gozar plenamente de la libertad de Cristo, el hombre ha de confiarse a él, dejarse iluminar por él, Verdad hecha carne, y traducir en vida y en obras su palabra. Liberado del pecado, el hombre debe valerse de la libertad que Dios le ha dado y que Cristo le ha restituido para servir a Dios, para servir a Cristo con amor. Dios, libertad infinita, es amor; el hombre es libre en la medida en que se hace amor y capacidad de amar a Dios y al prójimo.

«Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad —escribe san Pablo a los Gálatas—; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (5, 13). La libertad debe servir al amor, y el amor auténtico es, a su vez, servicio generoso y desin­teresado a Dios y a los hermanos.

 

<<Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti. Sí, tú me' librarás de la red del cazador, de la peste funesta. Me cubrirás con tus plumas, bajo tus alas me refugiaré. No se me acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta mi tienda, porque a tus ángeles has dado órdenes para que me guarden en mis caminos; me llevarán en sus palmas, para que mi pie no tropiece en la piedra>>.(Cf. Salmo 91, 2-4. 10-12).

 

<<Como el médico odia a la enfermedad y hace todo lo posible por eliminarla y por aliviar al enfermo, así tú, Dios mío, obras en mí con tu gracia para extinguir el pecado y liberarme... La primera libertad, en efecto, consiste en estar exentos de culpa... Cuando empiece a no cometer ya pecados, entonces podré alzar la frente hacia la libertad; pero esto no es más que el principio de la libertad, no la libertad perfecta, porque «percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón»; y «el bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago» (Rom 7, 23.19)... Por una parte la libertad, por otra la esclavitud; la libertad no es todavía completa, no es todavía pura, no es todavía plena, porque no es todavía eternidad. En parte recibo la debilidad, y en parte la libertad... Soy libre, Señor, en la medida en que te sirvo a ti, y soy esclavo en la medida en que sirvo a la ley del pecado...

¿Qué he de hacer, Señor, con la debilidad que queda en mí? No otra cosa puedo hacer sino volverme hacia ti, que dijiste: «Si el Hijo de Dios os hace libres, entonces seréis verdaderamente libres» (In loan 41, 9-11).

¡Oh Señor!, sé por ti que guardarás mi alma, pues dijiste: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28)... Que ninguno me aterrorice: poderoso eres tú, que me has llamado, porque eres omnipotente: tú eres el fuerte de los fuertes, el más alto de los más altos. Moriste por mí: por lo tanto, estoy seguro de recibir tu vida, teniendo en prenda tu muerte. De hecho, ¿por quién moriste? ¿Tal vez por los justos? Se lo pregunto a san Pablo y él me responde: «Cristo murió por los impíos» (Rom 5, 6). Cuando yo era impío tú moriste por mí; ¿me dejarás abandonado ahora que estoy justificado?>>(S. AGUSTIN, In Ps, 96, 17).

 

37. LA GUARDA DE LA PALABRA

 

«Mi porción, ¡oh Señor!, es la guarda de tu palabra»(Sal 119, 57).

 

1.«Si os mantenéis en mi palabra... conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). Esta afirmación se completa con otra: «Quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre» (ibid 51). La palabra del Señor es verdad y vida; el empeño en mantenerse en la palabra y en guardarla conduce a un conocimiento claro y profundo de la verdad contenida en ella, conduce a la liberación del pecado y también de la muerte, que es su consecuencia más grave.

Guarda de la Palabra, conocimiento de la verdad, conquista de la libertad, posesión de la vida eterna, éstas son las etapas progresivas de la vida cristiana que desemboca en la eternidad. Todo deriva de la potencia vivificadora de las palabras del Señor que son «espíritu y vida» (Jn 6, 63), que son «palabras de vida eterna» (ibid 68).

Los Judíos no entendieron, y protestaron: ¿cómo pue­de pretender Jesús librar a sus discípulos de la muerte, cuando los profetas, y hasta el mismo Abrahán, murieron? Y el Señor, respondiendo, estableció una confrontación entre su incredulidad y la fe del Patriarca de quien ellos se gloriaban de ser hijos: «Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día: lo vio, y se llenó de alegría» (Jn 8, 56).

Abrahán, que vivió de fe en la palabra de Dios y se mantuvo en ella guardándola hasta el heroísmo, tuvo luz para creer en el Mesías prometido, y contempló y saludó su día a una distancia de siglos. Los Judíos, sin embargo, aunque contemporáneos del Mesías, no le reconocen,, no creen en él porque rechazan su palabra: «tratáis de matarme, porque no dais cabida a mis palabras» (ibid 37).

Al máximo rechazo de la palabra de Cristo corresponde la máxima ceguedad, la que un día empujó a los Judíos a desear y realizar la muerte de su Salvador y la que aún hoy empuja a muchos a perseguir a Cristo en su Iglesia.

Pero Cristo no muere, y sigue repitiendo: «antes que naciera Abrahán existo yo» (ibid 58). El existe, hoy como ayer, mañana y siempre; ninguna fuerza podrá prevalecer contra él, y sus discípulos hallarán en él luz y vida aun en los mo­mentos más difíciles. Su áncora de salvación es la palabra eterna del Señor. «Quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre».

 

2.La guarda de la Palabra no coarta ni destruye la libertad del hombre, al contrario, la corrobora. Hablando de la vida religiosa, el Concilio afirma que una de las ventajas que ella ofrece a los que la abrazan es «una libertad robustecida por la obediencia» (LG 43). La obediencia a Dios es el gran apoyo de la libertad humana, puesta en peligro internamente por las pasiones y externamente por las seducciones del mal.

La obediencia defiende al hombre de la volubilidad de sus propios caprichos, de las debilidades e inconstancia de su propia voluntad, de la esclavitud del pecado y del mundo, para entregarle totalmente libre a la voluntad santa de Dios, a la guarda plena de su palabra.

Cuanto más entra el hombre, por medio de la obediencia, en la voluntad de Dios y vive de ella, tanto más pasa de un estado de esclavitud a un estado de libertad, haciéndose partícipe de la libertad misma de Dios. Entonces se comprende por qué la obediencia religiosa, que sumerge toda la vida del hombre en la voluntad divina, «lejos de menoscabar la dignidad de la persona humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez» (PC 14).

Jesús, el Hijo de Dios por naturaleza, hablando de sus relaciones con el Padre, repite continuamente: «yo guardo su palabra» (Jn 8, 55); y precisamente, guardando la palabra de Dios el hombre se hace más hijo en el Hijo. Y así como Jesús «con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios» (LG 37), del mismo modo, quien imita de cerca su obediencia entra con mayor decisión en el camino de la libertad.

Cuando el religioso hace el voto de obediencia, no destruye su libertad, sino que la compromete, del modo más sublime y noble, en el cumplimiento de la voluntad de Dios; no se convierte en un autómata en las manos de sus superiores, sino que sigue siendo una criatura viva y libre que «por Dios» se somete a un semejante suyo «más allá de lo mandado, a fin de hacerse más plenamente conformes a Cristo obediente» (LG 42). La obediencia religiosa lleva hasta su último extremo la escucha y la guarda de la Palabra, a imitación de Cristo que vivió únicamente de la palabra del Padre.

 

<<Mi porción, ¡oh Señor!, es la guarda de tu palabra... He considerado mis caminos, y vuelvo mis pies a tus testimonios. Me apresuro y no me retraso en guardar tus mandamientos.

Tu palabra, ¡oh Señor!, es eterna, es estable como los cielos. Es por generaciones y generaciones tu fidelidad... Si tu ley no fuera mi delicia, ya habría perecido en mi aflicción. No me olvidaré jamás de tus preceptos, pues con ellos me has dado la vida. Tuyo soy, ¡sálvame!, pues busco tus preceptos.

La explicación de tus palabras ilumina y da inteligencia a los sencillos. Abro mi boca y suspiro, pues anhelo tus mandamientos>>.(Salmo 119, 57-60. 89-94. 130-131).

 

<<Señor mío y Dios mío..., no sólo de boca, sino desde el fondo de mi corazón quiero hacer tu voluntad, tu entera voluntad, tu única voluntad, tu voluntad y no la mía; dámela a conocer, Dios mío, y haz que la cumpla. Dame la fe y la obediencia de Abrahán; haz que escuche tu voz. Tu voz interior, la voz de aquéllos a través de los que tú me hablas. Dame la fe, Dios mío. Y dame la obediencia... que sacrifica los afectos más íntimos del corazón y las persuasiones más firmes del espíritu para adherirse únicamente a tu santa y bendita voluntad. Dios mío, te lo suplico de todo corazón, por nuestro Señor Jesucristo>>.(C. DE FOUCAULD, Meditaciones sobre el A. T.).

