LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA ORACIÓN

LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA ORACIÓN

PARROQUIA DE SAN PEDRO.  PLASENCIA.1966-2018

Colección VIDA Y MISIÓN, N.o 136

(15136)

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ISBN: 978-84-8407-102-0 Depósito legal: M-17.387-2007 Impreso en España por:

A NUESTRO DIOS TRINO Y UNO, PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO, principio y fin de todo: «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí, para establecerme en Vos, tranquila y serena, como si mi alma ya estuviera en la Eternidad.  Que nada pueda turbar mi paz y hacerme salir de Vos, sino que cada día me sumerja más en la inmensidiad de Vuestro Amor…  » (Santa Isabel de la Trinidad).

PRÓLOGO

 

 Hace tiempo, visitando el sepulcro de un insigne eclesiástico en una hermosa catedral española, me encontré con un curioso epitafio latino que decía: scientia praestans, virtute praestantior, homo tamen; que podríamos traducir en nuestra lengua castellana: excelente en saber, más excelente en virtud, pero hombre también. Evoco esta cita al presentar, con gozo, un nuevo libro de mi hermano y amigo presbítero Gonzalo Aparicio Sánchez, porque puede ayudarnos a descubrir el contenido de esta interesante y sugerente reflexión que pone en nuestras manos.

A primera vista, destaca el conocimiento y manejo del saber teológico bien asimilado desde sus años jóvenes, y madurado sapiencialmente en su misión académica, como profesor de espiritualidad, y su misión pastoral, como párroco. En el fondo de todo su tratado se percibe la correcta simbiosis entre teoría y praxis, saber aprendido y experiencia vivida durante muchos años. Por tanto, scientia praestans.

            Pero quien conoce de verdad a Gonzalo, más allá del trato puramente humano y superficial, le define como sacerdote. El ardor de sus palabras refleja un corazón encendido y apasionado por Jesucristo. Quiso ser sacerdote desde la tierna infancia; vivió gozoso y entregado la formación en su amado seminario de Plasencia; prosiguió su preparación teológica en Roma y Madrid; acogió la misión encomendada como pastor en diversas parroquias de su Diócesis… y siempre le acompaña el amor a Jesucristo en el misterio de la Eucaristía; la entrega al Señor y el celo apostólico en su vocación sacerdotal; y la devoción filial a la Santísima Virgen María. Le he visto disfrutar en la celebración diaria de la Eucaristía y caer arrodillado en adoración eucarística ante el pequeño sagrario que guarda en su capilla. Le he visto buscar incansablemente el modo y la forma de ayudar a sus fieles para acercarlos más a Dios, bien a través de fogosas predicaciones, reuniones comunitarias y diálogos personales, o las escapadas a Madrid para conseguir materiales de todo tipo. Le he visto mirar gozoso y piropear a la Virgen Madre ante la imagen que preside su estancia o las visitas sabatinas al Santuario de la Virgen del Puerto. Por tanto, virtute praestantior.

            Hasta aquí parece que estoy presentando la imagen idílica e ideal de un amigo. Pero no es así. Quien se adentre en estas páginas, descubrirá que la vida, la ciencia y la virtud del autor han sido purificadas también por el sufrimiento, las noches, el pecado y las contradicciones… tan connaturales a la humana fragilidad. Precisamente porque conoce muy bien los secretos del corazón humano, hace algunos subrayados muy certeros, que incluso pueden herir nuestra postmoderna sensibilidad. Es un libro dirigido al corazón del hombre; al hombre de hoy y al de todos los tiempos. Por tanto, homo tamen.

            Gonzalo está convencido de que sin tener una verdadera y profunda experiencia espiritual, no podemos anunciar ni vivir a Dios. Este es el drama de muchos cristianos actuales, que no conocen a Dios, que no hablan de Dios, que no viven para Dios. Necesitamos creyentes, como él, que hayan experimentado este proceso espiritual, que aviven nuestra conciencia para disponernos a emprenderlo y que nos guíen certeramente hacia la meta. Si estás decidido, querido lector, no tienes más que pasar página y proseguir la lectura. Estoy seguro que se lo agradecerás al autor.

 

Aurelio García Macías.

 

 Presbítero de la Diócesis de Valladolid, posteriormente Rector del Seminario Diocesano  hasta el 2015 y dede finales de ese año Oficial  en  la S.C.L.en Roma y desde julio del 2021 Obispo Prefecto de la Sagrada Congregacio de Liturgia en Roma

                       

PRIMERA PARTE

LA EXPERIENCIA DE DIOS

 

1.- LA ORACIÓN, CAMINO DE EXPERIENCIA  DE DIOS.

 

            Me impresionó hace años, 1996, este breve artículo de una sencilla revista misionera de los Jesuitas de Gujerat. Tanto y tan profundamente, que aún lo recuerdo, y me parece sumamente actual y eternamente iluminador para todos los tiempos, especialmente para estos postmordernos de ateísmo vital y práctico en que vivimos.

Porque me preocupa mucho la secularización externa del mundo, que rodea a la Iglesia, pero lo que más me preocupa es la secularización interna de la misma Iglesia, la falta de amor apasionado por Cristo y  de experiencia viva de Dios.

En estos tiempos, para ser un buen cristiano, sobre todo, un buen sacerdote, no basta un amor ordinario a Cristo, como en otros tiempos, en que el ambiente ayudaba y protegía; hoy hace falta un amor perasonal extraordinario y apasionado por Cristo, una experiencia viva y  personal de nuestro Dios Trino y Uno.

Éste ha sido uno de los motivos determinantes de que escriba este libro, que potencia la ideas del artículo y añade otras muchas más, todas  fundamentadas en el Evangelio y en la Tradición de la Iglesia; y también, en la vida y doctrina de nuestros santos y místicos y verdaderos apóstoles de todos los tiempos.

El artículo mencionado se titulaba: ¿Por qué no somos mejores sacerdotes?

«El P. Lesser es un sacerdote diocesano inglés, bien conocido entre los lectores católicos de la India. Nacido en la India de padres ingleses, hizo su carrera eclesiástica en Inglaterra. Ordenado sacerdote optó por una diócesis de la India, y desde hace varios años trabaja como misionero en el estado de Rajasthan.

Hace pocos años dictó una serie de conferencias en la BBC de Londres, sobre famosos líderes religiosos de la India. El P. Lesser ofrece en un artículo reciente, los resultados de una encuesta de los obispos de la India, cuyo fin era investigar y descubrir la razón por la que un buen número de católicos han abandonado la Iglesia Católica para unirse a grupos Pentecostales. La razón más convincente parece ser la falta de experiencia de Dios en la Iglesia Católica.

El P. Lesser se pregunta: ¿Cómo pueden tener nuestros católicos una profunda experiencia de Dios si no la reciben de sus sacerdotes? Y con lógica contundente sigue interrogándose: ¿Cómo pueden los sacerdotes ofrecer a sus fieles una experiencia de Dios, si ellos mismos no la poseen? ¿Y cómo pueden poseerla sin una intensa unión con Dios en la oración?

El P. Lesser da una respuesta clara y perentoria. Los sacerdotes de hoy no han sido formados en el seminario en una atmósfera de oración. No han aprendido a orar, no han entendido la necesidad de la oración. Para probar su tesis el P. Lesser cita un artículo que leyó en una revista inglesa, referente a los franciscanos de Gran Bretaña. Los franciscanos ingleses iban perdiendo por defección un buen número de sus sacerdotes. Contrataron a un psicólogo profesional para investigar las causas. No encontraron respuestas satisfactorias en la psicología.

Fuera del contexto de la investigación, un seminarista hizo una observación casual a propósito de que en los siete años de su formación en el seminario no había oído ni una sola plática o conferencia sobre la oración.

Casi todos los presentes confirmaron que lo mismo les había ocurrido a ellos. El autor del artículo visitó conventos y consultó a muchos sacerdotes, y llegó a la conclusión de que la experiencia del joven franciscano era una experiencia muy extendida entre los sacerdotes de diversas tradiciones.

El P. Lesser examina de nuevo la cuestión: ¿No nos está ocurriendo algo semejante en la India? Los formadores en seminarios menores, reciben con frecuencia de sus obispos esta admonición: Dad a vuestros estudiantes una buena formación espiritual, pues si no la reciben en el seminario menor, no la van a recibir en el seminario mayor.

A continuación relata la revelación que le hizo un profesor de uno de los más prestigiosos seminarios de la India. Se lamentaba el sabio y devoto sacerdote de que durante el reciente campeonato mundial de cricket (en la India el cricket despierta un entusiasmo rayando la locura) los seminaristas estaban pegados a la televisión con notable detrimento de los estudios. Esto sin contar el daño para la vida y actividad espiritual.

A los seminaristas se les deja que campen por sus respetos en su formación espiritual, cuando no reciben ninguna clase de incentivos o estímulos de los formadores, y por otra parte están expuestos a muchas tentaciones e invitaciones al mal desde el mundo fuera del seminario.

El P. Lesser entra en un detallado programa de sólida formación espiritual en nuestros seminarios, y hace responsables a los profesores y formadores de hacer un estricto seguimiento o acompañamiento espiritual a sus jóvenes.

El P. Lesser concluye el artículo: Todo seminarista, al entrar en el seminario, desea ser un buen sacerdote. ¿Pero puede uno ser un buen sacerdote si no es un hombre que hace oración, si no es santo, si no es un hombre de Dios?

Hay muchos sacerdotes, dice el autor del artículo, que son eruditos, muchos están sumergidos en trabajo social o en otras actividades apostólicas, pero son pocos los sacerdotes que pueden comunicar una experiencia de Dios porque ellos no son hombres de oración, hombres de Dios.

¡El Padre Lesser ha dado en el clavo!»[1]

 

 

 

2. LA EXPERIENCIA DE DIOS, FUNDAMENTO Y CUMBRE DE LA VIDA Y DEL APOSTOLADO CRISTIANO

 

Querido lector, conocer y amar a Dios es la vocación del hombre. La experiencia de Dios, la visión intuitiva es el fin de todo lo creado: «La gloria de Dios es que el hombre viva…  y la  vida del hombre es la visión intuitiva», nos dice San Ireneo[2]. Dios, “al séptimo día, descansó”,  dejó de crear y se recreó contemplando lo creado según su proyecto de amor. Y esto es el hombre, el fín de la creación, nos lo dice S. Juan: “Dios es amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (primero, añado yo por mi cuenta). Si existo es que Dios me ama y me la llamado a compartir su experiencia de gozo esencial trinitario. No tengo que preguntárselo a nadie: existo, luego soy amado.

Lo que quiero exponerte en estas páginas lo manifiesto ya en el mismo título del libro: La Experiencia de Dios. Y quiero empezar ya, desde la primera línea, manifestando mi impresión de lo poco que,  a mi parecer, se insiste en la razón esencial y gratuita de nuestra existencia para la amistad eterna y gozosa con la Santísima Trinidad, según el proyecto que el Padre soñó para todos los hombres y que es el  fundamento y principio de la venida del Hijo de Dios en nuestra busca para reintegrarnos en ese primer proyecto, que es o debe ser, a su vez,  principio y fin de la misión de la Iglesia y, por tanto, fundamento, meta y cumbre de la vida y el apostolado cristianos.

«La vida cristiana se entiende a sí misma como forma de experiencia de Dios. Lo esencial de la vida cristiana es el encuentro, la experiencia y el testimonio del Dios vivo. Tiene estructura y significación trinitaria, es confesión de la Trinidad, bautismo en la dinámica del Padre por el Hijo en el Espíritu. En el conjunto de las formas de vida humana, la vida cristiana se justifica por su capacidad de vivir y testimoniar la experiencia del Dios de Jesucristo, celebrada, vivida y trasmitida en la comunidad eclesial. El “quaerere Deum” y la filocalía están en la base de su inspiración y su sentido, de sus dinamismos y su misión. Los cristianos son hombres y mujeres llamados a ser con su forma de vida, con su palabra y su acción, testigos del Dios vivo»[3].

He dicho y escrito muchas veces, que siempre, pero sobre todo en estos tiempos actuales de ateísmo y secularismo, la mayor y más grave y peor pobreza de la Iglesia es la pobreza de experiencia de Dios, de vida mística; y por la misma razón, es la más urgente y necesaria aportación y ayuda y apostolado a este mundo triste y vacío de sentido, que lo tiene todo, pero le falta todo, porque le falta Dios. Por eso estamos todos más tristes: los matrimonios más tristes, las familias más tristes, los amigos más tristes, porque nos falta Dios, la experiencia del Amor, del Ser infinito que nos ama gratuitamente porque es “Amor”. Nos falta la alegría de sentir su existencia y amor  en nosotros, de alegrarnos de que exista y sea tan grande y haya querido existir para nosotros, porque podía existir sólo para Sí, haberse quedado en su esencia trinitaria e infinita llena de resplandores y amores divinos sin crearnos para hacernos eternamente partícipes de su mismo Amor y Felicidad y Hermosura y Vida.

A mí me parece que de esto se habla y se vive poco y por eso lo tenemos menos en cuenta en  nuestro apostolado los mismos pastores y responsables de la pastoral. Y esto daña la gloria y el conocimiento y amor de Dios, nos priva del gozo y la certeza de nuestra fe y vida cristiana, de una programación evangélica del apostolado, según el Espíritu de Cristo, y no llenamos de la  luz brillante de la presencia y amor de Dios a este mundo secularizado; todo esto es ciertamente preocupante, tanto por la secularización externa a la Iglesia que obstaculiza por su falta de vivencia  la evangelización completa la secularización interna dentro de la misma Iglesia, que le impide tener el Espíritu de Cristo y, por lo tanto, la experiencia de Dios, para poder hacer sus acciones salvadoras, esto es, para ser eficaz apostólicamente hablando y tender en sus acciones y trabajo y organigramas hacia el fin esencial y último, sin quedarse en zonas intermedias, que no llegan hasta la contemplación viva de Dios para la cual hemos sido creados.

Desde los Apóstoles en Pentecostés, San Juan y San Pablo especialmente, todos nuestros Padres en la fe, todos nuestros santos y místicos y misioneros y apóstoles, todos  los apasionados verdaderamente por Cristo y su Evangelio, desde los más contemplativos hasta los más activos en el Espíritu de Cristo, Espíritu Santo, todos tuvieron su manantial de amor y de fuerza y entrega a los hermanos, pobres y ricos, enfermos o sanos, niños o jóvenes… etc,  en la oración personal vivida litúrgica-comunitariamente,  o en la oración litúrgica vivida desde la oración personal, especialmente contemplativa o de contemplación amorosa y pasiva según San Juan de la Cruz.

Por eso me alegra ver gente tan valiente y convencida, como una Madre Teresa de Calcuta, poco más de un metro de estatura, cuya pasión fueron los pobres más pobres del mundo, pero que se atreve a decirnos dónde se encuentra la fuente de todo amor a los hermanos, no en técnicas ni métodos, sino «en la fuente que mana y corre, aunque es de noche»: «Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán».

«La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella no somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí»[4].

Dice también un autor de nuestros días:

«Necesitamos oírla (la Palabra) para centrar la búsqueda personal insustituible, necesaria. Y para convertirnos también nosotros en palabra viva de la amistad divina. Necesitamos ser enseñados para poder ser acompañantes de la oración de cuantos nos suceden en la profesión de fe cristiana.

La pedagogía de la oración es el banco de prueba de una Iglesia evangélica y dialogante con el mundo. Pedagogía seria, a la vez que sencilla. Sin concesiones a la tentación de ofertas vacías. Enseñar a orar es enseñar a vivir teologalmente. «A ser siervos del amor».

Y esto no se logra en un fin de semana aprendiendo a hacer unos ejercicios ni escuchando un curso sobre la oración. Todas las ayudas son necesarias. Pero todas son pocas. La palabra definitiva la tiene cada uno. Y tiene que ser la palabra empeñativa que dé a la existencia del creyente el carácter de donación totalitaria, radical y permanente. En respuesta al Dios que se nos da. Respuesta abierta»[5]

Y es lógico: pero ¿cómo va a tener amor y amistad con Cristo, cómo va a conocerle y amarle personalmente, aunque sea un cristiano, una madre cristiana, una catequista, visitadora de enfermos, aunque sea sacerdote y obispo, cómo va a tener amistad personal con Cristo y trabajar por Él, si Cristo le aburre y no tiene encuentro de amistad personal con Él todos los días?: «que no es otra cosa oración mental sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas, con aquel que sabemos que nos ama» (Santa Teresa V 8, 5); ¿cómo va a sentirle vivo y presente en el apostolado, en los mismos sacramentos, si la persona de Cristo vivo y presente en la Eucaristía, en el sagrario le aburre y no siente necesidad de encontrarse con Él en la oración todos los días?

Por la liturgia, «opus Trinitatis», Dios Trino y Uno viene a nuestro encuentro salvador de gracia y de amistad, buscando nuestra respuesta,  personal y comunitaria, según el «carácter» bautismal o sacerdotal recibido, para la cual respuesta tenemos que actuar con el «opus operantis» del contacto y diálogo personal, que nos introduzca por el mismo Espíritu Santo –epíclesis- memorial que hace presente lo que dice en el núcleo de la acción litúrgica, en los misterios (misterio: acción de Dios presente que supera el tiempo y espacio)  que estamos celebrando, de esa «obra de la Trinidad»: sacramentos y Eucaristía especialmente, y que Dios hace presente por el pontífice, que es el sacerdote, puente que une las dos orillas, la divina y la humana, para impactarnos con su extremado amor a todos los presentes y convertirnos en patógenos de ese fuego y unión Trinitaria, de su misma vida, vivencia y felicidad Trinitaria, de esas palabras y hechos salvadores del amor del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

Ante la extrañeza que pueda provocar el título de este libro, pregunto: ¿Para qué nos ha soñado y creado Dios Padre por el Hijo en el Espíritu de Amor y Felicidad que viven sin principio ni fín? ¿Para qué vino Cristo, en definitiva, a buscarnos? ¿No fue para abrirnos las puertas del cielo, esto es, de esta misma amistad esencial y personal de los Tres? ¿No es esto lo definitivo, la meta última para lo que se encarnó, predicó, murió y resucitó?

¿No es esto lo que tenemos que vivir, predicar y hacer que todos conozcan y vivan por medio de nuestro apostolado en el mismo Espíritu de Cristo? ¿Por qué está tan ausente a veces de nuestras vidas y predicaciones y nos quedamos en horizontalismos y zonas intermedias en nuestra vida y apostolados y liturgias, inventándonos otras liturgias, sin tender ni mirar ni hablar a nuestros niños, jóvenes y adultos de las Personas Divinas, que nos quieren y nos buscan en la Liturgia de la Palabra y de la Eucaristía para vivir en amistad eterna? ¿Dónde queda la gloria de Dios, que es que el hombre viva su misma vida y unión y felicidad eterna por la visión intuitiva?

¿No es esto la liturgia, la obra de Dios, especialmente en los sacramentos, concretamente en la Eucaristía, «obra de la Trinidad» que nos provoca y viene a impactarnos en cada celebración para explicarnos y realizar sus sueños de amor eterno y glorioso con el hombre? ¿Por qué no entrar dentro de los ritos que nos traen el misterio de Dios Trino y Uno en Unión de Amistad y Gozo permanente para hacernos patógenos de su Belleza, Amor, Hermosura, Vida, Felicidad, y que quieren y buscan una respuesta de amor, que eso es la “verdad completa”, la liturgia completa, llena no solo de ritos o verdades sino de fuego de Pentecostés por la epíclesis de cada acción litúrgica, y para eso viene Dios por la liturgia -«opus Trinitatis»- y volvemos a Él por el sacerdote, que es pontífice, el puente que une ambas orillas? ¿No es para esto, para provocar esta respuesta salvadora del hombre y creadora de la amistad y unión con Él  para lo que el Padre, lleno de amor al hombre,  envió a su Hijo: “Tanto amó Dios al hombre que entregó a su propio Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en El sino que tengan la vida eterna”, y lo hace presente en la liturgia por la acción salvadora de su Hijo Amado por medio de ritos y acciones sagradas, que son  medios y nunca fín de la comunicación de su Misterio de Amor?

Y ahora ya, después de estos interrogantes, quiero empezar diciéndote que, por experiencia de Dios, entiendo lo que vulgarmente todos comprendemos «por experiencia» en la vida ordinaria y que frecuentemente expresamos con frases como estas o parecidas: «eso es verdad, te lo digo yo; yo tengo experiencia de eso, lo siento en mi corazón; lo he visto y sentido dentro de mí; soy testigo de eso y experimento esto dentro de mí…». Más filosóficamente te lo diré luego en la exposición del tema.

Y, para que lo entendamos bien y desde el principio, y respetando otras acepciones del término, por experiencia de Dios entiendo propiamente la vida cristiana que ha llegado a etapas medias y elevadas de vida vivencial y mística por medio de la oración, único camino y obligado de toda experiencia de Dios, que luego se manifestará y reflejará en otros campos de la actividad o pasividad pastoral.

Más claro todavía, para mí, por lo que yo he visto y leído y comprobado, vida o almas místicas son las que han llegado a la oración o contemplación infusa, que tan clara y detenidamente describe el Doctor Místico, San Juan de la Cruz después de largas y profundas purificaciones del yo y de los sentidos y del espíritu, hasta sus mismas raíces, y de la cual ampliamente hablaremos al final de este libro.

Si has leído un poco al Doctor Místico, donde pongo experiencia de Dios, cuya expresión él no utilizó, pero cuyo contenido desarrolló y explicó como nadie, el santo Doctor  pondría también y con el mismo valor y significado  «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa»,«ciencia infusa»,«luz divina e influencia de Dios en el alma», «oración unitiva o transformativa»,«unión transformante», «transformación del alma en Dios»,  «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que son etapas purificatorias para llegar a la contemplación o experiencia de Dios, causada precisamente por la misma contemplación.

También son efectos de la contemplación infusa el «desposorio o matrimonio espiritual»,  «la ciencia de amor», «sabiduría de amor», siempre infusas, infundidas por Dios en el alma, que sufre ese impacto, convirtiéndose en patógena, en sufriente de la acción de Dios, que la une al mismo fuego de Dios, al Espíritu Santo,  y la va transformando, con dolor purificatorio, porque es imperfecta, está habituada al “sentido”, esto es, al natural y no entiende estos modos del Espíritu o espirituales del actuar divino.

De esta forma Dios purifica al sujeto en sus sentidos y espíritu, abandonando los modos humanos de pensar y amar, como lo hacía antes en la meditación, que para San Juan de la Cruz es una forma imperfecta de conocer y amar a Dios; al ser ahora Dios el que la ilumina y purifica por la contemplación y pasando así a los divinos, le cuesta adecuarse a los modos divinos de conocer y amar, en contemplación de amor esencial y eterno, y el alma, al no entender ni haber practicado ni saber fabricar este modo de conocer y amar a Dios en Sí mismo, en su misma Palabra y Amor, como Él se ama, porque precisamente en esas alturas sólo quiere amar a Dios y ser amada por Él, y no puede por sí, siente como si hubiera perdido el camino de la oración, que le llevaba a Dios, porque ya no lo encuentra como antes meditando, leyendo, sino ya ha empezado a conocer sin actos propios, sólo contemplando lo que se ilumina en su alma por el fuego de Amor del Espíritu Santo, que a la vez que calienta, ilumina y purifica; ya todo es  en pasividad de sentido y potencias, sin hacer actos, como antes, cuando meditaba y reflexionaba, sino simplemente contemplando, dejándose amar e iluminar por Dios y amando con el mismo amor con que Dios le ama y le infunde en su corazón.  

Una cosa quiero dejar claro desde el principio: donde yo pongo experiencia de Dios, entiendo siempre y quiero decir experiencia «cristiana» de Dios; de otras no entiendo ni me interesan por ahora. Y quiero hablar experiencia mística cristiana, como la entiende San Juan de la Cruz.

Yo respeto todas las ideas que se puedan tener sobre la experiencia de Dios o sobre la contemplación, pero a la que yo me refiero y de la que yo hablo aquí y a la que considero cumbre de la unión con Dios, y, por esta misma razón, fundamento y cumbre de la vida cristiana y de todo apostolado en Cristo, es la unión de amor transformante en su mismo Espíritu que le hace decir: “Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos… sin mí no podeis hacer nada…”;cuando venga Él (el Espíritu Santo, Espíritu Amor del Padre y del Hijo) os llevará a la verdad completa…”; o a San Pablo, que expresa así esta vivencia de amor: “Para mi la vida es Cristo”; “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí…” “todo lo considero basura comparado con el conocimiento (experiencial) de mi Señor Jesucristo”.

Esta unión de amor en Cristo es, a la vez, la meta hacia la que hay que correr, porque fue la que Él tuvo y vivió en su Encarnación y quiso que todos tuviéramos por el mismo Espíritu en Pentecostés y a la que todos debemos aspirar para hacer las cosas y el apostolado de Cristo como desde ese momento lo hicieron los Apóstoles, porque “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles…” ; “En la actividad, no seais descuidados; en el espíritu, manteneos ardientes. Servid constantemente al Señor” (Rom 9,2).

Esta es la unión mística y transformante en Dios, que San Juan de la Cruz pone como finalidad y realización de la contemplación infusa, no realizada por el alma, sino teopáticamente, sufriendo el impacto de la acción de Dios en su espíritu, en aquellos orantes que él llama «aprovechados», «contemplativos», los que están o caminan por la vía o etapas iluminativa y unitiva, en la unión transformante,  alcanzables en esta vida por la gracia, especialmente por las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad purificadas: «únicos medios adecuados para la unión con Dios», como expresa continuamente el Doctor Místico y que es gozo anticipado del cielo: «¡Oh llama de amor viva, qué tiernamente hieres, de mi alma en el más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro!».

Es el sueño de amor que hace decir al alma inundada de tanta hermosura, amor, belleza y gozo por la contemplación infundida amorosamente por Dios que le impacta «de su alma en su más profundo centro, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro»: «ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que sólo en amar es mi ejercicio»; o también, «quedeme y olvideme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejeme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidados».

Y, donde pongo «cumbre de vida cristiana», quiero decir oración y vida, santidad de vida y apostolado apostólico verdadero, no pura contemplación platónica, ni posturas de un modo y otros o cantos de lo que sea;  quiero expresar que la experiencia de Dios es la mayor unión de amor y sabiduría amorosa con Dios posible en este mundo, y, por lo mismo, la mayor eficacia apostólica --“Marta, Marta, te inquietas por muchas cosas; María ha escogido la mejor parte”--, a la que se puede llegar en esta vida, porque el alma está inundada en el Océano Infinito de la Trinidad, por las olas de amor, belleza y felicidad de la divina esencia, en el volcán del Amor en continua erupción de un Dios Trino, que es Amante, Amado y Amor Personal de Espíritu Santo, que los une en abrazo y beso y fuego eterno de amor y felicidad y en los cuales participa el alma por gracia de la contemplación.  

Un alma así, es volcán de amor y deseos de que Dios sea conocido y amado también así, porque es digno de tal amor en sus criaturas, hechas hijas de amor por su gracia, que es participación de su misma vida y amor infinitos, hacia cuya meta debe tender todo apostolado cristiano, si quiere tener en cuenta lo que Cristo hizo y cómo lo hizo, porque éste es el fin para el que Cristo se encarnó, predicó, murió y está vivo y resucitado y celebra la Eucaristía «recordando-memorial» en su mismo Amor de Espíritu Santo –Memoria de la Trinidad y de la Iglesia--,  invocado en la epíclesis de la celebración por el que se hacen presentes todos los dichos y hechos salvadores de Cristo y también los bienes últimos y escatológicos, la alabanza de gloria -laudem gloriae- del Dios vivo:  «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús»; ven, Señor Jesús, te necesitamos, este mundo necesita tu mismo Espíritu para amar, vivir, predicar, trabajar y salvar a los hombres nuestros hermanos como Tú lo hiciste.

De esta forma, la experiencia del Dios vivo, sobre todo si es eucarística, se convierte automáticamente en manantial y fuerza transformante de hijos en el Hijo, hijos amados del Padre en el Hijo Amado, hasta que no note diferencia entre los hijos y el Amado, que esto es, en definitiva, el apostolado cristiano; a veces nos desorientamos con los medios humanos, confundiendo medios con fin, y nos despistamos y alejamos de este fín, permaneciendo tantas veces en lo puramente organizativo de actividades y reuniones y programas, o en la liturgia, a la que a veces añadimos nuestras liturgias, más ir y venir de aquí para allá, como si la liturgia divina, la que Dios hace, no estuviera completa, y hacemos «nuestras liturgias», por no entender o vivir la divina,  con  ritos, mimos y representaciones nuestras, donde no aparecen las Personas Divinas, Jesucristo, el Espíritu Santo, el «opus Trinitatis», la obra santificante de la Trinidad Amante y Amada, que viene a nosotros para provocar una respuesta de amor, y sustituimos la acción de Dios que la Iglesia realiza por el «pontífice», por el sacerdote que sirve o hace de puente entre ambas orillas, la divina y la humana.

Y todo esto lo hacemos por medio del sacerdote, puente entre las dos orillas, la divina y la humana, que debe entrar dentro del núcleo y corazón de la Liturgia, iniciativa de Dios para salvar al hombre que debe darle su respuesta de amor por la Iglesia, y entonces sustituye la liturgia de la Iglesia por otras liturgias humanas, por acciones «más comprensivas», las nuestras, las que hacemos nosotros, que son horizontales y puramente humanas, por no haber entrado dentro del misterio que celebramos, por no tener o desear tener el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Pentecostés, “Verdad completa”, único que entra en el Santuario de la Trinidad, del Padre que actúa por el Hijo con la potencia de Amor del Espíritu Santo para realizar la obra salvadora y no ve al Dios que nos ama apasionadamente y se entrega por nosotros, y en cada misa nos dice: estoy emocionado, os amo, me tiembla el pan en las manos, os comunico mis sentimientos, nadie ama más que el que da la vida por el amigo, vosotros sois mis amigos, te amo y doy mi vida por ti, haced lo que yo os mando, dame la tuya que te la acerque y lleve hasta el Padre Amor para que se goce y se alegre contigo, para que descubras amor eterno y verdadero y te queme y santifique y te llene de su hermosura y belleza.

Es triste que a veces, no siempre, en pastoral litúrgica y apostólica y catequética y formativa con niños, jóvenes y adultos, nos quedamos y permanecemos, durante mucho tiempo, y en algunos casos, desgracidamente, toda la vida, en etapas intermedias y horizontales, sin tender hacia  la unión o verticalidad de Dios, principio y fin de nuestra vida, y del actuar de Cristo y del hombre que quiere vivir y actuar como Cristo, tanto en la oración litúrgica como en la oración personal; y esto no se puede hacer sin el Espíritu de Cristo.

Si no estamos a solas con Él todos los días, --eso es la oración personal--, nos faltará la fe y el amor verdaderos para hacerle presente en palabras y acciones ante los hombres, nuestros hermanos; nuestro apostolado se mantendrá a niveles muy bajos de amor y eficacia salvífica, porque ya lo dijo el Señor: “sin mí no podéis hacer nada…”. Será un sacerdocio puramente profesional.

Mi oración personal, sobre todo, eucarística, es el sacramento de mi unión con el Señor y por eso mismo se convierte a la vez en un termómetro que mide mi amistad, mi conocimiento vivencial de Él, mi santidad, mi eficacia apostólica, mi entusiasmo por Él: “Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar”. Primero es “estar con Él”, lógico, luego: “enviarlos a predicar”.

Antes de salir a predicar, el apóstol debe compartir la comunión de ideales y sentimientos y orientaciones con el Señor que le envía. Y todos los Apóstoles que ha habido y habrá espontáneamente vendrán a Cristo Eucaristía para recibir orientación, fuerza, consuelo, apoyo, rectificación, nuevo envío. Por mi parte es lo único que pretendo con este libro. Y si digo verdades tan recias y duras es para que nadie se refugie en la comodidad o mediocridad de una relación distante con Cristo, que no nos ayuda a realizar el apostolado con el espíritu de Cristo.

A esta intimidad con Cristo, a estas alturas estamos llamados todos los cristianos; lo ha dicho muy claro el Vaticano II; más fuerte y claro Juan Pablo II en la Novo Millennio Ineunte, poco leída y asimilada y  puesta en práctica, al menos para mi criterio, donde expresamente el Papa dice que las acciones ya están programadas, pero lo que nos hace falta es el  Espíritu de Cristo que es el que debe realizar el apostolado y eso se consigue esencialmente por la oración. Programas y acciones y más acciones… y ¿dónde está el fuego? ¿Dónde está el orar como los Apóstoles con María para recibir el Fuego del Espíritu Santo, que impulsó a Pedro a predicar y convencer a tres mil de toda lengua, raza y nación, mientras nosotros nos pasamos más tiempo haciendo y programando que recibiendo su Espíritu por la oración? No podemos hacer las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo.

¿Cómo conseguir este Espíritu? ¿Cómo podré decir que Dios existe y es verdad y nos ha creado para amarnos y amarle eternamente y luego no nos alegramos de encontrarnos con Él todos los días por la oración? ¿Quién va a creernos? Y si no logramos que crean en Cristo, ¿cómo vamos a salvarlos? ¿Cómo entusiasmar o tratar de entusiasmar a los demás con Cristo en nuestro apostolado y predicaciones, si a nosotros nos aburre personalmente y por eso no hacemos oración todos los días? ¿Cómo decir que es Dios, que es maravilloso y luego no nos ven junto a Él, como si Él no estuviera allí, o estuviera muerto, como en el sepulcro y no hablara? Y si no tratamos de que conozcan y amen a Dios nuestro Padre, a su Hijo el Amado, al Espíritu de Amor, ¿qué estamos haciendo? ¿Qué apostolado es el nuestro? ¿Es cristiano? ¿Es de Cristo? 

Este libro, en el fondo y en la superficie, sólo tiene y está escrito desde esta ilusión: entusiasmar a los lectores en la oración personal con Cristo, repito, oración personal con Cristo, como camino de encuentro de amor total en el Padre con el Hijo por la potencia de Amor del Espíritu Santo. Y si es junto al brocal del pozo del Sagrario, mejor, porque allí está tan cerca que nos toca el corazón. Además, está tan deseoso de nuestra amistad, --se quedó para eso--, que apenas nos insinuemos, Él se abrirá totalmente. Se quedó para eso. No lo olvidemos.

En definitiva, para esto hemos sido creados por nuestro Dios Trino y Uno: para fundirnos en un abrazo de amistad y felicidad eterna con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y la oración personal nos hace entrar en el eterno amanecer de Amor, Hermosura, Felicidad y Gozo de nuestro Dios Trino y Uno. Así sea.

 

 

3.- DIOS CREÓ AL HOMBRE PARA QUE PARTICIPARA DE SU MISMA VIDA Y FELICIDAD  TRINITARIA

 

Según el concepto cristiano de la vida y del hombre, Dios tiene un proyecto: hacer al hombre partícipe de su misma felicidad y, para esto, lo sueña y lo crea. Al destruirse este primer proyecto por el pecado del hombre, que dice no a este plan primero de Dios, entonces el Hijo Amado, viendo al Padre entristecido, porque Dios pensaba en el hombre para una eternidad de Amor en su misma esencia divina, se ofrece al Padre para recuperar este proyecto de finalizarlo todo en la gloria y el gozo esencial del Dios Trino y Uno, en el abrazo eterno, lleno de amor y felicidad, de los hijos en el Hijo amado, transformados e identificados en Él por la gracia, culminada en la participación de su misma gloria, “in laudem gloriae ejus” por la potencia de Amor del Espíritu Santo.

La gracia es participación de esa misma vida divina; por ella  entramos en la misma vida Trinitaria; nos unimos a la Santísima Trinidad y, creciendo en gracia de vida y vida de gracia, nos vamos transformando en Él en esta vida, para quedar totalmente sumergidos en el éxtasis trinitario y esencial, siempre participado, porque no dejamos de ser criaturas que participan por gracia querida por Dios mismo en la vida y  proyecto de los Tres,  Amante, Amor y Amado, en su esencial Ser lleno de resplandores eternos de luz y felicidad.

Como consecuencia de todo esto, queda claro el título del libro: Dios nos ha creado para hacernos partícipes de su misma Experiencia Gozosa de Vida y Amor Trinitario. La experiencia del Dios Uno y Trino es la razón de la vida cristiana, el fin para el que hombre ha sido creado, la razón y el motivo de su ser y existir, programado en primer proyecto por el Padre, recuperado y realizado en el tiempo por el Hijo Encarnado, Muerto y Resucitado, y  sublimado en la eternidad por la potencia de Amor de su mismo Espíritu, su mismo fuego y amor y felicidad, que es el Espíritu Santo, abrazo de amor entre el Padre y el Hijo. Te lo voy a decir de otra forma:  ¿Por qué el hombre tiene que amar a Dios? 

Porque Dios nos amó primero:"En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados"(1Jn 4,10).

 

SI EXISTO, ES QUE DIOS ME AMA

y me ha llamado a compartir  con Él  su mismo gozo esencial y trinitario por toda la eternidad.

 

El texto citado anteriormente tiene dos partes principales: la primera: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó...” primero, añade la lógica de sentido. Expresa este versículo el amor de Dios Trino y Uno manifestado en la primera creación. En la segunda parte“y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” nos revela  que, una vez creados y caídos, Dios nos amó en la segunda creación, en la recreación, enviando a su propio Hijo, que muere en la cruz para salvarnos. La cruz es la señal que manifiesta el amor del Padre, que lo entrega hasta la muerte por nosotros,  y del Hijo, que libremente acepta esta voluntad del Padre. Es el misterio pascual, programado en el mismo consejo trinitario, para manifestar más aún la predilección de Dios para con el hombre. Ese proyecto, realizado luego por el Hijo Amado, es tan maravilloso e incomprensible en su misma concepción y realización, que la liturgia de la Iglesia, en los días de la Semana Santa, se ve obligada a decir expresiones que suenan como a blasfemia, exclamando: «Oh felix culpa...» ¡oh feliz culpa! ¡oh feliz pecado del hombre, que nos mereció un tal Salvador y una salvación tan maravillosa!

 Y el mismo San Juan vuelve a repetirnos esta misma idea del amor trinitario, al manifestarnos que el Padre nos envió a su Hijo, para que tengamos la misma vida, el mismo amor, las mismas vivencias por participación de la Santísima Trinidad: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,10). Simplemente añade que no sólo nos lo envía como Salvador, sino para que vivamos como el Hijo vive y amemos como el Hijo ama y es amado por el Padre, para que de tal manera nos identifiquemos con el Amado, que tengamos sus mismos conocimientos y amor y vida, hasta el punto de que el Padre no note diferencia entre Él y nosotros y vea en nosotros al Amado, al Unigénito, en el que tiene todas sus complacencias.

Por eso sigue San Juan: “y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios...” (1Jn 4,7) ¡Qué maravilla! El amor viene de Dios y, al venir de Dios, nos engendra como hijos suyos, para vivir su misma vida trinitaria y con ese mismo amor que Él nos ama, le amamos nosotros también a Él, porque nosotros no podemos amarle a Él, si Él no nos ama primero y es entonces cuando nosotros podemos  amarle con el mismo amor que Él nos ama, devolviéndole y reflectando hacia Él ese mismo amor con que Él nos ama y ama a todos los hombres y con este amor también podemos amar a los hermanos, como Él los ama y así amamos al Padre y al Hijo como ellos se aman y aman a los hombres, y ese amor es su Amor personal infinito, que es el Espíritu Santo que nos hace hijos en el Hijo y en la medida que nos hacemos Hijo y Palabra y Verbo hacemos la paternidad del Padre por la aceptación de filiación en el Verbo y así también le hacemos feliz por nuestra aceptación de Padre.

Por eso continúa San Juan:“Queridos hermanos: Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros. En que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4,11-14). Vaya párrafo, como para ponerlo en un cuadro de mi habitación y no olvidarlo nunca. Viene a decirnos que todo es posible, porque nos ha dado su mismo Espíritu Santo, su Amor Personal, que es tan infinito en su ser y existir, que es una persona divina, tan esencial que sin ella no pueden vivir y existir el Padre y el Hijo, porque es su vida-amor-felicidad que funde a los tres en la Unidad, en la que entra el alma por ese mismo Espíritu, comunicado al hombre por  gracia, para que pueda comunicarse con el Padre y el Hijo por el Amor participado, que es la misma vida y alma de Dios Uno y Trino. Y todo esto y lo anterior y lo posterior que se pueda decir,  dentro y fuera de la Trinidad: “Porque Dios es Amor”.

A mí me alegra pensar que hubo un tiempo en que no existía nada,  sólo Dios, Dios infinito al margen del tiempo, ese tiempo, que nos mide a todo lo creado en un antes y después, porque Él existe en su mismo Serse infinito e infinitamente de su infinito acto de Ser eterno, fuera del antes y después, fuera del tiempo. Por eso, en esto del ser como del amor, la iniciativa siempre es de Dios. El hombre, cualquier criatura, cuando mira hacia  Dios, se encuentra con una mirada que le ha estado mirando con amor desde siempre, desde toda la eternidad. Todo amor en el hombre, es reflejo. No existía nada, sólo Dios.

Y este Dios, que por su mismo ser infinito es inteligencia, fuerza, poder... cuando San Juan quiere definirlo en una sola palabra, nos dice: “Dios es amor”, su esencia es amar,  si dejara de amar, dejaría de existir. Podía decir San Juan también que Dios es fuerza infinita, inteligencia infinita, porque lo es, pero Él prefiere definirlo así para nosotros, porque así nos lo ha revelado su Hijo, Verbo y Palabra  pronunciada llena de Amor de Espíritu Santo para nosotros, en quien el Padre se complace eternamente. Por eso nos lo envió, porque era toda su Verdad, toda su Sabiduría, todo lo que Él sabe de Sí mismo y a la vez Amado, lo que más quería y porque quiere que vivamos su misma vida y así gozarse también en nosotros y nosotros en Él, al estar identificados con el  Unigénito, en el que eternamente se goza de estar engendrando como Padre con  Amor de Espíritu Santo. Y así es como entramos nosotros en el círculo o triángulo trinitario.

Jesucristo, su persona y su palabra y sus obras son la revelación, la palabra, la imagen, la idea llena de amor con la que el Padre se dice totalmente a Sí mismo y se nos dice y revela totalmente como Padre:“En el principio ya existía la palabra, y la Palabra era Dios y la Palabra estaba junto a Dios”. En el principio, no existía nada, sólo Dios, infinitamente existente y feliz en sí y por sí mismo, porque no dependía de nadie en su existir, volcán inagotable de su mismo ser infinito de hermosura, de fuego, de luz, de misterios, de felicidad en infinita explosión de nuevos y eternos paisajes sin posibilidad de descanso en eterna contemplación de realidades y descubrimientos siempre nuevos y deslumbrantes, infinitamente feliz porque se ve infinitamente amante, amado y amor,  se siente a sí mismo infinitamente Padre amante en el Hijo amado y amante en su mismo amor Personal de Espíritu Santo, que los une en unidad de ser y vida y amor y felicidad a los Tres, llenándolo de  Amor Esencial y Personal del mismo Espíritu.

Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno  de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser y amor, para hacerle partícipe de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es  y subsiste, piensa desde toda la eternidad en  crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él  y por Él y como Él.

El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su serse, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen igual, esencialmente igual a sí mismo que es y podemos llamarle Hijo y en tal infinitud de ser feliz surge un amor  que contiene en sí, recibido del Padre y del Hijo, todo el ser divino: el Espíritu Santo.

Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este  Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo. Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo acto infinito de  Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo; el Padre, por su fuego de amor divino –Espíritu  Santo--, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, por la misma potencia infinita de su Amor, que es el mismo Santo Espíritu, que sin el Hijo no sería Padre, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz --Espíritu Santo--  el Padre y el Hijo por el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas y una, en un mismo Amor esencial infinito, con que el Padre se dice totalmente en su Palabra, en su Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor al Padre.

Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo (Jn13, 3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la  Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor, como dice San Juan de la Cruz.

Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha, (Jn 17, 5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13). Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, los pascuales, los pasados del mundo al Padre la última y definitiva Alianza, porque ya está totalmente Verbalizado.

Y Dios, que es Amor, quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de felicidad y amor. Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oración-  conversión-transfiguración-unión transformante. El Padre, lleno de amor,  ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana.

Dice San Juan de la Cruz: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado... Y esta tal  aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal... porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios las misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en si mismo a ella... porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (CB 39, 4).

Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia,  darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario.  Y por eso crea al hombre “a su imagen y semejanza”, palabras estas del Génesis, que tienen un sentido y  una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, nos dice San Pablo; es un proyecto soñado y creado por Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” (Ef 1,3.10).

Es un privilegio el existir. Expresa, indica que Dios te ama, piensa en tí, te ha preferido. Ha sido una mirada amorosa del Dios infinito, la que contemplando la posibilidad de existencia de millones y millones de seres posibles, ha pronunciado mi nombre con ternura y  me ha dado el ser humano.

¡Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer...! Dice un autor de nuestros días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado» (G. Marcel). Para nosotros, creyentes, ser, existir es ser amados por nuestro Dios Amor Trino y Uno para sumergirnos eternamente en su misma esencia y plenitud infinita de felicidad y belleza y hermosura.

Que bien lo expresa San Pablo: “Hermanos, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que Él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rom 8, 28.3).

