EN EL NOMBRE DEL PADRE (CÓMO LLEGAR A CONOCER AL PADRE. POR ESTOS AUTORES) PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA.1966-2018.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

EN EL NOMBRE DEL PADRE

(CÓMO LLEGAR A CONOCER AL PADRE. POR ESTOS AUTORES)

PARROQUIA DE SAN PEDRO.  PLASENCIA.1966-2018.

INTRODUCCIÓN

 

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo, como lo hacen otros muchos cristianos, para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora  lo vivo con gozo, quiero escribir este libro de meditaciones sobre el Padre nuestro que es una deuda que tengo con el Padre.

Te explico. Tengo una deuda personal con el Abba, Padre-papá del cielo. Porque tengo libros publicados sobre la Trinidad Santísima, sobre el Hijo, sobre el Espíritu Santo, sobre Jesucristo Eucaristía… pero sobre el Padre, no tengo nada escrito hasta la fecha, mejor dicho, tengo muchas cosas e meditaciones escritas aquí y allá, en mis libros, pero ningún libro específico sobre su Persona Divina.

Y eso que quejé en algún artículo de la revista Ecclesia sobre la poca devoción que hay entre los cristianos al Padre. Es más, hace poco publiqué este artículo sobre la fiesta del Padre que pongo a continuación:

«Hemos celebrado la Pascua, Pentecostés y acabamos de celebrar la solemnidad de la Santísima Trinidad; pero la verdad que echo de menos una fiesta dedicada al Padre.

Sí, si ya se lo que dicen a este respecto los liturgistas; pero lo cierto es que entre las fiestas del año litúrgico no hay ninguna con el nombre de Dios Padre. Sin embargo, cuando los discípulos, admirados de su oración, le pidieron al Señor que les enseñase a orar, Él les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre…”… y su comida era hacer la voluntad del Padre y Gracias te doy, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y Padre en tus manos encomiendo mi espíritu…

La Iglesia, sin embargo, en las oraciones colectas de la misa pocas veces rezo  al Padre, sí al Dios Omnipotente, Dios infinito, misericordioso… pero Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Esto puede haber influido, a mi parecer, en la poca devoción al Padre en el pueblo cristiano. De hecho hay pocas fiestas populares, pocas parroquias, pocas instituciones, pocas congregaciones, con el nombre de Dios Padre. Compárese con la cantidad de fiestas y nombres de los «Cristos», de la Virgen, de los santos… Parece como si la devoción a Dios Padre hubiera quedado reservado para los místicos.

Me gustaría que hubiera una fiesta dedicada al Padre. La fiesta del Padre renovaría nuestras actitudes y disposiciones de abandono filial en su bondad y ternura. Asimismo iluminaría nuestra existencia como fruto de su amor y predilección paternal y ayudaría a la felicidad y fecundidad de la familia cristiana. También nos daría la certeza de sentir, en un mundo ahora tan triste, la presencia de un Padre que nos ha amado y preferido para la felicidad eterna entre millones de seres posibles.

La fiesta del  Padre nuestro que estás en los cielos sería simplemente la del Padre de todos, que nos haría más hermanos, más familia. Personalmente, así se lo expreso al Abba-Papá del cielo, todos los días, al empezar la jornada, con todo mi amor de hijo agradecido; en ella resumo todo lo más importante que siento de conocimiento, amor y agradecimiento al Padre:  

 

Abba, Padre bueno del  cielo y de la tierra y de todas partes,  principio y fin de todo.

Me alegro de que existas y seas tan grande y  generoso, dándote totalmente como Padre a tu Hijo con tu Amor de Espíritu Santo y viviendo en Tri-Unidad de Vida, Verdad  y Amor

Te alabo y te bendigo porque me has creado y redimido y hecho hijo tuyo en tu Hijo encarnado por obra del Espíritu Santo en el que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan vida eterna”.

Papá bueno del cielo, te doy gracias porque me creaste: si existo, es que me has amado y soñado desde toda la eternidad y con un beso de amor de Padre me has dado la existencia en al amor de mis padres.

Si existo, es que me has preferido a millones y millones de seres que no existirán y me ha señalado con tu dedo,  creador de vida y felicidad eterna.

Si existo, soy un cheque firmado y avalado por la sangre del Hijo, muerto y resucitado por la potencia de Amor del Santo Espíritu; y he sido elegido  por creación y redención para vivir eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno.

Padre bueno de cielo y tierra, te pido que sea santificado tu Nombre, que venga a nosotros tu reino de santidad, de vida y amor;  que se haga tu voluntad de salvación universal de todos los hombres; y que cumplamos tu deseo revelado en tu Palabra hecha carne: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”;  danos muchos y santos sacerdotes y predicadores de tu reino  que prolonguen la misión que confiaste a tu Hijo amado, Sacerdote Único del Altísimo y Eucaristía perfecta.

Abbá, Papá eterno del cielo, quiero amarte como hijo; quiero obedecerte como a Padre; quiero cumplir tu deseo de hacernos a todos hijos en el Hijo para que te complazcas eternamente en Él-nosotros con tu mismo Amor de Espíritu Santo.

Padre nuestro que estás en el cielo, Origen de todo bien, Ternura infinita y personificada de la Trinidad; Principio y Fin de todo; Padre-Madre de mi vida y de mi alma, yo creo, adoro, espero, te amo; y te pido perdón por todos los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman; y confío y espero  tu abrazo eterno de Padre en el Hijo con tu  Amor de Espíritu Santo. Amén».

Así que empecé a reunir todo el material que tenía escrito sobre este tema, releí especialmente libros y más libros antiguos y nuevos sobre el Padre, algunos meditados en tiempos muy lejanos, entre ellos, los de mi querido profesor Jean Galot, algunos de los cuales he scanneado, porque están agotado y por si alguno quiere leerlo y no los tiene. Al releer algunos de ellos, sobre todo,  el libro PADRE NUESTRO, de Heinz Schürmann, EL PADRE NUESTRO, ORACIÓN EVANGÉLICA, de Michel Ledrus… cambié de opinión; son insuperables; de hecho se han escrito muchos posteriores y no llegan a ellos y eso que algunos autores les copian bastante. Bueno, una persona que lea un poco libros religiosos o teológicos, observará esto. Y es que resulta difícil decir algo original sobre Jesucristo o verdades evangélicas después de miles y miles de libros escritos. Os digo yo, que en charlas y conferencias teológicas se copia mucho, incluso por teólogos.

Concluyendo: al repasar simplemente lo subrayado de estos libros, se vinieron abajo mis deseos, porque para mí son insuperables en los aspectos bíblicos, teológicos, espirituales, pastorales… Y entonces me pareció que lo más oportuno era escribir mis vivencias y conocimientos personales en un libro, por si algún día quisiera publicarlos. Os agradecería que alguno de vosotros me diera su opinión en este aspecto. Y copiar, en carpetas privadas, para evitar lesionar los derechos de autores, lo más importante que estos autores han comentado sobre el Padre y sobre el Padre Nuestro.

Paso ahora a escribir mis vivencias personales respecto al Padre y lo hago conforme lo tengo escrito en mi último libro MI CAMINO DE ORACIÓN. Lo hago tal cual, sin cambiar nada, ni orden ni numeración.

CAPÍTULO PRIMERO

                                              

B. EXPLICACIÓN Y EXPLANACIÓN   DETALLADA DE LOS HITOS Y CONTENIDOS   DE MI ORACIÓN DIARIA PERSONAL

 

A.1.  PRIMERA MIRADA: SANTÍSIMA TRINIDAD

 

“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”.

Una vez que, en el capítulo anterior, he terminado de enumerar brevemente los hitos más importantes de mi oración personal, paso a explicar ahora, más ampliamente, algunos de los contenidos más importantes de  sentimientos, vivencias y luces que empapan estas oraciones y siente en mi alma. No todos, porque no acabaría.

 

La verdad es que la oración me llena de presencia de Dios, de regalos de certezas y luces; me siento habitado por su presencia de vida, amor, Sabiduría divina, «sapere», saboreada en un «maná» desconocido de sabores infinitos, siempre gustado, pero sin posibilidad de describirlos por impotencia verbal y expresiva, aunque no vivencial y experimental, no gustados antes ni después, y siempre,  nuevos amores y explosiones de gozos y verdades sabidas y siempre nuevas y nuevas bellezas  que  «contempladas agradan», y te llenan el corazón y la vida de ansias y deseos de Eternidad Divina, y todo porque “Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Las oraciones y los hitos, que voy a seguir ahora, son los mismos que acabo de enumerar con la letra A, y con el mismo orden y siglas, ahora los voy a explicar con la letra B. Y paso ya a recorrerlos, pero con la letra B., en el mismo orden que en letra A.

            En esta oración de la mañana, nada más entrar en la iglesia, mi primera mirada es a la Santísima Trinidad, adorándola con una genuflexión y mirando al Sagrario, templo, sagrario, sacramento y misterio de mi Dios Trino y Uno en la tierra, donde el Padre me está diciendo y revelando su Palabra hecha carne eucarística, Canción Amor en la que me explica todo su proyecto de predilección y amor a los hombres, a los sacerdotes, a cada persona, por medio de su Palabra hecha carne resucitada en el pan eucarístico con Amor Infinito de Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre en que somos sumergidos para vivir ya en la tierra, por medio de la oración personal, el gozo del Abrazo y Beso Trinitario.

            De hecho, al despedirme, todos los días, de mi Dios Trino y Uno, miro al Sagrario, donde el Padre siempre me canta y revela permanentemente su Canción de Amor en el Hijo, hecho pan de Eucaristía, “permaneceré con vosotros hasta el final de los tiempos”,  por amor y obra del Espíritu Santo, termino diciendo: «Semper vivens in Trinitate in vitan aeternam»: «viviendo siempre en Tri-Unidad  hasta la vida eterna».

Por cierto, que hace ya un tiempo, que he cambiado el «sic», así, que indica un modo de vivir algo, por el «semper», que es adverbio temporal, indica tiempo, siempre, eternamente quiero vivir así. Pero algo debía faltar, porque la Santísima Trinidad me ha dicho que añada «cum Maria».

El Padre me dijo que la madre que eligió para su Hijo no es Trinidad pero está muy cerca, es la criatura más cercana, es casi divina, porque el Padre la eligió como madre para el Hijo y se confió totalmente en ella; el Hijo quiso nacer de su misma sangre y cuerpo; por eso he dicho muchas veces que la Eucaristía tiene perfume y sabor mariano, es cuerpo y sangre de María; y el Espíritu Santo la abrazó con beso trinitario tan fuerte, que engendró, se unió Dios con el hombre «por obra del Espíritu Santo».

Así que esta despedida, que repito muchas veces durante el día como expresión de mi deseo de unión o diálogo permanente con la Santísima Trinidad, ha quedado hasta la fecha así: «Semper vivens in Trinitate, cum Maria, in vitam eternam»: Siempre viviendo en Tri-Unidad, con María, hasta la vida eterna.

 

A. 1. 1. Hecha la genuflexión y mirando a los Tres en el Hijo, hecho pan de Eucaristía, digo En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén; en el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida; en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda, que me salvó y me abrió las puertas de la eternidad; y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, que me santifica, que me transforma en vida y amor trinitarios.

            Repito que todo lo que, en este libro, ponga en  cursiva negrilla, son oraciones propias y personales mías. Empiezo invocando a mis TRES porque así empecé desde niño, sin saber ni barruntar nada de este misterio de mi Dios Trino y Uno.  Al hacer esta invocación, el Espíritu de mi Dios me inspira, en mente y corazón, infinidad de vivencias, afectos y verdades que algunas expongo en mis libros, porque todos ellos han nacido de la oración personal y litúrgica. Trataré de exponer ahora algunas de estas vivencias y sentimientos, más ampliamente expuestos en algunos de mis libros.

 

A. 1. 1a). Al rezaren el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida, se me ocurren y vienen a mi mente y corazón, estas ideas:

            En el nombre del Padre que me soñó, me creó y me dio la vida... ¿por qué el hombre tiene que amar a Dios? porque Dios nos amó primero: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 10)

 

            Si existo, es que Dios me ama y me ha llamado a compartir  con Él  su mismo gozo esencial y trinitario por toda la eternidad.

            A mi me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada, solo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, de ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe desde siempre..

            Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser, amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él, por Él y como Él.

            El hombre ha sido soñado por el amor de Dios. Es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya...” (Ef 1,3.10).

            Ha sido una mirada de su amor divino, la que contemplándome en su esencia infinita, llena de luz y de amor, me ha dado la existencia como un cheque firmado ya y avalado para vivir y estar siempre con Él, en una eternidad dichosa, que ya no acabará nunca y que ya nadie puede arrebatarme porque ya existo, porque me ha creado primero en su Palabra creadora y luego recreado en su Palabra salvadora.“Nada se hizo sin ella... todo se hizo por ella” (Jn 1,3). Con un beso de su amor, por su mismo Espíritu,  me da la existencia, esta posibilidad de ser eternamente feliz en su ser amor dado y recibido, que mora en mí.

 

            Si existo, es que Dios me ha preferido a millones y millones de seres que no existirán nunca, que permanecerán en la no existencia, porque la mirada amorosa del ser infinito me ha mirado a mí y me ha preferido...Yo he sido preferido, tú has sido preferido; hermano, estímate, autovalórate, apréciate; Dios te ha elegido entre millones y millones que no existirán !Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado».(G. Marcel). Para nosotros, creyentes, ser, existir es ser amados.

 

            Si existo, yo valgo mucho, porque todo un Dios me ha valorado y amado y señalado  con su dedo creador ¡Qué bien lo expresó Miguel Ángel en la capilla Sixtina! ¡Qué grande eres, hombre! Valórate. Y valora a todos los vivientes, negros o amarillos, altos o bajos. Todos han sido singularmente amados por Dios. Con qué respeto, con qué cariño nos tenemos que mirar unos a otros, porque fíjate bien: una vez que existimos, ya no moriremos nunca, nunca... Somos semejantes a Dios, por ser amados por Dios.

            No estoy solo y olvidado y perdido en el mundo, alguien ha pensado en mí, alguien me mira con ternura y cuidado; aunque todos me dejen; aunque nadie pensara en mí; aunque mi vida no sea brillante para el mundo o para muchos,  Dios me ama, me ama, me ama, y siempre me amará. Por el hecho de existir, ya nadie podrá quitarme esta gracia y este don.

 

            Si existo, es que estoy llamado a ser feliz, a amar y ser amado por el Dios Trino y Uno. Éste es el fin del hombre. (Jn 14,2-4).“Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).

            Y todo esto que estoy diciendo de mi propia existencia, tengo que ponerlo también en la existencia de mis hermanos. Y esto da hondura y seriedad y responsabilidad eterna a mi sacerdocio y me anima a trabajar sin descanso por la salvación eterna de mis hermanos los hombres. Somos sembradores, cultivadores y recolectores de eternidades. ¡Que ninguna se pierda, Señor! Si existen, es que son un proyecto eterno de tu amor. Si existen, es que Dios los ha llamado a su misma felicidad esencial.

           

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A. 1. 1b).  Y sigo la invocación, diciendo: «en el nombre del Hijo que vino en mi búsqueda,  me salvó y me abrió las puertas de la eternidad».  Me inspira mucho para esta reflexión el texto de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). Es la síntesis y compendio de lo que me dice en nombre del Hijo. 

            Cuando en los días de la Semana Santa, medito la Pasión de Cristo o la contemplo en las procesiones, que son una catequesis puesta en acción, me conmueve ver a Cristo pasar junto a mí, escupido, abofeteado, triturado, crucificado... Y siempre me hago la misma pregunta: ¿por qué,  Señor, por qué fue necesario tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto escarnio..., hasta la misma muerte?; ¿no podía haber escogido el Padre otro camino menos duro para nuestra salvación? Y ésta es la respuesta que Juan, testigo presencial del misterio, nos da a todos: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en el, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). No le entra en la cabeza que Dios ame así al hombre hasta ese extremo, porque este “entregó” tiene cierto sabor de “traicionó o abandonó”.    

            San Pablo, que no fue testigo histórico del sufrimiento de Cristo, pero lo vivió y sintió en su oración personal de contemplación del misterio de Cristo,  admirado, llegará a decir: “No quiero saber más que de mi Cristo y éste crucificado...” Y es, para Pablo como para Juan, el misterio de Cristo, enviado por el Padre para abrirnos las puertas de la eternidad,  es un misterio que le habla tan claramente de la predilección de amor de Dios por el hombre, de este misterio escondido por los siglos en el corazón de Dios Trinidad y revelado en la plenitud de los tiempos por la Palabra hecha carne y triturada, especialmente en su pasión y muerte, que le hace exclamar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi; y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta  entregarse por mí" (Gal 2, 19-20). 

Realmente, en el momento cumbre de la vida de Cristo, esta realidad de crudeza impresionante es percibida por Pablo como plenitud de amor y obediencia de adoración al Padre, en entrega total, con amor extremo, hasta dar la vida.  Al contemplar así a Cristo abandonado, doliente y torturado,  no puede menos de exclamar: “Me amó y se entregó por mí”.

Queridos hermanos, qué será el hombre, qué encerrará  en su realidad para el mismo Dios que lo crea... qué seré yo, qué serás tú, y todos los hombres, pero qué será el hombre para Dios, que no le abandona ni caído y no le deja postrado en su muerte y separación y voluntad pecadora, sino que entrega la persona del Hijo en su humanidad finita “para que no perezca ninguno de los que creen en Él”. Yo creo que Dios se ha pasado de amor con los hombres: “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nuestros pecados” (Rm 5,8). 

Porque  ¿donde está la justicia? No me digáis que Dios fue justo. Los ángeles se pueden quejar, si pudieran, de injusticia ante Dios. Bueno, no sabemos todo lo que Dios  Padre hizo por salvarlos, porque sabemos que Dios es Amor, nos dice san Juan, su esencia es amar y si dejara de amar, dejaría de existir; y con su criatura, el hombre, esencialmente finito y deficitario,  Dios es siempre Amor misericordioso, por ser amor siempre gratuito, ya que el hombre no puede darle nada que Él no tenga, sólo podemos darle nuestro amor y confianza total. Hermanos, confiemos siempre y por encima de todo en el amor misericordioso de Dios Padre por el Hijo, el Cristo de la misericordia: Santa Faustina Kowalska.

Porque este Dios tiene y ha manifestado una predilección especial por su criatura el hombre. Cayó el ángel, cayó el hombre. Para el hombre hubo un redentor, su propio Hijo, hecho hombre; para el ángel no hubo Hijo redentor, Hijo hecho ángel. ¿Por qué para nosotros sí y para ellos no? ¿Dónde está la igualdad, qué ocurre aquí...? es el misterio de predilección de amor de Dios por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo...¡Qué gran Padre tenemos, Abba, cómo te quiere tu Padre Dios, querido hermano!

 Por esto, Cristo crucificado es la máxima expresión del Amor del Padre a los hombres en el Hijo, y del  Amor del Hijo al Padre por los hombres en el mismo Amor de Espíritu Santo: “nadie ama más que aquel que da la vida por los amigos”; y  el Padre la dio en la humanidad del Hijo, con la potencia de su mismo Espíritu, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre por todos nosotros,  en la soledad y muerte de la humanidad asumida por el Hijo, Palabra y Canción de Amor revelada por el Padre en la que nos ha cantado todo su proyecto de Amor, en su humanidad triturada en la cruz y hecha pan de Eucaristía con Amor de Espíritu Santo, por la que somos introducidos en la esencia y Felicidad de Dios Trino y Uno, ya en la tierra.

Queridos hermanos, qué maravilloso es nuestro Dios. Creamos en Dios, amemos a Dios, confiemos en Él, es nuestro Padre, principio y fin de todo.  Dios existe, Dios existe y nos ama; Padre Dios, me alegro de que existas y seas tan grande, es la alegría más grande que tengo y que nos has revelado en tu Palabra hecha carne primero y luego pan de Eucaristía por la potencia de Amor de tu mismo Espíritu.

Este Dios  infinito, lleno de compasión y ternura por el hombre,  soñado en éxtasis eterno de amor y felicidad... Hermano, si tú existes, es que Dios te ama; si tú existes, es que Dios te ha soñado para una eternidad de gozo con Él, si tú existes es que has sido preferido entre millones y millones de seres posibles que no existirán, y se ha fijado en ti y ha pronunciado tu nombre para una eternidad de gozo hasta el punto que roto este primer proyecto de amor, nos ha recreado en el Hijo:“tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que  tengan vida eterna en Él”.

¡Cristo Jesús, nosotros te queremos, nosotros creemos en Ti; Cristo Jesús, nosotros confiamos en Ti, Tú eres el Hijo de Dios encarnado, el único que puede salvarnos del tiempo, de la muerte y del pecado. Tú eres el único Salvador del mundo!

Nada tiene de particular que la Iglesia, al celebrar este misterio en su liturgia pascual, lo exprese, embriagada de amor, casi con una blasfemia:«Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal Salvador! Esto es blasfemo, la liturgia ha perdido la cabeza, oh feliz pecado; pero cómo puede decir esto, dónde está la prudencia y la moderación de las palabras sagradas, llamar cosa buena al pecado, oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal salvador, un proyecto de amor todavía más lleno de amor y condescendencia divina y plenitud que el primero en Adán y Eva.

Para S. Juan de la Cruz, Cristo crucificado tiene el pecho lastimado por el amor, cuyos tesoros nos abrió desde el árbol de la cruz: «Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos bellos,/ y muerto se ha quedado, asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado».

Y todavía este corazón mío, tan sensible para otros amores y otros afectos, tan sentido en las penas  propias y ajenas, no  se va a conmover ante el amor tan <lastimado> de nuestro Cristo...tan duro va a ser para su Dios  y tan sensible para si y sus afectos humanos. Dios mío, pero quién y qué soy yo, qué es el hombre, para que le busques de esta manera; qué puede darte el hombre que Tú  no tengas, qué buscas en mí, qué ves en nosotros para buscarnos así....no lo comprendo, no me entra en la cabeza, en la inteligencia. Por eso, Cristo, quiero amarte, amarte de verdad para comprenderte por amor, y queremos ser todo tuyo y sólo tuyo, porque nadie nos ha amado como Tú. Ayúdanos. Aumenta nuestra fe, nuestro amor, nuestro deseo de Tí. Con Pedro te decimos: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”.

            La muerte en cruz es la Hora soñada por el Padre, que el Hijo la ha tenido siempre presente en su vida, porque se encarnó para cumplirla. Hay un momento de esa hora, que me impresiona fuertemente, porque es donde yo veo reflejada también esta predilección del Padre y del Hijo por nosotros, los hombres. Es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos.  Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: es la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo, al comenzar los oficios de la tarde, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos, como signo de esa misma postración y sumisión a la voluntad del Padre, en adoración total, con amor extremo, hasta dar la vida, y que no debiéramos olvidar nunca en nuestra vida apostólica.

            Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención, expresado así en la nueva versión de la Biblia: “ y decía: Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero, sino como tú quieres” (14,36).

Es terrible esta descripción del estado de Cristo. Cristo está solo, en la soledad más terrible que haya podido experimentar humanidad alguna, solo de Dios y solo de los hombres. En aquella hora de angustia, el Hijo clama al Padre: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz...” Y allí nadie le escucha ni le atiende, nadie le da una palabra por respuesta, no hay ni una palabra de ayuda, de consuelo,  una explicación para Él.

Cristo ¿qué pasa aquí? ¿Cristo, dónde está tu Padre, no era tu Padre Dios, un Dios bueno y misericordioso que se compadece de todos, no decías Tú que te quería, no dijo Él que Tú eras su Hijo amado... dónde está su amor al Hijo… No te fiabas totalmente de Él... qué ha ocurrido... Es que ya no eres su Hijo, es que se avergüenza de Tí...? Padre Dios, eres injusto con tu Hijo, es que ya no le quieres como a Hijo, no ha sido un hijo fiel, no ha defendido tu gloria, no era el hijo bueno cuya comida era hacer la voluntad de su Padre, no era tu Hijo amado en el que tenías todas tus complacencias... qué pasa, hermanos, cómo explicar este misterio...

El Padre Dios, en ese momento, en esta <hora> tan esperada por Él en el Hijo desde toda la eternidad, está tan pendiente de la salvación de los nuevos hijos, que por la muerte tan dolorosa del Hijo Predilecto va a conseguir, que no oye ni atiende a sus gemidos de dolor, sino que tiene ya los brazos abiertos para abrazar a los nuevos hijos que van a ser salvados y redimidos  por el Hijo; y por ellos se ha olvidado hasta del Hijo de sus complacencias, del Hijo Amado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo”.

Y nuevamente vuelven a mi mente  los interrogantes: ¿pero qué es el hombre, qué será el hombre para Dios, qué seremos tú y yo para el Dios infinito, que proyecta este camino de Salvación tan duro y cruel para su propio Hijo, tan cómodo y espléndido para el hombre? ¡Qué grande debe ser el hombre para Dios Padre, cuando  le busca y le pide su amor hasta este extremo...!

Hermano, tú eres grande para Dios, tú eres eternidad en Dios; tu vida es más que esta vida. Tú, una vez que existes, ya no dejarás de existir, vivirás siempre. Eres un cheque de eternidad en Dios firmado en la sangre de Cristo. Esta es tu grandeza. Y la grandeza del sacerdocio es ser sembrador, cultivador y recolector de eternidades, no de lo temporal del hombre. Y conviene no perder nunca este horizonte por otros más cercanos pero siempre subordinados al principio y fundamento ignaciano: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios, y mediante esto, salvar su alma. Para esto vino Cristo en nuestra búsqueda. Y si hubo que multiplicar panes, los multiplicó; pero no fue esto para lo que vino y se encarnó y fue  enviado por el Padre. No es éste el sentido y la razón esencial de su existencia y de la nuestra. Nuestra vida es más que esta vida. Hablamos poco de trascendencia, de la esperanza como virtud teologal, de eternidad en el misterio de Dios Trino y uno, creada por el Padre y recreada por el Hijo, siempre con amor de su mismo Espíritu Santo.

¡Dios mío! no te abarco, no te comprendo, y sólo me queda una respuesta, es una revelación de tu amor que contradice toda la teología escolástica y filosófica que estudié, aquel Dios aristotélico impasible y distante infinitamente de los hombres, que no podía sufrir, pero que el conocimiento de tu amor inspirado en Juan y Pablo me lleva a insinuarla, a exponerla con duda para que no me condenen como hereje.

Te pregunto,  Señor, ¿es que me pides de esta forma tan extrema mi amor porque lo necesitas? ¿Es que necesitas sentir mi amor, meterme en tu misma esencia divina, en tu amor trinitario y esencial, para sentirte totalmente feliz de haber realizado así tu proyecto de amor y abrazo infinito con tu criatura? ¿Es que me soñaste para este abrazo eterno y me quieres de tal forma que sin mí no quieres ser totalmente y eternamente feliz?

Padre bueno,  que Tú hayas decidido en consejo Trinitario no querer ser feliz sin el hombre, ya me cuesta trabajo comprenderlo, porque el hombre no puede darte nada que tú no tengas, que no lo haya recibido y lo siga recibiendo de Tí; comprendo también que te llene tan infinitamente tu Hijo en reciprocidad de amor que hayas querido hacernos a todos semejantes a Él, tener y hacernos a todos los hombres hijos en el Hijo,  lo veo por amor que no comprendo, que no me entra en la cabeza.

¡Cristo de la Eucaristía y de nuestros Sagrarios! Tú eres ese amor hecho carne azotada, crucificada y hecho pan de Eucaristía; Tú eres el único que lo sabes, porque te entregaste totalmente a él y lo abrazaste y te empujó hasta dar la vida y yo necesito saberlo, para corresponder y no decepcionar a un Dios tan generoso y tan bueno, al Dios más grande, al Dios Padre revelado por su Hijo predilecto y amado, por mi Señor Jesucristo, en su persona, palabra y obras, un Dios que me quiere de esta forma tan extremada. 

                                  

Señor, si tú nos predicas y nos pides tan dramáticamente, con tu vida y tu muerte y tu palabra, nuestro amor para el Padre, si el Padre lo necesita y nos quiere tanto, como nos lo ha demostrado, no quiero fallarle, no quiero faltar a un Dios tan bueno  y generoso, y si para eso tengo que mortificar mi cuerpo, mi inteligencia, mi voluntad, para adecuarlas a su verdad y su amor, purifica cuanto quieras y como quieras, que venga abajo mi vida, mi salud, mis ideales egoístas, mis cargos y honores...solo quiero ser de un Dios que ama así.

Toma mi corazón, purifícalo de tanto egoísmo, de tanta suciedad, de tanto yo, de tanto afecto desordenado.... pero de verdad, límpialo y no me hagas caso. Y cuando llegue mi Getsemaní personal por donde tengo que pasar para matar las raíces del yo que me impiden la unión y llegar así al abrazo con mi Dios Trinidad, cuando llegue mi Getsemaní y me encuentre solo y sin testigos de mi entrega, de mi sufrimiento, de mi postración y hundimiento a solas... ahora te lo digo por si entonces fuera cobarde: no me hagas caso....hágase tu voluntad y adquiera yo esa unión con los Tres que más me quieren y que yo tanto deseo amar. Sólo Dios, solo Dios, solo Dios en el sí total de nuestro ser y amar y existir.

            ¡Cristo Jesús, nos duele tu tristeza, y nosotros no sabemos amar así como tú, por puro amor; por eso te lo pedimos; y te lo pedimos, diciéndote con el poeta:

No me mueve, mi Dios, para quererte 
el cielo que me tienes prometido, 
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 
clavado en una cruz y escarnecido, 
muéveme ver tu cuerpo tan herido, 
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, 
que aunque no hubiera cielo, yo te amara, 
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, 
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera».

 

A. 1. 1c). Y termino el saludo a mi Dios Trino y Uno presente en el Sagrario por su Hijo, Palabra de Salvación pronunciada por el Padre para todos nosotros con Amor de Espíritu Santo, al que me dirijo, diciendo:

 

Y en el nombre del Espíritu Santo que me ama, me santifica y me transforma en vida y amor trinitario.

 

            Estoy empezando la oración de la mañana, estamos saludando al Cristo vivo y glorioso del Sagrario, Eucaristía divina, Canción de Amor del Padre, cantada en el seno de María, primer Sagrario de Cristo en la tierra y Arca de la Alianza nueva y eterna, primero en carne; carne triturada luego en la cruz y ahora resucitada y viva para resurrección y eternidad de los que crean y comulguen con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.

            Tengo un amor especial al Espíritu Santo, pero es por  puro egoísmo; es que quiero enchufarme con El, porque veo que todo depende de Él en la vida de gracia, en la vida cristiana, en mi sacerdocio, en la vida de oración. Lo dije públicamente en la homilía de mis bodas de oro, que quiero estar enchufado con él, ser amigo especial suyo… más… porque Él me lleva al Padre y al Hijo, con él estoy totalmente en Ellos.

Y ahora te lo voy a demostrar con palabras del mismo Cristo resucitado:

             “Pero os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa...” (Jn 16,7-12).

            Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo: desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús hombre ya totalmente «Verbalizado», sentado a la derecha del Padre: “cordero degollado ante el mismo trono de Dios”, y desde allí, desde el Padre, nos envía su Espíritu,  Espíritu de resurrección y de vida nueva.

            El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, “la verdad completa” del Misterio de Cristo y de su Iglesia.

            Esta mañana, en mi oración personal, he dialogado y discutido, con todo respeto,  con el mismo Cristo vivo, vivo y resucitado sobre estas palabras suyas que no acabo de entender: “os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo… Él os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñarnos la verdad completa? ¿Es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo sobre el Padre, sobre el reino de Dios, sobre tu misión y lo que tenemos que hacer y predicar?

            Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”.  Entonces, si Tú nos lo has dicho todo lo que el Padre te ha comunicado, si Tú eres la Palabra en la que el Padre nos ha revelado todo su proyecto y misterio de amor ¿para qué necesitamos al Santo Espíritu? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad y enviada para nuestra salvación?

            Por otra parte, yo veo que los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven, qué más pueden pedir y tener…Muchos cristianos dicen: Si yo viera a Cristo resucitado... Y Tú erre que erre que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, pues qué más nos resta por aprender, no lo entiendo.  Pero vamos a ver, siempre con todo respeto, ¿es que tú no puedes? ¿Es que no sabes, es que no quieres?  

            Queridos hermanos, Pentecostés es la misión del Padre y del Hijo completa, es la verdad completa del Misterio que la Trinidad nos quiere comunicar. En Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino hecho fuego de Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, metido en el corazón de los creyentes; vino hecho llama, hecho experiencia de amor, experiencia divina y trinitaria; vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho «llama de amor viva, qué tiernamente hieres, de mi alma en su más profundo centro», hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho vida según el Espíritu, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que solo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

 

            LOS APÓSTOLES: Han escuchado a Cristo, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar…pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados, por miedo a los judíos; no se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive…Y qué pasa; pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente, sentido, amado y experimentado en sus corazones… no abren los cerrojos y las ventanas, “cerradas por miedo a los judíos”; y predican desde el balcón del Cenáculo y no tienen miedo en dar la vida, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas, porque es el leguaje de la experiencia Amor de Dios, como en los místicos y los santos.

            Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles; pero una verdad no se comprende hasta que no se vive; el evangelio no se comprende hasta que no se vive; la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive; Cristo no se comprende hasta que no se vive; la teología no se comprende hasta que no se vive, y lo que no se vive, se olvida.

            Queridos hermanos, la mayor y peor pobreza de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística.  La Iglesia actual necesita santos, experiencia de Dios. Es el título de mi último libro.

 

            ¡VEN, ESPIRITU SANTO, TE NECESITAMOS!

 

            Desde el Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu Santo, es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, que nos quiere para toda la eternidad: mi vida es más que esta vida, yo soy eternidad y he sido creado por Dios para sumergirme eternamente en su eterna felicidad, y por eso envió al Hijo, y por eso le abandonó en la cruz, entregó a su Hijo, nos quiso más que a Él dejando que el Hijo –“me amó y se entrego por mí”-- muriera para que todos nosotros podamos tener su misma vida, el mismo Amor del Padre y del Hijo, su mismo Espíritu, que ya en esta vida por participación en su vida nos hace exclamar: “¡abba!”,papá del alma, término empleado en Palestina, pero sólo en clima y ternura familiar, jamás referido a Yahvé; y la culpa de este abba, de este cariño, es que “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan la vida eterna”.

 

            Terminada esta invocación-oración trinitaria, suelo expresar a mi Dios y Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo el primer deseo, gozo, acción de gracias o tristeza del día.

Repito diciendo que en mi oración personal he ido añadiendo y componiendo esos mojones fijos, que marcan mi camino de oración, según me inspiraba el Amor. Y poniendo y quitando antes y después todo lo que el Espíritu me inspira, así es como me encuentro ahora. 

           

Cuando he terminado esta invocación con los sentimientos que me haya inspirado, algunos de los cuales acabo de exponer, sigo con la estrofa de un himno que rezaba o cantaba en mis años de Seminario: «Te sancta Trínitas únaque póscimus, sic nos tu vísita sicut te cólimus, per tua sémita duc nos quo téndimus, ad lucem in qua inhábitas. Amen». «Te rogamos santa y una Trinidad, que nos visites como te oramos y pedimos; llévanos por tus sendas hacia donde tendemos, a la Luz en la que Tú habitas. Amén»

 

A. 1. 2. Al cabo de un rato, de hacer reflexiones y peticiones, pensando un poco en estas palabras rezadas, sigo mi oración personal con otro mojón del camino: Señor, ábreme la mente,  y mete tu luz, tu verdad, tu palabra; Señor, ábreme el corazón, y mete tu fuego, tu amor, tu Espíritu Santo; y mis labios, mi boca, mi existencia entera proclamarán la alabanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

            Pido luz, fuego, presencia del Espíritu en mi oración para seguir expresando, amando, pidiendo.Hago silencio oracional. Y con deseos de que toda mi jornada sea alabanza de la gloria de Dios Trino y Uno, sigo diciendo tres veces, en memoria de la Trinidad Santísima:         

A. 1. 3. Y cuanto termino de orar esta plegaria, continuo con  Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. 

            Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. 

            Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. 

 

            A veces no sale todo seguido, sino que si el Señor me inspira otras cosas o si tengo necesidad de decirle o pedirle lo que se me ocurre en el momento o problemas que traigo entre manos, algo que me ha dicho o he percibido en mi corazón, o me distraigo en otro pensamiento, o quiero pedirle algo, que me sale entre saludo o entre gloria y gloria, lo hago y para mí no son distracciones.

            Todo es encuentro de amistad y diálogo de amor. No te digo si tengo una pena. Es lo primero que me sale en cuanto he dicho en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y esto lo advierto para todo el rato que hago oración por la mañana y  que viene a ser de una hora; que no se trata de que salga seguido tal y como lo estoy diciendo, pero ciertamente, antes o después, todo lo que voy a escribir, lo rezo y contemplo todos los días. Y esta es la ventaja de tener estos mojones fijos, que si me pierdo en contemplación o peticiones, vuelvo al camino de mi oración personal con estos mojones, o señalizaciones fijas de mi camino oracional.

            Lo que digo es que este esquema de oración es como una escalera por la que subo todas las mañanas a la habitación del cielo y a la de mi alma en mi encuentro de Amor con mi Dios; es como la espina dorsal de mi cuerpo oracional, el hilo conductor de mi encuentro con Dios y que si alguna vez me «distraigo» o me pierdo hablando o pidiendo al Señor otras cosas, todo es oración, vuelvo a donde lo dejé y sigo.

Por lo que a mi respecta, sigo a san Juan de la Cruz y, «Pues ya si en el ejido de hoy más no fuere vista ni hallada, diréis que me he perdido, que, andando enamorada, me hice perdediza y fui ganada». Ya he repetido varias veces que en toda esta forma de hacer mi oración ha existido una evolución; porque al principio de mi vida, ya lo he dicho, tanto de Seminario como de primeros años de sacerdote, gran parte la hacía con el libro en las manos, el examen de mis pecados y defectos, alguna oración y súplica, compuestas por otros o de las que nos enseñaron y se acabó.

            A través de los años he ido añadiendo sentimientos y  vivencias a mis oraciones personales, que son los peldaños obligado para empezar y continuar y terminar. Es lo que mi director, el Espíritu Santo, me va inspirando, son los ladrillos del edificio oracional, pero las pilastras de cemento, son mis oraciones personales que he ido componiendo conforme el Espíritu me lo ha inspirado.

            Es que enseguida me di cuenta, de que si no tenía un esquema y lo iba rellenando, cuando meditaba, que fueron algunos años, si me perdía o me salía de la pista, luego no se me ocurría nada, o no sabía volver al encuentro de amor.

            Por eso, para los que empiezan, les recomiendo, no impongo, sólo recomiendo un esquema fijo y  breve, que, con el tiempo, irá cambiando:  invocación a la Trinidad, en el nombre del Padre..., saludo y alguna oración fija a Jesucristo Eucaristía, que puedes meditar; luego alguna oración a la Virgen: Oh Señora mía... o la de san Bernardo o la que hayas encontrado y te guste, meditándolas despacio un poco y ya, después de esto, lectura y meditación de evangelio o libros que te gusten, examen y conversión todos los días en los tres o cuatro defectos principales que todos tenemos, dale que te pego todos los días de tu vida, que luego con los años irás cambiando de objetivos, no es lo mismo examinarse y controlarse a los veinte, a los treinta que a los setenta años; y dentro, antes y después de todo esto, siguen peticiones y todo lo que se te ocurra y quieras y necesites, pero dentro del esquema, de los hitos señalados.

 

Pues bien, cuando he terminado los tres Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,  y si no se me ocurre decirle nada nuevo o algo al Señor, yo sigo con estas dos estrofas de himnos trinitarios y eucarísticos:

«Per te sciamus da Patrem, noscamus acque Filium, Teque utriusque Spiritum, credamus omni tempore».

«Por Ti conozcamos al Padre, comprendamos también al Hijo, y a Ti, Espíritu de Ambos, creamos siempre».

 

               Como verás, todas las oraciones van en latín porque así las recé desde joven, y me salen del alma en latín; son muy hermosas, me inspiran muchos sentimientos y emociones, me recuerdan muchas reflexiones buenas de mis años en el Seminario, viviendo y cantando en la comunidad con los compañeros,  porque me hicieron muy feliz y me comunican muchas cosas de mi amado Dios, ya que el latín para mí no es una lengua muerta, como se dice, sino que  para mí está muy viva, más viva que algunas vivas.

El latín, para mi, es eterno, está vivo, ha sido mi lengua materna para orar y hablar y cantar a Dios y porque no cambia nada ni hay nuevos términos y palabras raras y afrancesadas o inglesas como ahora en el castellano, muchas de las cuales yo no las entiendo; en latín las entiendo todas de una vez, porque son y expresan siempre lo mismo, siempre son las mismas con el mismo significado, y son eternas también, porque nos hablan y nos acercan a nuestro Dios...

Y terminada esta oración, continúo con esta otra: «Deo Patri sit gloria, et Filio qui a mortuis surrexit ac Paraclyto in saeculorum saecula. Amen. Alleluya.»

           

A. 1. 4. Oradas, con sus respectivas interrupciones, estas oraciones en latín, termino mi primera mirada oracional rezando esta oración a la Santísima Trinidad que descubrí en el Seminario mayor al leer un libro, muy en boga entonces y titulado: LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, del P.P. Phillipon O.P.;   es una oración muy bella, profunda, íntima, teológica a la Trinidad; a mí es la que más me gusta, junto con otra de san Hilario; como me gustó, me la aprendí ya entonces y empecé a rezarla todos los días hasta la fecha de hoy.

 

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

 

Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierto en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora.

            Oh amado Cristo mío, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro corazón; quisiera cubriros de gloria, quisiera amaros hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y os pido me revistáis de vos mismo, identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, me sumerjáis, me invadáis, os sustituyáis a mí, para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como adorador, como reparador y como salvador.

            Oh Verbo Eterno, palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero ponerme en completa disposición de ser enseñado para aprenderlo todo de vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero tener siempre fija mi vista en vos y permanecer bajo vuestra gran luz. ¡Oh amado astro mío! fascinadme, para que nunca pueda ya salir de vuestro resplandor.

            Oh fuego abrasador, Espíritu de amor, venid sobre mí, para que en mi alma se realice una como Encarnación del Verbo; que sea yo para él una humanidad supletoria, en la que él renueve todo su misterio.

            Y vos, Oh Padre, inclinaos sobre esta vuestra pobrecita criatura; cubridla con vuestra sombra; no veáis en ella sino al amado, en quien habéis puesto todas vuestras complacencias.

            Oh mis Tres, mi todo, mi bienaventuranza, soledad infinita, inmensidad en la que me pierdo. Entrégome sin reserva a vos como una presa, sepultaos en mí, para que yo me sepulte en vos, hasta que vaya a contemplaros en vuestra luz, en el abismo de vuestras grandezas.

(Sor (SANTA) Isabel de la Santísima Trinidad, 21 noviembre 1904).

 

« B. 2.  SEGUNDA MIRADA: “ABBA, PAPÁ-PADRE DIOS”.

 

Mi segunda mirada oracional es para Dios Abba-Padre, más exactamente abba-papá,  principio y fin de todo cuanto existe y pueda existir. Mi primera mirada siempre es a mi Dios Trino y Uno.

Quiero describirte un poco cómo he llegado a conocer y vivir filialmente como hijo del Padre, cómo he llegado a conocerle y amarle como Padre en mi camino de oración, que es el único camino para llegar a estas vivencias, porque la teología no basta, no da vivencia de lo que enseña.

Si he de ser sincero, ya lo he dicho varias veces en mis libros y lo he descrito ampliamente, afirmaré que, en mi vida religiosa, desde niño, junto a mis padres, primero fue la Virgen, las tres avemarías al acostarse, el «bendita sea tu pureza… luego apareció el Sagrado Corazón de Jesús, con Exposición Mayor del Santísimo, junto a la imagen del Corazón de Jesús, que era impresionante, buenos cantos y oraciones, Bendición solemne…lógicamente, santa misa, total, Cristo Eucaristía o Corazón eucarístico de Cristo… lo cual se acentuó desde mi primera comunión, donde por y con mi madre, tuve que hacer los Primeros Viernes y de ahí, me hice monaguillo, porque comulgué todos los días de los nueves primeros viernes y luego el seminario y todo lo demás; ahora bien, fue en el seminario, donde empecé verdaderamente a tener mi oración personal, cuando la vida empieza a crearte problemas, desde la pubertad, y necesitaba una madre junto a mí, porque necesitaba ayuda, una ayuda maternal, pero mi madre no estaba allí para ayudarme; así que la Virgen me echó una mano y fue mi madre espiritual de verdad y para siempre; y como mi vida necesitaba oración para encontrar y conocer y seguir al Hijo sacerdote, porque quería ser sacerdote y para mí la oración era vida, mi vida, y la vida era mi oración, la Virgen me llevó al Hijo para que me enseñara todo esto, sobre todo, en aquellos años, mirando el evangelio, meditándolo, y así  me fijara en Él mejor y le siguiera y fuera mi amigo y salvador y perdón y gracia y me enseñara el camino, ya que Él nos dijo que “era el camino, la verdad y la vida”; así empecé a conocerlo muy por encima como al Cristo amigo, el del Evangelio, que lo meditaba y leía con frecuencia, el Cristo histórico de los pasajes evangélicos, uniéndolo con frecuencia con el Cristo vivo, vivo y resucitado de la Eucaristía, mediante la visita, la comunión y la, misa, en este orden, que luego, con el tiempo y la vivencia, dio el vuelco total, siendo misa, comunión, visita.

En los años de Filosofía y primeros de Teología recuerdo que leía el Evangelio y meditaba los hechos del Cristo histórico, mirando a cada paso al Sagrario, para decirle, y « tú estás ahí o este del evangelio eres Tú».

Había en entonces autores espirituales muy buenos, al menos a mí me ayudaron mucho. Cito algunos porque me los sé de memoria: Dom Columba Marmion, con sus libros JESUCRITO EN SUS MISTERIOS; JESUCRISTO, VIDA DEL ALMA; CRISTO, IDEAL DEL MONJE. De Karl Adam recuerdo tres, porque los tengo muy subrayados: JESUCRISTO y EL CRISTO DE NUESTRA FE y CRISTO, NUESTRO HERMANO. De René Voillaume EN EL CORAZÓN DE LAS MASAS, CARTA A LOS HERMANOS Y ¿DÓNDE ESTÁ NUESTRA  FE? Así como casi todos los de Romano Guardini, porque tengo toda la colección publicada por editorial Guadarrama; y no voy a citar más autores que tengo en mi biblioteca, bastaría que me levantase del ordenador para verlos, pero me haría muy largo. Pero no debo dejar sin citar un libro, que sigue siendo para mi sumamente importante y actual, sobre todo en temas como la oración, la Liturgia sacramental, la Liturgia de la Horas… me refiero a J. P. CHAUTARD: EL ALMA DE TODO APOSTOLADO.

En mis últimos años de Seminario tuve cierta experiencia de Espíritu Santo y Trinidad; de hecho, los bordados de mi casulla son trinitarios; pero muy poco profunda, aunque descubrí la importancia de su presencia y dones en la vida espiritual, hasta el punto, de que pasados muchos años, muchísimos, veinte o treinta, decía y afirmaba en mis homilías que únicamente quería estar enchufado con el Espíritu Santo, porque descubrí que mi oración, mi santidad,  toda la vida de la Iglesia, los sacramentos, el sacerdocio… era obra del Espíritu Santo, ya que Cristo, el Padre y el Hijo, se lo habían confiado a Él: “Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, Él os llevará a la verdad completa”. Así que el Espíritu Santo me fue llevando a la verdad completa de la vida cristiana, de Dios Trinidad.

Y así, poco a poco, en mi vida, el Espíritu Santo que es Dios Amor, es el Amor del Padre al Hijo que le hace Padre amándole y aceptándole como Padre, me llevó a tener oración o diálogo permanente con los Tres, por obra del Espíritu Santo; en el cristianismo todo es por obra del Espíritu de Amor del Padre y del Hijo.

Porque uno no sabe ni se entera de estas cosas hasta que no las ve realizadas,  y también porque el alma tiene que aceptar ser purificada de tanto yo y amor propio que no cabe Dios en ella; este es el problema principal de la vida cristiana, y de ahí la necesidad de dejarse purificar, vaciar de mi mismo, de mi yo, me quiero muchísimo, de mis planes, proyectos, pecados y demás, y en esa medida me va invadiendo en el alma mi Dios Trino y Uno. Así empecé a sentir algo de la morada de mis Tres en mi vida y oración,  de su presencia y amor permanente, desde mis dos últimos años de seminario y el resto de mi vida sacerdotal.

Confieso que a Dios como Padre, propiamente como tal, como Padre, y no digamos lleno de Vida y Ternura, al Abba- Padre- Papá, como personificación de la Ternura divina, no había llegado; entre otras cosas, porque era y es muy difícil y sigue siendo, llegar hasta allí desde el Dios Infinito e infinitamente  distante y superior de la filosofía,  o desde el Dios Omnipotente de la misma Liturgia, o el Dios Incomprensible e Infinito de la misma de la Teología, tratado «De Trinitate», aunque lo estudié muy bien y saqué buena nota, lo tengo casi todo subrayado, especialmente en los «corolarios» y «scholion», que eran los que más me gustaban, porque no eran filosóficos ni escolásticos, sino tenían sabor de teología espiritual. Y todo esto además, desde la paradoja de estar rezando todos los días, desde niño, el Padrenuestro.  La verdad, que como Padre, no lo había vivido, no lo había descubierto, siempre era el Dios Eterno y Omnipotente de la liturgia, infinitamente superior y distante e incompresible de la Teología..

Y es que estas cosas del Espíritu, como no tiene rostro, no se comprenden hasta que no se viven: “lo conoceréis porque permanece en vosotros”; es al revés de la vida ordinaria, que primero lo estudias y así lo aprendes y luego las vives o no las vives.

Así que ahora me gozo, le invoco, me alegro y le doy gracias por su amor y ternura de Padre, por sus continuas gracias y favores; es tal la cantidad de detalles que tiene conmigo en mis ratos de oración y de apostolado, que estoy verdaderamente abrumado; es que es la Misma Ternura Divina, es la Ternura Trinitaria, Personificada, es Padre, abba, Papá del alma, palabra prohibida en referencia a Yahvé tanto en el Antiguo Testamento y en la liturgia judía, y sólo empleado en tono familiar del hijo para con su padre, jamás referido a Yahvé, que no tiene nombre: Yo soy.

Por lo tanto, en mi vida personal, la experiencia de Dios como Padre, ha sido muy tardía, a pesar de rezar muchas veces al día el Padrenuestro. Y lo siento. Pero como el Espíritu sabe más que yo, por algo será.

 

A. 2. 1. En esta segunda mirada empiezo rezando esta oración que he compuesto y perfeccionado con el tiempo, aunque la verdad que me salió un día  casi de un tirón como un suspiro del alma, con todo mi cariño, a Dios Abba-Padre-Papá de cielo y tierra:

Abba, Padre bueno del cielo y de la tierra y de todas partes,  principio y fin de todo.

Me alegro de que existas y seas tan grande y  generoso, dándote totalmente como Padre a tu Hijo con tu mismo Amor de Espíritu Santo y viviendo en Tri-Unidad de Vida, Verdad  y Amor…

Como ya la he citado antes, no la escribo completa.

A. 2. 2.  Continúo con este canto donde quiero expresar toda adoración, mi entrega y amor total:

 

No adoréis a nadie, a nadie más que a Él, (bis).

No adoréis a nadie, a nadie más,

no adoréis a nadie, a nadie más,

no adoréis a nadie, a nadie más que a Él.

 

Porque sólo Él nos puede comprender, (bis).

porque sólo Él y nadie más;

porque sólo Él y nadie más;

porque sólo Él nos puede comprender.

 

No miréis a nadie, a nadie más que a Él, (bis)

no miréis a nadie, a nadie más

no miréis a nadie, a nadie más,

no miréis a nadie más que a Él.

 

Porque sólo Él nos puede sostener, (bis)

porque sólo Él y nadie más,

porque solo Él y nadie más,

porque sólo Él nos puede sostener.

A. 2. 3. Y para terminar esta mirada al Abba, Padre, continúo despacio y meditando el Padrenuestro, todo seguido; y luego, meditándolo frase por frase, parándome donde Él quiere o a mi me interesa, mezclando otras peticiones, alabando, como siempre, dando gracias por lo recibido...

 

Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad 
en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos 
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.

Amén

 

El Padrenuestro es la oración que nos enseñó Jesús. Podemos decir que en esta oración se encuentra una formulación clara del mensaje de Jesús: glorificación del Padre, confianza plena por ser hijos, y vinculación a todos los hombres en la súplica y en el amor.

Es la oración que estaba escondida desde los siglos en Dios, y que se nos ha revelado como la oración propia de los hijos del Padre. En ella nos enseña Jesús a pedirle lo mismo que Él le pidió.

Se inicia esta oración con una invocación: “Padre nuestro que estás en el cielo”; en ella se apunta a la paternidad de Dios, a la fraternidad entre los hombres y a la trascendencia de Dios, cuya morada es el cielo.

 

 

 

B. 2. SEGUNDA MIRADA: “ABBA, PAPÁ-PADRE DIOS”

 

 

Mi segunda mirada oracional es para Dios Abba-Padre, más exactamente abba-papá,  ternura y misericordia infinita, principio y fin de todo cuanto existe y pueda existir. Si existimos, si yo existo, si tú existes, es que el Padre te ha amado con amor de Padre-Madre y, entrando dentro de sí mismo, en su inteligencia y amor infinitos, te ha preferido a ti entre otros millones y millones de posibles hijos, que no existirán, sencillamente porque tú has sido preferido, yo he sido preferido, y nos ha amado con amor de Padre y nos ha dado un ser y existir en el amor de nuestros padres, que no acabará nunca, porque tú fuiste preferida, preferido; en una palabra, porque te amó y te eligió entre otros posibles  que ya no existirán nunca y tú ya existirás siempre, eres eternidad llamada a ser felicidad eterna en su misma felicidad trinitaria porque él te ha preferido ¡Qué misterio, qué gozo, qué privilegio existir!

Tengo que decirte que así como la oración a la Santísima Trinidad de Sor (beata) Isabel de la Trinidad la he rezado desde mis últimos años de seminario, esta oración o mirada personal a Dios Abba, Padre-papá del alma, que expondré a continuación, ha sido en años posteriores cuando la he compuesto personalmente y rezado.

Todos rezamos el Padrenuestro y muchos hemos estudiado en Teología a Dios como Padre; pero el «sapere», el sentirlo y gustarlo como Padre, Abba-papá del cielo y tierra, es un don del Espíritu Santo que algunos recibieron desde muy niños, pero en mí se ha retrasado mucho tiempo.

Me estoy refiriendo al don de la sabiduría, del gustar, saborear lo que creemos o predicamos o celebramos; de sentir y gozarnos en Dios como Abba-Padre, este don del Espíritu Santo. Y es que a estas vivencias llegas cuando el Santo Espíritu quiere o te siente preparado o lo que sea, porque tú no sabes ni entiendes y solo las vives si él te lleva hasta ellas y te indica el camino y te las mete en el alma.

La verdad es que en la liturgia romana yo no veo una fiesta explícita a Dios Padre; y, aunque todas las oraciones van dirigidas a Él  en dicha liturgia, son pocas las que lo me mencionan expresamente.

Tampoco me vale el que se diga que esto va implícito en el término Dios, porque los términos Dios infinito o eterno u omnipotente… no ayudan a descubrir el rostro tierno y cercano del Abba-Padre, en culto verdaderamente filial, ya que su significado filosófico, conforme los estudiábamos en la filosofía escolática, te lo ponen a mucha distancia de las simples criaturas.Sin embargo, en un culto verdaderamente filial, tanto litúrgico como oracional, la invocación «Padre» te lo acerca hasta el máximo y adquiere todo su valor de ternura y proximidad.

Jesús así lo quiso y nos lo enseñó dando la máxima importancia a este término: “Cuando oréis, decid: Padre...” (Lc 11,2); enseñanza que en nuestra vida,  por desgracia,  no tiene el eco que debiera o a mí al menos me lo parece. Basta centrarnos en las 34 oraciones de los domingos ordinarios para darnos cuenta de que ninguna de ellas comienza por el nombre de «Padre», invocación que sí rezamos en las oraciones de la fiesta de la Sagrada Familia.

Sin embargo la predicación de Cristo en el evangelio continuamente nos  revela y nos permite ver a Dios como Padre, que quiere un culto nuevo y verdaderamente filial en sus hijos, completando esta revelación del Antiguo Testamento, donde los judíos no podían pronunciar ni el nombre de Dios y menos llamarle Padre.

Cuando Jesús define el nuevo culto que desea instaurar en la tierra, lo presenta como un culto universal dirigido al Padre. De ahí la importancia de su declaración a la samaritana: “Pero llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Gn 4,23).

Las palabras dirigidas a María Magdalena por el Salvador resucitado, siendo el primer mensaje transmitido a sus discípulos, reflejan esta verdad: “…vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20,17). Las palabras: “mi Padre y vuestro Padre” nos sitúan ante una nueva perspectiva cúltica. Jesús se dirige al Padre tras la Ascensión. Dicha subida hacia el Padre descubre en cierta medida la subida de todos los hombres al Padre.

Cristo nos invita a amar al Padre como Él mismo lo ha amado. Esto lo comprendieron perfectamente los primeros cristianos cuando clamaban: Abba, según el testimonio de Pablo; aunque el apóstol va más allá; la invocación nos introduce directamente en la perspectiva trinitaria: “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo  que clama: ¡Abba, Padre!” (Ga 4,6).

La carta a los Romanos habla también “…del espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (8,15). Por el Espíritu y el Hijo hemos accedido al Padre, y es hacia el Padre al que nos lleva el Espíritu Santo haciéndonos participar del impulso filial de Cristo.

San Pablo ha descubierto a Dios como Padre y se siente muy hijo en el Hijo. En la carta a los efesios nos dirá: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones, en los cielos...” (Ef 1,3).

Este despliegue de misericordia suscitó en el Apóstol Pedro un maravilloso himno de alabanza: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible” (1 P 1,3-4).

Por eso, el final de la historia humana consistirá en dejarnos en sus manos. Un final en el que “Dios sea todo en todo” (l Co 15,28), que se realizará cuando Dios reciba toda la creación reunida y restaurada en su Hijo.

 

Dios Padre y María Madre.

 

En Jean Galot leí hace tiempo este tema que me parece muy interesante:

 

« El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad en comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —demasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió darnos una representación con- creta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es como nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, un testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre.

Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que nos ha ofrecido el Padre. En sus rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.

Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como en uno materna. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. En efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos paternidad y maternidad.

El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía riel Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.

Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es corno si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran escondidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo que este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.

Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan corno gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

            Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carEsta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia. Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15).

Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos: “¡Hijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ga 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada.

Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel superioi tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papeI de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso.

El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atractiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que coima el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecido como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina.

Él, que poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal. Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres ci afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de dar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad.

Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre riel Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos.

Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque siendo la Madre rIel mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Elia es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.

Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante.

Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Elia, por tanto, nos ha dado a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.

La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad del Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano.

Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor del Calvario. Elia nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasarlo, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad. En la Madre Dolorosa, que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor paterna! que ha llegado hasta el fin.

¡No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María una indulgencia, una bondad y una misericordia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese criterio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bondad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hombre pudiera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.

Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de la justicia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual.

El Padre actúa con cada uno de nosotros como con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria silo representáramos únicamente bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María, lleno de dulzura y suavidad.

Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de su acogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía.

Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros.

Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón materna!, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidades del corazón del Padre.

La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre. Tal es el papel de la Virgen: Ella nos hace llegar al amor del Padre. El Padre sabía que nuestro espíritu humano hubiera tenido dificultad en comprender que su corazón paternal alimentaba todo el cariño que podemos desear de un Padre y de una Madre.

Ya lo hemos indicado: para muchos hombres, el Padre es una figura abstracta; su rostro paterno, al ser invisible, les parece lejano y frío, poco digno de interés. Si ya tienen dificultad en considerarlo verdaderamente como Padre, todavía serán menos capaces de percibir en Él todo el calor que se encuentra en un amor maternal.

El Padre ha venido, pues, en socorro de nuestra impotencia y ha colocado ante nuestros ojos a una Madre, que es, a la vez, una mujer de nuestra naturaleza e ideal perfecto del amor. Ella está aquí para hacernos sentir la ternura y la solicitud que Él nos dirige. Y lo consigue tan bien que ejerce sobre muchos un atractivo que el mismo Padre no parecería poseer en tal grado. En realidad, Ella no es sino una mensajera de la bondad divina que quiere ofrecerse a nosotros de manera más convincente; no es sino la expresión del corazón del Padre.

 

B. 2. 1. En esta segunda mirada empiezo rezando despacio y meditando esta oración que he compuesto y perfeccionado con el tiempo, aunque la verdad que me salió un día  de un tirón como un suspiro del alma a Dios Abba-Padre-Papá de cielo y tierra:

 

Abba, Padre bueno del cielo y de la tierra y de todas partes,  principio y fin de todo.

Me alegro de que existas y seas tan grande y  generoso, dándote totalmente como Padre a tu Hijo con tu mismo Amor de Espíritu Santo y viviendo en Tri-Unidad de Vida, Verdad  y Amor…

 

B. 2. 2. Y, como me gusta mucho orar cantando, prolongo y sigo mi  mirada de oración a Dios Padre, cantando:

 

No adoréis a nadie, a nadie más que a Él, (bis).

No adoréis a nadie, a nadie más,

no adoréis a nadie, a nadie más,

no adoréis a nadie, a nadie más que a Él.

 

Porque sólo Él nos puede comprender, (bis).

porque sólo Él y nadie más;

porque sólo Él y nadie más;

porque sólo Él nos puede comprender.

 

No miréis a nadie, a nadie más que a Él,

no miréis a nadie, a nadie más

no miréis a nadie, a nadie más,

no miréis a nadie más que a Él.

 

Porque sólo Él nos puede sostener, (bis)

porque sólo Él y nadie más,

porque solo Él y nadie más,

porque sólo Él nos puede sostener.

 

B. 3. 3. Finalmente, termino, meditando y orando el Padrenuestro, todo seguido; y luego, meditando frase por frase, parándome donde Él quiere o a mi me interesa, mezclando otras peticiones, alabando...

 

Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad 
en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos 
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén

A mí me inspira mucha oración el Padrenuestro. Pero no sólo a mí, sino que, ya en los primeros cristianos y los santos Padres de la Iglesia y teólogos y santos y místicos y mucha gente buena de oración, he encontrado comentarios estupendos: san Agustín, santo Tomás de Aquino, santa Teresa…; yo me voy a limitar a meditar un poco, solo un poco, el Catecismo de la Iglesia Católica, al que debiéramos tener más en cuenta en nuestra lectura espiritual.

Es la oración más perfecta que estaba escondida desde los siglos en Dios, y que su Hijo, Palabra del Padre,  nos ha revelado.  Es la oración que Jesús ha hecho en nombre de todos y que ha orientado su vida. Es la que ha hecho desde la vivencia sangrante y dura en su lucha contra el mal y contra el pecado. Es la oración que inspira las grandes peticiones del padrenuestro, la oración que nos enseñó cuando los apóstoles le pidieron que les enseñase a orar; les dijo: “orad así...”, y recitó la más bella oración que conocemos, el padrenuestro.

Como en toda oración, también en esta ha de haber sintonía entre lo que oramos y lo que hacemos. Por eso, Jesús, al mismo tiempo que nos enseña a orar, nos insiste en que hagamos lo que Él ha hecho.

Él realizó en plenitud el proyecto del Padre y nos llama a participar en el mismo para su completa realización. Por eso el padrenuestro, más que para conseguir cosas, es para hacernos conscientes del amor de Dios y para unirnos a la obra de Jesús en la realización del proyecto del Padre. Es una oración apostólica. En definitiva, en esta oración le estamos pidiendo a Dios que nos dé lo que El quiere darnos para que sea una realidad su proyecto de salvación.

Se inicia esta oración con una invocación: “Padre nuestro que estás en el cielo”; en ella se apunta a la paternidad de Dios, a la fraternidad entre los hombres y a la trascendencia de Dios, cuya morada es el cielo.

La expresión “que estás en el cielo” nos recuerda que el cielo es nuestra casa por ser la casa de nuestro Padre Dios. Tenemos la conciencia de ser ciudadanos del cielo.

Junto a la palabra “Padre” está el adjetivo “nuestro”. Al rezar esta oración, tomamos conciencia de que Dios es Padre de todos y, por tanto, de que todos somos hermanos. Por eso nos enseña a decir Padre nuestro y no Padre mío. De la misma manera que la oración cristiana se puede resumir toda ella en el padrenuestro, esta oración se puede también centrar en una sola palabra, la palabra Padre.

Santa Teresa, aludiendo a esto dice: «Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra?... ¿Cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas... Ya que estáis Vos ofrecido a ser deshonrado por nosotros, dejad a vuestro Padre libre; no le obliguéis a tanto por gente tan ruin como yo, que le ha de dar tan malas gracias» (Camino de perfección, 27, 2-3).

Enséñame, Señor, a repetir una y otra vez la palabra Padre dirigida a ti. Padre en mis gozos y alegrías, dándote gracias. Padre en mis sufrimientos y dificultades, pidiéndote fuerzas. Padre en mis problemas, pidiéndote luz.

Enséñame también a repetir una y otra vez la palabra nuestro, añadida a la palabra Padre. Que vea a todos como hermanos, porque Tú eres nuestro Padre. Te doy las gracias por querer se mi Padre, nuestro Padre.

 

LAS SIETE PETICIONES DEL PADRENUESTRO.

 

Después de esta toma de conciencia de nuestra filiación y de nuestra fraternidad, vienen las siete peticiones. Jesús nos enseña a pedirle al Padre que se realice su proyecto de salvación de todos los hombres. En la medida en que hacemos nuestras sus peticiones, vamos asumiendo sus mismos sentimientos y presentándonos ante el Padre con su misma petición.

Si rezamos en serio esta oración, hemos de estar dispuesto a poner de nuestra parte la colaboración necesaria para que se haga realidad lo que pedimos. Por eso, junto con la petición, ha de estar nuestro compromiso por el Reino.

 

Las tres primeras peticiones apuntan directamente a la gloria del Padre: la santificación de su nombre, la venida del Reino y el cumplimiento de su voluntad.

 

1). Santificado sea tu nombre. Es la primera petición que hacemos, uniéndonos a la petición de Jesús. La razón de su vida fue la glorificación del Padre. Vivió siempre para eso; en exclusiva. También nosotros debemos vivir para glorificar al Padre, pidiéndole con Jesús y como Jesús, que su nombre sea santificado; lo cual equivale a pedirle que sea reconocido como Dios.

            Señor, que siempre que te pida algo, esté dispuesto a colaborar lo que te pido. Que mi oración no vaya por un lado y mi vida por otro. No quiero pedirte una cosa y hacer la contraria. Si te pido que tu nombre sea santificado, ayúdame a que sea santificado en mí. Que no me eche atrás en mi tarea de ser testigo tuyo en medio del mundo; que haya unidad en mi vida, la unidad que sólo de tu amor me puede venir

 

2). Venga a nosotros tu Reino. Se trata de un Reino que va abriéndose paso poco a poco, como la semilla que crece sin que se note. Para poder entrar en él, es necesario un cambio radical interior; como dijo Jesús, es necesario volver a nacer; con todo lo que supone un nuevo nacimiento en cuanto a cambio de criterios, de valores, de intenciones y de estilo de vivir. Se trata del nacimiento a una vida distinta, a una vida nueva que ha de evolucionar hasta llegar a la madurez.

            Señor, te pido que acabes de reinar en mi. Te pido, Padre, y te lo pido en serio, que venga a nosotros tu Reino. Y si no te doy entrada libre, mira qué puedes hacer para conseguirla. En otros lo has logrado; ¿por qué no te animas a conseguirlo también en mí? Me pongo en tus manos, Padre. Sea lo que sea, te doy las gracias, porque Tú eres mi Padre y Tú sabes mucho de caminos cerrados que han acabado por abrirse. Abre tu camino hacia mí hasta lograr que yo sea todo para ti. Y que colabore después contigo abriendo tus caminos a los hermanos.

 

3). Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. La petición de que se haga la voluntad de Dios en la tierra como se hace en el cielo, supone pedirle a Dios que nos ayude a hacer lo que Él quiere que hagamos, en vez de pedirle que haga lo que nosotros queremos. En el cielo la voluntad de Dios se cumple perfectamente en la comunión de amor. Es lo que pedimos que se cumpla en la tierra. De ahí, la urgencia de vivir la comunión, ya que para testimoniarla y ofrecerla, hay que vivirla.

Aceptar la voluntad de Dios supone a veces dar un vuelco a nuestra vida. Hay situaciones de enfermedad, fracaso, accidente, soledad... Lógicamente, como Jesús, le pedimos al Padre que aparte de nosotros ese cáliz. Pero hay que pedirle la gracia de poder pronunciar de corazón, la segunda parte de la frase de Jesús: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

            Señor, Tú quieres que te amemos como Padre y que nos amemos como hermanos. Esta es tu voluntad. Dame fuerzas, tu gracia para seguir tus caminos de amor y no los míos de egoísmos. Muéstrame tus caminos, porque son esos y no los míos, los auténticos caminos de la nueva vida que quiero vivir.

Que aprendamos de tu Hijo Jesús a quererte y a querernos. Que se cumpla tu voluntad, y que entre todos construyamos el mundo con el que has soñado para nosotros tus hijos; y que no es este, Señor, que no es este en el que vivimos. Hágase tu voluntad.

 

LAS CUATRO ÚLTIMAS PETICIONES

 

En las cuatro últimas peticiones  del Padrenuestro presentamos ante el Padre nuestros deseos y súplicas por las  necesidades concretas que tenemos los hombres:  le pedimos lo necesario para conservar nuestras vidas, que nos perdone los pecados, que nos mantenga en la fidelidad librándonos del «tentador» y que nos ayude en nuestro combate por la victoria del bien sobre el mal.


4). Danos hoy nuestro pan de cada día: El hombre se vuelve a Dios cuando comprende que el alimento, la salud, la amistad, el puesto de trabajo y tantos bienes de los que disfruta, son dones de Dios; acude a Él para que todos disfrutemos de ellos y para que podamos salir a flote en situaciones difíciles por las que siempre estamos atravesando en medio de un mundo lleno de dificultades.

Al mismo tiempo que se pide a Dios el pan de cada día, se compromete uno en lo que le está pidiendo, es decir, en la vivencia de la fraternidad; es el sentido del adjetivo nuestro añadido al pan de cada día.

            Señor, dame, un corazón abierto a compartir. Y que tenga la evidencia de que el pan que me das no es mío, sino nuestro. El pan que me das no es sólo el pan material; son mis cualidades, mi tiempo, mi profesión, mi salud.

Papá bueno del cielo y tierra, a imitación de tu Hijo Jesús, quiero ponerlo todo,  mejor, quiero ponerme yo, todo entero, al servicio de los hermanos, para que puedan vivir con la dignidad de hijos que han recibido de Ti. Quiero así poder rezarte con verdad: Danos hoy nuestro pan de cada día.

 

5). Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Pedimos ahora que reine la misericordia. Sabemos que la misericordia tiene su origen en Dios y queremos que, a través de nosotros, se comunique a los hermanos para llegar a ser un pueblo perdonado y reconciliado por el amor misericordioso de Dios. Si ha de reinar la misericordia, puesto que Dios la ha tenido con todos, también nosotros la hemos de tener con los demás.

            Señor, me cuesta perdonar a los hermanos porque sigue abierta en mí la llaga de la ofensa, de la humillación, de la ingratitud. ¿Cuándo vas a modelarme a imagen de Jesús, para que sea capaz, como Él, de perdonar a mis hermanos? Y tú, Señor, puedes hacerlo. Quiero aprender de Él a ser manso y humilde de corazón. Hazlo para que te ayude a forjar con los hermanos una comunidad reconciliada y reconciliadora, viviendo en el amor con tu mismo estilo de misericordia, porque el Padre del cielo es paciente y misericordioso.

 

6). No nos dejes caer en la tentación. La petición de que no nos deje caer en la tentación parte del reconocimiento de nuestra pequeñez y debilidad ante las dificultades que cada día van surgiendo a nuestro paso.

Cada día tenemos que decidir; cada día hemos de elegir unas cosas y renunciar a otras que nos atraen, a veces, con mucha fuerza; y hemos de renunciar un día y otro y otro.

La experiencia nos enseña que no es Dios quien prima muchas veces en nuestra vida. Queremos amarle, queremos ser fieles a su amistad, pero algo nos dice por dentro que no lo vamos a conseguir sin su ayuda.

Señor, no te pido que alejes de mí las pruebas. Estoy muy lleno de mí mismo y necesito purificarme, porque me amo y me busco en todo. Para que Tú entres en mí, necesito que tu Amor me vacíe de mí mismo, de mi amor propio; es necesario matar las raíces del yo y esto supone dolor y sufrimiento. Y yo no sé ni puedo.

Señor, quiero la unión total contigo,  volar hasta Ti  en mi vida y oración. No quiero estar viviendo sin tener que superar dificultades que se oponen a tu amor. Quiero que acrisoles mi amor para que llegue a amarte de verdad. Por eso te pido que no me dejes caer en la tentación.

 

7): Y líbranos del mal. Ante la situación del hombre esclavizado por el mal, al mismo tiempo que suplicamos: “No nos dejes caer en la tentación”, clamamos: “Líbranos del mal”.

            Señor, líbranos del mal. Actúa con la fuerza de tu gracia. No permitas que tus hijos seamos esclavizados por el maligno que domina en el mundo y en muchos hermanos que no saben lo que hacen.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

PARA MEDITAR EN DIOS PADRE

PARROQUIA DE SAN PEDRO.  PASENCIA.- 2012.

1. NUESTRO PRIMER ENCUENTRO CON EL PADRE

 

Para muchos hombres, incluso para un buen número de cristianos, ¿no es cierto que el Padre celestial sigue siendo un desconocido? Los que creen en Dios casi nunca han encontrado en Él a un Padre. Acatan al Soberano Señor que todo lo gobierna. Pero están muy lejos de considerar esta soberanía esencialmente animada por un amor paternal. El término “Dios” suscita en el espíritu de muchos de ellos la idea de un ser inmenso y temible, de alguien al que no pueden imaginar que se le dé el nombre de padre. Y mucho menos aún pueden suponer que en ese ser todopoderoso pueda haber toda la ternura de un corazón paternal, ni que se deba intentar vivir en su intimidad.

Entre el Padre celestial y sus hijos de la tierra, la distancia parece tan enorme que la definiríamos como infranqueable. ¡Cuántas veces hay casi un abismo de incomprensión! Para muchos, el Padre del cielo sigue siendo tan sólo un extraño rodeado de riquezas inimaginables, un ser indefinido y lejano del que sólo saben que gobierna el mundo; para algunos aparece como un maestro inflexible que exige justicia, llegando a veces hasta la crueldad. Es el responsable del sufrimiento y quien les envía toda clase de pruebas; pruebas que a muchos les parecen insoportables y, sobre todo, de una severidad inmerecida.

Las quejas y la rebeldía suben con frecuencia hasta el cielo desde el corazón de los hombres y muchas veces afectan de forma directa al Padre, porque ponen en duda, precisamente, el corazón paternal de Dios. Sobre el Padre recaen todos los descontentos, porque se niega su bondad. El gran reproche que se le hace es que no gobierna el mundo y la existencia de los hombres según los deseos de cada uno de ellos. Viendo el dolor y las miserias de esta vida, no se entiende cómo puede realmente dirigir las cosas con un corazón de Padre. Dios Padre no solamente es un desconocido, sino que es acusado o sospechoso de no ser un verdadero padre.

Sin embargo, bajo esta ignorancia y esta incomprensión, tantas veces descaradamente hostil, sigue existiendo, secreta pero real, una excepcional posibilidad de conocimiento y de comprensión. Esta posibilidad existe porque el Padre ha querido expresamente hacerse conocer, y hacerse conocer como tal, en su amor paternal. Él se nos ha revelado a través de su Hijo, y la simple lectura del Evangelio hace ver inmediatamente hasta qué punto Cristo tenía la preocupación de hablar del Padre, de hacer converger hacia Él la atención de sus discípulos, como hacia la clave de toda su doctrina y de su obra.

Jesús no dejaba de predicar al Padre, de explicar cómo todas las cosas venían de Él y todo volvía a Él. Los apóstoles, sin embargo, tenían la impresión de que este padre se les seguía ocultando, y que les faltaba algo; les faltaba haberlo visto. En el momento en que el Maestro iba a partir, después de la última Cena, Felipe expresa este sentimiento: “Señor —le pide a Jesús—, muéstranos al Padre, y eso nos basta” (Jn 14,8).

Cristo había elogiado con tanta frecuencia al Padre que los discípulos deseaban verlo; solamente así sus instrucciones quedarían completadas y su mensaje de salvación captado en su totalidad. Pero, ¿no era desorbitada esta petición? ¿No equivalía a reclamar la visión de lo que había de más profundo en Dios? Esperaríamos que el Maestro respondiese dándola por no oída, o recordándoles que es imposible ver a Dios, que el Padre es alguien que no se muestra a los ojos de los seres terrestres. Eso sería lo que nuestra sabiduría humana hubiese respondido rápidamente a la demanda de Felipe, pero la respuesta de Jesús es otra.

Lejos de juzgarla exagerada e imposible de satisfacer, la petición de Felipe ya ha sido satisfecha: “Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre”. Felipe había estado viendo al Padre sin darse cuenta de que lo veía. Los discípulos habían asistido en primera fila a la revelación de su corazón paternal sin darse perfecta cuenta de ello. Habían estado totalmente envueltos, por así decirlo, por una manifestación del Padre celestial, la más impresionante de todas, y casi no lo habían reconocido.

¿No es ésa la situación de muchos hombres de hoy? Están rodeados por todas partes de las manifestaciones de la bondad de Dios y no las reconocen en absoluto. En el fondo de sus corazones, como le sucedía a Felipe, existe este deseo de que el Padre se les descubra y de que Dios se les haga más cercano. Y no se dan cuenta de que ese deseo les ha sido concedido ya, que basta solamente con tomar conciencia de ello. Basta con mirar al Cristo del Evangelio para ver, detrás de todos sus actos y todos sus gestos, a través de todos sus discursos, cómo se dibuja la figura del Padre. El Padre ha venido a nosotros en su Hijo; no se trata precisamente de ir a su encuentro, sino de ver cómo ha venido Él a encontrarse con nosotros.

Cristo nos ha traído la presencia del Padre. Y es importante señalar que ahora nosotros encontramos esa presencia no sólo en las páginas del Evangelio, sino en el fondo mismo de nuestra alma. Es ahí donde realmente quiere habitar Cristo y el Padre con él. Mediante la gracia, el interior del corazón humano está penetrado por la presencia del Padre; incluso a aquellos que rehúsan la amistad divina y que no poseen la gracia santificante, les son concedidas otras gracias que tienden a introducir esta presencia.

El Padre se encuentra, pues, muy cerca de nosotros, bien porque habita constantemente en nuestra intimidad o bien porque se está ofreciendo incesantemente al amor de quienes lo rechazan. Es él quien ha recorrido la distancia que nos separaba y la ha recorrido en su totalidad. Él está mucho más implicado en nuestra existencia de lo que podemos suponer; cuando nosotros lo creernos lejano, severo o incluso cruel, su presencia está allí, inmediata y ferviente, para desmentir la falsa opinión que tenemos de Él.

¿No deberíamos decir ahora, con respecto a nuestras relaciones con el Padre celestial —más todavía que a las relaciones de un niño con su padre—, que no hay ni puede haber otro ser más capaz de ser penetrado por nosotros en las profundidades de su persona, dado que Él se adentró tan profundamente en la intimidad de la nuestra? Por eso nos volvemos con confianza a las páginas de la Sagrada Escritura, para descubrir en ellas su corazón paternal. Desde dentro, el mismo Padre nos guía en esta búsqueda. En los textos revelados encontramos a esta persona familiar que vive en nosotros, en un reencuentro cada vez más asombroso. Una persona tan admirablemente cercana y accesible y, a la vez, grandiosa en su divina forma de ser Padre.

 

 

 

2.  EL PADRE EN SAN PABLO: EN CRISTO Y POR CRISTO AL PADRE

 

El Apóstol Pablo no escuchó a Cristo la oración del Padre nuestro. Sin embargo, al vivir en Cristo, conoció más intensamente que otros Apóstoles el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre y “en Cristo y por Él” llegó al amor del Padre. El gran apóstol vivía en Cristo, hasta el punto que le parecía que su propia vida se perdía para dejar lugar en él a la vida de Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

            Por esto es por lo que, después de haber afirmado “es Cristo quien vive en mí”, añade, como para completar su pensamiento: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ca 2,21). El amor que Cristo había demostrado en su sacrificio del Calvario lo concibe san Pablo como algo dirigido a él personalmente; para él ésta era la verdad que iluminaba todas las demás y que afectaba a lo más profundo de su ser, y así uno siente brotar la emoción en sus palabras: “se entregó a sí mismo por mí”.

Quizás, si hubiese querido dejarse llevar más lejos por esta emoción y describir más detalladamente lo que le sugería el pensamiento de este amor dramático de Cristo con respecto a su situación personal, habría podido escribir que el amor del Señor Jesús había pagado un precio de sangre para poder hacer un apóstol de un perseguidor de cristianos. Cristo entregado a la muerte era el precio de su salvación y de su vocación presente. Así podemos comprender que san Pablo considerase toda su existencia pendiente de este amor, toda su vida interior fundamentada sobre él.

Se comprende también que, en su apostolado, la persona de Cristo haya representado el papel principal. Para san Pablo, predicar el Evangelio era predicar a Cristo y su amor sacrificial. Cuando les recuerda a los Corintios la primera predicación que hizo entre ellos, les escribe: “pues no quise saber nada entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Cor 2,2). Vemos en estas palabras que había una actitud deliberada por parte del apóstol, una decisión personal de concentrar toda su enseñanza en la persona de Cristo, y no buscar más elocuencia que la que pudiese derivarse del Salvador mismo, hecho presente a través de su mensaje.

 Esta sencilla presentación de una persona que ama a  Jesús habría producido un efecto sorprendente en el auditorio, y este efecto no debía atribuirse a la fuerza o a la habilidad del predicador, sino al poder divino. Más aún, el amor de Cristo no era solamente el objeto esencial de la predicación de san Pablo: era el motor secreto de toda su actividad apostólica. Cuando explica a los Corintios el verdadero motivo de su celo, queriendo hacerles comprender que su ardor no tenía nada que ver con la ambición o con el deseo de dominarlos y dirigirlos, les escribe: “el amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,14).

Esta urgencia la entiende no como el amor que él mismo profesaba a su Salvador, ni tampoco el amor que Cristo le había demostrado a él personalmente llamándolo a un destino tan alto, sino como aquel amor más universal por el que Cristo se había sacrificado para dar la vida a los hombres, para alcanzar la reconciliación divina para los pecadores: “uno solo murió por todos”. En este amor inmenso es en el que el apóstol se siente envuelto por todos lados, cercado, abrazado.

Y para describir esta presión emplea un término que muchas veces significa agobio u opresión; en el evangelio este término se utiliza para aludir a una persona postrada por la fiebre (cfr. Lc 4,38), a personas sobrecogidas de terror (cfr. Lc 8,37), o al deseo ardiente, inevitable, de Cristo, de ser bautizado en su sangre (cfr. Lc 12,50). Así pues, lo que quiere decir Pablo es que el amor de Cristo lo consume como podría hacerlo la fiebre, una pasión violenta o un fuerte deseo. Este amor lo empuja a no vivir más que para Cristo y a hacer todo lo necesario para que los demás tengan la misma generosidad; por eso él los exhorta, en nombre de Cristo, a que recojan los frutos de la reconciliación con Dios que el sacrificio de la cruz les ha merecido (cfi-. 2 Co 5,15-21).

Toda la actividad apostólica de san Pablo está animada por el impulso de este amor por el cual Cristo ha traído la salvación al mundo. Teniendo así, constantemente, ante sus ojos este amor extremado, el apóstol se siente impulsado a una donación total de sí mismo, dispuesto a ofrecer el máximo de esfuerzo con vistas a la conversión de aquéllos por los que Cristo murió. El amor salvador de Jesús actúa en él al mismo tiempo como un ejemplo que arrastra y corno un apremio íntimo que pone en tensión todas sus energías.

Este amor no se limitaba a un hecho pasado, al drama del Calvario en el que se había manifestado en toda su amplitud. Para san Pablo este amor sigue siendo actual y no cesará jamás de estar presente, porque desde el momento en que tuvo lugar el drama de la pasión y de la resurrección fue un logro definitivo para los hombres.

El apóstol se sabía acompañado en todas partes por este amor, con la certidumbre de que por esa parte no habría jamás un desfallecimiento, ni una infidelidad. Este amor oponía una barrera infranqueable a todas las fuerzas adversas que hubiesen podido infundirle temor; era un seguro contra todos los peligros. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada...?; como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8,35-37).

Cristo había amado a los hombres durante su vida terrena con un amor no del dominio de la carne, sino del espíritu; y toda la fuerza de este amor persiste por encima de todas las tempestades de la existencia humana, hasta el cumplimiento final de nuestros destinos. San Pablo quiere comunicar a sus fieles esta calurosa convicción de que la alegría y la protección de este amor no les faltará jamás. En este amor se apoya su esperanza, y es con este amor del Salvador con el que quiere afirmar la confianza de todos.

De la misma manera recomienda a los Efesios que traten de conocer este amor. Algunos de ellos habrían querido deleitarse con conocimientos raros y misteriosos, como los que prometían las doctrinas paganas. Pero san Pablo les hace comprender que hay un conocimiento que supera a todos los demás, y es el que se produce cuando se posee a Cristo en el corazón por la fe y se está enraizado en su amor: el conocimiento del amor de Cristo. Paradójicamente, él asegura que así se puede llegar a conocer lo incognoscible, porque el amor de Cristo supera cualquier otro conocimiento (cfr Ef 3,17-19). Es preciso, pues, elevarse por encima de sí mismo para alcanzar este amor, que se sitúa a un nivel superior a todos los horizontes humanos. El apóstol subraya que este conocimiento es muy diferente del que se podría tener de una persona a través del contacto con ella, la experiencia o cualquier testimonio, como suele suceder en las relaciones normales entre los hombres. Penetrar en este amor de Cristo hacia nosotros, es superar toda visión terrestre y acceder al saber supremo, un saber que, a pesar de ser tan elevado, se reconoce siempre como inferior a aquello que alcanza.

El amor de Cristo es, por tanto, la realidad central que anima la vida de san Pablo, que lo empuja a la acción: para él es la realidad que se debe conocer por encima de todo y que se sitúa por encima de cualquier sabiduría humana.

 

Por Cristo al Padre

 

Ninguna otra cosa es tan llamativa como el hecho de atribuir al amor de Cristo este lugar central en el pensamiento y en la vida del mensaje cristiano. Así es como san Pablo intenta constantemente encontrarse con Dios Padre a través del Hijo. De forma tan espontánea y tan esencial, que su espíritu se concentra sobre aquella persona que ama a Jesús, reconoce en ella el designio del amor todopoderoso del Padre, y en seguida se eleva hasta Éste. Esta actitud fundamental se encuentra en cada uno de los textos que hemos mencionado.

Cuando afirma que ya no es él mismo quien vive, sino que es Cristo quien vive en él, san Pablo señala a este Cristo como “el Hijo de Dios” que lo ha amado y que se ha entregado a la muerte por él; y deja sobreentender que es el amor de un Hijo y que hemos de descubrir en ello la acción y el amor del Padre. Y acaba de expresar este pensamiento identificando el don de Cristo con la gracia de Dios. No admitir que toda nuestra salvación ha sido conseguida únicamente por el amor de Cristo cuando se sacrificó por nosotros sería “tener por inútil la gracia de Dios” (Gal 2,21).

San Pablo habría podido contentarse con mencionar el amor de Cristo, con mostrar cómo su muerte había cambiado todas las cosas en el mundo. Pero no lo hace así: desde el momento en que evoca esta renovación del mundo, su pensamiento se vuelve al Padre y siente la necesidad de decir que todo procede de él. Cristo ha actuado con una maravillosa generosidad, puesto que ha dado su vida por todos; pero en él estaba actuando el Padre. A quien hemos de ver en Cristo es al Padre que se reconcilia con la humanidad, al Padre que ofrece su perdón y deja de imputar a los hombres sus delitos: “en Cristo estaba Dios, reconciliándose con el mundo”.

No se puede, por tanto, entender a Cristo, ni todo lo que él hace, si no es viendo en él la presencia del Padre, la acción del Padre. Sería un tremendo error ver exclusivamente el amor que Cristo ha demostrado tenernos como si eso fuese lo primero, como si el Padre no fuese su fuente principal. ¡Qué visión más equivocada tendríamos si quisiésemos oponer este amor ardiente de Cristo a los hombres a una actitud fría, distante o incluso hostil del Padre con respecto a ellos!

Evidentemente, los hombres eran pecadores a los ojos del Padre; pero precisamente el Padre no quiso mirarlos sino a través de Cristo, con una mirada que realizaba la reconciliación y que borraba los pecados. Y hay algo más que esta mirada: en Cristo, según expresión de san Pablo, Dios está presente y Dios actúa. En Él, el Padre completa su obra.

Así pues el amor que Cristo nos ha tenido es la prueba y la manifestación del amor que nos tiene el Padre. Estos dos amores nos llegan al mismo tiempo, de tal manera que no forman más que un único amor. A aquella pregunta, “¿Quién nos separará del amor de Cristo?”, el apóstol responde: “Estoy seguro que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,38-39).

El amor de Cristo es, pues, el amor de Dios en Cristo Jesús; es decir, que cuando Cristo nos ama, es el amor del Padre el que recibimos. Porque el amor del Padre a los hombres se ha revelado en el amor de Cristo, se ha condensado en él y ha tomado en él su forma definitiva.

Así, el entusiasmo que suscita en san Pablo la certeza de que nada en el mundo podrá separarlo de este Cristo que lo ama, era un entusiasmo todavía más profundo y más sólido, porque, en definitiva, estaba apoyado en la convicción de no poder ser separado del amor del Padre. Si el apóstol era “más que vencedor” con los otros cristianos en sus pruebas, era porque podía contar con la fuerza del amor de Cristo y esta victoria exaltante era también la del amor del Padre y, por ello, tenía un carácter todavía más total, más decisivo. Por el hecho de que el Cristo amante perteneciese ya a Pablo, el Dios amante estaba igualmente unido a él para siempre.

En términos más actuales, al lograr toda su seguridad en el corazón de Cristo y en su indefectible fidelidad, el apóstol sabía que, en ese corazón, el corazón del Padre mismo se le estaba entregando con toda la omnipotencia de su amor: El Padre se había donado en su Hijo y este don era algo irrepetible y sin posible vuelta atrás.

Por eso, cuando en su predicación san Pablo no quería “saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado” (1 Co2,1), tenía clara conciencia de enseñar con ella lo que había de más profundo en el corazón del Padre; aquello que él llamaba “el misterio de Dios” (Íbid.) Este misterio es el designio concebido por Dios con vistas a la salvación de los hombres.

Cuando nosotros empleamos hoy el término misterio, nos referimos a la verdad revelada, verdad que sobrepasa nuestra inteligencia si ésta se queda en sí misma. Por “misterio de Dios” san Pablo entiende algo más que una verdad que deba ser creída: es todo un plan de acción elaborado por Dios.

Este plan surgió en el secreto de su corazón paternal. Desde mucho tiempo atrás tenía la intención de presentar ante los hombres a Cristo, con su obra de redención en la cruz, pero esta intención seguía oculta; el misterio había sido “mantenido en secreto durante los siglos eternos” (Rom 16,25). El Padre no desveló su intención más que en el momento en que se realizaba. En Cristo se estaba dispensando este poder del Padre que, por fin, cumplía su sueño, su más decidida voluntad.

En Cristo, y más concretamente en Cristo crucificado, estaba contenido todo el “misterio de Dios”. En él, el Padre había revelado y realizado su plan. Por eso, cuando san Pablo presenta a todos sus oyentes a Cristo crucificado se da cuenta de que no solamente les anuncia el “misterio de Dios”, sino que este misterio se sigue realizando a través de su predicación. El Padre, que había actuado a través de Cristo, seguía actuando todavía a través del apóstol que les hablaba de Cristo.

San Pablo hablaba de aquello que era más querido para el Padre, de aquella realidad de Cristo en la que había puesto toda su sabiduría, todo su poder. Por eso, esta sabiduría divina y este poder divino se manifiestan en la predicación con resultados extraordinarios. En sus palabras, Dios está presente con su “misterio”, al mismo tiempo que lo está Cristo.

Y puesto que él reconocía que todas las maravillas de la obra redentora procedían en primer lugar del Padre, es al Padre a quien san Pablo dirige su adoración: “Doblo mis rodillas ante el Padre” (Ef3, 14). Y es al Padre a quien pide para sus fieles la gracia de poder conocer el amor de Cristo. Si la riqueza de Cristo es insondable es, precisamente, porque está encerrada en el “misterio” que el Padre había estado guardando durante tanto tiempo para los hombres. Si el amor de Cristo sobrepasa todo conocimiento, es porque ese amor llega tan lejos como la sabiduría del Padre, una sabiduría que es “multiforme”, con mil aspectos, y está llena de descubrimientos sorprendentes.

Si Cristo nos ha amado en tan gran medida, según una medida colmada, es porque Él poseía la plenitud de la vida divina del Padre. Era el Padre quien conservaba todos los secretos de Cristo, y era a Él a quien se debía rogar para conocerlos. Solamente el Padre puede abrir a los hombres los tesoros del corazón de Cristo, porque estos tesoros pertenecían antes a su corazón de Padre.

En la oración que san Pablo dirige al Padre para que haga a los cristianos capaces de conocer el amor de Cristo, amor que sobrepasa todo conocimiento, no es difícil reconocer un eco de la declaración hecha por Jesús: “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lc 10,22). Para poder penetrar en la persona de Jesús, y para alcanzar la amplitud de su amor, es preciso remontarse al Padre. Corno responsable y dirigente de todo el plan de salvación, el Padre se encuentra en el origen del amor de Cristo hacia nosotros: contemplando y admirando este amor, hemos de reconocer en él la obra de su bondad paternal. Para mirar a Cristo hay que elevar los ojos hacia el Padre; para alabar y diar gracias a Cristo corno es debido, es preciso dirigir la alabanza y la acción de gracias hacia el Padre.

Y remontándose en cada momento desde Cristo al Padre, san Pablo sabía ya que estaba respondiendo al deseo formal de Cristo mismo. Porque Cristo había atribuido continuamente al Padre el honor de todo lo que él hacía, de sus milagros y de su doctrina; declaraba deberlo todo a él, y se refería a él no solamente corno a aquel que había tornado la iniciativa de la obra redentora, sino también como aquel que la dirigía y la cumplía en el presente.

Sabemos con qué viveza reprendió al joven que quiso ver en su persona una bondad tal que superaba la de Yahvéh: “Maestro bueno”, le había dicho aquel muchacho, con la idea de haber descubierto a un maestro en el cual la bondad sobrepasaba a la del autor de los mandamientos. Ésa es la expresión que Jesús corrige de inmediato: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,17-18). Cristo no quería que se separase su bondad de la del Padre, ni que se prefiriese el uno al otro. Eso hubiera sido una ofensa al Padre, del cual proviene toda bondad.

San Pablo había comprendido profundamente esta verdad, y no imitó nunca la actitud de aquel muchacho. Más entusiasta aún que el joven rico frente al amor de Cristo, nunca osó oponer la bondad de Jesús a la de Dios, ni quiso aferrarse a la persona de Cristo como si él fuese a defenderlo frente a un Dios severo. En el amor de Cristo está el amor del Padre que el apóstol buscó siempre. En el amor que Jesús demostró en su vida terrena por el sacrificio de la cruz, vislumbraba una intención de amor que se había forjado en la eternidad divina, el “misterio” en el que se había concentrado la sabiduría del Padre. Si nosotros quisiésemos seguir ese camino trazado por san Pablo, la bondad del maestro del Evangelio se nos revelaría con su auténtico rostro, como una expresión de la bondad eterna del Padre. Es al corazón del Padre donde debemos ir si querernos llegar al fondo del corazón de Cristo.

 

El “misterio” del amor paterno

 

¿Qué es exactamente este “misterio de Dios”, ese designio establecido por la voluntad del Padre que Cristo nos ha revelado? En su carta a los Efesios, san Pablo quiere rendir un solemne homenaje al Padre describiendo los grandiosos proyectos de su amor, cuya ejecución se constata hoy, pero que se remontan muy lejos en el pasado: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuando nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,3-10).

Uno advierte hasta qué punto subraya san Pablo, en el entusiasmo de su agradecimiento, los dos aspectos esenciales de la obra de nuestra salvación: todo viene del Padre y todo se concentra en Cristo. El Padre está en el origen y Cristo está en el centro. Pero si Cristo está en el centro de todo es por el hecho de que todo el plan de salvación ha salido de un corazón paternal. En este corazón paternal, cuya intención fundamental intuye el apóstol, se encuentra la explicación de todo.

Todo el destino del mundo está dirigido por esta voluntad capital del Padre: Él quiso tenernos corno hijos en Jesucristo. Desde toda la eternidad su amor se había volcado sobre su Hijo, este Hijo que san Pablo llama aquí, de una forma sugerente, “el Amado” (más exactamente, y para conservar el matiz del verbo griego en pasado, «aquel que ha sido perfectamente amado»).

Para poder comprender mejor cuál sería la fuerza de este amor, es preciso recordar que el Padre eterno no existe si no es como Padre, que toda su persona consiste en ser Padre. Un padre humano ha sido persona antes de convertirse en padre; en un momento determinado su paternidad viene a añadirse a su calidad de ser humano y a enriquecer su personalidad. El hombre tiene desde el principio un corazón humano, antes de tener un corazón paternal. En su madurez, en su edad adulta, es cuando asume las funciones de padre y adquiere cierta disposición de ánimo para serlo.

Por el contrario, en el seno de la Trinidad el Padre es Padre desde su origen: desde siempre ha sido Padre y se diferencia de la persona del Hijo precisamente por su condición de Padre. Es íntegramente Padre, con la plenitud infinita de la paternidad; no tiene más personalidad que ésa y su corazón no ha existido nunca sino como corazón paterno. De este modo, Él se vuelca en el Hijo para amarlo, en un impulso que compromete totalmente toda su persona. El Padre no quiere ser otra cosa que mirada hacia su Hijo, don para su Hijo, unión con su Hijo. Este amor, no lo olvidemos, es tan fuerte y prodigioso, tan absoluto en el don, que, al fundirse con el amor recíproco del Hijo, origina la persona del Espíritu Santo desde toda la eternidad. Y es precisamente en el amor hacia su Hijo donde el Padre ha querido colocar, insertar, su amor hacia los hombres. Su primera idea, su primer designio, ha sido hacer extensiva en nosotros la paternidad que ya ejercía con respecto al Verbo, su Hijo Único. Ha querido que, viviendo la vida de su Hijo, revestidos de Él y transformados en Él, nosotros seamos también hijos suyos.

Él, que no era otra cosa que un Padre en intimidad con su Hijo, ha querido también, con respecto a nosotros, ser esencialmente Padre. Ha querido que su amor hacia nosotros no fuese más que el único amor eterno que dedica a su Hijo. Por lo tanto, toda la densidad y toda la energía de este amor se han volcado sobre los hombres.

El impulso que arrebata la profundidad de su corazón paternal nos ha envuelto en su fervor. Esta mirada de complacencia y de éxtasis que se dedica a la persona del Verbo, se dirigió a una humanidad inmensa, a una humanidad que Él ya contemplaba desde el principio reunida en Cristo. En un instante nos convertimos en objeto de un amor infinitamente rico, lleno de solicitud y de generosidad, lleno de fuerza y de ternura. Desde el momento en que, cara a cara con su Hijo, el Padre hizo surgir esta imagen de la humanidad reunida en Cristo, se unió a nosotros para siempre en su corazón paterno, y ya no pudo apartar de los hombres la mirada que dirige a su Hijo. No podía habernos hecho entrar más profundamente en su pensamiento y en su corazón. No podía, de otra forma, confiarnos un valor más grande a sus ojos, sino mirándonos únicamente a través de su Hijo tan querido.

Los primeros cristianos habían comprendido qué gran privilegio se les había concedido al poder dirigirse a Dios como Padre, y con ese entusiasmo podían gritar: “abbá!, ¡Padre!” (cfr. Ga 4,6; Rom 8,15) ¡Cómo no evocar este primer entusiasmo que, incluso antes de la existencia de los primeros cristianos, había acompañado la perspectiva de filiación divina prometida a los hombres! Era un entusiasmo divino por encima de ninguna otra cosa.

No podemos ni imaginar ni describir con lenguaje humano alguno, ni con imágenes terrestres, aquel primer grito que se añadió a la riqueza de la vida trinitaria, con un desbordamiento de alegría divina hacia su exterior, el grito del Padre que exclamó: “¡Hijos míos!, ¡hijos míos en mi Hijo!”. El Padre fue, en efecto, el primero en regocijarse, en exultar con esta nueva paternidad que quiso suscitar, y la alegría de los primeros cristianos no era más que un eco que, en su vibrar, constituía una tímida respuesta a la intención primordial del Padre de ser Padre nuestro.

Ante esta mirada paternal completamente nueva, que contemplaba a los hombres en Cristo, la humanidad no formaba un todo uniforme, como si el amor del Padre se hubiese dirigido simplemente a los hombres en general. Es cierto que esa mirada abarcaba toda la historia del mundo y toda la obra de salvación, pero se detenía también sobre cada uno de los hombres en particular.

San Pablo nos dice que con esa mirada primordial el Padre “nos eligió”. Su amor se dirigía a cada uno de nosotros personalmente; se posaba, en cierto modo, sobre cada hombre queriendo hacer de él, individualmente, un hijo suyo. Y esa elección no quiere decir que el Padre tomase a algunos excluyendo a otros, porque esta elección afectaba a todos los hombres.

Significa que el Padre tiene en cuenta a cada uno con sus características personales y quiere a cada uno con un amor especial, distinto del amor que profesa a los otros. Su corazón paternal se da desde ese momento a cada uno con una predilección concreta, que se adapta a las diferentes individualidades que Él querrá crear. Cada uno es elegido por Él como si estuviera solo, con el mismo interés amoroso que si no hubiera estado rodeado de toda una multitud de compañeros. Y, en cada caso, esa elección procedía de las profundidades de un amor insondable.

Además, hemos de tener en cuenta que esta elección es totalmente gratuita y que se dirige a cada uno, no en virtud de sus méritos futuros, sino solamente por pura generosidad del Padre. El Padre no debía nada a nadie; Él era el autor de todo, que hacía surgir ante sus ojos la imagen de una humanidad todavía inexistente. San Pablo

insiste en el hecho de que el Padre estableció su grandioso proyecto a su gusto, según su libre voluntad. No tomó inspiración fuera de sí mismo y su decisión dependió exclusivamente de Él.

Así resulta todavía más impresionante su resolución de hacer de nosotros hijos

suyos, ligándose definitivamente a los hombres con un amor paterno irrevocable. Cuando decimos “a su gusto” tratándose de un ser soberano, estamos entendiendo una libertad que podría limitarse a un juego, o abandonarse a fantasías a costa de otros sin hacerse el menor daño a sí mismo.

En su soberanía absoluta, el Padre no pudo utilizar su poder como un juego; en su libre intención, comprometió su corazón paternal. Hizo consistir “su gusto” en una total predilección, en la complacencia que quería derramar sobre sus criaturas adjudicándoles la cualidad de hijos. Su omnipotencia quiso concretarla exclusivamente en su amor.

Y es Él, dándose a sí mismo, el motivo de ese amor extremo. Porque es Él quien ha querido elegimos “en Cristo”. Una elección que se haría teniendo en cuenta, en cada persona humana, el valor que el Padre, al crearla, habría de reconocer en todo ser humano por el hecho de su dignidad de persona. Pero una elección que cada vez reconoce a Cristo recibe de Él un valor infinitamente superior. El Padre elige a cada uno como elegiría a Cristo, su Hijo único. ¿No es maravilloso pensar que el Padre, al mirarnos, quiera ver en nosotros a su Hijo, y que sea de esa misma manera como nos sigue mirando desde el principio, mucho antes de nuestra existencia, y que será así como nos seguirá contemplando siempre? Hemos sido escogidos y seguimos siendo escogidos de nuevo en cada instante por esta mirada paternal que, voluntariamente, nos asocia a Cristo.

Ésta es la razón por la cual la elección inicial y definitiva se traduce en una abundancia de bienes, esa abundancia cuya inmensidad quiere expresar san Pablo con una acumulación de expresiones cada vez más ricas. Si el Padre nos ha prodigado su gracia y nosotros hemos sido colmados de su riqueza, es porque Cristo, en el que ahora nos contempla, justifica toda su generosidad. Para llegar a ser hijos en el Hijo único, era necesario que participásemos de la grandeza de su vida divina.

Desde el instante en que el Padre quiso vernos en su Hijo, y elegirnos en Él, se dispuso a otorgarnos todo lo que había entregado a su Hijo: de forma que su benevolencia no podía ya tener límites. En su primera mirada hacia nosotros, el Padre quiso dotarnos de un esplendor sobrehumano, prepararnos un destino deslumbrador, asociarnos íntimamente a su felicidad divina.

En ese momento decidió todas las maravillas que la gracia produciría en nuestra alma, y todas las alegrías que la gloria de la vida inmortal habría de procurarnos. Con esa resplandeciente riqueza de la que quería revestirnos fue como aparecimos por primera vez ante sus ojos: la riqueza de los hijos, reflejo y comunicación de la riqueza del Padre. Y toda esta riqueza se reducía, en definitiva, a una sola cosa, que resumía y sobrepasaba todas las demás bondades: la riqueza de poseer al Padre, convertido ya en “Padre nuestro”. Es el mayor don que hemos recibido y que podremos recibir jamás: la persona misma del Padre con todo su amor. Su corazón paternal no nos será jamás arrebatado; ésta es nuestra primera y suprema posesión.

 

 

La prioridad absoluta del don del Padre

 

Viendo de qué manera quiso el Padre hacernos sus hijos, podríamos suponer que esta decisión fue tomada al ver el mundo habitado por los primeros hombres. Dios habría creado antes el universo, y habría llamado a los hombres a la gracia de la filiación adoptiva según su voluntad.

San Pablo señala claramente que no es así como debernos representarnos los acontecimientos. Nos hace ver que el Padre nos eligió “antes de la creación del mundo”. Por lo tanto, antes de que el universo existiese, la elección divina ya estaba tomada. Esta prioridad absoluta de la voluntad del Padre de tenernos por hijos demuestra que la creación se realizó con este objetivo primordial. Dado que el Padre hizo surgir el mundo de la nada, su intención era colocar allí a sus hijos. Todo el universo fue dispuesto con este objetivo. La creación fue, primordialmente, la obra de su corazón de Padre.

Si querernos captar el sentido del universo y el sentido de todas las cosas creadas, hemos de mirarlas desde este corazón paternal, tratando de descubrir esa mirada primera y eterna del Padre. La ciencia actual hace remontar a millones de años los inicios del mundo y se esfuerza en darnos una representación de la materia inicial y de la expansión en la que aquella materia produjo nebulosas y formó un espacio cada vez más amplio. Esta búsqueda de la ciencia para descubrir el origen del mundo sideral y de describir su desarrollo progresivo es apasionante. Pero la verdadera visión del universo no es la que trata de determinar la aparición del átomo primitivo y la historia de su expansión: más allá de las leyes físicas que dirigieron esta expansión del universo, había una ley superior, una ley que la ciencia no puede encontrar ni definir; porque pertenece a otra dimensión. Era la intención divina que orientaba al mundo material hacia un destino que lo sobrepasaba: la intención del Padre de dar forma a sus hijos. Y con vistas a estos hijos llegó a la existencia el primer átomo, teniéndolos presentes a ellos fue como todo el universo sideral desplegó su inmensidad.

Cuando comparamos la duración de este universo, tantos miles de millones de años, con la duración de la humanidad, que solamente alcanza unos cientos de miles, nos encontramos ante una estremecedora desproporción, como si el pasado del universo aplastase con su masa el pasado de la humanidad. Igualmente, cuando se comparan las dimensiones de un hombre con las del universo, o con las distancias prodigiosas que nos separan de las galaxias más alejadas, parece que deberíamos sacar una abrumadora lección de pequeñez.

Esta lección se vuelve del revés cuando nos situamos en el punto de vista de san Pablo, el auténtico punto de vista, porque es el del Creador. Antes de tan larga duración del universo, los hombres estaban ya en el pensamiento de Dios, toda la familia humana estaba ante los ojos del Padre. Y cada instante, entre tantos miles de ellos, que marcaba la evolución de la materia, no sucedía más que para llegar al momento privilegiado en que, en Cristo, la humanidad accedió a la filiación divina. Las enormes dimensiones del mundo no existen más que para destacar un punto central en el cual, en Cristo, la humanidad adquirió dimensiones divinas.

San Pablo nos ilumina sobre la orientación capital de toda la creación. Aclarémoslo: no se trata solamente de la verdad de que el mundo ha sido creado para el hombre, sino de una verdad muy superior: que el mundo ha sido creado para los hijos del Padre.

El acto de la creación, este acto que nos podría parecer una simple manifestación de poder, en realidad estaba penetrado de la forma más ardiente por el amor paterno, que ponía por delante la grandeza del hombre; en todas las atenciones que el Creador dispensaba a su universo, el primer pensamiento era siempre el de sus futuros hijos, de forma que sobre este mundo material, que por sí mismo no habría suscitado demasiado interés, actuaba de continuo su solicitud paternal. El universo se beneficiaba de la ternura que el Padre quería demostrar a los que habían de ser sus hijos. La verdadera historia del mundo se estaba escribiendo en el corazón del Padre: la expansión del universo era el desbordamiento de un amor.

Así como el acto de la creación es una realidad permanente porque sostener el mundo en la existencia, conservarlo, no es otra cosa que continuar creándolo, el hecho de que siga existiendo es efecto de la perseverancia de este amor paternal. En todas las cosas que nos rodean está encerrada esta solicitud divina que las hace existir únicamente para aquellos que deben ser sus hijos. Los movimientos de los astros que tratan de seguir los observatorios, las leyes íntimas de la constitución de los átomos que quieren definir los físicos, los paisajes cuya belleza admiran los poetas, toda la variedad de cosas que constituyen nuestra vida diaria y que miramos sin mucha atención, demasiado acostumbrados a ellas, todo esto está dirigido desde arriba por una idea única. Todo ello obedece al designio grandioso del Padre de convertirnos en hijos suyos, y todo contribuye a su realización. Hay una cierta sinfonía en el universo que se engarza sobre un terna único y que ha sido orquestada con una prodigalidad riquísima. Estudiemos los detalles de la orquestación, o por lo menos aquellos que llegan a nosotros y que están dentro del campo de nuestra experiencia.

Muchas veces estamos tentados de olvidar el terna fundamental, de concentrarnos en la técnica de la obra, olvidando la idea que la anima; es ese tema, imperceptible casi, pero presente en toda ella, el que realza la alegría de la sinfonía y descubre su sentido. En esta orquestación tan variada con que el universo canta nuestra existencia, lo importante es acercarse al tema del amor paterno que desea envolver a toda la humanidad, lo importante es sentir cómo ese tema se repite en todas las cosas corno una obsesión, la obsesión del que ama y que quiere expresar su amor. En este tema se revela el secreto de todo lo demás; es eso lo que constituye la primera y principal belleza del mundo creado y de nuestra vida en medio de este mundo. ¿No hay, acaso, algo de perfecta bienaventuranza en disfrutar de este tema, en escuchar, dentro de esta sinfonía, la voz del Padre?

San Pablo no solamente ha entendido bien el amor paterno que precedió y dominó toda la creación, sino que, además, se ha percatado de hasta qué punto esta mirada divina está inscrita en lo más profundo del ser de las cosas creadas. Contemplando el mundo, lo ve animado por una tensión esencial y misteriosa que lo empuja a favorecer el establecimiento de la filiación divina en los hombres. Y, viendo que esta tendencia ha sido contradicha por el pecado, que hizo alejarse a los hombres de Dios y los privó de la dignidad de hijos, el apóstol descubre en el universo una especie de aspiración dolorosa a la restauración de esa filiación, un sufrimiento por obtenerla. “La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquél que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Roin 8,19-22).

En este texto vemos cómo san Pablo se da cuenta, de forma concreta, de las consecuencias del proyecto que el Padre trazó desde antes de la creación. Reconoce, inscrito en el mundo, este designio paternal, porque el Padre realizó todas las cosas “según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1,1)

Este proyecto se ha hecho tan real que en la actualidad el universo está esencialmente orientado, como el pensamiento divino que lo ha formado, hacia la adopción de los hombres por el Padre. Para expresar esta orientación, el apóstol adjudica a las criaturas inanimadas sentimientos humanos, un comportamiento consciente. Está claro que emplea para ello una metáfora: no podemos atribuir a las cosas materiales cualidades psíquicas y morales. Pero esta metáfora tiene su sentido: esperar con impaciencia que se muestren a plena luz los hijos de Dios significa que el universo tiene como ley de su propio ser fundamental este objetivo de la filiación divina de los hombres, y la posee con más fuerza de lo que el pecado de los hombres la hubiese llevarlo a desviarse de ese fin.

El destino de todas las cosas responde así al deseo del Padre: consiste en favorecer el destino de aquellos que están llamados a ser hijos de Dios. Y, puesto que se trata de hacer venir al mundo a estos hijos, el universo se halla, en cierto modo, en dolores de parto. En medio de todos los desórdenes y de todos los males de este mundo, san Pablo escucha algo como el gemir de una mujer que da a luz. Y a este dolor presente debe seguir la hora gloriosa en que el universo participe, según sus posibilidades, de la libertad superior de los hijos de Dios.

El universo entero es unánime en esta aspiración dolorosa y en este alumbramiento. El apóstol nos lo hace notar subrayando que la creación entera está empeñada en esto, que todos los demás seres creados gimen juntos y conocen juntos los dolores del parto. Esto es lo que él ve: la unidad del mundo tan variado, lleno de cosas tan diferentes, en el que todo converge hacia la filiación divina de los hombres, todo está ordenado a presentar al Padre a sus hijos para que los reciba en su gloria.

En esto consiste la verdadera grandeza del universo, que colabora en la realización de un destino que sobrepasa, con mucho, todas las fuerzas materiales. Con una visión tan noble del mundo, san Pablo nos recuerda que si analizamos la constitución física de los elementos, o si definimos el ser metafísico y abstracto de las cosas, no alcanzaremos su auténtico conocimiento, su unidad y su valor. Las energías de la materia están sumergidas en una corriente invisible, pero real y profunda, que las asocia al destino humano. Por la aspiración a poder ver la revelación del esplendor de los hijos de Dios, el universo participa en el misterio que brotó en el corazón del Padre. El Padre es el primero que alimenta esta aspiración que le es tan querida; y hace que sus criaturas participen de ella. Finalmente, por eso también el universo toma su dimensión más grandiosa: en él se refleja el corazón del Padre en su designio más generoso. Las cosas están impregnadas, todas ellas, de este impulso de amor paterno que quiere entregarse a sus hijos; se unen al deseo y al dolor de su alumbramiento, este parto para el que fueron creadas.

 

 

El destino humano, predestinación del amor paternal

 

Ya hemos destacado cómo san Pablo hace cambiar la perspectiva a la que nosotros nos acostumbramos fácilmente. Estamos inclinados a pensar que en el momento de la creación el hombre estaba abocado, en la intención divina, a un destino natural enriquecido por dones sobrenaturales y privilegios especiales, y que después del pecado Dios forjó el plan redentor por el cual Cristo debía alcanzarnos la salvación.   De este modo establecemos dos etapas en el destino humano, y solamente en la segunda de ellas, después de la llegada del pecado y de la promesa de redención, habríamos sido destinados a convertirnos, por Cristo y en Cristo, en hijos de Dios.

Efectivamente, estas dos etapas han existido en el orden del acontecer histórico de los hechos; pero las palabras del apóstol nos advierten que, desde el principio, antes incluso de la creación del primer hombre, la intención del Padre había tenido en cuenta al Redentor que quería darnos para que recibiésemos de Él nuestra filiación divina. Así pues, el destino humano, a los ojos de Dios, nunca fue otro que la predestinación de un amor paternal. En su pensamiento, nuestra calidad de hijos precedió a nuestra existencia.

Si san Pablo insiste tantas veces en la precedencia absoluta de esta intención del Padre, hablándonos de una elección “antes de la creación del mundo” y destacando que se trata de una predestinación, de un proyecto elaborado previa y exclusivamente en el seno de la voluntad divina, no es sólo por hacer honor al Padre y a su decisión soberana de toda la obra de salvación, sino, sobre todo, porque en esta anterioridad del designio paternal halla la razón de su infalible realización. Nada podrá disuadir al Padre de que haga lo que ha decidido; precisamente porque esa decisión no es el resultado de tal o cual acontecimiento terreno, no puede ser falible a causa de las debilidades humanas.

Hay en todo ello un fundamento inquebrantable de confianza y de esperanza: la voluntad del Padre de ser nuestro Padre está enraizada con tal fuerza en su eternidad que afecta al curso de toda la historia humana; es un acto de su omnipotencia de una fuerza tal que hace concurrir todos los medios para su ejecución. ¿No es consolador pensar, especialmente en momentos de turbación, que hemos sido elegidos antes de existir? En esto se nos descubre la inalterable belleza de nuestro destino.

Esto es lo que está escrito desde el principio en nuestra vida: es para ser hijos para lo que hemos sido creados, cualidad llena de amor sin límites del Padre. Este destino es tan fundamental como nuestra misma existencia. Si hemos comprendido que la ley más esencial del mundo inanimado es aportar su contribución a la transformación de los hombres en hijos de Dios, entenderemos que es imposible que la ley esencial de nuestro ser humano no sea esta orientación hacia la filiación divina. Todo ha sido previsto y organizado en nuestro favor para alcanzar esa filiación. Por eso somos el producto de un admirable cariño paternal, y este cariño inspira y dirige íntegramente nuestra vida y nos hace llegar a su fin.

Este cariño se revela de forma más generosa todavía, porque se nos da en total gratuidad. Hubiese podido manifestarse de forma menos grande. Porque, aunque nosotros veamos el destino a la filiación como la ley fundamental de nuestro ser, eso no quiere decir que un ser humano sería inconcebible sin ella.

El Padre podía haber creado a los hombres para que poseyesen perfecciones y bienes de su naturaleza humana, que pudiesen dirigirse a Él simplemente como a su Creador. En esta forma de creación ya habría una cierta paternidad divina, la paternidad de un autor que trata familiarmente a su obra, sobre todo porque esta obra suya es una persona.

El Padre habría llamado a la existencia a estos hombres con auténtico amor; les habría demostrado una especial atención conservando su ser y poniendo el mundo a su disposición, pero el destino de estos hombres se habría quedado dentro de los horizontes terrenos. Se habrían beneficiado de las atenciones paternales del Creador, que les permitiría disfrutar de los bienes del universo, y habrían colmado así sus ambiciones. Hallarían su felicidad en la facultad de usar todas las comodidades de la vida y de alcanzar una cierta nobleza moral. Todo eso habría sido muy loable por parte del Padre, que no debía absolutamente nada a unas criaturas que lo habían recibido todo de Él. El Padre habría podido limitar su don a la naturaleza del hombre con todo lo que ésta supone, con los bienes materiales destinados a satisfacer las necesidades del cuerpo y con los bienes del cultivo intelectual para enriquecer el espíritu. La naturaleza humana habría podido disponer de todo lo que le era necesario para desarrollarse.

Pero Dios Padre quiso más: quiso llamar a los hombres a una vida sobrenatural. Al don gratuito de la naturaleza humana añadió un don más grande todavía: quiso elevar a los hombres por encima de ellos mismos. Quiso situarlos en una relación de intimidad con Él. Aquí también hemos de notar que el Padre habría podido detenerse en un determinado grado de vida sobrenatural y admitir simplemente a los hombres en una relación de cariño filial. Estas relaciones personales con el Padre, así como con las otras personas divinas, hubieran sido un gran privilegio; los hombres tendrían acceso al corazón del Padre. El horizonte del destino humano habría sido ampliamente ensanchado, y las aspiraciones de la humanidad hubieran sobrepasado los bienes de este mundo para acceder a la amistad con el Padre, amistad de la que podemos comprender su gran valor. Las relaciones de intimidad con Dios habrían significado una transformación íntima de la naturaleza humana, haciéndola participar del mundo celestial y divino.

Todo esto lo ha querido el Padre. Pero ha querido más todavía. Ha querido dar la forma más alta posible a esta vida sobrenatural de los hombres. Por un don más profundamente gratuito, quiso aplicar a los hombres la filiación en Cristo, elevar esta filiación a su más alto nivel, en la prolongación de su Hijo único. Su intención fue comunicarnos la vida divina para que esta filiación asuma enteramente nuestro ser y para introducirnos en la comunidad de amor por la que el Hijo se entrega a Él. Haría falta describir la gradación que va desde la vida sencillamente natural hasta la vida sobrenatural, y dentro de esta vida sobrenatural, a la filiación establecida para los hombres en Cristo, para poder comprender toda la gratuidad del clon concedido por el Padre.

El Padre quiso traspasar todos los límites de la generosidad; quiso sobrepasar la paternidad que le habría correspondido con respecto a los hombres por la creación, sobrepasar el simple comercio de intimidad paternal con los hijos elevados a la vida sobrenatural, con el fin de instaurar una paternidad y una filiación al más alto grado, en el seno del amor eterno que se da entre el Padre y el Hijo.

Lo más impresionante es que, de entrada, la intención del Padre se situó a este nivel del amor supremo. Su primer pensamiento fue el de un don máximo. Bien es cierto que la generosidad del Padre no se manifestó inmediatamente en toda su amplitud: el primer hombre fue creado en un estado que no era todavía tan elevado como el nuestro y que no implicaba la filiación en Cristo. No fue más que el inicio que empezó a revelar la decisión de enviarnos al Redentor, porque esta decisión era la respuesta al primer pecado de la humanidad.

Pero el Padre, al tomar esta decisión y al anunciarla misteriosamente, no hacía más que cumplir con ello una intención muy anterior. Habiendo previsto el pecado, había previsto y querido el don de Cristo como Redentor, destinado a hacernos participar de su filiación divina. Adán y Eva habían sido creados, por tanto, en orden a este designio filial, envueltos en un amor paternal cuya verdadera ambición no podían ellos comprender todavía. Haciendo surgir sus seres, el Padre soñaba ya con el Cristo cuya semejanza reflejarían un día y cuya vida divina compartirían. Modelando sus almas, Dios preparaba ya el rostro del Salvador. De este modo, en el momento de la creación, se daba a ellos completamente a título de Padre, y quería ya reconocer y amar en ellos los rasgos de su Hijo encarnado.

San Pablo da por supuestas todas estas cosas, e incluso más, porque no nos dice simplemente que nosotros hemos sido elegidos en el momento de la creación, sino ya desde antes. Antes de la creación había habido un período que nosotros no podemos imaginar ni expresar en palabras humanas, porque pertenece a la eternidad divina; una etapa en la que el Padre contemplaba a los que todavía no existían, pero que se presentaban ya ante sus ojos, porque los había elegido para ser sus hijos. Los veía a través de su Hijo muy amado y se complacía en mirarlos. Desde ese momento nosotros podemos decir que estábamos guiados por el corazón del Padre. Antes de traer un hijo a este mundo, una mujer lo lleva nueve meses en su seno; y aunque no se trate, en este caso, más que de una comunidad de vida corporal, hay ahí un comienzo de vida misterioso de intimidad entre madre e hijo, que es el germen de su mutuo amor. Antes de traernos a este mundo, el Padre nos ha llevado en su corazón; él mismo forjó nuestra imagen y de esta manera fuimos introducidos en la intimidad de su amor paternal. Él nos ha guardado bajo su mirada amorosa en el secreto de su contemplación divina. Así es como quiso que naciésemos a su amor y que surgiese nuestra vida de su amor mismo. Porque en esta contemplación primera se elaboró nuestro destino, y en esta intimidad silenciosa se estrenó la intimidad que el Padre tendría después con nosotros durante nuestra existencia terrestre y durante la visión del más allá.

 

 El don de la unidad en Cristo

 

El don inicial, por el cual el Padre quiso hacer de nosotros sus hijos, podemos definirlo como el don de Cristo, pues por Cristo hemos accedido nosotros a la filiación divina. Al darnos a Cristo, el Padre nos ha dado todo el valor de nuestro destino. En realidad, para el Padre este don de Cristo era el don de su propio corazón paternal. Quiso comunicar a las criaturas a su Hijo, que era su posesión eterna. Utilizando un lenguaje humano, diríamos que era su bien más precioso.

Lo que estaba entregando de ese modo a los hombres era su calidad de hijos, su título para ser amados definitivamente con un amor paterno. Y era, al mismo tiempo, el lazo de su unidad. Hemos insistido en el hecho de que el Padre nos amó y eligió a cada uno de nosotros personalmente, en su individualidad y con los rasgos que lo caracterizan. Ahora bien, aunque el Padre nos ha amado con los detalles de nuestro ser personal, no nos ha amado separadamente. En ese primer cuadro que puso ante sus ojos para contemplarnos desde antes de la creación del mundo, su mirada se detuvo en todos los individuos de manera especial, pero también es cierto que los abrazó en su diversidad, no formando más que una única comunidad, la comunidad de sus hijos. Desde los orígenes, no solamente quiso ser el Padre de cada uno, “mi Padre”, sino también el Padre de todos a la vez: “nuestro Padre”.

De la misma manera que elevaba al más alto grado nuestra filiación al apoyarla en Cristo, también elevaba al nivel supremo nuestra unidad fundamentándola sobre el mismo Cristo. Nos veía reunidos en su Hijo: aquel Hijo único lograría la unidad de todos los hijos. Hoy en día vemos cómo la humanidad toma conciencia cada vez más claramente de su unidad y busca los medios de reforzar los lazos internacionales para asegurar, de forma más concreta y más eficaz, esta unidad; en ello hemos de reconocer una consecuencia de esta unidad primordial en la que fuimos concebidos por el Padre.

Todos los esfuerzos humanos hacia la unidad, esos esfuerzos que deben superar tantos y tantos motivos de división y de dispersión, son como un eco terrestre de la voluntad inicial del Padre. La Iglesia, donde la unidad se logra de forma visible y fuerte, lleva en sí una huella conmovedora de esta voluntad paternal. En ella se reúnen los hombres en Cristo, el Hijo único que el Padre había inscrito en su proyecto creador.

San Pablo no deja de atribuir finalmente al Padre la unidad que veía en el cristianismo, entre otros múltiples aspectos: los cristianos forman un solo cuerpo, animado por un solo Espíritu; han sido llamados a un mismo destino donde hay una única esperanza para todos; reconocen un “solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5). El Padre, por su amor único, es la primera fuente de unidad de los cristianos, unidad que se establece en su Hijo, el único Señor.

Es importante no dejar en la sombra esta perspectiva de san Pablo. La unidad humana se realiza en Cristo, y con ella, la unidad de todo el universo, de tal forma que “todo tiene en él su consistencia” (Col 1,17).

Y esta unidad procede del Padre, del único Padre de todos. El gran ideal de fraternidad universal que despierta cada vez más aspiraciones en el corazón de los hombres no es simplemente, como podríamos pensar con una visión superficial de las cosas, un efecto de la comunidad natural, una reacción de seres que se dan cuenta de sus semejanzas básicas.

Este ideal es el que fue suscitado por Dios mismo y que Dios ha comunicado a los hombres en la economía de la gracia en que los hizo vivir. Si este ideal llega a tener tanta fuerza sobre el espíritu humano es porque es la expresión de la sabiduría divina, que infunde su capacidad de persuasión, su claridad evidente. No debemos olvidarlo nunca: es el ideal del corazón del Padre. En ese corazón divino se formó de antemano un proyecto definitivo, esa fraternidad entre los hombres.

Al elegirnos desde antes de la creación como hijos suyos, el Padre nos eligió también como hermanos los unos de los otros. Esta fraternidad universal era contemplada por el Padre incluso antes de que nosotros existiésemos. Para él no es sino un aspecto más de nuestra filiación y, al igual que esa filiación, es una ley fundamental que impone su orientación a nuestra existencia.

Además, en el hecho de que nosotros hayamos sido concebidos desde el principio en esa fraternidad, se manifiesta la generosidad total del amor del Padre. Si todos somos hermanos, eso significa que el Padre ha querido darse a sí mismo en calidad de Padre común, y que nos ha dado a su Hijo único, en el cual participamos de la vida filial; y por otra parte significa que nos ha dado a los unos para los otros. En el pensamiento inicial del Padre, cada hombre es dado a toda la humanidad en donación fraterna y cada uno recibe el clon de todos los demás hombres como hermanos. Nadie se pertenece y todos pertenecemos a cada uno de los demás. No hay otro lazo entre los hombres sino el del amor y el del don de sí mismos. La comunidad humana está fundada sobre la imagen de la comunidad de las personas divinas, en una donación mutua total. Es así como el Padre ha querido llevarnos en su corazón, como miembros de una familia enteramente entregados en un amor recíproco.

¿Podemos imaginar que todo testimonio de auténtico amor entre los hombres es un eco y una realización de esta primera intención paternal? Los actos de devoción, de servicio al prójimo, los gestos que favorecen el acercamiento y el buen entendimiento, las acciones para lograr la reconciliación y la paz, los sacrificios que encierran heroísmo para ayudar a otros y los actos de perdón generoso en el silencio de la conciencia que quiere olvidar los errores cometidos, todo eso desciende del corazón del Padre y está inspirado por él. Todo eso pertenece a su inicial y grandioso designio y se lleva a cabo gracias a su invisible fuerza. Cada vez que un hombre ama a su hermano, es el amor inicial del Padre lo que está difundiendo a su vez.

Es verdad que el ideal de unidad fraternal está todavía muy lejos de convertirse en guía de todas las vidas humanas, de ser plenamente aceptado por todos los hombres y con todas sus consecuencias. Se producen todavía a diario tantas ofensas públicas contra este sueño de unidad! ¡Se desvela tanto egoísmo, tanta ambición y tantas pasiones con un afán brutal! ¡Hay demasiados cálculos interesados que desvían a los hombres del don de sí mismos! Casi estamos tentados de desanimarnos ante el tamaño de los obstáculos que impiden a los seres humanos comportarse tal como han sido creados originariamente a los ojos de Dios, como seres que se entregan unos a otros; podríamos llegar a preguntarnos si este designio grandioso del amor divino no ha sufrido alguna desgracia, y llegar a dudar; incluso, de si este ideal puede llegar a convertirse algún día en realidad.

Pero sabemos que, por Cristo, ese ideal se hizo realidad. Cristo es el que se entregó totalmente a sus hermanos los hombres, sin poner restricción alguna a su entrega. Por la vida de los cristianos en Cristo, por el empuje de la gracia que se da a cada hombre para que intente inyectar en él la vida de Cristo, la fraternidad universal es una realidad, todavía muy imperfecta, pero cierta y llamada a crecer cada vez más.

Puesto que el Padre ha hecho de Cristo el centro de la humanidad, él nos ha dado la seguridad concreta de que su designio se realizará. Consciente o inconscientemente orientada a este centro, la fraternidad universal existe de manera firme e indestructible y no dejará de crecer por Cristo, el Padre es verdaderamente “aquel que ha cumplido todas las cosas según la decisión de su voluntad”.

Y por otra parte, ejecutando progresivamente sobre la tierra el supremo designio de su corazón paternal, el Padre se reserva colmar algún día todas las lagunas e imperfecciones de la fraternidad terrena; y por fin, en la consumación de los tiempos, acabará del todo la obra comenzada aquí abajo y dará a la fraternidad universal un esplendor que borrará todas las huellas de las deficiencias humanas.

En la vida celeste de la humanidad, el Padre prolongará al máximo el amor mutuo que él mismo implantó en ella aquí abajo con la presencia de Cristo. A pesar de lo pobres y lo débiles que puedan ser los esfuerzos de los hombres para vivir su unidad, recibirán en el más allá una magnífica consagración. El Padre consumará la unanimidad de los corazones y las voluntades y cumplirá íntegramente su aspiración tan querida, que se habrá convertido también en nuestra.

El grandioso designio del Padre culminará, pues, en triunfo; triunfo que ya se revela (como constataba san Pablo viendo las primeras comunidades cristianas, que era lo que lo impulsaba a la acción de gracias). El momento final de la humanidad, su apoteosis, corresponderá al momento inicial, cuando esta multitud de hombres que el Padre había elegido para ser sus hijos, y que había contemplado en la unidad de su Hijo, estará realmente unificada bajo su mirada con un solo corazón filial. La humanidad, que en su imagen total se había formado en el corazón paterno, con su destino y su acontecer futuro a través de la historia, habitará entonces --y ya definitivamente-- en el corazón del Padre.

 

 

II SOMOS HIJOS EN EL HIJO MUERTO Y RESUCITADO (3)

 

La paternidad integral


            En el drama del pecado y de la Redención, el Padre se ha comportado siguiendo el principio del mayor amor. A los pecadores les ha querido demostrar un afecto más fuerte; y les ha dado más: les ha dado el fondo de su corazón paternal al regalarles a su Hijo. Con ello lleva a cabo el plan grandioso que había forjado desde el principio, de llegar a ser el Padre de los hombres con un título superior y completo, comunicándoles la vida divina y adoptándolos como hijos en su Hijo Único y por su Hijo Único.