 

<<¡Oh obediencia deleitable, obediencia placentera! Obediencia suave, porque disipa las tinieblas del amor propio. Tú vivificas al alma que te ha escogido por esposa, y le das la vida de la gracia, destruyendo en ella la muerte de la voluntad propia que lleva al alma guerra y muerte. Eres benigna y piadosa: con benignidad y mansedumbre llevas cualquier peso, por grande que sea, porque te acompañan la fortaleza y la pacien­cia. Te corona la perseverancia, porque, por grandes que sean las cargas que te echan encima, no te achicas, antes bien, con la luz de la fe, lo llevas todo. Estás tan unida a la humildad, que ninguna criatura puede quitar esta virtud al alma que te posee.

El bien que lleva consigo la obediencia se conoce en ti, ¡oh Verbo!, que nos enseñaste su camino haciéndote obediente hasta sufrir la afrentosa muerte de la cruz. En tu obediencia, que es la llave maravillosa que abrió el cielo, se funda nuestra obediencia>>. (Cf. SANTA CATALINA DE SIENA, Diálogo, 163).

 

38. A TI ENCOMIENDO MI CAUSA

 

«A ti, ¡oh Señor!, te encomiendo mi destino. y tú me sostendrás»(Sal 55, 23).

 

1.«Oía el cuchicheo de la gente: "Pavor en torno". —Delatadlo, vamos a delatarlo. Mis amigos acechaban mi traspiés: —A ver si se deja seducir y lo violaremos... Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo» (Jer 20, 1011). El lamento de Jeremías perseguido resuena en la Liturgia cuaresmal como expresión del sufrimiento de Cristo, rechazado, calumniado, odiado a muerte.

Pero al contrario de Jeremías, Jesús no invoca la venganza ni procura sustraerse a sus enemigos. Verdad es que el Evangelio afirma varias veces que «se les escabulló de las manos» (Jn 10, 39), esto se explica únicamente porque aún no ha llegado la hora fijada por el Padre.

En espera de esta hora, entre los insultos de los judíos, las amenazas de detenerle, Jesús continúa su obra de evangelización, y «muchos acudieron a él» (ibid 42). El sabe que le espera la cruz, sabe que las afirmaciones acerca de su divinidad y la resurrección de Lázaro irritarán todavía más a sus opositores y harán que los acontecimientos se precipiten, pero con serenidad y libertad soberanas prosigue su obra. Le sostiene la confianza en el Padre: «a ti encomendé mi causa» (Jer 20, 12).

«A ti encomendé mi causa». Esta es la actitud de confianza en Dios que debe adoptar y sostener el cris­tiano en la hora del dolor, de la persecución. «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20). Quien se proponga vivir a fondo el Evangelio, defender la verdad, hacer el bien, no podrá evitar la contradicción de ese mundo que se opuso a Cristo.

Y, permitiéndolo Dios, pueden añadirse todavía sufrimientos e incomprensiones por parte de otras fuentes de oposición, tal vez por parte de los buenos, de los amigos, hasta de los familiares o de los hermanos que comparten nuestro mismo ideal. El cristiano no se escandaliza; sabe que la cruz es parte esencial de la herencia y del seguimiento de Cristo; sabe/que como Cristo salvó al hombre con la cruz, el hombre entra en el camino de la salvación y coopera a la la salvación del mundo llevando su propia cruz.

 

2.«Descargad en Dios todo vuestro agobio, que él se interesa por vosotros» (1Pe 5, 7). Quien se repliega sobre el propio sufrimiento termina por irritarlo y aho­garse  en  él,  truncando  en  sí  mismo todo arranque generoso. Quien, por el contrario, se abandona a Dios, se mantiene en equilibrio, es capaz de pensar en los otros más que en sí, está siempre pronto a entregarse. «Resistid firmes en la fe —escribe san Pedro a los cristianos perseguidos—, sabiendo que vuestros hermanos en el mundo entero pasan por los mismos sufrimientos» (ibid 9).

Pensar en las tribulaciones de los demás, mayores tal vez que las propias, ayuda a olvidarse de sí mismos, a superar los sufrimientos personales para dedicarse a aliviar los sufrimientos de los demás, llevando la propia cruz en solidaridad con los hermanos que sufren, y, sobre todo, en conformidad con Cristo crucificado.

Sin embargo, puede hacerse a veces tan profunda la angustia, que casi llegue a vencernos. Conviene entonces recordar que también Jesús en Getsemaní se vio oprimido por los padecimientos hasta sudar sangre y gemir: «Me muero de tristeza» (Mt 26, 38).

Aun siendo el Hijo de Dios y Dios mismo, quiso experimentar en sí todo el abatimiento, el terror, la repugnancia de la naturaleza humana ante el sufrimiento. En la tristeza mortal de Cristo, todo hombre halla santificadas sus propias angustias y penas, y halla, al mismo tiempo, fuerzas para no sucumbir.

Refugiándose con Jesús en su plegaria al Padre: «Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (ibid 39), el cristiano resiste los asaltos del dolor, no se ve ni arrollado ni desesperado; el abandono filial y confiado a la voluntad de Dios le hace capaz de afrontar con sencillez, y hasta con serenidad, las situa­ciones más trágicas, porque sabe que los que confían en el Señor no quedarán defraudados (Dan 3, 40).

«Tras un breve padecer, el mismo Dios de toda gracia que os ha llamado como cristianos a su eterna gloria os restablecerá, os afianzará, os robustecerá» (1Pe 5, 10). Las tribulaciones de esta vida son siempre «un breve sufrir» en comparación con la feliz eternidad a la que nos conduce la cruz.

 

<<¡Oh Dios!, el camino de la cruz es el que reservas a los que más amas: a los que mucho quieres, llevas por camino de trabajos, y mientras más los amas, mayores... Creer que admites a tu amistad estrecha gente regalada y sin trabajos es disparate...

Tu voluntad no es darnos riquezas, ni deleites, ni honras, ni todas estas cosas de acá; no nos quiere tan poco... ¿Queremos ver cómo se ha con los que de veras le dicen que se cumpla en ellos su voluntad? Preguntémoselo a tu Hijo glorioso, que te lo dijo cuando la oración del Huerto... Toda tu voluntad la cumpliste bien en él en lo que le diste de trabajos y dolores e injurias y persecuciones, hasta que se le acabó la vida con muerte de cruz.

Esto es lo que le diste a quien más amabas... Así que estos son tus dones en este mundo. Das conforme al amor que nos tienes; a los que amas más, das de estos dones más; a los que menos, menos, y conforme al ánimo que ves en cada uno y el amor que te tenemos. A quien te amare mucho, verás que puede padecer mucho por ti; al que te amare poco, poco... La medida del poder llevar gran cruz o pequeña es la del amor>>.(Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 18, 1.2; 32, 6, 7).

 

<<¡Oh Jesús!, me ofreces un cáliz tan amargo como mi débil naturaleza puede soportar. Pero no quiero retirar mis labios de este cáliz preparado por tu mano... Tú me enseñas a sufrir en paz... Quien dice paz no dice alegría, al menos alegría gustada. Para sufrir en paz basta querer todo lo que tú quieres. Para ser tu esposa, Jesús, es necesario parecernos a ti, ¡y tú estás todo sangrante, coronado de espinas!

Es muy consolador pensar que también tú, el Dios fuerte, conociste nuestras debilidades, temblaste a la vista del cáliz amargo, de aquel cáliz que en otro tiempo habías tan ardientemente deseado beber.

¡Oh Jesús, cómo cuesta darte lo que pides! ¡Qué dicha que esto cueste! ¡Qué alegría inefable es llevar nuestras cruces DEBILMENTE! Lejos de quejarme a ti de la cruz que me envías, me resulta incomprensible el amor infinito que te ha movido a tratarme así... Cuanto más grande sea mi sufrimiento, tanto más infinita será mi gloria... ¡Oh Jesús!, no quiero perder la prueba que me envías, es una mina de oro sin explotar... Quiero poner manos a la obra sin alegría, sin ánimo, sin fuerza... Quiero trabajar por amor>>.(Cf. SANTA TERESA DEL NIÑO JESUS, Cartas, 63; 184; 59).

 

 

 

 

 

 

 

39. ¡OH CRUZ, UNICA ESPERANZA!

 

«Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6, 14).

 

1.«Voy a recoger a los israelitas, voy a congregarlos de todas partes... Los haré un solo pueblo... No volverán a profanarse... Mi siervo David será su rey, pastor único de todos ellos... Haré con ellos alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos» (Ez 37, 21-26).

La profecía de Ezequiel tiene en el Evangelio de Juan una conmovedora verificación. Refiriendo la sentencia por la que Caifás decretaba la muerte de Jesús: «os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11, 50), el Evangelista comenta: «por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (ibid 51-52).

La intención de Caifás era la de deshacerse de Cristo para salvaguardar los intereses políticos de la nación; pero en los planes de Dios la muerte de Jesús es un acontecimiento de trascendencia mayor y más amplia: de ella dependerá la salvación espiritual de Israel, y no sólo la de Israel, sino la de todas las naciones, la de todos los hijos de Dios dis­persos por el mundo.