 

 

4.- EL PROYECTO DEL PADRE Y LA MISIÓN DEL HIJO ES, EN DEFINITIVA, LLEVAR LOS HOMBRES A LA  TRANSFORMACIÓN TRINITARIA POR EL AMOR DE SU MISMO ESPÍRITU 

 

Para esto fuimos creados y recreados por el Padre en el Hijo Amado, Palabra e Imagen de Salvación pronunciada por el Padre para todos los hombres con amor de Espíritu Santo. Palabra llena de amor pronunciada en silencio, dice San Juan de la Cruz, en silencio de diálogo interpersonal, esto es, de oración intratinitaria. El sacerdote y el bautizado son sacramento y prolongación de unión, misión y apostolado de Cristo.

Para ser apóstoles de esta unión y salvación eterna, hay que tener el Espíritu de Cristo, y para recibir este Espíritu, el Espíritu Santo, hay que esperarlo en oración, como los Apóstoles en Pentecostés, con María, Madre  de todos los apóstoles y sacerdotes. Este fue y sigue siendo el mandato de Cristo para todos sus discípulos: “recibiréis el Espíritu Santo... Él os llevará a la verdad completa”.

Lo que quiero exponer es la necesidad de la oración contemplativa, al menos iluminativa, mejor la unitiva y transformante en Cristo, para poder ser testigos apostólicos de la palabra y acciones de Cristo, no con nuestro espíritu, sino con el Espíritu de Cristo, Espíritu Pentecostal, Espíritu Santo. Es decir, necesitamos caminar hacia metas de oración en que te sientes amado por Dios y gozas gratuitamente de su amor, un poco más arriba del amor que tratamos de conseguir nosotros por la pura reflexión o meditación. Esta es buenísima, pero no suficiente, hay que vaciarse un poco más para que Dios nos llene.

         La experiencia personal de Dios por la oración es la única senda que puede llevarnos a la plena madurez de la unión con Dios, a la santidad, la vivencia con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo, de todo el misterio que celebramos y vivimos en la liturgia, a la contemplación espiritual, según el Espíritu de Cristo, de los misterios celebrados.

Seguimos con un concepto parcial de apostolado, que hace que sea poco eficaz,  tanto trabajo y acciones a veces llamadas apostólicas, olvidando el “sin mí no podéis hacer nada”, “yo soy la vid, vosotros los sarmientos, o “venid vosotros a un sitio aparte”;  programamos acciones y más acciones, sin mirar el espíritu que tenemos para hacerlas, que es el mismo Espíritu de Cristo, del cual yo tengo que ser  sacramento y transparencia. Y este Espíritu, ahora y siempre, en los profetas del Antiguo como del Nuevo Testamento, Dios lo comunica por la oración personal.

Para hacer las acciones verdaderamente apostólicas, que son acciones de Cristo, necesitamos a Cristo, el Espíritu de Cristo, los sentimientos de Cristo, de los cuales yo sacerdote tengo que ser humanidad supletoria, porque el fuego y los sentimientos son los suyos, los de Cristo; la humanidad es mía y el espíritu es el de Cristo, el Espíritu Santo; y la senda por donde tengo que caminar para encontrarme con Él y tener su misma vida y su mismo Espíritu es la oración y la Eucaristía, la oración eucarística; la oración, oración litúrgica u oración personal, hecha liturgia o litúrgica, hecha respuesta personal por la acción divina realizada en la celebración del misterio cristiano.

Así lo hizo y lo realizó en su vida Cristo; lo demuestran los Evangelios; lo ha dicho infinidad de veces la Iglesia, imitando a su Maestro; lo enseñan los Papas, últimamente ha insistido, como pocos, Juan Pablo II; lo han dicho y testimoniado todos los santos, todos los verdaderos apóstoles que han existido y existirán y nada… nosotros seguimos muchas veces sin enterarnos en nuestras programaciones y reuniones apostólicas; qué poco se insiste y qué pocos se atreven a poner  el corazón y espíritu de todo apostolado en la unión con Cristo, con el que nos unimos y nos identificamos por la oración litúrgica hecha oración personal o la oración personal hecha liturgia.

El cristiano, sobre todo si es sacerdote, debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración, discípulo y maestro de oración. Esta es su verdadera identidad. Lo ha dicho muy claro el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuyo contenido esencial describo más adelante en este libro.

Por otra parte, basta abrir el evangelio para ver y convencerse de que Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levanta muy de madrugada cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia, la Última Cena fue toda una Plegaria Eucarística. En la oración de Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de confianza.

Por todo lo cual, para ayudarnos en este camino de oración y conversión permanente, ningún maestro mejor, ninguna ayuda mejor que Jesús. Por la oración, que nos hace encontrarnos con Él y con su Palabra y Evangelio, vamos cambiando nuestra mente y nuestro espíritu por el suyo:“Pues el hombre natural no comprende las realidades que vienen del Espíritu de Dios; son necedad para él y no puede comprenderlas porque deben juzgarse espiritualmente. Por el contrario, el hombre espiritual lo comprende, sin que él pueda ser comprendido por nadie. Porque “¿quién conoció la mente del Señor de manera que pueda instruirle?” (Is 40,3). “Sin embargo, nosotros poseemos la mente de Cristo” (1Cor 2,16-18).

Es aquí, en la oración, donde empezamos a convertirnos, a cambiar nuestros criterios y espíritu por el suyo, y por eso es aquí en la oración, donde nos jugamos toda nuestra vida cristiana, espiritual, sacerdotal y apostólica, todo nuestro ser y existir sacerdotal y apostólico, desde el Papa hasta el último creyente, todos los bautizados en Cristo: o descubres al Señor en la oración, más fácil y mejor si es eucarística, y empiezas a amarle, es decir, a convertirte a Él, o renuncias a convertirte que es lo mismo que renunciar a la oración y a amarle sobre todas las cosas. Si no quieres amarle más, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, no querrás convertirte a Él con todas tus fuerzas; y si no quieres amarle y convertirte a Él con todas tus fuerzas, no tendrá sentido la oración, abandonarás la oración diaría, fija y permanente. Bien claro, sin conversión permanente no hay oración permanente. Y sin oración permanente no hay apostolado de Cristo.

Igualmente la santa Misa no tendrá vida y sentido espiritual para nosotros, si no queremos ofrecernos con Él para ser consagrados por Èl juntamente con el pan y el vino, con amor extremo, en adoración a la voluntad del Padre, que es nuestra santificación, y menos sentido tendrá la comunión, donde Cristo viene para vivir la consagración, esto es, su vida en nosotros y salvar así actualmente a sus hermanos los hombres, por medio de nuestra humanidad prestada.

Queridos hermanos, no podemos hacer las obras de Cristo sin el amor y el espíritu de Cristo. Si no nos convertimos, si no estamos unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, la savia irá por un sarmiento lleno de obstáculos, por una vena sanguínea tan obstruida por nuestros defectos y pecados, que apenas puede llevar sangre y salvación de Cristo al cuerpo de tu parroquia, de tu familia, de tu grupo, de tu apostolado.

Sin unión vital y fuerte con Cristo, poco a poco tu cuerpo apenas recibirá la vida de Cristo e irá debilitándose tu fuego y santidad evangélica. No podemos hacer las obras de Cristo sin el espíritu de Cristo. Y para llenarnos de su Espíritu, Espíritu Santo, antes hay que vaciarse. Es lógico. No hay otra posibilidad ni nunca ha existido ni existirá; y esto Cristo no puede comunicárnoslo sin encuentro diario con Él, sin oración personal, que pase por los menos por una conversión sincera que nos lleve a la oración afectiva, a sentir su afecto, y mejor si nos disponemos mediante las purificaciones pertinentes, de las que tan claramente habla San Juan de la Cruz, hasta la contemplación infusa. En esto están de acuerdo todos los santos, todos los grandes apóstoles que han existido y existirán.

El primer apostolado es cumplir la voluntad del Padre, como Cristo:“Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn 4, 34), o con San Pablo: “Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Tes 4, 3). El apostolado primero y más esencial de todos es ser santos, es estar y vivir unidos a Dios, y para ese apostolado, la oración es lo primero y esencial.

La actividad primera del apóstol tiene que ser la oración, el encuentro personal con Él: “venid vosotros a un sitio aparte”, «para hablar a los hombres de Dios, primero debemos hablar con Dios», para recibir su Espíritu, la fuerza y la vida de todo lo que hagamos; «contemplata aliis tradere» (predicar lo que se ha contemplado), que debe ser el fundamento de todos los apostolados cristianos, porque nos une directamente con la fuente de todo apostolado, que es Cristo. Hacia Él tienen que ir dirigidos todos nuestros pasos, cosa imposible si no oramos nosotros. Y por esta razón, la oración ha de ser siempre el corazón y el alma de todo apostolado.

Y ya que hablamos de oración, quiero recordar que, para mí, estos tres verbos se conjugan exactamente igual: amar, orar y convertirse; sin conversión, no podemos llegar al amor personal de Cristo y sin amor personal a Cristo, puede haber acciones, muy bien programadas, muy llamativas, pero no son apostolado, porque no se hacen con el Espíritu de Cristo.

Así es cómo definíamos antes al apostolado: llevar las almas a Dios. Ahora, la verdad es que no sé a dónde las queremos llevar muchas veces, incluso en los mismos sacramentos, por la forma de celebrarlos.

Desde el momento en que renunciamos a la conversión permanente, nos hemos cargado la parte principal de nuestro sacerdocio como sacramento de Cristo, prolongación de Cristo, humanidad supletoria de Cristo, porque es mucho lo que tenemos que purificar todos los días y no podremos llegar a una amistad sincera y vivencial con Él y lógicamente se perderá la eficacia principal de nuestro apostolado.

Cristo no lo pudo decir más claro, pero en las programaciones pastorales se ignora con mucha frecuencia: “Yo soy la vid verdadera y mi padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no lleve fruto, lo cortará; y todo el que de fruto, lo podará, para que de mas fruto... como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en el, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada” (Jn 15,1-5).

“Sin mí”,es decir, sin la palabra, sin los sacramentos, sin la oración, sin la presencia viva de Cristo, objetiva y subjetiva, personal y eclesial, no podemos hacer nada. Y de una manera muy específica, sin la comunión con la carne y la sangre del Señor –ya que la imagen de la vid es también eucarística- “no podéis hacer nada”. No hay santidad sin comunión objetiva y vital con Cristo en la Iglesia.

Si no se llega a esta unión con el único Sacerdote y Apóstol y Salvador que existe, tendrás que sustituirlo por otros sacerdocios, apostolados y salvaciones... sencillamente porque no has querido que Dios te limpie del amor idolátrico que te tienes y así, aunque llegues a altos cargos y demás... estarás tan lleno de ti mismo que en tu corazón no cabe Cristo, al menos en la plenitud que Él quiere y para la que te ha llamado.

Esto no te impedirá ser buena persona, tolerante, muy comprensivo, pero de hablar y actuar claro y encendido y eficazmente en Cristo, nada de nada; y no soy yo, lo ha dicho Cristo: trabajarás más según tus criterios y espíritu que los de Cristo, y ya sabemos por Él mismo, por el evangelio, que trabajar sin Cristo, aunque sea toda la jornada, es trabajo inútil y las redes no se llenan de peces, de eficacia apostólica.

Y así es sencillamente la vida de muchos cristianos, sacerdotes, religiosos, padres y madres cristianos que, al no estar unidos a Él con toda la intensidad y unión que el Señor quiere, lógicamente no podrán producir los frutos para los que fuimos elegidos por Él.

¿De dónde les ha venido a todos los santos, así como a tantos apóstoles, obispos, sacerdotes, hombres y mujeres cristianas, religiosos/as, padres y madres de familia, misioneros y catequistas, que han existido y existirán, su eficacia apostólica y su entusiasmo por Cristo? De la experiencia de Dios, de constatar que Cristo existe y es verdad y vive y sentirlo y palparlo... no meramente estudiarlo, aprenderlo o creerlo como si fuera verdad o predicar las verdades cristianas como si se tratase de un sistema filosófico, pero no personas vivas con las cuales se habla y se convive y es verdad que nos llenan y nos hacen felices.

 

 

5.- LA ORACIÓN PERSONAL, CAMINO OBLIGADO PARA VIVIR Y CELEBRAR LA LITURGIA EN PLENITUD.

 

 «Que no es otra cosa… sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos  nos ama» (V, 8, 5). La oración personal, la oración litúrgica, la oración eucarística, la oración comunitaria, la oración eclesial… pero siempre oración personal como respuesta a la Palabra y a la acción de Dios sobre nosotros, como participante en un grupo o comunidad, como miembro personal de una asamblea litúrgica. Toda la liturgia es una provocación de Dios a esta respuesta del hombre, sin la cual la liturgia no consigue su objeto, su verdad, su realización y su fín.

El mismo silencio durante la liturgia eucarística tiene este sentido de hablar y dirigir nuestra mirada y corazón al misterio que celebramos. Dice muy bien el Papa Benedicto XVI, en un libro publicado en el 2002: «La preparación de las ofrendas se presenta a veces, como un momento de silencio… este silencio no es una simple espera hasta que se lleve a cabo un acto exterior, sino que el proceso exterior se corresponde con un proceso interior: la preparación de nosotros mismos; nos ponemos en camino, nos presentamos al Señor; le pedimos que nos prepare para la transformación. El silencio común es, por tanto, oración común, incluso acción común».

«La misma estructura de la liturgia prevé otros momentos de silencio. En primer lugar, está el silencio que hay inmediatamente después de la consagración, durante la elevación de las especies consagradas. Este silencio nos invita a dirigir la mirada a Cristo, a mirarlo desde dentro, en una contemplación que es, a la vez, agradecimiento, adoración y petición para nuestra transformación interior».

 «Quien participe en la Eucaristía, orando con fe, tiene que sentirse profundamente conmovido en el instante en el que el Señor desciende y transforma el pan y el vino, de tal manera que se convierten en su cuerpo y en su sangre. Ante este acontecimiento, no cabe otra reacción posible que la de caer de rodillas y saludarlo. La consagración es el momento de la «gran actio de Dios» en el mundo, por nosotros. Levanta nuestra mirada y nuestro corazón. Por un instante el mundo enmudece, todo guarda silencio, y en ese silencio tiene lugar el contacto con el Eterno; en lo que es un latido del corazón, salimos del tiempo para entrar en la presencia de Dios con nosotros»[6].

Por otra parte no hay ninguna duda que para acoger y asimilar continuamente la santidad y la santificación, que la liturgia nos comunica, y para profundizar el sentido del verdadero culto a Dios, tiene una importancia decisiva el encuentro personal con Dios, la oración personal cristiana; oración que nace de nuestra condición de hijos de Dios, don que recibimos en el bautismo y que hunde sus raíces en nuestra unión con Cristo; oración que es fruto de la eucaristía y tiene como manantial y cumbre «La oración litúrgica, el santo bautismo es el comienzo de nuestro encuentro con Dios, porque la oración sacramental, al injertarnos en Cristo, realiza la unión con Dios por la participación de su gracia, de la  vida divina. Luego la epíclesis de la Confirmación y de la Eucaristía la alimentan y la llevan a plenitud siempre que exista respuesta por nuestra parte, esto es, oracion personal que responde a la acción de Dios»[7].

Por lo tanto, la primera será la oración litúrgica, pero bien entendida; porque la oración litúrgica, la liturgia, sobre todo eucarística, es el camino escogido por Dios para encontrarse con los hombres de todos los tiempos por medio del Hijo Amado, muerto y resucitado para recobrar esta dimensión primera y esencial de la creación del hombre, esta dimensión perdida por el pecado de Adán y recobrada por el Hijo, porque vio al Padre entristecido y se ofreció como sacrificio de Alianza, de Pacto nuevo y eterno de amistad con el Padre, Dios Trino y Uno; pero la oración litúrgica, la Plegaria Litúrgica siempre pide, exige y se completa con la respuesta del hombre por su participación en ese diálogo o plegaria litúrgica por su oracion personal hecha litúrgicamente.

Y éste es el camino que nosotros tenemos que recorrer  de retorno al Padre, del que salimos como proyecto de amor, por el Hijo, que es el artífice primero y esencial de toda liturgia cristiana, especialmente eucarística y sacramental, donde hace presentes todos sus dichos y hechos salvadores.

El metropolita ortodoxo Antine Bloom afirma: «No he podido distinguir del todo el sacramento, del acontecimiento, de la oración litúrgica o de la oración personal. En la oración personal estamos en situación de Iglesia. No existe una oración <individual>, sino una oración <personal>. Un miembro de la Iglesia es Cristo en oración y una célula de este cuerpo misterioso de Cristo. Un miembro de la Iglesia ora siempre en cuanto miembro de la Iglesia, es decir, en cuanto Iglesia total, represnentada por él, porque él es el templo del Espíritu Santo, porque es un miembro vivo del Cuerpo, porque es hijo de Dios. Por tanto, un ermitaño no ora en el aislamiento, sin en la comunión de la Iglesia total»[8].

Y un especialista en esta materia de Liturgia y Oración- Contemplación nos dice: «Toda oración es esencalmente litúrgica: la esencia de la oración personal hay que estudiarla partiendo del sano panliturgismo admitido por el Vaticano II».

«El vínculo entre oración litúrgica, oración personal y liturgia se ha hecho ya tan estrecho que hoy la mejor oración es la que se alimenta de la palabra de Dios y de los textos litúrgicos, y hay un deseo tal de participación en la liturgia, que postula de nuevo el sentido del misterio, la contemplación, la plena participación teologal»[9].

Y en el Catecismo de la Iglesia Católica se afirma explícitamente: «La oración interioriza y asimila la liturgia durante su celebración y después de la misma. Incluso cuando la oración se vivie <en lo secreto> (Mt 6, 6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Santísima Trinidad»[10].

No conviene olvidar que en la liturgia, sobre todo en la sacramental, la iniciativa siempre es de Dios, y nosotros debemos responder con respuesta de entrega a su iniciativa de amor, siempre por el Hijo en el Espíritu, representado y realizado por el puente, por el pontífice de la liturgia, el sacerdote, que sirve de puente por el que la iniciativa del amor y salvación de Dios viene a los hombres por su Hijo, y por donde –ese mismo camino- la aceptación y la alabanza y la respuesta de amor de los hombre vuelve a Dios hecha plegaria eucarística, eclesial y personal.

«Al sacerdote se le define, sólo desde el punto de vista sociológico y funcional, como el «presidente» de la celebración litúrgica, que se concibe como una especie de reunión asamblearia. Como consecuencia de esto, debe ponerse en acción en función de la asamblea. Sin embargo, la tarea sacerdotal en la Eucaristía es algo más que presidir a los que intervienen en una asamblea. El sacerdote es el presidente en el encuentro con el Dios vivo y, en cuanto persona, también está en camino hacia Él. Las oraciones que el sacerdote hace en silencio le invitan a personalizar su tarea, a entregarse al Señor, también con su mismo yo. Son, al mismo tiempo, un modo excelente de encaminarse como los demás al encuentro del Señor, de manera enteramente personal, pero a la vez yendo junto con los otros[11].

Y esta respuesta en la oración litúrgica tiene que darse también desde la oración personal, que acepta y devuelve a Dios su acción y dones sagrados. No basta la respuesta litúrgica oficial de la Iglesia, tiene que haber respuesta, oración personal que se une a la oración eclesial, que asimila con saliva gustativa personal toda la acción de Dios y de la Iglesia. Porque la respuesta de la Iglesia tiene que ser la suma de las respuestas de todos los participantes.

Lo decía muy bien el maestro de liturgia y espiritualidad  Marsili: «Para que la liturgia pueda ser fuente y realidad de experiencia espiritual, se requiere que todo el que celebra la liturgia se haga capaz de tener esta experiencia... La misma celebración no puede ser una celebración cualquiera. Tiene que desarrollarse en un nivel de fe y de consiguiente atención interior de tal categoría que permita descubrir al mismo tiempo la presencia operante de Cristo y la apertura de cada uno a esta divina presencia y acción. Con semejantes condiciones la liturgia puede convertirse y ciertamente se convertirá en cada ocasión en una experiencia espiritual absolutamente válida, es decir capaz de dar aquel conocimiento-unión de amor al misterio de Cristo, que no se reduce a una sensación fugitiva de la presencia de Cristo, más o menos externa a nosotros, sino que se hace cada día más en nuestra intimidad, exigencia de progresiva inserción en la realidad de Cristo»[12].

De esta forma la experiencia litúrgica y sacramental no sólo es fuente y culmen, norma y forma de la vida espiritual sino que la acompaña y la va madurando hasta llevarla a la plenitud, con esa objetividad del misterio que excluye toda ilusión subjetiva y esa riqueza inacabable del misterio de Cristo en la que hay que ahondar siempre sin agotarla jamás.

Y esa es la liturgia-liturgia, la verdadera, sin pensar jamás ni actuar y hacer o deshacer como si nosotros fuéramos los protagonistas.  El protagonista y la iniciativa parte siempre de Dios, que viene a nuestro encuentro, --no olvidarlo nunca--, de diferentes modos,  y nosotros tenemos que responder y ahí entra nuestro protagonismo, saber recibir y digerir la acción y la gracia y los dones de Dios con sentimientos y espíritu que se identifican con los de Dios y la respuesta de la Iglesia y así nos  metemos dentro del misterio para vivirlo personalmente en el corazón de Dios  y de la Iglesia.

«El compromiso de la vida teologal: fe, esperanza y caridad, no son una añadidura subjetiva al dato objetivo de la liturgia; es constitutivo esencial del vivir y celebrar, de la acogida de la revelación como verdad y vida de Dios; es la actitud viva y actualizada de los cristianos, que se abren al misterio mediante las virtudes teologales. Vivimos la liturgia en la dimensión de la fe, de la esperanza y del amor. El Vaticano II, cuando a propósito de las celebraciones litúrgicas, habla de la necesaria preparación próxima y remota por una participación consciente, activa y fructuosa en la liturgia, así como ha insistido en la necesidad de una unidad consciente del camino de la santidad litúrgica mediante la oración y la ascesis, que tienen su raíz y su modelo en la gracia sacramental del bautismo y de la Eucaristía» (SC n. 11-12)[13].

El sacerdote representa a Dios que toma la iniciativa salvadora y nos envía a su Hijo y su gracia y sus dones, y es a la vez el puente del retorno, que la Iglesia utiliza para ofrecer su respuesta de amor a Dios; el sacerdoce católico representa y hace presente siempre a Cristo, es humanidad supletoria, la humanidad de Cristo bajo el barro de otros hombres, que hacen presente y acogen los dones de la Palabra salvadora y de los sacramentos y recogen la ofrenda y la adoración y la alabanza agradable de la Iglesia y de los fieles para presentarla, hacerla presente, entrando ante el mismo trono del Padre, en nombre de la Iglesia.

Nosotros, los sacerdotes,  representamos a Dios que hace su acción sagrada, por medio del Hijo, que vino a nuestro encuentro por la Encarnación, y ahora lo hace por la Eucaristía, encarnación continuada, y por los sacramentos;  y, en el segundo momento, representamos también a  la Iglesia, --es Iglesia--, y a  todos los cristianos, pueblo sacerdotal por el bautismo,  que responden a esta acción de Dios por la marca del bautismo, que nos hizo a todos, “sacerdocio real, pueblo santo, nación consagrada”, llevando ante la majestad divina todas las alabanzas y ofrendas de los participantes.

Así que toda la comunidad celebrante, pero especialmente el sacerdote, por razón de su oficio, tiene que enterarse y vivir los sentimientos de Dios, por una parte, y luego, por otra, tiene que vivir y elevar los sentimientos de alabanza y peticiones de la Iglesia, de todos sus hijos.

Los mismos ornamentos sagrados indican esta transformación interior y espiritual que debe operarse en el sacerdote: «Los ornamentos litúrgicos nos recuerdan directamente los textos en que San Pablo habla de revestirse de Cristo: En efecto, «todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo» dice en la Carta a los Gálatas (3,27). En la Carta a los Romanos esta imagen está relacionada con la contraposición de las dos formas de vida. Frente a los que desperdician su vida en comilonas y borracheras, en lujurias y desenfrenos, san Pablo señala el camino cristiano: «Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (13,14). En las cartas a los Efesios y a los Colosenses, esta misma idea cobra una forma aún más radical en lo que respecta a la antropología del hombre nuevo: «Y revestíos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 24). «Y revestíos del hombre nuevo que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo en todos» (Col 3, 10ss). La imagen del revestirse de Cristo es, por tanto, una imagen dinámica, que apunta a la transformación del hombre y del mundo, a la nueva humanidad.

Los ornamentos litúrgicos recuerdan todo esto: este hacerse Cristo, y la nueva comunidad que ha de surgir a partir de aquí. Es para el sacerdote un desafío: entrar en la dinámica que lo saca fuera del enclaustramiento en su propio yo, y lo lleva a convertirse en una realidad nueva a partir de Cristo y por Cristo. Les recuerda, a su vez, a los que participan en la celebración, el nuevo camino, que comienza con el Bautismo y prosigue con la Eucaristía; camino hacia el mundo que ha de venir, y que, partiendo del sacramento, debe comunicarse y delinearse ya en nuestra vida cotidiana»[14].

Por eso el sacerdote es pontífice, puente de unión entre ambas orillas. Por eso tiene que celebrar la liturgia “en Espíritu y Verdad”, tiene que vivirla profundamente primero por la oración personal en la misma liturgia y luego tiene que preparar y responder a esa liturgia viviéndola en su misma vida y oración personal. Por eso su participación, como dice el Vaticano II, tiene que ser una participación «activa, consciente y piadosa».

 En la liturgia de la Iglesia, obra de la Trinidad y comunicación de su vida divina, entramos en comunion con el Padre, «verdaderamente santo y fuente de toda santidad», por la presencia y bajo la acción de Cristo, «maestro y modelo divino de toda perfección», en el Espíritu Santo y santificador, sin cuya eplìclesis no hay liturgia.

La liturgia es por su misma definición la obra con la cual «se da perfecta gloria a Dios y los hombres son santificados» (SC 7), con ella se realiza la «santificación del hombre y se realiza el culto público integral» (SC 7). La Iglesia, madre y maestra de santidad, nos invita a participar en la liturgia «obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios» (SC 5), por la liturgia, su mistagogía universal y cotidiana. «En ella encontramos el manantial, la cumbre y escuela de santidad». A la salvación celebrada y donada por Cristo a la Iglesia debe responder la respuesta de fe y de amor recibida por el sacramento, superando la definición clásica de liturgia de Pio XII en la Mediator Dei, considerando solo la dimensión ascendente del culto.

Para aprender el camino verdadero de la santidad tenemos que ponernos sobre las rodillas de la Madre Iglesia, que en su liturgia nos enseña el camino y nos dirige hacia la unión perfecta con Dios, hacia la santidad cristiana, consumada en el sacrificio de Cristo; allí es donde la fe profesada se convierte en fe celebrada y, por lo tanto, ya inicialmente experimentada en la comunión teologal con Dios y con los hermanos, para ser luego fe experimentada en la realidad concreta de la vida cotidiana y el compromiso del cristiano en la historia: «lex orandi, lex credendi, lex vivendi». De esta forma la liturgia es «la primera fuente de la vida divina que se nos comunica, la primera escuela de vida espiritual»[15].

Yo diría que la oración litúrgica es como la oración personal de contemplación infusa tal y como la entiende  San Juan de la Cruz: es un exceso de luz y amor de Dios en nosotros, que nos hace patógenos, sufrientes del impacto de vida y amor de Cristo Sacerdote que hace presente la liturgia; pero los principiantes, que están aún en la meditación y en los medios todavía, no están adecuados para recibirla, porque estamos todavía en la vida de los sentidos y hay que entrar en la vía del espíritu  para vivirlo porque estamos acostumbrados a llevar la iniciativa y aquí tenemos que ser patógenos, aceptar que la iniciativa la lleve el Espíritu Santo y nosotros adecuarnos y aceptar la acción de Dios, y por eso no estamos todavía transformados en lo que celebramos, en llama de amor viva con el Misterio Trinitario, que se nos comunica en experiencia viva de fe y amor.

Por eso se necesita una verdadera mistagogía de los misterios cristianos, esto es, la pedagogía de la experiencia litúrgica de Dios, que es siempre la experiencia del Dios vivo.                       Y volvemos a lo mismo de siempre: si no se ha recorrido este camino de experiencia litúrgica de Dios por la asimilación de su Espíritu, que es Espíritu Santo, --por eso la necesidad de la epíclesis en cada sacramento, de invocarle para que realice el misterio, no sólo en el altar de la Iglesia sino en el corazón de cada uno de los participantes, tranformándonos en lo que la potencia de su Espíritu hace del pan y del vino: cuerpo y sangre y vida y sentimientos de Cristo--,  entonces, repito, pasa lo mismo que en la oración meditativa, a saber, que si no llegamos al corazón, a la oración por lo menos afectiva, y, sobre todo, a la contemplación pasiva de Dios, si no llegamos ahí, por la oración infundida por Dios en nuestro corazón que nos hace patógenos y sufrientes de la acción-contemplación amorosa de Dios en nosotros, aceptada y asimilada por nuestra oración personal, que acepta y asimila el impacto de amor y fuego purificador, iluminado y unitivo de Dios, propio de «los aprovechados y perfectos que han pasado la noche pasiva del sentido o están en la noche pasiva del espíritu» difícilmente podremos sentir y vivir todo esto, si Dios no nos lo comunica primero; difícilmente podremos vivirlo, porque nosotros no sabemos ni podemos vivir la liturgia, sus misterios de amor, fabricar estos sentimientos, fuego y llamas de amor vivo; difícilmente podremos enseñarlo  y contagiarlo, si no lo vivimos, si no lo sabemos, y aquí la palabra «saber» tiene sentido de saborear, de experimentar y vivir lo que Dios nos comunica por su acción litúrgica o por la contemplación patógena y pasiva, no activa, no fabricada por nosotros, sólo aceptada y asimilada con la ayuda de sus dones.

Tiene que haber una síntesis entre don de Dios y respuesta del hombre, como en la santidad, como en la Palabra, como en la oración, para que sea completa; tiene que haber una acción inicial de Dios, una palabra y luego una respuesta del hombre; por algo la liturgia bien entendida es la mejor escuela de oración, santidad y apostolado. Pero bien entendida y asimilada.

Y como dije en la introducción, el proyecto salvador del Padre se realiza en cada uno de nosotros por medio de la asimilación del misterio de Cristo, enviado por el Padre para revelarnos y salvarnos, según las palabras del Apóstol: “Los que él desde siempre ha conocido, los han predestinado también a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos...” (Rm 8, 29). Este designio salvador se realiza de parte de Dios, primero con la predestinación, la vocación a la vida cristiana, la justificación o santificación por el encuentro litúrgico y personal con Él que nos llevará por el Hijo resucitado a la glorificación final (Cfr. Rm 8, 30)[16].

Por parte de los fieles se responde al don recibido en la liturgia con una acogida consciente y comprometida de este designio: conversión a la palabra, aceptación en la fe y en el bautismo del misterio de Cristo, lucha contra el pecado, búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios, perfección en el amor, imitación de Cristo, configuración a Cristo, servicio por Cristo... Se llega así a una realización del designio de Dios: los cristianos se convierten en verdaderos «hijos del Padre», «conducidos por el Espíritu», plenamente integrados en Cristo y en la Iglesia y llegan a la plenitud de una vida mística, marcada por la participación en los divinos misterios[17].

En esta perspectiva debemos destacar el principio, reafirmado por Juan Pablo II, de la primacía de la gracia, en una perspectiva a la vez sacramental-objetiva y existencial-sub jetiva de acogida teologal y asimilación en la oración, en la contemplación y en el servicio cotidiano[18].

Resumiendo: Podemos afirmar que la vida cristiana, en la perspectiva de la liturgia y de la historia de la salvación, es un don y una vocación a la santidad, que mana de esta realidad mistérica. Hablando, en efecto, de la vocación universal a la santidad, el Concilio Vaticano II nos recuerda que incluso siendo esencial a la santidad cristiana la caridad derramada por Dios en nuestros corazones, obviamente a través del bautismo y de la eucaristía, sin embargo «para que esta caridad como una buena semilla crezca en el alma y fructifique, cada fiel tiene que escuchar de buena gana la palabra de Dios, y, con la ayuda de su gracia cumplir con las obras su voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo, en la eucaristía y en la santa liturgia» (LG n. 42).

Estálejos de nosotros exaltar la objetividad del don de la santidad y de la santificación, como primera instancia y movimiento del diálogo de Dios con su pueblo, hasta descuidar la necesaria respuesta de la fe, de la esperanza y de la caridad, en una necesaria acogida del don personal y comunitario y en una continuidad del culto espiritual de la vida, donde el cristiano maduro se forja, donde se hace presente la gracia, de modo que se manifiesta en la fe lo que ha sido recibido y celebrado a través de los sacramentos de la fe, según el principio litúrgico, aplicado a los neófitos en la liturgia pascual, recordado por el Vaticano II (cf. SC n. 10).

 

 

6.-  LA ORACIÓN LITÚRGICA Y PERSONAL NO SE AUTOEXCLUYEN, SINO QUE SE NECESITAN Y SE COMPLEMENTAN    

 

Este sentido objetivo y primario de la salvación, de la liturgia y de la santidad, nos libra de todo espejismo falso, como sería la consideración de la santidad como algo nuestro; nos reconduce constantemente a beber el sentido y la gracia de la santidad cristiana en sus manantiales objetivos que son la palabra, los sacramentos, la oración, en el lugar mismo de la manifestación de la presencia y la acción de Dios que es la Iglesia, comunidad santificante y cultual, en sus celebraciones.

Ante todo la santidad es un don de Dios y no es conquista humana; tenemos que luchar continuamente con un movimiento instintivo que nos lleva a decir que liturgia, la oración y la santidad son las acciones que nosotros hacemos  respecto a Dios, nuestro culto, más que lo que Dios hace con nosotros: la comunicación de su palabra, de su vida, de su Espíritu, sin los que no sería posible nuestra respuesta nuestra oraciónn nuestra respuesta cultual, la santidad de vida y unión con Él.

Del mismo modo, la oración contemplativa es también una acción de Dios en nosotros, donde el sujeto es patógeno, sufre esta acción divina que le santifica, iluminándole y purificándole, hasta las raíces de su ser. Trataré de esto ampliamente en la última parte del libro. Pero para confirmar lo que estoy diciendo, anticipo que la contemplación es pasiva, no es producto del orante. Dios es el agente y obrero de la contemplación. Sólo Él. «Sólo Dios es agente» (Ll 3,44); «Dios es el obrero» (ib., 67); «El es el artífice sobrenatural» (47).

La contemplación, añade San Juan de la Cruz, es «noticia y amor junto, esto es, noticia amorosa» (Ll 3,33). Actuadas las potencias, entendimiento y voluntad, juntas o por separado, al menos a nivel de experiencia, con más o menos intensidad, pero siempre comunicando Dios «luz y amor juntamente, que es noticia sobrenatural amorosa» (ib., 49),de contemplación.

Esto nos hace sentir la santidad y la unión con Dios como una realidad experimentada como don gratuito, en la alegría de la comunión eclesial, pero también en la humilde acogida cotidiana del don de la fidelidad de Dios, que va más allá de nuestros pecados y de nuestros méritos, más allá de nuestra percepción, como regalo gratuito divino, que nos invita constantemente a la conversión y santidad de vida. Por eso San Juan de la Cruz dirá siempre que la contemplación es infusa, es obra de Dios en el alma y ésta sólo tiene que recibir, aceptar, adecuarse, responder y aceptar las purificaciones de la fe, del amor y de la esperanza que Dios irá haciendo en ella pasivamente. El alma se convertirá en patógena de lo divino, cada vez más perfecta y perfectamente.

Ahora bien, la santidad realiza el cumplimiento en cada uno de nosotros del designio divino de la salvación, expresado en la revelación: una asimilación al misterio de Cristo, según las palabras del Apóstol: “Los que él desde siempre ha conocido, los ha predestinado también a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos...” (Rm 8, 29). Este designio salvador se realiza de parte de Dios primero con la predestinación, la vocación a la vida cristiana, la justificación o santificación, la glorificación final (Cfr. Rm 8, 30). Por parte de los fieles se responde al don recibido con una acogida consciente y comprometida de este designio: conversión a la palabra, aceptación en la fe y en el bautismo del misterio de Cristo, lucha contra el pecado, búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios, perfección en el amor, imitación de Cristo, configuración a Cristo, servicio por Cristo... Se llega así a una realización del designio de Dios: los cristianos se convierten en verdaderos «hijos del Padre» «conducidos por el Espíritu», plenamente integrados en Cristo y en la Iglesia y llegan a la plenitud de una vida mística, marcada por la participación en los divinos misterios.

En efecto, la liturgia, momento último de la historia de la salvación, como le gustaba decir a S. Marsili, es el espacio y el tiempo eclesial, conmemorativo, experiencial del contacto con el Dios viviente, el lugar primordial de una historia de la salvación que continúa en la Iglesia; es un momento metahistórico, en el que la eternidad irrumpe en el tiempo, lo divino en lo humano, la gracia en la libertad y se reanuda constantemente la relación con la santidad de Dios que se comunica a sus criaturas. Por medio de la liturgia nos hacemos contemporáneos del misterio y de los misterios de Cristo en el tiempo, y Él se hace contemporáneo nuestro en el tiempo desde la eternidad.

Y se quejaba este gran liturgo, uno de los que más y mejor ha tratado este tema actualmente, de que «a pesar de la centralidad del concepto de santidad y santificación propios de la esencia misma de la liturgia, esta palabra no se encuentra normalmente tratada en los Diccionarios de Liturgia, incluso los más recientes. El Catecismo de la Iglesia Católica repite constantemente en el ámbito de la doctrina sobre la liturgia este concepto central de la comunicación de la vida divina»[19].

Por esta razón, para asegurarme esta verdad de liturgia completa, con iniciativa divina y respuesta eclesial, prefiero y cultivo la oración personal como previa, concomitante y asimiladora de la acción litúrgica. Y para mí, lo primero, personalmente, es encontrarme con la mirada de Dios sobre mí y esto lo hago con la oración personal, valga la redundancia, y ahora te explico.

Todos sabemos que Eucaristía, que se realiza por la Plegaria Eucarística, es la «fuente y cumbre» de toda la vida y apostolado de la Iglesia. Pero de qué me valen tantas misas y comuniones si no hay encuentro personal con Cristo… si yo durante la misa no estoy respondiendo a su amor, hablando, pidiendo, pensando en Él… aunque toda la liturgia la haga perfecta en gestos y palabras, tiene que ser «activa, consciente y piadosa», para que se realice el encuentro con Jesucristo Salvador. Y todos sabemos el significado de estos términos.

De qué me vale que Dios quiera ser mi amigo, quiera comunicarme su vida, si yo no quiero encontrarme con Él, o estoy distraído o no tengo interés. Más claro: de qué vale toda la salvación de Cristo si yo no me encuentro con ella, de qué me vale todo el proyecto de amor de Dios sobre mí si yo no ejercito la fe, la esperanza y la caridad que son las virtudes que nos unen directa y sobrenaturalmente con Él y por medio de ellas encuentro, amo y espero el misterio de Dios.

La oración personal es el ejercicio y la práctica de la fe, del amor y de la caridad, virtudes sobrenaturales que nos unen directamente con Dios. Esencialmente la oración personal es querer responder al amor de Dios, porque el que quiere amar a una persona, la busca, la encuentra y habla con ella y se goza con ella y la ama. Pero aunque esté toda la vida con una persona, si no la busco y la encuentro y hablo y la amo, no habrá encuentro personal con ella; como raíles de un tren, o compañías de esposo o esposa que no quitan soledad.

Y para que nadie piense que no valoro la liturgia y los sacramentos en su justa medida o que esto es una opinión personal y subjetiva no fundada en la teología o tradición de la Iglesia, paso a poner unos textos de otros autores, con mayor autoridad que yo.

 

7.- LA ORACIÓN PERSONAL, FUNDAMENTO DE LA SANTIDAD Y DEL APOSTOLADO CRISTIANO, EN LA CARTA APOSTÓLICA DE JUAN PABLO II  NOV OMILLENNIO INEUNTE

 

Por eso, qué razón tiene el Papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, cuando invitando a la Iglesia a que se renueve pastoralmente para cumplir mejor así la misión encomendada por Cristo, nos hace todo un tratado de apostolado, de vida apostólica, pero no de métodos y organigramas, donde expresamente nos dice «no hay una fórmula mágica que nos salva», «el programa ya existe, no se trata de inventar uno nuevo», sino porque nos habla de la base y el alma y el fundamento de todo apostolado cristiano, que hay que hacerlo desde Cristo, unidos a Él por la santidad de vida, esencialmente fundada en la oración, en la Eucaristía.

Insisto que el Papa, en esta carta, lo que quiere es hablarnos del apostolado que debemos hacer en este nuevo milenio que empieza, y al hacerlo, espontáneamente le sale la verdad: lo que más le interesa, al hablarnos de apostolado, es subrayar y recalcar la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad y unión con Dios es la oración, por eso nos habla de la necesidad absoluta de la oración, alma de toda acción apostólica: actuar unidos a Cristo desde la santidad y la oración... caminar desde Cristo, porque aquí está la fuente y la eficacia de toda actividad apostólica verdaderamente cristiana.

Qué pena tengo, pero real, que después de esta doctrina del Papa, Congresos y Convenciones, en Sínodos y reuniones pastorales, sigamos como siempre, hablando de acciones con niños, jóvenes, adultos, si tenerlas así o de la otra forma, poniendo en el modo toda la eficacia dando por supuesto lo principal: “sin mí no podéis hacer nada”; y para eso el camino más recto es la oración personal para enseñar y llevar a efecto la de los evangelizandos.

Si yo consigo que una persona ore, le he puesto en el fín de todo apostolado, en el encuentro personal con Dios, al que tratan de llevar todas las demás acciones apostólicas intermedias, en las que a veces nos pasamos años y años sin llegar a la unión con Dios, al encuentro personal y afectivo con Él.

El camino y la verdad y la vida es Cristo, y sin encuentro personal con Él no hay cristianismo, y el camino para encontrarnos con Él —ningún santo y apóstol verdadero que no lo ha dicho y hecho--, es la oración: «Que no es otra cosa oración sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

La oración es el apostolado primero y fundamental, es empezar hablando con Él y pidiendo, para que nos diga qué y cómo llevar directamente las almas hasta Él, para no ir sin Él a la acción o las mediaciones, que a veces no llegan hasta Él; luego vendrán los medios, que son a los que únicamente llamamos y tenemos por apostolado, acciones apostólicas, que deben llegar y dirigir la mirada hasta Él, pero a veces nos entretenemos en eternos apostolados de preparación para el encuentro. ¡Cuánto mejor sería llevar a las almas hasta el final, enseñarle y hacerle orar, y desde ahí recorrer el camino de santificación!

La santidad es la unión plena con Dios. Y para esta unión plena y transformante en Dios, el camino principal y fundamental y base de todos los demás es la oración contemplativa o infusa de Dios en el alma. Como por otra parte, “sin mí no podéis hacer nada” y “todo lo puedo en aquel que me conforta”, resulta que quien está totalmente unido a Dios y el que más agua de gracia divina puede llevar a los surcos de la vida de los hombres y del mundo, el mejor apóstol es el que más y mejor ora.

Voy a recorrer la Carta, poniendo los números pertinentes con su mismo orden y enumeración, para que, quien quiera ampliarlos, pueda hacerlo acercándose a la Carta, porque yo sólo cito lo que considero más importante.

Insisto que al Papa, lo que más le interesa, es hablarnos del apostolado, del nuevo dinamismo apostólico que debe tener la Iglesia al empezar el Nuevo Milenio, pero al hablarnos de apostolado, quiere subrayar y recalcar, como el primero y fundamental, la necesidad de la espiritualidad de todo apostolado, y para eso, la meta es la santidad, la unión con Dios y el camino imprescindible para esta santidad es la oración; cuanto más elevada sea, mejor, porque indica mayor unión de transformación en Dios. Por eso nos habla de la necesidad absoluta de santidad por la oración como el alma de todo apostolado.

Paso a citar algunos de los textos de la Carta Apostólica Novo millennio ineunte donde el Papa nos habla de esta experiencia de Dios; lo hago tal cual está escrito en la Carta.

 

 

1.8.2.- Un nuevo dinamismo

 

15. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral posjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: «Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria» (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

 

16. «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.

 

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf Jn 15, 26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. Ib. 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1Jn 1, 1).

 

El camino de la fe

 

19. «Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles «las manos y el costado» (ib). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf Lc 24, 13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf Jn 20, 24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Esta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf Mt 16, 13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la «gente» que es él, recibiendo como respuesta: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16, 14). Respuesta elevada, pero distante aún —y ¡cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, Jesús es muy distinto. Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los «suyos»: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

 

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (16,17). La expresión «carne y sangre» evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «revelación» que viene del Padre (cf ib). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús «estaba orando a solas» (Lc 9,18).

Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

 

 

La profundidad del misterio

 

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): «Una persona en dos naturalezas». La persona es aquella, y sólo aquella, la Palabra eterna, el hijo del Padre con sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como elapóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente:

«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

 

23. «Señor, busco tu rostro» (Sal 27[26],8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67[66],3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».

Jesús es el «hombre nuevo» (cf Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la «divinización», a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.

Rostro del Resucitado

 

28. La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llora por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21). Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Jesu, dulcis memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retorna hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 3,8).

 

CAPITULO 3

 

CAMINAR DESDE CRISTO

 

29. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad.

Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

 

LA SANTIDAD

 

30.- En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad...Este don de santidad, por así decir, se da a cada bautizado...“Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” (1Tes 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor” (Lumen Gentium, 40).

 

31.- Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias... Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno... Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

 

LA ORACIÓN

 

32.- Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos:“Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr. SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

 

33.- La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual, que encuentre también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”. ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el “arrebato del corazón”. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparte del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino “cristianos con riesgo”. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral... Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más, para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.

 

 

Primacía de la gracia

 

38.- En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf Jn 15, 5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: «en tu palabra, echaré las redes» (ib). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración”.

 

Escucha de la Palabra

 

39.- No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

 

Anuncio de la Palabra

 

40.- Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo.

 

 

8.- LA PEOR POBREZA DE LA IGLESIA ES LA POBREZA MÍSTICA, ESTO ES, POBREZA DE VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU DE CRISTO, ESPÍRITU SANTO

 

Terminado este testimonio del Papa Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, quisiera añadir que la mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Más grave lógicamente en los seminarios y noviciados o casas de formación, porque de ahí tienen que salir los directores de apostolado y vida cristiana.

Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el mismo sacerdote, como para el apostolado y la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa, que asi se lo recuerda en sus nombramientos, y la responsabilidad  viene del Señor. Todos somos responsables y todos tenemos que formar hombres de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos.

Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes.

Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato frecuente, personal y afectuoso con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son los obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Y luego se le nota, porque les sale del alma.

Aquí se lo juega todo la Iglesia, la diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que ser algo que le salga del corazón, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor loco por Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo.

Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma, se olvida o no se acierta.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios!¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristianas, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas sólo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre diré y repetiré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sacerdocio como profesión, no como misión, en lugar y en la persona de Cristo; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

  

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS

 

2. 1.- LA EXPERIENCIA DE DIOS, DESDE LA RAZÓN  HUMANA Y  LA FE CRISTIANA

 

            Si el hombre entra dentro de sí mismo y se pregunta: ¿Por qué existo?, ¿cuál es la razón de mi existir? tendrá que responderse: La razón de mi existir no puedo ser yo, sino alguien distinto y anterior a mí y, en definitiva, a todo lo que existe; es el “proyecto inteligente” de la creación, que se explica en las escuelas de Estados Unidos, y que no excluye cierta evolución de las cosas; pero el hombre y el mundo, todo tiene un principio y un fin inteligente; hemos sido creados, en definitiva con inteligencia y por una Inteligencia: Dios.

            Para los creyentes no hay duda: si existo, es que Dios me ama; soy esencialmente más que un dato perdido en el cosmos y que existe por casualidad, como afirma el existencialismo o los evolucionistas o los del big bang, por no querer admitir un proyecto inteligente del mundo y del hombre y no querer llamar a las cosas por su nombre: Dios es, en definitiva, por evolución y creación, el Creador; yo soy un proyecto de Dios, soy una imagen de Dios, que aún no se ha terminado de realizar por entero, soy las esperanzas y deseos que alguien ha depositado en mí, porque piensa realizarlas, yo no las sé fabricar, las voy descubriendo poco a poco si entro dentro de mí, porque soy un proyecto del amor de Dios, que empieza aquí, pero que no acaba aquí; yo soy espíritu finito, como explicaba muy bien un profesor de la Gregoriana, Alfaro: como espíritu, estoy abierto a lo Infinito y Absoluto de Verdad, Vida y Amor que deseo desde lo más profundo de mi ser; pero, como finito, yo no puedo alcanzarlo; no puedo lograr  todo lo que deseo y siento dentro de mí.Qué grande es ser, existir, ser hombre, mujer... Dice un autor de nuestro días: «No debo, pues, mirar hacia fuera para tener la prueba de que Dios me ama; yo mismo soy la prueba. Existo, luego soy amado» (G. Marcel).

            La Tradición cristiana habla del deseo de Dios puesto en la naturaleza humana, creada a su imagen y semejanza. El primer hombre, Adán, deseó y quiso ser como dios: noble aspiración que quedó frustrada al tratar de conseguirlo rechazando el único camino posible que Dios le ofrecía, cumplir su voluntad. Es la confesión de San Agustín: «nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti».

Adán no entendió el sentido completo de su creación: Dios soñó con él y lo creó porque lo amaba, pero también en el mismo proyecto entraba y quiso que el hombre le amara, viviera en amistad eterna con Él. Por eso empezó bajando todas las tardes a hablar con el hombre en un paraíso. Es decir: Dios  ha creado al hombre porque le ame y también para que  le ame, para que entre en la experiencia de su misma Esencia y Amor Trinitario. Pero es finito. Necesita que el Amor de Dios venga antes a Él para que el hombre pueda amarlo con el mismo amor con que Dios le ama, a semejanza del amor con que el Padre ama al  Hijo y el Hijo al Padre en el  mismo amor de Espíritu Santo.

  Esta misma tentación de Adán la tiene el hombre moderno: «yo soy lo absoluto, yo no tengo relación al Absoluto, por eso, yo hago lo que me apetece; lo que me apetece a mí es lo que está bien, lo que no me apetece a mi, está mal»; ya no es Dios quien dice la verdad y dicta el bien del hombre, es el hombre el que decide lo que está bien y lo que está mal, sin tener en cuenta la Verdad  y el Amor de Dios que le hizo a su imagen y semejanza.

            Como consecuencia, cada día estamos más vacíos de Dios, de su verdad y felicidad, que se reflejan en los llamados valores humanos, porque nos alejamos del proyecto de Dios, impreso en la misma naturaleza humana, hecho a imagen y semejanza de Dios.   

            Ahora no se respeta ni la vida, don sagrado desde que es concebida hasta que muere, por venir de Dios en definitiva; ahora el hombre decide y mata y, al hacerlo, se está matando a sí mismo en su ser y en sus valores; ahora se mata la vida al principio, con el aborto, y, en la ancianidad, con la eutanasia, y, al no respetar la ley natural de desear la vida y protegerla, al rechazar el mandato de “no matarás”, ya los esposos han llegado a matarse entre sí, y a veces con los hijos, nacidos de sus entrañas, cosa que no hacen ni los animales; así que ya estamos por debajo de los animales en muchos aspectos, por no respetar la ley natural impresa por Dios en la misma naturaleza humana, a imagen y semejanza de Dios.

            De esta forma el hombre moderno está destruyendo nuestra semejanza con Dios. Es ateo teórico y práctico. Así estamos… La grandeza del deseo del hombre plantea una alternativa radical. O bien confía su futuro a sí mismo como Prometeo, y entonces se enfrenta a la contradicción y al absurdo sartriano, porque el hombre sin Dios es pura nada, o bien espera la fuerza más allá de este mundo. Sólo en este caso la esperanza en lo Absoluto es posible.

Pero en este caso, la existencia humana ha de entenderse como don y capacidad de recibir gratuidad como ser constitutivamente relacionado, en vez de definirse exclusivamente como autoafirmación y autarquía.

            Jacques Philippe, autor muy leído en nuestro tiempo, nos dice que una de las necesidades más imperiosas en el hombre es la de su identidad: «tenemos necesidad de saber quiénes somos, de existir a nuestros propios ojos y a los de los demás. Todos vivimos una «falta de ser», una falta extremadamente profunda. Tan arraigado está este deseo de identidad, que puede conducir a aberraciones: algo que constatamos especialmente hoy en día en hombres y mujeres (jóvenes la mayoría) que son capaces de presentar la apariencia más inverosímil por el simple hecho de existir ante ellos mismos y ante los demás según unos modelos propuestos por el ambiente cultural o los criterios de una moda cambiante con los que se identifican. Los medios de comunicación son el vehículo que difunde este aluvión de modelos: el joven y dinámico ejecutivo, el futbolista de la selección, la top-model, o el amo del barrio».[20]

.           En un plano muy superficial, con frecuencia esta necesidad tiende a saciarse con el tener, con la posesión de bienes materiales o con determinado estilo exterior de vida: me identifico con mis bienes, mi aspecto físico, mi moto y mi yate... Se produce entonces una terrible confusión al pretender colmar la necesidad de ser con el tener. Las cosas pueden hacer ilusión durante algún tiempo, pero ésta no durará mucho: los sinsabores llegarán enseguida... ¡Cuántas personas han acabado dándose cuenta de que sólo se interesaban por ellas a causa de su dinero, y no de ellas mismas! Y, tras haber vivido algún tiempo como los «reyes de la fiesta», de repente se encuentran devueltos a una terrible soledad.

            Con mentalidad cristiana lo describiríamos así: En el plano psicológico y espiritual la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado. A esta necesidad de amor, de comunión, aparecen inevitablemente ligadas otras necesidades fundamentales: la de la verdad (para amar hay que conocer) y la de la identidad (para amar hay que ser). A estas tres necesidades fundamentales les corresponden las tres facultades espirituales que distingue la teología tradicional: la voluntad, la inteligencia y la memoria. Las virtudes teologales permiten encontrar en la relación con Dios la satisfacción última de estas necesidades: la fe posibilita el acceso a la verdad, la esperanza ayuda a hallar en Dios la seguridad y la identidad, y la caridad nos hace vivir en comunión de amor con Dios y con el prójimo.

            Gracias al amor de Dios manifestado en Cristo, el hombre tiene ante sí, no ya un ciego destino o puro y austero deber que cumplir, sino una vida auténticamente nueva, la vida infinita e insondable de Dios, que quiere llenar de luz y de amor toda su vida. En esta vida o sentido de vida, la novedad, el misterio y la sorpresa estarán siempre presentes y en cada paso humano.

            Hoy, en esta hora de la llamada “post-modernidad”, del fin de la Ilustración, y en la encrucijada también de un nuevo milenio, la palabra “mística” parece andar en boca de todos. ¿Será sólo eso, una moda pasajera, como una nube de verano, o tal vez un indicio sintomático de que algo nuevo está adviniendo? Fue un agnóstico, André Malraux, el primero en decir rotundamente que “el siglo XXI o será místico o no será”. Ante esta frase, quién no recuerda la otra tan conocida y repetida de Karl Rahner: “el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano”.

Mi intención y deseo es hablar de la Experiencia de Dios, tan actual en la Teología moderna y en los documentos de la Iglesia, desde el Vaticano II hasta el Papa Juan Pablo II, y tal como se encuentra expuesta en los mismos. Precisamente Juan Pablo II, gran Papa, nos dejó su Carta Apostólica Novo millennio ineunte, para orientar toda la actividad, todo el apostolado de la Iglesia en este siglo que ha empezado.

             

 

 

2. 2. UN PROGRAMA PASTORAL PARA LA ESPERANZA

 

Muy claro y alto lo ha dicho Mons. Rouco Varela últimamente[21]:

 

«III. Un programa pastoral para la esperanza. Permítanme recordar algún aspecto de tales prioridades: «La floración de santos ha sido siempre la mejor respuesta de la Iglesia a los tiempos difíciles». En esta afirmación notable se centra la llamada que el Plan Pastoral pone a la cabeza de sus prioridades cuando invita al encuentro renovado con el Misterio de Cristo. Porque, en efecto, si «la santidad ha de ser la perspectiva de nuestro camino pastoral y el fundamento de toda programación», es precisamente porque ser santos no consiste en otra cosa que en la transformación de nuestras vidas a imagen de Cristo y en virtud de la fuerza de su Espíritu. El cultivo de la vida interior, en la escuela de los grandes maestros de nuestra tradición mística española, es el medio imprescindible para el camino de la santidad en el que nuestras iglesias se hallan, gracias a Dios, cada vez más seriamente empeñadas.

            Naturalmente, si no hay Dios, no hay santidad; sin la presencia del Dios vivo en medio de la existencia humana, la palabra «santidad», resultaría poco más que un vocablo anticuado o carente de sentido. La transformación de la vida en Cristo es nada más y nada menos que la divinización de nuestro ser, otorgada por el Espíritu del Redentor. Esa es la vocación a la que está llamado cada ser humano: la comunión de vida con el mismo Dios, el Santo.

            De ahí que --según nos pide el Plan Pastoral en un párrafo que merece la pena citar-- sea «preciso poner a Dios como centro de nuestro anuncio y de toda la pastoral; hablar de Dios no como de un aspecto o tema de la fe, sino como el objeto central, el principio y el fin de toda la creación, el sentido, fundamento, plenitud y felicidad del hombre. Hoy no son suficientes los signos de solidaridad; son necesarias las palabras que desvelen a la humanidad el rostro del Dios único y verdadero.

Hay que volver a hablar de Dios con lenguaje fresco y vital. Hemos de anunciar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, comunidad de amor, que nos invita a su amistad; que por Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, nos ha redimido y nos da la posibilidad de ser hijos de Dios por la donación del Espíritu Santo; que a través de la Iglesia y de los sacramentos nos comunica la vida divina, que es la gracia, anticipo de la vida y la felicidad eterna, a la que estamos llamados».

            «Anunciando sin descanso el amor eterno de Dios por cada persona, la Iglesia presta a la Humanidad el mayor de los servicios. Algunos dirán que se trata de una tarea absolutamente trasnochada e inútil; no faltará incluso algún católico que, desorientado por los cantos de sirena del modo de vida inmanentista, considere secundaria la referencia a Dios y a la Vida eterna para la existencia en este mundo.

Sin embargo, no sólo la experiencia creyente, sino también la mera experiencia histórica pone hoy de manifiesto que las viejas ideologías agnósticas y ateas son absolutamente incapaces de dar lo que prometen; es más, la historia del siglo XX ha dejado en evidencia sus consecuencias reales. Prometieron liberación y acabar con los desfavorecidos…

            El programa pastoral señalado en nuestro Plan pastoral es, por tanto, un programa de esperanza. El programa de la santidad, de la unión con Dios, es el programa del futuro».

            Para esto ha creado Dios al hombre, ha venido Cristo, ha nacido y vive la Iglesia, para esto son en definitiva todos los apostolados de la Palabra y de los Sacramentos, la razón de todo nuestro ser y existir sacerdotal y eclesial: para la unión con Dios, para la alabanza y la gloria de la Trinidad, gozo infinito y eterno del hombre, como lo expreso en el título del libro.

Si existo, es que Dios me ama y me ha llamado a compartir una experiencia de amor eterna con Él; y este sentido de la vida del hombre y esta razón es hoy sumamente urgente y necesaria en un mundo ateo, sin noticia de Dios.

Quiero expresar que mi intención es la misma que tenía San Juan de la Cruz en sus escritos: tratar de la unión plena y transformación del alma en Dios, como el mejor apostolado, la mayor gracia y el mayor bien personal y apostólico que puedo hacer a mis feligreses y a la Iglesia. Por eso, este libro tiene un carácter y un tono de invitación a vivir esta experiencia de Dios en nosotros.

Para San Juan de la Cruz, el camino para esta experiencia o unión con Dios es la oración; pero no en sus primeros grados; por eso no hablo de la oración en general, como ya lo he hecho en alguno de mis libros;  ahora no quiero hablar de la oración meramente discursiva o meditativa, sino sólo y exclusivamente de la oración contemplativa, de la «teología mística» o «contemplación infusa» como él las denomina muchas veces.

Porque ésta es la auténtica experiencia de Dios, que tantos y tantos santos, canonizados o no, tienen y han  tenido, sentido y hablado y  escrito en la Iglesia de Dios. Y esta doctrina no quiero tratarla  fríamente, como si fuera una lección, sino que quiero darle el tono de una homilía,  que,  a la vez que instruye, anima a vivir  la doctrina.

Y lo hago así, porque el mismo San Juan de la Cruz, aunque dedicaba alguna de sus obras a personas determinadas, no las escribía exclusivamente para ellas  ni siquiera para los o las Carmelitas; sino para todos, como así lo expresa muchas veces en sus escritos, lamentándose de que no todos llegaban a las alturas de la oración contemplativa y pasiva, - teópata-, como se dice actualmente, ya que se trata de un camino común, que pertenece al desarrollo normal de la vida de gracia de Dios, que todos podemos vivir:  «¡Oh almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas, qué hacéis, en qué os entretenéis!. Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma pues para tanta luz están ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos de tantos bienes hechos miserables e indignos!» (CB. 39, 7).

 Pretendo, pues, con este escrito animarme y animaros a todos a que hagamos oración y tratemos de amar más a Dios sobre todas las cosas, porque Él quiere hacernos felices en totalidad y hartura de  divinidad, y el camino para todo esto es la oración, en etapas medias, «proficientes» y más elevadas, previa y concomitantemente  purificatorias e iluminativas, en las que el Espíritu Santo, el amor de Dios, nos dispone pasivamente por nuestra parte, para su más alta unión y comunicación, por medio de la contemplación infusa de su ser y existir infinitos, llenos de hermosura y felicidad, para la cual nos creó y para la cual existimos. 

Cuando Dios se comunica más abundantemente al alma, cada uno de nosotros se ve y se descubre y se siente elegido y preferido a millones de seres que no existirán nunca, y nuestra mirada de fe, llena de luz divina, se encuentra con Dios mirándonos con mirada llena de ternura  en su misma esencia, en su Imagen-Idea-Esencial, en la que se goza y se recrea con todas sus complacencias, y donde, por la oración de la misma luz divina, nosotros nos sorprendemos eternamente amados por un Padre, al que ya nunca podremos igualar en tiempo e intensidad, por la ventaja que nos lleva en el amor, amándonos desde toda su esencia divina y eternidad...

Cuando uno siente que Dios existe y es Verdad, que Cristo existe y es Verdad y me ama, que su Amor-Espíritu Santo existe y es verdad y vive en nosotros y esto se siente y se experimenta como Él lo siente en su mismo Espíritu Amor Personal y nos lo da por participación, porque nosotros no podemos ni sabemos fabricar estas experiencias y sentimientos y amores infinitos, que a veces sentimos…; cuando la simple criatura se ve y se siente amada y preferida singular y eternamente por Dios, más amado por Él que por nosotros mismos,  -Dios me ama más que yo me amo y me pueda amar a mí mismo y esto es verdad y lo siento y no es pura teoría, es carne de mi carne y me amará así ahora y siempre, y Él me ha creado para que yo le ame- ¡qué confianza, qué seguridad, qué gozo, Dios mío, penetra todo el ser y lo domina y lo eleva y lo consume, recibiendo  un beso de su mismo amor eterno participado, pronunciando mi propio nombre en su Palabra llena del Amor de su mismo Espíritu!; Palabra pronunciada y escrita luego en carne humana  en su Espíritu, Espíritu Santo.

Todos nosotros estamos llamados a compartir su misma contemplación esencial, en la que Dios, viéndose tan lleno de Vida, de Amor y Hermosura, tan lleno de fuego esencial volcánico de Amor infinito y sintiéndose infinitamente feliz y gozoso en sí mismo decide crearme y hacerme partícipe de su misma dicha y felicidad  y por sí mismo, sin consumirse, me sumerge en olas eternas de felicidad y amor eterno y trinitario.... vida de cielo que ya ha comenzado  y algunos lo sienten y experimentan verdaderamente, tan cierto y seguro y vivo, como Dios mismo comunicado vivencialmente, ¡sentirse amado así y de verdad por Dios! 

Por eso, qué cariño, qué certeza, qué seguridad, qué necesidad tengo de oración, cómo la defiendo con uñas y dientes, aunque muchos lo ignoren, qué hambre y necesidad tengo de este camino, único que me lleva a esta presencia, a esta unión, a esta amistad, a esta comunicación, a este estar dichoso y feliz con Él y en Él, a esta experiencia del Dios vivo y verdadero, a este amar  a Dios sobre todas las cosas, que yo llamo oración infusa o contemplativa y que es Dios mismo encontrado, tratado, amado, experimentado, contemplado en su amanecer eterno y trinitario, o “en la Palabra hecha carne”, especialmente carne de Eucaristía, “en su Palabra y la Palabra estaba junto a Dios”, Palabra del Hijo Amado pronunciada, como dice San Juan de la Cruz, en silencio trinitario, y que debe ser escuchada en el silencio de la oración, porque está pronunciada en su Espíritu de Amor Personal, que, como dice el Señor, “le conoceréis porque permanece en nosotros”; es sólo por la oración, por el silencio interior, como se pueden conocer estas cosas y realidades del Espíritu, del Amor Personal de Dios. Como entre los hombres, sólo por el amor la madre conoce al hijo mejor que los psiquiatras y médicos; el amor conoce al objeto poniéndose en llamas y fundiéndose en el mismo fuego con la persona amada.

La experiencia de Dios es siempre y únicamente en el Espíritu Santo de Amor, y jamás en lo que no sea Dios personalmente; la experiencia mística es una experiencia directa, de tú a tú con la Santísima Trinidad, experiencia participada, creada, limitada, pero no indirecta, la que se pueda tener en  otras personas o apostolados o acciones, aunque sí por medio de ellas, pero actuando siempre Dios en lo profundo del ser.

La experiencia de Dios auténtica es Dios mismo, cuya presencia yo sufro, por eso soy patógeno, pasivo, no la hago ni la fabrico yo con mis acciones, aunque estén llenas de amor a Dios; la experiencia de Dios es Dios mismo: “Si alguno me ama, mi Padre le amará – el amor personal de Dios es el Espíritu Santo-- y vendremos a él y haremos morada -- oración pasiva, encuentro permanente, soy patógeno--,   en él”…y así me sumerjo en la eternidad de la contemplación trinitaria-oración divina en el mismo seno de Dios...

Y todo esto es por la oración. Este es el camino propio y adecuado, la oración personal que nace y crece en la oración litúrgica, especialmente la oración eucarística: misa, comunión, presencia. La oración litúrgica es la base, la gracia primera, que antecediendo, acompañando y continuando toda relación con la Santísima Trinidad, toda comunicación, todo don, toda gracia  sacramental y extrasacramental, nos llevará a la unión perfecta con Dios, en cuanto es posible en esta vida,  por la liturgia, sacramentos y palabra.

La vida litúrgica es cumbre y cima de toda la vida de la Iglesia, especialmene por la Eucaristía; pero no hay que olvidar, que la Eucaristía es esencialmente Plegaria Eucarística, y toda la celebración y unión con Dios, litúrgica y no litúrgica, debe estar precedida, acompañada y finalizada, debe estar bañada por la oración personal, como jugo gástrico que envuelve de su presencia todo alimento, para que pueda ser digerido por el espíritu del sujeto y se convierta en alimento vitamínico.  

La oración personal litúrgica debe envolver toda nuestra relación y comunicación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo,  con una contemplación que empieza aquí abajo por la gracia como semilla que florece ya en primavera eterna, experimentada y contemplada, porque anticipa los bienes escatológicos: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!»

 Mucho se habla hoy de la experiencia de Dios, de su vivencia, pero muchas veces se pone, en las mismas escuelas de oración, más hincapié en técnicas de hechos y dichos que en vivir y prepararnos para cuando Dios quiera dárnosla cuando quiera y como quiera; la experiencia sólo la da Dios, nosotros sólo podemos pedirla y disponernos mediante esas purificaciones profundísimas a las que Dios somete al alma.

La liturgia, especialmente la liturgia eucarística, nos invita a ofrecernos con Cristo al Padre, haciendo de nuestra vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, comulgando con sus sentimientos y actitudes de salvación y redención del mundo, realidades permanentemente presentadas ante Dios y los hombres en el memorial eucarístico, donde se hace presente por el Hijo su amistad y su ayuda y su mandato de ir por el mundo a  predicar a todo viviente que Dios tiene un proyecto de eternidad para el hombre, que el hombre es más que hombre, más que este espacio y este tiempo y estas luces y estas hermosuras creadas, que el hombre es eternidad llamada a vivir la misma vida y hermosura y amor de Dios infinito...

Por eso la necesidad de vivir lo que predicamos y celebramos, para poder hacerlo bien, hacerlo en “Espíritu y Verdad”; para hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable a Dios y para eso, el camino es la oración hecha liturgia, donde  necesito decírselo, pedirlo, adorarlo y vivirlo.. .tengo que vivir lo que comulgo, tengo que comulgar con las actitudes y sentimientos de Cristo: “el que me coma, vivirá por mí”... y esto exige relación continua con Él, tratar continuamente con Él, ayuda continua de Dios,  luz continua de Dios, petición continua de perdón, de gracias, de volver a empezar, de no instalarse, para que la misa, la liturgia sea verdadera y que Él continuamente nos lo recuerda haciendolo presente en la liturgia, por medio de su Espíritu Santo, que es la «memoria», el memorial permanente de su palabra y acciones.

El Cristianismo es tratar de vivir como vivió Cristo y, en Cristo, su relación o encuentro y unión con el Padre es esencial y permanente. Así vivió y trabajó y predicó y murió y resucitó Cristo; para eso se encarnó y vino en nuestra busca, para que tuviéramos esta misma unión con los Tres; por eso quiso que viviéramos su misma vida, sus mismos sentimentos, su mismo amor al Padre y a los hermanos por el Padre y que empieza por “si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”; luego “ amad como yo os he amado”, “el que me coma vivirá por mí”, esto es, mi misma vida, porque yo viviré en él; para terminar “si alguno me ama, mi Padre también le amará y vendremos a él y haremos morada (de amor) en él”.  Pero si Él no me da ese amor de su mismo Espíritu con que Él ama, yo no puedo amar así.

Nosotros para eso hemos sido creados, para eso vino Cristo, para eso existen la Iglesia, los sacramentos, la liturgia...  el camino y la fuerza y el alimento para este amor es la oración,  que es la atmósfera, el ambiente que debe envolver toda liturgia y sacramento, el jugo gástrico-espiritual  necesario e imprescindible para que todo pueda ser asimilado en Cristo, en Espíritu Santo; es el aire que tiene que respirar todo ser que quiera vivir en unión y cercanía y diálogo y encuentro permanente con Dios en la liturgia, los sacramentos, la eucaristía, la palabra, la meditación o lectura espiritual, los salmos, los acontecimientos, los signos de los tiempos, desde luego todo nuestro apostolado... todo tiene que estar en diálogo, en oración permanente con Dios, para que todo lo cristiano, todo lo que tengo que hacer en Cristo y por Cristo tenga vida, luz, fuerza, lucha, perdón, gozo y eternidad en el tiempo. Sin oración no hay vida espiritual, vida según el Espíritu Santo

Y ahora quiero decir y subrayar y aclarar una cosa importantísima de la oración como yo la entiendo y la he vivido toda mi vida y seguiré viviendo hasta que me encuentre definitivamente con mis Tres y he enseñado a vivir y está en todos mis libros: orar, amar y convertirse son lo mismo, son realidades, que si son verdaderas, se identifican. Si la oración esencialmente es querer amar a Dios sobre todas las cosas,  esto es imposible, absolutamente imposible, si no quiero convertirme  del  amor que me tengo a mí mismo manifestado en la carne, debido al pecado original, que cambió el amor a Dios por el amor a mí mismo. Sin conversión permanente no hay, no puede haber oración permanente.

Y me gustaría repetir, desde la primera página hasta la última, que orar es no sólo amar, sino «querer siempre amar más» a Dios, porque si ese amor se instala, por falta de conversión permanente, terminará perdiéndose: “Si alguno pone su mano en el arado y mira para atrás, no es digno de mí”; la oración permanente me lleva a la conversión permanente y la conversión permanente necesita la fuerza de la oración permanente; toda la vida diciendo y demostrando a Dios que le quiero más que a mi yo y sus criterios y afectos a cosas y criaturas; por eso, amar a Dios así es convertirse a Él, mirarle, vivirle por la gracia que nos da, amar cómo y con el amor con que Él nos ama, por la potencia de su Espíritu Santo.

Sin conversión permanente no hay oración ni progreso en la intimidad con Dios; la oración sin ella es aburrida, mediocre, termina cansando, aburriendo, porque estamos muy llenos de nosotros mismos y en nuestro corazón, en nuestros criterios, en nuestra vida, en nuestro ser y existir, si no nos vaciamos, no cabe ni Dios, ni Cristo, ni su Evangelio ni la liturgia, ni los sacramentos, -comemos pero no comulgamos con Cristo-, porque estamos llenos de nosotros mismos, nos damos culto de la mañana a la noche y no vivimos más que para el yo que tenemos entronizado en el centro de nuestro corazón y de nuestra vida: somos idólatras de nosotros mismos, de nuestro yo.

Y todos sabemos por la Biblia, desde la primera página hasta la última, que nuestro Dios rechaza a los idólatras, y sin la oración no podemos liberarnos de esta idolatría que nos hace esclavos de nuestro honor y gloria, del dinero, del poder, de la gloria y alabanza propia, y así muchas  veces en la liturgia de Dios, en las cosas de Dios, muchas veces celebramos «nuestra liturgia», la liturgia de nuestra propia alabanza y glorificación, con lo que destronamos a Dios del centro de nuestro apostolado y del altar de nuestra vida y nos entronizamos a nosotros mismos en nuestro corazón en la misma liturgia divina,  que le pertenece sólo a Dios, y así el sacerdocio y la liturgia de Dios los  convertimos en liturgia del propio ego adorado y divinizado, para el cual trabajamos y vivimos...sin ser muchas veces conscientes, porque estamos de tal manera conglutinados e identificados con esas tendencias innatas, que son el pecado original, que somos insconscientes de las raíces de nuestro yo. El  camino para descubrirlo y destruirlo: la oración.

Y para decirlo con San Juan de la Cruz, necesitamos en la Iglesia muchas almas santas de oración contemplativa, que viene de Dios e ilumina lo que los sentidos y pensamientos nuestros no pueden ver y menos corregir, y al venir de Dios lo corrige y purifica todo, sentido y espíritu; es un fuego de Dios que a la vez que ilumina más profundamente las raíces de nuestro yo, y por tanto, de nuestros defectos, los quema como el fuego al madero, para convertirlo todo en llama de amor viva al Señor.

¡Qué pena de muchos seminarios! ¡Es la pena más grande que tengo mirando a mi Iglesia santa, a mi Cristo, del que tenemos que ser presencia y prolongación! ¡Qué pena que muchos «ordenados» ignoremos estas cimas de Tabor, estas realidades creadas por Dios para todos los hombres, que mis feligreses no sepan de estas hermosuras y bellezas y gozos porque yo no haya llegado a estas alturas! ¡Qué pena y dolor verdadero cuando en los seminarios faltan formadores de profunda vivencia espiritual que puedan contagiar a los seminaristas, a los sacerdotes de estas bellezas del amor de Dios, base para un apostolado más vertical y pleno y gozoso y limpio de tanto « yo» y  horizontalismo!

Me gustaría ver entre nosotros, sacerdotes, en mí el primero, más nostalgia de Dios, de la experiencia de Dios; faltan exploradores de la tierra prometida, hombres de oracion contemplativa, que hayan visto y comido los frutos de la tierra prometida por Dios a todos los hombres, y en esto consiste el apostolado cristiano, y puedan luego hablarnos a todos y traernos en su corazón sus dones y alimentos del espíritu.

 Si nosotros, los más altos responsables de la Iglesia, no estamos en esta sintonía, nos hemos quedado en el llano de la oración, de la vida espiritual, de la conversión y mortificación y no hemos subido con esfuerzo y su ayuda, a la altura del Tabor, no podemos conocerlo en plenitud ni entusiasmo suficiente para contagiar a las gentes con Cristo. Sí;  si predicar y hablar bien de Él y del evangelio, lo haremos, pero nos faltará su amor, su fuego, su contagio, su experiencia.

Hay que recibir “en oración con María, la madre de Jesús”, al Espíritu Santo, como los Apóstoles en Pentecostés, para llegar a la “verdad completa”,  y así descubrir y sentir y  gozar todo lo que el Padre nos ha dicho por su Palabra llena de Amor, que hay que contemplar en esta oración. Dice San Juan de la Cruz: «Una palabra pronunció el Padre y fue su Hijo; esa Palabra habla siempre en el eterno silencio y en silencio tiene  que ser escuchada por el alma» (Dichos de Luz y Amor, 98).

Me sorprende en este aspecto San Juan de la Cruz, que dice muchas veces en sus escritos, sobre todo en  la Subida al Monte Carmelo y en la Noche del sentido y del espíritu, que nos va a hablar de oración y de la unión con Dios y luego todo el tiempo, en la mayor parte de la Subida como de la Noche, se lo pasa hablándonos de purificaciones, purgaciones, de mortificaciones de los sentidos, de las potencias del alma, del entendimiento con sus criterios, de la memoria, de la voluntad, del amor con sus afectos desordenados, y de ahí la necesidad de las nadas.

Una parte de ese camino  tenemos que hacerlo nosotros, pero cuando hay que llegar a las  raíces del yo, del amor que nos tenemos a nosotros mismos, que ni siquiera sabemos ni descubrimos,  es Dios el que lo tiene que hacer, porque nadie se mata a sí mismo y aquí hay que morir a todo, y esto cuesta, vamos, es imposible que uno lo haga; por eso, «las nadas», «para poseerlo todo, no quieras poseer nada... para gozarlo todo, no quieras gozar nada...», que en definitiva es  matar el propio yo, para que Dios pueda habitar en todo mi ser, en toda nuestra mente, en toda nuestra voluntad, en toda nuestra alma. Y el camino para esto es la oración personal hecha liturgia  y la litúrgica hecha oración personal en la misma oración de la Iglesia y Comunidad.

Por eso, San Juan de la Cruz está hoy de suma actualidad.

San Juan de la Cruz es además actual con la actualidad perenne de los santos: testigos permanentes de la vida total en Cristo.  La experiencia de Dios, tal como él la vivió, la expresó y la interpretó, tiene una palabra capaz de iluminar a la generación actual del hombre y de los cristianos.

Para nosotros, no tiene ninguna duda, de que San Juan de la Cruz como santo, como doctor y como místico puede ser propuesto como modelo y debe ser escuchado como maestro en este aspecto esencial de la  condición humana que es la Experiencia de Dios[22].

            Juan Pablo II ha expresado repetidamente su admiración y devoción a San Juan de la Cruz. Su actualidad se ennoblece con la del más ilustre discípulo, amigo y heraldo, en la primera cátedra de la Iglesia. Cuando en noviembre de 1982 visitaba el sepulcro del santo en Segovia, se sinceraba: «Doy gracias a la Providencia que me ha concedido venir a venerar las reliquias y a evocar la figura y doctrina de San Juan de la Cruz, a quien tanto debo en mi formación espiritual.

Aprendí a conocerlo en mi juventud y pude entrar en diálogo íntimo con este maestro de la fe, con su lenguaje y pensamiento, hasta culminar con la elaboración de mi tesis doctoral... Desde entonces he encontrado en él un amigo y maestro, que me ha indicado la luz que brilla en la oscuridad para caminar siempre hacia Dios... Sus escritos siguen siendo actuales... Él indica los caminos del conocimiento mediante la fe, porque sólo tal conocimiento en la fe dispone al entendimiento a la unión con el Dios vivo».

           

 

 

2. 3.  LA EXPERIENCIA HUMANA

 

            Por experiencia se entiende el conocimiento inmediato de una realidad físicamente presente. Es un conocimiento vital, personal, intuitivo y subjetivo de las cosas, en reacción al conocimiento prevalentemente abstracto, conceptualista y deductivo.

            En este conocimiento experimental del propio yo se basa el conocimiento intelectivo experimental de otras cosas por connaturalidad y, por ello, el conocimiento experimental estético y el místico. El conocimiento experimental de cosas por connaturalidad es el conocimiento de ellas percibidas como presentes en los efectos de atracción o repulsión, conveniencia o no conveniencia, suscitados por su misma presencia en la naturaleza de quien las conoce: naturaleza percibida por conocimiento experimental intuitivo.    

            Por eso, este conocimiento es a la vez inteligencia y afecto, «noticia amorosa», que diría San Juan de la Cruz, conocimiento connatural por amor, porque une y hace conformes dos naturalezas y dispone a «comprender», como la madre «comprende» al hijo, fundiéndose con el sujeto amado por contacto de amor, haciéndose una realidad en llamas con Él[23].

            “Más en concreto, puede ser definida como un conocer desde dentro, desde la propia relación con las cosas. Todos tenemos algunas experiencias: estéticas, políticas, sociales, deportivas, religiosas, etc. Observando esta realidad vital, que nos afecta, llegamos a intuir, a vislumbrar lo que puede encerrar la experiencia. Así vemos que la experiencia no es algo puramente subjetivo, nacido de la propia fantasía, por más que ésta difícilmente deje de ser un componente de creatividad en la experiencia.

            Pero, en principio, experiencia es la apertura a una realidad objetiva exterior. La experiencia no surge si no hay un objeto que se presente a la sensibilidad en su campo respectivo (el del arte, del deporte, de la política, de la religión, etc.) con una carga de atracción suficiente, capaz de poner en movimiento los mecanismos de la persona ante la que se presenta. Cuando la realidad extrapensante se presenta así a la persona, ésta se siente dominada por aquélla, con mayor o menor fuerza, pero se siente dominada. El sujeto queda a merced del objeto, a veces convirtiéndose en un juguete. El hombre se siente movido, zarandeado, llevado en vilo de acá para allá. El objeto impacta de tal manera al sujeto que no sólo la piel, sino toda la persona recrea en un movimiento de todo su ser lo que está viviendo por dentro.

            La experiencia no es una deducción intelectual. Es algo vital, que se padece en la propia carne; si no, no es experiencia. No es lo mismo deducir lo que es el baño por el hecho de haberlo estudiado con detalle… que la experiencia que tiene quien se ha bañado en el mar en un día de calor. Sin tantos datos explícitamente poseídos y combinados, ella sabe de una manera distinta, sabe desde dentro lo que es el baño.

            La experiencia es la conciencia vital que agarra a la persona y, según la intensidad, pero siempre de alguna manera, la motiva y pone en funcionamiento de huida, deseo, acercamiento, logro o posesión (según los casos y las experiencias). La experiencia surge de la vida y retorna a la vida. Pero no vuelve como fue. La persona es ya distinta, ha cambiado”[24].

            Todos tenemos experiencia de algo. Y esto lo expresamos vulgarmente cuando decimos: «Esto lo sé por experiencia», es decir, porque lo he visto, lo he sentido, he percibido sus emociones o tristezas de una forma directa, presencial, sin mediaciones.

Porque experiencias en lo humano y en lo divino pueden existir de muy diversa intensidad; yo llamo experiencia la que tú sientes cuando estás enfermo, cuando una madre ama a su hijo, todo tu ser, cuerpo y alma está impactado, conmocionado, vive y «sufre» la realidad, porque son experiencias vivenciales, sin mediaciones de conceptos, reflexión, sino directamente de objeto o de sujeto a sujeto, sin intermediarios de ideas o emociones, lo cual  da una certeza de la existencia del objeto, que no se puede lograr con ningún esfuerzo de pensamiento puramente abstracto y deductivo.     Esto, elevado a la vida religiosa y en el grado más elevado, a saber, cuando siento y percibo directamente lo que creo y amo por unión total o transformación por amor en la persona amada, eso es experiencia mística. La experiencia mística es la forma más elevada de amar y conocer a Dios y su misterio.

            La experiencia humana es una toma de conciencia que origina una vivencia afectiva directa e impactante en el sujeto; es una impresión vivencial de la realidad debido a una relación personal con algo o alguien, por quien se ha pasado, con quien se ha vivido, sentido, probado, captado, hecho... Es necesario «haber hecho» una experiencia para poder decir con verdad que se ha tenido una experiencia, pues el «hacer» la experiencia es un elemento intrínseco de la misma. Por eso, en su sentido más amplio, la palabra experiencia significa un contacto con la realidad a través del cual se forma la persona o se construye la ciencia[25].

            J. M. Imízcoz la describe así: «La experiencia es una forma singular de conocer, que puede ser descrita como un conocer «desde dentro», en el sentido de un conocimiento que se da en la vivencia de la propia relación con aquello que conocemos La conciencia de esa relación es la experiencia. La forma suprema de esta experiencia es la que implica una relación con otras personas y se llama comunión.

            Este carácter relacional entre el sujeto que experimenta y el objeto experimentado es el principio constitutivo de toda experiencia, en cuanto ésta es apertura del sujeto a una realidad exterior a la que él tiene acceso. Toda experiencia implica un carácter profundamente subjetivo, único y singular, irrepetible y personal. La experiencia verdadera para J. Mouroux solamente se da cuando es «personal», lo cual implica a la persona en cuanto ella vive o asume la complejidad de las relaciones que entrelazan su existencia, integrándolas en la unidad del propio dinamismo… Es todo el hombre, el hombre total quien experimenta» [26].

 

 

2. 4. CARACTERÍSTICAS DEL CONOCER POR EXPERIENCIA

 

            En un sentido amplio, la palabra experiencia significa un contacto con la realidad a través del cual se forma la persona o se  construye una ciencia. Toda experiencia, por consiguiente, implica al mismo tiempo una cierta pasividad, debida a la presencia de una realidad concreta,  una reacción de la conciencia que interpreta la impresión dejada por la realidad, la acepta o la rechaza, la provoca  y la organiza; se habla entonces de la experiencia de la vida vivida, de la experiencia del mal o de la experiencia científica.

            Aunque es imposible aislar el elemento pasivo del elemento interpretativo y activo, se habla de experiencia solamente donde se verifica una cierta receptividad, un hecho que no puede reducirse a la construcción de la mente[27]


            Las notas principales de este conocer por experiencia son:  

— El primado de la subjetividad en la experiencia, con respecto a su aspecto de objetividad… las cosas son «objeto», objecta, es decir, realidades, que, según su sentido etimológico latino, son «lanzadas» contra el sujeto, que “sufre” el impacto en todo su ser. 

—Su carácter pre-racional, anterior a todo conocimiento o raciocinio sobre dicho objeto, tanto en el modo o en el tema; no es mi inteligencia la que lo descubre razonando, sino que es el objeto el que se me presenta e impone y me comunica su ser esencial. El prefijo «pre» no significa  «irracional», sino que hace referencia a una nueva y más radical racionalidad que es anterior y fundante de toda otra racionalidad.

— La transformación del sujeto que experimenta, ya que la experiencia le «afecta»; es éste el significado de la «afectividad»: el ser «afectado», «tocado», «golpeado»; quien experimenta es “impactado” en el más profundo centro de su ser y existir y se siente distinto.

— Un nuevo saber: es la dimensión de la experiencia a nivel de conocimiento; tener experiencia de algo, por ejemplo, el dolor, el placer, el amor, la oración, etc., es establecer con lo experimentado una forma de conocimiento no meramente discursivo o intelectivo, sino el «sápere», que es gustar, sentir; cuando en esta oración pedimos al Espíritu Santo: «da nobis in eodem Sancto Spiritu recta sapere y de ejus semper consolatione gaudere»… pedimos no solo entender las cosas o a Dios, sino gustarlo, sentirlo, experimentarlo «danos gustar, sentir las cosas santas y gozar siempre de su consuelo», pero siempre en la línea de conocer por amor, por contacto «de llama de amor viva que hiere de mi alma en el más profundo centro», como dice San Juan de la Cruz.[28]

            La más profunda diferencia entre estas dos formas de saber estriba en que el saber «conceptual» alcanza su objeto de modo indirecto y el sujeto ejerce sobre él un dominio de «comprensión», es decir, con el concepto lo “aprehendo”; mientras que en el saber «experiencial», lejos de «poseer» el objeto experimentado, es la realidad la que me posee, me domina, me lleva de acá para allá.

            De este modo, la experiencia descubre un saber, que no es un tipo de conocimiento inferior o irracional, sino que es un saber incontrovertible, ya que la realidad experimentada se presenta como un testimonio irresistible por sí mismo, atestiguándose como «certeza». Es un saber que, además, tiene carácter de «revelación», en el sentido de que nos permite descubrir un nuevo sentido de la realidad, ya que nos desvela una dimensión de ella, que no nos era accesible a través del saber meramente racional.           Pero hay que comprender bien lo que significa pasividad. Para A. GUERRA «Laexperiencia es un acto personal y dinámico; reducirla a un estado puramente pasivo sería destruir su verdadero sentido. La persona, al experimentar actúa; es pasiva y activa al mismo tiempo. Hay una pasividad-pasiva cuando la persona es dominada por las cosas y se limita a soportar su influjo; hay otra pasividad-activa o receptiva cuando la persona acoge y hace suyas las influencias externas, haciéndolas entrar en el ámbito y cauce de su vida»[29].
            J. Mouroux, el autor que primero y mejor nos ha hablado de la experiencia de Dios, distingue tres clases de experiencia, que van de la más pobre a la más densa:

 
empírica: vivida en el sentido de manera espontánea y superficial; no ha sido cribada, ni puesta en claro; más que experiencia en sentido estricto, son fragmentos o materiales de experiencia.
experimental: experiencia consciente y provocada; prepara las condiciones y organiza los elementos con el propósito explícito de hacer ciencia o leyes generales.

experiencial: es la forma plena, de acogida y donación; obra de toda la persona, hecha en lucidez de conciencia y en lagenerosidad de un amor que sabe darse[30].

 

 

 

2. 5. LA EXPERIENCIA CRISTIANA DE DIOS

 

            Quisiera empezar esta exposición con unas palabras de J. M. Velasco:

            «Para acceder de esa situación de fe heredada, poseída, «inercial», a una fe personal es indispensable que el sujeto se despierte a la experiencia de la fe, escuche personalmente el testimonio de la Presencia en su interior y en su vida y consienta a esa Presencia descentrándose en el movimiento de confianza absoluta.

En esos momentos, provocados por experiencias muy diferentes, hace el hombre la experiencia de la fe y prorrumpe en expresiones como la de Job: “hasta ahora sabía de ti de oídas; ahora te han visto mis ojos”, donde la visión consiste no tanto en  ver a Dios, como en reconocer personalmente que es el invisible, el Misterio a quien no cabe pedir cuentas, como él desde su religión anterior había pretendido”[31].