En Cristo resucitado, que comienza a congregar en Sí a toda la humanidad, se garantiza el resultado magnífico de este proyecto del Padre, resultado que es, asimismo, principio de un nuevo crecimiento. En efecto, es en Cristo glorioso en quien se nos da concretamente a los hombres la calidad de hijos de Dios.

Desde el mismo instante de su resurrección, posee Cristo en su naturaleza humana todo el esplendor de la filiación divina, mientras que antes, durante su vida terrestre, había renunciado a hacer aparecer este esplendor, permaneciendo en la humildad de una situación humana común.

San Pablo explica que Cristo Jesús, Hijo de Dios, nacido en la débil carne humana, ha recibido su poder de Hijo de Dios en virtud de su resurrección de entre los muertos (Rom 1,3-4). Éste es el momento en que es distinguido, en su carne transformada y renovada, con todas las prerrogativas de su filiación divina e investido del poder de santificar a la humanidad. Y, poseyendo en adelante, en su naturaleza humana, el pleno esplendor de su divinidad, nos hace partícipes de su vida divina y de su filiación respecto al Padre.

La comunicación de esta filiación a los hombres es el primer resultado de su sacrificio, resultado que se apresura a anunciar desde las primeras palabras pronunciadas inmediatamente después de la resurrección. A María Magdalena, que momentos antes todavía le buscaba muerto, le subraya, intencionadamente, que la nueva vida que lo anima supone nuevas relaciones con sus discípulos: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17).

Jesús había tenido ya relaciones realmente amistosas con sus discípulos, que podían considerarse de verdadera fraternidad; pero, por otra parte, ¿no llamaba también hermano al menor de los hombres, al que se considerara el más despreciable? (cfr. Mt 25,40). Pero aquí, visiblemente, da un nuevo valor al nombre de hermanos. Es la primera vez que designa expresamente así a sus discípulos: “Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,49-50).

Sin embargo, esta declaración había que entenderla en el contexto en que fue dicha, cuando los miembros de su familia vinieron a Él en el curso de su vida pública para buscarlo y llevárselo a su casa de Nazaret; fue entonces cuando proclamó que su verdadera familia eran sus discípulos. Con esto no quería fundar una relación especial de fraternidad con ellos; aparte de que no solamente habla de hermano, sino de hermana y de madre y atribuye, a la vez, todas estas cualidades a los discípulos. Se ve que no les aplicaba todavía el nombre de hermanos como nombre característico que expresase un vínculo con ellos.

No obstante, por esta declaración anunciaba que el vínculo que lo unía a sus discípulos pasaba por el Padre de los cielos: sólo los que hacían la voluntad de Padre llegaban a ser su hermano, su hermana y su madre. Y es precisamente este vínculo el que se afirma de una manera nueva y definitiva a partir de la resurrección.

Por el sacrificio del Calvario, el Padre ha reconciliado a la humanidad consigo mismo y ha otorgado el perdón que proyectaba conceder a los hombres. Al haber destruido, en un principio, el reino del pecado en el mundo, ha vencido a las fuerzas que le eran hostiles y ha extirpado esta enemistad hacia Él en que se encontraban sumidas las almas de los hombres por la culpa original.

Al ver a los pecadores a través de su Hijo inmolado sobre la cruz, los mira como inocentes y rescatados por Él y por eso les dedica el amor paternal más completo, envolviéndolos en el afecto que dirige a su Hijo. Este nuevo amor paternal, preparado desde tanto tiempo antes, pero recientemente realizado, es el que Cristo resucitado comunica a sus discípulos. Pues en la gloria de su resurrección, con la que trae a los hombres los frutos de su Pasión sangrienta, les comunica la efusión palpitante de la ternura divina del Padre.

El primer mensaje que hace llegar a sus apóstoles consiste, precisamente, en el anuncio de que este afecto paterno se les adjudica para siempre, con todas sus consecuencias. Al llamarlos “mis hermanos” y al emplear la expresión “mi Padre y vuestro Padre” es como si Jesús les declarase: “El Padre os ama. Os ama como a hijos. Es Padre vuestro como lo es mío. Por eso habéis sido hechos hermanos míos”.

La nueva paternidad no se traduce solamente en un amor integral por parte del Padre, sino también en el don integral de la vida divina. Esta vida divina la recibe Cristo glorioso de su Padre para transmitírnosla a nosotros. No es, pues, simplemente por un título de cercanía afectuosa por lo que poseemos la cualidad de hijos, sino porque en el fondo de nosotros brota la vida misma de Dios. El Padre ha hecho mucho más que considerarnos como a hijos: nos ha creado o recreado desde dentro para que su vida venga a ser nuestra vida.

Lo esencial de la paternidad consiste en la generación o comunicación de la vida. Y esta paternidad esencial es la que el Padre ha querido asumir cuando, al reanimar el cuerpo de Jesús, dotó a su Hijo encarnado de una plenitud de vida divina que debía ser distribuida a todos los hombres. Al hacer de Cristo, por la resurrección, “el Primogénito de entre los muertos” (Col 1.18), nos concedía un nuevo nacimiento.

Para hacerse más íntegramente Padre nuestro, nos elevaba a la altura de su ser divino. Si Cristo resucitado hace alusión, ante todo, a esta nueva paternidad, una de las razones de este hecho es que amaba al Padre por encima de todas las demás cosas. Ansiaba, pues, darnos a conocer la dicha que teníamos al ser hijos suyos. A los que intentasen ahondar en el sentido de sus palabras, quería indicarles el gozo que experimentaría el Padre al ensanchar su amor paternal e introducir la inmensa familia humana en la familia divina. En efecto, todo el gozo de la resurrección, nacido en la mañana de Pascua y destinado a propagarse por el mundo a través de los tiempos, había salido del corazón del Padre. El Padre prodigaba su alegría cuando prodigaba su amor.

Pero si Cristo centra todo su primer mensaje en la indicación de la nueva paternidad de la que se benefician ahora sus discípulos, es también porque este privilegio implicaba a los demás. La filiación respecto al Padre es el privilegio más fundamental, el que transciende al alma humana en su más honda realidad. Somos hijos del Padre en lo más profundo de nosotros mismos, y esta filiación se encuentra en el origen y en la base de nuestra vida sobrenatural de cristianos.

En esta filiación, el Padre nos ha dado todo lo demás. Esta novedad, oficialmente estrenada la mañana de Pascua, contenía todas las demás. Con esa nueva dignidad de hijos se relaciona todo lo que hay de bello y de grande en nuestra vida, todas las gracias que transforman nuestra existencia, la nobleza de nuestro destino y las alegrías que la acompañan. Todo descansa en nuestra índole de hijos, que nos abre, sin condiciones, los tesoros del amor del Padre. Con la resurrección de Jesús, el universo ha cambiado de fisonomía, porque los hombres han recibido definitivamente su fisonomía de hijos.

Cuando elevemos nuestro reconocimiento a Cristo glorioso, que nos ha merecido con sus sufrimientos la dicha de esta filiación, no debemos olvidar dirigirnos hacia el corazón del Padre, fuente primigenia de nuestro nuevo estado. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre —escribía san Juan—, para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (l Jn 3,1).

Lo que ha salido a plena luz desde el día de Pascua es este amor, esta predilección por la que el Padre “nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Cristo resucitado vuelve a los hombres como hermano mayor, como hermano que va a imprimir en nosotros su parecido, que no es otro que el del Padre. Porque Cristo es la “Imagen de Dios invisible” (Col 1,15). De modo que al darnos a Cristo, y al grabar en nosotros su imagen, el Padre nos comunicaba sus propios rasgos.

Su paternidad integral era una donación completa de Sí mismo. El Padre nos enriquecía con todo lo que poseía; nos hacía, en cierta manera, llegar a ser lo que era Él, haciéndonos partícipes de su vida divina. Llegaba hasta hacernos reflejar su rostro paternal, hasta a hacer resplandecer la sublimidad de su rostro divino en la debilidad de nuestro ser humano.

Cuando Cristo pronunció, destinándolas a sus discípulos, las palabras: “Mi Padre y vuestro Padre”, veía ya en realidad, con su mirada espiritual, cómo llevaban en su rostro humano el reflejo de la faz del Padre. En ellos contemplaba ese rostro que tan bien conocía. Y lo contemplaba imprimiéndolo en ellos de una manera invisible. Así que cuando decía: “Mi Padre y vuestro Padre”, lo hacía con una secreta admiración, reconociendo en ellos a su Padre y al de ellos. En el fondo, esta admiración debería ser nuestra: deberíamos reconocer, con los ojos de la fe, el retrato del Padre en cada uno de nuestros hermanos y participar, sin cesar, de la alegría que experimentó Cristo resucitado al encontrar en sus discípulos el asombroso parecido del rostro paterno.

 

Los dones de la vida íntima y de la luz

 

Desde que quiso asumir, respecto a los hombres, una paternidad integral, el Padre permanece inclinado sobre nosotros para dispensarnos todos los beneficios. Porque esta paternidad, eficazmente instituida a raíz del triunfo glorioso del Hijo de Dios, es un clon que se perpetúa y se ejerce continuamente. En cada instante el Padre sostiene y renueva este clon; su amor paternal nos envuelve continuamente y nos coIma con sus atenciones y favores.

Sin interrupción, hace brotar en nosotros una vida filial, revelando todos sus aspectos. “Dios nos ha dado vida eterna”, nos dice san Juan, añadiendo que esta vida se encuentra en su Hijo (1 Jn 5,11). Por esta vida eterna pertenecemos a un mundo superior. El Padre de los cielos nos hace vivir en el mundo celestial que es el suyo. Ciertamente se trata de una vida interior escondida, de la que sólo tenemos conciencia imperfecta y cuyo alcance no acabamos de comprender. Pero es una vida que oculta los más altos esplendores.

San Pablo emplea expresiones fuertes y atrevidas para describir estos esplendores secretos, y no deja de relacionarlos con el amor desbordante del Padre. Después de haber esbozado el cuadro de la humanidad abandonada a la aberración del pecado, declara: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (por gracia habéis sido salvados) y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, con el fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2,4-7).

De este modo, llevamos ya en nosotros la resurrección y ascensión de Cristo: “somos ciudadanos del cielo” (Flp 3,20). En la que llamamos vida de la gracia está incluido todo un mundo celestial. Difícilmente podemos calcular lo que esto significa. El curso exterior de nuestra vida terrena es bien poca cosa al lado de esta vida superior que anima el fondo de nuestro ser. En nuestra frágil existencia carnal, tan expuesta a los avatares de los acontecimientos, se despliega ya una vida inmutable de una grandeza insospechada. Es la vida filial, por la cual el Padre nos ha admitido a su intimidad y nos ha hecho morar en ella.

San Pablo, que comprendía la inmensidad de este don, se daba cuenta de que era imposible percibir su valor sin una especial iluminación de lo alto. Y pedía al Padre la luz necesaria para reconocer y apreciar los beneficios con que nos colmó. “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo perfectamente, iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por Él, cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los cielos” (Ef 1,17-20).

El Padre, inclinado sobre nosotros, es, pues, el Padre que obra en nosotros con todo su poder para, también en nosotros, realizar maravillas, ya que nos ha dejado su herencia: su Reino. Nos ha colocado ya en este Reino, que es el “Reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13). Porque en Cristo hemos sido hechos igualmente “hijos de su amor”, hijos amadísimos del Padre. Este Reino se nos ha dado cabalmente como el corazón mismo del Padre.

Ésta era la generosidad paterna que Cristo había admirado tan profundamente antes de que san Pablo se extasiase delante de ella: “No temas, pequeño rebaño —les había dicho a sus discípulos—, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc 12,32). En la aparente insignificancia del grupo de sus fieles, Jesús discernía la grandeza de este Reino y la grandeza del amor del Padre, que se lo había destinado, lo cual justificaba la exclusión de todo temor.

Para el Padre, dar el Reino era dar todo lo que poseía. Y entre los bienes con que nos enriquece, entre estos tesoros de que gusta hablar san Pablo, sugiriendo que se trata de riquezas inagotables e inconmensurables, está el don de la luz. El Padre que es “Padre de la gloria”, es decir, Padre de todo el esplendor de la vida divina que nos comunica, es el “Padre de las luces” (St 1,1 7), que ilumina nuestra alma.

Es Él quien, según la palabra del Apóstol, nos llena del “espíritu de sabiduría y revelación”. Es Él quien “ilumina los ojos de nuestro corazón”. Con gesto paternal abre los ojos de sus hijos. Mientras que un padre humano debe limitarse a dejar hacer a la naturaleza y a recoger las primeras miradas y los primeros chispazos de conciencia de su hijo, el Padre del cielo suscita una mirada sobrenatural. Su acción va hasta el “corazón”, hasta la raíz más profunda del espíritu, produciendo en él una luz que lo hace capaz de alcanzar a Dios. Incomparablemente mejor que los padres que enseñan a sus hijos a conocer el mundo, el Padre celestial introduce a sus hijos en el conocimiento del mundo divino. Y hace que su inteligencia despierte a las realidades supraterrestres.

Es Él quien eleva a los discípulos de Cristo al nivel de las verdades de la fe. Se podría pensar que basta oír la enseñanza de Jesús para admitirla sin más y adherirse a ella. Que basta ver actuar a Cristo, sobre todo cuando realiza sus milagros, para reconocer en ellos a un personaje divino. Los mismos discípulos habrían estado tentados de pensar que creían espontáneamente en Cristo y que aceptaban su doctrina por una simple convicción natural.

Jesús les hace comprender que todo acto de fe en Él proviene de una acción del Padre, de la secreta revelación que opera en el espíritu humano. Cuando en el camino de Cesarea, Pedro hace su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Jesús atribuye su origen al Padre: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).

Según esta declaración, se ve en qué consiste la bienaventuranza de Pedro: no en el hecho de que acabe de realizar un acto de fe, sino sobre todo en la procedencia de este acto, la revelación del Padre. Es el Padre quien había iluminado su pensamiento y hablaba por su boca.

Es más notable todavía la exclamación de Jesús ante el espectáculo de unas personas sencillas, poco instruidas y de humilde condición, que le hacen una demostración de su fe, según relata san Mateo (Mt, 11,25). En seguida se comprende a quién se refiere Jesús; no a esas personas humanas a quienes se dirige, sino al Padre. Responde, pues, al Padre que le ha hablado a través del sentimiento de fe de esas pobres gentes. Subraya san Lucas que esta respuesta la pronunció transportado de gozo. Cristo se estremece, vibra en todo su ser, porque en esta fe de gentes del pueblo ha hallado, de una manera maravillosa, al Padre y su intervención: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Lc 1021).

En consecuencia, lo más importante a los ojos de Jesús es que esta fe es la obra del Padre. Ésta es la razón de su alegría. Y afirma solemnemente: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre” (Mt 11,27). Un hombre no podría, con su sola inteligencia, reconocer a Jesús como Hijo de Dios. Los tenidos por sabios, los inteligentes, acaban de demostrar que eran incapaces de ello. Por el contrario, gentes de inteligencia mediana acaban de conseguirlo para que sea evidente que la fe en Cristo no resulta de una perspicacia o de un saber mayores, ni de una educación más elevada de las facultades naturales.

La facilidad de reflexión y raciocinio de que dan prueba los filósofos, la finura de intuición de los que consiguen inmediatamente analizar una situación y resolver la clave de un problema, no habrían podido descubrir lo que era auténticamente Cristo. Para descubrirlo había que recibir, por participación, el conocimiento mismo que el Padre tenía de su Hijo. Y este conocimiento divino que el Padre había comunicado a estas gentes sencillas brillaba en ellos a través de su adhesión de fe.

La palabra de Jesús nos hace sospechar toda la grandeza de la fe, porque nos invita a situarnos en el verdadero punto de vista: el del Padre. La fe en Cristo es participación de la contemplación eterna con que el Padre mira a su Hijo y se complace en Él. También aquí se ve el cuidado del Padre por darnos lo más posible.

Cuando nos inunda de luz, es la luz de su propio conocimiento divino. En la oscuridad de nuestras miras terrenas, llega a asociarnos a su mirada luminosa, enseñándonos a contemplar a su Hijo como Él mismo lo ve. Cada acto de fe es una nueva implantación en un espíritu humano de este sublime conocimiento del Padre.

Esta revelación otorgada por el Padre está precedida y acompañada de una atracción que es también de origen celeste y paterno: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (fu 6,44), declara Jesús. En efecto, no conocemos bien y con profundidad más que lo que deseamos conocer; es indispensable un cierto gusto para que podamos asimilar la luz que se nos da. Este gusto está suscitado y desarrollado en nosotros por el Padre.

Aquí se vislumbra un trabajo íntimo por el que el Padre eleva nuestras aspiraciones y las dirige a fines sobrenaturales. A toda esta obra con la que el Padre nos presenta a su Hijo desde el exterior, haciéndolo nacer y vivir en Palestina y transmitiéndonos su memoria a lo largo de las páginas de la Escritura y en la enseñanza de la Iglesia, corresponde un inmenso y continuo trabajo en el interior de las almas para hacerles comprender eso invisible que se encuentra en Cristo.

El Padre orienta los espíritus hacia su Hijo, en orden a una revelación hecha no solamente por la venida al mundo de la Palabra encarnada, sino también por una luz enraízada en lo más profundo de ellos mismos. Así, todas las verdades que poseemos por la fe y, sobre todo la verdad central de la divinidad de nuestro Salvador, son únicamente don del Padre.

 

El don del Espíritu Santo


            Los dones de la luz y la vida nos fueron concedidos en un don más fundamental: el don del Espíritu Santo. Cristo nos anunció el envío del Espíritu Santo como el clon supremo que coronaría toda la obra de la redención realizada por el Padre. “Os conviene que yo me vaya —no dudó en decirles a sus discípulos— porque, si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). La presencia del Espíritu Santo debía, pues, compensar la partida de Cristo. O, más exactamente, esta presencia debía conservarnos todo lo que Cristo había aportado a la humanidad.

Es el Espíritu Santo quien tiene por misión establecer el Reino de Cristo entre los hombres. Él hace vivir a Cristo en el alma de los cristiano. Es sobre todo Él, que guarda la verdad enseñada por Cristo, quien la vitaliza, en cierto modo, a nuestros ojos, porque es Él quien nos hace penetrar en su verdadero significado: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26). En el Espíritu Santo poseeremos, pues, todos los bienes de nuestra salvación y nuestra santificación.

En el envío solemne del Espíritu Santo que se efectuó en Pentecostés y, más todavía, en el envío continuado en el interior de las almas, hay que reconocer un don que lleva la impronta del Padre. Cristo mismo ha insistido sobre el origen paterno de la venida del Espíritu Santo; ha declarado que el Espíritu Santo “procede del Padre” (Jn 14,26) y será enviado por el Padre. Lo llama “la promesa del Padre” (Hch 1,4).

Es el Espíritu Santo quien, donado como fruto de toda la Redención, constituye el don supremo del Padre. Con Él nos comunica el Padre el fondo de la vida divina. Dios es amor y, precisamente, el Espíritu Santo es la persona divina que expresa el amor divino. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre y este mismo amor se concreta en una tercera Persona divina: la persona del Espíritu Santo. Esta persona es el don mutuo de las otras dos. Por eso, cuando se nos dona esta persona, recibimos el don del Padre y del Hijo. O, dicho de otra forma, y por emplear un lenguaje más humano, son los corazones del Padre y del Hijo los que se nos donan en el Espíritu Santo, puesto que es el amor mismo de las otras dos personas.

Ahora se comprende que el envío del Espíritu Santo es el don en que más íntegramente se ha empeñado el corazón del Padre. Con Él se nos daba en una efusión de amor, con el que nos donaba a su Hijo en la insondable intimidad que lo unía con Él. Enviarnos el Espíritu Santo era, por así decirlo, arrancarse el corazón y dárnoslo en propiedad.

Debernos, pues, reconocer en el Espíritu Santo el mismo amor del Padre que viene a nosotros. Esta violencia con que descendió sobre los discípulos en Pentecostés, apoderándose de sus almas y metamorfoseándolas, no era otra que la violencia del amor del Padre, esta “extraordinaria grandeza del poder” del Padre que, según expresión de san Pablo, ejerce sobre los creyentes. Ella pone de relieve todo un aspecto de este amor paternal, que no es solamente ternura afectuosa, sino también soberana y eficaz energía. Su omnipotencia la emplea el Padre en su amor amor que se despliega con una fuerza prodigiosa.

Esta fuerza divina no duda en trastornar la tranquilidad humana, en aguijonear a las almas en que trabaja, como vernos que sucede en el Cenáculo en el momento de Pentecostés; viene con repentino estrépito a arrancar a los discípulos de su vida escondida de hombres atemorizados. Sin embargo, es una fuerza que no se ejerce contra los hombres para quebrantarlos ni aplastarlos, sino en su favor, para sostenerlos y galvanizarlos. Es una fuerza que los derriba, pero que realmente les es ciada, que pasa sobre ellos y los domina. En adelante los hijos se ven parapetados tras la fuerza del Padre.

Por eso san Pablo declara que es por gracia del Padre, que nos comunica “su Espíritu”, por lo que recibimos fuerza y energía para nuestra vida espiritual, para lo que llama “el hombre interior”. Que el Padre nos “conceda, según la riqueza de su gloria —dice a los Efesios— que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior” (Ef3, 16). Y este don lo ve el Apóstol como la manifestación particular de la paternidad divina, pues antes de expresar este deseo escribía: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (3, 14).

El don del Espíritu Santo es el don del Padre a los que constituyen su familia. Y es, más especialmente, un don de fuerza, porque el Padre representa y posee la fuerza soberana de donde nace todo lo que existe. Por su Espíritu, el Padre nos comunica, en cierta manera, su propiedad de Ser Todopoderoso.

A esta comunicación de fuerza aludía Cristo cuando animaba a sus discípulos a no temer a sus perseguidores. La energía y la luz les serían infundidas al mismo tiempo a aquellos cristianos entregados a los tribunales: “Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,19-20).

Para percibir todo el alcance de esta afirmación hay que recordar el primitivo valor de la palabra “espíritu”, que significaba “soplo”, “hálito”. Sobre las palabras de los cristianos que comparecen ante sus jueces vendrá el soplo mismo del Padre: es su respiración, que medirá sus frases y les dará contenido. Y este soplo tendrá un carácter paternal, pues Jesús tiene cuidado de decir, no simplemente “el Espíritu del Padre”, sino “el Espíritu de vuestro Padre”, para dejar bien claro que el soplo que saldrá de la boca de sus discípulos estará dotado del poder del Padre, de un Padre que les pertenece y les dona cuanto posee.

A través de esto vemos hasta qué punto se mezcla la vida del Padre con la de sus hijos: ¿qué mayor intimidad que la del soplo divino que viene a animar la respiración y el lenguaje humano? El hecho de que el Espíritu Santo sea una persona distinta del Padre no impide, pues, esta intimidad, ni marca ningún alejamiento de Él; soplo y respiración del Padre nos traen la vida profunda del Padre, el lenguaje del Padre y el poder irresistible de este lenguaje.

La predicción de Jesús se realiza en san Esteban, lleno de tal potencia maravillosa que sus adversarios no pudieron resistir al Espíritu que hablaba en él (Hch 6,10). San Pablo también tendrá esta experiencia, por ejemplo, cuando anuncie a los Corintios “el misterio de Dios”, el plan de Redención obrado por el Padre; comprobará que el mismo Padre traspasa su poder a esta predicación, por la fuerza persuasiva del Espíritu Santo (1 Co 2,1-5), que tantas conversiones arrastrará.
              De que el don del Espíritu Santo sea específicamente paterno, tenemos un indicio en la declaración de Cristo —tal como nos la transmite san Lucas— sobre la manera en que el Padre escucha nuestras peticiones. Jesús ha tomado como ejemplo a un padre humano; por muy malo que sea, jamás este padre dará una piedra al hijo que le pide pan, ni una serpiente en lugar de un pescado, ni un escorpión en vez de un huevo. Y concluye: “Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13).

En la liberalidad del Padre celestial respecto a nosotros, el Espíritu Santo representa, pues, eso que en la generosidad de un padre humano son las cosas buenas que no se niegan jamás a los hijos. Es el don que atestigua más vivamente la solicitud y afecto paternales. Aquél en quien se encierran todos los bienes distribuidos por el Padre celestial. El don por el que prueba que es nuestro Padre.

Como este don del Espíritu Santo es el don más característico del corazón del Padre, más que con su fuerza nos enriquece, ante todo, con su amor. “El amor de Dios —escribe san Pablo— ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido ciado” (Rom 5,5). Se trata del amor redentor, el amor que Dios nos ha demostrado con el sacrificio de la cruz: aun cuando éramos sus enemigos por el pecado, envió a Cristo a morir por nosotros (Rom 5,8).

Este amor no se ha quedado en nuestro exterior: ha penetrado en nosotros y, con él, toda la vida divina (cfr. Rom 5,10). Por el Espíritu Santo que nos ha sido dado, el amor del Padre, que se había manifestado fuera de nosotros, públicamente, por el sacrificio de Cristo ha penetrado en nuestros corazones y ha venido a ser posesión nuestra. El Apóstol ve en él la garantía para afirmar que “la esperanza no falla” (Rom 5, 5); los cristianos no podrían ser defraudados en su esperanza, porque el amor que el Padre les ha demostrado con la obra de la Redención no es algo externo a ellos mismos. Podría decirse que se han convertido en señores de este amor que nadie les podrá arrebatar ni será sofocado por ningún tipo de dificultades.

Entregado como propiedad a los cristianos por el Espíritu Santo, este amor del Padre los hace vivir con los mismos sentimientos: los impulsa a amar a los hombres como el Padre los ama. Excita en los corazones el “carisma” de la caridad, el mayor y más elevado de los carismas o dones divinos, el que domina y resume todos los demás, el que da valor a una vida humana y permanece, definitivamente, hasta el más allá (cfr. 1 Co 13, ¡ss.).

Así, el amor del Padre invade toda la psicología humana, impregna a los cristianos de esta generosidad total que el Padre ha tenido hacia ellos para que ellos, a su vez, puedan volcarla en el prójimo. Todo lo que ha habido de prodigioso y extraordinario en el amor del Padre cuando entregó a su Hijo en sacrificio por nosotros está actuando, a cada instante, en el corazón de los cristianos para producir en ellos un amor prodigioso hacia sus hermanos. La cari- ciad cristiana tiene por medida la inmensidad del corazón del Padre y es animada siempre por la persona divina del Espíritu Santo, es decir, por lo que hay de más amor en el amor, por el amor personificado del Padre y del Hijo.

Por eso puede decir san Pablo que la caridad no conoce límites: “Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” y “no pasará jamás” (1 Cor 13,7-8). Lleva en sí la infinitud del corazón del Padre, lo mismo que su eternidad. Infinitud y eternidad que han bajado al corazón de los discípulos de Cristo. Así se explican las maravillas secretas que la caridad hace realizar a los cristianos más humildes en la penumbra de su existencia cotidiana. Así se explica la grandiosa epopeya de la caridad de la Iglesia que se perpetúa por el mundo a través de los siglos.

Caridad que ha suscitado, suscita y suscitará siempre una gran diversidad de instituciones y obras, un despliegue sumamente variado de entregas al servicio del prójimo. En esta abundancia y variedad de rasgos de amor humano, en los que no es raro el heroísmo, se extiende la anchura sin límites del amor del Padre, infundido en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo. Eso es lo que cia grandeza al menor acto de caridad; que compendia la benevolencia paternal de Dios por los hombres.

La inhabitación del Padre en las almas ¡Por el sacrificio de Cristo se obró la reconciliación de los hombres con Dios. Desde entonces, según la expresión de san Pablo, tenemos “acceso al Padre” (Ef 2, 8); es decir, que podemos considerarnos de su casa, como sus familiares, y que, por consiguiente, podemos recurrir y dirigirnos a Él en nuestras necesidades y contar con su apoyo.

El Padre nos ofrece su intimidad y se pone a nuestra disposición; podemos atrevernos a decírselo todo, tener con Él la audacia que se suele tener con las personas a las que se conoce bien y de las que no se debe esperar otra cosa que favores y simpatía.

Las relaciones con el Padre deben estar gobernadas por la confianza, puesto que el acceso a Él es total (Ef3, 12). Hay una atmósfera nueva, diferente de la del Antiguo Testamento donde el temor —sin excluir tampoco el amor— desempeña b un papel más importante en las relaciones de los judíos con Yahvéh.

San Juan, para caracterizar las relaciones de intimidad con el Padre, esa  reciprocidad por la que el Padre permanece en nosotros se sirve de una expresión fuerte y expresiva: “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (14,16). Apoya esta afirmación en el principio de que “Dios es amor”; así pues, permanecer en el amor es permanecer en Dios. Ya hemos visto cómo la presencia de la caridad en nuestros corazones entrañaba una presencia del amor del Padre. Consciente de esta verdad, san Juan considera nuestra cercanía con el Padre como algo más profundo que un simple acceso a Él en calidad de familiares. El que permanece en la caridad no sólo permanece junto al Padre, corno un hijo en su casa, sino en Él. Su morada es el Ser mismo de Dios. Es diferente “vivir en alguien”. En este último caso, la intimidad está situada en lo más profundo del ser; es una condición vital. Vivir en Dios es encontrar en Él el manantial de su vida.

Esta permanencia en Dios significa que en Él se encuentra también el reposo. El término “permanecer” evoca calma y tranquilidad: se ha instalado en Dios de una manera estable, por encima de todo el flujo y reflujo de las contingencias terrenas. Comienza la estabilidad de la vida eterna.

Esta estabilidad no es sólo superior a todas las sacudidas exteriores que conmueven la existencia humana, y a sus pruebas y trastornos; resiste, asimismo, todos los torbellinos y cambios psicológicos y las crisis de las situaciones afectivas, con tal que se continúe en la caridad. No es necesario, de ningún modo, sentir que se permanece en Dios; es imposible que se mantenga continuamente este sentimiento, porque viene y desaparece. Pero la realidad de la permanencia indica precisamente una intimidad que persiste objetivamente, sean cuales sean las impresiones subjetivas que se puedan tener.

Ésta es la intimidad que Cristo había querido conservar con sus discípulos. Antes de dejarlos, les había pedido permanecer en su amor para permanecer no sólo con Él, sino en Él. “Permaneced en mi amor” (Jn 15,9) —les había dicho—, “Permaneced en mí como yo en vosotros” (Jn 15,4). Y es esta misma intimidad la que debe unirnos al Padre, puesto que se trata de permanecer, por la caridad, en el Padre. Intimidad que es recíproca, ya que a su vez Dios permanece en nosotros.

La reciprocidad por la que el Padre permanece en nosotros y nosotros permanecemos en Él tiene algo de asombroso. Se concibe fácilmente que permanezcamos en Dios, pues Dios es el Ser infinitamente inmenso, que todo lo puede contener y rodear. Habitar en Él es habitar en un abismo que nos viene ancho en todas direcciones.

Entusiasma pensar que el Padre nos recibe como huéspedes en la inmensidad de su Ser divino y que, en vez de perdernos en esta inmensidad o empequeñecernos en sus dimensiones, gocemos de la intimidad de su amor paterno. Pero nos consuela todavía más pensar que Dios permanece en nosotros. Es algo inesperado. Que Dios nos contenga es algo que se puede comprender, pero que contengamos a Dios en nosotros mismos es realmente sorprendente. Hay que admirarse de que en la pequeñez humana pueda caber la grandeza divina.

Y no es menos admirable que el Padre quiera habitar en sus criaturas sin juzgar como favor suficiente el que sus criaturas habiten en Él. Sólo el fervor de un amor paternal sin límites podía inducirlo a residir de manera continua en seres tan inferiores a Él y hechos íntegramente por su mano.

El Padre no se contenta con donamos el Espíritu Santo, con el que —como ya hemos advertido— nos entrega su amor, dándonos, por así decirlo, su corazón en prenda. No se limita, por este mismo Espíritu Santo, a hacer que “Cristo habite en nuestros corazones” (Ef 3, 17). Sino que viene Él mismo en persona, con su Espíritu y su Hijo, a habitar en nosotros. Jesús había anunciado a sus discípulos ciiie la comunidad de las personas divinas vendría a establecerse en ellos. Del Espíritu Santo había dicho: “mora en vosotros y en vosotros está” (Jn 14,17). Y había añadido esta bella predicción, refiriéndose al Padre y a Sí mismo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

Con esta promesa iba mucho más allá de lo que había sido presentado en el Antiguo Testamento como el favor supremo concedido a Abraham: la visita que tres hombres le habían hecho en el encinar de Mambré, y que significaba una aparición del mismo Yahvéh (Gn 18, 1 ss). El patriarca había corrido a su encuentro tan pronto como los divisó. Les había ofrecido descanso y se había puesto a su servicio dándoles de comer. Eso fue un primer símbolo de este acto de Dios que lleva su benevolencia hasta venir a buscar descanso entre los hombres; a recibir de ellos humildes homenajes y servicios, a participar de una comida humana como señal de comunidad de vida. En esta visita de tres personajes aún innominados hay un misterio que, con la perspectiva del Nuevo Testamento, nos parece indicar ya la intención de las tres personas divinas de venir a habitar entre los hombres. No es más que una primera figura, bien imperfecta, pues se trata de una visita pasajera, de un encuentro esporádico. La realidad sobrepasa con creces a la imagen: consiste en un encuentro que se produce invisiblemente en las profundidades del alma y en una visita que se convierte en inhabitación perpetua. En vez de tres personajes todavía sin nombre, recibimos en nosotros a las tres divinas personas que Cristo nos ha revelado.

Es significativo que, como fundamento de esta venida de la Trinidad a nosotros, Jesús cite el amor del Padre; “Mi Padre lo amará y vendremos a él” (Jn 14,23). Es siempre este amor paternal lo que guía las relaciones de Dios con nosotros. Todo tiene su origen en el corazón del Padre. Aquí, sin embargo, este amor del Padre no aparece como la realidad que precede a todas las demás, pues se da como respuesta a la caridad de los hombres; para beneficiarse de este amor hay que amar por anticipado a Cristo y cumplir sus mandamientos.

¿Hay alguna contradicción entre esto y la primacía absoluta del amor del Padre, que —como ya hemos subrayado— se dirige primero a nosotros, con una generosidad completamente gratuita y con independencia de nuestros méritos, por puro favor divino? En absoluto. Porque este primer amor permanece; pero, para cumplir su designio en cada alma individual, tiene necesidad de una libre colaboración por parte de esta alma.

El amor del Padre no nos apremia a seguirlo ni nos encadena a Él por la fuerza. Precisamente porque es amor evita avasallarnos, privarnos de nuestra espontaneidad y de la posesión de nosotros mismos. Tiene la delicadeza de respetar cuidadosamente nuestra libertad.

Por eso el Padre sólo viene a establecer su morada en nosotros después de nuestro consentimiento y buena voluntad. Cuando un hombre se encuentra en buena disposición, un nuevo amor —si se puede decir así— viene a reforzar el primer amor que el Padre le tenía, y por este nuevo amor el Padre empieza a habitar en el alma. Y entonces puede realizar el proyecto, que había forjado con anterioridad en su corazón, de llevar en él su amor hasta la plenitud.

El Padre no quiere, pus, entrar en un alma más que cuando las puertas se abren por sí mismas. No las fuerza. Pero una vez que ha entrado, acogido por una voluntad que se ofrece libremente a Él, ¡con qué complacencia lo hace! Su corazón paternal se goza en venir a descansar en el corazón del hombre. Podemos vislumbrar por el Evangelio el gozo que debía experimentar Cristo cuando al atardecer, después de una jornada fatigosa, se iba a reposar a Betania, en compañía de Lázaro, de Marta y María. Por el elogio de la actitud de María, llena de solicitud por su presencia, ha mostrado de qué modo deseaba ser recibido, no solamente en aquella casa, sino también en el corazón de los que habitaban en ella. El Padre no pone menos diligencia en venir a los corazones que se le abren y en colmarlos con su presencia reconfortante.

Su entrada en el alma la hace con tanta delicadeza que fácilmente pasa desapercibida. El Padre no es de esos huéspedes inoportunos que imponen su presencia como un peso, y menos todavía se presenta como un personaje cuya importancia provoca tensión por sí misma. Nosotros lo llevamos en nuestro interior sin ponernos a dudar de ello, sin experimentar ninguna molestia ni estorbo. Es Él quien amolda su presencia a la forma de nuestra existencia, quien acepta seguir el ritmo de nuestra vida para transformarla en algo mejor por esa intimidad con Él. Lo hace tan bien y se adapta tan completamente a nosotros que tenemos dificultad en convencernos de que Él, el Ser todopoderoso, habita verdaderamente en nosotros. Permanece en nosotros en el silencio, pudiéndose revelar, si quisiera, en un deslumbramiento de su luz o en la demostración impresionante de su soberanía. Es el silencio de la bondad, que se pone a disposición del otro sin hacerse notar. El silencio del amor que se hace todo en todos.

Aunque esta presencia amante del Padre pueda prolongarse sin hacerse reconocer ni sentir, coloca al alma en una atmósfera nueva. Cuando desciende al fondo del corazón humano, funda en él un asilo de paz, de dicha secreta, a veces apenas perceptible, pero cierta. El Padre no puede penetrar en un alma y vivir en ella sin llevarle algo del gozo del cielo.

Hace respirar la paz de su amistad. Esta paz, regalo de la Redención, que manifiesta el pacto establecido entre Dios y los hombres. Ésta era la paz que los judíos se deseaban al saludarse. San Pablo la menciona al principio de sus cartas como un don esencial que viene del Padre y de Cristo: “Gracia y paz de parte de Dios Padre nuestro, y de Jesucristo Nuestro Señor” (1 Co 1,3; 2 Co 2, etc.).

En el alma en que el amor divino ha triunfado, la paz ha sustituido al tormento interior, a la profunda escisión producida en el hombre por el pecado. Al separar al hombre de su Creador y al hijo de su Padre, el pecado abre una brecha en la misma alma, una insatisfacción fundamental, una perturbadora inquietud. Con la gracia que suprime el estado de pecado sobreviene, por el contrario, una satisfacción que aleja las causas de la turbación. Este apaciguamiento recibe su amplitud del hecho de la presencia del Padre, que da fe del acuerdo del hombre con Dios y consiguientemente, de su acuerdo consigo mismo.

La permanencia amistosa del Padre hace paladear este acuerdo y que el alma se sienta completamente a gusto. Este placer se encuentra, discreta pero realmente, en el sentimiento de una buena conciencia. Se sabe qué papel puede desempeñar este sentimiento en la alegría de una vida humana. No hay que perder de vista que está sustentado y estimulado por la inhabitación del Padre en el alma. Así, lejos de pesar o molestar, esta presencia del Padre sirve de alivio, de feliz descanso.

La inhabitación del Padre en el alma bien dispuesta es una de esas verdades que deberían cautivar nuestra existencia. Y lo conseguiría si nos persuadiésemos más íntimamente de lo que nos enseña la fe y cayésemos en la cuenta de su excelencia. El Padre está mucho más cercana a nosotros, mucho más mezclado en nuestra existencia de lo que podemos sospechar. Vive en nuestra compañía mucho más que nosotros en la suya. La felicidad esencial que nos ofrece debería dilatarnos mucho más vivamente. ¡Qué gozo poseer en nosotros al Padre! Poseer al Padre en la expresión que emplea san Juan: “Quien confiesa al Hijo, posee también al Padre” (lJri 2,23; cfr. 2Jn 9). Dejándose poseer por nosotros, ¡qué dimensiones confiere el Padre a nuestra alma!

 

 

 

El don de María

 

El Padre ha querido rodearnos por todas partes con su amor. Sabía nuestra dificultad en comprender por la fe un amor paternal y que este amor, a pesar de su proximidad y su inhabitación en nosotros, puede parecer, a nuestros ojos —demasiado hambrientos de lo visible— algo demasiado abstracto, y decidió darnos una representación con- creta del amor que tocase más directamente nuestro corazón. Así es como nos ha presentado la persona de María en calidad de Madre, para que, a través de su cariño maternal, nos llegue, en un lenguaje más elocuente y conmovedor, un testimonio de la ternura de su amor paternal. Él conocía todo el eco que suscita en un corazón humano la presencia amorosa de una madre.

Por María quería atraernos más poderosamente a Él. Y formarnos un corazón filial con respecto a Él. Por eso debemos descubrir en María la figura cautivadora del afecto y la solicitud que nos ha ofrecido el Padre. En sus rasgos maternos se esboza la imagen del Padre.

Para comprender bien esta verdad, hemos de recordar que el corazón del Padre contiene en Sí toda la perfección y toda la riqueza que podemos encontrar tanto en un corazón paternal como en uno materna. Su cualidad de Padre no se opone, como es el caso de los hombres, a la cualidad de madre. En efecto, la generación humana se divide entre el padre y la madre y se efectúa por la unión de ambos. Ninguno de los dos es el principio generador absoluto. Pero en Dios, la generación tiene por único autor al Padre, que, por consiguiente, reúne en Sí mismo lo que nosotros llamamos paternidad y maternidad.

El Padre posee en su corazón, a la vez, la fuerza del amor paternal y la ternura del maternal. Así despliega, al mismo tiempo, la orgullosa energía del Padre que quiere el bien de sus hijos, procurándoselo con un grandioso designio de salvación y un trabajo obstinado, y la extrema delicadeza de la madre, siempre atenta a los menores sobresaltos y dificultades que sobrevienen en la vida de cada uno de sus hijos.

Por eso no solamente la paternidad humana, sino también la maternidad, son especialmente deudoras al Padre celestial de aquello que son. Toda maternidad humana se presenta corno una participación y derivación de la paternidad divina. Cuando Adán y Eva fueron formados a imagen y semejanza de Dios, el Padre los creó según el canon de su paternidad, al uno en calidad de padre y a la otra en calidad de madre. En cierto modo, es corno si hubiese dividido esta imagen en dos aspectos y hubiese querido que Adán represente ciertas tendencias y matices de su corazón paternal, mientras que Eva representaría todas las demás. Todos los tesoros de afecto que se encuentran escondidos en un corazón maternal humano provienen, pues, del Padre. Y provienen de Él incluso en lo que este amor tiene de específicamente maternal y femenino. El Padre reúne en Sí toda la riqueza afectiva cuyos reflejos ha difundido en multitud de destellos sobre la comunidad humana.

Por consiguiente, en todo amor maternal hay que reconocer una imagen viva del corazón del Padre. La cálida atmósfera que una madre ofrece al desarrollo de sus hijos, la profunda ternura con que los envuelve y su capacidad de conectar con todo lo que ellos experimentan corno gozos y dolores, la perseverancia de su solicitud, su benevolencia llena de atenciones, los prodigios, a veces heroicos, de su entrega, todo son manifestaciones de un afecto que ha sido comunicado por el Padre celestial. Si los hombres aprecian el corazón de su madre y, tan a menudo, lo encuentran maravilloso es porque en él descubren una réplica del corazón paternal divino, un afecto todo él inspirado y enriquecido por el inefable amor del Padre de los cielos.

            Esta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carEsta réplica no se encuentra sólo en el ámbito de la generación carnal. La paternidad del Padre celestial es espiritual y ha querido reflejarse entre los hombres en una paternidad y una maternidad más elevadas que las que tienen su fundamento en la familia. Hay una paternidad espiritual, aquélla de la que tuvo experiencia san Pablo y de la que habla entusiasmado: “Aun cuando hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo —escribía a los Corintios—, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15).

Por otra parte, el Apóstol tenía conciencia de que esta enaltecedora paternidad le costaba muchos sufrimientos, inseparables de los esfuerzos apostólicos para dar una formación sólida a los cristianos: “¡Hijos míos! —decía a los Gálatas—, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ga 4, 19). Por esta declaración se percibe cómo considera san Pablo su paternidad espiritual como si fuese, en cierto modo, una maternidad, pues supone los dolores de parto y una ternura acentuada.

Y es que, en el dominio espiritual, paternidad y maternidad están mucho más próximos el uno del otro: cuanto más se establece una paternidad en un nivel superioi tanto más íntimamente participa de la amplitud del corazón del Padre celestial. Por eso en su misión apostólica y en su influencia sobre las almas se sentía san Pablo con un corazón paternal tan grande.

La maternidad espiritual no es menos rica. Toda la belleza del papeI de una madre que se afana por sus hijos según la carne se halla transplantada en el dominio de las almas. Ella implica una influencia íntima de un alma sobre otra, para ayudarla a recibir las riquezas de la gracia y desarrollar en ella la vida de Cristo; y esta influencia está dotada de una fuerza particular de penetración, pues se halla impulsada por un intenso amor maternal, por una potente generosidad y una acogida de profunda simpatía. Esta maternidad se sitúa muy por encima del instinto, en el plano de un amor más desprendido de sí mismo, más desinteresado, pero también más vigoroso.

El Padre celestial ha querido suscitar un tipo único e ideal de maternidad espiritual, en el que se expresarían, de la manera más atractiva y concretamente humana, los prodigios de afecto con que colma el corazón de las madres. Eso es lo que ha hecho con María. La ha establecido como madre universal de los hombres en el orden de la gracia. Confiere así a esta maternidad espiritual la extensión más dilatada que pueda recibir, extensión semejante a la de su paternidad divina.

Él, que poseía hasta el infinito las fuentes del amor paternal, podía hacer a un corazón humano capaz de abrazar a toda la humanidad en su solicitud y su afecto, y ejercer eficazmente sobre todas las almas la irradiación de una influencia maternal. Más aún: ha pretendido una profunda semejanza de estructura entre esta maternidad espiritual de María y su paternidad divina. El Padre había decidido estrenar su paternidad respecto a todos los hombres introduciéndola en el interior de su paternidad respecto a la Palabra, su Hijo Único. Deseó amarnos como a hijos suyos precisamente a través de Cristo. De la misma manera, ha puesto como fundamento de la maternidad universal de María su Maternidad con respecto a Cristo. Al ser Madre del Verbo Encarnado, recibiría María su destino de llegar a ser Madre de los hombres. Y su corazón maternal, como el corazón del Padre, estaría llamado a volcar sobre todos y cada uno de los hombres el afecto que Ella tendría al Hijo de Dios. Por ahí se muestra la intención del Padre de dar a la maternidad espiritual de María no solamente la mayor extensión posible, sino la mayor profundidad.

Esta maternidad debía entrañar mucho más que una actitud de amor maternal: debía reposar sobre la generación del Redentor. María no sería Madre de la gracia entre los hombres sino después de haber sido hecha Madre del Autor de la gracia. Su influencia maternal sobre las almas tendría la más sólida raigambre; y su afecto materno tomaría las dimensiones de un afecto referido, en primer lugar, al Hijo de Dios. A ejemplo del Padre, María miraría a los hombres a través de su Hijo amadísimo y los consideraría, a esta luz, como a hijos suyos.

Si san Pablo contribuía a formar la vida de Cristo en los que habían sido confiados a su celo apostólico, María estaba destinada a hacerlo de una manera más invisible, es verdad, pero también más real. Porque siendo la Madre del mismo Cristo, tiene el poder de engendrarlo de nuevo en las almas. Elia es la que ha formado a Cristo en su venida a este mundo. Ella debe repetir en beneficio de los hombres esta primera acción maternal, reproducir en cada uno de nosotros su maravilloso alumbramiento.

Por otra parte, todavía más que este alumbramiento de que habla san Pablo a propósito de los Gálatas, la maternidad de María respecto de nosotros ha estado jalonada por el dolor. Para que Cristo pueda vivir en nosotros, María no solamente lo trajo al mundo: lo entregó, además, sobre el Calvario. Este sacrificio constituye el precio con que pagó su maternidad espiritual. Ya que sólo por la ofrenda del Crucificado puede transmitirnos a su Hijo triunfante.

Si María ha recibido el encargo maternal de distribuir la gracia en nuestras almas es, precisamente, por su participación íntima, en calidad de Madre, en el suplicio de la cruz. Elia, por tanto, nos ha dado a luz en el dolor: en el Gólgota. En el momento en que perdía su Hijo Único, quedó investida con su maternidad universal: al proponerla como Madre al discípulo amado, Cristo daba a entender que iba a ser en lo sucesivo Madre de todos nosotros.

La maternidad espiritual de María se revela, con ello, semejante a la paternidad del Padre celestial y le está estrechamente unida. El Padre nos hizo hijos suyos al darnos a su propio Hijo y ofrecerlo en sacrificio por nosotros; María nos da a este mismo Hijo que engendró según la carne y que ofreció en holocausto. Por eso la maternidad de María es una representación particularmente viva de la paternidad del Padre de los cielos. No ha faltado quien haya hecho notar que María, al pie de la cruz, hacía, en cierta manera, el oficio de Delegada del Padre, reemplazándolo junto a su Hijo paciente y demostrándole la compasión que el Padre le habría testimoniado visiblemente si hubiera tenido un rostro y un corazón humano.

Delegada del Padre, María lo espera junto a esas almas que ha dado a luz en el dolor del Calvario. Ella nos trae el afecto paternal de Dios mismo y, a través de su corazón traspasado, nos hace vislumbrar el precio con que el Padre quiso pagar su paternidad. En la Madre Dolorosa, que tanto nos conmueve, debemos descubrir la fuerza de un amor paterna! que ha llegado hasta el fin.

¡No se trata, pues, de oponer la persona y el papel de María a los del Padre. A veces se ha hecho, y existe la tentación de hacerlo. Con facilidad ponemos en María una indulgencia, una bondad y una misericordia que no se le reconocen al Padre de los cielos. Según ese criterio, Dios estaría representado por un juez que, a pesar de toda la bondad que podría poseer, debe atenerse a las reglas de la justicia en sus relaciones con nosotros. María sería la que hace doblegarse la rigidez del juez, no obedeciendo sino a las inspiraciones compasivas de su corazón maternal, y dejándose arrastrar más fácilmente por las súplicas de sus hijos. María ofrece así un refugio donde la debilidad del hombre pudiera ocultarse y estar al abrigo de la severidad divina.

Ya hemos señalado, a propósito del drama de la Redención, hasta qué punto era inexacto hacer de la obra de salvación un acto de la justicia divina vindicativa o punitiva; pues en realidad, en esta obra, el Padre se ha dejado guiar exclusivamente por su amor. Ahora bien, si la bondad paternal está a la cabeza de toda la obra salvífica, es Ella, y sólo Ella, la que regula las relaciones del Padre en la obtención de nuestra salvación individual.

El Padre actúa con cada uno de nosotros como con la humanidad en su conjunto. Si su amor por nosotros se manifestó en el drama del Calvario, este amor permanece y sigue existiendo con la misma fuerza. Le haríamos injuria si lo representáramos únicamente bajo los rasgos de un juez severo, en contraste con el rostro de María, lleno de dulzura y suavidad.

Nada hay en el corazón de Nuestra Señora que no sea un destello del corazón del Padre. Si la fisonomía de María es la de una Madre llena de comprensión con nuestras debilidades y desbordante de misericordia ante nuestra miseria, es porque el corazón del Padre posee en el más alto grado esta comprensión y esta misericordia. Si nos descubre tesoros inagotables de paciencia y bondad, es porque el Padre tiene de ellos una reserva infinita. Con la dulzura y benevolencia de su acogida, tan atractivas para los hombres, es imagen del Padre que a través de Ella desborda ternura y simpatía.

Los cristianos tienen razón al buscar en María un refugio donde estar seguros de ser admitidos y mimados, pero se equivocarían si creyesen que Ella es un refugio contra Dios. Es, más bien, un refugio en el mismo Padre, en un asilo de amor que ha construido para nosotros.

Los pecadores tienen razón cuando dirigen sus ojos hacia la Inmaculada, cuya extrema indulgencia conocen, y cuando confían en el cariño que Ella les muestra, a pesar de las faltas cometidas. Esta indulgencia, con todo, no ofrece ninguna oposición con una severidad divina, pues es la auténtica expresión de la bondad paternal de Dios. Ponerse al abrigo de María, en su corazón maternal, es en realidad ponerse al abrigo de Dios mismo, en las profundidades del corazón del Padre.

La figura de María es tan arrebatadora, tan seductora, precisamente porque en Ella se transparenta la sublimidad del amor que nos ha dedicado el Padre. Tal es el papel de la Virgen: Ella nos hace llegar al amor del Padre. El Padre sabía que nuestro espíritu humano hubiera tenido dificultad en comprender que su corazón paternal alimentaba todo el cariño que podemos desear de un Padre y de una Madre.

Ya lo hemos indicado: para muchos hombres, el Padre es una figura abstracta; su rostro paterno, al ser invisible, les parece lejano y frío, poco digno de interés. Si ya tienen dificultad en considerarlo verdaderamente como Padre, todavía serán menos capaces de percibir en Él todo el calor que se encuentra en un amor maternal.

El Padre ha venido, pues, en socorro de nuestra impotencia y ha colocado ante nuestros ojos a una Madre, que es, a la vez, una mujer de nuestra naturaleza e ideal perfecto del amor. Ella está aquí para hacernos sentir la ternura y la solicitud que Él nos dirige. Y lo consigue tan bien que ejerce sobre muchos un atractivo que el mismo Padre no parecería poseer en tal grado. En realidad, Ella no es sino una mensajera de la bondad divina que quiere ofrecerse a nosotros de manera más convincente; no es sino la expresión del corazón del Padre.

 

 

El don de la Iglesia


            De la misma manera que constituyó a María como imagen de su corazón paternal, el Padre ha querido imprimir profundamente la marca de su paternidad en la Iglesia. Ha querido que la Iglesia se nos presente como una madre. Para que sus hijos gozasen de un ambiente que sea la traducción humana de la atmósfera que crean los padres en un hogar; ha decidido que la vida cristiana no se desenvolviese simplemente en almas individualmente aisladas, sino en una comunidad, y que esta comunidad implicase un auténtico ambiente materno. Así, el don de la Iglesia a los hombres aparece como una manifestación característica de un amor paternal que desea expresarse en formas concretas.

La Iglesiaha sido reconocida como una madre desde los primeros siglos del cristianismo, porque se veía en ella la gestadora de la fe en las almas. De hecho, esta comunicación de la fe es parte de la comunicación, más abundante, de la vida de la gracia.

Por los Sacramentos, y sobre todo por el Bautismo, la Iglesia hace surgir y desarrollar la vida divina en las almas. En el momento del bautismo, especialmente, toma la figura de quien da nacimiento al nuevo cristiano. Y, en consecuencia, tiene el encargo de fomentar, por todos los medios, esta vida que ha transmitido: encargo maternal que cumple poniendo a disposición de los fieles, además de los sacramentos, un vastísimo conjunto de elementos que ayudan a la santificación y permiten un florecimiento espiritual: la proclamación de la verdad por el magisterio y el esclarecimiento progresivo de esta verdad, a través de todo un trabajo de investigaciones y de precisión realizado por la Teología. Trabajo que constituye un auténtico patrimonio de la Iglesia; el gobierno jerárquico de leyes y de instituciones y un cuadro viviente de orientación de las actividades; la distribución de tesoros de gracias por la solidaridad comunitaria y el ejercicio de una misión educadora por medio de la cual la Iglesia se preocupa de elevar el nivel espiritual y moral de los pueblos y de la humanidad entera. La Iglesia desempeña verdaderamente un papel de madre, que consiste en hacer brotar la vida de la gracia, en protegerla, en favorecer y guiar su desarrollo.

Si el término de función maternal es el que mejor expresa la misión de la Iglesia, es porque la Iglesia ha sido formada por el Padre a su propia imagen, como María, para representar ante los hombres su paternidad. Muy a menudo corremos el peligro de olvidarlo y admiramos la providencia maternal de la Iglesia sin pensar que es una efusión del corazón del Padre, que su cualidad de madre es una afirmación de esta paternidad divina, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef3, 15).

En la Iglesia misma hay muchas manifestaciones particulares de su actividad que llevan más especialmente el sello de la paternidad celeste que desea imprimirse en ella. Es sabido que una de las características esenciales del gobierno de la Iglesia es su aspecto paternal. Su jerarquía está establecida por medio de un sistema de administración, es verdad, sin que esta tarea pueda ser únicamente tratada como labor administrativa realizada por funcionarios: debe llevar el sello de la solicitud paternal.

La autoridad de los que tienen un puesto de gobierno es la de los pastores; quiere eso decir que tienen por misión conducir un rebaño cuyas ovejas aman y conocen. Así sucede con el Papa, que ostenta el hermoso título de Pastor de todos los fieles. Los amplísimos poderes con que ha sido investido, si hubieran sido conferidos a una sociedad puramente humana entrañarían grandes peligros de absolutismo, tiranía y arbitrariedad; pero, precisamente porque están incluidos en una misión pastoral y paternal de orden superior, se realizan en un espíritu diametralmente opuesto al de un tirano caprichoso.

Es el suyo el espíritu de un poder muy amplio que emplea todos sus recursos al servicio de aquéllos por los que existe, y que traduce su fuerza en una benevolencia fundamental. Es una imagen asombrosa de la autoridad del Padre celestial, cuya omnipotencia hubiera podido afianzarse por medio de una soberanía tiránica, pero que ha escogido, por el contrario, concentrarse en un amor más benevolente.

Así sucede también con todos aquellos que han recibido alguna participación en el cargo pastoral del supremo Pontífice, y que no deben abusar de los poderes con que están revestidos si no es para dejar traslucir la paternidad divina de la cual son mensajeros.

Por eso, los sacerdotes no son sólo los representantes de Cristo en la tierra, sino también los representantes del Padre. Especialmente cuando dan la absolución al fiel que viene a confesar sus pecados, tienen un gesto eminentemente paternal: el de una misericordia que acoge, perdona y cura. Cuando se inclinan sobre todas las angustias humanas, dirigiéndose a su encuentro para intentar socorrerlas, ¿no representan ante los hombres al Padre celestial continuamente inclinado sobre ellos? La cura de las almas que pastorean les exige mostrar en la medida posible, en su comportamiento personal, la solicitud activa y generosa del Padre respecto a sus hijos. Su apostolado debe ejercitarse, pues, bajo el signo del amor paternal.

Además, que así es como Cristo había entendido su propia misión de Pastor; Ha querido ser Buen Pastor, como el Padre había sido ya anunciado que era el Pastor del pueblo judío (Ez 34). Y su amor era una réplica del amor del Padre: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jo 15,9). También se oye resonar en las palabras de Jesús la nota de un afecto paternal: es el afecto que nos dirige de parte del Padre: “Hijos míos”, les dice a sus discípulos (Mc 10,24). “¡Ánimo, hija!”, le dice a la mujer atemorizada y temblorosa que se presenta a Él después de haber tocado su manto y obtenido su curación (Mt 9,22).

En el mismo tono se dirige al paralítico cuando quiere otorgarle la remisión de los pecados: “¡Ánimo!, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 2).Juntas van la acción y la palabra del Padre, que perdona. ¡Cómo se revela esta solicitud paternal en el cuidado que pone Cristo en velar sobre sus discípulos con toda suerte de atenciones! Aunque vive en extrema pobreza y sencillez, no deja que le falte nada al grupo de sus fieles y provee a todas sus necesidades como lo haría un padre o una madre. En el momento de la Pasión, los discípulos podrán confesar que así fue realmente durante la vida pública de su Maestro (Lc 22,35-36).

Incluso con los que se le resisten ejerce este afecto paternal, que Cristo expresa de modo tan conmovedor increpando a la ciudad santa: “¡Jerusalén, Jerusalén!, la que mata a los profetas y apedrea a los que son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido!” (Mt 23, 37). En este apóstrofe grandioso e íntimo a la vez, ¿no se deja ver el deseo del Padre de realizar la unidad de sus hijos en torno a Sí, que se traduce en toda su vivacidad, con un profundo respeto a las libertades que no se quiere forzar, ni siquiera con una ternura demasiado acaparadora?

Continuadora de Cristo, la Iglesia se sitúa directamente en la prolongación de este cuidado paternal de congregar en la unidad a los hijos del Padre, “como la gallina recoge a sus pollos bajo las alas”. Lo que Jesús había intentado hacer, en nombre del Padre, por la reunión del pueblo elegido, la Iglesia se ha encargado de realizarlo progresivamente en todos los pueblos y en todos los hombres. Por ella, el Padre extiende las alas de su protección paternal sobre la humanidad, fusionándola con el calor de su amor.

Como testigos de este amor, hay que citar, además de todos aquéllos que han sido nombrados pastores del alma, a los innumerables realizadores de la obra educadora de la Iglesia. Hemos estereotipado la misión educadora encomendada a la Iglesia, que corresponde también a un papel maternal. A ella consagran sus vidas un gran número de hombres y mujeres, todos aquellos que se dedican a la formación cristiana de la juventud.

La primera nobleza de esta vocación consiste en la semejanza que tiene con la paternidad misma de Dios. Estos hombres y mujeres deben ser considerados, ante todo, como un don del Padre a la humanidad, un don profundamente paternal. Por el hecho de su actividad, asumen una paternidad o maternidad de orden moral y espiritual. En ellos y por ellos el Padre celestial modela el espíritu, el corazón y el carácter de sus hijos, los abre a una vida divina más ancha y espaciosa afincándolos en ella sólidamente, y graba en ellos los principios de una conducta moral que responda a su condición de hijos de Dios. ¡Grandeza de los educadores y educadoras, a quienes el Padre ha confiado sus propias responsabilidades paternales y a los que desea prestar su propio rostro de Padre, de una bondad firme, activa e incansable!

Ésta es también la paternidad que se revela en todos aquellos que, en la Iglesia, se dedican a consolar las miserias humanas. La Iglesia jamás ha carecido de miembros que lleven su mensaje de caridad evangélica a los pobres, a los enfermos y a todos aquellos que sufren o tienen necesidad de socorro. En la abigarrada multiplicidad de obras en las que se organiza esta ayuda al prójimo, en la generosidad de estas existencias humanas cuyas energías íntegras se consagran a aligerar las cargas de los demás, tenemos que reconocer al Padre de los cielos, continuamente inclinado sobre los hombres, prodigándoles su simpatía misericordiosa.

Cuando un enfermo admira a la religiosa que lo atiende con entrega maternal, es el corazón del Padre lo que encuentra en ella. El leproso que llama “mano de Dios” a la mano de la hermana misionera que cura sus llagas, ha rozado esta verdad. ¡Cuántos hombres rebeldes a la religión han llegado a convencerse de la existencia de Dios porque han sido testigos de la entrega totalmente sacrificada de una religiosa!

Su intuición es exacta, pues es verdaderamente a Dios a quien descubren en esta maravillosa generosidad e, incluso, lo que hay de más profundo en Dios: un corazón paternal. En esta entrega descubren, al mismo tiempo, a la Iglesia con su verdadero rostro: el rostro de una madre llena de bondad.

 

El don de la Eucaristía

 

            Entre los dones que se nos han dado, junto con el de la Iglesia, y donde se muestra más vivamente el amor del Padre, hay que poner en lugar especial a la Eucaristía. Se considera éste como el más sublime de los Sacramentos; por eso podemos afirmar; desde el primer momento, que hemos de ver en ella la señal de una eminente bondad paternal.

De hecho, el sacrificio eucarístico pone particularmente de relieve esta bondad. Al enfrentarnos con el drama del pecado y de la Redención, hemos advertido que el amor del Padre se ha manifestado, de la manera más total y conmovedora, al entregar por nosotros a su Hijo en sacrificio, siendo así que nosotros le habíamos ofendido.

El Padre respondió a las ofensas de los hombres con el don más alto que podía hacernos, el de su Hijo; don que llegó hasta la inmolación de la cruz: “En esto —escribía san Juan— consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (lJn 4,10). Y luego quiso que se mantuviese esta cumbre de su amor paternal y decidió que su mayor acción —dar a su Hijo como sacrificio por la salvación de los hombres— se renovase sacramentalmente sobre la tierra. En cada Eucaristía, sobre el altar, en el momento de la consagración, da de nuevo a su Hijo en situación de víctima, como en el Calvario, para poder darnos más enteramente los bienes de la Redención. ´

Aquí se afirma la intención del Padre de seguir siendo para nosotros el culmen de la generosidad. El acontecimiento del Calvario, en que nos reveló el fondo de su corazón paternal, ha sido arrastrado como todos los otros sucesos por el torrente del tiempo y de la historia. Pero el Padre hace emerger de esta corriente donde todo pasa, para que pueda sobresalir constantemente por encima de los sucesos terrestres, el don esencial de su amor. La Eucaristía reproduce misteriosamente este acontecimiento central en que el Padre nos entrega lo que tiene de más precioso.

En la Eucaristía hay, pues, que distinguir no sólo la ofrenda de Cristo a su Padre, sino también el don del Hijo por el Padre, pues el drama redentor tiene esta doble acción. Si hubiera que representar lo invisible, habría que mostrar cómo el Padre se encuentra inclinado sobre el altar mientras oficia el sacerdote, y cómo, al pronunciarse las palabras de la consagración —“Éste es mi cuerpo” y “Éste es el cáliz de mi sangre”—, nos entrega su corazón paternal mientras Cristo se ofrece en su cuerpo y en su sangre.

Cuando Cristo viene a nosotros, viene siempre enviado por el Padre, dado por Él. Así, la acción de gracias debe siempre elevarse hasta el Padre igual que hacía Cristo. Cuando demos gracias a Cristo por haber querido repetir su ofrenda, debemos dar gracias al Padre por haber renovado su más grandioso don. Nada podría expresar mejor el carácter definitivo que el Padre confería a su don. Una vez que nos ha abierto su corazón paternal, ya no volverá a cerrárnoslo.

Quiere que este corazón siga abierto y quiere, sobre todo, que vayamos a sacar siempre más del abismo de su amor, que tomemos cada vez con mayor avidez lo que nos ha dado.

Quiere que los hombres tomen de nuevo y sin cesar en el acto del sacrificio, por medio de los sacerdotes, a ese Hijo suyo cuyos brazos Él mismo extendió sobre la cruz. El Padre que había aspirado a darnos a su Hijo como prenda decisiva de u afecto paternal, ambiciona hacer pasar este don más plenamente a la humanidad. Pretende agrandar su generosidad en cada una de nuestras eucaristías de la tierra, ser más totalmente nuestro dándonos como propio una vez más a su Hijo.

Si la Eucaristía, en su aspecto de sacrificio, constituye el don primordial del Padre, implica igualmente este don en la comunión y en la presencia real. En la comunión, bajo su aspecto de alimento distribuido a los fieles, se manifiesta la solicitud del Padre que se preocupa de sustentar la vida del alma en sus hijos. Porque es al padre de familia a quien incumbe normalmente la tarea de alimentar a los suyos.

Es él quien da el pan a los hijos. Al enseñarnos a orar al Padre, Cristo nos hace decir: “Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy” (Mt 6,11). Y cuando anunció la institución de la Eucaristía, después de haber tenido el detalle paternal de saciar de pan a las multitudes que le escuchaban, no dejó de declarar que el pan eucarístico sería dado por el Padre celestial, directamente por Él, mientras el maná del desierto había sido dado por medio de Moisés, A los judíos que pedían un prodigio comparable al maná, Cristo responde que el Padre va a realizar un prodigio superior, pues es el verdadero pan que va a ser repartido a los hombres, el que alimenta la vida espiritual: “En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,32-33).

Por el pan eucarístico, Cristo promete comunicar la vida del Padre: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí” (Jn 6,57). Así pues, es el Padre quien alimenta; más aún, alimenta con su propia vida, transmitida por su Hijo. El que primero distribuye la comunión es, por tanto, el Padre: de Él, inclinado sobre cada fiel, desciende el pan del cielo, el Cuerpo del Señor depositado sobre cada comulgante. En este instante, de lo más profundo de Sí mismo, el Padre nos entrega su vida divina. De este don del Padre es de donde saca el fiel las fuerzas necesarias para no desfallecer en el camino, para llevar una vida cristiana digna de su calidad de hijo.

Don paternal; paternal también la presencia real de Cristo, prolongada indefinidamente en nuestros tabernáculos. Si Cristo vino a nosotros en virtud de la voluntad del Padre la vez primera, permanece entre nosotros bajo las apariencias de pan por esta misma voluntad. El Padre ha querido que guardásemos para siempre a su Hijo encarnado y que la presencia con la que Cristo había regocijado a los primeros discípulos siga envolviéndonos, presidiendo nuestra vida.

Con esto, el Padre acaba y realiza plenamente lo que había inaugurado en el Antiguo Testamento, cuando dio a los judíos en prenda de su alianza la presencia divina. Esta presencia perpetua en el Templo de Jerusalén era considerada por el pueblo elegido como la realidad central del culto. Era el privilegio más extraordinario que este pueblo podía poseer: la presencia concreta, en este enclave terrestre, de un Dios tan elevado y tan poderoso.

El Padre, para dar continuidad a esta presencia especial de que gozaba el templo, quiso una presencia divina que fuese dada de manera más substancial por la presencia corporal del Verbo Encarnado, y que se multiplicase en innumerables lugares. En el centro de cada iglesia reina esta presencia eucarística, de tal manera que el que allí entra se siente siempre acogido por alguien. La capilla más modesta en que se conserve el Santísimo Sacramento encierra una presencia divina incomparablemente superior a la que contenía el único templo de Jerusalén. Es el Padre quien ha multiplicado su amor y perpetúa el don de su Hijo. Por eso el tabernáculo de nuestras iglesias debe ser tenido como señal de su acogida paternal.

 

El perdón concedido a los pecadores


            En el perdón concedido a los pecadores se revela la generosidad sin límites del corazón del Padre. Cuando consideramos la reacción del Padre ante el pecado de Adán y Eva, advertimos lo que tenía de sublime y de incomprensible: a los que osaron, en cierta manera, parangonarse con Él, despreciando su mandato y deseando ser como Dios, el Padre no duda en prometerles una dignidad más alta de la que poseían, dándoles a su propio Hijo para establecerlos con Él como hijos suyos.

El Padre ama más a los que lo han herido con su pecado. Les da todavía más. Y esta magnanimidad, desplegada donde no se esperaba más que castigo y venganza, da prueba de una bondad que sobrepasa todas las normas de la bondad humana, de una benevolencia de profundidades infinitas. ¿Por qué ha querido con afecto paternal más profundo y apremiante a los que se habían rebelado contra Él? No hay que buscar justificación alguna, sino tan sólo adorar el misterio.

Este misterio tan reconfortante se reproduce en las relaciones del Padre con cada pecador en particular. Frente a nuestras faltas individuales, existe un drama redentor que renueva el que se produjo en respuesta al pecado de Adán. Así se comprende que el Padre, inquebrantablemente fiel en su amor y decidido a no retirar jamás el clon que ha hecho de su corazón, adopte ante cada hombre la actitud que ha adoptado globalmente con la humanidad entera en el momento en que resolvió salvarla del pecado. De modo que el Padre testimonia aún mayor amor a cada pecador; lejos de responder a las ofensas actuales con la venganza, no hace sino abrir de par en par su corazón para acoger a los culpables cuando manifiestan pruebas de arrepentimiento.

Felizmente poseemos, para comprender bien esta actitud del Padre, una descripción hecha por el mismo Jesús. En la más bella de las parábolas, la del hijo pródigo, nos ha descrito —con palabras sumamente sencillas, pero extremadamente sugestivas— la verdad más misteriosa y conmovedora de todas: la efusión de amor paternal calurosamente ofrecida al pecador arrepentido. En los trazos de esta historia, exteriormente trivial, nos hace ver el fondo del corazón del Padre.

Ya en el principio de la historia nos damos cuenta del significado exacto del pecado. El pecado no se nos describe como la rebelión de un esclavo contra su señor, sino como el ultraje de un hijo que quiere abandonar a su padre y liberarse de su tutela paterna. Cristo nos da con ello una preciosa indicación: el pecado debe ser considerado siempre como una falta cometida en las relaciones de un hijo con su padre. Y eso es lo que causa su gravedad, su carácter trágico; porque una ofensa hecha a un padre es mucho más grave que un ultraje dirigido contra un amo. El verdadero sentido del pecado no se calibra con exactitud sino en el contexto de un amor filial que ha sido traicionado.

La petición del hijo menor expresa bien este renegar del amor filial: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde” (Lc 15,12). Es como si dijese a su padre: “Lo que me interesa no es tu afecto paternal ni tu compañía, sino tu fortuna. Dame mi parte y me marcho”. Ésa es la verdadera intención que supone el pecado: reclama el derecho de ser dueño absoluto de los bienes que Dios otorga, de poseer- los y utilizarlos a su capricho, con plena independencia.

El pecado se comete siempre por hacer uso de ciertos bienes que vienen del Padre celestial, bienes que ha creado para ponerlos a nuestra disposición. El pecador se apodera de estos bienes y en vez de usarlos conforme a la voluntad del Padre, y en su casa, se sirve de ellos según su propia fantasía, lejos de la casa paterna. Y vuelve así contra el Creador, contra el Padre, lo que había recibido de Él: los bienes de este mundo que sustrae con su avidez; su cuerpo, del que abusa con la sensualidad; su alma, a la que avasalla con su egoísmo y orgullo. El pecado lleva consigo, pues, la triste ingratitud de oponerse a su bienhechor con el uso de los beneficios de que ha sido colmado.

A la petición del hijo pequeño no da el padre respuesta alguna. Este silencio no impide que haya sentido vivamente la injuria hecha a su cariño. Pues ningún padre podría escuchar sin un gemido a su hijo pidiéndole una parte de su fortuna para alejarse definitivamente de su afecto. Pero aquí el Padre quiere ser generoso y oculta su pena, reprimiéndola en el secreto de su corazón. ¿Qué sabemos de todo lo que oculta el silencio del Padre celestial ante los pecados del mundo? Por cada transgresión, el Padre es alcanzado en su corazón paternal. Pero nada se deja traslucir.

Nada nos ha revelado el Padre de cómo siente nuestras ingratitudes y faltas de delicadeza. Se calla obstinadamente sobre lo que pasa entonces en su corazón paternal; ignoramos hasta dónde penetra la ofensa. Sólo el sacrificio de Cristo sobre la cruz nos permite entrever que no se trata de un rasguño superficial y que la ofensa se ha sentido vivamente. Con gran delicadeza, el Padre celestial no revela su dolor cuando sus hijos menores quieren llevarse la parte de fortuna que les corresponde.

Cuando nos enseña la gravedad de nuestros pecados, lo hace poniéndose en nuestro punto de vista; se olvida de Sí mismo para no ver más que el daño que nos hacernos a nosotros mismos con nuestras faltas y los peligros a que nos exponernos. Nuestro bien es lo único que persigue y, sin decirnos hasta qué punto ha sido decepcionado o herido por nuestra actitud, nos advierte de las peligrosas consecuencias que nos amenazan si persistimos en nuestros errores.

Cristo añade en la parábola que el padre procedió al reparto reclamado por su hijo menor. ¿No resulta admirable esta generosidad que, de hecho, va a permitir a un joven desaprensivo dilapidar toda su for tuna Si tenía interés en el bien real de su hijo, ¿no hubiera debido el padre rehusar su demanda, protegiéndolo contra él mismo y ahorrándole todos los sinsabores de una aventura cuyo desgraciado final se podía prever? Satisfacer este capricho de su hijo, ¿no era hacerle un flaco favor?

La realidad es que la conducta del padre se justifica por la intención de no restringir la libertad del hijo. Lo que desea es el cariño de su hijo, y un afecto humano no se obtiene por la fuerza. El padre quiere en su casa a un hijo, no a un esclavo. Si actualmente su hijo no quiere darle libremente su amor, él no quiere hacer violencia ni presionar este amor, y prefiere dejarlo en libertad, esperando que un día esta libertad lo devolverá a él.

Ésta es la conducta del Padre celestial. No rehúsa entregar a los hombres los bienes de la tierra cuando quieren abusar, ni los obliga a permanecer con Él, en su amistad, si desean separarse de ella. El Padre dota a los hombres de su libertad y la respeta profundamente, porque desea por parte de ellos un afecto y una adhesión que no sean de encargo. Les deja la posibilidad de optar entre la amistad y la separación, esperando  que, incluso si escogiesen momentáneamente marcharse, al final volverán y le profesarán un amor espontáneo. Su honor de Padre consiste en no estar rodeado de esclavos, sino de hijos que quieren permanecer con Él libremente.

Ya hemos notado qué gran prueba de verdadero amor es este respeto a la libertad humana. Por nuestro bien, el Padre se expone voluntariamente a un riesgo: el riesgo de ser abandonado, despreciado en su amor y verse pospuesto por sus hijos a los deleznables placeres terrenos.

El hijo menor no deja de aprovechar la libertad y la fortuna que le han sido concedidas. En pocas palabras, con una descripción rápida, Cristo esboza la degradación a que conduce el pecado. El joven había partido, con la bolsa bien repleta, prometiéndose toda suerte de placeres.

La realidad le guarda muy pronto una cruel desilusión. Se ve condenado a aceptar el oficio que para un judío debía ser el más abyecto: el de guardar cerdos; y llega a tal grado de miseria que ansía comer el alimento de estos animales. Así, el pecado no cumple las promesas con las que en un principio atrae, y en vez de colmar los deseos que ha atizado, no hace más que engañar su hambre y acentuarla. Además, despoja de sus bienes al que se ha dejado seducir, lo arrastra a una profunda angustia, engendra la vergüenza y el hastío. Cuando se había creído gustar la embriaguez de la libertad, se cae en una envilecedora esclavitud.

El hijo pródigo, que de ello tuvo amarga experiencia, compara su situación con la que gozan los servidores de su padre. Comienza a darse cuenta de la felicidad, de la libertad y de la abundancia que poseía en la casa de su padre, ventajas que no había estimado en su justo valor hasta el momento presente. “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo me estoy muriendo de hambre.

En esta comprobación, ¡qué elogio encontrarnos del bienestar espiritual que el Padre prodiga a los que permanecen junto a Él Es el bienestar de aquellos que viven en su amistad y en una abundancia que satisface al alma. Nadie mejor que los santos pueden atestiguar esta abundancia de gracias y favores que mantienen al alma en disposiciones de paz y gozo gratificantes. Cristianos de vida aparentemente ordinaria pueden dar fe de que no se está en ninguna parte mejor que en la amistad del Padre celestial. Y cuando pierde esta situación, el pecador cae en la cuenta de su valor.

Aquí se ceba un drama interior que es el drama efectivo de tantos hombres en este mundo: el drama de aquellos a quienes la experiencia ha mostrado lo triste, vacío y degradante que es el pecado, y que sólo la vida en armonía con el Padre celestial puede satisfacer y colmar un corazón humano. Pero todavía queda la valentía de volver. Falta un esfuerzo cuya dificultad se exagera con frecuencia. El hijo menor de que nos habla la parábola se decide a dar el paso decisivo. Al haberlo perdido todo, comprende que no le queda más que ofrecer su humildad y eso es lo que se propone presentar a su padre, ya que cuenta con volver a su casa a título de servidor: “Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus servidores”.

Su camino de retorno debió de estar jalonado de incertidumbre. ¿Qué recibimiento le iban a hacer? Si hubiéramos tenido que acabar nosotros la narración comenzada por Cristo, e imaginar el desenlace de la parábola, seguramente lo habríamos descrito de distinta manera ¿No habríamos tenido buen cuidado de mostrar en Dios aljuez que hace reconocer a uno su equivocación con la evidencia de su luz divina, que reprueba el mal y lo sanciona? Y en caso de atenernos a la reacción que hubiera tenido un padre humano con ocasión de la vuelta de su hijo perdido, ¿no habríamos equilibrado la bondad con una sabia prudencia? El padre habría podido recibir a su hijo pequeño con benevolencia, pero haciéndole comprender, a la vez, la pena que le había producido su conducta.

Para que no pudiera olvidar la lección recibida y no se sintiera tentado de volver a las andadas, el padre habría podido diferir su perdón definitivo, tener al hijo durante algún tiempo en casa a su servicio antes de devolverle todos sus privilegios de hijo. Así, el muchacho habría dado prueba de que su arrepentimiento era sincero y de que estaba realmente decidido a cambiar la conducta. Y se habría ganado el perdón demostrando que se comportaba como un buen hijo.

El desenlace que Cristo pone ante nuestros ojos sobrepasa todo lo imaginable. En lugar de esperar que su hijo venga a él para pedirle perdón por la ofensa cometida, es el padre quien corre a su encuentro, completamente conmovido de la miseria de su hijo. Cuando su hijo pequeño pronuncia la frase que había preparado de antemano para este momento difícil, lo interrumpe y no precisamente para hacerle reproches.

No desea que se prolongue la conversación sobre un pasado que avergüenza a su hijo; y mientras éste acaba de llamarse indigno de llevar todavía el título de hijo, él quiere rehabilitarlo al punto en esta dignidad: ordena que se le traiga el mejor vestido, el anillo y el calzado que caracterizaban a los dueños de una casa. Al momento hace desaparecer los harapos y otras reliquias de su degeneración y le restituye sus privilegios de hijo.

Todavía no es bastante: organiza un festín de lo más solemne, ya que hace inmolar el ternero cebado, siendo así que en los banquetes ordinarios se contentaban con un cabrito o un cordero. El padre está radiante de gozo, de un gozo tal que anhela comunicarlo a todos. Todos deben festejarlo. No hay más que una idea en su cabeza: “Mi hijo, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Releyendo la descripción de esta maravillosa acogida, ¿qué otra cosa se puede ver en ella más que bondad, la bondad de un corazón paterno? Si hubiéramos tenido que ser los locutores de esta acogida, habríamos impuesto, como restricciones a tanta generosidad, límites de justicia y prudencia. Cristo nos muestra que el Padre supera todas nuestras estrecheces y que es puro Amor cuando recibe a su hijo pródigo.

Esta acogida de pura bondad paternal es la que se repite continuamente en las relaciones de Dios con los hombres. La parábola del hijo pródigo se cumple cada vez que un pecador se arrepiente de sus culpas. El Padre socorre sin cesar a su hijo arrepentido, pues aguardaba con impaciencia el instante del arrepentimiento. Se prohíbe a Sí mismo forzar la puerta de un corazón; pero cuando un corazón se le abre libremente con buena disposición se apresura a penetrar en él, movido po su inmenso cariño. Hace desaparecer sin tardanza la angustia y la vergüenza producidas por el pecado y reintegra al arrepentido todos sus privilegios de hijo, lo hace gozar desde el primer momento de la amistad divina más completa. Antes de perdonar no impone un tiempo de prueba en el que se debería demostrar una buena conducta y fidelidad a las resoluciones tomadas: desde que el pecador tiene voluntad de cambiar de vida y de renunciar al pecado, obtiene un perdón total.

El perdón es definitivo. Y como vemos por la parábola, el Padre celestial no tiene ningún deseo de volver sobre los hechos del pasado, de insistir sobre ellos o refrescarlos para hacer subir a la superficie la vergüenza que los acompañaba. El Padre es el primero en querer enterrar para siempre el recuerdo de las faltas que perdona: esas faltas están verdaderamente borradas.

Sería una sinrazón representar al Padre celestial como si tuviese en depósito todos los pecados que hemos cometido en nuestra vida para hacernos ver su horror en el momento en que comparezcamos ante Él a la hora de la muerte. Si así fuera, su perdón no sería completo. Precisamente el Padre ha querido suprimir toda la angustia y la vergüenza de nuestros pecados; no será Él, pues, quien quiera reavivarlos. Las ofensas que ya hemos lamentado y cuyo perdón hemos suplicado, están definitivamente perdidas en el abismo de su corazón paternal. Y si debe subsistir un recuerdo de ellas, no puede ser más que aquel que nos mueva a acción de gracias por la reconciliación concedida y, por consiguiente, no de vergüenza y disgusto, sino de gozo y liberación.

Al restituir una verdadera inocencia y una profunda pureza en un alma que se había mancillado, el Padre devuelve a su hijo instantáneamente todo su afecto paternal y se propone obrar en lo sucesivo como si nada hubiera pasado. Lejos de dirigirle un reproche en su presencia, no tiene más que una idea al hallar al hijo pródigo: el gozo paterno de haber recuperado vivo al que había estado muerto para Él. Este gozo es inmenso, como manifiesta el banquete del ternero cebado. Cristo ha subrayado expresamente la alegría que se suscita en torno al pecador: “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justo que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).

El cuadro de júbilo del padre del hijo pródigo, como el del pastor que encuentra la oveja perdida, es de los más impresionantes. Más todavía que la restitución de la inocencia al culpable de ayer, este júbilo parece una maravilla. La aventura que normalmente hubiera debido desembocar en amargas consecuencias, concluye en un regocijo general: el del Padre y el del cielo entero; gozo que se comunica al hijo perdonado. ¿No es un privilegio asombroso el que se le ha concedido al pecador arrepentido: poder causar al Padre celestial este gozo tan intenso? Cuanto más gravemente había sido sentida su ofensa por el Padre, tanto más desbordante se hace la dicha que entraña su retorno.

Cuando el penitente recibe la absolución del sacerdote, sabe que no tiene que temer un rostro severo de Dios ni que vaya a incurrir en reproches. Sabe que no es acogido más que por un amor paternal y lleno de gozo. Él mismo lo siente, y la felicidad que experimenta no es sino el destello, en su alma, del gozo de todo el cielo y del gozo del corazón de un Padre.

    

 

La acogida de nuestras oraciones


         Una de las funciones específicamente paternas consiste en la acogida de nuestras peticiones. Cristo nos ha recomendado que dirijamos al Padre las oraciones de súplica, asegurándonos que serán escuchadas. Y ha insistido sobre el hecho de que esta acogida es propia de un corazón paternal: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7,7-11).

Con esto, Cristo responde a un temor que inquieta muy a menudo a los hombres en sus relaciones con Dios. Los hombres son muy prontos a dudar de la eficacia de sus oraciones. Vacilan en hacer peticiones porque temen que resulten inútiles. E incluso experimentan con facilidad una desconfianza respecto a Dios, como si la audacia por la que le dirigen una petición se expusiera a ser castigada con la realización del suceso contrario al que piden, por el mal opuesto precisamente al bien que ellos desean.

Si hubiera que analizar las secretas implicaciones de esta desconfianza, encontraríamos un resto del viejo sentimiento de que Dios está celoso de su poder y no permite a los hombres que se entrometan en su gobierno con peticiones; que tiene envidia de la felicidad de los hombres, de lo que ellos tienen o desearían tener, y que, por consiguiente, para abajarlos, está dispuesto a contradecir sus aspiraciones.

¿Y nos vamos a admirar de que Cristo reaccione tan vivamente contra esta desconfianza humana, tan injuriosa contra la bondad del Padre? Hace observar que atribuimos al Padre celestial disposiciones que no se encontrarían en ningún padre humano, por malo que sea. Y añade, tomando como ejemplo la bondad de un padre humano, que la generosidad del Padre celestial es incomparablemente superior.

Las palabras empleadas por Jesús a propósito de padres humanos: “por malos que seáis” (o, según la traducción más común, “siendo malos”), no deben hacernos pensar que Cristo tenga una idea mezquina del hombreo de la paternidad humana. San Juan Crisóstomo escribe a propósito de esta expresión: “No lo decía con intención de difamar a la naturaleza humana, ni declarar malo al género humano, sino que, en comparación de su bondad, llama mala incluso a la ternura paternal. ¡Tan grande es el exceso de su amor por los hombres!” (111 Mat. PL. 57. 313, citado por Lagrange, S. Matthie, p. 149). En efecto, lo que Cristo ha querido juzgar aquí no es la bondad paternal humana, sino únicamente el amor del Padre celestial, amor cuya infinita superioridad sobre toda bondad humana ha querido recordar.

Aunque, a decir verdad, no es a la bondad de un padre humano a la que expresamente se le llama mala o perversa, ni siquiera en comparación con la bondad divina. Cristo dice “por malos que seáis”, para poner el ejemplo más desfavorable: el de un hombre perverso. Un malvado no dará a su hijo una piedra en lugar de un pan. Tendrá la suficiente bondad paternal, por muy malo que sea, para dar a su hijo las buenas cosas que reclama. Entonces, si hay este mínimo de bondad en un hombre malo, ¡cuál no será la bondad de Aquel que no puede tener en Sí ni mal ni maldad!, ¡qué nivel alcanzará esta bondad en un Padre que no es más que Amor!

Si la generosidad del Padre de los cielos en la concesión de las peticiones sobrepasa con mucho toda bondad humana, tenemos que hacer notar que no resulta simplemente de un sentimiento de benevolencia y de indulgencia paternal, sino que tiene su raíz en la disposición más fundamental adoptada por el Padre en el drama de la Redención. Un padre humano puede satisfacer la petición de su hijo por un reflejo, por un gesto instintivo de bondad.

En el caso del Padre celestial, la respuesta a nuestras peticiones proviene siempre de la decisión irrevocable que ha tomado respecto a los hombres pecadores al procurarles la salvación. Todas las liberalidades divinas han procedido de la liberalidad primordial que nos ha merecido nuestro Salvador. Tenemos que recordar la expresión de san Pablo: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él, graciosamente, todas las cosas?” (Rom 8, 32).

Del don de Cristo se siguen infaliblemente todos los otros favores. Por eso, Jesús declara a sus discípulos que todo lo que ellos pidan al Padre en su nombre les será concedido; y concedido en su nombre: “En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” Un 16,23; cfr. 15,16). Cuando los cristianos le dirigen una súplica, el Padre oye en su voz la voz de su Hijo Único, irresistible para Él. Y cuando concede el favor pedido, renueva en cierta manera el don de su Hijo, pues su generosidad de cada instante no es diferente de aquélla con la que nos envió a Cristo.

Nosotros participamos, pues, del poder que Cristo ejerce sobre el corazón del Padre. Muchas veces apenas nos atrevemos a creer que, mediante nuestras súplicas, somos realmente capaces de ejercer una influencia sobre la acción del Padre en el mundo y en nuestras vidas.

            Esta verdad nos parece excesiva, pues con dificultad acomodamos nuestro pensamiento al exceso divino de este amor paternal. Nos parece exorbitante que el Todopoderoso se someta realmente a uno de nuestros deseos y nos deje intervenir eficazmente en el gobierno de los acontecimientos terrestres, gobierno que le pertenece como propio.

El Padre del cielo no teme darnos este poder extraordinario, ni mucho menos soporta que pongamos en duda ese don que nos ha sido concedido. Como es Todopoderoso, tiene la suprema libertad de satisfacer nuestros menores deseos y de dejarnos intervenir en su acción aquí abajo. Y como nos ama, nos ha dado un auténtico poder sobre su corazón paternal. Ha decidido que no se resistiría ante nuestras peticiones filiales, y no tiene más que un deseo: que usemos abundantemente de este maravilloso poder que nos ha sido definitivamente concedido.

Advirtamos que si el Padre pone tanta diligencia en escuchar nuestras oraciones es porque Él es el primero en querer darnos lo que le pedimos. Mucho antes de que le formulemos nuestra petición ya ha pensado en nuestras necesidades, en nuestras preocupaciones y deseos, y aspira a colmarlos. Su deseo es, incluso, más ferviente que el nuestro. El Padre busca inundarnos con sus liberalidades. Si escucha nuestras peticiones es en función del principio general que ha adoptado en sus relaciones con nosotros; principio del respeto a nuestra libertad.

El Padre no quiere coaccionar a los hombres para que reciban sus dones. Prefiere solicitar nuestra libre colaboración, de tal modo que estos dones sean bien acogidos y empleados y, también, para que se establezca entre nosotros y el Padre un trato de confianza filial. Nuestra labor es expresarnos con espontaneidad, exponer al Padre celestial el objeto de nuestros deseos e instancias. Nuestra labor es participar así, humildemente, pero con toda la dignidad de hijos, en el gobierno de nuestra vida y del mundo, en la forma en que el Padre nos invita. Cuando una de nuestras peticiones llega al Padre topa, pues, con un deseo todavía más ardiente por su parte de dispensarnos ese bien.

El Padre es siempre nuestro aliado; jamás un adversario al que haya que convencer. Y sabemos por las declaraciones de Cristo que no debemos temer importunar al Padre, ni por la audacia de nuestras pretensiones ni por la insistencia testaruda de nuestras oraciones. Jesús nos ha recomendado esta audacia y perseverancia; lejos de disgustar al Padre celestial, le son agradables y concurren a un otorgamiento más liberal.

Basta releer la parábola del amigo importuno para ver cómo nos ha sido aconsejado importunar al Padre con la promesa de triunfar por esta misma importunidad. El Padre desea que se llame a la puerta de su corazón paternal para que esta puerta pueda abrirse de una forma más evidente.

Si tenemos dificultad en creer en este inmenso poder que se nos ha concedido sobre el corazón del Padre, todavía nos cuesta más creer que, en cualquier caso, nuestras peticiones son escuchadas. Nos parece evidente, según nuestra experiencia y los hechos palpables y verificables, que ciertas peticiones reciben satisfacción, mientras que otras no tienen el final que se esperaba. Sucede también que encontramos en nuestro camino lo contrario de lo que habíamos pedido. ¿No es temerario, en estas condiciones, afirmar que toda petición es escuchada? Sin embargo, éste es el principio enérgicamente afirmado por Cristo: “Pedid, y se os dará... porque el que pide, recibe”. Ningún límite está previsto. La fe nos obliga, pues, a sostener que ni una sola de nuestras peticiones se quedará sin efecto.

Pero es posible que este efecto, que se produce en todos los casos, no se pueda captar por la experiencia, y que tampoco sea el bien sobre el que se ha hecho concreta, expresamente, nuestra oración. Cristo nos asegura que el Padre de los cielos no deja de dar buenas cosas a los que se las piden.

No da, por consiguiente, más que cosas buenas. Nosotros, por el contrario, estamos expuestos, a consecuencia de las debilidades e imprevisiones de nuestra sabiduría humana, a reclamar cosas que ni son buenas ni útiles para nosotros ni para otros, o que, incluso, son positivamente peligrosas o malas. Lo mismo que un padre de familia no satisface una petición de su hijo si sabe que su efecto será perjudicial, el Padre del cielo no está dispuesto a perjudicarnos concediéndonos deseos insensatos. Nos protege contra nosotros mismos y ésa es también una señal de su bondad.

Cuando no recibimos exactamente lo que habíamos pedido, tenemos que creer que es una manifestación de amor del Padre celestial, y persuadirnos de que nos ha escuchado de otra manera, concediéndonos un bien mejor. Él, que conoce a fondo nuestras aspiraciones, sabe colmarlas en lo que tienen de más esencial, incluso cuando están imperfectamente formuladas. Cuando su paternal bondad le impide tomar al pie de la letra una de nuestras peticiones, responde teniendo en cuenta la intención profunda que en ella se expresaba y nos satisface en esa línea. Así, nunca nos es rehusada una “cosa buena”; en este campo no hay límites a la concesión de nuestras oraciones.

Es también significativa la razón que da Cristo de este asentimiento, el fin último que persigue el Padre. “Pedid —decía Jesús—y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Jn 16,24). Lo declaraba en el momento en que, por sus sufrimientos, iba a merecer para sus discípulos el gozo definitivo. Este gozo que estaba orientado a dar la Redención, quiere consumarlo el Padre y llevarlo a cabo, aceptando las súplicas de sus hijos. Su felicidad paternal consiste en distribuir el gozo a manos llenas.

La Providencia Damosel nombre de Providencia divina a la solicitud con que Dios dirige el mundo y, al mismo tiempo, a cada uno de nosotros. El acto con que creó el universo se prolonga, puesto que no cesa de crearlo, de mantenerlo en la existencia, y se completa con la dirección de su desarrollo, de la evolución de todas las criaturas.

En la Providencia hay que reconocer, ante todo, un rostro paternal, hemos de ver al Padre inclinado hacia sus hijos. De hecho, esta Providencia no es una administración que se interesa más por las cosas que por las personas, ni un gobierno que no mira por sus súbditos más que de forma indeterminada y genérica, sin cuidarse concretamente de cada individuo. Es esencialmente la actitud de alerta de un Padre que se interesa por todo y por cada uno y que, en su forma de gobernar, es capaz de captar todo el conjunto y la situación de cada individuo en particular. Además, esta Providencia no debe ser concebida simplemente como tina prolongación y un complemento de la obra creadora, sino más bien como una consumación de la misma.

El Padre, que ha ofrecido la salvación a toda la humanidad al entregarle a su Hijo, emplea todos los medios para poner a todos los hombres en condiciones de aprovecharse individualmente de esta salvación y de recibir la vida divina que les había sido merecida al precio de tan gran sacrificio. En su Providencia, el Padre sigue, pues, un fin netamente determinado: hacer de cada hombre un hijo suyo, infundiéndole, por la gracia, la vida de Cristo; llevarlo a vivir, cada vez con mayor plenitud, esa vida divina, de modo que pueda concederle una felicidad eterna más completa.

Tarea bien difícil, puesto que el Padre respeta la libertad humana y porque en la realización de su plan grandioso debe hacer frente constantemente a oposiciones, a todas las rebeliones del pecado y a todos los caprichos de voluntades muchas veces inestables.

El cumplimiento de sus proyectos divinos está, por así decirlo, constantemente puesto en peligro por la actitud independiente de muchos hombres que no quieren acompasarse con ellos y prefieren sus propios intereses y ventajas a los dones que les ofrece el Padre.

Incluso los que tienen la buena voluntad de colaborar con Él, saben por experiencia que están sujetos a muchas debilidades y que, con frecuencia, frustran las esperanzas que había puesto en ellos. Con todo, a pesar de todas sus contradicciones o desviaciones, provocadas por la malicia o la fragilidad humanas, el Padre mantiene la realización de su designio. No podemos comprender cómo su respeto escrupuloso por todas las libres acciones del hombre se puede conjugar con la soberanía con que lleva a cabo todas las cosas, hasta alcanzar el fin que se había propuesto. Para nosotros, esto es un misterio.

El Padre consigue conciliar lo que nos parecía inconciliable. No violenta a sus hijos, ni aun cuando se hacen culpables de las peores aberraciones; no los fuerza a volver a Él en sus desvíos. Y, sin embargo, es Él quien, finalmente, los conduce con mano dulce y firme a la vez. Está mucho más dispuesto a cumplir nuestros deseos que nosotros los suyos. Sin embargo, Él es quien guía nuestra existencia para nuestra mayor felicidad.

Al enfrentarse con la libertad que nos ha dado y con los abusos que nosotros hacemos de ella, dispone de dos triunfos. En primer lugar, se nos presenta con su amor paternal. Para atraernos a Él, para obtener de nosotros que nos conformemos con Él, cuenta con su bondad. Su prohibición de obligarnos o violentarnos expresa su afán por solicitar nuestra adhesión mediante la seducción de su amor. Hace resonar su llamada benevolente con insistencia infatigable en lo más profundo de nuestros corazones.

Precisamente las múltiples atenciones de su Providencia manifiestan la bondad que continúa dirigiendo a los que lo ofenden, lo olvidan y se despreocupan de Él. El Padre se hace constantemente presente en aquellas vidas humanas que querrían desvincularse de su empresa. Aprovecha cualquier ocasión para renovar su invitación, para hacerse más y más persuasivo.

Después, cuando este amor puede escuchar la respuesta que esperaba, el Padre emplea su omnipotencia en reparar el pasado y echar a andar de nuevo una existencia. Le basta un instante para cambiar el sentido de toda una vida, para embellecer y sublimar lo miserable. La vida del ladrón crucificado con Cristo había estado llena de robos y, probablemente, de asesinatos; producirían horror los pormenores de las rapiñas y violencias cometidas por aquel hombre. Pero el último momento lo cambió todo.

El Padre celestial presentó ante este hombre el testimonio más conmovedor de su amor divino: Cristo levantado en la cruz. Secretamente, el Padre lo atrajo hacia su Hijo y el bandido cedió a este reclamo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (Lc23, 42).

Esta conversión del último minuto, que transformaba a un salteador en un santo auténtico, ilumina retrospectivamente toda su vida. La Providencia había conducido a este hombre hacia un desenlace inesperado que reparaba, de golpe, todo su pasado dándole sentido. En la intención divina, los graves pecados cometidos por este ladrón de profesión estaban dirigidos, sin saberlo él mismo, hacia el momento supremo en que se descubrirían su arrepentimiento y el perdón. Y servirían entonces para hacer resplandecer más este perdón, para colocar, ante una luz más clarificadora, la generosidad de la misericordia divina.

Si no hubiéramos conocido este desenlace, nos inclinaríamos a pensar que había sido una vida inútil. ¡Cuántas vidas humanas pueden transcurrir de una manera parecida, aparentemente enfangadas en el vicio y degradadas por los más graves pecados, pero cuyo auténtico final nos es desconocido! Si al Padre le basta un instante para rehacer la situación más comprometida, y si un movimiento de buena voluntad le permite transformar a un bandido en un santo, ¿no podemos sospechar que muchas existencias, en las que parece que la gracia divina ha chocado con una oposición irreductible, y en las que la Providencia parece acabar en fracaso, hayan acabado con el triunfo de la misericordia del Padre? El episodio del buen ladrón nos demuestra con qué solicitud había velado el Padre sobre el rodar de su existencia, guiándola hacia el momento decisivo. Esto nos demuestra la maestría con que Dios escribe derecho con renglones torcidos, sin capacidad de encauzar todas las desviaciones y enderezar todas las curvas.

Es muy importante ser consciente de cómo esta vigilancia paternal que se ha traducido y hecho más visible en el último momento, en realidad se había ejercido ya en todos los momentos anteriores. Una de las características de la Providencia consiste en el cuidado meticuloso con que interviene en cada instante, empleando todos los medios y todas las circunstancias para conducir una vida humana a su fin. Cuando intentamos representarnos el dominio del poder divino sobre nuestro universo, admitimos fácilmente que Dios gobierna el conjunto del mundo y que, poseyendo una absoluta soberanía, interviene donde le parece oportuno.

Pero ¿podemos afirmar que los menores detalles del transcurso de nuestra vida están especialmente presididos por el soberano Señor de todas las cosas? Vacilaríamos más, quizás, en sostener esta afirmación. ¿No ha impuesto el Creador, de antemano, leyes a las fuerzas de la naturaleza creada? ¿Y no puede dejar que estas leyes produzcan su efecto en una armonía cuyos términos y límites Él mismo ha fijado? Entonces, ¿para qué requerir una acción especial? ¿No se puede decir, sencillamente, que el mundo y la humanidad evolucionan según leyes inherentes a su naturaleza y que, por eso, los detalles de nuestra vida cotidiana no suponen una ingerencia particular de Dios, aunque bien puede ser que actúen en ciertas circunstancias extraordinarias o en acontecimientos especiales de gran importancia?

Hablar así iría en detrimento de la Providencia. Si la Providencia no fuese más que la prolongación de la conservación de la energía creadora de Dios, quedaría limitada a la función de conservar las leyes de la naturaleza, sin intervenir especialmente en el detalle de la vida humana. Pero, como hemos dicho, la Providencia consiste en la solicitud del Padre celestial, que quiere que saquemos provecho de la Redención.

Esta Providencia no se ejerce solamente en el campo de las leyes de la naturaleza, sino, esencialmente, en el plano sobrenatural, en el orden de la gracia. Pues bien, en este orden nuestra existencia debe estar hecha de la misma vida divina y ser una vida que entrañe relaciones filiales con Dios. Una intimidad de todos los instantes y que trasciende los menores detalles, porque no quiere dejar nada fuera de sus planes. Por eso, la Providencia se interesa especialmente por todos los aspectos de la vida humana y por sus circunstancias.

El Padre hace sentir por doquier la perfección de su amor paternal, preocupado por favorecer en todo el crecimiento espiritual de los hombres. Y aunque deje, de una manera general, a las leyes de la naturaleza seguir su curso, el Padre acompaña este desarrollo natural con una constante vigilancia: la del cariño de un Padre que toma todo en sus manos.

También se podría considerar indigno de la grandeza de Dios el hecho de que vele sobre los menores detalles de nuestra existencia, sobre cosas que nosotros mismos juzgaríamos sin importancia. En realidad, estas cosas parecerían a los ojos del Ser infinito mucho más triviales de lo que nos parecen a nosotros mismos, si en ese Ser infinito no tuviéramos a un Padre. Para un padre, cualquier detalle que atañe a su hijo adquiere importancia, porque ama a su hijo. Y como el Padre celestial nos ha dedicado un inmenso amor, nada hay en nuestra vida que lo deje indiferente. Si quiso hacernos grandes a sus ojos, recibiéndonos como hijos, cuando pudo habernos dejado en nuestra insignificancia, ¿qué tiene de particular que se interese tanto por todo lo nuestro? ¿No es esto lo que Cristo nos ha declarado expresamente? A la pregunta de si los detalles de la existencia humana son objeto de una solicitud especial por parte de la Providencia, ¿hubiera podido contestar de forma más explícita que cuando dice: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados”? (Mt 10,30; Lc 12,6). ¿Existe algo más despreciable que un cabello?

Las cosas más insignificantes de una vida humana se encuentran, pues, dispuestas por un afecto paternal al que nada escapa. En nuestra existencia no cabe el azar, pues serían acontecimientos que se producirían por la simple conjunción de causas materiales. Y, mucho menos, la fatalidad ciega, que se desplegaría inexorablemente sin preocuparse por las personas, y como si la omnipotencia divina se sirviese de la tiranía de las fuerzas naturales para imponerse con irresistible presión. Tras las circunstancias más triviales y fortuitas de nuestra vida, se oculta la acción de una bondad superior que ha dispuesto todo misteriosamente, una bondad extremadamente minuciosa porque se emplea sin restricciones. ¡Cuántos detalles paternales en el sencillo cuadro de nuestra existencia cotidiana!

Admitido el principio de que la Providencia gobierna la vida humana hasta el mínimo detalle, todavía queda una dificultad por resolver y que se suele plantear contra la bondad divina: si el Padre consigue disponer los acontecimientos para nuestro bien, ¿cómo es que el mundo está agobiado por tantas desgracias? Desgracias que alcanzan tanto a los hombres de buena voluntad como a los malos. ¿No se ve a los pecadores empedernidos gozar, aparentemente en paz, de los bienes de este mundo, al tiempo que personas de una conducta ejemplar son atormentadas, en lo que les es más querido, por terribles pruebas? Se tiene la impresión de que existe un encarnizamiento de catástrofes y persecuciones sobre los inocentes.

Ciertas pruebas son tan penosas que arrastran al desaliento y al abatimiento y apartan a las almas de Dios, en lugar de conducirlas a Él. Ante el espectáculo de la humanidad, ¿no nos sentirnos inclinados a pensar que el mundo marcha mal, que la justicia se exhibe con demasiada insolencia, mientras que los que quieren hacer el bien pagan por su ingenuidad y se paralizan todos sus esfuerzos? Y nos preguntarnos por qué tantos sufrimientos invaden al mundo, con peligro de provocar la amargura y de hacer a los hombres dudar del Amor de Dios.

Pensemos, ante todo, que daría una respuesta insuficiente a este espinoso problema quien intentase separar la responsabilidad del Padre celestial de todo lo que se refiere a los sufrimientos humanos, y proclamase que únicamente nuestros pecados son la fuente de nuestro dolor.

Es muy cierto que el pecado ha sido el origen de los sufrimientos enviados a la humanidad. Pero queda por demostrar que estos sufrimientos nos sean enviados efectivamente por el Padre, quien, con sólo quererlo, hubiera podido detenerlos o impedirlos. Hay una única cosa que el Padre rehúsa positivamente, limitándose a permitirla, una vez que respeta nuestra libertad: el mal moral, el pecado. Dios no podría quererlo de ninguna manera. Pero con respecto al dolor, es diferente; el Padre nos lo envía, lo introduce en nuestras vidas. Y entonces se presenta vitalmente la pregunta del porqué.

Hay que responder a esta interrogación explicando que el sufrimiento proviene verdaderamente de una bondad paternal. En ciertos casos, esta justificación no parece muy desafortunada, pues las pruebas se presentan como un elemento esencial en la obra educadora del Padre. El Padre celestial no es de esos padres demasiado blandos que no imponen ningún castigo a sus hijos por temor a contrariarlos y descuidan, así, formarlos. Se vale del sufrimiento para elevar a las almas, para sacarlas de su confortable egoísmo, para llevarlas a una mayor generosidad. Se comprende, igualmente, que haya que sacudir la inercia o el endurecimiento de algunos, enviándoles amonestaciones para que se den cuenta del peligro a que se exponen por su mala conducta.

Ésa es la función educadora que el Padre realizó con el pueblo de Israel: con calamidades y amenazas se esforzó por apartar a este pueblo de sus desviaciones e infidelidades. Les mostraba un rostro encolerizado para ponerles ante los ojos la gravedad de sus ofensas, y les hacía sentir que esa cólera estaba llena de fuerza. Pero, al mismo tiempo, anunciaba su propósito de misericordia y de perdón; el furor era pasajero, la misericordia debía durar eternamente (cfr: Is 54,8).

Por lo tanto, aun la misma cólera estaba inspirada y dirigida por la bondad, que quería manifestarse mucho más espectacular y sabiamente, después de la reprobación de las faltas cometidas, a las voluntades vueltas hacia Dios. Todo el Antiguo Testamento nos describe la historia de esta educación lenta y difícil que el Padre ejerció con su hijo Israel.

Esta labor educativa la ejercita el Padre con cada hombre y con cada cristiano. Por el camino del dolor hace comprender, experimentalmente, que el sentido de la vida humana no consiste en procurarse hasta el máximo el disfrute de los bienes terrenos. Y se esfuerza en disipar todas las ilusiones de un egoísmo ávido haciéndolo fracasar manifiestamente. Con una prueba despierta a los que buscan la quietud satisfecha y sacude a los entumecidos. Es indudable que si los hombres no hubieran estado alerta por el sufrimiento se habrían forjado un ideal de placer y de comodidad que impediría el desarrollo de su vida espiritual y religiosa.

El Padre no deja de intervenir, sobre todo en las existencias humanas que discurren en el pecado, con avisos que pueden parecer brutales, pero cuya energía debe contribuir a provocar un sobresalto y un cambio. Con golpes dolorosos hace sentir lo que podría ser la sanción merecida por los pecados cometidos, con la esperanza de que se preocuparán de evitarla. La prueba obliga al hombre a reflexionar y a reconocer sus errores. Le hace descubrir también la necesidad de ofrecer una explicación por las ofensas cometidas contra Dios y da ocasión de ello.

En este modo de actuar no se encuentra nada que no sea paternal. Aunque exteriormente las desgracias que se abaten sobre tal o cual hombre parezcan revelar cólera o severidad divina, no son, en realidad, sino los instrumentos de una firme bondad que quiere, ante todo, el bien de los hijos que tiene a su cuidado y desea, por todos los medios, asegurarles la vida eterna.

Si por medio de un sufrimiento pasajero el Padre celestial consigue llevar a un alma a la dicha definitiva, ¿no ha obrado de una manera auténticamente paternal? ¿Y no debemos darle gracias por esta firmeza en la bondad, como un hijo ya crecido agradece a su padre la educación que ha recibido de él y que, a veces, creyó dura y penosa? ¿No debe ser motivo de agradecimiento que el Padre no ceda a una complacencia demasiado indulgente que nos haría daño y que nos recuerde el significado de nuestro destino por medio de las desgracias?

Pero eso no es todo. La razón fundamental de la conducta del Padre se halla en otro sitio. Si los sufrimientos debiesen servir sólo de advertencia a los que se adentran en el camino del pecado o en las ilusiones del egoísmo, y ofrecerles una posibilidad de conversión y expiación, serían enviados por la divina Providencia en proporción a los pecados de los hombres. Y, sin embargo, sabemos que esta proporción no es real. No son los pecadores más culpables los más atormentados por el dolor en este mundo. Muy a menudo se tendría la impresión contraria.

La Sagrada Escrituranos muestra el ejemplo simbólico de Job, abrumado por las más terribles catástrofes, siendo así que era un dechado de honestidad y piedad. Más bien se debe decir que es en razón de su inocencia por lo que es probado más vivamente. La cantidad de sufrimiento no se mide por la culpabilidad moral ni, en consecuencia, se puede considerar como una simple respuesta divina a los pecados cometidos.

Si el Padre reserva el dolor a sus hijos es porque quiere unirlos lo más estrechamente posible a la obra redentora que llevó a cabo su Hijo. La prueba no es la herencia del pecador, sino la herencia de Cristo, que era el Inocente por excelencia. Como el Padre había destinado particularmente al sufrimiento al que era su Hijo amadísimo, participar de este destino no es un índice de su reprobación, sino de su amor. Envía el dolor a los que ama y porque los ama. Lo mismo que guió la existencia de Jesús hacia el drama del Calvario para que se revelase allí el colmo de su oblación y de su amor, conduce nuestra vida por el sendero de la cruz para llevar al máximo nuestra generosidad. ¿No hay que reconocer que la prueba ha sido la ocasión de una profunda conmoción —a veces de un auténtico heroísmo— para muchas existencias humanas, y que ha espoleado, hasta el extremo, el valor y el don de sí? ¿No tiende el dolor a suscitar ímpetus de un amor más profundo y efectivo? Por el dolor se engrandece el hombre. Entonces se comprende que sea una gracia, un favor debido a la benevolencia del Padre.

No nos equivocamos, pues, al invertir la proporción que intentaríamos establecer entre el sufrimiento y el pecado. No son los mayores pecadores los que más tienen que sufrir sobre la tierra, sino los amigos de Dios, a quienes el Padre ama más especialmente y que son más sus hijos, y en los que quiere imprimir más netamente la imagen de su Hijo sufriendo en la cruz. A pesar de las apariencias de castigo, el dolor es un auténtico don que fluye de la bondad del Padre. Es un don por el que el Amor divino se nos comunica más profundamente. Pues en la desolación aprendemos a amar íntegramente.

Así, el sufrimiento no es prueba de ningún defecto en la generosidad del Amor divino. Todo lo contrario: el sufrimiento es la mirada de amor del Padre sobre su Hijo crucificado, mirada que se dirige sobre nosotros y quiere contemplar nuestro rostro filial a través de la faz dolorosa de Cristo. Desde el momento en que se ha comprendido que las pruebas provienen de la intención amorosa del Padre, ¿cómo podremos quejarnos contra la Providencia? Sería reprocharle que nos ama demasiado.

Además, el sufrimiento no nos permite solamente dar una mayor demostración de amor y comunicar a nuestra ofrenda más solidez y sinceridad, sino que nos hace contribuir a la salvación y al progreso espiritual de los demás. Hace, pues, más fecunda nuestra vida y más eficaces nuestras intenciones. Engrandece y da consistencia a nuestro campo de acción en el orden invisible de los méritos, pues por ella quedamos asociados a la obra de Cristo, constructor de la humanidad en su vida espiritual y se extiende cada vez más la penetración de su caridad. En cada una de nuestras pruebas recibimos un medio muy estimable de ayudar al prójimo y colaborar al Reino del amor en este mundo.

Querer suprimir el sufrimiento sería, pues, arrebatar a los hombres una parte esencial de la belleza y de la fecundidad de su vida, un tesoro de su patrimonio espiritual. El Padre sabe que al enviar desgracias se expone a muchas quejas, a murmuraciones y rebeliones. Pero quiere nuestro bien aun en contra de nuestras repugnancias y confía en que recibiremos bien el dolor y que éste nos ennoblecerá.

Tiene esta confianza en nosotros a despecho de nuestra debilidad, porque en la
prueba nos da la gracia suficiente para soportarla, la fuerza de ofrecerla. Y sabe también que, aunque hayamos tenido dificultad en aceptar diversos dolores y en reconocer en ellos un fruto de su bondad, acabaremos un día por agradecérselo, cuando hayamos llegado, gracias a nuestras pruebas, a una felicidad celestial más esplendorosa.

En todo esto tenemos un ejemplo impresionante de la manera en que la divina Providencia sobrepasa nuestras miras humanas. Mientras nosotros nos la imaginaríamos como una solicitud que se limitara a satisfacer nuestras necesidades y deseos, la Providencia nos guía audazmente hacia cimas de difícil acceso. Nos impulsa a una amplísima obra para la que emplea los medios más radicales. La Providencia se propone, esencialmente, como fin, hacernos participar en su acción redentora. Con sufrimientos, que pueden ser terribles, pero jamás por encima de nLlestra capacidad de ofrenda, desarrolla hasta el extremo nuestro amor, hace que la humanidad se beneficie de él. El Padre, que no tuvo miedo al entregar a su Hijo en sacrificio, no teme asociarnos a todos en ese mismo sacrificio. Su amor es audaz. Y esta audacia es un homenaje tributado a los hombres, juzgados dignos de tomar parte en el heroísmo del Calvario. Y su generosidad paternal nos pregona, al mismo tiempo, la felicidad triunfal que infaliblemente resulta de la cruz.

 

 

4. LA RESPUESTA FILIAL


“Abbá,  Padre!”


            La respuesta al Padre que se inclina amorosamente hacia nosotros  debe ser un sentimiento filial. Los primeros cristianos lo entendieron muy bien, y ponían un especial fervor al invocarlo así: “¡Abbá, Padre!”. “Abba” era la palabra que había empleado Cristo para dirigirse su Padre. Lo sabemos por la oración más impresionante que jamás se ha pronunciado, la angustiosa oración de Getsemaní: “Abbá, Padre, todo te es posible...” (Mc 14,36). En estas palabras Cristo expresaba todo su afecto filial con toda su capacidad de ternura y de intimidad, puesto que “abbá” era el término que se empleaba entre los judíos cuando un niño se dirigía a su padre.

Los discípulos de Jesús se sorprendieron y maravillaron de ver que el Maestro empleaba una expresión que suponía tanta familiaridad con el Padre celestial. Era insólito poder dirigirse a Dios corno “Padre”. Y hacerlo no con un sentido vago y lejano y con una deferencia solemne, sino con el sentido más real que puede tener y con el abandono afectuoso de un hijo respecto a su padre. Y como querían imitar a Cristo y tenían conciencia de vivir de su vida, se apresuraron a poner en sus labios este término. Incluso para poder repetirlo con los labios de Jesús, lo conservaron cuidadosamente en su forma aramea —“abbá”—y, sabiendo que se habían convertido en hijos suyos, se dirigían también ellos así al Padre celestial.

Podemos imaginar el entusiasmo que ponían en pronunciar estas dos  sílabas, pues san Pablo nos dice que era un grito, una palabra que brota con especial fuerza: “ Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios —escribía a los Romanos (8, 14-15)—— son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ‘Abbá, Padre!”. Este grito, que nacía de las profundidades del corazón cristiano, era el testimonio de su adopción por el Padre y de su cualidad de hijos.                                                                                                                                                                               

También es el Espíritu Santo quien lanza este grito, pues habita en las almas para realizar y mantener en ellas la filiación divina: “La prueba de que sois hijos —decía el apóstol a los Gálatas— es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama: “abbá, Padre!” (Ga 4,6) Nada puede mostrar mejor lo sublime de este grito: es la obra misma del Espíritu Santo, es decir de Dios mismo o, más exactamente aún, del Espíritu del Hijo. Es Cristo, como Hijo del Padre, quien hace resonar de nuevo, por su Espíritu, la palabra que dirigía al Padre durante el tiempo que estuvo en la tierra. Y esta palabra sigue estando acompañada de toda la emoción que suscitaba en Jesús.

Los primeros cristianos se daban cuenta de que eso era un privilegio, una auténtica audacia. Pero también sabían que respondía a un deseo formal de su Maestro. Recordaban que Cristo había prescrito a sus discípulos comenzar su oración con las palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Jesús no había aconsejado emplear otro título para dirigirse al Padre. Y mientras otros multiplicaban los calificativos honoríficos cuando se dirigían a Dios para granjearse su benevolencia, Cristo había recomendado un único tratamiento, porque era el que podía hacer mayor honor al Padre celestial y el que más vivamente atraía su favor. No hay alabanza más deseable para Él que la de su cualidad de Padre, en la que se encuentra toda la grandeza de su corazón divino. Pronunciar el nombre de Padre es invocar todo su afecto paternal. Podríamos decir que es la palabra mágica para ser escuchado, entendiendo por “magia” la maravilla de poder invocar el amor del Padre de un modo que no pueda rechazarnos.

Cuando se piensa en todo lo que encierra este título de “Padre nuestro”, advertirnos que ahí se halla incluido todo: todas las intenciones divinas sobre este mundo, todo el destino de la humanidad y de cada uno de nosotros. “Padre nuestro” es el punto de partida y el término supremo. Estas dos palabras afirman el designio primordial por el que el Padre celestial decidió tomarnos como hijos. Y cada vez que nosotros pronunciamos estas palabras, en cierto modo estamos conmemorando aquella intención primera de pura generosidad que brotó del corazón de Dios Padre con fuerza soberana y que, al realizarse, arrastró consigo toda la dignidad actual de nuestra existencia. El apelativo “Padre nuestro” hace, pues, alusión a esa energía procedente de la eternidad para elevarnos a la categoría de hijos.

Esa expresión evoca el acto de la creación con que el Padre nos dio el ser y el cuidado minucioso que ha puesto al disponer todas las cosas en el universo para nuestro bien, puesto que quería enriquecer a toda costa a los que amaba corno hijos suyos con toda ternura. Sobre todo, sugiere el drama entero de la Redención, ya que el Padre no fue oficialmente nuestro Padre hasta después de la Resurrección de Cristo, una vez culminado del sacrificio del Calvario. Decir la palabra “Padre” es recordarle al Padre celestial el precio que pagó para rescatamos y librarnos de la servidumbre del pecado, el don sublime de su Hijo en el que su amor se excedió. Y es pedirle que considere en nosotros, no nuestra debilidad y nuestras limitaciones humanas, sino el rostro de Cristo entregado por nosotros. De forma que en la expresión “Abbá, Padre” no solamente se escucha la voz de Cristo, sino que también se ve su rostro de Redentor, transparentado en el nuestro y de cuyos labios brota ese grito.

Por último, el título “Padre nuestro” resume todo el programa del futuro, el estadio final al que deberá llegar la humanidad. Pues la inmensa empresa de salvación está ordenada al más amplio y profundo establecimiento de la paternidad divina sobre los hombres. El trabajo de santificación operado en nosotros por el Espíritu Santo tiene por objeto hacer de nosotros, lo más íntegramente posible, hijos del Padre en su Hijo que es Jesucristo. O, lo que es lo mismo, hacer avanzar en nuestras almas, en la mayor medida posible, el señorío y el reino de la paternidad divina. La verdadera historia de nuestra vida puede resumirse en el desarrollo y profundización de nuestra filiación divina; en la historia de la humanidad es lo único que importa. Es hacia lo que apuntan todos los acontecimientos tal como se desarrollan ante la mirada de Dios y son dirigidos por su providencia.

Al final, según la expresión de san Pablo, Cristo, que habrá sometido a Sí todas las cosas, entregará u Reino al Padre, “para que Dios sea todo en todo” (1 Co 15,24-28). No hay que entender esta entrega de la soberanía de Cristo al Padre como un simple gesto externo que se cumplirá al final de los tiempos, pues su objeto es hacer que Dios sea todo en todos y, por consiguiente, que la soberanía del Padre se instaure en el interior de los seres. Éste es el fin que Cristo persigue constantemente: al unirnos a Él y asimilarnos con Él, nos da un alma filial. Un alma que se abre cada vez con mayor amplitud al amor del Padre, este “Padre del cual proceden todas las cosas y para el cual somos” (1 Co 8,6). Poco a poco, el Padre se hace todo en todos. El apelativo “Padre nuestro”, entendido en un sentido más pleno, anuncia esta toma de posesión total de la humanidad por el Padre y por su amor.

Este apelativo subraya, al mismo tiempo, el aspecto comunitario de esta venida del Padre al interior de las almas. En efecto, es significativo que Jesús nos haya recomendado la expresión “Padre nuestro” antes que la de “Padre mío”. La paternidad celeste se establece y manifiesta respecto a cada uno de nosotros. Y el amor del Padre para cada uno no es menor que si se aplicase a una sola persona; en cierto modo, se puede decir que cada uno es amado con tanto cariño como
¡si fuese único. Pero es amado más, incluso, pues es amado en una comunidad en donde el afecto desplegado sobre todos resulta más provechoso para cada uno de sus miembros. En su plan inicial, lo que Dios Padre quería y deseaba era precisamente una comunidad de hijos. El Padre aspiraba a constituir una inmensa familia que tendría su primera fuerza de cohesión en su único amor paternal.

Por eso nuestra respuesta debe ser comunitaria. No decimos “Padre nuestro” simplemente porque somos muchos los que tenemos un mismo padre, sino porque esta única paternidad establece entre nosotros un vínculo estrecho y sólido, y porque nos agrupa, indiscutiblemente, en una comunidad de amor. De modo que este apelativo, que está afirmando nuestra creación, nuestra redención y nuestro destino final, es a su vez testimonio de la caridad que une a cuantos lo pronuncian. Indica una disposición fundamental de benevolencia hacia el prójimo, de entendimiento con él. Toda división entre los hombres, en cierto modo, falsea la expresión “Padre nuestro”, porque se opone a la unidad que implica un amor paterno universal. Muchas veces la oración que nos enseñó Jesús suscita un examen de conciencia sobre nuestra postura con respecto a la caridad y a propósito del perdón de las ofensas, que pedimos en la misma medida en que lo practicamos. Pero la exigencia del amor mutuo se encuentra ya contenida en las palabras “Padre nuestro”, de modo que no podemos comenzar la oración y pronunciarla con sinceridad si no es desde una actitud fraternal hacia el prójimo.

Así pues, con una mirada común hacia el Padre estamos testimoniando la comunidad actual de los hombres y de los cristianos, comunidad que se ha realizado ya y a la que queremos contribuir con nuestro esfuerzo; y testimoniamos también la comunidad ideal, la que se realizará perfectamente en la consumación de los tiempos, en un mundo nuevo, cuando el amor paternal haya tomado enteramente posesión de la humanidad. Decir “Padre nuestro” es aspirar a esta comunidad ideal, a este Reino total del amor. Es también expresar la verdad enaltecedora de que el Padre nos pertenece ya.

Lo llamamos “nuestro” no sólo porque ha tomado ya posesión de nuestro ser y desea poseernos en plenitud, sino porque quiere dejarse poseer por nosotros: porque sólo nos toma dándosenos primero. El Padre celestial ha querido, verdaderamente, entregarse a nosotros, abandonarse a nosotros. Nuestra mayor desgracia sería despreciar este don, por el cual el Padre se nos dona con todo lo que posee. Este don tan inmenso no entra en nosotros si nosotros no lo recibimos. Y como el Padre conoce nuestra pequeñez y nuestra pobre capacidad de acogida, nos ha dado la de su Hijo, para que podamos acogerlo en plenitud. Mediante la gracia nos ha dado los brazos y el corazón de Cristo, para que seamos capaces de recibirlo con todas las riquezas paternales. Ésos son los brazos que le tendemos y el corazón que le ofrecemos cuan- do nos dirigimos a Él llamándolo “Padre nuestro”. Por este ensanchamiento de nosotros mismos, debido a la presencia de Cristo en nosotros, tenemos el gozo de poseer al Padre. “Nuestro Padre” es el Padre que nos pertenece y que nos pertenece definitivamente. “Ante todo, Tú!”

Cuando Cristo nos enseñó a orar, no nos invitó sólo a repetir el nombre del Padre. Nos enseñó lo que debíamos decir al Padre levantando la vista a Él. Es curioso comprobar que el contenido de esta oración supone que, ante todo, pensamos en Dios antes de pensar en nosotros mismos. Las tres primeras peticiones del “Padre nuestro” podrían resumirse en esta breve fórmula: “ante todo, Tú!”.

Lo que hay que desear, ante todo, es que el Padre sea conocido y honrado. Que su Reino se establezca aquí abajo. Que su voluntad se cumpla en la tierra. Las primeras palabras del diálogo que sostenemos con el Padre conciernen a su persona y a su obra. Apenas hemos pronunciado este apelativo tan hermoso de “Padre nuestro” y ya hemos olvidado todo lo demás y a nosotros mismos, para pensar únicamente en Él. Es a Él a quien queremos contemplar, es en Él en quien queremos fijar nuestra mirada y nuestro anhelo. Nos encontramos acuciados y hostigados por multitud de deseos y cuidados de nuestra vida cotidiana, de cuya tiranía escapamos para situarnos en un nivel superior donde sólo cuenta la presencia divina.

La petición “santificado sea tu nombre”, por la que deseamos que el Padre sea venerado y su santidad reconocida, expresa el movimiento de adoración con que el alma se prosterna ante un Dios santo, de una santidad y perfección que la sobrepasan totalmente. Dios es un ser incomparablemente mayor que todos los demás, sin posible equiparación con ellos, de modo que nuestro homenaje, por muy profundo que sea, no logra corresponder a su grandeza. Aun siendo conscientes de esta impotencia para honrar adecuadamente la santidad divina, al pronunciar las palabras que nos enseñó Cristo afirmamos nuestro deseo de que surja de la humanidad un impulso de adoración más completo y un ímpetu de alabanza más viva.

Al intentar situarnos ante Dios solo y ante su infinita majestad, podríamos tener un sentimiento de anonadamiento de nuestras fuerzas, tan miserables ante la omnipotencia divina; anonadamiento de nuestra inteligencia, tan débil y tan desconcertada por el inefable misterio del ser divino; anonadamiento de nuestro valor moral, tan negativo y tan ridículo frente a la santidad sin límites; anonadamiento de todo nuestro ser ante un creador que nos ha sacado de la nada.

Pero este sentimiento de pequeñez nos hace levantar la vista a un Dios que se nos presenta como Padre. Y cuando decimos “santificado sea tu nombre”, es el nombre de nuestro Padre el qtie deseamos oír pronunciar con respeto y veneración. La adoración debe ser dirigida al Padre. Por eso debe estar inspirada por el amor. La única veneración conveniente es una veneración filial.

Así como una adoración movida por el temor servil oprimiría y deprimiría nuestra alma, la adoración filial la esponja en una humildad más espontáneamente consentida, más deliberadamente admitida. Nos complacemos más en reconocer el dominio soberano del Padre porque es Padre. En el himno del Gloria que se reza en la Misa se destaca bien este afán por venerar al Padre en todo su esplendor.

Es significativa esta fórmula de alabanza: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. Generalmente, cuando se dan las gracias, es por un beneficio recibido. Aquí el agradecimiento está dirigido al Padre, no precisamente por los beneficios con que nos ha colmado, sino simplemente por la gloria que posee. El mayor beneficio es el hecho de que el Padre exista, con toda su perfección. En cierta manera, evitamos poner los ojos en nosotros mismos para poder admirar y alabar más esta perfección deslumbradora del Padre.

El ímpetu de reconocimiento, al no invocar como motivo ninguna otra cosa más que la gloria de Dios Padre, sobrepasa, en cierto modo, los límites de un reconocimiento humano, y la alabanza se dirige al infinito mismo de Dios. Es una acción de gracias que se identifica con la adoración, y que anima esta adoración con el calor del agradecimiento. En ella se traduce el fervor de afirmar que el Padre es nuestra mayor dicha: Ante todo, Tú!

En este ímpetu tenemos el gozo de sobrepasar todos los horizontes humanos. No hay nada más sublime, no hay nada mejor para romper las cadenas de nuestro egoísmo que esta voluntad de volver la mirada al Padre por Él mismo, de alegrarse de su existencia y de su presencia exclusivamente porque es Él. Salimos de los cálculos de nuestra actividad, de todas las miras de nuestro interés y nos detenernos ante el nombre y la gloria del Padre, es decir, ante su persona. Pedirnos que ésta sea la actitud de todos los hombres y que toda la humanidad acabe por detenerse, por inclinarse ante Él, en una enamorada alabanza y en un entusiasmo filial. Que sólo Él pueda fascinar y atraer definitivamente nuestras miradas humanas.

Y para que la persona del Padre se imponga más categóricamente a nuestra veneración, le pedimos inmediatamente: “venga a nosotros tu Reino”. El Reino de Dios es lo que Cristo tuvo como objetivo en su venida a nosotros: todos sus esfuerzos estaban dirigidos al establecimiento de este Reino. Con ello pretendía que Dios poseyese aquí abajo la sociedad humana, que no hubiera sobre la tierra otra ciudad que la ciudad de Dios. A ejemplo de Cristo, también deseamos nosotros que ese Reino, instaurado por Él a costa de tan grandes sufrimientos, se implante y se difunda todavía más por la expansión de la Iglesia. Es la empresa del Padre sobre nuestro mundo, que debe crecer sin cesar.

Hemos de comprender, sobre todo, que esta expansión de la Iglesia es un desbordamiento de la soberanía del Padre, un establecimiento más amplio del poder de su amor paternal. Su Reino es un reino de hijos y debemos desear su crecimiento no simplemente como criaturas que quieren reconocer el poder de su Creador y Maestro, sino como hijos que aspiran al ensanchamiento del reinado de su Padre.

Para que este Reino se instaure profundamente en las almas, Cristo nos manda añadir: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Es el deseo más esencial según la palabra misma del Salvador, que declaraba vivir y alimentarse del cumplimiento de la voluntad del Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (In 4,34).

La tercera petición es más decisiva que las dos primeras, porque es la que da efectividad a ambas. Es el culmen de una gradación. Para que el nombre del Padre sea santificado, tiene que venir su Reino: si la veneración se quedase en una mera alabanza pronunciada por la boca de los hombres correría el riesgo de ser una actitud superficial. Para que sea completa tiene que indicar un verdadero establecimiento de la soberanía del Padre sobre las almas, una implantación de su poder en la sociedad humana.

El Padre no quiere ser uno de esos monarcas cuyo poder se reduce a una gloria externa: Él quiere reinar efectivamente, como Padre, sobre la humanidad. Y para que este reinado sea efectivo debe entrañar la ejecución de su voluntad divina sobre la tierra. Mientras el Padre no gobierne la voluntad de los hombres, se le escapará la parte más preciosa de su creación y su Reino no penetrará íntimamente en las almas. La empresa del Padre en las voluntades humanas es el hecho interior que está reclamando su soberanía. Su señorío más auténtico es el triunfo de su voluntad sobre la nuestra.