En el sacrificio de Cristo la pro­fecía de Ezequiel se cumple del modo más pleno, con toda amplitud: todos los hombres serán purificados del pecado en la sangre de Cristo, y en ella se pactará la nueva y eterna alianza entre Dios y el género humano. Cristo —muerto y resucitado— será el único rey y pastor que reunirá a todos los hombres en un solo pueblo, para formar: el pueblo de Dios.

Una vez más aparece claro que la Cruz de Cristo se sitúa en el centro mismo de la historia del mundo: de ella depende la vida, la salvación, la felicidad de toda criatura. «Tu Cruz adoramos, Señor —canta la Liturgia del Viernes santo—, porque sólo por el madero ha venido la alegría al mundo entero» (MR). Como el árbol del fruto prohibido fue causa del pecado, y por lo tanto de la muerte, así el árbol de la Cruz es causa de la redención y de la vida. Por eso, el cristiano ama la Cruz de Cristo, confía en ella, y la saluda: «¡Salve, oh Cruz, única esperanza!... A los justos acrecientas la gracia y a los pecadores concedes el perdón!» (BR).

 

2.«El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios» (1Cor 1, 18). Para quien no cree en Cristo la cruz es un absurdo inaceptable; pero para los que le siguen y aman «es fuerza de Dios», fuerza que redime, que salva, que santifica.

Cuanto más una criatura aspira a la santidad, tanto más debe amar la cruz, y no sólo la Cruz con la que fue redimida, sino la cruz personal que la asocia al misterio de la muerte de Cristo para hacerla partícipe del misterio de la vida del mismo Cristo.

«¡Oh almas que os queréis andar seguras y consoladas en las cosas del espíritu —exclama san Juan de la Cruz—, si supieseis cuánto os conviene padecer sufriendo para venir a esa seguridad y consuelo!» (LI 2, 28). El hombre está tan amasado de egoísmo y de orgullo, que para alcanzar la unión con Dios necesita ser purificado y trasformado en el fondo de su ser. Sólo Dios puede realizar en él este trabajo de purificación y de trasformación, y lo hace por medio de la cruz. Por eso, cuando él irrumpe en la vida de una   criatura   con   pruebas   interiores   y   exteriores, atribulándola en el cuerpo y en el espíritu, entonces es precisamente cuando le concede una de sus mayores gracias, índice de sus planes de amor y de santidad hacia ella.

Cristo cumplió la obra de la reconciliación del género humano con Dios «al tiempo y punto en que estuvo más aniquilado en todo...: acerca de la reputación de los hombres; porque como le veían morir, antes hacían burla de él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se aniquilaba muriendo; y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo le desamparó... Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios..., tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace» (S. Juan de la Cruz, S II, 7, 11).

Cuanto más una criatura está convencida de esta verdad, tanto menos atrevidas le parecen las expresiones de san Pablo acerca de la cruz de su Señor, sino que hace de ella el programa de la propia vida: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6, 14).

 

<<¡Salve, oh Cruz vivificadora, oh invencible trofeo de la piedad, oh Puerta del paraíso, fortaleza de los creyentes, baluarte de la Iglesia! Por ti ha sido aniquilada la corrupción, absorbido y destruido el poder de la muerte, y por ti hemos sido elevados de la tierra a las cosas celestiales. Huella invencible, adversario de los demonios, gloria de los mártires, verdadero ornato de los santos, puerta de salvación...

¡Salve, Cruz del Señor! Por ti la humanidad fue liberada de la maldición. Tú eres el signo de la verdadera alegría, tú, que con tu exaltación derrotaste a todos tus enemigos. ¡Oh veneradísima! Tú eres nuestro socorro, la fuerza de los reyes, la firmeza de los justos, la dignidad de los pecadores...

¡Salve, Cruz preciosa, guía de los ciegos, médico de los enfermos, resurrección de los muertos! Tú nos levantaste cuando caimos en la corrupción.   Tú   terminaste,   con   la   corrupción   e   hiciste   florecer   la inmortalidad. Por ti los mortales fuimos divinizados y derribado el demonio... Hoy besamos tu Cruz preciosa, ¡oh Cristo!, con nuestros labios indignos, pecadores como somos.

Te cantamos, ¡oh Cristo!, a ti, que quisiste ser enclavado; y con el ladrón te gritamos: «¡Haznos dignos de tu Reinol>>.(Liturgia oriental, de Los días del Señor).

 

<<¡Oh Dios Hombre sometido a pasión!, te suplico con toda mi alma, haz que nunca aparte mis ojos de ti. Si me mantengo apoyada en ti, tú me inflamarás toda entera. Procuraré, con todas mis posibilidades, dirigir y fijar en ti mi mirada. Quiero volver continuamente a ti y recorrer contigo el camino de la Pasión y de la Cruz.

¡Oh Dios Hombre afligido!, sé tú mi apoyo. Quien pudiese contemplarte tan pobre y colmado de inefable y continuo dolor, despreciado y anonadado, y esta visión fuese fruto de la gracia, ciertamente te seguiría por el camino de la pobreza, del continuo sufrir, del envilecimiento y del desprecio. Cuando nos alcanza el sufrimiento, es señal de que somos tus elegidos, amado Señor, de que nos das la prenda de tu amor. Fijemos, pues, nuestra mirada en tu dolor y cualquier tormento nuestro hallará su alivio. ¡Tú, Hijo de Dios, recibiste mal por bien!>>(Cf. BTA. ANGELA DE FOLIGNO, El libro de la Bta. Angela, II).

40. DOMINGO DE RAMOS

DE LA PASION DEL SEÑOR

 

«Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel»(Mt 21, 9).

 

1.Se abre la Semana Santa con el recuerdo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, que se verificó exactamente el domingo antes de la pasión. Jesús, que se había opuesto siempre a toda manifestación pública y que huyó cuando el pueblo quiso proclamarlo rey (Jn 6, 15), hoy se deja llevar en triunfo.

Sólo ahora, que está para ser llevado a la muerte, acepta su aclamación pú­blica como Mesías, precisamente porque muriendo en la cruz será, plenísimamente, el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey con características inconfundibles: humilde y manso, que entra en la ciudad santa montado en un asnillo, que proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la cruz.

La entrada jubilosa en Jerusalén constituye el homenaje espontáneo del pueblo a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre aclamante no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero la comunidad de los fieles que hoy lo repiten sí puede comprender su profundo sentido. «Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David. tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor... Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir: nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!» (MR).

La liturgia invita a fijar la mirada en la gloria de Cristo Rey eterno, para que los fieles estén preparados para comprender mejor el valor de su humillante pasión, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, pues, de acompañar a Jesús en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte.

Estos son los sentimientos que la Iglesia expresa cuando, al bendecir los ramos, ora para que el pueblo cristiano complete el rito externo «con devoción profunda, triunfando del enemigo y honrando de todo corazón la misericordiosa obra de salvación» del Señor. No hay un modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo, que es el pecado.

 

2.La Misa nos introduce plenamente en el tema de la Pasión. La profecía de Isaías y el Salmo responsorial anticipan con precisión impresionante algunos de sus detalles: «Ofrecía la espalda a los que me golpea­ban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (Is 50, 6). ¿Por qué tanta sumisión?

Porque Cristo, bosquejado en el Siervo del Señor descrito por el profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él quiere el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás» (ibid 5). Por eso le vemos arrastrado a los tribunales y de éstos al Calvario, y allí tendido sobre la cruz: «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos» (Sal 22, 17-18). A esto se reduce el Hijo de Dios por un solo y único motivo: el amor; amor al Padre, cuya gloria quiere resarcir, y amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.

Sólo un amor infinito puede explicar las desconcertan­tes humillaciones del Hijo de Dios. «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7).

Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a hacer valer los derechos de su divinidad; no sólo los esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ellos hasta someterse al suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15, 31-32).

Al igual que el Evangelista, la Iglesia no vacila en proponer a la consideración de los fieles la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para que quede claro que él, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad atormentada todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte para hacerles partícipes de su divinidad. «Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre"»        (MR).

Del    máximo anonadamiento se deriva la máxima exaltación; hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío pacificándolas con Dios, rescatando a los hombres del pecado y comunicándoles su vida divina.

 

<<Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes>>.(Misal Romano, Bendición de las palmas).