            La diferencia mayor entre fe heredada «saber de Dios de oídas»,  del hombre que cree por fe viva y experiencial es que aquí la verdad de fe se hace vida de tu vida, la sientes como sientes y vives tu respiración, el palpar de tus manos o el afecto y el palpitar de corazón de madre hacia el hijo.

            Hay un primer rasgo común a todas las experiencias religiosas que se deriva de la forma peculiar en que el hombre es el sujeto de la experiencia en todas ellas. El hombre se comporta en las experiencias religiosas, en primer lugar, como sujeto pasivo. Toda experiencia religiosa es en definitiva «teopática». El hombre, más que aprender a Dios, más que conocerlo, lo recibe, lo padece: «non discens, sed patiens divina», «no aprendiendo, sino padeciendo lo divino», decía el Pseudo Dionisio.

            Toda experiencia religiosa tiene carácter responsivo; en ella el sujeto es consciente de no ser la fuente de la iniciativa, sino de ser incitado desde sus primeros pasos: «tú me moviste primero para que te buscaras», dice el autor de la Imitación de Cristo. «No me buscaríais —hace decir Pascal a Dios— si no me hubieseis encontrado». Como resumen de este primer rasgo que afecta a la forma en que el hombre es sujeto de la misma, se ha anotado que en todos los actos humanos referidos a Dios, conocimiento de Dios, deseo de Dios, amor de Dios, Dios, más que objeto del acto en cuestión, es su sujeto.

            San Pablo dirá que “ha sido atrapado por Cristo”, y San Juan: “Dios es Amor… en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero (1Jn 4, 10).  Por ello, de forma general, puede decirse con razón, que la expresión «experiencia de Dios» contiene un genitivo subjetivo, como expresión y consecuencia del hecho de que el hombre en ella sólo es sujeto activo, en la medida en que previamente es sujeto pasivo y, de esta forma el verdadero sujeto de esas experiencias —sobre todo cuando llegan a un determinado grado de intimidad— es el hombre todo[32].

            San Juan de la Cruz lo describirá así: «Las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra. Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado»[33].

            «La comunicación del Espíritu Santo..., a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo.

            Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello; porque aún lo que en esta transformación temporal pasa cerca de esta comunicación en el alma no se puede hablar, porque el alma, unida y transformada en Dios, aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en él transformada, aspira en sí mismo a ella.

            Y en la transformación que el alma tiene en esta vida, pasa esta misma aspiración de Dios al alma y del alma a Dios con mucha frecuencia, con subidísimo deleite de amor en el alma, aunque no en revelado y manifiesto grado, como en la otra vida. Porque esto es lo que entiendo quiso decir san Pablo (Gal 4, 6), cuando dijo: Por cuanto sois hijos de Dios, envió Dios en vuestros corazones el espíritu de su Hijo, clamando al Padre. Lo cual en los beatíficos de la otra vida y en los perfectos de ésta es en las dichas maneras.

            Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza (Gn 1, 26)» (CB 39,3-6).

            Si hemos dicho que todo el hombre entero participa y sufre y hace experiencia de Dios, queremos señalar, sin embargo, que para San Juan de la Cruz y la mayoría de los místicos, esta experiencia de Dios por la oración contemplativa es «noticia amorosa», «sabiduría amorosa», «ciencia de amor». Estas son las dos facultades humanas que más reciben y «sufren», pero especialmente, el amor, como ampliamente diremos al describir la contemplación infusa.

            Fe y amorson las dos líneas de fuerza que actúan en la experiencia religiosa. Es experiencia teologal, que hace presente la vida de la gracia, participando, en consecuencia, en su naturaleza, que es luz y amor, fe y caridad de Dios, por más que al principio aparezcan como oscuridad, porque es luz increada para criatura finita, y por eso a veces dolorosa; es una tiniebla que da luz. Otro tanto sucede con el amor. Los dones de Dios traen en sí iluminación y amor, aunque al principio crean oscuridad por deslumbramiento, como describirá maravillosamente San Juan de la Cruz.

            Las gracias o experiencias particulares admiten una gran variedad. Las hay que ilustran mucho y calientan poco. Las hay que dan amor, y no aportan novedad en línea de conocimiento. En esto, abundan los testimonios de San Juan de la Cruz. Fe y amor actúan constantemente. Siguen una línea de transformación constante, entrando ésta de lleno en la experiencia misma, como podemos comprobar en el texto anteriormente citado del Santo Doctor. Se siente estar renovando por dentro, gozosamente a ratos, penosamente en otros.
            La pasividad forma parte de la experiencia misma. Perciben con claridad, por lo menos en la mística infusa, que es otro quien actúa y quien lleva la iniciativa, quien empieza, sigue y termina. El místico tiene conciencia inmediata del don infuso. Antes que venga el razonamiento, la decisión de obrar o pensar o amar, el pensamiento y el amor se producen, dejándole una cierta impresión de alteridad, de estar poseído y habitado por Dios[34].

            Habrá notado el lector que, al hablar de la experiencia de Dios, me he ido directamente a la experiencia mística, que es equivalente a oración contemplativa, porque es la que yo considero propiamente experiencia auténtica y verdadera de Dios; no he querido proceder y seguir los pasos ordinariamente dados por otros autores, que en general explican primero el concepto de experiencia humana, luego pasan a experiencia religiosa, y finalmente mística.

Por esto he preferido pasar directamente de la humana a la mística, porque  es la verdaderamente patógena y pasiva, y porque quiero hablar de la experiencia en San Juan de la Cruz, y ésta es a la que se dirige él desde la primera página de sus obras, a la unión perfecta transformadora y total con Dios, aunque nada más ponerla en el objetivo, se entretiene en la purificación y purgación de los defectos del alma, que son los que impiden esta unión, y que para él es el obstáculo más importante, y a veces las almas no lo entienden así y la pueden poner en técnicas y modos de relajación o yoga o zen o lo que sea, que les despistan, y no se dejan purificar por Dios de su defectos y limitaciones, para vaciarse de todo y poder así llenarse del Todo, que es Dios.

            En la vida ordinaria veo cómo se confunden ambas y se mezclan, rebajando la profundidad, la certeza y la seguridad santificadora de la mística, por sentimientos, a veces ilusiones e imaginaciones, a veces verdaderos, pero activos, esto es, creados por el mismo sujeto y sentidos verdaderamente al hacer obras de caridad, obras buenas por Dios, o en contacto con momentos emocionales, pero en definitiva actos humanos, creados, limitados, no auténticamente místicos, no por éxtasis, que le hagan a uno salir de sí mismo y de sus moldes de conocer y amar por la inundación del Dios vivo.    En relación con la experiencia religiosa y sin querer entrar en discusiones, quiero reseñar los siguientes datos:

            a) cierto conocimiento experimental (en sentido que luego hay que explicar) de nuestros actos, de nuestros estados, de nuestra alma y de nuestro yo «divinizados» por participación;

            b) cierto conocimiento experimental de las realidades divinas, hecho por connaturalidad, especialmente afectiva;

            c) y también --a causa de la profunda unidad del compuesto humano por la que en el cuerpo puede repercutir lo que pasa en el alma-- la posibilidad de alguna redundancia de nuestra elevación en los mismos sentidos y, por ello, cierta experiencia cristiana en ellos.

            Todo esto plantea muchos problemas: el primero es cómo distinguir la verdadera experiencia cristiana de la ilusoria.
La experiencia religiosa no sólo percibe un valor (lo sagrado o lo absoluto) sino que se presenta como un contacto con el ser divino. En cuanto que es experiencial, puede decirse que está emparentada con la experiencia de la percepción común[35].

            Y para aclarar este pensamiento, voy a poner tan sólo un testimonio más:

            «La experiencia mística no es una simple experiencia de Dios, como lo puede ser la experiencia religiosa; es un modo nuevo y especial de experimentar a Dios. La experiencia religiosa va en cierto modo de lo bajo a lo alto, de los actos humanos religiosos asciende a Dios. La experiencia mística va de lo alto a lo bajo, experimenta la acción de Dios en el alma. En la experiencia religiosa el hombre, para relacionarse con Dios, tiene que reflexionar de algún modo sobre sus actos; a veces esta reflexión puede ser mínima. La experiencia mística es anterior a toda reflexión; aquí se descubre la acción de Dios en el alma de un modo misterioso.

            Los actos sobrenaturales del cristiano son infusos como los del místico, pero se tiene diversa conciencia de ellos. El cristiano sabe que son infusos; el místico lo experimenta directamente. El místico tiene conciencia de un don infuso, que obra directamente en su alma. No tiene necesidad de razonamientos; sólo debe acoger el don de Dios. El alma religiosa debe preparar ella misma la experiencia en un
clima adecuado. El don comunicado en la experiencia mística es ante todo la Persona divina, Cristo y la Trinidad»[36].

            Sentirse cogido por Dios, en ello consiste la experiencia cristiana, estar en relación con Dios, es la vida cristiana”[37].

            No se trata de contraponer la experiencia religiosa a la mística; no dudo de la experiencia religiosa en la acción, en la vida corriente, en el trabajo apostólico, en las relaciones de caridad, en la vida, no, pero yo quiero entender experiencia de Dios en el sentido más profundo y elevado, más experiencial de lo divino y por eso trato de la experiencia mística, y como el mejor escritor teólogo de mística para mí es San Juan de la Cruz, pues por eso trato de la experiencia mística aquí en sentido fuerte, que hace pasar al sujeto por las purificaciones pasivas en las noches de fe y de amor y esperanza para llegar a la unión y transformación total con Dios y siempre por la contemplación infusa.

No trato de la experiencia de Dios que yo pueda tener o conseguir en los actos que haga y que por tanto va de mí hasta llegar a Dios; yo trato de la experiencia mística, que viene de Dios directamente a mí, que yo no la fabrico ni sé hacerla ni cuando vendrá, sólo sé que me siento amado por Dios.

 

TERCERA PARTE

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE LA TEOLOGÍA

 

3. 1. La experiencia cristiana, en GERHARD LUDWING MÜLLER [38]

 

Quiero advertir que este tema de la experiencia de Dios en G. Ludwing Müller es un resumen, en su mayor parte, del artículo publicado por el autor en la Revista Communio. En esa misma revista, dedicada a la Experiencia cristiana, hay otros temas interesantes de otros autores. He preferido tratar éste porque resulta novedoso  teológicamente hablando, se acerca más a mi comprensión del tema de la experiencia y lo he visto pocas veces estudiado por teólogos de esta categoría.

Una vez afirmadas estas notas sobre la actualidad y la necesidad de la experiencia mística, quiero decir que un tratamiento gradual y teológico del tema, dentro ya del ámbito estrictamente cristiano, prescindiendo de la experiencia en otras religiones, que no me interesan en este libro, debiera empezar por la experiencia de Dios en la experiencia del mundo creado y en el hombre, sobre todo, en la autoexperiencia personal. Me ha gustado mucho esta exposición del teólogo alemán Gerhard L. Müller, a quien sigo totalmente y cuya mentalidad y enseñanzas quiero reflejar lo más exactamente posible.

 

A) El mundo y el hombre como lugares de la autorrevelación y experiencia de Dios


            Cuando el hombre se capta en su referencia trascendental a Dios, sin embargo, no se ve referido a un misterio objetivamente desconocido más allá del mundo sensible, sino a una realidad que, como misterio, abarca al mundo y al hombre, y cuya manifestación aguarda el hombre en medio de sus experiencias existentes fundamentales.

            Si el misterio trascendental se ofrece como llenando de contenido la autotrascendencia dada con la existencia espiritual y libre del hombre, entonces ese misterio se revela como una realidad personal, en la que la condición de persona del hombre encuentre su punto de referencia último. Este autoofrecimiento de Dios tiene lugar en un acto de soberana autocomunicación y en virtud de la constitución intersubjetiva del hombre en el medium de la comunidad y de la historia humana. Mediante ello, el pueblo es constituido en pueblo de Dios (Israel/Iglesia).            A la constitución del hombre como ser en la unidad de una apertura trascendental y de una ubicación categorial en la corporeidad y en la historia, es decir, como espíritu finito, se sigue, según J. Alfaro, otro teólogo muy estimado en mis años estudiantiles en Roma[39], que el hombre, en cuanto espíritu, tiende y se orienta al Dios trascendente, pero en cuanto finito, no puede llegar por su finitud; es espíritu finito.

            Por eso, corresponde la concesión de la inmediatez a la trascendencia en el medium de una comunidad e historia humanas, es decir, a la experiencia del mundo como lugar de la autorrevelación original de Dios Creador y a la experiencia de Dios (inmanente-trascendente) en la mediación de la historia humana de Israel y sobre todo, en la inmediatez de la experiencia de Dios en la mediación del hombre Jesús de Nazaret.

 

B) La inmediatez de la experiencia de Dios en la mediación del hombre Jesús de Nazaret

 

            La inmanencia del hombre Jesús está completamente llena por la presencia del Dios trascendente, representando el punto culmen de la religión humana, no en cuanto el hombre Jesús, en un movimiento ascendente, llega por sí hasta el culmen, sino en cuanto la actuación histórica de Jesús no dimana de una iniciativa humana sino de la actuación soberana de Dios.

            Es Dios quien lleva la iniciativa y trae la plenitud del tiempo en Jesús. De ahí que Jesús, para los que creen en Él y experimentan en Él la presencia salvífica de Dios, no sea uno de los muchos fundadores o reformadores de religiones históricas. Precisamente en su singularidad histórica es Él el Mediador de la salvación revelado por Dios y el Intermediario y Portador de la esperanza para todos: por eso, el conocimiento de Cristo Jesús es superior a todo (Cf. Flp 3, 8).

            Dios es experimentado en su actuación en el Cristo crucificado y resucitado como “el que da la vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe” (Rom 4, 17). “Dios, al que nadie ha visto jamás” (Jn1, 14), se hace visible cuando su Palabra eterna, que da vida, se hace carne (Jn 1, 14), se somete a la ley de la carne de pecado y muere y, con ello, vence a la muerte como expresión de la no experimentabilidad de Dios en la mediación de ser y de vida indestructible (Rom 8, 3).

            Dios mismo, en virtud de la resurrección de Jesús entre los muertos, le revela a Él como el Autor de la vida (Hch 3, 15) y le hace experimentable en las apariciones pascuales como la salvación que vence a la muerte. Así los testigos de la automediación escatológica de Dios en Jesús no pueden sino confesar que la “salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de él, al que debamos invocar para salvarnos” (Hch 4,12).

             Todo consiste en estar con Cristo, “al que Dios ha hecho sabiduría, justicia, santificación y redención para nosotros” (l Cor 1, 30).
            CIERTO: Dios es el misterio absoluto que el hombre jamás puede objetivar. Él habita en una luz inaccesible. Ningún hombre le ha visto ni es capaz de verle. Pero porque Él quiere comunicarse en su actuación histórica para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (l Tim 2, 4) ha “revelado en la carne el misterio de nuestra fe” (l Tim2, 4). Se experimenta a Dios en la comunión con el hombre Jesús de Nazaret, porque el hombre Jesús viene de Dios de tal modo que Dios mismo se comunica a través de Él y lleva a su última concreción histórica en Él su revelación histórico-salvífica.

            En virtud de su singular unidad con Dios su Padre, el Hijo es imagen de Dios. Mediante el resplandor divino en la faz de Cristo llegamos al conocimiento de la divinidad del Hijo (Cf. 2 Cor 4, 4-6). En la luz de su mediación histórico-salvífica, el Hijo se revela también como el Mediador de la creación entera y de su producción libre. Al mismo tiempo, Él es el comienzo de la consumación escatológica de la creación en virtud de su resurrección de entre los muertos (Cf. l Cor 8, 6; Col 1,16; Ef 1, 10) En la unidad de mediación, de creación y redención, Jesús se hace experimentable como el Mediador de toda la creación cuando retorna como juez y redentor, como señor y rey (Ap 17,14) para que Cristo sea todo en todos (Col 3,11), para entregar su reino a Dios Padre, a fin de que Dios sea todo para todos (l Cor. 5, 28).

            Este alcance universal de la escatológica voluntad salvífica de Dios en la vinculación histórica a Jesús de Nazaret muestra que la proximidad universal de Dios como misterio, tal como se hizo visible originariamente en la creación y en la historia de Israel, ha experimentado ahora en el evento de Cristo su concreción última y su plasticidad histórica. Jesús es el «universale concretum» de la actuación y experiencia salvífica de Dios, que luego se continúa en la comunidad de sus discípulos, como espacio de la permanente experiencia de Dios en la mediación de Jesús, por medio de su Espíritu Santo, en los actos básicos que Cristo instituyó en la Iglesia: la predicación de la palabra, el testimonio, la celebración del bautismo y de la cena del Señor, de la comunión de todos en la oración litúrgica y en el seguimiento.

            Jesucristo obra a través de la Iglesia. En la realización de la comunidad eclesial se hace personalmente experimentable para los discípulos. La comunión personal de los discípulos entre sí comunica como fundamento de su eficacia la experiencia de la presencia personal de Jesús. Donde los discípulos están juntos en su nombre, allí está Él en medio de ellos (Mt 18, 20). Y en cada acción que se realiza en favor del prójimo que pasa necesidad se produce un encuentro personal con Cristo, porque Él es el Hombre en el que Dios se comunicó con miras al hombre y en el que los hombres han encontrado acceso a Dios.

            Jesús es en su persona la mediación a la inmediatez de la presencia de Dios que, por su parte, se comunica mediante el ser y actuación humanos de Jesús, y mediante la eficacia eclesial de éste: “Lo que existía desde el principio… lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y que se nos manifestó” (1Jn 1, 1-4). El que cree en Jesús como Hijo de Dios y el encuentro con Él conoce a Dios como Padre de Jesucristo, ése tiene comunión con Dios como Padre y como Hijo (l Jn 2, 22): y quien tiene al Padre y el Hijo, permanece en la comunión con ellos a través del Espíritu que ellos nos han dado (Jn14, 21-23; l Jn 3, 24).

 

C) Experiencia cristiana de Dios: Palabra y Espíritu


            Experiencia de Dios en Jesús no significa que el misterio, que es Dios, se descifre y se reduzca a las estructuras de conocimiento de la mente finita. Conocimiento de Dios en Jesús significa tener comunión con Él y comunión con el misterio insondable de Dios, que se ha manifestado como amor mediante el Hijo y el Espíritu (l Jn 4, 8.16). Como se ha dicho, con la autorrevelación de Dios en Jesús está ligada una experiencia escatológica de la efusión del Espíritu Santo en el que la comunión del hombre con Dios se realiza de forma concreta como misterio en la gracia. El Espíritu del Padre y del Hijo obra en la Iglesia y hace posible interiormente el conocimiento de Jesús de Nazaret como proveniente de Dios y Mediador con la inmediatez con Dios.

            El Espíritu de Dios habita en aquel que cree en Cristo y en la comunidad de los discípulos como en un templo. El Espíritu de Dios da a los servicios y misiones así como a las acciones sacramentales instituidas en la Iglesia, la fuerza de obrar lo que significan de modo sensible. Pero Él nos regala la gracia y los dones de la gracia al margen de la mediación histórica de Cristo ni de su presencia histórica, espacial y temporal en la Iglesia, como si hubiera dos relaciones heterogéneas con Dios; una mediata, histórico-cristológica, eclesial, y otra inmediata, casi directa, con Dios.

            A la vista de la diferencia infinita entre la criatura y Dios es a priori imposible una inmediatez del hombre respecto de Dios, tal como Dios es inmediato a sí mismo en su Palabra y
Espíritu internos. Pero al ser enviados al hombre creyente, éste puede sentir los efectos del Espíritu y de la Palabra. Allí donde los hombres experimentan consuelo, paz y alegría, bondad y
fidelidad, allí pueden estar seguros de que esto es un fruto del Espíritu que habita dentro de ellos, porque ellos viven del Espíritu y le siguen (Gal 5, 25).

            En una concepción cristiana la experiencia religiosa no dispensa a los cristianos de la necesidad de la fe ni del seguimiento de Jesús en impotencia, oprobio y cruz; ni le coloca en el plano de una inmediatez y evidencia de Dios, inalcanzables en nuestras creaturales condiciones de existencia. Pero la experiencia de Dios en el hombre Jesús de Nazaret y la experiencia de su eficacia salvífica en el Espíritu, en el espacio de la comunidad de discípulos y de la humanidad insuflan ánimo para recorrer en la fe el camino del seguimiento con todas sus inseguridades, dudas y purgaciones: “Los apóstoles salieron del Consejo contentos de haber merecido aquel ultraje por causa de Jesús. Ni un solo día dejaban de enseñar en el templo y por las casas, dando la buena nueva de que Jesús es el Mesías” (Hch 5, 41).

 

 

 

 3. 2. LA GRACIA DE DIOS, FUNDAMENTO DE LA VIDA MÍSTICA

 

            El germen inicial de la gracia, como pequeña semilla de Dios, sembrada en el corazón del hombre, tiende a la plenitud mediante las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. Es efectivamente esa gracia inicial la fuente de todo el dinamismo sobrenatural. Sólo que la gracia significa, además de transformación y vida nueva, presencia y comunión permanente de Dios Trinidad con el hombre. Y ésta, que es la realidad más trascendente, se hace inmanente e íntima, como principio de vida y de acción humana. El Espíritu Santo es principio de vida e inspirador de toda verdad. «Agente y guía principal» le llama San Juan de la Cruz: «Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio de la santificación no son ellos, sino el Espíritu Santo que nunca pierde cuidado de ellas»[40].

            Manifestación y a la vez fruto maduro de ese don creciente y comunión cada vez más intensa y personal es la experiencia que suscita en el cristiano. La experiencia no es valor independiente, sino modalidad de las realidades fundamentales de la vida cristiana: gracia experimentada, presencia y amor de Dios personal. La percepción es un derivado de la intensidad particular que alcanza la acción del Espíritu Santo en el hombre y de la calidad especial, que por efecto de esa acción, adquiere la vida teologal del creyente.
            Aun siendo efecto de la vida, más que su principio, la experiencia contribuye poderosamente al desenvolvimiento de esa misma vida. Personaliza las relaciones, que aparecen como trato personal con Dios, iniciativa divina, don personal.
            En virtud de la inhabitación de Dios en el alma, la Santísima Trinidad ocupa el centro, transforma al hombre y crea en él una fuente de dinamismo santificador. El crecimiento se realiza como obra de las personas que viven dentro y llevan a cumplimiento el don inicial. Aquí el dogma sirve de base a la espiritualidad y constituye su más alto coronamiento.

            La inhabitación de la Santísima Trinidad constituye el principio más sólido y el término más elevado de la vida espiritual. Para entender todo el contenido bíblico de la inhabitación hay que rebasar la palabra y coger sus ramificaciones de comunión de vida, transformación, participación, vida en Cristo y en el Espíritu. Por efecto de la divinización, vienen a ser equivalentes las expresiones: “vivo en Cristo, Cristo vive en mí; vivir en el Espíritu, el Espíritu vive en nosotros...”.

            San Pablo desarrolla esta doble perspectiva, cristológica y pneumatológica. La síntesis general puede ser el principio de la carta a los Efesios. Dios en Cristo y por Cristo ha introducido al hombre en la vida divina, sellándole con el Espíritu. En Cristo habita la divinidad (Col 2, 9), obran de lleno el Padre y el Espíritu Santo.

Hecho partícipe de la filiación, el cristiano vive en Cristo y Cristo en él (Ga12, 20) y por Cristo recibe el don del Espíritu. Este habita en el cristiano como en un templo o lugar de culto (1Cor 6,19); es germen de vida gloriosa (Rom 8, 11); es principio de vida divina y de acción; “hemos recibido el Espíritu de adopción, para clamar: Abba, Padre” (Rom 8, 15),los que son movidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”.

            Mucho relieve coge esta verdad en San Juan. Desde el principio de su evangelio, interpreta la presencia de Cristo en medio de los hombres como inhabitación de Dios (Jn 1, 15). Lo explica ampliamente en términos de nueva vida, de comunión, de nacimiento divino: “Dios es amor y quien está en el amor está en Dios y Dios está en él” (l Jn 4, 11).  En la Última Cena, Jesús acentúa la presencia y la compenetración: “Si alguno me ama, yo le amaré y me manifestaré a él: Vendré con el Padre y haremos morada en él; yo rogaré al Padre y os dará el Espíritu Santo que estará siempre con vosotros” (Jn 14).

            El dato bíblico de la inhabitación de Dios en el hombre ha sido asumido y desarrollado ampliamente por los santos Padres; con la idea complementaria de divinización, tanto en el Nuevo Testamento como en los Padres, la inhabitación presenta variantes que la enriquecen. No se habla uniformemente de «inhabitación de la Santísima Trinidad». Se habla de las Personas con sus respectivas manifestaciones y actividades, unas veces de una, otras de otra. Esto no es insuficiencia sino sensibilidad mayor a la revelación «económica» de la Trinidad y no solamente a igualdad de naturaleza. Uniformando demasiado, empobrecemos la inhabitación.

            La teología posterior ha hecho grandes esfuerzos por conocer la naturaleza de esa presencia y actividad diferenciadas. No ha logrado un acuerdo, pero ha hecho que esta verdad gane importancia dogmática y en relieve práctico. Nos ayuda a distinguir mejor entre el aspecto de don gratuito, la presencia permanente y divinizante, la actividad santificante.
           La presencia de la Santísima Trinidad se ordena a divinizar al hombre y la divinización se ordena a crear plena comunión de vida ontológica actuada en forma de conocimiento y amor, en diálogo de amistad. Nada entenderíamos de nuestra vida cristiana, si desconocemos o marginamos el misterio trinitario en sí y en nosotros. Quedaría sin principio ni fin, tanto en su desarrollo externo como en la trayectoria de las aspiraciones más profundas.

            Por eso, desde los mismos apóstoles, sobre todo Pablo y Juan, hasta el último santo o cristiano actual, evolucionado en la vida de gracia, el misterio trinitario ocupa el primer lugar en su experiencia. Sobre esta base se edifica la vida cristiana, si no se queda meramente en semilla. Y se experimenta en la medida en que crece, aunque no hay que esperar a la experiencia mística para que el trato filial con las personas divinas sea consistente y real. Porque la santificación es obra del Espíritu Santo que interviene con intensidad creciente a medida del desarrollo al que acompaña cierta conciencia espiritual, que se hace más clara y relevante cuando la obra y la conciencia adoptan modalidad “mística”.

            Por revelación, por teología y por la experiencia de los santos se deduce otra ley pasiva y operante en la acción del Espíritu: el desarrollo está en línea de amor, que el cristiano recibe y da. El dinamismo no se apoya solamente en voluntarismos o en inteligencia. Es patrimonio común de todo cristiano, que Dios da gratuitamente, especialmente a los más pequeños y humildes, porque Dios confunde en la debilidad humana a los grandes, para que se vea mejor que Él es verdadero autor.

Veamos este proceso en San Pablo: “he rogado a Dios que me quite este estigma de Satanás...”;  luego: “virtus in infirmitate perficitur... cuanto soy más débil soy más fuerte”; para terminar: “libenter gaudebo in infirmitatibus meis… me alegro en mis debilidades porque así hago habitar la fuerza de Cristo en mí”.

            Aquí tienen manifestación plena las inspiraciones de Dios, que son gracias actuales que elevan y acompañan la acción de Dios en el alma, sanando su flaqueza y debilidades. Cuanto más crece la gracia, más intensas y prolongadas son, hasta convertirse en una especie de inspiración continua, que sería la guía habitual del Espíritu Santo. Son las mociones del Espíritu Santo. No son fácilmente perceptibles al principio dado su modo de actuar con modos humanos. De ahí la necesidad, sobre todo al principio, de la dirección espiritual, hasta que el alma adquiere docilidad habitual al Espíritu.

RESUMIENDO, diríamos: -- El Espíritu Santo es personalmente el gran don y el gran maestro, presente y activo desde el bautismo, junto con el Padre y el Hijo.

-- Su ayuda y presencia es continua y universal; no hay aspecto de la persona o de la vida, individual o comunitaria que el Espíritu no aliente con su acción personal.

-- Las formas de ayuda son innumerables, según exigencias o necesidades y según la libertad del Espíritu creador; preferentemente refuerza los dones permanentes de la gracia y de las virtudes teologales, que representan dimensiones esenciales de la existencia cristiana: da luz, amor, fortaleza; en unos acentúa unos dones; en otros, a medida que la vida de gracia se va desarrollando, va haciéndola cada vez más habitual e intensa.

-- En la etapa contemplativa o mística esa presencia y acción reviste formas de particular claridad y fuerza. Las gracias potencian especialmente el doble sector teologal del conocimiento y del amor en la experiencia de Dios que transmiten y presencian. Ésta es la que considero verdadera experiencia de Dios. Es el culmen.

-- En cuanto a la docilidad, es también una gracia y efecto de la continua presencia y acción del Espíritu que inhabita; produce el efecto de un mayor arraigamiento y connaturalización de la gracia y de las virtudes, que imponen sus criterios, motivos, fines, sobre todo, de las teologales, enriquecidas por gracias actuales proporcionadas al fin que Dios pretenda y a la madurez espiritual del sujeto.

-- Esta docilidad da frutos permanentes: “El fruto del Espíritu Santo es caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gal 5, 22-23).

-- La experiencia de Dios, el gusto por las cosas divinas, el sentir su presencia en el hombre y en las cosas, sobre todo, en la Iglesia, en la Palabra, en los sacramentos y en la oración, es propio de la vida cristiana, no sólo de la mística, que es su culminación.

 

 

3. 3. LA EXPERIENCIA DE DIOS, EXPERIENCIA DE LA GRACIA

 

            K. Rahner expresa muy bien esta necesidad:    

            « ¿Hemos tenido alguna vez y de veras la experiencia de la gracia? No nos referimos a cualquier sentimiento piadoso, a una elevación religiosa de día de fiesta o a una dulce consolación, sino a la experiencia de la gracia precisamente; a la visitación del Espíritu del Dios Trinitario, la cual se hizo realidad en Cristo, por su encarnación y muerte en cruz. ¿Pero es que se puede tener experiencia de la gracia en esta vida? Afirmarlo ¿no sería destruir la fe, la nube claroscura que nos cubre mientras peregrinamos por la vida? Los místicos, sin embargo, nos dicen --y estarían dispuestos a testificar con su vida la verdad de su afirmación-- que ellos han tenido experiencia de Dios y, por tanto, de la gracia. Pero el conocimiento experimental de Dios en la mística es una cosa oscura y misteriosa de la que no se puede hablar cuando no se ha tenido, y de la que no se hablará si se tiene. Nuestra pregunta, por tanto, no puede ser contestada sencillamente a priori. ¿Habrá tal vez grados en la experiencia de la gracia y serán accesibles los más bajos incluso para nosotros?”[41].

            Por eso, para que no haya dudas de qué experiencia trato, he puesto el calificativo de mística, para que quede claro que no la podemos hacer nosotros, sino obra gratuita del Dios Amor Trinitario, y que nosotros la sufrimos «de mi alma en el más profundo centro», somos teópatas. Y el camino para esta experiencia es la oración, la oración y la oración. Y no hay otro. Así lo afirma San Juan de la Cruz y todos nuestros místicos, los de la Iglesia de todos los tiempos.

            Dice a este respecto el Santo Doctor: «Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las Tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado»; «Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí les es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay que decirlo por lengua mortal...; porque el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en sí mismo a ella... porque es estar transformada en las Tres Divinas Personas en potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza»[42]

            Dios quiere darse esencialmente, como Él es en su esencia, darse y recibirse en otros seres, que lógicamente han de recibirlo por participación de este ser esencial suyo, para que ellos también puedan entrar dentro de este círculo trinitario. Y por eso crea al hombre “a su imagen y semejanza”, palabras estas de la Sagrada Escritura, que tienen una profundidad infinitamente mayor que la que ordinariamente se le atribuyen.

            Dios nos ha creado por amor y para el amor, ésta es la única realidad que puede llenar al hombre y no puede ser sustituida por el consumismo de las cosas, incluso de amor llamado sexo, porque estamos llamados a la experiencia del Amor Divino.

            Los documentos últimos de la Iglesia nos hablan continuamente de la necesidad de esta experiencia. Quiero subrayar que trato de este tema con gusto, ilusión e interés, porque nunca he visto en los documentos oficiales de la Iglesia hablar  tanto y con tanta claridad y desparpajo de la necesidad de esta experiencia de Dios para la vida cristiana y sacerdotal, para el apostolado auténtico y eficaz, para el gozo de ser y existir sacerdotal.

            ¡Qué lástima que esta realidad tan maravillosa y necesaria  no se cultive como debiera y es absolutamente necesario en nuestros Seminarios, siga ignorada muchas veces en nuestras programaciones y reuniones apostólicas y sacerdotales!

La oración contemplativa en San Juan de la Cruz  no es contemplación separada de la vida, ni puramente intelectual ni fabricada por manos humanas; la contemplación pasiva de San Juan de la Cruz es obra de Dios en el alma y está hecha de la misma vida de Dios metida en la misma vida y ser del orante, en la inteligencia y la voluntad, en la misma sustancia del alma, como el Santo gusta repetir, sentida y vivida y experimentada, y desde esa experiencia y vida, comprendida, gozada y sumergida en la misma esencia divina por su gracia participada en plenitud por la contemplación purificadora que Dios mismo obra en el alma.

Por eso, únicamente lo que viene dado de Dios, y al modo de Dios, sólo lo que es pura gracia, «sobrenatural», puede definitivamente, en verdad, conectar al creyente con Dios. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo de Dios, y según Dios, se irá imponiendo. Contemplación que, por vivencia teologal, será expresión y signo calificadísimo de la relación interpersonal, definición existencial de la comunión del hombre con Dios, y no tanto, y desde luego no antes, de una forma oracional concreta, porque ya la oración no depende del sujeto, sino de Dios que le ilumina según su proyecto de amor. Sobre esta base y estructura teologal se asienta la palabra sanjuanista sobre la oración contemplación. Y sobre ella están escritas las páginas que siguen.

 

 

 

3. 4. EXPERIENCIA DE DIOS EN LOS SACRAMENTOS: MÍSTICA SACRAMENTAL

 

Cuando hablo de experiencia de Dios o vida mística, jamás hablo de fenómenos o visiones extraordinarias,  sino del misterio de Dios participado vitalmente por gracia y de la experiencia de Dios Trino y Uno por el Hijo hecho hombre y presente en los sacramentos.

Por la gracia sacramental Él me concede vivir su misma vida y sentimientos en mi alma, pasivamente, por  su luz y su fuego de amor, que, a la vez que me iluminan, me encienden, y que yo no sé fabricar esos sentimientos y luces que siento y toda esta riqueza y abundancia de vida cristocéntrica y trinitaria,  comunicada por el amor de un Dios que me amó porque quiso, gratuitamente.

El hombre se adentra, mejor, Dios introduce al hombre en su misterio de Amor mediante la oración y la liturgia de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, por la humanidad de Hijo amado, que sabe de todos estos misterios de luces y sombras, de noche y esplendores divinos, de humillaciones y bajadas a los infiernos, de persecución y amor apasionado por el Padre y los hombres: “Él fue  primero entre muchos hermanos”.

Cuando hablo de mística sacramental o de experiencia de Dios en los sacramentos, quiero hablar de esa muerte-resurección, conversión-vida nueva, fe y amor, vida y cruz y resurrección y Getsemaní y esplendores de gloria y provocaciones de amor y éxtasis… que están contenidos en los sacramentos como semilla, y que se pueden vivir y experimentar, entrando en el contenido del  «opus Trinitatis»  hecho presente en el misterio sacramental, que yo asimilo, contemplo y vivo por la misma acción pasivamente obrada en mi alma, si yo la acepto y sufro con mi aceptación y participación personal “consciente y piadosa”,  por la oración contemplativa litúrgica,  y por la cual soy patógeno de la experiencia divina y de la obra de Dios, como don de  la Santísima Trinidad que la realiza  desde el Padre por su Palabra pronunciada por Amor de Espíritu Santo en cada sacramento, sobre todo, en la Eucaristía.

Esta mística de participación sacramental en los mismos sufrimientos y gozos Dios por el Hijo en el Espíritu Santo, como luego especificaré, no tiene que ver nada con esas acusaciones de intimismo, psicologismo, subjetivismo sin base sacramental, fruto de la ignorancia y de la poca lectura y de la poca teología que se elabora sobre la mística verdadera. Una cosa es ser teólogo, saber con la inteligencia, y otra, sentir y vivir la teología.

Para la vida verdaderamente cristiana, para la vida espiritual,  para la vida según el Espíritu Santo, para la espiritualidad y la experiencia de Dios, el Bautismo-Confirmación y la Eucaristía constituyen la fuente,  el camino, la meta y la cumbre de la experiencia mística, y de ella vivimos, aunque no seamos conscientes, porque no sea precisamente y siempre durante la misa  celebración cuando tengamos esa experiencia, aunque la fuente está en la liturgia: «qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche… aquesta eterna fonte que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche». Y San Juan de la Cruz en esta poesía se refería a la vivencia de la Santísima Trinidad.

Si el alma acepta y responde personalmente durante la celebración, el alimento y la experiencia ha quedado asimilado por la saliva gustativa de la oración personal, y luego de digerirlo, como todo alimento, después de la comida, empezará a sentirse en el alma. Según el grado de oración es la asimilación, en profundidad y tiempo. Muchos sacerdotes sienten la misa y la viven en la misma celebración; el ideal es vivir la liturgia todo el día.

Vida mística o experiencia de Dios es la experiencia de Dios por un Pentecostés continuado en los sacramentos, igual que les pasó a los dos discípulos de Emaús, después de celebrar la Eucaristía, cuando Cristo desapareció visiblemente: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”. La experiencia se adquiere en la celebración por la oración pasiva y unitiva y se mantiene ya como memorial permanente por la misma oración contemplativa, por la epíclesi continua y permanente del fuego del Espíritu Santo en el alma. Aquí el tiempo desaparece, estamos en la eternidad, en el eterno presente.

Y toda la mística, toda la vida de oración y experiencia personal de Dios se inicia y se fundamenta en la vida sacramental, en la vida mística bautismal y eucarística. La eucaristía es el misterio de vida y de unión con Cristo, en su vida y sentimientos con el Padre y sus hermanos los hombres, insuperable, último, misterio total de Cristo, más allá del cual no existe nada nuevo ni mejor, no existe ya nada, y no podemos, por tanto, vivir y orar y sufrir y gozar más allá de Él, porque es total, último y escatológico.

Toda mística cristiana será una mística que nace en el Bautismo y se alimenta y se potencia y alimenta por la Eucaristía aceptada y vivida por la celebración en aceptación o plegaria personal-litúrgica. Y esta vida mística o de experiencia de Dios, plasmada en nosotros por el bautismo y la Eucaristía y vista y percibida en el sujeto por la iluminación de la oración litúrgica-personal no es algo especial reservado por Dios para algunos, sino que es la vida de experiencia de amor de la que Dios quiere hacernos partícipes a todos por su Hijo hecho presente en los sacramentos por su mismo Espíritu; es la vocación universal del hombre, especialmente el Bautismo-Confirmación-Eucaristía, que hacen presente la «memoria» de Cristo resucitado, por el Espíritu Santo, invocado mediante la epíclesis, en el misterio celebrado y hecho presente por la potencia de Amor del Espíritu Santo, del Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre ofrecido a los hombres en los sacramentos con deseos de diálogo de amor intratinitario, que  busca nuestra respuesta en el Hijo Amado pronunciado con amor de Espíritu Santo por el Padre en todos los sacramentos.  

El hombre puede tener esta experiencia fuera de los sacramentos, pero en su corazón ha estado sembrada como semilla desde la recepción de la gracia sacramental, en las condiciones debidas, esperando el cultivo, que es la respuesta debida y esperada por el Padre, desde la misma siembra o recepción, pero que no se hizo hasta que el espíritu del orante no recibió el Espíritu Santo, Pentecostés personal, invocado y recibido en oración de amor-respuesta personal del creyente a la Palabra y la Vida comunicada desde el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.

 La vocación del cristiano es la unión total con Dios, la santidad, vivir la experiencia de amor gratuito y gozoso de Dios que es para todos, pero que muchos no llegamos y hemos de esperar el cielo para vivirlo con la plenitud que lo viven aquí abajo los místicos, esto es, los que se toman en serio la vida y la amistad con Dios, que se inicia y se alimenta por el Bautismo y la Eucaristía. Y todos los hombres, todos los cristianos estamos llamados a esta unión, a este abrazo, a esta santidad; lo ha dicho muy claro el Vaticano II. Esta es la vocación del hombre: conocer y amar experiencialmente a Dios.

Y este es el fín y la plenitud de la gracia y de la vida divina comunicada por los sacramentos; cada uno con su gracia sacramental específica, en concreto, de la gracia sacramental del Bautismo-Confirmación-Eucaristía. Y, para fundamentar más todo esto, voy a empezar citando unos textos de un libro que leí hace años, de un autor poco sospechoso de misticismos, en el último capítulo que titula «La mística sacramental»:

«Además, la gracia sacramental es la misma gracia de la Redención, puesto que el sentido profundo de los sacramentos de la Iglesia recibe su orientación del acto de Redención eternamente actual de Cristo, en el que estamos implicados en virtud de los sacramentos. Nos hacemos partícipes de la «gracia de Cristo». Este aspecto cristológico de la gracia sacramental nos conduce hasta la comunión personal con la Trinidad. En los sacramentos, efectivamente, somos asumidos en el eterno misterio de Pascua y Pentecostés del Kyrios, en el cual las tres Personas son activas en su unidad y en su distinción. El misterio santificante del hombre celestial Jesús actúa, en virtud del Espíritu de filiación, para que el Padre de Jesús sea igualmente nuestro Padre. Encontrarnos con Cristo, ya lo hemos dicho, es encontrarnos con Dios.

La gracia sacramental es precisamente esta comunidad personal con Dios. Es un encuentro inmediato con Él, no un encuentro por mediación de una criatura. Ahora bien, encontrarse con Dios, es esencialmente encontrarse con la Trinidad, puesto que la «participación de la naturaleza divina» no puede realizarse en absoluto fuera de la comunión de las tres divinas personas que son precisamente la divinidad. Como intimidad inmediata con Dios, la gracia santificante es por consiguiente esencialmente una relación vital con las tres personas divinas en su distinción y su unidad, lo que es precisamente Dios.

La gracia sacramental, como incorporación a la comunidad de gracia con Cristo, y por tanto como unión de destino con la Muerte y Resurrección del Señor, realiza nuestra comunión personal con la Trinidad. La inhabitación de Dios, de la Trinidad redentora que nos recrea interiormente en Cristo como filii in Filio, como hijos del Padre en Cristo, tal es el esplendor, vivido conscientemente por la fe, del sacramento fructuoso».

«Los sacramentos confieren esencialmente una comunión con el destino de Cristo humillado y elevado y, de esta manera, con la vida divina en Él. Esto significa que la renuncia a sí mismo y el sacrificio son la base de nuestra comunión con Dios, y que llegaremos a la exaltación con Cristo por la humildad de vida. No se suprime el sufrimiento de la condición cristiana, pero puede integrarse en nuestra experiencia de Dios y convertirse en la expresión suprema de nuestra adhesión al Padre».

«Esta comunión personal con Dios se expresa en la actividad teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad, el núcleo mismo de la vida religiosa, vida de unión con Dios Nosotros vivimos en verdad a Cristo como sacramento de nuestro encuentro con Dios, porque sólo la actividad teologal realiza un vínculo inmediato con el mismo Dios. Esta actividad teologal de la vida sacramental es el encuentro con Cristo en su calidad de sacramento del encuentro con Dios, ella constituye la culminación de toda economía sacramental».

Leyendo estos textos parece que estamos leyendo a San Juan de la Cruz cuando habla de las virtudes teologales como único camino de unión con Dios. Pero hay más.

«Aquí el hombre de la gracia sacramental percibe que toda su vida está rodeada y conducida por la gracia; su vida interior religiosa se le aparece como una realidad sorprendente y siempre nueva, como una riqueza que él no puede comprender desde su psicología personal. Él experimenta que otro actúa en él. «Sucede esto mismo con todo hombre que ha nacido del Espíritu» “No soy yo quien vivo, sino que Cristo vive en mí”» [43]

Vemos, pues, que la mística sacramental es esencialmente experimentar y vivir la gracia, vida de Cristo, comunicada por los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la Eucaristía; es desarrollo y consumación de la gracia, participación de la misma vida y comunicación trinitaria, vivida en Cristo y por Cristo, comunicada a nosotros en los sacramentos de la iniciación cristiana, en los que se realiza sacramentalmente el don total de la salvación,  la objetiva comunicación de la vida de Dios gratuitamente, por gracia sacramental. Por todo esto, estando ahora en un mundo pagano, había que volver a la iniciación catecumenal de los misterios de nuestra fe para recibir estos sacramentos. Y había que meditar y aprenderse de memoria las catequesis de los Padres de la Iglesia. De esta forma no nos parecerían tan extrañas estas vivencias que estamos explicando.

Por el Bautismo se inicia este injerto en la misma vida de Cristo muerto y resucitado, comunicación de palabra y experiencia, mistagogia de todos los dichos y hechos salvadores de Cristo, hechos presentes por la gracia sacramental, para que lleguen a todos y los vivan todos, primero como realidad salvadora, pero con final de experiencia del misterio celebrado: “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que siendo Dios se rebajó y tomó la condición de esclavo”, “Vivo yo, pero no soy, es Cristo quien vive en mí”, “ El que me coma vivirá por mí”, “ Yo en vosotros y vosotros en mi…” “vosotros sois mis amigos, porque os lo he dado todo a conocer... para que mi alegría esté en vosotros”, “Él os llevará hasta la verdad completa”.