Éste es el triunfo que anhelamos con nuestros deseos, sabiendo que es el objetivo más difícil de alcanzar. Supone nuestro desprendimiento más completo. Al pedir que el nombre del Padre sea santificado, ya habíamos querido despojarnos de nosotros mismos para pensar sólo en la veneración de sti persona. Habíamos dejado de lado nuestros pensamientos y nuestras preocupaciones para concentrar nuestra mirada únicamente en el Padre. La petición de la venida del Reino suponía un mayor desprendimiento: con ella pedimos la renuncia a cualquier otro ideal y que el fin de nuestra vida sea colaborar en la extensión del Reino del Padre. En la petición “hágase tu voluntad” aceptamos la suprema desnudez. El Padre nos ha dado nuestra libertad, a la que nos sentimos vivamente aferrados. Esta libertad, este secreto imperio sobre nosotros mismos, es lo que ponemos ahora a su disposición. Con eso le entregamos el fondo de nuestro ser.

En esta cesión de nuestra voluntad consiste, precisamente, el drama de la existencia humana. Cristo nos lo mostró en el instante más angustioso de su vida, en su agonía, cuando el cumplimiento de su misión redentora se impuso en aquella oración: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esta oración, que contenía la oleada de tristeza, de horror y de hastío, se pronunciaba al precio de un combate durísimo. Tenía un carácter heroico, pero era el acto decisivo del Salvador.

Los momentos más esenciales de toda vida humana son aquéllos en los que se plantea la cuestión de la conformidad con una voluntad divina que parece dura y cruel. Aceptar y dar el sí puede costar una lucha interior terrible. En esos momentos hay que acordarse, como hizo Cristo, de que esta voluntad divina, tan dura en apariencia, es, en realidad, una voluntad paterna que, tras su decisión, esconde un profundo amor. Así es mucho más fácil decir en esos casos: “Ante todo, Tú!”. Todos los que en el mundo repiten las palabras “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” piden este valor para su prójimo en peligro, y la imploran para ellos mismos cuando sobrevenga la hora de la prueba.

Ésa es la adoración completa debida al Padre: la de una libertad que se abandona filialmente a Él y le reconoce pleno dominio sobre sí misma. De este modo la oración que nos enseñó el Señor nos ayuda a encarnar esta actitud de espíritu que responde a una de nuestras más profundas aspiraciones, que es la de perder nuestro pensamiento y nuestra voluntad en los del Padre.

 

La perspectiva filial


            En el momento privilegiado de la oración, nuestra mirada se eleva al Padre. Pero esta mirada no debe existir únicamente cuando nos dirigimos a Dios según la fórmula que nos enseñó Cristo y que Él mismo pronuncia en nosotros. Debe mantenerse a lo largo de nuestra vida, pues ésta ha de estar orientada toda ella hacia el Padre, dándonos en todas las ocasiones una perspectiva filial.

De esta mirada que descubre en todo al Padre celestial y que considera el conjunto y el detalle de la realidad a la luz paterna, nos dejó Cristo buen ejemplo. Espontáneamente Jesús encontraba al Padre en las cosas más pequeñas. No hace falta traer a la memoria la agudeza con que descubría el amor del Padre en las flores más humildes. “Aprended de los lirios del campo, cómo crecen —decía a sus discípulos, para enseñarles a mirar como no lo habían hecho hasta entonces—; no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se pudo vestir como uno de ellos” (Mt 6,28-29).

Cristo escogió expresamente las flores más vulgares de los campos, esas que brotan con tanta profusión y constituyen un espectáculo tan corriente que nunca se nos ocurre admirarlas, pues las contemplamos con ojos distraídos. A los ojos de Jesús, una cosa tan normal ponía de relieve la solicitud divina, que había procurado su vestido a las flores. En su sencilla corola, en la que los hombres tan poco reparan, el Hijo reconocía las maravillas del trabajo delicado de su Padre, maravillas que sobrepasan todas las que los hombres crean con sus manos.

Igual ocurre con los pájaros. Cristo percibía la bondad paternal que los mantiene gratuitamente y les suministra el alimento: “Mirad las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). En la naturaleza Cristo fijaba inmediatamente su mirada sobre el Padre que actuaba en ella. Nos mostraba que para comprender el universo y los seres que lo constituyen hay que ir más allá de sus apariencias sensibles y llegar a descubrir la acción de Dios. Nos indicaba el verdadero enfoque de la ciencia humana, que debe abrirse a la mística.

Porque una vez que ha estudiado las leyes y la constitución de los seres materiales y ha sacado a la luz la admirable organización que los rige, le queda todavía por dar un paso esencial, subir un peldaño más, que no es ya el del sabio, sino el del creyente, y que consiste en reconocer, en lo que se ha estudiado, la obra de una sabiduría superior y el don de una bondad sin límites. Si dejamos de dar ese paso que va más allá del alcance de la observación y las mediciones de los instrumentos científicos, nos quedaremos privados de lograr la verdad fundamental que se oculta tras el velo de lo palpable y experimental.

Al declarar que el Padre celestial alimenta a los pajarillos, Cristo nos ha manifestado una verdad más profunda que todas las verdades estrictamente científicas que hemos descubierto o que se podrán todavía descubrir sobre los pájaros. Porque es una verdad que nos descubre la fuente primera de la existencia de los pájaros, de su naturaleza y de su actividad. Y es a esta fuente primera —el corazón del Padre— a la que quería unir la mirada de sus discípulos para que pudiesen salir de su obsesión en las cosas sensibles y orientarse cada vez más hacia el Creador con un impulso espiritual.

Además de fijar así la orientación que completa y sobrepasa la experiencia ordinaria de nuestros sentidos y las elucubraciones de la ciencia, Cristo manifestaba también el auténtico sentido de la poesía. Con sus palabras daba testimonio de que había captado plenamente la belleza poética allí donde la habríamos dejado pasar desapercibida: en el espectáculo cotidiano de unas flores y unos pájaros vulgares.

Si Él sentía y expresaba con tanta intensidad esta poesía, era porque no se limitaba a una impresión de la armonía sensible y porque encontraba en las flores más comunes una sublimidad que sólo es accesible a los ojos del alma: la mano divina que se ocupa constantemente de darles su forma y desplegar su belleza. La poesía recibe todo su sentido cuando comprende este influjo divino y atisba el infinito detrás de las cosas.

Sin embargo, hay que notar que esta mirada mística sobre la naturaleza, tal como la tenía Cristo y tal como debemos esforzarnos por conseguirla tras Él, no se reduce a discernir la divina acción creadora en los seres. Es todavía poco descubrir a Dios en ellos. Hay que descubrir al Padre. Efectivamente, es al Padre como tal, con su amor paternal, a quien Jesús descubre en las flores y en los pájaros. ¿No es propio de un padre proporcionar vestido y alimento? El vestido de los lirios del campo y el alimento de los pájaros aparecían, pues, como muestras de un cariño verdaderamente paternal.

Era precisamente este cariño generoso, difundido sobre los seres cuidados con más mimo, lo que Cristo contemplaba y admiraba. Más aún, como se advierte por sus expresiones, Jesús reconocía en estos seres un testimonio del amor que el Padre tiene a los hombres. El Padre que cuida de los lirios de los campos y de las aves del cielo, es menos Padre suyo que nuestro: “vuestro Padre celestial las alimenta”, dijo el Maestro a sus discípulos. En el alimento y vestido que se les regala, veía el símbolo y la prueba de lo que se concede a los hombres.

La solicitud paternal se ejerce sobre todos los seres con vista a los hombres, pues sólo ellos son los hijos y el Padre hace confluir todo el universo hacia esta filiación. En la naturaleza hay que descubrir; por tanto, un amor paternal que se dirige a nosotros, hay que descifrar este lenguaje misterioso de todas las cosas a través de las cuales el Padre desvela el afecto que nos ha dedicado. La auténtica visión del mundo es la que se sitúa en la perspectiva filial de Cristo y palpa en todos los seres el corazón del Padre. El universo debe presentarse a nosotros como el desarrollo de un amor paternal que inscribe su bondad por doquier. En cada una de las cosas, corno en el conjunto de todas ellas, nuestra mirada filial puede hallar esa intención amorosa y maravillarse de ella.

Cristo nos ha mostrado también cómo la mirada que se fija en el Padre penetra no sólo en el sentido de la naturaleza, sino, incluso, en el sentido de los acontecimientos. En todo el transcurso de su vida terrestre reconoció la acción del Padre, presente en todas partes. Es el Padre quien lo envió a este mundo y quien escribió el guión de su existencia.

En las limitaciones impuestas a su actividad, Cristo veía la mano del Padre y se dejaba conducir por ella: la estancia, tan larga, de la vida oculta en Nazaret hasta la edad de treinta años; la vida pública y la predicación encerradas en las fronteras de Palestina, ya que no había sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cfr. Mt 10,6). Era el Padre quien había determinado su misión y fijado las etapas de su cumplimiento.

Cuando el Maestro resucitado, en el momento de subir al cielo, declara a sus discípulos que el Padre fijó con su autoridad “el tiempo y el momento” de la instauración del Reino (Hch 1,7), es decir, las etapas del desarrollo de la Iglesia, no hará sino aplicar a su Iglesia un principio que había regido su propia vida. Detrás de todos los torbellinos que agitaron su vida pública, Jesús veía la voluntad del Padre que dirigía todas las cosas hasta en los menores detalles.

Y la veía, sobre todo, cuando los acontecimientos eran suscitados, en apariencia, por la hostilidad de sus adversarios e iban a ocasionarle sufrimientos. Eso es lo que explica su intervención tan enérgica contra Pedro, que quería impedir su captura; esta captura, maquinada por sus enemigos, entra misteriosamente en el plan del Padre, como toda la Pasión que va a seguir: “El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo voy a beber?” (Jn 18,11), le dice al discípulo demasiado impetuoso al mismo tiempo que le manda envainar la espada. Es el cáliz por el que personalmente acaba de experimentar la repugnancia terrible que había provocado la turbación de la agonía. Pero como este cáliz venía del Padre, Él quería aceptarlo; más exactamente, lo consideraba como un don: era el cáliz que el Padre le había dado.

Así, en todos los acontecimientos de nuestra vida que no son debidos a nuestra libre voluntad, sino impuestos desde fuera, tenemos que reconocer una mano paternal. Incluso cuando estos acontecimientos parecen proceder de la hostilidad humana y de las malas intenciones, hay que reconocer, más allá de la actividad de los hombres, la voluntad divina que nos envía la prueba. Cristo nos anima y nos ayuda a distinguir un don del Padre en el cáliz ofrecido; y de la tentación que natural y espontáneamente sentíamos de rechazarlo y rebelamos por ello, pasamos, por la gracia que se nos concede, a poder aceptar filialmente este cáliz, a amarlo incluso, como amamos al Padre que nos lo da.

Donde se muestra de forma más atractiva la perspectiva filial de Jesús es en la mirada que tiene sobre su muerte. No es una mirada triste y deprimida, acompañada de melancólicas reflexiones sobre el carácter pasajero de la vida humana y sobre la caducidad y fragilidad de las cosas terrenas. No es una mirada que se concentra sobre lo que la muerte obliga a abandonar. Se dirige directamente hacia Aquél a cuya presencia nos conduce la muerte. Para Cristo, la hora de morir es la hora de “pasar de este mundo al Padre” (Jn 13,1).

Toda su existencia de aquí abajo se resume en estas palabras: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” Un 16,28). ¡Qué emoción interior le movería a decir al Padre, en aquella sublime oración sacerdotal que pronunció después de la última cena: “Voy a ti, Padre santo”! Un 17,11). Quería hacer partícipes a sus discípulos de esta ansia que lo atrae hacia el Padre en el momento de volver a Él: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre” (Jn 14,28).

A los ojos de Cristo, la muerte era el Padre que lo hacía volver a Sí. Si nosotros tuviésemos esta misma perspectiva, es indudable que nuestro concepto de la muerte no estaría impregnado de consideraciones tristes y de una idea de frustración, sino acompañado de la alegría fundamental de ir al Padre. Y comprenderíamos, entonces, que el Padre nos espera al final de nuestro camino, como un padre espera al hijo que vuelve de viaje: sintiendo un gran deseo de recibirlo. El Padre celestial es el primero en desear recibirnos cara a cara, para instaurar definitivamente y consumar nuestra intimidad filial con Él.

Finalmente, esta perspectiva filial que capacitaba a Cristo para reconocer al Padre en la naturaleza y en los acontecimientos, y de modo más particular en los sufrimientos y en la muerte, lo lleva también a reconocerlo en los hombres. Cuando se vio por última vez rodeado por el grupo de sus discípulos, les explicó el aspecto bajo el cual los consideraba: eran un don que le hacía el Padre. “Los que Tú me has dado”, dijo para designarlos, dirigiéndose al Padre (Jn 17,1 1).

Jesús tenía conciencia de que estos hombres se le habían hermanado porque habían sido guiados por el Padre, pues sólo la atracción que el Padre infunde en un alma puede hacerla venir a Cristo. Sabía también que el Padre los había unido a Él, dándoles la luz de la fe. Fue el Padre quien reveló a Simón la divinidad de Jesús y le inspiró su profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Y fue Él también quien había iluminado las sencillas mentes de las gentes del pueblo para que se adhiriesen al mensaje evangélico. Cristo había alabado especialmente al Padre —y lo hizo con entusiasmo— por esta gracia concedida a los débiles y a los pequeños. Consideraba a sus discípulos corno un don del Padre, no tenía otro gozo mayor que el de descubrir en ellos esta presencia paternal, tan maravillosa en sus efectos.

Por lo tanto, la perspectiva filial refuerza la caridad. Cristo nos invita a descubrir en el prójimo un don del Padre. Si considerarnos a los demás como a aquellos que el Padre nos presenta y nos da para formar con nosotros la comunidad humana, y sobre todo la comunidad de sus hijos reunida en Cristo, se facilitará y crecerá nuestra estima y nuestro amor hacia ellos.

 

 

La vida filial


              La vida cristiana es una vida esencialmente filial, porque es, por su misma esencia, comunicación de la vida de Cristo. Consideremos esta vida filial bajo los diversos aspectos de sus relaciones con el Padre.

En primer lugar, es una vida que viene del Padre. El Maestro subrayó el hecho de que la adhesión a su mensaje y a su persona no se hacía sino por medio de un nuevo nacimiento. Nicodemo se hubiera contentado, probablemente, con una posición intermedia que conciliase el judaísmo con la doctrina enseñada por Jesús. Pero la respuesta le llega clarísimamente: hay que volver a nacer, hay que recibir una vida completamente nueva (cfr. Jn 3,3). Se trata de recibir la vida del Espíritu, la vida eterna que el Padre nos envía por su Hijo. El cristiano es, ante todo, el que ha nacido del Padre, el que ha llegado a ser hijo suyo por Cristo.

San Juan saca las consecuencias de este principio. De este nacimiento con el que se obtiene la vida divina brota un comportamiento moral que excluye el pecado: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (1 Jn13,9), proclama el Evangelista. La oposición entre las costumbres que reinan en el mundo y la moral cristiana es, por encima de cualquier otra cosa, una oposición entre lo que no ha salido de Dios y lo que ha nacido de Él: “Todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no procede del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16).

Cuando se vive de una forma verdaderamente filial, como hijo nacido de Dios, se desarrolla en uno mismo el amor recibido del Padre, pues la vida divina es amor. San Juan lo aplica, ante todo, al amor del prójimo, que es el amor del Padre por los hombres, amor que se expresa en nosotros y por nosotros: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). El Padre, engendrándonos y comunicándonos su vida divina, nos transmite así el amor que dirige a los hombres y nos hace amar como ama su corazón paternal. Y nos convertimos en una prolongación de su corazón de Padre, en expresión y testimonio de un afecto que abarca a todos.

Desde entonces la vida filial es al mismo tiempo una vida que viene del Padre y una vida que discurre a semejanza de la suya. Efectivamente, debemos parecernos al Padre, y Cristo nos ha propuesto imitar este modelo para que podamos plasmar en nuestra conducta el parecido que hemos adquirido, en un principio, por el hecho de nuestra filiación. El Maestro no temió decir a sus discípulos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

La perfección infinita del Padre no le pareció un ideal demasiado alto para poder presentárselo como modelo: si el Padre ha tenido la audacia de hacer de nosotros sus hijos, siendo Él Dios y teniendo nosotros todas las debilidades de la naturaleza humana, debemos tener nosotros ahora la audacia de imitarlo para que su imagen se imprima en nuestra conducta. Y Cristo impone esta imitación, precisamente, en la caridad con el prójimo, en su aspecto más difícil, que es el amor a los enemigos: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). El Maestro presenta específicamente esta ley como una ley nueva del Nuevo Testamento, pues la plena filiación respecto del Padre se inaugura en el nuevo régimen y, por lo tanto, se trata de un parecido que debe ser total y que elimine todas las restricciones que anteriormente se imponían al amor.

Además, la vida en espíritu filial es una vida “en presencia del Padre”, una vida que transcurre ante sus ojos. Toda la vida cristiana, con lo que implica de caridad laboriosa y de esperanza perseverante, se desarrolla según la expresión de san Pablo “en presencia de Dios nuestro Padre” (1 Tes 1,3), ante sus ojos. El Padre es el primer testigo de nuestra existencia y de nuestra conducta, al mismo tiempo que es soberano señor de nuestro destino y su principal garante. A Él, y sólo a Él, es a quien debemos intentar agradar con nuestra conducta. Su mirada ha de ser la única que sintamos sobre nosotros, sin hacer caso de otras miradas que podrían adularnos o alimentar nuestra vanidad.

Cristo no ha dejado de recomendarnos que obremos poniéndonos únicamente ante los ojos del Padre. Criticó con dureza a los que hacen sus buenas obras con el fin de atraer sobre ellos las miradas lisonjeras de los hombres. Y, frente a estas maniobras vanidosas, destaca la conducta del que prefiere el secreto y no quiere ser visto más que por Dios. Tras haber descrito a los que se exhiben en público para orar, declara: ‘Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí en lo secreto”, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6). Igualmente pide que se dé la limosna en secreto bajo la sola mirada del Padre, y que si se ayuna se haga de la misma manera (Mt 6,16-18).

Con esto asegura la pureza de intención, que podría definirse así: la intención que está dirigida exclusivamente al Padre y no pretende sacar de una acción más que lo que Él quiere. Así se pone en juego toda la sinceridad de la vida moral. No está de más insistir en que esta sinceridad no reposa únicamente en un compromiso de conducta con la conciencia, sino en una lucidez que quiere mirar la vida con la misma mirada del Padre y que no es una sinceridad solitaria, pues por ella tomamos conciencia de que nos encontramos ante el Padre.

Si se quiere perseguir el pensamiento desarrollado por Cristo —según el cual es ridículo buscar la aprobación de los hombres, porque el fruto de sus alabanzas resulta vano, mientras únicamente el Padre puede dar el premio a una acción realizada ante sus ojos—, tenernos que notar que esta mirada del Padre es ya una considerable recompensa para nuestras acciones. ¿Qué público más digno se podría desear y qué testigos más representativos e importantes que el Padre celestial, que nos contempla junto con el cielo entero? ¿No nos asombra pensar que el Padre se interesa por nuestras menores actividades y que sigue nuestros gestos más insignificantes, que lo hace movido por la ilimitada simpatía que nos profesa y para “premiar” lo que ha visto en lo secreto?

Ponerse así bajo la mirada del Padre es situar nuestra vida en su verdad más profunda, liberarla de las ilusiones en que nos encierra nuestra solicitud por la reputación y la estima humana. Es poner al descubierto las artimañas y sutilezas que usaríamos con nuestra conciencia para permitirnos una conducta reprensible. En lugar de discutir con nosotros mismos, debemos tratar de comprender que nos encontramos delante de otro y que ese otro es nuestro Padre. Allá van a morir las simulaciones con las que más o menos nos engañamos, las tentativas excesivamente hábiles de esfumar nuestras equivocaciones en buenas razones. Todo se disipa bajo la luminosa mirada del Padre.

Como la intuición paternal penetra hasta el fondo del alma, nuestra actitud profunda se modifica a esta luz. A la samaritana, que hubiera querido discutir de religión con Cristo y dejar pasar en silencio las desviaciones de su conducta moral, Él le señaló el principio tan fundamental en su mensaje: “Llega la hora —ya estarnos en ella— en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren” (Iii 4,23). Esto se dice a propósito de la divergencia entre los judíos, que adoraban a Dios en Jerusalén, y los samaritanos, que tenían su culto sobre el monte Garizim.

Por lo tanto, se dice para subrayar el carácter esencialmente espiritual del nuevo culto, que no está supeditado a un templo ni a un lugar determinado. Pero también se le dice a una mujer que ha transgredido la ley divina, para hacerle comprender que no basta con un culto exterior y que ante el Padre hemos de tomar una actitud de sinceridad, en la que no puede reservarse nada de sí mismo. Esta autoinmolación se sacrifica en el altar de una conducta moral. La adoración en espíritu y en verdad debe acompañar toda la vida. A esta mujer, que intentaba acercársele de la forma más sinuosa y zafarse de lo esencial, le hizo Cristo un grandísimo favor al situarla en la auténtica perspectiva de su existencia, esa mirada interior del Padre que la descubriría tal cual era y que reclamaba una adoración no de labios afuera, sino desde las profundidades del corazón.

En presencia del Padre, la vida filial es también una vida para el Padre, consagrada a Él. Acabamos de ver cómo el hecho de colocarse únicamente bajo la mirada del Padre invita a cualquiera a darse exclusivamente a Él. “Nos ha hecho para Él”, decía san Pablo, hablando del Padre (1 Co 8,6), y expresaba en esta frase toda la orientación de la vida humana. Hemos recibido todo del Padre y estamos invitados a devolvérselo todo.

Semejante orientación, que debe apoderarse de todo el ser y, sobre todo, de lo que el hombre tiene de más codiciado (su voluntad), supone que se cumple el querer del Padre e indica, al mismo tiempo, con qué mentalidad debe cumplirse. Cristo no cesó de insistir en el carácter realista que debe tener la actitud que desea agradar al Padre, obrar por Él: “No todo el que me diga Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21). Y añade el Maestro que todos los prodigios externos que se obren en su nombre —como la profecía, la expulsión de los demonios o la realización de los milagros— no son de ningún valor si no se ha tenido una disposición íntima de conformidad con la voluntad del Padre, disposición que se haya traducido en buenas obras (Mt 7,22-23).

Subrayando el realismo de la conducta del que hace la voluntad divina, Cristo ha mostrado cómo esta conducta no era una ejecución mecánica. Debía ser el producto de un afecto y de un movimiento interno hacia el Padre. Ha apartado a sus discípulos de las pretensiones del formalismo de la ley judaica, del automatismo de ciertas prescripciones que enmohecen el alma. Ha insistido en que se guarden los Mandamientos e, incluso, los ha reforzado confiriéndoles su plena extensión, pero quiso que fuese el amor el que inspirase su cumplimiento. Deseaba que sus discípulos fuesen elevados por el amor del Padre, que le perteneciesen de todo corazón y con todas sus fuerzas. Recordemos cómo los encomendó gozosamente al Padre en la última cena, diciendo “tuyos son” (Jn 17,9).

La vida filial tiene también como característica el estar con el Padre. En el mensaje de la Anunciación, la frase que el ángel dirigió a María —“El Señor está contigo” (Lc 1,28)—, en realidad estaba reservada a un alma que había recibido una gracia excepcional, pero indicaba también la intención del Padre de estar cercano a los hombres, al estrenar el nuevo régimen de salvación.

Cristo se enorgulleció de esta compañía del Padre, que no lo abandonaba nunca ni aun en el momento en que hubiera podido parecernos más abandonado, en la hora de la Pasión: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jo 16,32). No solamente encontraba en esta compañía la dicha de una intimidad, sino que obtenía de ella una ayuda que le garantizaba la victoria en medio de la tormenta en la que corría el riesgo de sucumbir.

Los cristianos gozan, asimismo, de esta compañía constante del Padre. “Estamos en comunión con el Padre, y con su Hijo, Jesucristo”, escribe san Juan (1Jn 1,3). Dios Padre quiere ser para nosotros un compañero, como un padre lo es para su hijo. Sobre todo a la hora de la prueba, que es cuando más abandonados podríamos sentirnos, permanece con nosotros y nos trae auxilio y consuelo. Su presencia es para nosotros una garantía indefectible de victoria en medio de nuestras dificultades.

Al estar con nosotros, el Padre se nos ofrece como confidente de nuestros pensamientos, como el “tú” de nuestras conversaciones secretas. Desea tomar parte en nuestra intimidad y obrar de manera que su grandeza paternal no nos impida tener con Él las relaciones más amistosas. Estando continuamente con nosotros, desea que nosotros vivamos con Él.

Finalmente, la vida filial es una vida que se desarrolla en el padre. “Yo estoy en Ti”, decía Cristo a su Padre (Jn 17,21), y quería que también nosotros, viviendo y permaneciendo en Él, viviésemos y permaneciésemos en el Padre. El Padre es el fundamento y el medio de nuestra vida: Él es quien nos lleva y quien nos envuelve. Nuestra morada está en Él, nuestra vida se alimenta de Él. En su saludo a los Tesalonicenses, san Pablo escribía: “en Dios, Padre, y en el Señor Jesucristo” (1 Tes 1,1). Efectivamente, tenía conciencia de vivir con sus hermanos en Cristo y en el Padre, lo cual lo mantenía cerca de aquellos cristianos tan alejados de él.

Más exactamente, esta vida en el Padre es una vida en su amor, Jesús dijo: “he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10). El ideal de la vida cristiana es permanecer en ese amor; que es manantial de todos los amores, y permanecer en él cada vez con mayor solidez y profundidad.
Sugiere que la vida celestial comienza ya en la nuestra, pues nos encontramos en el interior de este amor divino, que es el amor santificante, y que en él tenemos nuestra morada. Ciertamente estamos todavía escondidos: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,3). Pero ya estamos ahí, y la muerte no hará sino introducirnos más profundamente en ¡ este amor en el que tuvimos nuestra morada sobre la tierra. Con Cristo permanecemos, pues, por toda la eternidad, en el amor del Padre, en su  corazón paternal. Tal es el alcance de la vida filial, que viene del Padre, se desarrolla a imagen suya, se extiende ante Él, para Él, con Él y en Él.

 


Reconocimiento y confianza


               La vida filial se enriquece según dos disposiciones fundamentales, que responden a la inmensidad de la generosidad del Padre respecto a nosotros. Por una parte, el reconocimiento de los beneficios recibidos en el pasado. Por otra, la confianza de que en el futuro el amor paternal continuará colmándonos de sus dones.

             Entre las actitudes más conmovedoras del Salvador encontramos su entusiasmo en el agradecimiento dirigido al Padre. Cristo se complace dando gracias, y en la oración sacerdotal que pronuncia al atardecer de su vida se siente vibrar un alma agradecida, feliz por todos los beneficios que le ha concedido el Padre. Sus discípulos imitaron esta nobleza de alma, que se manifiesta en la gratitud por todo lo que se ha recibido. San Pablo recomendaba a los Efesios dar gracias “continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,20).

            De hecho, si consideramos el transcurso de nuestra vida, tenemos que dar gracias al Padre a la vez por el conjunto de toda ella y por cada uno de los detalles, por la grandeza de nuestro destino y por los menores acontecimientos que ha dispuesto con miras a su realización. Todo lo que nos sucede, todo lo que nos rodea, merece una acción de gracias. Y nuestra gratitud debe extenderse todavía más lejos, apuntar a toda la inmensidad de la creación y del plan redentor. Debemos dar gracias al Padre por Cristo, por la Virgen María, por la Iglesia, por toda la obra de santificación de las almas.

Si Cristo se mostró sensible a la gratitud de aquellos a los que había hecho bien, y apreció las gracias dadas por uno de los diez leprosos que había curado, podemos suponer que el Padre no es indiferente a nuestro agradecimiento, que nuestros sentimientos de acción de gracias afectan profundamente su corazón.

Después de haber trabajado tanto por nosotros y de haber derrochado tanto amor, no puede por menos de recibir con gozo nuestro agradecimiento. Y este mismo gozo que atribuye a nuestra gratitud es también una atención de su corazón paternal. Al reconocimiento que mira al pasado, se une la confianza que encara el porvenir. Aquí también es Cristo quien nos sirve de modelo.

La última palabra que pronunció en lo alto de la cruz señaló un acto filial: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Esta palabra no resume solamente su muerte, sino también su vida, que no había sido sino un abandono en el Padre. Ojalá pueda esta idea resumir toda la vida cristiana! Porque esta vida es, ante todo, confianza filial. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, escribía san Juan (1 Jn 4,16).

Lo que el amor del Padre reclama, en primer lugar, de nosotros es creer en Él, tener confianza. Por la confianza nuestra alma se abre a este amor paternal y le permite actuar en nosotros. Si el Padre se alegra con nuestras acciones de gracias, nuestra confianza le causa un gozo semejante. Podemos tener una idea de ello por nuestra experiencia humana, pues apreciamos no sólo el gesto de aquellos que nos dan gracias, sino la benevolencia de los que tienen confianza en nosotros.

Mientras una desconfianza puede herirnos profundamente, la confianza que se nos brinda nos ensancha y fortalece con una nueva alegría. El Padre es el primero que ha depositado su confianza en nosotros al lanzarnos a un destino del que es responsable nuestra libertad, al someternos a pruebas y tentaciones con la esperanza de que las superaremos y así lo amaremos más.

Esta confianza es un homenaje del Padre a sus criaturas, homenaje que contribuye singularmente a su dicha. Pero, por otra parte, el Padre espera de nosotros un homenaje similar y su corazón paternal se ha hecho extremadamente sensible a nuestra actitud de confianza.

En el Evangelio vemos cuánta importancia daba Cristo a nuestra confianza, hasta el punto de realizar sus milagros en la medida en que se le había testimoniado confianza y fe, y de estar, en cierto modo, paralizado en su acción allí donde encontraba desconfianza e incredulidad. Confianza era lo que pedía como colaboración a los que recurrieran a su servicio; y la postura de aquellos que se fiaban de Él, lo tocaba en lo más vivo. Por Cristo, el Padre nos hacía saber las disposiciones esenciales que deseaba hallar en nosotros. Para difundir en este mundo y en nosotros mismos las maravillas del poder divino, tiene necesidad de nuestra confianza.

Si se reflexiona sobre los móviles de esta exigencia divina, se observa que la confianza es una forma extrema del amor: es un amor que se da a alguien aceptando perder todo para unirse a él, un amor que abandona todo otro apoyo que no sea la persona amada. Es un desprendimiento de sí mismo, pero un desprendimiento en el que se mira menos aquello de lo que nos separamos que la persona en quien hemos colocado toda esperanza. Y a esta persona nos adheriremos con confianza, esperándolo todo de ella. En la confianza hay olvido de sí mismo e impulso hacia el otro.

Como el Padre ha querido atraer hacia Él nuestro amor más absoluto, ha querido provocar esta confianza, este anhelo total. Aun colmándonos con prodigalidad de sus dones y rodeándonos de la más minuciosa y delicada solicitud, ha evitado revelársenos en todo el esplendor de su amor. Él, que es amor, hubiera podido deslumbrarnos, imponernos ineludiblemente la visión de este amor. Por el contrario, ha tenido la delicadeza de esconderse. Porque deseaba que nosotros mismos hiciéramos este hallazgo, y que la oscuridad en que permanecía no nos permitiese ir a Él sino por la confianza. Se ha presentado a nosotros bajo el velo del misterio para que corriésemos el riesgo y diésemos el salto a lo desconocido, con un ímpetu profundo hacia Él.

Así es como el Padre se ha ocultado a nuestros ojos. Se ha ocultado en la creación, disimulando su acción todopoderosa bajo las fuerzas de la naturaleza. Se ha ocultado en la revelación, no mostrándose más que a la mirada de la fe. Y habría que añadir que el Padre ha tenido un cuidado especialísimo de eclipsarse en la obra redentora; ha puesto por delante al Hijo, queriendo que Éste sea el centro de la religión de los hombres. Y al Espíritu Santo, a quien envió en Pentecostés para establecer la constitución y expansión de la Iglesia. Hemos visto cómo el Padre está todavía escondido tras aquella que ha constituido como Madre de los cristianos y representa a sus ojos la ternura y la misericordia.

Este eclipse, por esta humildad sorprendente que pensaríamos que no es propia de Él y que, a veces, nos inclinaríamos a negarle, el Padre se ha expuesto a un riesgo: ser relegado a la sombra, desconocido, olvidado. Pero, precisamente, la confianza responde a este riesgo, penetra en este abismo de amor que se oculta a nuestra mira- cia terrena y toma un impulso tanto más enérgico cuanto mayor parece la distancia. Y se cuelga del Padre con tanta más fuerza cuanto más se ocultó a nuestras miradas. Asimismo, es la confianza la que salva los obstáculos que oponen los dolores y las pruebas. Mientras el sufrimiento tiene toda la apariencia de crueldad y severidad, nuestra confianza vislumbra en ella, a pesar de todo, la bondad del Padre. En el suceso doloroso alcanza a reconocer una mano amorosa.

Es también la confianza la que nos hace superar las impresiones de despecho o desánimo que resultan de nuestras debilidades morales, de nuestras faltas. Porque cuando sentimos el abismo de miseria que se esconde en nosotros, la confianza dirige nuestra mirada hacia el abismo de amor que se recata en el Padre y en el que todo puede desvanecerse y comenzar de nuevo. Nada puede desconcertar esta confianza, pues cuanto más hayamos sentido nuestra angustia tanto más nos desligaremos de nosotros para lanzarnos hacia el Padre.

Por último, la confianza nos permite dar, sin temblar, el salto decisivo de la muerte. Injuriaríamos al Padre si nos presentásemos ante Él temblando como ante un Juez inexorable. El temor le desagrada en lo que tiene de desconfianza. Después de haber declarado: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene” —escribía san Juan—: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros, en que tengamos confianza en el día del Juicio [...] No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor; porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1J 14,16-18).

El tránsito al más allá no se nos debe aparecer; pues, con trazos temibles. Sería desconocer al Padre, que se apresura a recibirnos como Padre en la inmensidad de su cariño paternal. Desde mucho tiempo atrás, desde que nos predestinó en su grandioso designio a ser sus hijos en Cristo, el Padre nos ha preparado una de esas innumerables mansiones de que dispone en el infinito tic su corazón. Y tal como condujo nuestra existencia, la introducirá también en su mansión definitiva, con la misma maestría y con la misma bondad.

La hora de la muerte será aquélla en que un amor paternal que se había ocultado se nos descubrirá en toda su magnificencia y brillará ante nuestros ojos deslumbrados. La sorpresa que nos espera es la del amor. Por eso, con Cristo y como Él, podemos abandonarnos al Padre totalmente, confiar nuestro espíritu en sus manos. Nuestra vida terrestre, en el momento final, debe alcanzar la cima de la confianza, porque va a alcanzar la cima del amor.

De este modo, correspondemos al corazón del Padre mediante la acción de gracias y el abandono. Del reconocimiento por los beneficios pasados, caminamos en una confianza cada vez más segura mirando al porvenir. Y cuando veamos cara a cara este amor del Padre infinitamente mayor que lo que nuestro pensamiento humano habría podido concebir, entonces será el éxtasis eterno.

 

IV JESÚS, EL DESVELAMIENTO DEL PADRE

 

Para un judío de su tiempo, el hecho de que Jesús, del que se dice «el enviado» y «el Hijo», haga alusión a menudo a Dios, el Padre, no tiene nada de extraño. En sus Escrituras, ya los profetas eran percibidos como enviados de Dios, el Padre del pueblo de Israel. Y, como ya vimos, a partir del libro de la Sabiduría, el titulo de «hijo de Dios» ya es bastante corriente, ya que cada justo puede considerarse como un «hijo de Dios».

Este título de «hijo de Dios» podía evocar igualmente, para sus contemporáneos, al descendiente mesiánico del rey David. Esa parece ser la opinión de los demonios cuando dan a Jesús el título de «hijo de Dios: “Tú eres el Hijo de Dios!”. Pero él los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías» (Lc 4,41). Ni los auditores ni los demonios pueden imaginar que él es el «Hijo de Dios» en el sentido en que lo entenderán los cristianos después de la Pascua.

            El propio Jesús evita darse ese título de «Hijo de Dios»; no obstante, no duda en llamar a Dios su Padre. Así, a lo largo de su vida pública, su manera de hablar del Padre y de referirse continuamente a él, pone de manifiesto una relación inédita, una intimidad nueva que impacta en sus primeros discípulos.

Veremos más adelante cómo esa relación excepcional con Dios se manifestará sobre todo en la calidad y originalidad de su plegaria. Sus múltiples oraciones cara a cara con el Padre, lejos de las gentes, en un lugar desértico o en la montaña, donde profundiza su misión y su enseñanza, crean el ritmo del relato de los evangelios.

Si Jesus no ignora los tradicionales titulos otorgados a Dios por la piedad de otros judíos de su época, él prefiere el de «Padre», probablemente porque no encontró palabra más apropiada, en el lenguaje y la experiencia de los hombres, para revelar el misterio de Dios, su personal relación con él y los vínculos que Dios quiere tender con cada una de sus criaturas.

Jesús se presenta como el desvelamiento del Padre. Sólo ha venido para revelarnos el misterio de su Padre, pues únicamente él merece dicho título: «No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra; porque uno sólo es vuestro Padre: el del cielo» (Mt 23,9). Jesús no nos prohíbe decir «padre» a quien nos ha dado nuestra vida biológica, pero Dios es el verdadero Padre de la vida divina y eterna a la que estamos llamados desde el momento de nuestro nacimiento.

Progresivamente, sus discípulos descubrieron que ese profeta Jesús está como habitado por la Presencia del que él llama «mi Padre». Pero es sobre todo a la luz de su resurrección como los apóstoles descubrirán su verdadera identidad. A la luz de ese acontecimiento imprevisible, y animados por el Espíritu Santo, volverán a leer toda la vida de Jesús y comprenderán por fin el significado de sus palabras y sus actos.

Mediante su resurrección, el Padre acredita la identidad y la misión de su Hijo. Esta lectura en la fe es la que nos ofrecen hoy los evangelios. Jesús es el enviado del Padre (Jesús se llama a sí mismo el «Enviado» del Padre. Aunque esta toma de conciencia fue progresiva, Jesús sabe de dónde viene y adónde va. De muy diversas formas repite que viene del Padre. «Si Dios fuera verdaderamente vuestro Padre me amaríais a mí, porque yo he venido de Dios y estoy aquí enviado por él. No he venido por mi propia cuenta, sino que él me ha enviado» (Jn 8,42). No solamente viene del Padre, sino que vuelve hacia el Padre, como lo da a entender antes de su Pasión. «Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo para volver al Padre» (Jn 16,28; cf. tambiénJn 13,3).

Y, justamente, porque es «enviado» por el Padre, puede hablar de ello. Su conocimiento del Padre no es el fruto de un estudio libresco, sino de una íntima relación personal. «Yo no he venido por mi propia cuenta, sino que he sido enviado por aquel que es veraz, a quien vosotros no conocéis. Yo sí le conozco, porque vengo de él y es él quien me ha enviado» (Jn 7,28-29). (La palabra «enviado» aparece, únicamente en el evangelio de Juan, cuarenta y dos veces). El que rechaza su mensaje, rechaza a Dios mismo. «Aunque vosotros nunca habéis oído su voz ni visto su rostro. Su palabra no ha tenido acogida en vosotros; así lo prueba el hecho de que no queréis creer en el enviado del Padre» n 5,37-38).

Además, Jesús tiene conciencia de haber recibido una misión profética, mesiánica, que él mismo no se ha otorgado. Es tan sólo el mediador de un designio divino del que no tiene la iniciativa. Repite a menudo que viene en nombre del Padre. «Yo he venido de parte de mi Padre, pero vosotros no me aceptáis» (Jn 5,43).

El Padre quiso cumplir su designio al engendrar a su Hijo en la tierra. Le envió para salvar al hombre revelándole su Nombre, su verdadera identidad y su designio de amor. «Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste» (Jn 17,6).

El Hijo no se encarna para encerrarse en los límites de nuestro conocimiento humano, sino para abrir nuestro horizonte hacia el Reino del Padre. Inaugura, en palabras y en actos, el Reino del Padre en la tierra. Viene para purificar, fecundar, renovar el corazón del hombre con el amor del Padre. «Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20).

 

El Hijo no dice nada ni hace nada por sí mismo


                Jesús quiere ser el eco fiel de todo lo que ha visto y oído en el seno del Padre. El, el Hijo, no dice nada por sí mismo. Transmite lo que el Padre le ha enseñado. Su enseñanza, llena de autoridad, jamás se refiere a una escuela rabínica cualquiera, sino siempre al Padre que le ha enviado. «“Pero lo que yo digo al mundo es lo que oí de aquel que me envió y él dice la verdad.” Ellos, no obstante, no cayeron en la cuenta de que les estaba hablando del Padre. Por eso, Jesús añadió: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces reconoceréis que yo soy. Yo no hago nada por mi propia cuenta; solamente enseño lo que he aprendido del Padre. El que me envió está conmigo, y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada”» (Jn 8,26-29). Quiere ser el testigo de lo que vio y oyó con su Padre. «Yo hablo de lo que he visto estando junto a mi Padre» (Jn 8,38).

Tiene conciencia de que su misión prolonga y cumple la revelación bíblica que reclaman sus contemporáneos. «No penséis que voy a ser yo quien os acuse ante mi Padre; os acusará Moisés en quien tenéis puesta vuestra esperanza» (Jn 5,43-45). Si es el Padre el que tiene la iniciativa de la historia de la salvación y el que quiere que todos los hombres compartan su vida eterna, el Hijo se adhiere totalmente a ese designio de amor. Su gran gozo es el de anunciar esa Palabra de vida del Padre. «Para aquel que me rechaza y no acepta mis palabras, hay un juez: las palabras que yo he pronunciado serán las que le condenen en el último día. Porque yo no hablo en virtud de mi propia autoridad; es el Padre, que me ha enviado, quien me ordenó lo que debo decir y enseñar. Y sé que sus mandamientos llevan a la vida eterna. Por eso, yo enseño lo que he oído al Padre» (Jn 2,49-50).

Su palabra es el eco de la del Padre. «Mis palabras no son las mías.» «Las palabras que escucháis no son mías, sino del Padre que me ha enviado» (Jn ‘4,24). «Yo les he comunicado tu mensaje» (Jn 17,14). No sólo Jesús, el Hijo, no dice nada por sí mismo, sino que no hace nada por sí mismo. Su actuación es la del Padre. «Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, eso hace el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras; y le manifestará todavía cosas mayores, de modo que vosotros mismos quedaréis maravillados» (Jn 5,19-20).

Todo lo que lleva a cabo durante su ministerio, todos los acontecimientos que jalonan su misión, los refiere siempre a la acción de su Padre. Así, a la vuelta de los setenta y dos discípulos a los que había enviado en misión, explota de alegría en el Espíritu Santo y atribuye los frutos de dicha misión a su Padre, que abre a su misterio a las gentes sencillas y humildes: «En aquel momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús, que dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos”» (Lc 10,21).

 

El Hijo realiza la obra del Padre

 

Jesús considera todos los «signos» que realiza no como su propia obra, sino como las «obras de su Padre». «Es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra. Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10-11).

En san Juan, las obras o la obra del Padre —pues en realidad sólo hay una— es su gran designio de amor, el de salvar al hombre y el de hacerle partícipe de la plenitud de su Vida. Para cumplir ese designio envió a su Hijo, al que ha marcado con su sello. «Esforzaos, no por conseguir el alimento transitorio, sino el permanente, el que da la vida eterna. Este alimento os lo dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, lo ha acreditado con su sello. Entonces, ellos le preguntaron: “Qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?”.» Y Jesús responde de una forma inesperada, pasando del plural al singular: «Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado» (Jn 6,27-29).

Si tenemos que trabajar para conseguir el alimento perecedero, también debemos hacerlo para conseguir el alimento espiritual, es decir, el don de la vida eterna que el Padre nos quiere dar. La mejor manera de colaborar en el designio de amor del Padre consiste en acoger en la fe a su Hijo que nos ha enviado; la fe es la más grande y elevada actividad del hombre. «La obra de Dios», el designio de amor de Dios, es el hombre, el hombre que vive la vida misma del Padre. Pues bien, a su nivel, el hombre sólo puede actuar para lo «perecedero». Esto quiere decir que ninguna labor humana puede, por sí misma, producir el «alimento que perdura para la vida eterna». La vida divina es un don, el don por excelencia. Esta vida no puede obtenerse fuera de la fe en Jesús. Una fe actuante que compromete del todo al hombre.

Desde el momento que crea al hombre, Dios lo ha destinado a participar de su propia vida. Lo ha querido para esa felicidad. Para ello, ha puesto en todo hombre un deseo infinito que se manifiesta en una necesidad de vivir que nada en la tierra puede colmar. Lo que explica que el hombre permanece como un ser inacabado, atormentado por una sed insaciable mientras la «obra de Dios» no se cumpla en cada uno.

El Padre ha enviado a su Hijo para realizar su «obra». Es el origen de la actuación de Jesús, que dedica toda su vida a la realización de la obra del Padre. «Entonces, ¿con qué derecho me acusáis de blasfemia a mí, que he sido elegido por el Padre para ser enviado al mundo, sólo por haber dicho “yo soy el Hijo de Dios”? Si yo no realizo obras iguales a las de mi Padre, no me creáis; pero si las realizo, aceptad el testimonio de las mismas, aunque no queráis creerme a mí. De este modo podríais reconocer que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn ‘0,36-38). El Padre no está inactivo. Está presente y actúa en él. «Jesús hacía obras como éstas en sábado; por eso lo perseguían los judíos. Pero él justificaba su modo de actuar, diciendo: “Mi Padre no cesa nunca de trabajar por eso, yo trabajo también en todo tiempo”» (Jn 15,16-17).

Las obras que Jesús realiza dan testimonio del designio de amor del Padre y dan crédito a su misión. «Os lo he dicho con toda claridad y no me habéis creído. Las obras que yo hago por la autoridad recíbída de mi Padre dan testimonio de mí» (Jn 10,25). «Pero yo tengo a mi favor un testimonio de mayor valor que el de Juan. Una prueba evidente de que el Padre me ha enviado es que realizo la obra que el Padre me encargó llevar a cabo» (Jn 5,36).

Jesús no trabaja por cuenta propia. No busca su gloria, sino que quiere honrar a su Padre. «Yo no estoy endemoniado; lo que hago es honrar a mi Padre; vosotros, en cambio, me deshonráis a mí. Yo no vivo preocupado por mi honor» (Jn 8,49-50).

 

La obediencia filial de Jesús revela al Padre


           Su completa adhesión a las obras del Padre se revela en una perfecta obediencia filial. «El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,29). Para san Juan, su amorosa obediencia es la manifestación más impresionante de su filiación. Jesús, el Hijo amado, sólo existe y actúa en el amor del Padre, en la comunión de su querer: «Yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 1,10). No es su obediencia filial una penosa exigencia, sino un acto de amor capaz de llevarle hasta el total don de sí mismo. «El Padre me ama, porque yo doy la vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre» (Jn 10,17-18).

Esta muerte asumida es la más alta manifestación de su obediencia filial. El Padre ama a su Hijo que manifiesta su amor dando su vida. La voluntad paterna y la obediencia filial expresan un solo y único amor que se da y se recibe, el del Espíritu común que les une y les distingue a la vez, el Espíritu de paternidad para el Padre, y el Espíritu de filiación para el Hijo. El Espíritu es el amor del Padre que se da engendrando a su Hijo y el amor del Hijo que se da acogiendo la paternidad del Padre.

El Espíritu Santo es el dinamismo interior de su vida filial. Jesús, el buen pastor que da su vida para que tengamos la vida en abundancia, permanece en la dinámica del amor del Padre. La voluntad del Padre no es un querer arbitrario, sino un amor que engendra, y la obediencia del Hijo no es una sumisión de esclavo, sino un consentimiento de amor que lo engendra y lo hace vivir. Para Jesús, hacer la voluntad del Padre es fuente de vida y de gozo. Eso es lo que le hace vivir y alimenta su vida. «Mi sustento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34).

A la luz de esta revelación, las palabras «mando» y «obediencia» tienen, pues, un significado nuevo donde todas las ideas de dominación exigente y de obediencia servil se ven excluidas. Ilumina el sentido de la obediencia cristiana que nada tiene que ver con la ciega sumisión a un dueño arbitrario y opresivo, sino con la adhesión libre y confiada a la voluntad de amor del Padre.

Los mandamientos de Jesús no son decisiones arbitrarias, sino un camino dinámico que nos conduce hacia la Vida, hacia nuestra realización en el amor gratuito del Padre.

Como Jesús, el discípulo que conforma su vida con el designio del Padre le glorifica. «Mi Padre recibe gloria cuando producís fruto en abundancia, y os manifestáis así como discípulos míos. Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 8-10).

No nos sometemos a una ley, sino que consentimos libremente, filialmente, a las exigencias del amor, vividas por Jesús, el Hijo, e inscritas en nuestro corazón por el Espíritu Santo. En efecto, desde ahora tenemos la fuerza de cumplir con lo que nos dicte nuestro corazón, pues el Espíritu, él mismo, que es la voluntad del Padre y la obediencia del Hijo, acude en ayuda de nuestra debilidad humana.

                 Como nos lo revela Jesús, el Hijo, el que ama realmente es perfectamente libre. Obedece a los mandatos de su corazón iluminado y fortalecido por el Espíritu. El Espíritu Santo es desde ahora la ley interior de Dios, fuente de libertad: «Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). La obediencia es el camino real del Hijo. Es fuente de crecimiento y felicidad. «La Ley del espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristojesús» (Rom 8,2).

El amor de Cristo, de sus mandamientos, y el amor del Padre son una misma y única realidad. «El que acepta mis preceptos y los pone en práctica, ése me ama de verdad; y el que me ama será amado por mi Padre» (Jn 4,2’).

 

El Padre es más grande que el hombre Jesús

 

                Si su dignidad de Hijo hace de él el igual de Dios, según el propio Jesús, el Padre conserva sin embargo sus prerrogativas paternas. En su condición de encar— nación, el Hijo permanece completamente sumiso a la voluntad de salvación del Padre, que es más grande que él. «Ya habéis oído lo que dije: “Me voy pero volveré a vosotros”. Si de verdad me amáis, deberíais alegraros de que me vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo» (Jn 14,28).

Como hombre, ignora incluso las etapas de ese designio de salvación querido por el Padre. «En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24,36). El Padre es el dueño soberano de la historia de la salvación. «No os toca a vosotros conocer ios tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder» (Hch 1,7). Y a los hijos de Zebedeo que le piden sentarse con él en su gloria, Jesús responde: «Beberéis mi copa, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes lo ha reservado mi Padre» (Mt 20,23).

Si Jesús es el mediador por quien y en quien todo hombre recibe la vida del Padre, éste sigue siendo el dueño de la viña que trabaja con el fin de que cada sarmiento produzca el mejor fruto posible. «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el víñador. El Padre corta todos los sarmientos unidos a mí que no dan fruto, y poda los que dan fruto, para que den más fruto» (Jn 15,1). A los fariseos, que fundan su salvación en la práctica de las tradiciones puramente humanas, Jesús responde: «Toda planta que no haya plantado mi Padre del cielo será arrancada» (Mt 15,13). La tradición apostólica primitiva y san Pablo atribuyen al Padre la resurrección misma de Jesús. «También nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos dará un puesto junto a él en compañía de vosotros» (2 Cor 4,13-24; cf. Hch 2,24).

Si los hombres escuchan su voz y le siguen, están entre las manos del Padre, que es más grande que todos. «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán para siempre; nadie puede arrebatármelas. Mi Padre me las ha dado, es superior a todos, y nadie puede arrebatármelas de manos de mi Padre» (Jn 10,27-29).

            Antes de la reflexión de la escuela joánica, ya San Pablo había desarrollado esa consecuencia de la encarnación del Hijo: su total subordinación al Padre: «Todo es vuestro. Pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1Cor 3,23; cf. 1 Cor 11,3). El Hijo se somete a Dios en la obra de la creación: «Para nosotros no hay más que un Dios: el Padre de quien proceden todas las cosas y para quien nosotros existimos» (i Cor 8,6). Del Padre «todo procede», y por el Hijo «todo existe».

También en la obra de la restauración final, el Hijo se somete al Padre. Pues Cristo, mediante su victoria sobre la muerte, «ha puesto todas las cosas bajo sus pies. Y cuando le estén sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se someterá también al que le sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas» (i Cor 15,27-29). En el momento de la última etapa de esta historia de la salvación, Jesús entregará todo en manos del Padre. «Después tendrá lugar el fin, cuando, destruido todo principado, toda potestad y todo poder, Cristo entregue el reino a Dios Padre» (1 Cor 5,24). Pues la «Cabeza de Cristo es Dios» (1 Cor 11,3).

Es también el Padre el origen de la salvación y de la vocación de cada cual. «Dios os ha elegido para que seáis los primeros en salvaros por medio del Espíritu que os consagra y de la verdad en que creéis. A eso precisamente os ha llamado Dios por medio del evangelio que os hemos anunciado: a que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo» (2 Tes 2,13-14). Y, en particular, de la propia vocación de Pablo. «Pero cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por pura benevolencia, tuvo a bien revelarme a su Hijo y hacerme su mensajero entre los paganos. . . » (Gál 1,15). El es quien justifica. «Y a los que desde el principio destinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en camino de salvación; y a quienes puso en el camino de salvación, les comunicó su gloria» (Rom 8,30).

 

El Padre otorga confianza a su Hijo y le concede todo


                Las relaciones del Padre y del Hijo se viven en un clima de total confianza mutua. No existe la mínima sombra de malentendidos entre el Padre y el Hijo. Sus relaciones son de una transparente luminosidad. En san Juan, Jesús, el Hijo, se entrega completamente a su Padre que, a su vez, le da todo lo que es. «El Padre ama al Hijo y le ha confiado todo» (Jn 3,35).

Los discípulos que Jesús eligió son incluso un don del Padre. «Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste de entre el mundo. Eran tuyos, tú me los diste, y ellos han aceptado tu palabra» (Jn 17,6 y 9-10). A través de su llamada, es también el Padre quien los atrae. «Todos los que me da el Padre vendrán a mí, y yo no rechazaré nunca al que venga a mí» (Jn 6,37).

Jesús es todo lo contrario de un fundador de secta que tratara de poseer a los que le siguen. Su único deseo consiste en orientar a sus discípulos hacia la plenitud de su Padre, invitarles a compartir su amor por él. «Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo» (Jn 7,24).

Así pues, el Padre le otorga una confianza total y le confía todos sus poderes, incluso y sobre todo el de dar la vida eterna. «Porque, así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. Os aseguro que está llegando la hora, mejor aún, ha llegado ya, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la oigan, vivirán. El Padre tiene el poder de dar la vida, y ha dado al Hijo ese mismo poder» (Jn 5,21-26). Jesús tiene conciencia de disponer de ese formidable poder del Padre, el de dar vida para siempre al hombre mortal.

 

El Hijo es el camino que conduce hacia la intimidad del Padre


             No sólo el Padre y el Hijo están íntimamente unidos, y actúan conjuntamente, sino que no existe otro acceso posible al Padre que el Hijo. Una de las revelaciones más sorprendentes de Jesús es esa en la que afirma que él es el único camino que conduce a la casa del Padre. «No os inquietéis. Confiad en Dios y confiad también en mí. En la casa de mi Padre hay lugar para todos; de no ser así, ya os lo habría dicho; ahora voy a prepararos ese lugar. Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo. Vo sotro ya sabéis el camino para ir adonde yo voy» (Jn 14,1-4).

Al escuchar a Jesús que les promete un lugar en la casa del Padre, el apóstol Tomás exclama: «Pero, Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a saber el cami no?» Y Jesús da esta asombrosa respuesta: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí. Si me conocierais a mí, conocerí ai también a mi Padre. Desde ahora lo conoceréis, pues ya lo habéis visto». No es un camino entre otros, sino «el» camino que lleva al corazón del Padre.

Entonces, el apóstol Felipe que, al igual que los de más ha oído a Jesús hablar tantas veces del Padre, exclama «Señor, muéstranos al Padre; eso nos basta». Y Jesús le respondió: «Llevo tanto tiempo con voso tro ¿y aún no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo me pides que os muestre al Pa dre No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14,6-9).

Jesús afirma que desde siempre está en comunión íntima con el Padre. Está en el Padre y el Padre permanece en él. Su unidad es tan fuerte que puede de cir «Quien me ve, ve al Padre». Es la imagen viva del Padre entre nosotros. Para ir hacia el Padre, Jesús nos abre un camino seguro. Basta con escucharle, rezar como él y seguirle. «¡Quien me ve, ve al Padre!» El cristiano cree que Cristo Jesús es el desvelamiento del misterio de Dios que, a menudo, será designado como el «Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,16). Es su Palabra y su Rostro. Desde ahora, al contemplar a Jesús, al verle vivir actuar, entrevé la identidad del Padre.

Pero, como se lo recuerda Jesús a Pedro, que acaha de confesarlo como Mesías e Hijo de Dios, esta revelacion no esta en el plano de la razon argumentativa del hombre, es un don del propio Padre: «Jesús le dijo: “Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos”» (Mt 16,17).

¡Quién puede pretender conocer a Dios! Pues bien, Jesús se presenta como el mediador de esa inteligencia espiritual de la fe. Según el evangelio de Juan, ver y conocer a Jesús, es ver y conocer al Padre. «Pues bien: un testigo a mi favor soy yo mismo; pero, el otro testigo es el Padre, que me envió. Ellos le preguntaron: “Dónde está tu Padre?”. Jesús les contestó: “Ni me conocéis a mí ni conocéis a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”» (Jn 8,18-19).

El verbo «conocer», como en toda la Biblia, expresa un amor íntimo. Así pues, este conocimiento no es especulativo o cerebral, sino una relación esencial, cordial. «En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15). Para san Juan, «creer» y «conocer» son casi sinónimos. «Os escribo a vosotros, hijos, porque habéis conocido al Padre» (1Jn 2,14).

El Padre ha querido que la confianza en su Hijo sea una puerta abierta hacia la vida eterna. «Mi Padre quiere que todos los que vean al Hijo y crean en él, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día» (Jn 6,40-46).

 

El Padre es la única riqueza del Hijo


            Desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Calvario, Jesús es manifiestamente la imagen más hermosa de las Bienaventuranzas, en particular la de la pobreza. Asociada a la amorosa obediencia, es la virtud filial por excelencia. No imaginamos a Jesús rico si no es de su Padre. Su pobreza forma parte de su misión de revelación de la riqueza del Padre, al que coima con su amor y que será nuestra dicha plena y suficiente. «Pues ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9).

Y si Jesús nos invita a liberarnos de toda posesión superflua a no dejarnos encerrar en las efímeras riquezas terrestres, es para que nos saciemos de su verdadera riqueza de Hijo.

La renuncia cristiana no es de orden ascético, sino místico. Toda forma de pobreza voluntaria abre al hombre hacia su verdadera identidad de hijo colmado por las riquezas del Padre. Si el hombre debe abandonar sus bienes, la seguridad de su «casa», es para entrar en la casa íntima del Padre.

Jesús, el Hijo que «era de condición divina», no sólo ha tomado nuestra condición humana limitada, sino que se ha rebajado al rango de hombre excluido y despreciado muriendo crucificado como un malhechor. Puede este itinerario parecernos incompatible con su dignidad de Hijo de Dios; pero justamente, gracias a su pobreza voluntaria y su extrema obediencia, Jesús manifiesta el misterio de su filiación divina.

La cruz es la «palabra» más inquietante y profunda de la revelación. Lo dice todo sobre el amor del Padre cuando Jesús muere en la cruz. Según san Juan, en el momento de su abandono más extremo es cuando estalla su gloria de Hijo, es decir, la densidad y riqueza de su amor filial. En la locura y debilidad es cuando se manifiesta el verdadero poder de Dios (cf. 1 Cor 1, 18ss.).

El misterio de la cruz es el punto álgido de la revelación de un Dios desconcertante para nuestra razón. Un Dios que no existe más que en el don de sí mismo. La pobreza es constitutiva de un amor desposeído de sí mismo. El Padre se da enteramente al Hijo y el Hijo se da enteramente al Padre.

Su riqueza es el Espíritu de amor que es don de sí. Por ello, después del supremo despojo de su muerte en la cruz, el Padre, al resucitarlo por el Espíritu, puede decir: «¡Hoy te he engendrado!». En ese don total de sí mismo a su Padre y sus hermanos es proclamado Señor.

 

El Padre de nuestro Señor Jesucristo


                San Juan insiste a menudo en la intimidad del Hijo con el Padre con quien forma un todo. El Padre no le abandona. Siempre está con él, como Jesús siempre está en presencia de su Padre, sin que no obstante se confundan: «E] Padre y yo somos uno» (Jn 10,30).

Jesús vino, no sólo para darnos a conocer al Padre, sino también para desvelamos esa profunda unidad que les une en el seno de la vida trinitaria: «No creéis que yo estoy en ci Padre y el Padre en mí? Lo que os digo no son palabras mías. Es el Padre que vive en mí el que está realizando su obra. Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10-11).

El Padre y el Hijo están tan unidos que rechazar a uno es rechazar al otro. «El que me odia a mí, odia también a mi Padre. Si yo no hubiera realizado ante ellos unas obras que ningún otro ha hecho, no serían culpables; pero ahora, a pesar de haber visto estas obras, siguen odiándonos a mi Padre y a mí... Cuan d venga el Paráclito, el Espíritu de verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio so br mí» (Jn 15,23-26).

Y cuando el hombre Jesús presiente la hora de su pasión en que estará abrumado de tristeza y soledad, se siente seguro de que su Padre estará a su lado: «Pues mirad, se acerca la hora, mejor dicho, ha lle gad ya, en que cada uno de vosotros se irá a lo suyo y a mí me dejaréis solo. Aunque yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32).

La paternidad divina en san Pablo también ocupa un importante lugar, como indica la mayor parte de las salutaciones y bendiciones finales de sus cartas. Escribe más de veinte veces que Dios es «el Padre» sin otro calificativo, como si dicho título fuese suficiente para expresar lo esencial del misterio. «Uno solo es el cuerpo y uno solo es el Espíritu, como también es una la esperanza que encierra la vocación a la que habéis sido llamados; un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos» (Ef 4,4-6). «Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, del que procede toda familia en los cielos y en la tierra, para que, conforme a la riqueza de su gloria, os robustezca con la fuerza de su espíritu, de modo que crezcáis interiormente» (Ef 3,14-16).

Pero si, para san Pablo, Dios es Padre, es ante todo Padre de Jesucristo. «Para que con un soio corazón y una sola boca alabéis a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 1,6). «El Dios y Padre de Jesús, el Señor —¡sea bendito por siempre!— sabe que no miento» (2 Cor 11,31). «Que Dios Padre y Jesucristo, el Señor, conceda a los hermanos paz, amor y fe» (Ef 6,23).

Y cuando Pablo asocia al Padre y al Hijo, se refiere casi siempre al acontecimiento central de la historia de la salvación, el de la resurrección. A Jesús le designa casi siempre con el título de «Señor», y el Padre es quien lo ha resucitado de entre ios muertos. ¡ «Pablo, apóstol no por disposición humana, ni por intervención de hombre alguno, sino por designio de Jesucristo y de Dios Padre que lo resucitó de entre ios muertos, junto con todos los hermanos que están conmigo, a las Iglesias de Galacia. Gracia y paz para vosotros de parte de Dios nuestro Padre y de Jesucristo el Señor, que entregó su vida para liberarnos de nuestros pecados y de la perversión de este mundo, conforme a lo dispuesto por Dios, nuestro Padre» (Gal 1,1-4). «...deis gracias al Padre que os ha hecho dignos de compartir la herencia de los creyentes en la luz. El es quien nos arrancó del poder de las tinieblas, y quien nos ha trasladado al reino de su Hijo amado» (Col 1,12—13).

Para san Pablo, como para san Juan, es por medio de la resurrección y su exaltación en la gloria como Jesucristo reencuentra la plenitud de su filiación divina. El Padre lo glorifica y lo establece como «Señor» de todo el universo. «Y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).

((«Cuando llegue ese momento, comprenderéis que yo estoy en mi Padre» (Jn 14,20). El propio Jesús, como hombre, debió caminar en la fe, viviendo de forma ejemplar la confianza filial a la que tan a menudo nos invita. En el Espíritu Santo hace la experiencia de la paternidad de Dios y como hombre, toma conciencia de su filiación divina. El Espíritu es el amor del Padre. ¡Con mayor razón para nosotros! Sólo el Espíritu, luz de nuestra fe, puede venir en nuestra ayuda para que presintamos la unidad del Padre y del Hijo.

«¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Mesías? Ese es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, se queda sin el Padre; y todo el que acepta al Hijo, tiene también al Padre. Vosotros debéis permanecer fieles a lo que oísteis desde el principio. Si sois fieles a lo que oísteis desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1 Jn 2,22-24).

«Los judíos comenzaron a murmurar de él, porque había dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. Decían: “Este es Jesús, el hijo de José. Conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo se atreve a decir que ha bajado del cielo?”.» Sí, sólo el Espíritu Santo, que es en persona la intimidad divina del Padre que engendra al Hijo, puede revelarnos la verdadera identidad de Jesús. «No sigáis murmurando. Nadie puede aceptarme, si el Padre, que me envió, no se lo concede; y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,41-44). «Y añadió: “Por eso os dije que nadie puede aceptarme, si el Padre no se lo concede”» (Jn 6,65)).

 

VI

 

LA MISERICORDIOSA TERNURADEL PADRE


Misterio de una relación de amor rota


              El designio de amor del Padre viene a menudo expresado en la Biblia por el símbolo de la Alianza. Antes incluso de que dicha Alianza fuese solemnemente sellada en el desierto, en el transcurso del Éxodo (Ex 24), estaba ya subyacente al inicio de la creación. En efecto, en el relato del Génesis, Dios establece un cierto pacto con Adán, que puede comer libremente los frutos de todos los árboles del jardín de la tierra, salvo el del árbol del conocimiento del bien y del mal.

A través de esta teología en imágenes, los autores bíblicos quieren significar que es libre y puede disfrutar de todos los bienes del universo, pero debe asumir su condición de criatura. Y como él no es la referencia absoluta, no es él el que fija su identidad, sino que la recibe del Creador.

A través del símbolo del «árbol del conocimiento», tratan de comr también el misterio del mal. Según ellos, el drama permanente del hombre consiste en el mal uso de la libertad al decidir él solo lo que está bien y lo que está mal para él. Por orgullo o ingratitud, se toma por Dios y se considera el centro absoluto. Es ya la aventura del hijo pródigo que reclama su parte de herencia, con el fin de hacerse su propia vida. Se apropia del don de su Padre.

Esta ruptura con Dios se ve escenificada por la expulsión fuera del jardín del Edén. A partir de ahora, el hombre conocerá el sufrimiento y la muerte. El pecado es una ruptura con la paternidad de Dios, fuente de la vida, y con ello una autodestrucción del hombre. Pero el amor del Padre es más fuerte. Tras el diluvio, símbolo de un callejón sin salida al que el hombre ha arrastrado a la creación, Dios renueva su alianza y se compromete de nuevo con él. «Y añadió Dios: “Esta es la señal de la alianza que establezco para siempre con vosotros y con todos los seres vivos que os han acompañado: pondré mi arco en las nubes; ésa será la señal de mi alianza con la tierra”» (Gn 9,12-13).

Toda la historia bíblica muestra seguidamente cómo el hombre se muestra constantemente infiel a esa alianza de amor. La gran tentación del hombre consiste siempre en prescindir de Dios o inventarse ídolos. Dichas rupturas introducen en el corazón del hombre y de la historia de la humanidad múltiples disfuncionamientos que la tradición judeocristiana denomina «pecado», ilustrados, desde el asesinato de Abel por su hermano Caín, por los genocidios modernos.

 

La paternidad misericordiosa es el ser mismo de Dios


              Si bien la Biblia hace a veces alusión a la «ira de Dios», es sobre todo para significar que todo pecado contiene en sí mismo su propio castigo. Pero en esta dramatización de la historia humana, Dios no destruye al hombre pecador, que se convierte a menudo en sus propias desgracias. Por el contrario, la tradición bíblica nos revela que la «misericordia» es uno de los atributos esenciales de la paternidad divina siempre dispuesta a perdonar.

Incluso en el Éxodo, el acontecimiento fundador del pueblo de Israel se describe como un acto de la misericordia divina. «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto he oído el clamor que le arrancan sus opresores y co nozc sus angustias. Lo sacaré de ese país» (Ex 3,7ss.).

Para el pueblo de la Alianza, esa misericordia de Dios no es el früto de una reflexión teórica sino de una experiencia. En el transcurso de historia, ha tomado conciencia de que Dios es un ser viviente cuyo amor es gratuito. En él todo es gracia.

Para expresar dicha gratuidad, dicha «graciosidad», los autores bíblicos emplean, en hebreo, una palabra clave: liesed. Su contenido es tan rico que se traduce en nuestras biblias unas veces por amor, ternura, piedad bondad, otras por compasión, gracia, fidelidad aco gedora y también a menudo por «misericordia que perdona». («Misericordia» —como la raíz latina indica (misereri = tener compasión, y cor, cordis = corazón)— significa «el corazón que tiene compasión»).

Expresa, en el plano de las relaciones humanas, una actitud de bondad profunda que supera la simple benevolencia mutua, una fidelidad a sí mismo y una fidelidad hacia el otro fundada en un comprmiso del corazón. Cuando este término de hesed se refiere a Dios, está siempre vinculado a la Alianza que concluyó con Israel. Dicha Alianza es un don, una gracia, una manifestación de la gratuidad de su amor, de su ternura. Esta misericordia desborda ampliamente el perdón de los pecados.

Esta misericordia que perdona es incluso el documento de identidad del Dios que se revela a Moisés en el Sinaí. «Moisés invocó el nombre del Señor. Entonces pasó el Señor delante de Moisés clamando: “El Señor, el Señor: un Dios clemente y compasivo, paaciente, lleno de amor y fiel; que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la maldad y el pecado» (Ex 34,6ss.).

El perdón de Dios es una privilegiada exp.esión de su divina paternidad. A pesar incluso de las infidelidades de Israel, su amor es fiel, pues no puede renegar de sí mismo. De ello depende la verdad de su ser. «No hago esto por vosotros, pueblo de Israel, sino por mi santo nombre» (Ez 36,22). Dios Padre no puede ser infiel a sí mismo: «Con amor tierno te amo, por eso te mantengo mi favor» (Jr 31,3).

Los autores bíblicos utilizan igualmente otra palabra para mostrar su experiencia de ese Dios Padre: el término lien, que expresa la gratuidad, la «graciosidad» de esa misericordia, y que a veces se traduce por «gracia» o «clemencia». «Pero en tu gran misericordia no los aniquilaste ni los abandonaste, porque eres un Dios clemente y misericordioso» (Neh 9,31). Ya la Biblia nos revela un Dios cuya paternidad se manifiesta sobre todo por su manera de ser con su pueblo.

Frente a esta misericordiosa paternidad, el «temor de Dios», evocado a veces en la Biblia, expresa una mezcla de respeto y confianza. En realidad, no es a Dios al que debe temerse, sino a nosotros mismos, que podemos encerrarnos en nosotros mismos y destruirnos, en lugar de abrirnos a su misericordiosa paternidad con el fin de realizarnos.

 

El perdón es la reintegración del hombre en su condición filial


            La revelación de esta ternura de Dios Padre llevará a menudo a Moisés a orar por las faltas de su pueblo: «Inmediatamente Moisés cayó rostro a tierra, y le dijo: “Mi Señor, si gozo de tu protección, que venga mi Señor entre nosotros, aunque éste sea un pueblo obcecado. Perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos como heredad tuya”» (Ex 34,8-9).

Ya la Biblia nos presenta al hombre o al pueblo pecador como un deudor insolvente a quien Dios cancela gratuitamente su deuda. «Perdona, pues, el pecado de este pueblo por tu gran misericordia, como has venido haciendo desde que lo sacaste de Egipto hasta ahora» (Nm 14,19).

Y, cada vez, dicho perdón es tan auténtico y eficaz que Dios ya no recuerda ese pecado que es como vuelto de espaldas, borrado, destruido. «La amargura se me volvió paz, no me dejaste caer en la fosa, y volviste la espalda a mis pecados» (Is 38,17). «Luego venid, discutamos —dice el Señor—. Aunque vuestros pecados sean como la escarlata, blanquearán como la nieve; aunque sean rojos como púrpura, quedarán como la lana» (Is 1,18).

El perdón no se justifica ¡ni humanamente ni jurídicamente! Pero los profetas estiman a veces que Dios tendría derecho a hacer que «estalle su ira» ante la monstruosidad de los pecados de los hombres; pero terminan por reconocer que el corazón de Dios no es el del hombre, que no le gusta destruir. «Mi pueblo está aferrado a su infidelidad, claman a lo alto, pero nadie los ayuda. ¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel?... El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen. No dejaré correr el ardor de mi ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre, en medio de ti yo soy Santo, y no me complazco en destruir» (Os 11,7-9).

Lejos de querer la muerte del hombre pecador, desea su conversión con el fin de tener la alegría de perdonarle, de «recrearle». «¿Acaso deseo yo la te del malvado, oráculo del Señor, y no que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18,23).

Toda la historia bíblica manifiesta que «sus caminos no son nuestros caminos». El hombre pecador toma conciencia de esa paternidad misericordiosa cuando descubre en su vida un amor que le persigue, le llama sin cansarse de sus miserias. En efecto, es a menudo en el fondo de nuestro pecado donde se revela el rostro de la infinita misericordia del Padre. Nuestras heridas son a menudo las brechas por las cuales su gracia puede penetrar. «Buscad al Señor mientras se deja encontrar, invocadio mientras está cerca. Que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; el Señor se apiadará de él, si se convierte, si se vuelve a nuestro Dios, que es rico en perdón. Porque mis planes no son vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos, oráculo del Señor. Cuanto dista el cielo de la tierra, así mis caminos de los vuestros, mis planes de vuestros planes» (Is 55,6-9).

El libro de la Sabiduría canta a ese Padre que ama todo lo que hace y que tiene compasión de todos, que cierra los ojos sobre el pecado de los hombres con el fin de que se conviertan; y si a veces los castiga, lo hace con pedagogía para que tomen conciencia de las consecuencias de sus faltas. «Tú tienes compasión de todos, porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Porque amas todo lo que existe, y no aborreces nada de lo que hiciste; pues si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo si tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida. Pues tu soplo incorruptible está en todas las cosas. Por eso corriges poco a poco a los que caen, los amonestas y les recuerdas su pecado, para que se aparten del mal y crean en ti, Señor» (Sab 11,23-12,2).

Los salmistas expresan a menudo esa confianza en la misericordia de Dios Padre y la alegría del pecador que hace la experiencia del perdón de Dios: «Hazme sentir el gozo y la alegría, y exultarán los huesos quebrantados. Aparta tu vista de mis pecados, borra todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme; no me arrojes de tu presencia, no retires de mí tu santo espíritu... » (Sal 51,Ioss.)

 

Todos somos hijos pródigos

 

           El deseo del Padre de salvar al hombre que ha roto la relación filial, de perdonarle, reconciliarle, está en el centro de la enseñanza y de los gestos de Jesús. Es lo que el evangelista san Lucas, el más sensible a esta dimensión de la Buena Nueva, quiere hacernos comprender en el capítulo de las «parábolas de misericordia» (Lc 15).

La más célebre es la del «hijo pródigo» o, más exactamente, la del «padre misericordioso». En efecto, ambos hijos sólo están ahí para sacar a la luz la actitud del padre, personaje central del relato. La palabra «padre» viene citada doce veces. Notemos, antes de recorrer la parábola misma, que su contexto es particularmente iluminador. «Entre tanto, todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban. Decían: “Este anda con los pecadores y come con ellos”. Entonces Jesús les dijo esta parábola...» (Lc 15,1-3).

Jesús responde a las murmuraciones de los fariseos y los escribas que se sentían escandalizados; sus categorías morales y religiosas se ven rechazadas por su comportamiento insólito. Son incapaces de comprender —como nosotros— la desmesura del amor del Padre que se manifiesta en la actitud de Jesús. Su religión sigue siendo la del deber, del derecho y de los méritos. Así pues, Lucas sitúa esta «parábola de revelación» en un contexto dramático: el del hombre incapaz de acoger la gratuidad del amor de Dios, el misterio de su paternidad.

Por medio de las tres siguientes parábolas denominadas de la «misericordia», la de la moneda perdida, la de la oveja perdida y la del hijo pródigo, Jesús va a tratar de explicar el porqué de la manera de ser y de actuar que se enraíza en el misterio mismo del Padre. El relato viene construido por medio de dos secuencias, con una ida y una vuelta a la «casa» del padre. La «casa» es el lugar central del relato. Su significado es múltiple. Puede designar a la vez la comunidad del pueblo de la Alianza, la Iglesia, el Reino de Dios, es decir, la intimidad misma del Padre.

 

«¡Mi hijo había muerto y ha vuelto a la vida!»


            «El menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y el padre les repartió el patrimonio» (Lc 15,12).

La primera secuencia escenifica al hijo menor, que puede ser considerado, sucesivamente, como el personaje símbolo del pueblo de Dios, de los paganos, «los que estaban lejos» (Ef 2,13), del pecador o de la humanidad que va a la deriva lejos del Padre. Su salida se describe como una ruptura. Jesús quiere hacernos presentir el drama permanente del «pecado» del hombre. Frente al don gratuito del amor del Padre, este hijo pródigo quiere «hacer su vida» solito.

Es algo parecido al itinerario de Adán, que quiso recoger los frutos del «árbol del bien y del mal» en el jardín del Génesis, dándose de esta forma a sí mismo sus propios valores. La raíz del pecado del hombre es, pues, esencialmente una relación filial rota. El hombre, hecho por el amor creador del Padre, desconoce, por inconsciencia, orgullo o ingratitud, su propio misterio.

Se destruye queriendo bastarse a sí mismo. La sugerencia del Maligno está clara: «Seréis como dioses!» (Gn 3,5). Continuamente, el hombre se siente tentado para hacerse el centro absoluto y sustituir a Dios. No ha comprendido que el amor del Padre es su origen, su identidad, su vida, su crecimiento, su razón de ser, su felicidad. No ha captado que el amor del Padre no aliena su libertad, sino por el contrario, estructura todo su ser.

Tal es el itinerario del hijo pródigo que quiere apropiarse la vida, todos los bienes a los que cree tener derecho. «Dame la parte de la herencia que me corresponde!» No ha tomado conciencia de que todo lo que es y lo que posee es don gratuito de su Padre.

Naturalmente, como en la mayoría de las parábolas, esto puede leerse en varios planos. Y, detrás de ese joven pródigo, podemos legítimamente ver cómo se perfila la sombra del pueblo de la Alianza que, a menudo, ha tenido tendencia a apropiarse de la «herencia», la tierra prometida, símbolo de la gratuidad del mismo Dios. Los adversarios, fariseos y escribas a los que Jesús se dirige, constituyen una evidente ilustración.

«Y el Padre les repartió el patrimonio.» Dios asume el bello riesgo de crear al hombre libre y por consiguiente de sufrir un eventual rechazo. El amor no puede ser una sujeción sin negarse a sí mismo. El amor no se impone, se da, propone, invita.

«A los pocos días, el hijo menor se marchó a un país lejano.» Lo grave no es el hecho de «partir», pues todo hijo que crece debe, un día u otro, para convertirse en un hombre responsable, asumir cierta autonomía. Salir de «la casa paterna» no significa romper con ella. El hombre puede hacerse adulto y permanecer profundamente relacionado con su padre, cuya «casa» sigue siendo siempre la suya. El drama de ese hijo pródigo está en «irse» con la voluntad evidente de cortar todos los lazos con su padre. Estima que puede hacerse a sí mismo sin ese vínculo de amor que le une al padre. Se cierra a la Vida. Se encierra en sí mismo. Es el drama de los hombres, de las sociedades, de ‘os sistemas de pensamiento que se cie rra a toda trascendencia.

«Se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino.» Dilapidó sus dones en vez de hacerlos fructificar. El pecado es siempre un amor arruinado, una deriva hacia el país de la disipación, del derroche. El hombre pecador es un derrochador de bienes, de sus dones, de su capacidad para amar.

«Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca, y el muchacho comenzó a padecer necesidad.» Cuando el hombre lo ha gastado todo: inteligencia, talentos, capacidad de amar... una gran carencia se instala en su corazón.

Aquí, Jesús da muestras de una gran finura psicológica. El pecado es siempre el país del hambre, de la sequía, del aburrimiento, del hastío. El corazón decepcionado, insatisfecho, amargo, el hombre tiene a menudo la sensación de cerrar sus manos sobre el vacío, lo fugitivo.

«Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos.» ¡Guardián de cerdos! ¡Qué humillación! No olvidemos que el cerdo era un animal sagrado que se ofrecía en sacrificio a las divinidades paganas, una de las razones por las cuales los judíos jamás consumían carne de cerdo. Ese oficio de guardián de puercos era, pues, considerado como impuro, infamante. Algunos exegetas ven en ello una discreta alusión a la triste situación del pueblo de Israel en el destierro, manchado por sus contactos con el mundo pagano.

«Entonces recapacitó y se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» El primer movimiento de la conversión es una reflexión sobre el callejón sin salida en el que uno se encuentra. La sed de otra cosa, el hastío por la situación presente se convierte en una toma de conciencia, un sobresalto de lucidez. Confesar humildemente esa situación, querer salir de ella y creer que es posible, es sin duda el primer paso de toda conversión.

«Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino hacia mi padre.» El joven pródigo no permanece postrado en una culpabilidad mórbida, estéril. No se vuelve hacia sí mismo, desengañado, como e1 que, después de colocarse sobre un pedestal, se compadece de la bella imagen que tenía de sí mismo y que se ha roto como un sueño. ¡«Se» arrepiente! Esa culpabilidad es también la del orgullo humillado que no sale de sí mismo.

En cambio, este joven pródigo ¡se levanta! Actitud fundamental de todo camino de conversión evangélica. «Volvió hacia su padre.» Dicho esto, no les falta ambigüedad a las motivaciones de su «vuelta». Parece estar más atenazado por su vientre vacío que por la pena de haber ofendido el amor de su padre.

«Le diré: “Padre, he pecado contra ci cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”.» Tratado incluso como un simple doméstico, al menos la casa y la comida le estarán garantizadas. Y la bonita frase que prepara es en realidad una manera de salir del apuro. Según el espíritu de esta parábola, no debemos precipitarnos en hacer de este «pródigo» un modelo de conversión. Corremos el riesgo así, una vez más, de falsear el alcance de la enseñanza de Jesús. Pues si el padre hubiese abierto los brazos a un «hijo contrito», eso no hubiera escandalizado a los fariseos. Hace mucho ya que se sabía en Israel que Dios acoge a los «pecadores arrepentidos».

Si Jesús hubiese insistido, como ellos, sobre las habituales diligencias expiatorias, penitenciales... sus adversarios nada tendrían que decir. Pero justamente, lo que les plantea interrogantes es la actitud completamente diferente de Jesús, como la del padre de la parábola. Jesús no espera saber si los «pecadores» que le rodean manifiestan una verdadera contrición, ¡se invita a sus casas! De igual forma, una sola cosa parece que cuenta ante el padre de la parábola: ¡su hijo «ha vuelto»! Importa poco si sus motivaciones aún no son muy puras. En realidad, como ya hemos dicho, Jesús no pone el acento sobre la conducta del «pródigo», sino sobre el amor gratuito del Padre, sobre la alegría de dar, de perdonar.

«Se puso, pues, en camino y se fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos.» Cuando aún estaba lejos —lejos de la vida, del amor, perdido en el país de su pecado— el padre lo vio y se sintió «profundamente conmovido» (literalmente «fue trastornado hasta sus entrañas» como el Dios de la Alianza).

Dios Padre nos ama suficientemente como para esperarnos todos los días de nuestra vida. Su amor paciente siempre nos precede. Profundamente conmovido, él es siempre el que toma la iniciativa del encuentro, del perdón. El es el primero que sale de su «casa» para acudir al encuentro del hombre pecador. Esta salida «fuera de su casa» es también probablemente una discreta alusión al misterio de la encarnación, a la venida de Jesús a la tierra al encuentro de la humanidad perdida.

La reacción del padre ilumina nuestra mente sobre el tipo de relación que Dios quiere establecer con el hombre, incluso con el pecador. ¡No quiere su humillación! Como en la mayor parte de las escenas evangélicas de conversión, no hay prolongados discursos moralizantes ni exámenes de conciencia complicados. «Lo abrazó y lo cubrió de besos.» El padre sabe que su hijo se siente mal. Sabe qué amarga experiencia acaba de vivir. Sabe que su hijo necesita más ternura que palabras para cicatrizar sus heridas, para que se le devuelva el gusto por la vida.

«Pero el padre dijo a sus criados: Traed, en seguida, el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado. Y se pusieron a celebrar la fiesta» (Lc 15,17-24). Ese término de «en seguida» expresa toda la impaciencia del amor de Dios que desea rehabilitar al hombre pecador en su conducta filial. Vuelve a tener todos sus privilegios de hijo de la casa y dispone de nuevo de todos los bienes de su padre. El banquete que sigue es también un signo de rehabilitación puesto que, de nuevo, el hijo puede compartir la mesa familiar con el padre. Incluso algunos ven una discreta alusión a la comida eucarística, que es el banquete de los hijos pecadores yperdonados.

Así pues, esta parábola escenifica un drama permanente: el del hombre, de cada uno de nosotros, que camina errante lejos del amor creador del Padre. Nuestra vida es un «largo retorno» hacia la casa del Padre, la casa del Amor. Estamos en el corazón de la revelación que ilumina el misterio de nuestras relaciones con el Padre.

 

El perdón del Padre no es conforme con nuestra manera de medir


                  La segunda secuencia de esta parábola escenifica al primogénito, al hijo mayor. «Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa... » De nuevo, hay una vuelta a la «casa» del padre. Informándose de lo que ocurre, «él se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo». Aquí también es el padre el que «sale» de su casa para ir al encuentro de su hijo.

El hijo mayor se niega, pues, a entrar en la «casa del padre» diciendo: «Hace muchos años que sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado».

Servir, desobedecer, órdenes... la elección del yocabulario no engaña a nadie. Tal es el que está siempre en los labios de los fariseos y de los escribas, que deben reconocerse en ese hijo mayor escandalizado por la actitud del padre, al igual que ellos lo están con respecto a la actitud de Jesús.

Como ese hijo mayor, estiman que han adquirido derechos. ¡Para qué todos sus esfuerzos con el fin de cumplir con las exigencias de la Ley si cualquier pecador tiene derecho a los mismos miramientos! ¡Eso es injusto! ¿No estará minando ese Jesús todos los fundamentos de la moral y de la religión? Representa perfectamente a los «descendientes de Israel. Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas» (Rom 9,4-5) y les cuesta aceptar la conversión de los paganos.

Jesús, en esta parábola, a través de las palabras del hijo mayor, expresa perfectamente el punto de vista de sus interlocutores. ¡Los comprende! Pues en el intenor de su lógica, ¡tienen razón! Pero Jesús quisiera introducirlos en una lógica muy diferente, una lógica que no es la manera de medir humana: ¡la del amor desmesurado de su Padre celestial!

Finalmente, ese hijo mayor manifiesta que aún no ha captado la verdadera dimensión de la Alianza fundada sobre la gracia, el don de un amor gratuito. No consigue entrar en el corazón de su padre. Por otro lado, podemos destacar que no pronuncia ni una sola vez la palabra «padre». Se expresa como un servidor asalariado. Jesús, con mucha finura, opone las palabras empleadas por el hijo mayor y las del padre: «Pero llega ese hijo tuyo...». No se solidariza con su herma- no. Su padre le contesta: «Hijo, tú estás siempre con- migo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15,28-32).

El hijo mayor debe entrar en el misterio de la Alianza, acoger el espíritu del padre misericordioso; su psicología debe superar su estado para pasar de servidor a hijo amado gratuitamente. Sólo podrá reconocerse hermano de su hermano si se redescubre como hijo ante la tendencia gratuita del padre. Recalquemos que Jesús no quiere concluir su relato. Deja que cada cual lo haga mediante su decisión personal. No quiere juzgar a nadie, ni siquiera a los escribas y fariseos. Pero les invita a entrar en otra dinámica: la de la misericordia insondable del Padre.

Un Padre que no se revela ni paternalista ni supremo garante del orden, sino una invitación a la libertad del amor. Ni la Ley ni el orden patriarca1 son primeros, sino la calidad de las relaciones entre Dios y el hombre. El abajamiento de Dios que, en Jesús, sale de la «casa» del Padre celestial, abandona su «trono de gloria» para poder reencontrar al hombre, constituye el primer acto del perdón.

El perdón supone, por parte de quien perdona, una gran fuerza para no hacer de ello un instrumento de dominación. Pues bien, el hombre es demasiado débil para poder perdonar los males que sufre su semejante sin algún sentimiento de superioridad. Sólo Dios, porque es justamente y todopoderoso, todopoderoso de amor, puede limitar su propio poder, elegir el no-poder y conceder un perdón verdadero sin humillar al hombre. Todo es gracia.

Como dice Jesús al concluir las dos primeras parábolas de la misericordia: «Os aseguro que del mismo modo se llenarán de alegría los ángeles de Dios por un pecador que se convierta» (Lc 1,10), y como dirá también: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Perdonar es la alegría de Dios. Jesús es el rostro transformador de la misericordia del Padre: «Quien me ha visto, ha visto al Padre».

San Juan escribe incluso que él es nuestro abogado ante el Padre. «Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2,1). En el Hijo «ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres» (Tit 3,4). Jesús manifiesta esa misericordia de Dios Padre mediante su insólito comportamiento con Zaqueo, María Magdalena, Leví, todos ios pecadores, y mediante su enseñanza: «Entended lo que significa: misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13; 12,7).

El propio san Pablo hará la gran experiencia: «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Precisamente por eso Dios me ha tratado con misericordia, y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su generosidad» (1 Tim 1,13- i6). En el transcurso de su larga estancia en Efeso, donde salió de una tribulación que por poco le cuesta la vida, Pablo da gracias a Dios al que llama «Padre de las misericordias»: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo. El es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 1,3-4).

Cuando Jesús llora de compasión sobre Jerusalén, es Dios Padre quien llora sobre el trágico futuro que su pueblo se ha preparado: «Cuando se fue acercando, al ver la ciudad, lloró por ella, y dijo: “Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz!... pero no has reconocido el momento en que Dios ha venido a salvarte”» (Lc 19,41-44). En Jesús, es también Dios el que se queja: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de sus alas, y no has querido!» (Mt 23,37).

 

 

VII

LA ORACIÓN DEL HIJO A SU PADRE


Fuente y modelo de toda oración filial


             Podemos decir que la vida de oración de Jesús es uno de ios lugares privilegiados en el que nos revela el misterio del Padre. Desde toda la eternidad, el Hijo engendrado es alabanza del Padre y acción de gracias por su amor. Su oración se confunde con su estado de Hijo. Por su encarnación, Cristo ha dado un rostro hu— mano a esa oración filial. El es la «oración» hecha carne. «El Padre y yo somos uno» (Jn Io,3o). La intimidad de su oración constituye la mejor expresión de su identidad filial, que encontrará su cumplimiento final en el misterio pascual, cumbre de su vida de oración.

Todos los evangelios, explícita o implícitamente, se hacen eco de ese diálogo filial de Jesús con «su» Padre. Ulteriormente analizaremos el padrenuestro y la oración denominada sacerdotal que constituyen sus dos fuentes más ricas. Ese «Jesús orante», no sólo nos desvela algo de la intimidad del Padre, sino que nos enseña igualmente cómo vivir nuestra propia relación con Dios.

¡A través de la diversidad de sus oraciones, Jesús manifiesta que su Padre es la referencia única de toda su vida y de su misión, su alimento y su íntima respiración. La voluntad de amor del Padre es la fuente que surge de todo lo que es, de todo lo que desea, de todo lo que hace. Todas sus plegarias son abertura y acogida del «Padre».

Le da gracias por lo que realiza por medio de él. Tal fue la oración que hizo antes de resucitar a Lázaro de su tumba. «Cuando rodaron la piedra, Jesús, mirando al cielo, exclamó: “Padre, te doy gracias, porque me has escuchado. Yo sé muy bien que me escuchas siempre; si hablo así es por los que están aquí, para que crean que tú me has enviado”» (Jn 11,41-42). Le suplica en sus momentos de angustia: «Padre, ha llegado la hora». Y le pide la gloria: «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17,1).

Lucas, «el evangelista de la oración», pone particularmente de relieve sus retiros en los lugares solitarios para rezar, por la noche o muy de madrugada. Podemos pensar que fue durante sus largas horas de intimidad en la oración cuando Jesús comulga con el designio de salvación del Padre y asume las diversas etapas de su misión. «Por aquellos días, Jesús se re- tiró al monte para orar y pasó la noche orando a Dios» (Lc 6,12). Es evidente que su apremiante invitación a «orar siempre» con confianza y perseverancia (Lc 18, 1) ahonda en su práctica personal. Así pues, la oración forma parte integrante de su vida y de su misión: «Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1, 35).

Marcos subraya aquí el paso simbólico de la noche al amanecer que evoca la oposición de la luz y las tinieblas. Las tinieblas son la imagen tradicional del pecado en el que el hombre está encerrado. La luz del alba nueva evoca a Jesús que se levantará en la mañana de Pascua como un nuevo día. Alusión discreta al Cristo pascual. Su resurrección será el alba de un mundo renovado, liberado de las tinieblas del pecado, en que el hombre será de nuevo capaz de vivir, también él, la oración filial de Jesús.

«Se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar.» Marcos pone mucho interés en situar la oración de Jesús en el corazón de esta «jornada misionera típica» que construye en el primer capítulo de su evangelio. Quiere mostrar así que la oración de Jesús no es un paréntesis, sino que forma parte íntegra de su misión. Es incluso el corazón, la fuente vital.

Mientras la muchedumbre y los discípulos quieren acapararlo —«Simón y sus compañeros fueron en su busca... Todos te buscan»—, lo encuentran allí, solo, en oración, en un lugar solitario. Jesús, en el transcurso de sus jornadas apostólicas, se niega a dejarse absorber totalmente por la urgencia de la misión o por una popularidad fácil y siempre ambigua de la muchedumbre.

Necesita retirarse a un lugar solitario; necesita tiempo de soledad, para dialogar con su Padre y contemplar. El evangelista quiere así significar a su comunidad que la fuente permanente de la misión de Jesús y la de la Iglesia, así como ahondar en la Buena Nueva es Dios Padre encontrado en el silencio de la oración.

Jesús no sólo reza para renovarse. Ese «cara a cara con el Padre» forma parte de su ser. También la plegaria es constitutiva de su misión; en sí misma es un acto misionero. Al igual que el Hijo, en la oración nos dejamos realizar por el amor dei Padre, colaboramos en su obra de salvación al acoger su vida, su amor, su Espíritu, su designio de amor sobre el mundo.

Jesús nos revela que ser apóstol es ser testigo del Padre, un reflejo de su presencia actuante. «Lo que hemos oído, lo que hemos visto, lo que hemos contemplado... os lo anunciamos» (1 Jn 1,1). Para Jesús, como para nosotros, la oración es una necesidad vital, con el fin de posicionamos continuamente ante nuestra misión, nuestro compromiso frente al Padre que nos envía, y para no desnaturalizar, reducir la Buena Nueva de Dios a una simple ideología religiosa.

El comportamiento de Jesús descalifica todas nuestras malas justificaciones para no dedicar tiempo gratuito a la oración. Jesús actuó sin despreciar nunca esos momentos intensos, esas «citas de amor», gratuitos, junto a su Padre.

Jesús jamás opone acción y oración. Su misión es un doble impulso de un mismo amor, hacia su Padre y hacia los hombres. Dos dimensiones indisociables de todo testigo, de todo apóstol de la Buena Nueva.

«Y les dijo: Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos.» Su oración no es una evasión, una huida de la misión, sino que, enraizado en la oración, va más allá. Esa «otra parte» tiene en Marcos un significado eclesial y misionero. La oración reenvía al testigo a su misión. Ser apóstol es siempre ir «a otra parte», hacia los que están lejos. «Pues para eso he venido.» Detrás de la trivialidad de esa nota, Marcos evoca todo el misterio de la encarnación: Jesús viene de Dios. Es el enviado del Padre.

El evangelista Lucas nos lo muestra también en oración en los momentos importantes de su ministerio: durante su bautismo, antes de llamar a los apóstoles, antes de la profesión de fe de Pedro, en el monte de la transformación, para sostener la fe de Pedro, antes de enfrentarse a la prueba de su Pasión y hasta en la cruz.

Jesús es el Hijo que oró y ora al Padre. Él es la justificación suficiente de la oración. ¿Por qué rezar? Porque Jesús oró. Rezar es también una forma de seguir las huellas de Jesús. ¿Cómo seguir al Hijo sin poner la adoración al Padre en el centro de la vida? Siempre debemos evangelizar, convertir nuestra oración en la escuela de Jesús orante. Al contemplar el acontecimiento-Jesús, descubrimos a la vez quién es Dios Padre y quién es el hombre, esos dos socios de la oración. Su encarnación —y por tanto su oración— son una Buena Nueva permanente para el hombre.

 

El hombre Jesús descubre su identidad en la oración de petición

 

Lo que podría parecernos lo más insólito en Jesús es su plegaria de petición. ¿No es extraño que él, el Hijo amado del Padre, necesite «pedir» al que es uno con él? Pero en el plano de la oración, volvemos a encontrar al hombre Jesús que, por su encarnación, se sometió a la ley del devenir.

Si Jesús es el Hijo del Padre desde siempre, eternamente engendrado, como hombre en la tierra debe realizar a través de sus relaciones y sus compromisos lo que es. El tenía que ser, para sus hermanos los hombres, el modelo del «hijo» que descubre su verdadera identidad en la relación con el Padre y crece en la aceptación de su voluntad de amor. Jesús, por medio de su vida de hombre nos muestra cómo debemos consentir en nuestra vocación de hijo adoptivo.

Por sus plegarias de petición, nos revela que la felicidad del hombre consiste en convertirse en un «hijo» que recibe todo del Padre, que se deja amar y modelar a la medida del amor del Padre. Toda su vida es una «subida», una ascensión hacia el Padre que es su identidad y su verdadera felicidad. El es el «Hijo que está en el seno del Padre» (Jn i,i8). Cuando sube al monte para orar, cuando «levanta los ojos hacia el cielo», su propio cuerpo manifiesta ese «ascenso» hacia el Padre que es su identidad, y también la nuestra.

Nos revela el camino dinámico del destino de todo hombre. El es «el hombre» que no termina de «pasar» de este mundo terrestre al Reino del Padre (cf. Jn 13,1).

La única vez que Marcos —y es el primero de todos los evangelistas que lo ha hecho— pone en los labios de Jesús la invocación de «Abba», es justamente en el transcurso de su oración en el monte de los Olivos, la víspera de su Pasión: «Decía: “Abba, [Padre]! Todo es posible. Aparta de mí esta copa de amargura. Pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”» (Mc 14,36).

¿Por qué Marcos pone esta invocación íntima, filial, confiada en el instante paradójico en que justamente Dios no intervendrá para cambiar el destino de Jesús? Sin duda para darnos a entrever el misterio del Padre. Pues es ahora cuando Jesús va a manifestar el increíble designio de salvación del Padre. «Jesús dijo a Pedro: Envaina de nuevo tu espada. ¿Es que no debo beber esta copa de amargura que el Padre me ha  preparado?» (Jn 18, 11). Como más tarde desarrollará san Juan, Marcos quiere mostrarnos que en la hora de su Pasión es cuando Jesús se revela plenamente como Hijo del Padre y cuando manifiesta la gloria del Padre. Hijo obediente, subordina su voluntad humana al designio de salvación del Padre. «Me encuentro profundamente abatido; pero, ¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, sálvame de lo que se me viene encima? De ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre, ¡glorifica tu nombre! Entonces se oyó esta voz venida del cielo: “Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo”» (Jn 12,26-28).

            El Padre lo glorificará resucitándole; un acontecimiento que acreditará su identidad y su misión. ¿Cómo comprender que la cruz, hora de las tinieblas, sea también la de la revelación suprema del Padre? ¡Misterio! Jesús, agonizante en la cruz, es la palabra más fuerte de la revelación del amor del Padre por los hombres y del amor del Hijo que se adhiere hasta el final al designio de su Padre. «Todo está cumplido, dijo Jesús. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,30). El último suspiro anuncia la llegada del Espíritu que nos dará a comprender los lazos íntimos entre el Padre y el Hijo.

Este relato de la Pasión muestra así la singular paternidad de Dios que manifiesta su poder por medio de la debilidad y abajamiento en la cruz de su Hijo. Justamente en el don supremo de su muerte, el Padre lo acoge y engendra en plenitud. El Espíritu de amor, que, durante toda su vida terrestre fue el impulso de su vida de oración, le hace pasar del mundo al Padre. Su Pascua es la fuente y modelo de toda oración cristiana, que es siempre un «descentramiento», una génesis, una subida hacia el Padre. En el seno de la humanidad, imprime un rastro de luz, una atracción universal hacia su realización. «Y yo, una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn ‘2,32).

Podemos decir que la muerte y resurrección de Jesús es la cumbre de la oración filial. «El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado [...]. Alcanzaba así la perfección [glorificado], se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,7-9). En él y por él, nuestro itinerario pascual, misterio de muerte y resurrección, se convierte en oración.

La oración forma parte de nuestra génesis, el del hijo que emerge de su condición terrenal para ir hacia el Padre. Orar es, en Cristo Jesús, dejarse engendrar. Engendramiento que, desde el drama del pecado, es un engendramiento pascual. Orar es permitir a Dios que nos ame y nos salve amándonos.

Al contemplar a Jesús crucificado que ama a los suyos hasta el extremo, podemos contemplar el amor del Padre. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único» (Jn 3,16). A imitación de la figura profética de «nuestro padre Abrahán», el Padre «no perdonó a su propio Hijo» (Rom 8,32). La dimensión redentora de la encarnación de Jesús es también la obra del Padre que, no formando más que uno con él, sufre por la negativa trágica de sus criaturas. Jesús sufrió porque asumió la imperfección de nuestra condición terrestre.

Dicho drama, durante el cual Dios acepta que su Hijo sea «entregado» en manos de los hombres pecadores, afectó necesariamente a su amor de Padre. Dios no es impasible, aunque no pueda sufrir a la manera de los hombres. No podemos imaginar al Padre indiferente ante la muerte de su Hijo que muere en una renuncia total a sí mismo.

La cruz de Cristo nos obliga a reflexionar sobre el poder divino cuyo amor se hace vulnerable. El corazón del Padre también se manifestó en el sufrimiento y las humillaciones de Jesús. Pero justamente, ¿no es en este abajamiento increíble donde Dios revela su verdadero poder, el del amor del Padre que se da? «Pues lo que en Dios parece una locura es más sabio que los hombres» (1 Cor 1,25). Esto nos invita a corregir nuestros conceptos sobre el poder y la gloria divinos con el fin de introducir ahí la extraordinaria humildad del don de sí. El amor sólo está vivo cuando se da.

El Espíritu es el fuego de amor que triunfa en la mañana de Pascua resucitando a Jesús en la plenitud de su filiación. El Espíritu es aquel por medio del cual el Padre engendra, saliendo de sí mismo. El Espíritu es el amor del Hijo que se da al Padre. En el Espíritu, cada cual, el Padre y el Hijo, se despoja de sí mismo para ser la plenitud del otro. El Padre y el Hijo se ven colmados el uno por el otro en ese don mutuo. Tal es el misterio de la perfección divina, en que el don de sí es al mismo tiempo suprema comunión. En su Hijo, que ha asumido nuestra humanidad, toda la creación ha concluido al hacerse totalmente filial. El gozo del Padre se halla en ver finalmente al mundo renacer a su vocación inicial a través de la muerte de su Hijo.

Jesús, pedagogo de la oración

            Jesús no puede vivir sin estar en relación con el Padre, que es su vida. Este diálogo de la oración es tan vital para la vida y la felicidad del hombre que, en este ámbito, se preocupó a menudo por la formación de sus discípulos. Quiere claramente que recen, a menudo, no una oración machacona u «ostentatoria», sino una oración filial discreta y perseverante. El Padre ve en el secreto de los corazones. «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente... Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará. Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis» (Mt 6,5-8).

Nuestra oración no tiene como finalidad informar al Padre, sino abrirnos a los dones espirituales que nos quiere ofrecer para ayudarnos a vivir los acontecimientos presentes, buenos y malos, como hijos de Dios. Y la eficacia de esta oración no depende de la cantidad de palabras pronunciadas sino de la disponibilidad interior del que ora.

Jesús está convencido de que toda petición hecha con filial confianza es oída por el Padre. «Y todo lo que pidáis con fe en la oración lo obtendréis» (Mt 21,22; cf. también Lc 8,i-7). Sobre todo está dispuesto a otorgarnos el don más valioso, el del Espíritu Santo, fuente de amor nuevo y de vida eterna. «Pues yo os digo: pedid y recibiréis; llamad y os abrirán. Porque todo el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama le abren. ¿Qué padre, entre vosotros si su hijo le pide un pez, le va a dar en vez del pescado una serpiente? ¿O si pide un huevo, le va a dar un escorpión? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,11—13).

El Padre es particularmente sensible a la oración y comunitaria. «También os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mt 18,19).

Sólo después de haber recibido el Espíritu Santo, don de su Pascua, los discípulos podrán realizar realmente la experiencia del asombroso privilegio de «poder» decir Padre a Dios. Esta nueva intimidad entusiasmará de tal forma a san Pablo que mantendrá la expresión aramea «Abba-Padre» en sus cartas escritas en griego, con el fin de subrayar claramente la originalidad y profundidad de esta nueva manera de entrar en relación con Dios (Gal 4,6 y Rom 8,15).


Cristo, mediador único de la oración al Padre

 
             La oración de Jesús está hecha de petición y acción de gracias, de alabanza y abandono confiado entre las manos del Padre. Desde ahora, unidos a él, nuestra oración se asocia a su eterna oración filial. La oración litúrgica se vuelve a menudo hacia el Padre. Y se le dedica la mayor parte de las oraciones y todas las plegarias eucarísticas, tanto en Oriente como en Occidente. Es normal que dichas acciones de gracias se vuelvan hacia el Padre, puesto que todo viene de él. Dentro del cristianismo, se ofrecen por medio del Hijo que es uno con su Iglesia animada por el Espíritu Santo.

Los textos del Nuevo Testamento subrayan unánimemente que la oración del cristiano es esencialmente una participación en la oración de Cristo. El padrenuestro es inicialmente la oración del Hijo que Jesús nos confía. Por esa razón, la Iglesia primitiva lo insertó en la liturgia bautismal, después en la liturgia eucarística. A partir del momento en que el catecúmeno está unido a la Pascua de Cristo es cuando puede, como él, invocar a su Padre celestial.

Y cuando Cristo eucarístico está presente en medio de ellos es cuando los cristianos pueden decir mejor a Dios «Padre nuestro», uniendo sus voces de acción de gracias a las del Hijo único. Un cristiano no puede concebir su plegaria fuera de la del Hijo, que es el único adorador, intercesor y glorificador, en quien el Padre encuentra todo su gozo y su suficiencia. Es el mediador de toda oración. Así pues, la oración del hombre sólo es posible por Jesús, con Jesús y en Jesús que adora e intercede por nosotros. Es aquel por quien toda gracia desciende del Padre y hacia quien vuelve toda acción de gracias. Toda plegaria, desde la más sencilla a la más sublime, es participación, comunión en la única plegaria actual, permanente de Cristo vivo. El asume todas las plegarias del mundo. En él, nuestra plegaria se hace oración, su acción de gracias, su intercesión, su adoración.

Creer en Cristo vivo es creer en Cristo orante. Tal es la originalidad de la oración de los cristianos. Cada creyente y toda comunidad cristiana oran a Dios Padre diciendo: «Por Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos», como muestra la conclusión de todas las oraciones litúrgicas de la Iglesia.

Sabemos que desde ahora, Dios tiene continuamente ante él, en el corazón de su intimidad divina, a nuestra humanidad que, en Jesús, adora, intercede y da gracias. En el propio seno de la vida trinitaria, el Hijo, cuyo cuerpo glorificado conserva las huellas de su Pasión, es nuestra humanidad que suplica, grita, intercede, día y noche, ante el Padre.

Y si el propio Jesús quiso iniciar a sus discípulos en la oración para asociarlos a su propia plegaria, es porque quiso que su oración filial se encarne, hoy y mañana, por el mundo entero. Quiere multiplicar hasta el infinito su oración, con el fin de que se eleve tanto en el ajetreo de las ciudades como en el silencio de los monasterios. Así, su piedad filial, única, perfecta, se propaga de generación en generación, como una ola de amor en el corazón de sus hermanos para fecundar el corazón de la tierra. Pero no quiere hacer nada sin nuestro consentimiento. Debemos, pues, acoger libremente su Espíritu, para que rece con nosotros: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Pues sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

En la madrugada de la resurrección de Jesús, el evangelista Mateo nos dice que el velo del Templo se rasgó, para darnos a entender que a partir de ahora todo hombre puede entrar de nuevo en la intimidad del Padre. «Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así» (Jn 4,21-23).

 

 

 

 

 

 

VIII


CUANDO ORÉIS, DECID: PADRE NUESTRO


                El hecho de que la mayor parte de los tratados de los Padres de la Iglesia sobre la oración sean comentarios del padrenuestro manifiesta su importancia en la tradición cristiana. La profundidad y densidad de este «compendio del Evangelio», como dice Tertuliano, no pueden captarse más que refiriéndose continuamente a la enseñanza y oración de Jesús. Nunca diremos suficientemente que este «padrenuestro» es ante todo la oración de Jesús.

Esta oración nos ha sido transmitida por dos tradiciones, la del evangelio de Mateo, elaborado por una comunidad compuesta por judíos convertidos, y la del evangelio de Lucas, escrita por cristianos llegados  del paganismo. Ello explica sus diferencias. Según la opinión de la mayor parte de los exegetas, habría que elegir la versión corta de Lucas y la formulación de las peticiones utilizada por Mateo para acercarse a la oración inicialmente enseñada por Jesús, probablemente en arameo.

El contexto de cada evangelista es igualmente iluminador. Mateo sitúa esta enseñanza de Jesús en el marco del «Sermón de la montaña». En ella opone en particular el «padrenuestro» a la devoción a veces hipócrita de los fariseos.

El contexto de Lucas parece más histórico, puesto que es en el marco de la oración de Jesús cuando los discípulos, fuertemente impresionados por la intensidad y frecuencia de su propia oración filial, le pidieron que les iniciase en su manera de orar. «Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan [el Bautista] enseñó a sus discípulos”. Jesús les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre...”» (Lc 11,1-2). Nuestra oración surge de la de Jesús que aquí nos confía un extracto de su propia oración. Esta oración está bien construida, puesto que las tres primeras peticiones se refieren directamente a Dios, y las tres últimas a los hombres.

 

«Nuestro»

 
              Lucas abre esta oración por medio de un conciso «Padre», mientras que Mateo dice: «Padre nuestro que estás en los cielos», fórmula típicamente judía bastante frecuente en su evangelio. Esta invocación en plural nos recuerda que la oración cristiana es siempre comunitaria. El cristiano nunca se dirige él solo a Dios, sino siempre en comunión con todos los hombres. Es imposible recitar el padrenuestro fuera de un pueblo, de una comunidad de hermanos y hermanas.

Decir «Padre nuestro» es reconocerse hijos de Dios y miembros de una misma familia. «Padre nuestro», «danos nuestro pan», «perdónanos nuestros pecados». Este plural repetido desborda ampliamente el círculo de los discípulos. Jesús inaugura una comunidad nueva compuesta por todos los que se abren al designio de salvación de Dios.

Decir cada día «Padre nuestro» es aprender a vivir como un hijo bajo la mirada del Padre, y a la vez, es aprender a ser un hermano para todo hombre y a vivir en comunión con todos. Una comunión que tiene su fuente y su realización en la trascendencia de un Dios que es él mismo una comunidad de personas, un misterio de relaciones interpersonales.

 

Padre nuestro celestial


              Literalmente: «Padre nuestro que estás en los cielos». Pero esta expresión corre el riesgo de orientar a nuestros contemporáneos hacia una imagen demasiado espacial: el cielo de los astrónomos o de los astronautas. Para el pensamiento semítico, no se trata de una localización cualquiera, sino de una manera de evocar la trascendencia de Dios. Por ese motivo, la TEB (Traducción Ecuménica de la Biblia) ha traducido con buen criterio «Padre nuestro celestial», que evoca mejor al que carece de medida común con nuestro mundo creado.

Esta invocación, «que estás en los cielos», bastante corriente en el judaísmo contemporáneo de Jesús y de la literatura rabínica, permitía evitar toda confusión entre Dios y el padre terrestre de cada cual o Abrahán, el antepasado común, a menudo llamado «nuestro padre». Permite igualmente que se evite pronunciar el Nombre divino. Mateo emplea más de veinte veces esas expresiones: «Mi Padre» o «vuestro Padre, el que está en los cielos».

Se yuxtaponen así dos títulos aparentemente contradictorios, «padre» y «celestial». Dios es a la vez el Cercano y el Trascendente. La invocación es, pues, el eco de la oración del propio Jesús, que asocia siempre ambas dimensiones del misterio de Dios: su íntima proximidad y su trascendencia: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Lc 10,21).

El judaísmo de los tiempos de Jesús ya no teme afirmar la paternidad de Dios. Frecuentemente encontramos la expresión «Padre nuestro» o «Padre nuestro, nuestro rey» en una invocación colectiva. Y en su oración privada, el judío piadoso no duda en decir «padre mío que estás en los cielos», pero no encontramos prácticamente ningún texto que se dirija a Dios diciendo simplemente: «Padre mío». Incluso en los himnos de la comunidad de Qumran, que muestran una profunda piedad personal, si Dios es a veces comparado con un padre, se evita la invocación «Padre mío».

Parece claro que Jesús da un nuevo contenido a la palabra «Padre». Numerosos exegetas estiman que detrás de esa palabra griega, Pater, que Lucas emplea sin ninguna precisión, se encuentra la palabra aramea Abba, que, en la lengua profana, significa tanto «padre» como «mi padre».

En los escritos rabínicos de la época de Jesús, se pone en boca de los hijos pequeños que se dirigen a su padre. Es, pues, una palabra del lenguaje familiar, cargada de una confianza infantil como la palabra española «papá». Pero no existe ningún texto judío que utilice ese término de abba para invocar a Dios en la oración.

Ningún judío se hubiera atrevido a invocar al Dios de Abrahán, cuya majestad y santidad hacían temblar a los profetas, por medio de esta expresión demasiado familiar.

Pues bien, es esa palabra, abba, la que Jesús parece utilizar en sus oraciones privadas, aunque sólo se encuentre esa invocación tres veces en el Nuevo Testamento. Una sola vez en los labios de Jesús en Getsemaní: «Abba, Padre! Todo te es posible. Aparta de mí esta copa de amargura» (Mc 14,36), y dos veces como oración de los cristianos en san Pablo (cf. Rom 8,14- 16; Gál 4,6). ¿Qué significado exacto le da a esa expresión? Sólo podemos aclararlo por el contexto del conjunto de su vida y de su mensaje. Por toda su vida, sus actos y su enseñanza, Jesús es el desvelamiento, la manifestación de Dios Padre. La paternidad de Dios es verdaderamente el corazón de la revelación. Vino para enseñarnos a decir «Padre». Invitándonos a orar a Dios llamándole «Abba», nos introduce en la familiaridad de su propia relación íntima, única, filial, y quiere darnos a comprender que Dios es tan íntimamente cercano que desea establecer con cada uno de nosotros lazos de confianza y de ternura. Audacia desmesurada, si no encontrara su fuente en la invitación del propio Jesús.

Para san Pablo, la Buena Nueva consiste justamente en el hecho de que, a partir de ahora, podemos, habitados por el Espíritu, acercarnos a Dios atreviéndonos a decir con toda confianza: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis recibido un espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: “Abba, Padre!”» (Rom 8,14-15).

Cuando Jesús nos invita a decir «Padre nuestro», abre el más formidable interrogante metafísico y espiritual. Es una oración propiamente revolucionaria que 1 cuestiona todas nuestras relaciones humanas y todo sistema socioeconómico.

Decir a Dios: «Padre nuestro» es a la vez abrirse a la verdad de Dios y a nuestra propia verdad de hombre, de hijo y de hermano. La historia ha mostrado que negar esta trascendente paternidad de Dios es, más pronto o más tarde, negar la dignidad del hombre. Proclamar la muerte de Dios, ya es anunciar la muerte del hombre.

¿No es el objetivo final de la misión de la Iglesia, de todos los cristianos, el de abrir el corazón de todos los hombres a ese misterio de paternidad divina que revela el misterio del hombre, y el de hacer de la humanidad una gran fraternidad?

 

Haz que te reconozcan como Dios


              Literalmente: «Santificado sea tu nombre». Nosotros optamos por la formulación de la Biblia ecuménica, que ha traducido las fórmulas pasivas por imperativos, porque en arameo el pasivo es una manera de invitar a Dios a actuar. Pues él es el actor principal de los tres primeros deseos del padrenuestro cuya realización supera las capacidades del hombre.

«Santificado sea tu nombre!» Comenzamos rindiéndole homenaje al reconocer que todo está entre sus manos, que él solo es capaz de manifestar su verdadera identidad que está más allá de lo que el hombre puede comprender o decir.

           

 

LA ORACIÓNDEPETICIÓN

 

              Los cristianos, hoy día, no tienen muy claro lo que hay que pedir a Dios. ¿Qué es lo que depende de la providencia divina y qué es lo que depende le la libertad responsable del hombre? Un cierto malestar paraliza nuestras oraciones de petición. ¿No se dicen plegarias habitualmente utilitarias, interesadas, centradas en nuestras necesidades inmediatas, y a menudo, egoístas? A menudo también, dichas preces son una manera de procurarnos una buena conciencia: pedir por la paz o la justicia para los pueblos que están lejos de nuestras fronteras no interfiere demasiado en nuestras costumbres y en nuestros privilegios.

            Querer manipular a Dios, querer que cambie de opinión o suplicarle para que intervenga en todos los acontecimientos, ¿no es eso reducir al hombre al papel de una marioneta de la que sería Dios el que tirase de la cuerda? ¿No sería todo eso indigno de Dios y del hombre? Por otro lado, vemos que las Escrituras dicen: «Dios no miente como el hombre. ¿Acaso no cumple lo que anuncia?» (Nm 23,19). «Toda dádiva buena, todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces, en quien no hay cambios ni períodos de sombra» (Sant 1,17-18).

            ¡Imaginemos a Dios sometido al deseo y los caprichos de los hombres! ¿A quién escuchar?: ¿al campesino que pide lluvia o al turista que pide sol? ¿La victoria de tal pueblo contra tal otro que le pide igualmente que se coloque del lado de sus ejércitos? Semejante petición nos confunde...Y sin embargo, paradójicamente, constatamos que el hombre moderno, que creemos que ha evolucionado, que se cree racional, se siente lleno de contradicciones. ¿Cuántos de nuestros contemporáneos están siempre al acecho del menor hecho milagroso, de apariciones insólitas, de curaciones, de gurús, de curanderos, de mercaderes de la felicidad para el futuro? El hombre, al ser una criatura incompleta, frágil, y sobre todo mortal, no puede dejar de pedir la salud, la seguridad, la felicidad, la vida.

            Jesús, que conoce bien el corazón del hombre y sus necesidades, no duda en invitar a sus discípulos a que «pidan» con audacia y perseverancia. Incluso la oración de petición es la más frecuentemente evocada en los evangelios. Pero, ¿qué pedir y cómo? La oración de petición, como cualquier otra forma de plegaria cristiana, debe estar sometida a una doble y permanente purificación. Continuamente debemos purificar nuestro concepto de Dios y nuestro concepto del hombre, con el fin de vivir mejor ese diálogo entre Dios y el hombre. Una vez más, la enseñanza de Cristo es el primer lugar de la conversión de esta forma de oración. Siguiendo la escuela de Jesús, debemos evangelizar nuestra oración de petición si queremos que sea cristiana, es decir, respetuosa con el misterio de Dios y del hombre.

 

¿Por qué pedir?

 

                Jesús comienza recordándonos que la oración no es ni un asalto de fórmulas ni una palabrería intempestiva para refrescar la memoria de Dios o cambiar su voluntad. La oración de petición no informa a Dios sobre nuestras necesidades, pues ya conoce nuestras necesidades. «Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen ios paganos, creyendo que Dios los va a  escuchar por hablar mucho. No seáis como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis» (Mt 6,7-8).

Entonces, ¿por qué pedir? Porque esta oración nos hace disponibles a los dones que Dios quiere otorgarnos y que no puede hacerlo si no se lo pedimos. Porque toda relación —y la oración es una relación de amor— supone un diálogo. En la mesa de familia, cada cual no se sirve como quiere. Todo está al alcance de la mano. Pero se pide: «Papá, ¿me quieres pasar el pan?». El hijo sabe perfectamente que el padre no se lo va a negar. Pero sin ese diálogo, ya no existe vida familiar, ya no hay intercambio. ¿No constituye pedir y dar, acoger y ofrecer, la expresión misma de la comunicación, una necesidad del amor que es siempre don y acogida?

La parábola de la viuda importuna y la del hombre que molesta a su amigo en plena noche y que termina obteniendo lo que pide (Lc 1,18) ilustran la enseñanza de Jesús sobre la perseverancia de la oración de petición. Y Jesús comenta estas parábolas: «Pues bien, yo os digo: “Pedid, y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá”. Porque todo el que pide recibe, y el que busca encontrará, y al que llama se ie abrirá. ¿Acaso si a alguno de vosotros su hijo le pide pan le da una piedra? O si pide un pez le da una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7,7-11). Y Lucas precisa: «Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11,13).

Dios sólo nos dará en la medida de nuestras peticiones, en que nos abramos a todos sus dones; y en particular al que los contiene todos: el Espíritu Santo, el amor actuante y creador. Dios no quiere hacer sin nosotros lo que ha decidido hacer con nosotros.

 

La oración de petición honra al Padre y no aliena ni al Hijo ni a los hombres

 

           El propio Jesús no duda en hacer peticiones a su Padre. Así pues, pedir no es indigno del hombre. Es incluso propio de los niños pedir lo que necesitan para vivir. La oración de petición es, pues, la oración de los hijos que se vuelven hacia su Padre para vivir de sus dones.

Lejos de ser indigno de Dios, esta oración le rinde homenaje, puesto que ella le glorifica al reconocer su paternidad. Nuestras confiadas peticiones le alegran más que todas nuestras prosternaciones. Nuestras peticiones cumplen con su designio creador de Padre, que no existe más que en el don de sí mismo. Permitir a Dios que nos dé es colmarlo de alegría. Su gloria consiste en hacer de nosotros hombres vivos. Pedir y acoger los dones de su amor paterno son la adoración y la alabanza que prefiere.

Pedir a alguien que nos quiere y, por encima de todo, quiere nuestra felicidad, no es, pues, humillante. Al igual que Jesús Hijo encuentra todo su gozo recibiendo de su Padre, el hombre se realiza acogiendo los dones del Padre.

El Padre engendra al Hijo sin que por ello sea superior, y el Hijo recibe todo del Padre sin que por ello sea inferior. El deseo de Dios no es el de un poderoso humano que quiere hacer sentir su superioridad por la dependencia de sus súbditos. El desea compartir todo lo que es con su Hijo y sus hermanos los hombres. Sólo es Padre en la aceptación libre y amorosa de su Hijo y de los hombres sus hermanos.

El hombre no teme decir: «Haz que se cumpla tu voluntad», pues esa voluntad es la del Padre que, por encima de todo, quiere la felicidad plena de sus hijos. No debemos «resignarnos» a la voluntad de Dios como uno se resigna a los caprichos arbitrarios de un soberano humano.

Por el contrario, debemos desear la realización de su voluntad paterna que no quiere más que lo que es bueno para cada uno de nosotros. Decir: «Hágase tu voluntad», es otra manera de pedir al Espíritu, el amor personificado del querer divino, para que realice, en nosotros y en nuestro alrededor, el designio del Padre.

Para Jesucristo, esta plegaria de petición no parece ser una dimisión, un chantaje o una alienación. No es incompatible con la libertad del hombre, pero no dice que Dios nos otorgará cualquier cosa: una cartera perdida, o el acierto en la lotería. El relato de la samaritana, en san Juan, ilustra perfectamente esta pedagogía de la «oración de petición». Jesús abre el diálogo por ser el primer «peticionario»: «¡Dame de beber!». Así, lleva a esta mujer a que pida a su vez y que profundice su petición para acoger finalmente el don que Dios quiere hacerle: el del Agua viva de su Espíritu.

La samaritana pasará de su sed de agua terrestre al «Agua viva», símbolo de la Vida de Dios, única capaz de satisfacer su sed de vivir para siempre. «Dame ese agua, así ya no tendré más sed.» La fe surgirá en el corazón de esta mujer. Así, su oración se verá atendida más allá de la materialidad de su petición.

El diálogo entre Jesús y los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, constituye otro ejemplo de esta pedagogía de Dios: «“Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte.” Jesús les preguntó: “Qué queréis que haga por vosotros?”. Ellos le contestaron: “Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria”» (Mc 10,35-45).

La petición de los hijos del Zebedeo corresponde perfectamente con la mentalidad oriental según la cual, el éxito de un miembro de la familia debe extender- se al conjunto del clan familiar. Desean, pues, de forma natural compartir el poder y el honor y los primeros puestos con Jesús cuando éste sea el jefe.

Jesús no condena su oración de petición —al igual que Dios jamás desprecia nuestros deseos demasiado estrechos, sino que ios purifica—, simplemente responde: «No sabéis lo que pedís!». Vuestro deseo de gloria apunta mucho más allá que vuestra petición humana, tan limitada aún. Finalmente, Santiago y Juan conseguirán ese puesto de honor, esa «gloria». Serán escuchados, pero sólo después de haber vivido el itinerario de Jesús, que pasa por la muerte. «¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?»

El Padre confia en Jesús, que dispone totalmente de su Reino para abrirlo a todos los que creerán en él yle seguirán por el camino de la Pascua: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y yo os hago entrega de la dignidad real que mi Padre me entregó a mí» (Lc 22,28-29).

 

La oración de petición como lugar de purificación de nuestros deseos


            Si Jesús nos invita a «pedir», debemos constatar que nuestras peticiones parecen ser escasamente atendidas. La realidad vivida parece contradecir todo eso que Jesús y los evangelios nos dicen sobre ese tema. De hecho, existe a menudo un malentendido entre Dios y nosotros. Nuestras peticiones están raramente de acuerdo con nuestras necesidades. El hombre pide, por ejemplo, aprobar un examen, cuando Dios quiere que su vida tenga éxito. El hombre pide satisfacciones de un deseo inmediato, mientras que Dios quiere escuchar su deseo de gozo infinito.

Dios tiene amplitud de miras para el hombre. Su amor es siempre mayor que nuestra petición, pero, a través de nuestras torpezas y estrechez de miras de nuestras peticiones, responde al infinito de nuestros deseos. Así, en la oración de petición no hago presión sobre Dios, no encierro a Dios en el plano de mis necesidades inmediatas, sino que soy yo el que, poco a poco, va ahondando mis deseos y me abro al don de Dios. La oración es una escuela de verdad, de lucidez, de humildad donde me voy a purificar, reorientar mis deseos, descubrir mis límites, mis insuficiencias, mi incapacidad para realizarme yo solito, para colmar mi sed de vida y de amor.

En la oración, descubriré mis verdaderas necesidades. El hombre es el único ser que se vuelve hacia Dios —lo que lo distingue del animal— con el fin de recibir de él su realización. Y ello no constituye una dependencia alienante, pues Dios es un poder de amor creador que no aliena al hombre, sino que hace que viva. «Pedimos a Dios lo que nos gusta. Y Dios nos da lo que nos conviene. Esa es la gran diferencia» (Bernanos).

Dios conoce nuestras verdaderas necesidades «incluso antes de que se las pidamos». Siempre atiende nuestras súplicas, pues, a pesar de nuestra estrechez, escucha el infinito de nuestros deseos. Es el Espíritu Santo quien purifica, convierte nuestro deseo espontáneamente centrado en nuestros intereses inmediatos en deseo de Dios sobre nosotros. Amplía nuestra oración de petición; la abre hacia un porvenir más amplio, sobre un proyecto de amor más extenso. «La finalidad de la oración consiste más en ser otros que en conseguir lo que pedimos. Deberíamos ir más lejos y decir que pedir algo a Dios nos transforma poco a poco en personas capaces de ir más allá, a veces, de lo que pedimos» (Sóren Kierkegaard).

 

Primera condición: pedir con fe


           Cristo nos dice claramente que la oración de petición no puede ser «cristiana», digna de «hijos de Dios» si no obedece a tres condiciones. La primera consiste en pedir con fe. «Tened fe en Dios.

Os aseguro que si uno dice a este monte: “Quítate de ahí y arrójate al mar”, si lo hace sin titubeos en su interior y creyendo que va a suceder, lo obtendrá. Por eso os digo: todo lo que pidáis en vuestra oración, lo obtendréis si tenéis fe en que vais a recibirlo» (Mc 11,22- 24).

Hemos visto que la pedagogía de esta oración está en convertir nuestros deseos al don de Dios. La «eficacia» o el resultado de esta oración de fe se sitúa, pues, en el corazón mismo de la oración: nos pone en comunión con el Padre y nos abre a su designio de amor.

 

Segunda condición: pedir en su nombre


             «Cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os lo concederé, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Os concederé todo lo que pidáis en mi nombre» (J n 14,13-14). A sus discípulos, que tan a menudo han frecuentado la sinagoga, desde su infancia, Jesús les dice que hasta el presente aún no han orado como «hijos». «Os aseguro que el Padre os concederá lo que le pidáis en mi nombre. Hasta ahora, no habéis pedido nada en mi nombre, pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16, 23-26). La paternidad divina tal como Jesús la revela en su relación filial, era para ellos una novedad radical.

Hemos visto que, desde su resurrección, Jesucristo es el único mediador de toda oración cristiana. Nuestra oración no es más que una participación en la suya. Desde ahora, siempre tenemos que orar al Padre «en su nombre». Y esto no es una simple fórmula. No es suficiente con añadir al final de nuestras oraciones: «Por Jesucristo» para que sea una oración hecha en nombre de Jesús; pues pedir «en nombre» de alguien supone que se esté bastante íntimamente vinculado con él para conocer sus deseos, sus aspiraciones. Pedir «en nombre de Jesús» supone una cierta comunión de pensamiento y de corazón. Pedir en nombre de Jesús es compartir su propia plegaria de petición.

«No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero. Así, el Padre os dará todo lo que pidáis en mi nombre» (Jn 15,16).

¿Qué pide Jesús en sus oraciones? Ya sea en el «padrenuestro» que nos enseñó, ya sea en su larga oración sacerdotal (Jn 17), constatamos que su oración de petición tiene siempre el mismo y doble objetivo: el Reino (o la gloria) de su Padre y la salvación (la unidad) de sus hermanos. Toda oración de petición sólo  puede ser «cristiana» si entra en esta doble perspectiva: desear el Reino del amor de Dios y la felicidad de sus hermanos. Si nuestra oración de petición está en pleno acuerdo con ese designio de Dios sobre nosotros y sobre el mundo, podemos estar seguros de que seremos escuchados.

Orar en nombre de Jesús es comulgar con su oración filial. En la medida en que la motivación y el contenido de nuestra oración se asemejan a la del Hijo, el Padre no puede dejar de escucharnos, pues esta aquiescencia es constitutiva de su paternidad que engendra al Hijo. «Esta es la confianza que tenemos en él: que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha; y si sabemos que nos escucha cuando le pedimos algo, sabemos que tenemos todo lo que hemos pedido» (1 Jn 5,14-15).

Tan sólo hay una oración filial perfecta, la del Hijo. «Todo lo que hagáis o pidáis, hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios por medio de él» 1 (Col 3,17). Pero esta oración «en nombre de Jesús» sólo será posible después del acontecimiento pascual. En efecto, por el misterio de su Pasión y resurrección, el Hijo del hombre, Jesús, ha asociado la oración de los hombres a la suya. «Cuando llegue ese día, vosotros mismos presentaréis vuestras súplicas al Padre en mi nombre; y no es necesario que os diga que yo voy a interceder ante el Padre por vosotros, porque el Padre mismo os ama. Y os ama porque vosotros me amáis a mí y habéis creído que yo he venido de Dios» (Jn 16,26-27). «Cualquier cosa que pidáis en mi bre, os lo concederá» (Jn 14,13).

Por el don del Espíritu, Jesús nos permite comulgar en su oración filial. «No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros E...]. Cuando llegue ese momento, comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,18-20).


Tercera condición: permanecer en íntima unión con Cristo

 
               «Si permanecéis unidos a mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo tendréis» (Jn 15,7). Como el sarmiento unido a la cepa, todo creyente que «permanece» en Cristo está unido al gran Cuerpo vivo, espiritual, que es la Iglesia. Cuerpo inmenso que supera las fronteras de las Iglesias visibles. Desde ahora, los hombres ya no son individuos aislados, yuxtapuestos.

Dicho Cuerpo vivo se ve animado por el Espíritu de Cristo —Amor creador, Vida fecunda— que riega nuestro corazón, nuestros pensamientos, inspira nuestros actos y habita nuestra oración. Este Espíritu de Cristo vivo afecta al corazón de todo hombre abierto, como la sangre que desde el corazón alcanza a la más mínima célula del cuerpo humano, como la savia riega hasta la más mínima hoja del árbol.

El Espíritu-Amor es el vínculo orgánico que les une y supera la simple solidaridad. Cuanto más unidos estemos a Cristo, tanto más entramos en ese gran circuito misterioso del amor creador y más nos sentimos cercanos a los hombres.