 

<<¡Oh Jesús!, présago de la turba que iba a ir a tu encuentro, montaste en un asnillo y diste ejemplo de admirable humildad entre los aplausos del pueblo, que acudió a recibirte, que cortaba ramas de los árboles y alfombraba el camino con sus mantos. Y mientras las muchedumbres entonaban himnos de alabanza, tú, siempre pronto a la compasión, elevaste el lamento sobre el exterminio de Jerusalén. Levántate ahora, ¡oh sierva del Salvador!, incorpórate al cortejo de las hijas de Sión y ve a ver a tu verdadero rey... Acompaña al Señor del cielo y de la tierra que va sentado sobre las ancas de un potro, síguele siempre con ramos de olivo y de palma, con obras de piedad y con virtudes victoriosas>>.(SAN BUENAVENTURA, El madero de la vida, 15).

 

<<¡Cuánto nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu único Hijo, entregándolo a los impíos por nosotros! ¡Cuánto nos amaste! Por nosotros, no hizo él alarde de su categoría de Dios, igual a ti, sino que tomó la condición de esclavo hasta morir en una cruz, él, que era el único libre entre los muertos, él, que tenía poder para quitarse la vida, entregándola libremente, y poder para recuperarla. Por nosotros victorioso y víctima a tus ojos, y victorioso en cuanto víctima; sacerdote y sacrificio a tus ojos, y sacerdote en cuanto sacrificio, él nos hizo, de siervos, hijos tuyos, nació de ti y nos sirvió a nosotros. Con razón se asienta en él firmemente mi esperanza, porque curarás todas mis enfermedades gracias a él, que se sienta a tu derecha e intercede por nosotros ante ti. Sin él, caería en la desesperación. Mis enfermedades, en verdad, son muchas y grandes; pero   mayor   y   más   abundante   es   tu   medicina>>.   (SAN  AGUSTIN,

Confesiones, X, 43, 69).

 

 

41. HACIA BETANIA

LUNES SANTO

 

«Salve, Rey nuestro: sólo tú has tenido compasión de nuestros pecados»(MR).

 

1.El primero de los célebres cantos del «Siervo del Señor» (Is 42, 1-7) nos lleva a considerar la actitud de Cristo en su pasión. Manso y silencioso, «no gritará... no voceará por las calles», no protestará contra los insultos, las acusaciones, las condenas; manso en las relaciones con sus enemigos, «cañas cascadas» que él no quiebra, «pabilos vacilantes., que él no apaga, a los que perdona y hasta el último momento trata de ilumi­nar y salvar.

La mansedumbre de Cristo hacia los hom­bres pecadores, a los que compadece y cuyas culpas se apronta a expiar, se trasforma en fortaleza al cumplir su misión, al proclamar la verdad y la justicia hasta la muerte: «no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra». Jesús trabaja por el advenimiento del reino del Padre, por afirmar los derechos de Dios sobre los hombres, por restablecer a los hombres en la justicia y en la santidad.

En esta tarea no se rinde; su misma muerte será el supremo acto de fortaleza en el cumplimiento de la obra que el Padre le confió. Y porque la fortaleza de Cristo es divina, no será vencida ni siquiera por la muerte, antes al contrario: Cristo ven­cerá a la muerte para dar a los hombres la vida.

Jesús es verdaderamente el «Siervo del Señor» preconizado por Isaías, llamado «con justicia» y «hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones». En él todos los hombres hallan misericordia: «Salve, Rey nuestro: sólo tú has tenido compasión de nuestros pecados» (MR). Cristo luchó contra el pecado, lo condenó; pero lo castigó solamente en sí mismo, mientras que a los culpables les concedió su perdón y les procuró el perdón del Padre.

«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?» (Sal 27, 1). La Liturgia reconoce en estas pa­labras la voz de Cristo, el cual, durante la pasión, invoca confiadamente el socorro del Padre; al mismo tiempo, el cristiano puede emplearlas para expresar al Salvador el propio reconocimiento y su propia inquebrantable confianza en él. En Cristo crucificado el cristiano encuentra, junto con el remedio de los propios pecados, el refugio en las dificultades de la vida y la fuerza para llevar la cruz.

 

2.Antes de adentrarse en lo más denso del mis­terio de la Pasión, la Liturgia presenta una escena deli­cada y suave. «Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos» (Jn 12, 1-11).

El banquete en la casa hospitalaria, ofrecido por los amigos fieles al abrirse la semana que verá la muerte del Señor, tiene todo el aspecto de un último adiós, y como si fuera un anticipo de todo cuanto está por acaecer. Esto aparece de un modo particular en el gesto cariñoso de María, quien, sin pasársele por las mientes la idea de un derroche, unge los pies de Jesús con «una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso».

Es el último homenaje de un corazón fiel que parece querer compensar al Maestro de la traición que le espera, y es, al mismo tiempo, un presagio de su muerte; según el uso hebreo, de hecho, sólo se ungían los pies a lo cadáveres. Por otra parte, en la presencia de Lázaro, el amigo a quien Jesús había resucitado, se halla también un presagio de la resurrección. No podía permanecer víctima de la muerte el que había llamado a la vida a un muerto de cuatro días y que había declarado: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).

Y tampoco falta este presagio en el gesto de María, si, como dicen los Sinópticos, el perfume fue derramado también en la cabeza del Señor (Mc 14, 3): la unción de la cabeza, reservada a los reyes, está significando el reconocimiento de la divina realeza de Cristo que la resurrección hará resplandecer con pleno fulgor.

Pero en el delicado episodio no faltan las sombras oscuras de la crítica malévola, preludio de la traición. «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescien­tos denarios para dárselos a los pobres?» La preocupación por los pobres es un pretexto en boca de Judas, que «era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando» (Jn 12, 5-6).

Es la actitud de tantos que se escandalizan frente a valores consumados únicamente por amor a Dios. A sus ojos, la oración, la adoración, y más aún las vidas humanas gastadas en el amor y en la alabanza de Dios son un derroche inútil; el tiempo, el dinero, la vida misma sólo se emplean bien cuando se emplean directamente en servicio de los hombres. Y se olvidan de que si el interés por los pobres es un gran deber, por nadie más inculcado que por el mismo Cristo, el amor y el culto a Dios son deberes todavía mayores.

Por lo demás, los pobres no sólo tienen necesidad de pan, sino también de quien, consumándose en la oración, sostenga su fe y les recuerde que poco vale el bienestar material, si el hombre no busca a Dios por encima de todo.

 

<<¡Oh Jesús!, como Cordero fuiste llevado a la muerte, como oveja ante quien la esquila no abriste la boca. No te quejas contra el Padre, por el que fuiste enviado, ni contra los hombres, por los que pagas..., y ni siquiera contra ese pueblo que particularmente te pertenece y del que a cambio de beneficios muy grandes recibes males inauditos...

Si medito atentamente tu conducta, descubro, no sólo la mansedumbre, sino también la humildad de tu corazón... Te vimos, y no tenías ni parecer ni belleza a los ojos de los hombres; te convertiste en oprobio, como un leproso; el último de los hombres, verdaderamente varón de dolores, herido y humillado por Dios... ¡Oh Jesús, ínfimo y excelso, humilde y sublime, oprobio de los hombres y gloria de los ángeles! Ninguno más sublime que tú y ninguno más humilde...

¡Grandes son tus misericordias, oh Señor, pero grandes también son las miserias que sufres! ¿Vencerán éstas a la misericordia o la misericordia vencerá a las miserias?... Tú gritas: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» ¡Oh Señor, cuán amplio eres en el perdón, cuán hondo es el abismo de tu dulzura! ¡Cuán diversos son tus pensamientos de los nuestros y cuán inmutable tu misericordia aun hacia los impíos!... ¡Oh caridad que todo lo soporta y todo lo compadece!>>(SAN BERNARDO, In Feria IV Hebd. Sanctae 2.3.9).

 

<<Dios mío, en esa tarde... de amor y de dolor, dulce porque tú estás presente, y dolorosa porque tan cerca estás de morir y de padecer..., María derrama perfumes sobre tus pies y sobre tu cabeza... Esparciendo perfumes y rompiendo el vaso, ella pone a tus pies y te da todo su ser, cuerpo y alma, corazón e inteligencia: te da todo lo que es: esparce el perfume y rompe el vaso... No se reserva nada, se da toda, da todo lo que es y todo lo que tiene... ¡Oh Jesús, quiero darme a ti como aquella santa mujer se te dio a sí misma, sin conservar nada de sí ni para sí... «Heme aquí, vengo a hacer tu voluntad«. Haz, ¡oh Señor!, que mi don sea completo, que me dé a ti todo yo mismo y todo lo que me pertenece: el perfume y el vaso, el alma y el cuerpo, ¡todo!>>(Cf. C. DE FOUCAULD, Meditaciones sobre el Evangelio).

42. GLORIA Y TRAICION

MARTES SANTO

 

«¡Oh Señor!, sé para mí «mi roca de refu­gio, el alcázar donde me salve» (Sal 71, 3).