Para esto estableció Cristo los sacramentos, para que sintiéramos su misma vida, sus mismos sentimientos; lo dijo innumerables veces, pero no lo captamos, no llegamos a comprender la tremenda profundidad y verdad de sus palabras, de la amistad y unión de amor que quiere con cada uno de nosotros y por lo que vino en nuestra búsqueda y se encarnó. No fue sólo para salvarnos, sino para llevarnos a  la misma felicidad y gozo de unión que Él tiene con el Padre por el Espíritu Santo. O si queréis vino para salvarnos, pero la salvación consiste fundamentalmente en llevarnos hasta esta intimidad esencial trinitaria.

 Los místicos, como los Apóstoles en Pentecostés, por la experiencia, llegaron a captar la verdad última de Cristo, del Padre, del evangelio… Y si Dios nos comunica esta vida divina en Cristo, para la cual fuimos recreados en Él, nosotros tenemos que vivir al Cristo muerto y resucitado del Bautismo, potenciado por el Espíritu Santo en la Confirmación, y consumado en la Eucaristía,  misterio total y  último, que presencializa toda la vida de Cristo, desde que nace hasta que muere, y uno puede llegar a vivirlo si acepta y responde por la oración litúrgica-personal, por la muerte bautismal y eucarística, exigida como purificación de sus pecados y de los pecados de los hermanos, hasta dar la vida como Cristo, adorando y obedeciendo al Padre, con amor extremo hasta dar la vida.

La mística de la Eucaristía se plasma en nosotros, y nos configura totalmente con el dolor y sufrimiento moral, físico y espiritual de Cristo, que hace presente el mismo Cristo en la Eucaristía, superando metahistóricamente el tiempo y el espacio, por medio de la liturgia, vivida y experimentada por la oración, no sólo creída y celebrada, o si queréis creída y celebrada, pero con las virtudes teologales convertirlas en llamas de amor vivas, directa y quemante, en comunicación inmediata y directa, en cuanto es posible, de Dios al alma, por la contemplación infusa, pasiva e infundida por Dios en el participante, por la Eucaristía.

De ahí que toda oración mística está enraizada en la dinámica de la gracia trinitaria del bautismo y de la Eucaristía. Toda la vida teologal de la fe, esperanza y caridad deben ser purificadas por el desarrollo espiritual y moral, gracia-oración y vida, del bautismo. Gracia mística trinitaria que el bautizado y el comulgante verdaderamente en la vida de Cristo debe hacer suya y vivir en Cristo y desde Cristo durante toda su vida, desde el proyecto del Padre, realizado en el  “primogénito entre muchos hermanos”, en Cristo Jesús, por el Espíritu Santo.

Por eso el bautizado y el comulgante se convierten por Cristo en templo de la Santísima Trinidad, aunque no se sientan habitados. Para sentirse habitados, para vivir esa vida de unión, para dialogar y contemplar a Dios será necesario desarrollar esa gracia, esa semilla,  ese inicio de diálogo y amistad y encuentro que Dios mismo provoca y quiere y busca respuesta en el hombre por el diálogo o encuentro oraciónal. Sin el hombre mirando a Dios que “nos amó primero” no hay santidad, ni experiencia, ni vida mística, ni purificación para limpiar los ojos y poder ver a Dios. “Dichosos los limpios de corazón porque verán a Dios”.

En este diálogo, en este encuentro, en esta oración contemplativa y unitiva sacramental, causada por los sacramentos de Bautismo-Confirmación y Eucaristía y plasmada pasivamente por Dios en el alma está la cumbre de identidad de vida y amor a la que Dios nos invita. Aquí está la cumbre de la vida mística, en la experiencia de este misterio comunicado por la gracia del bautismo y sobre todo de la Eucaristía, y descubierto y vivido por la contemplación, por la oración personal-litúrgica o litúgica-personal, me da lo mismo.

Y para vivir esta gracia, para tener experiencia del diálogo de amor que Dios inicia y consuma en los sacramentos del bautismo y Eucaristía, para tener experiencia y sentir la inhabitación de Dios en el alma, de la identificación con la vida de Cristo, necesitamos orar con María, como los Apóstoles en Pentecostés, donde los apóstoles sintieron hecho fuego por la oración al mismo Cristo que habían conocido externamente.

Sin la oración contemplativa ni el mismo Cristo pudo llevarles a la “verdad completa”, “es necesario que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré”. Sólo por la experiencia del misterio que Dios comunica como don por el Espíritu Santo podemos llegar a sentir lo que tenemos dentro por la gracia sacramental; pero si no hay experiencia, se queda en zonas medias de vida, fervor, amor, eficacia apostólica, en verdad litúrgica, pero incompleta, de verdad, vida y frutos.

Por eso, tanto el bautismo, pero, sobre todo, la Eucaristía, es el principio sacramental de la experiencia mística, desde sus inicios hasta las cumbres más altas. Que repito, se recibe como semilla en el bautismo, si no se desarrolla permanece así toda la vida, pero si una la riega y cultiva por las formas de regar de Santa Teresa, llegará hasta las cumbres más altas de la vivencia del misterio de Cristo plasmado en su alma por la gracia sacramental.

Y lo mismo pasa con el pan; si sólo es comer pero no es comulgar con Cristo, esto es, esforzarse por vivir la misma vida con los mismos sentimientos de Cristo, en adoración al Padre, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, por amor a los hermanos… no habrá comunión plena, esto es, no se llegará a la mística de la Eucaristía. Estas ideas las tengo más ampliamente desarrolladas en otro  libro[44].

Por eso la diferencia entre el creer, celebrar y vivir la Eucaristía y los sacramentos. El vivir o la experiencia mística sacramental está incluida en germen en el creer y celebrar con fe, esperanza y amor el bautismo y la Eucaristía, pero para vivirlo tiene que haber desarrollado esa semilla de unión e identificación con Cristo hasta la altura de una oración personal contemplativa, que es el panorama o la altura o el tabor desde donde se ve a Cristo transfigurado, porque en el llano todos le verán igual.

Hay que tener muy claro que a los sacramentos, al evangelio, a Cristo,  no se le comprende hasta que no se vive la unión mística: “Ya no soy yo, es Cristo quien vivie en mí”. Y esto es por la oración contemplativa. Pablo se pasó en el desierto de la oración mucho tiempo después de su deslumbramiento en el caballo. Luego pudo decir que no sabía si había estado en el cielo: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”. Por eso hay que subir por la montaña de la oración-conversión hasta el Tabor. El que sube por esta montaña del Tabor o del Monte Carmelo, lo vive, lo entiende y lo contempla transfigurado y así lo goza en la misma vida divina, aunque es el mismo Cristo que vieron luego en el llano, entre las gentes. El mismo, pero totalmente distinto. Y todo por la contemplación.

Los teólogos tenían que hacer un esfuerzo mayor para hablar de estas cosas en sus tratados de teología. Hablar no sólo de la teología, sino de la mística de los sacramentos. Sería eso de estudiar la teología de rodillas. De otra forma, uno puede tener un doctorado en Cristología, pero estar sin Cristo, sin vivir y sentir a Cristo en el corazón.

Por la misma razón, he repetido muchas veces que esta forma de dar los sacramentos que tenemos ahora en España, dominada por el ateismo e ignorancia del mínimo  Catecismo necesario para saber lo que reciben, y del mínimo de fe y oración o trato con Dios, requeridos y exigidos por la Teología y el Evangelio para recibirlos,  no sé si se darán las condiciones necesarias para la validez; habrá más bautizados y primocomulgantes y casados en la Iglesia, pero menos casados en Cristo y por la Iglesia; menos convertidos e hijos de Dios, amigos de Cristo, cristianos verdaderos e hijos de la Iglesia…

Tengo la impresión de que algunas parroquias somos un supermercado de productos religiosos, donde despachamos sacramentos sin exigir las mínimas condiciones de fe y amor a Jesucristo, a Dios Padre; el Espíritu Santo ni existe ni lo mencionamos, porque es muy elevado, así que ignoramos su misión y su fuego; mi gente tiene una idea general de Dios, más como idea que como persona, no creen ni conocer a un Dios personal o a un Cristo que está vivo ahora y para nosotros en el pan, o resucitado en el cielo, y es Dios a quien debemos obedecer y seguir y ponernos y poner nuestra vida de rodillas ante Él, porque es el único Dios, abajo todos los ídolos, empezando por el yo personal…

No fue así en la primera cristiandad. El ambiente era tan pagano como el actual, tal vez menos, pero el iniciado tenía que hacer una largo camino catecumenal en el que se le iban revelando y descubriendo y celebrando, paso a paso, vida y experiencia juntos, los diversos aspectos de la religión y vida cristiana. Sólo al final se le revelaba y celebraba plenamente los misterios, cuando era digno de confianza y había pasado a través de pruebas, de escutrinios, a las primeras entregas del símbolo de la fe y de la fórmula de la oración. Toda esta iniciación tenía un carácter «místico», de pleno conocimiento, celebración y vivencia de la fe, por la gratuidad y pasividad del don experimentado.

La purificación-conversión bautismal y la unión  total con Cristo por la Eucaristía, marcaba la progresión en la iniciación en los misterios cristianos. La clásica división de las vías de perfección cristiana, -vía purgativa, iluminativa y unitiva--, fue transferida por el Pseudo-Dionisio de la teología de la iniciación a la vida de perfección cristiana. Camino que ahora debemos recorrer a la inversa y algunos se extrañan de poner la vida mística en la iniciación a los sacramentos del Bautismo-Confirmación y Eucaristía. Y entendiendo siempre por vida mística, vida de amor a Dios, de gozar lo creído, de experiencia de Dios, de la vida de gracia, sin fenómenos extraordinarios de ningún tipo. 

Esta terminología ha sido actualizada en algunos documentos de la Iglesia. La preparación al bautismo se le llama «tiempo de la purificación y de la iluminación»; el momento sacramental es el de la «comunión con Cristo y su misterio»; tiempo que se prolonga en la mistagogia para la toda la vida en la Eucaristía  misterio total y último de la vivencia de Cristo. El cristiano místico es el que vive toda su existencia de la vida comunicada por estos sacramentos; y la cumbre mística consiste en descubrir estos misterios y vivirlos de forma gratuita, pasiva y sobrenatural por la luz del Espíritu de Cristo recibido por un Pentecostés continuado, que los hace presentes en el alma, porque el Espíritu Santo es el «memorial» o la «memoria» de los misterios de Cristo[45].

Por eso, repito, que para la Iglesia en general, rodeada de tanto paganismo y secularismo, el estudio de la mística de la iniciación cristiana y su puesta en práctica, sería muy actual y conveniente para hacer verdaderos cristianos, seguidores de Cristo, y desde ahí, iniciar en el camino de la experiencia de Dios vivo, de los misterios cristianos.

En el bautismo tendríamos el ingreso en la experiencia de Dios, por el acto de fe, don de Dios primero y esencial, por la conversión, que tiene que ser permanente en la vida de oración mística, vivido permanentemente por el injerto hecho en la muerte y resurrección, en la vida nueva en Cristo. Y esto debe durar ya en todo cristiano y en toda su vida.

Todos debemos vivir --Cristo lo quiere, para eso instituye el sacramento--, la unión total con Él que  empezamos en el Bautismo y consumamos en la Eucaristía. Y eso lo realizamos por el encuentro permanente, por la oración permanente, que nos exige conversión permanente para vaciarnos cada día más de nosotros mismos y llenarnos de Cristo. A esto nos comprometimos en el santo bautismo y presencializamos en la Comunión eucarística: “Los que me coman vivirán por mi”. Comulgar no es comer a Cristo, sino tener sus mismos sentimientos, su misma vida, su mismo amor.  La Eucaristía es la cumbre y meta de la mística o de la experiencia de Dios en Cristo.

Sobre la vida mística eucarística, sobre la espiritualidad de la Eucaristía, sobre la vida eucarística según el Espíritu Santo he tratado ampliamente en uno de mis libros”[46]. Es la experiencia de la comunión con el Crucificado-Resucitado, la experiencias de muerte purificación, de bajada a los infiernos y purgatorio, viviendo en esta vida, las purificaciones pasivas, la muerte mística de que nos habla San Juan de la Cruz. Porque no son purificaciones activas, causadas por el sujeto, sino pasivas provocadas y dirigidas por Dios: “Tened en vosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús… que se rebajó…”. Es el purgatorio, que dice San Juan de la Cruz que hay que pasar en esta vida o en la otra, la noche pasiva del sentido y del espíritu preparatoria para vivir los bienes escatológicos, los últimos, el cielo en la tierra. 

Ya en Catecismo de la Iglesia Católica nos inicia en esta dinámica y habla claramente de la mística sacramental. Dice el Catecismo: «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

            « El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él[47] ».

 

 

 

 

 

3. 5. LA MÍSTICA DE LA EUCARISTÍA

 

Voy a terminar este apartado con un texto largo de un autor que ha escrito mucho y bien sobre este tema:

«La eucaristía es el principio sacramental de la experiencia mística desde los inicios hasta las cumbres más altas. En cuanto presencia personal de Cristo constituye, como oblación y sacrificio de la Iglesia, el culto en espíritu y verdad que la Trinidad acepta. Considerada como sacramento, lleva a cumplimiento la incorporación a Cristo iniciada en el bautismo». Esta afirmación de E. Longpré tiene el peso y la fuerza de su larga y documentada investigación sobre Eucaristía y experiencia mística.

«Aún concediendo que a la mística cristiana le ha faltado a veces la visión amplia del misterio eucarístico tal como aparece en la revelación y en los Padres, sin embargo hay que decir que los grandes testigos, así como los grandes teólogos místicos, han puesto la eucaristía en el centro de su propia experiencia sacramental.

Santo Tomás declara que la eucaristía «es como la consumación de toda la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos». San Buenaventura afirma que es la gracia suprema por lo que contiene y lo que realiza, dado que nos comunica al autor de la gracia con la plenitud de sus carismas. Por tanto, se puede afirmar que la historia de la teología mística, como la visión histórica de las experiencias místicas, especialmente en Occidente, donde es más descriptiva, es la historia de una mística eucarística.

En el centro de esta fuerte acentuación está también el hecho de que en la revelación, especialmente en san Juan, la eucaristía se describe con rasgos de comunión y de intimidad, de vida en Cristo, como por otra parte en algunos textos eucarísticos paulinos. La experiencia de la comunión con Cristo y con la Trinidad parece converger en la comunión eucarística. Más aún, hay que advertir que incluso en la pobreza de aspectos bíblicos y litúrgicos, la eucaristía siempre ha estado en el centro de la vida de la Iglesia y, por tanto, en el centro de la vida espiritual de los cristianos que han gozado de gracias particulares de comprensión y fruición del misterio.

En los primeros siglos de la Iglesia, las catequesis mistagógicas sobre la eucaristía acentúan varios aspectos “místicos” de este sacramento, como por otra parte hacen con los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana.

Por lo demás, como afirman los grandes místicos, el efecto propio de la experiencia mística, incluso la más alta, es la configuración a Cristo en su amor por la humanidad; la participación trinitaria redunda en una extensión y expansión del amor trinitario por el hombre. El místico, como Cristo, sin dejar su comunión con Cristo y con la Trinidad, emprende, por así decir, un éxodo de amor hacia el hermano para servirlo, y en eso se hace semejante a Cristo salvador que emprendió un éxodo de amor de la Trinidad a la humanidad[48]»

Y esta vivencia de amor a Cristo, hecho presente, además de llevarnos a la adoración del Padre, cumpliendo su voluntad, hasta dar la vida, con amor extremo, en los momentos de cruz y muerte y sufrimientos de nuestras vidas, hizo también que la Eucaristía fuera la fuente del amor al hermano. Tengo varios artículos escritos sobre esto en mis libros. Así fue en todas la vidas eucarísticas que se ha desarrollado en la Iglesia a través de los siglos. La mayor parte de la instituciones y casas de ayuda a los pobres y necesitados nacieron de almas eucarísticas, de la vivencia y experiencia del amor de Cristo al hermano pobre y necesitado, esencial en sus seguidores, en la Iglesia.

También en nuestros tiempos tenemos el ejemplo de hermanos y hermanas entregadas a los pobres desde su vivencia de la Eucaristía. Lo afirman ellos mismos. Son innumerables los testimonios. Como ejemplo, la madre Teresa de Calcuta. Voy a poner dos textos:

            «Jesús tiene la apariencia del pan. Pero en el mundo de los miserables, en los cuerpos destrozados, en los niños es Cristo a quien vemos, a quien tocamos... Cada día exponemos el Santísimo Sacramento y nos damos cuenta de un cambio en nuestra vida: hemos experimentado un amor más profundo por Cristo a través de la máscara penosa de los pobres[49]».   

«Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, les respondió: Cuando oréis, decid: Padre Nuestro... No les enseñó ningún método ni técnica particular, sólo les dijo que tenemos que orar a Dios como nuestro Padre, como un Padre amoroso. He dicho a los obispos que los discípulos vieron cómo el Maestro oraba con frecuencia, incluso durante noches enteras. Las gentes deberían veros orar y reconoceros como personas de oración. Entonces, cuando les habléis sobre la oración, os escucharán.... La necesidad que tenemos de oración es tan grande porque sin ella nos somos capaces de ver a Cristo bajo el semblante sufriente de los más pobres de los pobres... Hablad a Dios; dejad que Dios os hable; dejad que Jesús ore en vosotros. Orar significa hablar con Dios. Él es mi Padre. Jesús lo es todo para mí[50]».

Por lo que yo he podido observar en la vida de mis feligreses y en la mía personal, la dinámica de la devoción eucarística ha seguido un orden inverso al teológico, que hizo que la presencia eucarística –pensad en tiempos posteriores al Vaticano II y otros tiempos de la Iglesia-- no fuera valorada desde la liturgia y la teología, en contra de la realidad personal y de su eficacia santificadora.

La mística o devoción eucarística empezó, en la vida de la mayoría de los católicos de Occidente, con la visita al Santísimo Sacramento, al menos, en los pueblos de España. No íbamos a misa, era en latín y a las siete de la mañana, pero la gente iba todos los días a visitar al Santísimo.

La visita al Señor en el Sagrario ha sido el camino ordinario que ha seguido la mayor parte de los cristianos para llegar a la mistad con Cristo[51]. En estas visitas íbamos poco a poco descubriendo la amistad con el Señor, le contábamos nuestra penas y alegrias, y poco a poco nosotros descubríamos nuestros defectos y faltas de amor para con Dios y los hermanos, pedíamos perdón, nos comprometíamos por amor a cambiar y luchar y así esta  oración-conversión nos llevó a la amistad con Cristo y a su vida de Cristo por la Comunión eucarística: “El que me coma, vivirá por mí”. De hecho muchos quedamos tocados desde la Primera Comunión.

 Y conociendo y amando cada día más a Cristo, y metidos en vivir como Cristo quería, al venir las pruebas de la vida, nos llevó a vivir finalmente la misa, ofreciéndonos como víctimas con Él, pasando por la muerte de nuestros yo y apetencias y proyectos, para aceptar los del Padre en el Hijo que ahora los realizaba en nosotros por la Eucaristía vivida en unión de sentimientos con Él, hechos ofrenda agradable al Padre, muriendo al yo para vivir la vida nueva identificados con el Hijo Amado en el que el Padre tenía todas sus complacencias, hasta el punto de identificación con el Hijo. El deseo de unión y transformación en Cristo nos llevó a vivir y experimentar la santa misa, a hacernos ofrendas y víctima con Cristo al Padre por la salvación y santificación nuestra y de los hermanos.  Por lo tanto, la vivencia de la Eucaristía, como sacrificio, que teológicamente es lo primero y principal, para la mayoría de los creyentes llega después de la adoración y de la comunión eucarística.

La Eucaristía es vivencia mística suprema como identificación con Cristo, con su muerte y resurrección; morir místicamente en noches terribles de sentido y espíritu. Lo tengo ampliamente descrito en alguno de mis libros. Así el Padre nos alcanzó y no plasmó totalmente a imagen de su Hijo por el mismo Santo Espíritu, Amor apasionado: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él”. Y así nos hicimos víctimas y sacerdotes de nuestra propia ofrenda agradable al Padre juntamente con Cristo sacerdote y víctima. 

CUARTA   PARTE

 

NECESIDAD DE  LA EXPERIENCIA DE DIOS

 

4. 1. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE LA EXISTENCIA Y SENTIDO DE LA VIDA HUMANA 

 

            La exposición de este tema, sobre la experiencia mística de Dios, está motivada también, porque ésta es la razón primera y última de nuestra existencia humana; todos hemos sido creados para esta unión y transformación de amor plena en Dios Trino y Uno. Si existo es que Dios me ama y me ha preferido a m illones y millones de seres que no existirán y me ha llamado a compartir una eternidad de gozo en su misma esencia trinitaria. Si existo es que Dios me ama y quiere que yo le ame y me una a Él eternamente en su misma felicidad.

            Ésta es la razón de mi existir como hombre, y, sobre todo, como sacerdote. Y ésta es la causa del vacío existencial actual de la humanidad, porque el hombre quiere llenarse de todo, quiere llenar sus casas, a sus hijos de todo, y ahora resulta que nos falta todo, porque nos falta el todo, que es Dios.

No podemos saciarnos con migajas de criaturas, estamos hechos para la hartura de la divinidad, que es amor infinito y, porque es amor infinito, es la felicidad infinita: “Dios es amor… en esto consiste el Amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados” (1 Jn 3, 8-10).

            Y este Dios tan infinitamente feliz en sí y por sí mismo, entrando dentro de su mismo ser infinito, viéndose tan lleno de amor, de hermosura, de belleza, de felicidad, de eternidad, de gozo, piensa en otros posibles seres para hacerles partícipes de su mismo ser y amor, para hacerles partícipes de su misma felicidad. Se vio tan infinito en su ser y amor, tan lleno de luz y resplandores eternos de gloria, que a impulsos de ese amor en el que se es y subsiste, piensa desde toda la eternidad en crear al hombre con capacidad de amar y ser feliz con Él, en Él y por Él y como Él.

            El Padre, al contemplarse en sí y por sí, sacia infinitamente su capacidad infinita de ser y existir y en esto se es felicidad sin límites. Su ser Amor en sí mismo, su esencia amor es lo que su existir refleja lleno de luz y abrasado de amor. Y la contempla en tal infinitud y fecundidad y perfección que engendra una imagen esencialmente igual a sí mismo que es Hijo de su contemplación de su ser infinito Amor, que el Hijo recibe del Padre, haciéndole Padre al aceptar esencialmente ser Hijo en el mismo Amor dado y aceptado y retornado de nuevo al Padre, que es Espíritu Santo, infinito y eterno como el Padre y el Hijo.

            Dios, por su infinito ser, es eterno. Y este ser infinito y eterno no es otra cosa que un Acto de ser infinitamente fecundo en Tres Personas. Y este Ser eterno, por su mismo amor, es tan potente, es tal la potencia de su amar que le hace Padre por el amor infinito personal al Hijo.

            Dentro del misterio trinitario el Espíritu Santo no es la última persona, el tercero, no surge de la generación del Hijo sino que su potencia infinita de amor y donación y poder hace Padre e Hijo, porque Él es la potencia engendradora, la fuerza de amor con la que el Padre engendra al Hijo que acoge y acepta totalmente este mismo acto infinito de Amor que hace al Padre y al Hijo, que refleja a la vez y hace paternidad y filiación por la potencia infinita del Amor-Espíritu Santo.

            El Padre, por su fuego de amor divino --Espíritu Santo--, da al Hijo el ser filial, y el Hijo acoge la paternidad del Padre, por la misma potencia infinita de su Amor, que es el mismo Santo Espíritu, que sin el Hijo no sería Padre, siendo uno en el mismo serse infinitamente feliz —Espíritu Santo— el Padre y el Hijo por el Espíritu de Amor Personal, que los hace personas distintas en una misma vida, en un mismo Amor esencial infinito, con que el Padre se dice totalmente en su Palabra, en su Hijo, en canción eterna de Amor de Espíritu Santo y el Hijo al Padre en la misma Palabra-Canción llena de Amor al Padre.

            Jesús es el Hijo que sale del Padre y viene a este mundo (Jn 13, 3). La venida al mundo prolonga su salida eterna, porque es el Padre el que ha pronunciado para nosotros la Palabra con la que se dice totalmente a sí mismo en silencio eterno, lleno de amor, como dice San Juan de la Cruz. Con su glorificación junto al Padre y sentado ya a su derecha (Jn 17,5; Mt 26, 64) Jesús ha asumido plenamente su condición de Hijo, de Verbo eterno, que tenía en el principio (Jn 1, 1-3; Ap 19, 13).

            Con su Pascua, Jesús-Cristo-Señor se hace puerta de entrada en el misterio trinitario para todos nosotros, criaturas pascuales, pasados del mundo al Padre en la última y definitiva Alianza en el Hijo, Jesús de Nazaret, que ya está totalmente Verbalizado en el cielo, a la derecha del Padre, totalmente hijo en el Hijo, igual al Padre por la potencia del Espíritu Santo.

            Y Dios, que es Amor, quiere comunicarse, quiere hacer a otros partícipes por gracia, de su misma dicha, quiere ser conocido y amado en la grande e infinita hermosura trinitaria y total belleza y gloria y luz y vida, en que se es por sí mismo en acto eterno de Ser y Felicidad y Amor.

            Él quiere ser nuestra única felicidad por amor, dándose y recibiéndose en totalidad de ser y amor, por la gracia comunicada por el Espíritu en los sacramentos y por la oración- conversión –transfiguración-- unión transformante. El Padre, lleno de amor, ha pronunciado para todos nosotros esta Palabra transformante de la debilidad humana.

             El hombre ha sido soñado por el amor de Dios, es un proyecto amado de Dios: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que por la gloria de su gracia que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo redunde en alabanza suya... El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante, recapitulando en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra”

 (Ef 1,3.10).

            Dice K. Rahner: «Desde ahí podríamos comprender qué especie de pasión secreta vive en los verdaderos hombres del espíritu y en los santos. Ellos quieren hacer esta experiencia. Se les ha dado saborear el espíritu. Mientras que la mayoría de los hombres consideran estas experiencias como desagradables, interrupciones no del todo evitables de la verdadera vida normal, en la que el espíritu es tan sólo el condimento y el adorno de otra vida, pero no lo sustantivo y buscado por sí mismo, los hombres de espíritu y los santos han gustado el espíritu puro.

En cierta manera, ellos beben el espíritu sin mezcla, y no sólo gozan de él como de un condimento de la existencia terrena. De ahí su extraña vida, su pobreza, su anhelo de humildad, su anhelo de morir, su estar dispuestos a padecer, su secreto anhelo de martirio. Saben que el hombre, en cuanto espíritu  --en la existencia real y no sólo en la especulación—, debe vivir en realidad en el límite entre Dios y el mundo, entre el tiempo y la eternidad; y tratan de cerciorarse continuamente de que ellos lo hacen realmente, de que el espíritu no es en ellos sólo un medio del estilo humano de vivir”[52].

            Esta misma realidad del deseo de Dios,  pero desde el mismo ser natural del hombre, que es espíritu finito, lo expresaba muy bien un teólogo español, Juan Alfaro: «El hombre lleva impresa en lo más profundo de sí mismo una radical antinomia: es espíritu finito… Porque es espíritu, el hombre está abierto hacia el horizonte ilimitado del ser; es capaz de trascender todo lo finito y de trascenderse a sí mismo, porque se siente internamente atraído hacia un más allá sin frontera.

            En su actividad libre el hombre no puede sustraerse a la atracción de un valor absoluto; el horizonte de lo absoluto se le impone a priori. Tampoco puede sustraerse a la aspiración innata a la propia plenitud; esta orientación radical de la voluntad humana es también apriórica.  

            El entendimiento humano no puede alcanzar su plena quietud (encontrando la solución definitiva al problema radical del ser, problema que él mismo descubre) sino en la intuición del infinito, del ser fontal en sí mismo; mientras no llega a esta intuición, se encuentra en la necesidad interna de buscar indefinidamente una respuesta ulterior a su deseo espontáneo e incoercible de conocer.

            La aspiración fundamental de la voluntad humana hacia un valor real absoluto no puede saciarse plenamente sino en la posesión inmediata del bien infinito. La apertura hacia el infinito en sí mismo, como término absolutamente último y absolutamente posible, constituye la orientación más profunda del hombre; en ella se revela el hombre como “capax Dei, imago Dei”… Porque es espíritu finito, no puede el hombre llegar por sí mismo al infinito; Dios trasciende la capacidad dinámica de la criatura intelectual.

            Esta es la gran paradoja del hombre; es finito en su estructura óntica y está orientado hacia el infinito, como término absoluto de su interna finalidad; es limitado en la potencia activa de su dinamismo e ilimitado en la aspiración íntima, que regula ese mismo dinamismo; no puede saciarse plenamente sino en el infinito y no puede por sí mismo llegar al infinito; solamente puede tener conciencia de sí mismo bajo la atracción interna de un absoluto, que no puede alcanzar; no puede autoposeerse en el ejercicio de su libertad sino tendiendo

a un trascendente, que está más allá»[53].

            San Agustín describe, en lenta ascensión, cómo se va sintiendo cada vez más dominado por este descubrimiento. El autor empieza por entrar estremecido en las honduras de su espíritu, «en las vastas salas de la memoria, donde están los tesoros de imágenes sin número que los sentidos han traído de todas las cosas posibles»: todo lo que pertenece al mundo, sea material o espiritual, tiene allí su lugar.

Pero el espíritu sabe también de Dios, y así parece también que Dios tenga su sitio en el espíritu; San Agustín reúne las razones para que la «vida bienaventurada» en Dios esté identificada con el más hondo «recuerdo», y la verdad de la vida humana sea inseparable de la verdad absoluta. Sin embargo, el espíritu no considera la verdad eterna como su propia luz: «Tú estás elevado por encima de toda mutación. Nunca Te pude encontrar, para conocerte, sino en Ti, por encima de mí... Oh Verdad, estás presente en todo y para todos los que te piden consejo, y contestas a la vez todas las diversas preguntas. Contestas claramente, pero no todos pueden oír claramente. Todos Te preguntan para oír el consejo que quieren oír, pero no siempre oyen lo que quieren. Tu mejor servidor es el que no pretende tanto oír lo que quiere cuanto querer lo que oye de Ti »[54].

Con esto se inicia el tema que ya no se interrumpirá. La luz del espíritu humano es una luz que escucha, una luz en diálogo. “No era éste la luz, sino para atestiguar de la luz (1Jn 1,8). [55]

            El hombre vive su espiritualidad en su incontenible aspiración al infinito; vive su propia finitud en la ausencia de ese mismo infinito, que no puede ni alcanzar ni dejar de esperar; la más íntima vivencia humana es simultáneamente anhelo-ausencia del infinito.

La existencia del hombre encierra una tensión dramática entre una aspiración ilimitada (expresión de su espiritualidad) y una impotencia de realizarla (expresión de su finitud creatural); esta tensión viviente corresponde a la antinomia óntica radical del hombre, como espíritu finito.

            Esta su radical antinomia constituye precisamente la apertura del hombre a la gracia. Porque es espíritu, el hombre es capaz del infinito en sí mismo y solamente puede alcanzar su perfección absolutamente última en la visión de Dios; la intuición del infinito corresponde a su más íntima aspiración. Así se manifiesta la inmanencia de lo sobrenatural.

            Aquí se revelan simultáneamente la grandeza y la impotencia del hombre: su grandeza, porque el hombre solamente puede alcanzar la plenitud de su ser en la unión inmediata con el infinito; su impotencia, porque solamente puede llegar a su propia plenitud, como gracia. La plenitud del hombre no puede consistir sino en su unión inmediata con un infinito personal. El hombre no puede llegar a su perfección absolutamente última, sino en una unión inmediata con Dios como de persona a persona, es decir, en la relación “yo-tú”. Éste es el primer aspecto de la relación entre persona y gracia.

            En este aspecto es muy interesante el estudio de R. Guardini sobre la estructura personal del acto de fe. Este encuentro no es una pura esperanza; por  la fe entra ya actualmente el hombre en comunión personal con Dios en la vivencia de una relación de persona a persona con Él; la experiencia fundamental de la fe es una misteriosa presencia y cercanía de Dios, que internamente atrae hacia la unión inmediata con Él. La fe incluye una adhesión  intelectual a un mensaje: pero incluye sobre todo una relación viviente del  hombre a Dios, como de persona a persona[56].

            La donación personal de Dios al hombre se consuma en la gloria, cuando Dios le manifiesta cara a cara el secreto íntimo de su ser personal. Imaginarse la visión de Dios como si fuera solamente la contemplación de un objeto infinito o la intuición de una esencia ilimitada, sería despojarla de su más auténtico significado.

            La visión es ante todo el encuentro personal inmediato con el Dios vivo por amor: en ella coinciden la autorrevelación plena de Dios, la revelación plena de su personalidad y su plena donación personal al hombre. Dios abre al hombre el «Sancta Sanctorum» de su vida personal y le introduce en el proceso viviente del misterio trinitario, que está constituido por las relaciones personales y subsistentes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es una revelación, que es simultáneamente participación vital en la vida personal divina.     

            La plenitud definitiva de la persona creada se realiza en la participación en el misterio de la personalidad divina mediante una relación personal inmediata a las divinas personas en el proceso vital de sus mutuas relaciones subsistentes. Las facultades espirituales humanas alcanzan una quietud absoluta y viviente en su contacto inmediato con el infinito.

            La visión de Dios, plenitud de la gracia, comporta como su efecto propio una plenitud divinizante y supercreatural de la persona como persona, es decir, como autoposesión-autodonación. Es preciso admitir que la consumación de la gracia tiene lugar de parte de Dios y de parte del hombre en la línea de lo personal; incluye una plena donación personal de Dios y una plena autoposesión-autodonación del hombre, que es la elevación suprema posible de su personalidad.[57]

 

 

 

4. 2. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS  DESDE LA INCREENCIA DEL MUNDO ACTUAL

 

            Si es verdad, --como dijo K. Rahner--, que «el cristiano del siglo futuro será un místico o no será», la urgencia de educar en la oración y de orar concretamente con experiencia normal del creyentee que escucha la Revelación de Dios y dialoga con Él, se sitúa entre las tareas más importantes del futuro de la Iglesia.

            Hace ya tiempo que el final del cristianismo convencional está urgiendo un cristianismo convencido. Crecer en la identidad de la vida cristiana conlleva un contacto contidiano con el Dios vivo, prolongar y profundizar en la oracion las riquezas de la gracias del bautismo y de la confirmación y el flujo vital de la Eucaristía para permanecer en Cristo, vivir y encarnar el evangelio, dejarse habitar y guiar por el espíritu.

            Pablo VI dijo con palabras certeras que la Iglesia es una comunidad de orantes y su tarea principal es la de enseñar a orar.

Ha nacido una una convicción profunda: hay que orar, para ser cristiano. Una convicción que en algunas páginas se convierte en un doble reto. Uno dirigido a los teólogos, para que traten y pongan en el lugar que les corresponde en la teologia dogmática a la oración cristiana. El otro, dirigido a los pastoralistas, para que pogan de relieve en esta teología práctica la importancia que tiene la plegaría cristiana y den relieve a la iniciación y al acompañamiento de los cristianos en los caminos de la comunión con Dios»[58].     

 Juan Pablo II, en laNovo Millennio Ineunte ha desarrollado este tema de una forma clara, profunda y completa. Las circunstacias actuales del mundo y de la Iglesia están gritando como los díscípulos al Señor: “Enséñanos a orar”.

Por eso, para nosotros, no hay duda alguna de que San Juan de la Cruz como santo, como doctor y como místico puede ser propuesto como modelo y debe ser escuchado como maestro en este aspecto esencial de la  condición humana que es la experiencia de Dios.

            El fenómeno de la increencia, en sus manifestaciones diversas de ateísmo intelectual o práctico, agnosticismo, laicismo, materialismo, erotismo, falta de sentido y vacío existencial: a dónde voy, para qué vivo, por qué vivo… ha llenado nuestras aulas, calles, ciudades y ha dado origen a una nueva cultura atea, sin Dios.

            El sueco Wilfrid Stinissen considera este vacío interior como una «neurosis fundamental» del hombre actual, que tiene su origen en la falta de comunicación con Dios. Según Stinissen, se trata de «una neurosis profunda, que resulta de la pérdida de contacto, por parte del hombre, con el nivel trascendente de su ser y que se precipita en un abismo de absurdo y soledad». A este nivel, la psicología no tiene ningún poder. Ninguna escuela psicológica puede curar esa neurosis originada por el hecho de que la persona se encuentra fuera de su ser auténtico. Por ello, son cada vez más los que comienzan a sospechar que, sofocada o reprimida la vida interior, el hombre contemporáneo podrá lograr que su existencia sea más agradable en un aspecto u otro, pero su problema más hondo quedará sin resolver[59].

            Esta increencia, que se ha hecho ambiente y atmósfera que respiramos, obliga a cultivar una fe personal que ya no se tiene heredada como antes, y obliga a los mismos pastores a vivir una fe viva y experimentada, para no caer en una pobreza pastoral que nos impida acercar a Cristo y su experiencia salvadora a este hombre moderno.

            «En el curso de la historia social, el ateísmo se ha aproximado de manera especial al nuevo tipo del hombre técnico. Se está formando la opinión de que todo puede «hacerse»; por todas partes las cosas «marchan sin Dios»; más aún, se dice que el verdadero autodesarrollo del hombre y sus conquistas más elevadas sólo se harán realidad una vez que se haya eliminado el obstáculo de las vinculaciones y ataduras transcendentes.

Esto coloca, sin duda alguna, al cristianismo ante una difícil prueba; pero, a la vez, produce un esclarecimiento de la posición religiosa en su conjunto.

Una vez desaparecidos todos los obstáculos externos derivados de autoridades e instituciones condicionadas por el cristianismo, y una vez que ciertos sistemas políticos gigantescos se han hecho dueños de todo el poder, han apartado de sí toda responsabilidad frente a una instancia superior y se disponen a configurar la existencia entera desde un punto de vista puramente mundano; se verá así que el hombre puede existir realmente sin Dios. Este es el experimento más terrible que jamás se ha emprendido.

Las víctimas que han costado hasta ahora y la brutalidad y las infamias con que ha atentado contra el ser humano, representan algo negativo, que no se compensa con ningún progreso científico-técnico y social. Además de esto, la psicología ha demostrado que todo impulso psicológico auténtico, que no encuentra satisfacción, hace enfermar.

De esta manera se verá qué resultados tendrá al final la destrucción del más hondo impulso de la humanidad, y no olvidemos que el experimento no ha pasado de sus comienzos»[60].

            Esta situación nos reta a todos, pero especialmente a los sacerdotes, a tener una fe personal sin algunas apoyaturas humanas, fe directamente apoyada en Dios por la palabra de los verdaderos testigos, pasando de una fe heredada a una fe personal, a ser creyentes de cuerpo entero, convencidos por experiencia personal de lo que creemos, predicamos o celebramos, calados por la oración y el trato personal con Cristo de esas verdades que queremos hacer creíbles a los demás.

            Para esto es necesaria la experiencia de Dios en el sacerdote moderno, éste es su reto, y que a veces no se tiene, porque quizás antes no era imprescindible pastoralmente, porque el ambiente era fundamentalmente cristiano, y también porque ahora no tiene, como antes, apoyaturas en la escuela, familia y sociedad.

            Este ambiente nos obliga a ser creyentes enteros, apoyados solamente en Cristo, algo imprescindible en todas las épocas, pero más en esta sociedad actual de laicismo ateo. Sin esta vivencia de Dios, sin esta experiencia mística, la acción pastoral no llega a crear comunión mística con el Hijo de Dios encarnado en Jesús.

Sin experiencia, se predica una doctrina sobre Cristo, se transmiten ideas y conceptos de un sistema, pero no se despierta la experiencia del encuentro vivo con Él. De esta forma la presencia y la acción del Resucitado en el corazón de cada creyente y en el seno de la comunidad cristiana son más sistemáticamente pensadas y explicadas, que realmente vividas.

Falta en no pocos cristianos, también sacerdotes, incluso practicantes piadosos, ese vínculo de amor con Cristo como persona, amistad y trato personal con alguien a quien no se ve con los ojos de la carne ni se puede comprender desde la sóla razón, pero que la fe, si se le busca con más hondura, no se cansa de descubrir, adentrándose en un nuevo modo de conocer y amar a una persona divina,  que existe y que está en el centro del propio vivir y en la que uno encuentra el sentido del propio vivir, del hombre y del mundo.

            En nuestra teología y en nuestras predicaciones hay verdades, pero falta el encuentro con las personas de esas verdades; en nuestra liturgia hay ritos y ceremonias hermosas, pero falta a veces el encuentro con las personas divinas que realizan y están presentes en las acciones mistéricas, no llegamos a veces al encuentro con el Cristo que se ofrece, se inmola, “acordaos de mí”,  «no nos “acordamos de Él», no le encontramos presente, no hay memorial de encuentro personal  actual con el Cristo  eterno…

            Este es el ambiente que se respira en estos tiempos de modernidad o postmodernidad o como quieras llamarlo  y esto es lo que fabrican nuestras televisiones, revistas, internet, películas y muchos libros y novelas… laboratorios de la cultura emergente y que encuentra cauce en los «mass media», en los cenáculos académicos, en las tertulias de la tarde en las teles, en las reuniones de pseudofilósofos.     

            Repito un testimonio citado anteriormente: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística»[61].

            Y para terminar esta línea sobre la opacidad de Dios  en el mundo actual, escribe Lucién Marie, citando a Leon Bloy.  «Es notable que, en una época en la que la información y la técnica se han convertido en la hechicera del mundo, no se encuentre un individuo que dé a los hombres noticia de su Creador. Éste está ausente de las ciudades, del campo... está ausente de las leyes, de la ciencia, de las artes, de la política, de la educación, de las costumbres. Está ausente incluso de la vida religiosa en el sentido de que los que todavía quieren ser sus amigos más íntimos, parece no tener ningún deseo de su presencia»[62].

            Martín Buber describe así el mundo actual: «oscurecimiento de la luz del cielo, eclipse de Dios, eso es, de hecho, lo característico de la hora del mundo en que vivimos»[63].  Este mundo secularizado, con políticas que solo buscan el “bienestar material” y hacia el cual dirigen la cultura, la educación y las leyes que hacen y construyen al hombre, ha dado y seguirá dando este hombre vacío, sin sentido y sin capacidad de introspección y de silencio interior para descubrir su tesoro, un hombre sin Dios, sin sentimientos, sin alma, sin vivencias de nada, necesitado, por tanto, de la experiencia fundante del Absoluto, a quien busca con loco frenesí sin  saberlo, porque las migajas de criaturas no pueden saciar el hambre de Absoluto que tiene todo hombre metido en sus entrañas, humano y divino... un hombre de la “muerte y silencio de Dios”, en la oscuridad del ser y existir, en un mundo que a nivel global está metido en la noche del hombre y de la vida, solo le puede salvar la experiencia de ese Ser Infinito que ha metido dentro del hombre este hambre, que sólo puede ser saciada por la hartura de la Divinidad y que lo explica y lo integra todo en el Único existente fundante.

            Estamos dotados de la presencia de Dios, pero no nos es fácil ponernos en disposición de percibirla. «Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón» (Rm 10, 8); «Dios no está lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17, 27). Pero con frecuencia, y debido sobre todo al pecado, el hombre «ha disipado su sustancia (Lc 15, 13), vive fuera de sí, separado de su raíz, es decir, de sí mismo, volcado sobre sus posesiones, disperso en sus quehaceres.

El encuentro con Dios, «del a1ma, en el más profundo centro», supone una existencia que camina hacia ese centro, supone, pues, una persona que vive su vida como propia, que no se reduce a identificarse con las modas vigentes o con las decisiones que otros toman por ella.

Dice a este respecto Martín Velasco: «Dios no aparece a una mirada cualquiera. No aparece, por ejemplo, a la mirada dispersa del hombre distraído, a la persona perdida en el divertimiento, disipada en el olvido sistemático de sí misma. El encuentro con Dios «del alma en el más profundo centro», supone un existencia que camina hacia ese centro, que supera la identificación de sí misma con las funciones que ejerce, las posesiones que acumula y la acciones que realiza… Dios no aparece tampoco a una mirada anónima como la que caracteriza al hombre masificado… Tampoco a una mirada superficial… sin llegar al por qué radical del asombro… San Juan de la Cruz ha insistido en que para llegar a la contemplación, a la unión en Dios, el hombre debe abandonar el espíritu de posesión y adoptar el espíritu de pobreza y desasimiento»[64].

 

Teilhard de Chardin resumía su propio proceso en una página admirable:

 «Así, pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que ilumina superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida… ¿Qué ciencia podrá nunca revelar al hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de voluntad y de amor de que está hecha la vida? Sin duda no es ni nuestro esfuerzo, ni el esfuerzo de nadie en torno a nosotros el que ha desencadenado esta corriente... El hombre, dice la Escritura, no puede añadir una sola pulgada a su talla. Y todavía menos puede aumentar en una sola unidad el ritmo fundamental que regula la maduración de su espíritu y de su corazón»[65].