Así, unidos a Cristo, podemos convertirnos en fuente de vida para los demás. Nuestra oración, unida a la de Cristo orante, aporta un suplemento de amor creador que circula y riega todo el Cuerpo. Como un alvéolo de un pulmón que respira bien es útil para todo el pulmón, nuestra oración que acoge al Espíritu de Dios permite a todo el pulmón-Iglesia respirar mejor, facilita la libre circulación de la gracia y regenera todas las células del cuerpo, los tejidos más frágiles, los miembros más cansados.

«Permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a vosotros. Ningún sarmiento puede producir fruto por sí mismo, sin estar unido a la vid, y lo mismo os ocurrirá a vosotros si no estáis unidos a mí. Yo soy la vid, vosotros ios sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis nada» (Jn 15,4-5).

Nuestra oración es eficaz en la medida de nuestra unión con Cristo vivo, orante. En la medida de la acogida de su Espíritu que suplica en nosotros y transforma al mundo. En ese plano, la oración de petición ya no es una dimisión de nuestra libertad o un chantaje a Dios, sino un acto de colaboración, de comunión.

La grandeza del hombre consiste en estar así asociado a la gran oración de Cristo para realizar el designio de Dios. «Tened, pues, los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús» (Flp 2,5). Ahí tenemos el secreto de la fecundidad de la oración de ios grandes misioneros y de los verdaderos «espirituales», de un san Pablo o de un san Francisco. Ese es el secreto de la eficacia de la oración de santa Teresa del Niño Jesús, proclamada patrona de las misiones, y que, caminando durante horas en invierno, en un claustro helado, decía: Camino por un misionero!».

Esta es la eficacia de nuestra oración de petición a favor de nuestros amigos, nuestros parientes, nuestros hijos, nuestros hermanos. Este es el secreto de la eficacia y la finalidad de la oración de petición que se eleva, cada día, desde centenares de monasterios. Misterio insondable de la «comunión de los santos». «Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleva a la muerte, pida a Dios por él, y Dios le dará la vida» (1 Jn 5,16).

Finalmente, recordemos que Dios, en la Biblia, se revela misericordioso, e incluso «conmovido hasta en las entrañas» por el grito de sus hijos. Si Dios es amor, no puede estar sordo a los gritos de sus hijos, pues el amor hace vulnerable. «Un pobre ha gritado, Dios le oye», dice el salmista. Además, también sabemos que el hijo que pide a su madre pan o leche pide también y sobre todo, el amor de su madre. A menudo creemos que pedimos algo, pero, en realidad, pedimos la presencia de Alguien ¡ que nos ama. Si a veces Dios parece tardar en darnos respuesta, no es por indiferencia, sino para darnos el tiempo de llegar hasta donde quiere que lleguemos.

Concluyamos este capítulo con una imagen: la de ios marineros que atracan y lanzan sus amarras alrededor de una sólida roca. La roca no se mueve, pero, al tirar con todas sus fuerzas sobre el cabo, hacen que lentamente su barca avance hacia la orilla. Así ocurre con nuestra oración lanzada hacia Dios. No desplaza a Dios hacia nosotros, sino que nos lleva hacia él. Mediante nuestra oración de petición, no es Dios el que se pliega a nuestros proyectos, sino que son nuestros deseos los que se vinculan poco a poco al deseo de Dios, la orilla de Dios. Debemos ser los instrumentos de esa providencia paterna. Dios no invita al hombre a la pasividad ni a una dimisión de su libertad. Como lo dice el prudente salmista: «Confía en el Señor y haz el bien» (Sal 37,3).

Jesús no duda en hacer de la oración de petición una forma de colaboración con Dios: «Rogad por tanto al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38). Esta no es una fórmula piadosa, sino una palabra de revelación. Dios, creador y soberano, ha querido asociar a su designio de amor la «oración» de los hombres. Jesús hace así de esta oración de petición un acto misionero. Funda aquí lo que podríamos llamar «el apostolado de la oración». Y esta oración de petición adquiere incluso una fuerza suplementaria cuando es comunitaria. «También os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrá de mi Padre celestial» (Mt 18,19).

La vida de los santos muestra a menudo hasta qué punto su fe y su oración hicieron retroceder ios límites de lo imposible. «Os aseguro que el que cree en mí, ¡ hará también las obras que yo hago, e incluso otras mayores, porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12).

 

 

EL GOZO DE CREER EN DIOS PADRE. LA FE DA UNA NUEVA MIRADA

 

La fe da una mirada nueva

 

La mirada del hombre moderno se ha hecho triste porque ya no sabe ver la dimensión interior de todo ser creado. Ha aplanado la tierra. Los objetos han perdido su dimensión simbólica, sagrada. Ahí, Dios ya no está presente. Ya no existen más que «cosas» para consumir. Igualmente, ya no consigue asombrarse de nada. Incluso el cielo estrellado ha dejado de contar las maravillas de Dios; ya no es más que un lugar que explorar o que explotar. Los seres creados ya no son «signos». Entonces, el hombre se ve enviado a sí mismo, a su horizonte limitado, a su soledad, y su mirada, a menudo, no ve más que engaño.

Francisco aprendió a asombrarse en la intimidad del Hijo, puesto que Cristo fue el primero en invitar a los hombres a saber descubrir, a través de este mundo creado, el anuncio de un universo aún más bello, el del Reino, y presentir en él la actuación permanente del Padre. En la propia mirada del Hijo, san Francisco educó su propia mirada. Desde el arbusto que indina el viento, el sendero pedregoso por el que el sembrador pierde la semilla, el rojo vivo del cielo en la puesta del sol, hasta la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas, Jesús vibró con la belleza del mundo creado.

En él distingue un signo del misterio que revela. El es la fuente, el camino, el pan, la piedra, la puerta. Todo es reflejo de su propio misterio. Nos da la inteligencia profunda de las cosas creadas. Toda la creación habla de él y de su Padre.

San Francisco recoge en el asombro del Hijo su propia admiración. Y su marcada preferencia por las más humildes criaturas también viene dictada por esa mirada crística. Ve en ello un signo de la humildad y el abajamiento de Cristo: «Sin embargo, estaba más inclinado a más ternura y mansedumbre por las criaturas que, por su naturaleza o por la enseñanza simbólica de las Escrituras, nos recuerdan el amor y la mansedumbre de Cristo. A menudo rescató a corderos que llevaban al matadero en recuerdo del manso Cordero que quiso ir a la muerte para rescatar a los pecadores» (Legenda Major, 8,6). «Mostraba incluso a los gusanos un gran amor, pues había aprendido lo que se dice del Salvador: “Mas yo soy un gusano, no un hombre» (Sal 22,7). Por ello ios recogía por el camino; los colocaba fuera de alcance para evitar que fuesen aplastados por los transeúntes» (1 Celano 80). «¡Qué dilatación de toda su alma cuando consideraba la belleza de las flores y respiraba su perfume! Trasladaba entonces su contemplación sobre la belleza de esa otra flor de primavera que surgió radiante del tallo de Jesé [Cristo] y cuyo perfume devolvió la vida a miles de muertos» (1 Celano 81). «Contemplaba así con ternura y gozo todo lo que presentaba cierta semejanza alegórica con el Hijo de Dios» (1 Celano 77).

Eso que parece no ser más que simpleza pueril es en realidad en Francisco el fruto de esa «mirada simbólica». Desde el interior, Jesús resucitado ilumina ya toda la creación reconciliada en él. «Los hermanos que vivieron con él saben con qué ternura y mansedumbre les hablaba de Jesús, diaria y continuamente... ¡Qué de encuentros entre Jesús y él! Llevaba a Jesús en su corazón, Jesús en sus labios, Jesús en sus oídos, Jesús en sus ojos, Jesús en sus manos, Jesús por todas partes... Incluso durante los viajes, a fuerza de meditar y alabar a Jesús, a veces se olvidaba de caminar e invitaba a todos los elementos a alabar a Jesús con él.» «Ese maravilloso amor con el que supo llevar y conservar en su corazón a Jesús y a Jesús crucificado, le valió la gloria suprema de verse marcado con el sello de Cristo, el Hijo del Altísimo que, en sus éxtasis, contemplaba sentado en la gloria inefable e incomprensible, sentado a la derecha del Padre, con el cual, en la unidad del Espíritu Santo, vive, reina, triunfa y manda, Dios eternamente glorioso en todos los siglos» (1 Celano 115).

El asombro es la vocación sacerdotal del hombre

 

En este universo lleno de «signos», todas las criaturas convergen hacia el hombre, creado a imagen y semejanza del Creador. Asombrado por esta «imagen», Francisco se hace fraterno, admirativo, respetuoso, acogedor y lleno de esperanza frente al porvenir del mundo y de los hombres, aunque se vean desfigurados por el pecado. En toda cultura o religión ya observa lo que el Vaticano II denominará «las semillas del Verbo». Esta actitud le libera del miedo a la diferencia y a la envidia: «El envidioso de uno de sus hermanos, por medio del cual el Señor dice y hace el bien, comete una verdadera blasfemia; la envidia se dirige al propio Altísimo, puesto que sólo de Dios derivan toda buena palabra y toda buena acción» (Admonición 8).

 

XV

 

LLAMADOS A SER HIJOS ADOPTIVOS


Jesús, primogénito de una multitud de hermanos


          Desde toda la eternidad, incluso antes de la creación del mundo, Dios concibe a criaturas libres para que participen en la filiación divina de su Hijo eternamente engendrado. Tal es su libre y benevolente designio. En un primer momento, estableció una alianza privilegiada con el pueblo de Israel —que ya tenía como finalidad al conjunto de la humanidad— y lo designó como «su hijo primogénito» (Ex 4,22).

Envió después a su propio Hijo con el fin de revelarnos que esta adopción filial se extiende al conjunto de los hombres que la acogen. Todos somos hijos de Abrahán, herederos de la tierra prometida, que era el Reino de su Padre, como Jesús nos reveló. Revelación asombrosa y suntuosa que la pedagogía de Cristo nos desvela. En ios evangelios sinópticos, nos aclara progresivamente este misterio de la filíación. No es sólo inédita su manera de hablar de Dios como «su» Padre, sino que se identifica a veces con sus discípulos llamándose su «hermano». A las santas mujeres que acudieron a su sepulcro, en la mañana de Pascua, dice: «No temáis, id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán» (Mt 28,10).

En san Juan que, sin embargo, subraya claramente la infinita distancia que separa al Verbo creador del mundo creado, Jesús se atreve a comparar las relaciones que establece con sus discípulos con las relaciones que tiene con su Padre. « Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). «Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él. Y, como buen pastor, yo doy mi vida por mis ovejas. Pero tengo otras ovejas que no están en este redil; también a éstas tengo que atraerlas, para que escuchen mi voz. Entonces se formará un rebaño único, bajo la guía de un solo pastor» (Jn 10,14-16).

No sólo comparte con sus hermanos todo lo que sabe del Padre. «En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer lo que he oído del Padre» (Jn 15,15). No solamente les inició en su propia oración filial: «Cuando oréis, decid: ¡Padre!» (Lc 11,2), sino que ios ama con todo el amor del Padre que está en él. Ora incluso a su Padre para que nos haga partícipes de la excepcional intimidad que les une, a él y al Padre. «Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros» (Jn 17,21).

Una intimidad que conseguirá efectivamente para nosotros mediante su Pasión gloriosa. Está claro para san Juan que en la novedad de la mañana de Pascua recibimos verdaderamente nuestra identidad filial. El Hijo resucitado puede entonces decir a la Magdalena: «Vete y dijes a mis hermanos que voy a mi Padre, que es vuestro Padre; a mi Dios que es vuestro Dios» (Jn 20,17). En la mañana de Pascua, la naturaleza humana, desnaturalizada por el Maligno, redescubre —en Jesús, al Hijo vivo y vencedor del mal— su finalidad inicial.

Si, antes de la creación del mundo, el Hijo es destinado a ser «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura» (Col 1,15), en realidad, sólo lo llegó a ser por su resurrección, que lo estableció como «primogénito de los que triunfan de la muerte» (Col 1, 18), convirtiéndose así en la cabeza de la Iglesia, emergencia de una criatura renovada, Cuerpo espiritual inmenso animado por el Espíritu de amor que une al Padre y al Hijo. Somos hijos de Dios porque el Hijo, hermano nuestro, nos introduce ante el Padre. Desde ahora, todo hombre participa en un único engendramiento del Hijo único del Padre.

A través de imágenes, como el «descenso a los infiernos», la tradición cristiana siempre ha creído que Jesús viene al encuentro de todo hombre en el momento de su muerte, incluso del que jamás ha oído hablar del evangelio o que ha vivido en el seno de otra tradición religiosa, con el fin de que pueda acogerlo, él, el Hijo único, y participar de la plenitud de su vida filial (cf. 1 Pe 3,18-20).

Por la Pascua de su Hijo, el Padre ha derramado sobre nosotros la plenitud de su Espíritu de amor, haciendo de nosotros hijos capaces de entrar en su propia intimidad. «Y yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito (abogado, asistente, consejero), para que esté siempre con vosotros. Es el Espíritu de verdad que no puede recibir el mundo, porque ni lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive en vosotros y está en vosotros [...]. El que me ama, se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él» (Jn 14,16-23).

El Espíritu Santo, fuente de su indecible comunión, nos permite «conocer», realizar la experiencia existencial de que somos hijos adoptivos en comunión con el Padre y el Hijo. En su oración permanente al Padre, Jesús pide que nos mantenga en esta nueva relación filial: «Ya no estaré más en el mundo; ellos continúan en el mundo, mientras que yo me voy a ti. Padre Santo, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno, como tú y yo somos uno» (Jn 17,11).

Jesús, el Hijo único, desde siempre engendrado por el Padre, nacido de la estirpe de Israel, ha elevado nuestra naturaleza humana a la dignidad de «hijos de Dios»: es la culminación del designio paterno de Dios. Lo que Jesús es por naturaleza, nosotros hemos recibido el poder de conseguirlo. «A cuantos le recibieron.., les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Jesús adoptó nuestra condición de hombre mortal para hacer de nosotros hijos adoptivos del Padre.

La misión esencial de Cristo ha consistido en darnos a «conocer» al Padre: «Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste» (Jn 17,6.26), y en invitarnos a entrar en esa relación filial, así como en revelarnos cómo vivirla a partir de ahora. Y continúa revelándonos, dándonos a «conocer», más allá de la muerte, el misterio del Padre: «Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté en ellos» (Jn 17,26).

Porque amó tanto al mundo, el Padre nos dio a su Hijo único, para que seamos hijos adoptivos y participemos de la plenitud de su gozo de amar. En el amor del Padre por su Hijo único, cada uno de nosotros puede ser un hijo amado personalmente. «Porque el Padre mismo nos ama» (Jn 16,27). «Los amas a ellos como me amas a mí» (Jn 17,23)1.

Jesús tenía conciencia de fundar una nueva familia espiritual que supera los límites de la sangre. «Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”» (Mt 12,49-50). La misión de Jesús es la de revelar este amor del Padre y de asociarnos a la plenitud de este amor suficiente. Este amor paterno es el que, a través de Jesús, nos afecta a cada uno de nosotros y nos hace participar de su propia vida: «Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros» (Jn 15,9).

Este es el fundamento de nuestra vida cristiana. Así podemos comprender que el apóstol Juan pudo resumir la revelación de Jesús en una fórmula densa y lapidaria: «Dios es amor» (i Jn 4,9), fruto de una asidua y asombrosa contemplación. «Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él» (1 Jn 4,9). El amor de Dios no es una definición filosófica, abstracta, sino que, gracias a la relación de su Hijo con el mundo, Dios nos ha revelado su ser indecible.

Dios es la Vida, fuente de toda vida. Y envía a su Hijo a fin de que todas las criaturas participen en la plenitud de su Vida. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Jesús, vuelto hacia el Padre, le acoge, a él que es la Vida eterna. Por medio de Jesucristo, podemos entrar en comunión con el Padre y vivir de la propia vida de i Dios, fuente de inmortalidad para todo hombre. «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida —pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó—, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1,1-3).

Dios es la fuente de la vida. Y esta vida que el Hijo posee en plenitud brota en todos los que comulgan con su Pascua. «El Padre, que me ha enviado, posee la vida,y yo vivo por él. Así también, el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57).

Jesús, el Hijo, participa de la vida misma de Dios y, como él, puede dar la vida eterna al que cree en él. «Porque así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere... Os aseguro que quien acepta lo que yo digo y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida. El Padre tiene el poder de dar la vida, y ha dado al Hijo ese mismo poder» (Jn 5,21.24.26).

 

Nuestra filiación adoptiva en san Pablo

 

El hecho de reconocer que Dios es un Padre para todos, constituye uno de los rasgos característicos de la fe y de la vida de las primeras comunidades cristianas. Dicha paternidad divina fue un descubrimiento progresivo en la conciencia de los creyentes. Meditando sobre su nueva intimidad con Cristo, comprendieron mejor que «su» Padre era también «nuestro» Padre. Nuestra filiación es inseparable del misterio del Hijo único, Jesús.

Pero es sobre todo san Pablo el que profundiza las consecuencias de nuestra filiación adoptiva. «Porque a los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, llamado a ser el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Dios envió a su propio Hijo en nuestra condición humana a fin de liberarnos de la esclavitud del pecado y permitirnos como contrapartida, tomar parte en esa filiación que le pertenece. «Mi Dios, que es rico, atenderá con largueza todas vuestras necesidades por medio de Cristo Jesús. A nuestro Dios y Padre sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4,19-20).

San Pablo abre casi todas sus cartas deseando a sus lectores que se beneficien de los dones espirituales de «Dios nuestro Padre» y de nuestro Señor Jesucristo. «A todos los que estáis en Roma y habéis sido elegidos amorosamente por Dios para constituir su pueblo, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y de Jesucristo el Señor» (Rom 1,7)2.

Pablo emplea siempre la expresión «nuestro Padre» en un contexto en el que es cuestión de Cristo en relación con su Padre. «Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y de Jesucristo, el Señor. Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,2-3).

Así, «elegidos según la presciencia de Dios Padre», purificados por la Pascua de Cristo, santificados por el Espíritu, todos ios hombres, «sin acepción de personas», son llamados a ser hijos adoptivos, santos como el Padre es Santo (cf. i Pe 1,1—2 y 15-17).

No es el hombre el centro de la creación, sino el Hijo eterno del Padre, a cuya imagen somos llamados a asemejamos. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. El nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo» (Ef 1,3ss.).

La historia de la salvación es la historia de nuestra filiación. Es la obra conjugada del Padre, del Hijo y del Espíritu. El Padre es su iniciador. El Hijo, el mediador. El Espíritu es su testigo íntimo en nuestro corazón. «Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para liberarnos de la sujeción a la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios. Y la prueba de que sois hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba, es decir, Padre. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios» (Gal 4,4-7).

Al igual que Jesús que, mediante su resurrección entró en la gloria del Padre, también nosotros, por el misterio pascual de nuestra vida, somos llamados a heredar la gloria del Padre en la Jerusalén celeste, a participar en su vida íntima y eterna.

El hombre es, por naturaleza, un ser mortal. Por su encarnación, Jesús asumió nuestra condición humana, incluida nuestra muerte. Y si el Padre permitió que su Hijo pasase por nuestra muerte, es porque quería hacer de ello un lugar de nacimiento eterno. Jesús resucitado vuelve a la plenitud de su identidad de Hijo engendrado por el Padre.

Señor universal, incorporado al hoy de Dios, su muerte se une a la de todo hombre, y su Pascua comunica a toda la humanidad ese movimiento hacia el Padre que le acoge. La Pascua de Jesús es la cuna de nuestro nacimiento como hijos adoptivos.

Puesto que Cristo se identificó con el hombre, es a través de él como el Padre engendra para la eternidad. La muerte del Hijo se ha convertido para nosotros en un verdadero nacimiento, una realización de nuestra vida filial. El engendramiento eterno del Hijo por el Padre ha penetrado el conjunto de la creación. Desde ahora, nuestro porvenir, nuestra salvación, está en esta comunión en la muerte del Hijo engendrado por el Padre en la madrugada de Pascua. En él, el Padre salva al hombre de su muerte y transforma ésta en nacimiento.

 

El Espiritu de nuestro bautismo, fuente de nuestra adopción filial

 

Hacia el final de su ministerio público, Jesús informó a menudo a sus discípulos sobre los dones del Espíritu Santo que debería proseguir y realizar su iniciación a una nueva vía filial. «Un día, mientras comían juntos, les ordenó: “No salgáis de Jerusalén; aguardad más bien la promesa que os hice de parte del Padre; porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,4-5).

De hecho, Pablo, que meditó profundamente sobre este misterio de filiación adoptiva, precisa que ésta encuentra su fuente en el bautismo en el que somos como «revestidos» de Cristo. En la fe, en él acogemos al Espíritu del Hijo único que hace de nosotros hijos adoptivos: «Efectivamente, todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál 3,26).

Como el propio Jesús, todo discípulo sólo tomará realmente conciencia de la paternidad de Dios y sólo podrá vivir esta nueva relación filial en el Espíritu que recibe en el bautismo. Por él, el Espíritu, es el Padre el que nos hace renacer «desde lo Alto». En el bautismo, recibimos la simiente de nuestra vida filial, de este «segundo nacimiento» espiritual del que habla Jesús a Nicodemo: «Yo te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu. Lo que nace del hombre es humano; lo engendrado por el Espíritu es espiritual» (Jn 3,4-6).

El Espíritu de nuestro bautismo nos une a la vida y a la oración del Hijo único, Jesús, y nos permite acceder al Padre. Nuestro bautismo es el comienzo de nuestra nueva vida de hijo de Dios. Desde ahora, día tras día, el hijo de Adán, el hombre viejo, «desviado» del Padre por las fuerzas del mal, debe morir con el fin de que renazca el hijo del Padre. Nuestra filiación adoptiva es una génesis, una participación en la Pascua de Jesús, que es muerte y renacimiento.

«¿Ignoráis acaso que todos a quienes el bautismo ha vinculado a Cristo hemos sido vinculados a su muerte? En efecto, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo, quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevamos una vida nueva. Porque si hemos de injertamos en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección. Sabed que nuestra antigua condición pecadora quedó clavada en la cruz con Cristo, para que, una vez destituido este cuerpo marcado por el pecado, no sirvamos más al pecado [...]. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios, en unión con Cristo Jesús» (Rom 6,3-II).

El Espíritu de nuestro bautismo hace que emerjamos lentamente de nuestro yo carnal centrado en sí mismo, de nuestros múltiples determinismos biopsíquicos, para transformarnos, espiritualmente, en hijos adoptivos de Dios. El Espíritu de nuestro bautismo hace que escapemos de nuestra crisálida de tierra para convertirnos en lo que ya somos, potencialmente y en profundidad, puesto que Dios nos ha creado a su imagen y semejanza. La acogida del Espíritu, energía de amor que une al Padre y al Hijo Jesús, es el dinamismo de este crecimiento. El Padre no ha creado al hombre para la muerte sino para este eterno nacimiento en su Hijo.

Jesús sólo vino para revelarnos a su Padre y liberarnos de todo lo que nos impide caminar hacia él. Pues bien, el camino que nos abre pasa por el sufrimiento y la muerte. ¡Itinerario extraño! Y, no obstante, paso obligatorio en la actual condición humana del hombre. Por su resurrección, Jesús ha sido plenamente restablecido como Hijo del Padre. «Ha sido constituido por su resurrección de entre los muertos, Hijo poderoso de Dios según el Espíritu santificador: Jesucristo Señor nuestro» (Rom 1,4). «A este Jesús, Dios lo ha resucitado, y de ello somos testigos todos nosotros. El poder de Dios lo ha exaltado, y él habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado, como estáis viendo y oyendo» (Hch 3,32-33). En su muerte ineludible, el hombre puede, desde ahora, unirse a la muerte de Cristo y abrirse al amor «espiritual» del Padre que le engendra. Nuestra muerte es la última etapa de nuestro bautismo, que es un renacimiento espiritual que se extiende en el tiempo; es la última muerte de sí mismo que se abre sobre la vida inmortal del Padre.

Sólo a la hora de nuestra muerte, nuestro último enemigo, el hombre será definitivamente liberado del Malvado. Dicha muerte, el Padre, en Jesús, la transformó en un nacimiento. Y este lento ascenso hacia nuestra realización es la obra del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, que es su ímpetu hacia el Padre, el misterio de su engendramiento por el Padre.

El mismo Espíritu por el que el Padre engendra al Hijo nos da a conocer mejor nuestra verdadera identidad: «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que ciama: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Gal 4,6). Si nuestra identidad filial escapa a nuestra razón, el Espíritu testifica en nosotros sobre su realidad, y san Pablo no duda en escribir: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos.., de Dios. Y si sois hijos, también sois herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él» (Rom 8,14-17).

A pesar de nuestra espesura carnal, descubrimos nuestra filiación en este ímpetu espiritual que hace que nos volvamos hacia el Padre. Si el hijo de Adán que duerme en nosotros reivindica siempre una cierta autonomía, el hijo «habitado» por el Espíritu desea al Padre. Así lo dice justamente san Juan: «Y la vida eterna consiste en esto: en que te conozcan» (Jn 17,3). Conocimiento e intimidad constituyen un itinerario dinámico tras las huellas de Cristo pascual. Nos encontramos en el corazón de la revelación cristiana.

Por la voluntad del Padre, la mediación del Hijo y la actuación creadora del Espíritu, estamos, pues, llamados a ser hijos adoptivos, no de una manera ficticia, sino real, por medio de la transformación de nuestra vida por ese amor que es propio de Dios. «“Cuando llegue ese momento, comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis preceptos y los pone en práctica, ése me ama de verdad; y el que me ama será amado por mi Padre. También yo le amaré y me manifestaré a él.” Judas, no el Iscariote sino el otro, le preguntó: “Señor, ¿cuál es la razón de manifestarte sólo a nosotros, y no al mundo?”. Jesús le contestó: “El que me ama, se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos con él. Por el contrario, el que no guarda mis palabras, es que no me ama. Y las palabras que escucháis no son mías, sino del Padre, que me envió. Os he dicho todo esto mientras estoy con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo. Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os puede dar. No os inquietéis y tengáis miedo. Ya habéis oído lo que dije: ‘Me voy, pero volveré a vosotros’. Si de verdad me amáis, deberíais alegraros de que me vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque se acerca el príncipe de este mundo. Y aunque no tiene ningún poder sobre mí, tiene que ser así para demostrar al mundo que amo al Padre y que cumplo fielmente la misión que me encomendó. ¡Levantaos! ¡Vamos de aquí!”» (Jn 14,20-31).

En el plano humano, sabemos que el niño o el adolescente debe poder situarse en relación con su padre. El conocimiento de su padre (y de su madre) es vital para él. Necesita verle, oírle, hablarle e incluso oponerse a él para crecer de forma armónica. Ocurre otro tanto en relación con nuestra vida espiritual.

El Espíritu de nuestro bautismo nos permite, por Jesucristo, conocer al Padre, escucharle, verle, dialogar con él y entrar en su intimidad.

 

La adopción filial es un don que hay que acoger en la fe

 

         Si Dios desea hacernos partícipes de su plenitud de vida y llama a cada cual por su nombre, eso no significa que todo hombre creado sea automáticamente «hijo de Dios». ¡Ser «llamado» no significa ser «programado»! El amor del Padre no debería ser una presión, pues negaría así la libertad del hombre y se negaría a sí mismo.

La fe es el o rigen de esta inhibición divina en el corazón de cada uno. «En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que él nos ha dado su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo como Salvador del mundo. Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y é en Dios» (1 Jn 13-15).

El hombre no es «hijo de Dios» por nacimiento. No basta con pertenecer al pueblo de Dios o a la Iglesia para ser «hijo de Dios». «Dad frutos que prueben vuestra conversión, y no andéis diciendo: “Somos descendientes de Abrahán “. Porque os digo que Dios puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán» (Lc 3,8).

La filiación divina es un don de Dios que debemos acoger libremente en la fe con el fin de que nuestra manera de vivir sea conforme con ella. «Considerad qué amor tan grande nos ha demostrado el Padre. Somos llamados hijos de Dios, y así es en verdad [...]. Queridos, ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos» (1 Jn 3,1-2).

Creer es acoger a su Hijo, el Verbo hecho carne; sólo él nos da el poder de ser hijos de Dios. «A cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder (la libertad) para ser lujos de Dios. Estos son los que no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios» (Jn 1,12-13).

Dicho esto, no debemos imaginarnos que sólo los cristianos pueden considerarse «hijos de Dios», pues nadie posee el monopolio del Espíritu Santo. Ese es el misterio de Dios que, de una forma u otra, entra en relación con todo hombre y le da, pues, la ocasión de abrirse a su paternal invitación. «Puesto que Dios ha muerto por todos y que la vocación última del hombre es realmente única, a saber divina, debemos estar de acuerdo en que el Espíritu Santo ofrece a todos, de forma que sólo Dios conoce, la posibilidad de verse asociados a su misterio pascual» (Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 22 § ).


La eucaristía es el lugar privilegiado de nuestro crecimiento pascual


              Si bien ese misterio de muerte y renacimiento se extiende a lo largo de nuestra vida, lo vivimos de una manera excepcional en el transcurso de cada eucaristía, que nos asocia directamente a la Pascua de Cristo, fuente de nuestra filiación eterna. Toda celebración eucarística es un misterio de renacimiento. «El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por él. Así tambíén, el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57). Así pues, por medio de la comunión diaria en la muerte filial de Cristo, volvemos hacia el Padre. El es la puerta y el camino, pues «nadie puede llegar al Padre, sino por mí» (Jn 14,6).

Por nuestro bautismo, nuestra participación en la eucaristía y nuestra configuración en su muerte a la hora de nuestra propia muerte, nos convertimos en hijos del Padr. Por la Pascua de su Hijo único, Dios invierte el significado de la muerte para hacer de ella, gracias al dinamismo del Espíritu, un nuevo nacimiento hacia nruestra verdadera identidad de hijos. El Espíritu nos une .a la muerte y a la vida filial de Cristo.

Cristo es la realización del designio de amor del Padre. Al final de los tiempos, volverá en la gloria del Padr con el fin de entregarle la creación cumplida. «Al que [Jesucristo] nos ha constituido en reino y nos ha hech o sacerdotes para Dios, su Padre, a él la gloria y el poder para siempre. Amén» (Ap 1,6).

Cristo es el camino de Dios hacia los hombres y el camino del hombre que conduce hacia Dios. Surge de la casa del Padre y vuelve a él, llevándonos en su estela. Allí, «los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos que oiga» (Mt 13,4:3).

Jesús es el Hijo de Dios que, de pleno derecho, habita la casa de su Padre y en ella nos hace entrar. Su Pascua alcanzará plenamente su objetivo el día en que Cristo volverá en su gloria. «El Hijo del hombre está a punto de venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles. Entonces, tratará a cada uno según su conducta» (Mt 16,27). Pero, ya a partir de ahora, si hemos «muerto al pecado y vivimos para Dios» (Rom 6,11), ya no somos «huéspedes» de paso, somos «de la familia de Dios» (Ef 2,19).

Caminamos hacia el Padre. Su casa es nuestra casa. Sólo seremos bien recibidos una vez en esa casa. La «casa del Padre» no es una fórmula vagamente consoladora para dar parte de la muerte. Ser acogido en la casa del Padre es la vocación de todo hombre. El Hijo es su puerta.

«Así que el vencedor vestirá de blanco, y no borraré su nombre del libro de la vida, antes bien, lo defenderé delante de mi Padre y de sus ángeles. El que tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias [...]. Al vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí, lo mismo que yo también he venido y estoy sentado junto a mi Padre, en su mismo trono. El que tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 3,5-6; 21-22).

«Y he aquí que el Cordero estaba de pie sobre el monte Sión. Estaban con él los ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre escrito en la frente» (Ap 14,1).

 

XVI


APRENDER A SER HERMANOS


 Aprender a ser hijos bajo la mirada del Padre


              En los escritos neotestamentarios, a los cristianos se les designa a menudo con el nombre de «santos». Hermosa manera de subrayar su nueva identidad hacia la cual deben tender. «Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,47). Esta es, a partir de ahora, la vocación de todo hombre y la finalidad de la aventura humana.

Al ser la perfección del amor la perfección de Dios, la santidad cristiana consiste, pues, en tratar de amar como Dios. Amar más hoy y aún más mañana. Este es el dinamismo de la santidad cristiana, que no es facultativa puesto que es la identidad, la dicha, la realización del hombre según el designio de Dios. Estamos llamados, siguiendo el ejemplo del Hijo, a amar como el Padre. «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos. Y haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros [...]. Portaos como hijos de la luz» (Ef 5,1-2 y 8).

Debemos ser lo que ya somos ante los ojos del Padre. «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en ios cielos» (Mt 7,21). Esto ha sido posible al seguir las huellas del Hijo primogénito, que ha vencido la fatalidad de este mal que desfigura nuestra imagen de hijo de Dios. Por el sacramento dinámico del bautismo, que se desarrolla en el tiempo, todo bautizado está llamado a hacer que crezcan las semillas del hombre nuevo, del hijo adoptivo de Dios que el Espíritu Santo ha depositado en nuestro corazón.

El mal no tiene su fuente en Dios. El amor del Padre es eterno, mientras que el mundo y sus codicias pasan: «No améis al mundo ni lo que hay en él. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo —los apetitos desordenados, la codicia de los ojos y el afán de grandeza humana— no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y todos sus atractivos pasan. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2,15-17).
Si cada uno de nosotros está llamado, en Jesús, a ser un hijo del Padre, ello implica que estamos igualmente invitados a ser hermanos para los demás. Nuestra conversión y nuestro crecimiento espiritual tendrán esencialmente lugar a través de nuestras relaciones humanas. «Todo el que ama al que da el ser, debe amar también a quien lo recibe» (1 Jn ,1).

Podemos decir que la fraternidad universal forma también parte del designio de Dios. Toda la historia de la creación y de la salvación, animada por el Espíritu, es una larga marcha hacia la fraternidad universal cósmica. Nuestra vida de relación es un largo aprendizaje de las costumbres de Dios que es un misterio de comunicación. Este Dios trinitario es su origen y su fin.

Los Padres de la Iglesia decían que un cristiano ya no puede hacer a partir de ahora antropología, es decir, una reflexión sobre el misterio del hombre y sus relaciones, sin integrar la luminosa revelación del Dios Trinitario. En efecto, el Dios revelado por Jesucristo no es ni el gran solitario de los mundos, ni el gran relojero, ordenador lejano y frío, sino un misterio de relaciones interpersonales: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Incluso si no captamos las modalidades de esta vida divina, sabemos desde ahora que el hombre, creado a «imagen de Dios», sólo puede ser hombre, crecer, desarrollarse en y por medio de las relaciones. Los pobres de nuestras sociedades modernas son a menudo los que carecen de relaciones o no las saben crear. «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él» (1 Jn 4,7ss.).

Jesús no es solamente el rostro del Hijo perfecto; él es también la figura ejemplar del  Hermano. Se muestra como el amigo de los pobres, de los excluidos y de ios notables, de los publicanos y de las prostitutas, de la Magdalena y de Zaqueo. Para un cristiano, convertirse consiste, siguiendo el ejemplo de Cristo, en aprender a vivir como un hijo bajo la mirada del Padre para conseguir ser, poco a poco, un hermano o una hermana para todos.

Todo hombre es un hijo amado del Padre que su amor humaniza, personaliza y diviniza. ¿Qué es el pecado sino una autodestrucción del hombre que hunde, hiere o mata sus capacidades de amar? He aquí el corazón de la Buena Nueva de la que surge la misión de la Iglesia.

Ser cristiano es invitar a los hombres a abrirse al amor del Padre, que no aliena al hombre, sino que lo construye, lo estructura, lo libera y lo coima. Es también invitar a los hombres a reconocer no sólo que todos somos iguales en derechos y dignidades, sino también hermanos amados por un Dios Padre.

Cuántos santos, desde Francisco de Asís hasta el pa- dre De Foucauld, comprendieron que su vocación y su misión consistía en ser un «hermano» para todos los hombres, un constructor apasionado de la fraternidad universal! Su amor fraterno hizo de ellos unos modelos de hombres vivos portadores de esperanza. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos» (1 Jn 3,14).

Todo hombre es un hermano en potencia. No podemos vivir y recitar el evangelio solos. Jesús, desde el principio de su ministerio público se rodea de algunos discípulos. Esta pequeña «fraternidad», este embrión de la Iglesia naciente forma parte de la Buena Nueva, aunque no tomará todo su ímpetu hasta el fuego del Espíritu en Pentecostés. Toda la comunidad cristiana es más que un simple fenómeno psicosociológico. Esta aventura no es de alcance humano, es un don del Espíritu de Cristo, muerto y resucitado para reunir a los hijos de Dios dispersos.

El Señor nos llama a todos a vivir según el evangelio en una comunidad de hermanos y hermanas. Nuestra vocación cristiana sólo se realiza en y por medio de una fraternidad eclesial. Ella es el lugar privilegiado de nuestra conversión y de nuestro encuentro con Dios. Esto explica el porqué la Iglesia insiste en la participación en el misterio de la presencia eucarística de Cristo «entregado» por la unidad de sus hermanos. Tan sólo él, nuestro hermano, puede transformar a individuos divididos que somos, en hermanos. Es el Espíritu vivo de Jesús quien, acogido por todos juntos, en cada eucaristía, construye, día tras día, la comunidad eclesial.

Es en el corazón de la asamblea eucarística, durante la cual recitamos todos juntos el padrenuestro, donde Dios se revela como Padre. En un admirable intercambio, el Hijo, y en él, sus hermanos, se entregan por completo al Padre y el Padre se da por entero a ellos.

 

 

Ser hermano es aceptar para sí la paternidad de Dios

 

              Hemos visto cómo la fraternidad ahonda sus raíces en el misterio mismo de la paternidad de Dios del que Jesús es el desvelamiento. Cada cristiano está llamado a hacer la sabrosa y jubilosa experiencia de que Dios es Padre, Bien soberano, Fuente de todo bien. Ser cristiano consiste en convertirse a la gratuidad del amor del Padre. En el cristianismo, todo es gracia, todo es don.

En el principio de todo está la gratuidad del amor. Todo tiene un origen. Todo tiene un sentido. Todo tiene una finalidad. La ternura paterna, creadora, de Dios ilumina todas las relaciones humanas y hace que la fraternidad sea posible. Fraternidad de origen. Fraternidad de destino. Fraternidad final.

No podemos ser hombres fraternos más que en la medida en que descubramos nuestro origen  y nuestro destino comunes. El bien soberano del hombre, su identidad profunda, su columna vertebral interior, su finalidad, su gozo, su dicha y su plenitud, es el Padre de Jesucristo.

Si tenemos la sensatez de enraizar nuestra vida en el resplandor del amor del Padre, tomaremos conciencia de que todo —nuestra vida, nuestras facultades humanas, el cosmos, la tierra, los bienes espirituales y temporales— todo es don, desbordamiento de la paternidad creadora de Dios. Ahondados en el amor gratuito del Padre, nos veremos liberados de todo instinto de propiedad. Dar gracias es devolver a Dios su gracia, la gratuidad de sus dones. No existen relaciones humanas dichosas para el que no sabe dar las gracias.

Escribía san Francisco: «Devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y soberano; reconozcamos que todos los bienes le pertenecen; démosle gracias por todo, puesto que de él proceden todos los bienes. El, el Dios altísimo y soberano, el único Dios verdadero, que obtenga, que se le rinda, que reciba todos os honores y respetos, todas las alabanzas y bendiciones, todo reconocimiento y toda gloria: todo bien le pertenece, pues sólo él es bueno» (Primera Regla 17,17-18).

Uno de sus biógrafos escribe: «A fuerza de remontar al origen primero de todas las cosas, concibió, por todas ellas, una amistad desbordante, y llamaba hermanos y hermanas incluso a las criaturas más pequeñas, pues sabía que tanto ellas como él mismo procedían del mismo y único principio» (Legenda Minor de san Buenaventura 8,6).

Este descubrimiento de la fuente de nuestras relaciones humanas nos permite igualmente percibir mejor la raíz de nuestro pecado, del fracaso de tantas relaciones nuestras. El hombre que no sabe decir «Padre» a su Creador siempre tendrá esa dramática ilusión de creerse propietario de sus dones, de la tierra, de sus bienes. Se pliega sobre sí mismo cuando sólo puede existir saliendo de sí mismo para amar. El pecado es una idolatría, un desvío de bienes, una perversión de la voluntad humana. Es la caída original y permanente.

Existe una dramática lógica entre la negación de Dios y la del hombre. Si se niega la paternidad de Dios, en la teoría o en la práctica, el hombre se convierte, tarde o temprano, en explotador de su hermano, un acaparador de la creación y un creador de Gulag. El hombre que se hace centro absoluto es visceralmente dominador, acaparador y homicida. ¿Por qué?

Porque si Dios ya no es su origen, deberá «hacerse» solo, a fuerza de puños. Además, como se siente frágil, tiene miedo y trata de ocultar ese temor, esa fragilidad por medio de la posesión desmedida o por el dominio y exclusión de los demás. Las relaciones humanas se ven pervertidas. La fraternidad humana es imposible.

El discípulo de Cristo es un hombre liberado del miedo porque ha hundido sus raíces en otro lugar. No se construye solo, sino como Jesús, el Hijo, se «recibe» del Padre. Sabe que el amor de Dios es su crecimiento y su única plenitud. Carece de bienes que defender, pero posee tesoros de vida para compartir.

 

Ser hermano es saber asombrarse


                El hombre que tiene sus raíces en la gratuidad del amor creador del Padre cambia poco a poco la envidia, la codicia por una nueva capacidad de asombro. Todo lo que existe de verdadero, de hermoso y de bueno, en todo lo que el hombre hace y dice, incluso si no es creyente, se convierte para él en un reflejo de Dios, un eco de Dios e, incluso, en el sentido amplio, en una «Palabra de Dios», pues sólo él es la Verdad, la Belleza y el soberano Bien.

Para el hombre enraizado en el amor del Padre, la diferencia, la diversidad de las tradiciones culturales y religiosas, ya no es una amenaza, sino un enriquecimiento. El temor deja lugar al asombro. La intolerancia y el fanatismo dan paso al respeto.

Esta mirada de fe nos permite superar nuestras fronteras sociales y religiosas, respetar la diversidad de los itinerarios humanos y espirituales sin caer por ello en el relativismo o en el sincretismo.

La revelación de un Dios creador y Padre fundamenta el diálogo entre todas las religiones, cuyos puntos de convergencia son más numerosos de lo que se cree, puesto que todos hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios Unico. La divergencia entre las religiones no afecta a la unicidad de Dios, sino que manifiesta la infinita distancia que separa el misterio de Dios y nuestras capacidades humanas limitadas para descubrirlo.

Sin embargo, este reconocimiento de la fraternidad universal no limita la revelación y la misión específicas del cristianismo, que proclama que Jesús de Nazaret, hombre entre los hombres, es el propio Hijo de Dios.

 

 

Ser un hermano es convertir nuestro instinto de dominación en voluntad de servicio

 

El servicio mutuo es otra de las consecuencias de la fraternidad revelada por Jesucristo, Hijo del Padre y servidor de sus hermanos. «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que los magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser importante entre vosotros, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos» (Mt 20,25-28).

¡Servir! He aquí una palabra clave del evangelio. Cristo, la víspera de su muerte, quiso con ello realizar un gesto profético que resumía toda su vida, su mi- Sión y su mensaje lavando los pies a sus discípulos. «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque efectivamente lo soy. Pues bien, si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con yosotros» (Jn 13,13-15). ¡Dios de rodillas al pie de sus criaturas para lavarles los pies! ¿Novemos en ese gesto el fundamento más revolucionario que pueda concebirse en el plano de las relaciones humanas? ¡El Maestro y Señor se hace el servidor! Ahí tenemos una de las claves sobre las nuevas relaciones humanas según el evangelio.

Contrariamente a lo que piensa a menudo nuestra sociedad, el hombre se construye poniéndose al servicio de los demás. Cristo nos revela que servir no es una debilidad, sino una de las grandezas del hombre. ¡Cuando sirve es cuando más se parece a su Creador! Pero, por experiencia, sabemos que las relaciones humanas se ven generalmente dirigidas por la dialéctica del amo y del esclavo, del dominante y del dominado, del fuerte y del débil, del superior y del inferior.

Por todo ello, la primera gracia de la conversión es la lucidez sobre sí mismo. Pues cada uno de nosotros nos vemos empujados por la tendencia innata de desear el poder. Ser el más grande, el más fuerte, el primero, el más inteligente, el más brillante.

Para que seamos hermanos, deberemos comenzar por asumir lúcidamente ese viejo reflejo inscrito en la naturaleza del hombre. Además, en sí, no es necesariamente malo. Puede ser un factor de dinamismo, de crecimiento. El peligro viene de la orientación que se le da. La «perversión» del mal aparece cuando esta tendencia toma la dirección de una voluntad de dominación, de apropiación que trata de aplastar o de eliminar a los demás.

Todos podríamos dar ejemplos concretos y diarios de esta «ley de la jungla» en el seno de nuestras relaciones sociales, profesionales, nacionales e internacionales, donde el más fuerte elimina al más débil. Nuestra sociedad moderna, centrada en la competitividad, se adapta mejor al servicio de los «jóvenes depredadores», al de los superdotados que al de los débiles, que se ven marginados sin piedad.

Y no vayamos a creer demasiado pronto que esa tendencia innata haya desaparecido del seno de la propia comunidad eclesial. Ya se lee en el evangelio: «Surgió entre los discípulos una discusión sobre quién sería el más importante» (Lc 9,46). No hubo que esperar mucho tiempo para que ese germen de división cayese sobre la comunidad cristiana naciente. Por ello, Cristo nos invita a construir su nueva fraternidad evangélica sobre la actitud contraria: la del servicio. Convertirse a la fraternidad consiste en pasar progresivamente del dominador que duerme en cada uno de nosotros al servidor de sus hermanos.

Eso no significa que un grupo humano no tenga necesidad de una autoridad reguladora de responsables, sino que dicha autoridad, como Cristo lo subraya a menudo, no debe ser un poder de dominación, sino un servicio: el de la unidad y del crecimiento humano y espiritual de las personas.

Se pueden asumir perfectamente grandes responsabilidades sin ser por ello un hombre ebrio de poder y asumirlas como un servicio: «Uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8). Recordemos que, para san Pablo, Dios es el Padre supremo de quien toda paternidad (o maternidad) existe y tiene valor. «Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,4-15).

Ser hermano es aprender a intercambiar con confianza. Para servir a los hermanos, necesitamos conocer sus necesidades. La fraternidad vivida en el seno de la vida conyugal o eclesial debería ser, pues, el lugar privilegiado en el que cada cual pueda «dar, pedir y recibir» con toda confianza. Las relaciones humanas sólo son creadoras en la medida en que son intercambios respetuosos interdependencia mutua, reciprocidad vita1 y confiada.

Si, en una pareja, una comunidad, una vida colectiva local, nacional o internacional, son siempre las mismas personas las que reciben, no existen verdaderas relaciones humanas. El paternalismo engendra siempre seres infantilizados o asistidos y no hombres, y menos aún hermanos y hermanas. La propia Iglesia no es un partido totalitario sino una comunión de Iglesias hermanas que aprenden a intercambiar y se enriquecen de su diversidad.

Continuamente hay que luchar, en el seno de la pareja, de la familia, de la sociedad, de la Iglesia y en las relaciones entre ios pueblos, contra todas las formas —siempre renacientes— de dominación, de paternalismo que, de forma más o menos sutil, aplastan o asisten al otro sin ayudarle realmente a ser él mismo. Todas nuestras relaciones, conyugales, parentales, ecle— siales, sociales, deben ser una oportunidad de intercambio para que sean fraternas en el sentido evangélico del término. Pues sólo el intercambio confiado permite dar al otro sin avasallarlo y recibir del otro sin alienarlo. Nuestras relaciones constituyen el primer lugar de nuestra conversión a nuestra vocación de hermanos y hermanas.

Ser un hermano es tender hacia la comunión en el respeto a las diferencias. La Iglesia es un cuerpo vivo, no monolítico sino sinfónico. Ella es todo lo contrario de una ideología totalitaria. Nadie pretende ser el ideal que se debe copiar. Existen múltiples caminos hacia la perfección del amor. Ser un hermano consiste en respetar los caminos de cada cual, con su pasado, su presente y su futuro. La santidad de uno no es la santidad de otro. ¡Existen tantas maneras de seguir a Cristo y de dar respuesta a la llamada del amor!

No busquemos a hermanos conformes con nuestras ideas. Ayudemos a los demás a dar toda su medida siendo evangélicamente ellos mismos. Nuestra única preocupación debe ser la de que cada cual se abra, con sus dones y sus límites, al Espíritu del Padre. Nuestra alegría es la de poder invitar a nuestros hermanos a ir hasta el final de las posibilidades, las exigencias y las llamadas que llevan en sí mismos.

No existe un retrato robot del cristiano perfecto. No hay santidad estándar. La perfección evangélica es un ideal tan grande que hay que ser varios para realizar lo Es la comunión fraterna en la diferencia. Algo así como cada nota de música, que sólo da todo su valor en el conjunto de la pieza musical.

Y lo que es verdad en el plano de las personas, lo es igualmente para los grupos, las parejas, las diversas Iglesias locales o comunidades cristianas. Se necesitan muchos cristianos y comunidades diferentes para vivir todas las exigencias de Cristo.

En vez de excluirnos o de ignorarnos deberíamos asombrarnos de nuestra diversidad, encontrarnos, escucharnos con el fin de enriquecernos juntos y descubrir todas las vibraciones del Espíritu. ¿Con qué mirada contemplamos a los demás? ¿Somos capaces de citar, de cada persona que nos rodea a menudo, una cualidad dominante?

 

Las relaciones humanas son el lugar privilegiado de nuestra conversión pascual


                No será en el plano de los grandes gestos, a veces bastante gratificantes, donde vamos a vivir emanente conversión. Pues es a menudo en el plano de nuestras relaciones humanas diarias, repetitivas, donde se ejercen y se verifican a la vez nuestra calidad de hombre y nuestra vida de fe si somos creyentes.

Y si deseamos saber dónde nos encontramos en cuanto a nuestra vida espiritual, es decir, en relación con la vida del Espíritu de Dios en nosotros, basta con observar la calidad de nuestras relaciones.  Sin riesgo de ilusión, ahí tenemos sobre nosotros mismos un barómetro de nuestra vida interior real.

Nuestra conversión es una historia dinámica, la de toda nuestra vida. Convertirse al evangelio es salir de nosotros cada mañana, de nuestro egoísmo, de nuestra pequeña bula sociocultural o ideológica para ir hacia el Otro (Dios) y los demás. Los otros, cónyuge. hijos, hermanos y hermanas, amigos y enemigos, son siempre los lugares de conversión. Es necesario a menudo mucho amor para soportar los «tics», los defectos, las manías de las personas con las que vivimos diariamente, en casa o en el trabajo.

Las relaciones interpersonales largas son siempre un lugar de prueba, pues cada uno de nosotros está obligado a mostrar lo que es. No se puede engañar durante mucho tiempo a los que conviven muchos días a nuestro lado. No sólo nos obligan a salir de nuestro yo, a superarnos, sino que nos revelan también a nosotros mismos. Nos hacen descubrir, de forma más o menos brutal, nuestras envidias, nuestro egoísmo, nuestros bloqueos, nuestros defectos, nuestro pecado, y sobre todo nuestra radical pobreza, nuestra incapacidad de amar realmente sin vuelta sobre nosotros mismos. La relación larga es siempre una operación de verdad.

Tan sólo el hombre que descubre la verdad sobre sí mismo asume humildemente sus debilidades, es capaz de ser un hombre de relaciones auténticas, un hombre benevolente y paciente, un hermano para los demás, capaz de acogerles y de amarles con sus límites y sus debilidades.

El que busca la pareja ideal, la comunidad o la Iglesia ideal, es a menudo el que aún no ha asumido sus propios límites, su propia verdad. Soñará con su hogar o su comunidad en vez de tratar de construirlo día tras día. Existe un idealismo romántico que no respeta la condición humana.

Uno de los fundamentos de las relaciones humanas según el evangelio es justamente el «realismo pascual», que asume las grandezas y las miserias del ser humano. Las relaciones humanas son una Pascua diaria, un lugar de parto doloroso. El misterio de la cruz redentora está plantado en el corazón de todas nuestras relaciones, tanto en la vida comunitaria como en la vida conyugal.

Superar los conflictos, superarse a sí mismo por el amor del otro, hacer que muera en uno mismo todo lo que pueda herir o esterilizar el amor, tal es la verdadera conversión pascual. Cuando san Lucas escribe en los Hechos de los Apóstoles que «el grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas» (Hch 4,32), sabe perfectamente que eso es un ideal evangélico que los cristianos deben proseguir, pero que aún no se ha alcanzado.

Abandonados a nuestras propias fuerzas, nos es casi imposible vivir juntos como hermanos. La vida fraterna, según el designio del Padre, no puede ser más que una victoria diaria del Espíritu, conseguida sobre el caos del pecado.

En realidad —digámoslo claramente— la fraternidad evangélica tal como Dios la desea para los hombres aún no existe. Está siempre por hacer, por acoger, día tras día. La fraternidad vivida en el seno de las relaciones humanas es una historia, una utopía creadora, una tensión fecunda. Es una llamada del Espíritu del Señor hacia un ideal de perfección jamás alcanzado. En efecto, cada uno de nosotros nunca termina de convertirse al amor fraterno. Cada uno de nosotros se hace, poco a poco, hermano o hermana según el evangelio.

La fraternidad vivida en el seno de la célula familiar, eclesial, nacional o internacional es una génesis, una creación continua. En el seno de nuestras múltiples relaciones vamos a vivir, personal y colectivamente, la Pascua, es decir, el paso del hombre viejo cerrado sobre sí mismo, al hombre nuevo, animado por el Espíritu de Jesús, abierto al Padre y a los hermanos.

Debemos saber que por todas partes donde hombres y mujeres tratan de vivir esta aventura humana y espiritual de la fraternidad, sea cual fuere su estado, conyugal, eclesial, social, siempre habrá fuerzas centrífugas, externas o internas, que surgirán con el fin de hacerla fracasar. A todo esto podemos llamarlo demonio, el mal, el pecado o las tinieblas; siempre es la misma realidad. Quiere esto decir que la aventura de la fraternidad no está al alcance del hombre. Es la apuesta de la fe.

No puede vivirse sin la acogida del Espíritu Santo. La calidad de nuestras relaciones estará a la altura de la calidad de nuestra adoración, de nuestra vida interior. Buscar con coraje y perseverancia la fraternidad evangélica constituye una de las manifestaciones más visibles del poder del Espíritu de Cristo, más fuerte que nuestro mundo roto por el pecado.

Ser un hermano es, en verdad, entrar en el realismo pascual, el de un pueblo en marcha, en éxodo hacia el Reino del Padre, la plenitud de su amor. Debemos aprender a construir la fraternidad en el interior de esta inmensa y larga historia de salvación, que es una labor de redención.

Formamos parte de ese pueblo en éxodo hacia la casa del Padre. Por consiguiente nadie puede vivir en ese pequeño «enclave celestial», al margen de la condición humana. Es, pues, normal que haya en toda fraternidad —incluidas las comunidades monásticas más fervientes— hermanos y hermanas heridos más difíciles de soportar, ancianos impotentes, débiles. No debemos extrañarnos por ello.

 

 

Ser hermano es llevar a cabo la experiencia del perdón

 

Vimos que, en el Antiguo Testamento, uno de los atributos fundamentales del Padre es la ternura misericordiosa que perdona incansablemente las infidelidades de su pueblo. Jesús, por su comportamiento y sus enseñanzas, insistió sobre la compasión de su Padre.

Dios se muestra sobre todo como nuestro Padre cuando perdona; y nosotros nos mostramos sobre todo como hijos cuando actuamos de igual manera con todos nuestros hermanos. Se reconoce al cristiano por su capacidad de perdonar y de amar. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Este tema de la imitación del Padre no es nuevo (encontramos ese versículo en el tárgum judío). Por el contrario, lo que sí es nuevo, es la insistencia sobre su aplicación al perdón mutuo y al amor a los enemigos. «Sed más bien bondadosos los unos con los otros, y perdonaos mutuamente, como Dios os ha perdonado por medio de Cristo. Sed pues imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos. Y haced del amor la norma de vuestra vida» (Ef 4, 32; 5, 1,2).

El perdón no está al alcance humano. Sólo puede ser un don de Dios que nos hace partícipes de su bondad paterna que ama a todos los hombres, incluso a los pecadores. Es una manifestación de la vida del Espíritu en el corazón del hombre. Perdonar es tener parte en el don de Dios, participar del amor gratuito de Dios. No existen relaciones humanas duraderas sin la fuerza del perdón.

Si bien el Antiguo Testamento ya invitaba a amar al prójimo, no llegaba hasta invitar a amar al enemigo (Lv 19,18). Jesús va más lejos. «Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De este modo, seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa merecéis? ¿No hacen también eso los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos ¿qué hacéis de más? ¿No hacen lo mismo los paganos? Vosotros, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt ,43-47).

¿Cómo podría el hombre imitar a Dios y acercar- se a su infinita perfección? Para Jesús, el contexto de ese pasaje está claro: amando a sus enemigos y oran- do por sus perseguidores. El mismo será el ejemplo perfecto. Cuando el hombre es capaz de perdonar, incluso a su enemigo, es entonces cuando más se parece al Padre cuyo amor se extiende a todos, a los buenos como a los malos.

Puesto que el perdón del Padre carece de límites, también nosotros debemos aprender a amar siempre. «Entonces se acercó Pedro y le preguntó: “Señor, ¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?”. Jesús le respondió: “No te digo siete veces, sino setenta veces siete”» (Mt 18,21—22).

Pedro sabe perfectamente que hay que perdonar, pero ¿hasta dónde? Cree ser generoso y entrar en la mente de Jesús cuando propone siete veces (cifra de la perfección). Esfuerzo loable, pero que no supera la casuística de los rabinos que discutían sobre esa cuestión y que, apoyándose en las Escrituras, estimaban que se podría perdonar hasta tres veces.

Jesús responde invirtiendo el canto salvaje y vengador de Lámec: «Si a Caín se le venga siete veces, a Lámec, setenta y siete» (Gn 4,24). Jesús cambia la escalada ilimitada de la violencia por la del perdón. Desvela así los increíbles recursos de la misericordia del Padre. Y Jesús ilustra esta enseñanza mediante la parábola del deudor insolvente que concluye diciendo: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no os perdonáis de corazón unos a otros» (Mt I8, 3).

La fuente de nuestra capacidad de perdonar se sitúa en el amor misericordioso del Padre, revelado y manifestado en Jesús. Negarse a perdonar es ponerse en la situación del deudor insolvente sin piedad que se ha excluido a sí mismo, porque no ha comprendido nada del amor gratuito del Padre. La conclusión de esta parábola es también para Mateo la última palabra del discurso comunitario. La Iglesia, más que en el poder de Pedro, está fundada sobre el perdón fraterno.

La Iglesiaes la intendente del perdón divino. Somos solidariamente responsables de ese perdón liberador del Padre. Desde ahora, cada cual se ve juzgado sobre su manera de acoger y compartir fraternamente el perdón recibido del Padre. Cuando uno se sabe perdonado por Dios, ante quien todos nosotros somos deudores insolventes, no podemos dejar de vivir y de transmitir a los demás esta misericordia infinita. « Quien dice que está en la luz y odia a su hermano, todavía está en las tinieblas» (1 Jn 2,9-11).

 

Ser hermano es estar atento a todo hombre


           Evangelización y desarrollo. Lucha y contemplación. La solidaridad con los más pobres, los más desprovis tos los marginados de nuestras sociedades es un tema tan suficientemente desarrollado por los últimos papas que ya no necesitamos volver ampliamente sobre ello. «La religiosidad auténtica y sin tacha a los ojos de Dios Padre consiste en socorrer a los huérfanos y viu das en su tribulación y en mantenerse incontaminado del mundo» (Sant 1,27). Y si todos ios hombres son hermanos, el Espíritu de Cristo nos urge para que vayamos prioritariamente hacia los que menos cuentan. «Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,4).

La fraternidad universal es a la vez un don de Dios y una historia que compromete nuestra responsabilidad. Pues bien, esta historia es un lugar de conflictos que opone a menudo a opresores y oprimidos. ¿Cómo construir la fraternidad universal sin ser solidarios con los oprimidos? El amor universal debe encarnarse necesariamente en situaciones concretas.

El acto creador de Dios manifiesta también que los bienes de este mundo no pueden verse monopolizados por unos pocos, sino que se destinan a todos. El enriquecimiento personal en detrimento de los hermanos es una ofensa directa a Dios, el Padre de todos. El derecho de propiedad debe reconocerse para el desarrollo de cada cual. No obstante, dicho derecho no es el del liberalismo desenfrenado del que conocemos perfectamente las consecuencias. En este ámbito, todos los textos pontificios de estos últimos años son suficientemente explícitos.

En la actualidad, ser solidarios con los oprimidos —y esta opción es de una dramática actualidad en algunos países en los que incluso está en entredicho la credibilidad del cristianismo— exige que el cristiano tome posición contra las estructuras opresivas. Sin ser necesariamente violento, se creará, pues, enemigos. ¡A los opresores no les gusta en absoluto perder sus privilegios!

¿Sería esto incompatible con la utopía evangélica de la fraternidad universal? No lo creo. El propio Jesucristo decía: «Amad a vuestros enemigos». Y él hablaba con conocimiento de causa, él que, a fuerza de desafiar a los que ostentaban el poder civil y religioso, terminará dejando en ello su vida. ¡Amar a los enemigos supone el hecho de que asumo que tengo enemigos! «Porque os expulsarán de la sinagoga. Más aún, llegará un momento en el que os quiten la vida pensando que dan culto a Dios. Y actuarán así porque no conocen al Padre ni me conocen a mi» (Jn 6,2-3).

Amar a los oprimidos consistirá en denunciar todas las causas de la injusticia que los humilla y buscar con ellos los medios de una auténtica liberación digna del hombre y del proyecto de Dios. Amar a los opresores consistirá en ayudarles a liberarse, también ellos, de la condición inhumana de su egoísta riqueza. Deberemos aprender a luchar contra la injusticia sin odiar jamás a las personas. Difícil. Seguir y servir a Cristo es siempre, siguiendo su ejemplo, tener una prioritaria preferencia por los marginados. «Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy, allí también estará mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre le honrará.»

 

Ser hermano es confiar en los demás


           Confiar significa creer en el hermano. Las palabras «fe» y «confianza» tienen una misma raíz latina. Creer en el progreso, en la conversión siempre posible de los demás. Uno de los peligros más temibles en el seno de las relaciones humanas es la costumbre. Esta tremenda costumbre que petrifica a los demás como personas definitivamente catalogadas, clasificadas. «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18,10).

Pues bien, un hombre es por naturaleza un ser incabado que nunca termina de revelarse a sí mismo y a los demás, que no cesa de crecer. Y el hombre sólo crece, sólo progresa ante los que creen en él, que confían en él.

Eso ocurre con el niño en la escuela. Y también ocurre con el adulto en su trabajo y en su vida de relación. La confianza es la dimensión dinámica del amor. Supone una mirada de fe, animada por el Espíritu, que se niega a reducir a su hermano a su defecto dominante o a su bloqueo psicológico. «Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?” —Le contestaron: “El primero”. Entonces, Jesús les dijo: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que vosotros en el Reino de Dios”» (Mt 21,31).

Esta mirada nada tiene de piadosa ceguera. Cristo denuncia el mal sin identificar, sin embargo, el hombre a su pecado. En nuestras relaciones humanas, existen miradas que congelan a los demás en su miseria y miradas que liberan. «Del mismo modo, vuestro Padre celestial no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños» (Mt 18,4). El hombre no termina de nacer, de salir de su crisálida de tierra. En el crecimiento, el calor del amor constituye lo esencial. A menudo, nuestros hermanos esperan ser amados para ser mejores; y nosotros esperamos que sean mejores para amarlos. No hay muchos hombres malos, pero hay muchos desgraciados, que no están a gusto consigo mismos, y que muestran profundas heridas.

Hay seres que suscitan lo mejor de nosotros mismos, nos invitan a la creatividad, a tomar iniciativas; otros, por el contrario, nos paralizan. ¿Qué clima de confianza mostramos en nuestro entorno?

 

Ser hermanos es el primer acto misionero de los discípulos de Cristo


            Jesucristo dijo también: «Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos» (Jn 13,35). Dicho de otra manera, Jesús no deja más que un signo para reconocer su nueva presencia en medio de sus hermanos: el del amor vivido en sus relaciones diarias. Vivir como hermanos, he aquí el primer acto misionero de los creyentes; ésta es la Buena Nueva en actos.

Vivir como hermanos es una actuación profética de esperanza para todos los hombres. La creencia en Dios no puede ser el fruto de una demostración intelectual, sino que se revela por la vida de los que la viven. La calidad de nuestros actos «glorifica» a Dios en la medida en que revelan el poder de su amor que nos anima. Sólo nuestros actos son creíbles y dan peso a nuestra fe en la paternidad de Dios. «Vosotros sois la iuz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro; sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,14-16).

Construir la fraternidad universal es de una actualidad acuciante. Basta con estar atento a las grandes aspiraciones de nuestros contemporáneos que a veces se dejan seducir por la «convivialidad» de las sectas. ¡He aquí uno de los grandes retos lanzado a los cristianos de hoy! Reinventar comunidades fraternas en que la calidad de las relaciones constituya su principal irradiación, al igual que ocurrió en la primitiva Iglesia de la que los paganos decían: «¡Mirad cómo se quieren!».

           Cada comunidad cristiana debiera ofrecer un espacio privilegiado en el que cualquier persona, retorcida, rica o excluida, podría ser acogida con respeto por su persona y descubrirse como un hermano amado. Todo discípulo de Cristo debiera tener esta pasión: ¡crear lugares fraternos. Somos intendentes de la ternura de Dios, y nuestra primera misión consiste en hacer que se ame al amor salvador de Cristo.

Toda comunidad cristiana debiera ser un esbozo modesto pero real del Reino de Dios. A través de la calidad de nuestras relaciones, emerge lentamente de entre las tinieblas de este mundo algo de ese Reino. Una comunidad es cristiana cuando los que la ven vivir pueden decir: «¡Es verdad que el Reino del amor está cerca de nosotros!».

Somos portadores de una formidable esperanza sin la cual la tierra corre el riesgo de hundirse en la desesperanza. Nuestra primera conversión consiste, pues, en ser, algo más cada día, un hermano para todos. Ello supone también que amemos nuestro mundo actual, tal como es, con sus grandezas y sus miserias. Es este mundo y no el que soñamos el que Cristo ama y quiere salvar.

 

HEINZ SCHÜRMANN

 

Parroquia de san Pedro. 2012 Plasencia

El Padrenuestro es una breve síntesis de todo el evangelio. Quien comprende acertadamente la oración del Señor, captará toda la predicación de Cristo y todo el contenido de su misterio. Sólo sabrá rezarlo, quien antes haya escuchado la predicación de Jesús y esté tan subyugado por ella, que la doctrina de Jesús determine desde entonces sus pensamientos y deseos. El Padrenuestro debe ser para todos los cristianos «la oración de los discípulos del Señor». El libro ayudará a comprenderla en toda su riqueza salvífica.

 

PRÓLOGO

 

“Así, pues, habéis de orar”(Mt. 6,9)

 

Dos cosas se esclarecen en las páginas de este libro: La predicación de Jesús ha de revelar el sentido del Padrenuestro. Y: El Padrenuestro es la clave para comprender la predicación de Jesús.

 

Estudiemos brevemente ambas afirmaciones.

 

La predicación de Jesús ha de revelar el sentido del Padrenuestro. Tal es el primer fundamento en que se basa nuestra exégesis. Pues ¿quién sabrá orar de veras la oración del Señor? Indudablemente aquel, y sólo aquel, que haya logrado que los intereses centrales de Jesús se conviertan en los intereses centrales de su propio corazón! Sólo el que vive en el espíritu de Jesús, sabrá rezar el Padrenuestro con el espíritu de Jesús. Por consiguiente, sólo sabrá rezarlo quien antes haya escuchado la predicación de Jesús, y esté tan subyugado por ella, que la doctrina de Jesús determine desde entonces sus pensamientos y deseos. Veremos, además, que el Padrenuestro es, por excelencia, “la oración de los discípulos de Jesús”; y está destinada primordialmente para los que han abandonado su hogar, su familia y su profesión, y han seguido plenamente a Jesús, a fin de escuchar a diario su palabra, y ser enviados por a predicar . En consecuencia, es una oración destinada para aquellos que “buscaron” el Reino de Dios, con plena entrega de su vida; para aquellos que convirtieron el Reino de Dios en el contenido exclusivo de su vida.

Por eso, en nuestros mismos días, sólo sabrán rezar plenamente esta oración aquellos que se empeñen en vivir una vida inspirada en el ejemplo de los primeros discípulos, aquellos que— a imitación de María de Betania—se preocupen de “lo único necesario”: escuchar la palabra del Señor, y anteponerla a todo . Pues, cuando Jesús nos enseña cómo y qué es lo que hemos de orar, entonces nos está enseñando implícitamente cómo deberíamos ser y vivir, para poder orar de esta manera.

 

Así, pues, la escuela de oración, de Jesús, se basa en su escuela de vida: Para orar de esta manera, y entender esta oración, el individuo ha de aprender en la escuela de Jesús. Con esto hemos encontrado el genuino principio para interpretar el Padrenuestro: Debemos escuchar las palabras del Señor, prestar oído a su predicación, y utilizar sus palabras como clave para entender su escuela de oración. (Si quisiéramos recopilar todos los “comentarios” de la oración del Señor, formaríamos una Inmensa biblioteca. Pero, en la mayoría de los casos, se trata de meditaciones sobre el Padrenuestro y a propósito del Padrenuestro, aunque se apliquen a sí mismas —injustamente— el titulo de “comentarlos”. Es verdaderamente sorprendente, pero se han hecho muy pocos ensayos para interpretar seriamente la Oración del Señor des- de el punto de vista de las Ideas mismas de Jesús (véase nota 7). Panoramas sobre la historia de la exégesis del Pa drenuestro, pueden verse en las siguientes obras: F. C. CHASE, The Lord’s Pro ger in the Early Church, “Text and Studles” 1 3, Cambridge 1891. O. WSLTHER, Untersuchun gen zar Geschichte der griecki. schen Vatervnser-Exeqese, “Texte und Untersuchungen”, 3, Reihe X 3, LeipzIg 1914. O. fl,eisi.rus, Das Vaterunser, Umrisse zu einer Geschichte des Gebetes in dcc alten und mittleren Kirche, Giessen 1903. K. AsEn. Das Vaterunser in dcc Geschichte der evangelisehen Frimmiqkeit. Tühlngen [Tubinga] 1924.

 

 Presta buenos servicios a la exégesis la comparación del Padrenuestro con las oraciones judías contemporáneas, aun cuando éstas no ofrecen la clave propiamente tal para interpretar la Oración del Señor en su verdadero sentido. A pesar de todo, la comparación con las oraciones judías es un recurso indispensable (véanse los trabajos mencionados en la nota 7). Pero, en los estudios histórico-religiosos, es muy corriente pasar por alto los elementos peculiares del Padrenuestro, que no tienen aná1ogos en las demás oraciones judías. Para remediar esta deficiencia, y apreciar bIen lo especifico del Padrenuestro, no hay más que un remedio: “Explicar la Oración del Señor, tomando como tase toda la predicación de Jesús y la literatura del Nuevo Testamento, y estudiar seriamente en qué consiste (en conjunto y en detalle) la originalidad del Padrenuestro” (HERHMANN 97).

 

Y, así, en lo sucesivo, interpretaremos la oración del Señor, basándonos en su predicación. Esto significa que debemos estar dispuestos a dar de lado a las propias ideas preconcebidas, para abrirnos plenamente a los pensamientos de Jesús: pensamientos que, al principio, pueden parecernos tal vez un poco extraños y desacostumbrados. Pues, por desgracia, así ocurre: la predicación de Jesús ha llegado a hacerse muy extraña para nosotros, porque ya no vivimos suficientemente empapados en la palabra de Dios. Ahora bien, el que renuncia a la propia opinión, y se abre—con espíritu de obediencia y conversión—al mensaje de Jesús: ese tal encuentra en las palabras del Señor el tesoro y la perla valiosísima, y con ello la inmensa alegría que le anime a practicar tal oración y le capacite para hacerlo. 


2) Pero debemos añadir que el Padrenuestro es también la clave para comprender la predicación de Jesús. Pues, para comprender los deseos más acariciados, los intereses centrales, las aspiraciones más sagradas de una persona: hemos de escuchar su oración. Por consiguiente, si queremos sondear las intenciones más profundas de Jesús, ¡examinemos su modo de orar! Nos revelará muchas más cosas que su misma predicación. Y si queremos aprender a orar como Jesús oraba, no sólo debemos meditar las exclamaciones que Jesús dirigía al cielo, y que en forma sumamente concisa se hallan diseminadas por el Evangelio . Sino que nuestra atención se debe centrar principalmente sobre el modelo de oración que el Salvador enseñó a sus discípulos para instruirlos en la manera de orar: el Padrenuestro.

 

El centro, en torno al cual giraba el pensamiento y la predicación de Jesús, y que constituía el motivo supremo de toda su conducta, es decir, la aspiración más íntima del Señor, se halla expresada aquí en vigorosas palabras: expresada de manera concisa, pero de la que irradia verdadera sencillez divina. Y, así, ya dijo Tertuliano a que la oración del Señor era breviarium totius evangelii: una breve síntesis de todo el Evangelio. Por consiguiente, quien comprenda acertadamente la oración del Señor, captará toda la predicación de Jesús, mostrándola desde el centro de su perspectiva. Por tanto, nuestros comentarios serán, al mismo tiempo, una breve introducción en el mundo de las ideas de Jesús.

 

Dijimos al principio que la predicación de Jesús aclaraba el sentido del Padrenuestro. Y luego dijimos que el Padrenuestro era la clave para comprender la predicación de Jesús. Esto parece un círculo... Y lo es, en efecto. Hemos de dar un salto hacia un nuevo mundo: hacia la intimidad de Jesús. Allí sentiremos que se comprende la palabra de Jesús en la medida en que se sepa rezar su oración. Y que aprendemos a rezar (con el mismo espíritu que Él) esta oración, en la medida en que escuchemos su palabra. En la intimidad del trato con Jesús, se resolverá lo que parecía ser una contradicción.

 

(Evidentemente, las páginas que el lector va a leer en esta obrita deben muchas de sus sugerencias a los estudios científicos que existen sobre la materia, aunque no siempre me sea posible señalar las fuentes. Muchas veces la Oración del Señor Vísjow DE CONJUNTO fue objeto de disertaciones y ejercicios. La presente obrita adquiere su forma actual en las conversaciones con mis hermanos en sacerdocio, habidas en Dad iCdsen, Parchim, Leipzig y Dvrtr e’ nn e’ mund. Me siento muy agradecido a ellos por todas las sugerencias aportadas. (Honorio TRADICIONES DE LA ORACION).

Entre los mejores estudios sobre el Padrenuestro están:

 

 

 

U. DALMAN, Die Worte Jesu. con el apéndice A: Das Vaterunser,
Leipzig (1. edición 1898) 21930, 281-365.

CH. C. TORHEY, The Translotions made from ¿he Original
,tramaic Gospels, New York 1912.

J. Hzwstza, Das Vaferunser, Tefl- una Literarkritische Untersuchangen,
en “Ntl. Abh.” IV 5, Münster 1914.

P. IIILLERsECIC (H. STRACK), Kammentar zum Neuen Testament
aus Talmud uná Midrasch 1, München [Munich] (1. ed. 1922)
31956, 405-424.

1. ABRAHAMS, Studies in Pharisaism and ¿he Gospeis II, 1924,
94-108.

P Fiemo, Das Vaterunser, Ursprung, Sinn und Bedeutung des
chrisf tichen Hauptgebe les, Gütersioh 1927.

• C. F. BURNEY, The Paetrp of Our Lord, Oxford 1925.

J. HERRMANN, Der atttestamentttiche Urgrund des Vatersunzer,
en “Festschrift für O. Procksch”, Leipzig 1934, 71-98.

E. •LOHMEvER, Das Vater-Unscr als Ganzheit, ThBl (1938) 217

227.
Das Vater-Unser, Góttingen [Gotingaj (1. cd. 1946) 31952.

K. G. KUHN, Achtzehgebet und Vaterunser uad der Reim,
Tübingen [Tubinga] 1950.

T. W. MAN50N, The Lord’s Prayer, “BoU, of the J. Rylands
Library” 38 (1955/56) 99-113, 436-448.

A propósito de la exégesis antigua, véase E. HoeNIcRe, Neuere
Forschungen zum Vaterunser bei Afalthdus and Lukas. NICZ
17 (1906) 57-67, 106-120, 160-180.
Un estudio destinado a un público amplio, pero con sólidas
bases exegéticas, puede verse en las siguientes obras:

E. EIN5ENTRAOT, Das Gebet des Herrn, “Akad. Bonif. Korresp.”
41 (1926) 120-128.

E. WaTER, Das Gebet des Herrn, “Dic biblische Schatzkammer”,
Freiburg lFribucgo] 1948.

VISIÓN DE CONJUNTO

LAS DOS TRADICIONES DE LAORACIÓN DEL SEÑOR

 

La Oracióndel Señor presenta en el Nuevo Testamento dos redacciones distintas: una forma breve (Lc 11, 2b-4) y una forma extensa (Mt 6, 9b-13) que pasó posteriormente al uso eclesiástico . Estas dos tradiciones distintas pueden extrañar, al principio, al cristiano que reza el Padrenuestro y se ha encariñado con la fórmula que le resulta tan familiar. Pero comprenderá esta doble tradición, cuando experimente—con “mirada retrospectiva”—que ambas fórmulas tienen su legítima razón de ser, en, la intención de Jesús.

 

((Otra antiquísima tradición —emparentada íntimamente con la de San Mateo— se contiene en la “Doctrina de los doce Apóstoles” (8, 2), que se remonta a principios del siglo II.  A primera vista, podría sospecharse que Jesús enseñó a sus discipulos esta oración en dos ocasiones distintas, y con fórmulas un poco diversas. Sin embargo, un detallado estudio literario demuestra que ambos evangelistas tomaron la oración de una misma colección (traducida ya al griego) de antiguas tradiciones. Por ahora (más detalles en pp. 191-200) nos limitaremos a citar las palabras de P. M. ZERWICK S. J., que son dignas de consideración: “Una preocupación nimia por la fidelidad histórica del relato evangélico podría inducir a pensar que Jesús mismo había enseñado esta oración de distinta manera en ocasionea diversas, O se podria dar también la siguiente  explicación: La redacción extensa de San Mateo es la forma original, porque pensamos muy acertadamente en lo íntimo del corazón: La abreviación de una fórmula se compagina más fácilmente con la fidelidad histórica, que no la amplificación he cha de propia cuenta. Pero hay otra solución posible, y tal vez sea la mejor. Consiste en tomar, sin prejuicio ninguno, las cosas como son en sí, y dar gracias a Dios —postrados de rodillas— porque, por medio de tan luminoso ejemplo, nos ha hecho sentir claramente que: lo que Jesús enseña, y lo que el Espirito Santo nos transmite como palabra de Dios, es siempre, en primer lugar, espíritu, y luego letra; es siempre, en primer lugar, contenido, y luego fórmula. ¡cómo no se va a aplicar este principio a todos los demás pasajes, si se aplica a éste en el que Jesús condensó para nosotros en una verdadera fórmula el espíritu de la oraciónl” (Leben ons Goftes Wort, Baden 1956, p. 37)).

(“La originalidad del Padrenuestro” consiste “en el conjunto de esta oración..., en lo que Jesús dice y no dice, en la selección de los temas de oración, y en la composición, sucesión y enlace” (HERRMANN, op. cit., p. 97).

(Desde el punto de vista de la forma, parece obvio —al principio— ver en San Lucas la estructura pentapartita (dividida en dos estrofas de dos y tres miembros), que tanto se encuentra en los textos palestinenses. Sin embargo, otras consideraciones formales y el punto de vista del contenido hacen aparecer como más probable la estructura que hemos indicado más arriba).

            Veremos, además, que es imposible comprender la Oración del Señor, si no interpretamos todos sus Detalles. Aun en la fórmula de San Lucas, que es más breve y que suena a fragmentaria, palparemos clarisimamente la totalidad interna y la estructura lógica de esta oración: de suerte que esta formulación breve de la totalidad nos proporcionará luz para la interpretación de los detalles. Al mismo tiempo, haremos bien en seguir el habitual texto de San Mateo, en las diferencias concretas que existan entre ambas redacciones. La exégesis demostrará que, de esta- manera, nos acercaremos más al sentido primitivo. Por el contrario, la redacción de San Lucas, que nos resulta menos “familiar”, puede ayudarnos mucho para penetrar nuevamente en la estructura de esta “oración de oraciones”, y captar su lógica interna. Los sonidos “familiares” encierran—muchas veces—ciertos pensamientos harto habituales, y que en gran parte son nuestros propios pensamientos, ya que rebasan el sentido que Jesús quiso dar a la oración. Si, además, escuchamos la oración del Señor, y oimos su comentario, en una traducción nueva quc, al principio, nos parecerá un poco extraña: tal vez captemos de nuevo su sentido original, y seamos capaces de escuchar de veras y seguir la instrucción que Jesús nos diera para enseñarnos a orar.

            Para ver intuitivamente las características de ambas tradiciones, presentaremos paralelamente el texto de San Lucas y el de San Mateo, con una traducción que sea lo más fiel posible. Los elementos comunes aparecen en cursiva:

 

            La oración del Señor, en la fórmula breve trasmitida por San Lucas, comienza—sin formalismos—con la sencilla invocación de ¡Padre! Esta invocación está íntimamente unida con la manifestación de un deseo que sirve de introducción, y que ocupa el lugar de la doxología inicial, que aquí falta “. A continuación viene el singularísimo y gran deseo de la venida del Reino: deseo que resalta sobre todas las demás peticiones, como el Montblanc descuella sobre las cimas “menores” de los montes que lo circundan.

En aquel deseo introductorio y en este gran deseo-oración, el adjetivo posesivo “tu” (tu Nombre, tu Reino), que es común a ambas frases y sirve de voz guía, endereza su rumbo hacia las alturas del Padre. Después, vienen tres peticiones, íntimamente unidas por la conjunción “y”, en las cuales se expresan tres intenciones importantes de los que oran (tres intenciones que, existencialmente, son las únicas necesarias, y que por tanto se entienden como un compendio de todo). En estas tres intenciones, la voz guía: “nosotros”-”nuestro”, ende- reza la mirada hacia la tierra. Así como la oración había comenzado sin gran formalismo litúrgico: así también termina ahora de la manera más sencilla que imaginarse puede. El final es como un grito de socorro que se prolonga en perpetua oración, y no encuentra fin.

Las adiciones de la forma ampliada de San Mateo desplazan la relación de los diversos miembros entre sí, y alteran por tanto la estructura formal del conjunto: La invocación ha adquirido solemnidad litúrgica, y se destaca—como pórtico independiente— del deseo que se manifiesta a continuación. Viene, después, una estrofa con tres deseos o intenciones: la santificación del Nombre, la venida del Reino, y —adicionalmente-—el cumplimiento de la Voluntad De Dios, las cuales, sin cópula alguna, se suceden en estilo lapidario, pero están rigurosamente concatenadas por la común voz guía: “tú”, y por la situación enfática del verbo que ocupa siempre el primer lugar de la frase. En la segunda estrofa se contienen tres peticiones, lo mismo que en la forma abreviada de San Lucas. Las tres se hallan unidas por la conjunción “y”. y la voz guía “nosotros”—”nuestro”_. La última petición se ha desarrollado hasta el punte de formar un paralelismo antitético que suaviza un poco el abrupto final de la redacción lucana.

((12 Según K. G. KUHN, Achtzehnç,ebef und Vaterunser uná der Reim, Tübingen [Tubinga] 1950, p. 38, tanto en la redacción de San Lucas como en la de San Mateo quedaría acentuada la división en dos estrofas (que ya se desprende del contenido de las mismas> por el cambio de rima. En la primera estrofa predomina la rima en -dic (‘tu”); en la segunda, la rima en el (“nuestro”). Pero las diversas tentativas de re-traducción del Padrenuestro al arameo, lengua materna de Jesús, (Da man, Torrey, Burney, Kuhn, etc.) no han conducido siempre a los mismos resultados; además, hay que echar mano de algunas conjeturas improbables para explicar la rima final. Indudablemente, en las frases griegas se escucha todavía el ritmo del lenguaje elevado de Jesús; por su parte, las terminaciones, casi idénticas, de los sufijos debían de acentuar en la lengua original la Impresión rítmica)).

 Tal vez San Mateo pretendió ya contar como séptima petición la segunda mitad del último verso. La división corriente en siete peticiones significa que esta oración—tanto por su forma como por su contenido—es una totalidad perfecta, a la que nada se puede añadir ni quitar. Pero nosotros no necesitamos echar mano de este número de “siete” (que no se acopla a la fisonomía de totalidad de la forma breve, y que esquematiza demasiado intensamente ciertos elementos que por otra parte se diferencian, y los dispone en rigurosa alineación) para llegar al mismo resultado, pero con una inteligencia más profunda de esta oración: La Oración del Señor, si se capta su totalidad interna y su lógica propia de una oración, revela una perfección formal insuperable, y una sencillez que se basta a sí misma y que no admite adiciones ni supresiones.

INTRODUCCIÓN

EL COMIENZO DE LA ORACIÓN

LA INVOCACIÓN


Padre (nuestro, que estás en los cielos)


                 Jesús, para enseñarnos a orar, nos dice primeramente cómo hemos de invocar a Dios: debemos llamarle “Padre”.

Esta forma de dirigirse a Dios no es tan evidente, como alguien podría suponer. Hacía falta que Jesús nos diese permiso y nos alentara para invocar a Dios con esta palabra “Padre”, tan íntima y familiar.

Por de pronto (1) la forma externa de la invocación de “Padre” es un hecho insólito, si la comparamos con las oraciones judías. El sentido concreto de esta invocación tan familiar, aparecerá más claramente, cuando la consideremos (2) a la luz de toda la revelación de Jesús.

 

1

 

              Fieles a nuestro propósito de interpretar la forma corriente del Padrenuestro (derivada de la tradición de San Mateo) por la forma breve (trasmitida por San Lucas), vamos a tomar como punto de partida la sencilla invocación de “ Padre! “, tal como la vemos en la redacción de San Lucas.


             a) En arameo (que era la lengua materna del Salvador), ¿qué palabra utilizaría Jesús para dirigirse a Dios? ¡Nos hallamos en la feliz situación de poder determinarlo con gran certeza! El evangelista San Marcos nos ha trasmitido unas palabras de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos: “Abba, Padre, todo te es posible!”

Los cristianos de lengua griega ¿por qué conservarían en su Evangelio la invocación de “Padre” en su forma original aramea? Evidentemente, la conservaron porque sabían que la invocación de abbá era una característica especial de Jesús. Esta hipótesis, nos la confirma San Pablo, cuando escribe a los Gálatas (4, 6): “Como sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clamaba: ¡Abba, Padre!” E, igualmente, según la Carta a Íos Romanos (8, 15), hemos “recibido el Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!” En ambas ocasiones encontramos la misma invocación con idéntica traducción. Debía de ser, por tanto, una invocación usual en las primitivas comunidades cristianas. Pues aun las comunidades posteriores, de habla griega, la recogieron de los cristianos palestinenses. Habían aprendido de labios de Jesús mismo a llamar a Dios de esta manera! En efecto, los conocedores de las preces judías de aquel entonces, nos aseguran que esta manera de dirigirse a Dios no tiene paralelos en la tradición de las oraciones judías de la época.

En las plegarias judías, la invocación de “Padre” es—simplemente—una de tantas maneras de invocar a Dios. Además, hay que tener en cuenta que esta invocación era bastante rara en tiempos de Jesús; y que sólo se fue difundiendo un poco más, durante los siglos ya de nuestra era. Aparte de eso, es de importancia decisiva la diferencia que existe en la forma: En las oraciones judías se usa casi siempre la invocación “Padre nuestro” (en los textos hebreos ábinu; en los arameos, abünan), en la cual se dirige casi siempre la palabra a Dios en calidad de Padre común del pueblo de Israel.

            Más rara es la forma singular hebrea ábi, “Padre mío”, que—en el lenguaje muerto de la Sinagoga—sonaba a solemnidad litúrgica. En las plegarias, nadie se atrevía a usar la sencilla y familiar invocación abbá, con la cual los niños, en la lengua popular aramea, solían dirigirse a su padre terreno, y cuyo sentido exacto podría refiejarse tal vez por la expresión: “Padre querido”. Aun en la lengua popular aramea, se usaba, para las oraciones, la solemne forma hebrea ab. Paralelamente, en los textos hebreos, adquirió carta de ciudadanía la palabra aramea abbá, para designar al padre humano, a diferencia del padre celestial.

Por consiguiente, Jesús, en su conversación con Dios, y contra todas las costumbres de la época, se atreve a utilizar la invocación íntima y filial de abba, “Padre querido”. Tengamos en cuenta que la expresión de “Padre” no es un nombre de tantos para designar a Dios, como ocurre en las plegarias judías, sino que significa una relación directa. Los hijos, cuando hab1an con su padre, nunca le llaman por el nombre, sino por el término íntimo y familiar de “Padre” .

En consecuencia, todo está indicando que Jesús ha sido quien ha enseñado a sus discípulos este tratamiento de abbá, cuando les instruyó sobre la manera de orar, y en otras ocasiones. De lo contrario, sería inexplicable la pervivencia, de esa costumbre en las comunidades antiguas. El simple vocativo “Padre”, que leemos en el Padrenuestro griego de la redacción lucana, sería, pues, una traducción de la forma aramea abbá: pero una traducción que ya no permite reconocer claramente lo más característico de la invocación aramea, utilizada por Jesús.

              Así, pues, Jesús habla con Dios en una atmósfera de intimidad verdaderamente desacostumbrada. Y enseña a sus discípulos a hacer otro tanto. Toda la predicación de Jesús está confirmando esto mismo. Cuando Jesús, con palabras estimulantes, alienta a  sus discípulos a una total confianza, compara innumerables veces a Dios con un padre. Y en los relatos evangélicos, el Salvador está hablando continuamente del “Padre”.  El discípulo ha de conocer la gran bondad de Dios, el cual está siempre dispuesto a ayudarnos; ha de estar íntimamente persuadido del amor del Padre. Para los discípulos de Jesús, la manifestación de esta nueva relación con Dios constituye el centro más íntimo de toda la doctrina del Salvador. Pues la invocación del Padre, en esta forma tan extraordinariamente familiar, ha de ser el alma de toda oración.

 
b) A pesar de esta confianza famíliar, que es tan característica de la invocación de “Padre”, enseñada por Jesús: no debemos creer que encierra pérdida alguna de respeto, ni que resta algo a la excelsitud de Dios. Pues hemos de tener en cuenta que el tipo de padre de familia, que constituye la imagen para designar a Dios, es precisaménte el cabeza, de la gran familia patriarcal de Palestina. Y este padre de familia es, al mismo tiempo, el “señor” de todos los individuos que la integran.

 

Así comprendemos que se hable del “reino del Padre” 21, y que sea el “Padre” quien confiera el reino 22 y el señorío 23; comprendemos, igualmente, que al Padre se le tribute “honor” 24, y que su voluntad deba cumplirse 25; y, asimismo, que sea “Se ñor” 26 y vaya a juzgar 27 El Dios, a quien aquí se le da el tratamiento de “Padre querido”, es el mismo que actúa majestuosamente en la historia de la salvación y en los tiempos escatológicos (véase infra).  

 

19 Mt 7, 9 Ss.
20 Le 12, 30; Mc 17, 25; Mt 6, 8; 7, 11.
21 Fuera del Padrenuestro, se encuentra también en Mt 13.
43; 26, 29; cf. Le 12, 30 s, 32; Mt 20, 23; 25, 34.
22 Le 12, 32.
23 Le 22, 29.
24 Mt 5, 16.
25 Mt 7, 21; 12, 50; 21, 31; cf. 18, 14; 26, 42.


           La invocación de “Padre” ha de entenderse en un sentido tan majestuoso, que se comprenda sin dificultad la estrecha coordinación: “¡ Padre querido—santificado sea tu Nombre!” y “¡ Padre querido—venga tu Reino! “, “¡ Padre querido—hágase tu Voluntad!

No nos sorprenderá, pues, que el texto habi¿ tual del Padrenuestro y la tradición de San Mateo contengan la adición aclaratoria: “¡ (Padre) nuestro que estás en los cielos! “. Esta adición distingue claramente a Dios (como Padre “celestial”) de todos los padres de la tierra 28. Esta intención de distinguir bien la clase de paternidad divina, nació sin duda alguna en las comunidades palestinenses (cuya tradición fue recogida por San Mateo), y tenía por fin acomodarse al estilo de las plegarias judías. Pero no nos permite reconocer ya netamente la índole característica de la invocación que Jesús quiso enseñarnos: invocación que tenía sonido muy íntimo y familiar. De todos modos, esta adición aclaratoria pone de relieve una idea que siempre hay que tener muy en cuenta, a pesar del tratamiento familiar con que nos dirijamos a Dios: la inviolable excelsitud de Dios. Esta idea de la excelsitud divina se contenía ya implícitamente, como hemos visto, en la invocación enseñada por Jesús, y que tenía comó trasfondo el elevado puesto del padre de familia en la sociedad patriarcal de aquellos tiempos.

26 Mt 11, 25 (paralelo: Le 10, 21).
27 Mt ¡8, 35.


28 San Lucas, sin duda, evita repetidas veces esta, adición (así ocurre en Lc 11, 13, y quizás también en Lc 6, 35) que deba parecer extraña a sus lectores gentilico-cristianos. Pero San Mateo la añade espontáneamente con mucha frecuencia (veinte veces): y, desde luego, lo hace en Mt 6, 14 y 12, 50. El distinguir al Padre celestial de todo padre terreno, era más congruente hacerlo en un discurso sobre Dios que en una clara invocación de plegaria. Y, así, la adición no se encuentra nunca en las oraciones de Jesús. Esta adición podria haber penetrado en el Padrenuestro (cf. nota 367) desgaJándose de la frase del Señor en Mc 71, 25, probablemente ya en época anterior a la tradición recogida por San Mateo (cf. KuHN, p. 34).

 

Al decírsenos que el Padre reina “en los cielos”, se nos está expresando su excelsitud por encima de todas las cosas de la tierra, y su augusta majestad. El Padre es al mismo tiempo el Rey, cuya Santidad, Realeza y Voluntad son intenciones que el orante lleva íntimamente grabadas en su corazón. El Dios excelso, que tiene su trono en las alturas, es el Dios a quien, según las enseñanzas de Jesús, hay que llamar “Padre querido”. La concepción de Dios, que posee Jesús, tiene profundas dimensiones que sitúan al orante en medio de un intenso campo de tensiones.

c) La invocación aramea “Padre” (abbá) puede entenderse y traducirse ora en singular ora en plural: “Padre mío” o “Padre nuestro”. Por tratarse de una oración destinada para el grupo de los discípulos (aunque éstos la recitaran, o no, en común), no estuvo desacertada la’ interpretación de “Padre nuestro” (= común). La constante aparición de “nosotros” y “nuestro” en las tres últimas peticiones sugiere incluso con suma probabilidad esta interpretación. En la redacción corriente de esta oración (que hemos tomado de San Mateo), se añade expresamente el “nuestro”: adición que tenía fundamento objetivo. La oración común de las comunidades palestinenses exigía esta interpretación, que correspondía además al estilo de las plegarias judías.

Veremos, asimismo, lo amplia que es la comunidad a la que se refiere el adjetivo “nuestro”. Evidentemente, no se trata sólo del círculo concreto de los discípulos que oran, y que han de recitar esta oración, ya sea en común ya en privado. El “nosotros” y el “nuestro” de las peticiones del Padrenuestro (tal vez hay que exceptuar la petición del pan), no debe restringirse al reducido número de discípulos que seguían a Jesús, y a quienes se enseñó primeramente la Oración del Señor 29a En Mt 23, 8 s, la denominación de ‘‘hermano” tiene una extensión tan amplia como la Nueva Alianza, de la que se habla en Jer 31, 31- ss, y en la que Dios es el Maestro de todos. Y en Mc 3, 33 ss, se dice que son “hermanos” de Jesús todos aquellos que cumplen la voluntad de Dios, y escuchan la revelación escatológica de Dios por labios de Jesús. Surge ahora una nueva comunidad de todos los que se abren a la predicación de Jesús y a la salvación escatológica obra por Dios, en la cual Dios se manifiesta como “Padre”.


               Todo el que invoca a Dios como “Padre querido”, se halla asociado con todos los que oran a Dios de la misma manera. La invocación de “Padre”, tal como Jesús la entiende, crea una comunidad, constituye una iglesia.  Quien llama “Padre” a Dios, está descubriendo al mismo tiempo que tiene “hermanos”, y que nunca se presentará solo ante el Padre.

 

2


            Hemos estado estudiando la invocación de “Padre”, enseñada por Jesús en su instrucción sobre la manera de orar: y hemos adquirido ya importantes conocimientos. Pero esta invocación de “Padre” recibirá más luz todavía, si la iluminamos con las enseñanzas de la predicación de Jesús.


a) Es de fundamental importancia el que Jesús, aquí, permita a sus discípulos tratar al
Padre con la intimidad con que Él le trata.

Todas las oraciones de Jesús, de que tenemos noticia, comienzan con la invocación de “Padre” (con excepción de Mc 15, 34, que es una cita del Salmista). Pero hay que tener en cuenta una cosa: Jesús, cuando llama “Padre” a Dios, lo hace en sentido totalmente exclusivo. ¡El indicio de esto se ha puesto ya de relieve muchas veces: Jesús, cuando ora o refiere alguna cosa, jamás se incluye en la misma categoría que sus discípulos, ni dice nunca: “Padre nuestro (común)”. Cuando se trata de una relación con Dios, que abarca a Jesús y a sus discípulos, el evangelista San Juan  pone —muy significativamente—en labios del Salvador la expresión de “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”.

Las palabras de Jesús tienen sonido especialísimo, cuando nos habla de “mi Padre” o cuando—enfáticamente—llama a Dios: “Padre” del “Hijo del hombre” o del “Hijo”.  Así, pues, Jesús habla siempre como el Hijo “Nadie conoce al Padre sino Únicamente el Hijo”.

Esta especialísima relación entre “Hijo” y “Padre” ilumina de lleno la Única palabra que se conserva de la infancia y adolescencia de Jesús: la frase que pronunció el Señor, cuando María y José lo encontraron en el Templo, a la edad de doce años: “¿ No sabíais que debo estar en las cosas que son de mi Padre?”

Jesús no se halla tan sólo ante el Dios que va a venir ahora en su reino, sino que principalmente se encuentra ante Dios que es su Padre. Por consiguiente, para Jesús, el encuentro con Dios no se realiza tan sólo, y primordialmente, a través del puente de la esperanza para el futuro, sino que se verifica ya en el presente por medio del conocimiento, la obediencia y el amor. La conciencia de Jesús de ser el Hijo, no es producto de sus esperanzas y vivencias escatológicas, sino que existía con anterioridad a toda su predicación escatológica. Además, toda la escatología que se contiene en la predicación de Jesús, hay que comprenderla desde el punto de vista de su conciencia de ser el Hijo, y hay que armonizarla con dicha conciencia. Y no inversamente. En el fondo, en la conciencia que Jesús tenía de ser el Hijo, la escatología es muy relativa. Jesús no sólo anuncia la pronta venida del reino y no sólo habla de la futura acción salvífica de Dios, sino que también revela y manifiesta al Padre.

La relación de Jesús con el Padre está impregnada de singular intimidad: es amor y obediencia. Ahora bien, este amoroso pertenecer al Padre, con su singularidad sin precedentes, es interpretado en el Nuevo Testamento como expresión de la especial situación soteriológico-metafísica, en la que el “Hijo se halla con respecto a su “Padre”.

 
b) La invocación que Jesús nos enseña en la oración del Padrenuestro, se entiende plenamente, cuando nos damos cuenta de que el Salvador capacita y autoriza a sus discípulos a que traten a Dios con la misma confianza con que Él lo hace. Dios no es solamente el Padre de Jesús, sino también el Padre de los discípulos de Jesús. Y, así, Cristo, cuando habla de Dios a sus discípulos, le llama frecuentemente “vuestro Padre”.

 También los paganos hablaban y hablan de Dios como Padre de todos los hombres y del universo. Pero Jesús no se refiere a esto. Y también los judíos, en el Antiguo Testamento, y más frecuentemente todavía en tiempo de Jesús y posteriormente, llamaban a Dios “su Padre”, según hemos visto. Pero se referían, más  que nada, a que Dios se había portado siempre “paternalmente” en su labor salvadora de Israel (el “hijo”) y de los miembros de Israel (los “hijos”) Pero todo esto no explica la manera de hablar de Jesús, que procede de un foco distinto. Jesús anuncia la suprema y definitiva acción reveladora de Dios: acción que se hace palpable en las palabras y hechos de nuestro Salvador. Esta “revelación de Cristo” hace patente de manera nueva y singular la paternidad de Dios. El que Jesús hable con tantísima frecuencia del “Padre” de los discípulos, parece tener una razón cristológica. Todo aquel que sigue a Jesús y se hace discípulo suyo, o escucha con fe su palabra y la acepta: puede llamar “Padre” a Dios, como hace Jesús.

             Como Dios es el “Padre” de los que creen en Cristo, no puede darse entre ellos el título de “padre” o “rabbi”. La solicitud paternal de Jesús, se la manifiesta el Salvador a todos aquellos que buscan el Reino de Dios 40, que oran en común 41 y “hacen resplandecer su nueva luz” 42, que son perseguidos 43 y en quienes hablará luego el Espíritu del Padre44 , que se hallan protegidos por una especial solicitud divina45. El Padre 46 dará algún día el Reino a esa pequeña grey47.

             Por consiguiente, el Dios, a quien los discípulos de Jesús pueden dirigirse con la invocación de “Padre”, es finalmente “el Padre de Nuestro Señor Jesucristo”, según la fórmula paulina 48. El que los discípulos puedan llamar “Padre” a Dios es un hecho que presupone una nueva revelación de la “paternidad” de Dios. Así lo veremos claramente por lo que sigue: Jesús habla del “Padre”, principalmente en las ocasiones en que describe la nueva acción salvífica de Dios.
El Reino de Dios es el Reino del “Padre”. El Padre se lo dará a la “pequeña grey” , como se lo ha dado a Jesús,51. Dará, igualmente, el Espíritu 52. Su actuación salvífica está destinada a su “plantación” (a la plantación del Reino)53 Él es el Maestro escatológico de todos 54, y se llamará en adelante el Padre de todos sus hijos. Revela a Pedro el misterio de Cristo 56, y escucha la oración unánime que se hace en nombre de Jesús57 . El Padre cuida de los discípulos de Jesús 58. Y éstos, en tiempo de persecución, se hallan bajo su especial protección59. E1 Padre perdona60 o castigará 61. En ‘el acontecimiento escatológico de la salvación, que ha comenzado con la venida de Jesús (y que es anunciado por éste), se revela, pues, la paternidad de Dios.

 

47 En último término, también en Mt 5, 45; 7, 9 Ss; 6, 1-6, 16-18: 6, 8, 32; 18, 35, la nueva revelación de Cristo constituye el preámbulo necesario para esta manera de hablar del “Padre”.
48 Cf. Rom 15, 6; 2 Cor 1 3; Ef 1,, 3; Col 1, 3; cf. Ef 1, 17; véase, asimismo, Jn 14. 6 “Nadie viene al Padre sino por mi”.
49 véase nota 21.

L oración de Jesús encierra en sí misma una alabanza. A ninguna petición se le podría aplicar esto en grando tan intenso como al deseo-ruego con que principia el Padrenuestro: “ Santificado sea tu Nombre!”

Este deseo de la mayor glorificación de Dios es el primero y más fundamental de todos los deseos que se formulan en esta oración. Y se trata tan intensamente de la intención misma de Dios, que este hecho se patentiza en la forma misma de la oración: La petición se reviste de la forma de un deseo; el orante, con toda modestia, expresa ante el Padre su deseo, sin dirigirse a Él directamente para hacerle un ruego.

Pero, claro está, esto equivale a una petición; más aún, a una petición ya cumplida. Pues Dios está manifestándose ya a sí mismo y su gloria, en el mundo. El discípulo de Jesús vibra con todos los deseos de su alma ante este acontecimiento magnífico que inunda de dicha. En efecto: Dios ha comenzado ya su supremo día grande, que ha de transformar la creación e inundar de gozo a las criaturas, pero que también ha de imponer finalmente en la creación la excelsa gloria de Dios.

El orante sabe que la glorificacion de Dios solamente puede realizarse, en último término, como acto de Dios mismo. Y, en este acto divino, el orante participa deseándolo. No lo pide propiamente, sino que se limita a expresar su deseo, ya que sabe’ que de antemano se le escucha. Lo que hace al orar, es manifestar su alegría de que el Nombre de Dios será ahora santificado por Dios mismo. Pero “el día y la hora, nadie lo sabe”.

Acordándose de esto, el orante no se atreve ni a causar siquiera la impresión
de que está poniendo preceptos a Dios. Cuando se trata del supremo gran acto de Dios: entonces lo único procedente es una forma respetuosa de manifestar un deseo-oración, y no una petición directa o inmediata. Y ahora la interpretación del contenido de esta exclamación introductoria nos permitirá comprobar si hemos entendido correctamente su forma característica.

 

2

 

Las notas formales de esta exclamación inicial han preparado ya el camino para interpretar su contenido.

 a) En las oraciones judías se encuentra con frecuencia el giro de “santificar el nombre”, que ha venido a estereotiparse. Pero, este giro, no hay que interpretarlo como si el “nombre” del Padre, que acaba de sonar inmediatamente antes, sea el que deba ser santificado. Pues, coma hemos visto ya, la palabra “Padre” en labios de Jesús no es un “nombre” para designar a Dios. Y, por otra parte, la expresión “santificar el nombre” es una verdadera fórmula.

En primer lugar, Jesús, con esta instrucción para enseñarnos a orar, nos sitúa ante el Dios que tiene un “Nombre”. Es un Dios personal, un “Tú”, al que se le puede dirigir la palabra. Pero hay más todavía: Siempre que Dios manifiesta su Nombre en el Antiguo Testamento, entonces aparece como un Dios que se está revelando, que busca comunión y alianza con los hombres. Como ocurre con la “gloria” de Dios, vemos que también su “nombre” es el compendio de su poder, y en cierto modo es la “faceta externa” de Dios, que se está manifesando.

Véase Is 59, 19: “Desde el Occidente se verá su nombre, y su gloria desde Levante”. Por consiguiente, cuando se trata de la santidad del nombre, se trata de la santidad de Dios mismo: de la santidad del Dios personal de la revelación. Ambos conceptos pueden alternar, según la manera de hablar de los judíos. E incluso pueden aparecer yuxtapuestos. Véase Zac 14, 9: “En el último día Dios será único, y único será su nombre”.

Pues bien, y ¿qué nos dice la extraña frase de que Dios ha de ser “santificado”?
No nos precipitemos a creer que el sentido de esta frase coincide con el mandamiento divino de “no pronunciar en vano el nombre del Señor”, ni siquiera expresado positivamente como un deseo de cumplir la propia obligación de conservar siempre santo el nombre del Señor, según nos exige el precepto.

Cuando se dice que Dios es “santo”, se expresa en primer lugar: que Dios—”el Santo” —vive, separado totalmente de lo profano, en el espacio de su inaccesibilidad; que es Dios de una manera totalmente incomparable.

En las oraciones judías, el verbo “santificar’ se halla frecuentemente en paralelismo con otros dos verbos, que nosotros comprendemos más fácilmente. En primer lugar, tenemos el verbo “engrandecer”, empleado por la Santísima Virgen en el Magnificat: “Mi alma en; grandece [exalta, ensalza, alaba] al Señor”. Según esto, “santificar” a Dios significa reconocerlo en toda su soberanía, tributarle la debida gloria, honor y respeto.

Es más frecuente explicar el verbo “santificar” por medio del verbo “glorificar”. Un sorprendente paralelo con la exclamación inicial del Padrenuestro, lo encontramos en la oración de Jesús, de Jn 12, 28: “¡Padre, glorifica tu Nombre!” Y, así, podríamos parafrasear libremente la exclamación de Jesús: “¡Padre, ojalá seas glorificado! ¡Ojalá se haga patente tu gloria!” Vemos que, con gran sencillez, pero con inaudita vehemencia, se trata únicamente de Dios.

Hemos penetrado, pues, hasta el meollo del interés religioso de Jesús. Y este interés constituyó el alma de toda su predicación y de todos sus preceptos morales. Luego, cuando estudiemos el segundo deseo del Padrenuestro, veremos claramente hasta qué punto la gloria y soberanía de Dios, su reinado y santa voluntad constituyen el verdadero anhelo que anima toda la predicación de Jesús. Detrás de la firmeza—que a menudo causa tanta impresión—de los preceptos morales del Salvador, se esconde siempre, como verdadero impulso, la grandiosa intención de que, a Dios, se le haga siempre el caso debido, de que sus santos mandamientos no sean escatimados.

 “A Dios lo que es de Dios!” Esta respuesta de Jesús resume enjundiosamente todo el afán de Jesús. Por eso se nos dice que hay que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y con toda la fuerza. Por eso Dios exige que se le sirva exclusivamente a É1; que se le haga una entrega completa; quiere la totalidad para Dios; que se adopte una suprema resolución; plena justicia Por consiguiente, esta grandiosa intención primordial de Jesús—hacer que prevalezca la gloria de Dios— anima la predicación del Salvador y sus preceptos morales, y anima también la Oración del Señor y cada una de sus peticiones. Esta intención se manifiesta purísima—aunque en una forma desacostumbrada para nosotros—en el deseo inicial que encabeza el Padrenuestro: “¡Santificado sea tu Nombre!”


b) La importancia de esta primera gran intención de Jesús, en la oración del Padrenuestro, se nos revela más claramente, si investigamos cuál es el sujeto agente que se oculta detrás de la extraña forma pasiva: “santificado sea tu Nombre”. Pero, al estudiar este problema, debemos acentuar con todo empeño que el interés inmediato del orante se dirige hacia la santificación del Nombre como tal, hacia la glorificación de Dios en sí: y, por cierto, con tanta inmediatez y con tan espontáneo encarecimiento, que no permite siquiera que surja de primera intención este problema ¡Hasta tal punto constituye la gloria de Dios, como tal, la meta de todos los deseos y anhelos de Jesús, la gran intención del Salvador!

Este deseo no debe entenderse como limitado al anhelo de la realización escatológica, de la ejecución de esta santificación: de lo cual se habla en la petición siguiente. La enjudiosa oración de Jesús no contiene duplicados superfluos, ni siquiera las repeticiones del paralelismo poético. El deseo de que haga patente la santidad de Dios, su gloria y grandeza; de que el “Nombre” de Dios “sea santificado”: se halla aquí en estado tan puro y absoluto, que toda concepción precipitada sobre la intención histórico-escatológica de este deseo, priva al mismo de su espontánea amplitud. Se trata de la gloria de Dios, como tal; y no solamente de su realización histórico-escatológica (por mucho que tal realización también interese.

            Al comienzo de la oración, el discípulo—según las instrucciones de Jesús—ha de manifes- tar sencillamente su más caro deseo, su intención más urgente: ¡Que Dios sea grande y soberano! ¡ Que se le reconozca como tal, y El se haga patente como Dios! En este deseo-exclamación de Jesús se encarna la intención central del orante: antes de que se piense siquiera en la fórma histórica y cósmica con que se ha de realizar tal deseo.

Por consiguiente, toda pregunta acerca del “quién” (sujeto activo) y del “cuándo” de esta realización ha de quedar relegada—al principio—tras la grandiosidad de la intención en su estado purísimo. Pero luego hay que estudiar ya esta cuestión, porque ayudará a explicar la grandeza y latitud de la intención de Jesús.

De la forma griega de imperativo (aoristo), solamente se puede deducir—con prudencia—la conclusión de que se trata de un acontecimiento único que pone a Dios en el poder y manifiesta en la tierra su gloria. Pero esta conclusión debe sacarse únicamente con prudencia, según decíamos. Pues el imperativo aoristo admite también una aplicación más compleja, como sucede con frecuencia en las oraciones formuladas en griego.

La cercanía inmediata de la petición siguiente, acerca de la venida del reino, sugiere la interpretación de que, por “santificación del Nombre”, hay que entender primordialmente la gran glorificación de Dios que ha de realizarse al final de los días, con la venida real y triunfante de Dios. Esto corresponde al lenguaje del Antiguo Testamento, el cual, cuando habla de la “santificación del Nombre de Dios”, se refiere frecuentísimamente a la conducta escatológica de Dios. Y la ‘gloria” de Dios o del Hijo de Dios, tal como se expresa en las palabras sinópticas de Jesús (con excepción de Lc 17, 18), significa únicamente la gloria futura, que ha de manifestarse en la tierra al fin de los tiempos.

De esta interpretación escatológica se deduciría la necesidad de considerar principalmente a Dios como sujeto activo de la “santificación del Nombre”. Dios mismo ha de “santificar su Nombre”, mostrarse como santo, revelarse gloriosamente, y resplandecer regiamente en el mundo, con toda su realidad divina. Esto sucedería por medio de la revelación de sus actos salvíficos, o proporcionándose a si mismo —en el Juicio—el reconocimiento y sumisión que le son debidos. Yo santificaré mi gran Nombre”.

Entonces el Nombre de Dios será también santificado debidamente por los hombres, acá en la tierra, por medio de una vida verdaderamente moral y que ensalce a Dios por medio de una vida que haga justicia a la santidad de Dios. Pues el hecho de que todo el mundo glorifique entonces a Dios, eso sólo se concibe—en último término—como obra escatológica de Dios. En todo caso, el deseo introductorio de la Oración del Señor es tan amplio, que no permite excluir esta acción de los hombres de la imagen total de la plena realización que se desea.

No obstante, aunque pensemos que la petición siguiente del Padrenuestro así como también toda la predicación de Jesús ofrece un fondo escatológico a este deseo introductorio, \ y evoca el pensamiento del supremo y grandioso acto de Dios: no es lícito identificar absolutamente este deseo con el clamor que pide la consumión escatológica, como si dicho deseo introductorio fuera sinónimo del deseo de la venida del reino. Nada de eso. Sino que, al comienzo mismo de la oración, se propone una intención que—en último término—explica la apremiante súplica de la venida del reino, pero que también constituye el sustrato de toda la predicación de Jesús sobre la cercanía del reino, así como también de su invitación a una conversión radical: sustrato que consiste precisamente en saber que Dios es Dios!

Pero como el orante toma tan en serio esta intención, siente bullir en si el deseo de que la gloria de Dios se convierta también en realidad histórica acá abajo. La petición introductoria impulsa a formular otra petición: la venida del reino. Así 1o exige la lógica de la oración. Aquí aparece claramente la relación entre la intención fundamental de Jesús y la escatología: Ha de venir el fin para que la santidad de Dios se haga patente. Doquiera Dios se hace visible como Dios: allá no sólo se acepta al mundo, sino que también se le discute.

El tomar completamente en serio a Dios exige una escatología, la cual significa ocaso y nueva creación. La genuina piedad es siempre, necesariamente, piedad escatológica, si es que toma en serio a Dios en su realidad suprahistórica y trascendente. La intensa penetración de lo escatológico en el pensamiento de Jesús es también una consecuencia de su idea radical de Dios. Pues Jesús no es un apocalíptico que estuviera interesado en el fin como tal: sino que, a Él, lo que le interesa primordial y principalmente es Dios. Como sabe que, en último término, la grandeza de Dios sólo se hará intensamente visible en el mundo venidero: Jesús ansía la venida de ese mundo.

Y, así, es fundamentalmente importante conocer el hecho —y la razón de este hecho—de que el deseo de la santificación del Nombre precede al clamor por la venida del reino, y por qué aquel deseo tiene prioridad y es más que este clamor. Así, el conocimiento de la lógica interna de la oración de Jesús puede ayudar también a comprender su predicación en su punto neurálgico y desde su centro mismo. Cuando Jesús nos enseña a orar de esta manera entonces nos está declarando al mismo tiempo, implícitamente, cómo concibe a los “hijos del reino”: Dios ha de ser para ellos lo único, el todo, la gran intención, el gran interés, el amor que los devore. Sólo el que posea en su corazón este gran deseo, podrá cumplir plenamente—cuando ore—las instrucciones de Jesús.

PARTE PRIMERA

 

EL UNICO GRAN DESEO

 

En la redacción abreviada de San Lucas, el deseo: “Venga tu reino” precede—con majestuosa soledad—a las tres peticiones siguientes, las cuales están ligadas entre sí por la conjunción “y”. Esta sencilla “exclamación-plegaria” tiene forma de deseo (lo mismo que el deseo introductorio), y no propiamente de petición (aunque, internamente, sea una petición ardiente). El orante no se dirige a Dios directamente para pedir, sino que, en su presencia, formula un deseo.

El verbo “Venga” ocupa intencionadamente el primer lugar de la frase: por contraste con lo que ocurre en la siguiente petición, en donde la prolepsis del objeto pedido—el “pan”—marca una vigorosa cesura. Y, así, nuestro deseo queda vivamente aislado y resalta sobre todo lo que le sigue. Igualmente, el “tu” de nuestro deseo (como ocurría ya con el deseo inaugural de esta oración) contrasta típicamente con el “nuestro” y el “nosotros” de las tres siguientes petieiones. Pero, aun con respecto a lo que precede, es decir, al deseo introductivo, vemos que la presente exclamación se halla aislada, a pesar de la semejanza formal que la une con aquél. Pues dicho deseo inaugural, en la forma abreviada de San Lucas, está íntimamente vinculado con la invocación de “Padre”, y constituye con ésta una unidad: el exordio de la oración. Ya lo hemos visto anteriormente.

Ahora bien, el hecho de que el deseo “¡Venga tu reino!” conserve la fisonomía externa de aquel otro deseo inaugural “¡Santificado sea tu Nombre! “, debe servirnos de indicio de que el deseo que ahora estamos estudiando, es consecuencia—por su mismo significado -interno— del gran deseo inaugural, en el cual creíamos escuchar la intención central de Jesús. De manera más intensa que todas las peticiones que siguen, el deseo de la venida del reino de Dios está animado—según veremos—por aquella intención central de que a Dios se le tribute la gloria debida.

(La traducción corriente entre nosotros los católicos (“Venga nosotros tu reino”) se deriva de un manuscrito griego (el Codez Cantabrigienss) que tiene en contra’ suya los testimonios de la mejor tradición textual, y que pudo dejarse influir por Mt 12, 28. Nuestros hermanos evangélicos tienen razón para suprimir este aditamento. En efecto, tal adición induce fácilmente a ignorar la amplitud cósmica del futuro reino de Dios, y a interpretar erróneamente la expresión “a nosotros” en el sentido de “hacia el interior nuestro”).

En la redacción extensa de San Mateo, que estamos acostumbrados a utilizar en nuestros rezos, el deseo inaugural queda aislado a consecuencia de la mayor independencia que posee la invocación. Además el deseo “¡Venga tu reino!” se halla interpretado por el deseo siguiente de que se realice la voluntad divina. De esta manera, queda más alineado con él el deseo de la venida del reino: los tres deseos constituyen la primera estrofa con tres peticiones.

Ahora bien, nosotros—conforme a nuestro principio exegético—trataremos de interpretar el Padrenuestro según la estructura orgánica de la forma lucana. Y, todo aquello que San Mateo añade por su cuenta, lo consideraremos como subordinado a esa estructura primordial. Aunque, de esta manera, no podamos ajustarnos plenamente a la estructura formal compacta, que San Mateo nos ofrece: sin embargo, nuestro sistema nos ofrecerá la ventaja de poder desgajar más fácilmente las ideas principales de la oración de Jesús.

Así, pues, el clamor por la venida del reino sólo es la primera y más importante petición —según la forma abreviada -de San Lucas—no entre otras tantas. La misma forma externa nos está sugiriendo ya que este deseo se encamina hacia la totalidad, hacia lo único por lo que hay que orar, hacia el conjunto que luego, en las tres peticiones siguientes, se irá desarrollando y consolidando. Por tanto, tenemos pleno derecho para consagrar a este único gran deseo (y a su siguiente interpretación) toda la primera parte de nuestra exposición. Se podría preguntar incluso si los temas que se tratan—de manera mucho más extensa—en las tres peticiones siguientes, pueden ser considerados redmente como una “segunda parte”, en pie de igualdad con la “primera parte”, y no se contienen—más bien—en ésta, la cual en el fondo expresa la única petición, el verdadero pensamiento del Padrenuestro.

 

1. EL GRAN DESEO

Venga tu Reino


              Indudablemente, la posición central, que Jesús concede al deseo sobre la venida del reino, está íntimamente relacionada con la posición central que posee el mensaje evangélico sobre la cercanía del reino.

El mensaje de Jesús acerca de la venida del reino de Dios constituye, indiscutiblemente, el tema central de su predicación. Véase Mc 1, 14 5: “Después que Juan fue preso, vino Jesús a Galilea predicando la Buena Nueva de Dios con las siguientes palabras: Se ha cumplido el tiempo, y el Reino de Dios está muy cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva”.

La venida del reino de Dios significará el total cumplimiento de todas las promesas hechas en el Antiguo Testamento. Significará el fin de toda la actuación salvífica de Dios. Y, así, el mensaje de Jesús acerca del reino sirve de amplio margen a toda la predicación de Jesús.

(Sobre el Reino de Dios, el Nuevo Testamento habla ciento veintidós veces. De las noventa y nueve veces que se habla en los Evangelios sinópticos, noventa corresponde a frases del Señor).

Para Jesús, la venida del reino de Dios lo es todo. No es, pues, de maravillar que el Salvador  no deje para el final de la oración el pedir por esta venida. Sino que el deseo en cuestión se formula al principio mismo: El reino de Dios no es el -último don divino, antes del cual habría muchas otras cosas que pedir para el aquí y el ahora: Nada de eso. Sino que la oración de Jesús supone una verdadera revolución copernicana: lo último se ha convertido en lo primero y—en cierto sentido—en lo único.

Ahora bien, el interés de Jesús no se cifra en primer término sobre la cuestión de cuál es el contenido misterioso de este reino. Sino que su mensaje dice únicamente que el reino de Dios “está muy cerca” En ninguna parte declara Jesús—de manera exhaustiva y precisa— qué es lo que entiende por “reino de Dios”. No nos instruye expresamente acerca de lo que es el reino de Dios, sino que anuncia su cercanía. Pero, lo verdaderamente inaudito de ese mensaje y de la petición que estamos comentando, lo comprenderemos en cuanto sepamos qué significa la cercanía del reino de Dios, y qué don divino representa para nosotros. Así que en primer lugar reflexionaremos sobre (1) todo lo que implica el concepto de “reino de Dios”; a fin de poder apreciar después (2) el sentido de su venida, y lo que nosotros pedimos con esta venida.

 

1.

 

             Los contemporáneos de Jesús tenían concepciones muy deficientes acerca del reino de Dios: concepciones que, durante bastante tiempo, oscurecieron el mensaje predicado por el Salvador. Así, el reino de Dios no se identifica simplemente con el cielo, como desearía una concepción vulgar, bastante difundida. No se identifica tampoco con la civitas Dei, la ciudad de Dios en la historia, que se contrapone a la “civitas diaboli”, o señorío del diablo en la historia (San Agustín). No consiste en una situación político social, como fue la del Sacro Imperio Romano Germánico durante la Edad Media. Ni consiste tampoco en un orden político social de la colectividad humana, que fuera resultado de una fiel observancia del Derecho natural y de la implantación de un orden social-cristiano. El reino de Dios no es tampoco—en sentido “pietista”—el “reino de la interioridad y la gracia”, ni—según el error idealista— el reino de la verdad y del bien en el mundo. Pero tampoco se le puede identificar, sin más, con la Iglesia.

La Iglesiaes, más bien, el “Pueblo de Dios” y, como tal, es el “Pueblo que sustenta el Reino”; es el “nuevo Israel”, y, como tal, la comunidad de los que han de “heredar” el reino, y a quienes éste les ha sido “dado”. A los representantes de este nuevo “Pueblo de las doce tribus”, se les deja ya en herencia, acá en la tierra, el reinado que ellos han de ejercitar algún día, “sentados sobre (doce) tronos”. Al grupo de los discípulos se les ha “dado” ya el reino de Dios; por consiguiente, la comunidad de Jesucristo es el lugar, en el que—ya desde ahora y acá abajo—actúan las fuerzas y dones del Salvador; el lugar en que “se hace patente” el acceso hasta Él. Vemos, pues, que la Iglesia se halla en íntimas y variadas relaciones con el futuro reino de Dios, pero no puede ser indentificada simplemente con él, si es que queremos comprender a éste con toda su plenitud. (Por eso, la labor misionera no es simplemente “difusión del reino de Dios en la tierra”. El término de “trabajar en el reino de Dios”, que se usa con frecuencia, y que designa—en sentido estricto o amplio—la labor eclesiástica, no tiene, por tanto, origen bíblico. Solamente San Pablo habla una vez— ¡pero con una diferencia muy significativa!—de sus “colaboradores en el Reino de Dios” Col 4, 11).

Hemos de eliminar de nuestra conciencia todos estos malentendidos, si no queremos cumplir de manera errónea o insuficiente las instrucciones de Jesús para orar por la venida del reino.  La expresión aramea malkutha Jahwe y su versión griega basileia tou theou, solemos traducirla por “reino de Dios”. Pues, en español, la palabra “reino” tiene el mismo matiz doble que las aramea y griega, a saber, el de reinado de Dios, y el de reino. El concepto de “reinado” expresa la función que ejerce un soberano real. Y el de “reino” significa, más bien, el objeto de esa función, el estado creada por esa función. En el lenguaje de Jesús, no se pueden separar ambos conceptos. Aunque en la mayoría de los pasajes, la acepción más indicada sea la de “reino” (lo mismo que en la Apocalíptica del Judaismo tardío), sin embargo, lo que interesa más vivamente a Jesús (igualmente que a los profetas del Antiguo Testamento) es la idea del “reinado” y señorío de Dios.


a) Quien ora por la venida del reino de Dios, ora por el reinado de Dios, es decir, porque Dios haga visible su realeza acá en la tierra, y llene el universo con su gloria. No es casual que la petición que estamos estudiando, siga inmediatamente al deseo inaugural de que la gloria de Dios se imponga en la tierra. El mismo teocentrismo, que se hace patente en esta intención fundamental de Jesús, anima también al mensaje del Salvador acerca de la venida del reino y nuestra petición de tal venida. Se trata enteramente de Dios. Dios ha de tomar a su cargo el gobierno del mundo. En el universo ha de surgir un estado, en el que Dios lo sea “todo en todos”. Entonces es cuando Dios tendrá en sus manos el gobierno, y reinará, y se cumplirá su santa voluntad.

Ahora bien, el preámbulo para la realización de este reinado divino es que el “príncipe de este mundo”, el “dios del presente eón”, el “príncipe del imperio del aire”, a quien fue entregado todo el “poder y gloria” de la tierra, sea expulsado primeramente de su poderío sobre la tierra y después sea expulsado también del mundo, en el que se ha atrincherado como en un alcázar; Jesús “ata” al “fuerte”. El señorío efectivo de Satanás y de sus espíritus malos se opone todavía, por el momento, al futuro reino de Dios. Aquí está el verdadero enemigo de Jesús, y aquí se desarrolla la batalla decisiva. Pero toda voluntad humana recalcitrante ha de ser quebrantada también, para que Dios reine verdaderamente en la tierra y se cumpla su santa voluntad. Ahora bien, hasta el juicio universal, hasta el fin de los tiempos, la voluntad de Dios no se cumplirá en la tierra de la misma manera que se cumple ya en el cielo.

Por consiguiente, está bien claro que el reinado de Dios no se realizará plenamente, por obra del hombre, en la historia de este mundo, en el tiempo de su trascurso. Sino que el dominio real de Dios es el final de toda la historia.

Solamente Dios quebrantará el señorío de Satanás, y en el juicio universal impondrá plenamente su santa voluntad. Entonces Dios será “todo en todo”.

 
b) Ahora bien, el reinado de Dios se ejerce sobre “el reino” de Dios. La gloria y soberanía de Dios determina un “ámbito”, y altera radicalmente el estado del mundo. El señorío y realeza de Dios establece un mundo celestial y trascendente. Con el reinado de Dios, llega a nuestra tierra el mundo del más allá, el mundo de Dios, con sus poderes y circunstancias. La presencia visible de la gloria de Dios lo renovará todo. En el reino, lucirán los justos como el sol  y serán como los ángeles del cielo. Este reino “no es de este mundo”, aunque ha de realizarse en este mundo. Cuando este reino de Dios descienda sobre la tierra, entonces comenzará y se alzará la nueva creación, surgirá una nueva tierra. Y este reino no sólo está lleno de la gloria de Dios, sino también de plena felicidad para los hombres. Por eso, las palabras de Jesús lo describen como una sala real, en la que nosotros hemos de reinar también como coregentes; como una sala de fiesta, en la que uno se sienta a la mesa, y come y bebe, y de la que podemos ser “expulsados” El reino se asemeja, además, a un palacio o a una ciudad, cuyas puertas pueden abrirse y cerrarse. Se puede “entrar” en él. Y, así, el reino de Dios es “vida” para el hombre es abundantísimo salario para los pobres y para los discípulos perseguidos.

Jesús nos enseña a orar: “¡Padre, venga tu Reino!”. Pues bien, la invocación de Padre hay que repetirla también delante de la petición que estamos estudiando. El reino que está por venir es el reino del “Padre”: con esto quedaría indicado, al mismo tiempo, que se trata de un don paternal de la bondad de Dios.

Así, pues, el reino de Dios designa de igual modo estas dos cosas: la gloria y reinado de Dios, y la salvación y bienaventuranza del hombre. Pues doquiera se realiza el reinado de Dios, allá se da también la salvación de los hombres. Por esta unidad ruega a Dios el orante: para que venga el estado definitivo del mundo, en el cual se tribute a Dios la honra debida, y con ello se realice toda la salvación del mundo.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que la petición que estamos estudiando, viene detrás del deseo de la santificación del nombre de Dios: deseo, cuyo interés teocéntrico sigue animando íntimamente a nuestra petición. Aunque el orante sabe que la venida del reino de Dios significa la salvación del mundo: sin embargo, clamará instantemente por un estado en el que Dios reine y domine como Soberano.

Ciertamente, Jesús quiso enseñarnos a orar de esta manera para que dirigiésemos toda nuestra atención a Dios. Ahora bien, sea cual sea la interpretación concreta que demos, en cada caso, del “reino de Dios” del que Jesús nos habla en sus palabras: hay que hacer notar que se trata siempre de una magnitud escatológica, No se trata de algo de éste mundo, de algo inmanente en la historia, y que pudiera realizarse ya consumadamente en éste mundo de acá abajo y en el tiempo actual. El reinado de Dios es, por su misma esencia, algo futuro y trascendente, algo que pone fin al mundo de acá abajo y a nuestro tiempo actual. Es innegable, pues, que nuestra petición encierra aquella plegaria cristiana de los albores: “ Venga la gracia y pase este mundo!”.

 

2


           Jesús no nos instruyó expresamente acerca de la esencia del reinado de Dios. Su predicación anuncia, más bien, su pronta “venida”, que es ya actual El reino de Dios se ha “acercado” ya. Pero el contexto nos indica claramente lo que Jesús entendía por “reino de Dios”. Pues, de las palabras del Salvador, se deduce muy pronto que el “reino de Dios” es la suma de todas las promesas, el “eschatón” por excelencia. Y esto bastaba para la inteligencia. Pero lo sorprendente del mensaje de Jesús era que ese último acto de todos los actos de Dios —la realización final—se hubiera hecho actual ahora. Y, este mensaje de Jesús, ha de tenerlo en cuenta todo aquel que ore: “¡ Venga tu Reino!”


a) El reino es lo futuro por excelencia. Pero lo característico del mensaje de Jesús es que ese futuro, no sólo contiene cosas futuras, sino que además se ha convertido ya en pasado y presente. El último acto de Dios, que pondrá fin a toda la historia, se ha convertido en realidad inmanente en la historia; lo del más allá se ha convertido en algo de acá abajo.

Claro está que Jesús reserva con razón el concepto de “reino” para la futura realización total, y sólo lo emplea excepcionalmente en algunos escasos lugares, en los que—prolépticamente—ve ya la realización final en el modesto comienzo de la misma. Sin embargo, el Salvador nos da a entender continuamente que—desde el punto de vista del objeto— la salvación anunciada es ya presente de una manera decisiva, y que el cambio decisivo de los tiempos: queda ya detrás de nosotros.

Pues bien, la petición de la venida del reino se halla situada en medio de este dilema entre el eschatón que todavía está por venir y que, no obstante, ya se ha realizado. La batalla decisiva, la batalla que había de crear una época nueva, se ha dado ya. Pero todavía falta la victoria final que manifieste el cambio de los tiempos; aunque esta victoria final es cierta y se halla “cerca”. Aquella certidumbre y esta expectación son las que animan al orante.