 

1.— Tras el confortable descanso en Betania, Jesús vuelve a Jerusalén, donde afronta los últimos agudiza­dos debates con los fariseos y sigue instruyendo al pueblo. «Hizo de mi boca una espada afilada... me hizo flecha bruñida»; la presentación que el Siervo del Señor hace de sí mismo por medio de Isaías (Is 49, 1-6) puede aplicarse a Cristo altercando y contendiendo con sus adversarios, no porque él sea espada o flecha que quiera destruirlos, ¡él, que ha venido a salvar, no a condenar! (Jn 3, 17), sino porque con libertad divina denuncia sus errores y les reprocha su malicia.

Sin embargo, siempre habrá criaturas que, como los fariseos, rechacen el mensaje y el amor de Cristo. Esta es la causa de las angustias más amargas de su pasión, y en las palabras del profeta puede vislumbrarse una alusión a las mismas: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas» (Is 49, 4).

Pero la angustia de Cristo va siempre acompañada de la confianza en el Padre, que lo escondió «en la sombra de su mano» y que en él manifestará su gloria (ibid 2-3), compensación infinita a todas las repulsas de los hombres. Dios, en efecto, no abandonará para siempre a las humillaciones o a la muerte a su Hijo amado, sino que lo librará con la resurrección, mostrando de esta manera al mundo la propia gloria y la de su Cristo.

Jesús mismo se expresará en este sentido en la no­che de la última cena, inmediatamente después de haber declarado que estaba a punto de ser traicionado: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31).

«Ahora» porque la traición introduce a Cristo en la pasión y ésta le introduce en la gloria que el Padre le ha preparado, la cual se convertirá en glorificación del Padre mismo y en salvación de los hombres. La pasión se presenta siempre como camino para la exaltación de Cristo y para la salvación del mundo.

También el profeta la había vislumbrado bajo esta luz cuando concluía las alusiones a los padecimientos del Siervo del Señor con esta grandiosa declaración: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (Is 49, 6).

 

2.En el tramo del Evangelio de Juan que la Liturgia propone hoy a la consideración de los fieles, se dan cita las declaraciones más tristes que Jesús haya hecho a los suyos: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar... no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces» (Jn 13, 21. 38).     Jesús sabe que le espera la traición, pero su presencia no le insensibiliza; al acercarse la hora, Juan atestigua que Jesús estaba «profundamente conmovido» (ibid 21). Es el estremecimiento de la humanidad del Redentor, -que, aun siendo Dios, ama y sufre con corazón de hombre.

Aquella turbación de espíritu despierta un eco especial en Pedro, el apóstol ardiente e impetuoso, que quiere saber inmediatamente quién va a ser el traidor; tal vez para reprocharle su infame proyecto e impedírselo. Y no supone, ni siquiera remotamente, que también él puede quedar atrapado en el lazo de la tentación.

Su amor al Maestro es grande y sincero, pero presuntuoso, demasiado seguro de sí mismo; Pedro necesita aprender que nadie puede consi­derarse mejor que los demás, ni siquiera mejor que los traidores. Y he ahí, que en esa misma noche, pocas horas después de haber declarado al Señor: «Daré mi vida por ti», experimenta amargamente su debilidad.

La experimenta por vez primera en Getsemaní, donde, como los demás, se deja tomar por el sueño mientras Jesús agoniza; la segunda vez, cuando capturan a Jesús y él huye, hecho un puro miedo; la tercera, la más dolorosa, en el patio del palacio de Caifás.

Una criada le reconoce como discípulo del Nazareno, y Pedro, vencido por el pánico, niega: «Ni sé ni entiendo lo que quieres decir» (Mc 14, 68); así, por tres veces, es más, la última más expresamente, pues Marcos refiere que «se puso a echar maldiciones y a jurar: No conozco a ese hombre que decís» (ibid 71).

Marcos es el evangelista que más minuciosamente describe la negación de Pedro; es la humilde confesión de la propia deslealtad que el Cabeza de los Apóstoles hace por boca de su discípulo, para que sirva de advertencia a todos los creyentes.

Nadie puede considerarse seguro de no caer. Tal vez al cantar el gallo, y, sobre todo, al recibir la mirada de Jesús, que se volvió hacia él y le miró (Lc 22, 61), Pedro recapacitó, y juntamente con la predicación del Maestro le volvieron al alma sus palabras, pronunciadas en aquella misma noche: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).

Pedro no tiene ya necesidad de que el Maestro insista; ahora ha comprendido, y «saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 62). ¡Benditas lágrimas de arrepentimiento que lavan y derriten la presunción en humildad!

¡Oh Dios de mi alma, qué priesa nos damos a ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos! ¿Qué causa hay, Señor, para tan desatinado atrevimiento? ¿Si es el haber ya entendido vuestra gran misericordia y olvidarnos de que es justa vuestra justicia?

«Cercáronme los dolores de la muerte». — ¡Oh, oh, oh, qué grave cosa es el pecado, que bastó para matar a Dios con tantos dolores! ¡Y cuán cercado estáis, mi Dios, de ellos! ¿Adónde podéis ir que no os atormenten? De todas partes os dan heridas los mortales.

 

<<¡Oh, ceguedad grande, Dios mío! ¡Oh, qué grande ingratitud, Rey mío! ¡Oh, qué incurable locura, que sirvamos al demonio con lo que nos dais Vos, Dios mío! ¡Que paguemos el gran amor que nos tenéis con amar así a quien os aborrece y ha de aborrecer para siempre! ¡Que la sangre que derramasteis por nosotros, y los azotes y grandes dolores que sufristeis, y los grandes tormentos que pasateis en lugar de vengar a vuestro Padre Eterno... tomamos por compañeros y amigos a los que así os trataron!...

¡Oh mortales!... ¿Es porque veis a esta Majestad atado y ligado con el amor que nos tiene? ¿Qué más hacían los que le dieron la muerte, sino después de atado darle golpes y heridas?

¡Oh, mi Dios, cómo padecéis por quien tan poco se duele de vuestras penas!>> (SANTA TERESA DE JESUS, Exclamaciones, 10, 1; 12, 3, 5).

 

<<¡Acuérdate, Jesús mío, qué cara te he costado! ¡Acuérdate, Dios piadoso, que por mí, pecadora, pagaste en el madero de la cruz amarga! ¡Acuérdate, benigno Redentor mío, de lo que he deseado hacer y no de lo que he hecho!...

¡Oh dulce Señor Jesucristo, cuántas veces te he dado la hiel amarga a cambio de la miel que tú me has dado! ¡Cuántos pecados contra tantos dones! ¡Cuántos males contra tantos bienes! ¡Oh cuántas veces, mientras he gozado de tus cosas..., te he ofendido con esas mismas cosas tuyas.

¡Oh cuántas veces, cobrando tu paga, he militado bajo el estandarte del demonio y del mundo! Concédeme, ahora ya, la gracia de devolverte... bien por bien y no mal por bien, gratitud y no ingratitud, y que sienta siempre amargura cuando haga o piense algo que sea contra tu Majestad; y que de aquí en adelante, te devuelva amor por amor, sangre por sangre, vida por vida>>.(BEATA CAMILA DA VARANO, Cartas).

43. LA HORA DE LAS TINIEBLAS

MIERCOLES SANTO

 

«¡Señor, ten piedad de mí! ¡Sana mi alma, porque he pecado contra ti!» (Sal 41, 5).

 

1.«Os aseguro que uno de vosotros me va a en­tregar» (Jn 13, 21; Mt 26, 21); las mismas palabras referidas por Juan, las relata Mateo, el cual añade otros detalles.

No sólo era Pedro quien deseaba saber quién sería el traidor, sino también los demás estaban ansiosos por saberlo, y «consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor?» (Mt 26, 22). Hasta Judas se atreve a hacer la misma pregunta. Jesús se lo había indicado veladamente a Juan: «Aquél a quien yo le dé este trozo de pan untado» (Jn 13, 26). y a la pregunta de todos había contestado de un modo indirecto: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar» (Mt 26, 23).

 Pero Judas, que con cínica desenvoltura se sienta a la mesa como amigo mientras trama la traición y acepta sin temblar el revelador trozo de pan untado, no consigue permanecer encubierto; él mismo provoca la denuncia. «¿Soy yo acaso, Maestro?»; y Jesús le responde: «Así es» (ibid 25).

El Maestro se ve ahora obligado a decir abiertamente lo que hasta entonces había callado con piadosa delicadeza. Aun conociendo las intenciones de Judas, Jesús le había escogido y amado como a los demás, y le había advertido también; las palabras pronunciadas cerca de un año antes: «¿No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros s un diablo» (Jn 6, 70), habían sido dichas por él ara ponerle sobre aviso.

Durante la cena, para designarlo, el Señor recurrió a un gesto de amistad —el trozo de pan untado y ofrecido— que quería ser un tácito llamamiento; y en el huerto de los olivos hará una última tentativa para apartarlo del abismo, no rechazando, antes bien aceptando el beso del traidor. Pero Judas está ya poseído por el Maligno al que se ha entregado por treinta monedas de plata. Y Jesús se ve obligado a declarar: «El Hijo del Hombre se va..., pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!» (Mt 26, 24).