 

4.  3. NECESIDAD DE LA EXPERIENCIA DE DIOS, DESDE LA VIDA APOSTÓLICA: SER TESTIGOS DE LO QUE PREDICAMOS Y VIVIENTES DE LO QUE CELEBRAMOS              

            La exposición de este tema también está motivada por la urgencia y necesidad del mismo, dado el ambiente de ateísmo práctico, que inunda la vida, y el peligro de desánimo en los sacerdotes, que nos obliga a tener experiencia de lo que predicamos y vivimos, como ha dicho abiertamente el Papa Juan Pablo II: «Como aquellos peregrinos de hace dos mil años (queremos ver a Jesús), los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver»”.

            He expuesto este tema largamente en mi libro:  TENTACIONES Y RETOS DEL SACERDOTE ACTUAL[66].

            Estas tentaciones y los retos que plantean nos piden a todos los cristianos, especialmente a los sacerdotes, una fuerte experiencia de Dios, como fundamento de toda nuestra vida pastoral, poniendo la santidad «como la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral», y recordándonos que «hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral».

 

            «1. En la cultura de la “muerte de dios” y de la “posmodernidad”, el sacerdote se ha quedado sin rol, sin oficio

Con la “muerte de Dios” en el modernismo y postmodernismo, con su ateísmo materialista, ideológico y existencial, por el laicismo reinante que confunde laico con laicismo ateo, el sacerdote se ha quedado sin sitio, sin rol, sin trabajo ni oficio, sin papel. Si Dios no existe, para qué sacerdotes; para qué personas que nos hablen en su nombre y nos impongan normas de vida y mandamientos que nos impidan dar rienda suelta a nuestros sentidos y apetencias.

Esta es una de las primeras y principales causas por las que el prestigio y la autoridad de que gozaba el sacerdote, en el ámbito de la comunidad humana, ha desaparecido, porque ha desaparecido su función: la gente no necesita de Dios, ni de su gracia y menos de sus leyes ni de su perdón, porque al no creer en Dios, no pecan, no tienen que dar cuenta a nadie de posibles faltas o pecados. El proceso, sin embargo, es el inverso: como quieren vivir a sus anchas, no quieren que haya mandamientos de Dios ni juicio ni infierno ni gloria, matan a Dios, afirmando que Dios no existe, tratando de justificarse y no tener que dar cuenta a nadie de su vida; Dios no existe, porque no me interesa que existan sus órdenes y mandamientos; haga lo que haga nadie me puede señalar con el dedo acusador. A los que delinquen, no les interesa que existan la policía ni los jueces ni la cárcel.

            Así que tenemos la tentación de cambiar el evangelio, olvidar la misión por la que me impusieron las manos y olvidar mi rol sacerdotal y la tarea de ser mediador entre Dios, eterno y trascendente, y los hombres. Consecuentemente sufrimos la tentación de querer convertirlo todo en panes para este hombre y mundo actual, convertir la Iglesia en una ONG humanitaria. Sin embargo Cristo lo dijo bien claro: “En verdad en verdad os digo: Vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros: Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 26-27); “No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado”.

           

2. Desconfianza del sacerdote respecto a la eficacia de su trabajo pastoral

 

Va unido a lo anterior. Y lo primero que quiero decir es que, en el pasado, había sacerdotes en crisis, eran crisis personales, pero no había una crisis del sacerdocio en cuanto tal. Hoy hemos pasado de la crisis del sacerdote a la crisis del sacerdocio. Hemos pasado de la crisis personal a la crisis de la institución sacerdotal, en parte debido también al poco éxito, respuesta o atracción que suscita en el mundo actual.

En España, hasta hace pocos años, el sacerdote era mediador entre Dios y los hombres, y en doble aspecto: social y religioso, esto es, el sacerdote era valedor no sólo ante Dios y la Iglesia, sino ante la sociedad y los poderes públicos. Todavía recuerdo haber ido a Organismos nacionales de Madrid para conseguir dineros y realizaciones para mis pueblos… Ahora a ningún sacerdote se le ocurre tal cosa.

            Ahora no hay ningún sacerdote a quien se le ocurra ir a Madrid o a la Autonomía ni a la capital de provincia ni siquiera a su Ayuntamiento, si es ciudad importante, para resolver nada de este tipo: primero, porque ya hay otras instituciones políticas que lo hacen; segundo, porque no sólo no es aceptado, sino ignorado y ridiculizado y mal visto. Es más, es que es “ninguneado” hasta en cometidos propiamente religiosos; pensad en fiestas religiosas que se han paganizado; procesiones de Semana Santa, que ya son más acontecimientos “culturales” que religiosos, como así se les denomina; muchas fiestas patronales, donde ya manda y organiza más el Ayuntamiento o la cofradía que el párroco... ¡lo que tienen que sufrir y tragar algunos sacerdotes! ¡Más de lo que quieren y debieran! Qué contraste con aquellos tiempos, porque yo llegué a conocer a algún sacerdote, que era el verdadero alcalde del pueblo en lo divino y humano. Y hasta cerraban salones y prohibían fiestas profanas y las religiosas había que celebrarlas como Dios manda y no se entraba en su iglesia sin velos o en mangas cortas... No lo hice nunca. Pero lo presencié.

Porque muchas fiestas, que empezaron y fueron durante años y siglos estrictamente religiosas y cristianas, hoy han pasado a ser “fiestas de interés turístico”, sencillamente laicas, de interés autonómico o nacional, puramente folklóricas, por orden y decreto del Ayuntamiento o de la Junta, y así, con toda naturalidad las describen los medios, que muchas veces, al hacerlo, se olvidan de la parroquia y no mencionan ni al cura ni lo religioso.

 

            3. Las iglesias vacías

 

Como consecuencia de todo lo anterior y otras causas, aparece el desánimo, la tristeza y desconfianza en el sacerdote ante las iglesias vacías y celebraciones diezmadas; los templos permanecen abiertos para visitas turísticas y sólo se llenan en conciertos corales o artísticos, en actos “oficiales”, profanos muchas veces; es cuando vemos juventud, porque en las celebraciones religiosas, la mayor parte de los participantes son personas mayores. El sacerdote que preside ordinariamente también es entrado en años.

            Por otra parte, lo que no se ve en la tele, no existe; y Dios y la Iglesia no aparecen en los medios de comunicación intencionadamente. Es más: lo que dice la tele es verdad: “lo ha dicho la televisión”; con el poder de la imagen, todos los días, los que suben a los púlpitos de las televisiones, las radios, los periódicos, internet, etc... predican y convencen a las gentes, sin el mínimo sentido crítico, de todo lo contrario al evangelio, y los llevan como una riada o vendaval a las separaciones y divorcios, a los divorcios exprés, a la uniones homosexuales, porque eso es lo que sale en la tele y en las películas; y eso tiene más fuerza que la predicación del cura; y eso si los sacerdotes y los obispos se atreven a condenar con constancia los errores y pecados de sus gentes. De esta forma la Iglesia se ha quedado sin poder moral, porque ahora son los políticos los que deciden lo que está bien y lo que está mal, mejor dicho, “lo políticamente correcto”.

Lo que no se anuncia en la tele, radio y periódicos, no existe. Aunque sea el mejor y más eficaz. Pregúntenselo a las empresas y a las gentes. Ahora bien, la Iglesia no sale en la tele, no se anuncia, no predica su doctrina en los medios, luego no existe; no se habla de ella y del evangelio en la calle y con los amigos; total, que el cristianismo, la moral católica, la familia cristiana, el evangelio, los valores cristianos, el matrimonio con amor exclusivo y para siempre no existen»[67].

            Ante un mundo ateo, instituciones ateas, consumismo y materialismo ateo, «cabría decir que el cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano». Este texto de K. Rahner, tan repetido en documentos actuales, voy a transcribirlo con mayor integridad:   

             «Para tener el valor de mantener una relación inmediata con el Dios indecible en el sentido de esa sobria espiritualidad, y también para tener el valor de aceptar esa manifestación silenciosa de Dios como el verdadero misterio de la propia existencia, se necesita evidentemente algo más que una toma de posición racional ante el problema teórico de Dios, y algo más que una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana.

            Se necesita una mistagogia o iniciación a la experiencia religiosa que muchos estiman no poder encontrar en sí mismos; una mistagogia de tal especie que uno mismo pueda llegar a ser su propio mistagogo... Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo, y aun a conciencia del descrédito de la palabra “mística” —que, bien entendida, no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo, sino que se identifica con ella—, cabría decir que el cristiano del futuro o será un «místico», es decir, una persona que ha «experimentado» algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión personales”[68].

            El sacerdote y todo hombre pueden tener muchas y variadas presencias o experiencias de Dios, pero la experiencia de Dios no está bien tratada en los estudios de los Seminarios y Universidades, es considerada excepcional, propia  de élites, para grupos selectos de personas religiosas, sin tener en cuenta las palabras del Papa en la NMI: «Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración...  viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial (cfr SC.10), pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas»[69].

Y de la relación que expreso de la experiencia de Dios con el apostolado, siempre repetiré que la mayor pobreza vital y apostólica de la Iglesia será siempre la pobreza de vida mística; quiero decir, que ahora y siempre ésta será la mayor necesidad y la mayor urgencia de la vida personal y apostólica de los bautizados y ordenados; tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas en mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero no en la fe, porque algunos expresamente afirman no tenerla y allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo… Y para hacer las acciones de Cristo, para hacer el Apostolado de Cristo hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para hacer las cosas en el nombre y espíritu de Cristo.

Si no estamos a solas con Él todos los días, --eso es la oración personal--, nos faltará la fe y el amor verdaderos para hacerle presente en palabras y acciones ante los hombres, nuestros hermanos; nuestro apostolado se mantendrá a niveles muy bajos de amor y eficacia salvífica, porque ya lo dijo el Señor: “sin mí no podéis hacer nada…”.

En los místicos siempre hubo unidad entre oración y vida.  Para Juan de la Cruz, la oración conduce a la vida y amor al hermano e inflama en el servicio apostólico. Entre tantos textos que nos recuerdan el profundo sentido apostólico de Juan de la Cruz, cuando el cristiano que vive la perfecta vida en Cristo lo imita en el amor del prójimo, nos place citar aquel Dictamen o Enseñanza espiritual, n° 10, de Eliseo de los Mártires, que nos ofrece una enseñanza y una imagen viva de Juan convertido en fuente de agua también para los demás.

Decía «que es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más el alma se junta con Dios por amor. Porque, cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea, tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles. Y es tanto el fervor y fuerza de su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia y sola ganancia; antes pareciéndoles poco el ir solo al cielo, procuran con ansias y celestiales efectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios, y es propio fruto y efecto este de la perfecta oración y contemplación»

La pedagogía de los santos del Carmelo ofrece un camino de interiorización enraizado en la experiencia cristiana, basado en el misterio de la presencia de Dios en nosotros y en el crecimiento en la vida teologal y en el amor a la Iglesia y los hermanos. Ambos parten de Cristo y en Él encuentran al maestro de la oración, al mediador de la comunión con Dios que abre la oración a la comunión perfecta en la Trinidad y orienta hacia el servicio eclesial. Muchos contemplativos son verdaderos apóstoles y patrono de apostolados concretos[70]..

El sacerdote tiene la dimensión profética y debe ser profeta de Cristo, porque ha sido llamado a hablar en lugar de Cristo. Pero además está llamado a ser su testigo y para eso debe saber y haber visto y experimentado lo que dice.

Me gustaría no tener que hablar así, ni tener que decir estas cosas, porque me supone incomprensión y reacciones dolorosas hacia mi persona; sé muy bien las reacciones desagradables que suscita en algunos hermanos, especialmente en algunos ambientes apostólicos; lo acepto con paz , pero esto es lo que veo y observo en algunos sectores de la Iglesia,  especialmente de la Iglesia de arriba, cabeza del Cuerpo Místico, desde donde la sangre santificadora tiene que llegar a los fieles y a todo el cuerpo, desde el Corazón de Cristo, a través de Obispos o sacerdotes, sacramentos de su presencia y canales de su gracia.

Y donde pongo sacerdote, pongo,  igualmente y con la misma fuerza y verdad, a todo cristiano, a todo creyente que quiera conocer, amar y seguir a Cristo, sea catequista, madre o padre cristiano, colaboradores apostólicos, que, al no tener una unión fuerte y personal de sentimientos y amor y vida con Cristo, esta sangre redentora no llegará en plenitud o con la plenitud necesaria al resto de los miembros del cuerpo de la Iglesia, de la parroquia, de la familia, de los catequizandos, porque las arterias están obstruidas por los criterios y programas y acciones puramente profesionales y por imperfecciones personales, incluso a veces infartadas las venas y los sarmientos, porque el corazón no vive ni vibra de amor, por falta de oración vivencial con la fuente que mana y corre, que es Jesucristo vivo y resucitado, Jesucristo Eucaristía: «qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche».

Queridos hermanos, queridos apóstoles de Cristo, hay que purificar la fe, los criterios, los sentidos, la mente y el corazón por la purificación de la noche de los sentidos y del espíritu por medio de la oración permanente que nos lleve a la conversión permanente, esto es, a la vivencia de la unción permanente en Cristo, para lo cual necesitamos hacer todos los días oración, vivir la Eucaristía, no sólo creer y celebrarla; desde Pentecostés, tiene que ser todo a partir de una fe purificada, sin criterios ni sentidos humanos, por la acción y el fuego de la oración contemplativa. Por cierto que esta poesía de San Juan de la Cruz, citada anteriormente, está dedicada a la Santísima Trinidad, a la vida trinitaria, cuyo manantial para nosotros, los hombres, el Doctor Místico lo pone en la Eucaristía.

Y ya, sin quererlo, he dicho donde está y encuentro el camino para esta experiencia viva, encendida, apasionada, infundida, impactada por Dios en el alma; el manantial y la fuente y el corazón de esta experiencia está en la oración personal en sus grados medios y más elevados de contemplación y de unión, realizada por Dios directamente en el alma, especialmente en la oración eucarística; es que teniendo allí la fuente, teniendo al Señor allí esperándonos como a la samaritana en el brocal del pozo del sagrario, no comprendo que no se le busque allí para encontrarle, para hablarle, para pedirle,  preguntarle y amarle.

Hay que subir por la montaña de la oración para verle a Cristo transfigurado en la cumbre del Tabor; para ser testigos ante los hermanos, --que tanto lo necesitan en estos tiempos de increencia--, de que Cristo está vivo y resucitado y llena tu vida de sacerdote, catequista, madre o padre cristiano; de que el cristianismo no es un sistema de verdades o valores sino una persona viva que llena de Luz y Verdad mi vida, --para qué vivo, y por qué y a dónde voy--, con el cual podemos hablar y dialogar y amar y sentirnos amados, porque para esa alma Cristo está realmente vivo y el sepulcro quedó vacío para siempre; y este Cristo vivo y resucitado es verdad, existe y es verdad, y llena mi vida y está en el Sagrario, en la Eucaristía  y me gusta estar con Él por lo que me dice y ama, y noto que su contacto me llena de vida y de amor y de amistad eterna conmigo y con todos los hombres. Es que si no lo encuentro en la Eucaristía, en el Sagrario, sólo en la predicación o acción, porque hablo de Él, en el fondo es pura teoría, un sistema de valores, pero en mi corazón está muerto, no ha resucitado, porque no lo encuentro vivo allí donde realmente está.

Hay que llegar a esta vivencia para que la religión no se convierta en una filosofía o un programa meramente ético, sino en una persona que murió por los que amaba y vino a nuestro encuentro, para que todos tengamos su misma vida, amor y felicidad; para eso vino y se encarnó y murió y resucitó y permanece en sacramento permanente de amistad que es la Eucaristía como misa, comunión y presencia, para ser amigo nuestro, para llevar a todos los hombres a la amistad con nuestro adorado Dios Trino y Uno, que éste fue el proyecto primero del Padre, recuperado de forma admirable por Él, puesto que para esto nos soñó el Padre y para esto fuimos creados, según sus mismas palabras: “Vosotros en mí, yo en vosotros, para que todos sean consumados en la unidad… el Padre os ama…” o con San Juan:  “Dios es amor… en esto consiste el amor no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su hijo como propiciación de nuestros pecados…”.

En una palabra, que todos nosotros, los cristianos, pero, sobre todo, los sacerdotes, estamos llamados, desde la unción y el mandato de Cristo, a ser testigos de esto que hacemos y predicamos,  y de esta forma, cuando queramos predicar a los hermanos estas verdades de Cristo y su Evangelio, nos  saldrán quemantes y convincentes. De otra forma, saldrán sí, ciertamente, pero no  quemarán ni contagiarán entusiasmo.

Necesitamos exploradores, testigos de la tierra prometida, de la amistad y la felicidad con Dios como sentido último y definitivo de la vida, testigos de que el pan eucarístico está lleno de Cristo que llena: “si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber… yo soy el pan de vida… si alguno viene a mi no pasará más hambre…” y, por eso, le visitas todos los días y has puesto tu tienda a la sombra del sagrario y allí permaneces atado por el amor y no necesitas más que a Él  y comerle de amor por la oración y la comunión..

Necesitamos predicadores, que no sólo predican, sino que son testigos de lo que dicen, como los exploradores que mandó Moisés a la tierra prometida, y que vinieron cargados de los frutos que habían visto y palpado y comido. Éstas son las almas de oración profunda y permanente. Así convencieron a sus hermanos israelitas a caminar y sufrir y luchar hasta conquistar la tierra prometida.

Cuando se llega a esta experiencia, uno reconoce que ahí está la Verdad y la Vida; y lo único que lamenta es no haberlo hecho antes. Mirad cómo se expresa San Agustín en sus Confesiones, en este texto que viene el día de su fiesta, en la Liturgia de las Horas:

«¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y ví con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y  podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí.

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti»[71].

QUINTA   PARTE

LA EXPERIENCIA DE DIOS, NOTA ESENCIAL Y CONSTITUTIVA DE LA IGLESIA

 

5. 1. SIN PENTECOSTÉS, NO HAY IGLESIA. LA EXPERIENCIA DE DIOS,  NOTA ESENCIAL Y CONSTITUTIVA  DE LA IGLESIA Y DE SU MISIÓN

 

La Iglesia es proyecto de la Santísima Trinidad por el envío de Cristo histórico y encarnado, y por Cristo resucitado, metahístórico, descendiendo hecho fuego de su Espíritu, Espíritu  Santo, en Pentecostés

            La venida “del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración con María la Madre de Jesús”, es y será siempre:

            A) LA MEMORIA DE CRISTO: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero aún todavía no podéis cargar con ellas por ahora, cuando él venga, el espíritu de la verdad (la verdad es Cristo)... os enseñará todo lo que os estoy diciendo…”

Así se lo había anunciado el Señor, aunque ellos no lo comprendían. Y en el discurso de la Última Cena específica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre:: “Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré…él os llevará a la verdad completa”.“Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”.

Lo llama por vez primera Paráclito, que significa abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

            Según el proyecto del Padre realizado por el Hijo, el Espíritu Santo es  en la Iglesia y en el mundo:

 

B) MEMORIAL DE LA IGLESIA, que hace presente los dichos y hechos salvadores de Jesús, por la epíclesis- invocación del Espíritu Santo, en la «opues Trinitatis», Liturgia, especialmente en la Eucaristía.

 

C) EXPERIENCIA DE DIOS PERMANENTE, DE VIDA NUEVA Y APOSTÓLICA, llena de fuego del Espíritu de Cristo resucitado, Espíritu Santo, “en oración con María la madre de Jesús”.   

 

D) “VERDAD COMPLETA” DE CRISTO

 

E) FRAGUA ARDIENTE  Y FORJA DE APÓSTOLES de todos los tiempos, por el mismo Espíritu  de Cristo resucitado, hecho FUEGO Y LLAMA de amor viva  de la misma vida  trinitaria, participada, por  gracia, en los que “todos los que crean y se bauticen” en su nombre.

¿Por qué los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo, llenos de miedo, con las puertas cerradas, antes de verle a Cristo resucitado? ¿Por qué incluso, cuando Cristo se les apareció y les mostró sus manos y sus pies traspasados por los clavos, permanecieron todavía encerrados y con miedo? ¿Es que no habían constatado que había resucitado, que estaba ya en el Padre y que tenía poder para resucitar y resucitarnos? ¿Por qué el día de Pentecostés abrieron las puertas y predicaron abiertamente y se alegraron de poder sufrir por Cristo?

Porque ese día lo sintieron dentro, Cristo vino como hecho fuego, hecho Espíritu Santo, llama ardiente de caridad a sus corazones, y esa vivencia y experiencia de amor valía infinitamente más que todo lo que habían visto con sus ojos de carne, sin amor, y habían palpado sus manos y vieron sus ojos de carne en los tres años de Palestina e incluso en las mismas apariciones de resucitado.

El día de Pentecostés vino Cristo todo entero y completo, Dios y hombre, pero hecho fuego y llama de Espíritu Santo a sus corazones, no como experiencia puramente externa de apariciones, sino con presencia y fuerza de Espíritu quemante, sin mediaciones exteriores o de carne, sino hecho «llama de amor viva», y esto les quemó y abrasó las entrañas, el cuerpo y el alma y esto no se puede sufrir sin comunicarlo.

            Para Juan, el morir de Cristo no fue sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. En el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad, y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

            La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer” (Jn 16,7-16).

            Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”.

No se pueden separar Pascua y Pentecostés, Salvación Apostólica y Unión con el Espíritu Santo, no hay vida nueva y resucitada en la Eucaristía y en los Sacramentos sin epíclesis, sin invocación al Espíritu Santo, memoria y memorial de la Iglesia, para que realice lo que dice el sacerdote en nombre de Cristo en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de todo apostolado.

El envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa, fruto esencial y total de la Resurrección. Si analizáramos más detenidamente esta realidad mavillosa de Pentecostés, que tiene que seguir siendo actual en la Iglesia, en nosotros, nos encontraríamos con el Pentecostés lucano, que es principalmente espíritu de unidad de lenguas frente a la diversidad de Babel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo, que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

            Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”.

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: ¿es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo? Pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión: “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer”. ¿Para qué necesitamos el Espíritu para conocer la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad? ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente? Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven ¿ qué más pueden pedir y tener?  Y Tú erre que erre, que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, ¿pues qué más queda que aprender?; que Él nos llevará hasta la verdad completa…¿pues es que Tú no puedes? ¿no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”.  No se puede hacer ni amar más.

            Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

            En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive.

Por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal trinitario y a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios.

Allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: «abba», papá del alma.

El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la Santísima Trinidad: “Padre,  no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad…” y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, para lo que fueron creados, está tan ensimismado en este retorno, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito, ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo.                Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor divino al hombre.     Dios existe, Dios existe y me ama, es verdad, Dios nos ama, se puede vivir y experimentar aquí abajo, está tan cerca…

 

 

 

5. 2. LOS APÓSTOLES FUERON TRANSFORMADOS POR EL ESPÍRITU SANTO EN  EN LLAMAS ARDIENTES DE AMOR APOSTÓLICO COMO EL SEÑOR SE LO HABÍA PROMETIDO

 

            Habían escuchado a Cristo y su evangelio, habían visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros? Pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados, no abren las puertas y los cerrojos y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

            Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos; es el Espíritu, el don de Sabiduría, el «recta sápere», el gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive.

Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos,  sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

            Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio; primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino Tú, Jesús que estás en mí, que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que… y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…

Gonzalo, Pedro, Juan… esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio, ese buscar puestos y honores… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, sí, cierto, seguiré predicando, diciendo misa… Pero es muy distinto.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y ésta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá.

            Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

            Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. Y lo peor es si esta pobreza se  va generalizando. Porque nunca viviremos el evangelio, el Espíritu de Cristo, como necesitamos y necesita nuestro trabajo apostólico. Pero siempre, y yo lo espero, surgieron voces de renovación verdadera, no en acciones, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo. Y vinieron los santos y las instituciones santas, para renovar lo que otras habían perdido de su carisma evangélico y espiritual.

La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta Unción del Espíritu para quedar curada, de este Fuego para perder los miedos, de este Fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la vida: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  San Hilario: «gloria Dei, homo vivens…, et vita hominis, visio Dei… la gloria de Dios es la vida del hombre… y la vida de hombre es la visión intuitiva». 

            Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. Le conoceréis porque permanece en vosotros, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

La Carta Pastoral Novo millennio ineunte va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios. Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad; el camino: la oración, la oración, la oración; el Papa insiste en que todo apóstol debe fundamentar su apostolado en el encuentro con Cristo por la oración; insisten en que hagan escuelas de oración en las parroquias, porque el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado; y el camino para realizarlo y la fuerza para mantenerlo toda la vida nos viene de Cristo por la oración personal y litúrgica. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado.        

            Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe… no se trata de conocer o no conocer a Jesucristo, ni de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de «verdad completa», de que Dios pase de ser conocimiento a ser amor, que el evangelio pase de la mente al corazón, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado por la fe para un amor total, en su mismo Espíritu…

La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos y por eso, Pablo les habla de la necesidad del bautismo de amor y vivencia cristiana, que debe ser el bautismo del Espíritu Santo.  

            En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va a «espiritualizar» -que sea llama de amor a Cristo Resucitado-  el conocimiento de los dichos y hechos del Señor que ellos mismos han visto con sus propios ojos y sentidos externos, pero que deben hacerse espirituales, vivirse y conocer y amar según el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo; es este mismo Fuego y Espíritu de Cristo el que va a llenar el corazón de los Apóstoles para formar las primeras comunidades cristianas; es este Espíritu el que empujará a Esteban y demás Apóstoles para dar la vida como primeros testigos de lo que ven y viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros; es ese mismo Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: «abba, Padre», “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12, 3).

            Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y unión con Dios. Dice San Ireneo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo.

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu Santo le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu».

            «Porque no se trata sólo de conocer. En el cristianismo, el conocimiento es sólo camino para la comunión y el amor… Rastrear la experiencia es ir tras la acción del Espíritu, que viene a nosotros, actúa en nosotros y por medio de nosotros, arrastrándonos hacia Él en una comunión y amistad, que hace ser el uno para el otro. Se trata de descubrir esa presencia invisible, que se hace visible a través de los signos y de los frutos de paz, gozo, consuelo, iluminación, discernimiento que deja en nuestro espíritu.

En la oración, en los sacramentos, en la vida de Iglesia y de evangelización, en el amor de Dios y del prójimo, percibimos la experiencia de una presencia que supera nuestros límites: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Y sólo el Espíritu “os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13).

Sin el Espíritu Santo, este escrito no servirá de nada. Espero, con San Cirilo, que el Espíritu me ayude a decir lo que la Escritura dice de Él y que el mismo Espíritu comunique a los lectores una noticia más acabada y perfecta de Sí mismo que lo aquí escrito.

Es el mismo Espíritu quien, en el silencio de la oración, viene en ayuda de nuestra debilidad y se nos comunica, revelándonos el designio pleno de Dios. Más que de estudio, se trata de oración»[72]

Dice el Vaticano II:

«Al no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar unánimes en la oración, con las mujeres y María la madre de Jesús y los hermanos de Este” (Hhc 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto con su sombra»[73].

            Y un autor moderno dice: «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4, 16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar»[74].

            Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios por su Espíritu. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz.

            Una vez que se adentra al alma en este conocimiento, ya no desea otra forma de conocer y amar y vivir. Puede decir con San Juan de la Cruz:

«¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste, y pues me lo has robado, por qué así lo dejaste, y no tomas el robo que robaste?»[75].

Y, comentando la canción 37, escribe: «El alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma según lo dice el Apóstol» (Rom 5,5)[76].

 

 ¡GRACIAS, ESPÍRITU SANTO!

 

            Y para terminar, vamos a hacerlo con la anteúltima estrofa del «Veni Creador»: «Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore». Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este «credamus» tiene más de fiarse, de «creer a»,  que de «creer  en».

De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo».

El objeto de nuestra fe no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «¡Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existenciade una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presenciaen medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. Creer en la victoria final del amor.

Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es Él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es Él quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.

Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total» en Él, de buscar en Él por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor[77].

 

 

 

5. 3. ESTE MISMO ESPÍRITU SANTO DE CRISTO RESUCITADO VINO TAMBIÉN SOBRE PABLO Y TODOS LOS VERDADEROS APÓSTOLES QUE HAN EXISTIDO Y EXISTIRÁN 

 

Ese mismo Espíritu de Cristo es invocado en la epíclesis de la ordenación para que descienda sobre los ordenandos y vivan la misma vida apostólica de Cristo en su mismo espíritu, que es el Espíritu Santo. Y viene sobre todos los bautizados y ordenados. Pero no de golpe, de una vez, sino poco a poco, en misiones sucesivas, a través de los sacramentos y de la oración y acontecimientos de gracia en nuestra vida.

            Para que nuestro ser sacerdotal transforme nuestro actuar sacerdotal,  para ser eficaces en el Espíritu de Cristo y no en el nuestro, puramente humano, necesitamos transformarnos poco a poco, y para conseguirlo, necesitamos vivir en clima de oración pentecostal, como los apóstoles en el cenáculo, con María; así nuestra oración personal será oración espiritual, según el Espíritu de Cristo, y será oración  que realiza lo que  invoca o  pide o dice al Señor, al ser oración epicléctica, que invoca al Espíritu Santo, único que transforma en realidad salvadora la palabra.

Sólo así podremos decir con San Juan y San Pablo y todos los santos: “Yo en vosotros, vosotros en mí…” otros textos: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí”, “para mí, la vida es Cristo”, “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”. Y el camino obligado para vivir y trabajar según el Espíritu de Cristo fue, es y será siempre la oración, la oración y la oración: espiritual, pentecostal, oración y vida cristiana transformada por la venida y la acción santificadora del Espíritu Santo; la oración transformante, la oración personal de conversión permanente hecha liturgia y ofrenda agradable al Padre en la liturgia eucarística, o la oración litúrgica hecha oración litúrgica-personal permanente, que poco a poco va transformando mi vida por la oración personal diaria alimentada por la liturgia:“El que me coma vivirá por mí”.

Y siempre con María, la madre de Jesús. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”. Ahí es donde nuestra hermosa Nazarena, la Virgen bella aprendió a conocer a su hijo Jesucristo y todo su misterio, y lo guardaba y lo amaba y lo llenaba con su amor, pero a oscuras, en fe, por la oración, la meditación de todo lo que veía y oía, más por lo que contemplaba interiormente que por lo exterior, y así lo fue conociendo, «concibiendo a su hijo antes en su corazón que en su cuerpo».

Pentecostés para ella fue el día de la Encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo. Y quiso orar con los Apóstoles en el Cenáculo para que ellos concibieran en su corazón, en su espíritu, lo que habían visto y oído exteriormente, por el mismo Espíritu. María y los Apóstoles no pudieron estar más unidos e identificados con Cristo que recibiendo su mismo Espíritu, su vida, sus mismos sentimientos. Allí encontraron  la fuerza para vivir el misterio del Enviado por el Padre para salvarnos.

Pablo no conoció al Cristo histórico, no le vio, no habló con Él, en su etapa terrena. Y ¿qué pasó? Pues que para mí y para mucha gente le amó más que otros apóstoles que lo vieron físicamente. Él lo vio en vivencia y experiencia mística, espiritual, sintiéndolo dentro, vivo y resucitado, sin mediaciones de carne, sino en su espíritu por el Espíritu Santo. De ahí le vino toda su sabiduría de Cristo, todo su amor a Cristo, toda su vida en Cristo hasta decir. “Para mí la vida es Cristo”; “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo”.

Este Cristo, fuego de vivencia y Pentecostés personal lo derribó del caballo, camino de Damasco, y le hizo cambiar de dirección, convertirse del camino que llevaba, transformarse por dentro con amor de Espíritu Santo. Nos los dice Él mismo: “Yo sé de un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo? Dios lo sabe. Lo cierto es que ese hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir, con el cuerpo o sin el cuerpo ¿qué se yo?, Dios lo sabe” (2Cor 12, 2-4).

Esta experiencia mística, esta contemplación infusa, vale más que cien apariciones externas del Señor. Tengo amigos, con tal certeza y seguridad y fuego de Cristo, que si se apareciese fuera de la Iglesia, permanecerían ante el Sagrario o en la misa o en el trabajo, porque esta manifestación, que reciben todos los días del Señor por la oración, no aumentaría ni una milésima su fe y amor vivenciales, más quemantes y convincentes que todas las manifestaciones externas.

La mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística. Repito: la mayor pobreza de la Iglesia es la pobreza de vida mística, de vivencia de Dios, de deseos de santidad, de oración, de transformación en Cristo:“Estoy crucificado con Cristo, vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.” “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de mi Señor Jesucristo...”, pero conocimiento vivencial, de Espíritu a espíritu, o si quieres, comunicado por el Espíritu Santo, fuego, alma y vida de Dios Trino y Uno.

Todos y cada uno de nosotros, desde que somos engendrados en el seno de nuestra madre, nos queremos infinito a nosotros mismos, más que a nuestra madre, más que a Dios, y si no nos convertimos y matamos este yo, permanecemos siempre llenos y dominados por nuestro amor propio, incluso en muchas cosas que hacemos en nombre de Dios. Por eso, sin oración no hay conversión y sin conversión no puede haber unión con Cristo, y sin unión con Cristo, no podemos hacer las acciones de Cristo, no podemos llevar las almas a Cristo, aunque hagamos cosas muy lindas y llamativas, porque estamos llenos de nosotros mismos y no cabe Cristoen nuosotros.

Por otra parte, si alguno trata de expresarnos defectos o deficiencias apostólicas que observa, aunque sea con toda la delicadeza y prudencia del mundo, qué difícil es escucharle y valorarlo y tenerlo junto a nosotros y darle confianza; así que para escalar puestos, a cualquier nivel que sea, ya sabemos todos lo que tenemos que hacer...Hay demasiados profetas palaciegos en la misma Iglesia de Cristo, dentro y fuera del templo, más preocupados por agradar a los hombres y buscar la propia gloria que la de Dios.

Jeremías se quejó de esto ante Dios, que lo elegía para estas misiones tan exigentes; el temor a sufrir, a ser censurado, rechazado, no escalar puestos, no justificará nunca nuestro silencio.“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de el, no hablaré más en su nombre; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jr 20, 7-9).

El profeta de Dios corregirá, aunque le cueste la vida. Así lo hizo Jesús, aunque sabía que esto le llevaría a la muerte. No se puede hablar tan claro a los poderosos, sean políticos, económicos o religiosos. Él lo sabía y los profetizó, les habló en nombre de Dios. Y ya sabemos lo que le pasó por hablarles así. Hoy y siempre seguirá pasando y repitiéndose su historia en otros hermanos. Lo natural es evitar ser perseguidos y ocupar así los últimos puestos.

Así que por estos y otros motivos, porque la santidad es siempre costosa en sí misma por la muerte del yo que exige y porque además resulta difícil hablar y ser testigos del evangelio en todos los tiempos, los profetas del Dios vivo y verdadero, en ciertas épocas de la historia, los echamos mucho de menos, quizás cuando son más necesarios, o no los colocamos en alto y en los púlpitos elevados para que se les oiga. Y eso que todos hemos sido enviados desde el santo bautismo a predicar y ser testigos de la Verdad.

Por eso escasean los profetas a ejemplo de Cristo, del Bautista, de Pablo, los verdaderos y evangélicos profetas que nos hablen en nombre de Dios y nos echen en cara nuestras actitudes y criterios defectuosos; y si lo haces, pierdes amigos y popularidad; primero, porque hay que estar muy limpios, y segundo, porque hay que estar dispuestos a sufrir por el reinado de Dios y quedar en segundos puestos.

 

SEXTA PARTE

 

LA EXPERIENCIA  DE DIOS EN SAN JUAN DE LA CRUZ

 

6. 1.  MI ÚLTIMA LECCIÓN DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL

 

            Quiero hablar de la experiencia de Dios en San Juan de la Cruz, porque para mí, como profesor de Teología Espiritual, es la verdadera experiencia de Dios posible en este mundo por la gracia y las virtudes teologales; hablar de experiencia de Dios en San Juan de la Cruz es hablar de la contemplación infusa, «medio adecuado» para llegar a ella según el Doctor Místico,  y hacia la cual  mira y se dirige el Santo desde la primera página de sus escritos; y hablar de la contemplación en San Juan de la Cruz es hablar de la oración personal, de la que el santo es maestro insuperable con Santa Teresa de Jesús, sobre todo, en las etapas más elevadas de la  unión y transformación en Dios, por la experiencia de la Santísima Trinidad en lo más profundo del alma. 

Quiero añadir en este aspecto que hablar de oración en San Juan de la Cruz es hablar de «contemplación infusa»,  «teología mística», «oración contemplativa», «noticia amorosa», «ciencia infusa», «luz divina e influencia de Dios en el alma» «oración unitiva o transformativa», «noche del sentido o del espíritu»,  denominaciones diversas de la misma realidad, que es la contemplación infusa o pasiva, por la que Dios se comunica al orante y el alma llega a la «unión perfecta con Dios»...

Para San Juan de la Cruz estos conceptos y realidades están tan unidos y entrelazados que no pueden separarse, a no ser que queramos tratar de cada uno específicamente. De todos ellos hablaremos, aunque brevemente. Y digo brevemente, con toda verdad y humildad, como lo pueden confirmar mis alumnos del curso pasado Antonio María, Ismael y Félix, que profundizaron en esta materia y me ayudaron a rematar algunos puntos, y sobre todo, porque la contemplación y noche pasiva de espíritu en San Juan de la Cruz fueron los temas elegidos por mí en los años universitarios de Roma para la Tesis Doctoral en Teología.

Me alegra muchísimo terminar hoy mi última lección de Teología Espiritual con el mismo tema con que lo inicié en la Universidad  de Roma. Gloria y alabanza sean dadas a la Santísima Trinidad, que, por medio de mi Seminario, realidad tan querida y orada por mí, y en su representación, por los que rigen su marcha, Sr. Obispo, Superiores y Sr. Director del Instituto Teológico, han hecho posible mi despedida como profesor con esta última lección, con el tema de la transformación en Dios, por medio de la oración contemplativa, dictándola en el lugar más amado, mi seminario; ante las personas más valoradas y queridas por mí, los seminaristas y los sacerdotes de Cristo; y ante una representación de hermanos de la parroquias, especialmente de San Pedro, a los que con dedicación total he entregado mi vida hecha oración o mi oración hecha vida, en el nombre de mi Dios y Señor, Jesucristo, por el que fui llamado al sacerdocio, a la amistad total que siento vivamente en ratos de oración y de liturgia sagrada, y a quien con todo amor  reconozco que por la oración, el Señor me ha seducido y conquistado, y quiero serlo todo para Él como Él primero fue y es todo para nosotros; Dios, oración, sacerdotes, seminario, parroquia, he aquí las realidades más queridas por mí, siempre en y desde ese orden de amor, de verdad y de gozo.

Termino esta introducción añadiendo que, al tratar hoy estos temas como profesor de Teología Espiritual, quisiera hacerlo lleno del fuego de mi maestro San Juan de la Cruz, que a la vez que escribe profunda y encendidamente de estos temas de la oración y de la unión con Dios, como ningún otro lo ha hecho, al menos para mí, lo hace también lleno de deseos de contagiar su pasión por Dios en la oración contemplativa, único y esencial medio para la unión de amor, animando a todos, no solo a sus hermanos y hermanas Carmelitas, a recorrer este camino que nos lleva a la unión y amor total de Dios, para la cual todos fuimos soñados en consejo Trinitario y creados por el amor del Dios en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo,  que hace exclamar al santo: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (CB 39, 7).

Por eso, ésta introducción a la oración contemplativa en San Juan de la Cruz es una lección de Teología Espiritual, de Mística Teología, que diría el Santo, diferenciándola de la Teología escolástica; y quiere ser al mismo tiempo también una invitación a todos, a pedir a Dios y desear recorrer esta vía de la oración, que nos hace llegar al término de la fe y de la vida cristiana, a la meta y final de la oración, que es la experiencia cristiana del Dios vivo, fundamento, camino y meta de la vida y del apostolado cristiano que es llevar las almas hasta el encuentro con Dios vivo, sin quedarse en las acciones o en zonas intermedias sin tensión hasta el fin de la gracia y de las virtudes sobrenaturales. 

La experiencia de Dios se realiza por la oración contemplativa, que es sabor dulce del beso de Amor de Espíritu Santo, para el que fuimos soñados en la mente divina y en consejo trinitario fuimos amados y preferidos y creados; tú has sido amado, yo he sido preferido, y Dios pronunció mi nombre, tu nombre, mi vida es más que esta vida, tú has sido creado para ser eternidad de felicidad en Dios, y a esta contemplación divina del diálogo eterno de belleza, hermosura, felicidad y amor entre los Tres, es a este eterno amanecer de la luz y esplendor trinitario, a donde Dios quiere llevarnos, y el alma se introduce por la oración contemplativa. 

 

6. 2. BREVE DESCRIPCIÓN DE LAS ETAPAS DE ORACIÓN EN  SAN JUAN DE LA CRUZ

 

San Juan de la Cruz, contemplativo por gracia y por voluntad propia —llamada y respuesta—, centra la vida teologal, la conecta únicamente, como maestro, a la oración-contemplación. Por supuesto, no con sentido exclusivo.

Contemplación como comunión de amor interpersonal, definiendo la vida, y no una actividad, por relevante que sea, del creyente; como concentración amorosa, envolvente, «recogimiento vivo» en el Dios que, antes, más y mejor se ha centrado gratuitamente en el hombre. La oración entra así en la vida del cristiano de la mano de las virtudes teologales, como algo central y enraizado en el ser cristiano. Y será la expresión vibrante, en anchura y profundidad, de la vida del seguidor de Jesús, para vivir la vida de Cristo, con sus mismos sentimientos y actitudes. La oración será siempre expresión, «medida», termómetro de la vida teologal del cristiano y, por tanto, de santidad, de unión afectiva y efectiva con Cristo, de su expresión en apostolado verdadero. O, lo que es lo mismo, de la relación personal total con Dios.

Por eso, únicamente lo que viene dado de Dios, y al modo de Dios, sólo lo que es pura gracia, «sobrenatural», puede definitivamente, en verdad, conectar al creyente con Dios. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo de Dios, y según Dios, se irá imponiendo. Contemplación que, por vivencia teologal, será expresión y signo calificadísimo de la relación interpersonal, definición existencial de la comunión del hombre con Dios, y no tanto, y desde luego no antes, de una forma oracional concreta, porque ya la oración no depende del sujeto, sino de Dios que le ilumina según su proyecto de amor. Sobre esta base y estructura teologal se asienta la palabra sanjuanista sobre la oración contemplación. Y sobre ella están escritas las páginas que siguen.

Para ello, me parece oportuno empezar con una visión panorámica de la vida espiritual según San Juan de la Cruz, que acepta las etapas y terminología clásica, pero dándole algunos matices personales, sobre todo, en la contemplación.

            El análisis de las obras del Santo revela claramente las etapas principales que jalonan el itinerario espiritual. En el ARGUMENTO del Cántico Espiritual B dice el Santo, antes de comentar la primera estrofa:

«1. El orden que llevan estas canciones es desde que un alma comienza a servir a Dios hasta que llega a el último estado de perfección, que es matrimonio espiritual; y así en ellas se tocan los tres estados o vías de ejercicio espiritual por las cuales pasa el alma hasta llegar al dicho estadio, que son purgativa, iluminativa y unitiva, y se declaran acerca de cada una algunas propiedades y efectos de ella».

            El segundo número del mismo «Argumento» precisa la correspondencia de esta nomenclatura con la terminología de principiantes, aprovechados y perfectos:

»El principio de ellas trata de los principiantes, que es la vía purgativa. Las de más adelante tratan de los aprovechados… y ésta es la vía iluminativa (de la contemplación).

Después de éstas, las que siguen tratan de la vía unitiva, que es la de los perfectos, (contemplación unitiva) donde se hace el matrimonio espiritual. La cual vía unitiva y de perfectos se sigue a la Iluminativa, que es de los aprovechados” (CB, Argumento, 2).

Del texto se deduce la clara equivalencia de estados y vías y grados de oración[78]:

 

Mirando a los estados de los orantes nos encontramos:

     Estados:

  • Principiantes.
  • Aprovechados.
  • Perfectos.

Mirando el camino o las vías:

     Vías:

  • Purgativa.
  • Iluminativa.
  • Unitiva.

Mirando los grados de oración:

      Oración:

      Meditación.

      contemplación inicial.      

      contemplación perfecta o unitiva.

 

Y mirando a las noches tendríamos:

activa del sentido.

noche pasiva del sentido, intermedio de calma con noche activa del espíritu y         comienzo de pasiva del espíritu.

final de noche pasiva del espíritu. 

 

Y la correlación de los estados y vías sería la siguiente

 

ESTADOS        VÍAS          NOCHES                  ORACIÓN

Principiantes     purgativa      activa del sentido   meditación

Aprovechados   iluminativa   pasiva del sentido  contemplación inicial

                           unitiva          activa del espíritu   

Perfectos                                 pasiva del espíritu  contemplación-uniti-           

                                                                               tiva-transformativa -

       

                                                                                 

6. 3. BREVE EXPLICACIÓN DE LOS ESTADOS Y VÍAS

 

            Vamos a desarrollar brevemente la concepción sanjuanista de los estados y vías. En cualquier diccionario de San Juan de la Cruz puedes encontrarlo más ampliamente desarrollado, pero aquí lo hacemos con brevedad y claridad suficientes.