 

(En el Nuevo Testamento, la experiencia fundamental es la certidumbre de que se ha verificado el gran cambio de época y el eschatóiz ha comenzado; de que ya es época de cumplimiento, y no sólo de promesas (cf. Mc 1, 15; Mt 11, 12 s; Le 7, 18-23; 10, 23 s; 11, 20; 17, 20 s). En esta alentadora persuasión, está enraizada la “expectación de la cercanía”: la persuasión de que Dios, que ha comenzado ya su última gran obra, la conducirá ‘pronto” al fin. Se utiliza —como imagen-— los conceptos espaciales y temporales para expresar primordialmente una “cercanía de esencia”: en el aqui y en lo histórico se encuentra ya cerca —esencial y dinámicamente— lo futuro y escatológico. Ahora bien, la expectación de los primitivos cristianos es, igualmente, “expectación de cercanía” en sentido temporal. Pero esta actitud, en su sentido primordial, es una viva “expectación incesante”, que siempre está teniendo en cuenta el fin: una actitud, para la cual el fin es siempre una posibilidad real y que continuamente debe ser tomada en serio (cf. Lc 12, 39 s; Mt 25, 1-12; Le 12, 35 ss; Mc 13, 33 Ss, etcétera). El que para la fe de los primitivos cristianos (fe inundada de esperanza), esta posibilidad —en muchos lugares— se convierta en “probabilidad” (nunca en absoluta “certidumbre” — cf. Mc 3, 32, 33, 35; Le 12, 39 s): es cosa que depende de tales predicciones proféticas, las cuates tienen como nota caracteristica una perspectiva abreviada (véanse las profeclas del Antiguo y Nuevo Testamento). Por consiguiente, la expectacion neotestamentaria de la cercania se funda en la intensa experiencia escatológica del presente. Esta experiencia, objetivamente, tiene prioridad sobre aquella expectación: de la misma manera que la “expectación incesante” es más fundamental que toda expectación temporal de cercanía).

Y éste ha de buscar su camino en esta polaridad entre el “todavía no” y el “sin embargo ya”. Pues el reino de Dios existe ya en sus señales. Y pueden reconocerlo todos aquellos que sepan interpretar las señales de los tiempos. Claro está que la venida del reino de Dios no se puede deducir de las señales apocalípticas que lo preceden y acompañan. Más bien, Jesús remite a sus propias palabras y acciones como a señales que han de interpretarse, Señales henchidas de realidad: El Reino de Dios existe ya dinámicamente. El poder divino de obrar milagros se encuentra ya en el mundo; los poderes del reino nos impregnan ya. Donde se expulsa los demonios, allá ha tenido que llegar ya el reino de Dios, y estar presente entre nosotros con sus energías. El reino de Dios hace su irrupción con violencia. (San Pablo nos dirá más tarde que el reino de Dios en la tierra se ve allá donde existe la “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, allá donde actúa el poder del Espíritu de Dios).

 Pero no basta hablar de esta presencia semántica y dinámica del reino de Dios, es decir, de las señales y energías que denotan su presencia. Sino que, además, el reino de Dios existe ya “germinalmente”, como nos atreveríamos a decir con una metáfora audaz. Las imágenes y parábolas, propuestas por Jesús, nos están repitiendo sin cesar que doquiera se “siembra” la palabra de Dios (que está cargada de energías), allá se encuentra el reino de Dios, hundido en la tierra como un germen. Por consiguiente, no basta hablar de una presencia semántico-dinámica. Finalmente, el reino de Dios está aquí, porque Jesús se halla presente ya. Su venida significa la “plenitud del tiempo”, el cambio de los tiempos.

Con la venida de Jesús comenzó la gran boda de la salvación. La extensa mies se encuentra ya madura. El Pastor aguardado ha venido. El Médico está aquí ya. Se ha pasado ya la invitación para el banquete del fin de los tiempos. El Sábado vuelve a estar ahora al servicio del hombre, como lo estuvo al principio La vida conyugal quedará restaurada en toda su pureza primitiva, señalada por Dios en el Paraíso. Satanás ha sido expulsado ya de su poderío celestial; su “casa”, su reino, está perturbado ya— ¡ cosa extraña! —por desórdenes. Jesús está arrebatándole el botín Esto significa que ha llegado ya el reino. La escatología se ha “historizado” en Jesús, diríamos paradójicamente. Existe, pues, una escatología que esta “ya realizada” y que, a pesar de todo, “sigue siendo futura”. “El futuro ha comenzado ya”.

Ahora bien, la conciencia de que vivimos en plena aurora del reino de Dios da a esta petición su actualidad característica. Los que saben que el gran cambio de los tiempos ha acontecido ya, oran todavía por la venida del eschatón que hace cambiar los tiempos. Podría ocurrírsele a alguien la interpretación de que la petición de que estamos hablando, deseaba tan sólo un paso más en la realización parcial del reino de Dios, la cual se estaría cumpliendo ya. Por medio de esta petición se imploraría el progreso de esta realización. Suplicaríamos, pues, del Señor las señales y energías necesarias para que el reino “fuera creciendo” en la tierra. Sin embargo, tal interpretación sería un grave malentendido: y eso aunque se halle muy difundida. No se puede dudar, ni por un momento, de que la petición de la venida del reino trata de implorar la total realización, el supremo cumplimiento. Y se orienta, por tanto hacia la totalidad.

Por de pronto, la forma gramatical del imperativo (aoristo) griego podría ser señal de que aquí no se trata de una “venida” incesantemente renovada; sino que se piensa en el acontecimiento único de la suprema venida de Dios como rey. A este hecho, único y supremo, es al que Jesús se refiere generalmente con el concepto de “reino de Dios” (véase pág. 74). Y la petición que, aquí, precede—de manera enfática—a todas las peticiones parciales, se refiere ciertamente a la totalidad. Esto aparece con especial claridad, si comparamos la Oración del Señor con las plegarias judías que suelen colocar esta petición al final de una cadena de súplicas. Ahora bien, en el Padrenuestro, la petición de la venida del reino es la intención primera y más urgente, y en cierto sentido la única. Todo lo demás que se pide, tiene tan sólo sentido hasta el tiempo en que esta primera petición alcance su cumplimiento.

Si hemos interpretado correctamente que esta petición, lo que propiamente le interesa al orante es Dios: entonces se deduce por sí mismo que lo que en esta petición se implora es la definitiva revelación de la gloria y dominio de Dios. Cuando se trata de Dios, no se pueden implorar soluciones parciales.

 
b) El deseo de la venida del reino está animado totalmente por la triunfadora persuasión de que este reino viene. Los discípulos de Jesús imploran algo, de cuya realización están ciertos de antemano. Esta petición no brota de una fe mezquina; no pretende estimular a Dios a que realice su última gran obra. Propiamente el orante no hace más que pronunciar su “sí” de aceptación al acontecimiento que cambia y altera los tiempos: acontecimiento, de que él ha sido testigo, y cuyo misterio de realización conoce.

Claro está que la venida del reino de Dios está “oculta”, en el acontecimiento de Cristo; es un “misterio” que exige “fe”; que obliga a “examinar”, a “mirar”, La improbabilidad de este comienzo, su importancia, su aparente fracaso, podría ser ocasión de que alguien se descarriase. Pero el discípulo conoce el “misterio” del reino. Y, así, su petición, no brota de una fe débil, ni de las dudas. El orante no pide a Dios que cumpla el anuncio de Jesús acerca de la proximidad del reino, y que ratifique por tanto su mensaje. Sino que el discípulo de Jesús ora por la venida del reino, porque conoce—con certeza y gozo—su triunfante venida, y, con su oración, quiere vibrar íntimamente con este gran acontecimiento que inunda de dicha.

El inmenso “mensaje de alegría” es la noticia de la cercanía del reino. Y de esa gran alegría nace el deseo: “¡Venga tu Reino! “. El que ve estas señalés es más dichoso que los profetas y reyes de la Antigüedad. Se parece a aquel hombre que recibió una inmensa alegría al descubrir el tesoro escondido, la perla preciosa Tal individuo va, “lo vende todo” y ora: “¡Venga tu reino! Sabe que el reino le hace “mayor” que todos los “grandes” de la época de las promesas. El orante sabe que el reino es el gran regalo de Dios, que es “dado”, “legado”, y “prometido” El hombre sólo puede “recibirlo como un niño”. El reino, hay que “aguardarlo”; y “es recibido en herencia”. “Impulsa con violencia”; y es un acto enteramente de Dios. Ninguna acción humana podrá realizarlo, en último término; pero exige suprema entrega y oblación total, y ha de ser “anunciado”. Mas, propiamente, la tarea de realizarlo, le corresponde sólo a Dios. Y, así, la exclamación de que estamos hablando, no tiene verdadera forma de petición, sino que es tan sólo un deseo modesto y humilde: “¡Ojalá venga tu reino!” El orante evita aun la apariencia misma de inmiscuirse en el gran asunto que es propio de Dios, que es enteramente obra suya, y cuyo día y hora no lo conocen ni siquiera “los ángeles del cielo”, ni siquiera “el Hijo”. Pero el orante declara a Dios con fe y alegría que esta acción divina, consumadora de todo, esta acción que se está realizando ya y que al mismo tiempo es esperada, constituye también su más ardiente anhelo, más aún, ¡su único anhelo!

Henos nuevamente ante la pregunta de quién es propiamente el que puede cumplir esta enseñanza de Jesús sobre nuestra manera de orar. ¿Quién puede atreverse a orar así? Esta petición ¡presupone tantas cosas! Pues bien: sólo es capaz de orar así el que pueda orar sinceramente por la llegada del fin, el que se alegre inmensamente de la llegada de ese fin, porque sabe que entonces es cuando se ha de imponer visiblemente la excelsa gloria de Dios, y con ello la creación entrará en el estado de salvación pretendido por Dios.

Esta petición requiere discípulos que sólo “deseen el reino de Dios” y para quienes todo lo demás resulte secundario. ¡Hasta qué punto hay que seguir la invitación de Jesús a la conversión, para poder orar de esta manera con plena sinceridad! En realidad, no es el hastío de la vida ni la huida del mundo lo que impulsa a orar así. ¿Quién podría encontrar la más mínima huella de hastío en las parábolas y sentencias de Jesús, que se hallan tan cerca de la vida y están tan abiertas al mundo? Nada de eso. Sino que lo que impulsa a orar de esta manera es el conocimiento de Dios y el gozo en Él. En esta petición vibra un ardiente anhelo de que, a Dios, se le tribute el honor debido, y de que la obra divina llegue a su consumación. El estado presente del mundo ha de cambiarse, porque es contrario a Dios.

Ha de venir una nueva creación, porque nuestro mundo actual—tan provisional! —no es capaz de manifestar plenamente la gloria de Dios. Tendríamos que convertirnos tan intensamente al Dios vivo de la revelación, al “Padre de nuestro Señor Jesucristo”—como dice San Pablo—, que brotase pujantemente en nuestros corazones este vivo anhelo, y surgiera espontáneamente en nuestros labios esta petición.

Solamente aquel que sea capaz de expresar debidamente—en el Espíritu de Jesús—el deseo introductorio (que de manera tan plena y pujante se refiere a Dios), podrá desear también—de manera tan viva y exclusiva—la llegada del reino de Dios. La escuela de oración de Jesús es verdaderamente una escuela superior de vida.

 

2. LA EXPLICACIÓN


Hágase tu Voluntad como en (el) cielo, (así) también en (la) tierra


            El discípulo de Jesús tiene necesidades desconocidas para otras personas. Tiene vehementísimos intereses, por los que nadie más que él vibra. Más aún, su misión es rogar con todas sus energías para que cesen grandes calamidades, que sólo él ve. Una situación insoportable es que en el mundo no se haga la voluntad santa de Dios. Esta calamidad enseña a los discípulos de Jesús a consagrarse a la oración.

          Lo grande que es esta calamidad, lo poco que se cumple en el mundo la voluntad de Dios: solamente lo puede saber aquel que conoce la verdadera voluntad de Dios. Por consiguiente, nuestra petición presupone la revelación enseñada por Jesús.

También esta petición (como el deseo introductorio y el de la venida del reino) tiene la forma de deseo. El verbo se halla al principio de la frase, con marcado énfasis. Y, así, esta petición encuadra perfectamente en el marco de las dos anteriores. Empero, tiene mayor profusión de palabras, es más locuaz que las peticiones que hemos considerado hasta ahora, pues establece la comparación con el estado que existe en el cielo. La redacción de San Lucas no conoce esta petición, sino que deja aislada a la petición de la venida del reino. ¿La habrá omitido San Lucas porque en realidad el que haya encontrado el gran tesoro del reino de Dios, e implorado su venida, no necesita implorar ya nada más?

Pero ¿quién se iba a atrever a borrar posteriormente del Padrenuestro tal petición? De hecho, este nuevo deseo-petición no hace más que explicitar algo que ya se conocía en la anterior petición, y que hasta ahora no se había mencionado expresamente: la voluntad de Dios. Esta mención explícita significa ya un énfasis adicional, y quizás también una acentuación dirigida por algún interés especialísimo. Por lo demás, el contenido de esta petición (sea cual sea la interpretación que se dé de la misma) se halla implícito en la anterior petición, y pretende interpretar a ésta, quizás en un sentido determinado.

Dada la gran condición del Padrenuestro, en el que no encontramos ni una sola palabra superflua, sorprende un poco encontrar este desdoblamiento Sin embargo, ningún discípulo de Jesús, que haya aprendido del Señor la urgencia y necesidad de la voluntad de Dios, suprimiría de buena gana esta petición.

Los que oran en el Espíritu de Jesús no podrán menos de revestir incesantemente su deseo de la venida del reino de Dios con la forma de una petición en que se implore la realización de la voluntad de Dios, porque la “voluntad de Dios”—como hemos de ver—fue uno de los intereses centrales de Jesús. ¿Se tratará quizás de una oracioncita aislada de Jesús, que fue luego considerada como digna de encuadrarse en el Padrenuestro, como explicación o comentario de la petición anterior? 

Esta cuestión podría no interesar a quien reza el Padrenuestro. Pero no cabe duda de que el orante se sentirá muy satisfecho de poseer esta explicación, y en ella una oracioncita que contiene una de las intenciones centrales de Jesús. Aparte de esto, la petición de la venida del reino era de tan fundamental importancia, que el orante se detiene con gusto en ella, y la repite de nuevo con otras palabras y con otro acento distinto.

En la lengua materna de Jesús, la palabra “voluntad” tiene un significado de más ricos matices que en español. La voluntad de Dios es su “beneplácito”: lo que Dios ha querido y planeado desde toda la eternidad, y en cuya realización se complace. Ahora bien, el “beneplácito” de Dios es de dos clases: (1) el beneplácito de que el plan salvífico de Dios llegue a consumarse; y (2) de que su voluntad de reinar se imponga. Sobre ambas cosas vamos a reflexionar en adelante. Pues será conveniente que, en nuestro estudio, nos dejemos guiar por la sospecha de que en esta petición, lo mismo que en los dos anteriores, el orante se refiere a todo el conjunto.

No es lícito excluir de la petición nada de lo que Dios quiere, o de lo que es su beneplácito. Precisamente cuando vemos que se nos propone el “cielo” como norma  del cumplimiento de la voluntad de Dios en la tierra: no podemos poner limitaciones estrechas a la petición que se nos recomienda orar.

 

1

 

a) En el “cielo” se ha realizado ya de manera primordial el estado de consumación pretendido por Dios. Ahí se ha cumplido ya prototípicamente lo que después se ha de realizar en la tierra conforme a este ejemplar. No sólo la comparación con el estado del cielo, no sólo la amplia totalidad de la petición, no sólo la proximidad que une a ésta con la petición anterior, nos permiten pensar en la revelación escatológica de Dios. El plan salvífico de Dios se realizará en la tierra “como en el cielo”, si el “reino de los cielos” desciende a nuestra tierra.

Varios comentaristas opinan que, en la tradición de San Mateo, el “reino de Dios” es denominado casi siempre “reino de los cielos” porque este reino es un estado “celestial”, un estado propio del más allá, que desciende a la tierra, y que ha de transformar las circustancias de acá abajo, según pensaba la apocalíptúa del Judaísmo tardío.

Por consiguiente, la voluntad de Dios (cuya realización hemos de pedir aquí) significaría el plan salvífico de Dios, el cual ha de conducir a la creación hacia el estado de consumación determinado por Él desde toda la eternidad. El discípulo debe orar para que la voluntad de Dios se haga realidad en este sentido.

b) Ahora bien, los que están pidiendo aquí la plena realización del plan salvífico de Dios son unos discípulos que saben que Dios ha comenzado ya en la tierra su acción salvífica definitiva. El orante vibra al unísono con este acontecimiento, cuando puede cooperar en él, con modesta reserva, más bien deseando que pidiendo. Desde los días de Jesús, la voluntad salvífica de Dios se está cumpliendo en la tierra. Así, por ejemplo (difícilmente podríamos mencionar un ejemplo más significativo para nosotros), “no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos—nos revela Jesús—que uno de estos pequeños se pierda”, es decir, uno de esos discípulos pobres y menospreciados, a quienes el Padre ha destinado para el reino de Dios. Asimismo, “fue del agrado” del Padre el que la revelación de Cristo en la tierra “quedase oculta ante los sabios e inteligentes, pero se hiciera patente a los pequeñuelos”. Pero el “beneplácito” de Dios, su “voluntad”, se cumplirá plenamente en la tierra, cuando su plan salvífico acerca de la creación se efectúe plenamente gracias a la definitiva acción salvífica del Señor, cuando el estado que existe en los cielos se haga realidad también en la tierra, cuando se cumpla la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo.

 

2

 

Más intensamente que en plan salvífico de Dios, nuestro deseo-plegaria parece tener puesta su mirada en la voluntad dominadora del Señor. Pero, aun ésta, no hay que concebiila dentro de límites demasiado estreches.

a) El hecho de que la voluntad de Dios, su beneplácito, no se cumpla todavía perfectamente en la tierra: no depende sólo de la voluntad humana, que es siempre muy débil e incluso hostil a Dios. La calamidad de esta existencia terrena posee raíces más hondas. En la tierra actúa poderosamente el “Príncipe de este mundo” el “dios de este eón” el “Príncipe del imperio del aire” , el “fuerte” ‘, aquel a quien se le ha entregado “todo el poder y gloria” “de todos los reinos de la Ecumene”.

En la tierra es poderoso el “reino” de Satanás, su “casa”, cuyo fin está comenzando, ahora que los poderes del reino de Dios actúan ya en el mundo para desbaratar el reinado de Satanás, y ahora que Jesús ha “penetrado ya” en la “casa del fuerte” El que ora, pues, por el cumplimiento de la voluntad de Dios, está luchando contra el “fuerte”. Ora para que llegue definitivamente el final del reino de Satanás, y reine Dios en adelante.

Sólo cuando Satanás haya sido vencido, se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra de manera tan plena y perfecta como se cumple ahora “en el cielo”. Pues la tierra dominada por Satanás y sus “ángeles” tiene su contraste en el cielo: “El Señor ha establecido su trono en el cielo”; allí están “los ángeles, los héroes poderosos, los ejecutores de su palabra, atentos a su voz poderosa, todos sus ejércitos,... sus servidores, los ejecutores de su voluntad” Cuando este trono de Dios esté también en la tierra, y se instaure en ella el reinado de su voluntad: entonces la voluntad de Dios se cumplirá “así en la tierra como en el cielo”.


b) Pero la voluntad de Dios es soberana, y da preceptos también para los hombres. En el cielo, los ángeles son los que cumplen la voluntad de Dios. Y en la tierra se desean personas que cumplan la voluntad de Dios tan fielmente como lo hacen los ángeles del cielo. Aquí encontramos innegablemente una gran intención de Jesús. En efecto, Jesús reúne ya en la tierra—para la entrada en el reino de Dios— al grupo de los que escuchan su invitación a la penitencia, y están dispuestos a cumplir la voluntad divina por Él manifestada: “Entrará en el reino de Dios” la comunidad de los que cumplen “la voluntad de mi Padre que está en los cielos”  tal como el Salvador la anuncia.

Pero hay que tener en cuenta lo siguiente: Cuando Jesús habla de la voluntad del Padre, no piensa sólo—ni siquiera primordialmente—en la voluntad de Dios, tal como se manifestó en la Ley del Antiguo Testamento, en los Diez Mandamientos. Ahora que Jesús ha venido, la voluntad de Dios es—.concretamente—la “conversión”: es decir, en primer lugar la fe en Jesús, y luego la obediencia atenta a la revelación de los preceptos divinos a través de las palabras de Jesús.

 La familia de Jesús se compone de los publicanos y pecadores que “cumplen así la voluntad de Dios”, es decir, que se agrupan—con sentimientos de penitencia—en torno a Jesús: “El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Se congrega así la comunidad salvífica de los tiempos escatológicos, pues ha comenzado el tiempo en que todos serán instruidos por Dios, Dios será el “Maestro” de todos, y todos serán “hermanos”. Entonces se cumplirá la antigua profecía: “Vienen días—palabra del Señor—en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa de Judá... Yo pondré mi Ley en su corazón y la escribiré en su alma... No tendrán ya que enseñarse unos a otros: ¡Conoced al Señor!, sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes”.

Por consiguiente, quien ora por que se cumpla en la tierra la voluntad de Dios, ese tal está orando por la comunidad perfecta de los tiempos escatológicos. Ahora bien, esta comunidad, solamente Dio puede crearla; es enteramente obra suya. Así, pues. la voluntad de Dios se realizará en la tierra, cuando se lleve a cabo el plan salvífico de Dios.

No se nos ha trasmitido ninguna otra oración—de los tiempos de Jesús—en que se ore de igual manera por el cumplimiento de la voluntad de Dios. En cambio, los textos judíos están llenos de exhortaciones a hacer la voluntad de Dios. Por el contrario, Jesús nos enseña a orar por el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pues Jesús nos ha hecho ver que existe en este,punto una deficiencia, que ni el más activo discípulo sería capaz de suprimir. Es verdad que el discípulo, en su puesto, puede y debe esforzarse lo más poible por hacer la voluntad de Dios, corno Jesús urge sin cesar, con el mayor encarecimiento.Pero, en último término, el empeño del individuo—por grande que sea—para cumplir la yoluntad de Dios, no suprime el triste estado en que se encuentra la tierra, ya que en ella la voluntad de Dios no recibe la consideración debida que se le tributa en el cielo. Sólo Dios puede hacer que el estado celestial se convierta también en la situación de esta tierra.

            En la petición que estamos considerando, el orante no suplica la gracia de poder hacer la voluntad de Dios. El que nosotros podamos hacer y soportar la voluntad de Dios: no deja de ser un pequeño fragmento de la tarea total que ha de llevarse a cabo, para que la voluntad de Dios se cumpla en la tierra como en el cielo. De ahí que el orante se limite a exponer un deseo, con modestia y reserva: Dios mismo es quien ha de actuar, y hacer que su voluntad se imponga. Con todo respeto, para no “dar órdenes” a Dios, el orante no se atreve a pedir directamente a Dios esta intención, sino que expone simplemente un deseo, y lo deja todo en manos de Dios.

Así, la voluntad de Dios es considerada en toda su absolutividad. ¡Ojalá que esta voluntad divina abarque el cielo y la tierra! ¡He ahí el gran deseo del orante! En la mente del que ora, el cielo y la tierra pierden casi su concepto propio. Son considerados únicamente como el espacio en donde se cumple o ha de cumplir- se la voluntad de Dios. El cielo no tiene aquí más que una nota digna de mención: la de ser el sitio en donde se cumple perfectamente la voluntad de Dios. También la tierra ha de adquirir algún día esa nota, cuando se haya consumado el plan salvífico de Dios y reine de manera perfecta la voluntad soberana del Señor. Entonces existirá la comunidad perfecta que cumplirá la voluntad divina.

Cuando se nos invita a orar así, entonces está soplando sobre nosotros el Espíritu de Jesús, el Espíritu para quien Dios lo es todo, y para quien Dios ha de serlo todo en la tierra. Esta petición exhala como pocas el Espíritu de Jesús que siempre se dirige a la totalidad, cuando se trata de Dios. ¿Y quién es capaz de orar así? No cabe duda: sólo un discípulo que, por la predicación de Jesús y la oración del Señor, sabe existencialmente que está viniendo el reino de Dios: que el plan salvífico de Dios va a encontrar su real y suprema consumación, y que Dios comienza ahora a reinar majestuosamente. Así puede orar solamente un discípulo que ha convertido en el gran tema de su vida la voluntad divina de salvarnos y de reinar. El individuo, cuanto más profundamente obedece a la invitación de Jesús a hacer penitencia y convertirse: se sentirá movido con tanta mayor vehemencia y sentido práctico a presentar a Dios el deseo de que su santa voluntad se cumpla en la tierra.

 

 

 

 

2. LA SEGUNDA PETICIÓN CON SU CONDICIÓN PREVIA

 

PARTE SEGUNDA

 

LAS TRES PETICIONES NECESARIAS

 

           El gran deseo de la venida del reino era la única gran intención, que propiamente no admitía a ninguna otra junto a sí. Este deseo—solitario y majestuoso—se eleva como un gigante hacia el cielo, y alcanza su máxima elevación con la palabra “tu” (tu reino). Detrás de este deseo vienen tres peticiones, unidas íntimamente por la conjunción “y”. La primera de las tres pone enfáticamente el complemento directo en cabeza de la frase (prolepsis que en el texto griego resalta mucho más todavía que en las traducciones vernáculas). Con ello, esta tríada de peticiones contrasta vivamente con los dos deseos (que, según San Mateo, son tres) precedentes. Estas peticiones se hallan firmemente arraigadas en el “aquí” y en el “ahora”, pues todas se basan en las palabras “nuestro” o “nosotros”.

               El orante que ha expresado desde lo más hondo de su alma el deseo de la venida del reino, se preguntará quizás qué otra cosa puede pedir ya. Pues esta petición (y la explanación de la misma) encerraba en sí la característica de lo universal y exclusivo. Esto es verdad. Pero no cabe duda de que todo aquel que vive aguardando la venida del reino, y que lo desea con su mayor ansia, experimenta todavía tres necesidades peligrosas: necesita la ayuda de la Providencia de Dios, ayuda que es lo único que nos permite vivir una vida terrena en espera de la venida del reino. Después, los “hijos del reino” sienten a diario el problema de sus culpas.

Finalmente, los discípulos—expuestos como están a todos los poderes malignos—corren peligro incesante de caer. Después de expresado el deseo de la venida del reino, no sólo queda la posibilidad de estas peticiones: sino que aquel deseo hace que broten precisamente tales peticiones. En efecto, se trata de necesidades, cuya suprema profundidad sólo se hace patente, cuando se conoce la cercanía del reino de Dios.

Veremos, además, que se trata de las tres necesidades existenciales del hombre que vive aguardando el reino de Dios que está cerca. Jesús, al poner en nuestros labios estas tres peticiones, nos ayuda al mismo tiempo a hacer una “dilucidación de la existencia”; nos hace sentir la necesidad en que vivimos.

Y deben de ser necesidades profundas, pues las tres peticiones que Jesús nos ensña son verdaderas llamadas de socorro, por su concisión y su precipitada sucesión. El que se halla en profunda necesidad, no pierde tiempo en dar largas explicaciones, sino que lanza una voz de auxilio. Pues bien, las tres peticiones que vamos a estudiar, tienen algo de “voz de auxilio”. Y su vehemencia parece intensificarse mucho desde la primera a la tercera petición.

Al final la oración resuena angustiosamente como un grito de socorro... Vamos ahora a interpretar una por una estas tres peticiones, y veremos si esta primera intuición ha sido acertada.

 

 

1. LA PRIMERA PETICIÓN

El pan nuestro, que necesitamos, dánoslo hoy


               La petición del pan inaugura la serie de las peticiones que ahora vienen, y sigue inmediatamente al deseo de la venida del reino (y a su explanación). Ahora bien, esta primera petición se distingue de todos los demás deseos y peticiones por una circunstancia: el objeto de la petición—el pan—recibe un marcado énfasis, pues va en cabeza de la frase y se anticipa al verbo. Hemos de contar, por tanto, con que esta petición pueda tener particular importancia. En primer lugar vamos a investigar qué es lo que suplicamos por medio de esta petición (1), y después veremos quién es el que puede orar de esta manera (2).

 

a) Hemos de pedir pan. Más intensamente que en nuestras lenguas modernas, esta palabra—en el lenguaje materno de Jesús—significaba no sólo el alimento de pan sino también el alimento en general. Pues el pan es el principal alimento de los habitantes de Palestina. “¡Feliz el que coma pan en el reino de Dios! “, exclama con júbilo una persona que está pensando en el banquete celestial. Por consiguiente, Jesús invita a pedir a Dios el necesario sustento.

 

b) Hemos de pedir nuestro pan. La palabra “nuestro” parece dar al pan un sentido sumamente característico. Podemos parafrasearla así: el pan que nos resulta tan necesario, el pan que hemos menester y que tenemos que conseguir casi siempre a costa de duros esfuerzos. Se trata del pan, al que se refiere la antiquísima frase de Dios: “Con el sudor de tu rostro comerás tu pan”. La palabra “nuestro” caracteriza, pues, al pan como alimento terreno, del que tenemos necesidad imprescindible, y del que depende el sustento de nuestra vida. Esta realidad corta el paso a toda precipitada alegorización o interpretación simbólica. Cuando pedimos nuestro pan, nos referimos a lo necesario.


c) De esta manera, comprendemos ya muchas cosas acerca de esta petición del pan. La petición se refiere al necesario sustento. Propiamente bastaría orar: “El pan nuestro, ¡dánoslo hoy! “, es decir,  envíanos lo que necesitamos —Casi opinamos que se puede prescindir muy bien de la adición habitual: “de cada día”—. De hecho, no estaría mal que pudiéramos deducir de solo el contexto el sentido de esta adición, como hemos procurado hacerlo hasta ahora. Pues el término pioúsios, que emplea aquí el texto griego del Nuevo Testamento, no aparece en ningún otro documento griego sino únicamente en un papiro que data de 500 años más tarde, y en donde no aparece claro el sentido de la palabra en cuestión.

              Ahora bien, según la exégesis que hemos hecho hasta ahora del contexto, el término ha de significar algo así como “necesario”: El “pan” significa ya el sustento necesario. Y el adjetivo “nuestro” concreta la idea, dándole el matiz del “sustento del que tenemos mucha necesidad”. Por consiguiente, conjeturando por el contexto el sentido de esa palabra desconocida (y qué remedio nos queda más que conjeturar), tendríamos que interpretar así: “Nuestro pan ‘necesario, ¡dánoslo hoy!”.

La traducción castellana del Padrenuestro ha escogido la expresión: “de cada día”. En el fondo, esta expresión tiene el mismo sentido que la escogida por nosotros: El pan de cada día es el pan necesario para subsistir, el alimento imprescindible para la vida. No es casual que, en las palabras de Jesús que tratan de enseñarnos a orar debidamente, en el ejemplo citado o en otras alusiones metafóricas, se hable siempre del pan, del alimento cotidiano, del alimento necesario: El vecino pide pan a su vecino, y el hijo pide a su padre pan y pescado. El Padre se cuidará del alimento y vestido, y conoce lo que nosotros necesitamos. Así que podemos sospechar que en esta petición del Padrenuestro se pide también el pan necesario, el sustento necesario para la vida: nada más y nada menos.

 

d) Por consiguiente, hemos de pedir nuestro pan para hoy. La posición final del adverbio “hoy” realza su significación. Este adverbio, de significación clara y distinta, ayuda a comprender el sentido de la ininteligible palabra griega erioúsios. Pues se acentúa muy intensamente, sin reservas, que hoy hemos de alcanzar ya el pan nuestro. ¿Por qué? Evidentemente, porque lo necesitamos hoy mismo, para no padecer hambre. De nuevo el contexto nos conduce hacia la significación de “necesario”. Jesús enseña a orar por el pan del día presente, por el pan que necesitamos para el día.

En el Padrenuestro, en su forma abreviada, no existe una sola palabra, superflua. Si el adjetivo epioúsios significara el pan “para mañana” (según se ha propuesto casi siempre por influjo del Evangalio según los Hebreos”), entonces el “hoy” sería superfluo. No vemos ninguna razón convincente para que el pan necesario para mañana, se nos dé ya hoy de manera absolutamente necesaria; ni vale tampoco el argumento de que el jornalero pobre de Palestina ha de ganar hoy su denario, para que la mujer pueda cocer—al alba del día siguiente—el pan necesario para la jornada (véase infra).

Además, la prohibición de sentir preocupaciones por el día de mañana (Mt 6, 34) se compaginaría difícilmente con una súplica tan absoluta del pan de mañana. El pan, que hay que conseguir hoy de una manera absolutamente necesaria, no es el pan que ha de comerse mañana. Ha de dársenos hoy urgentemente, porque hemos de consumirlo ya hoy, y tenemos necesidad de él. Así que la adición “hoy” sería superflua y hasta incomprensible, si epioúsios significara el pan “para mañana”.

  La petición, a la que Jesús nos anima, no tiene límites amplios: quiere únicamente lo necesario para el día de hoy. No se nos invita a orar para que tengamos lo necesario todos los días, hasta el fin de nuestra vida. Se trata sólo de este único día, del día de hoy. El orante no debe preocuparse por el mañana. Quien así ore, tendrá presente la exhortación de Jesús: “No os inquietéis por el día de mañana. El día de mañana se inquietará de sí mismo”. Podemos sospechar que la conciencia de la cercanía del reino de Dios es la que nos enseña a vivir en el día de hoy y en el momento actual. La persuasión de que el eschatón está irrumpiendo, da al instante en que se vive una inaudita urgencia y densidad de significado. En el “día de hoy” se obra la salvación. Y los interes de la vida terrena no sobrepasan tampoco el día de hoy.

2

 

a) Pues bien, si tal es el sentido de la petición, entonces urge resolver el problema de quién es el que puede y debe orar de esta manera. Propiamente, los mendigos son los que no se inquietan por el mañana, pues les abruma demasiado la miseria del presente. Los mendigos son los que viven realmente al día, y no pueden preocuparse por el mañana.

No debemos pensar en la gente humilde: Aun el jornalero más pobre trabaja hoy y recibe de su patrón—en ese mismo día—su alimento necesario. y al atardecer cobra el denario que es el jornal del día, y tiene como finalidad el sustento de su familia al día siguiente. Una vez que lo ha ganado, entonces puede comprar ya harina y aceite (y pescado barato como acompañamiento), y su mujer puede cocer—al alba del día siguiente—el pan para aquel día. Claro está que, muy a menudo, el jornalero pobre ofrecerá inútilmente sus servicios en la plaza, sin conseguir trabajo en aquel día, y sin poder ganar por tanto su denario. Entonces padecerá miseria, y no tendrá pan “para mañana”. Su inquietud se concentrará plenamente sobre aquel “mañana”.

Un pobre jornalero de éstos pediría—ante todo—el pan de mañana. Pero no insistiría tanto en recibir ya el pan para hoy. Jesús, en su instrucción que urge tanto sobre el “hoy”, no debe de tener en su mente a la gente humilde de Palestina, sino que alude de algún modo a los mendigos que viven pendientes de lo que el momento quiera darles: como aquel Lázaro de quien habla Jesús Es preferible aún pensar en la viuda pobre que, después de dar sus últimos céntimos, tiene que alimentarse de las limosnas que quieran darle.

Parece, pues, que el ambiente de los pobres es el que mejor se acomoda a la petición que Jesús nos enseña: los pobres voluntarios, sus propios discípulos, que le siguen y comparten con su pobreza. En labios de estos discípulos, la petición del pan adquiere una urgencia especial y logra su pleno sentido.

Jesús los ha llamado, invitándoles a que abandonasen su familia, sus propiedades, su oficio, para ir en seguimiento suyo. Ahora no han de preocuparse ya del “pan necesario”. Con toda energía, Jesús los exhorta a que no se preocupen del propio sustento: “No os inquietéis por el día de mañana. El día de mañana se inquietará por sí mismo”. Hoy, su trabajo y fatiga es la predicación del reino de Dios: “Cada día tiene bastante con su propia fatiga”. A estos discípulos que siguen a Jesús, es a quienes se refiere en primer lugar la instrucción: “No os inquietéis por vuestra vida, sobre lo que hayáis de comer, ni por vuestro cuerpo, sobre lo que hayáis de vestir... Sino buscad el reino de Dios, y (todo) eso se os dará por añadidura”.

Evidentemente, los discípulos que van en pos de Jesús son también objeto de la especial solicitud con que el Padre cuida de su Hijo acá en la tierra. Mientras Jesús permanecía entre los suyos como el “Esposo”, corría el tiempo mesiánico de la salvación, el cual tenía sus propias leyes que habían de ser “comprendidas” . A la sazón, nada les faltó. Jesús envía a sus heraldos sin provisión alguna. Pues el Padre se preocupa de que se les abran las puertas de las casas  y de que encuentren siempre una mano extendida que esté dispuesta a ayudarles.

Claro está que esta época mesiánica de la salvación, con su especial solicitud por parte del Padre, no se daría ya cuando el “Esposo” hubiese sido arrebatado, como dice Jesús expresamente. “Pero ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente la alforja”. Pues bien, Jesús enseñó a sus discípulos a orar por el pan necesario para hoy, cuando todavía estaba entre los suyos, y les prohibía todo afán de lucro, enviándolos sin provisión alguna.

Comprendemos ahora la emotiva actualidad que la instrucción de Jesús acerca de la oración, tuvo que tener para el grupo estricto de sus discípulos. A estos discípulos es a quienes se invita a orar por el pan necesario para el día. Pues son mendigos que se han confiado plenamente a la solicitud del Padre. Han aceptado un gran riesgo, al renunciar a su profesión y trabajo remunerador, y adherirse a Jesús. La petición: “El pan nuestro, que necesitamos, dánoslo hoy”, era por tanto un elemento necesario de esta arriesgada existencia como discípulos de Jesús: los discípulos vivían—en el sentido propio de la palabra—de esta petición. Sin ella, no se concebía seguimiento alguno de Jesús. Sólo cuando llevaban esta petición en sus labios, los discípulos podían seguir a Jesús, renunciaban a asegurarse el futuro, y se consagraban sin preocupación alguna a cumplir la tarea que Jesús les había encomendado, sin angustiarse por el sustento.

Por consiguiente, con esta petición se pide —en el fondo—mucho más que la ración de alimento necesaria para el día. Cuando el Padre va concediendo día tras día esta petición, entonces está confirmando la promesa de Jesús y el riesgo que supone su seguimiento: la forma escatológica de vida que observan sus discípulos. En el fondo, pues, el discípulo ora para que el Padre siga haciendo posible esta forma de vida, y con ella la predicación del reino. Ahora vemos claramente por qué figura en el Padrenuestro esta petición de aspecto tan “profano”, y que suena tan crudamente a vulgaridad, que las almas piadosas han intentado infinidad de veces interpretarla simbólicamente (como referida al futuro banquete mesiánico o a la Eucaristía).

Pero esta petición no es profana, ni mucho menos. Llegamos incluso a comprender por qué esta petición fue considerada digna de venir inmediatamente tras la petición de la venida del reino: el pan que el Padre va concediendo día tras días a los discípulos que no pueden consagrarse a un trabajo  remunerador, es la señal distintiva de una forma de vida que, de manera exclusiva, se endereza al reino de Dios y trabaja sólo para él.

Por consiguiente, quien recita esta petición según el espíritu de Jesús, está orando para que Dios haga posible la predicación del reino de Dios, y garantice a la comunidad de discípulos de Jesús la existencia y la posibilidad de trabajar en el mundo. Así que no se trata propiamente de la petición de bienes terrenos como tales, sino—en último término—de la seguridad terrena de la vida “eclesial”.

En labios de los discípulos de Jesús, la palabra “nuestro”-”nosotros” de la petición del pan tiene, además, un sentido sumamente específico. En efecto, los discípulos viven vida común con Jesús, comen a su misma mesa, se dedican a las mismas faenas y se alimentan de una bolsa común. Pues bien, cuando un discípulo que vive en esta comunión de vida con Jesús pide a Dios “el pan nuestro”, entonces su oración tiene sentido colectivo: pide el alimento común que toda aquella comunidad necesita para subsistir.

Claro está que el discípulo tuvo que orar así, de manera especialísima, cuando Jesús les había enviado de dos en dos a predicar, sin darles provisión alguna para el camino Pero entonces la petición del pan, con su característico “nuestro-nosotros”, no solo se referia al alimento necesario para sí y para el compañero de viaje, sino también a todos los demás discípulos que habían sido enviados por otros derroteros, y que dependían igualmente de la sola Providencia divina. El “nuestro”“nosotros” tenía, entonces, el matiz pronominal que compendiaba a todos los discípulos de Cristo (como en las siguientes peticiones). No cabe duda de que es muy importante esta circunstancia de que un discípulo no deba orar nunca por sí solo, sino que ha de recordar que, con su necesidad, se halla en medio de una comunidad de hermanos que padecen la misma necesidad.

 

b) Ciertamente, respondía de lleno a la mente de Jesús el que sus discípulos enseñaran también el Padrenuestro a otras personas que habían escuchado a Jesús y su mensaje y se habían abierto a sus enseñanzas. Pues los discípulos que siguen a Jesús y que viven en su inmediata compañía, son únicamente los “pobres”  ejemplares, es decir, los que viven de manera más plena e intensa aquellas enseñanzas que han de ser observadas, conforme a su situación y estado, por todos los adeptos de Jesús en general. También éstos pueden y deben pedir al Padre el pan necesario, aunque no “busquen” de manera tan exclusiva el “reino de Dios” sino que permanezcan entre los “suyos”, en su “casa”, y sigan ejercitando su profesión, como hacían entonces y siguen haciendo ahora la mayoría de los fieles.

Pues bien, estos cristianos pueden y deben orar así, con tal que “busquen primeramente [aunque no con la exclusividad del que lo abandona todo] el reino de Dios”, es decir, que lo busquen con preferencia a todas las actividades y obligaciones que sigan ejercitando en la tierra y en la historia. Todos los que vivan “primeramente” para el reino de Dios, podrán recitar la petición del Padrenuestro, no sólo en favor de los hermanos y de la Iglesia universal, sino también por sí mismos. Pues este “primeramente”, cuando es serio, puede convertirse también para ellos en una exclusividad que los obligue a la renuncia de tal o cual bien, y les prohiba el ejercicio de tal o cual profesión, a pesar de sus buenas perspectivas de remuneración.

Todo fiel cristiano, que toma en serio el “primeramente”, vive en incertidumbre e inseguridad, y ha de ponerse—con toda con fianza—en manos del Padre, y rezarle para que le conceda—a él y a los suyos—las seguridades necesarias para subsistir. San Lucas presenta la petición del pan en una forma que se acomoda muy bien a la situación de todos los cristianos, aun de quellos que viven fuera del círculo estricto de los discípulos que siguen a Jesús. Conforme a la redacción lucana, se pide a Dios que conceda el pan necesario, no solamente “hoy”, sino “día tras día”. Además, el imperativo presente, usado por San Lucas (en contraste con el imperativo aoristo empleado por San Mateo) acentúa la idea de acción continuada, e. d. de ir dando día tras día.

El cristiano que vive en el seno de su familia, ejerciendo una profesión, no se halla “hoy”-.--por regla general—en una inseguridad tal, que de sus labios brote espontáneamente la petición del pan. Pero este cristiano sabe muy bien lo sumamente inseguros que se han hecho su vida y su sustento, desde que eligiera el reino de Dios como meta primera y principal de todos sus pensamientos y acciones. Y, así, pensando en esta inseguridad, ora de buena gana: “Nuestro pan necesario, ¡dánoslo día tras día!” Según esta redacción de San Lucas, el cristiano pide más cosas, pues suplica a Dios que le conceda también para el futuro la seguridad diaria; y, por otra parte, pide menos cosas, porque no suplica a Dios el gran milagro de su especial Providencia que ha de socorrerle en aquel mismo día.

Para recitar como conviene esta petición enseñada por Jesús, será muy oportuno que procuremos comprender el espíritu que de ella brota. Dos cosas habría que decir principalmente: El Señor nos enseña claramente a no pedir más que lo “necesario”, el mínimum requerido para la existencia. Por consiguiente, la petición del pan no ha de henchirse de infinidad de deseos innecesarios. El que recita el Padrenuestro, pide con gran sobriedad, no se interesa por la propia vida, no desea más que lo necesario para vivir, se contenta con tener qué comer. Ahora bien ¿cómo puede llegar una persona a ser tan sobria? ¿Será ésta la sobriedad de los que tienen un corazón mezquino e insensible, sin entusiasmo ni denuedo? ¡Nada de eso! Sino que es la sobriedad de los que saben que han recibido inmensidad de dones.

Los que oran de esta manera, han encontrado al único Señor, y no pueden estar ya al servicio de Manmón, no pueden vivir ya para poseer. Tales orantes tienen un tesoro en el cielo, que llena todo su corazón y lo embelesa tanto, que ese corazón no puede detenerse ya en otros “tesoros”. Así ora, indudablemente, quien ha encontrado el precioso tesoro, la única perla preciosa el reino de Dios; y ahora va y vende todo cuanto posee para comprar ese tesoro—¡tan grande es su alegría por el feliz hayazgo!

Así oran, por consiguiente, todos aquellos “a quienes se les ha confiado el misterio del reino de Dios”, y que hace un momento han orado con toda energía: ¡“Venga tu reino!” Son, por tanto, los que buscan “primeramente” el reino de Dios, los que lo buscan con toda resolución, sobre todo y por encima de todo. Pues, en realidad, el que acaba de recitar la petición anterior (el que desea la venida del reinado de Dios sobre la tierra, y con él toda la felicidad del nuevo mundo de Dios), ¿qué otra cosa grande suplicará en la tierra, si no es el tener lo necesario para vivir?

Pero esta petición exhala además de otra manera el espíritu de Jesús: de la petición del pan está brotando una confianza sin límites. Esta confianza absoluta, que se opone diametralmente a la “fe mezquina”, es una invitación de Jesús, dirigida incesantemente a todos. Así ora Jesús: “¡Abba, Padre, todo te es posible!” Y esta introducción debería iniciar toda oración pronunciada en e] nombre de Jesús. La escuchamos implícitamente, en toda su grandeza, antes de la petición del pan:
“Todo es posible para Dios”.

Por eso; se le exige absoluta confianza a todo aquel que desee tratar seriamente con Dios. Jesús no se cansa de exhortarnos a que no pensemos mezquinamente de la omnipotencia de Dios y de su buena disposición para ayudarnos. Dios puede arrancar de raíz el sicómoro y trasplantarlo al mar. Dios quiere ayudarnos, porque es el Padre; está más dispuesto a socorrer que cualquier vecino servicial y que cualquier padre terreno, y mucho más que el juez injusto. Alimenta al pajarillo que no trabaja, y viste al lirio que no sabe tejer. Dará ciertamente a los que se lo piden, el pan necesario; y todo el bien que le supliquen. Hará justicia muy pronto a sus escogidos. Así solamente pueden orar, evidentemente, los “hijos del Reino”, a quienes Dios ha liberado del “futuro”, porque les ha permitido encontrar el reino de Dios. Se acabó, pues, esa vida tan extrañamente inauténtica, que anda preguntando siempre inútilmente por el mañana”! Desde ahora estamos encuadrados en el “Hoy”, con su trabajo y fatiga, pero también con la ayuda del Padre que está siempre dispuesto a socorrernos. Comienza una vida totalmente nueva.

 

I. Y perdónanos nuestras deudas


Con esta petición ocurre lo mismo que con la otra: solamente la podrá recitar como conviene el que haya escuchado las palabras de Jesús y haya aprendido de Él (1) que es deudor de Dios y por cierto en gran medida, y (2) que Dios quiere ahora perdonar y cuáles son sus condiciones.

 

1

 

Nuestras “deudas son las que nos impulsan a hacer esta petición. La palabra “deudas” es una metáfora. El traductor griego de la oración de Jesús hizo bien al escoger esta metáfora, pues está apareciendo sin cesar en las parábolas del Salvador.

Esta petición, solamente la podrá recitar como es debido el que haya comprendido bien la parábola de Jesús acerca del criado infiel.E, igualmente, la parábola del grande y del pequeño deudor, de la conveniencia de resolver las cosas a tiempo, del administrador injusto, de los pérfidos viñadores, y la parábola sobre los talentos o minas: todas ellas encuadran nuestras relaciones con Dios dentro de la misma imagen: somos “deudores” de Dos.

 

a) Nuestra “obligación” y deuda con Dios aparece ya claramente en el hecho de que Jesús, describe preferentemente nuestras relaciones con Dios como las de esclavos  e hijos, es decir, como las de personas que no sólo están obligadas a tales o cuales servicios personales o prestaciones objetivas, sino a una entrega existencial en virtud de una previa relación de pertenencia o de amor. El hombre se halla ante Dios como ante su “Amo” y “Padre”. Y esta “doble faceta” de Dios convierte al hombre en “esclavo” e “hijo” y determina su deuda u “obligación” para con el Señor.

Somos “deudores” para con Dios, porque siempre nos quedamos rezagados en el cmplimiento de los preceptos divinos Pues Dios ve nuestra pecaminosjdad no sólo en nuestras trasgresiones de la Ley, sino también y principalmente en nuestras omisiones. Ha quedado superado el concepto de legalidad del Judaísmo tardío. Porque ahora se trata del cumplimiento íntegro de la voiuntad de Dios: voluntad que no puede encerrarse adecuadamente en ninguna Ley, por detallada y exigente que sea.

En este punto se inflama la lucha de Jesús contra los fariseos que creían cumplir plenamente la voluntad de Dios mediante la observancia correcta—digna a veces de suma admiración—de todas las prescripciones de la Ley: observancia que se veía incrementada además, por razones de prudencia, con el deseo de cumplir siempre más de lo que estrictamente exigía la Ley, rodeando—como quien dice—a sus preceptos con una “cerca de seguridad”.

Pero Jesús dice: “Si vuestra justicia no sobrepasa a la de los escribas y fariseos, no entraréis ciertamente en el Reino de los Cielos”. Aquí se acabó, por tanto, la casuística de los doctores de la Ley que querían eludir el cumplimiento de la voluntad divina. Pues Dios es el único Señor, junto al cual no se puede servir a ningún otro: “Nadie puede servir a dos señores”, Y “una vez que hayáis hecho todo lo que os está mandado, decid: ¡Somos pobres siervos! ¡Hicimos lo que teníamos que hacer!”. Todo lo que Dios puede y debe exigirnos, nos lo explica Jesús claramente en la parábola del amo veleidoso descrito intencionadamente como persona exigente que reclama lo que antes no había dado. El criado irreprochable y cuidadoso, que no había perdido nada de lo que su amó le había entregado, es reprendido, no por ser mal siervo, sino por “holgazán”  e “inútil”. No sólo el árbol que produce malos frutos  es cortado y arrojado al fuego, sino que también lo será el árbol que no fructifique. 

Asimismo, la cepa que no produzca fruto, será cortada y arrojada al fuego, y no sólo de la palabra mala sino aun de la palabra inátil habrá que dar cuenta en el día del juicio. Así, pues, se reclama a todo el hombre. Solamente cumple el precepto divino el que ama a Dios “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la razón, con toda la fuerza”, En consecuencia Jesús alaba a la viuda pobre que entregó a Dios todo lo que tenía, a saber, “todo el sustento de su vida” “Dad a Dios lo que es de Dios!”: ¡he aquí el gran lema de Jesús!

Desde este momento, ya no puede uno contentarse con un cumplimiento de la Ley que se limite a no matar, no adulterar y no jurar en falso. Pues Dios exige ahora amor total y plena pureza y sinceridad. Hemos de ser perfectos, es decir, hemos tic obrar tan plenamente en toda nuestra conducta como plenamente obra el Padre que está en los cielos.

Jesús no consideró que su verdadera misión consistía en traernos una ética nueva. El presupone como ya conocida la voluntad de Dios revelada en la Ley del Antiguo Testamento y escrita en el corazón de sus discípulos Y se limita a corregir de vez en cuando los cercenamientos de los escribas y las falsas interpretaciones de los fariseos. Pero lo “nuevo” que Jesús aporta es el impulso hacia Dios, el llamamiento e invitación a tomar completamente en serio a Dios, sin regateos, el amor que brote del corazón y que inspire toda la conducta moral. Y, así, Jesús infunde una nueva alma en toda la ética, depositando en ella una constante tensión hacia Dios.

Ahora bien, cuando la plenitud de entrega a Dios se convierte en verdadera “deuda”, y la totalidad del amor cae bajo la obligación del precepto y no sólo bajo la invitación del consejo: entonces el hombre se halla profundamente “endeudado”. Y nuestros pecados no se pueden ya describir adecuadamente como trasgresiones de la Ley, sino únicamente como “endeudamientos”, como un quedarse atrasado y fracasar, como omisiones e incumplimientos de las exigencias divinas. Y, así, no es casual que la metáfora de la “deuda” aparezca sin cesar, de una manera o de otra, en las parábolas del Salvador. El traductor griego, al verter mediante la imagen de la “deuda” el vocablo de la lengua materna de Jesús, supo extraer muy atinadamente el verdadero significado del equivalente arameo.

Se entendería erróneamente estas exigencias radicales de Jesús, si, en virtud de las mismas, se pretendiera poner en tela de juicio la distinción entre mandamiento y consejo: distinción que ha de constituir el fundamento de toda ética que reflexione objetivamente. Otra cuestión (que no hemos de resolver aquí) será saber hasta qué punto lo que objetivamente es un ‘consejo” puede convertirse sujetivamente—para un individuo determinado—en una obligación clara. Y cuando se exige amor y oblación total, entonces no sólo se sefiala la obligación de tender a un fin, sino que se exige también un continuo progreso, según las posibilidades sujetivas—Las exhórtaciones de Jesús son los llamamientos de un predicador práctico de penitencia que Invitan a un amor pleno: no son los cánones de una étlca sistemática, que ha de deduclrse de dichas exhortaciones.

 

b) Cuando hayamos conocido cuán grande es nuestra deuda a los ojos de Dios, veremos desde qué abismo ha de elevarse nuestra petición del perdón divino.

La pecaminosidad universal aparece ya claramente en la predicación del Bautista que invitaba a todos a penitencia y conversión, y exhortaba a cada cual a que aceptase el bautismo de penitencia impuesto por Dios, a fin de conseguir el perdón divino. Pues Dios ha señalado un plazo—muy breve—de penitencia para todos y cada uno. Jesús confirma expresamente la universalidad de esta invitación divina a la penitencia. Así lo vemos, cuando el Salvador censura a los fariseos y escribas por no haberse sometido al bautismo de penhtencia, siendo así que todo el pueblo se hacía bautizar, Jesús mismo recogió este llamamiento de penitencia, y se encargó a su vez de trasmitirlo: “¡ Convertíos!”.

El cambio de vida exigido por el Bautista y por Jesús pretende ser más que una simple enmienda moral, en la que haría pensar—etimológicamente nuestra palabra castellana “penitencia”. Pero, al mismo tiempo, esta penitencia ha de ser más que un “castigo impuesto a sí mismo” (poenitentia), que es en lo que pensaría espontáneamente el genio latino, con su afán de satisfacción jurídica. Tampoco el genio griego captaría todo el sentido de esta invitación, si la restringiera exclusivamente a la metánoia (“cambio de manera de pensar”), por muy importante que sea este elemento. Pero Jesús, como los profetas del Antiguo Testamento hasta Juan, exige la teschubá, la “conversión”, el “retorno”. Nuestra vida es considerada bajo la imagen de un camino que ha de endezarse hacia Dios. Y se nos exhorta a no seguir vueltos de espaldas a Dios, sino a girar en redondo y dirigirnos resueltamente hacia él. Este giro de 180 grados en la trayectoria de nuestra vida sería la “conversión”.

Ahora bien, la conversión que se nos exige consiste en creer en el mensaje de Jesús acerca de la cercanía del Reino de Dios, en comprender las señales del tiempo, en escuchar la palabra de Jesús  y en confesarle y aceptar lo que le dice. Así que toda conversión es un volverse hacia Cristo, y tiene sentido cristológico. A sus contemporáneos, que no se resuelven a esto, Jesús los llama generación “mala”, “adúltera” y “pecadora” Si no se convierten, todos ellos perecerán como perecieron los hombres sobre los cuales se desplomó la torre de Siloé, o como aquellos otros a quienes Pilato mandó matar en el Templo durante la ceremonia del sacrificio sagrado.

Por su mala disposición para hacer penitencia, las ciudades de Khorazin, Bethsaida y Kafarnaum lo pasarán peor que Sodoma, Tiro y Sidón. El plazo que se .concede para hacer penitencia es breve: no hay que desperdiciarlo inútilmente.¿Y cómo es que unos “ven” la revelación de la salvación en Cristo, y “creen” en ella; y otros no? En el Cuarto Evangelio se explica siempre por causas morales este acuciante problema: “Todo el que hace el mal, no se acerca a la luz, por temor de que sus obras queden de manifiesto. Pero quien obra en la verdad, viene a la luz”. Los hombres están ciegos contra el Bautista y contra Jesús, porque su corazón es malo: “Si la luz que hay en ti es tiniebla, ¡qué gran tiniebla!” Jesús conoce esta maldad del corazón humano: “Vosotros que sois malos”. “Lo que es elevado para los hombres, es objeto de aborrecimiento para Dios”. El corazón del hombre es malo, pues de él “brotan los malos pensamientos: excesos, robos”, etc. 

La maldad del corazón humano consiste últimamente en el corazón se niega ante Dios y no realiza la entrega que se le pide. Corre continuo peligro de buscar seguridades para sí, rebajando las exigencias divinas, a fin de llegar de esta manera a una especie de “justicia propia”. Aquí se enardece la lucha de Jesús contra los fariseos y contra su delirio de salir justificados ante Dios por el mérito de sus propias acciones. En realidad, Jesús lucha aquí por el honor de Dios, cuyas exigencias no pueden ser rebajadas por el hombre. “Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres. Pero Dios conoce vuestros corazones. Pues lo que es elevado para los hombres, es objeto de abominación para Dios”,

Así que, ante las exigencias divinas, todos somos “siervos inútiles” El hombre ha de saber que su deuda—comparada con la deuda insignificante de su hermano—es como una viga comparada con una pajita, y alcanza una suma de diez mil talentos (unos quinientos millones de pesetas): deuda absolutamente imposible de liquidar mediante el propio esfuerzo El hombre está metido en deudas gravísimas para con Dios, sin esperanza de salvación. Su única salvación es el perdón misericordioso de Dios.

Nadie puede presentarse ante el acatamiento de Dios y enumerar todo lo que ha conseguido con la gracia de Dios. Ante el Señor no cabe otra postura que la de presentarnos humildemente y rogarle: “¡Señor, sé benigno conmigo que soy pecador!” Para todos—sin excepción—constituye esta súplica el único camino hacia Dios. Sólo esta súplica nos da acceso al perdón de Dios. Y, por tanto, nadie puede prescindir de ella. Ahora bien, esta súplica es casi idéntica a la petición del Padrenuestro que estamos estudiando ahora: “¡Perdónanos nuestras deudas!”

Pues bien, ¿quien deberá recitar esta petición? ¡Todos sin excepción! ¿Y quién tendrá la debida disposición para recitarla? El que se parezca al publicano profundamente consciente de su deuda; el que sepa que, para él, no hay más que una salvación: el perdón misericordioso y gratuito de Dios!

 

((Los teólogos se encuentran aquí ante el problema de cómo hay que interpretar doctrinalmente estas frases de Jesús acerca de la ‘deuía” abisal del hombre. Evidentemente, la doctrina protestante sobre la corrupción total de la naturaleza humana que no es capaz sino de pecar, no es una interpretación teórica justa de las declaraciones prácticas de Jeús acerca de la culpa. ¿Qué habrá querido recordar el Salvador? ¿La doctrina del pecado original como deuda objetiva e innata para con Dios? ¿O la concupiscencia, el fornes peccati, que habita en el corazón del hombre? ¿La distancia que, como criaturas, nos separa de Dios; y nuestra insuficiencia objetiva ante los preceptos de santidad que Dios nos Impone? Lo cierto es que, nuestra deuda ante Dios, no podemos despMzarla tanto al campo objetivo, que la invitación a hacer penitencia pierda su carácter de autenticidad, y la petición de perdón no se tome debidamente en serio—Las declaraciones de Jesús acerca de nuestra deuda son palabras de un predicador práctico de penitencia, que tratan de persuadirnos de la necesidad de la conversión y que pretenden disponemos para pedir a Dios el perdón. Pretenden infundirnos una humilde sinceridad ante Dios, para que no nos gloriemos ante el Señor ni queramos aproximarnos demasiado a la honra y santidad que a Él le son debidas. Jesús no nos da uno doctrina sistemática objetiva acerca del estdo <le a natura’eza caída; sino que nos prepara para el perdón de Dios, ayudándonos a adquirir la humildad que es tan característica de los grandes pecadores que se han convertido con sinceridad a Dios, y de los grandes santos. El orante ha de conocer siempre su gran deuda. Y, cuanto mejor sea su oración, tanto más imbuido estará él de la idea de la “deuda” que tiene para con Dios)).

 

2


           Hemos visto que nuestra “deuda” se deriva principalmente—y en último término—de nuestras omisiones. Y hemos visto también que esa deuda era gigantesca. Esta idea nos ayudará a expresar desde lo más hondo del alma la petición: “¡Perdónanos nuestras deudas!”, deseando este perdón con verdadera vehemencia.


a) Pedimos “perdón”. La metáfora de la “deuda” exigiría propiamente que pidiéramos se nos borrara o remitiera esa deuda que nosotros no somos capaces de satisfacer. De hecho, el vocablo del texto original griego (el verbo aphienai) podría traducirse por ¡Remítenos nuestras deudas!”. Pero la cuestión es si, con esta traducción, agotaríamos todo el sentido de nuestra petición.

Cuando una persona tiene “deudas”, entonces no sólo se éncuentra en una situación que—objetivamente—no es la justa. Sino que además, personalmente, está siendo injusto con su acreedor a quien no paga. Por eso, conseguir el perdón de la deuda es más que conseguir simplemente que a uno se le borre la deuda objetiva. El perdón es, además, la supresión creadora y gratuita de una ofensa personal, inferida a Dios.

Dios no sólo ha de librarnos del peso de sus exigencias no realizadas por nosotros. Sino que, además, ha de perdonamos personalmente el que tengamos deudas para con l. Y, así, en esta petición, pedimos ser recibidos de nuevo en la comunión con Dios. El Señor no sólo ha de remitir nuestras deudas, sino que además ha de perdonarnos.


b) Para comprender mejor el sentido de esta petición, vamos a investigar cuál es el instante para el que se solicita el perdón divino. Jesús invita a sus discípulos a que pidan de esta manera el perdón de Dios. Ahora bien, el Salvador se dirige precisamente a sus discípulos, es decir, a aquellos a quienes ya se había concedido el perdón divino. ¿En qué sentido han de pedir nuevamente perdón?

El Bautismo de Juan era un bautismo de penitencia para “perdón de pecados”. Era “del cielo”.A los penitentes se les mostraba ya simbólicamente —por medio del bautismo—la purificación y lavatorio de su conciencia; y, en cierto sentido real, se les concedía, se les prometía y hasta se les garantizaba tal purificación. También los discípulos de Jesús bautizan.

 De todos modos, Jesús anuncia el plazo de penitencia fijado por Dios, como ya había hecho el Bautista. Ahora bien, la conversión consiste en adherirse a Jesús (véase pág. 135 s). No es casual que el bautismo cristiano se convierta más tarde en el rito de ingreso en la comunidad de Jesús. Pero hemos de suponer que la adhesión a Jesús garantizaba el perdón de los pecados en un grado mucho mayor que el bautismo de Juan. Jesús procura conducir a todos los hombres hacia la conversión, y por tanto hacia el perdón.

Él desea “buscar y salvar” lo que se hállaba perdido; y quiere “invitar” a los pecadores al convite de Dios. Jesús va a buscar las ovejas perdidas; se preocupa, como médico, de la salud de los enfermos; busca lo que se halla perdido como la mujer busca afanosamente la dracma perdida; entra en las casas de los pecadores y come con ellos permite que una pecadora lo unja. Por todo esto le llaman maliciosamente: “comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores” “El Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados”. Jesús hace uso de esta potestad: “Tus pecados te son perdonados”.

 Por consiguiente, Jesús no sólo anuncia el último plazo de penitencja (ordenado por Dios antes del fin) y la disposición divina para perdonar, sino que además trae el perdón de Dios a los hombres! Tenemos que suponer que Jesús, a los pecadores contritos a quienes acogía benignamente, les concedía el perdón de los pecados. La “salvación” de los enfermos es, al mismo tiempo, curación y perdón.

Pero no tenemos por qué creer que el perdón de Jesús se concedía únicamente a los enfermos. El salvador otorgaba el perdón a todos aquellos que accedían a su invitación a la penitencia y escuchaban sus palabras; y principalmente a los que le seguían personalmente como “discípulos”. A éstos se les promete la “vida”, “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que yo os he hablado”.

En la segunda parte de nuestra petición, el orante pone de relieve que él ha perdonado ya a sus deudores. Ahora bien, nuestro perdón —según las palabras de Jesús—presupone siempre el perdón divino. En la parábola del criado infiel, vemos que el perdón se exige únicamente a aquellos a quienes el Amo había regalado los “diez mil talentos”. La petición que estamos analizando, la recitan ciertamente personas a quienes se ha concedido ya el gran Perdón divino. Ahora bien, los discípulos ¿deben pedir nuevamente perdón de lo que ya se les ha perdonado? ¿O, por medio de esta petición, suplican el perdón de las culpas—de las nuevas deudas—que van cometiendo día tras día?

La petición del perdón, hay que entenderla lo más posible en el sentido de “totalidad”: A pesar de habérsenos concedido el perdón, debemos estar orando incesantemente por la salvación definitiva. Pues el perdón que se nos ha concedido no es simplemente la absolución definitiva que el Juez divino ha de pronunciar algún día. La salvación definitiva sólo se promete acá abajo en determinadas condiciones: Hay que hacer “dignos frutos de penitencia”; hay que responder a las esperanzas. Además, el perdón definitivo de Dios depende siempre de que—con el perdón divino—nosotros perdonemos a nuestra vez a los que tienen deudas con nosotros. Ahora bien, si el individuo no produce “frutos”, principalmente de misericordia: entonces se le retira la promesa de la salvación y perdón definitivo, como vemos por la parábola del criado infiel.

A esto se añade que aun el individuo que ya está “justificado”, a pesar de todos los frutos de penitencia que haya dado y a pesar de la orientación hacia Dios que conserve fundamentalmente, está quedándose continuamente rezagado con respecto a las exigencias de Dios, y necesita diariamente estar renovando el perdón divino. Por consiguiente, aun los que tienen conciencia de ser salvos como discípulos que son de Jesús, deben orar por su salvación.

En lo que concierne a nuestra salvación, todo depende de la sentencia definitiva del Juez divino. Incluso los que ya están justificados no deben olvidarse de su antigua deuda, sino que han de pedir incesantemente perdón. Pues la salvación definitiva sólo se les ha prometido condicionalmente. Y esta salvación definitiva se está viendo—a diario—más o menos comprometida por nuevas culpas.

En todos los pasajes en que Jesús vincula el perdón de Dios con nuestro propio perdón, hace referencia al perdón definitivo en el juicio, Y, la petición que estamos estudiando, no podremos entenderla primordialmente sine en este mismo sentido: Se suplica el perdón de Dios con miras al Juicio que está próximo. Pero el orante desearía recibir ya desde ahora este acto del perdón divino, para no tener que sufrir el juicio.

           También el publicano del Templo recibió ya en la tierra la justificación divina: y se marchó justificado a su casa. Asimismo, vemos en otros pasajes que Jesús alude al perdón de Dios—ya en el tiempo presente—para aquellos que ofrecen sacrificios y oran. Nuestra petición viene a continuación de la petición del pan, con la cual está íntimamente unida. Lo mismo que se hacía con el pan necesario, se pide ahora el perdón necesario y se desea conseguirlo al instante. Al mismo tiempo, la disposición de las peticiones nos sugiere que la mirada del oran te se dirige con mayor urgencia a las culpas pasadas que han de perdonarse ahora; pues, si solamente se pidiese el perdón definitivo en el día del Juicio final, entonces nuestra petición estaría mejor encuadrada si figurase detrás de la petición que pide se nos preserve de caer en la tentación, ya que esta última petición tendría un carácter más actual, más del momento presente. Pero no hay nada de eso, porque con el perdón de los pecados se recibe ya en la tierra la salvación definitiva. Asimismo, la frase en que se encarece que también nosotros hemos perdonado, significa que ahora se han eliminado ya todos los obstáculos y que el perdón divino puede hacerse eficaz inmediatamente. Por tanto, suplicamos ya el perdón de Dios para el Aquí y el Ahora. Y, así, en la petición del perdón, los discípulos de Jesús (a quienes ya se ha perdonado) oran para que se les conceda ya en la actualidad el perdón definiti. yo del día del Juicio universal.

            La instrucción que Jesús nos da para que oremos así, caracteriza nuestra existencia: Aquí oran discípulos que poseen la máxima esperanza de salvación. Pero oran con temor humilde, porque no tienen la certidumbre de la salvación. La petición brota de la conciencia de estar ya salvados, pero de correr todavía peligro.

 

 

II. Como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores


                Esta solemne declaración altera el curso del Padrenuestro, en el cual se van sucediendo rígidamente los diversos deseos y peticiones, formulados de manera sumamente escueta. Aquí —por decirlo así—se interrumpe la oración: como en el caso de aquel hombre que, yendo a ofrecer un sacrificio, dejó los dones ante el altar, regresó y procuró reconciliarse primero con su hermano ¡sorprendente alteración de la ceremonia litúrgica! Pues bien, empezaremos a comprender esta solemne declaración, cuando nos demos cuenta de que ‘perturba” notablemente el curso del Padrenuestro. No cabe duda de que, formalmente, es un cuerpo extraño en medio de esta oración que, por lo demás, es tan compacta. Por de pronto podemos sospechar: Debe de tratarse de algo que tenga para Jesús una importancia central, ya que el Salvador permite únicamente la petición del perdón de la deuda a aquel que la entrevere con esta apremiante declaración. Evidentemente, la seriedad y gravedad del precepto de perdonar exige que se prescinda un poco de todas las formalidades del ritmo.

En primer lugar procuraremos comprender la relación que existe entre la declaración de perdonar a los enemigos y la petición del perdón propio (1). Después, investigaremos también cuáles son los “deudores” a los que la oración se refiere (2).

 

1

 

Con frecuencia se pregunta uno en qué relación se hallarán ambas frases. La segunda frase, e. d. la oración comparativa, ¿enunciará el requisito previo para que Dios esté dispuesto a perdonamos? ¿O tal vez nuestro perdón—el perdón que nosotros damos a nuestros enemigos—es consecuencia del perdón que nosotros mismos hemos conseguido: de suerte que nuestro perdón brote del perdón de Dios?  Sólo el contexto de la oración y el marco entero de la predicación de Jesús podrán responder a esta pregunta.

 

a) Ya hemos visto que el discípulo, a quien Jesús anima a pedir el perdón, tiene conciencia de estar profundamente endéudado ante Dios; y, cuando piensa en el justo juicio de Dios, sabe qe está perdido sin salvación. El hombre no tiene esperanza de ser “absuelto” en el juicio de Dios, e. d. de ser “declarado inocente”. A lo sumo, aquel que ha confesado su culpa, que ha aceptado su condenación y que se ha declara dispuesto a hacer penitencia y aceptar el merecido castigo, tiene esperanza de conseguir “amnistía”: el perdón de su culpa y la remisión de la pena. Jesús anuncia y trae ya consigo este perdón; y alienta a sus discípulos a que lo pidan diariamente. Ahora bien, Jesús repite también incesantemente (de una manera que no deja lugar a duda) que Dios ha ligado el perdón a una condición ineludible: que nosotros hayamos perdonado también a nuestros deudores.

((Hay que tener en cuenta que Jesús nos enseñar a orar: “como” nosotros hemos perdonado, no “porque” nosotros hemos perdonado El acto divino del perdón sigue siendo libre y gracioso. También aquí tiene aplicación aquello de: “Lo que teníamos que hacer, eso hicimos” (Lc 17, 10)—Ahora bien, es innegable que el perdón definitivo por parte de Dios se hace depender de nuestros actos de perdón. Existe tal relación de dependencia, porque (como veremos más tarde) nuestro acto de perdonar es el fruto espontáneo del perdón y gracia recibidos, y se cuenta por tanto entre los ‘frutos de la conversión” (Lc 3, 8), obrados por Dios. El perdón definitivo de Dios está “condicionado”, por cuanto —y en cuanto— Él mismo crea, por su gracia, la “condición”, a la que ha vinculado su perdón.

            A aquel que no ha perdonado sus cien denarios, no se le perdonan tampoco los diez mil talentos. En el juicio, el que haya sido misericordioso en la tierra, encontrará un juez misericordioso. El que, acá abajo, no “se las echa de juez”, no será “juzgado” por Dios, es decir, no será condenado. A quien no condena a los culpables, Dios no le condenará tampoco en el juicio.Es absuelto por el Juez del universo, aquel que en la tierra “absolvió” a los culpables. A aquel que en la tierra remita a los hombres sus yerros, le serán remitidos también los suyos. Según la mentalidad judía, Dios empleará en el juicio dos clases de medidas: la de la justicia y la de la misericordia. Todo depende de que se nos juzgue según esta última medida)).

((Las concepciones jurídicas de los antiguos no distinguian tan claramente como nosotros entre las tres clases de poderes que existen en un país (el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial). El poseedor del poder ejecutivo, a quien corresponde el derecho de amnistía, se identifica casi siempre con el poseedor del poder judicial. Así que, en los conceptos empleados por Jesús, no siempre se distingue con caridad entre la absolución judicial (la cual se concede siempre al mocente) y la amnistía (cuya concesión corresponde al poder ejecutivo, y supone la previa condenación por parte de la autoridad judicial. Cuando el Juez es ‘misericordioso”, entonces no “juzga”, y desde luego no “condena”, sino que “remite” la culpa y el castigo. Por consiguiente, Jesús, cuando habla de “absolución”, se refiere a un individuo culpable. El Salvador, en las anteriores exhortaciones, no se detiene a reflexionar sobre la importante distinción teológica, según la cual, en virtud del primer perdón y santificación divina, no todos los que comparecen ante el tribunal de Dios son culpables “mortalmente”, sino que también hay algunos que son culpables “venialmente”. ¿Y por qué Jesús no hará esta reflexión? Tal vez porque esta relativa “inculpabilidad” es obra enteramente del perdón y santificación divina; y el individuo, a quien Jesús dirige aqui la palabra, no tendria “por sí mismo” sino culpa digna de muerte. El discipulo, con toda humildad, no debe perder nunca de vista este hecho. Los santos estaban persuadidos íntimamente de él, y lo expresaban con plena sinceridad. El concepto de “amnistia”, empleado aquí como explicación, no debe entenderse erróneamente, como si el perdón de Dios librara únicamente del castigo, y no de la culpa; o como si Dios se limitara a “cubrir” y no hacer caso de semejante culpa, pero no la eliminase realmente por medio de su palabra creadora)).

 

Parece, por el contexto, que San Mateo interpreta las palabras de Jesús a la luz del siguiente theologoúmenon judío: “Con la medida con que midiereis seréis medidos” Así, pues, si cumplimos la condición que Dios ha puesto para su “amnistía”, tenemos en nuestra mano—en cierto modo—el determinar la clase de juicio a la que hemos de ser sometidos. Quien no se ha reconciliado con su hermano, no debe acercarse al altar de Dios ni pedir perdón. Ahora bien, a aquel que en la tierra “da” a su hermano, se le dará una medida buena, apretada, colmada, rebosante. Dios usará algún día con nosotros la medida que nosotros usemos con otros. La parábola del administrador infiel nos demuestra, por medio de un ejemplo plástico y estimulante, la prudencia espiritual con que debemos esforzarnos por asegurar nuestro derecho de ciudadanía en la eterna mansión: perdonando a los demás sus deudas, garantizaremos nuestro ingreso en ella.

Esta verdad se describe ampliamente, y con gran plasticidad, en la escena del Hijo del hombre juzgando al universo: escena que, en varios aspectos, nos causa sorpresas: el majestuoso “Hijo del hombre”, que aquí juzga, parece ser el “Buen Pastor” que desearía conducir a sus ovej itas hacia los buenos pastos, renunciando al juicio de justicia. Por eso no se pregunta aquí acerca de los mandamientos, sino únicamente acerca de las “obras de misericordia”. La norma y medida del juicio se reduce al mandamiento principal de Jesús, pues Dios querría apiadarse de todos, y se apiada de los que a su vez han tenido misericordia.

 El Hijo del hombre se identifica con los más “insignificantes”, y los convierte en hermanos suyos. Dios quiere con tanta seriedad la salvación de los que están perdidos, que desearía ver como colaboradores de su obra salvífica a todos aquellos a quienes quiere conceder su salvación. Por tanto, al discípulo de Jesús se le ha concedido el perdón de Dios, pero sólo “condicionalmente”.

La realización definitiva de este perdón, en el juicio final, tendrá en cuenta además los “frutos de penitencia”, entre los cuales Jesús (en sus exhortaciones morales) insiste —con sorprendente “exclusividad”—sobre el perdón de los enemigos y las obras de misericordia. Lo hace, indudablemente, porque el perdonar a los demás y los actos de bondad son un fiel termómetro del estado interior de gracia (véase mfra); y tras de ellos se oculta toda la “buena voluntad”.

Esto ha de saberlo quien se disponga a pedir el perdón de su deuda. La siguiente exhortación de Jesús suena como un comentario a esta petición ‘del Padrenuestro: “Y cuando os pongáis en pie para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadio primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas”.  Por eso, el discípulo de Jesús, mientras tenga en sus labios la petiéión del perdón de la deuda, ha de tener siempre en su corazón la solemne declaración: “Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

 
b) Ahora hay que dilucidar el trasfondo oculto de esta solemne declaración de perdón. La mencionada “condición previa” para el perdón definitivo ha de considerarse como unida indisolublemente con el perdón condicionado, que ya nos fue concedido. Aquella condición radica en éste; y este perdón quedaría anulado, si aquélla no se realizara.

La declaración: “Como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”, podría parecer—con su forma apodíctica—como un poco impertinente, como señal de excesiva confianza en sí mismo. Pero esta forma apodíctica no sólo se explica por la conciencia de la absolutividad del precepto divino de perdonar. Sino que, además, en el fondo se halla la conciencia de que semejante facultad de perdonar se nos ha concedido precisamente con el perdón y gracia divina. En efecto, nosotros somos personas a quienes se les ha remitido la deuda de “diez mil talentos”, y para quienes no tiene ya importancia remitir a otras personas la deuda de “cien denarios”. Nuestra capacidad de perdonar, y por ende nuestra obligación de hacerlo, radican en el perdón que nosotros mismos hemos recibido. En efecto: ya hemos visto anteriormente (página 141 s) que la petición del perdón se recomienda aun a discípulos que ya han sido perdonados, y que por tanto pueden encarecer simultáneamente su buena disposición para perdonar a los demás.

La parábola del grande y del pequeño deudor nos enseña hasta qué punto el perdón recibido nos capacita para el gran amor; y el relato de la pecadora que ungió a Jesús ilustra prácticamente esta verdad. La gran disposición del publicano Zaqueo, que había experimentado la gran bondad de Jesús, nos enseña lo mismo. El individuo que encontró el tesoro, la perla preciosa, sintió inmensa alegría: alegría que espontáneamente lo da todo Solamente aquel que tiene conciencia de estar absuelto de toda culpa, comprenderá la gran alegría que Dios experimenta por la conversión de los pecadores; y comprenderá igualmente por qué Dios acoge a los pecadores, y se regocija cordialmente con ellos.

Cuando no tenemos la experiencia del propio perdón, los pecadores nos parecen “escandalosos” y repulsivos. He ahí la razón de que los círculos farisaicos no fueran capaces de sentir viva alegría por la conversión de los pecadores A los fariseos iba dirigida la doble parábola de Jesús sobre la oveja y la dracma perdidas y encontradas . A ellos iba dirigida también la parábola del amor misericordioso y paternal de Dios: amor que el hijo mayor no fue capaz de comprender. Nadie debe murmurar de que el Señor, a un pobre obrero parado, le pague el jornal entero por pequeños servicios . Vemos, pues, que el perdón conseguido nos capacita para comprender a los demás y alegrarnos con ellos. Pero, además de esto, nos da fuerzas para perdonar y olvidar.

Unicamente porque hemos recibido ya el perdón divino, podemos atrevemos a hacer la solemne declaración: “Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Puesto que se nos ha perdonado ya a nosotros, podemos perdonar a los demás. Y puesto que podemos perdonar, resúltanos lícito implorar el perdón definitivo. No es que se conceda un doble perdón divino: uno, ahora; y otro (con carácter definitivo), en el futuro. Sino que el perdón futuro de Dios se realiza ya anticipadamente en el Aquí y en el Ahora: y por cierto en la medida en que se haya hecho realidad en nuestro propio perdón concedido a los demás. Por consiguiente, la petición del perdón no es sólo para ser recitada, sino también para ser practicada activamente.

 

2


            La declaración solemne de que se perdona al prójimo, se atreve a presentar a éste bajo la imagen del “deudor”: imagen que, como hemos visto, describe muy acertadamente nuestro estado ante Dios. Pero es un poco atrevido e1 aplicar esta misma imagen a nuestras relaciones con el prójimo. Pues tras el mismo vocablo se esconde la gran discrepancia entre una deuda de diez mil talentos y otra de cien denarios. Quien se ha dado cuenta, ante Dios, de la magnitud enorme de su deuda, no podrá hablar sino en sentido impropio de la “deuda” del prójimo. Quien está muy atareado, sacándose la “viga” de su propio ojo, no se preocupará gran cosa de la “paja” que ve en el ojo ajeno.

 

a) Hay que tener en cuenta que, en esta declaración solemne, no se trata de la obligación de reparar la injusticia cometida. Esta obligación, la toma Jesús también muy en serio cuando ordena que, para cumplirla, se vuelva uno y deje para más tarde el hacer alguna ofrenda ante el altar, o procure uno congraciarse con la parte contraria antes de comparecer ante el juez.  Esta obligación de reparar y reconciliarse es muy urgente a los ojos, de Jesús.

 

b) Pero hay que tener en cuenta, igualmente, que en la declaración solemne de que estamos hablando, no se trata de personas a quienes hayamos hecho alguna injusticia, sino que han sido injustas con nosotros y que por tanto son “deudoras” nuestras. Pues bien, hay que perdonar incluso a esta clase de personas: ¡tan creador ha de ser nuestro amor! Todo aquel que, en la tierra, no perdona su deuda (= culpa) al prójimo, no será perdonado por Dios algún día. Esto, naturalmente, incluye que hay que aceptar muchas injusticias, y renunciar a toda venganza, dejar que nos arrebaten muchas cosas nuestras, y—si fuere necesario—perdonar diariamente a la misma persona 70 X 7 veces. Hay que orar hasta por los perseguidores, para que “seamos hijos del Padre que está en los cielos”, y obremos tan creadora y generosamente como el Padre “que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos”.

Por consiguiente, la petición del perdón exige un acto sublime, una bondad creadora, un perdonar sin reservas. Y este acto es—al mismo tiempo—condición previa y fruto del perdón divino. De nuevo la escuela de oración de Jesús se ha convertido en escuela de vida. Solamente el que siga y obedezca las palabras de Jesús, sabrá orar conforme a las enseñanzas del Maestro.

 

 

 

3. LA TERCERA PETICIÓN Y SU AMPLIACIÓN

 

 I. Y no nos conduzcas a la tentación


Nunca podría haber terminado de esta manera una oración judía: sin ninguna doxología divina como final, sino con un inmenso grito de socorro de amplias resonancias, que no admite ya formalidades litúrgicas. Aquí la oración termina con la perspectiva de un gran peligro: de la misma manera que la suprema exhortación de Jesús: “¡Velad y orad para que no entréis en tentación!”.

Las características formales de esta petición sugieren que, con ella, va a terminar la cadena de peticiones: Esta petición es la única, entre todas las del Padrenuestro, que está formulada negativamente. El verbo está en subjuntivo prohibitivo, no en imperativo como en las demás peticiones: “¡Y no nos conduzcas a la tentación!”.

Comprenderemos perfectamente esta petición, cuando sepamos cuál es el sentido de la palabra “tentación” (1), y qué significa el pedir a Dios que no nos “conduzca” a ella (2).

 

1


          La palabra “tentar” puede tener el sentido de “probar”, como ocurre frecuentemente en el Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, el orante del Antiguo Testamento ora de esta manera: “ Examíname, Señor, y ponme a prueba!”. Esta invitación se halla respaldada por una gran confianza en s mismo, en la propia constancia y firmeza. Pero Jesús tiene una visión más profunda de la “tentación” y de nuestra “tentabilidad”, y comprende todo su peligro. Quien ore en el espíritu de Jesús no tendrá la menor esperanza dé poder subsistir ante la tentación. Por eso ha de pedir con mucho mayor ardor el no ser conducido a ella. Ciertamente, la palabra “tentación” tiene aquí un sentido más intenso que el de “prueba”.

Casi parece que “tentación” es sinónimo de “caída”. Por de pronto, la “tentación” es casi idéntica al “mal”, del que nos habla la frase paralela. Del mismo tenor son las palabras en el Huerto: “¡Velad y orad para que no entréis en tentación!”  El que entra en esta tentación, parece estar ya perdido. ¡Tan peligrosa es! Vamos a definir ahora más concretamente lo que Jesús entiende por tentación. Estudiaremos este concepto en cuanto a su forma (a) y en cuanto a su contenido (b).


a) Jesús, lo mismo que sus contemporáneos, aguarda para el futuro—antes del final—grandes calamidades que consistirán en guerras, terremotos y hambres Entonces la humanidad ansiará la venida del Hijo del hombre Pero esto será únicamente “el comienzo de los dolores [mesiánicos]” . Aquellas calamidades no son todavía la gran “tribulación”. Durante ésta surgirán falsos profetas y falsos mesías: será una época de gran poder de perversión. Jesús ve a Satanás detrás de todos estos manejos.

           La predicación de Jesús contiene una frase misteriosa, pero significativa e importantísima: “Veo a Satanás caer del cielo como un rayo”. En ninguna parte se nos dice cuándo y dónde ocurrió esto. Pero desde el principio, y aun antes de comenzar su actuación pública, Jesús se enfrenta con Satanás como su verdadero enemigo. Nadie ha visto tanto como Jesús la peligrosidad de Satanás, porque nadie sabe tantas cosas de Dios como Él. Satanás es el antagonista de Dios: cuanto más despunta sobre el horizonte Dios con su reino, tanto más patente se hace Satanás con su po der. Y la lucha final comienza. Hay que leer el Apocalipsis 12, 1-17, para poder calcular lo que significa la caída de Satanás. Según este libro bíblico, la caída de Satanás es también consecuencia inmediata de la aparición de Cristo.

La frase de Jesús acerca de la caída de Satanás tiene acentos de triunfo. Pues con ello ha quedado quebrantado el poder de Satanás, y éste ha sido derribado de su puesto de poderío sobre la tierra. Y, así, en el Apocalipsis, la caída de Satanás va seguida por un grandioso himno de victoria: “¡Ahora ha llegado la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios!” Ahora bien, la caída de Satanás es una caída sobre la tierra, donde comienza en este momento la lucha final. Y el júbilo escatológico: “¡Regocijaos, cielos!” va seguido inmediatamente por el reverso: “¡Ay de la tierra y del mal!, orque descendió el diablo a vosotros animado de gran furor, por cuanto sabe que le queda poco tienpo”.  Pues ahora comienza sobre la tierra la “glan tribulación”, llena de persecuciones, en la cual Satanás ha de realizar su obra en la tierra, ayudado por el “anticristo” y sus secuaces, que son los “falsos profetas”.

Así, pues, para Jesús, Satanás es el Enemigo por excelencia. El Señor ve, con inigualable clarividencia, toda su peligrosidad. La actuación pública de nuestro Salvador comienza con su victoria contra la triple tentación de Satanás. Jesús mismo considera su propia vida como una cadena de “tentaciones”, en las cuales los Doce han resistido junto a Él. El evangelista San Lucas juzga—y coincide en esto con otras manifestaciones de Jesús—que la verdadera hora de la tentación ha de comenzar con la Pasión. Pues, después de las tentaciones del desierto, Satanás se apartó de Jesús y le dejó en paz “hasta el tiempo señalado” Pero llegó esta “hora”  y el poder de las tinieblas”, cuando “Satanás entró en Judas” y comenzó la Pasión de Cristo. Entonces llegó la hora en la que Satanás pidió permiso para “cribar a los discípulos como si fueran trigo” Y, existe peligro de que aun la fe de Pedro “desfallezca”. Por consiguiente, la tribulación del tiempo final llega propiamente a su punto con la Pasión de Cristo, por más que haya comenzado ya con la venida del Salvador.

Desde este momento, los discípulos de Jesús se ven expuestos al odio universal. Son conducidos ante los gobernadores y reyes. Surgen falsos cristos, y la falsa profecía levanta su cabeza Hasta tal punto, que Jesús tiene que advertir: “¡Mirad que no os dejéis seducir!”. Y “Velad, pues, y orad en todo tiempo, a fin de tener energía para escapar a todo lo que ha de venir, y para comparecer con seguridad ante el Hijo del hombre”. Pues vendrá una época en que el poder de seducción será tan grande, que Jesús podrá preguntar: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará [todavía] fe sobre la tierra?” Y no se salvaría ninguna carne”, si Dios—por consideración con los escogidos—no abreviase los días de la prueba ‘. Y “a consecuencia de la creciente iniquidad, se enfriará en muchos el amor”. Sobre el fondo de aquella situación y de estas exhortaciones de Jesús, comprenderemos la súplica del Salvador de que nos guardemos de la tentación. “¡Velad y orad para que no entréis en tentación!”. Esta fue la última exhortación de Jesús antes de su muerte.

Así, pues, está bien claro de dónde procede la “tentación”: brota de la situación creada por la “gran tribulación”  del tiempo escatológico. Y esta situación se hizo particularmente aguda y violenta con la Pasión d Cristo. La tentación es hasta tal punto la nota característica de esta época, que se la puede denominar “ho perasmós”, la tentación por excelencia.

 
b) Ahora bien, el Señor no nos enseña a pedir a Dios que no nos haga experimentar la gran tribulación de los últimos tiempos (de los tiempos escatológicos), la época de la gran tentación. Jesús sabe que viene el reino de Dios y, en consecuencia, la gran tribulación final que le precede. Pero en esta época de tentación existe el “día”, la “hora”, el “instante” de la tentación. El Salvador piensa en situaciones en las que el carácter tentacional de los últimos tiempos se concentra en cierto modo, y se convierte actualmente para cada individuo en un “asalto”, en una situación propicia para la caída.

Tal vez la predicación de Jesús nos sugiera cuál es el contenido principal de esa “tentación”. El reino de Dios se presenta de forma tal en la tierra, que se nos exige expresamente la “fe”. Las parábolas de Jesús responden en parte a la pregunta angustiosa de por qué no viene el reino anunciado, o por qué no se manifiesta más prontamente, o por qué su predicación obtiene tantos fracasos. Seguramente que estas circunstancias pueden hacer que cualquiera se extravíe; pueden convertirse para él en verdadera “tentáción”.

Asimismo, el Mesías prometido, el Hijo del hombre, vino en tal figura, que corremos peligro de no conocerlo. Existe la posibilidad de equivocarse con respecto a Jesús, porque éste no se manifiesta en la forma gloriosa en que se le esperaba: “¡Feliz aquel para quien yo no sea ocasión de caída!”.

Pero con la Pasión se acentúa terriblemente el peligro de extravío. Pues entonces la inapariencia de la figura mesiánica se transforma incluso en la escandalosa figura del Mesías crucificado. “¡Ved que ha llegado la hora en que el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores!”. Ha llegado la hora en que “todos se escandalizarán” y Pedro negará al Señor. Ahora Jesús tiene que orar por Pedro para que su “fe” no se extinga por completo”. Pues Satanás ha de cribar a los discípulos. Ahora viene la época en que los discípulos, cuando anuncien su mensaje, habrán de encontrar hostilidad y resistencias. Y sería necesario defenderse con la espada ‘“. Jesús aguardó siempre para sus discípulos la misma suerte que a É1 le había correspondido: persecuciones.

Tal vez esté claro en qué consiste la “tentación” a que Jesús se refiere. El gran peligro es el escándalo cristológico, la pérdida de la fe. Es el peligro, más aún la realidad, ante la que viene sucumbiendo paulatinamente desde hace siglos la intelectualidad de Occidente: un peligro que—bajo capa de cristianismo rutinario—hiere hoy día mortalmente el corazón de muchos cristianos que  viven en medio de nuestras comunidades. Por consiguiente, no se piensa primordialmente en alguna tentación para algún pecado especial. Sino que en esta petición que estamos estudiando, se suplica también la totalidad (como en todas las peticiones del Padrenuestro): se pide la perseverancia en el estado de discípulos, la perseverancia contra la pérdida de la fe, contra la apostasía definitiva. Jesús, aquí, invita a sus discípulos a que oren por lo que Él tanto ha orado.

Las persecuciones que se aguardan contra los discípulos están motivadas cristológicamente, pero son no obstante acontecimientos apocalípticos. Así como hemos visto que la venida del reino de Dios—que en sí es un acontecimiento apocalíptico esperado-- tiene ya presencia “historizada” en la persona y en la vida y obras de Jesús: así también la “tribulación” apocalíptica y la situación de tentación posee ya su presente “historizado” en la Pasión de Jesús y en la persecución de sus adeptos. La tribulación apocalíptica comenzó con la Pasión del Señor: y se manifestará sin cesar en la suerte que corran los discípulos: caer en la tentación de perder la fe.

 

2


La existencia de los discípulos está en peligro. La hondura de este peligro enseña a pedir uxilio angustiosamente. Pero ¿cómo puede peligrar tanto la situación de un discípulo que tiene a Dios por “Padre” y que sabe que está bañado materialmente por las energías del futuro reino? ¿Qué significa la frase de que Dios “no nos conduzca a una tentación”?


a) Esta petición tiene como fondo una imagen espacial: Pedimos al Padre que no nos conduzca al lugar—y por tanto a la situación—de la tentación. Por consiguiente, no es Dios quien nos tienta: no es Él. de quien dimana—en el lugar de la tentación—el atractivo hacia el pecado. Dios sólo nos conduce hacia o nos introduce en la peligrosa situación de la tentación, en la cual el mal o el maligno pueden hacer sentir sus efectos. Y, así, la petición armoniza plenamente con la exhortación de Santiago “Nadie diga, cuando es tentado: Soy tentado por Dios. Pues para Dios no hay tentación al mal. Él no tienta a nadie”.

La petición de Jesús se halla respaldada por una visión cósmica que aparece con frecuencia en las palabras del Salvador. Según ella, Dios tiene la causalidad decisiva, pero no la exclusiva, en nuestro camino hacia la salvación: Existe, además, el poder del mal, existe el mal en el mundo con iniciativa propia y relativa autonomía, y existe además nuestra debilidad y tentabilidad. Sucede incluso que, en esta época que precede a la venida del reino, Satanás es especialmente poderoso sobre la tierra: precisamente en este momento en que el poder de Dios sobre la tierra se manifiesta ya tan visiblemente. El orante ha de ver ambas cosas. Es verdad que la reflexión teológica, por mucho que se esfuerce, no podrá resolver el misterio del mal. Pero Jesús, en su instrucción sobre la manera de orar, nos enseña a soportar animosamente este misterio y a superarlo pór medio de la oración.

 

b) El hecho de que se vea a Dios activamente detrás de la actividad tentadora de Satanás, no sólo es motivo de tribulación sino también de consuelo. Detrás de la lucha de Satanás contra Cristo y los suyos se descubre ya a Dios que viene con su reino. Todo aquel que sabe que el reino de Dios está viniendo, sabe también que Satanás dispone de un plazo muy breve y que el tiempo de peligro será abreviado por la pronta venida del reino. Y, así, nuestra petición está envuelta totalmente por el deseo de la venida del reino de Dios: deseo que la convierte en una petición llena de confianza y sentimientos de victoria.

Y también la invocación de “Padre” impregna plenamente a la petición que estamos estudiando: “¡Padre, no nos conduzcas a una tentación!” Depende, pues, del “Padre” el caer o no dentro de la esfera del poder de Satanás. Pues la actividad de Satanás se halla dentro de los límites fijados por Dios. El mal moral que existe en el mundo, está encuadrado dentro de un plan superior. Y este plan ha sido trazado por nuestro “Padre”. Más allá de la esfera del poder satánico se encuentra el espacio de la omnipotencia y bondad del Padre: espacio al que el orante tiene libre acceso. La fe en el poder y buena disposición del Padre para socorrernos, infunde en nosotros gran seguridad y audacia suficiente para pedir confiadamente al Padre que nos preserve de la tentación.

Pero nuestra petición no procede de la angustia; sino que brota del temor: del temor que ha de darse aun en la fe más confiada y en el más ferviente amor de Dios. Empero Satanás tiene únicamente el poder y facultad que ha “implorado”, y que Dios ha tenido a bien concederle.

 Este poder está limitado, además, por la intercesión de Jesús y por las peticiones de los discípulos de Jesús, a quienes el Señor ha confiado el encargo de hacer esta petición. Parece que la mirada actual que los hijos elevan a su “Padre” por encima y más allá de toda la historia, es aquí también más intensa que la perspectiva de los peligros escatológicos y del fin de la historia. Con la mirada que elevan al Padre, los orantes se ven protegidos contra todos los peligros escatológicos, y sustraídos a toda la historia.

Por consiguiente, detrás de nuestra petición se hace patente todo el campo de tensiones en que viven los discípulos de Jesús: Por una parte, se columbra el inmenso peligro que acecha a los que viven en estado de discípulos: peligro que les impulsa a lanzar esta llamada de socorro. Y, por otra parte, vemos la plena seguridad en que viven los discípulos, estando protegidos y seguros bajo la providencia del Padre.      

Así, pues, la petición que estamos estudiando exige del orante que sepa vincular existencialmente en su corazón esta doble certeza, y que —por medio de la oración—sepa resolver la tensión de este conflicto.

 

II. Sino aléjanos del mal [moral]


La última petición del Padrenuestro tiene —según la tradición de San Mateo—un segundo miembro que vierte en sentido positivo la idea negativa de la petición. De esta manera queda suavizado un poco el brusco final de la plegaria. En el fondo, el segundo miembro apenas contiene nada nuevo. u estructura corresponde exactamente a la del primero: “No nos conduzcas — a una tentación”. “Aléjanos — del mal [moral]”. Con este paralelismo, San Mateo da un pocc de amplitud y expansión al laconismo de la plegaria, y aminora el ritmo con un ritardando que sirve de final.

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En primer lugar, hay que poner en claro de qué índole es el “mal”, del que el orante quiere verse alejado. La palabra griega (ponerou), traducida ordinariamente por “mal”, puede entenderse en sentido personal y en sentido objetivo, puede significar “el mal” y “el maligno”.

 

a) Ahora bien, si oramos que se nos aleje del mal, no de algún mal ni de todos los males, entonces es obvio suponer que se trata del mal por excelencia, es decir, del mal moral, del pecado. Es verdad que no iría contra el espíritu de Jesús el pedir el alejamiento de tal o cual desgracia terrena. Pues también Jesús, con su poder taumatúrgico, estuvo siempre dispuesto a socorrer las calamidades terrenas. Las frases con que el Salvador nos alienta a orar a Dios con confianza, tienen un sentido tan absoluto, que no es lícito excluir de la oración los bienes terrenos, tanto más que Jesús, en las comparaciones e imágenes de que se sirve para inculcarnos el recurso a la oración, menciona casi siempre cosas terrenas. Pero es un poco más difícil creer que la petición de verse libre de todo mal terreno vaya a tener su puesto adecuado en esta oración que, en el fondo, sólo se interesa por la venida del reino de Dios y por vivir en expectación del mismo. El Padrenuestro es una oración “de gran altura”, y tiene el carácter de “récord”.

El contexto excluye, igualmente, la posibilidad de pensar en males terrenos. Pues difícilmente nos habría enseñado Jesús la petición de que Dios nos “aleje” en el último instante de las adversidades terrenas, como de las garras de una fiera extraordinariamente peligrosa. Ya que el Salvador mismo exige a sus discípulos la disposición para sufrir pobreza, falta de cobijo, soledad, ataques y calumnias, y hasta la cruz.

Para Él, las desgracias terrenas no constituyen un peligro verdaderamente amenazador. Así lo exige, además, el páralelismo que hará corresponder al concepto de tentación (= apostasía), no el concepto de mal terreno, sino el de mal moral, el de pecado. Por lo tanto, haremos bien en entender aquí el concepto en sentido tan amplio, que pueda acoger en sí todo el significado de la “tentáción” de que se habla en el primer miembro.

Por consiguiente, la palabra en cuestión se referiría, no al “mal físico”, sino al “mal moral”. Y con este concepto se designaría, lo mismo que en el primer miembro, la apostasía de la fe, “el gran pecado”. Pero hay que tener en cuenta también que aquí existe una ligera gradación, un paralelismo climático; y que el concepto de “mal moral” es más amplio que el de “tentación” de apostasía: de suerte que, en el segundo miembro, podría pensarse quizás en cualquier falta moral.

Pero, en todo caso, el “mal moral” se considera aquí en toda su peligrosidad, como lo único que en realidad merece el nombre de “mal”. Esta idea hemos de tenerla bien presente, cuando la versión española corriente del Padrenuestro (que fácilmente induce a confusión) nos invita a orar: “Líbranos del mal”.


b) El verbo utilizado en el texto original (y que propiamente significa “arrebatar”) es traducido un poco insípidamente por la versión corriente: “Líbranos del mal”. Además esta traducción se presta fácilmente a equivocaciones, como ya hemos indicado. La palabra original suscitá en nuestra imaginación una vivísima escena: Una fiera peligrosa está acechándonos desde muy cerca. Y en el último instante se nos libra de su zarpazo, alejándonos de allí. Nos sentimos inclinados a pensar en el mal como en un ser personal o—al menos— personificado. Y, en consecuencia, nos pregunamos si el texto griego permite quizás esta interpretación: si, por el “mal moral”, habrá que entender tal vez a Satanás en persona.

No obstante, el paralelismo con el miembro anterior (que nos mostraba el peligro como un objeto) nos sugiere que aquí—correspondiente- mente—el “mal” exige ante todo una interpretación objetiva, no personal. Con todo, estaría justificado ver remotamente, detrás de este mal personificado, al “maligno”, a Satanás: de la misma manera que, detrás de la “tentación”, del primer miembro, descubríamos al diablo como verdadero autor de la misma.

 

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Penetraremos más profundamente en el sentido de esta petición, si reflexionamos un poco acerca del verbo empleado.


a) Hay que tener en cuenta, primeramente, que lo que pedimos no es ser arrancados de las garras del mal, sino ser “alejados” de la cercanía inminente del mal que nos acecha. En efecto, el Padre no nos ha arrojado en las garras del mal. Y, así, ahora no tenemos que liberarnos propiamente de ellas. Empero vivimos al borde mismo de la tentación, de suerte que el “mal” personificado podría fácilmente arrebatarnos. Así, el segundo miembro refuerza la impresión de que vivimos en una situación peligrosísima; y de que, por tanto, tenemos muchísima necesidad de pedir ayuda urgentemente. El segundo miembro introduce, además, cierto climax en el paralelismo: no sólo no querríamos ser conducidos a la situación tentadora, sino que además desearíamos ser arrebatados de la cercanía peligrosa del mal. No querríamos vivir ni siquiera en la “cercanía” del mal: ¡tan débiles nos sentimos!, ¡tan grande es la sensación del peligro que corremos!

Finalmente, en este punto hay que fijarse de nuevo cómo los discípulos de Jesús se encuentran en comunidad de riesgos: Nadie ha de orar sólo por sí mismo; sino que todos deben tener en cuenta los peligros que corren sus hermanos. Todas las peticiones del Padrenuestro son, al mismo tiempo, oraciones de intercesión por los demás. Y la comunidad de los hermanos—la Iglesia—, que se trasparenta detrás de todas estas peticiones, aparece como una comunidad en la que todos comparten las necesidades.


b) Ahora bien, en este segundo miembro —como en el primero—hay que tener en cuenta una cosa: El que ora de esta manera no se halla todavía en poder del mal. Está separado fundamentalmente de todo mal, y se encuentra en manos del Padre, por muy agudos que sean los peligros que corre. Los discípulos, preservados de esta manera, saben que el mundo está dominado por el poder del mal, y que sólo disponen de un jequeño oasis en donde pueden vivir protegidos: el espacio constituido por la sombra de la mano protectora de Dios. Los discípulos se hallan como tímidas ovejas en medio de los lobos del mundo, por el que el mal anda desatado como fiera cuya presencia puede constituir siempre un peligro.

Por consiguiente, el segundo miembro de esta instrucción de Jesús para enseñarnos a orar, exige—lo mismo que el primer miembro—un corazón que, por una parte, sea consciente de la magnitud del peligro; y que, por otra, conozca existencialmente el poder preservador del Padre, y sepa vincular en la oración ambas persuasiones íntimas. Sólo en el corazón de un discípulo que ora, se puede tender un puente entre estos dos abismos de oposición. Esta petición vuelve a abrirnos una ventana para contemplar con profunda intuición el campo de tensiones en que se desarrolla la existencia cristiana. Hace falta haber penetrado hondamente en el espíritu de Jesús, y haberlo realizado en sí intensamente, para poder recitar, como es debido, esta petición, sin gravarla exageradamente con el peso de una falsa angustia o de una falsa confianza. Debemos asistir continuamente a la escuela de vida de Jesús para aprender a orar. Y su escuela de oración ha de convertirse incesantemente para nosotros en una escuela de vida.

 

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El que la Oración del Señor, contra la costumbre ordinaria, no termine con ninguna doxología final es un hecho que no se debe al azar sino qüe está plenamente de acuerdo con la circunstancia de no comenzar tampoco con ninguna doxología. Esta oración se compone totalmente de deseos y peticiones. Pero, en el fervor e intimidad con que se dirige al “Padre” y confía plenamente en Él, contiene ya en  altísimo grado la alabanza divina, según vimos anteriormente.

El Padrenuestro parece terminar con un grito de socorro, que preserva para siempre a la oración cristiana de todo “ritualismo” litúrgico que la privase de vida y la, desligara del contacto personal con el Dios que nos concede su gracia y se apiada de nosotros. El Padrenuestro gira en torno de sí mismo: Al final, volvería a comenzar de nuevo: “¡Padre, venga tu reino!” El último clamor de auxilio, que resuena en esta oración, brota de la situación peligrosa de las tentaciones escato lógicas.

Ahora bien, esta situación nos enseña precisamente a clamar a Dios por la venida dell reino. Solamente aquel que ha pronunciado desde lo hondo del alma esta última petición, puede comenzar la oración y expresar como es debido el gran deseo inicial. Al último grito de angustia, que se pronuncia en medio del peligro, no le puede seguir sino el deseo renovado—.y, esta vez, más intenso—de la pronta venida del reino: el deseo de que los días “se abrevien” y de que termine por tanto todo peligro. La Oración del Señor es una oración cerrada como un círculo: una oración perpetua. Nunca se la puede terminar. Cuando se llega al final, hay que recomenzar. Y esto sucede porque el Padrenuestro, propiamente, sólo consta de un único deseo: el ansia de la venida del reino. ¡He ahí el centro que todo lo atrae hacia su órbita, y que gira a su vez en torno al eje que se eleva al cielo, al “Padre”: “Santificado sea tu nombre”!

Las tres peticiones acompañan, como tres planetas, a este deseo central. La Oración del Señor tiene una arquitectura incomprensible, que sólo se revela al orante. A lo largo de la vida de la Iglesia, se hacen ampliaciones y aditamentos; puede asentarse incluso en torno suyo toda la ciudad del oficio litúrgico y del ciclo de festividades: pero la sencilla forma primitiva de esta oración se reconoce siempre e imprime briosamente su espíritu sobre todo lo que la circunda y adorna. Como todas las palabras de Jesús, esta oración no pasará nunca. Resonará siempre hasta que sea absorbida por la llegada del Reino de Dios: Entonces se desgajarán de ella todas las peticiones, y se cumplirá su único y supremo deseo. Permanecerá entonces en su forma purísima el. comienzo de la oración, que ya fue mcesantemente su alma oculta: “¡Padre, santificado sea tu Nombre!”

 

((Algunos antiguos manuscritos, versiones y escritores eclesiásticos presentan la fórmula final: “Pues tuyo es el Reino y el Poder y la Gloria para siempre, amén”. Esta fórmula—en la que varias veces se omite el primero o segundo miembro, y que se ofrece siempre en términos iguales o parecidos—se remonta hasta principios del siglo II. En tiempo de Jesús, era costumbre Judía que la comunidad respondiera a las oraciones del oficiante con doxologías parecidas (véase algo semejante en 1 Cor 29, 11 s; Apoc 12, 10; Didaché 8, 2: 9, 4). Si ya los primeros discípulos de Jesús recitaron alguna vez en común el Padrenuestro, es probable que un recitador lo fuera pronunciando, y entonces todos los demás responderían así o de manera muy parecida. Jesús, ciertamente, no se lo habría impedido))

MIRADA RESTROSPECTIVA

 

FINALIDAD Y APLICACIÓN DE LA ORACIÓN

 

 

             San Lucas nos refiere la ocasión en que Jesús dio esta instrucción sobre la manera de orar. La cosa fue así: Uno de los discípulos había rogado a Jesús que les ensñara a orar, como Juan había enseñado a sus discípulos. A esto respondió Jesús enseñándoles cómo tenían que invocar a Dios, y cuáles eran los deseos y peticibnes que debían dirigirle. Dirigiendo ahora una mirada retrospectiva a todas nuestras explicaciones, podremos responder ya más fácilmente a dos cuestiones:


1) Jesús, al enseñar el Padrenuestro, ¿pretendía únicamente instruirnos acerca de la manera de orar, o quiso también darnos una fórmula de oración? Y


2) El Padrenuestro ¿fué concebido únicamente para los discípulos que seguían personalmente a Jesús—y quizás como oración de comunidad para el grupo de discípulos—; o para todos los que escuchan el mensaje de Jesús? ¿Cómo debemos rezar esta oración? ¿Y quién se halla capacitado para rezarla?

 

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Cuando Jesús, a la pregunta que le dirigiera el discípulo, responde únicamente cómo los discípulos han de invocar a Dios, y menciona tan solo dos deseos y tres peticiones, que ellos han de expresar: ¿fueron tal vez sus palabras una simple instrucción sobre la manera de orar: instrucción de la cual la tradición no nos ha conservado más que este breve extracto? La concisa síntesis, que el Evangelio nos presenta, ¿está concebida quizás como un ejemplo entre tantos, escogidos a discreción?

 

((El Padrenuestro tiene mucho en común con algunas oraciones judías, de las cuales podemos sospechar que—en cuanto a su núcleo—se remontan ya a los tiempos de Jesús. El deseo de la santificación del nombie, de la venida del reino y del cumplimiento de la voluntad de Dios recuerda especialmente el Qacidisch; y las dos mitades de la última petición recuerdan las oraciones judias de la mafíana y del afardecer La invocación, la petición del pan y la de perdón tienen sus analogías en la Oración de las Dieciocho Peticiones. Pero un buen conocedor de las plegarias judías, P. Fiesio (1. c., p. 96) hace notar que Jesús formula todo esto con una brevedad y concisión enérgica e inimitable... Es tan genial lo que dice como el hecho de no decir muchas cosas”. Y, asi, el Padrenuestro. ‘tanto por su contenido como por su forma, es un acto grandioso de Jesús. y lleva claramente el sello de su genio”)).

 

Ahora bien, hemos de contar con otra posibilidad, y es que la doctrina de Jesús, como era corriente en las instrucciones rabínicas de aquellos tiempos fuera enunciada y trasmitida en forma sumamente concisa, la cual estaba dispuesta desde un principio para ser elaborada y amplificada por medio del género homilético y catequético. Según esto, la intención de Jesús —desde un principio—habría sido que en la oración se amplificara esta plegaria. ¿O tal vez quiso Jesús proponer una fórmula inmutable para la oración de sus discípulos? Y entonces la otra alternativa no estaría en lo cierto.

A la Oración del Señor le faltan muchas formalidades que eran características de las oraciones judías de su época y que también pertenecen a una oración según nuestra sensibilidad moderna: la invocación solemne de Dios, la alabanza divina al comienzo, la doxología final, cierta amplitud de lenguaje y exuberancia de expresión. Ahora bien, la falta de todos estos momentos se mostró incesantemente, según hemos visto, como una de las notas típicas de la oración y del pensamiento de Jesús.

La falta de formalidades externas queda compensada, además, por la rígida lógica interna de la oración y por el aspecto de totalidad que prohiben considerar el Padrenuestro como el eco de una serie de instrucciones sueltas acerca de la manera de orar. En la Oración del Señor tenemos una totalidad compacta, una fórmula bien definida: Con la sencilla invocación está íntimamente unido el deseo inicial de la santificación del nombre de Dios: deseo que muy bien hace las veces de la doxología inaugural. Después viene el único gran deseo de la venida del reino, deseo en comparación del cual no existe ya ningún otro deseo para el orante.

En efecto, después de este único y singular deseo, vienen tan sólo las peticiones de los que ansían vivamente el reino de Dios y quieren vivir enteramente para él. Ahora bien, en la situación existencial de estos “hijos del reino” se formulan únicamente tres peticiones, las cuales—en cierto modo—han de entenderse en sentido exclusivo, pues junto a estas tres necesidades, no existe ya en el fondo ninguna otra.

Estas tres necesidades son que Dios proporcione las bases terrenas para una vida orientada hacia el reino de Dios; que asegure la existencia eterna de los que viven en expectación vital del juicio: remitiéndoles sin cesar su deuda y preservándolos del peligro de apostasía. ¿Qué otras peticiones podrían parangonarse con éstas? Jesús nos declara exhaustivamente lo que hemos de desear y pedir. En ninguna otra parte se formula tan intensamente como en esta plegaria la situación existencial del hombre. Pues Jesús, al indicar a su discípulo lo que ha de desear y pedir, pone de relieve su situación y necesidad existencial.

La estructura y sucesión de las partes de esta plegaria están determinadas por su lógica interna: y hacen surgir ante nosotros la imagen de una totalidad perfectamente organizada. Es perfectamente lógico que el deseo inicial de la santificación del nombre, en el que aparece purísimamente el teocentrismo de la idea de Jesús acerca de Dios, se apoye íntimamente en la invocación de “Padre”, que resultaba tan nueva y descostumbrada. Luego, se puede ya manifestar lógicamente el grande y único deseo de la venida del reino: deseo que, perfectamente de acuerdo con su importancia y singularidad, aparece desligado y en medio de una majestuosa soledad. La lógica interna de la oración hace entonces que, después del deseo de la venida del reino, vengan las peticiones nacidas de la situación existencial de los “hijos del reino”.

Estas tres peticiones se hallan íntimamente ligadas entre sí por la cópula “y”. La primera de ellas marca, además, una viva cesura por la anticipación del objeto pedido (“el pan”). El que en estas peticiones se suplique primeramente la seguridad de la existencia histórico- terrena, y luego se implore la seguridad de la existencia eterna: se debe al hecho de que estas peticiones están formuladas por discípulos que no sólo acaban de desear vivamente la venida del reino, y necesitan—por lo menos— tener lo necesario para subsistir.

Esta misma lógica interna inspira luego la petición—primeramente—de la remisión de las deudas que se van acumulando diariamente; y luego pide la salvación del peligro que amenaza. Esta prelación se debe a que la deuda de hoy día está mucho más cerca del orante que el futuro peligro de apostasía.

Queda, pues, perfectamente claro que la Oración del Señor tiene una estructura de totalidad perfectamente “lógica”; y pretende ser una fórmula de oración, y no sólo el extracto de una lección sobre la manera de orar. La forma misma en que se expresa esta oración es ya una prueba de que está concebida debe ser utilizada como verdadera fórmula de oración.

            Asimismo, parece que la interpelación del discípulo, de la que se nos habla en el Evangelio de San Lucas (11, 1), solicita no sólo una instrucción sobre la manera de orar, sino además una fórmula de oración. Pues se menciona como ejemplo la oración enseñada por el Bautista a sus discípulos: oración que consistía, sin duda, en una fórmula, que posiblemente era conocida aún por las comunidades cristianas cuando se comenzó a narrar este acontecimiento.

            San Mateo no nos trasmite la situación en que Jesús enseñó el Padrenuestro. Sino que, sencillamente, coloca esta oraci6n en medio de un contexto sistemático. En primer lugar hace referencia a la oración de los judíos “y a la de los gentiles y después establece el siguiente contraste: “Pero vosotros habéis de orar...” Evidentemente. no pretende sólo instruirnos acerca del verdadero espíritu de la oración (que consiste en no pretender agradar a Dios, como los judíos; y en no charlar mucho ni pretender forzar a Dios con fórmulas mágicas, como hacen los gentiles). Por todo el contexto, vemos que San Mateo pretende ordenar y dirigir los ejercicios de piedad de la comunidad: la limosna ‘, la oración y el ayuno la actitud con respecto a la propiedad, y la convivencia. Por consiguiente, piensa en sentido institucional”, y se interesa ciertamente por las fórmulas de oración que los cristianos han de usar.

Pero nos hallamos todavía ante un caso especial: Aunque es verdad que esta oración posee una grandiosa y sencilla estructura interna de totalidad, sin embargo, debemos reconocer que carece de las formalidades corrientes en las oraciones. Esta dificultad se resolverá facilísimamente, si establecemos comparación entre el Padrenuestro y otras instrucciones judías sobre la oración. Entonces vemos que esas mstrucciones judías dan también una fórmula con el meollo de la oración; pero, al mismo tiempo, suponen que el orante habrá de amplificarla; y, en este punto, conceden amplia libertad.

Y así la oración, que el Señor dio a sus discípulos, es también una “oración-guía”, pero que no sólo pretende dar instrucciones materiales sobre la oración (como si fuera una lección sobre la manera de orar), sino que es además un  “método” formal de oración, una pauta, una “oración concentrada”, en la cual, con tal de conservar las leyes internas de su fondo y forma, podemos hacer diversas variaciones y amplificaciones.

Por tanto, no va contra la intención de Jesús el que las comunidades palestinenses (cuyas tradiciones son reflejadas por San Mateo) hayan ampliado la Oración del Señor por medio de pequeñas adiciones explicativas, y la hayan redondeado litúrgicamente para adaptarla mejor a su utilización litúrgica. Ni va tampoco contra la intención de Jesús el que el evangelista San Lucas haya traducido esta oración al lenguaje de los lectores de su Evangelio, y la haya acomodado a la situación de la comunidad universal después de la marcha del Señor (sobre todo en lo que corresponde a la petición del pan).

((Las “reminiscencias” del Padrenuestro, que se encuentran en los escritos apostólicos, no bastan para supeditar una prueba clara de que esta oración se empleaba ya como oración de comunidad en las comunidades de misión, porque aun aquí las resonancias (que a menudo presentan afinidades en cuanto a los detalles) podrían proceder de plegarias judias)).

((La “Oración del Señor” fue depositada en las manos fieles de la Iglesia en forma parecida a como lo fueron la solemnidad eucarística y todos los demás sacramentos: La Iglesia, conservando la forma básica, tiene la potestad de introducir pequeñas alteraciones formales y algunos adornos, que estén exigidos o sean recomendables para los tiempo que corran. Casi nos asombramos de que la Iglesia no haya hecho mayor uso de este derecho, y (prescindiendo de pequeñas variantes de traducción y de otras alteraciones testimoniadas por la crítica textual) siga utilizando el Padrenuestro en la misma forma que la Iglesia apostólica le dio. Esta Iglesia apostólica estaba capacitada de manera especialisima para hacerse cargo de aquella oración (que estuvo destinada, en primer lugar, para el grupo de discípulos que seguian a Jesús), y para traducirla con prudencia a la situación de la Iglesia después de Pentecostés, dándole—con cuidado—una forma que la hiciera más adecuada para la recitación comunitaria de épocas posteriores. Y, así, no es licito decir que fuera contra la intención de Jesús (véase nota 449) el que, a esta oración, cuando es recitada en común, le añadiéramos como respuesta de la comunidad (según hacen los protestantes) la antiquísima doxología final: costumbre que se remonta, ciertamente, hasta la época apostólica, y que aun hoy dia sería más feliz que la costumbre actual de dividir el Padrenuestro en dos mitades, la primera de las cuales es recitada por el que dirige, y la otra por la comunidad. Esta última costumbre no tiene en su favor ninguna tradición litúrgica de la Iglesia. Es asimismo legítimo que la Iglesia romana haga responder a la comunidad “sed libera nos a malo”, y que después el sacerdote añada como oración final el “embolismo”: “Libera nos.. .“, o alguna otra oración. Tampoco habrá razón alguna para reprochar a la antigua Iglesia por añadir una hermosa petición al Padrenuestro, cuando éste era recitado en la administración del bautismo. y también en otras ocasiones desde el siglo II. La hermosa petición de que hablamos era la siguiente: “¡Descienda tu Santo Espíritu sobre nosotros, y purifíquenos!” Este deseo se puede considerar como contenido implícitamente en el deseo de la venida del reino. (Pero no nos sentimos convencidos por la teoría de R. Leaney de que se trata de una petición original del Padrenuestro. Véase R LEANEY, The Lucan Text of the Lord’s Prayer [Le XI 2-4]: Novum Testamentum 1 [1956) 103-111)).

            Ahora bien, si la Oración del Señor ha de ser entendida como “oración-guía”, entonces todas las oraciones de los cristianos han de brotar de ese germen y deben regirse por su disciplina. La “Doctrina de los Doce Apóstoles” nos muestra cómo la oración litúrgica de la Iglesia es un árbol nacido de la recitación diaria (que entonces se repetía tres veces) del Padrenuestro. El orar de los cristianos ha de encuadrarse siempre en este marco trazado por el Señor. El padrenuestro es fundamento; pero también es construcción que envuelve y protege: el edificio de la oración, en el cual todo el orar cristiano tiene su lugar adecuado, y recibe el orden debido y el auténtico espíritu.

 

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                 Queda por responder nuestra segunda pregunta: ¿A quién se le confió esta oración? Y: ¿Quién puede recitarla?

Aunque—según San Lucas—fue sólo un discípulo el que hizo la pregunta, Jesús no obstante dirigió su respuesta a todos los discípulos que se hallaban presentes. Asimismo, San Mateo presenta a Jesús dirigiendo estas palabras a toda la comunidad de discípulos. Finalmente, el texto de la oración está sugiriendo esta misma idea: Las tres peticiones están redactadas en plural; y la invocación de “Padre” ha de entenderse también en plural, incluso en San Juan (y en San Mateo expresamente): “¡Padre nuestro!”

a) La Oración del Señor fue confiada de manera primordial e inmediata a todos aquellos que, como “discípulos” (en sentido primitivo) de Jesús, habían abandonado todas las cosas para ir en seguimiento del Salvador; a aquello que, en comunión de vida con Jesús, se asi milaro la palabra del reino, y aceptaron el encargo de publicarla en alta voz; a aquellos, pues, que en sentido plenamente exclusivo “aspiraban” al reino de Dios, y a quienes Dios —luego—les “concedió” todas las cosas.

Esto discípulos son los que, de manera especialísima, pueden orar por la venida del reino, pues viven únicamente para él. Son además los que de manera efectiva han de pedir el pan necesario  para hoy, pues ya no trabajan para su propio sustento. La gran concentración sobre la idea del reino de Dios, y consiguientemente la inaudita sobriedad en peticiones, exigida por la Oración del Señor, solamente logrará alcanzarla aquel que ha abandonado todas sus tareas en el mundo y su solicitud por las cosas del mundo, y se ha entregado plenamente al reino de Dios. Pues no cabe duda de que, también hoy día, existe—en el espíritu de Dios—semejante exclusividad de entrega al reino de Dios, semejante abandono del “mundo” y de sus ta reas y semejante vida orientada hacia la realidad escatológica del más allá: es decir, una “participación pneumática” del seguimiento de Jesús, seguimiento que—en sentido estricto—sólo se dio en los días de la vida terrena del Salvador.

Así, pues, en labios de todos aquelos que han sido llamados de esta manera al discipulado de Jesús, la Oración del Señor sigue teniendo hoy día toda su significación. Pero, claro está, los demás adeptos de Jesús, que no han vivido en este seguimiento actual del Salvador (o que hoy día no participan pneumáticamente de él), pueden rezar también el Padrenuestro, con tal que busquen “primeramente” el reino de Dios Tales son los que todavía tienen obligaciones terrenas que cumplir, pero que han hecho de la venida del reino de Dios su “primera” y más urgente preocupación (y que, por tanto, con San Lucas, han de pedir el pan diariamente necesario, no sólo para el día presente, sino—con solicitud previsora—para todos los días de su vida). Podemos decir que, para todos éstos, el grupo estricto de los discípulos recibió representativamente la Oración del Señor: de la misma manera que dio a todos ejemplo de vida cristiana. La Oración del Señor, sabremos rezarla en la medida en que tengamos conciencia de la venida del reino de Dios, nos impregnemos de esta idea y configuremos con ella toda nuestra vida.

b) Ahora bien, Jesús — seguramente — no concibió esta oración como una plegaria de comunidad para el círculo de sus discípulos: plegaria en la que Él hubiera participado juntamente con sus discípulos.

         Generalmente, Jesús no se agrupa con sus discípulos en un “nosotros” que constituyera comunidad de oración. La tradición nos habla siempre de las enseñanzas que Jesús daba a sus discípulos sobre la oración, y de la oración solitaria que practicaba el Salvador. En efecto, Jesús tenía que distinguir entre “su Padre” y el Padre de los discípulos, y entre “su Dios” y el de ellos de suerte que no hubiera podido pronunciar, en unión con sus discípulos y en el mismo sentido que ellos, la invocación de “Padre” con que comienza el Padrenuestro.

La petición de la remisión de las culpas y la de la preservación de la tentación, son peticiones inconcebibles en labios de Jesús. Pero tampoco hay que imaginarse al grupo de los discípulos de Jesús como una comunidad de oración, de la que estuviera excluido su Maestro. Jesús, sin duda alguna, concibió primordialmente esta oración para uso de cada individuo: lo mismo que la oración judía Schemóné esré (la oración de las “dieciocho” peticiones) era recitada privadamente por cada judío tres veces al día. Pero, al mismo tiempo, no se excluye el que, algunas veces, se recitara esta oración en comunidad Y entonces, según la costumbre judía, uno recitaría la plegaria en voz alta, y la comunidad respondería con una fórmula de alabanza.

Sólo que una cosa parece haber sido muy importante para Jesús. El individuo, cuando esté orando, ha de tener conciencia de que—con su oración—se encuentra en comunión con sus hermanos. La invocación inicial, como ya hemos visto, es la de “Padre nuestro”, y con ella se invoca al Padre común. En las tres últimas peticiones se suplica el sustento, la remisión de los pecados y la preservación de las tentaciones, no sólo para cada individuo, sino también para todos los hermanos.

            El “nosotros” y el “nuestro”, no hay que interpretarlos en sentido colectivo (la culpa colectiva, el peligro que corre la comunidad). Pues nuestra exposición ha probado lo contrario. Sino que abarca—como en síntesis—a todos los hermanos, es decir que se pide no sólo para sí, sino también para todos; aunque no quede excluida por completo la idea de las necesidades colectivas, ni vaya seguramente contra el espíritu de Jesús el que de vez en cuando se piense de manera especial en tales o cuales hermanos determinados.

Ciertamente, el grupo de los “hermanos”, que el orante ha de tener presente en su oración, no se identifica con el círculo de los discípulos que siguen a Jesús en sentido estricto y viven “vidá común” con Él. No cabe duda de que hay que tener presentes a todos los que escuchan la palabra de Jesús, y cumplen la voluntad divina por Él anunciada, y a los que por tanto el Salvador llama sus “hermanos”. En Mt 23, 8 s, vemos que la denominación de hermano—entre los adeptos a Jesús—tiene un alcance tan amplio como la “Nueva Alianza” de la que habla Jeremías (31, 31 ss), y en la que Dios es el Maestro de todos. Aquí surge—orando—una comunidad que hoy día se denomina la “Iglesia”. Aquí surge—en la oración—un edificio que es la casa del “Padre”, en la cual se congrega la comunidad de todos aquellos que se han abierto, con fe y obediencia, a las enseñanzas de Jesús.

Cuanto más nos abramos al mensaje del reino venidero, que se anuncia en las palabras del  Señor: tanto más hondamente podremos realizar la Oración del Señor. Queríamos ir a la escuela de oración de Jesús, y en realidad hemos penetrado en su escuela de vida. Nos hemos sentado a sus pies para escuchar atentamente su palabra. Y debemos ir penetrando más y más en sus palabras, para identificamos cada vez más con su espíritu, y aprender a orar a tono con Él.

 

           ((Seguramente Jesús, en las oraciones diarias de la mesa, constituía con sus discípulos una comunidad de oración: Las oraciones judias para bendecir la mesa, que el jefe de la comunidad recitaba en nombre de todos, estaban redactadas en plural; y todos respondian a ellas con un “amén”)).

 

             ((Está bien ciaro que el Padrenuestro no nació de la reflexión de Jesús sino de su propia oración (cf. JOACH. JEREMJAS. Das Gebetsleben Jesu: ZNW 25, 1926, 123-140). Podemos muy bien considerar el Padrenuestro, hasta la petición del pan, como la propia oración de Jesús. Pero no cabe duda que Jesús oraba también por sus discípulos (cf. Jn 17, 9), para que se les perdonaran los pecados y no fiaqueara su fe (cf. Jn 17, 11 s, 15; Lc 22, 31 ss.: de suerte que casi podemos adivinar la forma en que Jesús mismo recitaba esta oración)).

 

El Padrenuestro es el punto de convergencia de todas las líneas de la doctrina evangélica. Cada petición representa un mundo de consideraciones; detrás de cada una se pueden alinear un cúmulo de textos de la Biblia y descubrir las dimensiones esenciales que articulan el mensaje evangélico. En el Padrenuestro pedimos al Seíior todo lo que tenemos que hacer para vivir espiritualmente. Por tanto, encontramos en la plegaria que Jesús nos dejó un tratado completo de vida espiritual, sistematizado por el mismo Señor. Nunca agotaremos suficientemente su profundidad

 

 

Recuerdo del del P. Michel Ledrus, S. J.

 

             Fue mi profesor de Teología espiritual y luego colega de profesorado en la Gregoriana. Doy gracias a Dios por haberle encontrado, tratado familiarmente y gozado de una sincera y suave amistad.

           Insigne maestro de doctrina y de vida. Hombre de profunda oración. Testigo del misterio de Dios. Acogida cordial, sencilla y humilde, sin prisas. Lo encontraba uno siempre serenamente inclinado sobre el texto sagrado, analizando, matizando, saboreando cada palabra, estudiándolo y matizando su sentido, atento al griego original o al hebreo.

Trabajaba a base de cuartillas sueltas de papel, corregía y sobrecorregía el texto de sus fichas con letra clara, sobreponiendo nuevas luces, destellos, amante de los epítetos, de la precisión del lenguaje.

Maestro insigne, profundo, personal, impartidor de una enseñanza viva de la Teología espiritual. Revelaba la unción con que exponía su doctrina con esta frase: «La clase de Teología espiritual podría darse revestido de roquete y estola»: como ejercicio sacerdotal de teología arrodillada.

Enamorado de san Juan de la Cruz, incluso tomó parte en la polémica de la doble redacción de Cántico con un artículo que publicó en apéndice el P. Angel Custodio Vega en su edición de Amores de Dios y el alma de Agustín Antolínez (El Escorial 1956).

Enamorado de san Juan de Avila, al que juzgaba digno de ser declarado Doctor de la Iglesia, como me repitió muchas veces. Estudió especialmente el Tratado de la Oración de san Pedro de Alcántara.

Enamorado de san Ignacio de Loyola, al que leía y transcribía en castellano, que conocía bien y escribía con precisión de lenguaje. Solía decir: «Por los méritos del gran san Ignacio Dios protege a su Compañía». Las pláticas que como padre espiritual daba en el Colegio Bellarmino de Roma las preparaba con gran esmero.

Consejero espiritual delicado y profundo, como amigo, sencillo, breve de palabras. Su radio de acción se extendía a instituciones religiosas y laicales, profesionales, grupos juveniles a los que infundía su espiritu.

Todavía siento la necesidad de releer y volver a meditar las muchas notas, artículos, borradores, conferencias que amigablemente me comunicaba y que conservo como precioso tesoro. En consecuencia, es claro que me llena de alegría la iniciativa de ofrecer al público español algunas perlas de aquel apreciado tesoro, advirtiendo con todo que generalmente no se aprecia su sabor si antes uno no se ha familiarizado con su persona y con muchas matizaciones de su amplia enseñanza.

 

Luis MARÍA MENDIZÁBAL, SJ

INTRODUCCIÓN

 

El Padrenuestro representa el punto de convergencia de todas las líneas de doctrina evangélica. Cada petición representa todo un mundo de consideraciones; detrás de cada una se pueden alinear muchos textos del Nuevo y Antiguo Testamento y descubrir las dimensiones esenciales que articulan todo el mensaje evangélico.

Un análisis de la fórmula, que no puede ser exhaustivo, nos hará intuir muchas correlaciones de la vida evangélica tal y como la concibe nuestro Señor: el orden orgánico más auténtico, los puntos elegidos por él para ser destacados y a los que se reducen los demás puntos. En efecto, en el Padrenuestro pedimos al Señor todo lo que debemos hacer para vivir espiritualmente. Por tanto, en la oración del Señor tenemos un tratado completo de vida espiritual hecho por el Señor mismo: nunca podremos profundizar en él lo suficiente.

Nosotros no somos nada ante la mirada de la Verdad, si no es en la medida en que nos encontremos y vivamos «en Jesucristo», es decir, animados por su Espíritu. Ahora bien, el Padrenuestro, meditado piadosamente, nos hace entrar en el núcleo del espíritu cristiano, sobre todo, si se estudia con deseo de orar, con mayor seriedad y asiduidad, de la forma enseñada por el Señor, conforme a lo que la oración del Señor nos sugiere pedir.