Palabras graves, que revelan la tremenda responsabilidad del traidor. Judas ha seguido al Maestro, no por amor, sino por egoísmo, con la mira puesta en intereses materiales; la codicia le ha vuelto ladrón: comenzó robando algunas monedas, y luego por algunas monedas traicionó a quien no le interesaba ya porque no le daba esperanza alguna de ventajas terrenas. Así se hacían verdad las palabras del salmo: «Aun el que tenía paz conmigo, aquél en quien me confiaba y comía mi pan, alzó contra mí su calcañal» (Sal 41, 10).

 

2.«Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro... La afrenta me destroza el corazón, y desfa­llezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no los encuentro» (Sal 69, 8. 21).

En los días consagrados al misterio de la Pasión, las palabras del salmista resuenan como un lamento de Cristo expuesto a la infamia, calumniado y torturado, abandonado por todos, traicionado por los amigos. «Esta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas» (Lc 22, 53), dijo el Señor en el momento de su captura. La hora en la que la traición se hace entrega a los tribunales, condena a muerte, crucifixión.

Pero es también la hora fijada por el Padre para la consumación de su sacrificio, y por lo tanto la hora esperada por Cristo con vivo deseo: «Tengo que pasar por un bautismo [el bautismo de sangre de su pasión], ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50). Y también: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer» (ibid 22, 15), y se trataba de la Pascua que anticipaba en la Cena eucarística su sacrificio.

El sacrificio de Cristo suponía un traidor. Esto estaba previsto por las Escrituras; éstas, sin embargo, no determinaron la traición, pero la anunciaron precisamente porque había de acaecer. Y aunque todo estaba preordenado por Dios, que tanto ha amado al mundo hasta entregar a su propio Hijo para salvarlo, no por eso está sin culpa el hombre que voluntariamente se hizo traidor. «¿Qué puede aducir Judas sino el pecado?, —dice san Agustín—.

Al poner a Cristo en manos de los judíos, él no pensó, ciertamente, en nuestra salvación, por la cual, sin embargo, Cristo se dejó entregar al poder de sus enemigos. Judas pensó en el dinero que ganaría, y halló en él la ruina de su alma» (In loan 62, 4). El acto infame sirvió a los planes de Dios para conducir a Cristo a su pasión. «Judas entregó a Cristo, y Cristo se entregó por sí mismo: Judas para realizar su horrible tráfico, Cristo para realizar nuestra redención» (ibid).

La pasión de Cristo, aun en esta concurrencia de causas divinas y humanas, es un misterio inefable: es preferible contem­plarlo en la oración a considerarlo según la lógica hu­mana. Y cada uno queda advertido, pues en todo hombre puede, de alguna manera, esconderse un traidor. Pero el perdón concedido a Pedro y al buen ladrón está ahí, para testimoniar que en el corazón destrozado de Cristo hay un amor infinito, capaz de destruir cualquier pecado confesado y llorado.

 

<<¡Oh Jesús, qué excesiva fue tu bondad para con el duro discípulo!... Aunque no me expliques la impiedad del traidor, me impresiona infinitamente más tu dulcísima mansedumbre, ¡oh Cordero de Dios! Esta mansedumbre se nos da a nosotros por modelo... He aquí, ¡oh Señor!, que el hombre de las confidencias únicas, el hombre que parecía tan unido a ti, tu consejero y tu íntimo, el hombre que saboreó tu pan, el hombre que en la santa cena comió contigo las dulces viandas, ese hombre descargó contra ti el golpe de la iniquidad. Y no obstante..., tú, mansísimo Cordero..., no vacilaste en entregar tu rostro a la maliciosísima boca, a ha boca que, en el momento de la traición, te besó... Nada le ahorraste, nada le negaste que pudiera suavizar la pertinacia de un corazón malo>>(El madero de la vida, 17).

 

<<¡Cuántos son, buen Jesús, los que te golpean! Te golpea tu Padre, porque no te perdonó, sino que te entregó como víctima por todos nosotros. Y te golpeas tú mismo, ofreciendo a la muerte tu vida, la que ninguno puede quitarte, si tú no quieres. Te golpea, además, el discípulo que te traiciona con un beso. Te golpea el judío con patadas y bofetadas; y te golpean los gentiles con azotes y con clavos. ¡Mira, cuántas personas, cuántas humillaciones, cuántos verdugos!

¡Y cuántos los que te entregan! El Padre celestial te entregó por todos nosotros: y tú te entregaste a ti mismo, como gozosamente cantaba san Pablo: «Me amó hasta en regarse por mí». ¡Qué cambio realmente maravilloso! Se entregó a sí mismo el Señor por el siervo, Dios por el hombre, el Criador por la criatura, el Inocente por el pecador>>.(SAN    BUENAVENTURA,    La    vid    mística.    Opúsculos  místicos).

 

<<Benigno Señor mío, ¿cómo podré darte gracias por soportarme, a mí, que he obrado mil veces peor que Judas? A el le hiciste tu discípulo, y a mí tu esposa e hija... ¡Oh Jesús mío!, yo te he traicionado, no una sola vez como él, sino miles e infinitas veces...

¿Quién te crucificó? Yo. ¿Quién te azotó atado a la columna? Yo. ¿Quién te coronó de espinas? Yo. ¿Quién te dio a beber vinagre y hiel? Yo. Señor mío, ¿sabes por qué te digo todas estas cosas? Porque he comprendido... con tu luz, que mucho más te afligieron y dolieron los pecados mortales que yo he cometido, que lo que te afligieron y dolieron todos aquellos tormentos>>.(BEATA CAMILA DA VARANO, Los dolores mentales de Jesús, 8).

44. LA CENA DEL SEÑOR

JUEVES SANTO

 

«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre»(Sal 116, 12-13).

 

1.— La celebración del misterio pascual, centro y vértice de la historia de la salvación, se abre con la Misa vespertina del jueves santo, que conmemora la Cena del Señor.

Todas las lecturas se centran en el tema de la cena pascual. El tramo del Éxodo (12, 1-8; 11-14) nos recuerda la antigua institución, establecida cuando Dios ordenó a los Hebreos que inmolasen en cada familia «un animal sin defecto [macho, de un año, cordero o cabrito], que rociasen con la sangre las dos jambas y el dintel de las casas para librarse del exterminio de los primogénitos, y que lo comiesen a toda prisa y en atuendo de caminantes.

En aquella misma noche, preservados por la sangre.,-del cordero y nutridos con sus carnes, iniciarían la marcha hacia la tierra prometida. El rito había de repetirse cada año en recuerdo de tal hecho. «Es la Pascua [fiesta] en honor del Señor» (Ex 12, 11), que conmemora «el Paso del Señor» por en medio de Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto.

Jesús elige la celebración de la pascua judía para instituir la nueva, su Pascua, en la que él es el verdadero «cordero sin defecto» inmolado y consumado por la salvación del mundo. Y desde el momento en que se sienta a la mesa con los suyos, inicia el nuevo rito.

«El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo —se lee en la segunda lectura (1Cor 11, 23-26)— tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros..." Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre"».

Aquel pan milagrosamente trasformado en el Cuerpo de Cristo, y aquel cáliz que ya no contiene vino, sino la Sangre de Cristo, ambos ofrecidos, pero separadamente ofrecidos, eran, en aquella noche, el anuncio y anticipo de la muerte del Señor, en la que derramaría toda su Sangre, y son hoy su vivo memorial. «Haced esto en memoria mía».

Bajo esta luz presenta san Pablo la Eucaristía cuando dice: «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor». La Eucaristía es «pan vivo» que da la vida eterna a los hombres (Jn 6, 51), porque es el «memorial» de la muerte de Cristo, porque es su Cuerpo «entregado» en sacrificio, y es su Sangre «derramada por todos para el perdón de los pecados» (Lc 22, 19; Mt 26, 28).

Nutridos con el Cuerpo de Cristo y lavados con su Sangre, los hombres pueden soportar las asperezas del viaje terreno, pasar de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, de la tra­vesía fatigosa del desierto a la tierra prometida: la casa del Padre.

 

2. «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo... Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre» (MR). Si la costumbre hubiera amortiguado en los creyentes la vitalidad de la fe, la Liturgia de este día les invita a reavivarse, a penetrar con la más profunda y amorosa de las miradas la inefable realidad del misterio que se realizó por vez primera en el cenáculo ante las miradas atónitas dé los discípulos y que hoy se renueva del mismo modo concreto que entonces.

Sigue siendo el Señor Jesús quien, en la persona de su ministro, realiza el gesto consecratorio, y hoy, aniversario de la institución de la Eucaristía y vigilia de la muerte del Señor, todo eso adquiere una actualidad impresionante.