 

A.-  LOS ESTADOS[79].

 

1.-  Principiantes.

Este estado es tal vez el más pormenorizado en las obras del Santo. A más de la parte que le corresponde en la repartición temática, lo toma frecuentemente como punto de referencia para indicar las diferencias que median entre éstos y los aprovechados y perfectos. Sin embargo no precisa claramente a partir de qué momento un alma comienza a ser principiante. Se ha advertido justamente que el concepto sanjuanista de principiante difiere algún tanto del de los tratadistas, debido a las condiciones peculiares que él exige. Todo su sistema manifiesta claramente que principiante es el que se sitúa en el primer estadio de vida espiritual escrito en sus obras. Bajo este aspecto, el estado de principiante empieza  en esa fase que en teología espiritual se ha llamado segunda conversión, en virtud de la resolución eficaz del sujeto de servir de lleno y de verdad al Señor.

El principiante ha superado la situación de instalamiento  y ha comenzado una seria conversión porque quiere amar a Dios sobre todas las cosas. Su alimento es la meditación; se afana por avanzar en la virtud; aparece inmerso en el sabor del primer fervor espiritual al mismo tiempo que se manifiesta lleno de imperfecciones. El análisis pormenorizado, aunque no exhaustivo (IN 7, 5), de las «propiedades de los principiantes» ocupa los siete primeros capítulos de la Noche:

 

«1. Acerca también de los otros [dos] vicios, que son envidia y acidia espiritual, no dejan estos principiantes de tener hartas imperfecciones. Porque acerca de la envidia muchos déstos suelen tener movimientos de pesarle[s] del bien espiritual de los otros, dándoles alguna pena sensible que les lleven ventaja en este camino, y no querrían verlos alabar; porque se entristecen de las virtudes ajenas, y a veces no lo pueden sufrir sin decir ellos lo contrario, deshaciendo aquellas alabanzas como pueden, y les crece (como dicen) el ojo no hacerse con ellos otro tanto, porque querrían ellos ser preferidos en todo. Todo lo cual es muy contrario a la caridad, la cual, como dice san Pablo, se goza de la verdad (I Cor 13,6), y, si alguna envidia [tiene, es envidia] santa, pesándole de no tener las virtudes del otro, con gozo de que el otro las tenga, y holgándose de que todos le lleven la ventaja por que sirvan a Dios, ya que él está tan falto en ello.

 

2. También acerca de la acidia espiritual suelen tener tedio en las cosas que son más espirituales y huyen dellas, como son aquellas que contradicen al gusto sensible… y si una vez no hallaron en la oración la satisfacción que pedía su gusto (porque conviene que se le quite Dios para probarlos), no querrían volver a ella, o a veces la dejan o van de mala gana.

Y así, por esta acidia posponen camino de perfección, que es el de la negación de su voluntad y gusto por Dios, al gusto y sabor [de su voluntad], a la cual en esta manera andan ellos por satisfacer más que a la de Dios.

 

3. Y muchos déstos querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios; de donde les nace que muchas veces en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto piensen que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario cuando ellos la satisfacen crean que Dios se satisface, midiendo Dios consigo, y no a sí mismos con Dios; siendo muy al contrario lo que El mismo enseñó en el Evangelio, diciendo que el que perdiese su voluntad por El  ése la ganaría y el que la quisiese ganar ése la perdería (Mt.16,25).

 

5. Estas imperfecciones baste aquí haber referido de las muchas en que viven los deste primer estado de principiantes, para que se vea cuánta sea la necesidad que tienen de que Dios los ponga en estado de aprovechados; que se hace entrándolos en la noche oscura que ahora decimos, donde, destetándolos Dios de los pechos destos gustos y sabores en puras sequedades y tinieblas inferiores (digo interiores), les quita todas estas impertinencias y niñerías y hace ganar las virtudes por medios muy diferentes. Porque, por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede hasta que Dios [lo hace en él, habiéndose él] pasivamente, por medio de la purgación de la dicha noche».

Vemos, pues, cómo el mismo trato con Dios del principiante es egoísta, vive pendiente del yo, le da culto de la mañana a la noche, incluso en las cosas de Dios, en la oración, donde la oración no escapa de esta condición y obra por el sentido del gusto rehuyendo toda mortificación de los sentidos y de los propios criterios, y es bueno para Dios lo que a él le gusta y Dios no quiere lo que le disgusta. La meditación es la nota fundante de este estado y es obra del sentido natural del hombre, que llama San Juan de la Cruz a discurso del sujeto.

 

2.-  Aprovechados.

 

El paso del estado de principiantes al de aprovechados es el tránsito de la vida del sentido a la del espíritu (IN 10, 1, 2), de la oración meditativa, a través de formas, imágenes, y noticias particulares, a la idea general y simple de la contemplación del misterio de Dios, de la visión total de Cristo, sin meditar en una parte del evangelio. El cambio no es brusco; se efectúa paulatinamente y el Santo nos ha dejado detalladas descripciones del comienzo de la contemplación:

 «1. En esta noche oscura comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando del estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos, para que, pasando por aquí, lleguen al estado de los perfectos, que es el de la divina unión del alma con Dios (1N 1, 1)».

 Y continúa el santo:

 

«1. En el tiempo, pues, de las sequedades de esta Noche sensitiva --en la cual hace Dios el trueque que habemos dicho arriba sacando el alma de la vida del sentido a la del espíritu, que es de la meditación a contemplación, donde ya no hay poder obrar ni discurrir en las cosas de Dios el alma con sus potencias, como queda dicho--, padecen los espirituales grandes penas, no tanto por las sequedades que padecen como por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino, pensando que se les [ha] acabado el bien espiritual y que los ha dejado Dios, pues no hallan arrimo ninguno [ni gusto con cosa buena].

2. Estos en este tiempo, si no hay quien los entienda, vuelven atrás, dejando el camino [o] aflojando, o a lo menos se estorban de ir adelante, por las muchas diligencias que ponen de ir por el [primer] camino de meditación y discurso, fatigando y trabajando demasiadamente el natural, imaginando que queda por su negligencia o pecados. Lo cual les es excusado, porque los lleva ya Dios por otro camino, que es de contemplación, diferentísimo del primero, porque el uno es de meditación y discurso, y el otro no cae en imaginación ni discurso».

Al final de la primera fase del estado de aprovechados, antes de entrar en la noche pasiva del espíritu, hay un periodo de calma y presenta el santo una nueva visión del estado del alma en su progreso moral y espiritual, obrados por la influencia especial de Dios en ella por la contemplación:

«1. De donde, en sosegándose por continua mortificación las cuatro pasiones del alma, que son gozo, dolor, esperanza y temor, y en durmiéndose en la sensualidad por ordinarias sequedades los apetitos naturales…, salió el alma a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que por otro nombre llaman vía iluminativa o de contemplación infusa, con que Dios de suyo anda apacentando [y] reficionando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma.

2. Tal es (como habemos dicho) la noche y purgación del sentido en el alma; la cual, en los que después han de entrar en la otra más grave del espíritu para pasar a la divina unión de amor (porque no todos, sino los menos, pasan ordinariamente) suele ir acompañada con graves trabajos y tentaciones sensitivas que duran mucho tiempo, aunque en unos más que en otros».

3.- perfectos.

 

En Llama de amor viva describe así el Doctor Místico este estado de perfección:

 « Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumada y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina. Y ésta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor, en que, unida la voluntad del alma ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama. Y así estos actos de amor del alma son preciosísimos, y merece más en uno y vale más que cuanto había hecho en toda su vida sin esta transformación, por más que ello fuese. Y la diferencia que hay entre el hábito y el acto hay entre la transformación en amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama dél; que la llama es efecto del fuego que allí está (Ll 1, 3).

En conclusión, el estado de principiantes, caracterizado por la actividad sensible de la meditación y por el esfuerzo activo del alma, dura hasta el momento en que aparece la contemplación infusa o la noche pasiva del sentido. La contemplación  inicia el estado de aprovechados, en que el alma deja de actuar y obrar y discurrir activamente con sus potencias, porque es Dios quien actúa y obra directamente en ellas por la «noticia amorosa» general que la convierte en patógena, pasiva, sufriente de la acción de Dios en sus potencias, donde Dios purifica el sentido y el entendimiento, memoria y voluntad natural, para pasar luego de un breve descanso, a la noche pasiva del espíritu, donde directamente, «por esta influencia de Dios en el alma» que los espirituales llaman contemplación,  Dios purifica, mediante el fuego de la contemplación, que a la vez que ilumina, quema todas las imperfecciones del alma, pero hasta sus raíces, en la misma sustancia del sujeto, en su misma esencia; en esta noche pasiva del espíritu el alma se purifica de todo y del todo, para pasar, terminada la noche, al gozo y experiencia del Dios vivo, de la Santísima Trinidad. La noche pasiva del espíritu finaliza en la unión perfecta o matrimonio espiritual. Y a partir de este instante el alma vive en el estado perfecto o de transformación.

 

 

B.-  LAS VÍAS[80]

 

Después de lo afirmado sobre los estados, ya se entiende mejor la fácil  correlación que éstos guardan con las clásicas vías purgativa, iluminativa y unitiva.  Las afirmaciones del Santo son decisivas, como hemos indicado antes, en el Argumento del Cántico. Conviene notar que tal denominación refleja, en línea de máxima, el aspecto más característico de cada estado o vía, que puede llevar consigo algunos elementos comunes, porque como es vida, no se puede cortar como con un cuchillo, no se puede decir hasta aquí llega la vía purgativa o el principiante y luego la iluminativa o los aprovechados es cosa totalmente distinta; no es así, porque se trata de vida y vida espiritual, que es como agua que corre, y las notas finales de un estado continúan hasta los inicios del otro.

En este sentido, pues, la contemplación no viene de golpe, sino poco a poco, el alma, pues sigue meditando, hasta que llega un momento, en que la contemplación es más intensa y le impide totalmente discurrir; y en otros sentidos tan purgativa y más es la etapa de los aprovechados que la de los principiantes, y más iluminativa es la de los perfectos que la de los aprovechados, en razón de la noche pasiva, según sea del sentido o del espíritu. Pero los tratadistas de la vida espiritual han consagrado el uso, y el Místico Doctor se atiene a tales expresiones, porque en lo sustancial, cada vía o estado tiene unas notas esenciales y propias.

 

1.- Purgativa

 

La vía purgativa corresponde al estado de principiantes e incluye todos sus aspectos, como lo hemos visto descrito antes por el mismo santo. A esta primera vía pertenecen la noche activa, es decir, la lucha de mortificación del sentido; es su nota característica, dado que es la única noche que se realiza en ella. Noche, como ya he repetido, en San Juan de la Cruz es sinónimo de purificar, limpiar, negarse a sí mismo, convertirse  a Dios, mortificar los sentido y el espíritu. Es el comienzo de esta purgación con la ayuda de la oración meditativa. Y es noche activa porque la realiza el sujeto con la ayuda de Dios. No es pasiva, donde es Dios el agente principal, con la ayuda del sujeto, que la acepta y la sufre; es patógeno, sufriente de la acción de Dios.

 

2.-  Iluminativa

 

La vía iluminativa equivale al estado de aprovechados. El Cántico la llama también vía contemplativa (CB 22, 3), ya que se entra en ella por medio de la contemplación, que es luz de llama ardiente, que a la vez que ilumina, purifica las raíces del yo, causa del culto idolátrico que nos damos a nosotros mismos, de la mañana a la noche, de nuestro preferirnos a Dios, esto es, del pecado original, raíz y origen de todos nuestros pecados. No hay página del Santo donde no aparezca, bajo una forma u otra, contemplación como luz y purgación o purificación o alguno de sus derivados. De ahí que el Santo adecue vía iluminativa al estado de aprovechados (CB Arg., 2).

3.- Vía unitiva

 

Es la última  y corresponde al estado de  perfectos. La vía unitiva está cimentada en la contemplación unitiva o transformativa. Hemos pasado de la contemplación inicial de los aprovechados y la noche pasiva del espíritu ha purificado y preparado totalmente al alma para la unión con Dios. Como he dicho varias veces las vías corren paralelas a los estados. Los perfectos llegan al cénit posible en esta vida de la contemplación o experiencia de Dios, es el mayor grado de  intimidad, de beso y abrazo de Dios que se puede conseguir en esta vida, al menos para San Juan de la Cruz.

 

C.-  LAS NOCHES

 

            Repito nuevamente que noche  o noche oscura es la metáfora que emplea San Juan de la Cruz para hablarnos de negación, privación o purificación, mortificación o purgación de los sentidos o del espíritu; activa o pasiva, según lleve la iniciativa el sujeto o directamente Dios por la contemplación.

De la noche activa del sentido o mortificación de los sentidos trata San Juan de la Cruz en el libro primero de la Subida al Monte Carmelo; en el libro segundo trata de la noche activa del espíritu, en concreto de la purificación del entendimiento; y en el libro tercero continúa la noche activa del espíritu con la purificación de la memoria y de la voluntad.  No aconsejaría nunca empezar la lectura de San Juan de la Cruz por estos libros de la Subida, porque son un poco duros; aconsejaría empezar por el Cántico Espiritual o Llama de amor viva, que aunque uno no los entiende perfectamente, le encienden el corazón y el deseo de Dios y de oración y de querer llegar a esas alturas.

La Noche Oscura la describe en dos libros; en el primero trata de noche pasiva del sentido; el sujeto se ha mortificado todo lo que Dios le ha pedido y él ha podido meditando; entonces viene Dios a ayudarle, haciéndole subir más arriba en su conocimiento y amor; esto lleva consigo una mayor y más profunda mortificación de los sentidos y es Dios el que lo hace directamente por la contemplación que le infunde, que al ser fuego, es luz que le hace ver las raíces del yo, y a la vez le quema estos hábitos malos y simultáneamente es fuego que da fuerza de amor para soportar toda esta purificación.

En este estado sufre mucho el alma,  porque por una parte tiene la experiencia más profunda del misterio de Dios, que  antes no  ha tenido y la desea y siente impaciencias de unión, y por otra, no tiene fuerzas ni sabe cómo alcanzarla. Por eso exclama: «¡Oh llama de amor viva, que hieres de mi alma en el más profundo centro!, pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres, rompe la tela de este dulce encuentro».

Esto sucede con mayor intensidad en la noche pasiva del espíritu, de la cual trata el Doctor Místico en el libro segundo de la Noche, donde Dios llega con su fuego de contemplación purificante hasta las raíces del espíritu, la muerte mística del yo, hasta la misma sustancia del alma, que al quedar preparada y limpia de imperfecciones egoístas, se siente ya totalmente habitada por el mismo Dios, por la gloria y la luz y la experiencia de la Santísima Trinidad, mediante el esplendor de la contemplación luminosa y unitiva: «¡Oh noche que guiaste! ¡oh noche amable más que la alborada!; ¡oh noche que juntaste, amado con amada, amada en el amado transformada!».

En resumen, según la letra de este texto, tenemos los períodos siguientes en relación con la oración:

— meditación, principiantes, vía purgativa

— principios de contemplación, aprovechados, vía iluminativa,

— contemplación unitiva, perfectos, vía unitiva: desposorio  y matrimonio espiritual.

 

6. 4. LA MEDITACIÓN EN SAN JUAN DE LA CRUZ

 

Alguno que leyera superficialmente a San Juan de la Cruz podría escandalizarse de lo que afirma de la meditación, de la oración por discurso meditativo, porque habla de ella como de oración imperfecta y que el orante no debe conformarse con ella y es causa de males para el alma, porque el sujeto piensa que ha llegado a la perfección del amor a Dios y a los hermanos, que en esta vida se puede llegar.

Por eso el Santo se alarga mucho en la descripción de los defectos de los principiantes, que son los que van por la meditación o discurso natural, como él dice. Y la razón está en que él quiere conducirnos a todos a la unión perfecta con Dios que sólo se consigue por la contemplación infusa. Porque para el Santo la oración es la que marca la vida, está profundamente adherida a la vida del creyente, es la vida del cristiano; la oración marca la vida, y la vida marca la oración, oración y vida están siempre unidas en San Juan de la Cruz. Y en los grandes orantes de todos los tiempos.

Para él, la oración, como la vida, es una historia, un proceso con etapas bien definidas, según el mayor o menor protagonismo de cada uno de los agentes, el hombre o Dios, o según el modo natural o sobrenatural, respectivamente, que adopta el caminante. Y en este proceso, la meditación ocupa el estado más elemental y primero, es el comienzo de una historia de amor con Dios que debe terminar en la unión y transformación total con Él por la contemplación.

El santo explica todo esto, como hemos dicho, sirviéndose de dos categorías de oración, sancionadas por la tradición: la meditación y la contemplación. Entre una y otra, «en el paso del sentido al espíritu», pone la primera crisis espiritual que llama «noche pasiva del sentido» (1N); y al final de la contemplación, que se inicia en esa crisis y se consolida y afirma después, sitúa la crisis más radical, en la misma substancia del sujeto, en su espíritu, que llama «noche pasiva del espíritu» (2N), disposición inmediata para el matrimonio espiritual, o la «suma contemplación», el «sumo recogimiento» o contemplación fruitiva.

            La primera forma de orar, la meditación, cubre un corto período, o debe cubrir un breve periodo, según el Doctor Místico y él la pone como camino de los principiantes. La segunda, la contemplación, que es el motivo de todos sus escritos,  se alarga en sucesivos tiempos de purificación y de sosiego, hasta la plenitud de comunión.

San Juan de la Cruz, por este motivo, habla poco de la meditación y nunca de propósito, sistemáticamente, o para indicar el camino o las dificultades de la misma. Pero dice lo sustancial y con precisión. Y lo hace porque es clara su intención de no escribir de lo que «hay mucho escrito» y hay «abundante doctrina» como él dice repetidas veces en sus escritos. Y si ve necesario o conveniente hacerlo, lo hace con brevedad, más por mostrar el desarrollo, la prehistoria de las etapas de la vida espiritual.

Dice en el Cántico espiritual: «Por tanto seré bien breve; aunque no podrá ser menos de alargarme en algunas partes donde lo pidiere la materia y donde se ofreciere ocasión de tratar y declarar algunos puntos y efectos de oración, que, por tocarse en las Canciones muchos, no podrá ser menos de tratar algunos; pero, dejando los más comunes, notaré brevemente los más extraordinarios que pasan por los que han pasado con el favor de Dios de principiantes. Y esto por dos cosas: la una, porque para los principiantes hay muchas cosas escritas; la otra, porque en ello hablo con V. R. por su mandado, a la cual nuestro Señor ha hecho merced de haberla sacado de esos principios y llevádola más adentro en el seno de su amor divino; y así espero que, aunque se escriben aquí algunos puntos de Teología escolástica acerca de el trato interior de el alma con su Dios, no será en vano haber hablado algo a lo puro de el espíritu en tal manera, pues aunque a V. R. le falte el ejercicio de Teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben mas juntamente se gustan» (CB 1, 3).

Él quiere tratar de la unión perfecta con Dios, que es lo único que le importa y le enciende y quiere encender en todos los que le escuchen y lean. Podía aducir infinidad de textos; voy a escoger éste del libro primero de la Subida: «Para escribir esto me ha movido no la posibilidad que veo en mí para cosa tan ardua, sino la confianza que en el Señor tengo de que ayudará a decir algo, por la mucha necesidad que tienen muchas almas, las cuales comenzando el camino de la virtud, y queriéndolas nuestro Señor poner en esta noche oscura para que por ella pasen a la divina unión, ellas no pasan adelante; a veces por no querer entrar o dejarse entrar en ella, a veces por no se entender y faltarles guías idóneas y despiertas que las guíen hasta la cumbre. Y así, es lástima ver muchas almas a quien Dios da talento y favor para pasar adelante, que, si ellas quisiesen animarse, llegarían a este alto estado, y quédanse en

un bajo modo de trato con Dios, por no querer, o no saber, o no las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios (1S 1, 3)».

           

A. Qué es meditar

 

El santo, en clave oracional, identifica a los principiantes con los que meditan. La meditación es la primera forma de tratar con Dios en la oración. Forma pasajera y transitoria, como lo es el estado espiritual que caracteriza. «El estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual» (1N 1, 1). Y en Llama: «el estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos» (3, 32).

En la primera y más detallada descripción que el Santo hace de la meditación la presenta vinculada a los «dos sentidos corporales interiores, que se llaman imaginativa y fantasía», o «potencias»: «A estas dos potencias pertenece la meditación, que es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los dichos sentidos».

Cuando se produce la crisis de esta forma de oración «ya no puede discurrir en el sentido de la imaginación» (1N 9, 8). Contraponiéndola a la contemplación aparece el mismo enfoque: hay «otro (manjar) más delicado y más interior y menos sensible», la contemplación, «que no consiste en trabajar con la imaginación», que es la meditación (2S 12,6); ( 3S 2,1).

Por lo tanto es obra del hombre, la iniciativa es del orante, siempre con la ayuda de Dios. Pero cuando se trata de contemplación, de oración contemplativa, la iniciativa es de Dios y el hombre debe dejarse guiar, purificar, amar por Dios, como él se ama y quiere amarnos. Esto aparece claro al presentar la contemplación como «sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual..., a oscuras de todo lo sensible y natural, enseña Dios» (CB 39,12).

B. Finalidad de la meditación

 

Y, sin embargo, la meditación, en su transitoriedad y corta capacidad de «hacer hombres espirituales», tiene su importancia. Y positivos son sus logros. Las formulaciones sanjuanistas son escuetas y coincidentes, breves, sin ulterior desarrollo. No le interesa. Otea otros horizontes, otros caminos, en los que todo eso se da con más abundancia y mayor seguridad, y tiene prisa de conducir al orante hasta ellos y por ellos.

Por la meditación se saca «alguna noticia y ardor de Dios» (2S 14, 2). Nos adentra en el desenvolvimiento de la verdad, nos entrega alguna parcela del misterio de Dios y desvela nuestra vocación a la comunión con Él. Así insistirá el santo en que la meditación discursiva es necesaria al principiante«para ir enamorando y cebando el alma por el sentido» (2S, 12, 5).

            Por la meditación, pues, se va centrando la vida en Dios, recogiendo el espíritu, interiorizando el trato, interesando a la persona por Dios y los valores espirituales, mortificando sus pasiones y defectos, el hombre viejo, curando la dispersión psicológico-afectiva, anímica, dando a la persona arraigo y contenido, peso de verdad y de amor.

Pero lo que el santo busca, la pasión sanjuanista de «sólo Dios», eso no es alcanzable por la meditación; hay que trascender todo cuanto el hombre puede llegar a alcanzar de él: conceptos, experiencias, sabor amoroso en la voluntad, para acostumbrarse al modo divino que le viene por la contemplación.

            Las limitaciones o imperfecciones que el Santo ve en la meditación vienen de que ésta no tiene profundidad de luz y amor y fuerza para quitar la voluntad posesiva con que la persona se sitúa frente al yo, al gusto egoísta del yo, y que, en síntesis, podemos reducir a estos rasgos:

 

1.- Que piensen que siempre ha de ser así (2S 12,5.6; 17,6; Ll 2,14), eternizando los medios de por sí transitorios, cuando deben responder a la evolución de la persona, secundando la acción de Dios.

 

2.- Que se queden los orantes meditativos en los objetos sensibles y en el gusto y sabor que provocan en un momento concreto de la vida espiritual. Es la inversión total: el medio que se convierte en fin. Y en lugar de seguir caminando hasta la cima del monte Carmelo, del monte Tabor de la oración hasta llegar a la experiencia o contemplación de Cristo, “Esplendor de la gloria del Padre”, por la purificación y purgación de los defectos, se queda en el llano de la comodidad, sin la experiencia de Cristo transfigurado.

 

3.- Que se conduzcan por ellos y los busquen como si en el gusto y el sabor sensibles estuviese la verdad de la oración. De los que quieren «andar al sabor sensitivo», habla el santo, como de eternos nómadas, sin arraigo, inconstantes en la realización de la amistad con Dios. «Este apetito les causa muchas variedades..., se les acaba la vida en mudanzas...». (3S 41,2).

 

4.- Que juzguen su vida cristiana, y particularmente la oración, por su vibración psicológica. «Piensan que el gustar ellos y el estar satisfechos es servir a Dios y satisfacerle» (1N 6,3); «piensan que todo el negocio de ella (la oración) está en hallar gusto y devoción sensible...; y cuando no han hallado el tal gusto, se desconsuelan mucho pensando que no han hecho nada». Es la negación frontal de la oración que, como relación interpersonal, es búsqueda de Dios por encima de todo o sobre todas las cosas. Por San Juan de la Cruz dirá que la meditación es un «bajo modo de amor», «bajo ejercicio del sentido y discurso con que tan tasadamente y con tantos inconvenientes andan buscando a Dios» (1N 8,3).

6. 5. La contemplación en San Juan de la Cruz

 

 

EL PASO DE LA MEDITACIÓN A LA CONTEMPLACIÓN

 

Es un momento particularmente importante, crítico, decisivo, que requiere cuidadosa atención porque está en juego, en buena medida, su suerte futura. Por eso, San Juan de la Cruz ha vuelto sobre ese momento, con detenimiento, en tres de sus grandes obras: Subida, Noche y Llama. Maestro para tiempos de crisis, el Doctor Místico nos entrega aquí su «palabra sustancial y sólida», palabra de hombre experimentado y de teólogo y pensador clarividente.

Ni qué decir tiene que la crisis, directamente presentada en el campo de la oración, alcanza a toda la persona en su condición de creyente. Es una crisis teologal que afecta al ser del creyente.

 

1. La crisis[81]

 

A la descripción directa, aunque sucinta, de la purificación pasiva del sentido, antepone el santo la exposición «de algunas propiedades de los principiantes», con una intención bien precisa, claramente pedagógica: «para que entendiendo la flaqueza del estado que llevan, se animen y deseen que les ponga Dios en esta noche, donde se fortalece y confirma el alma de virtudes, y pasa a los inestimables deleites del amor de Dios» (1N 1,1).

Dice el Santo: «Es, pues, de saber que el alma, después que determinadamente se convierte a servir a Dios, ordinariamente la va Dios criando en espíritu y regalando al modo que la amorosa madre hace al niño tierno, el cual al calor de sus pechos le calienta, y con leche sabrosa y manjar blando y dulce lo cría y en sus brazos le trae y regala. Pero, a la medida que va creciendo, le va la madre quitando el regalo y, escondiendo el tierno amor, pónele amargo acíbar en el dulce pecho y, abajándole de los brazos, le hace andar por su pie, para que perdiendo las propiedades de niño, se dé a cosas más grandes y sustanciales.».

«En esta noche oscura comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando del estado de principiantes, que son los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos» (1N 1, 1). Final del estado de principiantes.

 

2. La contemplación

 

En la segunda jornada del camino de oración, la contemplación viene presentada como «vía del espíritu» que caracteriza a los «aprovechados». «En este estado de contemplación, que es cuando sale del discurso y entra en el estado de aprovechados» (1N 9,7); esta contemplación inicial, «principio de oscura y seca contemplación», la llama el santo «infusa o pasiva».

Voy a seguir de cerca la exposición sanjuanista distinguiendo los dos tiempos que él señala: contemplación inicial y contemplación perfecta. Uno y otro, en la experiencia, presentan dos momentos bien diferenciados, con intensidad muy distinta: oscura y seca, luminosa y fruitiva. La contemplación es camino, vida en ejercicio, con un principio, un término y un proceso entre los dos extremos. La definen unos rasgos que avanzarán en progresión afirmativa, hasta la unión, habiendo pasado por los dos «momentos» o pruebas presentados por San Juan de la Cruz como «noche pasiva del sentido y del espíritu».

Una definición más amplia de contemplación nos ofrece al final de Cántico: «La contemplación es oscura, que, por eso, la llaman por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual..., enseña Dios ocultísimamente al alma sin ella saber cómo» (C 39, 12). «Contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que... inflama al alma en espíritu de amor». Se destacan, pues, tres puntos: es pasiva o Dios la infunde; obrando en el espíritu directamente, y «enseñando» y «enamorando» al mismo tiempo.

La contemplación es pasiva, no es producto del orante. Dios es el agente y obrero de la contemplación. «Sólo Dios es agente» (Ll 3, 44); «Dios es el obrero» (ib., 67); «El es el artífice sobrenatural» (ib., 47).

La contemplación añade el Santo es «noticia y amor junto, esto es, noticia amorosa» (Ll 3, 33). Actuadas las potencias, entendimiento y voluntad, juntas o por separado, al menos a nivel de experiencia, con más o menos intensidad, pero siempre comunicando Dios «luz y amor justamente, que es noticia sobrenatural amorosa» (ib., 49),de contemplación.

No hay ociosidad o suspensión de la actividad de las potencias; todo lo contrario, suma actividad; lo que ocurre que, al ser realizada y provocada por Dios en el alma, su actitud debe ser pasiva para aceptarle en plenitud y permitir que Dios la llene de su luz, que es dolorosa para el alma, porque la tiene que disponer al modo divino, y esto supone los sufrimientos y purgaciones de la noche pasiva del espíritu, donde Dios llega hasta la raíz con esta luz divina de contemplación, que a la vez que ilumina, como el fuego, quema todos los defectos, toda la humedad y suciedad del madero hasta convertirlo todo y entero en llama de amor viva, fundida en un sola realidad en llamas con el fuego de Dios, el Espíritu Santo. Y eso es la noche pasiva del espíritu y la contemplación unitiva o  transformativa.

 

3. Las tres señales del paso de la meditación a la contemplación.

 

Precisamente una de las enseñanzas esenciales del santo se refiere al paso de la meditación a la contemplación. Se trata de un texto clásico, muchas veces citado, que ahora queremos reproducir íntegramente: (Subida II, 13).

«Y porque esta doctrina no quede confusa, convendrá en este capítulo dar a entender a qué tiempo y sazón convendrá que el espiritual deje la obra del discursivo meditar por las dichas imaginaciones, y formas, y figuras, por que no se dejen antes o después que lo pide el espíritu. Porque, así como conviene dejarlas a su tiempo para ir a Dios, por que no impidan, así también es necesario no dejar la dicha meditación imaginaria antes de tiempo para no volver atrás».

Y he aquí las famosas tres señales del paso a la contemplación:

«La primera es ver en sí que ya no puede meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como antes solía; antes halla ya sequedad en lo que antes solía fijar el sentido y sacar jugo. Pero en tanto que sacare jugo y pudiere discurrir enia meditación, no la ha de dejar, sino fuere cuando su alma se pusiere en la paz y quietud que se dice en la tercera señal».

«La segunda es cuando ve no le da ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores. No digo que no vaya y venga (que ésta aun en mucho recogimiento suele andar suelta), sino que no guste el alma de ponerla de propósito en otras cosas».

«La tercera y más cierta es si el alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior, y quietud, y descanso, y sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad -a lo menos discursivos, que es ir de uno en otro-; sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué».

Para evitar equívocos, el santo propone también este discernimiento esencial:

«Estas tres señales ha de ver en sí juntas, por lo menos, el espiritual para atreverse seguramente a dejar el estado de meditación y del sentido y entrar en el de contemplación y del espíritu… Y no basta tener la primera sola sin la segunda, porque podría ser que no poder ya imaginar y meditar en las cosas de Dios como antes, fuese por su distracción y poca diligencia; para lo cual ha de ver también en sí la segunda, que es no tener gana ni apetito de pensar en otras cosas extrañas. Porque, cuando procede de distracción o tibieza el no poder fijar la imaginación y sentido en las cosas de Dios, luego tiene apetito y gana de ponerla en otras cosas diferentes y motivo de irse de allí.

«Ni tampoco basta ver en sí la primera y segunda señal, si no viere también juntamente la tercera. Porque, aunque se vea que no puede discurrir ni pensar en las cosas de Dios, y que tampoco le da gana pensar en las que son diferentes, podría proceder de melancolía o de algún otro jugo de humor puesto en el cerebro o en el corazón, que suelen causar en el sentido cierto empapamiento y suspensión que le hacen no pensar en nada, ni querer ni tener gana de pensarlo, sino de estarse en aquel embelesamiento sabroso. ¡Contra lo cual ha de tener la tercera, que es noticia y atención amorosa en 1 paz, etc., como habemos dicho».

Sobre el tema de la contemplación como noticia general y amorosa, es decir, con la aplicación del intelecto y de la voluntad en el amor, el santo habla muchas veces en sus obras (cf. Subida II, 14,2; 15,5). Obviamente se equivocan quienes presentan a Juan de la Cruz como un místico del vacío si se recuerdan al mismo tiempo algunas de sus enseñanzas en el carácter progresivo con que las hemos descrito y se tiene en cuenta que la contemplación a la que guía nuestro maestro apunta siempre hacia el ejercicio de la fe que contempla y de la voluntad que ama, “noticia y amor divino junto; esto es, noticia amorosa” (Llama 3,32), o bien: “noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada, en que está el alma bebiendo sabiduría y amor y sabor” (Subida II, 14,2). Se trata, por tanto, de una actitud teologal que no tiene nada que ver con el vacío mental o con los acercamientos a estados psicológicos o paramísticos de otras religiones.

Las tres señales que marcan el paso de la meditación a la contemplación inicial son:

 

A.- La meditación imposible

 

Fácil de comprender que sea la primera señal que salta a la conciencia del orante. E igualmente fácil de comprender que le produzca malestar y desasosiego. San Juan de la Cruz empieza marcando los tiempos con precisión: ve que «ya no puede meditar... ni gustar de ello como antes» (2S 13,2) y esto porque «en cierta manera se le ha dado al alma todo el bien espiritual que había de hallar en las cosas de Dios por vía de la meditación y discurso» (2S 14,1).

Y en segundo lugar, en íntima conexión temporal y vivencial, Dios comienza a comunicarse por otro medio: el del acto sencillo de la contemplación. «Por lo cual, en poniéndose en oración, ya, como quien tiene allegada el agua, bebe sin trabajo en suavidad, sin ser necesario sacarla por los arcaduces de las pesadas consideraciones y formas y figuras» (2S 14,2).

 

B.- Enajenación afectiva de todo

 

Ya lo hemos explicado anteriormente. La purificación en el campo afectivo a que viene sometido el hombre se extiende a todos los objetos y campos de la afectividad humana, no sólo a los de culto y al ejercicio de la meditación, sino también a su propio yo y todas las cosas criadas… «Porque, como pone Dios al alma en esta oscura noche a fin de purgarle y enjugarle el apetito sensitivo, en ninguna cosa la deja engolosinar ni hallar sabor» (1N 9,2).

 

C.- Solicitud de Dios y advertencia general amorosa

 

La carencia de gusto y sabor en los comienzos de este cambio purificador —por las causas que he recordado— viene «compensado» por el fortalecimiento del espíritu en la búsqueda de Dios, dicho de otro modo, la verdad de esta purificación se revela en el deseo y cuidado, solicitud y gana de servir a Dios que pone en quien la padece, y esto sin soporte del gusto sensible.

 

D.- «Sencilla contemplación»

 

Así introduce el santo la «sencilla contemplación»: «Ordinariamente, junto con esta sequedad y vacío que hace al sentido (la purgación contemplativa) da al alma inclinación y ganas de estarse a solas y en quietud, sin poder pensar cosa particular ni tener ganas de pensarla» (1N 9,6). «Contemplación infusa con que Dios de suyo anda apacentando y reficionando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma» (1N 14,1).

 

 

6. 6. ILUMINATIVA Y AMOROSA CONTEMPLACIÓN

 

Así, después de culminar positivamente la primera crisis, por la que se entra en el estado de aprovechados, nos abre a otra secuencia de la vida espiritual de estas mismas personas: «con gran facilidad halla luego en su espíritu muy serena y amorosa contemplación» (2N 1,1).

Tiempo de bonanza que sigue a la purificación del sentido, en el que «cobra fortaleza en Dios por el dulce y sabroso trato que con él después tuvo» (2N 3,2). Gracias que tienen una finalidad: estimular y avivar el deseo de Dios y probar y purificar a quienes las reciben: «visitas», «con gran fuerza de amor» (C 13,2), «para regalarlas y animarlas» (C 1,15); «heridas» «para avivar la noticia y aumentar el apetito» (C 1,19), que «la hacen salir de sí y entrar en Dios» (ib.); «toques» —«escondidos toques de amor»— que prenden el fuego y la llama de amor que «la hace salir fuera de sí y renovar toda y pasar a una nueva manera de ser» (C 1,17).

La finalidad de estas comunicaciones y la experiencia que de ellas tiene el alma es disponer para comunicaciones ulteriores. Ahí mismo lo anuncia el maestro: esas gracias «hacen tal efecto en el alma, que la hace codiciar y desfallecer en deseo de aquello que siente encubierto allí» (ib., 4); y así, con estas gracias, las va «más disponiendo para las mercedes que les quiere hacer después» (ib., 1). Y añade: «que son como presagios y mensajeros de la noche venidera del espíritu».

Y hablando ya del «final» del proceso advertirá: «por razón de ser un solo supuesto», una realidad, un «yo» (2N 1,1; 3,1), cuya raíz sustentadora es el espíritu: «todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tienen su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan los hábitos buenos y malos» (2N 3,1). Por eso, en la purificación pasiva del espíritu «cumplidamente se han de purgar estas dos partes del alma» (ib.), «se purgan entrambas partes juntas» (ib., 3,2). De ahí de la necesidad de ulterior purificación para poder recibir más abundante comunicación de Dios, y más «espiritual».

 

 

6. 7. NOCHE PASIVA DEL ESPÍRITU

 

Vendría ahora la descripción de la noche pasiva del espíritu, la más terrible y dolorosa purificación que prepara al alma para la unión y transformación total y plena posible en esta vida con Dios[82]. De ella no hablaré, porque no tengo tiempo, y porque es la misma contemplación anterior de la noche del sentido, pero que ahora  ilumina para purificar hasta las raíces, hasta la sustancia del yo, como ya he explicado; por eso todo, tanto el sufrimiento como el gozo es lo más profundo que se pueda experimentar en esta vida. Si alguno quiere entrar en ella, aquí, en estos folios, está perfectamente descrita. Es mi tesis doctoral en Teología: LA NOCHE PASIVA DE LA FE EN SAN JUAN DE LA CRUZ, EVOLUCIÓN Y PROCESO.

 

 

6. 8. CONTEMPLACIÓN UNITIVA

 

Para terminar, me interesa iniciar la lectura de los frutos de la vida contemplativa y unitiva. Sólo quiero asomarme por la ventana de San Juan de la Cruz a esa íntima unión con Dios donde el alma se siente habitada e inundada de la gloria del Dios Trino y Uno, hasta el punto de poder decir: «Quedeme y olvideme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y dejeme, dejando mi cuidado, entre las azucenas olvidado»; o «ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya solo en amar es mi ejercicio».

Yo quiero terminar mi última lección de Teología Espiritual con los fuegos y esplendores de Llama de Amor viva de San Juan de la Cruz, que de tal manera tengan eco en vuestros corazones, que nos animemos todos  a desear estas alturas de unión con Dios, y que sea así, en mi amado seminario, en compañía de los que más quiero, añadiendo en espíritu a mi familia, que resuene su palabra, llena de luz y de esplendores divinos, en estos muros ¡qué vivencias más fuertes y vivas, casi recién estrenadas, guardo!

Yo voy a iniciar un poco esta lectura del Cántico espiritual y Llama de Amor viva, pero os invito a continuarla luego en vuestros ratos de oración y lectura espiritual. Sería el mejor fruto de esta lección que tan atentamente habéis escuchado, sobre todo, en estos tiempos de ateísmo y secularismo, en que tanto la necesitamos, como exponía Karl Ranher, uno de los mejores teólogos del siglo XX: «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios.... porque vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos se habla de la «muerte de Dios». Solamente para aclarar el sentido de lo que se va diciendo y aún a conciencia del descrédito de la palabra “mística” --que bien entendida no implica contraposición alguna con la fe en el Espíritu Santo sino que se identifica con ella-- cabría decir que el cristiano del futuro o será un «místico» es decir, una persona que ha “experimentado algo” o no será cristiano»[83].

Tengo escrito en uno de mis libros: «Cuando una persona lee a  San Juan de la Cruz, si no tiene alguien que le aconseje, empieza lógicamente por el principio, tal y como vienen en sus Obras Completas: la Subida al Monte Carmelo, la Noche... y esto asusta y cuesta mucho esfuerzo, porque asustan tanta negación, tanta cruz, tanto vacío, ponen la carne de gallina, se encoge uno ante tanta negación, aunque siempre hay algo que atrae. Cuando se llega al Cántico y a la Llama de Amor viva... uno se entusiasma, se enfervoriza, aunque no entiende muchas cosas de lo que pasa en esas alturas. Pero la verdad es que la lectura de esas páginas, encendidas de fuego y luz, gustan y enamoran, contagian fuego y entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Santísima Trinidad. ¿Hacemos una prueba? Pues sí, vamos a mirar ahora un poco al final de este camino de purificación y conversión para llenarnos de esperanza, de deseos de quemarnos del mismo fuego de Dios, de convertirnos en llama de amor viva y trinitaria. Hablemos de los frutos de la unión con Dios por la oración—conversión.

Habla aquí el Doctor Místico de la transformación total, substancial en Dios: -

 

«De donde como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad, así también ella, teniendo la voluntad más libre y generosa cuanto más unida en Dios, está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo y que ella le posee con posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como hijo de Dios adoptivo, por la gracia que Dios le hizo de dársele a sí mismo y que, como cosa suya, lo puede dar y comunicar a quien ella quisiera de voluntad, y así ella dale a su querido, que es el mismo Dios que se le dio a ella, en lo cual paga ella a Dios todo lo que le debe, por cuanto de voluntad le da otro tanto como de El recibe».

 

«Y porque en esta dádiva que hace el alma a Dios le da al Espíritu Santo como cosa suya con entrega voluntaria, para que en Él se ame como Él merece, tiene el alma inestimable deleite y fruición; porque ve que da ella a Dios cosa suya propia que cuadra a Dios según su infinito ser».

 

«Que aunque es verdad que el alma no puede de nuevo dar al mismo Dios a Sí mismo, pues Él en Sí siempre se es El mismo; pero el alma de suyo perfecta y verdaderamente lo hace, dando todo lo que El le había dado para pagar el amor, que es dar tanto como le dan. Y Dios se paga con aquella dádiva del alma, que con menos no se pagaría, y la toma Dios con agradecimiento, como cosa que de suyo le da el alma, y en esa misma dádiva ama el alma también como de nuevo. Y así entre Dios y el alma, está actualmente formado un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial, en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia, poseyéndolos cada uno libremente por razón de la entrega voluntaria del uno al otro, los poseen entrambos juntos diciendo el uno al otro lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por San Juan, es a saber: “Et mea omnia tua sunt, et tua mea sunt, et clarificatus sum in eis” (Jn 17,10); esto es: “Todos mis bienes son tuyos y tus bienes míos y glorificado estoy en ellos “.

 

“Lo cual en la otra vida es sin intermisión en la fruición perfecta; pero en este estado de unión, acaece cuando Dios ejercita en el alma este acto de la transformación».

 

«Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da: lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima. De esta manera las profundas cavernas del sentido, con extraños primores, calor y luz dan junto a su querido; junto dice, porque junta es la comunicación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en el alma, que son luz y fuego de amor en ella» (LL B. 78-80).

 

«Una de las causas que más mueven al alma a desear entrar en esta espesura de sabiduría de Dios y conocer muy adentro en sus juicios... es por poder de allí venir a unir su entendimiento y conocer en los altos misterios de la Encarnación del Verbo, como a más alta y sabrosa sabiduría para ella; a cuya noticia clara no se viene sino habiendo primero entrado en la espesura que habemos dicho de sabiduría y experiencia de trabajos... los cuales, por ser tan altos y tan profundos, bien propiamente se llaman subidas cavernas: subidas, por la alteza de misterios; cavernas, por la hondura y profundidad de la sabiduría de ellos. Porque así como las cavernas son profundas y de muchos senos, así cada misterio de los que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría, y tiene muchos senos de juicios suyos ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres (CA 36, 1-2).

Estando, pues, el alma ganada de esta manera, todo lo que obra es ganancia, porque toda la fuerza de sus potencias está convertida en trato espiritual con el Amado de muy sabroso amor interior, en el cual las comunicaciones interiores que pasan entre Dios y el alma son de tan delicado y subido deleite, que no hay lengua mortal que lo pueda decir ni entendimiento humano que lo pueda entender. Porque, así como la desposada en el día de su desposorio no entiende en otra cosa sino en lo que es fiesta y deleite de amor y en sacar todas sus joyas y gracias a luz para con ellas agradar y deleitar al esposo, y el esposo ni más ni menos todas sus riquezas y excelencias le muestra para hacerle a ella fiesta y solaz, así aquí en este espiritual desposorio, donde el alma siente de veras lo que la Esposa dice en los Cantares (6, 2), es a saber Yo para mi Amado, y mi Amado para mí, las virtudes y gracias de la Esposa alma y las magnificencias y gracias del Esposo Hijo de Dios salen a la luz, y se ponen en plato para que se celebran las bodas de este desposorio, comunicándose los bienes y deleites del uno en el otro con vino de sabroso amor en el Espíritu Santo (CB 30, 1). Esta es la propiedad de esta unión del alma con Dios en matrimonio espiritual: hacer Dios en ella y comunicársele por sí solo, no ya por medio de ángeles ni por medio de la habilidad natural. Porque los sentidos exteriores e interiores y todas las criaturas y aun la misma alma, muy poco hacen al caso para ser parte para recibir estas grandes mercedes sobrenaturales que Dios hace en este estado; no caen en habilidad y obra natural y diligencia del alma; él a solas lo hace en ella.