«... Como el Señor nos ha enseñado, nos atrevemos a decir...»: mientras repetimos dócilmente con la boca y con el corazón la fórmula que los labios de la Iglesia nos han transmitido, el Espíritu de Jesús sugiere misteriosamente a nuestros corazones y a nuestras mentes el auténtico sentido de esta fórmula, deletreando los afectos como muchas silabas, ritmando el suspiro en nuestra respiración.

La educación divina en la oración, a la que hace referencia la liturgia sagrada, es precisamente la realizada por el Espíritu de Jesús según su promesa. Y, entonces, «cuando recéis, decid...» (Lc 11,2): sea cual sea el objeto y la forma particular de nuestra oración, es necesario que todo se reduzca siempre en sustancia, a una u otra de las peticiones del Padrenuestro; así, la nuestra, será auténtica oración agradable a Dios.

La ordenación sintética


           El Padrenuestro es susceptible de múltiples divisiones reales diferentes, que no se oponen ni se contradicen. Ante todo, es importante exponer la ordenación sintetica de la oración o, más bien, el cruce de las ordenaciones sapienciales que, con un poco de atención, se pueden captar en la fórmula. No hay que sorprenderse de que puedan ser múltiples, al conocer el origen divino de la fórmula. No es necesario restringir la interpretación de la Sagrada Escritura, especialmente en un pasaje con tantas consecuencias, a la capacidad de un solo cerebro. Debemos esperar el descubrimiento de una polifonía de ordenaciones. Aquí haremos referencia a algunas.

Ante todo, está claro que la formulación de la oración del Señor, tanto la que nos transmite san Lucas como la de san Mateo, está compuesta por dos estrofas: la primera hace referencia a Dios y a su reino, la segunda a nuestro bien.

Si observamos, cuando san Pablo recomienda la oración, distingue en ella dos tipos o categorías: la oración propiamente dicha, que expresa alabanza y «felicitaciones» a Dios (proseuch) y la súplica que se dirige a Dios para nuestro bien (déesis). «Orad (proseuchómenoi) en toda ocasión en espíritu, con todo tipo de oración (proseuche) y de súplica (deésis), y para esto velad con perseverancia asidua suplicando (deésis) por todos los santos y por mí» (Ef 6,18). Otro pasaje ejemplar: «No os afanéis inútilmente, presentad en toda circunstancia a Dios vuestras peticiones (aitémata, es decir, las peticiones particulares que no son excluidas, de ninguna manera, de la oración del Señor: cf lTim 2,1; 5,5) en la oración (proseuch) y en la súplica (déesis) penetrada de agradecimiento (eucaristía)» (Flp 4,6).

            El Padrenuestro contiene estas dos formas de oración. Las invocaciones o aspiraciones de la primera estrofa hacen referencia, expresamente, a «cosas celestiales», es decir, directamente  divinas: «... estás en el cielo.., tu reino, es decir, el reino de los cielos.., como en el cielo». Nótese el pronombre personal de segunda persona: tu nombre, tu reino, tu voluntad; y la tercera persona del imperativo: sea santificado, venga, se haga.

Las súplicas de la segunda estrofa piden por nosotros: el pan, el perdón, la victoria sobre el Mal. Estas súplicas se caracterizan por el pronombre personal de primera persona y por el imperativo del verbo en segunda persona: danos nuestro pan, perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer en tentación, líbranos del mal. Así, la primera parte se puede resumir en el «Gloria a Dios en lo alto del cielo», la segunda en el anuncio de «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc 2,14). La gloria de Dios y la salvación de los hombres, que forman el contenido del mensaje evangélico, constituyen también el objeto de la oración evangélica.

La oración del Señor se puede considerar también en su correspondencia con los términos del precepto de la caridad. En las tres primeras peticiones se expresa el más puro amor a Dios, dedicado por entero a las cosas de Dios: «las cosas de mi Padre» (Lc 2,49). Sin embargo, en las cuatro últimas peticiones se expresa el amor al prójimo, el amor mutuo de los hijos de Dios, según la formulación más acabada: «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado» (Jn 13,35); es decir, pedimos precisamente lo que el Salvador quiere para nuestra salvación: en efecto, las peticiones van dirigidas para todos: nosotros.

 

El sentido espiritual de las peticiones


                 Las peticiones del Padrenuestro no se deben interpretar en sentido estrecho, exclusivo, como si su sentido se limitara a un objeto estrictamente definido. Sin embargo, observamos cómo, en su sentido final, todas las peticiones especiales del Padrenuestro piden, en el fondo, lo mismo, es decir, el don del Espíritu, según la promesa garantizada por el Señor por la cual el Padre no podrá negárselo nunca a quien se lo pide: «El Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida» (Lc 11,13). En efecto, se trata de peticiones «espirituales», enunciadas en términos «espirituales».

El don del Espíritu (Rom 8,26) es para nosotros algo indefinido, celestial, que el mismo Espíritu nos hace pedir y que nunca se nos niega. Como consecuencia, el hecho de no darse cuenta exactamente del significado de las peticiones del Padrenuestro, también el hecho de interpretarlas de forma distinta (dentro de los límites de la ortodoxia y de la sana piedad), es relativamente insignificante. El «no sabemos lo que pedimos» (Mt 20,22) es siempre verdadero, más o menos, en referencia a ellas. Su sentido tiene la generalidad característica de los enunciados espirituales. Aquí, la generalidad no es pobreza de significado, como en las cosas materiales: «un árbol» dice mucho menos que «una encina»; «una planta» dice aún menos.

La misma petición del Padrenuestro revestirá significados más o menos profundos según el grado de elevación y de inspiración del alma que la formula. Y todos estos significados serán proporcionalmente verdaderos y sus diferencias tendrán armonía profunda y coherencia espiritual. Así, la afirmación «Ya no tienen vino» tenía un sentido para los discípulos y un sentido más profundo para la Virgen santa; y para nuestro Señor era ya petición de ese «Vino nuevo», del Espíritu Santo, que embriagaría a los discípulos el día de Pentecostés, en otro cenáculo, ante la oración de la misma Virgen bendita.

Pero «la hora» de derramar la sangre que merece esa santificación del Espíritu, ese bautismo superior al bautismo de agua, no había llegado todavía. Nuestro Señor comprendía más profundamente que su Madre lo que el Espíritu Santo, del que ella estaba llena, le hacía pedir en el movimiento de su bondad compasiva y de su amor por los discípulos y por el Maestro.

Esto no quita que la determinación exacta del sentido literal de las palabras del Padrenuestro, del sentido exacto que estas tuvieron para los primeros oyentes, del sentido que tienen en la catequesis litúrgica, sea singularmente útil, es decir, relativamente necesaria: precisamente para que la amplitud misma del sentido espiritual se haga más luminosa y se apoye en una base sólida. Aquí entendemos por sentido espiritual lo que enciende en nuestro corazón un afecto de amor divino. (Me confirma en lo que he dicho (nota de Gonzalo) sobre obras insuperables esta nota del autor Michel Ledrus, que copio tal cual: «Para un buen comentario sobre la Oración del Señor, obra de un acreditadísimo exegeta, con bibliografía relativa, se puede consultar: H. SCHÜRMANN, Padre nuestro, Secretariado Trinitario, Salamanca 19822»).

 

 

 

Lo que su Santo Espíritu nos transmite como Palabra de Dios, es siempre, ante todo, Espíritu y, sólo en segundo lugar letra, primero contenido y, sólo en segundo lugar, fórmula» (M. ZERWTCK 5.1., Leben aus Gottes Wort [Baden 1956] 37).

            En todo caso, coinciden en decir que es más probable que la ocasión original de la enseñanza del Padrenuestro sea la referida por san Lucas. Lo que añade la fórmula de san Mateo no es un enriquecimiento sustancial, sino una explicación más catequética. ¿Se puede pensar que la versión que nos transmite Mateo es, de alguna forma, el auténtico comentario del mismo Cristo a la fórmula que nos transmite Lucas? La formulación catequética de Mateo es la preferida por la santa Iglesia para el uso litúrgico; está contenida en la Doctrina de los doce apóstoles (Didaché, 8, 2) desde principios del siglo II. Sin embargo, la reconocida diferencia entre Mateo y Lucas a propósito de esto no anula de ningún modo esta verdad: que los cristianos tienen una oración, el Padrenuestro, que deriva directamente de la enseñanza de Jesús.

Orden de la exposición


                No es difícil poner de manifiesto el orden orgcínico de la oración que Jesús nos ha enseñado: «Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, VENGA A NOSOTROS TU REINO; y, para que venga tu reino, hágase tu voluntad misericordiosa; y, para que se cumpla perfectamente tu voluntad, danos en esta vida el pan de la vida eterna; y, para poderlo recibir en abundancia, perdona nuestras ofensas cotidianas; y, para que no se multipliquen nuestras culpas, ayúdanos con tu fuerza y protección en la tentación; y para que no colaboremos nosotros mismos en nuestra derrota, líbranos de todo mal, de toda connivencia con tu Enemigo».

La petición «venga tu reino» está en el centro del Padrenuestro, y en ella convergen las demás peticiones, al igual que las promesas del Antiguo Testamento convergen y se realizan en el reino de Dios inaugurado por el Cristo. La petición «venga tu reino» no se debe considerar por sí sola como representante de «buscad primero el reino de Dios», como si las cinco peticiones siguientes correspondieran a «el resto se os dará por añadidura». Todas las peticiones se refieren por igual, de modo orgánico, a la búsqueda y a la venida del reino de Dios; todas son igualmente espirituales y sublimes en su objeto, empezando por la inmediata siguiente —«hágase tu voluntad»—, para la que tenemos la confirmación misma del Señor: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia».

Ahora bien, la justicia del reino de Dios se hace explícita en la invocación: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Con otras palabras: «amaos como Yo os he amado». «Lo demás se os dará por añadidura» se debe entender, más bien, en referencia a las peticiones particulares de orden temporal que se pueden conectar con cada una de las seis peticiones principales y sustanciales del reino de Dios, de forma que, por ejemplo, la petición «líbranos, Señor, de la peste, del hambre y de la guerra» puede resumirse, con otras peticiones similares contenidas en las letanías, bajo el «líbranos del mal», es decir, bajo la petición de la liberación capital del mismo pecado, del mal original y capital.

El orden que seguiremos en la presentación y en la meditación de las peticiones no será el orden sapiencial en que las encontramos en el texto evangélico, sino más bien el orden pedagógico, es decir, el orden de elaboración normal de la vida espiritual del cristiano. Por tanto, preferimos seguir un orden ascendente, de menos a más, desde lo que nos es más conocido hasta lo que nos es menos conocido y menos experiencial, desde el terminus a quo de nuestra miseria y alejamiento, hasta el terminus ad quem del reino de Dios.

La última parte de la Oración del Señor es más accesible para nosotros, más concreta y dramática, aunque —repetimos— la última petición no es menos sublime que la primera. La vida espiritual descrita en el Padrenuestro es una realidad dinámica, es decir, se desarrolla en el orden del devenir, siendo, ante todo, una salvación, salvación de nuestra humanidad, antes de ser una perfección, perfección de vida, de vida divina, de caridad.

La búsqueda de la salvación, señalémoslo, no es por sí misma, en absoluto, algo egoísta. Es por Dios mismo por el que, enraizados en la caridad, queremos nuestra salvación, queremos mantenernos fieles a El. El más apasionado, el más ávido de salvación, es él: él, que no puede comunicarse sin salvar nuestra humanidad. ¿Qué podrá santificar, divinizar, si no nuestra humanidad, sanada y restablecida íntegra, floreciente? Es todo nuestro ser rescatado el que él pretende coronar de su propia gloria. El quiere, antes que nosotros, nuestra humanidad libre, victoriosa, indemne y vigorosa, para que ella viva en él, para que él reine en ella.

 

Oración de los discípulos


            La oración del alma imperfecta, cuando es sincera y humilde, es perfecta en su género. Los salmos nos ofrecen numerosas oraciones inspiradas en almas imperfectas. El Padrenuestro lo puede recitar también un pecador, movido por el deseo sincero de reconciliarse con Dios y de volver a la justicia de Dios.

Sin embargo, el Padrenuestro se enseñó a los discípulos de Jesús; es al alma fiel, al alma perfecta, a la que se le concede el recitarlo en sentido pleno y el comprenderlo en la línea real de su significado. Puesto que la Oración del Señor integra, de alguna forma, todas las enseñanzas de la nueva Ley, constituye una suma divinamente ordenada y claramente recapituladora de ésta última. Cuanto más discípulo se es, más capaz se es de entenderla y de no ser cegado por su sublimidad.

La actitud interior que Jesús presupone en quien ora como El nos ha enseñado es un abandono filial al amor y a la providencia del Padre, la prontitud ante las exigencias del reino de Dios y la disponibilidad para el servicio a la comunidad.

Estas notas podrían apagar, en lugar de encender, la oración del discípulo del Señor. Tenemos fe en el Espíritu Santo, al que corresponde «sugerir» a cada alma el sentido espiritual apropiado para el progreso de su devoción. Pero el Espíritu prefiere enseñar en el silencio, en el recogimiento (cf Mt 6,6). La cultura espiritual es totalmente distinta a un compromiso de cultura literaria o filosófica. Nosotros somos «la cultura de Dios». El estudio del Padrenuestro es fecundo si marca un ingreso humilde en el espíritu de oración.

 

1. Padre Nuestro, que estás en el cielo


            Como punto de partida para la inteligencia del Padrenuestro conviene tener presente la conexión inmediata de la fe saludable con la invocación cristiana, con la oración del creyente.

El primer paso en la oración es la fe; la fe es la apertura a la oración. La fe nos confiere las alas de la oración; y las alas se dan para volar. Orar es volar a Dios. El movimiento del vuelo es la esperanza. El vuelo nos acerca a Dios: la proximidad a Dios es la caridad.

San Pablo entona su segunda carta a los Corintios con una aclamación a «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias» (2Cor 1,3). El objeto propio, el punto de partida de la fe saludable es que Dios es propicio respecto a nosotros; Dios está «con nosotros»: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8,31). La seguridad de la propiciación divina es la que se expresa en el sentimiento íntimo con que pronunciamos el nombre del Padre.

«Padre» era, para los griegos y para los romanos, un título de honor para la divinidad, más que un recuerdo de la ternura paterna (Lagrange). En cambio, al nombrar a su «Padre», el cristiano afirma la remisión de los pecados, la justicia y la santidad recuperadas por efecto de la redención; la adopción filial, la herencia eterna y la guía del Espíritu, donadas gratuitamente (cf Si 23,1.4; Sab, 2,16; 14,3; Tob 13,4; Sal 3l;Rom8,28-30).

Nosotros nos atrevemos a invocar a Dios con confianza plena porque creemos que es Padre. «Iré con mi padre...»; y el hijo pródigo se recupera de la desesperación (Lc 15,11-32). También el publicano demuestra conocer a Dios cuando reza: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy pecador!» (Lc 18,13). «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará», había anunciado Joel (2,32). En efecto, nuestra regeneración es, por parte de Dios, obra del Espíritu Santo, de libre propiciación; somos hijos porque, como dice san Pedro: «Llevado de su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva» (1Pe 1,3). Somos regenerados en la palabra evangélica, afirma Santiago: «El nos ha engendrado según su voluntad por la palabra de la verdad» (Sant 1,18). Entonces: «Como invocaran a aquel en quien no han creído?» (Rom 13,14). Aquí se puede ver la conexión íntima entre fe e invocación. Así se explica la asociación del Padrenuestro con el Símbolo (Credo) en la liturgia del bautismo, así como también la asociación del Padrenuestro con el Misterio de la fe en la liturgia del Sacrificio eucarístico.

Se puede discurrir largamente sobre el sentido misterioso de la propiciación divina tal y como se nos revela en el Evangelio. El fondo parece, uniformemente, el de una sonrisa de benévola acogida, de perdón y de reconciliación.

Por tanto, la exclamación «Padre!» expresa el misterioso íntimo conocimiento de Dios que  posee o debe llegar a poser el fiel que recita el Padrenuestro bajo la acción del Espíritu Santo. Este conocimiento personal, que las consideraciones humanas no pueden expresar, se le anunció a Jeremías así: «Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días —dice el Señor—: pondré mi ley en su interior, la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que instruirse mutuamente, diciéndose unos a otros: “¡Conoced al Señor! “, pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor —dice el Señor—, porque perdonaré su crimen y no me acordaré más de sus pecados» (Jer 31,33-34, retomado en Heb 8,10-12; lJn 2,27; 3,6.9).

La expresión «Padre de las luces» (Sant 1,17) se cubre, por tanto, con la expresión «Padre de las misericordias» (2Cor 1,3). La creación ya decía claramente que Dios era bueno, inmensamente bueno, aunque estuviera oscurecida por el efecto de la presencia del pecado, que hace al hombre miope para la bondad de Dios y obliga a Dios al castigo y a ordenar la expiación. Las continuas objeciones contra la divina Providencia nos demuestran que la divina bondad en el universo está oscurecida.

Negarlo sería apologética insolente. Pero he aquí que el pecado, inesperadamente, provoca una revelación de la bondad de Dios a un nivel profundo e insospechado, que la simple creación no habría podido realizar. La bondad de Dios, su amor por nosotros al haber enviado a su Unigénito a morir por nosotros, ha iluminado nuestros corazones cuando aún éramos pecadores (cf Rom 5,5-8).

Al morir por nosotros, el Hijo no hacía más que cumplir el designio del Padre. Este amor inesperado, cada vez más sorprendente a medida que se profundiza en él, es el objeto determinante, principal, de la fe cristiana. Y la respuesta adecuada a esta revelación es la oración del pecador, del pecador que se abandona a la misericordia divina en lo que se llama la oración de fe: un tipo de oración que está lejos de haber sido suficientemente estudiado, al estar situado en el confin entre la meditación y la contemplación. «Oh Dios, ten piedad de mí que soy pecador!». ¡Y qué bueno será el Señor con nosotros en el tiempo de nuestra conversión, es decir, en la medida en que nos dejemos conquistar por la gracia de Cristo!

Hay una minoría de edad y una mayoría de edad en la vida espiritual: diferencia que corresponde, en general, a la que existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (Gál 4,2-3), marcada por la toma de conciencia religiosa de la paternidad de Dios y por el florecimiento en nosotros del espíritu de filiación.

Después de san Agustín y santo Tomás, se puede considerar la exclamación «Padre nuestro» como una captatio ben evolentiae, teniendo cuidado de no transformarla en una figura retórica. Sin embargo, preferimos ver en esta exclamación el secreto de toda la oración. Monstra te esse Patrem: ¡manifiesta que eres Padre! «Muestranos, Senor, tu misericordia» Todas las alabanzas a Dios se concentran en la palabra «Padre». La obra de Cristo se resume en la mamfestacion de la paternidad de Dios: «¡He manifestado tu nombre a los hombres!» (Jn 17,6).

Hasta ahora hemos sobreentendido en la divina paternidad el sinónimo de íntima ternura propiciatoria, pero «el Padre de las misericordias» va precedido, en la bendición de san Pablo, de las palabras «Bendito Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2Cor 1,3). Antes de pedir la efusión de la misericordia divina, el Padrenuestro es la exultación del corazón reconocido por nuestra filiación, porque es participación en la filiación del Verbo Encarnado.

«Porque por Él (Cristo) tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18; cf 3,12; Rom 5,2). «Tenemos acceso al Padre por medio de Jesucristo», no sólo como efecto de misericordia, sino como efecto positivo de divinización, de filiación producida por la Palabra de Dios y por su Espíritu. «Mirad qué gran amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad» (lJn 3,1). Está en la misión del Espíritu Santo el que nosotros podamos decir el Padrenuestro: por obra del Espíritu Santo «somos hijos de verdad», y en él gritamos: ¡Abba, Padre! «Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que dama: ¡Abba, Padre!» (Gál 4,6; Rom 8,15). Bajo esta luz, el Padrenuestro se puede considerar una explicación de la llamada realizada en el grito del corazón fiel: «Padre!» La invocación se hace en polifonía: cada una de las peticiones que componen la oración están dirigidas al Padre, al igual que cada movimiento positivo del corazón del creyente es un paso de vuelta al Padre. El carácter y la gracia de filiación divina nos elevan a una cierta participación en el Verbo de Dios. El Verbo se dirige al Padre. El es la nominación eterna subsistente del Padre (Jn 1,1). Al recitar la Oración del Señor, el pueblo cristiano da un concierto armonioso al Verbo encarnado.

Dirigirnos al Padre es, para nosotros, comunión con el Verbo por efecto de esa misteriosa intimidad nuestra en el Verbo, realizada por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; sin embargo, nuestra filiación es el resultado de la comunicación gratuita del Espíritu Santo y expresa esta comunicación: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... recibisteis el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abbá! ¡Padre!» (Rom 8,14-15).

Nuestro nacimiento divino, o deiformidad, es un parto de la gracia (apekyesen), como lo llama Santiago (1,18). Sin embargo, en el nuevo nacimiento somos hijos adoptivos de una forma incomparablemente más real, eficaz y continua de como lo somos respecto a nuestros padres en el orden temporal de la existencia natural. Recibimos la vida del Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios y somos generados «voluntariamente» por Dios (Sant 1,18) mucho más realmente que cuando fuimos generados «por la sangre» (Jn 1,13); porque el nacimiento espiritual es participacion e gracia en a generacion misma e Verbo. Desde aquí se comprende la exclamación del Apóstol: «Bendito Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2Cor 1,3), porque en el Padre de Jesucristo saludamos a nuestro propio Padre.

Sin embargo, este nacimiento, esta nobleza, son, para nosotros, ley espiritual: «noblesse oblige!». Una ley de nobleza y de excelencia de conducta, inculcada continuarnent a los fieles por los Apóstoles. El recitar piadoso del Padrenuestro pone en práctica «el poder de convertirnos en hijos de Dios» —de hecho, y no sólo de nombre—, que recibimos obedeciendo al espíritu de fe que hace que nos adhiramos a las enseñanzas de Jesús (Jn 1,12-13; 1Jn3,1).

«Padre Nuestro»: no sólo en el simple sentido moral y metafisico de la bondad suprema del Creador, sino en ese sentido real, concreto, «fisiológico» que maravilló a los «parientes» de Jesús cuando oyeron en el Templo al muchacho de doce años responder a sus palabras «tu padre y yo» con la declaración «en las cosas de mi Padre» (Lc 2,48-49). Estaba reservado a Jesús, precisamente a Jesús («El mismo nos lo ha dado a conocer»: Jn 1,18) el revelar esta relación personal, que proyectaba una luz inesperada sobre las palabras del ángel: «Será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).  

«¡Padre!». Un grado íntimo y abierto de fe, de alegría, de esperanza, de bendición, de un magnificat, de reconocimiento por el poder que tenemos de convertirnos en verdaderos hijos de Dios; pero también una súplica, un gemido, como dice expresamente el Apóstol (Rom 8,26), (en el sentimiento de nuestra desemejanza. Porque nosotros estamos todavía, con toda la creación, en  la hora del parto, en plena crisis de salvación. «Somos hijos de Dios y aún no se ha mostrado lo que seremos» (lJn 1,2). Por este motivo, el júbilo íntimo del Espíritu en nosotros no carece de gemido. Nuestro gozo es consolación: «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,3).

No somos hijos de Dios por naturaleza, como sugiere el antropoteísmo; nuestra filiación procede de la semilla de la Palabra de Dios y se da a luz en la naturaleza, campo de la semilla (iCor 4,15; 1Pe 1,23; Sant 1,18; Mt 13,lss). Tras la entrada del pecado en el mundo, este parto se ha hecho doloroso como cualquier otro: «con dolor parirás a tus hijos» (Gén 3,16; Rom 8,22; Gal 4,19); en efecto, nuestra naturaleza se ha hecho pecaminosa, sufre una constricción malvada (ley de pecado) y no da a luz, no renace, sin morir continuamente. Nuestra esperanza no se apoya, como la del campesino, en las leyes de la naturaleza, sino en la fidelidad del Padre: «Por su gran misericordia nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva» (1Pe 1,3).

Sólo Jesús, durante su vida terrena, oraba así: «¡Padre, Padre amado!». Pero nunca identificó su oración con la de los discípulos. ¿Entonces, cómo y por qué la Iglesia de Lucas y de Pablo se ha atrevido a apropiarse de la misma fórmula de Jesús? Puede ser también que Jesús mismo haya enseñado la fórmula breve a los discípulos. Pero, explica X. Léon-Dufour, se puede considerar que es el Espíritu Santo quien pone en los labios del creyente la invocación que sólo Jesús había empleado en su oración. San Pablo enseña que es el Espíritu Santo donado al cristiano quien usurpa

la oración misma de Jesús; o, más exactamente: es el Espíritu Santo el que ora en el cristiano con las mismas palabras de Jesús (Gál 4,6; Rom 8,15). «Unido a Jesús en persona, el bautizado reza no  sólo a causa de la orden recibida de él, sino apropiándose, en el Espíritu, de la fórmula renovada, de Jesús mismo».

Por tanto, es el Espíritu el que hace sonreír en nuestro corazón a ese amor que nos hace conversar amistosamente con Dios. El nos inicia en la conversación divina que es, en el origen, el misterio mismo de la Trinidad. La oración de fe, por rudimentaria que sea, nos hace participar en esta conversación de amor eterno de las tres Personas; sí, incluso el primer gemido del pecador que se dirige hacia Dios. El discípulo del Señor que pronuncia devotamente esta palabra, «Padre», participa en el afecto subsistente en el Espíritu Santo, en el cual vivimos la vida efectiva del Verbo encarnado, del corazón de Jesús.

Por tanto, dirigiéndonos directamente al Padre no perdemos de vista a Cristo. Nuestra oración se eleva por medio de él, pero se sigue dirigiendo a él. Cristo «está en el Padre» (Jn 1,18). «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9), y quien reza al Padre ve a Cristo en el Padre, porque se ha situado en la perspectiva adecuada para percibirlo. Desde el seno del Padre Cristo comunica la inspiración del Padre. Nuestro Padre es su triunfo y su gloria.

La oración del Padrenuestro dicha por los fieles durante el Sacrificio eucarístico es el primer paso «para la unidad del Espíritu Santo» que la Iglesia desea realizar «por Cristo, con Cristo y en Cristo» «para honor y gloria totales del Padre»: unidad anticipada sacramentalmente en la asamblea eucarística. Dios no es simplemente Padre de cada uno de nosotros, sino Padre nuestro. La oración evangélica renueva en nuestros corazones la comunión fraterna de la piedad. La verdadera piedad es el espíritu de familia en nuestras relaciones con Dios y con el prójimo.

El amor que se nos inspira es, precisamente, el amor divino que discurre entre el Padre y el Hijo, el amor de intimidad divina: el que nos hace amar a Cristo porque es el Hijo del Padre, y a todos los hijos adoptivos de Dios porque son hijos de Dios, familiares de Dios, hermanos de Jesucristo. En resumen: el amor divino que se nos inspira es una piedad familiar, un amor comunitario, cuya primera y principal manifestación es la concordia, fundada en la unidad de espíritu, al igual que la concordia familiar de esta tierra está fundada sobre la unidad de la sangre. La concordia de los fieles llevaba al máximo el gozo de Pablo (Flp 2,1-2).

Cicerón había concebido la justicia como una extensión progresiva de la piedad paterna a todo el género humano (De Finibus); también nuestra justicia cristiana es una extensión de amor paterno, pero comienza desde el amor eterno del Padre por el Hijo, penetra con la gracia todas las venas del alma humana y reúne en Dios a la humanidad disgregada.

El «nosotros» y el adjetivo «nuestro», en las peticiones del Padrenuestro, no se limitan al número de los discípulos del Señor, ya no se refieren a una nación terrena, sino al Israel de Dios, al pueblo universal de los hijos de Dios (cf Jer 31 ,3lss). «En la intención de Jesús, invocar al Padre es formar una comunión, es edificar la Iglesia”. Quien llama a Dios “Padre” descubre, en el mismo instante, que tiene “hermanos”, ya no puede estar solitario, ni presentarse solo ante Dios».

 

«Padre Nuestro, que estás en el cielo».

 

          «...Levantad los ojos al cielo...». Cuando el Salvador divino se disponía a orar entre sus discípulos, para darles ejemplo y mostrarles la intimidad de su corazón, comenzaba levantando los ojos al cielo. Por ejemplo, al principio de la oración que concluye el discurso después de la Cena (Jn 17,1); también cuando da gracias, antes de resucitar a Lázaro, ante sus discípulos y ante los judíos reunidos en torno a él.

Levantar los ojos es la imagen de la elevación del alma, del mismo movimiento que constituye la oración: la liberación de nuestro espíritu de la atención a las cosas creadas, a las cosas que están a nuestro nivel, para llevarlo y fijarlo en la atención al Creador. «Nuestra patria está los cielos» (Flp 3,20).

El cielo es el fin de nuestra vocación, el destino de todo nuestro ser, cuerpo y alma. El hombre celestial sucederá al hombre terreno; y el hombre celestial, resucitado, está ya ahora en formación y es ya partícipe de la transformación definitiva en la medida en que viva de la gracia. Lo alto y lo bajo, en la vida cristiana, no lo marcan el alma y el cuerpo, sino el «espíritu» y la «carne», las tendencias contrarias que tiran del cuerpo y del alma en sentidos opuestos.

«Dios es espíritu» (Jn 4,24), de naturaleza espiritual, y reina por entero en la «vida espiritual», por encima del horizonte de la vida terrena. No queremos decir que esté ausente de la tierra, sino que conversa familiarmente con los ángeles y que nosotros debemos hacernos espirituales  para conversar familiarmente con él. «Los que lo adoran deben adorarlo en espíritu...» (Jn 4,24).

El cielo, es decir, la conversación «inmediata» con Dios, el cara a cara «en el invisible», «en el más allá», se capta con el recogimiento afectivo que separa, sucesivamente del mundo exterior de las cosas y de las representaciones sensibles y del mundo interior de nuestras especulaciones espirituales, y «eleva» el espíritu a la conversación divina, «a las sedes celestiales donde el Padre nos ha bendecido en Cristo» (Ef 1,3), gratificados por una presencia afectiva recíproca, por un contacto sustancial de gracia, en la luz de la fe.

En este itinerario hacia Dios no buscamos lo que se ve, sino lo que no se ve, «porque las cosas visibles son temporales, mientras que las invisibles son eternas» (2Cor 4,18). El cielo, en la concepción bíblica, es una región a la que el espíritu del hombre, por gracia de Dios, se acerca por encima de las preocupaciones de la tierra, del beber y del comer y de los placeres corporales transitorios de aquí abajo (Rom 14,17). Esta tierra es la razón moral de la serpiente, que repta por la tierra y se nutre de ella, como dice el Génesis (3,14). Los corazones terrenos, avaros, sensuales, son una presa. «No atesoréis en la tierra, donde la polilla y el orín corroen y donde los ladrones socavan y roban; atesorad más bien en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen, ni los ladrones socavan ni roban; porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» (Mt 6,19-21; cf lTim 6,17-19).

El Dios del cielo es la fuerza «del bien, de todo el bien, del sumo bien» (san Francisco), quien nos eleva a todo lo que nosotros podemos desear de más hermoso, de definitivo. No se trata de localizar a Dios: Dios está en todas partes. Se trata, simbólicamente, de hacernos otra idea de Dios, de su excelencia. ¿Cómo no recordar aquí la gran oración de san Gregorio Nacianceno: «Oh tú, que estás más allá de todas las cosas...»? Dios está por encima de todo; es necesario ponerlo por encima de todo: es el «Altísimo».

Pero esto no quiere decir alejarlo. Todo lo contrario: quiere decir dejarse acercar por él. Se trata de1 formarnos un juicio estimativo de él que nos haga: considerarlo por encima de todo, no más alejado que todo. Si me preguntáis dónde está Dios, no os lo puedo mostrar, indicar, como se señala a una estatua, a un árbol, al sol o, incluso, al firmamento. Dios no se señala con la punta del dedo, sino con el movimiento del corazón que tiende hacia él, llamado por él, superando todas las cosas, intentando sumergirse en él íntimamente como en una morada eterna.

El deseo del cielo no es sólo aspirar a la elevación divina de nuestra existencia; es el deseo de nuestra patria, en el sentido incomparable del término: la morada de nuestro Padre, nuestra herencia, nuestro aire navideño. La tierra es el exilio, el alejamiento: «Estamos alejados del Señor... Por esto gemimos en el estado actual, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra morada celestial» (2Cor 5,1-2.6). No negamos las bellezas y los encantos de nuestra estancia en el exilio, pero todas estas bellezas no hacen más que estimular en nosotros la nostalgia del cielo.

Nosotros no hemos estado en el cielo, como el Verbo encarnado, pero el Hijo nos ha hablado de él y ha sembrado en nuestras almas las semillas vivas de la vida eterna. El fondo mismo de nuestra fe es un pregustar lo que se nos ha prometido para el cielo. Al habérsenos concedido la gracia de «tener acceso al Padre» nos hemos convertido en «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» (Ef 2,18-19; cf Mt 12,49-50). ¿Nuestra «patria» es la casa del Padre, la Trinidad  santa: «no es de este mundo».

Los hijos de Dios son extranjeros a los ojos del mundo y, como extranjeros, son naturalmente odiados (cf Jn 17,14; l Jn 3,13). No son extranjeros por sí mismos, más aún, son más humanos que ningún otro (cf Tit 3,4); son extranjeros por culpa y prejuicio del mundo. El mundo es la humanidad doblegada sobre sí misma, cercada dentro de su propio horizonte cerrado (cf lJn 2,16). Los hijos de Dios son rechazados de la morada terrestre, como el Unigénito del Padre, «que vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Odiados, porque su vida es una condena del mundo, a despecho de su benignidad. Los lobos desaparecerán de la tierra. Las ovejas, «los mansos poseerán la tierra» (Mt 5,5).

Se puede decir que la esfera celestial en el Antiguo Testamento está misteriosamente presente en la sombra luminosa de las promesas mesiánicas, que aparece indistinta en el horizonte de un futuro lejano. La flor de la revelación está en capullo a la espera del momento de abrirse. Sin embargo, el Nuevo Testamento pone la vida, sin duda, en el plano celestial, en el nivel definitivo. El texto de san Lucas sobreentiende el «que estás en el cielo», pero la perspectiva celestial domina toda la oración y le es esencial; por lo demás, también san Lucas concluye la primera parte de la oración con las palabras «en la tierra como en el cielo». El Nuevo Testamento se abre a ios hombres con el «Gloria a Dios en lo alto del cielo» (Lc 2,14), y se cierra con «Jesús que habéis visto subir al cielo» (He 1,11). Nuestra Cabeza está en el cielo.

«Quien me ve a mí ve también al Padre»; Jesús es el espejo del Padre; contemplamos en él el reflejo puro y adecuado del Padre. Entramos en su elevación personal para adorar al Padre. El publicano ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo (Lc 18,13). Si nosotros nos atrevemos es porque estamos «en Jesús».

En la tierra, nosotros somos la morada de Dios: «y que Cristo habite en vuestros corazones por la fe» (cf Ef 3,17). Dios habita en el creyente no localmente encerrado, sino «por elección», como se encuentra en sí mismo. «Por Cristo también vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el Espíritu morada de Dios» (Ef 2,22).

En nuestro ser íntimo, trascendente al egoísmo, hay una sede, un milieu celestial, susceptible de contacto con lo invisible, lo espiritual, lo eterno, donde Dios nos acoge y nos detiene. En este sentido, el que encontremos a Dios y nos detengamos con él está por encima de lo sensible, de lo terreno, de lo temporal. «El que me ama guardará mi palabra, mi Padre lo amará y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él» (Jn 14,23). El corazón purificado del creyente es el «lugar» en donde Dios celebra cada día su fiesta de amor.

El Padrenuestro es la interpretación divina con fórmulas humanas (para nuestra educación) de una mirada recíproca de amor: llamado por la mirada misericordiosa y amorosa del Padre, el hombre expresa todo su sencillo deseo de convertirse en hijo perfecto de este Padre: deseo que forma el corazón mismo de la oración. Lo que el Salvador divino nos enseña, a través de las fórmulas, en último análisis, es la verdad límpida de esta mirada filial.

 

 

2. SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

(Donde ponía Dios he puesto Padre y no siempre resulta)

 

«Padre, santificado sea tu nombre» (Lc 11,2). Esta versión de san Lucas pone de manifiesto que la primera aspiración («santificado sea tu nombre») está ligada a la invocación del Padre mientras que, al mismo tiempo, se separa de la aspiración siguiente y de todas las peticiones que se siguen, que se referirán, en todo caso, a esta misma exaltación de Padre. En efecto, el tema más natural del «sea santificado», es decir, de la glorificación de Padre, consiste precisamente en los beneficios divinos que imploramos en las peticiones del Padrenuestro. Esta expresión eleva la oración al nivel de un himno eucarístico, la carga de tonos de júbilo. Así afloraba también a los labios de Cristo, que, con los ojos elevados al cielo, oraba: «Padre santo» (Jn 17,11).

«Tu nombre» quiere decir tu Persona; no sólo como determinación, sino también como manifestación de fuerza, de misericordia omnipotente (cf Is 59,19: «nombre-gloria»; Zac 14,9: «su nombre será único»). Significa Padre tal y como se ha revelado y como se manifiesta en su designio de salvación y, por tanto, tal y como lo conocemos nosotros en la fe mediante la comunicación del conocimiento, oscuro para nosotros ahora, que Padre tiene de sí mismo.

Santificado quiere decir: que Padre sea exalta do reconocido como incomparable; que Padre sea glorificado en la realización de su designio de amor: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos» (Jn 17,26). El sumo interés de Cristo, la pasión única de su corazón, era Padre, Padre solo. Esto lo transmitió a sus discípulos también en la oración que les enseñó; de forma que antes de morir pudo decir: «(Padre) he manifestado tu nombre a los hombres que escogiste del mundo y me confiaste» (Jn 17,6). Jesús ha venido a enseñarnos a «santificar el nombre de Padre», es decir, a tratar a Padre como Padre, a no tratar a Padre como nada más que Padre y su gloria, a amarlo con un amor sumo y exclusivo, a exaltarlo por encima de todo y, especialmente, por encima de nosotros mismos, a no ponerlo nunca en nuestro orazón en competición con un bien terreno, a ser entusiastas de él.

La seguridad y la confianza que Jesús logra comunicarnos, al enseñarnos a orar así, nos hace presentir que este deseo ya ha sido escuchado, en el sentido de que Padre ya está manifestando su misericordia y su gloria en el mundo y ya está llevando a cabo en el mundo su designio de salvación En último lugar, sólo Padre es autor de la propia glorificación y quien reza como Jesús ha enseñado sabe que es partícipe de ésta y desea su cumplimiento en sí mismo y en todos hoy y, sobre todo, en la manifestación real que él hará de sí mismo al final del mundo (cf Ez 36,23).

Padre es Santo en su ser divino, infinitamente elevado y separado del ser de las criaturas sacadas de la nada. Por tanto, no tiene necesidad de ser santificado en su ser infinitamente puro de toda imperfección. Pero su nombre puede ser santificado, en la medida en que es reconocido y adorado como la fuente de todo bien.

Podemos considerar y tratar de verdad a Padre como el que es exaltado por encima de toda criatura, prefiriéndolo, sin comparación, a cualquier bien creado. Desgraciadamente, el nombre de Padre es miserablemente humillado y despreciado. Ninguna criatura es tan despreciada y desconocida como el Creador. Que se tome a Padre en serio en sus exigencias de totalidad es el alma del mensaje de Jesús. Coincide con esto su recomendación del amar a Padre con todo el corazón y con todas las fuerzas (Mc 12,28.3 1), de servirle con una entrega total de uno mismo, sin divisiones («Nadie puede servir a dos señores»: Mt 6,24), sin medida «Pues todos han echado de lo que les sobra; en cambio, ella ha echado de su indigencia todo lo que tenía para vivir»: Mc 12,44). Todo lo que nos pertenece debe ser sacrificado por Padre y su gloria: la mano, los ojos, la vida misma («Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtatela... Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, sácatelo. Más te vale entrar con un solo ojo en el reino de Padre que ser arrojado con los dos ojos donde el gusano no muere y el fuego no se apaga»: Mc 9,43 -48).

Reconocer a Padre es mucho más que creer en su existencia y tener un simple conocimiento de él; es la rendición del corazón a lo que sabe (y no puede no saber) de Padre. San Pablo reprendió a los paganos «porque, conociendo a Padre, no lo glorificaron ni le dieron gracias» (Rom 1,21). Es esto lo que los hace paganos: y nosotros seremos paganos, a pesar del exterior religioso, en la medida en que lo olvidemos y, como ellos, «cambiemos la gloria del Padre inmortal por la imagen del hombre mortal» (Rom 1,23).

 Según san Pablo hay una ignorancia tremenda, más que ninguna otra: la ignorancia de quien no quiere reconocer a Padre. Esta ignorancia, aunque esté decorada con los títulos más codiciados de las academias humanas, reduce al hombre a la más ignominiosa esclavitud: la del pecado, la maldad, la mentira (cf Rom 1,16-32; 1Pe 1,14). Esta ignorancia amenaza a todos, también a los creyentes. Según la Biblia, hay una vida que llega a santificar el nombre de Padre, que entra en el concepto del aleluya eterno: esta vida es positiva, «verdadera»; y hay una vida inútil, «perdida»: la dedicada a cualquier otro objetivo último.

La mayor parte de los hombres consagran su vida a labrarse una reputación. El verdadero fiel consagra la propia vida al nombre de Padre. Hacer reconocer el nombre de Padre es toda su ambición en la tierra; verlo reconocido, todo su gozo; ver lo desconocido, todo su dolor; olvidarlo, un único temor. Con esta disposición, la primera expresión del Padrenuestro no es, para él, una fórmula estoica, sino el grito del corazón. Su oración es un apostolado de la oración; en efecto, la invocación a Padre es la auténtica santificación del nombre de Padre.

El verdadero fiel suplica a Padre que esta invocación se multiplique, se intensifique y se purifique en todos los corazones. Al pedírselo a Padre sabe que está dando su apoyo principal a la difusión de la oración, porque está en el Espíritu Santo, que pide el don de la oración. La actividad apostólica hecha de rodillas es la que expresa san Pablo con las palabras «me arrodillo ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo», que indican simbólicamente la oración que él continuaba incesantemente, en medio de sus trabajos, y a la que hace referencia, con frecuencia, en sus cartas; es también la de los «adoradores» en espíritu y en verdad de la que hablaba el Señor a la Samaritana, «buscados» por el Padre celestial (Jn 4,23 -24).

La comprensión espiritual de esta primera exclamación del Padrenuestro es un fruto también del don del temor. El don del temor de Padre es algo distinto del temor a ser castigados por Padre si lo ofendemos: es un temor respetuoso, un temblor religioso que los mismos ángeles y los santos del cielo experimentan en el seno de su gozo eterno, ante la grandeza infinita de Padre. Mientras tienen la visión directa de Padre se dan cuenta de que lo que contemplan de él en el panorama de su inteligencia creada es todavía nada en comparación con lo que Padre es en la eterna inmensidad de su belleza íntima.

Es como la turbación que experimentamos cuando contemplamos el océano desde la orilla y comprendemos que, más allá de la línea lejana del horizonte, el océano es incomparablemente más vasto que la porción ínfima que abraza nuestra mirada. Este sagrado temor es delicioso porque el movimiento permanente de nuestro conocimiento de Padre es darse cuenta de que él es siempre infinitamente más de lo que podemos pensar. Por tanto, para un alma penetrada por el don del temor, el pensamiento de poner a Padre y a sus intereses en una balanza, es decir, en competencia con nuestros intereses, es una blasfemia inconcebible.

Esta alma sufre porque Padre es desconocido: sufrimiento con el que nuestro Salvador y su dulce Madre han querido empapar sus corazones aquí abajo en reparación de la gloria divina. Jesús, en el curso de su vida mortal, se resentía con especial agudeza frente a la incredulidad; la incredulidad es la manifestación principal de la obstinación en desconocer a Padre y en rechazarle el honor. El Salvador manifiesta este sufrimiento de su corazón cuando exclama: «Oh generación incrédula y perversa, ¿cuánto tiempo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» (Mt 17,17).

Este no es, por parte del Señor, un gesto de impaciencia; en efecto, esto no le impidió conceder la curación pedida en aquella ocasión. El Salvador estaba muy decidido a beber el cáliz de la infidelidad de sus padres hasta las heces; pero no quería que nosotros ignoráramos este sufrimiento y auguraba que nosotros tomaríamos parte en él. Por tanto, el deseo dominante de los discípulos del Señor es que Padre sea reconocido y ensalzado en su grandeza infinita, que tenga sitio en el corazón de los hombres incomparablemente por encima de toda criatura. Es el primer efecto de la caridad. Agrade a Padre que la incredulidad en medio de la cual vivimos y las faltas de fe que observamos entre los fieles y en nosotros mismos sean una tortura profunda y aguda en nosotros y nos hagan olvidar los errores y las desconfianzas que recibimos. Agrade a Padre que nuestro corazón sea más solícito al celo y a la caridad, como el de Pablo ante el espectáculo de la ciudad de Atenas dedicada a la idolatría! (He 17,16).

Al decir «santificado sea tu nombre», pedimos, en primer lugar, la gloria de Padre, porque todo lo demás que nosotros podemos desear santamente está subordinado a la gloria de Padre. El Reino de Padre, cuya venida pedimos en la petición sucesiva de la oración que nos enseñó Jesús, consiste precisamente en subordinar toda nuestra vida a la gloria de Padre, sin buscar otra cosa en todas nuestras acciones. Por tanto, en esta primera aspiración pedimos, como hemos dicho más arriba, el éxito final de todos los designios de Padre.

Evidentemente, el hecho de que todo el mundo llegue a glorificar a Padre será posible sólo con la intervención escatológica de Padre mismo, en el día desconocido para nosotros. Pero en todos los que creen en Padre y son santificados por El ya está en acto la glorificación suprema de Padre. Así, nosotros santificamos el nombre de Padre descartando de nosotros mismos toda complacencia vana, especialmente la gloria humana, cuando nos desautorizamos a nosotros mismos y ensalzamos cada vez más en nuestro corazón sólo a Padre.

Nosotros tenemos una noción vulgar y tosca de Padre, una concepción que no nos impide ofenderle ni faltarle el respeto en su santa presencia. A primera vista parece que la invocación «santificado sea tu nombre» no hace referencia a nosotros, sino sólo a Padre. Sin embargo, está específicamente relacionada con nosotros: con ella pedimos implícitamente la santidad y la perfección cristianas. En efecto, sabemos por la Escritura que los cristianos infieles inducen a los paganos a blasfemar a Padre (Rom 2,24; Is 52,5); desprecian el nombre de Padre ante los hombres (Ez 36,20), como hijos indignos que atraen el desprecio sobre su padre.

3.  LÍBRANOS DEL MAL


             El Reino de Dios llega: se le anuncia al pueblo nuevo que sigue a Jesús a la montaña de las bienaventuranzas (cf Mt 5), el Padrenuestro es la oración de los pobres, de los hijos de Dios oprimidos, bondadosos, perseguidos, puros y pecadores llamados a entrar en el Reino y que, en la espera, lo invocan como Jesús les ha enseñado. El Reino de Dios prometido e inaugurado se concederá en plenitud a la comunidad de los discípulos del Señor al final de su camino: mientras tanto, esta lo invoca y se prepara pidiendo al Padre la liberación del mal, de la tentación, el don de su misericordia y el cumplimiento de su voluntad.

Siguiendo este orden ascendente y didáctico que —como decíamos en la introducción— considera al Reino el centro y el de la vida y, por tanto, de la oración de los cristianos, partamos con nuestras reflexiones desde la última petición para remontarnos a la petición central, que pide a Dios la venida de su Reino: aunque no ignoramos que las últimas peticiones no se conciben bien sino en el espíritu de las precedentes y primeras peticiones.

La primera petición puede repetirse como introducción de cada una de las siguientes. La santificación del nombre de Dios, es decir, el hecho de que nuestra vida, en armonía con el pueblo santo de Dios, se convierta en un auténtico Magníficat, más aún, en una invitación, en una provocación a alabar al Señor, no por iniciativa nuestra sino por una intervención exclusiva de Dios, que alcanzará su cumplimiento en la última y conclusiva venida de su Reino, sigue siendo la petición capital y recapituladora; las seis peticiones siguientes no son más que un análisis ordenado del contenido implícito de la primera: Padre, santificado sea tu nombre.

El nombre de Dios no es santificado sólo en el canto de alabanza y de adoración dirigido directamente por el fiel a la Majestad invisible de Dios (cf Sal 68,4-5). Dios es glorificado en nosotros, en nuestra conducta, visiblemente, eficazmente, cuando como verdaderos y sinceros hijos de Dios reproducimos en nuestro comportamiento corporal el rostro de su bondad, cuando en el amor fraterno manifestamos su amor en nosotros. De forma que la primera petición hace eco de numerosos pasajes de la Escritura en los que se pide a Dios que la conducta de su Pueblo contribuya a hacer reconocer y alabar a Dios a todos los hombres (cf Is 61,9; Mal 1,11; Sal 76,2).

Sin embargo, esta glorificación de Dios en su pueblo supone, ante todo, que la maldad de los que se confiesan hijos de Dios no se convierta en oprobio de Dios. Dice el Señor en Ezequiel (39,7): «Manifestaré mi santo nombre en medio de mi pueblo Israel, no permitiré que vuelva a ser prof anado mi santo nombre y sabrán las naciones que yo soy el Señor, el Santo de Israel». Esta liberación del mal, de la maldad, es precisamente lo que se pide en la séptima petición para el pueblo de los creyentes. 

 

 

«Líbranos del mal»: rysai apo tou pon erou.

 

La salvación conlleva una doble liberación complementaria: (Rysis, la liberación negativa, la liberación del mal, objeto de la última petición: en el sentido de defensa, salvamento, preservación, custodia, elutheria, liberación positiva, afirmativa: el libre poder del bien, el Reino, el dominio, objeto de (la segunda petición: «venga tu Reino»; esta es la libertad de los hijos de Dios, la liberación moral y activa de la esclavitud del pecado.

El verbo griego ryesthai indica siempre una liberación, una substracción pasiva de la hostilidad de un enemigo, una protección contra la acción nociva, la supresión de la maldad. La idea se expresa muy claramente en la segunda Carta a Timoteo, en la que san Pablo habla de la asistencia del Señor cuando todos lo abandonaron ante el tribunal: «Y yo he sido librado (erysthen) de la boca del león. El Señor me librará (rysetai) de todo mal (ergou ponerou) y me dará la salvación en su reino celestial» (2Tim 4,17-18).

El «mal» del que pedimos a Dios que nos libre se entiende en toda su extensión: el mal moral, el pecado, el Maligno. El mal supremo, tanto en el tiempo como en la eternidad, es la mala conciencia. La mala conciencia es, en sí misma, el propio castigo inmanente justísimo: una autocondena, la apostasía, alejamiento justo de Dios, bien supremo, e insidia del demonio en el alma, como en el propio templo dedicado a la maldad. Los males físicos, perfectamente justos y normales, no son para la mala conciencia más que un cuadro apropiado y, quién sabe, una piadosa distracción de la atención enloquecida hacia la maldad, personificada en la conciencia pervertida.

No dice líbranos «de los males», porque hablando en absoluto no hay más que un mal, la condenación, la apostasía definitiva de los hijos de su Padre. Los demás males son relativos; incluso el pecado del que eventualmente podremos decir un día «oh felix culpa». Pero la condena es una sola cosa con todo lo que participa en ella o lleva a ella; y en este sentido todos los males del hombre forman aquí un bloque, puesto que estos son resultado del pecado y expresan la sentencia de condena que pesa sobre la humanidad. Sin el pecado no habría sufrimiento entre los hombres, según el primer designio de Dios.

Por tanto, el mal del que se habla en esta petición no se refiere al pecado cometido propiamente dicho. Del pecado cometido hemos sido liberados, justificados con el perdón divino implorado en la quinta petición: «perdona nuestras ofensas».

La séptima petición se refiere prácticamente a la pecaminosidad, a lo que lleva al pecado, a la maldad, a la corrupción del «árbol del mal» del que sólo pueden crecer frutos falsos, obras malvadas: en el sentido en que Santiago habla de la lengua, «mal irreprimible, lleno de veneno mortal» (Sant 4,8). Por tanto, aquí pedimos la liberación, la salvación de la hostilidad del demonio, considerado no aisladamente, sino conjuntamente con los otros dos enemigos de nuestra salvación: el «mundo» y la «carne», acólitos del demonio.

La séptima petición corresponde a la advertencia de san Pedro: « ¡Sed sobrios y estad en guardia! Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, da vueltas y busca a quien devorar» (1 Pe 5,8). El demonio nos desea todo el mal posible, sin excluir todo tipo de mal físico. Por tanto, la petición es universal. Sin embargo, de hecho, el Enemigo no puede hacernos ningún daño absoluto, sino en base a la pecaminosidad actualmente superviviente en nuestro corazón. Sin nuestra maldad, todo el mal que el Maligno conseguirá infligimos se convertirá en bien mayor. Ni prosperidad ni adversidad pueden hacer daño al verdadero hijo de Dios, al igual que nada puede dañar a Dios mismo (cf Rom 8,35;Jn 14,30; iPe 3,13). En último lugar, la última petición es contra nuestra maldad personal, sea dispositiva o efectiva.

 

Líbranos de la maldad: pecado original, tendencia al yo, la carne…

             Al hablar de «maldad» no nos referimos simplemente a nuestra debilidad y fragilidad, a la pereza de nuestra buena voluntad: a esta se refiere la penúltima petición del Padrenuestro: «no nos dejes caer en la tentación». Por «maldad» entendemos una propensión contraria a la caridad, una tendencia a hacer el mal reconocido, a hacer daño, a odiar, a contentarnos a nosotros mismos sin tener en cuenta ni a Dios ni al prójimo, un placer distintivo en la violación de la ley. Esta maldad profunda que empuja al pecado deliberado se llama, en la Carta a los romanos, ley de la carne (Rom 7,23): de la carne que aún no ha resucitado, de la existencia en el «cuerpo de muerte», destinada a morir por su pecaminosidad; es decir, la naturaleza humana, en la medida en que no está aún en posesión del pleno fruto de la redención.

Al igual que la bondad nos une a Dios en el amor, en la libertad, en el gozo, igualmente, de modo inverso, la maldad nos vincula con el demonio en el egoísmo, en la desolación, en la soledad de muerte. Y así como no hay bondad en nosotros si no es en proporción a nuestra unión con Dios, el único Bueno, así todo lo que queda en nosotros de maldad y de pecaminosidad que no ha sido entera y radicalmente extirpada, mantiene una cierta connivencia nuestra, al menos natural, con el demonio. «La aspiración de la carne es enemiga de Dios... es muerte» (Rom 8,6-7): «carne» es el dinamismo desenfrenado del amor propio. El creyente, incluso después de la conversión, siente en sí mismo una presencia, un impulso coercitivo («la ley») de estos deseos y concupiscencias y aunque esté lejos de quererse abandonar a ellos, igualmente sufre el peso, el atractivo y la servidumbre; más aún, a veces vuelve a sucumbir, a pesar de su repugnancia espiritual y, por tanto, queda en la necesidad de pedir protección y liberación al Señor.

La última petición del Padrenuestro es, por tanto, la primera petición que el hombre dirige a Dios, siguiendo el orden subjetivo del desarrollo espiritual: ser librado del mal, es decir, de la maldad (ponería), de la filiación diabólica. «Salvaos de esta generación perversa», advierte san Pedro el día de Pentecostés (He 2,40). Por tanto, es necesario reconocerlo, ya que el mismo Señor, en toda su bondad, nos da testimonio de ello: somos malos («vosotros, que sois malos»: Mt 7,10).

Por tanto, es necesario combatir la maldad en nuestra intimidad hasta la última hora y suplicarle al Señor que nos libre de ella. Pedir a Dios que nos libre de los males de esta vida, como hacían continuamente los judíos mientras Jesús estaba entre ellos, es bueno y loable; pero una oración de este tipo no es más que la antecámara de la oración propiamente cristiana que se despliega en el Padrenuestro. No es que para el cristiano sea inconveniente rezar para ser librado de las penas temporales que lo oprimen, pero estas penas son totalmente secundarias en el juicio del cristiano fiel respecto a la pena que producen las tendencias depravadas de la naturaleza.

Incluso el que está actualmente mal dispuesto puede rezar sinceramente repitiendo, al menos, la última petición de la oración evangélica. Dios mantiene una disposición favorable, una disponibilidad a acogerlo, incluso hacia el hombre en quien reina aún la maldad. Dios sigue propicio hacia este hombre que aún no está dispuesto al perdón.

Este hombre, por la solidaridad intrínseca del género humano, es hermano de nuestro Señor; el Padre sigue siendo fiel, dispuesto a todo para salvar a esta parte predilecta de su creación. El pecador es siempre objeto de las premuras de la gracia; la luz de Dios sigue pidiendo su conversión. Esta luz es, sobre todo, la de la propiciación divina, la que da al pecador la seguridad íntima de que «Dios no quiere su muerte, sino que se convierta y viva»: habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta, que por cien justos que creen no necesitar la conversión. El hijo pródigo se dirige siempre a esta disposición paterna, demostrada en el misterio de la cruz.

Pero ni siquiera el perfecto puede excluir de su oración esta invocación. También él tiene que seguir pidiendo siempre, a título de pura propiciación, ser librado de lo que queda en él de pecaminoso, a pesar de su buena voluntad de convertido. Podrá dejar de pedir el pan material cotidiano o el alivio de las aflicciones temporales —porque crea que estos bienes le serán dados por añadidura—, pero la imploración para ser librado de la pecaminosidad no se deberá interrumpir nunca hasta la liberación última y suprema. Por no decir que se requiere tiempo y toda la virilidad de un corazón humilde para entrar en la gran paz de la fe, frente a la experiencia de la propia miseria desenmascarada por el Espíritu en el fondo de la conciencia, es decir, en el centro más íntimo de nuestra persona, donde Dios nos mira y nos interpela.

«Líbranos del mal», en cierto sentido, es la petición más elemental; y, sin embargo, representa la última palabra de la oración en esta vida y la última etapa del desarrollo espiritual: la inocencia reconquistada del corazón. No es precisamente característica de las personas unidas profundamente a Dios la abundancia de consolaciones o la sublimidad de la palabra íntima, sino más bien una singular ausencia de los primeros movimientos del sentimiento de amor propio, de ambición, de fuerza, de ofensa: casi una vuelta espiritual al paraíso terrestre.

La imploración de la liberación del mal, con el mismo suspiro, es decir, no sin una nota de melancolía, estaba presente desde el principio en el grito del alma formado por el Espíritu Santo: «Padre»; estaba presente como gemido del corazón filial aún alejado del abrazo pleno y definitivo de su Padre.

La liberación del mal corresponde a lo que san Pablo llama «la redención del cuerpo» (Rom 8,23), indispensable para que se realice nuestra filiación divina. Sólo cuando se quite el velo que la naturaleza corrupta extiende sobre nuestro espíritu, «se verá lo que seremos» (lJn 3,5); mientras tanto queda viva la experiencia que hacía exclamar al Apóstol: « ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?» (Rom 7,24). Por tanto, permanece la necesidad de «castigar» a la naturaleza opaca y corrupta; incluso mientras nos dedicamos a las obras espirituales, hay que reducirla siempre a la servidumbre del Espíritu (1Cor 9,27).

La resistencia de la naturaleza es desconcertante. Todos sabemos que la pecaminosidad, es decir, la búsqueda salvaje, animal, de la propia satisfacción y afirmación es lo que nos hace infelices por excelencia. Por tanto, la pecaminosidad es algo intolerable para la conciencia del hombre, es entrar en un infierno; por eso provoca la búsqueda desmedida de anestésicos psíquicos, de diversiones y compensaciones. La petición a Dios de liberación del mal se hace sincera cuando nosotros mismos nos comprometemos en la mortificación y en la abnegación positiva de las satisfacciones con que nutrimos nuestra existencia y en la ruptura de esos condicionamientos interiores y exteriores que, a la luz de la Palabra de Dios, reconocemos como pecaminosos: fuerzas de evidente y enmascarada esclavitud. También desde el punto de vista experimental, la aflicción principal, el «mal» (kakon) más impresionante para el hombre espiritual, santificado, no son las injusticias, las persecuciones que le afectan desde el exterior, sino la resistencia íntima de su naturaleza.

San Pablo no exclama «¡Desdichado de mí!» por resentimiento frente a las tribulaciones externas, sino sólo frente a la que él llama la «ley del pecado» congénita al hombre. Es verdad que la rebelión se va atenuando y apagando poco a poco pero, paralelamente, el alma se hace más sensible a la propia pecaminosidad a medida que progresa en el diálogo filial con el Padre. Si consideráramos sólo sus impresiones, se diría que retrocede.

Así se explica, de alguna manera, la forma aparentemente exagerada en que los santos se tratan como pecadores, como siempre pecadores. Compensa esta pena la experiencia consoladora de la indulgencia y de la fuerza de Dios, capaz de extraer muchos bienes espirituales del mal que permanece en nosotros, y la inmunidad respecto a la complacencia vana, incluso en la abundancia de obras admirables, heroicas y copiosas de frutos visibles.

«Bienaventurados los que lloran». No olvidemos nunca nuestras verdaderas miserias, no las escondamos ni minimicemos ante nuestros ojos, porque así no se cancelan. Los míseros, los pobres —las ovejas perdidas—, son la mies, la mies preparada para la acción divina. Su miseria moral es, en sí misma, una primera gracia fundamental: esta fue la miseria del hijo pródigo. Y si oramos prescindiendo de nuestra miseria, si nuestra oración no es la del publicano, no tendrá valor, sonará falsa ante Dios, aunque a nosotros nos parezca agradable. «Líbranos del mal» es el acto de fe de los pobres, de los pecadores que creen en la fuerza liberadora y santificante del Padre.

 

Líbranos del Maligno

 

  Líbranos del mal de la maldad propia, pero también de la maldad de otros y, principalmente, de la del Malvado. Mal, hemos dicho, es todo lo que hay en nosotros de perversión, de falta de conversión, de oposición radical a la luz, de resistencia al Reino de Dios; pero es también todo 1o que nos hace esclavos de Satanás. El término ponerós, «mal», es equívoco: gramaticalmente se puede entender como neutro o como masculino. La liberación del mal invocada en la oración evangélica es, implícitamente, la emancipación de la esclavitud del Malvado. La adversidad a Dios, como tal, procede en último término del Adversario, de la hostilidad maligna, de cuyo poder estamos investidos como consecuencia del pecado.

No habría sufrimiento en este mundo si no hubiera pecado, y no habría pecado si el hombre no se hubiera abandonado a la inspiración satánica. El demonio reina en, y por medio de, la maldad humana; se introduce, normalmente, a través de una solicitud o una presión externa y se expresa en la maldad humana. En la medida en que se admite la maldad y esta prevalece en nuestro corazón, caemos bajo la influencia dominadora de Satanás y no sólo para ser malos, perversos, sino también para ser infelices como él y víctimas de su voluntad de matar.

En la medida en que la maldad adquiere consistencia en el corazón, la imagen del hijo de Dios se convierte en imagen y progenitura de Satanás. Nuestras malas tendencias no mortificadas son puertas abiertas a la acción tentadora de Satanás. No se entra en el Reino de Dios sin voluntad resuelta de mortificación.

El fiel discípulo del Señor, que reza diciendo el Padrenuestro animado por la fe cristiana, deja de estar bajo el poder, bajo la paternidad de Satanás, como lo estaban los judíos religiosos a los que nuestro Señor decía: «Vosotros sois hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. El fue homicida desde el principio» (Jn 8,44).

Los fieles son sustraídos del reino de Satanás por la fuerza del Espíritu y son introducidos en el Reino de amor de Cristo; ellos no quieren cumplir los deseos, no colaboran con los designios propios de Satanás. Nuestros afectos desordenados, nuestro favorecimiento del espíritu laico y burgués, las componendas con cualquier forma de poder son las cadenas que el Maligno sostiene por uno de sus extremos para retrasarnos, hacernos retroceder, vacilar y caer en el camino de la salvación.

Una vez rotos estos lazos, Satanás deja de tener poder sobre nosotros. Para convertirnos en verdaderos hijos de Dios no es suficiente no sucumbir a la tentación, estar preservados del pecado es necesario vencer a Satanás. «Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las tentaciones del diablo. Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que moran en los espacios celestes» (Ef 6,11- 12).

La liberación de nuestra connivencia con espíritu maligno es un don exclusivo de Cristo Salvador. Es una participación, ya aquí abajo, en la resurrección de Cristo, en su triunfo escatológico. Al hombre le repugna la idea de ser salvado, de necesitar un Salvador; por eso sigue creándose mitos que no pueden darle más que una libertad ficticia y provisoria. Pero precisamente esta repugnancia es una demostración de su sumisión al poder del demonio. Sólo la gracia de Cristo nos puede liberar: el cristiano lo sabe y la invoca. «A esa raza de demonios sólo se la puede expulsar con la oración» (Mc 9,29). En todo caso, el demonio es siempre una fuerza que amenaza al hombre por todas partes; los hijos de Dios no están libres de esto.

El fiel, como toda comunidad de fieles que no se mantiene vigilante en la oración asidua, puede ser arrastrado en cualquier momento. Incluso las comunidades individuales que han elegido la profesión perfecta de la vida evangélica están expuestas al peligro de caer bajo el poder del Enemigo, es decir, de naufragar en la maldad, en la hostilidad a Dios, en el endurecimiento contra la gracia, en la muerte eterna.

Los dos protagonistas de la luz y de las tinieblas (cf La meditación de los «dos banderas», en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio) se enfrentan también dentro de ios Institutos y de las Ordenes religiosas. Y esto no se dice para juzgar a nadie, sino como advertencia a cada uno de estar muy atento a no alejarse del carisma de la propia vocación, a no desviarse de la profesión de las obras auténticamente evangélicas, a no presumir de uno mismo, cediendo al engaño del mundanismo religioso. Es menos reprochable ser francamente diabólico que serlo hipócritamente, disimuladamente, actuando como lobo disfrazado de oveja.

El peligro existe y es siempre actual. La vigilancia, la oración continua y el discernimiento espiritual son indispensables para pasar indemnes. Vigilemos porque el corazón puede permanecer lleno de maldad incluso en una vida exteriormente decorosa y respetable, dedicada por entero a las cosas religiosas y asiduamente limpia. Esta era la corrupción de los fariseos, a los que el Señor dirigía el duro reproche: «Vosotros los fariseos limpiáis por fuera la copa y el plato, pero vuestro interior está lleno de rapiña y de maldad» (Lc 11,39).

Descuidar esto es fariseísmo; es mutilar la oración cristiana y, por tanto, falsificar el espíritu evangélico. Y entonces la maldad volverá a entrar inevitablemente en el corazón religioso, siete veces peor (cf Lc 11,23-26). Aquí pedimos la pureza integral del corazón como cumplimiento de la obra de la gracia en nosotros. Porque nuestro corazón es perverso; «porque del corazón del hombre proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricia, maldad, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, soberbia y estupidez» (Mc 7,2 1-22). Sigue siendo malvado no sólo el corazón que acaricia designios que no puede realizar ante los hombres, sino también aquel a quien sólo el temor a los castigos divinos lo detiene antes de cometer el mal, mientras la voluntad íntima no se convierte y se aleja del placer perverso. Esta es la hipocresía interior y principal, especialmente odiosa para el Señor, que es, a veces, el único testigo. «Crea en mí un corazón puro, Señor!».

La creación de un corazón nuevo es obra gratuita de Dios. La vida cristiana es un proceso continuo, más o menos enérgico, de liberación del mal, de la esclavitud de quien, por odio hacia Dios, dirige la maldad y el pecado. Nuestra redención sigue en curso. La fuerza de Dios, su santidad, se nos comunica como energía para luchar. La liberación invocada no busca construir el tipo de hombre justo, perfecto en sentido humano, sino la libertad para amar, para hacer el bien, para ayudar al prójimo a salir de la esclavitud adquiriendo el impulso espontáneo y la fuerza para vencer el mal con el bien.

La lucha por la libertad espiritual exige la puesta en práctica de la virtud de la esperanza propiamente dicha, es decir, teologal. Nuestra esperanza no es como la del muchacho que espera alcanzar la edad madura, o como la del campesino ante el despuntar del trigo. Ellos esperan porque ven, o porque han visto. La suya es una esperanza basada en la experiencia de las leyes constantes de la naturaleza, en el fruto garantizado de ios esfuerzos humanos, puesto que no faltará la colaboración natural de Dios.

Sin embargo, lo que nosotros esperamos cuando rezamos el Padrenuestro, lo esperamos únicamente de Dios; nuestra seguridad se apoya en la promesa, en la libre Palabra de Dios. Aquí nuestra esperanza es total, porque no vemos desaparecer el obstáculo de nuestra naturaleza corrupta: la necesidad de recurrir a la gracia no disminuye con el progreso espiritual.

El resultado de nuestros esfuerzos y de nuestras oraciones se esconde, casi siempre, a la conciencia sincera, íntima, aunque se revela al prójimo que ve cambio y mejoría... Detrás del surgir inagotable de deseos desordenados que nos comprometen en una batalla, a veces muy dura, no siempre victoriosa y nunca definitiva y completa, sentimos con mayor hondura, precisamente mientras progresamos, la necesidad de contar por entero con la gracia del Señor: « ¿Quién me liberará...? La gracia de Dios» (Rom 7,25), para la cual no es imposible lo que a nosotros nos parece inalcanzable.

La gracia, la actuación de Dios, es invisible sí misma: no es como un hombre enviado en buestro auxilio ni como una consolación que se siente; la gracia pura está en nuestras manos como si no tuviéramos nada en ellas. Esta es la grandeza teologal, nobilísima, de nuestra esperanza, de la esperanza que anima la piedad del fiel tal y como se formula en el Padrenuestro: «Ved que os he dado poder de pisar serpientes y escorpiones, y sobre todas las fuerzas del enemigo, sin que nada os dañe» (Lc 10,19).

 

 

 

4.  NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN


             Jesús no ha querido esconder de ninguna manera que el tiempo de la espera de su vuelta y de la venida definitiva de su Reino es, para sus discípulos, doloroso tiempo de «prueba». La existencia de los fieles es una existencia amenazada: todas sus defensas son inútiles si Dios no interviene en su favor.

Al igual que en la petición final —como hemos visto— no se pide propiamente la liberación de los males, sino del mal, del Maligno, del mismo modo en esta no se pide que se nos ahorren «las pruebas», sino que no se nos induzca «a la prueba»; porque, hablando en términos absolutos, para los cristianos no hay más que una tentación: la del rechazo definitivo de su Señor. Esta tentación característica del tiempo de espera para los que han conocido a Cristo tiene, en las Escrituras, un nombre propio: peirasmás. Las demás tentaciones son relativas a esta.

Según la Biblia y, en especial, según el discurso escatológico de Jesús, la tentación ya se ha desencadenado, sigue y crecerá, haciéndose cada vez más amenazadora y violenta en la historia de los hombres, en la medida en que el Maligno sienta, en su furor, que disminuye su tiempo (cf Ap 12,12), y alcanzará su espasmo final en el momento inmediatamente precedente a la santificación conclusiva del nombre de Dios y al advenimiento total de su Reino. «Nuestra petición se introduce totalmente en la aspiración de deseo de la venida del Reino, que hace de ella una oración llena de confianza en la victoria».

El hombre que ha acogido el Evangelio y que ha seguido a Cristo sabe hasta qué punto su fe está unida a la promesa de la vuelta de Jesús; y mientras tarda en venir, él puede «padecer escándalo» por su Señor crucificado, ser burlado por los mundanos, «zarandeado» por Satanás (cf Mt 11,7-10; 2Pe 3,3-4; Mc 14,27) y ser inducido a abandonarlo. Jesús recomienda rezar, como se lo recomendó a los primeros discípulos, para que no suceda esto.

La tentación existe: el cristiano debe saber que existe y rezar para no caer en una situación fatal para su vocación de hijo de Dios. El discípulo de Jesús, el pobre siempre amenazado por el que es «fuerte», debe pedir a Dios cada día, como pide el pan, la fuerza para no ser arrastrado por la prueba, la fuerza para permanecer fiel a su vocación de hijo de Dios; lo pide para sí mismo y para los demás, que pueden ser tentados como él. (H. SCHÜRMANN, II Padre Nostro a la luce della predicazione di Gesú, Cittá Nuova, Roma 1967, 142 (trad. esp.: Padre nuestro, Secretariado Trinitario, Salamanca 1982).

La tentación, que arreciará con toda seguridad en el momento del gran y supremo pesar escatológico, obra ya sin piedad en la historia de la humanidad y acecha las conciencias de los elegidos para actuar de modo que estos se encuentren sin preparar y excluidos el día en que el Hijo del hombre vuelva para reunirlos de los cuatro vientos (cf Mc 13,26-27). Ninguna existencia está más expuesta y acechada que la existencia del cristiano. Su vida es una lucha por la vida (cf Job 7,1), por la vida eterna, contra las fuerzas mortíferas que lo atacan desde dentro y desde el exterior.

Se trata de una lucha contra un enemigo insidioso, no «contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y potestades, contra los espíritus del mal» (Ef 6,12), que no buscan más que distraernos y adormilamos para que perdamos la esperanza y caigamos en los remolinos de la muerte. ¿Quién puede vanagloriarse de no haber sido envuelto por ellos? Entonces, lo que invocamos con esta petición es ser cubiertos por la armadura de Dios (Ef 6,11): que Dios mismo se haga defensa nuestra.

El primer objetivo de nuestra asiduidad en la oración no es, precisamente, el de no caer, una vez embestidos por la tentación, sino el de no entrar siquiera en tentación. El príncipe de las tinieblas (Ef 6,12) está ocupado en inyectar su maldad en las venas de nuestro espíritu: nosotros, desgraciadamente, estamos demasiado expuestos. Toda nuestra existencia en este mundo se encuentra bajo el signo de la tentación: tentación global, que es la condensación de muchas y distintas tribulaciones cotidianas, como dice san Pedro: «Por eso estáis alegres, aunque de momento os veáis obligados a sufrir diversas pruebas, para que la pureza de vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, que aunque acrisolado por el fuego se corrompe, aparezca digna de alabanza, de gloria y de honor cuando tenga lugar la manifestación de Jesucristo» (1Pe 1,6-7).

En medio de la diversidad de las tribulaciones temporales, la tribulación capital del verdadero cristiano es la que golpea precisamente la intimidad de su vocación cristiana, la que parece poner en jaque su adhesión voluntaria al Señor y su fidelidad al Evangelio. «El Señor sabe librar a los piadosos de la tentación (ek peirasmou ryesthai como el “líbranos del mal” de la última petición) y reservar a los criminales para ser castigados el día del juicio» (2Pe 2,9). En este pasaje de su segunda carta, san Pedro ya no habla de pruebas particulares, en plural, sino de una prueba, de la prueba esencial para la vida piadosa del creyente. Sin excluir ninguna aplicación de esta afirmación a pruebas particulares y externas —como, por lo demás, aparece claramente por el contexto—, el sentido principal se refiere a la crisis intrínseca de la vida espiritual del hombre evangélico en este mundo.

El cristiano debe saber que incluso cuando se encuentre en situación de tentación, Dios proveerá de forma que salga vencedor. Pero debe demostrar esta fe en la fidelidad de Dios con la oración incesante. No una cárcel cualquiera hace gemir al apóstol Pablo («Oh desdichado de mí!»), sino la cárcel del cuerpo animal; él no pidió ser aliviado de una prueba cualquiera, sino —y tres veces— de una espina en su carne, de un ángel de Satanás que lo abofeteaba; y aquí el Señor se contentó con responder: «Te basta mi gracia» (la tentación no te arrastrará); y es mejor para ti no ser liberado inmediatamente, «pues mi poder triunfa en la flaqueza» (cf 2Cor 12,7-9). «No nos dejes caer en la tentación» es una ex presió idiomática hebrea traducida literalmente tanto al griego como al latín de la Vulgata.

El sentido es este: no permitas que entremos en tentación, es decir, que cedamos al estímulo que apremia, seduce y empuja al mal, a cometer el pecado sugerido. Por tanto, no es Dios que tienta; la incitación malvada no viene de El. Por parte de Dios, la tentación no es poner a los suyos en peligro. «Nadie —advierte Santiago— diga en la tentación que es tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser tentado al mal ni tienta a nadie, sino que cada uno es tentado por su propio deseo, que
lo atrae y lo seduce» (Sant 1,13-14). La tentación se convierte en peligro cuando disminuye la ora ción «Orad para no caer en tentación» (Lc 22,40 y 46). «Dios es fiel», afirma san Pablo, y no permitir que seáis sometidos a pruebas superiores a vuestras fuerzas; ante la prueba os dará fuerza para superarla» (1Cor 10,13).

El objeto propio de la prueba no es la maldad misma de la naturaleza humana corrupta, su pecaminosidad, como en la última petición, sino nuestra debilidad y nuestra posibilidad de ser tentados y de sucumbir. El discípulo del Señor no pide ser preservado de las pruebas, sino ser preservado en la prueba. Jesús sabe que «el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil» (Mt 26,4 1), es decir, sabe que el hombre está al mismo tiempo dispuesto y enfermo, animoso y frágil, y que con demasiada frecuencia no se da cuenta de su propia fragilidad, por eso nos ha advertido que oremos. El mismo, aun poseyendo una voluntad perfecta y libre de toda sombra de maldad, fue tentado y tuvo que orar, experimentando nuestra debilidad.

Escribe el apóstol Santiago: «Hermanos míos, tened como suprema alegría las diversas pruebas a que podéis ser sometidos, sabiendo que la fe probada produce la constancia. Pero que la constancia vaya acompañada de obras perfectas, para que seáis perfectos, irreprochables, sin dejar nada que desear» (Sant 1,2-4).

Una cosa es tropezar con una dificultad, encontrarse con una trampa, un engaño, encontrarse en una situación de escándalo, de oposición hostil... Otra cosa es ceder ante la dificultad, caer en el engaño, sucumbir por el escándalo. Por parte de Dios la tentación se permite con la intención de hacer triunfar y de glorificar a quienes, orando, no «entrarán» en la trampa ni en el engaño de la tentación. Si no oran, no tienen derecho a reprocharle a Dios por dejarlos sucumbir: Dios no está obligado a impedir el pecado.

Por tanto, al orar aseguramos nuestra elección, como nos enseña san Pablo. Suplicamos que Dios no permita nuestra derrota, socorriendo nuestra debilidad reconocida. Precisamente, nosotros pedimos no ser tentados «más allá de nuestra medida»: esto, por parte de Dios, nunca sucederá. La prueba será «demasiado fuerte» sólo si, faltando al deber de la oración, no se obtiene la disposición preparada por Dios como respuesta a la oración, con la que seríamos absolutamente capaces de triunfar. «Velad y orad para no caer en tentación».

Los elegidos son los fieles «probados» (probati, probi), que han pasado por las pruebas y que han «perseverado hasta el final» (Mc 13,13); Los demás son los «reprobados» (réprobos). El cristiano fervoroso no puede menos que regocijarse, dice Santiago, por haber pasado por la ocasión de pecar sin pecado: esto es superar  victoriosamente la prueba: es convertirse en «probado (cf Sant 1,2-8). La misma situación que, por parte del demonio, se aprovecha como «tentación», es decir, insidia para llevar a la infidelidad, representa «probación», experimento, por parte de Dios, para consolidar nuestra fidelidad. Tentación, apremio de lo que, en nosotros, es débil, vulnerable, y probación, apremio semejante de lo que en nosotros es virtud y gracia.

Pero lo que en la intención diabólica está destinado a llevarnos al mal, a reducirnos a la esclavitud, en la intención divina está destinado al triunfo de su presencia, a nuestra liberación y confirmación, por medio de la oración, que obtiene la victoria en la fuerza de Dios. Sin la ayuda divina, el demonio, que ha conseguido seducir a los ángeles, nos engullirá en el pecado, en la soledad de muerte (cf Ef 6,10-20).

El vivir cristiano, especialmente en algunos momentos críticos y providencialmente decisivos, se compara, en la Sagrada Escritura, con una criba: «Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder cribaros como el trigo» (Lc 22,31). También la predicación del Bautista contiene el anuncio de una criba inminente, pero no llevada a cabo por Satanás, sino por el Mesías que debe llegar: «Tiene en su mano el bieldo para aventar su parva, llevar el trigo a su granero y quemar la paja en fuego que no se apaga» (Lc 3,17). Por lo tanto, el tiempo de la prueba es también el tiempo de la decisión y del juicio; pero, por parte de Dios, es entendido como obra de elección, y por parte de Satanás, como obra de perdición. Sin embargo, no hay duda de que la tentación como acción amenazadora procede principalmente del demonio; el mundo, la carne, la fuerza de la concupiscencia son sus instrumentos.

Notemos también, sin ir más allá en el discurso, que el discípulo del Señor como tal y el hombre apostólico en particular, para ser fiel a la propia vocación evangélica, deberá afrontar las tentaciones correspondientes a las tres tentaciones típicas, sufridas por Jesús en el desierto, y a la conclusiva, sufrida en el huerto de los olivos.

No se trata de la tentación de cometer un acto pecaminoso u otro, sino la que quiere disuadir a los llamados, a los amigos del Señor, de seguir «el camino del Hijo del hombre», que lleva a Jerusalén (cf Mc 10,32-34; 9,33-35). Es la tentación de trazarse un camino, es decir, de proyectarnos nuestra propia vida y de darnos un destino distinto del que ha tenido y nos ha dado Jesús, el Maestro. Querer salir del designio establecido por el Padre, que es un designio de salvación a través de la cruz: esta es la tentación para el hombre evangélico. Quien sucumbe a ella fracasa precisamente en la propia vocación cristiana. Es la mayor desgracia que puede suceder a quien ha conocido al Señor y ha creído en él. Por eso rogamos a Dios que nos salve, que no nos deje nunca en una situación que no dé testimonio de su amor, que no confiese la fe en el Crucificado. Como anunció Simeón, Jesús «está destinado en Israel para que unos caigan y otros se levanten; será signo de contradicción para que sean descubiertos los pensamientos de todos» (Lc 2,34-35).

El encuentro con Jesús y su seguimiento revelan los corazones, es decir, las disposiciones escondidas del alma: ante Jesús debemos decidir, con él o contra él (Mt 12,30), con o contra la luz, coger la cruz y seguirlo a él o perdernos siguiendo un modelo nuestro de existencia. Entonces, la tentación se convierte en la «crisis» cotidiana del cristiano: decidirse cada día por la elección que Cristo ha hecho de nosotros. La vida según el Evangelio es una crisis. Incluso para María, su madre, la conducta de Jesús y la revelación de su Reino fueron misteriosas, difíciles y, con frecuencia, desconcertantes.

El primer objeto de la misericordia del Padre en relación con nosotros —como de la oración de Jesús por nosotros (cf Jn 17,9ss.)— es asistirnos en la prueba y en la crisis para que, triunfando sobre todo lo que nos quiere inducir a la esclavitud, no nos separemos nunca de Jesús, de aquel a quien él nos ha confiado. A los corazones purificados y transformados, a las almas fortificadas y pacificadas por el don del Espíritu y plenamente ordenadas en el amor de Dios, nada más puede dañarlas (por lo menos en última instancia): todas las cosas, todas las situaciones buenas o adversas, se convierten para su bien: «Dios coopera en toda circunstancia al bien de quien lo ama». Ni prosperidad, ni adversidad consiguen dañar al verdadero hijo de Dios, al igual que nada puede dañar a Dios mismo.

El argumento fundamental de las dos últimas peticiones del Padrenuestro es único, por eso san Lucas formuló sólo una. Según la división clásica de los maestros de la vida espiritual, estas dos peticiones constituyen un compendio de la «vía purgativa» del espíritu. Socorro y ayuda de Dios y liberación son gracias correlativas, referidas a la misma crisis, con la que el creyente pasa —es transferido— desde el reino de Satanás hasta el Reino de Dios y de Cristo. La primera y principal finalidad que busca el Señor en la obra de nuestra salvación es la manifestación de su excelencia («santificado sea tu nombre»), su Reino; el resto se sigue ordenadamente.

Por tanto, las dos últimas peticiones, al igual que las otras, se reducen a la primera. La conversión del hijo pródigo es la gloria, la santificación del Padre. Si el hijo pródigo se ha liberado de la esclavitud del mal, es decir, del alejamiento del Padre con todas sus tristes consecuencias; si ha vencido la tentación de la desesperación, siguiendo la inspiración buena, aunque modesta («hay pan abundante en casa de mi padre»); si se ha vuelto a levantar y ha proseguido el camino
de vuelta: todo esto ha sido fruto de su fe en el Padre, en la misericordia del corazón paterno. El Padre ha vencido, en la victoria que le ha devuelto al hijo pródigo. Volver a ver al hijo que volvía desde lejos fue gozo, gloria incomparable en el corazón del Padre. La vida eterna es la gloria de la victoria definitiva.

 

 

5 PERDONA NUESTRAS OFENSAS COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN

 

           La oración del Padrenuestro nos revela los rasgos esenciales del rostro del Padre, «Dios de las misericordias» y nos introduce en las profundidades de su corazón, manifestadas en la persona de su Hijo, Jesucristo. Pero también delinea la figura y la vocación del discípulo de Jesús: la esclavitud del Mal y la resistencia intrínseca al Amor —de las que pide ser librado—, la situación de peligro a que está expuesto con motivo de la tentación siempre amenazante, contra la que no hay esperanza de victoria sin la intervención de Dios.

La petición «perdona nuestras ofensas» revela otro aspecto de la situación del cristiano: la deuda indisoluble que tiene respecto a Dios y en relación con los hombres. En esta petición el pecado ya no es considerado en su maldad intrínseca ni en su poder alienador, sino como mancha, como título de culpabilidad, como ofensa a Dios que nos hace indignos —o menos dignos— de comparecer ante el Señor, que ralentiza el adentrarse en el Reino de Dios. El «perdona nuestras ofensas» no es un duplicado del «líbranos del mal».

La petición ya no es de salir de la maldad del pecado, de la esclavitud del Maligno; aquí imploramos el perdón del Padre reconocido como tal, el perdón del amor que le debemos y no le damos. El perdón de las ofensas significa, ante todo, volver a entrar en las gracias de Dios; ser recuperados, por su indulgencia, en la amistad plena. Rogamos que Dios cierre ese diálogo de amor con el que nos mostramos infieles diariamente (nótese el paralelismo implícito con el pan cotidiano).

Nuestra deuda con Dios no la constituye simplemente la suma total de nuestros actos pecaminosos, grandes o pequeños; es la falta de correspondencia a la expectativa de Dios, la falta de respuesta a su deseo personal sobre nosotros, la separación enorme entre la llamada de Dios y nuestra vida cotidiana. Al decir «perdona nuestras ofensas», reconocemos la mentira de nuestra vida y reconocemos nuestras deudas. «Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, nos perdona nuestros pecados y nos purifica de toda injusticia» (1 Jn 1,9).

La palabra griega «deudas» (ofeilémata) no aparece en el Nuevo Testamento, salvo en este pasaje de Mateo: y es extraño, a primera vista, que Jesús utffice términos tan materiales, precisamente del lenguaje jurídico y económico, para señalar lo que nosotros debemos a Dios. Quizás por esto san Lucas no ha podido evitar —dada su sensibilidad griega— sustituir el término «deudas» por el de «pecados». Pero la palabra elegida por Jesús —que en el judaísmo se utilizaba también en sentido translaticio-religioso— expresaba mejor nuestra situación real de relación continua de deuda con respecto a Dios.

Por lo demás, esta realidad ha sido definida claramente por Jesús en una serie de parábolas en las que somos retratados bajo la imagen de «siervos», de «siervos deudores» (cf Lc 7, 4lss.; 12,57ss.; 16,1-8; 19,12-27; Mc 12,1-9). La parábola de los dos deudores, referida por el mismo san Mateo (18,23-25), es un comentario elocuente a esta quinta petición del Padrenuestro.

 La primera gran deuda del servidor, de diez mil talentos (más de seiscientos millones de euros), es la del hombre con Dios: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (cf Mt 12,30). La deuda del amor de Dios es prácticamente irresoluble; quien no vive en este amor debe de ser proporcionalmente infeliz. Ser todo de Dios es la deuda del hombre. El amor debido a Dios no tiene proporción en relación con las deudas que el prójimo haya podido contraer con nosotros: se trata de diez mil talentos respecto a cientos de denarios. Y entonces, ¿qué decir si en vez de amar a Dios, aunque sea imperfectamente, le hemos demostrado aversión e infidelidad? «Habéis sido rescatados no con oro o con plata, sino con sangre preciosa» (1Pe 1,18-19): nosotros nos debemos nosotros mismos a Dios, a título de la redención.

Hay una deuda más, la de la caridad fraterna. Los cien denarios (aproximadamente cien euros) son tal vez poca cosa en relación con ios diez mil talentos: pero, precisamente porque el perdón de Dios es inmenso, no tenemos excusa si no olvidamos la deuda pequeña o grande que el prójimo tiene con nosotros, o si nosotros no resarcimos «de corazón» —y no sólo legalmente— la que nosotros tenemos con él. No hay ningún deber que se le pueda comparar. «No debáis nada a nadie; amaos unos a otros» (Rom 13,8).

La deuda de que se habla en la parábola se entiende atrasada, como la de un deudor que no ha pagado la letra en la fecha límite señalada y que, por lo tanto, es merecedor de condena en un proceso por quiebra, además de tener que pagar. El servidor insolvente merece, no sólo ser vendido él mismo, su mujer, sus hijos y todos sus bienes, para saldar la deuda (Mt 18,25), sino también ser entregado en manos de torturadores hasta haber pagado toda la deuda (Mt 18,34). Jesús, queriendo revelarnos nuestra situación real tal y como aparece a los ojos de Dios, no puede dejar de recordarnos que nosotros somos «malos» (Mt 7,11), una «generación adúltera y perversa» (Mt 16,4), «duros de corazón» (Mc 8,17), deudores de diez mil talentos.

Por tanto, nuestra relación con Dios conileva una deuda total. Nosotros no somos empleados de Dios, y no debemos, por tanto, darle algunas prestaciones: somos «siervos», es decir, estamos en deuda continua, impagable. La justicia de escribas y fariseos no es suficiente. Jesús no nos da sólo una serie de preceptos para observar, sino que quiere un amor que se ofrezca totalmente. No existe una situación nuestra que nos sustraiga a Dios. Al igual que el publicano que rezaba en el templo, nunca podemos presumir de poder prescindir de invocar la misericordia de Dios. El deudor de diez mil talentos implora paciencia, dilación, prometiendo pagarlo todo. Conceder el tiempo para poder satisfacer la deuda ya sería clemencia por parte del rey: pero él hace más: perdona la deuda, incluso la suprime. Pero no la anula, simplemente, con un acto de amnistía como juez, dejándonos en nuestra nada: lo resarce, lo perdona reintegrándolo a la vida, pagando en persona, como Redentor, y recreando en nosotros la relación de servicio y de amor.

En la condición presente, nuestra vida, aunque justa, no va sin conversión diaria, sin recurso permanente a la indulgencia paterna, fundada en la mediación de Cristo. No sólo para no ver disminuida la afluencia de las gracias y de las intervenciones misericordiosas de Dios, sin las cuales no podríamos perseverar. Nuestra justicia se mantiene, persevera y progresa por medio de la fe en la misericordia divina, continuamente invocada y aplicada. Nuestra perseverancia supone, por parte de Dios, un perdón cotidiano. (Una deuda no es sólo expiable, sino remisible. Notémoslo de paso, para entender que un pecado irremisible no es, por tanto, inexpiable, sino solamente un pecado que deberá ser expiado. Después del bautismo, los pecados graves no pueden ser puramente perdonados, es necesario satisfacer en cierta medida con la expiación). Si Dios se mostrara riguroso, disminuyendo sus gracias en proporción a nuestras infidelidades, nuestra ruina sería inevitable: la infidelidad a la gracia es, por sí misma, fatal. Incluso para el justificado, la paz y la perseverancia son resultado de la fe en la misericordiosa indulgencia del Padre (cf Rom 5,1-2).

No queda fuera de la petición el temor de la conquista sensible del pecado. Dichoso quien ya no teme nada más que profanar el don de Dios y los castigos de su cólera, de su amor pisoteado. Hoy hay una cancelación de la verdad de la ira de Dios, que es todo menos señal de progreso en sentido religioso: es ligereza e insensibilidad espiritual. La siguiente invocación litúrgica no tiene nada de imperfecto: «Aleja los flagelos que merecemos por nuestros pecados». Mientras Dios está ofendido, queda también la deuda (la necesidad) de expiación.

Al decir «perdona nuestras ofensas», pedimos no tener nosotros que expiar, sino que el Padre mire la expiación infinita de Cristo Redentor (cf Jn 2,2). Cuanto más entra el corazón del cristiano en la familiaridad del Padre, más se atemoriza por las faltas de todo tipo que comete y mejor advierte las discrepancias culpables entre la propia conducta y la premura de Dios, que lo gobierna desde el interior; el santo temor filial aumenta a medida que se ilumina la discordia íntima de las exigencias de la verdad, hasta el punto de que una de las crisis espirituales a superar cuando se acerca la unión con Dios es, precisamente, la de la pusilanimidad y escrupulosidad espiritual, para nada neurótica.

Para ser sincera, la petición exige un corazón vuelto totalmente hacia la luz, un corazón que quiera salir de la hipocresía y que no se acomode en una paz hecha de disimulos; él le pide al Señor no sólo ser purificado de sus pecados escondidos sino, sobre todo, de la tendencia a esconderse él de sí mismo. «En efecto, el que obra mal odia la luz y no va a la luz, para que no se descubran sus obras. Pero el que practica la verdad va a la luz, para que se vean sus obras, que están hechas como Dios quiere» (Jn 3,20-2 1).

Esto supone una conciencia despierta a las propias carencias, no para desanimarse, sino porque no podemos ni resignarnos ni acostumbrarnos; en efecto, como observa san Juan: «El que permanece en Dios, no peca» (lJn 3,6). La diferencia entre la piedad mediocre de Simón el fariseo —piedad fría, distante, calculada, superficial— y la piedad tierna, ardiente y creativa de la Magdalena procede del hecho de que la pecadora arrepentida sabe que ha pecado mucho y se siente, por tanto, deudora con respecto a Jesús y es objeto de indulgencia; sin embargo, Simón cree que tiene muy poco que reprocharse, cree que no necesita la indulgencia de Dios: por eso, él no sabe por experiencia, ni por fe, qué es el amor de Dios (cf Lc 7,3 6-50).

Al pedir perdón a Dios, nos dirigimos a esa actividad de Dios que manifiesta, más que cualquier otra, su paternidad, y le ofrecemos la ocasión de manifestarse y darse a conocer en su realidad más íntima. Nuestro Dios es por identidad el Padre misericordioso del hijo pródigo de la parábola. Cada día debemos volver al Padre, cada día, experimentar el gozo profundo de su indulgencia y reconocerlo con gratitud: Padre, perdona nuestras ofensas, para que sea santificado tu nombre y venga tu Reino.

 

Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden

 

La segunda parte de la petición parece, a primera vista, sorprendente y, sobre todo, pretenciosa. No se entiende inmediatamente por qué Dios exige que nosotros perdonemos a ios que nos ofenden como condición para tener su perdón: «Perdónanos, como también nosotros perdonamos». Indudablemente, entre el perdón de Dios y el nuestro hay un nexo necesario. Esta indisociabilidad del perdón nuestro del de Dios la confirman otras palabras de Jesús registradas en los Evangelios. Por ejemplo, en Mateo, el texto de la oración del Padrenuestro es seguido de estos dos versículos: «Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdo nará las vuestras» (Mt 6,14-15). La conclusión de la parábola del siervo despiadado dice lo mismo: «Así hará mi Padre celestial con vosotros si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18,35).

Con frecuencia nos preguntamos si hay una sucesión de tiempo, un antes y un después, es decir, una causalidad determinante entre el perdón que el cristiano debe a los demás y el que él obtiene de Dios. Probablemente, la interpretación más exacta sea la que hace coincidir puntualmente el perdón que Dios nos concede y el perdón que damos a los demás. Uno y otro perdón no dependen más que del único gran perdón escatológico en que se debe inscribir esta oración.

El perdón y la reconciliación son el gran acontecimiento que ha irrumpido en el mundo desde el momento en que Jesús, enviado por el Padre, ha declarado abierto «el año de gracia del Señor» (Lc 4,18.2 1), se ha hecho «amigo de los pecadores» (Lc 7,34; 15,1), ha dado su vida y ha derramado su sangre «para remisión de los pecados» (Mt 26,28), y, finalmente, ha enviado a sus discípulos a predicar en su nombre la penitencia y el perdón de los pecados (cf Lc 24,47). El perdón que los cristianos se donan recíprocamente es una expresión de ese tiempo de reconciliación y de gracia de Dios que nosotros vivimos. Pero no hay más que un único perdón, un único acto de gracia, una única misericordia donada por el Padre en Cristo Jesús a todos los hombres que se revelará en el momento conclusivo de la santificación total de su nombre y de la venida de su Reino.

Esto puede explicar el lazo íntimo entre el «perdónanos» y el «como también nosotros perdonamos»: al haber sido asumidos por Dios en su misericordia, no puede dejar de exigir que nos comportemos según este nuevo ser nuestro, de hijos de la misericordia. «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36); por tanto, este dicho de Jesús no está en contradicción con la petición del Padrenuestro que El nos ha enseñado.

El Señor lleva razón al exigirnos que nos comportemos y nos amemos «como» él nos ha amado porque, habiéndonos amado él primero, nos ha hecho capaces de hacerlo. El primer siervo de la parábola debe perdonar la deuda a su compañero después de que a él le haya sido perdonado tanto. El cristiano no debe juzgar ni condenar a nadie (Lc 6,37), porque Cristo no ha venido a condenarlo a él, sino a traerle la salvación y la remisión de ios pecados: por tanto, debe considerar a ios demás según la medida de misericordia con que él ha sido medido (cf Lc 6,38). Nuestra obligación de perdonar a los que nos ofenden y de amar a los demás es impuesta y estimulada por el don que Dios nos hace.

Todas las exhortaciones morales del Nuevo Testamento están motivadas por esta visión del hecho cristiano. «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, que os ha marcado con su sello para distinguiros el día de la liberación. Desterrad la amargura, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Sed bondadosos y compasivos; perdonaos unos a otros, como Dios os ha perdonado por medio de Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos muy amados. Vivid en el amor, siguiendo el ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor agradable» (Ef 4,30—5,1-2; cf Col 3,13).

Nosotros debemos imitar a Dios comunicando a los demás el perdón y el amor que hemos recibido de él, sirviendo a nuestros hermanos y sacrificándonos por ellos como Cristo nos sirvió y se humilló por nosotros (cf Flp 2,1-8); comportándonos todos con verdadero espíritu de servicio y con cotidiana condescendencia «como él nos ha dado ejemplo» (Jn 13,13-15); hasta estar dispuestos, como él, a «dar la vida por los hermanos» (lJn 3,16). «Queridos míos, si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (lJn 4,11).

La motivación y la fuerza para hacerlo es única para todos: «Nosotros amamos porque él nos amó primero» (lJn 4,19). Humillarse y anticiparse a los demás amándolos desinteresadamente, perdonar de corazón las ofensas que los demás pueden habernos hecho, es imitar el fondo del corazón de Dios: es hacer emerger y expresar concreta y personalmente la configuración íntima obrada por Dios en nosotros a través de Cristo Jesús. En su expresión y manifestación es verdaderamente una obra humana, imputable a la persona concreta y, por tanto, irrepetible en sí misma, pero como realidad realizada en el cristiano es un fruto del Espíritu (cf Gál 5,22).

Nuestros deudores, según la fórmula del Padrenuestro, no son las personas a las que nosotros hemos ofendido o con las que nos hemos equivocado, sino las que nos deben algo. Esto recuerda el caso, descrito por Jesús, en que si «al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23-24).

El Evangelio condena toda pretensión sobre los demás. Pero, obviamente, el perdón se extiende inmediatamente también a los deudores que nos hemos creado nosotros mismos y entonces: «cuando os pongáis a orar, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestros pecados» (Mc 11,25). Nuestra vida con los demás está hecha de relaciones recíprocas: cada uno de nosotros da y recibe.

Al igual que ninguno de nosotros da siempre a los demás todo lo que debería, los demás tampoco nos dan, o nos saben dar, con frecuencia, lo que deberían y lo que nosotros nos esperamos de ellos. Jesús nos enseña a darle la vuelta a la situación: exige paciencia y comprensión, en la medida de la paciencia y la indulgencia que el Padre ha manifestado con nosotros. «Es necesario perdonar todo tipo de deuda», tal y como sugiere la fórmula en san Lucas; es decir, no sólo perdonar las ofensas, sino mostrarnos moderados en el exigir. Y perdonar sin medida: «El amor no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal; el amor no se alegra de la injusticia; se alegra de la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (iCor 13,5-7).

Este perdón ilimitado constituye en nosotros, criaturas limitadas, una cierta semejanza con la inmensidad de la divina misericordia: es pasar de nuestro «siete veces» al «setenta veces siete» de Dios. Perdonar es siempre, poco o mucho, perdonamos, es decir, pagar en persona. Hay un nexo profundo entre pobreza evangélica y perdón evangélico. El préstamo sin garantía, o sin intereses, por ejemplo, debería ser un gesto cristiano común: como acto de pobreza y de penitencia. Así, quien vive recogiendo rentas ofende a la luz de la pobreza y del perdón evangélico: vivir de rentas es hacer pagar a los demás (cf Lc 6,34-36).

La comunidad cristiana es el lugar donde se celebra el perdón y el amor de Dios. El perdón de Dios crea y salva a la comunidad, porque salva su estructura de amor. La remisión de los pecados, el perdón, la indulgencia, las obras de misericordia edifican a la comunidad cristiana más que cualquier otra empresa humana, y suscitan nuevas fuerzas para el Reino.

 

 

6. DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA


          Esta petición nos introduce en una serie de peticio ne todas ellas dirigidas a la instauración del Reino de Dios y al crecimiento de la filiación divina. Sobre todo dos palabras, «pan» y «de cada día», han inducido a los fieles y a los exegetas, a lo lar g de la tradición cristiana, a acentuar e incluso a oponer una interpretación «material» frente a una interpretación «espiritual» de esta petición.

En la Biblia, está directamente unida al pan toda una historia de amor del Padre por su pueblo, que va desde el don de un alimento para quitarle el hambre y hacerlo vivir, incluso en tiempo de carestía y en el desierto, hasta el don de su mismo Hijo en el pan eucarístico. Desde el don del pan común, pero necesario, hasta el maná y hasta el pan vivo. La dificultad y, hasta ahora, la imposibilidad práctica de captar el significado preciso del adjetivo griego epiousion, traducido como «cotidiano», ha llevado muy fácilmente a entrever significados alegóricos y místicos.

Aquí nosotros querríamos, como hemos intentado hacer al comentar las demás peticiones, situarnos más allá de esta comprensible controversia y admisible disparidad de puntos de vista que optan por una interpretación material o espiritual de la petición, e intentar descubrir algo acerca de su significado evangélico, es decir, el que brota del contexto, del estilo de vida evangélico dictado por el Señor y de la figura real del discípulo del Señor delineada en los Evangelios. Al mismo tiempo, no dejaremos de abrirnos a perspectivas diferentes y de acoger algunas resonancias que provienen de la armonía unitaria de los sentidos auténticos de la Escritura.

La petición del pan de cada día revela abiertamente la situación de quien, en este mundo, conoce al Padre por medio de Jesús y le reza. Quien vive en la tensión hacia el Reino se encuentra ante necesidades urgentes: ante todo, que pueda ser librado del mal y del peligro de caer definitivamente en la ruina, que pueda ser purificado del pecado y que pueda, por tanto, ser asistido por la Providencia del Padre en la obediencia y en el servicio que le presta cada día. Son tres necesidades existenciales: pan, perdón, liberación de la tentación y del mal.

El hombre evangélico no se convierte en «espiritual» cuando pide al Padre el perdón, y en «material» cuando le pide el pan, sino que es cristiano, se manifiesta como discípulo del Señor cuando, totalmente dedicado a su servicio y en el abandono pleno de sí mismo a la Providencia paterna, espera de él, como don, el pan y el perdón y, por esto, lo invoca con confianza filial.

            El pan, en el lenguaje bíblico y en todas las lenguas semíticas, indica lo que hace subsistir al hombre, lo que le da la posibilidad fundamental de vivir. Aquí pan señala el alimento esencial e indispensable para la existencia humana. Carecer de pan es carecer de todo (cf Am 4,6; Gén 28,20). Jesús enseña a sus discípulos a pedir al Padre, ante todo, este pan necesario para vivir, al igual que en la petición siguiente quiere que ellos estén dispuestos a todo perdón concediendo la remisión de las deudas, ante todo, materiales. En efecto, si es verdad que «no sólo de pan vive el hombre» (Dt 8,3; Mt 4,4), es también verdad que sin pan no vive.

En el libro de los Proverbios se sugiere una oración bastante cercana a esta petición del Padrenuestro, aunque no coincide exactamente: «Aleja de mí falsedad y mentira, no me des pobreza ni riqueza. Concédeme el pan necesario, no sea que, saciado, reniegue de ti... o que, siendo pobre, robe y profane el nombre de mi Dios» (Prov 30,8- 9). En el fondo, esta petición de las provisiones
económicas indispensables se reduce a la sexta petición del Padrenuestro: no nos dejes caer en la tentación, ni con la abundancia ni con la penuria. La petición del israelita piadoso en el libro de los Proverbios es negativa; sin embargo, la petición de la oración evangélica es sencillamente positiva. La lección es que es necesario pedir el pan, reconociendo nuestra dependencia de la divina Providencia. No pedimos más que el pan de cada día; pero no dejamos de pedirlo. El hecho de que Dios se ocupe de nosotros no es una razón para no tenderle la mano: precisamente, debemos hacerlo para reconocer esta solicitud suya.

Más aún, una de las razones que mueven a abrazar la pobreza evangélica efectiva es que dicha pobreza estimula el espíritu de oración, la mendicidad espiritual: «Dichosos los pobres de espíritu». En resumen, la petición nos recuerda la necesidad de vivir en el sentimiento piadoso de nuestra dependencia total de la Providencia divina. Abandonarse inconscientemente a la indigencia sería, fácilmente, presunción o negligencia. La miseria permanente no está planeada en los designios de Dios, ni siquiera para los suyos, porque la oración continua está siempre a nuestra disposición. Y esta oración queda implicita también allá donde, como en la Pequeña Casa de Turín, no se ora si no es para la gloria de Dios y por la santidad.

 

Nuestro pan

 

            Por tanto, el primer significado de pan es el que le atribuye la gente pobre: la gente a la que se dirigía Jesús. El posesivo «nuestro» señala el pan que los hombres deben ganarse con fatiga, «con el sudor de la frente» (Gén 3,19). No es un pan que se coma gratis, aprovechándose del trabajo de los demás. Por tanto, no queda excluido el destino de la gran mayoría de los cristianos que, compartiendo la condición común de los hombres, deben conseguir el pan con su trabajo, como el mismo Jesús en el período en que vivió en Nazaret. El texto de Lucas parece confirmar este aspecto (cf Lc 11,3). Pero también ellos deben hacerlo «sin preocuparse» (cf Mt 6,24).

En todo caso, el cristiano no dice la Oración del Señor como simple hombre, sino como hijo del Padre. El posesivo «nuestro» sería redundante, añadido a «nosotros», si no significara también el pan de los hijos de Dios. Siendo el Padrenuestro la expresión de la oración de los apóstoles y de los discípulos del Señor consagrados al servicio total y exclusivo del anuncio del Reino, la invocación de nuestro pan es un acto de fe y de abandono en el Padre celestial, que «sabe que lo necesitan», y él «los alimenta» (cf Mt 6,28.32).

Por tanto, se puede decir que el sudor y la fatiga para conseguir el pan, en la medida en que son signo en el hombre, hijo de Adán, de su condición histórica de pecado (cf Gén 3,19), el pan donado por la solicitud del Padre a quien trabaja por el Reino, como obrero indefenso en la viña del Señor, se convierte en signo de la liberación del hombre de la esclavitud de la tierra y de advenimiento del Reino de Dios (cf Jn 2 1,9.13; Mc 6,8; Mt 10,9-10). Es el mismo Padre quien proprociona cada día el pan necesario a Jesús, en el desierto y en todo el período de su ministerio, así como a los Doce y a los setenta y dos discípulos enviados por Jesús a predicar la conversión con la orden precisa de no llevar provisiones con ellos (cf Mc 1,13; Lc 10,4-7; Mc 6,8). De este modo, Jesús y sus discípulos también demostraban que Dios inaugura su Reino, que el Padre está a punto de disponer el banquete para sus hijos (cf Lc 14,15-24; Mt 22,1-14).

El pobre no pide el pan sólo para sí mismo, sino también para todos los pobres como él. El cristiano maduro no se siente hijo único de Dios, sino miembro de una comunidad de hermanos. Para él y para ellos, pide nuestro pan. En la mesa eucarística, donde se parte el pan del Señor, él aprende a partir y a compartir el pan de cada día con los demás. «Danos hoy nuestro pan» quiere decir también: concédenos que gocemos juntos de tu don. La animalidad del comer es superada por el hecho de comer el pan juntos.

 

El pan de cada día


              No examinaremos todos los significados verosímiles e hipotéticos del adjetivo epiousion, desconocido fuera del Nuevo Testamento y en los mismos escritos del Nuevo Testamento, en los que aparece sólo en este caso.

Del contexto, y en armonía con el Sermón de la Montaña, sin entrar en la controversia, podemos intentar acercarnos al significado de conjunto que esta palabra tiene en el Padrenuestro.

Por el pan de cada día se entiende lo que es necesario para la vida: todo lo que necesitamos para mantenernos en la existencia, en nuestro lugar, cada día, en nuestra función al servicio de Dios. Para que el adjetivo «cotidiano» de nuestras traducciones latina y española no quede en una simple repetición de «hoy», hay que entenderlo como lo que es indispensable para ser fieles, hoy, a nuestra vocación de hijos de Dios y de siervos del Evangelio. El Padre sabe lo que necesitamos para esto (Mt 6,8). Por eso, le pedimos poder acoger también hoy su don indispensable, poderlo compartir con los demás y celebrarlo a la espera de que el Señor vuelva.

En el capítulo sexto de la Primera Carta a Timoteo, san Pablo, después de haber hablado de quienes «piensan que la religión es un negocio», prosigue así: «y ciertamente lo es, pero para el que se contenta con lo necesario (sin aprovecharse de los demás). Nada hemos traído a este mundo, y nada nos llevaremos de él. Debemos contentarnos con tener lo suficiente para comer y vestir» (lTim 6,5-8).

Desde el momento en que el Señor ha considerado el pan como signo de su Vida donada a los hombres, nosotros tenemos necesidad del pan cotidiano para que él nos recuerde que Cristo nos es necesario e indispensable como el pan, y para que, pidiéndolo y partiéndolo con los demás, nos acordemos de que somos hermanos.

El pan que la multitud come en el desierto, el día del gran milagro de la multiplicación de los panes, no sirve sólo para saciar el hambre de la gente, sino para revelar, para decir en voz alta, que Jesús, el Mesías, está entre ellos como pan que da la Vida (cf Jn 6). Según san Pablo, hay una forma cristiana de considerar el alimento. El enseña a los fieles de Corinto que no se come sólo para quitarse el hambre, porque esto confirma la división entre pobres y ricos y «hace peores», sino que se come «para ser mejores»: para vivir la fraternidad creada por la fe en el único Señor y por la participación en su mesa eucarística (cf iCor 11,17-34).

 

Danos


            En la Biblia, el pan es considerado don hasta el punto de que, junto con el agua, se asume como el símbolo de los dones de Dios al hombre (cf Éx 23,25; Núm 33,16; Sal 37,25; 132, 15). Nada tanto como el alimento que tomamos cada día en la mesa de nuestras casas —y, de forma particular, el pan que partimos con los hermanos en la mesa eucarística— nos dice que nuestro Dios es un Dios que dona y que se dona. Para el cristiano, nutrirse, comer el pan juntos, es celebrar a Dios autor y dador de todo bien. Y así, también esta petición del Padrenuestro lleva a la primera: Padre, santificado sea tu nombre.

¡Dona tú! Tú, que eres «quien provee la semilla al sembrador y el pan para el alimento» (2Cor 9,10). Toda la tradición de la piedad judeo-cristiana, a la que podemos hacer referencia, de una u otra forma, para mayor comprensión de esta petición, concuerda al decir que sólo Dios puede darnos lo que pedimos.

El hombre puede obedecer el designio de Dios y cooperar, con esta obediencia, a la realización del don por parte de la generosidad divina. Pero sólo Dios puede darnos el pan necesario para nosotros y específicamente a quienes han decidido seguir a Cristo en la comunidad de los fieles al Evangelio: a los pobres, a los constructores de paz y de justicia, a los bondadosos, a quienes no agreden y no amenazan, a quienes no roban a través de las distintas formas más o menos refinadas con las que los hombres saben robar (cf Lc 18,19-20; Rom 13,9; Ef 4,28). Es la oración de los pobres. Ellos no piden una u otra cosa superflua, sino sencillamente un trozo de pan para poder subsistir hoy. Saben que este pan les falta a muchos; lo piden para ellos y para todos los necesitados como ellos o más que ellos.

En el Oriente bíblico, igual que en nuestros días en amplias regiones del mundo, sólo una mínima parte de las personas podía alimentarse regularmente todos los días. Quienes han conocido la bondad del Padre, le piden, sin preocuparse del mañana, el pan indispensable para hoy. Para los pobres de Dios, deben coincidir puntualmente y deben renovarse cada día la oración y la gracia del don. Jesús no quiere ni la preocupación por el mañana ni la preocupación por el hoy; él nos enseña a pedir con confianza el alimento necesario para hoy. No es el día de hoy o de mañana el que nos provee el pan, sino el Padre que cuida de nosotros. En la determinación del pan necesario para el día de hoy, la petición refleja la enseñanza evangélica sobre el no preocuparse por las cosas temporales.

El pueblo judío experimentó en el desierto esta solicitud divina. Esta frase del Padrenuestro parece remontarse a una frase del libro del Exodo: «El Señor dijo a Moisés: “Mira, voy a hacer llover pan del cielo para vosotros. El pueblo saldrá todos los días a recoger la ración diaria”» (Ex 16,4). Si el pueblo intentaba acapararla para el día siguiente, se pudría. Esta experiencia espiritual es inolvidable. Quien confía totalmente en Dios ve que él es capaz de alimentar a su pueblo en un desierto. Jesús ha conocido el hambre: la suya y la de sus oyentes en el desierto; pero no los dejó morir de hambre: «Todos comieron y se hartaron» (Mc 6,34-44). El prodigio del maná se realiza cada día como sustento de la vida cristiana iniciada en el desierto de la vida presente.

Quien ora pidiendo el alimento indispensable para hoy, por tanto, el no tener más, pide al mismo tiempo no enriquecerse y no acumular. Pide a Dios permanecer pobre. Su única riqueza es la Eucaristía, es el pan del Reino: todo el amor del Padre manifestado en Jesús crucificado.

Alejandro Manzoni, que, como sabemos, se adhirió profundamente al Evangelio con largo y convencido hábito de vida, describió con su habitual finura e inmediatez, en un episodio de su novela, este modo de vivir del cristiano, pobre y confiado. Renzo, el protagonista de I Promessi Sposi (Los novios), al alejarse de Milán con alboroto, se dio «una comilona» en el restaurante, antes de presentarse a su primo Bortolo en Bergamo. Una vez pagada la cuenta, le quedaba aún algo de dinero. Pero he aquí que, al salir, casi se tropieza con tres hambrientos y, metiendo inmediatamente la mano en el bolsillo, lo vació del último dinero que le quedaba. Manzoni prosigue: «La comida y la obra buena (puesto que estamos compuestos de alma y cuerpo) reconfirmaron y alegraron todos sus pensamientos. Ciertamente, al haberse despojado de ese último dinero, le entró una mayor confianza en el futuro, que no le habría sido dada si hubiera encontrado más dinero.

Porque, si para mantener ese día a esos pobres que estaban en la calle, la Providencia había reservado precisamente las últimas monedas de un extraño, fugitivo, inseguro también él sobre cómo sobreviviría, ¿quién podría creer a continuación que quisiera dejar abandonado a aquel del que se había servido para esto y a quien había dado un sentimiento tan vivo de sí mismo, tan eficaz, tan resuelto? Este era, aproximadamente, el pensamiento del joven; pero mucho más claro de lo que yo lo he sabido expresar» (c. 17).

 

Conclusión


             En el Evangelio de Marcos se relata un pequeño episodio que puede haber inspirado esta página de Manzoni: «Sentado frente al tesoro, estaba mirando cómo la gente echaba en las arcas. Muchos ricos echaban mucho. Pero llegó una viuda pobre y echó unos céntimos. Llamó a sus discípulos y les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado más que todos, pues todos han echado de lo que les sobra; en cambio, ella ha echado de su indigencia todo lo que tenía para vivir”» (Mc 12,4 1-44). No sabemos si esa humilde viuda había conocido anteriormente a Jesús, si había tenido la ocasión de escuchar su Sermón de la Montaña. Nosotros vemos que Jesús nos declara aquí que esa mujer vive realmente las bienaventuranzas: no dispone de lo superfluo; es pobre y decide ser totalmente pobre. Da «todo lo que tenía para vivir» porque cree que es Dios quien la mantiene, hoy y mañana. Ella vive el Padrenuestro y puede decir en verdad la oración que Jesús ha enseñado a sus discípulos.

En efecto, sólo los pobres pueden hacer esta oración. En los labios de los ricos suena como una mentira: «¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!» (Lc 6,25). En la actualidad se han creado «comedores» para todas las categorías de personas. El discípulo y el apóstol del Evangelio pertenecen a una categoría para la cual los hombres no han instituido un comedor. Para ellos hay una única mesa, la del Señor: en ella, y servidos por él, reciben el pan de cada día y el de la vida eterna. Ellos se preocuparán concretamente, ante todo, por el Reino de Dios, y Dios mismo —y no las instituciones o el día como tal— cuidará de ellos y proveerá para que crezcan las espigas de forma que se alimenten incluso el sábado, porque ellos viven ya la plenitud del sábado, el «Día del Señor»; en efecto, «el Esposo está con ellos» (cf Lev 25,20-2 1; Mt 12,1 y 9,15).

Según el Evangelio de Marcos 6,8, Jesús prohíbe expresamente a los Doce que lleven con ellos el pan como equipo para la misión (cf Mc 6,8) y más adelante los reprenderá duramente por haberse preocupado de no haber provisto el pan para el viaje al lago: «Los discípulos se habían olvidado de llevar pan y sólo tenían uno en la barca. Jesús les hizo esta amonestación: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de la de Herodes”. Ellos comentaban: “Es que no hemos traído pan”. Jesús, dándose cuenta, les dijo: “Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis encallecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿No os acordáis ya de cuando repartí cinco panes para cinco mil hombres?”» (Mc 8,14-19). ¿Por qué deben seguir «preocupándose del alimento que perece», como los paganos, cuando en medio de ellos está el «Pan de vida» y mientras en la otra orilla hay todo un mundo de gente a quienes es necesario llevarles el Pan de la vida para que no muera (cf Jn 6,27-48 y 4,35)?

El hombre evangélico, a quien «se le ha dado conocer los secretos del Reino de Dios» (Mc 4,11), es aquel que no aparta la mirada de lo que constituye la única cosa absolutamente importante y necesaria: la búsqueda y el anuncio del Reino de Dios. No es uno que se abandona al ocio y predica el rechazo del trabajo, sino uno que lucha y se cansa y, en nombre del Evangelio, renuncia incluso al pensamiento de procurarse el alimento, para predicar incesantemente a todos que todo hombre tiene derecho a un trozo de pan para vivir —dar de comer a los hambrientos forma parte del designio de salvación (cf Mt 25,35-45)—; que «no sólo de pan vive el hombre» (Mt 4,4); que Jesús es el Pan de vida: «El que va a él no tendrá hambre y el que come de él no muere» (Jn 6,35 .48).

El discípulo del Señor, que se abandona totalmente a los cuidados del Padre, vive, ya desde ahora, la bienaventuranza evangélica que hace exclamar, como el comensal en casa de un acreditado fariseo que había invitado a Jesús: «Dichoso el que participe en el convite del Reino de Dios» (Lc 14,15).

La mentalidad utilitarista de nuestra sociedad actual, fundada en el beneficio, la comparten también muchos cristianos: ella no tolera que alguien pueda dedicarse plenamente y con todas las fuerzas disponibles al servicio exclusivo del Evangelio. Pero la razón principal de todo lo que podemos deplorar en relación con nuestro mundo y con el estado actual de la Iglesia está en la falta de Palabra de Dios, de la auténtica Palabra de Dios. Son poquísimos los siervos de la Palabra que no están ocupados con otros temas. Hoy parece verificarse la profecía de Amós: «Vienen días, dice el Señor Dios, en que enviaré el hambre al país; no hambre de pan, no sed de agua, sino de oír la palabra del Señor. Y andarán errantes de mar a mar, y del norte al este, buscando la palabra del Señor, y no la encontrarán» (Am 8,11-12).

¿Acaso no deberíamos decir hoy lo contrario de lo que san Pablo afirmaba de su tiempo: «Verbum Dei alligatur: la Palabra de Dios no está relegada y encadenada» (2Tim 2,9). Por eso, quien ha sido llamado al servicio evangélico considere un bien la propia vocación y, después, decida si obedecer a las rígidas imposiciones de la sociedad industrial y consumista, que quiere adecuar a cada hombre a la ley de la eficiencia económica, o si obedecer a la norma evangélica de la comunidad apostólica que, en una época económicamente mucho más pobre que la nuestra, destinaba todo el tiempo y todas las energías del apóstol a la oración y a la predicación (cf He 6,2-4). Esta puede parecer una gran, hermosa e ingenua utopía; pero es la paradoja de Cristo, la paradoja del Evangelio.

 

 

7. HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO

 

Lucas omite esta petición. O es una adición de Mateo respecto al original o existía en el original, pero Lucas pensó que estaba ya sustancialmente contenida en la petición anterior: «Venga tu Reino». Sin embargo, es dificil admitir que Lucas se haya permitido suprimir estas palabras y entonces se pueden buscar otras explicaciones.

El fin último del designio de Dios no está contenido en esta petición; de hecho, este consiste en la glorificación de Dios. Aquí nosotros pedimos que la voluntad de Dios se realice perfectamente, para que se instaure su Reino. Pero el Reino de Dios no es más que la glorificación eterna del Señor. Todo termina en la santificación del nombre de Dios. Dios obra libre e incesantemente en todo y en todos, porque quiere la revelación plena de su ser, la manifestación de su amor infinito y, así, la glorificación suprema de su nombre (cf Jn 17). En todo caso, es verdad que ahora, nosotros, el verdadero deseo del Reino lo demostramos en la fidelidad a la voluntad de Dios.

 

 

¿Qué es la voluntad de Dios?


           «Hágase en mí según tu Palabra», respondió María de Nazaret al mensaje de Dios (Lc 1,38). «Hágase tu voluntad» dice el cristiano, después de que lo ha dicho su Señor y ha consentido hasta morir para que se cumpliera. Entre la Palabra dicha por Dios al principio: «Hágase la luz» (Gén 1,3) y la de Jesús, hecha propia después por sus discípulos: «hágase tu voluntad» (Lc 22,42), hay la misma diferencia que la que existe entre la primera creación y la segunda y nueva creación, que Dios realiza en Jesucristo. Entonces, invocar con confianza «hágase tu voluntad» es pedir que todo hombre sea iluminado por la «luz verdadera» del Verbo de Dios, que sea escuchado el gemido de todas las criaturas por la espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf Jn 1; Rom 8,19).

En su objeto esencial, la voluntad de Dios coincide con su designio. «Dios quiere que todos los hombres se salven» (lTim 2,4), escribe san Pablo, recapitulando los oráculos proféticos y el mensaje de Jesús. El Padre «no quiere que se pierda ni uno solo de esos pequeñuelos» (Mt 18,14). Las determinaciones particulares de esta voluntad en relación con una persona, con una comunidad o con un acontecimiento deben considerarse dentro de un único plan universal de salvación. Esta omnipotente voluntad salvadora universal que lo abraza todo y que, irresistiblemente, lleva a su fin la ejecución de su plan, no actúa por capricho o despóticamente, sino «según la benevolencia» o el «beneplácito del Padre» (eudokia, cf Ef 1,9; Mt 11,25-26).

El antiguo pueblo de Israel descubrió la voluntad de Dios a través de sus grandes acontecimientos: la liberación de Egipto, la elección, la prueba del exilio y a través de la Ley, signo de la Alianza. Al meditar sobre el misterio de la voluntad de Dios, los Sabios de Israel comprendieron que el Dios fiel y misericordioso, en su soberana independencia, tenía una voluntad de benevolencia con respecto a los hombres; ellos leyeron en los actos de Dios signos de amor y, en la propia historia, el designio de Dios. Seiscientos años antes de Cristo, el escrito inspirado decía: «Si el Señor se ha complacido en vosotros y os ha elegido, no es porque sois un pueblo más numeroso que los demás... sino porque el Señor os ama» (Dt 7,7-8).

En el Nuevo Testamento, el cristiano aprende a conocer la voluntad misericordiosa y benévola de Dios en Jesucristo. Dios «nos ha elegido en Cristo antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables a sus ojos. Por puro amor nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos, por medio de Jesucristo y conforme al beneplácito de su voluntad, para hacer resplandecer la gracia maravillosa que nos ha concedido por medio de su querido Hijo... que ha derramado sobre nosotros (la gracia)... dándonos a conocer el designio misterioso de su voluntad, según los planes que se propuso realizar por medio de Cristo...: recapitular todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra» (Ef 1,4-10).

Por tanto, el designio de Dios es reunir a todos sus hijos perdidos y dispersos, recomponer su familia en torno a Jesús, único Señor («El que hace la voluntad de Dios —decía Jesús— ese es mi hermano, mi hermana y mi madre»: Mc 3,35), establecer bajo su nombre la nueva comunidad de los redimidos y convocarla y encaminarla hacia el día del Señor, cuando cielos y tierra serán finalmente dominados por el señorío de Cristo.

Jesús fue quien descifró perfectamente la voluntad del Padre y en quien la voluntad del Padre tuvo realización plena: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (cfJn 6,38; 4,34; 5,30). Por eso, él puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9; 12,45). Contemplando a Jesucristo, conocemos la voluntad del Padre y aprendemos lo que Dios quiere realizar en los hombres que creen en él.

Esta revelación no se hace a todos. «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y se las has manifestado a los sencillos. Sí, Padre, porque así lo has querido» (Mt 11,25- 26). El «beneplácito» del Padre es revelar su designio de amor en el mundo a los «pequeños», a los humildes discípulos del Señor, mientras los «sabios» están destinados a no entender nada de esto. A los pobres que siguen al Señor al monte de las bienaventuranzas les enseña a orar: «Padre, hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra», en medio de nosotros. Pueden invocar la realización de la voluntad de Dios los que, «atraídos por el Padre» (Jn 6,44), aceptan y desean que se cumpla, antes de nada, en ellos mismos su designio.

 

En la tierra como en el cielo


          El plan de salvación de Dios debe realizarse («en la tierra») tal y como ha sido concebido y establecido por Dios desde toda la eternidad («en el cielo»). En Cristo ya se ha realizado plena y perfectamente. El ha venido al mundo «para hacer su voluntad» (Heb 10,9). Ha crecido y se ha alimentado haciendo la voluntad del Padre (cf Jn 4,34). El, más que David, fue «hombre según el corazón de Dios que cumplió todos sus deseos» (Hc 13,22). Luchó hasta la sangre «para hacer su voluntad» (Lc 22,42.44) y murió proclamando: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30). El está ahora «en el cielo» y «se sienta a la derecha de Dios todopoderoso» (Lc 22,69).

Pedro, en la vigilia de la pasión del Señor, se sorprendió hasta la indignación viendo que el Maestro se hacía esclavo y se arrodillaba para lavarle los pies (Jn 13,6). Juan Bautista, antes que Pedro, se estremeció ante la perspectiva de dar a Jesús, reconocido por él como el juez del final de los tiempos, el bautismo de conversión a Dios. La conmoción del Bautista fue superada por una invitación expresa de Jesús a obedecer con él, y como él, el designio del Padre: «Déjame ahora, pues conviene que se cumpla así toda justicia!» (Mt 3,15).

Jesús sabe lo que debe hacer: él ha venido a cumplir en la obediencia esa justicia original que supera a la de los escribas y fariseos (Mt 5,20) y que es expresión únicamente de la voluntad de Dios. La cumple haciéndose siervo, él, el santo de Dios. Jesús sabe lo que debe hacer y sabe cuál es el camino para hacer la voluntad del Padre. Sus discípulos no lo saben, ni siquiera «el más grande de los nacidos de mujer» (Mt 11,11). Tienen que aprenderlo de él y tienen que implorarlo como él les ha enseñado. Lo aprenden siguiéndolo a él. La voluntad de Dios (del cielo) se cumple en la tierra a través de nuestra sumisión a ella y a través del servicio.

La voluntad de Dios hacia nosotros, pecadores, está ya expresada y cumplida en Cristo Jesús mucho más allá de lo que podríamos imaginar y esperar (cf Heb 1,1-4), y en él, que «ha bajado del cielo», se ha hecho posible y objeto de esperanza para nosotros su realización (Jn 3,13). Para cada uno de nosotros, que cree en él, la voluntad salvadora de Dios está, por tanto, ante nosotros, objeto de realización inicial, sí, pero en la fe: objeto de lucha, de esperanza, de sufrimiento, de invocación, de consecución progresiva y laboriosa (cfFlp 2,12).

Nosotros tendemos a imaginar que «hacer la voluntad de Dios» en la tierra quiere decir participar en la realización de un plan divinamente construido, en el que nosotros seremos los emprendedores o los obreros de la construcción. Ahora bien, Dios está ahí inmediatamente para decirnos que «sus caminos no son nuestros caminos» (Is 5,8). La voluntad de Dios no se deja nunca embargar por nuestra voluntad. Sucede siempre. Por eso, la oración es, sobre todo, la actitud que le corresponde.

A través de la oración, la voluntad de Dios toma espacio en nosotros y en el mundo y se convierte en acontecimiento. «Conocer su voluntad» (Col 1,9) no es, por tanto, recibir notificación de determinaciones precisas, que él nos hace llegar de alguna manera y que nosotros deberíamos realizar para que nuestra esperanza no quede defraudada, sino que es hacer vivas y operantes en nosotros, por medio de la fe, las grandes leyes (la cruz y el amor) de su conducta salvadora hacia el mundo: tan vivas que se conviertan en las leyes de nuestra misma vida, como una segunda, o mejor, como una nueva naturaleza transfigurada por la pureza de Cristo, dotada de discernimiento espiritual para lo que debe hacer y lo que debe rechazar, lo que debe perder y lo que debe ofrecer.

El cristianismo no busca reconstruir un paraíso terrestre en este mundo, sino que, consciente de lo transitorio de la estructura de este mundo, busca una transformación celestial del mundo, hacer de la vida presente un alba de la vida definitiva, eterna (cf 1Cor 7,29-3 1). «El que se une al Señor es un solo espíritu con él» (1Cor 6,17). Este texto de san Pablo, que habría que profundizar, nos dice inmediatamente que no se puede reducir el «hacer la voluntad de Dios» en la tierra en la conformidad de nuestra voluntad con la suya.

La conformidad nos pone de acuerdo con los deseos contingentes de Dios. La adhesión de voluntad, el «vínculo de caridad», del que habla san Pablo, nos hace participar en la voluntad personal y necesaria de Dios, en el afecto íntimo que él tiene consigo mismo. Es la vida eterna (la voluntad «en el cielo») vivida en la fe («en la tierra»). Quien, por obra del Espíritu, alcanza esta sustancial consonancia de voluntad con Dios, debe orar más que ningún otro y pedir que se cumpla en el mundo el designio de Dios, porque la oración de los fieles es condición indispensable del cumplimiento del proyecto de Dios.

 Es un grave error concebir la oración de petición como opuesta a la libertad de Dios y, por tanto, como oración de valor secundario. Nuestro Señor reproche a sus discípulos por no haber pedido nada su nombre», es decir, nada de lo que entra en designio de la Redención y que no se cumplirá sin esa oración. «Nadie da lo que no tiene», se dice. Sin embargo, esta sentencia no es totalmente cierta en el orden de la Redención, en el que hay que decir: «Nadie da lo que no pide», lo que no ha mendigado humildemente a la divina bondad. Sólo podemos mostrarnos verdaderamente generosos con lo que hemos tenido la constancia y la magnanimidad de mendigar orando.

El «fiat» de esta petición no es tampoco un suspiro de resignación indolente. El fiat expresa,  verdaderamente, una sed que atormenta al discípulo responsable y atento del Señor: hambre y sed de justicia. No de una justicia cualquiera, sino de la que marca, por parte de Dios, la voluntad de liberación y de elección (tbelema).

Nadie ve ni oye como el discípulo del Señor la llamativa contradicción que existe entre la conducta del mundo y el designio de Dios, entre nuestro pecado y su santidad, entre el rostro y el corazón del Padre y la impiedad y la rebelión de los hijos, entre nuestras hipocresías e incoherencias y las exigencias del Reino. En este momento, la oración del cristiano, además de adquirir una urgencia insuprimible, adquiere las dimensiones insondables de la pasión del Señor. Nuestro «hágase tu voluntad» entra en consonancia dolorosa y propiciatoria con el «que no se haga mi voluntad , sino la tuya» de Jesús en el huerto de Getsemaní (Lc 22,42).