Jesús «habiendo amado a los suyos... los amó hasta el extremo», dice Juan prologando el relato de la última cena (3.a lectura: Jn 13, 1-15); «en la noche en que iban a entregarlo», precisa Pablo refiriendo la institución de la Eucaristía. Tremendo contraste: por parte de Cristo, el amor infinito, «hasta el extremo», hasta la muerte; por parte de los hombres, la traición, la negación, el aban­dono.

La Eucaristía es la respuesta que da el Señor a la traición de sus criaturas. Parece estar impaciente por salvar a los hombres, tan débiles y perjuros, y anticipa místicamente su muerte ofreciéndoles como nutrimiento ese cuerpo que en breve sacrificará en la cruz y esa sangre que derramará hasta la última gota. Y si dentro de pocas horas la muerte le arrebatará de la tierra, en la Eucaristía, sin embargo, se perpetuará su presencia viva y real hasta el fin de los siglos.

Pero juntamente con el sacramento del amor, Jesús deja a la Iglesia el testamento del amor: su «mandato nuevo». De repente, los Doce ven que el Maestro se arrodilla delante de ellos en la actitud de un siervo: «echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos». La escena se concluye con una advertencia: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los píes, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros».

No se trata tanto de imitar el gesto material, cuanto la actitud de humildad sincera en las relaciones recíprocas, considerándose y comportándose los unos como siervos de los demás. Sólo esta humildad hace posible el cumplimiento del precepto que Jesús está a punto de dar:«Os doy el mandato nuevo: que os améis mutuamente corno yo os he amado» (ibid 34). El lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, la muerte de cruz, indican cómo y hasta qué punto hay que amar a los hermanos para realizar y hacer verdad el precepto del Señor.

 

<<¡Oh buen Jesús!, para ejercitarnos en el amor tomaste la resolución de permanecer siempre entre nosotros... Sin embargo, ya preveías la suerte que te esperaba entre los hombres, los desacatos y ultrajes que habrías de sufrir. ¡Oh Eterno Padre!, ¿cómo has podido permitir que tu Hijo permaneciese en medio de nosotros para sufrir cada día un nuevo género de injurias? ¡Oh Dios mío! ¡Qué exceso de amor en aquel Hijo! ¡Y qué exceso también en aquel Padre!

¡Oh Eterno Padre!, ¿cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan enemigas como las nuestras? ¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero?

¡Oh Padre santo que estás en los cielos!..., si tu Hijo divino no dejó nada por hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, ¡oh misericordiosísimo Señor!, que sea tan maltratado. El se quedó entre nosotros de un modo tan admirable, que le podemos ofrecer en sacrificio cuantas veces queramos. Pues bien, que por este augustísimo sacrificio se ponga fin a la muchedumbre de pecados e irreverencias que se cometen hasta en el lugar mismo donde mora este Santísimo Sacramento>>.{Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 33, 2, 4; 35, 3).

 

<<Es justo y necesario darte gracias, Padre Santo, por Cristo nuestro Señor. El, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.

Te pedimos, ¡oh Padre!, que la celebración de estos santos misterios nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida>>.(Cf. Misal Romano, Prefacio y Colecta).

 

<<Ven, Jesús, tengo los pies sucios. Hazte siervo por mí. Echa agua en la jofaina; ven, lávame los pies. Lo sé, temerario lo que te digo, pero temo la amenaza de tus palabras: «Si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo». Lávame, pues, los pies, para que tenga algo que ver contigo. ¡Pero qué digo, ¿lávame los pies?! Eso lo pudo decir Pedro, que no necesitaba lavarse más que los pies, porque todo él estaba limpio. Yo, más bien, una vez lavado, necesito ese otro bautismo del que tú, Señor, dices: «Tengo que pasar por un bautismo».(ORIGENES, de Oraciones de los primeros cristianos, 63).

45. TRASPASADO POR NUESTRAS REBELIONES

VIERNES SANTO

 

«A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás»(Sal 31, 6).

 

1. La Liturgia del viernes santo es una conmove­dora contemplación del misterio de la Cruz, cuyo fin no es sólo conmemorar, sino hacer revivir a los fieles la dolorosa Pasión del Señor. Dos son los grandes textos que la presentan: el texto profético atribuido a Isaías (Is 52, 13; 53, 12) y el texto histórico de Juan (18, 1-19, 42).

La enorme distancia de más de siete siglos que los separa queda anulada por la impresionante coincidencia de los hechos, referidos por el profeta como descripción de los padecimientos del Siervo del Señor, y por el Evangelista como relato de la última jornada terrena de Jesús. «Muchos se espantaron de él —dice Isaías—, porque desfigurado no parecía hombre... Despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos» (52, 14; 53, 3). Y Juan, con los demás evangelistas, habla de    Jesús traicionado, insultado, abofeteado, coronado de espinas, escarnecido y presentado al pueblo como rey burlesco, condenado, crucificado.

El profeta precisa la causa de tanto sufrir: «Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes», y se indica también su valor expiatorio: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, y sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5).

No falta ni siquiera la alusión al sentido de repulsa por parte de Dios —«nosotros lo estimamos herido de Dios y humillado» (ibid 4)— que Jesús expresó en la cruz con este grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Pero, sobre todo, resalta claramente la voluntariedad del sacrificio: voluntariamente, el Siervo del Señor «entregó su vida como expiación» (Is 53, 7. 10); voluntariamente Cristo se entrega a los soldados después de haberlos hecho retroceder y caer en tierra con una sola palabra (Jn 18, 6) y libremente se deja conducir a la muerte, él, que había dicho: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente» (Jn 10, 18).

El profeta vislumbró incluso la conclusión gloriosa de este voluntario padecer: «A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará... Por eso —dice el Señor— le daré una parte entre los grandes... porque expuso su vida a la muerte» (Is 53, 11. 12). Y Jesús, aludiendo a su pasión, dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

Todo esto demuestra que la Cruz de Cristo se halla en el centro mismo de la salvación, ya prevista en el Antiguo Testamento a través de los padecimientos del Siervo de Díos, figura del Mesías que salvaría a la humanidad, no con el triunfo terreno, sino con el sacrificio de sí mismo. Y es éste el camino que cada uno de los fieles debe recorrer para ser un salvado y un salvador.

 

2.Entre la lectura de Isaías y la de Juan, la Liturgia inserta un tramo de la carta a los Hebreos (4, 14-16; 5, 7-9). Jesús, Hijo de Dios, es presentado en su cualidad de Sumo y Unico Sacerdote, no tan distante, sin embargo, de los hombres «que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado».

Es la prueba de su vida terrena, y, sobre todo, de su pasión, por la que ha experimentado en su carne inocente todas las agruras, los sufrimientos, las angustias, las debilidades de la naturaleza humana. Así, a un mismo tiempo, él se hace Sacerdote y Víctima, y no ofrece en expiación de los pecados de los hombres sangre de toros o de corderos, sino la propia sangre.

«Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». Es un eco de la agonía en Getsemaní: «!Abba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (Mc 14, 36).

Obedeciendo a la voluntad del Padre, se entrega a la muerte, y, después de haber saboreado todas sus amarguras, se ve liberado de ellas por la resurrección, convirtiéndose, «para todos los que obedecen, en autor de salvación eterna» (Heb 5, 9). Obedecer a Cristo Sacerdote y Víctima significa aceptar como él la cruz, abandonándose con él a la voluntad del Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Salmo resp.).

Pero a la muerte de Cristo siguió inmediatamente su glorificación. El centurión de guardia exclama: «Realmente, este hombre era justo», y todos los presentes, «habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de' pecho» (Lc 23, 47-48). La Iglesia sigue el mismo itinerario, y tras de haber llorado la muerte del Salvador, estalla en un himno de alabanza y se postra en adoración: «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero».

Con los mismos sentimientos, la Liturgia invita a los fieles a nutrirse con la Eucaristía, que, nunca como hoy, resplandece en su realidad de memorial de la muerte del Señor. Resuenan en el corazón las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), y las de Pablo: «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Cor 11, 26).

 

<<¡Oh Cristo Jesús, caído bajo el peso de la cruz, yo te adoro! «Fuerza de Dios», te mostraste abatido por la debilidad para enseñarnos la humildad y confundir nuestro orgullo. «¡Oh Sumo Sacerdote, lleno de santidad, que pasaste por nuestras mismas pruebas para asemejarte a nosotros y poder compadecerte de nuestras debilidades», no me abandones a mí mismo, porque no soy más que debilidad; dame tu fuerza para que no sucumba al pecado>>.(C. MARMION, Cristo en sus misterios, 14).

 

<<Salve, cabeza ensangrentada, coronada de espinas, herida, rota, golpeada con una caña, cubierta de salivazos! ¡Salve! Sobre tu manso rostro se cierne el presagio de la muerte; tiene perdido el color, pero bajo esa espantosa palidez la corte celestial te adora.