La resistencia constitutiva de nuestra voluntad respecto a la suya puede empujar al orante a una lucha en la que sólo la misericordia de Dios lo sostiene y lo conforta. «Me han clavado una espina en el cuerpo, un ángel de Satanás —confiesa san Pablo—. Tres veces (es decir, insistentemente) he pedido al Señor que me saque esta espina, y las tres me ha respondido: “Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza”» (2Cor 12,7-9).

En el designio de Dios está la cruz. Ella ocupa el puesto central en el designio del Padre sobre Jesús: «Desde entonces, comenzó (Jesús) a declararles que el hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley, morir y resucitar al tercer día» (Mc 8,31; cf Lc 24,26).

Jesús la acepta por la salvación del mundo, para que los hombres «tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10), «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52) y porque «nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ahora bien, amar a los hombres como el Señor nos ha amado, dar la propia vida por la causa del Evangelio, llevar con él la propia cruz, no es una indicación marginal o facultativa para quien sigue y cree en el Señor, sino que es parte esencial y normal de la vocación del discípulo. Por eso, cuando él dice: «Padre, que se haga tu voluntad», pide la fuerza de llevar adelante la prueba (la tentación) con fidelidad y amor, unido a Cristo en el sufrimiento y en la muerte de sí mismo. No sólo. Cuando ora al Padre diciendo «Santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad», pide la cruz. Precisamente porque el Padre ya ha elegido, en su plan de salvación, su gloria y la glorificación de su Hijo y de sus hijos a través de la cruz (Jn 12,27-33), cuando nosotros rezamos «hágase tu voluntad», nos demos del todo cuenta o no, estamos pidiendo, de hecho, la renegación total de nosotros mismos y damos vía libre a la cruz sobre nosotros y sobre el pueblo de Dios.Para que así, «venga su Reino»!

 

8. Venga a nosotros tu Reino


En qué sentido podemos hablar al futuro del Reino de Dios? ¿Acaso no reina ya en el presente? ¿No domina ya todo el universo?

 

¡Reina el Señor! ¡Se goce la tierra!

Los cielos proclaman su justicia;

¡Todos los pueblos contemplan su gloria! (Sal 97,1-6).


¿Acaso no ha afirmado el Señor, en el transcurso de su vida mortal, que el Reino de Dios estaba ya entre sus oyentes? (Lc 17,21). ¿Dónde está la criatura, dónde está el pecado sustraído al gobierno omnipotente de Dios?


¿Donde esta la maldad que, en ultimo lugar, no sirva a la gloria de Dios, provocando sobreabundancia de gracia con su resistencia?

Ha realizado prodigios con su brazo, Ha dispersado a los soberbios... Derribado del trono a los poderosos... (Lc 1,51 bis).

Todo esto va sucediendo a lo largo de los siglos. La verdad elemental es que Dios domina incondicionalmente y desde el principio toda su creación, sin excluir la que es libre. Sin embargo, hablando ahora de «Reino» en el sentido evangélico, Dios reina precisamente cuando su bondad conquista con la mansedumbre de la gracia, la humilde y espontánea adhesión de los corazones libres. La omnipotencia divina resplandece soberanamente en los triunfos de la misericordia cuando hace madurar la vida eterna en los elegidos, cuando con paciencia evita la cizaña del escándalo sembrado entre la semilla buena de la Palabra, cuando transforma la «piedra de tropiezo», es decir, el éxito relativo de la maldad —el Calvario—, en «piedra angular» de la casa viva de los hijos adoptivos (1Pe 2,4s).

El Reino evangélico del Padre de las misericordias no se reduce, por tanto, al dominio efectivo de Dios que envuelve bajo su fuerza incluso a los condenados. El Reino consiste en la plena efusión libre de la vida divina en el corazón y desde el corazón de los hombres redimidos. «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante» 10,10; 6,57s.). «No quiero la muerte del pecador,  quiero que se convierta y viva» (Ez 33,11). El Reino de Dios es reino nuestro en Dios (Rom 5,17). Este Reino, del que se leen en la Sagrada Escritura tantas cosas contradictorias —agua y fuego—, si nos quedamos en la letra, es nada menos que la obra apostólica del Espíritu Santo (Rom 14,17), considerada en las etapas de su difusión y, especialmente, en la ordenación celestial de la vida cristiana como acontecimiento universal de la eternidad gloriosa.

El «venga tu Reino» es una petición inspirada por las prisas para que se desarrolle el Reino ya iniciado; que se realice como primicia en esta vida y como cumplimiento en la resurrección última.

La segunda petición precisa cómo la exaltación del Padre celestial —primera petición— procede de su buen acercamiento personal. Dios reina allí donde es amado, en los corazones en que habita como en su propia intimidad, donde contempla a la criatura reconquistada de la aversión al afecto esponsal del Hijo.

La perfección espiritual y beatificante del Reino no consiste, principalmente, en nuestra vida de hijos adoptivos, sino que comporta, ante todo, la convivencia de Dios en el fiel, nuestra animación soberana por obra inmanente personal del Espíritu del Padre y del Hijo y, a la sombra del Espíritu, impreso como ley de vida, nuestra operación óptima deiforme y, en ella y por ella, la operación personal de Cristo en la humanidad a él incorporada: «Es Cristo el que vive en mí» (Gal 2,20).

Esta vida fuerte, manifiesta y victoriosa, de Cristo en los suyos es la realidad misteriosa más sólida y más imponente que se desarrolla en el universo, el hecho más denso, más memorable, más inolvidable de la historia: el Reino comenzado, el Reino en movimiento, el Rey viviente en su Reino. La vida del Reino es la del Rey. Por medio de él, con él, en él nos formamos y obramos en la caridad de Dios en nosotros.

Mientras cumplimos la voluntad de Dios en el mundo evangélico delineado en la tercera petición del Padrenuestro y, a través de esta obra nuestra, nos preparamos según las cuatro última peticiones, entramos en el Reino de Dios: Cristo gobierna al hombre por el instinto de su Espíritu: que quiere decir salvación en acto, salud espiritual y triunfo pacífico.

Por tanto, la llegada del Reino, se reduce a un progreso intensivo de la gracia habitual y actual que dispone al hombre a la unión divina; en la llegada del Reino se cumple inicialmente la inhabitación a la cual dispone la gracia creada. Es decir, las Personas divinas se comunican en objeto de vida en el don personal del Espíritu de amor, de tal modo que la fidelidad plena a la gracia divina no se reduce a una docilidad ejecutiva a las órdenes divinas, a una fidelidad de siervo, sino que incluye también una disposición permanente de acogida, vigilante a los progresos misteriosos de la inhabitación, mientras la conciencia afectiva de ser amados por Dios despunta y blanquea indefinidamente como alba en los corazones: «la caridad de Dios se infunde en nuestros corazones» (Rom 5,5).

La llegada del Reino responde a la venida de la Santísima Trinidad prometida por el Señor: «Vendremos a él y viviremos en él» (Jn 14,23). Fenomenológicamente la venida es la del Espíritu Santo, y corresponde a una inspiración más o menos habitual del alma despierta a la unción celestial, al fluir íntimo de las aguas vivas (Jn 7,38; Sal 147,18), una educación continua del corazón en Cristo y de Cristo en el corazón (Gál 4,19).

En esta nueva y más alta dependencia nuestra del Señor, la gracia no sólo mueve el corazón, sino que lo conduce inmediatamente con nuestro con senso la operación ya no es propiamente nuestra, es la colaboración de la gracia: más bien hay que decir que la gracia obra y nosotros colaboramos.

Esta dependencia más asidua de la gracia tiene lugar en un júbilo espiritual habitual, en el que comienza a verificarse la abundancia de bienes que los judíos esperaban y ansiaban desde lejos, indefinidamente, como Reino del Mesías.

En los tratados sobre el desarrollo de la vida espiritual, la espera de las visitas de la gracia no siempre recibe el puesto que le corresponde. En efecto, muchos fieles, incluso entre los fervientes, se parecen a las vírgenes dormidas de la parábola; su lámpara sigue quemándose, las operaciones de caridad luminosa y de fe viva no faltan, pero, mientras tanto, duermen porque la espera eclesial de la venida del Esposo ha perdido importancia en su existencia: en abstracto, creen en ello sin duda alguna, pero su fe no es la fe despierta de la espera.

Ya no piensan en estar preparados para responder a la llegada de Cristo (Mt 25,6), a esas obras de la gracia que, como por sorpresa, transforman profundamente el sentido de la vida espiritual, alzándola, de golpe, a un nivel superior, introduciendo en la unión vivida con el Señor, representada en la parábola de la sala del banquete, el preludio del gozo eterno. La secuencia litúrgica Veni Sancte Spiritus pone en los labios del pueblo cristiano la interpretación vivida de la invocación «venga tu Reino».

Estas venidas imprevisibles de la gracia están marcadas, en su mayor parte, por consolaciones íntimas, acompañadas con frecuencia de singulares pruebas internas y externas. Para poder responder sin tardanza y de modo adecuado a estas gracias insignes y, especialmente, a estas pruebas, es necesario que la provisión de aceite sea suficiente.

El aceite representa la devoción, es decir, la prontitud para entregarse al culto de Dios, a prestarse a la llama del sacrificio. Es necesario tener siempre este aceite de reserva, es decir, más de lo suficiente para las necesidades ordinarias. Nuestros ejercicios espirituales diarios no representan sólo un cumplimiento de deberes cotidianos: buscan preparar el alma a las posibles llamadas de la gracia.

Esta preparación escondida y real del alma para recibir la medida desbordante (Lc 6,38) es la que el Señor aprecia más: «¡Estad preparados!» (Mt 24,44). Podemos entrever qué es con rigor la llegada del Reino, a qué se corresponde la imagen de la llegada, cuando el Apóstol conjura a Timoteo «ante Dios y ante Jesucristo, que ha de venir como rey...» (2Tim 4,1). La llegada, como vemos, es distinta del Reino. La palabra griega correspondiente significa «manifestación» (epzfaneia).

El progreso del Reino consiste en el paso del Reino actual, hasta ahora escondido, al estado manifiesto: no un progreso simplemente horizontal, extensivo, geográfico, sino un reconocimiento humano, espiritual, interior, despierto y vivido, del Reino de Cristo. El paso se cumple en los corazones en forma de docilidad cada vez más sumisa al amor de Dios (Jn 6,45). La venida del Reino de Dios, es decir, su comienzo concebido como etapa distinta a la de su establecimiento final, se hace una con el progreso de la vida interior del universo eclesial. La vida interior es la conducta del hombre para quien el eterno reconocimiento de Dios es, de hecho, el verdadero bien, aquel hacia el que él va decididamente, desapegando el corazón, cada día más, de la codicia de los bienes temporales, amados cada vez mejor en la medida en que han sido creados para mantenerlo en el reconocimiento de Dios. Aquí pedimos el cielo de la gracia, el amor divino del universo en la fe como camino directo al cielo de la gloria, posesión de amor gozoso.

Las ovejas conocen la voz del Pastor que las conduce fuera del redil, caminando delante de ellas hacia pastos de vida sobreabundante (Jn 10,3 s.,s). «Venga tu Reino» no expresa una espera pasiva, un simple deseo; en realidad, la venida del Reino corresponde, por parte nuestra, a un crecimiento espiritual efectivo hacia la plenitud escatológica del Reino. El Reino presente es, hasta ahora, un movimiento hacia Dios, movimiento determinado por el ritmo de la gracia acogida, de la gracia que ya es dueña del corazón en el dominio progresivo del Espíritu Santo, que nos lleva a la madurez, a la epifanía de Cristo (lTim 6,13-16).

Cuando, en el tiempo de Adviento, repetimos: «Ven, ven, Señor, no tardes», o en el tiempo de Pentecostés: «Ven, Espíritu Santo», no pedimos una abreviación, una aceleración de los términos predispuestos por Dios para la epifanía del Reino de Cristo: pedimos un movimiento por parte nuestra, no por parte de Dios. Pedimos la intensificación de nuestro obrar hacia nuestra consumación y hacia la de la Iglesia.

Nuestra andadura espiritual se debe parecer a la de los segadores: normalmente, trabajan con prisas. Tenemos poco tiempo a nuestra disposición, entre las tempestades, para realizar nuestro trabajo, para alcanzar el número de almas confiadas a nuestra existencia, antes de que llegue el fin de la jornada, la muerte y, con ella, la imposibilidad de trabajar (Jn 9,4). ¡Oh, si pudiéramos experimentar en nosotros un poco de la disponibilidad inagotable de un san Francisco Javier! ¡Si el ritmo de nuestra vida se pudiera convertir en el de la carrera de un san Pablo! «No saludéis a nadie!» (Lc 10,4) recomienda el Señor; no perdáis tiempo. «No se acabarán las ciudades de Israel hasta que venga el Hijo del hombre» (Mt 10,23). Que la muerte nos sorprenda en pleno trabajo.

Esperemos no ver la muerte antes de que, por lo menos, haya comenzado en nosotros el Reino propiamente dicho, la transformación del corazón que hace el hombre espiritual, «dispuesto a hacer siempre el bien» (2Tim 3,17).

En la noche de la oración perfecta, el fiel «con la cara descubierta refleja», es decir, refleja en sí mismo, como un espejo, «la gloria del Señor», es decir, su caridad, oscuramente contemplada a la luz de la fe, y en la renuncia total «se transforma en la misma imagen de Dios», es decir, en Cristo, y progresa «resultando siempre más glorioso, bajo el influjo del Espíritu del Señor» (2Cor 3,18). El resplandor de la caridad hacia el prójimo es la manifestación real del Espíritu de Dios, la gloria creciente, el advenimiento...

¡Oh, si pudiéramos con el atardecer de nuestra vida cantar el Nunc dimittis con el santo anciano venerable que había vivido cerca del templo a la espera de la consolación de Israel! ¡Si pudiéramos cantarlo cada tarde con la liturgia de Completas, cantarlo después de haber cumplido con el deber espiritual cotidiano, sintiendo en la conciencia descansada y que descansa esa paz en el amor de Dios que es experiencia humilde y alegre del Reino de Dios!

¡Oh, si cada uno de nuestros días (días de espera y de oración, de trabajo y de conquista paciente) se nos concediera el ver «con nuestros ojos la obra de la salvación divina»! ¡Oh, si nuestra atención, al igual que la de Simeón, estuviera dirigida hacia la visión de Cristo vivo en los suyos! Lo que nosotros tenemos ante los ojos es bastante más de cuanto Simeón podía ver, o más bien entrever, del Reino de Dios, de la consolación del Espíritu Santo.

Nosotros podemos asistir, más aún, participar, en la entrada del Señor no ya en el templo terreno, sino en el templo celeste de los corazones cristianos. El Reino es una casa en construcción sobre la piedra, Cristo; nuestro actuar espiritual en los trabajos internos y externos de nuestro fervor lleva el edificio a su fin.

Nuestra acción cristiana nos gana el cielo porque contribuye eficaz, aunque misteriosamente, a la construcción de la Jerusalén celestial. La ciudad, el Reino de Dios, se construye en los cielos, en lo invisible, en lo definitivo. Cada parte nueva, llevada y cimentada en su sitio, permite llevar a cabo la construcción. Cuando se alcance el número predefinido de los elegidos, cuando se aseguren las proporciones de lo habitado, sólo entonces, el arquitecto divino manifestará su obra de arte en el cuerpo de la humanidad resucitada, ya no parcialmente, como ahora, sino totalmente en la tierra nueva, en el firmamento nuevo, en la elevación sublime de las realidades provisionales del presente fugaz. Entonces, toda criatura será sustraída definitivamente al Mal y al Maligno, perfectamente santificada y divinizada con la fuerza de la sangre del Cordero. Jesús, el Señor «entregará el Reino al Padre» y «Dios será todo en todos», glorificado eternamente (cf 1Cor 15,24-28).

 

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

TEOLOGÍA DE DIOS PADRE

PARROQUIA DE SAN PEDRO.  2012. PASENCIA

Introducción

«Orientados hacia el Padre»

 

La venida del tercer milenio nos invita a considerar el origen de la humanidad, pero también el final de su historia. En una u otra dirección, tanto en sus primeros balbuceos como en su postrer desenlace, descubrimos el rostro misterioso del Padre. ¿Acaso no lo encontramos como fuente que articula el universo? ¿No es él quien logra que llegue a su destino?

Cristo tuvo conciencia de que él salió del Padre y que hacia él se dirigía. Este mismo itinerario es descubierto expresamente en el evangelio: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Él vino para llevarnos por este camino, en su deseo de orientar hacia el Padre el futuro de la humanidad.

Así mismo nos invita a cruzar el umbral del tercer milenio y poner nuestra mirada en el Padre. Tal es el movimiento esencial que inspira la temática de este volumen.

En primer lugar toda la novedad de la revelación del Padre queda al descubierto: no se trata simplemente de la paternidad de Dios tal y como se entendía en la antigua alianza, sino de la persona divina que tiene por propiedad distintiva la paternidad. El misterio del Padre es ser persona definida íntegramente por la paternidad. De ahí que sea necesario precisar en qué consiste el acto de generación eterna que constituye al Padre respecto del Hijo. En este acto podemos reconocer la especial importancia de la iniciativa amorosa. El Padre es la primera persona divina que comunica a otra persona por generación toda la riqueza y perfección de su ser absoluto.

En segundo lugar y en función de la consideración del rostro eterno del Padre, la atención se dirige a ese rostro tal y como se revela en la encarnación redentora. El Padre decide, por amor a la humanidad, la encarnación de su Hijo; este don hecho a los hombres es el j más preciado. En concreto su paternidad se manifiesta en la Encarnación mediante la generación virginal, signo que inaugura una nueva humanidad para aquel niño que tiene como único padre al Padre eterno.

En la obra redentora atisbamos la profundidad del compromiso del Padre. Ni siquiera evitó enviar a su Hijo al sacrificio para liberar de la servidumbre del pecado a la humanidad caída. Por ello él es el primero en asumir el lastre de las lacras de la humanidad; se trata de un compromiso desde el sufrimiento que revela la intensidad y la verdad de su amor.

En orden a esa reconciliación en la que ha sido el primero en sufrir la carga, el Padre actúa con una total benevolencia en calidad de Padre de la humanidad. Su paternidad universal conduce a los hombres a la salvación suscitando en ellos una vida filial que participa de la de Cristo. Esta paternidad multiplica sus beneficios tanto para el conjunto como para cada circunstancia concreta de la existencia humana gracias a los innombrables cuidados de la Providencia.

La respuesta a esta revelación del Padre se refleja en la oración. Cristo enseñó a sus discípulos la manera de orar desde una súplica modelo que requiere ser meditada y explicada con detenimiento. Un comentario en profundidad es útil no solamente para la piedad sino también para la fe, lo que nos permite así descubrir y apreciar el sentido de la revelación del Padre y de las relaciones que ha querido establecer con nosotros.

Con la oración, el culto es fuerza que abre al Padre los corazones de los hombres. En el culto, destinado a desarrollar todas las disposiciones de una verdadera intimidad filial con el Padre, se plantea el problema de la instauración de una fiesta litúrgica. Hasta el presente tal fiesta no existe. Sin embargo, parece que la intención de Cristo de repartir a los suyos su impulso filial hacia el Padre alcanzaría plenamente su objetivo en la celebración de dicha fiesta. Tal celebración 1 1 ayudaría a los cristianos a acoger de forma más beneficiosa la verdad 1 del Padre como la cúspide de la revelación evangélica.

 

El Misterio de la persona del Padre


         ¿Verdaderamente la persona del Padre ocupa el lugar que le corresponde en el estudio doctrinal y el culto cristiano? Es cierto que es comúnmente reconocida como la primera persona de la Trinidad, pero parece que no ha tenido la debida atención teológica tal y como sucede con las personas de Cristo y el Espíritu. Da la impresión de que el Padre no necesita de un estudio especial sobre su paternidad divina, desarrollada ya con anterioridad en el AT. Desde el origen de la expresión doctrinal de la fe, la paternidad divina no fue realmente objeto de investigación teológica hasta entrado el siglo IV con Atanasio. El concepto de paternidad divina es de por sí ambiguo, ya que puede entenderse como Dios Padre o exclusivamente como persona del Padre. Creemos que no se ha percibido con suficiente intensidad la novedad de la revelación evangélica de la persona del Padre.

En la existencia de un buen número de cristianos tampoco pare- ¡ ce que esta revelación del Padre lleve parejo un comportamiento profundamente filial. Muchos se dirigen a Dios y le oran sin reconocer en él la persona del Padre que Cristo ha querido revelarnos en su enseñanza y en su vida terrenal.

Nuestro esfuerzo será descubrir y comprender mejor la particular novedad del rostro del Padre tal y como su Hijo nos lo ha presentado. Nuestro objetivo no pretende desentrañar las cuestiones planteadas por la teología feminista respecto al aspecto maternal de la primera persona o de la justificación del nombre del Padre. Con independencia de la controversia abierta en este campo de investigación, buscaremos aclarar las dificultades con las que se encuentra la teología del Padre y su traducción en el culto y la vida de los cristianos.


A. REVELACIÓN DE LA TRINIDAD Y DEL PADRE


1. Revelación de la pluralidad de las personas divinas


          En el lapso que va de la revelación judía a la revelación cristiana, el deseo de poner de relieve su continuidad nos impide apreciar suficientemente toda la novedad que ello entraña, novedad implicada en la revelación del Padre.

Algunas referencias sobre la paternidad de Dios, según lo afirmado en el AT, son fácilmente reconocibles en la revelación de Cristo. En efecto, Dios era reconocido desde siempre como ese amor paternal dado a su pueblo, cuando Israel era considerado su hijo primogénito (cf. Ex 4,22). A este respecto vemos en él sentimientos de misericordia que nos hacen pensar en un afecto no sólo paternal, sino también maternal (cf. Jr 31,20). De este modo podemos ver en el rostro evangélico del Padre el complemento supremo de la anterior revelación de la paternidad divina.

La terminología de los evangelios sobre la palabra «Dios» en alternancia con la expresión «Padre» parece confirmar tal continuidad. «En el Nuevo Testamento —dice W Kasper—, el Antiguo halla su consumación en el uso de la palabra “Padre” o “el Padre”, designando pura y simplemente a Dios». Kasper atribuye a las palabras de Jesús dicha denominación. «Igualmente cabe constatar en la tradición evangélica una tendencia creciente a designar a Dios como Padre en las palabras de Jesús. Estaríamos equivocados si viésemos en ella la teología de la comunidad tardía. Lo que muestra esta tendencia es realmente el recuerdo de las propias palabras de Jesús nombrando a Dios como “mi Padre”, “vuestro Padre”, o incluso “el Padre” o “el Padre celeste”»2. Difícilmente podríamos constatar la autenticidad de estas expresiones si no fuera por los análisis de J. Jeremias.

Con todo conviene precisar la intención de Jesús cuando empleaba estas expresiones. Sin duda alguna habla del Padre como Dios. Ahora bien, ¿se trata sólo de recoger lo que ya había sido dicho en la revelación de la paternidad divina manifestada en la antigua alianza? La gran novedad, que supera en mucho a todo lo anterior, es que el nombre del «Padre» se refiere siempre a una persona singular y no tanto a una idea general de divinidad. Jesús se dirigió a esta persona llamándola «Abba». De esta manera se comportaba como un Hijo que mostraba relaciones muy familiares con el Padre. Jesús no se dirigía propiamente al Dios del AT como cualquier otro hombre. El mismo es Dios, el Dios Hijo, y es esta identidad de Hijo la que busca manifestar y revelar. Aquel que es invocado o mostrado con el nombre del Padre es una persona divina caracterizada por la paternidad, distinta de la personalidad divina del Hijo.

Se nos descubre de forma insospechada una verdad que concierne a la realidad más profunda de Dios: la pluralidad de personas divinas. Estamos ante una revolución en el modo de concebir a Dios. Este Dios posee toda la perfección que le fue atribuida en la antigua alianza, pero lo que importa a partir de ahora es reconocer en él la inefable realidad de las tres personas. Es ésta una novedad considerable, sobre todo si la vemos desde la perspectiva de la religión judía, cuando ponía enérgicamente el acento en la fe en un Dios único. Es verdad que Jesús salvaguarda la creencia del Dios único, pero al mismo tiempo nos quiere hacer comprender que siendo único y absoluto en su soberana omnipotencia, Dios no es una persona sino muchas. Esto nada quita a la unidad, pero desde este instante Dios se manifiesta en la riqueza de la pluralidad.

 


2. Revelación del Padre


          La revelación de la pluralidad de las personas divinas parte de Cristo. Previa a la Encarnación, esta pluralidad no era conocida aun cuando fuera asumida como una preparación al misterio trinitario, el Dios del AT fue siempre considerado como una sola persona. Con la entrada del Hijo en la humanidad se ha impuesto la manifestación de la pluralidad de personas divinas. Jesús no podía revelar su identidad personal si no era haciéndonos comprender su relación de Hijo respecto del Padre. Para afirmarse como Dios debía hacerse reconocer como Hijo. Si no, hubiera arrastrado al error a los que dirigiéndose a él demandaban creer en su divinidad; de este modo pensarían que simplemente era idéntico al Dios del AT sin poder sospechar la diferencia entre el Hijo y el Padre.

La revelación de la Trinidad se ha operado más por la existencia filial de Cristo que por simples declaraciones doctrinales. Jesús no hizo ninguna proclamación dogmática concerniente al misterio más profundo de Dios; él jamás habló de tres personas divinas ni de la unidad de su naturaleza. Pero sí explicó su propia existencia como la de un Hijo que enviado por el Padre quiere consumar la misión que le fue asignada. Pertenece igualmente a la entraña de su misión el anunciar la venida de «otro paráclito». Poco antes de que el Espíritu Santo se hiciese presente, él instruyó a los discípulos durante la última cena sobre la persona de este Espíritu que les haría comprender la verdad de su enseñanza. La revelación de la Trinidad se ha dado por tanto de forma progresiva, comenzando por la distinción del Padre y del Hijo y culminando con la promesa del Espíritu Santo, promesa destinada a iluminar el sentido de Pentecostés y el progreso espiritual de la Iglesia.

Partiendo del Hijo, la revelación de la Trinidad se lleva a cabo inicialmente iluminando la persona del Padre. El primer nombre del misterio trinitario es «Abba»>, nombre gracias al cual Jesús revela su propia filiación divina. Hay un aspecto importante de la demostración de su identidad personal: la demostración de su divinidad que, lejos de un deseo de propia exaltación, tiende a concentrar la mirada sobre el Padre.

Desde entonces es el Padre el que aparecía como la primera persona dentro del misterio divino. Jesús reconocía en él el origen y el iniciador de su existencia terrestre, declarando que en todo momento haría la voluntad del que le había enviado al mundo. Invocándole como «Abba», muestra la conciencia de que todo ha sido recibido del i Padre y el deseo de responderle como ofrenda de sí. Complaciéndose en acudir a él en su oración, eleva hacia él su alabanza y su acción de gracias.
Al reconocer la autoridad del Padre sobre su vida y subrayar su dependencia filial, hace depender su relación desde una profunda intimidad en la que se afirma una reciprocidad perfecta: reciprocidad de conocimiento, de pertenencia, de inmanencia, de amor. Al conocer y amar al Padre como él le conoce y ama, descubrimos su innata igualdad; sin embargo, dicha igualdad no se coloca sobre la prioridad del Padre, ya que es recibida de éste. En calidad de Hijo todo le ha sido dado por el Padre y posee sólo lo que le pertenece como tal.

El Padre es siempre el primero, pero verdaderamente el Padre ha entregado todo a su Hijo. Como primera persona divina, el Padre es aquel al que se le aplica en origen el nombre de Dios. Dicha aplicación es constatada en el lenguaje del evangelio donde el término «Dios» generalmente sirve de referencia a la persona del Padre.

Siguiendo la tesis de K. Rahner° en lo que concierne al término «Dios» (con el articulo: o theos) en el NT, el término, según su argumento, no sólo designa al Padre sino que le significa en sentido propio como referencia exclusiva a él. Pero menciona al mismo tiempo seis textos donde «Dios» (sin artículo: ¡Jicos) se emplea para calificar a Cristo. Se trata, según él, de afirmaciones que requieren de cierta cautela, ya que revelan vaciaciones en el empleo del término. Por tanto, Rahner consideraba que «Dios» significa al Padre sin ambigüedad: la palabra «Dios» es tan exacta y precisa como la palabra «Padre».

            Padre: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (ICo 8,6). «Señor» es un nombre divino que permite afirmar la divinidad de Cristo sin confundir su persona con la del Padre. Respecto a la distinción entre «Dios» y «Señor», Pablo salvaguarda la diferencia de ambas personas, encontrando así una solución al problema terminológico que se presentaba a la fe cristiana.

En los otros escritos del NT, el término «Dios» designa a menudo y de forma manifiesta la persona del Padre. Con todo, en determinados casos no es fácil apreciar una designación formal del Padre, ya que se trata de un Dios en sentido indeterminado, como era el Dios del AT. Esto lo podemos ver en el elogio que hace Lucas de Zacarías e Isabel: «los dos eran justos ante Dios», o la afirmación «mientras oficiaba [Zacarías] delante de Dios, según el uso del servicio sacerdotal» (Lc 1,6-8). «Dios» es empleado aquí en un contexto veterotestamentario°.

De este contexto proviene la terminología que luego aplicará a la persona del Padre el nombre de Dios. La revelación realizada por Cristo ha permitido hacer un uso renovador de la palabra «Dios»: Dios es llamado por excelencia el Padre. Sin embargo, ya lo hemos dicho, esta aplicación no fue exclusiva, pues en ciertos contextos el término «Dios» es aplicado a Cristo. El mismo Rahner es consciente de las numerosas excepciones a esta regla, según la cual «Dios» era aplicado sólo al Padre. No cabe por tanto minimizar su importancia, dado que revelan una orientación destinada a afirmar de forma progresiva lo que nos permitirá reconocer en el futuro y plenamente la divinidad de Cristo, al que se le dio el nombre de Dios.

En los escritos de Juan vemos esta tendencia. En el comienzo del prólogo al evangelio constatamos una vigorosa afirmación de la divinidad del Verbo, sin olvidar las precauciones gramaticales que permiten mantener la distinción entre el Padre y él. El término «Dios» es empleado con el artículo para designar al Padre. El Verbo es dirigido «hacia Dios», es decir, hacia el Padre. Por otro lado el Verbo es «Dios», esta vez sin artículo, para afirmar la posesión de la naturaleza divina. A diferencia de Pablo, Juan no retrocede ante el hecho de atribuir el nombre de «Dios» a Cristo, aunque encuentra un modo expresivo que salvaguarda la distinción de las personas divinas, con el que evita así toda confusión entre el Padre y el Hijo. Al final del prólogo (1,18), llama al Verbo «Dios monogenes» o «Dios Hijo único». Habiéndole otorgado el nombre de Dios, lo describe como «Unigénito» para distinguirlo de Dios Padre. Juan no renuncia a aplicar al Hijo el término «Dios», pero se preocupa de evitar cualquier confusión.

Por lo que se refiere a la aplicación del término, es posible remontarlo al origen de la fe cristiana. Juan sitúa la profesión de fe del apóstol Tomás en el primer final de su evangelio: «1Señor mío y Dios mío!» (20,28). La palabra «Dios» recibe en el contexto de la aparición de Jesús resucitado el sentido de una magna ocasión al tiempo que una humilde benevolencia que invita a la familiaridad: en Cristo se transparentaba el nuevo rostro de Dios.

No menos impresionante es la declaración que remata su primera carta. Juan habla ahí en primer lugar de «el Verdadero» al cual debemos conocer y que es Dios mismo. Más adelante afirma: «Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el Dios verdadero y la vida eterna» (5,20). Toda la verdad se concentra así en Cristo.

Existen otros textos en los que está presente dicha excepción. En la carta a los Hebreos es Dios el que dice a su Hijo: «Tu Trono, ¡oh Dios! por los siglos de los siglos» (1,8). Tras designar al Padre, que en estos últimos días nos habla mediante el Hijo, el término «Dios» es empleado para definir al Hijo por sí mismo.

 

 

 

 

C. NACIMIENTO VIRGINAL Y FILIACIÓN DIVINA

 

1. La afirmación del nacimiento virginal

 

         Ya hemos dicho que este texto permite considerar con fuerza la afirmación del nacimiento virginal. Tres negaciones se siguen para excluir lo que es propio de un nacimiento ordinario: «el cual no fue engendrado de la sangre ni de la voluntad de la carne ni de la voluntad del hombre».

            No ser engendrado por la sangre es no haber sido concebido por la fusión de sangre que, según una convicción antigua, acompañaba ala unión sexual. Otras interpretaciones se han dado, como la de san Agustín (la única posible que conviene al versículo tradicional), y que comprendía desde el plural la mezcla de la sangre del hombre y de la mujer, lo que parece confirmado en la literatura antigua. De esta manera el evangelista habría excluido la fecundación por unión matrimonial de la pareja.

Lo que sí está excluido es la «voluntad de la carne», es decir, lo que conocemos como deseo sexual, y la «voluntad del hombre», normalmente afirmada en el acto de la fecundación. Tales exclusiones no comportan ningún desprecio de las condiciones ordinarias del nacimiento humano. La «voluntad de la carne» no debe entenderse como una concupiscencia que refleja cierto carácter pecaminoso, de igual modo que la «voluntad del hombre» nunca es mencionada de forma peyorativa. Estamos ante un simple anuncio objetivo de las condiciones del nacimiento, sin intención alguna de incriminar o presentar dicha realidad en un sentido desfavorable. Estas condiciones generales sólo han quedado excluidas en Cristo.

Pero hay algo más. La voluntad de la mujer no ha quedado apartada; lo que se excluye es la voluntad del hombre. El término empleado en griego distingue al varón de la mujer. Por tanto hombre en el prólogo se refiere siempre al sexo masculino. El evangelista excluye todas las condiciones naturales del nacimiento salvo una. Al hacer excepción de la voluntad de la mujer, manifiesta su intención de afirmar un nacimiento virginal. Estamos ante un nacimiento que tiene a Dios por origen, pero en este caso con el concurso de la mujer.

Algunos comentaristas han creído ver en la afirmación «el cual fue engendrado de Dios», una referencia directa a la generación eterna del Verbo. Esta fue la interpretación de ciertos neoplatónicos según san Agustín lo refiere. El prólogo parece contemplar al Verbo en su eternidad cara a Dios y nos sirve para constatar la generación eterna del Hijo. Pero ya hemos dicho que el verbo aoristo «fue engendrado» sólo refiere un acontecimiento histórico. La triple alusión a la sangre, la voluntad de la carne y la voluntad del hombre debe comprender- se, a juicio del autor, desde el punto de vista del nacimiento humano. La afirmación que le sigue: «Y Verbo se hizo carne», confirma que se trata de la venida del Hijo al mundo; por tanto, de su nacimiento virginal.

             ¿Por qué se insiste tanto en este nacimiento virginal? Parece que el evangelista mira de reojo a los adversarios que niegan la filiación divina de Jesús. El nacimiento virginal es mencionado como signo de la filiación divina. La triple negación no tiene otro sentido que demostrar que Jesús «fue engendrado de Dios».

Este es el punto fundamental de acuerdo entre Juan y lo dicho en Lucas. En el relato de la Anunciación, la intención de María de permanecer virgen y la acción del Espíritu Santo en la concepción del hijo pretenden mostrar la filiación divina: «Por eso elque ha de nacer será santo, y será llamado “Hijo de Dios” (Lc 1,35).

Juan, a diferencia de Lucas, no tiene la intención de describir en su prólogo las circunstancias del nacimiento virginal. En lugar de un relato de la infancia, nos presenta el cuadro de la preexistencia eterna del Verbo y el primer origen de Cristo. El sólo entre los evangelistas describe el acto de la Encarnación. En su descripción afirma el nacimiento virginal, el único que conviene al Hijo único, al «Monogene» (1,18).

A propósito de ciertos libros neoplatónicos, Agustín declara: «Yo leí que el Verbo, o sea Dios, no nació de la carne sino de Dios. Pero que el Verbo se hiciera carne y habitase entre nosotros, eso no lo leí» (Confesione. 7,9,13) Los neoplatónicos creían que la carne entrañaba una mancha, y por eso excluían la Encarnación). En la Biblia de Jerusalén se nos da en nota el sentido original: «Alusión a la generación eterna de la Palabra, pero también sin duda al nacimiento virginal de Jesús».

 

2. El sentido del nacimiento virginal

 

          La característica de Hijo de Dios, según resulta del nacimiento virginal, no refleja idénticamente lo que en la actualidad afirmamos en nuestra profesión de fe en Jesús Hijo de Dios. Lo que profesamos es que Jesús es el Hijo del Padre, engendrado por el Padre desde toda la eternidad y único Dios con él. Esto también lo declara el evangelista Juan cuando escribe: «[...] para que creáis que Jesús es el Cristo, el Híjo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (20,31).

Por sí mismo el nacimiento virginal demuestra solamente que la concepción ha sido realizada por Dios. El niño nacido de ahí es el hijo de Dios. En su sentido directo, la filiación divina se refiere simplemente a una generación física, es decir, a una generación temporal y no eterna. Las palabras pronunciadas por el ángel en el instante de la Anunciación quedan circunscritas al nivel humano de la generación. Jesús es llamado «Hijo de Dios» porque el Espíritu ha venido sobre María para concebir al niño.

            Pero esta generación es un misterio que nos lleva a otro mayor. La exclusión de un padre humano, según queda fuertemente subrayada en el versículo 13 del prólogo, tiende a mostrar que el padre exclusivo del niño es Dios. Esta exclusión se comprende de forma más satisfactoria si admitimos que el que ha sido concebido de lo alto es el Hijo que no tiene más Padre que aquél que lo ha engendrado desde toda la eternidad.

La generación virginal constituye el signo, la manifestación de la generación trascendente del Hijo. Podría parecer excesivo decir de ella que su implicación en el misterio de la Encarnación era necesario, sin la cual era imposible que una persona divina se hiciese humana; pero ciertamente conviene con justicia a la expresión de este misterio. La concepción virginal es el modo de generación humana que realiza en la carne la filiación divina: ella sirve de testificación de la paternidad de Dios respecto del niño.

En este sentido se puede hablar de una encarnación de la generación filial. No solamente hay una encarnación del Hijo de Dios, sino la encarnación de la generación divina en la generación humana. El evangelista, que en su prólogo presenta al Verbo, Hijo único, y describe su encarnación, era el más apto para comprender la importancia de la encarnación de la generación eterna dentro del nacimiento virginal. Él no ve solamente al Verbo en Cristo sino también su carne; la realidad humana de Jesús tiene para él un valor irremplazable. El Verbo ha venido al mundo no por mera aparición sino por un verdadero nacimiento. Y este nacimiento carnal lleva, por su carácter virginal, el sello de la filiación divina.

Toda la atención del evangelista se centra en esta filiación divina. Juan no pretende en su afirmación del nacimiento virginal exaltar el ideal de virginidad. Este ideal está implicado en el designio divino de la Encarnación, pero no por ello está formulado. Por otro lado, debemos hacer notar que la exclusión de las condiciones ordinarias del nacimiento no está en absoluto determinada por una actitud de rechazo de la carne. Estaríamos totalmente equivocados si viéramos en el nacimiento virginal un motivo de menosprecio del matrimonio. La única conclusión que se derivaría de este nacimiento es precisamente la de exaltar el nacimiento humano, ya que con este engendramiento primordial recibe una dignidad extraordinaria, dignidad que repercute a partir de ahora en todos los nacimientos.

En realidad gracias al nacimiento virginal, la verdad según la cual todo nacimiento es obra de Dios se muestra de forma rotunda. Según el relato del Génesis, Eva dijo tras su primera maternidad: «He adquirido un varón con el favor de Yahvey» (4,1). Para los padres el don de una nueva vida es en primer lugar obra de Dios. En el nacimiento virginal, la acción de Dios cobra un aspecto excepcional: Dios interviene directamente en la constitución física del hijo con la cooperación de la madre. Tal acción ilumina con toda intensidad el valor del nacimiento a los ojos de Dios y ennoblece con ello cada nacimiento humano concreto. Y paradójicamente, la exclusión de las condiciones ordinarias del nacimiento dentro del misterio de la Encarnación, confiere, como ya hemos dicho, una mayor dignidad a todos los nacimientos.

D. MATERNIDAD VIRGINAL Y PATERNIDAD DIVINA

 

1. La afirmación del prólogo y del resto del evangelio

 

Para reflejar el nacimiento virginal, el evangelista no dice nada de la voluntad de la mujer. El ya sabía que María aceptó convertirse en Madre de un niño que sería Hijo de Dios. Por eso no menciona el concurso de la mujer, porque su intención era explicar la filiación divina. Se entiende así la diferencia con el relato de Lucas. Según este último, Jesús nace del Espíritu Santo y de la Virgen María; según Juan, ha nacido de Dios sin concurso del hombre.

No obstante, a pesar de callar sobre el papel de la mujer, el evangelista debía apreciarla particularmente; ella es lo único que no queda excluido en el nacimiento. Una mujer ha permitido al Hijo de Dios pertenecer a la humanidad por un nacimiento auténtico. Su concurso ha hecho posible que un hombre sea engendrado en calidad de Hijo de Dios.

Juan debió conocer mucho a esta mujer, puesto que al relatar el principio de la vida pública de Jesús, nos la sitúa en el milagro de las bodas de Caná: «Y estaba allí/a Madre de Jesús» (2,1). Es el único evangelista que deja constancia de las dos intervenciones significativas de María en el desarrollo de la misión salvadora de Jesús: Caná y el Calvario.

En consecuencia, la mujer que es citada y, sobre todo, la que es aludida en el anuncio del nacimiento virginal no es una figura cualquiera, sino una persona concreta. Es descrita con los rasgos de una mujer ideal, plenamente comprometida en la colaboración con la obra de Cristo. En los dos episodios en los que ella aparece es llamada «Majen» por Jesús. Si el Maestro se designa como el Hijo del hombre para hacer comprender el misterio de su persona y misión, el nombre de «mujer» dado a su madre evoca así mismo la participación femenina por excelencia en la venida y obra del Hijo del hombre.

El papel específico de María en el nacimiento de Jesús, papel vinculado a la revelación del Hijo de Dios, ha sido representar mediante su maternidad virginal la paternidad única del Padre. Gracias a la Virgen de Nazaret, el Verbo eterno se hizo carne siendo engendrado por Dios.

Este papel tiene una estrecha vinculación con el representado en Caná y después en el Calvario. Cabría interpretar ambos episodios, uno al inicio y otro al final de la vida pública, a modo de «inclusión semítica», es decir, como un procedimiento por el cual comienzo y fin responden a una misma perspectiva. Mostrando el papel de María en ambos extremos, el evangelista quiere mostrarnos la influencia global y continua de María sobre la vida pública de Jesús. Tal vez no sea necesario llegar a esta conclusión; pero sí es cierto que el papel de María, y así debemos apreciarlo, en el desarrollo del primer milagro y en la consumación del sacrificio de la cruz tiene un gran valor y manifiesta su cooperación esencial en la obra de la salvación. Ya el prólogo ha apuntado la importancia de esta cooperación en orden al nacimiento virginal.

 

2. El papel de María en Caná


             Hay un vínculo de continuidad entre el papel que María tuvo en el nacimiento de Jesús y su intervención en las bodas de Caná. En ambos casos, la maternidad de María sirve de instancia reveladora de la paternidad del Padre y de su cooperación en la misión del Salvador.

Cuando María solicita el milagro del vino, se muestra como una mujer animada de solicitud maternal. La suya es una solicitud que particularmente evoca la Providencia del Padre, la misma de la que habla Jesús pensando en las necesidades materiales: «pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo ello» (Mt 6,32).

Pero también estamos ante un acontecimiento que revela su cooperación con el Padre celestial que ha enviado al Hijo a cumplir su misión en el mundo. Gracias a la petición del milagro por María, Jesús se muestra ante nosotros como el Salvador. Ella fue en la generación del niño imagen del Padre y cooperadora en la manifestación del Salvador del universo, para continuar siéndolo en los inicios de la vida pública.

Para confirmar esta perspectiva, nos sirve un detalle del relato de Juan. Previo al evento del milagro, el evangelista pone en labios de Jesús esta declaración que ilumina todo su ministerio: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (1,51).

Estas palabras tienen sentido a la luz del sueño de Jacob. El patriarca vio una escala apoyada en la tierra y cuya cima tocaba los cielos: «[...] los ángeles de Dios subían y bajaban por ella» (Gn 28,11). A partir de ahora el Hijo del hombre se constituye en la escala que une cielo y tierra y por la cual los ángeles suben y bajan. Él ha unido a la humanidad con la divinidad, ya que a Jesús, por su condición de Dios y hombre, se le ha dado esta potestad. Es hombre porque tiene una madre que le ha hecho pertenecer a la línea de las generaciones humanas. Y es Hijo del Padre porque une cielo y tierra en virtud de su filiación respecto de María. Como Hijo del hombre, Jesús es un personaje misterioso, divino, verdadero hombre siendo hijo de la mujer.

En Caná viene a realizar maravillas, y la primera de ellas es llamar a su Madre «mujer». Por eso el Hijo del hombre se ha revelado como la escala que nace de la tierra y abre el cielo a la humanidad. Es importante resaltar este hecho: su maternidad evoca la paternidad del Padre. María no es un simple instrumento pasivo de esta paternidad. Ella colabora con el Padre de un modo activo, no dudando en tomar la iniciativa y pedir un milagro. Incluso cuando se le da la respuesta de que la hora de la revelación pública todavía no ha llegado, no renuncia a su demanda.

Ella muestra una audacia fundada sobre la total confianza en la bondad del Padre y de su poder de modificar la hora sin poner en peligro la realización de sus designios. Esta audacia es la que le permite hacer la recomendación a los servidores en vista de la inminencia del milagro: «Haced lo que os diga» (Jn 2,5). Cuando Jesús realiza el milagro asiente a esta cooperación audaz.

Por tanto, es la intervención de María la que suscita este milagro. Anticipando la hora, María descubre la presteza del Padre por revelar al Salvador y mostrar a los hombres los maravillosos beneficios de su acción. Su propia maternidad es a la vez reflejo de la paternidad del Padre y cooperación eficaz con él.

 

3. La maternidad consagrada en el Calvario


             María se hace receptora de una nueva maternidad en el Calvario, apta ya para representar la paternidad espiritual del Padre y en posesión de una maternidad a los ojos de la gracia. A ella se le ha concedido expresamente cooperar, por su propia actividad maternal, a la extensión de la paternidad del Padre en el mundo. Descubrimos así que el pleno cumplimiento de su papel representativo de la paternidad divina y de su cooperación con ella están implícitos en el nacimiento virginal.

La maternidad que descubrimos en el Calvario nos muestra además otra verdad, según ya quedó anunciada en el nacimiento virginal. Dado que Jesús no es fruto de un matrimonio humano sino «de Dios», él ha permitido a los que creen en su nombre «poder convertirse en hijos de Dios» (Jo 1,12). El que ha nacido como Hijo de Dios comunica a los creyentes su filiación divina. Contribuyendo al nacimiento virginal del Hijo de Dios, María ha colaborado en la comunicación de la filiación divina que es resultado de ese mismo nacimiento.

A los ojos de Jesús su maternidad virginal implica una orientación maternal a la extensión universal de la filiación divina adoptiva. Esta orientación está plenamente confirmada en las palabras pronunciadas en la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26).

A partir de este momento las verdaderas dimensiones de su maternidad alcanzan su plenitud. Interpelada como «mujer», la madre es ahora invitada a aceptar la pérdida de su único Hijo para convertirse en madre de cada discípulo. La nueva maternidad resulta de su asociación íntima con el sacrificio redentor de Cristo.

La extensión universal del corazón maternal, que brota del interior de la ofrenda dada para la salvación del mundo, es proclamada de modo manifiesto por Jesús que asigna a su madre una misión importante para el futuro de la Iglesia, misión esencialmente maternal, de naturaleza universal y espiritual como la paternidad del Padre. Esta relación entre maternidad de María y paternidad del Padre queda clara en las intenciones de Jesús. Así en las primeras palabras pronunciadas por él tras su sacrificio, ya resucitado, da a los discípulos el nombre de «hermanos», nombre que alcanza su sentido en la expresión «mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20,17).

A María Magdalena le asigna la misión de llevar a los apóstoles el mensaje en el que hace saber que su Padre está con ellos, declarando esa nueva paternidad que es el resultado esencial de su sacrificio. Su existencia de resucitado es comunicada como vida filial, con toda la riqueza de contenido que comporta la filiación divina adoptiva.

De igual modo él ha instituido la nueva maternidad de María en función de esta paternidad del Padre. Convertida ya en madre de cada discípulo, María tiene por misión hacer sentir y comprender mejor la bondad paternal de Dios. La que espontáneamente ha sido llamada por los cristianos «madre de misericordia», tiene que mostrar del modo más concreto y conmovedor lo que está en el interior mismo de la misericordia del Padre.

Es un dato de experiencia el que los cristianos se hayan sentido inclinados a presentir la simpatía de esa madre como el camino que abre y descubre el amor de un Padre cuyo rostro es percibido a menudo como algo lejano. No sólo María presenta una imagen más viva e impresionante de la invisible paternidad divina, sino que también coopera, siendo Madre, en la comunicación de la filiación divina a los cristianos. El Padre adopta a los hombres como a sus hijos en Cristo requiriendo para ello el concurso maternal de María. Juega así su papel de madre en la difusión de la gracia, sobre todo y particularmente en e1 momento del bautismo, asistiendo como madre al nacimiento espiritual de cada miembro de la Iglesia.

El cristiano no sólo deviene en Hijo del Padre en Cristo por el Espíritu Santo, sino que también se constituye, a ejemplo de Jesús, en hijo de María. La maternidad llevada a cabo en el instante del nacimiento virginal se expresa, con todas sus consecuencias, como el reflejo de la paternidad divina y la cooperación con el Padre en el nacimiento de una nueva humanidad en Cristo.

 

 

E. EL PADRE EN LA REDENCIÓN: PATERNIDAD REDENTORA (79-103)


             Desde la eternidad del misterio divino, Dios se compromete con el misterio de la Encarnación para ser, del modo más generoso y pleno, Padre de la humanidad.

Todo lo que ha sido hecho en la creación y en la obra de la salvación se explica desde la intención soberana del Padre de instaurar una paternidad universal con el fin de elevar a los hombres a la condición suprema de la filiación divina.

 


A. UN PROYECTO ESENCIALMENTE PATERNAL


           La comunidad cristiana primitiva percibió con absoluta claridad la significación esencial de la obra salvífica llevada a cabo por Cristo para toda la humanidad, reconociendo en esta obra el designio del Padre. Con ello se dio cuenta de que para comprender el nuevo destino ofrecido a la humanidad, era necesario retornar a su origen absoluto, al profundo designio que se esconde en el misterio divino.

Este designio primordial es objeto de alabanza en el himno inicial de la carta a los Efesios. Pablo escribe este himno para expresar la fe de los primeros cristianos, fe que refleja el sentido del acontecimiento de Cristo y que busca subrayar, con entusiasmo y admiración, las inmensas repercusiones sobre el futuro del universo. El sentido poético del himno nos permite sentir desde sus primeras palabras la profundidad de su misterio.

La opulencia del estilo no busca otra cosa que reflejar el desbordamiento de la gracia: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos; hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra...» (Ef 1,3-10).

1. El Padre que nos ha elegido como a sus hijos

            Lo que este himno muestra es fundamentalmente el amor paternal presente como inspiración que anima el todo. Que Dios sea bendecido y alabado, es un dato que puede esperarse de un mínimo conocimiento de la tradición judía. Lo que es nuevo respecto de esta tradición es que Dios sea llamado «Padre de nuestro Señor Jesucristo».

Nos hallamos ante la persona del Padre, el mismo al que Jesús invocaba en su existencia terrenal con el nombre de «Abba». Gracias a él se nos ha concedido toda suerte de bendiciones espirituales. De hecho cuando se habla de «bendiciones divinas» estamos ante verdaderas bendiciones del Padre.

El proyecto de salvación es esencialmente paternal, no sólo porque parte de él sino porque pretende afianzar su total paternidad sobre la humanidad. Lo que en el fondo se pretende es conferir a la filiación adoptiva la participación en la filiación de Cristo. Éste es objeto central de lo que se conoce como «predestinación», la que determina la suerte de los hombres: el Padre nos ha predestinado a ser hijos adoptivos por la conversión hacia él. Es una predestinación que debe entenderse únicamente como obra de benevolencia.

 El himno no sugiere en absoluto una idea de predestinación cerrada, es decir, que algunos se vean arrastrados a la condenación. Desde el Padre no hay más que una sola voluntad paternal, deseosa de comunicar sus beneficios. El Padre sólo tiene un propósito: conferir a los que trata como hijos la máxima dignidad y completa bienaventuranza implicadas en su filiación.

La predestinación es realizada por el Padre «según el beneplácito de su voluntad». El término eudoeia a menudo se ha traducido como «complacencia», lo que pone el acento en la soberanía de la decisión divina. Pero conviene tener presente que no estamos ante una soberanía arbitraria en la que la «complacencia» pasa a convertirse en «favor». La voluntad del Padre siempre se caracteriza por el beneplácito por todos.

Nuestra predestinación a la filiación divina está determinada por una elección soberana y gratuita. El Padre «nos ha elegido». Esta elección implica un amor personal dirigido a cada individuo. El Padre no ama a la humanidad de manera global, sino a cada uno de los hombres de modo particular a los que quiere convertir en sus hijos. Tal es la característica del amor paternal, como vemos aquí en su máxima perfección. Cada ser humano puede decir que el Padre le ama y continúa amándolo con un amor de elección acomodado a su persona.

La elección no debe entenderse en el sentido de una preferencia que comporte una exclusión. Aquí no hay distinción entre los supuestos elegidos y los que no. Simplemente el acento se pone sobre un amor que de forma soberana se da a cada persona concreta. Ser elegido es no quedar encerrado en una masa anónima de individuos donde las propiedades personales son ignoradas.

Esta elección es realizada en Cristo. El Padre nos elige «en él», es decir, en «Nuestro Señor Jesucristo». Al amarnos, su amor llega a nosotros descubriendo en su interior a su Hijo único. La filiación que el Padre pretende instaurar en nosotros gracias a su paternal iniciativa es una filiación que participa de la de Jesús. El que su amor se haya dirigido primeramente a su Hijo único antes de posarse en nosotros no significa un amor de menor intensidad; al contrario, es el máximo de amor al que nos ha destinado ya que el Padre ama al Hijo por encima de todo. En este amor elevado nos ama y elige como a sus hijos. Lejos de atenuar el contacto personal, la elección se realiza en Cristo confiriendo a este contacto su más alto valor: el amor paternal llega a nuestras personas para conformarnos hijos a imagen del Hijo eterno.

La elección se cumple antes de la fundación del mundo. Esta anterioridad concierne a la intención divina que precede a la realidad del mundo creado. Ella muestra que la obra creadora ha sido iluminada y guiada por el mismo amor paternal que nos ha elegido y predestinado a la filiación adoptiva. Cuando el Padre crea a los hombres, los hace aparecer a la existencia en virtud de un designio de paternidad universal. No nos ha hecho meras criaturas, sino que nos ha confirmado como criaturas destinadas a ser hijos en Cristo. La intención que anima a la creación engloba toda la obra de la salvación.

Por acceder a la filiación divina, el Padre nos procura el perdón de los pecados por mediación de Cristo: «En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos». Jesús nos hace comprender por la parábola del hijo pródigo que el perdón es un gesto propiamente paternal, un amor misericordioso que muestra su piedad por el desdichado extraviado, acogiéndole con fervor cuando vuelve a él. Para otorgar el perdón a toda la humanidad pecadora, el Padre ha llevado a cabo el más alto gesto paternal cuando ha entregado a su Hijo único y le ha confiado una misión de salvación para el sacrificio. La remisión de las faltas ha sido obtenida por la ofrenda de la cruz, que constituye en principio el fruto de la generosidad del Padre que ha dado a su Hijo como redentor.

Esta generosidad paternal se ha manifestado en la riqueza de su gracia derramada sobre la humanidad, gracia que nos ha llegado por Cristo. El Padre «nos agració en el Amado», es decir, en el Hijo de su amor en quien nos hemos convertido en sus hijos. Él ha difundido sobre nosotros «la riqueza de su gracia», que supera en mucho a la simple remisión de los pecados, ya que nos hace participar de sus privilegios y de toda la vida de la filiación divina.

Por su rechazo del pecado, el Padre decidió abrir plenamente su corazón paternal entregando a su Hijo único. Esta intención redentora se traduce en un más amplio amor que nos asegura un destino superior. Este destino superior ha sido querido desde antes de la creación del mundo.

En el origen de todo hay, por tanto, un benévolo designio que no tiene otra razón de ser que hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza. La recapitulación significa una restauración que se ha realizado bajo la autoridad de Cristo, instituido como jefe supremo de todos los seres. Esta restauración permite comprender el objetivo definitivo perseguido por el Padre. Como los ángeles en el cielo, los hombres también están en la tierra bajo el poder de Cristo, el cual comparte con ellos su filiación divina. De esta manera está asegurada la paternidad universal del Padre.

El himno culmina con una alusión precisa a los que, como Pablo, pertenecen al pueblo judío: «los que ya antes esperábamos en Cristo», y a los que «han oído la Palabra de la verdad», que han sido adheridos al evangelio y han recibido el sello del Espíritu Santo. Lo que les ha sido dado es «para alabanza de su gloria», la misma gloria de Dios Padre de Cristo (Ef 1,12-14).

 


2. Resonancia de este himno en la existencia cristiana


             De las alabanzas dirigidas al Padre como bendición destinada a la humanidad se desprende una verdad fundamental que concierne a las realidades producidas en el mundo: todo existe en función de la yoluntad de Dios por ser Padre de todos nosotros. El desea ser nuestro Padre para entregarnos la filiación más alta y completa, la que nos permite participar de Jesucristo, el Hijo único. Todo ha sido concebido y organizado para la formación de un universo en el que pueda germinar una humanidad reunida en torno al Salvador que comparte con todos su vida filial y dirige al Padre el homenaje filial de sus hijos.

Creemos que es ésta una verdad que la enseñanza de la Iglesia debe constantemente iluminar. Se trata de la verdad más fundamental del misterio revelado, lo que no extraña que sea difícil de comprender en toda su amplitud y con todas sus consecuencias. La enseñanza de la revelación evangélica penetra poco a poco transformando nuestra mentalidad. De este modo, la vida cristiana se convierte de forma progresiva en vida del evangelio.

Por eso vemos que en el anuncio de la doctrina, a menudo el término «Padre» está ausente; nos limitamos a hablar de las relaciones entre «Dios» y los hombres. Cuando se habla del designio de salvación, lo vemos simplemente como «designio divino». Cierto es que cuando apelamos a este designio, subrayamos casi siempre la sabiduría y el poder divinos.

Pero el himno de Efesios va más allá, ya que pone nuestra atención en la persona del Padre, y lo hace en razón de la revelación de esta persona divina acogida por los discípulos gracias a la intimidad con Cristo y la persistencia de su enseñanza. Una nueva luz se nos da para percibir el sentido del designio divino: no es simplemente el designio de un «Dios», sino el designio del «Padre» que predestina a los hombres a la filiación divina y actúa siguiendo las intenciones de su amor paternal. El rostro de este Padre confiere a la acción divina un significado que nos afecta decisivamente.

En el lenguaje del culto y la piedad, la palabra «Dios» es más utilizada que el apelativo de Padre. El culto es concebido como el homenaje que el hombre dirige a Dios. De forma espontánea un gran número de cristianos piensan su religión como relación con Dios sin mayores concreciones. Al que invocan lo llaman «Dios» o «Señor».

Sin duda no ignoran el dogma de la Santísima Trinidad, y de hecho conocen las fórmulas en las que se expresa esta fe; pero éstas son fórmulas insuficientes para introducirlos en una relación específica con cada persona divina. En la mayoría de los casos no suelen dirigirse al Padre, o llamarlo en su oración directamente como lo que es, Dios Padre, y descubrir en él su rostro paternal, distinto del rostro de Cristo a través del cual se ha revelado.

En el culto y la piedad, la intimidad filial con el Padre, que debería caracterizar la vida profunda del cristiano, no se manifiesta suficientemente. Dentro de la oración tampoco se muestra con la plenitud que sería aconsejable. Es cierto que algunos cristianos han comprendido el valor de la revelación del Padre en el evangelio y en su vida, pero hay una gran mayoría que en sus oraciones olvidan llamar «Padre» a Dios, salvo cuando recitan el Padrenuestro. Para ellos basta decir «Dios», término más frío y distante que el de «Padre».

Por ello, cuando la oración busca entrar en contacto con aquel que puede satisfacerla, ¿cómo no reconocer a Dios como el Padre, el mismo que es descrito en el himno de la carta a los Efesios, el Padre inmensamente generoso en su amor paternal, decidido a desplegar sobre todos su benevolente soberanía, el Padre, en suma, del que podemos esperar multitud de bendiciones y gracias? Ese Dios al que estamos invitados a dirigir nuestra oración y establecer auténticas relaciones filiales tiene el nombre de Padre.

En la teología constatamos una tendencia semejante, ya que estudia los problemas de la doctrina revelada como algo que concierne sólo a las relaciones entre «Dios» y los hombres. Estas relaciones existen, conviene no olvidarlo, y el estudio de ellas está plenamente justificado; pero creemos que este análisis se muestra incompleto cuando se abstiene de considerar la persona del Padre y su designio de amor paternal.

Si buceamos en las teorías más conocidas sobre la doctrina de la redención —caso de la de san Anselmo—, vemos que en ellas se definen perfectamente las relaciones entre Dios y los hombres. El pecado es visto como algo que procede del hombre y que no otorga a Dios el honor debido. La satisfacción consiste en devolver a Dios lo que le ha sido hurtado, a modo de compensación por un dolor injustamente causado. Esta satisfacción es necesaria para asegurar la salva- guarda de la naturaleza humana, pero como es imposible para el hombre, ha de recurrirse al Hombre—Dios.

Vemos pues que el amor paternal del Padre ha quedado completamente disuelto en esta doctrina. Felizmente en el desarrollo teológico posterior, sobre todo en el concilio de Trento, la satisfacción no se olvidó del papel del Padre: Jesucristo «satisfizo a Dios Padre por nosotros». Verdaderamente un detenido estudio del pecado que esclarezca el sentido de la ofensa hecha a Dios, expresa una verdad fundamental de la revelación. Por eso conviene volver de nuevo a la parábola del hijo pródigo. En ella vemos a un Padre ultrajado en su amor paternal. La teología del pecado debe subrayar la ofensa directamente dirigida al Padre, no meramente a «Dios». Toda reparación o satisfacción asume desde ahora un carácter de trámite filial, trámite propio de las relaciones entre un hijo y su padre y que Jesús tiene expresamente presente como drama de falta y perdón.

Por lo que respecta a la teología de la gracia, ella también ha entendido los vínculos entre el Padre y la humanidad como un simple marco de relaciones entre «Dios» y el hombre. Esta teología estudia las condiciones de la influencia de la gracia «divina» sobre la vida humana, la cooperación de la acción humana con la acción «divina» y la participación humana en la vida «divina». Vemos pues que el marco de las relaciones filiales con el Padre prácticamente ha desaparecido.

El himno de la carta a los Efesios presenta la riqueza de la gracia proveniente del Padre que por su Hijo Jesucristo nos eleva a la filiación divina. Esta maravillosa perspectiva divina creemos que no ha sido resaltada todo lo necesario, ni sus verdades y consecuencias doctrinales suficientemente expuestas.

  

B. LA PATERNIDAD REDENTORA

 

El drama del pecado y el don del Hijo

          El Padre ya previó en su proyecto de paternidad universal el obstáculo del pecado. Su intención era crear seres capaces de libre elección. Para los hombres no concibió una existencia de sumisión y esclavitud, sino de libre amor filial. Al ofrecer la libertad, sabía que su amor y sus llamamientos podían tropezar con el rechazo del hombre. Por eso debía respetar las elecciones humanas que iban en contra de su voluntad paternal. La libertad dada ya no puede retirarse. El Padre, al dotar a la persona de este don, le dio rienda suelta hasta el extremo de perderse por los senderos del error y el mal. De ahí la previsión del drama del pecado, con la hostilidad y el rechazo que ello provoca.

Pero su proyecto de paternidad no queda por ello abandonado, proyecto que no se ha pensado como mera asistencia a la capacidad de las voluntades humanas que desean retornar a él, sino como una decisión absoluta de tomar sobre sí la situación desastrosa provocada por el pecado y de remediarla por el don de su Hijo Redentor. Así se ha mantenido integralmente su designio de paternidad universal previendo su realización a un nivel superior: los hombres han pasado a convertirse en sus hijos al participar de la vida filial del Redentor.

El envío de su Hijo unigénito en misión de sacrificio es para el Padre un gesto supremo de amor paternal hacia la humanidad, gesto que es subrayado en el evangelio de Juan: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). En este mismo texto, Jesús ya hace alusión a Nicodemo del sacrificio de la cruz: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (3,14-15).

Estamos ante un hecho de necesidad («para que...») que pone en marcha la voluntad divina. ¿Pero un Dios que entrega al Hijo del hombre a la cruz puede ser entendido como un Dios amable? El evangelista sabe que para responder a esta cuestión debe acudir a las palabras de Jesús, a fin de que toda duda sobre la intención divina quede despejada: la elevación del Hijo del hombre parte del amor de Dios que ha entregado a su Hijo único.

Es el amor el que ha inspirado este don, este acto de generosidad. El evangelista insiste una y otra vez en que Dios ama al mundo, un mundo, cierto es, que a menudo se expresa como el medio idóneo del desenvolvimiento de las fuerzas maléficas. (Schnackenburg habla de un «amor incomprensible de Dios por el mundo» (Johannes 1, 423). Desde el evangelio de Juan el mundo es contemplado como el dominio del mal: Jesús declara que ni él ni sus discípulos son de este mundo (17,14.16; 8,23), que su reino no es de este mundo (18,36), que la paz que da a sus discípulos no proviene de éste (14,27). El mundo no ha aceptado la luz del Verbo (1,10); no ha reconocido al Padre (17,25) ni al Espíritu de verdad (14,17). El mundo odia a Cristo y a los discípulos (7,7; 15,1 8-19).Jesús no ruega por este mundo (17,9); con ello demuestra que no desea fomentar el mundo por sus tendencias malvadas).

Pero dicho esto, también es verdad que no considera al mundo como algo ya perdido, ya que él ha venido a transformarlo por su luz y su vida. El pan que desciende del cielo da vida al mundo (6,33). Esta transformación se debe sobre todo a ese amor que el Padre ha querido para el mundo, un amor sobrenatural ante un mundo preso del mal. Como advierte Schnackenburg, se trata del «mundo de los hombres» (ibi).  Pero este amor paternal al mundo tiene su expresión fundamental en el don del Hijo único.

Lo que confirma esta intención amorosa es el propósito pretendido por Dios. Cuando el Hijo único ha sido entregado, lo es «para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». El propósito de Dios es siempre y en todo caso favorable al hombre. El evangelista quiere excluir cualquier atisbo de condenación. Ya sabemos las innumerables amenazas de condenación proferidas por muchos oráculos en la antigua alianza; lo que importa en la nueva es mostrar que no hay voluntad de castigo, sino el deseo de clarificar el verdadero sentido de la llegada de su Hijo al mundo: «Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (3,16-17).

           El envío del Hijo al mundo no tiene otro objetivo que la salvación, una salvación que es ofrecida a un mundo pecador. La venida del Hijo a la humanidad es, en consecuencia, un puro don como expresión del amor paternal por los hombres. La elevación del Hijo del hombre en la cruz es un hecho necesario postulado por el amor del Padre. Esta elevación sirve para conceptuar el más alto grado del amor: «Porque tanto amó Dios al mundo». Pero no estamos ante una necesidad exigida por una simple acción compensatoria que vendría a limitar el despliegue del amor. La suya es una necesidad en total coherencia con la misma entraña del amor. Para amar a la humanidad de la forma más absoluta, el Padre ha entregado a su Hijo.


2. El compromiso del amor


            Cuando la intención primordial de este amor no ha sido entendida en todo su valor, han surgido interpretaciones de la redención que, al no fundarse en el sentido del amor pleno del Padre, inevitablemente suscitan reservas y críticas. Así se ha explicado la exigencia del Padre al reclamar el sacrificio de su Hijo: como el perdón a la humanidad pecadora en tanto requerimiento de justicia superior. De este modo el sacrificio se expresa como acto de justicia vindicativa que exige una sanción o una pena por el delito cometido.

También la acción de Dios en el Hijo se ha entendido como justicia conmutativa, según la ley de intercambio en la que el Padre se muestra favorable a la humanidad recibiendo como alternativa la ofrenda de su Hijo. Tales explicaciones han llevado a la representación del Padre como ejecutor de un acto de justicia, Padre, en suma, teñido de dureza y crueldad.

Ciertamente, dentro del marco de esa justicia vindicativa no es posible concebir que el sacrificio del calvario sea un hecho de justicia, ya que nadie puede condenar a un inocente. Toda condenación de este género significaría una injusticia manifiesta. Cristo no sufrió y murió en la cruz por este tipo de justicia y el Padre no pudo, en virtud del castigo del pecado, exigir el sacrificio de su Hijo.

Por lo que se refiere a la justicia conmutativa, carece igualmente de sentido, dado que no es de aplicación en sus reglas ordinarias. Es verdad que podemos encontrar en ciertas expresiones del evangelio y en los comentarios al NT cierta atracción por este carácter sustitutivo. Pero siempre debemos entenderlo como un misterio que trasciende todas las imágenes propuestas. Jesús dice de sí mismo con razón: «[...j tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45; Mt 20,28). La expresión «como rescate por muchos» puede ser traducida también «como trueque por muchos». El sentido dado por Jesús es que la venida del Hijo del hombre es liberar a la multitud humana dando su vida en canje. Jesús es ejemplo perfecto del rescate pagado con el que se da la libertad a los esclavos.

¿Es, por tanto, un amor heroico que se entrega al sacrificio para la salvación de la humanidad con el fin de procurar el don de la filiación divina? Por lo que se refiere al Padre, ¿estaríamos ante una exigencia de trueque que implicaría severidad, dureza o incluso crueldad? No debemos olvidar que Jesús mismo afirmó la necesidad de su Pasión.

Pero esta necesidad, como hemos advertido, debe ser entendida exclusivamente en el contexto del amor del Padre a la humanidad. El Hijo es siempre, conviene no olvidarlo, un don del Padre. De este modo la exigencia del sacrificio es consecuencia del amor que el Padre ha querido para el mundo pecador. Sólo a través del amor de Cristo que se sacrifica por la salvación de la humanidad podemos reconocer el amor del Padre, el primero en formar parte del sacrificio por el don de su Hijo. El Padre, como sucede con el Hijo entregado, no es menor en el amor dado.

De igual modo, en las relaciones entre Padre e Hijo, tal y como las contemplamos desde la perspectiva del sacrificio redentor, no cabe ver dureza ni crueldad. Al declarar Cristo «Yo y el Padre somos uno» Jn 10,30), se afirma una unión perfecta que caracteriza toda su existencia terrenal y que no puede cesar en la hora de la pasión. En virtud de esta unión, el Padre sufre con su Hijo. Entre ellos no puede haber la mínima distancia en el amor.

 

3. El Padre en el sacrificio


            Es precisamente la unión perfecta con el Hijo la que nos permite comprender mejor el sentido de la disposición del Padre en el sacrificio redentor. En verdad el Padre ha requerido el sacrificio redentor y ha enviado a su Hijo en ofrecimiento sacrificial para obtener la salvación de la humanidad. Este hecho muestra que la libertad humana está atrapada en el pecado y debe ser tomada en serio. Un perdón que no requiera de ninguna reparación y de ninguna llamada a la conversión habría significado un menosprecio del valor de la voluntad humana. Las acciones de ésta serían contempladas como algo insignificante, pues un simple perdón divino que no impusiera un cambio en la voluntad del pecador se consideraría falto de cualquier valor.

Tomando en serio las acciones del hombre, el Padre reclama reparación y conversión precisamente por el honor y la dignidad del hombre. Como los hombres se han mostrado incapaces de asegurar por ellos mismos esta reparación y conversión, entregó a su Hijo para que, tomando la naturaleza humana, pudiera ofrecer la reparación y obtener para todos el perdón. El Hijo recibe entonces la misión de asociar a los hombres a la obra redentora e introducirlos en una nueva existencia que es participación de su vida filial. Esta participación implica para los pecadores no solamente una profunda conversión sino una elevación de todo el ser íntimo plenificado por la gracia.

Cuando el Padre pide el sacrificio redentor no se contenta con formular una exigencia, sino que entrega a la humanidad a su Hijo para que sea él quien ofrezca la reparación en nombre de todos los hombres. De este modo este sacrificio de reparación sería un acto de propia generosidad paternal. Jesús declara que el Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate de muchos, lo que implica que según la imagen empleada, el rescate fue dado en favor de ese Padre que tiene el supremo poder de liberar la humanidad. Pero hay algo más., Este rescate es procurado por el mismo Padre al dar a su Hijo en sacrificio. Ya hemos dicho que el misterio de la redención trasciende las imágenes que sirven para expresarlo.

La verdad fundamental de la obra redentora es la generosidad del Padre que reacciona ante el pecado y la voluntad libre del hombre, la misma que quiere respetar, y de la que se hace cargo por el peso de la falta cometida. Entregando a su Hijo en sacrificio, nos ofrece lo que para él es más querido, para comprometerse, él mismo y antes que nadie, en el camino del sacrificio. Íntimamente unido a su Hijo, lleva con él la inmensa carga de los pecados de la humanidad. El don que hace de su Hijo bien amado en la cruz es un don de sufrimiento, ya que el Padre vive el drama de la Pasión permaneciendo en comunión perfecta con el Redentor.

El Hijo realiza la redención en el marco del cumplimiento de la misión recibida del Padre. Por su ofrenda heroica ha salvado a la humanidad. Pero aquí el Padre no está ausente ni inactivo, puesto que es él quien establece las condiciones del sacrificio y hace el don primordial que confiere valor a dicho sacrificio.

Por el misterio de la Encarnación, el Padre ha presentado a su Hijo ante toda la humanidad, haciendo visible su rostro. En el rostro humano de Jesús el Padre se revela aunque permanece invisible. Dios actúa en él, como el mismo Jesús testimonia: «el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras» (Jn 14,10); estas obras se despliegan en toda la actividad salvadora del Hijo encarnado. La gran obra de la Pasión es primeramente obra del Padre, ya que el Padre detenta la primacía en todo, destinada a consumarse visiblemente en el sufrimiento humano de Cristo.

Los relatos evangélicos de la Pasión nos permiten entender los rasgos visibles y sensibles del drama redentor. No nos muestran directamente al Padre, pero somos invitados a descubrir en ellos su presencia misteriosa. Jesús dice a Felipe antes de la llegada de la hora: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 4,9). El Maestro siempre habló de esta característica general de su presencia terrestre, apta para revelar al Padre. Felipe ya había percibido la posibilidad de este descubrimiento, pero no comprendió hasta entonces que semejante revelación estuviera siempre ante sus ojos. En la Pasión, ya inminente, el discípulo fue invitado a descubrir en el rostro doliente de Cristo el rostro misteriosamente sufriente del Padre.

El principio enunciado por Jesús confirma la unión perfecta que vincula al Padre con el Hijo. Aquel que ve al Padre en Jesús inmerso en el sufrimiento redentor, ve a aquél también inmerso por su amor paternal en un sufrimiento análogo. En el instante de la cruz cabría vislumbrar dos sentimientos diferentes para el Padre y el Hijo. La diferencia esencial es que el sufrimiento del Hijo encarnado es un sufrimiento humano, y que su ofrenda sacrificial se expresa desde su naturaleza humana. Por lo que respecta a la primera Persona de la Trinidad, bastaría decir que el sufrimiento padecido por el Padre en unión con el Hijo sólo puede ser un sufrimiento divino.

Esta afirmación del sufrimiento del Padre en absoluto puede ser tachada de patripasianismo. Éste fue un error que consistía en identificar a Padre e Hijo como modalidades diferentes de una misma persona. En virtud de esta identificación, el Padre no sería otra cosa que el Hijo sufriendo en la cruz. Lo que estamos afirmando es que cuando el Padre sufre, no es por identidad personal con el Hijo, sino en unión con él. Las dos personas divinas del Padre y el Hijo, unidas en el Espíritu Santo sufren el suplicio infligido a Jesús. Si ambas están en comunión de amor, ambas están en comunión de sufrimiento.

Creemos que esta unión de personas divinas nos ayuda a captar mejor el sentido del compromiso del Padre en el sufrimiento redentor. Por su amor a la humanidad, el Padre ha permitido la obra del sacrificio redentor, confiándola al cumplimiento del Hijo. La intensidad de su amor por todos los que ha convocado como hijos suyos, le lleva a cargar con los pecados de la humanidad. Así, entregando a su Hijo bien amado, nos beneficiamos de su sacrificio y podemos constituirnos también en hijos bienamados en Cristo.

El Padre no ha actuado en la Pasión como Dios justiciero ni como soberano inmisericorde que hace cargar sobre todos sus exigencias, sino como un Dios que en su bondad paternal busca conceder a los hombres toda la ayuda posible para que se conviertan y alcancen la vida filial, por la  que él ya ha pagado el alto precio de la entrega de su Hijo único.

 

4. El Padre que envía a la muerte a su único Hijo

 

            Para comprender el verdadero sentido del compromiso del Padre en el sacrificio redentor conviene interpretar adecuadamente los textos evangélicos. Jesús afirma de modo general que ha sido enviado por el Padre, envío que comprende toda su vida terrenal. En otro lugar declara de forma más precisa que vino para realizar la obra de la salvación ultimada en el sacrificio. El Hijo del hombre no solamente es enviado para servir sino «a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45; Mt 20,28).

Con esta declaración, Jesús revela que su ofrenda en sacrificio, lejos de ser algo accidental, constituye el supremo logro de la actitud de servicio que caracteriza toda su existencia terrenal. Esta misma finalidad se refleja en otra declaración: «Ahora mi alma está atribulada, ¿Y qué puedo decir? ¡Padre, sálvame de esta hora! Pero por esto es por lo que he venido, en vista de esta hora».

A menudo estas últimas palabras se han traducido con un sentido meramente temporal: «Yo vine a esta hora», cuando la misma estructura de la frase requiere de un sentido de finalidad. Jesús nos descubre por qué ha venido: «por esto», y en un sentido preciso «en orden a esta hora». Efectivamente, él ha venido a nosotros para cumplir esta hora de Pasión. Por eso, la pregunta que brota espontánea en medio de su angustia no puede ser respondida: el Padre no puede librarle de su inevitable sacrificio ya que éste esconde un sentido superior de glorificación. El Padre envía a su Hijo para entregarlo en sacrificio.

Jesús, de una forma mucho más concreta, nos confirma el compromiso de su Padre en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-11). El dueño de la viña envía primero a sus servidores para recoger los frutos de la viña; estos servidores son maltratados, ultrajados y asesinados. Después decide enviar a su Hijo. El contraste entre los servidores y el Hijo es objeto de reflexión en el prólogo de la carta a los Hebreos desde el punto de vista del anuncio de la palabra: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo,..», un Hijo que es el «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (1,1-3) al que se le ha concedido la potestad de revelar plenamente al Padre.

Sin embargo en la parábola antes citada, no es la revelación del Padre sino la palabra del Hijo la que ocupa nuestra atención. En ella, se habla de pruebas impuestas a los profetas como preludio del sacrificio del Hijo. Por la distancia que separa a los servidores y al hijo del dueño, Jesús descubre la entidad del compromiso del Padre en el drama de la Pasión.

En este sentido son significativas las palabras que el dueño de la viña pronuncia tras enterarse de la suerte trágica de sus servidores: «Todavía le quedaba un hijo querido» (Mc 12,6). El don de este único hijo bien amado es para el Padre el acto más generoso posible, ya que es consciente de que está exponiendo lo más preciado a un destino doloroso: «les envió a éste, el último» (Mc 12,6). Enviando a su Hijo como Palabra única e iluminadora, el Padre hace un gran don a la humanidad: el Hijo nos ha transmitido una luz mucho más completa que la que podíamos encontrar en los profetas. El don definitivo del Padre es la entrega de su Hijo al sacrificio. En esto vemos que su amor paternal se ha comprometido al máximo. El Padre ha consentido en la muerte de su Hijo al enviarlo a la tierra.

Si reflexionamos sobre las implicaciones de este gesto descrito en la parábola, sabremos que el Padre es el primero que decide entrar en el camino del sacrificio. Así pues, Dios se ofrece en su Hijo dentro del sacrificio. Es enviado a los viñadores para padecer sus ultrajes y ser expuesto a la muerte. En esta ofrenda, el Hijo cumple lo que el Padre ha decidido de antemano. El Padre ha sido el primero en consentir el sacrificio de su Hijo, en cargar con él, ya que su Hijo es la persona con la que está estrechamente vinculado.

La parábola no olvida las repercusiones que los actos de los viñadores pueden suscitar en el dueño: los viñadores matan al heredero para quedarse con la herencia. Así es como el Padre pierde a su hijo bien amado. Puede adivinarse el dolor que esto produce en el Padre. Este es descrito como la víctima de las malvadas disposiciones de los hombres, y el que padece las consecuencias de la muerte de su Hijo. Lo que pretende la parábola, desde el punto de vista del Padre, es mostrar su generosidad en el don del Hijo, su compromiso en el drama redentor.

 

5. La manifestación suprema del amor divino

 

En la primera carta de san Juan encontramos una importante declaración sobre el compromiso del Padre en el sacrificio entendido como suprema manifestación del amor divino. Esa declaración va en la misma dirección que la que aparece en el evangelio, cuando afirma que Dios ha amado tanto al mundo que ha dado a su hijo único (3,16). El texto de la carta de Juan subraya sobre todo el gran movimiento del amor paternal; un gran movimiento de amor que, y así lo advierte, no parte de nosotros sino de él. Se descubre así el sentido del sacrificio que el Padre ha asignado al don del Hijo: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (l Jn 4,10).

El acento está puesto en lo que implica el término «propiciación» del Hijo enviado por el Padre. Significa que el Hijo ha sido enviado para ofrecer un sacrificio propiciatorio, sacrificio destinado a obtener el perdón de los pecados. Esta actividad propiciatoria, en orden a la reconciliación de la humanidad con el Padre, es requerida por él mismo. Dios es quien, entregando a su propio Hijo, ha organizado este acto propiciatorio. No solamente la exigencia de la propiciación no suprime ni menoscaba el don, sino que lo refuerza. El Padre al dar a su Hijo en sacrificio muestra su generosidad.

Vemos aquí la paradoja de la que antes hemos hablado: el Padre exige un rescate entregando a su Hijo. Nuestras representaciones humanas no pueden explicar la complejidad de este misterio, dada la asombrosa grandeza del amor divino. La realidad fundamental es ese amor manifestado por Dios en la obra de salvación: «Porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (lJn 4,89).

Este dato de «propiciación», que podría ser interpretado como una exigencia de justicia, debe comprenderse como manifestación de amor, ya que el Padre es propicio en el Hijo entregado para la obra de la reconciliación. No cabe por tanto minimizar o rechazar e1 carácter expiatorio del sacrificio ante la necesidad de salvaguardar el principio absoluto del amor divino. Muchos se han visto tentados de apartar la idea de expiación. En realidad lo que en el fondo pretenden es suprimirla, lo que no sólo pone en cuestión el significado de todo el drama redentor y el valor del sacrificio, sino que termina restringiendo el amor del Padre, un amor que es enteramente desplegado en el don del Hijo como víctima expiatoria.

El amor de Cristo se ha expresado como sacrificio expiatorio, tomando sobre sí la humanidad pecadora. Como el Padre es uno con su Hijo, su amor se manifiesta asumiendo esta carga para el envío de su Hijo en víctima de propiciación. Esta revelación es primordial, ya que el Padre es el que desde el principio ha tomado la iniciativa.

 

6. El amor del Padre por los pecadores


                Describiendo la importancia del amor divino, san Pablo deja claro el sentido de este amor: es un amor dirigido a los pecadores, lo que revela más claramente la generosidad del Padre: «mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8). El que muere es Cristo, pero el amor manifestado en ese acto es propio de Dios, es decir, del Padre. Para percibir la calidad de este amor, debemos compararlo con lo que a menudo se describe en el AT cuando se mostraba a Dios con una actitud hostil o vindicativa contra los pecadores. A las instigaciones de los pecadores, Dios respondía con una actitud de réplica o incluso de venganza.

Sorprende, por tanto, el plus de benevolencia que se nos ha dado frente al pecado. En vez de una revancha divina, como se ve claramente en los castigos ejemplares, se nos da un amor divino que no tiene otra razón de ser que salvar a los pecadores, un amor en el que el Padre ha enviado a su Hijo a la muerte. El Padre ha respondido a la ofensa del pecado con una mayor y más inefable generosidad. Él no ha esperado a que los hombres se convirtieran para luego amarlos, sino que los ha amado de antemano para que puedan convertirse y vivir en la reconciliación.

Pensando en este amor, Pablo ha visto un motivo de confianza que elimina cualquier inquietud: «Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?» (Rm 8,31-32).

La expresión «no se ahorró ni a su propio Hijo» se ha entendido a menudo como un comportamiento de severidad; el Padre no perdona ni a su Hijo porque de este modo manifestaba su rechazo del pecado. Pero Pablo no dice eso; más adelante ya se ha encargado de mostrar el sentido adecuado: al «no perdonó a su Hijo» le sigue «le entregó por nosotros». El Padre no perdona a su Hijo en el sentido de que lo ha entregado a nosotros a modo de sacrificio. Lejos de ser un acto de severidad o de justicia rigurosa es un acto de suprema bondad.

Esta significación se confirma por la alusión al sacrificio de Abraham. Según el relato, Abraham no se reservó a su hijo único. Por este motivo se le colmó de bendiciones divinas y de una posteridad más numerosa que las estrellas del cielo y la arena a orillas del mar (Gn 22,12.16-17). Esta figura del sacrificio del hijo único ayudó a Pablo a comprender el sacrificio de la cruz como el modelo del sacrificio de un Padre que inmola a su Hijo por la humanidad. Mientras que el brazo de Abraham fue parado en el instante de llevar a cabo el gesto de inmolación, el Padre celeste no se abstuvo de esta acción, por lo que la ofrenda de su Hijo en sacrificio se realizó íntegramente.

Reconociendo este hecho como el don más generoso del amor del Padre, Pablo ve en él la fuente de los múltiples dones de la gracia: «cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?». Si él nos ha dado lo que más valora, su Hijo, es que está dispuesto a entregarnos todo. La multitud de gracias brota de este acto supremo de amor de Padre. La referencia a Abraham nos ayuda a descubrir en este acto de amor la fuente de la fecundidad del sacrificio de la cruz. El Padre se compromete enteramente en este sacrificio y se hace con una posteridad más numerosa que las estrellas del cielo y la arena del mar.

 

7. Imágenes bíblicas del dolor paternal


            La referencia al sacrificio de Abraham es idónea por tratarse del padre del pueblo judío. Según el relato bíblico, su paternidad fue marcada desde el principio por el sacrificio. Abraham recibe el mandato de Yahveh de inmolar a su hijo único. Por esta voluntad de inmolación —que en el último momento es detenida por intervención divina—, Abraham se convierte en padre de una descendencia sin número. A decir verdad, la distancia con el episodio del calvario es considerable. Abraham llevó a su hijo al sacrificio sin descubrir su intención. Sólo la interdicción divina pudo poner límite a esa orden cruel. Pablo entiende el sentido fundamental del sacrificio de la cruz a la luz de esta aventura dolorosa de un padre humano: el Padre que no se ahorró ni a su Hijo es el mismo que nos lo entrega para la salvación de la humanidad.

Otra imagen bíblica puede completar el episodio de Abraham. Se trata de la historia del personaje judío que ha sido considerado como el más importante después de Abraham. De él surgirá la descendencia que lleva al Mesías. David sufrió una prueba dolorosa en la muerte de su hijo Absalón. Hijo rebelde frente a su padre, Absalón amenazó la existencia de su padre y la de sus seguidores. Como sabemos el ejército rebelde fue derrotado, pero la noticia que debía haber alegrado al rey se tomó en preocupación: «Tratad bien, por amor a mí, al joven Absalón». ¡David había dado la orden precisa de salvar su vida. Cuando conoce su muerte, David sube a la estancia superior para romper a llorar: «Hijo mío, Absalón; hijo mío, hijo mío! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2S 18,32; 19,1). El dolor de David nos ayuda a comprender la envergadura del sufrimiento del Padre en el drama de la Pasión. Es verdad que la diferencia es inmensa. Absalón cae por la rebelión contra su padre. Pero la reacción de David es altamente significativa. El corazón del padre no cesa de amar a su hijo a pesar de que éste decidió seguir el camino de la rebelión. La muerte de Absalón fue como una espada atravesándole el corazón. El que ha sido llamado Hijo de David es superior en todo a Absalón. Estamos ante una superioridad infinita y una fidelidad perfecta. Si el evangelio descubre la alegría del Padre que se complace en su Hijo bien amado, también debemos descubrir el dolor que acompaña a la muerte de Jesús en el calvario, infinitamente más fuerte que el del rey David con Absalón. La descripción bíblica del episodio nos ayuda a entender de forma precisa el compromiso del Padre en la cruz.

 

8. Los dolores del alumbramiento


             Jesús se sirvió de la imagen del parto doloroso para describir su sufrimiento redentor. En el discurso sobre los acontecimientos escatológicos nos anuncia su propia Pasión dentro del marco de las diversas representaciones apocalípticas: terremotos, hambres, guerras, etc., que no deben ser entendidas en su sentido literal sino como figura de las pruebas supremas de la Pasión. Son acontecimientos que ejemplifican «el comienzo de los dolores de alumbramiento» (Mc 13,8).

Un comienzo del que también participarán los discípulos, cuando éstos se vean en las persecuciones contra la Iglesia (Mc 13,9). Estas pruebas acompañarán toda la obra de la evangelización hasta el final de los tiempos. Los dolores del parto están presentes siempre en la vida de la Iglesia, ya que los discípulos, lejos de ser superiores a su Maestro, deben seguir el camino que él inició.

Jesús, de forma más directa, amplía la imagen de los dolores del alumbramiento para explicar a sus discípulos su participación en la Pasión, acabada la última cena: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón» (Jn 16,21-22). Esta imagen anteriormente había sido utilizada para caracterizar el evento mesiánico y especialmente su cualidad dolorosa. Jesús concede toda la importancia a este dolor, pero también pone el acento en la fecundidad de este sufrimiento en la venida de un niño al mundo y en la transformación de la tristeza en alegría.

Si la imagen es apropiada para explicar la Pasión de Jesús y la participación de los discípulos en ésta, es necesario ver de forma decisiva el papel del Padre en la obra redentora. Este papel consiste ciertamente en un parto que se produce en medio de dolores. El Padre pretende por su compromiso con el sufrimiento redentor obtener una multitud de hijos en su Hijo único. Se nos muestra así como el primer modelo del parto sufriente.

San Pablo fue consciente de este hecho cuando escribe a los gálatas: «hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores del parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (4,19). El apóstol describe su actividad evangelizadora como un parto: «He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús», dice a los corintios (lCo 4,15).

Si el Padre es el modelo primordial del parto con dolor, podemos también poner nuestra atención en el aspecto maternal de su paternidad. El mismo Jesús citó expresamente el ejemplo de la mujer que alumbra. Sabemos que el Padre está al margen de cualquier caracterización sexual y, por tanto, las imágenes masculinas como femeninas pueden ser perfectamente aplicadas. Dicho de otro modo: su paternidad es tan maternal como paternal. Al usar los términos «Padre» y «paternidad» debemos entenderlos como formas de lenguaje que trascienden cualquier concreción sexual.

Al hacer uso de dos imágenes bíblicas de dolor paternal, también podemos acudir a la clave del dolor maternal. La misma persona de María, tal y como aparece en los evangelios, nos vale de ejemplo. En la Madre de Cristo hallamos una figura altamente conmovedora del compromiso del Padre en el alumbramiento de la humanidad.

Ella sufrió en el Calvario su unión al Redentor y recibió de éste esa nueva maternidad que se expresará en el discípulo querido y en el resto de discípulos. En el sufrimiento del sacrificio, María abre su corazón maternal a todos los hombres y nos ayuda a comprender mejor que, en el interior del drama doloroso de la cruz, el Padre ha entregado su corazón a la humanidad para la instauración de una nueva filiación divina.

 

9. El misterio del sufrimiento divino


            El compromiso del Padre en el drama redentor nos sitúa ante el problema del sufrimiento de Dios y su definitiva comprensión. Este problema también afecta a Jesús dado que el misterio de la encarnación supone un compromiso con el sufrimiento humano. La afirmación «Dios ha sufrido» aplicada a Jesús implica que la persona divina del Hijo es el sujeto del sufrimiento humano. La afirmación derivada de que el Padre se ha comprometido en esta vía dolorosa de la redención supone descubrir en él una instancia de sufrimiento divino. Éste es, creemos, el problema más complejo.

La afirmación del sufrimiento divino no está en contradicción con las definiciones conciliares que proponen como verdad de fe la inmutabilidad de la esencia divina. Esta inmutabilidad implica obviamente la impasibilidad, algo que no puede ser puesto en duda ya que está afirmada en la revelación bíblica. Pero también los textos bíblicos muestran una cierta flexibilidad o mutabilidad en Dios, sobre todo por lo que concierne a las criaturas.

Dios adopta un comportamiento que puede variar según las disposiciones humanas, como por ejemplo cuando accede a las oraciones que se le dirigen, cuando sanciona la conducta de los hombres o cuando cambia las actitud de éstos para su constante perfeccionamiento o conversión.

 Generalmente conviene distinguir entre esencia divina que permanece absolutamente inmutable y la actividad libre que Dios despliega. En esta actividad cabe el sufrimiento sin que por ello su esencia sufra menoscabo. En efecto, en nada puede añadir o acrecentar a la perfección que ya tiene.

El Padre se ha expuesto al sufrimiento en virtud de sus relaciones con los hombres. Ha creado seres libres que también pueden resistirse a él u ofenderle. Por eso si decimos que él sufre es porque ha decidido acoger en su interior nuestro sufrimiento. Los seres humanos estamos sumidos en el sufrimiento. El Padre no sufre esta necesidad, pero decide libremente establecer relaciones de amor con los hombres y seguir la vía del sufrimiento en la medida en que su amor no se ve respondido adecuadamente. Precisamente, en razón de su soberanía divina puede comprometerse en el sufrimiento redentor.

Por lo demás, a diferencia de los sufrimientos humanos, que muchas veces pueden ser debidos al egoísmo o ambiciones sin medida, el sufrimiento divino es únicamente sufrimiento de amor. El Padre no sufre como nosotros, por reivindicaciones egoístas y ambiciosas, sino por su entrega amorosa. Su compromiso en el drama redentor está principalmente inspirado en el amor, un amor que se hace humilde hasta el punto de cargar con los pecados de la humanidad.

Por eso, si el Padre muestra su humildad en el sufrimiento por amor, también muestra su humildad en alegrarse de todo el bien que se realiza en la conducta humana. Como su gracia en los corazones humanos es más poderosa que el mal, sus relaciones con nosotros se caracterizan más por la alegría que por el sufrimiento.

La entraña última del compromiso del Padre en la Pasión de Cristo es mostrar su presencia en nuestra existencia. Al participar en la obra redentora y sufrir con su Hijo, nos guía en esta misma participación sufriendo con nosotros. Él nunca permanece indiferente ante nuestros dolores, ya que también sufre nuestras pruebas. Por eso está tan próximo a nuestras vicisitudes. Nos sentimos especialmente sensibles a su cercanía cuando estamos tristes, pero también cuando participa de nuestros gozos.

Su inmutabilidad en nada impide que entre en profunda comunión con todos nosotros y se acomode a cada ocasión, incluso en las vicisitudes de la existencia. Su sufrimiento divino acompaña nuestro sufrimiento y su alegría divina transfigura nuestra propia alegría.

 

 

EL NOMBRE DEL PADRE

 

La formulación de la oración está destinada a que el anuncio de la Buena nueva se extienda, y adquiera las gracias necesarias para que la verdad de la fe penetre en el mundo y quiebre todo obstáculo.

Por otro lado, la propagación de esta verdad debe poner el acento en la persona del Padre como fuente primordial del amor divino que se derrama sobre el mundo. Sólo el rostro personal del Padre puede afianzar los corazones que buscan a Dios. Sólo él puede responder a las objeciones y acusaciones que a menudo se lanzan en su contra. Todas más o menos denuncian su falta de amor. Dios es acusado, en su condición de omnipotente, de no evitar los sufrimientos a los hombres, de no protegerlos de sus innumerables desgracias. La hostilidad es tal que, tras ser acusado de crueldad e indiferencia, prácticamente se le da por no existente. El nombre de Dios se ha tornado sinónimo de tirano, en imagen del gran opresor de la humanidad.

Este error sólo puede disiparse si acudimos a la revelación de Cristo. El verdadero nombre de Dios es ser Padre. Estamos ante un Padre que, lejos de amurallarse en la indiferencia o de consentir la crueldad, está animado de la más sincera y plena compasión por todos los que sufren. En vez de ser un Dios temible, es un Padre que busca revelar su bondad abriendo su corazón lleno de afecto a los que ama como a sus hijos.

Santificar su nombre es descubrir en él un irreprochable amor paternal y percibir las numerosas demostraciones de este amor en la existencia humana.

 

 

e. El nombre del Padre en el culto


             Pedir que el Padre sea santificado es aspirar a que se desarrolle un culto en su nombre. No debemos olvidar que cuando Jesús anuncia la instauración de un nuevo culto ya definitivo, lo presenta expresamente como un culto dirigido al Padre. Cuando hace comprender a la Samaritana la naturaleza espiritual del culto —sabiendo que el principio esencial es que «Dios es espíritu»— no lo define como algo distinto destinado a Dios, sino como un honor al Padre: «Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4,23).

Al abrir a su interlocutora el camino de la nueva fe, fe en el Mesías ya presente en la tierra, propuso al Padre como la persona final a la que debía rendirse homenaje en el culto. Este culto ya no debe quedar encerrado en los Límites territoriales, sino que, por el contrario, debe dirigirse a un Padre que abraza todas las naciones, además de judíos y samaritanos, en un mismo amor. A este nivel, el culto debe liberarse de estrecheces rituales para convertirse en una adoración «en espíritu y verdad», es decir, en un culto que llegue a lo más profundo del corazón y que lleve consigo actitudes concretas. El Padre es el gran garante y guardián de un comportamiento verdadero y espiritual.

El nombre del Padre es esencial en su culto. Este nombre, como promesa de bondad y misericordia, contribuye a que la samaritana se convierta. La mujer se dio cuenta de que entrando en el nuevo culto, vio no a un Juez severo sino el rostro de un Padre compasivo e indulgente, presto a perdonar y abierto a la benevolencia.

La exigencia de una adoración en «espíritu y verdad» adquiere su consistencia desde la figura del Padre. Dios Padre reclama esta adoración, que lejos de suscitar el miedo, desata en el discípulo un verdadero impulso filial. Como Padre no es sólo sujeto de adoración, sino la fuerza que imprime en el nuevo culto su sello paternal en medio de un clima de confianza y serenidad. La adoración que en origen parecería distante y separada se convierte ahora en un homenaje de toda la persona, un don de sí más profundo e incondicional al ser un verdadero abandono filial.

La orientación filial de este culto se ve sobre todo en el acto más importante del culto cristiano, la eucaristía. La ofrenda del sacrificio eucarístico es esencialmente una ofrenda filial. Dirigida al Padre por Cristo, el sacerdote actúa como sacerdote de la oración. En la ofrenda sobre el altar, el Hijo llama a los cristianos a formar parte de su sacrificio para conducirlos al Padre. La adoración en espíritu y verdad encuentra en el Cristo eucarístico el modelo que mueve a la humanidad hacia el Padre. Cada eucaristía puede ser entendida plenamente como un acto de santificación del nombre del Padre.

 

f. El nombre del Padre en la oración


           La primera innovación en la enseñanza de la oración consiste en decir «Padre» como llamamiento inicial. Jesús ya conocía otros muchos títulos divinos en ¡a plegaria judía. Pero él, en su oración íntima, prefirió uno nuevo, el «Abba». Jesús aconseja a sus discípulos que pronuncien este nombre para que sus oraciones se asemejen a la suya.

Con esta recomendación asegura la máxima eficacia de la oración. Efectivamente, el Padre desea ser llamado por su nombre paternal. Otros títulos de la tradición, como Altísimo, Creador del cielo y de la Tierra, Señor de los ejércitos, Todopoderoso, ya no le satisfacen, pues no canalizan perfectamente el sentido de la nueva paternidad y no muestran la esencia de su bondad. Al nombre de Padre, él responde demostrando su amor.

Por eso, las palabras: «Cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2) remiten inmediatamente al sentido de la oración dentro de este planteamiento. Estas palabras guardan un valor universal según la intención de Jesús, ya que no sólo conciernen al simple recitado del Padre nuestro, sino que expresan un contenido real. Como sabemos la oración cristiana puede ser dirigida al mismo Cristo o al Espíritu Santo; también a la Virgen y a los santos. Pero cuando el cristiano se dirige a Dios Padre desde esta oración, el nombre que aparece es el indicado («Padre») y a pronunciarlo estamos invitados.

Visto esto, la recomendación de Cristo, ¿ha alcanzado los efectos deseados? Es verdad que esta oración ha introducido una gran novedad en la manera de orar, pero la entraña de la invocación al Padre no ha tenido el éxito esperado. El peso de la costumbre es grande.

Los cristianos conocen el Padrenuestro, pero siguen invocando a la Primera persona como Dios Señor. Y esto sucede en buen número de cristianos. La densidad del nombre Padre no está todavía presente en sus peticiones. Incluso la misma liturgia no ha captado plenamente la novedad de la invocación «Padre» tal y como fue enseñada por Cristo. Como sabemos numerosas plegarias litúrgicas se inician con la palabra «Dios» o con la expresión solemne «Dios todopoderoso y eterno», que subraya más la soberanía divina que la paternidad.

Muchas invocaciones breves se inician con la fórmula «Señor». Este apelativo no se refiere a Cristo, tal y como sugiere el uso primitivo cristiano confirmado por san Pablo, sino esencialmente a Dios Padre.

Un detalle significativo dentro de la celebración: tras declarar su intención de conformarse a la palabra del Salvador y recitar el Padrenuestro, el sacerdote dice: «Líbranos, Señor, de todo mal...». Esta palabra del Salvador, ¿no es la misma del evangelio que afirma: «Cuando oréis decid: Padre»? Urge pues, dada la situación, que la expresión «Padre» se difunda más y ocupe en la oración cristiana el lugar que el mismo Cristo le dio en su oración.

 

g. El nombre del Padre, fuente de la vida filial


             La petición: «sea santificado tu nombre» busca instaurar un nuevo lenguaje oracional desde el apelativo «Padre». Pero siendo novedoso no nos hemos acostumbrado a él; por eso la conciencia filial no está suficientemente implantada en la vida cristiana. Creemos que ahí se encuentra el problema más fundamental de la santificación del nombre de Padre.

Es obvio que santificar dicho nombre no es solamente proferir la palabra «Padre». Se trata, por el contrario, de vivir el misterio que este nombre implica desde una conducta filial en respuesta a un gran amor paternal que llena nuestra existencia. Si la palabra «Abba» venía frecuentemente a los labios de Jesús, es que vivía plenamente la condición de Hijo encarnado en intimidad con el Padre. Salido del Padre, era consciente de su retorno a él.

Esta conciencia la vemos en las palabras durante la última cena: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Pero desde muy pronto tuvo conciencia de venir del Padre y de retornar a él. Desde siempre el Padre dio a su existencia terrenal una orientación filial. Siendo todavía niño dijo a sus padres: «No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). El retrato que nos dejan los relatos evangélicos sobre la vida de Jesús consiste en una existencia enteramente filial.

Para Cristo decir «Abba» no es solamente un nombre pronunciado con afecto. Se trata de una persona con la cual se establece un contacto profundo e incesante, persona que llena su vida y le confiere su sentido. El Salvador desea que sus discípulos participen de este modo de vida y que sigan un itinerario filial parecido al suyo. Al insistirles en la palabra «Padre», permite que transformen su vida en un homenaje filial al Padre. Pronunciar el nombre de Padre es reconocer el primado de este amor paternal que confiere un valor nuevo a la existencia humana. (Los exegetas dan una gran importancia a esta palabra: «Es destacable que las primeras palabras de Jesús citadas en la narración evangélica muestran claramente su filiación divina» (Geldenhuys, Lake, 128). «La primera palabra que oímos de la boca de Jesús es una profesión de pertenencia exclusiva a su Padre» (J. Ernst, Das Evange/Lsm nach Lakas, Pustet, Regensburg, 166-7).

Esto es importante y conviene subrayarlo: valor nuevo. El nombre del Padre implica trascender absolutamente todo lo que la tradición judía pudo decir sobre Dios en la antigüedad. El pueblo se veía a sí mismo desde una relación íntima con el Dios soberano. El suyo era un comportamiento de obediencia. Y por eso para Jesús este comportamiento no era suficiente. Lo nuevo era abrir una relación distinta: la de ser un hijo consciente de ser asociado al Hijo único en camino hacia el Padre.

Cristo nos compromete a todos en esta nueva vía, como capacidad de vivir una vida auténticamente filial por el Espíritu Santo que nos orienta al Padre. Esto hace posible el cumplimiento de la primera petición del Padrenuestro. Gracias a esta demanda, su intención no es solamente obtener una veneración al Padre en función de un lenguaje concreto y un culto definido. Se trata de favorecer el desenvolvimiento de las más profundas disposiciones filiales del alma. Los cristianos debemos caminar hacia Dios Padre en la conciencia de ser hijos que actúan como lo que son, «hijos del Padre».

Su objetivo es imprimir en la existencia cristiana una total orientación filial. Esta orientación está destinada a conferir una particular cualidad de fe, esperanza y caridad. Debemos creer en el Padre, esperar en él, amarle y completar este amor filial con un amor fraternal que nos une a todos como hijos de un mismo Padre. Solo esta orientación filial realizada desde el pensamiento, el sentimiento y la acción cristianos puede impulsar lo que es propio de la santificación del nombre del Padre. El Padre ha de ser venerado y glorificado por una existencia filial convertida en testimonio de la verdad de su amor paternal. Cuando todos los aspectos de la vida cristiana culminen en el Padre, su nombre quedará ya santificado «en la tierra como en el cielo».

 

4. «Venga tu reino»


a. La venida del reino de Dios


             La instauración del reino de Dios es el objetivo fundamental de la predicación de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca» (Mc 1,15). La afirmación de que «el tiempo ya ha llegado» implica la realización del designio divino para los últimos tiempos. Estamos, por tanto, en un tiempo venturoso (kairos), que expresa el favor del Padre a la humanidad. Este favor supera todo lo anunciado, sobre todo las profecías de una acción divina destructora del mundo pecador, según la predicación de Juan el Bautista (cf. Mt 3,10-12; Le 3,9-18). El anuncio de Jesús literalmente significa: «El momento favorable ha venido», lo que implica que el favor divino se ha desplegado de un modo absoluto.

También Israel vio a Dios como un reinado: Dios es el rey que lleva los destinos de su pueblo. Sin embargo las infidelidades del pueblo comprometían la verdad de este reinado divino. Los continuos extravíos de los reyes degradaron la idea de una realeza divina, lo que llevó al pueblo a esperar para los tiempos finales un auténtico reino gobernado por Dios. Pues bien, este reino es anunciado por Jesús. Su advenimiento llama a la conversión para entrar en él: «convertíos y creed en la Buena Nueva».

De ahí que el reino no pueda entenderse como una realidad estática. La apertura al mensaje evangélico exige una transformación de los corazones. El reino viene, está cerca. A él le seguirá, ya en Pentecostés, un sacrificio redentor como fruto definitivo, cuyo cumplimiento hará brotar y expandirse la Iglesia». Es cierto que el reino ya ha venido a nosotros; pero también que está por venir. Su expresión definitiva será al final de los tiempos.

Jesús se sitúa en esta perspectiva y nos invita a orar por su implantación en el mundo. Se nos enseña a decir al Padre «venga tu reino». Tenemos pues una responsabilidad en la expansión de su reinado. Esto implica una novedad respecto de la mentalidad judía: los judíos no oraban por la «venida» del reino de Dios, ya que creían que el reino era un hecho entendido como la actividad de un Dios irradiando soberanía. La oración cristiana, por el contrario, hace que la venida del reino se encuadre en la perspectiva de un reino de naturaleza espiritual que exige la conversión y la fe en su mensaje.

Hay dudas sobre la formulación de la demanda. El término griego (basileia) como su original hebreo (malkúl) pueden traducirse con tres intensidades diferentes: realeza, reino o reinado. La traducción más habitual en nuestras lenguas es la ya conocida «que venga tu reino». Pero creemos que la fórmula «venga tu reinado» es preferible, ya que expresa con mayor concreción el poder del Padre sobre la realidad terrena. Pero sólo son simples matices; las tres expresiones son válidas para entender su sentido. De lo que se trata es de pedir la venida de la realeza del Padre, es decir, de su cualidad de rey Mientras que la venida de su reino expresa su soberanía, la venida de su reinado indica la constitución de un grupo humano bajo su autoridad.

 

b. Reinado del Padre

 

            La novedad más notable respecto del AT consiste en hablar no del reino de Dios, sino del reinado del Padre. El NT describe el reinado como realidad de la que forma parte el Hijo del Hombre; lo que pertenece al Hijo del Hombre pertenece al Padre. Cuando el Hijo del Hombre envíe a sus ángeles para recoger de su reino todos los escándalos y a los fautores de la iniquidad, «[... los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mc 13,41-43).

En este anuncio vemos que el reinado se realizará en la vida futura, pero en continuidad con el que se desplegará en la tierra. Este reinado es el que Jesús describe como un campo donde un hombre sembró buena semilla pero el enemigo hizo brotar cizaña. El reinado que se ha establecido gracias a la buena simiente de Cristo no es otro que el reinado del Padre. Jesús el Hijo desea que la soberanía del Padre se implante en el mundo poniendo en sus manos un reinado donde los hombres participen de su filiación y reconozcan en su Padre al Padre de todos.

            Las palabras «Que venga tu reinado» toman su sentido por el hecho de que son dirigidas al Padre. El reinado alcanza su verdadera novedad en función de esta relación con el Padre. A partir de ahora la autoridad coincide con un amor paternal. Los sujetos destinatarios de su reinado no son ya meros siervos sometidos a obediencia, sino que son hijos que disfrutan de una libertad filial. Orar por la venida del reinado es pedir que se instaure más plenamente un clima filial en las relaciones de la humanidad con el Padre. Sólo este clima filial puede mover los corazones y abrirse más profundamente a la autoridad suprema de Aquel que busca expresarse como un Dios con rasgos paternales.

La revelación del Padre por Jesús confiere un sentido nuevo al reinado: hay un salto de la antigua a la nueva alianza que contribuye a transformar todas las perspectivas. Cuando Jesús habla a propósito de los <justos» del reinado de «su Padre», deja entrever que los que son hijos de Dios poseen el reinado con la garantía de la complacencia de un Dios que es Padre. De ahí que puedan aplicarse a sí mismos, con las debidas proporciones, lo que Jesús dijo de su Padre: «y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10). El reinado viene a nosotros como una oferta de enriquecimiento divino entendido como amor paternal entregado a todos.

e. Reinado espiritual

 

La diferencia existente entre el reinado de la tradición judía mesiánica y el reinado del Padre tal y como lo concebía Jesús, parece que no fue bien comprendida por los primeros discípulos. Éstos entendieron un reino en la esperanza de un reinado ideal que vendría a satisfacer las aspiraciones terrenales de abundancia de bienes materiales y de restauración de la independencia nacional. Las palabras «venga tu reino» fueron interpretadas de este modo, incluso cuando la existencia terrenal de Jesús llegaba a su término, como sucede en el instante de la Ascensión. Los apóstoles le dicen: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» (Hch 1,6). A esta esperanza orientada hacia la ilusión de un paraíso terrenal, Jesús responde con el anuncio de la venida del reinado espiritual. El Espíritu Santo descenderá sobre los discípulos y los convertirá en testigos (Hch 1,8). Con ello se nos da el sentido auténtico de este reino, según se contempla en la propia petición del Padrenuestro: «Venga tu reino».

La historia reciente demuestra que la incomprensión de los primeros discípulos sigue siendo la misma en nuestros días. La esperanza de un reino de naturaleza política o social, donde el bienestar terrenal queda supuestamente satisfecho, es puesta de nuevo en circulación por aquellos que creen que la Buena Nueva de Cristo es sólo esto. A esta supuesta esperanza sólo cabe responder con las palabras de Jesús que, ante el juicio de Pilatos, establecían la adecuada diferencia: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36).

Esta declaración implica que su reino, que debe ser instaurado en el mundo, no tiene más fundamento que su origen celeste, es decir, el Padre. Jesús también enunció este principio cuando, en ciernes de ser condenado, vio su muerte como signo de la instauración del reino. Por tanto, no estamos ante un reino diluido en la historia donde abunde ya una completa felicidad terrenal, sino ante el reino del Padre.

Las palabras «que venga tu reino [reinado]» están únicamente dirigidas a la instauración de un reinado según el propósito y el cumplimiento de Cristo. El reinado es el Padre que viene del cielo sobre la tierra como reino de amor destinado a unir a toda la humanidad. En el acto de congregar a todos los creyentes en un mismo amor filial, el Padre suscita entre nosotros un verdadero amor fraternal. El precepto fundamental de Cristo dado a los discípulos en la última cena («que os améis los unos a los otros[...] como yo os he amado», Jn 13,34; 15,12) refleja una exigencia que brota esencialmente del amor del Padre. Los que han sido llamados a convertirse en hijos del Padre en el Hijo único deben fomentar relaciones de auténtico amor fraternal, para que de este modo ese amor filial entregado al Padre se muestre en su autenticidad. («Aquí “mundo” no debe entenderse en su sentido negativo. Se trata simplemente del “ámbito terrenal”, distinto del “mundo trascendente”» (Schnaeken burg, Johannes, III, 285).

Por lo demás, como el amor del Padre a la humanidad se manifiesta por su compromiso con el drama de la redención, el despliegue de su reinado sobre la tierra queda vinculado al compromiso de sus hijos con ese mismo drama. El reinado no viene a nosotros sino por nuestra asociación al sacrificio de Cristo que ha sido, en su entraña más profunda, el sacrificio del Hijo enviado y entregado al Padre para la salvación de la humanidad pecadora. Lejos de obstaculizar el desenvolvimiento del reinado, las pruebas de la existencia contribuyen a su crecimiento. El mismo Jesús dejó entrever el papel que las persecuciones tendrían en la actividad evangelizadora de los discípulos, prediciendo así el doloroso camino de la difusión del mensaje de salvación.

La petición «venga tu reino» también busca la expansión de la Iglesia. Sabemos que la Iglesia realiza concretamente y de modo visible el reinado del Padre por su influencia en el mundo. La Iglesia es la acción de congregar a los hombres que profesan una misma fe en Cristo para vivir de su vida. Esta vida, como ya hemos visto, es una vida filial esencialmente encaminada al Padre. Para que esta vida crezca es necesaria la oración. La oración que nos enseñó Jesús precedió al nacimiento y los primeros balbuceos de la Iglesia en la vigilia de Pentecostés. El Padrenuestro se recita continuamente para llevar a cumplimiento esta característica de la existencia y progreso de la Iglesia.

La venida del reinado implica el progreso eclesial. La Iglesia no cesa de progresar por su expansión territorial, por una mejor organización de sus capacidades de penetración, por su fuerza en llegar cada vez más a buena parte de la humanidad. Pero también la Iglesia progresa en calidad espiritual, con una existencia intensificada por la fe, la esperanza y el amor. El progreso de la Iglesia en superar todas las dificultades se debe a la oración, una oración que se define como ámbito de caridad, consciente del mandato divino de llevar su testimonio a todo el universo. «Que venga tu reinado» va más allá de los límites de la Iglesia. El reino también se constituye, esta vez de forma misteriosa, por las numerosas gracias dadas a los hombres en virtud de la obra salvadora de Cristo. Pidiendo la llegada del reinado, la oración cristiana colabora a esta implantación, llena de eficacia para el conocimiento del Padre en todo el mundo.

 

d. Horizonte apostólico


            La segunda petición abre un inmenso horizonte apostólico. En la primera demanda el objetivo se concentraba en la persona del Padre invocada al principio de la oración. «Sea santificado tu nombre» manifestaba el deseo de que fuera glorificado desde un mejor conocimiento y un más intenso amor. Este deseo implicaba una intención apostólica: la conversión de los espíritus y el corazón al Padre. Sin embargo, esta intención adquiere mayor fuerza sólo desde la segunda petición, cuando lanza su mirada sobre el reinado del Padre. Este reinado, en su pretensión de reunir a todos los hombres bajo la autoridad del Padre en su amor, constituye el gran objetivo de la obra desplegada en todo el mundo para la salvación de la vida espiritual de la humanidad.

            Decir «venga tu reino» es entrar en el dinamismo apostólico por el cual Cristo instaura en la tierra el reinado del Padre. En el fondo es hacerse cargo de la obra que despliega el reino desde la oración y, en la medida de nuestras posibilidades, por una actividad orientada hacia ese propósito. En las palabras de la petición hay como un acicate del deseo y la acción misioneros. Es cierto que el compromiso en la obra misionera no está reflejado explícitamente.

La venida del reino tiene un significado general sin especificación de individuos concretos. Pero la apertura global y misionera a toda la humanidad alcanza su objetivo en tan simple y breve petición. Se nos invita por tanto a contemplar el horizonte de ese reinado y a poner los medios necesarios para que su venida llegue a plenitud.

Reflexionando sobre ello, nos damos cuenta de la distancia que hay entre un universo convertido ya plenamente en el reinado del Padre y el mundo que queremos transformar. El espectáculo de tantas y variadas miserias morales nos muestra, creemos que con suficiente claridad, que el reinado está lejos de la plenitud a la cual aspira. Por eso chocamos con un problema realmente grave: ¿cómo vencer la distancia que queda por recorrer, cómo ensanchar el espacio del reino y, sobre todo, cómo optimizar su implantación?

Las palabras «venga tu reino» ya contienen la respuesta. Nos dirigimos al Padre como el responsable fundamental de un reinado que parte de su voluntad. Diciendo «tu reino» nos instalamos en la verdad fundamental del término: el reino pertenece al Padre. El es el maestro absoluto que nunca está ausente de su desenvolvimiento. Contamos con su omnipotencia para llevar el reinado a un nuevo progreso quebrando así los obstáculos que impiden su expansión.

Por eso también nosotros tenemos que ser conscientes de nuestra responsabilidad. Por mediación de Cristo, el Padre ha dejado en nuestras manos su reino. El moviliza nuestros recursos y energías en la medida de nuestras posibilidades y las hace disponibles para esta misión. Descubrimos así la inmensidad de una humanidad destinada a formar parte de su reinado, humanidad que nos insta a seguir por este camino. El reinado nos inspira un espíritu misionero, o al menos la voluntad de ofrecernos en nuestras súplicas y pruebas para la implantación del evangelio en los lugares que todavía lo ignoran. El Padrenuestro nos lleva a comprender la importancia de la misión apostólica que incumbe a toda nuestra existencia y estimula el deseo de llevarla a cabo, por muy modestos que sean los medios, acompañada de la fe y la eficacia de la oración y la ofrenda.

 

5. «Que se haga tu voluntad»

 

a. Cristo como modelo de conformidad a la voluntad del Padre


            Desde esta petición, Jesús es consciente de mostrar el sentido de su presencia y acción en la tierra. Sabe desde el principio que ha ido a los hombres para cumplir la voluntad del Padre. El se sabe enviado del Padre, y no se cansa de repetirlo una y otra vez. Tal es la conformidad con este envío que se entiende sólo por su tenaz obediencia al Padre. Cuando habla del verdadero alimento de su vida, lo define así: «[...] hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34).

La epístola a los Hebreos caracterizó con una obediencia fundamental el misterio del Cristo que entra en el mundo. Por ello atribuye al Señor, en el acto de la encarnación, las palabras que expresan esta obediencia según el salmo 40,7-9: «Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. («Jesús vive enteramente de su unión íntima con el Padre, de la que recibe la misión de cumplir y consagrar su obediencia. El es claramente consciente de su misión y del celo por las cosas del Padre, tanto que las cosas y las necesidades del mundo pasan a segundo plano (Schnackenburg, Johannes, 1, 481).

En la manifestación de su benevolencia a los pecadores, Jesús demostró la rectitud de su manera de actuar tomando ejemplo de su Padre. En la antigua alianza no era extraño ver a los pecadores tratados con dureza. El comportamiento de Jesús, que se acerca a ellos con bondad a fin de convertirlos, podía ser entendido como una actitud reprensible. Pero el que actúa como el Salvador no se preocupa por hacer comprender su intención salvadora; se limita a fundarla, según muestran las parábolas, en las disposiciones del Padre cuyo corazón está lleno de misericordia.

En el cumplimiento de su misión, Jesús no se alejó jamás del principio fundamental: el acuerdo pleno con la voluntad del Padre. Cuando él invita a los discípulos a decir: «que se haga tu voluntad», les muestra su propia manera de ser y actuar.

 

b. Cristo, modelo de docilidad en la Pasión


           Cuando la epístola a los Hebreos entiende la Encarnación como la voluntad de Cristo en cumplir la voluntad del Padre, pretende iluminar el sentido de su vida terrenal como oblación hecha en provecho de todos. Esta oblación constituye el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre.

El autor de la epístola se centra en el esplendor de este cumplimiento: «y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (5,8). La persona divina del Hijo se comprometió en un sufrimiento que le permitió aprender lo que la obediencia comportaba 4t. Esta sumisión a la voluntad del Padre consuma la perfección de Cristo y hace de él «principio de salvación eterna».

«A pesar de que Jesús era el Hijo eterno de Dios, entró en una nueva dimensión de la filiación en virtud de su encarnación y de su sacrificio. Aprendió por experiencia lo que la obediencia comporta por su pasión como objetivo de la salvación, y fue revestido plenamente de su oficio de eterno gran sacerdote» (Lane, Hebrews, 121).  En todo caso la afirmación de la experiencia obediencial del Hijo en la Pasión se mantiene.

En la oración que precede al drama de la Pasión, Jesús muestra la disposición que le anima en el sacrificio, cuya razón de ser es obtener, a costa de inmensos sufrimientos, la salvación de la humanidad con el don de una vida nueva. El destino del mundo se cimienta en el abandono de su voluntad filial a la voluntad paternal. Destaca así el grito filial de Jesús al pedir al Padre que le preserve de su suerte trágica: «Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa». Él, como nosotros, no duda en mostrar su deseo de escapar a esa suerte dolorosa. Pero por su amor confiado al Padre determina su voluntad: «pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). La conformidad de su voluntad a la del Padre confiere a su ofrenda un valor absoluto.

Desde estas palabras se podría pensar que la autoridad divina del Padre busca sólo quebrar la voluntad de su Hijo. Pero la voluntad de Jesús es la del Padre. Es significativo el hecho de que la súplica de Jesús en Getsemaní sea el lugar en que aparece la palabra aramea «Abba» dentro de los evangelios (Mc 14,36). Jesús pronunció este título con todo el afecto filial, y por el amor de su Padre quiere responder al sacrificio con total disponibilidad. Por eso, no está de más señalar que el término «voluntad» no hace justicia al sentido arameo utilizado por Jesús.

No estamos ante una voluntad imperativa, sino ante un deseo cuya consistencia es sólida y su intención firme. La voluntad del Padre insta un deseo que el mismo Cristo está decidido a responder, por más que sea una orden dolorosa. La conformidad enunciada por Jesús en la proximidad de la hora, implica una renuncia dolorosa expresada como un intercambio de amor entre Padre e Hijo. El acuerdo de ambas voluntades se opera sin dañar su intrínseca armonía. Jesús hace suya la voluntad del Padre de tal modo que tras el terrible sobresalto inicial se adhiere plenamente al designio paternal.

El acuerdo de voluntades es si cabe más significativo para nosotros ya que se produce en circunstancias que, como demuestra la experiencia humana, son dificiles de llevar a cabo. Somos testigos del dolor y la prueba. En tales ocasiones las voluntades humanas se sienten tentadas a apartarse de la voluntad divina e incluso a rebelarse contra ella. Cuando aparece el sufrimiento, tanto físico como moral, rápidamente surgen los rechazos y las desobediencias.

Sentimientos hostiles se proyectan contra Dios, al que acusamos de crueldad y falta de bondad. En el caso de Jesús, la perspectiva es claramente espantosa. Él ya prevé los sufrimientos que le serán infringidos, el horror de su suplicio y el ultraje al que se verá sometido. El estremecimiento de Getsemaní nos hace sospechar hasta qué punto le impresiona lo que le aguarda. Pero vence la angustia y acepta plenamente la voluntad del Padre, otorgando a esta conformidad todo el fervor de su afecto filial. Jesús acoge de su Padre tanto su voluntad como la bondad misteriosa. De ahí que la palabra Abba defina el horizonte de su apertura activa y de su abandono.

En Getsemaní Jesús muestra su angustia y su súplica a tres de sus discípulos. De esta manera los convierte en testigos del combate secreto que se libraba en el interior para conformar su voluntad a la del Padre. Con esta revelación descubrió a los demás la verdad de sus íntimas disposiciones en el supremo cumplimiento de su misión redentora, a la vez que la hondura de su sufrimiento y la incondicional aceptación del designio salvífico querido por el Padre. De este modo ha puesto ante nuestros ojos, gracias a los relatos evangélicos, un ejemplo de generoso asentimiento a la voluntad del Padre en medio de los momentos más dolorosos de la existencia. Su actitud decisiva en Getsemaní constituye para nosotros el modelo supremo ante una de las pruebas más crueles. Pero la adhesión de Cristo a la voluntad del Padre permanece perfecta y sin reservas.

 

e. La voluntad del Padre como amor al mundo


          Si Cristo en el instante de la Pasión ha vivido con todas las consecuencias la oración que enseñó a los discípulos en su vida pública («que se haga tu voluntad»), es que la entraña de esta oración fue el horizonte vital de su existencia terrena. Ya venía inscrita en su venida como Hijo: «porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38).

Jesús subraya que esta voluntad del Padre es de amor y don, y por eso el Hijo es entregado para la salvación del mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16)46. Según el testimonio evangélico, no hay voluntad de condenación sino de salvación. Para muchos la voluntad de Dios ha tenido un solo objetivo: condenar o destruir el mundo pecador; en el orden evangélico, esta interpretación está fuera de lugar, ya que no expresa el verdadero sentido de la revelación que Cristo hace del Padre.

«Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna y que yo le resucite el último día» (Jn 6,39-40). El Padre ha puesto a la humanidad entera en manos de su Hijo para que la salve y culmine en la resurrección final. La voluntad del Padre es ser don: don del Hijo enviado al mundo y don de la humanidad al Hijo. La frase «Lo que él me ha dado» para que nada se pierda define la entrega de todos los hombres que hace el Padre al Salvador. El neutro, por su carácter semítico, se emplea para designar las personas, como vemos en el inicio de la oración sacerdotal, donde la intención salvífica del Padre está claramente definida en el marco de la Pasión: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado» (Jn 17,1-2).

 

d. Obediencia y cooperación en la obra de salvación


Para Cristo cumplir la voluntad del Padre no es solamente ejecutar su voluntad en aspectos parciales o desde una actividad concreta, sino consumar el objetivo esencial. En la oración del Padrenuestro estaba ya presente este amplio horizonte: «que se haga tu voluntad» significa que se cumpla tu designio de salvar al mundo entero para comunicarle tu vida divina.

Las últimas palabras de la oración de Jesús son una incitación a los cristianos para que se comprometan en el combate entre ambas paternidades: la paternidad del Padre, que opera en la verdad, y la paternidad del diablo, que es quimera y mentira. La oración del Padrenuestro sirve de protección a los cristianos frente a las falsedades de Satanás. Con ello se abre la posibilidad de reconocer con mayor amplitud la paternidad del Padre y fomentar un intenso clima filial en la humanidad.

Si Jesús no dudó en advertirnos de los peligros que supone el poder del «Maligno», es porque era consciente de la absoluta entidad de la paternidad del Padre. El «Maligno» quiere arrogarse una paternidad semejante a la del Padre, pero completamente contraria. Fuerte ante los que han caído en las redes de sus mentiras, Satanás es mentor y progenitor de lo falso y padre de los que le oyen. Su ser es todo terror. Pero ha sido vencido por Cristo. Por eso es suficiente con dirigirse al Padre para que la falsa paternidad del Malvado se desvanezca ante la verdadera paternidad del Dios de Jesucristo. El final del Padrenuestro refleja claramente la esperanza de esta victoria. La petición final supone la plena revelación del misterio dci Padre.

 

 

C. CONCLUSIÓN: LA AMPLITUD DE LA ORACIÓN

 

1. Horizontes abiertos y secuencia de peticiones

 

            La oración que nos enseñó Jesús se caracteriza por la amplitud de su horizonte. Ella nos permite presentarnos ante el rostro del Padre como origen de todas las cosas en la divinidad y en la obra de salvación y divinización. Nuestra mirada se dirige al cielo para que la tierra sea el espejo de su perfección.
Las tres primeras peticiones, como homenaje a la persona del Padre, se suceden como una progresión hacia la interiorización: ponen el acento en la santificación del nombre del Padre, la venida de su reino y el cumplimiento de su voluntad. Sirven de solicitud de un culto de adoración y glorificación al Padre, la extensión de su influencia para el crecimiento del reino y el compromiso de su amor paternal con las profundidades del corazón humano.

Las tres últimas peticiones, que conciernen a nuestro bien, pertenecen a una perspectiva más secuencial, pues corresponden a diversos momentos del tiempo. En primer lugar el hoy en la demanda del pan cotidiano; tras él, el pasado, como imploración del perdón de las faltas cometidas y el estimulo a que perdonemos; por último, el futuro, como protección frente al demonio, lucha que consagrará la victoria del Padre y de su paternidad.

2. Prioridad de la atención sobre el Padre


              En el curso de los temas de la petición vemos la importancia de todo lo que concierne a la presencia e influencia del Padre. La razón de la oración es siempre la persona del Padre. La súplica desea que reclamemos, como primera providencia, su creciente influjo en la existencia de la humanidad, para el reconocimiento de su amor paternal, para la expansión de su reino y para la conformidad cada vez más firme de la conducta humana con su voluntad paternal.

La oración no busca en absoluto que pongamos nuestra atención en nuestros intereses, en lo que supuestamente podemos conseguir, en la preservación ante las amenazas, en librarnos de las pruebas más dolorosas, en suma, en la solución de los problemas que nos acucian. Todo esto cabe en la oración, pero siempre y cuando pongamos nuestra mirada en el Padre desde un amor filial que se esfuerza en compartir sus proyectos sobre el destino de la humanidad.

Esta prioridad nos permite orientar adecuadamente las peticiones que afectan a nuestras necesidades personales y al bien que de ellas pueda derivarse; pero ante todo demandan de nosotros el esfuerzo de contemplar el dominio del Padre sobre nuestra existencia. Debemos, por tanto, salir del interés por nosotros mismos. Lo que buscamos para nosotros debe redundar al mismo tiempo en un mayor cariño por el Padre.

 

 

3. Espacio y tiempo


           Para mostrar la envergadura de la oración que enseñó Jesús, basta descubrir en ellas las dos dimensiones fundamentales de la existencia terrenal: el espacio y el tiempo. La primera parte ocupa el espacio; la tierra está destinada a asemejarse al cielo y el espacio humano parecerse al divino.

Nuestro espacio debe llenarse del nombre del Padre, pronunciado cada vez con más energía por el mayor número de hombres. El espacio terreno está llamado a transformarse en el reino del Padre, reino que no cesa de extenderse hasta el final de los tiempos, donde se convertirá en reino de eternidad. El espacio humano no puede alcanzar su forma ideal si no está determinado por la voluntad del Padre, a cuya fuerza todos los deseos de la tierra deben concordar.

La segunda parte tiene como objetivo la completa acción del Padre sobre el orden del tiempo. El hoy es colmado con el don del pan, sea material, espiritual o eucarístico, es decir, con el don que es respuesta a todas las necesidades del ser humano, desde las más humildes a las más elevadas.

El pasado está destinado a pertenecer más plenamente al Padre gracias al perdón divino que borra todo lo que es contrario a su voluntad y confiere al individuo un mayor dominio de sí. Por lo demás, nuestro perdón ofrece al Padre una reconciliación que hace olvidar litigios y querellas. La oración transfigura el pecado desde una nueva luz.

Por lo que se refiere al futuro, ha de consumar la victoria del Padre sobre el tiempo que está en sus manos: triunfo por nuestra perseverancia en el camino de la gracia, en la resistencia a las tentaciones y en la protección frente al Maligno, que reivindica sobre nosotros una falsa paternidad. Nuestro tiempo está destinado a culminar en el Padre, en el despliegue eterno de su paternidad. Por eso la oración abarca todo el espacio y el tiempo humanos como ofrecimiento al Padre, espacio y tiempo que deben ser depositados en sus manos soberanas.

 

 

7. CULTO AL PADRE Y FIESTA DEL PADRE


La revelación de Cristo que permite a sus discípulos «ver» al Padre está destinada a suscitar un culto nuevo cuya exigencia es una disposición interior renovada. Por eso nos preguntamos si el Hijo del hombre no hubiera deseado la instauración de una fiesta del Padre en la historia de la Iglesia.