¡Oh santo Rostro, así golpeado, casi abollado y atormentado por nuestros pecados, haz que a los ojos de este indigno pecador llegue y brille una señal de tu amor! ¡He pecado, perdóname! No me rechaces de tu lado. Mientras se acerca la muerte, inclina un poco hacia mí tu adorable cabeza y déjala reposar entre mis brazos.

Y cuando también yo tenga que morir, ven pronto, ¡oh Jesús! Que en la hora terrible, tu Sangre, ¡oh Jesús!, sea mi ayuda. ¡Protégeme y líbrame! Partiré cuando tú quieras, mi amado Jesús, pero en ese momento, acompáñame! Te estrecharé contra mí, porque me amas; ¡pero en ese momento, muéstrate a mí en esa cruz que nos salvó!>>(SAN BERNARDO, atribuido, PL 184, c. 1323-1324).

 

<<¡Oh Cruz, indecible amor de Dios! Cruz, gloria del cielo! ¡Cruz, salvación eterna! ¡Cruz, terror de los malvados!

Apoyo de los justos, luz de los cristianos, ¡oh Cruz!, por ti, Dios hecho carne en la tierra se hizo también esclavo; por ti, en el cielo, el hombre ha sido hecho rey en Dios; por ti, y de ti, nació la verdadera luz, fue vencida la noche maldita...

Tú eres el vínculo de la paz que une a todos los hombres en Cristo mediador. Te has convertido en la escalera por la que el hombre sube hasta el cielo.

Sé siempre, para nosotros, tus fieles, áncora y columna. Gobierna nuestra morada, conduce nuestra barca. Que se afiance en la Cruz nuestra fe, que se prepare nuestra corona en la Cruz>>.(SAN PAULINO DA NOLA, Poema 19, PL 61, 550, BC).

46. EN ESPERA DE LA RESURRECCION

SABADO SANTO

 

«Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación»(Is 12, 2).

 

1.El sábado santo es el día más indicado para con­templar en síntesis el misterio pascual de la pasión muerte-resurrección del Señor, en el que converge y actúa toda la historia de la salvación. A esto invita la Liturgia proponiendo una serie de lecturas escriturísticas que (tocan las etapas más importantes de esta historia maravillosa, para después concentrarse en el misterio de Cristo.

Ante todo, viene presentada la obra de la creación (1.a lectura), salida de las manos de Dios y por él contemplada con complacencia: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gen 1, 31). De Dios, bondad infinita, no pueden salir más que cosas buenas, y si, demasiado pronto, el pecado viene a trastornar toda la creación, Dios, fiel en su bondad, planifica inmediatamente la restauración, que realizará por medio de su Hijo divino.

 De éste aparece una figura profética en Isaac, a quien Abrahán se dispone a inmolar para obedecer el mandato divino (2.a lectura); y si Isaac fue liberado, Cristo, después de haber sufrido la muerte, resucitará glorioso. Otro hecho notable   es   el  milagroso   «paso»   del   Mar   Rojo   (3ª.lectura) realizado, con la intervención de Dios, por el pueblo de Israel, símbolo del bautismo, mediante el cual los que creen en Cristo «pasan» de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad y a la vida de hijos de Dios.

Siguen bellísimos textos proféticos sobre la misericordia redentora del Señor, quien, a pasar de las continuas infidelidades de los hombres, no cesa de desear su salvación.

Después de haber castigado las culpas de su pueblo, Dios lo llama a sí con el cariño de un esposo fiel hacia la esposa que lo ha traicionado: «Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré...; con misericordia eterna te quiero —dice el Señor, tu redentor—» (Is 54, 7-8).

De ahí la apremiante invitación a no dejar pasar en vano la hora de la misericordia: «Buscad al Señor mientras se le en­cuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que re­grese al Señor, y él tendrá piedad; que vuelva a nuestro Dios, que es rico en perdón» (Is 55, 6-7).

Si todo esto es verdad para el pueblo de Israel, mucho más lo es para el pueblo cristiano, hacia el cual la misericordia de Dios ha alcanzado el vértice en el misterio pascual de Cristo. Y Cristo, «nuestra Pascua», Cordero inmolado por la salvación del mundo, incita a todos los hombres a que abandonen el camino del pecado y vuelvan a la casa del Padre, caminando «a la claridad de su resplandor», con la alegría de conocer y hacer «lo que agrada al Señor» (Bar 4, 2. 4).

 

2.La historia de la salvación culmina en el misterio) pascual de Cristo, se hace historia de cada hombre me­diante el bautismo que lo inserta en este misterio. De hecho, por este sacramento« fuimos sepultados con él [Cristo] en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos..., así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6, 4).

Esto explica por qué ocupa tan alto lugar el bautismo en la Liturgia de la Vigilia pascual: en los textos escriturísticos y en las oraciones, especialmente en el rito de la bendición del agua y de la administración del sacramento a los neófitos, y por último en la renovación de las promesas bautismales. Celebrar la Pascua significa «pasar» con Cristo de la muerte a la vida, «paso» iniciado con el bautismo, pero que debe ser realizado cada vez más plenamente durante toda la vida del cristiano. «Porque, si nuestra existencia está unida a él [Cristo] en una muerte como la suya —apremia san Pablo—, lo estará también en una resurrección como la suya» (ibid 5).

No se trata de bellas expresiones, sino de realidades inmensas, de trasformaciones radicales obradas por el bautismo y de las cuales los creyentes se olvidan demasiado, inconscientemente. Participar en la muerte de Cristo quiere decir morir con él «al pecado de una vez para siempre» (ibid 10), y por lo tanto, morir cada día a las pasiones, a las malas inclinaciones, al egoísmo, al orgullo; quiere decir — según la triple renuncia de las promesas bautismales— renunciar cada vez más a Satanás, a sus obras, a sus seducciones. Y todo esto, no sólo con las palabras, ni por el tiempo que dura una función litúrgica, sino durante toda la vida. «Consideraos muertos al pecado —grita el Apóstol— y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (ibid 11).

En virtud del bautismo, no sólo recibido, sino vivido, el pueblo cristiano se presenta como aquel pueblo pre­conizado por Ezequiel (36, 25-26; 7." lectura), asperjado y purificado con un «agua pura» —agua que brota del costado traspasado de Cristo crucificado—, que recibe de Dios «un corazón nuevo» y «un espíritu nuevo», dones eminentemente pascuales.

Con estas disposiciones, cada uno de los fieles puede considerarse preparado y dispuesto a cantar el Aleluya, a asociarse al gozo de la Iglesia ante el anuncio de la resurrección del Señor, considerándose también él resucitado con Cristo para gloria de Dios.

 

<<¡Oh Padre omnipotente!..., tú eres el Dios eterno e incomprensible, que al ver al género humano muerto por la miseria de su fragilidad, movido solamente por amor y piedad clementísima, nos mandaste al verdadero Dios y Señor nuestro Jesucristo, Hijo tuyo, vestido con los harapos de nuestra carne mortal. Y quisiste que viniese, no con delicias y pompas de este mundo transitorio, sino con angustia, pobreza y tormentos, conociendo y cumpliendo tu voluntad en favor de nuestra redención...

Y tú, Jesucristo, Redentor nuestro..., has sufrido en tu cuerpo el castigo de nuestras iniquidades y de la desobediencia de Adán, haciéndote obediente hasta el oprobio de una muerte de cruz. En la cruz, Jesús, dulce amor..., satisficiste por nosotros, y al mismo tiempo reparaste en ti mismo la injuria hecha al Padre.

Peccavi, Domine, miserere mei. Adondequiera que me vuelva, hallo amor inefable: y no puedo excusarme de amar, puesto que sólo tú, Dios y Hombre, eres quien me amaste sin amarte yo; efectivamente, yo no existía y tú me hiciste.

Todo lo que quiero amar, lo hallo en ti... Si quiero amar a Dios, hallo en ti la inefable Deidad; si quiero amar al hombre, tú eres el hombre...; si quiero amar al Señor, tú has pagado el precio de tu Sangre, sacándonos de la esclavitud del pecado. Tú eres Señor, Padre y Hermano nuestro por tu benignidad y desmesurada caridad>>.(SANTA CATALINA DE SIENA, Oraciones y Elevaciones).

 

<<¡Oh Dios!, a nosotros, que por el misterio pascual hemos sido sepultados con Cristo en el bautismo, concédenos vivir con él una vida nueva. Acepta, por tanto, la renovación de nuestras promesas bautismales, con las que en otro tiempo renunciamos a Satanás y a sus obras, y ahora prometemos de nuevo servirte fielmente en la Santa Iglesia católica.

Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos regeneró por el agua y el Espíritu Santo y que nos concedió la remisión de los pecados, guárdanos en tu gracia para la vida eterna>>.(Cf. Misal Romano, Vigilia pascual).

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