 

 

A. CULTO AL PADRE, CULTO NUEVO

 

1. Homenaje de amor filial

 

             Cuando Jesús define el nuevo culto que desea instaurar en la tierra, lo presenta como un culto universal dirigido al Padre. De ahí la importancia de su declaración a la samaritana, según hemos tenido ocasión de ver: «Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Es la persona del Padre la que reclama la adoración.

De esta manera el culto se nos muestra de una forma insospechadamente nueva: al soberano amor paternal debe responderse con un impulso de amor filial. Las exigencias de este culto brotan de esa suprema benevolencia en la que no cabe el temor. La samaritana no lo entendió al principio. Esta nueva adoración implica una sumisión absoluta, pero no a un Dios todopoderoso, sino a un Padre lleno de bondad. Este nuevo culto consiste esencialmente en reconocer a un Dios como Padre y cumplir su voluntad con una plena libertad filial.

Es el propio Padre el que confiere a este culto unas determinadas propiedades. El culto es nuevo porque la revelación evangélica no es simplemente la confirmación de las características del Padre según el AT. Jesús nos revela lo que la tradición judía todavía no había percibido: en Dios encontramos una persona que es el Padre, como persona diferente del Hijo. Es una persona divina que tiene como propiedad fundamental la paternidad, lo que constituye la totalidad de su ser de Padre.

Por otro lado, y siguiendo con esta novedad, el Padre es contemplado desde ahora en adelante y en la obra de salvación consumada en Cristo como un amor reconciliador que se manifiesta en el sacrificio de la cruz. Las palabras dirigidas a María Magdalena por el Salvador resucitado, siendo el primer mensaje transmitido a sus discípulos, reflejan esta verdad: «[...] vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20,17). El Padre en tanto Dios nos reconoce desde esta ofrenda redentora como hijos en su Hijo bienamado. Él es a la vez Padre de Jesús y Padre de todos los hombres salvados por su Hijo.

Las palabras: «mi Padre y vuestro Padre» nos sitúan ante una nueva perspectiva cúltica. Jesús se dirige al Padre tras la Ascensión. Dicha subida hacia el Padre descubre en cierta medida la subida de todos los hombres al Padre. Presentando al Padre como algo nuestro, Cristo nos invita a amar al Padre como él mismo lo ha amado. Después de la última cena, Jesús llamó a sus discípulos a tener un amor al prójimo semejante al suyo: «[...] que os améis los unos a los otros…como yo es he amado» (Jn 12,34; 15,12).

Ya resucitado, Jesús invita también a los discípulos a amar al Padre como él lo hizo. Es como si dijera: «Amad al Padre como yo le he amado, pues es vuestro Padre». La adoración que se le debe a Dios está co*formada como una realidad amorosa; adorar al Padre en espíritu y verdad es, antes que nada, amar con un amor filial, un amor análogo al que tuvo Cristo.

 


2. Disposiciones íntimas del culto filial


          Instando a sus discípulos a entrar en la intimidad del Padre, Jesús suscitó en ellos un crecimiento espiritual. Veamos algunas de las disposiciones fundamentales que exige el culto al Padre.

En función de la palabra empleada por el mismo Jesús, la adoración al Padre es una adoración en verdad, una verdad que abre una distancia infinita entre él y nosotros. Pero también es una adoración en espíritu, a modo de profundo movimiento del alma entendido como don total de la persona y pertenencia sin reservas al absoluto divino.

Se trata en definitiva de una adoración que elimina cualquier vestigio de miedo y retracción ante la santidad y soberanía divinas. Una adoración animada por un amor filial que desea para sí la mayor de la intimidades, como rezan las palabras de san Juan hablando de la perfección del amor: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor» (l Jn 4,18).

Esta adoración demanda a su vez una actitud de profunda obediencia. El mismo Jesús nos sirve de modelo. Como sabemos su alimento es hacer la voluntad de quien le ha enviado (Jn 4,34). Pero esta voluntad en nada le oprime. El suyo es un movimiento espontáneo que se conforma a la orientación que el Padre ha proyectado. Es una manifestación de libertad filial como diálogo con el Padre, donde los deseos personales, aún expresados, siguen los deseos de Dios.

Pero sobre todo importa una disposición de confianza, expresamente recomendada por Jesús en su predicación sobre la Providencia. Esta enseñanza es respuesta a aquellos que se dejan arrastrar por toda suerte de inquietudes. Con pleno conocimiento de la inmensa bondad del Padre y la infalibilidad de su solicitud, Jesús veía que esta inquietud no sólo no tiene justificación, sino que es injuriosa para el Padre. En sus relaciones filiales, la confianza debe reinar de una manera habitual. Es la expresión esencial del amor que se abre plenamente y que no duda en abandonarse a la benevolencia paternal. Esta confianza sirve también de clima de paz y serenidad que favorece el desarrollo de la persona e impulsa todos sus resortes, además de ser condición del despliegue de sí y de la fecundidad de su actividad.

Así se nos permite superar sin dificultades todas las pruebas que la vida nos presenta, desde una plena confianza en el poder soberano de un Padre deseoso de ayudarnos. Confianza que es fuente de coraje personal e incentivo para el coraje de los demás. Necesaria para perseverar en las ocasiones dolorosas, sólo la confianza puede asegurar la alegría en medio de las horas más terribles.

No debemos olvidar tampoco el papel de las gracias. La revelación del Padre es revelación de un gran número de «buenas cosas» que reclaman nuestra gratitud. Estamos llamados a descubrir en el culto al Padre las manifestaciones de su generosidad paternal, reconocer el inmenso amor que se nos ha dado y expresarlo con sinceridad en nuestras acciones de gracias. A menudo olvidamos las «gracias» debidas al Padre. Por experiencia sabemos la importancia que pueden tener las gracias o su ausencia diferente del Hijo. Es una persona divina que tiene como propiedad fundamental la paternidad, lo que constituye la totalidad de su ser de Padre.

Por otro lado, y siguiendo con esta novedad, el Padre es contemplado desde ahora en adelante y en la obra de salvación consumada en Cristo como un amor reconciliador que se manifiesta en el sacrificio de la cruz. Las palabras dirigidas a María Magdalena por el Salvador resucitado, siendo el primer mensaje transmitido a sus discípulos, reflejan esta verdad: «[...] vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20,17). El Padre en tanto Dios nos reconoce desde esta ofrenda redentora como hijos en su Hijo bienamado. El es a la vez Padre de Jesús y Padre de todos los hombres salvados por su Hijo.

Las palabras: «mi Padre y vuestro Padre» nos sitúan ante una nueva perspectiva cúltica. Jesús se dirige al Padre tras la Ascensión. Dicha subida hacia el Padre descubre en cierta medida la subida de todos los hombres al Padre. Presentando al Padre como algo nuestro, Cristo nos invita a amar al Padre como él mismo lo ha amado.

Después de la última cena, Jesús llamó a sus discípulos a tener un amor al prójimo semejante al suyo: « [...] que os améis los unos a los otros[...j como yo es he amado» Gn 12,34; 15,12). Ya resucitado, Jesús invita también a los discípulos a amar al Padre como él lo hizo. Es como si dijera: «Amad al Padre como yo le he amado, pues es vuestro Padre». La adoración que se le debe a Dios está conformada como una realidad amorosa; adorar al Padre en espíritu y verdad es, antes que nada, amar con un amor filial, un amor análogo al que tuvo Cristo.

2. Disposiciones íntimas del culto filial

(Puede convertirse en una buena meditación sobre el Padre, añadiendo a cada afirmación o verdad los textos correspondientes que tiene en otra parte del libro)

 

Instando a sus discípulos a entrar en la intimidad del Padre, Jesús suscitó en ellos un crecimiento espiritual. Veamos algunas de las disposiciones fundamentales que exige el culto al Padre. En función de la palabra empleada por el mismo Jesús, la adoración al Padre es una adoración en verdad, una verdad que abre una distancia infinita entre él y nosotros. Pero también es una adoración en espíritu, a modo de profundo movimiento del alma entendido como don total de la persona y pertenencia sin reservas al absoluto divino.

Se trata en definitiva de una adoración que elimina cualquier vestigio de miedo y retracción ante la santidad y soberanía divinas. Una adoración animada por un amor filial que desea para sí la mayor de la intimidades, como rezan las palabras de san Juan hablando de la perfección del amor: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor» (lJn 4,18).

Esta adoración demanda a su vez una actitud de profunda obediencia. El mismo Jesús nos sirve de modelo. Como sabemos su alimento es hacer la voluntad de quien le ha enviado Gn 4,34). Pero esta voluntad en nada le oprime. El suyo es un movimiento espontáneo que se conforma a la orientación que el Padre ha proyectado. Es una manifestación de libertad filial como diálogo con el Padre, donde los deseos personales, aún expresados, siguen los deseos de Dios.

Pero sobre todo importa una disposición de confianza, expresamente recomendada por Jesús en su predicación sobre la Providencia. Esta enseñanza es respuesta a aquellos que se dejan arrastrar por toda suerte de inquietudes. Con pleno conocimiento de la inmensa bondad del Padre y la infalibilidad de su solicitud, Jesús veía que esta inquietud no sólo no tiene justificación, sino que es injuriosa para el Padre.

En sus relaciones filiales, la confianza debe reinar de una manera habitual. Es la expresión esencial del amor que se abre plenamente y que no duda en abandonarse a la benevolencia paternal. Esta confianza sirve también de clima de paz y serenidad que favorece el desarrollo de la persona e impulsa todos sus resortes, además de ser condición del despliegue de sí y de la fecundidad de su actividad. Así se nos permite superar sin dificultades todas las pruebas que la vida nos presenta, desde una plena confianza en el poder soberano de un Padre deseoso de ayudarnos. Confianza que es fuente de coraje personal e incentivo para el coraje de los demás. Necesaria para perseverar en las ocasiones dolorosas, sólo la confianza puede asegurar la alegría en medio de las horas más terribles.

No debemos olvidar tampoco el papel de las gracias. La revelación del Padre es revelación de un gran número de «buenas cosas» que reclaman nuestra gratitud. Estamos llamados a descubrir en el culto al Padre las manifestaciones de su generosidad paternal, reconocer el inmenso amor que se nos ha dado y expresarlo con sinceridad en nuestras acciones de gracias.

A menudo olvidamos las «gracias» debidas al Padre. Por experiencia sabemos la importancia que pueden tener las gracias o su ausencia en nuestras relaciones con los demás. El culto al Padre llama nuestra atención sobre el homenaje de reconocimiento que nuestra vida cotidiana debe traslucir por todos los dones divinos que se nos han dado. Es, por tanto, un culto que nos ayuda a entender adecuadamente el sentido de nuestra existencia, donde todo es obra del Padre.

No menos importante es el «locus» que Jesús establece para ello, especialmente la institución de la eucaristía, como acción de gracias y ofrenda. Ésta constituye el acto esencial del culto: Cristo ha querido para sí una disposición de ofrenda filial, gracias a la cual devuelve al Padre todo lo que a su vez ha recibido de él. Debemos formar parte de este gesto de ofrenda, para que al don del amor paternal respondamos con la plenitud de nuestro don. Por la ofrenda filial, el culto al Padre halla su perfección y alcanza su objetivo. Esta ofrenda no es solamente un acto ritual; consiste en una disposición fundamental que afecta a toda nuestra existencia cotidiana con sus penas y alegrías convertidas en homenaje al Padre. De este modo se convierte en testimonio de un auténtico amor filial.

 

 

3. La invocación «Padre»


              En un culto verdaderamente filial, la invocación «Padre» adquiere todo su valor. Ya vimos en las palabras de Jesús la importancia del término: «Cuando oréis, decid: Padre...» (Lc 11,2), término que por desgracia no tiene en nosotros el eco que debiera. Buen número de cristianos no se dirigen al Padre en sus oraciones ni le invocan por su nombre. Y en esto tal vez tiene algo de culpa la liturgia. Es verdad que algunas oraciones litúrgicas comienzan con la palabra «Padre» pero otras muchas, también dirigidas a Dios, ni siquiera hacen mención de ella.

Basta centrarnos en las 34 oraciones de los domingos ordinarios (de la liturgia en lengua francesa) para darnos cuenta de que ninguna de ellas comienza por el nombre de «Padre». En dos oraciones, la invocación aparece en segundo lugar: «Señor, Padre nuestro» (domingo 9°) y «Dios eterno y todopoderoso, tú al que podemos llamar nuestro Padre» (domingo 19°). Otras veces la invocación al Padre se desprende del contenido de la oración: «Dios que has enviado a tu Hijo para salvarnos y para convertirnos en hijos adoptivos...» (domingo 23°). Vemos que las oraciones son dirigidas no al Padre, sino alternativamente a «Dios», al «Señor» o al «Dios eterno y todopoderoso».

Al margen de las oraciones dominicales, tenemos las instituidas para los días ordinarios. Por ejemplo: «Recuérdanos, Señor, tu alianza sellada por la sangre de tu Hijo...» (miércoles 4a sem.); «Dios que nos has salvado, concédenos... que nacidos de ti nos convirtamos en hijos de la luz, haz que sepamos dar testimonio de ti ante los hombres...» (miércoles, 1a sem.); «Señor, concede a tus hijos la abundancia de la fe...» (viernes, 10 sem.); «Señor Dios, tú que has dado a tu Hijo para que esté con nosotros hasta el fin del mundo...» (jueves, 4 sem.).

¿Debemos dar tanta importancia a los nombres que aparecen en nuestras oraciones? Ya sabemos que el final: «por Jesucristo tu Hijo Nuestro Señor», es una llamada al Padre. Sin embargo creemos que los nombres «Dios» o «Señor» no tienen la misma resonancia que el apelativo de «Padre». No muestran la necesaria actitud filial que el mismo Dios Padre exige. Cristo no nos invita a dirigirnos a Dios en términos generales, sino siempre a1 Padre. Su propia experiencia personal le hacía referirse a él como «Abba».

Realmente seguimos poco esta recomendación. ¿No es signo de que la conciencia filial de los cristianos está poco desarrollada? La gran novedad de la revelación del Padre no está suficientemente entendida, ya que no ha fomentado esa nueva manera de orar que es invocar el nombre de «Padre». El entusiasmo manifestado por algunos cristianos de la primera generación, que percibieron claramente la excelsitud de la palabra «Abba» y que tuvieron conciencia del impulso del Espíritu Santo que escondía su clamor, no se ha dado con la misma magnitud en los siglos venideros.

Realmente las palabras de Jesús están para iluminar el sentido de Ç’ la oración eclesial. El recurso cada vez más intenso a la verdad proclamada en el evangelio, verdad que también debe caracterizar la existencia cristiana actual, nos permitirá orientarnos hacia un comportamiento filial cada vez más profundo desde una oración consagrada al nombre de Padre.

 

 

B. SENTIDO Y VALOR DE UNA FIESTA DEL PADRE


           Es obvio que a estas alturas la reflexión sobre el culto al Padre nos pone ante el problema de la instauración de una fiesta dedicada a Él. La carta a los Romanos habla también del «[...espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: Abbá, Padre!» (8,15). Por el Espíritu y el Hijo hemos accedido al Padre, y es hacia el Padre al que nos lleva el Espíritu Santo haciéndonos participar del impulso filial de Cristo.

El grito «Abba» denota el entusiasmo de este clamor: el entusiasmo de reconocer a un Dios como «papá». ¿Por qué este entusiasmo no puede tener su expresión festiva? Los que claman al Padre «Abba», ¿acaso no desearían una fiesta especial en honor al Padre? No cabe tachar de excentricidad ni de exageración sentimental el hecho de que el grito de «Abba» permita a san Pablo descubrir un signo claro de la filiación divina del cristiano, un testimonio de filiación procurado por el Espíritu. En este clamor nos reconocemos como hijos del Padre. A esta manifestación de la cualidad de hijos responde la enseñanza de Jesús: «Cuando oréis, decid: Abba».

Es altamente significativo que la oración enseñada por el Maestro comience así: «Abba, que sea santificado tu nombre». La novedad es que el nombre que debe ser «santificado» y pronunciado con religiosa veneración es el de «Abba». Con él conocemos al Padre, que debe ser venerado en su paternidad. El nombre divino asume así un significado nuevo: siendo un nombre familiar («papá») es a la vez trascendente.

Los judíos evitan pronunciar el nombre de Dios. Solamente en la fiesta de la Expiación el gran sacerdote pronuncia a viva voz el nombre para suscitar en la multitud un movimiento de adoración. Por el contrario, los cristianos somos convocados a gritar el nombre «Abba» ya que Cristo ha salvado la distancia entre Dios y la humanidad y desea comunicar a sus discípulos sus disposiciones filiales. En este nuevo contexto la fiesta del Padre se torna deseable. Los que son invitados a decir «¡Abba!» aspiran a cantarlo y gritarlo en una fiesta especialmente dedicada a Aquel que es invocado por dicho nombre.

 

4. El homenaje al Padre, autor principal y meta de la obra de la salvación


         Contra la instauración de esta fiesta se ha objetado también que la liturgia sólo puede ocuparse de acontecimientos concretos de la obra de la salvación. Acontecimientos para Cristo son su nacimiento, resurrección y ascensión; acontecimiento para el Espíritu Santo es esencialmente el misterio de Pentecostés. Ahora bien, ¿qué acontecimiento particular del Padre hay para que se instaure una fiesta? La objeción no tiene gran valor, ya que existen fiestas litúrgicas que no corresponden a acontecimientos determinados. Ahí está la fiesta de la Santísima Trinidad, o las fiestas del Sagrado Corazón, Cristo Rey y algunas referidas a Nuestra Señora.

Además, la fiesta que proponemos no sería otra cosa que una celebración en honor al Padre eterno, es decir, en función de los elementos de paternidad y eternidad. (Así quiso ser la instauración de una fiesta dci Padre solicitada a Roma por parte del rey de España en 1684 y 1694; cf. Caiilat, La dévotion, 35-41. En 1657 hubo otra petición del cabildo de Lieja (ibí, 154; Analecta Juris Pontfiicii, t. 7; p. 244). Esta fiesta es posible, ya que también la fiesta de la Santísima Trinidad venera a las personas divinas en su eternidad. Pero siguiendo la intención de Cristo, sería sobre todo la fiesta de «nuestro Padre», en la que se celebraría la paternidad del Padre que por su hijo bienamado se ha desplegado por toda la humanidad.

Creemos que esta paternidad es la que da el sentido fundamental y definitivo a toda la obra de la salvación y, por consiguiente, a todo el ciclo litúrgico. Afirmar que ella no tiene razón de ser dentro del ciclo es absurdo, porque a decir verdad alcanza y explica todos los acontecimientos conmemorados en la liturgia. Por eso la fiesta del Padre podría aportarnos, dada su naturaleza, un complemento esencial al resto de las fiestas, además de iluminar el sentido de la salvación otorgado a la humanidad.

En el origen de todo descubrimos la iniciativa soberana que desde el principio ha decidido la redención de la humanidad así como la restauración del universo, la «recapitulación» de todas las cosas en Cristo. Las palabras de san Pablo adquieren aquí pleno sentido: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones, en los cielos...» (Ef 1,3). Todos los bienes espirituales vienen del Padre de Jesús, que siendo Padre de todos, nos ha predestinado en su amor para que nos convirtamos en hijos adoptivos en Cristo.

Bendecir al Padre como fuente de todas las bendiciones espirituales, ¿no es celebrarlo como nuestro Padre? Esta celebración, en razón de la importancia de los  dones recibidos, exige de una atención específica. El Padre debe ser reconocido como aquel que está absolutamente impliclado en la Encarnación redentora. El que «tanto amó[...] al mundo que dio su Hijo único» (Jn 3,6) nos lo envió especialmente «como propiciación por nuestros pecados» (l Jn 4,10).

El Padre en persona se ha comprometido en este envío, ya que «el que no perdonó ni a su propio Hijo» y «le entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). San Pablo evoca aquí la imagen del sacrificio de Abraham. De un modo mucho más radical, el Padre ha sacrificado su amor paternal enviado por nosotros a su Hijo a la inmolación. Ahí se encuentra la fuente de todas las gracias: «Cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?».

El Padre nos llama a participar de la resurrección de Cristo, lo que constituye la gran demostración de la riqueza de su gracia, como nos dice Pablo a los Efesios: «Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo[...] y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (2,4-7).

Este despliegue de misericordia suscitó en Pedro un himno de alabanza: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible» (1P 1,3-4).

Como vemos en el himno de los Efesios, el homenaje al Padre es de tal naturaleza que reclama un lugar especial en la liturgia. La etapa final de la obra de la salvación nos lleva a dirigir nuestras miradas al Padre. Jesús entendió su vida como un viaje que partía del Padre y acababa en él: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Junto a él, todos hacemos el mismo viaje. La humanidad entera viene del Padre, del que recibe todo su ser y destino, y a él se dirige. Por eso, el final de la historia humana consistirá en dejarnos en sus manos. Tal será el fin, en palabras de san Pablo, cuando Cristo «entregue a Dios Padre el Reino» (1 Co 15,24). Cristo debe establecer su soberanía sobre todo el universo, como oblación final al Padre. Un final en el que «Dios sea todo en todo» (iCo 15,28), que se realizará cuando Dios reciba toda la creación reunida y restaurada en su Hijo.

Por eso la liturgia debe mostrar este movimiento que va del Padre al Padre. Como parte de la obra de la salvación tiene su origen y final en el Padre. Una fiesta especial ayudaría a los cristianos a percibir en toda su intensidad el papel capital del Padre en el origen, desarrollo y final de la obra de restauración y divinización de la humanidad.

 

5. La elección de una fecha

 

Si la revelación evangélica de la persona del Padre reclama la instauración de una fiesta litúrgica en su honor, debemos estudiar cuidadosamente esa posible fecha, que debe estar en armonía con el ciclo litúrgico. Una posible fecha nos vino sugerida por las Congregaciones del Padre eterno en la España de los últimos Austrias: el V domingo de Pascua. Esta fecha tiene la ventaja de preceder a la Ascensión; así la fiesta del Padre sirve de pórtico al desarrollo trinitario de las celebraciones. Tras la posible fiesta del Padre vendría la fiesta de la Ascensión, a la que le seguiría la fiesta de Pentecostés y la Trinidad, que cerraría convenientemente todo el misterio de la salvación. El punto de origen sería el reconocimiento al Padre.

 

 

6. La fiesta de la paternidad

 
           La razón de una fiesta del Padre, postulada por la revelación y sobre todo por la actitud filial de Jesús comunicada a sus discípulos, recibe el apoyo de una costumbre actual en nuestras sociedades. El «día del Padre», instaurado hace algún tiempo, no pretende otra cosa que celebrar la paternidad en el marco de la vida familiar. Ya antes existía el «día de la madre», que reconoce el valor de la maternidad como homenaje especial a la maternidad.

La constitución de ambos días, que espontáneamente ha penetrado en la conciencia de los hijos que se benefician de su afecto y dedicación, nos obliga a plantear la siguiente cuestión: ¿no sería posible hacer algo parecido para los cristianos desde la que manifestar su conciencia filial? Si son conscientes de apreciar el amor que el Padre les ha entregado junto a multitud de gracias, ¿no es justa la aspiración de una fiesta especial en su honor en la que testimoniarían este reconocimiento? Si en los cristianos de nuestro tiempo hubiera el mismo entusiasmo que en los primeros cristianos cuando pronunciaban el nombre de «Abba», «Papá», ¿no requeriría este clamor una fiesta donde pudiera ser convenientemente celebrada y meditada?

Hay más preguntas. El progreso que ha permitido constituir dentro del ámbito familiar la fiesta del «día del Padre» como un homenaje adecuado a los valores representados en la paternidad, ¿no podría acompañar también el progreso de todos los que se sienten hijos del Padre por gracia? ¿No comprenderían los cristianos el alto sentido de la paternidad de Dios gracias a esta fiesta?

Pensamos que el llamado «día del Padre» no puede agotar todo su sentido dentro del horizonte cristiano si no es celebrado a la luz de una paternidad ideal y perfecta que sólo le pertenece a la persona divina del Padre. Esta paternidad está en el origen de todas las demás paternidades, como el mismo san Pablo percibió con claridad: «Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y la tierra...» (Ef 3,14). Dios Padre es el primero que detenta el nombre de Padre, es decir, el sentido último de la paternidad.

Es verdad que desde nuestra manera de pensar y hablar llamamos a Dios Padre por analogía con los padres humanos. Conocemos de antemano a nuestros padres y aplicamos este término a la persona divina. Pero fuera de esto debemos determinar el sentido de esta paternidad humana y verla desde el modelo de la paternidad del Padre que como paternidad primordial es la hechura de todas las paternidades humanas.

Cada padre de familia porta el reflejo de la paternidad divina, en cuya semejanza encontramos la nobleza del padre. Al recibir del Padre celeste su paternidad, el padre humano es llamado a imitarla. Aquí vale verdaderamente la recomendación de Jesús: «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Cada una de las paternidades humanas está invitada a asemejarse lo más posible a la perfecta paternidad del Padre.

El «día del Padre» reclama el complemento de la fiesta del Padre. Incluso sería importante que la doble fiesta se celebrase en un mismo día. Si la celebración fuera en días diferentes su íntima conexión se perdería. El «día del Padre» no puede estar al margen de la fiesta del Padre, ya que de éste deriva toda paternidad; de igual modo la fiesta del Padre perdería su contenido al margen de la celebración de la paternidad humana.

 

7. La fiesta de la maternidad


            No debemos perder de vista que la fiesta del Padre es al mismo tiempo fiesta de la maternidad. El Padre es tanto fuente de la maternidad humana como de la paternidad. No se trata de una fiesta «masculina». El amor que el Padre entrega a la humanidad es superior a cualquier diferencia sexual y no está afectado por los límites de la paternidad humana.

Estamos ante un amor que es a la vez, según nuestra manera de pensar, paternal y maternal sin que prevalezca e1 uno sobre otro. El Padre es llamado Padre según nuestra comprensión, pero es a la vez padre y madre. El sentido de su paternidad es al tiempo maternidad en el sentido trascendente que le da el Ser divino, trascendencia que es infinitamente superior a todas las diferencias sexuales.

Para confirmar este aspecto de la persona del Padre podemos acudir a la generación del Hijo. El Padre es el único que engendra. Esto implica que desde un punto de vista analógico, Dios asume el papel dual de la generación humana, como obra de padre y madre. Por eso es modelo de toda paternidad y maternidad. El posee la perfección absoluta de un amor que puede llamarse tanto paternal como maternal.

Este doble aspecto ya fue descubierto por el pueblo judío. Como ya vimos, es significativo que la ternura divina se exprese en el AT en términos de «entrañas maternales». La piedad divina se entendió a través de la imagen de la solicitud de una madre ante el sufrimiento del hijo. La actitud maternal sirve para describir la manifestación más alta del amor del Padre por sus hijos.

Esta atribución al Padre de las entrañas maternales permite entender mejor el porqué el Padre es fuente de toda maternidad. Los tesoros de la ternura materna son obra del corazón soberano del Padre celestial. Al admirarnos del comportamiento de la madre con su hijo, la generosidad de su dedicación, su paciencia y bondad comprensivas, podemos reconocer el origen de la infinita solicitud del Padre. Las maravillas de la maternidad humana son en origen maravillas que pertenecen al Padre.

Esta afirmación vale para la maternidad de María. Por su afecto maternal a los hombres, la madre de Jesús se nos muestra como la imagen más firme del amor que el Padre tiene por la humanidad. Al instituirla como madre de la vida de la gracia en el crecimiento espiritual de la humanidad, Jesús nos la presenta desde su amor maternal como el modelo de la más conmovedora solicitud amorosa del Padre. Por eso María es irremplazable. Precisamente en calidad de Madre nos permite asomarnos a algunas propiedades esenciales del amor divino.

Todas las madres humanas están llamadas a seguir el modelo de este amor y reflejarlo en sus vidas. De ahí que la fiesta del Padre sirva para iluminar la nobleza de la maternidad. Gracias a ella las madres pueden tomar viva conciencia de la elevada misión que les ha sido asignada. Como testimonios del supremo amor del Padre, de ahí brota toda la riqueza de su amor paternal

 

8. Actualidad de la fiesta del Padre


          La fiesta del Padre sería una fiesta de toda la vida cristiana entendida bajo su aspecto filial; fiesta, en suma, de aquellos que tienen una viva conciencia de ser hijos del Padre, de recibir de él la vida divina y el destino de la felicidad eterna. Es un día en el que los cristianos pueden penetrar más profundamente en el sentido de su libertad filial, de la dignidad que les ha sido dada, para conferir a sus personas el valor superior al que han sido destinados. Es posible dirigir al Padre el agradecimiento por los bienes depositados de un modo mucho más concreto. Las «gracias» olvidadas en el curso del año podrían tener en esa fiesta su manifestación.

La fiesta renovaría nuestras disposiciones de confianza y abandono en su bondad soberana, bondad que lleva nuestro existir y fortifica nuestra fe et la Providencia. Así mismo, la fiesta del Padre iluminaría más plenamente la situación de la familia cristiana, sobre todo por lo que afecta a su fecundidad. No es misión nuestra ocuparnos de este problema desde un punto de vista sociológico, ni pretender analizar el valor que la fecundidad matrimonial tiene para la sociedad. Tampoco podemos determinar, desde un criterio moral, lo que la naturaleza humana exige ni hacer un juicio sobre los medios empleados para limitar el número de nacimientos. Lo que importa aquí es destacar la dignidad de la paternidad y la maternidad a la luz de la imagen del Padre. La fecundidad suprema del Padre ennoblece la grandeza de la fecundidad humana y el sentido último que revela el matrimonio y los compromisos que éste exige. En este sentido la fiesta del Padre da al hogar cristiano su orientación fundamental.

Esta fiesta permitiría considerar los problemas contemporáneos de la paternidad y la maternidad a la luz del Padre. La familia ha evolucionado en estos últimos tiempos; la emancipación de los jóvenes es creciente. También la manera de llevar la educación tiene que evolucionar.

En cualquier caso, el Padre siempre es el primer modelo en el que contemplarse: su paternidad educadora brota de un inmenso amor que respeta la libertad y la personalidad de sus hijos. Muestra a los padres y a las madres del mundo el gran camino de amor en el que deben desplegar su paternidad y maternidad. Exhorta a reflexionar sobre las exigencias que este amor requiere de esfuerzo constante y de ayuda para el crecimiento de los hijos en todos los dominios de la vida con el fin de promover su personalidad. Invita en definitiva a dosificar el ejercicio de la autoridad paternal y maternal para que el amor sea el marco en el que los hijos puedan ejercer su libertad y desarrollo personal.

La fiesta del Padre permitiría a los padres comprender su grandeza y el sentido de su responsabilidad. Verían que su paternidad y maternidad implica la misión de despertar en los hijos toda la riqueza espiritual que comporta ser hijos del Padre. Padres y madres son llamados a colaborar con el Padre en el descubrimiento de nuevos caminos destinados a irradiar la filiación divina.

Hay también un aspecto espiritual en la paternidad y la maternidad que culmina en la semejanza con el Padre. En las personas consagradas, enteramente entregadas al servicio de la Iglesia, la paternidad y maternidad espirituales alcanza su razón de ser.

Por eso, la fiesta de la paternidad ideal y perfecta ofrece a todos aquellos que han sufrido desde su infancia y juventud una carencia de afecto paternal y maternal una compensación para su frustración. La fiesta les procuraría el consuelo de sentir más intensamente la presencia de un Padre que les ama con un amor lleno de comprensión y de ternura, y que vela sobre ellos con una solicitud permanente. Aun sufriendo el dolor y la decepción de no haber sido amados convenientemente, pueden estar convencidos de que son amados de un modo invisible y misterioso, beneficiándose de las atenciones de un Padre que no cesa jamás de amarlos.

A la luz de estas perspectivas, vemos el verdadero valor de una fiesta que no sería simplemente la del Padre eterno, sino la de un Padre que es nuestro y que está presente en nuestras vidas y que hace participar a los hombres de su paternidad.

 

9. Fiesta con un sentido ecuménico


                  La instauración de la fiesta del Padre aportaría una contribución al ecumenismo en la oración y el culto. Ya conocemos el valor ecuménico del Padrenuestro, oración que todos los cristianos gustan de rezar con independencia de la Iglesia a la que pertenecen. El sentimiento fundamental de unidad que favorece esta oración se reforzaría con una fiesta donde todos podrían elevar sus oraciones a un mismo Padre y sentir la cercanía de unos con otros. La fraternidad ecuménica se consolidaría en una jornada especial dedicada al culto del Padre, jornada abierta al encuentro entre las diversas confesiones cristianas, alegres por venerar a Aquél que es Padre de toda la humanidad.

La unanimidad de los cristianos a orar al Padre se funda en el papel primordial que él juega en su unidad. San Pablo dio cuenta de esta verdad fundamental: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios Padre de todos, que está sobre todos,  por todos y en todos» (Ef 4,4-6).

Para la conciencia religiosa del pueblo judío, la fe monoteísta procuraba una garantía de unidad: un Dios único, el auténtico, era el fundamento de la semejanza con Israel. En la nueva alianza, el misterio del Dios trinitario se revela como el fundamento de la unidad del nuevo pueblo de Dios. Hay un solo Espíritu, que forma con todos los cristianos un solo Cuerpo en una sola esperanza. Hay un solo Señor, Cristo, a quien dirigimos nuestra fe, y en quien los creyentes son incorporados por el bautismo. Hay una cima de la unidad, que es el Padre, que ejerce su soberanía reuniendo a los hombres en su amor paternal. El es el Padre de todo, que aunque está «sobre todos», no es una persona distante sino presente a todos.

La fiesta del Padre llama la atención sobre la necesidad de la unión. La existencia de un Padre único domina todos los motivos de división y busca eliminarlos. La fiesta celebrada en común, como es orar el Padrenuestro, promovería un clima de comprensión mutua y la conciencia de una misma filiación. Como la paternidad del Padre es universal, una fiesta del Padre serviría también como ámbito propicio para la fraternidad entre todos los pueblos al margen de sus diversas confesiones y marco de acercamiento más allá de los límites del cristianismo. En ella se nos invita a orar al Padre y reconocer su amor entregado a todos los hombres y a todos los pueblos. Creemos que, además de lo dicho, esta fiesta serviría como fiesta de la reconciliación de la humanidad; reconciliación de todos los hombres con ese Padre a menudo ignorado o menospreciado; reconciliación de los hombres entre sí, lejos ya de cualquier querella, conscientes de una fraternidad fruto de la única paternidad del Padre. La fiesta del Padre constituiría el día del perdón a todos los que lo piden, donde los hombres se esforzarían por dejar a un lado cualquier motivo de rivalidad y hostilidad. Nuestra atención se fijaría en Aquél que nos une y nos abraza con un mismo amor.

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

MEDITACIONES SOBRE EL PADRE

PARROQUIA DE SAN PEDRO. PLASENCIA2012

1. EL PADRE NUESTRO, MADRE DE TODAS LAS ORACIONES

 

Era bueno comenzar con este símbolo del nombre, ya que encuentra su aplicación más familiar para nosotros en el Padre nuestro, que nos disponemos a comentar en esta meditación.

Al Padre del cielo lo conocemos sobre todo... hablando juntos, o sea, rezando. Por eso, uno de los regalos más hermosos que dejó Jesús a la humanidad ha sido la oración del Padre nuestro, «la madre de todas las oraciones». Con ella nos ha enseñado su «lengua paterna».

Antiguamente el Padre nuestro formaba parte de las realidades secretas de la fe cristiana que estaban protegidas por la «ley del arcano, es decir, por la consigna que obligaba a los cristianos a ocultar (arcano, de arcere, significa guardar, tener alejado del público) los misterios más santos de la Iglesia para no exponerlos a la profanación por parte de los paganos. Se entregaba a los catecúmenos sólo cuando éstos habían terminado su preparación la víspera del bautismo, junto con la explicación de la Eucaristía (Cf CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis mistagógicas, V, 11).  Quien lo recibía, guardaba sus palabras como reliquias y esperaba con ansia el momento en que, al salir del baño del bautismo, en presencia de los hermanos y de la Madre (la Iglesia), elevando los brazos al cielo, podía exclamar por primera vez: “Padre!”, haciéndose así reconocer por todos como nuevo hijo de Dios (TERTULIANO, El Bautismo, 20, 5: CCL 1, p. 295).

            Es preciso recordar estas cosas, porque nosotros hemos trivializado el Padre nuestro al decirlo de carrerilla, al decirlo sin pensar, como se dice una jaculatoria cualquiera cuando sentimos necesidad o miedo; hemos perdido el tremendo sentido que se esconde en esas palabras, palabras salidas de los labios de Cristo y dirigidas a los oídos de Dios.

Hay que rescatar el Padre nuestro de la costumbre que lo recubre con una especie de capa aislante que le impide brillar dentro de nosotros y que a nosotros nos impide estremecemos de alegría en cuanto pronunciamos o escuchamos sus primeras palabras. La liturgia nos da ejemplo de esta veneración hacia el Padre nuestro colocándolo en los momentos más importantes de sus celebraciones.

El Padre nuestro nace de la oración de Jesús. Un día, los apóstoles, al ver a Jesús orando, le dijeron: “Señor, enséñanos a orar”, y él respondió: “Cuando oréis, decid: “Padre nuestro...” (cf Lc 11,1-2). Al ver a Jesús orar de aquella manera, los apóstoles concibieron el deseo de aprender a orar, y Jesús satisfizo ese deseo regalándoles su misma oración. Porque el Padre nuestro hay que leerlo precisamente así: como la oración de la cabeza que se difunde por todos los miembros y se convierte en oración del cuerpo. Es como una onda de la oración de Jesús que se propaga por los siglos y que va engrosándose más y más, recogiendo todas las voces, todas las súplicas, todos los gritos que emiten los hombres mirando hacia lo alto, aunque a veces sin saber a quién.

Hay una gran similitud entre el Padre nuestro y la eucaristía. En uno y en otra Jesús sigue ejerciendo su unción sacerdotal que consiste en “ofrecer oraciones y súplicas” al Padre y en ofrecerse a sí mismo como sacrificio vivo. En la eucaristía entramos en comunión con el cuerpo de Cristo; en el Padre nuestro con la oración de Cristo. Es bien sintomático que la liturgia haya colocado, en la misa, el rezo del Padre nuestro justamente antes de la comunión.

El Padre nuestroes «un resumen de todo el evangelio»(TERTULIANO, La oración, 1, 6: CCL 1, p. 258 (breviarium totius evangelii), el evangelio hecho oración, una oleada viva de evangelio que brota de la boca de quien es el evangelio en persona. Sirviéndose de expresiones familiares a la oración judía de su tiempo, Jesús elaboró una oración nueva y originalísima que es un espejo fiel de su doctrina y de su mundo interior. En esto, recuerda al Magnificat de María, una oración entretejida también de expresiones bíblicas ya conocidas, y sin embargo personalísima y como refundida toda ella de nuevo.

El Padre nuestroha llegado hasta nosotros en dos redacciones distintas: una más breve (la de Lucas: 11,2- 4) y otra más larga (la de Mateo: 6,9-13). Seguiremos la versión de Mateo, que es la que ha entrado en el uso común y litúrgico de la Iglesia desde los tiempos apostólicos (Cf Didaché, 8, 2).

 

 

 

 

2. PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO

 

“Padre!”: ésta es la exclamación con que Jesús solía empezar todas sus oraciones: “Te doy gracias, Padre... Sí, Padre... Padre santo... Abba, Padre, tú lo puedes todo... Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. En los evangelios tan sólo tenemos un testimonio seguro de que Jesús se dirigía al Padre del cielo llamándolo con el término cariñoso y familiarísimo de Abba (cf Mc 14,36). Sin embargo, es casi seguro que ésa era su manera habitual de dirigirse al Padre, aunque los evangelistas sólo en ese caso lo hayan conservado en su forma aramea, mientras que en las otras partes lo han traducido al griego con la más común de “padre”, “padre mío”.

Según algunos, Abba sería una expresión del lenguaje de los niños, equivalente a nuestro papá, papaíto, o papa (Así J. JEREMIAS, Abba, Paideia, Brescia 1968. Según otros, no habría que forzar demasiado esa acepción “infantil” del término, que puede entenderse también en el sentido de “padre querido” (Cf G. SCHELBERT, Abba, Vater. Stand der Frage (Abba, Padre, Estado de la cuestión), “Freiburger Zeitschrift für Theologie und Philosophie”, 40, 1993, PP. 259-281).

En todo caso, se trata de matices que no cambian la sustancia de las cosas. El sentimiento que expresa esa palabra no parece que fuese del todo desconocido en ciertos ambientes piadosos del judaísmo de la época, pero hasta ahora no se ha podido encontrar ni un solo caso paralelo, por lo cual tenemos derecho a ver en su uso, y sobre todo en la importancia que adquiere, una novedad aportada por Cristo. Y esa palabra, que sirvió para expresar el sentimiento filial de Jesús, sirve ahora para expresar el sentimiento filial de los discípulos.

A nosotros, debido a la costumbre, nos resulta casi imposible darnos cuenta de la revolución que, con ello, estaba produciendo Jesús en la manera de concebir a Dios. Dios es el Eterno, aquel cuyo nombre ni siquiera se puede pronunciar; y de pronto, alguien, con la mayor naturalidad y espontaneidad, se dirige a él llamándolo papá, o querido padre. El Dios “altísimo” se hace cercanísimo. No hay ninguna exageración en ver en el uso de Abba por parte de Jesús la primera y más importante prueba de su conciencia de ser Hijo de Dios de una manera única y distinta de la de todos los demás.

Y sin embargo, no hay nada de blandengue o de sentimental en esa imagen paterna de Dios: Dios está “en el cielo”. Esta expresión no indica un lugar, sino un estado, una forma de ser. Él es el Altísimo, el completamente Otro, el Santo: como dista el cielo de la tierra, así distan sus pensamientos y sus caminos de los nuestros (cf Is 5 55,9).

¿Cuál es entonces la novedad que aporta Jesús? Que ahora ese Dios, sin dejar de ser lo que es —altísimo, santo, terrible—, ¡se nos da a nosotros como padre! Toda su fuerza se pliega, se pone a nuestro alcance, condesciende (Cf R. Orro, Ji sacro, cap. XIII, Feltrinelli, Milán 1966, p. 90).

La Iglesiaha recogido esta idea de Dios y la ha expresado en el primer artículo del credo: «Creo en Dios Padre todopoderoso». Padre, pero todopoderoso; todopoderoso, pero padre. Esto nos brinda una ocasión para aludir al factor que tal vez más obstaculice una relación serena con Dios Padre en la cultura de nuestros días. En el título de Padre siempre se han visto dos afirmaciones sobre Dios: la primera, que es bueno, paternal, que cuida de sus criaturas; la segunda, que es fuerte y poderoso. Bondad, pues, y autoridad.

La forma en que muchas veces se ha ejercido el poder en la tierra y las atroces experiencias que ha vivido la humanidad en este campo en nuestro siglo, han conducido a un rechazo visceral de la idea misma de poder y de autoridad, incluso con relación a Dios  (Cf D. SÓLLE, Padre, potere e barbarie, en “Concilium”, XVII, 3, 1981, pp. 113-123). De ahí la crisis de la idea de la paternidad divina en nuestro mundo.

No puede decirse que esta crisis deje de tener algún fundamento. La razón de ello se encuentra en el hecho de que a veces la omnipotencia divina, por la forma en que era proclamada y personificada por los hombres de Iglesia, se parecía demasiado al poder humano y temporal, en vez de parecerse al puro “poder de amor” del que habla la Biblia.

Debemos redescubrir la idea que la Biblia, y, sobre todo, el Nuevo Testamento, nos ofrece de la omnipotencia divina. Una omnipotencia que, en Cristo, se manifiesta en la debilidad (cf 2 Co 13,4) y en el servicio (cf Lc 22,27). La liturgia proclama magníficamente, en una de sus oraciones, esta omnipotencia hecha de misericordia: “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia...” (Misal Romano, Oración del Domingo XXVI del Tiempo ordinario (Deus qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas...). A esta idea de omnipotencia no se opone el ejercicio de la autoridad, sino en todo caso el abuso de ella.

Todo el Padre nuestro se contiene, como en germen, en esta primera invocación, como un árbol frondoso en la pequeña semilla de la que un día se desarrollará. Toda la oración cristiana recibe su luz de esa exclamación inicial salida del corazón de Jesús y que es voz de un hijo que sabe con quién está hablando. Además de voz, es también movimiento: quien lo pronuncia se parece a un niño que toma carrerilla para echarse en brazos de su padre. Es una gran verdad: ¡el Hijo sabía muy bien lo que hacía el día que enseñó a los hombres a decir Padre nuestro!

Cuando hablamos de la exclamación “Abba, Padre”, solemos pensar únicamente en lo que esa palabra significa para el hombre que la pronuncia. No pensamos casi nunca en lo que puede significar para Dios, que la escucha, y en el efecto que a él le produce. No pensamos, en una palabra, en la alegría de Dios al oírse llamar papá.

Pero quien ha sido padre sabe lo que se siente al oírse llamar así, con ese timbre inconfundible de voz del propio hijo o de la propia hija. Es algo así como volver a ser padre cada vez, porque cada vez esa exclamación te recuerda y te hace darte cuenta de que lo eres; llama a la existencia la parte más recóndita de ti mismo. Jesús lo sabía, y por eso llamó tantas veces Abba a Dios y nos enseñó a nosotros a hacer lo mismo. Nosotros le damos a Dios una alegría sencilla y única cada vez que lo llamamos papá: la alegría de la paternidad. Y eso podemos hacerlo incluso cuando nos encontramos en medio de 1 aridez y pronunciamos las primeras palabras del Padr nuestro sin “sentir” absolutamente nada.

 

 

 

EL MUNDO NO TE HA CONOCIDO

 

El rechazo del Padre en el mundo de hoy: «Serán tal vez más felices al no tener ya Padre? Si no estoy ya con ellos, ¿en quién serán hermanos? ¿Habrá más concordia y más amor entre ellos?»

(P. Claudel)

 
1.- HUÉRFANOS DE PADRE


             Hay personas a las que, en un cierto momento de su vida, les entra un deseo irreprimible de conocer a su padre o a su madre, que saben que están vivos en alguna parte, pero a los que no han visto nunca. Hacen indagaciones, emprenden viajes, ponen anuncios en los periódicos, y no se dan por vencidos hasta que consiguen ponerse en contacto con ellos. A veces, todo lo que piden es simplemente poder mirarlos una vez a los ojos, darles un abrazo y luego, si es necesario, volver a desaparecer de sus vidas.

            La empresa espiritual que vamos a acometer se parece un poco a eso. Saldremos en busca de nuestro Padre común, que sabemos que está vivo, pero al que nunca hemos conocido “en persona” —y no precisamente por su culpa—, y no descansaremos hasta que no se nos conmuevan por él “las entrañas” como está escrito que se le conmueven a él las suyas por nosotros (cf Os 11,8). Pero nuestra meta no es sólo conocer mejor al Padre, saber algo más sobre él. Jesús ha vivido con Dios una relación ejemplar, única en la historia del mundo, de hijo con su Padre. Y todo lo que hizo lo hizo para “llevar a otros hijos a la gloria”, para hacerlos participar del maravilloso estado de hijos y herederos, con él, de todo. Para esto nació, sufrió, murió, resucitó y envió al Espíritu Santo: “para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4,5). La meta última, pues, de nuestra búsqueda es entrar en posesión de esa herencia maravillosa, es acceder al estado de hijos; y no sólo jurídicamente o de derecho —pues eso ya se dio con el bautismo—, sino también existencialmente, de hecho, aprendiendo a decir de un modo nuevo ¡Abba, Padre!

Vivimos en una sociedad que ha sido definida como “la sociedad sin padres”. A la vista de todos están algunos signos de esa pérdida de estima del padre. La inmensa mayoría de los hijos de parejas separadas están confiados a la madre, algunos a instituciones públicas o a los dos cónyuges a la vez, pero poquísimos sólo al padre. El resultado es que cada vez hay más chicos (dos millones y medio hoy en día en una sola nación europea) que crecen sin la imagen paterna a su lado 2
(Cf M. MATUSSEK, Die vaterlose Gesellschaft (La sociedad sin padres), Rowohlt, Hamburgo 1998).

Esa pérdida de la estima del padre resulta también evidente en la legislación sobre el aborto. Sólo la madre tiene derecho a decidir, con el resultado de que un hombre puede verse privado de uno de los derechos fundamentales de la persona humana —el de ser padre—, aunque esté legítimamente casado y haya concebido una vida sin violentar a nadie. Tal vez esto sea una reacción ante una sociedad en la que el padre lo decidía todo él respecto a la mujer y a los hijos; pero, como toda reacción excesiva, lo que hace es reproducir bajo otra forma  el desequilibrio contra el que pretendía reaccionar.  Entre los mismos hombres, hay quienes sufren enorme- mente por esta situación y hay quienes se alegran de  ella, en cuanto favorece esa tendencia natural del varón a desentenderse de la prole y a dejar que sea la madre quien se preocupe por ella.

Esta situación nos interesa por la repercusión que tiene en el ámbito religioso: una sociedad sin padres se aviene fácilmente con una religión sin Padre. Hasta hace poco, se solía definir al Espíritu Santo como “el gran desconocido” de las Personas divinas. Hoy no podemos seguir diciendo eso honradamente. Durante el siglo que acaba de pasar, el Espíritu Santo se ha impuesto con fuerza a la consideración de la Iglesia. Se ha renovado la Pneumatología, pero sobre todo se ha renovado Pentecostés, gracias a la experiencia del Espíritu Santo que han vivido cientos de miles de creyentes en todas las Iglesias cristianas.

Hoy tenemos que decir que el gran desconocido es el Padre. Más aún que desconocido: ¡rechazado! La llamada “teología de la muerte de Dios”, tan en auge allá por los años 70, era en realidad una teología de la muerte del Padre (en él se pensaba al decir “Dios”). Pero aun sin llegar a este absurdo, hay Iglesias cristianas cuya teología presenta en la práctica un evidente binarismo: Jesucristo y su Espíritu, y basta. No es que se niegue al Padre, pero no desempeña casi ningún papel. Ese tipo de teología se refleja, por ejemplo, en los cantos negros espirituales, tan hermosos por otro lado y tan llenos de fe. Difícilmente encontraremos entre ellos uno solo, no digo ya dedicado todo él al Padre, pero ni siquiera en el que se hable de él.

Hablando de la situación de los hombres antes de la venida de Cristo, decía un autor del siglo II. “El desconocimiento del Padre era causa de angustia y de miedo”. Eso mismo ocurre también en nuestros días. Si el Padre es “la raíz del ser”, sin él no podemos por menos de sentirnos “desarraigados”. Casi todas las revoluciones modernas, desde la revolución francesa, se han propuesto construir una sociedad en la que todos los hombres sean hermanos. Pero si eliminamos a un padre común, ¿en quién podremos ser hermanos? Si Jesús hablase hoy, tendría que repetir aquella triste constatación: “Padre justo, el mundo no te ha conocido” (Jn 17,25).

Las causas de ese oscurecimiento de la figura de Dios Padre en la cultura moderna son múltiples. En el fondo se encuentra la reivindicación de la absoluta autonomía del hombre. Y como Dios Padre se presenta como el principio y la fuente de toda autoridad, lo único que hacía falta era negarlo, y así ha ocurrido. “La raíz del hombre es el mismo hombre”; “si Dios existe, el hombre no es nada” : éstas son algunas de las voces que se han levantado en nuestro mundo occidental en los dos últimos siglos.

(Evangelium veritatis (siglo II), 17, 10, en 1 vangeli gnostici, Adelphi, Milán 1984, p. 29. K. MARX, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, en Gesamtausgabe, 1, 1, Francfurt s. M. 1927, p. 614. J.-P. SARTRE, El diablo y el buen Dios, X, 4).

Pero las causas más comunes de ese rechazo del Padre son de índole práctica y existencial: el sufrimiento que existe en el mundo y la experiencia negativa que  mucha gente ha vivido en sus relaciones con su padre de la tierra. De la primera de ellas hablaremos expresamente en una de nuestras meditaciones. Digamos unas palabras sobre la segunda.

Hay motivos muy diversos para comprender el rechazo del padre: autoritarismo, paternalismo, violencia, o, por el contrario, debilidad y ausencia. Se puede rechazar al padre incluso sin haberlo conocido nunca. Una muchacha no había conocido a su papá, pues lo había perdido cuando era aún muy pequeña, y sin embargo tenía miedo al padre. ¿Por qué? Cada vez que desobedecía o se equivocaba, por poco que fuese, su mamá no cesaba de repetirle: “Si estuviese aquí tu padre, no harías esto o lo de más allá. ¡Si viviese tu padre...!”. Para ella la palabra padre se había convertido en sinónimo de prohibición, de alguien que quita libertad en vez de darla. Eso mismo sucede a veces también con el Padre del cielo. A base de oír decirnos de pequeños: “¡Ojo!, si haces tal cosa (si no obedeces, si dices mentiras), Dios te ve y te castigará”, muchos acaban por desear en su corazón que no exista Dios, y, a fuerza de desearlo, acaban por creérselo.

La literatura se ha regodeado pescando en esta zona turbia de la existencia: el padre violento y rival en el amor de sus hijos (Los hermanos Karamazov de Dostoiewsky), el padre agresivo e irreflexivo (El rey Lear de Shakespeare), los padres viciosos cuyas culpas repercuten en la vida de sus hijos (Los espectros y otros dramas de Ibsen), el padre inhibidor (Carta al padre de Kafka), para no hablar de la producción cinematográfica de tipo psicoanalítico.

No obstante, la experiencia negativa con el padre de la tierra, por importante que sea, no cierra a nadie el camino para acercarse al conocimiento de Dios Padre. En el plano religioso, puede tener dos desenlaces opuestos. Unos se sienten llevados por ella a rechazar la figura de Dios Padre, o al menos a sentir miedo en vez de confianza ante él; mientras que otros sacan de ella el impulso para echarse en sus brazos con una confianza aún más total. Y pueden llegar a entablar una relación bellísima con Dios Padre, tanto si han vivido una experiencia maravillosa con su padre de la tierra, como santa Teresa del Niño Jesús, como si la han tenido negativa, como san Francisco de Asís. Giotto ha inmortalizado el momento en que el joven Francisco se despoja de todas sus ropas y se las devuelve a su padre que lo ha citado a juicio ante el obispo, mientras exclama: “Hasta ahora te he llamado padre en la tierra; de ahora en adelante podré decir con total convicción: Padre nuestro, que estás en el cielo, porque en él he puesto todo mi tesoro”.

Nadie, pues, por más negativa que pueda ser su experiencia en este ámbito, nadie queda excluido de esta aventura nuestra de salir en busca del rostro y del corazón del Padre del cielo; nadie queda excluido del bien supremo de la vida, que, según Jesús, consiste en “conocer al Padre” (cf Jn 17,3). (6 San BUENAVENTURA, Leggenda maggiore, II, 4, en Fonti Francescane [=FFJ, Edizioni Messaggero, Padova 19964, n° 1043).

 


 2. ¿QUIÉN NOS REVELARÁ AL PADRE?


El primer problema para quien se dispone a escalar una montaña es el de conseguir un buen guía. Eso mismo vale para las escaladas espirituales. Dante Alighieri concebía su ascensión a la visión de Dios como un viaje en el que, en la primera etapa, lo guiaba Virgilio, en la segunda Matilde, y en la etapa final Beatriz. Algo así haremos también nosotros en este itinerario de nuestra vuelta al Padre. Nuestros guías serán aquellas personas que fueron los primeros que recibieron de labios del Hijo la revelación del Padre y que la pusieron por escrito de manera cada vez más clara y profunda: los Sinópticos (Mateo y Lucas), Juan y Pablo. En la práctica, seguiremos el orden y las etapas sucesivas en que la revelación sobre el Padre fue recibida, entendida y fijada por los apóstoles en los escritos del Nuevo Testamento.

Cada uno de esos guías nos acompañará durante cuatro etapas de nuestro camino, y será de la máxima importancia que no recojamos de ellos tan sólo ideas o conocimientos, sino que entremos en intensa comunión espiritual con ellos: que los sintamos cercanos, intercediendo por nosotros, alegrándose por nosotros, tomando muy en serio su misión de guías. Lo que san Juan decía a sus discípulos, nos lo dice también hoy a nosotros (y yo me atrevo a decírselo a mis lectores): «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).

            Al seguir a todos estos guías humanos, lo único que hacemos es seguir al único guía divino: a Jesucristo. En el Nuevo Testamento, el conocimiento del Padre es prerrogativa por excelencia del Hijo: “Yo conozco al Padre”, repite Jesús una y otra vez , y dice también que “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 1 1,27). “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (cf Jn 1,18).

A un padre sólo lo conocen de verdad los de su familia; lo mismo ocurre con Dios. Jesús no es un abstracto revelador del Padre, sino un enamorado del Padre. El no sabe hablar de otra cosa que de él. Las primeras palabras que de él nos transmiten los evangelios son: “No sabíais que yo tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49), y las últimas: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Jesús vive “por el Padre” (Jn 6,57) y el Padre es todo para él. Cuando Jesús habla del Padre, se vuelve poeta; incomoda a los pájaros del cielo y a los lirios del campo, al sol y a la lluvia; hace nacer en quien lo escucha una extraña nostalgia, hasta tal punto que Felipe exclama: “Muéstranos al Padre, y nos basta” (Jn 14,8).

El conocimiento único que el Hijo tiene del Padre se nos hace accesible a nosotros gracias al Espíritu Santo. Este no añade nada a la revelación que nos hizo Jesús, pero nos hace comprender lo que Jesús dijo del Padre. Hace que la revelación exterior y pública se convierta en revelación interior y personal, y la revelación histórica en revelación actual. Cuando Jesús dice a los discípulos que el Paráclito les enseñará “todo” y que les recordará “todo lo que él les ha dicho” (Jn 14,26), por el contexto resulta claro que está aludiendo en primer lugar a lo que les ha dicho acerca del Padre. “Viene la hora —dice también— en que os hablaré del Padre claramente” (Jn 16,25). ¿Cuándo va a hablarles del Padre, si éstas son unas de las últimas palabras que dirige a los discípulos en la tierra? Les hablará “claramente” del Padre, mediante su Espíritu, ¡después de Pascua! “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Jn 16,12-13).

Si nos fijamos en cómo llegó Jesús, en cuanto hombre, a descubrir cada vez con mayor claridad su relación de filiación con el Padre, observaremos que lo hizo “por el Espíritu Santo”. La primera proclamación oficial de esa su filiación, en el Bautismo del Jordán, está íntimamente ligada a la bajada del Espíritu Santo sobre él. Era el mismo Espíritu Santo que hará brotar desde lo más profundo del corazón de Cristo el grito filial. Abba, Padre (cf Lc 10,21).

 

II  ME LEVANTARÉ Y VOLVERÉ JUNTO A MI PADRE

 

1.- UN HOMBRE TENÍA DOS HIJOS

 

1. Un hombre tenía dos hijos

 

Pueden escribirse libros y más libros sobre el Padre, pero nada podrá alcanzar la belleza literaria y la densidad teológica de la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). La verdad es, como ponen de relieve los exegetas, que el protagonista de la parábola y el centro unitario de todo es la figura del padre, y que, por lo tanto, debería llamarse más bien “la parábola del padre misericordioso”; pero es también verdad que ese mensaje de misericordia sólo se entiende sobre el fondo de lo que hace el hijo menor y como respuesta inesperada a su proceder. Así pues, el título completo debería ser, en todo caso, la parábola “del hijo extraviado y del padre misericordioso”.

Siguiendo esta línea de interpretación, meditaremos primero sobre el proceder del hijo y luego sobre el del padre. Pero decir “meditar” es decir poco: hay que “meterse” en la parábola, ocupar en ella nuestro sitio. En las obras de teatro, el texto y los personajes (por ejemplo Hamlet) han sido fijados por el autor y son siempre los mismos, pero los actores que los encarnan cambian cada vez. Eso mismo ocurre aquí. En estos momentos nos toca a nosotros encarnar los papeles de la parábola, sobre todo el papel del hijo pródigo.

Pero existe una diferencia esencial entre el creyente y el actor. Este, en el escenario, se mete, sí, en el personaje y será considerado tanto mejor actor cuanto más al vivo lo represente; pero en realidad sigue siendo lo que era antes; no se propone imitar en la vida lo que representa en el escenario. Hasta tal punto es así, que los mismos actores pueden representar en una película a Jesucristo o a la Virgen y en la siguiente a un delincuente o a una adúltera. El creyente se mete en el personaje para moldear su vida sobre él.

Reconstruyamos, pues, en primer lugar el comportamiento del hijo, para reconocernos en él, y luego el comportamiento del padre, para alegrarnos de él. Ese será el momento (que nunca puede faltar en un itinerario como el nuestro) del arrepentimiento y de la purificación del pecado. Siguiendo la parábola, distinguiremos, en la conducta del hijo, dos tiempos: el tiempo de marcharse de la casa del padre y el tiempo de volver a ella.

 

 

2. EL CAMINO PARA ALEJARSE DE DIOS

 

«Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente».

            ¡Cuánta tristeza en esta primera escena del drama! Ni una palabra de gratitud del hijo hacia su padre. Ni un solo pensamiento sobre el sudor que tal vez le ha costado al padre reunir aquella herencia. “Dame la parte que me toca de la herencia”. El padre queda reducido a un simple transmisor de un patrimonio. Lo único que al hijo le interesa del padre son los bienes, no sus consejos, sus valores, su cariño. Pide su parte de la herencia como si el padre estuviese ya muerto. La herencia “que me toca”: sólo se acuerda de que es hijo para reivindicar su derecho a la herencia. Lo que más debió de herir el corazón del padre fue la ingratitud. La arrogancia inherente a todo pecado queda aquí especialmente manifiesta.

“Se fue lejos”. Hay dos maneras distintas de irse lejos: de golpe, por una ruptura clamorosa con Dios —para entendernos, por el pecado mortal—, o a pequeños pasos, a base de componendas, de omisiones; es decir, con pecados veniales y con una tibieza habitual. Existe una lejanía del corazón, que puede darse en alguien que formalmente sigue en la casa paterna. De algunas personas, Dios dice en Isaías (y lo repite por boca de Jesús):“Me honran con los labios, pero su corazón está lejos de mí” . El resultado, en el fondo, no es muy distinto: nos encontramos lejos de Dios. Esto debería ayudarnos a “metemos” de lleno, desde el principio, en la parábola y no pensar que sólo tiene aplicación a algunos grandes pecadores.

Sigamos leyendo: «Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba».

El resultado es siempre el mismo: cuando se acaba el dinero, se acaban los amigos. Solo, pasando necesidad, guardando cerdos. Un trabajo, que si no es muy atrayente en nuestros días para un joven, para un judío de aquel tiempo era precisamente la mayor ignominia. Al servicio de un amo pagano (los judíos, entonces igual que hoy, no criaban cerdos, pues los consideraban animales inmundos).

Con unos pocos toques magistrales queda descrita toda la parábola del pecado. El pecado te promete el oro y el moro, te da ilusión de eternidad, y al día siguiente hace que te encuentres disputando las bellotas a los cerdos. No siempre lo que interrumpe el idilio con el pecado es el quedarse sin dinero. Hay gente tan rica que, si sólo se tratase de dinero, podría seguir viviendo durante siglos de manera disoluta. Muchas veces es la misma naturaleza, y con ella la salud, quien se rebela y trunca la aventura.

Pablo ha dicho acertadamente: “El salario del pecado es la muerte” (Rm 6,23). La muerte, ante todo, de la libertad. El pecado deslumbra con la promesa de libertad. Esto es, evidentemente, lo que impulsa al joven de la parábola a marcharse de la casa paterna, no la necesidad de emigrar para ganarse la vida, dado que se trata de una familia acomodada, con campos y servidumbre. Siente la casa paterna como una prisión. “Buscaste lejos la libertad”, dice un canto que se inspira en nuestra parábola. Y lo que, al final, da el pecado es lo contrario a lo que promete: la esclavitud. “Quien peca es esclavo del pecado”.

La “esclavitud del pecado” (Rm 8,20) no es una idea abstracta, sino una realidad fácilmente comprobable. Nos sentimos forzados a hacer lo que odiamos (cf Rm 7,l4ss). Y, lo que es peor, forzados, no por alguien o por algo que esté fuera de nosotros (y que, por tanto, nunca podrá quitarnos nuestra libertad interior), sino por algo que está dentro de nosotros, por una fuerza que se ha instalado en nuestra propia casa, una verdadera “fuerza de ocupación”, como en tiempos de guerra.

Agustín nos ha dejado la más lúcida semblanza de esta situación: «Suspiraba, pero seguía atado, no con cadenas ajenas, sino con las de mi voluntad. El enemigo era dueño de mi querer, y con ello había hecho una cadena con la que me tenía aprisionado. Porque cuando la voluntad transgrede nace el apetito, y cuando seguimos el apetito se forma una costumbre, y cuando no resistimos a la costumbre se crea la necesidad». (4. Jn 8,34; cf Rm 6,16-17. San AGUSTÍN, Confesiones, VIII, 5. Puede verse una edición bilingüe, en latín y español, en el n° 11 de la B.A.C., Madrid 1955. 6 CH. BAUDELAIRE, Les fleurs du mal, XXXI (Le vampire).

Un poeta de nuestros días (el autor de Las flores del mal) describe esta situación como “estar atados como el galeote a las cadenas, como al juego el jugador empedernido, como el borracho a la botella y como los gusanos a la carroña” 6. La diferencia consiste en que, para él, la culpa de esa esclavitud no era de su voluntad, como para san Agustín, sino —lo cual es mucho más cómodo— de las mujeres. También aquí hemos de estar atentos a no proyectar las cosas a una dimensión lejana a nosotros. Como dice san Juan de la Cruz, poco importa que un pájaro esté atado con una cuerda gruesa o con un hilo de seda. El resultado final es el mismo: ¡el pájaro no puede volar! Cf San JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, 1, 11, 4.

 

 

3. EL CAMINO DE REGRESO

 

Sigamos leyendo la parábola: «Recapacitando entonces se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Y se puso en camino adonde estaba su padre».

La necesidad material fue la ocasión, no la causa de su arrepentimiento. Hay quien ve en el hijo menor a un gandul que derrocha estúpidamente su fortuna en francachelas, hasta que, reducido a la miseria, se acuerda de que en casa de su padre hasta los criados están mejor que él, y decide descaradamente volver. Pero nosotros debemos respetar el sentido que han dado a la parábola Jesús, cuando la contó, y los evangelistas cuando la transmitieron, Y no cabe duda de que Jesús no pretendía ponernos como ejemplo un episodio de gandulería, ni presentamos al padre como un pobre ingenuo que no se da cuenta de las verdaderas intenciones del hijo.

En el relato, el arrepentimiento del muchacho, aunque esté motivado por la necesidad y por el hambre, es un verdadero arrepentimiento. Lo cual coincide con una experiencia universal: el sufrimiento y la enfermedad constituyen muchas veces para el hombre una ocasión para meditar a fondo en su propia vida. La Escritura hace de ello un principio general: “Quien ha sufrido en su carne ha roto con el pecado” (1 P 4,1). ¡Cuánta gente se ha salvado gracias a una enfermedad!

 “Recapacitando” no significa, pues: “Hizo bien sus cálculos”, o “se hizo astuto”, sino algo mucho más profundo. “Reconoció su error”, volvió a entrar en su corazón. El pecador, al alejarse de Dios, se aleja también de sí mismo, se aliena. Para volver a Dios, hay que empezar por volver a entrar en uno mismo.

Éste es, en la aventura del muchacho y en la de todo pecador, el momento decisivo. De ahí brota la decisión: “Me pondré en camino adonde está mi padre...”. Todo se decide en ese momento; lo que vendrá después no será más que una consecuencia, un poner por obra lo que se ha decidido. Ese es el momento crítico de toda conversión, el instante en el que ocurre el “cambio de dirección”.

“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Cuando el arrepentimiento va acompañado, como aquí, por la decisión de confesar las propias culpas, el perdón de Dios está ya en acción, antes incluso de recibir la absolución de la Iglesia. Si aquel joven hubiese muerto en el camino, durante su regreso, estaba ya reconciliado.

Por las palabras que dice el joven se ve claro que su arrepentimiento es auténtico, y no un oportunismo o un cálculo humano. Y en eso precisamente está la diferencia. El cálculo y los falsos sentimientos de culpa tienen como objeto no lo que está mal “a los ojos de Dios”, sino lo que está mal a los propios ojos o a los ojos de la sociedad y de sus convencionalismos. Las palabras del hijo pródigo evocan muy de cerca las de David en el Miserere: “Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces”.

Con todo, el muchacho comprende que no puede conformarse simplemente con decir en su corazón: “He pecado, me he equivocado”; y por eso está decidido a repetir públicamente ese reconocimiento ante su padre y ante los mismos criados. Esto nos ofrece la ocasión para reflexionar sobre la importancia de la confesión como el mejor coronamiento de ese camino de regreso y de reconciliación con Dios y con la comunidad.

Dios tiene todo el derecho a ser él quien establezca la manera de perdonar los pecados; resulta peligroso arrogamos nosotros, por nuestra cuenta, el derecho a cambiar esa manera, diciendo que no hace falta recurrir a la Iglesia y que basta con ponernos cara a cara ante Dios. Jesús ha querido asociar a sí a la Iglesia, su esposa, para que fuese una sola cosa con él, como él lo es con el Padre. Es cierto que quien perdona los pecados no es la Iglesia, sino el Espíritu Santo. La Iglesia sólo ejerce un ministerio, pero un ministerio en este caso indispensable. Jesús dijo a los apóstoles: “A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados” (Jn 20,23). ¿Y cómo van a poder decidir los apóstoles y sus sucesores si perdonar o no los pecados, si no los conocen?

«Por tanto, la Iglesia no puede perdonar nada sin Cristo, y Cristo no quiere perdonar nada sin la Iglesia. La Iglesia no puede perdonar nada, a no ser a quien está arrepentido, es decir, a quien Cristo ha tocado con su gracia; Cristo no quiere dar nada por perdonado a quien desdeña recurrir a la Iglesia”. (8 Beato Isaac DE STELLA, Discursos, 11: PL 194, 1729).

La forma que Dios eligió para perdonar los pecalos, que pasa por la confesión de los mismos, responde por lo demás a una necesidad enormemente natural y profunda de la psique humana: la de liberarse de lo que la oprime, manifestándolo. La misma práctica del psioanálisis se basa en este hecho y es una involuntarias onfirmación del mismo, y tal vez un sucedáneo. La experiencia demuestra que el abandono de la confesión desemboca siempre en una pérdida progresiva de sensibilidad ante el pecado y de fervor espiritual.

No obstante, también ha de renovarse según el Espíritu nuestra forma de acercarnos al sacramento de la penitencia, para que sea realmente eficaz y decisiva n la lucha contra el pecado. Renovar el sacramento según el Espíritu quiere decir vivirlo no como un rito, una costumbre o una obligación, sino como una necesidad del alma, como un encuentro personal con Cristo resucitado que, por mediación de la Iglesia, nos comunica la fuerza sanadora de su sangre y nos devuelve “la alegría de estar salvados”. Quiere decir redescubrir la fuerza misteriosa que se encierra en ese gesto, gracias al Espíritu Santo que actúa en él.

Renovar el sacramento según el Espíritu quiere decir también revisar el objeto de nuestras confesiones. En ellas solemos fijarnos únicamente en los pecados o defectos habituales y actuales; en los pecados, no en el pecado. El hijo pródigo comprendió muy bien que su pecado de fondo había sido el de haber perdido el amor a su padre, el de no haberlo entendido, la ingratitud hacia él; por eso empieza con esto su confesión, no con cuántas veces pecó con prostitutas.

¡Qué descubrimiento tan liberador y cómo ganarían en eficacia nuestras confesiones si tuviésemos el valor de bajar de una vez por todas hasta la raíz, que es donde se decide la orientación fundamental de la persona y su elección radical, por Dios o contra Dios, por uno mismo o contra uno mismo! Esto sí que es, realmente, coger “nuestra condición pecadora” (Rm 6,6), nuestro viejo “yo”, y echarlo entre los brazos del Crucificado como se echa una gran piedra en un horno de cal viva para que se desmenuce y se disuelva.

Yo quiero dar testimonio de la importancia que tiene en mi vida este sacramento. Me permite presentarme ante Dios con mis ropas más auténticas, que son las de pecador necesitado de misericordia; me da la posibilidad de experimentar a Jesucristo como mi Salvador personal, no en general y una vez, sino cada vez, cada día. A él recurro casi siempre antes de una predicación importante, porque me parece que quita ese velo y esa opacidad que el pecado deja siempre entre el alma y Dios, permitiendo que la palabra de Dios pase por unos labios menos “impuros”. Es como repetir cada vez la experiencia de Isaías que fue purificado por un ascua de fuego y encontró así valor para decirle a Dios: “Aquí estoy, mándame!” (Is 6,4-8).

Las grandes vueltas a Dios, al menos en la Iglesia católica, se han sellado siempre con una confesión liberadora, de la que el hombre se ha levantado con la sensación de haber vuelto literalmente a renacer. Un precioso ejemplo es justamente el poeta de Las flores del mal, que durante su vida fue considerado, y se consideró a sí mismo, como un caso típico de “hijo pródigo”. Quien hizo con él las veces de padre acogedor y amoro so fue... su madre. A su casa volvió al final, enfermo y con el cuerpo reducido por los excesos a “un lugar devastado” . Junto a ella, que lo cuidó con una dedicación sin límites, murió el 31 de agosto de 1867, después de confesarse y de haber pedido y recibido, “con total lucidez”, los últimos sacramentos. (CH. BAUDELAIRE, Les fleurs du mal, LV (Causerie).

 

4. HAY ALEGRíA EN EL CIELO

 

En este momento de la parábola vuelve a escena el padre, y vuelve.., corriendo. Escuchemos: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedile un anillo en la mano y sandalias en los pies, traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete».

Si lo vio cuando aún estaba lejos, quiere decir que iba a menudo a escrutar el horizonte. La expresión “se conmovió” traduce un verbo que literalmente significa “sentir que las entrañas se estremecen de compasión”. Éste es, pues, el mismo padre que había hablado por boca de Oseas o de Jeremías en los textos que recordábamos al comienzo de esta meditación. En tan sólo dos palabras encontramos condensada, en la parábola, toda la antigua revelación sobre “la entrañable misericordia de nuestro Dios” (cf Lc 1,78).

El padre de la parábola es también... madre; más aún, es quizás más madre que padre. Es propio de una madre el acoger así al hijo extraviado que vuelve a casa. Pero tendremos ocasión de volver sobre este tema, cuando hablemos de Dios que es al mismo tiempo padre y madre.

“Echando a correr, se puso a besarlo”. Ni una sola alusión a su pena, a sus razones, ningún reproche por haber derrochado la herencia. Ni siquiera lo detiene ese sentido de la dignidad que no permitiría a un anciano echarse a correr. Lo que manda son sus entrañas de padre. Lo único que le importa es que su hijo, que se había perdido, ha vuelto y está de nuevo con él. Se alegra de su salvación, no de su propia victoria.

En estas “parábolas de la misericordia” hay algo más conmovedor aún que la misericordia, y es la alegría de Dios. Mejor sería llamarlas “las parábolas de la alegría de Dios”. Para descubrir esto, es preciso tener presente el elemento que une entre sí esas tres parábolas (la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo) que en el evangelio de Lucas se nos cuentan una detrás de otra. ¿Qué dice el pastor que encuentra la oveja perdida y la mujer que encuentra la moneda? “Alegraos conmigo!” ¿Y qué dice Jesús como conclusión a cada una de esas tres parábolas? “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

El leitmotiv de las tres parábolas es, pues, la alegría de Dios (hay alegría “entre los ángeles de Dios” es una forma hebrea de decir que hay alegría “en Dios”). En nuestra palabra la alegría se desborda y se convierte en fiesta. Aquel padre no cabe en sí de alegría y ya no sabe qué inventar: manda que saquen el traje de fiesta y el anillo con el sello de la familia, que maten el ternero mejor cebado, y dice a todo el mundo: “Celebremos un banquete y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdidó y lo hemos encontrado”. Sí, también Dios tiene su hermoso domingo de Pascua ¡y también toca las campanas cuando quiere!

Dostoiewsky, en una de sus novelas, describe una escena que tiene todos los visos de haber sido observada en la realidad. Una mujer de pueblo tiene en brazos a su hijo de pocas semanas, cuando éste —por primera vez, según ella— le sonríe. Profundamente conmovida, se hace la señal de la cruz, y a quien le pregunta por qué hace eso le contesta: “Porque lo mismo que una madre se siente feliz cuando ve la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador cae de rodillas y le dirige una oración hecha de todo corazón”. (10 F. DOSTOTEWSKY, L’idiota, Garzanti, Milán 1983, p. 272).

 

5. ¡DIOS ESPERA EN NOSOTROS!

 

 precisamente en esto reside el aspecto más revolucionario de estas parábolas. ¿Por qué tiene que pesar más en la balanza una oveja que todas las demás que se han quedado, y por qué la que cuenta más ha de ser precisamente la que se ha escapado y ha creado más problemas? Tratemos de entrar en la mente de Dios y descubrir por qué hay “más alegría” en el cielo por un solo pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

La explicación más convincente la he encontrado en un poeta, en Charles Péguy. Aquella ovejita, al perderse, igual que el hijo pequeño, hizo que temblase el corazón de Dios. Dios temió perderla para siempre, temió verse obligado a condenarla y a no volver a verla nunca más. Este miedo hizo nacer en Dios la esperanza, y la esperanza, al verse hecha realidad, produjo alegría y fiesta. “Cualquier penitencia del hombre es el coronamiento de una esperanza de Dios”

Dios tiene mucha más confianza y esperanza en nosotros que nosotros en él. Y dado que el hombre tiene tanta dificultad para aceptar que depende de Dios, Dios se hizo dependiente del hombre, quiso allanarle el camino: «Todo lo que tenemos que hacer por Dios, Dios mismo se adelanta y empieza a hacerlo por nosotros. El que ama cae, se hace esclavo, depende de la persona amada. Y a esta ley común a todos ha soportado someterse él. Tendrá que esperar las ganas del pecador. Tendrá que esperar en el pecador, en nosotros. Tendrá que esperar a que el señor pecador tenga la amabilidad de pensar un poco en su salvación» 12 PÉGUY, o. c., pp. 571ss.

12 Ibid., 613-614.    En nosotros, los hombres, la condición que hace posible la esperanza es el hecho de que no conocemos el futuro; en Dios, que conoce el futuro, la condición que hace posible la esperanza es que no quiere (y, en cierto sentido, que no puede) hacer realidad lo que quiere sin nuestro consentimiento. La libertad humana explica que en Dios haya esperanza.

Pero aún nos queda un punto por aclarar. Y las noventa y nueve ovejas buenas, y el hijo mayor que nunca se fue de casa? ¿No habrá para ellos alegría, sino sólo trabajos? Para ellos hay algo aún mucho más bello: ¡compartir la alegría de Dios! Recordemos lo que dice el pastor: “Alegraos conmigo!”, y lo que dice el padre al hijo mayor: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo

lo mío es tuyo”. El error del hijo mayor fue pensar que el haber estado siempre en casa con su padre y haberlo servido en todo, no era un privilegio, sino un mérito suyo, no era una alegría, sino un trabajo. Más que como hijo, se comporta como un mercenario. Cree que su padre está en deuda con él. Y esto es precisamente lo que Jesús se proponía corregir, con las tres parábolas, en sus oyentes fariseos (cf Lc 15,2-3). También éstos pensaban que podían alegar derechos ante Dios, debido a su pretendida “justicia”.

Pero dejemos ya al hijo mayor en sus campos y, con las notas de la fiesta, cerremos aquí nuestro comentario a la parábola. En este punto, la realidad es aún más bella que la parábola. En la realidad, el hijo mayor no se quedó en casa, sino que se fue él mismo en busca de su hermano. Jesús es el hermano mayor que comparte la ansiedad del Padre y sale en busca de “los hijos de Dios que andaban dispersos” (Jn 11,53).

En la parábola del hijo pródigo Jesús ha retomado expresamente algunas imágenes que leemos en el profeta Zacarías. Queremos concluir nuestro itinerario penitencial con esa página de la Sagrada Escritura, porque en ella se escucha una especie de “absolución general” pronunciada directamente por Dios. Nos encontramos en el momento de la vuelta del exilio. El sumo sacerdote Josué viste ropas de luto (el “traje sucio”), símbolo del pecado y del exilio del pueblo, ropas que recuerdan los andrajos del hijo pródigo al volver. Entonces el ángel del Señor (o sea, el mismo Señor) dijo a los que estaban alrededor: «‘Quitadle el traje sucio’. Y luego dijo a Josué: ‘Mira, aparto de ti la culpa, y que te vistan de fiesta’. Y le pusieron en la cabeza una diadema limpia y lo vistieron con vestiduras blancas en presencia del Señor» (Zc 3,1-5).

“Mira, aparto de ti la culpa, y que te vistan (que te vista la Iglesia) de fiesta”. Estas son las palabras que también nosotros queremos escuchar y que el Padre del cielo nos dice, al terminar este nuestro camino de vuelta y de conversión.

 

 

III JESÚS, ¿ÚNICO CAMINO PARA LLEGAR AL PADRE?

 

1.- DIOS PADRE SE HA HECHO VISIBLE POR SU PALABRA ENCARNADA

 

Ya conocemos la respuesta que Dios le dio a Moisés cuando éste le pidió que le mostrara su gloria: “Mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida” (Ex 33,l8ss). La gran noticia del evangelio es que ese deseo finalmente ha sido escuchado, y por encima de todas las expectativas. Dios ya no “esconde” su rostro. Dice Jesús: «Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14,9-10).

Dios se ha revelado velándose; es decir, lo ha hecho en la única forma en que podían soportarlo las criaturas. El velo es la carne de Cristo. Pero tampoco esta revelación es definitiva ni sacia por completo. Hay lugar para una revelación posterior, “cara a cara” (cf 1 Co 13,12), pero no en esta vida, sino en la futura, cuando también nosotros podamos ver, como los ángeles, “el rostro del padre” (cf Mt 18,20).

No podíamos comenzar el tramo de camino que vamos a hacer con san Juan con una palabra más expresiva que ésta. En los Sinópticos, el Padre es alguien que ve en lo secreto, que conoce hasta los pelos de nuestra cabeza, que escucha y perdona; en una palabra, alguien que cuida de nosotros. Pero su morada sigue estando “en el cielo”: “Padre nuestro que estás en el cielo... “, “vuestro Padre del cielo...” Nuestra relación con él, por intensa que sea, es una relación a distancia.

La novedad que encontramos en Juan es que este Padre ya no está solamente en el cielo: está ante los discípulos, que lo pueden “ver”, honrar o deshonrar en persona. En Jesús el Padre se ha hecho visible.

Esta afirmación de Juan la comparte también Pablo. También para él “la manifestación de la gloria de Dios brilla en el rostro de Cristo” (2 Co 4,6); Cristo es “imagen de Dios invisible” (Col 1,15). La carta a los Hebreos dirá que el Hijo es “reflejo de su gloria e impronta de su ser” (Hb 1,3).

San Ireneo condensará esta idea en una de sus enjundiosas frases: “El Hijo de Dios es lo que puede verse del Padre”, o, como podríamos traducirla un poco libremente: “El Hijo es el rostro visible del Padre invisible”.

El paso hacia adelante que Juan nos hace dar en el conocimiento del Padre se refiere, pues, al papel de Jesucristo como único “camino” hacia el Padre. La misma palabra “Padre” adquiere un significado nuevo, desconocido hasta ahora. La clave para comprender la revelación evangélica sobre el Padre, como decía al principio, es la distinción entre Dios “Padre de todos los hombres” y Dios “Padre de su Hijo Jesucristo”. Mientras que en los Sinópticos prevalece la primera acepción, en Juan prevalece claramente la segunda. Los dichos que tienen como objeto la relación “Padre-Hijo” ocupan gran parte del cuarto evangelio, hasta llegar a la afirmación final: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro” (Jn 20,17), donde ambos significados aparecen juxtapuestos y distintos intencionadamente.

La relación Padre-Hijo es el núcleo incandescente del misterio divino que deslumbró al evangelista Juan y que lo llevó a convertirlo en el corazón palpitante de su evangelio. Tal vez una de las razones, si no incluso la más importante, de que él sea el “discípulo a quien tanto quería Jesús” consista precisamente en esto. El fue el primero que comprendió el secreto del Maestro, su identidad profunda, aunque ciertamente no de forma tan clara como más tarde, cuando escriba su evangelio.

Realmente se trata de una nueva e inaudita revelación sobre Dios. Dios no es, entre otras cosas, también Padre; Dios es sólo, siempre y todo él Padre. Esencialmente Padre. Escribe un teólogo: «Ningún hombre merece tanto el nombre de Padre como el Dios de Jesucristo, en el cual la paternidad se identifica con su mismo ser. Un hombre nunca podrá ser padre en un sentido tan absoluto, únicamente padre y totalmente padre. Un padre humano es, él mismo, hijo de alguien, mientras que Dios es el Padre no engendrado, el origen sin origen. Un padre, al ser hijo de otro padre humano, tiene relaciones laterales: puede tener hermanos y hermanas, tiene un prójimo, y sobre todo una esposa que comparte con él el papel de ser origen. Además, no procrea con todo su ser, con toda su vida; por eso puede engendrar varios hijos en actos sucesivos. Puede ocuparse de muchos asuntos que no tienen la menor relación con su paternidad. Y es que existe en sí mismo antes de ser padre, y podría no ser padre. Un hombre se convierte en padre, Dios es el Padre, el Padre por esencia. Un Padre así no tiene otros iguales, su paternidad es un misterio insondable» .

EX. DURRWELL, Ji Padre, Cittá Nuova, Roma 1955, pp. 29-30.

 

 

3. DÓNDE ENCONTRAR HOY AL PADRE

 

Volvamos ahora al tema central de esta meditación para sacar algunas conclusiones prácticas. Jesús decía: “Quien me ve a mí, ve a mi Padre”. Este privilegio de “ver” el rostro del Padre reflejado en el Hijo ¿estaba reservado para los pocos que tuvieron la suerte de estar físicamente con Jesús durante su vida, o se extiende también a otros? Ésta es la pregunta a la que quisiéramos responder ahora.

En el Antiguo Testamento, cuando se habla de contemplar el rostro de Dios, se piensa en un lugar concreto donde eso puede tener lugar: en el templo. Y precisamente la lejanía del templo, durante el exilio, es lo que hace más angustioso el deseo de ver el rostro de Dios. En esos momentos se escribieron las palabras del salmo 42: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”. Para el hombre israelita, ir en peregrinación al templo significaba “presentarse” ante Dios. Por eso su alma se consume anhelando los atrios del Señor. Desearía ser un gorrión o una golondrina para hacer su nido “en los altares del Señor” (cf Sal 84).

Todo esto es verdad también hoy para nosotros. Sólo que el templo donde nosotros contemplamos el rostro de Dios y donde podemos “presentarnos” ante él, ya no es el templo de Jerusalén ni, bien mirado, ningún otro templo: es el cuerpo resucitado y glorificado de Cristo. Él es el nuevo templo que los hombres destruyeron y que Dios volvió a edificar a los tres días. “El hablaba del templo de su cuerpo”, explica Juan (Jn 2,21).

¿Y dónde y cómo podemos acercarnos hoy a ese cuerpo, entrar en él, y hasta hacerlo entrar en nosotros? La respuesta es: ¡en la eucaristía! “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”. “El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10,16).

 

La eucaristía como medio para acercamos al Padre:

 

          Todo un aspecto que tenemos que descubrir. Si es cierto que el Padre nos da la eucaristía (“Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que nos da el verdadero pan del cielo”: Jn 6,32), no es menos cierto que la eucaristía no da al Padre. “Quien me ve a mí, ve a mi Padre” significa también: “Quien me recibe a mí, recibe a mi Padre”. Debemos guardarnos de hacernos de esta verdad imágenes y representaciones mentales, para no trivializarla, sino mantenerla a nivel de puro objeto de fe.

Jesús, dirigiéndose al Padre, decía: “Yo en ellos y tú en mí” (Jn 17,23). Y como el Padre está en Jesús y Jesús, por la comunión de su cuerpo, está en nosotros, ¡también el Padre está en nosotros! Cuando recibimos la comunión, podemos hacer nuestras las palabras de Cristo y decir en primera persona: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”. Evidentemente, no por naturaleza, como está en Jesús, sino por gracia. En la eucaristía, a diferencia que en los libros, no encontramos únicamente ideas o verdades sobre el Padre, ¡sino al mismo Padre!

La razón teológica de esto es que el Padre y el Hijo (y, por supuesto, el Espíritu Santo) son una única e inseparable naturaleza divina, son “uno” (Jn 10,30). Escribe san Hilario de Poitiers: «Cristo está en el Padre en virtud de su divinidad, mientras que nosotros estamos en Cristo en virtud de su nacimiento humano, y él está en nosotros por la comunión sacramental [...j. Y así, también nosotros llegamos a la unidad con el Padre. En efecto, Cristo está en el Padre connaturalmente, en cuanto que ha sido engendrado por él; pero, en cierta manera, también nosotros, a través de Cristo, estamos connaturalmente en el Padre. El vive en virtud del Padre, y nosotros vivimos en virtud de su humanidad». (San HILARIO DE POITIERS, La Trinidad, VIII, 15: CCL 62A, p. 327).

En la comunión eucarística encuentran su más claro cumplimiento las palabras de Cristo: “Al que me ama mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

La eucaristía no sólo nos permite recibir al Padre, sino también ofrecernos al Padre. Es el medio y la ocasión ideal para hacer de nuestra vida una ofrenda agradable a sus ojos. En ella Jesús se ofrece al Padre como sacrificio de suave olor (cf Ef 5,2) y en esa ofrenda une a sí a todo su cuerpo. Más aún, Cristo no puede ofrecerse al Padre por completo, ni su ofrenda considerarse “completa”, mientras haya un solo miembro de su cuerpo que se niegue a ofrecerse con él. Este es un pensamiento atrevido, pero exacto, de Orígenes:

«Su obra está imperfecta mientras yo sea imperfecto. Mientras todo en mí no se someta al Padre, no se puede decir que Cristo esté sometido al Padre (cf 1 Co 15,28). No que a él le falte sumisión al Padre, sino que eso es por culpa mía, ya que su obra aún no está completa en mí. Pues está escrito que nosotros ‘somos el cuerpo de Cristo y miembros suyos, cada uno por su parte’ (Rm 12,5)»

Jesús no quiere ofrecerse sin su cuerpo. Sólo cuando todo su cuerpo esté unido y sometido a él, podrá entregar definitivamente el reino al Padre.

Unirse a Jesús en la eucaristía significa unirse a alguien que “vive por el Padre” y está siempre en camino “hacia el Padre”, y dejarse arrastrar en ese mismo movimiento. Como el arroyo que se mete en el río desde un valle lateral y desde ese momento ya no puede dejar de seguir al río en su camino hacia el mar.

La liturgia latina da un especial relieve a la presencia del Padre en la misa. El canon no es otra cosa que un largo diálogo que la Iglesia entabla con el Padre. Comienza con las palabras: “Santo eres en verdad, Padre...” y termina con las palabras: “A ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”. La misma consagración está concebida bajo la forma de un relato que la Iglesia le hace al Padre de lo que Cristo hizo en la última cena: “Tomó el pan, te dio gracias...”. Pero es más que un relato; es hacer memoria: “Y ahora, Padre, acuérdate...” Un conocido exegeta explica así el mandato que Jesús da a los apóstoles después de instituir la eucaristía: “Haced esto para que el Padre se acuerde de mí” (J. Jeremías). La Iglesia hace memoria de Jesús al Padre para que el Padre, por amor a él, se acuerde de nosotros, nos perdone y nos conceda todos sus bienes.

A la base del célebre icono de la Trinidad de Rublev está la idea de que también el Padre, con el Espíritu Santo, está presente en la eucaristía. Ese icono es el icono “de la Trinidad”, pero también el icono “de la eucaristía”. Las tres personas divinas están dispuestas en torno a un altar sobre el que hay una copa en cuyo interior se entrevé la figura de un cordero. Los tres ángeles tienen en su ropaje un componente de color azul, símbolo de la naturaleza divina, que es común a los tres; pero cada uno de ellos aparece diferenciado por un color especial que evidencia la distinción de las personas. El Espíritu Santo, a la derecha, tiene un manto verde, símbolo de la vida, al ser él “el Espíritu que da la vida”; en el centro, el Hijo Jesucristo tiene una túnica marrón, símbolo de la humanidad con que se ha revestido; a la izquierda, el Padre tiene un manto de colores transparentes, como si estuviese tejido de luz, para indicar que habita en una luz inaccesible.

Con este icono se quiere inculcar la idea que toda la Trinidad nos invita a la mesa eucarística y de que en ella se entrega a nosotros. El espacio vacío de la parte anterior del icono está reservado para cada uno de nosotros: todos estamos invitados a entrar en ese círculo místico, a participar de esa paz soberana y de esa unidad perfecta que rezuman del rostro de los tres. Si contemplamos larga y devotamente esos tres rostros, tenemos la impresión de estar oyendo una voz silenciosa que nos dice: “Sed uno, como nosotros somos uno”.

Si no podemos ir al Padre sin pasar por su Hijo Jesucristo, tampoco se puede ir a él, en esta vida, sin pasar por la eucaristía.

IV EL ESPÍRITU SANTO, AMOR DEL PADRE AL HIJO Y DEL HIJO AL PADRE, NOS HACE HIJOS EN EL HIJO

 

Entre los símbolos bíblicos de Dios, uno de los más importantes es el de la voz de Dios. Siempre que el Padre se hace presente en el Nuevo Testamento lo hace mediante este símbolo. En el bautismo de Jesús, en la transfiguración y en la teofanía que se nos narra en Juan 12, la presencia del Padre aparece indicada como “una voz del cielo” (2 Cf Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28).

Es bien revelador que en el Nuevo Testamento el Padre nunca diga: “Escuchadme”, sino siempre: “Escuchadlo”, o sea: Escuchad a mi Hijo. Dios Padre ya no tiene voz, se ha quedado “mudo”; ahora su voz, que suena incluso externamente, es ya la del Hijo: “En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,1-2).

 

 

1. EN EL ESPÍRITU SANTO

 

Con esta meditación entramos en la tercera parte de nuestro camino hacia el Padre, en la que nos servirá de guía el apóstol san Pablo. Cambiamos de maestro; como cuando, en la escuela, se pasa de un curso al siguiente. La verdad es que, cronológicamente, Pablo escribe antes que Juan y que los mismos Sinópticos; pero éstos reflejan un estadio anterior de la predicación cristiana —el evangélico del “Jesús que predica”—, mientras que Pablo refleja el estadio ulterior del “Jesús predicado” por la Iglesia después de Pascua.

Nuestro punto de partida será el texto de Gálatas 4,4-6: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Y como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que dama: ¡Abba, Padre!».

No tenemos pruebas de que Jesús, durante su vida en la tierra, haya enseñado a los discípulos a dirigirse a Dios con la misma expresión familiar Abba que él usaba. Pero Pablo, en ese texto, está indicando que, inmediatamente después de Pascua, los creyentes se sintieron autorizados a hacer suya esa expresión. Y era tal la veneración de que estaba rodeada, que la conservaron en la misma lengua del Maestro, como una ipsissima vox suya, como una especie de reliquia viviente de Jesús.

También es fácil comprender las razones de esa dilación: hasta Pascua y Pentecostés los discípulos no habían recibido ese “Espíritu de hijos adoptivos” que les hace gritar Abba, Padre; sólo con la Pascua pasaron a ser, con todo derecho, miembros del cuerpo de Cristo, y por lo tanto hijos.

Con esto resulta claro cuál es la aportación más novedosa de Pablo en la revelación del Padre: el papel central que se atribuye al Espíritu Santo para hacemos hijos de Dios. Éste es un elemento central de toda su enseñanza. Así resulta de la insistencia con que vuelve una y otra vez sobre ello. Escribe en la carta a los Romanos: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Y vosotros habéis recibido, no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡“Abba, Padre”! Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios» (Rm 8,14-16).

Ya hemos dicho que la clave para entender la novedad cristiana sobre Dios Padre es la distinción entre Dios “Padre nuestro” y “Dios Padre de su Hijo Jesucristo”. Teniendo esto presente, podemos reconstruir así las tres etapas de la revelación acerca del Padre en el Nuevo Testamento: Los Sinópticos nos presentan a Dios sobre todo como “Padre nuestro”, padre de todos los hombres; con Juan, la relación se da la vuelta: Dios aparece sobre todo como Padre de su Hijo Jesucristo; la expresión “mi Padre” prevalece claramente, en labios de Jesús, sobre la expresión “vuestro Padre”; Pablo no sólo afirma una y otra verdad, sino que además pone de manifiesto la íntima relación que existe entre ellas. Para él, entre esas dos realidades no existe la menor separación; ni siquiera se trata de dos relaciones paralelas e independientes.

Dios es nuestro Padre en cuanto es Padre del Señor Jesucristo. La relación trascendente entre el Padre y su Hijo Jesucristo es la que se extiende y de la que participan todos los hombres; y no la relación filial, común a todos los hombres, la que se sublima en Cristo, encontrando en él su culmen, como pensaba la teología liberal .

En el paso de una a otra de esas tres fases, no se añade ninguna novedad absoluta, sino que se explicita lo que antes sólo aparecía insinuado. La situación única de Cristo como Hijo único de Dios, propia de Juan, aparecía ya insinuada en los Sinópticos (por ejemplo, en el grito Abba y en las palabras de Mateo 11,25), al igual que el papel del Espíritu Santo para hacemos hijos de Dios, propio de Pablo, estaba ya insinuado en Juan en el tema del “volver a nacer del agua y del Espíritu” (cf Jn 3,5). Simplificando al máximo, podríamos decir que los Sinópticos señalan la meta, “el Padre”; Juan indica el camino, “por medio del Hijo”; y Pablo especifica el cómo, “en el Espíritu Santo”.

Si el fruto más preciado del camino para descubrir al Padre consiste, como decíamos al principio, en hacer nuestra la maravillosa relación filial de Jesús con su Padre, ésta es, evidentemente, una etapa decisiva en ese camino.

 

 

2. CÓMO NACEN LOS HIJOS DE DIOS

 

Vamos a ver ahora cómo describe el Apóstol el proceso que nos lleva a ser hijos de Dios. En él aparecen

• primero: Jesús, con su muerte y resurrección, nos transmite su Espíritu de Hijo, o —lo que es lo mismo— el Padre envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo;

• segundo: el Espíritu nos une a Cristo, haciéndonos “un solo cuerpo” con él;• tercero: el creyente, unido a Cristo, se convierte por eso mismo en hijo de Dios, y el Espíritu completa su obra poniéndole en los labios el grito de Jesús, ¡Abba, Padre!

Para ilustrar esta realidad de la gracia, el Apóstol utiliza la analogía de la adopción. En realidad, las cosas se han desarrollado, en cierto sentido, en un orden inverso a como suceden en las adopciones humanas. En estas últimas, quienes adoptan un hijo son el padre y la madre, y, si tienen hijos propios, intentan ayudarles a que acepten a ese hermanito o a esa hermanita que se incorpora a la familia desde fuera. Aquí, en cambio, ha sido el hermano mayor, Jesús, quien nos ha adoptado y quien ha hecho que “podamos acercamos al Padre con un mismo Espíritu” (cf Ef 2,18). Primero hemos sido hechos hermanos y después hijos, aunque las dos cosas hayan ocurrido simultáneamente en el bautismo.

Y ésa no es la única diferencia entre los dos tipos de adopción. La adopción humana, aparte del amor que la acompaña, es un hecho jurídico. El hijo adoptivo toma el apellido, la ciudadanía, la residencia de quienes lo adoptan, pero no comparte su sangre, su vida; no ha habido concepción ni dolores de parto. Con nosotros no ocurre lo mismo: Dios no nos transmite solamente el nombre de hijos, sino también su vida íntima, su Espíritu. Gracias al bautismo, corre por nosotros la vida misma de Dios. No sólo “nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos de verdad” (cf 1 Jn 3,1).

La adopción divina crea un vínculo más fuerte que la misma generación física. El hijo natural tiene, ciertamente, la misma sangre que el padre, la misma vida que la madre. Sin embargo, una vez que ha nacido, lo que antes era la sangre del padre está ahora en el hijo; no hay simultaneidad. El hijo puede vivir separado del padre y de la madre; más aún, para vivir necesita, después de nueve meses, separarse de la madre y vivir por su propia cuenta. No ocurre lo mismo en el plano espiritual. En éste, una misma vida, un mismo Espíritu, corre simultáneamente por nosotros y por Cristo. Y no sólo no tenemos que separarnos de él para vivir, sino que, si nos separamos de él por el pecado, dejamos inmediatamente de vivir, morimos.( N. CABASILAS, Vita in Christo, IV, 4: PL 150, 601).

Esta transformación interior no tiene lugar a un nivel tan profundo y ontológico, que escape a cualquier tipo de percepción y participación por nuestra parte. Es un proceso en el que nosotros estamos implicados existencialmente, y tal vez éste sea el aspecto más estimulante de la doctrina paulina que ahora vamos a intentar Mientras el hombre vive en régimen de pecado—dice el Apóstol—, Dios se le presenta inevitablemente como un antagonista, como un obstáculo. Hay, respecto  al Padre, una sorda enemistad que la ley no hace más que poner de manifiesto. El hombre codicia (“concupiscit”) determinadas cosas: ansía el poder, el placer, la gloria. Y Dios es, a sus ojos, alguien que le cierra el camino, oponiéndose a esos deseos con sus perentoriosl “Tienes que...”, “no tienes que...”: “No puedes desear la mujer de tu prójimo”, “No puedes desear lo que es de otro”. Como bien dice san Pablo: “La tendencia del instinto es hostil a Dios, porque no se somete a la ley de Dios” (Rm 8,7). El hombre viejo se rebela contra su creador y, si pudiese, querría incluso que no existiese. Aquí está la raíz de gran parte del ateísmo. “Nadie está tan dispuesto a creer que Dios no existe como aquel a quien le gustaría que no existiese”. (F. BACON, Saggi XVI, Sobre el ateísmo).  

No se trata de una situación teórica, o propia únicamente de algunos enemigos declarados de Dios; es la condición “natural” de todos nosotros. Cuando todo nos sonríe en la vida y Dios parece “bendecimos en todo”, no hay huellas de esa “rebelión”; pero deja que su mano nos visite como visitó a Job, deja que se cruce en nuestro camino una contradicción, y ya verás lo que sale de los oscuros fondos de nuestro corazón.

Veamos ahora qué hace el Espíritu Santo a medida que va tomando posesión de nuestra voluntad y de nuestra inteligencia. Nos abre una mirada nueva hacia Dios, hace que no lo veamos ya como un antagonista, como el enemigo de nuestras alegrías, sino como nuestro aliado, como alguien que está realmente de nuestra parte y que, por nosotros, “no perdonó a su propio Hijo”. En una palabra, el Espíritu Santo infunde en nuestro corazón “el amor de Dios” (Rm 5,5). Hace nacer en ellos un sentimiento nuevo, el sentimiento filial. Dios deja de ser patrón para convertirse en padre. Este es el momento radiante en que el hombre exclama, por primera vez, con plena conciencia: ¡Abba, Padre! El hombre hace ya de buena gana lo que Dios le manda, y Dios, por su parte, no sólo le manda hacer, sino que, con su gracia, hace él mismo o ayuda a hacer lo que manda.

 

 

3. UN AMOR DIGNO DEL PADRE

 

En esto se fundamenta el aspecto místico de la vida cristiana. Hay una mística extraordinaria, o “alta mística”, y una mística ordinaria que está abierta a todos los bautizados. Al ser “hijos en el Hijo” gracias al Espíritu, “participamos de la naturaleza divina” (2 P 1,4) y nos hallamos insertados en el dinamismo mismo de la vida trinitaria, si bien aquí en la tierra tan sólo por la fe, aún no por la visión, como nos recuerda Juan: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2).

Dios comunica al alma “el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habemos dicho, por unidad y transformación de amor”. (San JUAN DE LA CRUZ, Cántico Espiritual A, canción 38, n° 4).

 

Así lo describe un alma a la que Dios le concedió conocer un poquito de eso por experiencia: «Una noche, sentí que la enorme ternura del Padre me envolvía con sus dulces y suaves caricias; fuera de mí, me puse de rodillas en el suelo, acurrucada en la oscuridad, latiéndome fuerte el corazón, y me abandoné por completo a su voluntad. Y el Espíritu me introdujo en el misterio del amor trinitario.

El intercambio arrobador de dar y recibir se estaba produciendo también en mi interior: de Cristo, a quien estaba unida, hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. ¿Pero cómo expresar lo inexpresable? Yo no veía nada, pero era mucho más que ver, y no tengo palabras para traducir aquel intercambio jubiloso que era respuesta y emisión, acogida y don. Y de ese intercambio fluía una intensa vida desde el Uno hacia el Otro, como la leche que pasa del pecho de la madre a la boca del niño. Y yo era ese niño, era toda la creación que participa de la vida, del reino, de la gloria, al haber sido regenerada por Cristo».

Los místicos son, para el pueblo cristiano, como aquellos primeros exploradores que entraron de incógnito en la Tierra prometida y que luego volvieron al desierto describiéndola como una tierra que manaba leche y miel y animando al pueblo a entrar en ella. Pero las experiencias de que hablan están destinadas a todos. Son la meta normal de una existencia redimida. Si no hay por qué tener miedo a tender a la santidad, tampoco hay por qué tener miedo a tender a la mística, que es parte integrante de la santidad.

Si el Padre del que estamos hablando no se queda sólo en un concepto de nuestra mente, sino que se convierte en una realidad viva y actuante en nuestra vida, llegará un momento en que ya no nos bastará con el amor que hemos tenido al Padre en el pasado, sino que cualquier otro amor que antes hayamos experimentado y conocido nos parecerá ahora desvaído e insignificante. Y entonces nacerá en nosotros el deseo (que al comienzo nos parecerá irrealizable y casi blasfemo) de amar al Padre con un amor digno de él. Éste es el momento que el Espíritu Santo está esperando para hacernos descubrir que podemos realmente amar al Padre de esa manera, con un amor como no puede haber otro mayor ni en el cielo ni en la tierra: que podemos amarlo ¡con el mismo amor con que lo ama su propio Hijo! Pues haber recibido “el Espíritu del Hijo” significa, ni más ni menos, haber recibido el amor que el Hijo tiene al Padre.

Y descubriremos que podemos amar también al Hijo con un amor digno de él —con el amor con que el Padre lo ha amado “antes que el mundo existiese”—, porque también ese amor se contiene en el Espíritu Santo que hemos recibido. Para eso no se requiere nada de extraordinario, sino sólo la fe y una vida de gracia. Cuando se dice que “la gracia es el comienzo de la gloria”, (Santo TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q. 24, a. 3 ad 2), no se hace más que afirmar todo esto. A veces puede sernos de gran ayuda decir, y no sólo pensar, estas verdades, repitiendo con sencillez: “Padre, te amo con el amor infinito con que te ama tu Hijo Jesús. Señor Jesús, te amo con el amor infinito con que te ama tu Padre”.

Así pues, el Espíritu Santo es quien infunde en nuestro corazón el sentimiento de la filiación divina, quien nos hace sentir (y no sólo saber) que somos hijos de Dios. A veces esta operación fundamental del Espíritu Santo tiene lugar de un modo repentino e intenso en la vida de una persona. Con motivo de un retiro, de un sacramento recibido con una especial disposición, de una palabra de Dios que hemos escuchado con el corazón bien dispuesto, de una fiesta litúrgica, o del así llamado “bautismo en el Espíritu”, el alma se siente inundada de una luz en la que Dios se le revela de un modo nuevo como Padre. Se conoce por experiencia lo que quiere decir que Dios es Padre; el corazón se conmueve y la persona tiene la sensación de salir renovada de esa experiencia. En su interior aparece una enorme confianza y un sentimiento que hasta entonces nunca había experimentado de la bondad y la ternura del Señor.

Otras veces, sin embargo, esa revelación del Padre viene acompañada de un sentimiento tan fuerte de la majestad y la transcendencia de Dios, que el alma se queda como anonadada y enmudece. “Dichosos los que conocen al Padre! “, exclamaba Tertuliano (TERTULIANO, De oratione, 2, 3: CCL 1, 258 (Felices qui Patrem agnoscunt). Sí, ¡realmente dichosos los que conocen al Padre de esta manera!

Pero esta forma tan vívida de conocer al Padre no suele durar mucho tiempo en esta tierra. Vuelven pronto los días en que el creyente dice Abba sin sentir nada, y sigue repitiéndolo fiado únicamente en la palabra de Jesús. Y en esos días de aridez es precisamente cuando se descubre la enorme importancia del Espíritu Santo en nuestra vida de oración. Entonces el Espíritu es de verdad la fuerza de nuestra oración “débil” (cf Rm 8,26- 27), la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. En verdad, él “riega la tierra en sequía”, como decimos en la secuencia que rezamos en honor suyo.

 

 

4. ACOGEOS LOS UNOS A LOS OTROS

 

Vamos a hacer ahora, como hemos hecho siempre, una aplicación práctica de la doctrina a la vida, aunque lo que hemos dicho hasta aquí no tenía nada de abstracto ni de teórico.

            En la perspectiva de Pablo, veíamos cómo no podernos ser “hijos” de Dios si no somos “hermanos” de Cristo y hermanos entre nosotros, ya que somos “miembros unos de otros” (cf Rm 12,5). San Cipriano decía: “No puede tener a Dios por Padre el que no tiene al prójimo como hermano” (San CIPRIANO, La unidad de la Iglesia, 6: CCL 3, p. 253).

 

La consecuencia que se sigue de ello es que tenemos que perdonamos, acogernos, aceptarnos unos a otros. Dejemos que sea el propio Pablo quien saque las consecuencias prácticas de su enseñanza: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo» (Col 3,12-13).

Cuando contemplamos la forma en que nos ha perdonado el Señor y luego volvemos hacia nosotros la mirada, a veces nos quedamos asustados. Lo que sube de nuestro corazón cuando pensamos en quien nos lleva la contraria, nos critica, nos calumnia, o lo ha hecho en el pasado, no es el deseo de que “vivan” y se salven, o de que gocen del aprecio de los demás y tengan éxito, sino quizás, por el contrario, confusos deseos de imponemos a ellos, de que los hechos nos den la razón y restablezcan nuestros derechos. Nosotros no nos cansamos de echar el agua del perdón sobre esas llamas perversas del amor propio herido, y ellas no se cansan de volver a brotar una y otra vez. ¿Quién nos librará de este cuerpo nuestro, y de esta mente nuestra de muerte?

Si no logramos imitar en todo la manera de actuar del Padre celestial que hace caer la lluvia sobre buenos y malos, si a la primera de cambio volvemos a vernos, traicionados por nuestro resentimiento, no dejemos por ello de alegrarnos, ya que eso hará que nos sintamos pequeños y nos ayudará a entender cuán grande es el misterio de la misericordia del Padre; alabemos al Señor y él se alzará aún más alto sobre las ruinas de nuestro orgullo. Así correremos menos el peligro de humillar, de otra manera, a nuestros adversarios con la generosidad de nuestro perdón. Hagamos todo lo que está en nuestras manos: recemos, imploremos este “don perfecto” al Padre de las luces; pero si volvemos a caer, no nos desanimemos.

Pero no volvamos a hacer ya nunca más una cosa: decirle, ni siquiera tácitamente, a Dios Padre: “Elige: o yo o mi enemigo; ¡di de parte de quién estás!”. A un padre no se lo puede poner en esa cruel alternativa de elegir entre dos hijos, sólo porque ellos estén reñidos entre sí. El Padre celestial quiere “que todos los hombres se salven”. No tentemos, pues, a Dios pidiéndole que se una a nosotros en contra del hermano. “Cuando odio a alguien o niego que Dios sea su Padre, no sale perdiendo él sino yo: me quedo yo sin padre”. (S. KIERKEGAARD, Diario X3 A 481).

Por lo tanto, cuando estemos reñidos con un hermano, antes de hacer valer o de discutir nuestro punto de vista (aunque sea lícito y en ocasiones hasta obligado), digámosle a Dios: “Padre, salva a ese hermano mío, sálvanos a los dos; te pido para él lo mismo que te pido para mí; no deseo tener yo razón y que él esté equivocado. Deseo que también él tenga razón, que esté en lo cierto, o al menos que tenga buena fe”.

Esa misericordia mutua de unos para con otros es indispensable para vivir la vida del Espíritu y la vida comunitaria en todas sus formas. Es indispensable en la familia (qué sería de la convivencia matrimonial sin la práctica del perdón mutuo cada día); es indispensable en una comunidad religiosa o parroquial y en cualquier forma de convivencia humana. “Somos —dice san Agustín—... vasos de barro que recíprocamente se producen roces”. (San AGUSTÍN, Sermones, 69, 1: PL 38, 440; B.A.C. n° 441, Madrid 1983, p. 294).

Es inevitable que, donde varias personas viven juntas, haya puntos de vista, gustos y temperamentos diferentes. Sin la firme voluntad de querer salvar —y no de eliminar— al hermano que piensa de distinta manera, todo se atasca, nos cerramos en nosotros mismos o asumimos el papel de víctimas.

Y este espíritu de misericordia y de perdón mutuo hoy debemos extenderlo también a los cristianos de otras confesiones. No podemos seguir mirándolos como enemigos. Son miembros del mismo cuerpo de Cristo, están animados por el mismo Espíritu, y por lo tanto son nuestros hermanos. También para con ellos vale la regla: no podemos poner a Dios Padre en la disyuntiva de tener que elegir: o ellos o nosotros.

Para un grupo comunitario, el perdón es lo que el aceite para un motor. Quién no sabe lo que ocurre si alguien se pone en viaje con el coche sin una gota de aceite en el motor: a los pocos miles de metros, el motor se quemará. El perdón, al igual que el lubricante, reduce los “roces” y remueve las pequeñas herrumbres en cuanto aparecen.

Hay un salmo que canta la belleza de vivir juntos como hermanos; y dice que es “aceite precioso en la cabeza” que baja por la barba de Aarón hasta la franja de su vestidura (Sal 133). Nuestro Aarón, decían los Padres de la Iglesia, nuestro Sumo sacerdote, es Cristo; él es la “cabeza”. La misericordia es el aceite que baja de esa cabeza y se extiende por el cuerpo, que es la Iglesia, hasta la franja de sus vestiduras. Allí donde se viva de esa manera, en un clima de perdón y de concordia, “el Señor mandará la bendición, la vida para siempre” (Sal 133,3). Allí podrá decirse con plena confianza: ¡Abba, Padre!

 

 

5.  DIOS NO PERDONÓ A SU PROPIO HIJO

 

¿Qué tiene que responder a todo esto ese imputado que es la fe? Yo creo que, ante el dolor, nosotros, los creyentes, tenemos que adoptar ante todo una actitud de humildad. No imitar a los amigos de Job, que al final fueron desautorizados por aquel mismo Dios a quien pretendían defender. No pregonar doctas explicaciones, como si para nosotros el dolor no encerrase ningún misterio. Del dolor se debe decir lo que san Agustín decía del mismo Dios: “Si crees que lo has comprendido, no es él lo que has comprendido”. (San AGUSTÍN, Sermones, 52, 6,16: PL 38, 360; B.A.C. n° 53, Madrid 1950, p. 64s).

Jesús, que en cuanto a explicaciones tenía muchas más que nosotros, ante el dolor de la viuda de Naín se echó a llorar, y lo mismo hizo ante el sufrimiento de las hermanas de Lázaro; después dijo e hizo también algo más; dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (cf Jn 11,25).

También nosotros, después de las lágrimas —o en medio de las lágrimas—, podemos decir algunas palabras sobre el dolor. ¿Cuáles? Que no es cierto que el hombre sufra y Dios se quede mirando. ¡También Dios sufre! Una afirmación tan insólita no nos la hemos inventado nosotros ahora, justo para tener algo que responder al hombre de hoy. Está escrita con letras mayúsculas en la Biblia, del principio al final. “Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mí” (Is 1,2).

Los padres de la tierra que hayan vivido la tristísima experiencia de ver cómo sus hijos reniegan de ellos y los desprecian pueden comprender bien el dolor que se esconde detrás de estas palabras de Dios. “Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!” (cf Mi 6,3). También estas palabras hablan de dolor. Me conmueve este fragmento del profeta Jeremías que podríamos titular “los sueños rotos de un padre”: «Yo pensaba: ¡Cómo me gustaría contarte entre mis hijos y darte una tierra envidiable! [...Yo esperaba que me llamaras ‘padre mío’ y no te apartaras de mí» (Jr 3,19).

Dios no sufre tanto por la ofensa que le hacemos a él (en realidad, ¿quién puede hacerle a él algún mal?), cuanto por la ofensa que el hombre se hace a sí mismo o a otros hombres. Lo que queda herido no es su orgullo, sino su amor. Dice la Escritura: “Dios no hizo la muerte, ni goza destruyendo a los vivientes” (Sb 1,12- 14). “No goza” es como decir que “sufre” con la destrucción de los vivientes.

Si esta afirmación de que Dios sufre nos suena a nueva y a algunos hasta les produce algo de miedo, ello se debe a que la idea de Dios con la que durante siglos se razonaba en la práctica, había vuelto a ser la idea filosófica de un Dios impasible que está por encima y que es ajeno a los cambios y a las vicisitudes humanas.

Pero el Dios cristiano no puede ser “impasible” en el sentido en que lo conciben los filósofos. Y no puede serlo, porque el Dios cristiano es amor. Y el amor—todos lo sabemos— es la cosa más vulnerable que existe en el mundo. Es vulnerable debido a la libertad en que deja siempre al amado. Porque no hay amor sin libertad, ni hay amor sin dolor. Dios Padre sufre “una pasión de amor”, como decía Orígenes: «Acaso el mismo Padre, Dios del universo, tan lleno de longanimidad, de misericordia y de compasión, no sufre en cierto modo? ¿O tal vez no sabes tú que, cuando se ocupa de las cosas de los hombres, sufre una pasión de hombre? El sufre una pasión de amor»

            Orígenes lleva así el debate a su verdadera raíz, que consiste en saber si se cree en un Dios amor, o no. (ORÍGENES, Homilías sobre Ezequiel, 6, 6: GCS, 1925, pp).

 Los filósofos paganos sabían muy bien que si Dios ama a los hombres y se preocupa por su suerte, entra, en cierto modo, en su vorágine y ya no puede quedarse impasible y tranquilo. Por eso negaron positivamente que pudiera amar, diciendo que sólo puede ser amado, pero no amar. Pero los cristianos no podían aceptar esa conclusión sin dejar por mentirosa, de un golpe, a toda la Biblia; por eso se abrieron al misterio de un Dios que sufre. El mismo san Pablo habla de la posibilidad de “poner triste”, o sea, de hacer sufrir al Espíritu Santo (cf Ef 4,30). La verdad es que se casan mejor con un Dios-amor el sufrimiento y la pasión que su contrario, la impasibilidad.

Este redescubrimiento del sufrimiento de Dios ha sido bien acogido por los teólogos más importantes de nuestro siglo y hasta el mismo papa lo ha hecho suyo en la encíclica Dominum et vivificantem, aunque con los debidos matices. El papa habla de un “inescrutable e inefable dolor de padre”, que encuentra su manifestación histórica y se hace realidad en la pasión redentora de Cristo. Cierto que el sufrimiento de Dios no es como el nuestro. El suyo es sumamente libre y no contradice sus otras perfecciones sino que las exalta. Es “la pasión del impasible”, como decía un antiguo Padre de la Iglesia. Es pura “com-pasión”.

A la pregunta: “Dónde estaba Dios Padre en el Calvario, mientras el Hijo agonizaba?”, hay que responder, pues: ¡estaba con él en la cruz! La devoción popular y el arte encontraron la respuesta antes que la teología. Desde la edad media hasta nuestros días, y de un extremo al otro del mundo occidental, ésta es la representación clásica de la Trinidad: Dios Padre que, con los brazos extendidos, sostiene la cruz del Hijo, o lo recibe en su seno con infinita ternura recién bajado de la cruz, y entre los dos la paloma del Espíritu Santo. Si en el mundo bizantino la Trinidad son tres ángeles en torno a una mesa, en el mundo latino son las tres Personas divinas en el Calvario.

Este tipo de representaciones son incontables, desde las más sencillas y populares hasta las grandes obras maestras, como “La Trinidad” de Masaccio en el fresco de Santa María Novella. En algunos casos no está propiamente la cruz: los brazos del Padre hacen de cruz. Jesús no aparece clavado a un madero, sino a las manos del Padre, en actitud de reclinar la cabeza con infinito abandono sobre su hombro. Esos artistas no hacen más que interpretar las palabras de Cristo momentos antes de la pasión: “Me dejaréis solo, pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).

El argumento que se repite con frecuencia, desde la antigüedad hasta nuestros días, es: “O Dios puede vencer el mal y no quiere, y entonces no es un padre; o quiere vencerlo pero no puede, y entonces no es todopoderoso”. A ese razonamiento respondemos: Dios quiere vencer el mal, puede vencerlo y lo vencerá. El mal físico y el mal moral. Pero ha elegido hacerlo de una manera que nosotros nunca nos habríamos imaginado. Esforcémonos por entender bien esto, pues creo que esta es la afirmación que más cerca nos llevará de lo que podría llamarse la respuesta cristiana a la objeción del mal. Dios ha elegido vencer el mal, no evitándolo, ni tampoco derrotándolo con su omnipotencia o empujándolo fuera de las fronteras de su reino, sino cargando con él y transformándolo desde dentro en bien; transformando el odio en amor, la violencia en mansedumbre, la injusticia en justicia, la angustia en esperanza. Hizo lo que nos pide a nosotros que hagamos: “No te dejes vencer por el mal, vence el mal a fuerza de bien” (Rm 12,21).

Eso es lo que ocurrió en la cruz. Los Padres de la Iglesia utilizaban un símbolo precioso para expresarlo: las aguas amargas de Mara que Moisés convirtió en aguas dulces (cf Ex 15,23ss). Jesús bebió las aguas amargas de la rebelión y las convirtió en las aguas dulces de la gracia, simbolizadas en el agua que salió de su costado. Tomó sobre sí el inmenso “No” del mundo a Dios y lo convirtió en un “Sí” total.

Pero aun así nuestra respuesta es incompleta: ¡falta la palabra resurrección! Si Dios Padre “soporta” que exista el dolor, es porque él sabe lo que va a hacer al “tercer día”. En la cruz, el Padre estaba impaciente por que los hombres hiciesen su papel, para empezar a hacer él el suyo. “Vosotros lo matasteis en una cruz, pero Dios lo resucitó y lo ha constituido Señor y Mesías” (cf Hch 2,23-24.36). “Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2,9-10).

            Esto nos lleva a ver bajo una luz nueva el famoso silencio de Dios que tanto escandaliza a los hombres de nuestro tiempo. Dios no calla: soporta, tiene paciencia. Dios dice por el profeta isaías: “Desde antiguo guardé silencio, me callaba, aguantaba; ahora gritaré” (Is 42,14). Eso fue lo que sucedió en la pasión y resurrección de Cristo y es lo que ocurre en todo sufrimiento humano injusto: Dios aguanta, se hace violencia, por respetar nuestra libertad, pero llega un momento en que rompe su silencio. La resurrección de Cristo fue el “grito” con que Dios rompió su silencio.

            Recordando un tiempo de feroz persecución bajo Juliano el Apóstata (iglesias quemadas, vírgenes cristianas violadas), san Gregorio Nazianceno prorrumpe en un grito a Cristo que yo hasta ahora traducía así: “Qué duro fue soportar aquel día tu silencio!” Fijándome más, he descubierto que esa traducción no es exacta; él usa la palabra makrothumia, que literalmente significa aguante, paciencia, no silencio. La frase debe traducirse: “Qué duro fue soportar aquel día tu aguante!”.

            Ahora podemos volver a la frase de san Pablo que nos sirvió de punto de partida y entender su verdadero sentido. El Apóstol dice que Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros. Si leemos este texto en una edición de la Biblia adecuadamente provista de notas, nos encontraremos con que al lado de esa frase se nos envía a Génesis 22,16. ¿De quién se habla en ese lugar? Se habla de Abrahán. Dios le dice a Abrahán: “Por haber obrado así, por no haber- te reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré con toda clase de bendiciones”.

Abrahán caminando en silencio hacia el monte Mona, para inmolar allí a su hijo Isaac, era, pues, figura de otro Padre. ¿Quién podrá describir los sentimientos del corazón de Abrahán mientras acompaña a su hijo hacia el lugar de la inmolación? Decía Orígenes que el momento de mayor tentación para Abrahán fue cuando, en el camino, su hijo, que no sabía nada, se dirigió a él preguntándole dónde estaba la víctima para el sacrificio y llamándolo “padre”. Al oír esa palabra, a Abrahán le dio un vuelco el corazón, como si hubiese sido sorprendido en falta, y contestó: “Aquí estoy, hijo mío”. ¿Cómo iba a poder decirle a su hijo: “La víctima eres tú”? Aquella sí que fue para Abrahán una palabra tentadora: ¡sus entrañas de padre se estremecieron ante el sonido de aquella palabra “padre”‘! ¿Y quién podrá describir lo que ocurrió en el corazón del Padre celestial cuando, en Getsemaní, Jesús se dirigió también a él llamándolo “Padre” y pidiéndole que hiciese pasar de él el cáliz? (cf Mc 14,36).

A la luz de esta comparación, podemos entender mejor lo que quiere decir san Pablo con la frase: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. Quiere decir que no se lo reservó para sí, es decir, que no se lo guardó como un codiciado tesoro. Así pues, el Padre no es sólo quien recibe el sacrificio del Hijo, sino también quien hace el sacrificio del Hijo: ¡él ha hecho el enorme sacrificio de darnos a su Hijo! La liturgia de la Iglesia ha expresado todo esto en la sublime exclamación del Exultet, que ofrece una imagen del Padre completamente distinta de la de cierta oratoria de la que hablábamos al principio: «¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!

¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!» El propio Pablo saca una conclusión de la frase sobre la que hemos meditado, que es una cálida invitación a la confianza en Dios Padre: “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos lo va a dar todo con él?” (Rm 8,32).

El fruto de una meditación como ésta debería ser un vivo deseo de reconciliarnos con el Padre. Hay mucha gente que lleva clavado en el corazón un sordo rencor contra Dios, debido a los sufrimientos que han tenido que soportar. Estas reconciliaciones no pueden ser obra únicamente del hombre. Los hombres, incluso los que hablan de Dios, a menudo no hacen más que empeorar con sus palabras la situación. Sólo el Espíritu Santo puede curar el resentimiento de los hombres contra el Padre, y a él tenemos que invocarlo con las palabras del Veni creator: Per te sciamus da Patrem, haznos conocer el corazón del Padre.

El aspecto más consolador de esas representaciones de la Trinidad en la cruz de las que he hablado consiste en el hecho de que nos dan la posibilidad de afrontar de otra manera nuestras cruces y las de nuestros seres queridos. Si hemos tenido que asistir alguna vez al calvario de un ser querido, o a la muerte de un niño por una enfermedad, tenemos que imaginárnoslo así: con el Padre envolviéndolo en su abrazo y “sosteniéndolo en el lecho del dolor”, como hizo con Cristo en la cruz, impaciente por poder enjugarle las lágrimas de los ojos y hacerlo entrar en su descanso.

El sentimiento que debe prevalecer sobre cualquier otro al final de esta meditación sobre el sufrimiento del Padre ha de ser el de un emocionado agradecimiento: «iCómo nos has amado, Padre bueno, que no perdonaste a tu único Hijo, sino que lo entregaste por nosotros, pecadores! ¡Cómo nos has amado!»

3. ¿UNA FIESTA PARA EL PADRE?

 

Desde muchas partes se pide a las autoridades competentes de la Iglesia que instituyan una fiesta en honor del Padre. Es ésta una laguna que parece cada vez más intolerable. Existen a lo largo del año muchas fiestas en honor de la madre de Jesús, pero ninguna para el Padre, nada, ni siquiera una misa votiva. Existe, sí, un “día del padre”, pero sólo del padre de la tierra, no del Padre celestial, y, por añadidura, más con fines comerciales que espirituales.

Y no sirve decir que ya todas las oraciones de la Iglesia se dirigen al Padre. También todas se dirigen “por Jesucristo” y “en el Espíritu Santo”, y eso no quita para que haya fiestas en honor de uno y de otro. El hecho es que la falta de una fiesta en honor del Padre no hace más que contribuir a que en la práctica quede marginado de la atención de los fieles. La fiesta tiene un enorme poder catequético. Su repetición periódica nos obliga a hablar año tras año del sentido de la misma, a ilustrar a los fieles sobre el lugar que ocupa en la historia de la salvación y en la vida de las personas. ¿Qué habría ocurrido hasta hace poco con el conocimiento del Espíritu Santo, si ni siquiera hubiese existido la fiesta de Pentecostés para mantener viva su presencia en la conciencia de los fieles?

Es cierto que las fiestas litúrgicas se centran generalmente en algún acontecimiento de la historia de la salvación, no en una persona o en una idea. ¿Pero es que hay algún acontecimiento de la salvación que no afecte al Padre? Además, en ese sentido la Iglesia nunca tuvo miedo de hacer excepciones, cuando la utilidad de la fe o de la piedad así lo requerían. Así nació la fiesta del Corpus Cristi, la del Corazón de Jesús y tantas otras. Las fiestas, como los sacramentos, son “para los hombres”, no para los puristas de la liturgia. Hoy, como hemos visto, es una necesidad vital el poner al Padre en el centro de la fe y de la devoción de la gente. No se trata de añadir un día de fiesta más al calendario, bastante apretado ya, de la Iglesia, sino de hacer de un domingo adecuadamente elegido el “domingo del Padre”, dándole toda la solemnidad que es menester.

El mayor obstáculo para la realización de este proyecto son algunas respuestas negativas que los papas dieron en el pasado a la petición de una fiesta así. Pero también otras fiestas católicas se instituyeron tras repetidas negaciones iniciales. Lo único que hace falta es dar una respuesta a las razones por las que la Iglesia, en un determinado momento, consideró prematura o no oportuna esa fiesta. Y pronto se da uno cuenta de que se trata de razones válidas, pero contingentes, que no tienen ya razón de ser en la situación, hoy distinta, de la sociedad y de la Iglesia. Ciertamente una fiesta en honor del Padre era mucho menos urgente en el pasado que hoy en día, después de todo lo que hemos vivido. En cuanto al título que habría que dar a esa fiesta, existen varias propuestas que habrá que discernir teológicamente. A mi entender, dedicarla al “Padre creador” y hacer a la vez una fiesta a la creación es una idea sugestiva, pero esconde un inconveniente. De ese modo se celebraría la paternidad genérica de Dios —Dios “Padre de todos los hombres”—, no la paternidad específica que constituye la novedad del Nuevo Testamento: Dios “Padre de nuestro Señor Jesucristo”. A mi entender, con este título, o simplemente con el de “Dios Padre”, esa fiesta conseguiría su verdadero objetivo.

Llamarla la fiesta del “Padre misericordioso” haría también recaer el acento más sobre una prerrogativa que sobre la persona. La dificultad que impide aceptar plenamente el pro1 yecto de una fiesta en honor del Padre, para mí, es otra. Ésa es una decisión que no debería ser tomada por una

Iglesia sola, a espaldas de todas las demás. Las Iglesias cristianas están celebrando actualmente la Pascua en fechas distintas porque en 1582 se reformó el antiguo calendario juliano sin consultar al patriarca ortodoxo de Constantinopla.

            La fiesta del Padre sería, no sólo un acontecimiento litúrgico, sino también ecuménico si se decidiese tras una consulta y un acuerdo entre todas las Iglesias cristianas que aceptasen la idea, dejando libre, por supuesto, a cada Iglesia de concebir esa fiesta de acuerdo a su propia tradición y sensibilidad. De esa manera, la fiesta agradaría doblemente al Padre. ¿Acaso no desean todos los padres ver reunidos a su alrededor, el día de su fiesta, a todos los hennanos? Sería también una buena ocasión para empezar a decidir algo, juntos, todos los cristianos.

 

 

4. ORA A TU PADRE EN LO ESCONDIDO

 

Pero antes de terminar, queremos recordar una cosa. La liturgia, la misa, una fiesta, todo eso son cosas bellísimas, pero no pueden agotar nuestra celebración del Padre. Jesús nos ha exhortado: «Cuando vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido» (Mt 6,6).

Los Padres de la Iglesia coinciden casi todos ellos en ver ese cuarto (cubiculum) no sólo como un lugar material, sino como un estado de ánimo, un lugar interior, “lo íntimo del corazón”: «Y no pienses que se hable aquí de una habitación delimitada por cuatro paredes, en la que tu cuerpo pueda refugiarse; es también ese cuarto que está dentro de ti mismo, en el que están encerrados tus pensamientos y en ese cuarto podemos entrar en cualquier momento, y por tanto entrar mientras participamos en la oración litúrgica.

De todas formas, algunos santos Padres insisten con gran acierto en la necesidad de tomar a veces al pie de la letra esas palabras de Jesús. El no sólo se refería al cuarto secreto del corazón; quería también aconsejar un lugar apartado, lejos de las miradas de la gente. Escribe san Bernardo: «Fíjate también que nos conviene buscar un lugar retirado para la oración. Jesús no sólo lo enseñó con la palabra cuando dijo: ‘Métete en tu cuarto, echa la llave y rézale a tu Padre’, sino que lo recomendó también con el ejemplo subiendo él solo a orar, sin admitir ni a los más íntimos».

Pero tanto en público como en lo secreto, no hay más que una forma de “adorar al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4,23): adorarlo unidos a su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo, “venerando en silencio el secreto que nos trasciende” 

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