Y la causa es porque la halla a solas... y así no la quiere dar otra compañía, aprovechándola y fiándola de otro que sí solo. Y también es cosa conveniente, que, pues el alma ya lo ha dejado todo y pasado por todos los medios, subiéndose sobre todo a Dios, que el mismo Dios sea la guía y el medio para sí mismo. Y, habiéndose el alma ya subido en soledad de todo sobre todo, ya todo no le aprovecha ni sirve para más subir otra cosa que el mismo Verbo Esposo; el cual, por estar tan enamorado de ella, él a solas es el que la quiere hacer las dichas mercedes...» (CB 35, 6).

 

 

6. 9. IGUALDAD DE AMOR

 

«La propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada. De donde, porque el alma aquí tiene perfecto amor, por eso se llama Esposa del Hijo de Dios, lo cual significa igualdad con él, en la cual igualdad de amistad todas las cosas de los dos son comunes a entrambos, como el mismo Esposo lo dijo a sus discípulos (Jn 15, 15), diciendo: Ya os he dicho mis amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he manifestado (CB 28,1).

El fin por que el alma deseaba entrar en aquellas cavernas de Cristo era por llegar consumadamente, a lo menos en cuanto sufre este estado de vida, a lo que siempre había pretendido, que es el entero y perfecto amor que en esta tal comunicación se comunica, porque el fin de todo es el amor...Esta pretensión es la igualdad de amor que siempre el alma natural y sobrenaturalmente desea, porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado. Y como ve el alma la verdad de la inmensidad del amor con que Dios la ama, no quiere ella amarle menos altamente y perfectamente, y para esto desea la actual transformación, porque no puede el alma venir a esta igualdad y entereza de amor si no es en transformación total de su voluntad con la de Dios, en que de tal manera se unen las voluntades, que se hace de dos una y, así, hay igualdad de amor. Porque la voluntad del alma, convertida en voluntad de Dios, toda es ya voluntad de Dios, y no está perdida la voluntad del alma, sino hecha voluntad de Dios; y así, el alma ama a Dios con voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así, le amará tanto como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en el mismo amor con que él a ella la ama, que es el Espíritu Santo, que es dado al alma, según lo dice el Apóstol (Rm 5, 5), diciendo: Gratia Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis, que quiere decir: La gracia de Dios está infusa en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado. Y así ama en el Espíritu Santo a Dios junto con el Espíritu Santo, no como con instrumento, sino juntamente con él, por razón de la transformación... supliendo lo que falta en ella por haberse transformado en amor ella con él.

Y porque en esta transformación muestra Dios al alma, comunicándosele, un total amor generoso y puro con que amorosísimamente se comunica él todo a ella, transformándola en sí (en lo cual la da su mismo amor, como decíamos, con que ella le ame), es propiamente mostrarla a amar, que es como ponerla el instrumento en las manos, y decille él cómo lo ha de hacer, e irlo haciendo con ella; y así aquí ama el alma a Dios cuanto de él es amada. Y no quiero decir que amará a Dios cuanto él se ama, que esto no puede ser, sino cuanto de él es amada; porque así como ha de conocer a Dios como de él es conocida, como dice san Pablo (1 Cor 13, 12), así entonces le amará también como es amada de él, pues un amor es el de entrambos.

De donde no sólo queda el alma enseñada a amar, mas aún hecha maestro de amar, con el mismo maestro unida, y, por el consiguiente, satisfecha; porque hasta venir a este amor no lo está; lo cual es amar a Dios cumplidamente con el mismo amor que él se ama. Pero esto no se puede perfectamente en esta vida, aunque en estado de perfección, que es del matrimonio espiritual, de que vamos hablando, en alguna manera se puede.

Y de esta manera de amor perfecto se sigue luego en el alma íntima y sustancial jubilación a Dios; porque parece, y así es, que toda la sustancia del alma bañada en gloria engrandece a Dios, y siente, a manera de fruición, íntima suavidad que la hace reverter en alabar, reverenciar, estimar y engrandecer a Dios con gozo grande, todo envuelto en amor. Y esto no acaece así sin haber Dios dado al alma en el dicho estado de transformación gran pureza, tal cual fue la del estado de la inocencia o limpieza bautismal» (CA 37, 1-4; CB 24, 5).

 

6. 10. LA OBRA DE LA TRINIDAD

 

«Las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra (Ll 2, 1). Porque no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado.

La comunicación del Espíritu Santo..., a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación, para unirla consigo...

Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello; porque aun lo que en esta transformación temporal pasa cerca de esta comunicación en el alma no se puede hablar, porque el alma, unida y transformada en Dios, aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios, estando ella en él transformada, aspira en sí mismo a ella.

Y en la transformación que el alma tiene en esta vida, pasa esta misma aspiración de Dios al alma y del alma a Dios con mucha frecuencia, con subidísimo deleite de amor en el alma, aunque no en revelado y manifiesto grado, como en la otra vida. Porque esto es lo que entiendo quiso decir san Pablo (Gal 4, 6), cuando dijo: Por cuanto sois hijos de Dios, envió Dios en vuestros corazones el espíritu de su Hijo, clamando al Padre. Lo cual en los beatíficos de la otra vida y en los perfectos de ésta es en las dichas maneras.

Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza (Gn 1, 26).

Y cómo esto sea, no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1, 12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan (17, 24), diciendo: Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo. Y dice más (17, 20-23):

No ruego, Padre, solamente por estos presentes, sino también por aquellos que han de creer por su doctrina en mí; que todos ellos sean una misma cosa de la manera que tú, Padre, estás en mi y yo en ti, así ellos en nosotros sean una misma cosa. Y yo la claridad que me has dado, he dado a ellos para que sean una misma cosa, como nosotros somos una misma cosa, yo en ellos y tú en mí; porque sean perfectos en uno, porque conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí, que es comunicándoles el mismo amor que al Hijo, aunque no naturalmente como al Hijo, sino, como habemos dicho, por unidad y transformación de amor. Como tampoco se entiende aquí quiere decir el Hijo al Padre que sean los santos una cosa esencial y naturalmente, como lo son el Padre y el Hijo, sino que lo sean por unión de amor, como el Padre y el Hijo están en unidad de Amor.

De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios. De donde san Pedro (2 Pe 1, 2-4) dijo: Gracia y paz sea cumplida y perfecta en vosotros en el conocimiento de Dios y de Jesucristo Nuestro Señor, de la manera que nos son dadas todas las cosas de su divina virtud para la vida y la piedad, por el conocimiento de aquel que nos llamó con su propia gloria y virtud, por el cual muy grandes y preciosas promesas nos dio, para que por estas cosas seamos hechos compañeros de la divina naturaleza. Hasta aquí son palabras de san Pedro, en las cuales da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios. Lo cual, aunque se cumple perfectamente en la otra vida, todavía en ésta (cuando se llega al estado perfecto, como decimos ha llegado aquí el alma) se alcanza gran rastro y sabor de ella, al modo que vamos diciendo, aunque, como habemos dicho, no se puede decir» (CB 39, 3-6).

 

«Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío?; ¿por qué tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.

¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío?

¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas, si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?

No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.

¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón?

Míos son los cielos y mía la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre.

Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón» (Dichos 1, 26-27).

6. 11. EL PADRE PRONUNCIÓ EN SILENCIO SU ÚNICA PALABRA, LLENA DE AMOR, Y EN SILENCIO DE AMOR (ORACIÓN EN ESPÍRITU SANTO) DEBE SER  ESCUCHADA

 

El título suena a San Juan de la Cruz, sólo que lo he parafraseado. Cuando uno siente que Dios existe y es Verdad, que Cristo existe y es Verdad, que su Amor-Espíritu Santo existe y es verdad y esto se siente y se experimenta como Él lo siente y a veces lo vemos expresado en el evangelio de San Juan: “Como el Padre me ama a mí, así os he amado yo; permaneced en mi amor; os he dicho estas cosas, para que mi alegría esté dentro de vosotros y vuestra alegría sea completa… yo os llamo amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre… Yo en ellos y tú en mí, y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí”; fijaos bien, nos ama el Padre con el mismo amor de Espíritu Santo que ama al Hijo, y nos lo da por participación, por gracia, por las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, porque nosotros no podemos ni sabemos fabricar estas luces de contemplación de amor, de experiencias y sentimientos y amores infinitos y nos sentimos amados por el Padre en el Hijo, porque por la oración-conversión nos identificamos con Él hasta el punto de que el Padre no ve diferencias en el Hijo y los hijos, porque estamos llenos de la misma luz del Verbo...

Cuando la simple criatura se ve y se siente amada y preferida singular y eternamente por Dios, más amada por Él que por uno mismo, --me ama más que yo me amo y me pueda amar y me ha querido crear para amarme así y para que lo ame igualmente-- y esto es verdad y lo siento y no es pura teoría, es carne de mi carne y me amará así ahora y siempre, --qué confianza, qué seguridad, qué gozo, Dios mío, penetra todo mi ser y lo domina y lo eleva y lo consume...-- recibiendo en mi alma el beso de su mismo Amor eterno e infinito, que es su Espíritu Santo, recibido por su gracia, pronunciando mi propio nombre en su Palabra llena de Amor de su mismo Espíritu, Palabra pronunciada luego en carne humana…

Dice San Juan de la Cruz: el Padre, desde toda la eternidad, no ha tenido tiempo más que para pronunciar una sola Palabra y en ella nos lo dijo todo, y la pronunció en silencio, es decir, en oración, en diálogo de amor sin ruido ni gesto, contemplándose en su infinito Ser por sí mismo en Verdad y Vida infinita, y así debe ser escuchada, en el silencio de la oración, en la misma Palabra del Padre pronunciada llena de amor para nosotros.

Cuando Dios personalmente pronuncia para ti esta misma Palabra llena de luz y hermosura y verdad y belleza en la oración personal, de tú a tú,  en un TÚ, persona divina, «inmenso Padre», trascendentemente cercano, divinamente» comunicativo, y en un yo que, porque naciendo de este TÚ y avanzando en creciente dinamismo hacia Él, se percibe, padece y goza, como una «pretensión» infinita incolmable de Dios, el diálogo se ha hecho Trinidad, la amistad se ha hecho beso trinitario, la intimidad se ha hecho, fundido en esencia divina, en el Ser Infinito del Dios Trino y Uno.

«Si el hombre busca a Dios, más le busca su Amado a él», repite San Juan de la Cruz. Entre personas anda el juego: Dios y el hombre, en mutua gravitación amorosa, llenan todo el escenario de la experiencia de Dios sanjuanista y dan peso y sustancia a su palabra de maestro de la fe. Urgencia de encuentro, de plenitud en la donación divina, en la acogida-donación humana. Y esto lo define el Doctor Místico como vida teologal: de Dios a nosotros —Dios en fe—, y de nosotros a Dios, «sin otra luz y guía, que la que en el corazón ardía»: la oración contemplativa.

El Doctor Místico, contemplativo por gracia y por voluntad, --llamada y respuesta--, centra la vida teologal y la conecta, como maestro, solamente a la oración-contemplación. Así, la oración, por vivencia teologal, está abierta intrínsecamente a la contemplación, en la que el protagonismo siempre es de Dios, y no de las criaturas, que ni saben ni entienden ni abarcan o comprenden estas realidades del Amor divino, y Dios las irá preparando e ilustrando según su capacidad y su aceptación.

Lejos de cualquier contemplación «platónica», teórica, que uno puede fabricarse, y vivir luego al margen de lo contemplado, porque consiste en contemplar verdad pero no desde la vida… la que San Juan de la Cruz enseña, es comunión de vida, inmersión del creyente en el mundo de Dios, mundo de relación gratuita, y en el mundo de la Iglesia, de la liturgia y del apostolado, pero visión distinta, porque se hace desde la misma visión de Dios, es decir, viviendo y experimentando lo que Dios siente y piensa y vive de su mismo Ser y Existir Divino con su mismo Amor de  Espíritu Santo[84].

No es liturgia, apostolado, evangelio, amor a Dios y al prójimo, como yo lo puedo fabricar con la gracia de Dios por la oración, y que es bueno, y mucho menos, si uno lo programa o lo hace sin oración y conversión diaria y permanente a Cristo, porque son liturgia, apostolado nuestro, puramente humano, sin el Espíritu de Cristo.  

La oración contemplativa en San Juan de la Cruz  no es contemplación separada de la vida, ni puramente intelectual ni fabricada por manos humanas; la contemplación pasiva de San Juan de la Cruz es obra de Dios en el alma y está hecha de la misma vida de Dios metida en la misma vida y ser del orante, en la misma sustancia del alma, como el Santo gusta repetir, sentida y vivida y experimentada, y desde esa experiencia y vida, comprendida, gozada y sumergida en la misma esencia divina por su gracia participada en plenitud por la contemplación purificadora que Dios mismo obra en el alma.

Por eso, para él, la oración es el fundamento de toda la vida cristiana, es la misma vida cristiana; todo está cimentado y se alimenta y tiende como meta y cumbre a la unión con Dios; y no hay oposición entre liturgia «centro y culmen de toda la vida cristiana», como nos dice el Vaticano II,  y oración personal, sino mutua ayuda y complemento; porque la liturgia, que esencialmente es «opus Trinitatis»; es la provocación de Dios al creyente con sus dichos y hechos de amor, presencializados en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, que hace presente “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo…” desde la creación del hombre por amor, hasta la «recreación» por Cristo para compartir la misma eternidad luminosa de Dios en diálogo eterno de amor, en oración de contemplación que no acabará nunca.

La liturgia, la acción de Dios y la provocación de amor del Padre al hombre por el Hijo en el Espíritu Santo siempre exigirá y necesitará la aceptación en oración del celebrante y participantes que acojan esos hechos y palabras y gestos de entrega, adoración, obediencia y victimación al Padre, con amor extremo, hasta dar la vida por amor a los hombres, y los devuelvan al Dios Trino y Uno en respuesta de amor personal y comunitaria por el pontífice, el sacerdote, puente de unión entre las dos orillas; la orilla divina, que nos trae a Dios con sus gestos y dichos de amor salvadores, y luego retorna hasta el trono de Dios, desde la orilla humana, como respuesta del hombre –la liturgia, no olvidar, siempre es respuesta--, nuestra respuesta hecha adoración, víctima, acción de gracias, petición, amor extremo como el suyo hasta dar la vida en obediencia al Padre y amor a los hermanos. En la liturgia la iniciativa siempre es de Dios, pero no es completa, no es lo que Dios quiere y busca,  si no hay respuesta de fe y amor del hombre. Y eso es por la oración; por eso, la liturgia más importante es la Plegaria Eucarística.  

La oración contemplativa se nos muestra unida sustancialmente a la liturgia, a la vida, al apostolado, formando unidad en el creyente. Y en esta materia, San Juan de la Cruz nos dirá que su palabra quiere ser  «sustancial y sólida». Por eso, qué cariño, qué certeza, qué seguridad, qué necesidad tengo de esta oración, de este camino, de este encuentro, de esta unión, de este abrazo, de esta amistad, de esta comunicación, de este estar con Él y en Él, de este tratar de amar a Dios sobre todas las cosas que es la oración, y «que no es otra cosa sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama», como la define Santa Teresa de Jesús desde su experiencia de oración.

La oración contemplativa personal, comunitaria o litúrgica, siempre nos hace entrar en la tierra prometida por Dios como a los exploradores enviados por Moisés, para volver cargados de frutos que Dios nos ha preparado y el contemplativo, el que ha visto y sentido todo esto, el que ha llegado por la oración contemplativa a la tierra prometida, en la liturgia o en la oración personal, pero de verdad, no sólo por teología, o de oídas o teóricamente, sino por la experiencia del Dios vivo, vuelve siempre de esa oración cargado de gozo y de deseos de volver pero con los hermanos. Esto es apostolado. He ahí  la esencia del cristianismo, la clave del apostolado y de la liturgia cristiana, sobre todo, de la liturgia eucarística.

Necesitamos almas de oración contemplativa que hayan entrado dentro del misterio de la Palabra llena de Amor de Espíritu Santo, del mismo amor divino que el Padre pronuncia para nosotros en la liturgia o en la oración de contemplación, que no nos quedemos en las palabras o ritos sagrados que envuelven la Palabra de Salvación del Padre, que eso es la liturgia, no el rito en sí; necesitamos la contemplación de los dichos y hechos salvadores de Dios en la liturgia, contemplativos que penetren por la oración en el contenido lleno de presencia y vida de Dios, que quiere darse y entregarse a nosotros, y después de haberlos visto y vivido, los comuniquen a los hermanos; he aquí la clave del apostolado sacerdotal o del sacerdote apostólico, del fin y meta de todo apostolado, de la liturgia, de la oración sanjuanista, hasta el punto de que todos los cristianos puedan decir del misterio de Dios como los paisanos de la samaritana: “Ya no creemos por lo que tú nos has  dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es de verdad el salvador del mundo” (Jn 4, 42). Ya antes Jesús había profetizado en este mismo diálogo con la Samaritana: “Pero llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y Verdad. Porque así son los adoradores que el Padre quiere. Dios es Espíritu y sus adoradores han de adorarlo en Espíritu y Verdad” (v. 23). Quisiera que cada uno de los creyentes, pudiera decir a Dios, al Cristo vivo, vivo y resucitado de la Eucaristía, como Job: “Hasta ahora hablaba de ti de oídas, ahora te han visto mis propios ojos” ( Job 42, 5).  En San Juan, cuando salen espíritu y verdad, siempre los pongo en mayúscula, porque para mí se refieren al Verbo de Dios, que es la Verdad, y al Espíritu Santo, que es el Espíritu del Dios Amor, como nos dirá San Juan en otro texto hermosísimo: “Dios es Amor…, en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que él nos amó y envió a su hijo como propiciación de nuestros pecados”(1 Jn 4. 10).

En todo lo relacionado con Dios, una cosa es creer, otra celebrar y otra, vivir; vivir la fe, la esperanza y el amor, la experiencia de Dios vivo, esa es la “verdad completa”,  de la que nos habla el Señor en el evangelio de Juan. Y para llegar a la “verdad completa” nosotros, como los Apóstoles, tenemos que tener el Espíritu de Cristo,  tenemos que recibir el Espíritu Santo. Y para recibirlo hay que estar “en oración con María la madre de Jesús”. Pero en una oración que nos lleve a la “verdad completa”, porque no vale cualquier oración. Los Apóstoles habían orado muchas veces, incluso con el Señor, pero esa oración no les llevó a la “verdad completa”. Para llegar a ella, que es la experiencia de Cristo vivo pero en nuestro espíritu, en mi misma carne y sangre, dice San Juan de la Cruz, y es el mejor maestro de oración, hay que llegar a etapas un poco más elevadas de oración, hay que llegar a la oración contemplativa. Y cuando se tiene esta vivencia de Dios, es cuando se llega a «la verdad completa».

Los Apóstoles han escuchado al Señor durante tres años, han visto sus milagros y han escuchado sus palabras salvadoras, llenas de amor, pero no han llegado a la “verdad completa”, porque todo se ha quedado en la mente y muy poco ha llegado al corazón; los Apóstoles le han visto resucitado con sus propios ojos de carne, han celebrado la Eucaristía con Él, le han tocado y palpado material y externamente con sus propias manos, y siguen con miedo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos; viene el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, es decir, que es Cristo mismo, el mismo Cristo, pero no hecho palabras ni milagros ni siquiera pan consagrado, sino el mismo Cristo hecho fuego, llama de amor viva que les invade por dentro y les quema y lo sienten y experimentan en su espíritu, y ya no pueden contenerse y lo comprenden todo, como los dos discípulos de Emaús, pero no con conocimiento discursivo o experiencia externa, sino con vivencia interna llena de fuego: “Ardía nuestro corazón”, como así he titulado a mis tres ciclos de homilias, y entonces es cuando llegan a la “verdad completa” que Jesús les había prometido, y abrieron las puertas y se acabaron los miedos y sin programar mucho lo que tenían que decir o hacer, pero llenos del Espíritu de Cristo, pero en mayúscula, el Espíritu Santo, Pedro empezó a predicar y todos entendieron y se convirtieron tres mil de toda lengua, raza y nación, como el Señor los había prometido: “Porque os he dicho estas cosas os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porqur si yo no me voy, no viene a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… Él os llevará la verdad completa”.

Y cuando digo oración de unión con Dios, de oración contemplativa,  San Juan de  la Cruz está hablando siempre y nunca lo separemos, de oración de transformación, de conversión, de purificación, noche del sentido y del espíritu, que limpian los sentidos y el espíritu en sus mismas raíces, entres sufrimientos y dolores, que las almas no podrían soportar sin una ayuda especial de Dios.

Para el santo, en relación con Dios, orar, amar y convertirse se conjugan igual. Si dejo de amar, dejo de orar y convertirme. Y si dejo de convertirme, dejo de orar y amar. Y esto es necesario no olvidarlo jamás en la  vida cristiana. Por eso la vida mística, la experiencia de Dios, la oración permanente exige conversión permanente, que dura toda la vida. Si el alma deja de convertirse, que es lo mismo que dejar de amar, deja también de orar, porque para vivir la vida a su modo se basta a sí mismo; sólo necesitamos la oración cuando queremos vivir como Cristo, como cristianos, al modo de Cristo, entonces necesito de Él, de encontrarme con Él todos los días por la oración permanente que me lleva a la conversión-unión permanente. Ésta es la causa de tanto aburrimiento en la oración, de no pasar ratos ante el Señor, en la misma participación en la Eucaristía, porque se termina dejándolas, por no sentir su necesidad, estando tan necesitados. Y ésta es la causa de que no se avance en la vida espiritual. El principal impedimento. Nada de técnicas ni posturas, en la oración, como en el amor a Dios, no se avanza si no hay conversión.

Para San Juan de la Cruz, y para mi pequeña y pobre experiencia sacerdotal y apostólica, la falta de conversión permanente es la dificultad esencial para orar y para amar plenamente a Dios.  Por eso, se abandona la oración meditativa y desaparece el deseo de Dios, de santidad, de querer convertirse y hacer a los hermanos partícipes de este amor y experiencia.

Cualquiera que haya leído a San Juan de la Cruz habrá quedado muy impresionado y hasta un poco asustado de las descripciones tan abundantes y plásticas que hace de la tiniebla, oscuridad, sufrimientos y demás pruebas de esta noche del alma.          

A lo largo de toda la Noche, el Doctor Místico no cesa de hablarnos de tinieblas, desnudez, abandonos, sentimientos de la propia nada y miseria, sentimiento de estar alejado de Dios, imposibilidad absoluta para orar y meditar, sequedades y negaciones y oscuridades interiores..., y, por otra parte, pérdida de amigos, críticas, calumnias y murmuraciones, incomprensiones, humillaciones y padecimientos exteriores de todo tipo, con enfermedades y sufrimientos físicos y psíquicos,  hasta parecer que va a morir[85].

La intensidad de estos dolores es tan grande que el Santo no duda en compararlos repetidas veces a los del Purgatorio: «En esto humilla Dios mucho al alma para ensalzarla mucho después y si Él no ordenase que estos sentimientos, cuando se avivan en el alma, se adormeciesen presto, moriría muy en breves días; mas son interpolados los ratos en que se sienten su íntima viveza. La cual algunas veces se siente tan al vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición. Porque estos son los que de veras “descienden al infierno viviendo” (Ps 54, 16), pues aquí se purgan de manera que allí. Y por eso, el alma, que por aquí pasa o no entra en aquel lugar, o se detiene allí muy poco, porque aprovecha más aquí una hora que muchas allí» (2N, 6,5).

No paso a describir esta parte de los sufrimientos porque aquí trato más bien de la experiencia gozosa de Dios. En alguna parte he tratado este tema abundantemente, dando  explicación espiritual y psicológica de los mismos, para hacerlos más comprensibles y para que no nos asustemos ante todo tipo de purificaciones y humillaciones y sufrimientos, porque de todo se sirve el Señor para demostrarnos que sólo debemos buscarle a Él, no sus dones, que nos hacen egoístas. Es la renuncia total a todo por conseguir el todo, pero no teóricamente, sino de verdad.

            Me sorprende en este aspecto San Juan del Cruz, que dice muchas veces en sus escritos, sobre todo en la Subida al Monte Carmelo, que nos va a hablar de oración y luego escribe los tres libros de la Subida como los dos de la Noche y se los pasa hablando  de las purificaciones, purgaciones, de mortificaciones del yo, de sus criterios, de sus afectos desordenados, de las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad, de las nadas… para llegar al todo.  

Por todo lo cual, para nosotros, no tiene ninguna duda, de que San Juan de la Cruz como santo, como doctor y como místico, puede ser propuesto como modelo y debe ser escuchado como maestro en este aspecto esencial de la condición humana que es la experiencia de Dios[86]. Por eso San Juan de la Cruz sigue actual como lo son los doctores de la Iglesia, es decir, aquellos teólogos cuya doctrina es reconocida por la Iglesia como capaz de iluminar a las sucesivas generaciones de cristianos, que quieran caminar a la unión y al amor total y transformante en Dios. Es además actual con la actualidad perenne de los santos: testigos permanentes de la vida total en Cristo. San Juan de la Cruz es además místico. Y si entendemos por místico la persona que ha realizado una forma particularmente intensa, profunda e inmediata de experiencia de Dios, su experiencia, tal como él la vivió, la expresó y la interpretó tendrá una palabra capaz de iluminar a la generación actual del hombre y de los cristiano. A una generación como la nuestra, culturalmente secularizada, pero ávida de lo sagrado, con deseos de experiencia y contacto con Dios, San Juan de la Cruz puede ser un testigo indiscutible de la profundidad del hombre y necesidad de Dios. Y quiero ya hablar de la oración contemplativa en San Juan de la Cruz, porque ella es la oración en plenitud con sus diversos grados o vivencias

 

 

6. 12. LA POESÍA EN SAN JUAN DE LA CRUZ

 

La poesía es el medio literario para expresar lo inexpresable, lo que no cabe en palabras. Por eso la poesía recurre a la metáfora y al simbolismo. En el caso de San Juan de la Cruz, escritor y poeta místico y experimental, creador genial de los más brillantes símbolos sobre los que proyecta su pensamiento, hay que asentar bien la clave del escritor que él mismo define: Cuando «el espíritu del Señor, morando en nosotros, pide (San Pablo).., lo que nosotros no podemos bien entender ni comprender para lo manifestar..., ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas (donde El mora) hace entender?, y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir?, y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden. Que ésta es la causa por qué con figuras, comparaciones y semejanzas antes rebosan algo de lo que sienten, y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios que con razones lo declaran».

La creación simbólica, pues, como nos dice él mismo, es experiencia de «entender», «sentir», «desear», de misterios que no caben en razonamientos. Por eso encierran un contenido que no expresarían las palabras convencionales. Los Libros Sagrados nos dan ejemplo.

Y sigue el Santo místico y poeta: «habla misterios en extrañas figuras y semejanzas por términos vulgares y usados». «Las cuales semejanzas no leídas con la sencillez de el espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón... De donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir; y así lo que de ello se declara ordinariamente es lo menos que contiene en sí».

Esta es, ni más ni menos, la verdadera «filosofía» del símbolo, por lo menos para el que se sintió forzado a recurrir a él. Lo dicho vale para la floresta de metáforas, comparaciones, imágenes, figuras, alegorías, de las que deja colgadas las ideas. Las que prevalecen son éstas.

El recurso constante a la naturaleza por San Juan de la Cruz puede provocar una distracción que detiene el paso hacia el pensamiento. Muchos de éstos llevan nombre de naturalezas: ideogramas antropológicos (Vida, muerte, salud, nacer, enfermar, morir, artes y oficios, etc.); ideogramas de los elementos (aire, agua, tierra, cielo...); zoológicos, vegetales... Es muy llamativa la ideografía plástica naturista de este narrador de lo inefable, al que no abasteció su diccionario.

He seleccionado aquellas poesías que más van con el tema que hemos desarrollado. Y lo hago para que se comprenda mejor. Y porque la poesía dice lo indecible, lo inexpresable.

 

POESÍA Y  CONTEMPLACIÓN

 

 

Entréme donde no supe

y quedéme no sabiendo,

toda sciencia trascendiendo.

 

1. Yo no supe dónde entraba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda sciencia trascendiendo.

 

5. Cuanto más alto se sube

tanto menos se entendía,

que es la tenebrosa nube

que a la noche esclarecía;

por eso quien la sabía

queda siempre no sabiendo,

toda sciencia trascendiendo.

 

6. Este saber no sabiendo

es de tan alto poder,

que los sabios arguyendo

 

 

jamás le pueden vencer,

que no llega su saber

a no entender entendiendo,

toda sciencia trascendiendo.

 

 

7. Y es de tan alta excelencia

aqueste summo saber,

que no hay facultad ni sciencia

que le puedan emprender;

quien se supiere vencer

con un no saber sabiendo,

irá siempre trascendiendo.

 

8. Y si lo queréis oír,

Consiste esta summa sciencia

en un subido sentir

de la divinal Esencia;

es obra de su clemencia

hacer quedar no entendiendo,

toda sciencia trascendiendo

 

CÁNTICO ESPIRITUAL

 

9. ¿Por qué, pues has llagado aqueste corazón, no le sanaste?

Y, pues me le has robado,

¿por qué así le dejaste

y no tomas el robo que robaste?

 

11. ¡Oh cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados!

 

19. Mialma se ha empleado

y todo mi caudal en su servicio.

Ya no guardo ganado

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

 

20. Pues ya si en el ejido

de hoy más no fuere vista ni hallada,

diréis que me he perdido,

que, andando enamorada,

me hice perdidiza y fui ganada.

 

 

 

 

NOCHE OSCURA

5. ¡Oh noche que guiaste!;

¡oh noche amable más que la alborada!;

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!

8. Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el amado;

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado¡

 

OH LLAMA DE AMOR VIVA!

 

1.¡Oh llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!;

pues ya no eres esquiva,

acaba ya, si quieres;

rompe la tela deste dulce encuentro.

 

2. ¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga! 

¡Oh mano blanda!¡Oh toque delicado!, que a vida eterna sabe y toda deuda paga;

matando, muerte en vida la has  trocado.

 

 TRAS UN AMOROSOLANCE

 

Tras de un amoroso lance,

y no de esperanza falto,

volé tan alto, tan alto,

que le di a la caza alcance.

 

1. Para que yo alcance diese

a aqueste lance divino,

tanto volar me convino

que de vista me perdiese;

y, con todo, en este trance

en el vuelo quedé falto;

mas el amor fue tan alto,

que le di a la caza alcance.

 

2. Cuando más alto subía

deslumbróseme la vista,

y la más fuerte conquista

en oscuro se hacía;

mas, por ser de amor el lance,

di un ciego y oscuro salto,

y fui tan alto, tan alto,

que le di a la caza alcance.

 

3. Cuanto más alto llegaba

de este lance tan subido,

tanto más bajo y rendido

y abatido me hallaba;

dije: No habrá quien alcance;

y abatíme tanto, tanto,

que fui tan alto, tan alto,

que le di a la caza alcance.

 

4. Por una extraña manera

mil vuelos pasé de un vuelo,

porque esperanza de cielo

tanto alcanza cuanto espera;

esperé solo este lance

y en esperar no fui falto,

pues fui tan alto, tan alto,

que le di a la caza alcance

 

SIN ARRIMO Y CON ARRIMO

Sin arrimo y con arrimo,

sin luz y a oscuras viviendo,

todo me voy consumiendo.

 

1. Mialma está desasida

de toda cosa criada

y sobre sí levantada,

y en una sabrosa vida

sólo en su Dios arrimada.

Por eso ya se dirá

la cosa que más estimo,

que mi alma se ve ya

sin arrimo y con arrimo.

 

2. Y, aunque tinieblas padezco

en esta vida mortal,

no es tan crecido mi mal,

porque, si de luz carezco,

tengo vida celestial,

porque el amor [da] tal         vida

 

 

 

 

 

cuando más ciego va siendo,

que tiene al alma rendida,

sin luz y a oscuras viviendo.

 

3. Hace tal obra el amor

después que le conocí,

que, si hay bien o mal en mí,

todo lo hace de un sabor

y al alma transforma en sí,

y así, en su llama sabrosa,

la cual en mí estoy sintiendo,

apriesa, sin quedar cosa,

todo me voy consumiendo.

 

VIVO SIN VIVIR EN MÍ

Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero,

que muero porque no muero.

 

2. Esta vida que yo vivo

es privación de vivir;

y así es continuo morir

hasta que viva contigo.

Oye, mi Dios, lo que digo,

que esta vida no la quiero;

que muero porque no muero.

 

5. Cuando me pienso aliviar

de verte en el Sacramento,

háceme más sentimiento

el no te poder gozar;

todo es para más penar

por no verte como quiero,

y muero porque no muero.

 

7. Sácame de aquesta muerte,

mi Dios, y dame la vida;

no me tengas impedida

en este lazo tan fuerte;

 mira que peno por verte;

y mi mal es tan entero,

que muero porque no muero.

 

6. 12. Otros escritos de San Juan de la Cruz

Prólogo (I S 13,5-6): «para mortificar y apaciguar las cuatro pasiones naturales, que son: gozo, esperanza, temor y dolor.

Procure siempre inclinarse:

no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso;

no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido;

no a lo más gustoso, sino a lo que da menos gusto;

no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso;

no a lo que es consuelo, sino al desconsuelo;

no a lo más, sino a lo menos;

no a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y        despreciable;

no a lo que es querer algo, sino a no querer nada;

no andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor; y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo.

Modo para venir al todo:

 

Para venir a lo que no sabes,

has de ir por donde no sabes.

Para venir a lo que no gustas,

has de ir por donde no gustas.

Para venir a lo que no posees,

has de ir por donde no posees.

Para venir a lo que no eres,

has de ir por donde no eres.

 

Modo de tener al todo:

 

Para venir a saberlo todo,

no quieras saber algo en nada.

Para venir a gustarlo todo,

no quieras gustar algo en nada.

Para venir a poseerlo todo,

no quieras poseer algo en nada.

Para venir a serlo todo,

no quieras ser algo en nada.

 

Modo para no impedir al todo:

 

Cuando reparas en algo,

dejas de arrojarte al todo.

Porque para venir del todo al todo,

has de dejar del todo a todo.

Y cuando lo vengas todo a tener,

has de tenerlo sin nada querer.

Porque si quieres tener algo en nada,

no tienes puesto en Dios tu tesoro.

 

Letrillas

 

Del Verbo divino la Virgen preñada viene de camino, ¡si le dais posada!

Mi dulce y tierno Jesús,

Si amores me han de matar,

Agora tienen lugar

 

Suma de perfección

 

Olvido de lo criado;

memoria del creador

atención a lo interior;

y estarse amando al Amad

LA EXPERIENCIA DE DIOS

 

PRÓLOGO……………………………………………..         5

 

PRIMERA PARTE

 

MOTIVACIONES Y EXPLICACIÓN DEL LIBRO

 

1. La oración, camino de la experiencia de Dios ……..  7

2. La experiencia de Dios,  cumbre de la vida cristiana .16

3. Dios  creó al hombre para  participar de su misma vida y felicidad esencial trinitaria………………….. …………. 23

4. Este es el proyecto del Padre y la misión del Hijo…… 31 

5.  El camino obligado para este encuentro de contemplación y transformación trinitaria es la oración …………………  37  

6. La oración litúrgica y personal no se autoexcluyen, sino que se necesitan y se complementan ………………………..  45 

1. 6. La oración, fundamento de la santidad y del apostolado cristiano, en la Carta Apostólica de Juan Pablo II  Novo Millennio Ineunte ………………………………………... 53   

1. 7. La peor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística, esto es, pobreza de vida de Espíritu Santo.......................................   66

 

SEGUNDA PARTE

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS

2. 1. La experiencia de Dios, desde la razón  humana y  la fe cristiana ………………………………………………….  71  

 

2. 2.  Un programa pastoral para la esperanza………….   75     

2. 3.  La experiencia humana…………………………….  88    

2, 4. Características del conocer por experiencia ………...92   

2, 4. Características del conocer por experiencia ……...    94  

 

TERCERA PARTE

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS DESDE LA TEOLOGÍA

 

3. 1. La experiencia cristiana, en GERHARD LUDWING MÜLLER  ………………………………………………     102

3. 2. La gracia de Dios, fundamento de la vida mística...108

3. 3. La experiencia de Dios, experiencia de la gracia….113   

3. 4. Experiencia de Dios en los sacramentos…………. 115

3. 5. La mística de la Eucaristía ……………………..…      129

 

CUARTA   PARTE

 

NECESIDAD DE  LA EXPERIENCIA DE DIOS

 

4. 1. Necesidad de la experiencia de Dios desde la existencia y sentido de la vida humana  ……………………………….   134

4. 2. Urgencia de la experiencia de Dios  desde la increencia del mundo actual …………………………………………… 142 

4.  3. Urgencia de la experiencia de Dios, desde la vida apostólica ……………………………………......... ……… 149  

 

QUINTA   PARTE

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS, NOTA ESENCIAL Y CONSTITUTIVA DE LA IGLESIA

 

5. 1. Sin Pentecostés, no hay Iglesia…………………      162 

 5. 2. Los Apóstoles fueron transformados en Pentecostés reunidos en oración con María, la madre de Jesús…… .167

5. 3. Este mismo Espíritu Santo vino también sobre

        Pablo y todos los verdaderos apóstoles…………   176 

 

 

SEXTA PARTE

LA EXPERIENCIA  DE DIOS EN SAN JUAN DE LA CRUZ

 

6. 1.  Mi última lección de Teología Espiritual ……            180

6. 2. Breve descripción de las etapas de oración en  San Juan de la +. 183  

6. 3. Breve explicación de los estados y vías ……………    186

6. 4. La meditación en San Juan de la Cruz ……………195

6. 5. La contemplación en San Juan de la Cruz ………..…  201

6. 6. Iluminativa y amorosa contemplación ………….….    207

6. 7. Noche pasiva del espíritu ………………………….     208

6. 8. Contemplación unitiva  …………………………….    209

6. 9. Igualdad de amor …………………………………. 213

6. 10. La obra de la Trinidad ……………………………215

6. 11. El Padre pronunció en silencio su única Palabra,  . 219   

6. 12. La poesía en San Juan de la Cruz ……………… 229

6. 12. Otros escritos de San Juan de la Cruz ……………236



[1] Gujerat, octubre 1996, nº 578, pág 3-4

[2] Cfr. SAN IRENEO, Adv. Haer. 4, 20,7.

 

[3] BONIFACIO FERNÁNDEZ, Jesucristo, seguimiento y contemplación, Madrid 2006,  pág. 60.

[4]  JEAN MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae, Santander -2002, p.91.

[5] MAXIMILIANO HERRAIZ, La Oración, Pedagogía y Proceso, Madrid 1996, pag 154.

[6] J. RATZINGER, El Espíritu de la liturgia, una introducción, Madrid 2002, pág. 236-237.

[7] JESÚS CASTELLANO, La liturgia: pedagogía eclesial de la santidad cristiana, Pastoral Litúrgia 120, pág 135

[8] A. BLOOM, Il cristiano e la Trinitá: Servitium 8 (1974) 332-334.

[9] JESÚS CASTELLANO, Liturgia y vida espiritual, Barcelona 2006, pp.265.

[10]CIC. 1073.

[11]J. RATZINGER, Ibidem, pag 245.

[12] S. MARSILI, La liturgia, experiencia cristiana primordial, en AA.VV., Problemas y perspectivas de espiritualidad, Salamanca 1986, pág. 269.

[13] J. CASTELLANO, ibidem, pág 146.           

[14] J. RATZINGER, Ibidem, pag 242-243.

[15] Discurso de Pablo VI en la aprobación de la Constitución Litúrgica, 4 diciembre 1963.

[16] Cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA n. 2012-2013.

[17] Ibidem, CIC n. 2014.

[18] Cfr. JUAN PABLO II,  Novo millennio ineunte, n. 38.

[19] Cfr. JESÚS CASTELLANO, La liturgia: pedagogía eclesial de santidad cristiana, en Pastoral Litúrgica 291, pag 123-130.

[20] Cfr  JACQUES PHILIPPE, La libertad interior, Patmos, Madrid 2004, 145-147.

 

[21]Cfr. Discurso del Cardenal Antonio María Rouco en la sesión inaugural de la LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (22—11-2004)

[22]J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Madrid 1995,     pág. 149-184

[23] Cfr. DICCIONARIO DE ESPIRITUALIDAD II, Experiencia, Ermanno Ancilli, Madrid 1983, p. 80.

[24] Cfr. NUEVO DICCIONARIO DE ESPIRITUALIDAD, Experiencia cristiana, Madrid 1983, p. 491.

[25] Cf.  C. A. BERNARD, Teología Espiritual, Madrid 1994, p. 78.

[26] J. M. IMÍZCOZ, Experiencia de Dios y formación vocacional, Madrid 2004, p. 5.

[27] Cf. C. A. BERNARD, Teología Espiritual, Madrid 1994, p. 80

[28] J. M. IMÍZCOZ, Experiencia de Dios y formación vocacional, Madrid 2004, pags. 14-15.

[29] NUEVO DICCIONARIO DE ESPIRITUALIDAD,  A. GUERRA,  Experiencia cristiana, Madrid 1983, p. 496

[30]Cf. J. MOUROUX, L´expérience chrétienne, p. 24.

[31] J. M. VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Madrid 1995, p. 45

[32] J. M. VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Madrid 1995, p. 47

[33] (Ll 2, 1).

[34] FEDERICO RUIZ, Caminos de Espíritu, Madrid 1968, p. 520.

[35] Cf NUEVO DICCIONARIO DE ESPIRITUALIDAD, Experiencia,  Madrid 1983, p. 85.

[36] A. M. GARCÍA ORDÁS, La persona divina en la espiritualidad de santa Teresa, Madrid 1967, pags. 26-27.

[37] J. MOROUX, obra citada, p. 369.

[38] GERHARD LUDWIG MÜLLER, Experiencia de Dios como apertura original de la fe cristiana, COMMUNIO, mayo-agosto 1996, pags 180-193.

[39] JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA, El hombre, espíritu finito, Madrid 1973, pp. 350.

[40] Lla. 3, 46.

[41] K. RAHNER, Escritos de Teología III, Madrid 1968, p 103.

[42] CB 39, 4.

[43] E. SCHILLEBEECKK, Cristo, Sacramento de encuentro con Dios, San Sebastián 1965, pág 249-253.

[] GONZALO APARICIO,  Para vivir la misa  en comunión con Cristo, Edibesa, Madrid 2005.

[45] Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Orationis formas (15 de octubre 1989), en los nn. 17-22.

[46] GONZALO APARICIO, Celebrar la Eucaristía “en Espíritu y Verdad”, Edibesa, Madrid 2004

[47] C I C, nn. 2013,2014.

[48] JESÚS CASTELLANO, La mística de los sacramentos de la iniciación cristiana, Barcelona 2006, págs 41-42.

[49]M. TERESA DE CALCUTA, Tu mi porti 1‘amore. Scritti spirituali, Roma 1976, 28-29.

[50] JEAN MAALOUF, Escritos Esenciales. Madre Teresa de Calcuta. Sal Terrae 2002, p. 91.

[51] Cfr. GONZALO APARICIO, La Eucaristía, la mejor escuela de oración, santidad y apostolado, Edibesa Madrid, 2004

[52] K. RAHNER, Escritos de Teología III, Madrid 1968, p 105.

[53] JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA,  Persona y gracia, págs 345-346.

[54] SAN AGUSTÍN, Confesiones, libro X, 25-26.

[55] Cfr ROMANO GUARDINI, El problema de Dios en el hombre actual, pág.126 ss.

[56] Cfr. ROMANO GUARDINI, La fe en nuestro tiempo, Madrid 1965, p 43

[57] Cfr JUAN ALFARO, CRISTOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA, Persona y gracia, Madrid 1973, p347-369.

[58] JESÚS CASTELLANO, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona 1996, pag 7-8.

[59] Cfr.  J. MARTIN VELASCO, La Experiencia Cristianade Dios, Madrid 1995, p 149 ss.

[60] ROMANO GUARDINI, La fe en nuestro tiempo, Madrid 1965, p 22-23.

[61] PAUL ZULEHNER,  Misión Abierta, abril-mayo 1995.

[62]LUCIEN MARIE, L`experience de Dieu, Actualité du message de Saint Jean de la Croix. Parìs, 1968

[63] MARTIN BUBER, Eclipse de Dios, Buenos Aires,1997, pág 124.

[64] MARTÍN VELASCO, Ibidem, pág 29-30.

[65] TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino, Madrid 1972, pp. 54-55.

[66] Cfr GONZALO APARICIO, Tentaciones y Retos del sacerdote actual, Edibesa, Madrid 2005.

[67] Cfr GONZALO APARICIO, Tentaciones del Sacerdote actual, SURGE, mayo-junio 2006, pp. 190-218

[68]K. RAHNER, Espiritualidad antigua y actual,  Escritos de Teología VII, Madrid 1967, p. 25. 

[69] Novo millennio ineunte, 32

[70] JESUS CASTELLANO, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona 1996, pag 207-210.

[71]SAN AGUSTÍN, Confesones: Libros 7, 10. 18; 10, 27: CSEL 33, 157-163. 255.

[72] EMILIANO JIMÉNEZ, El Espíritu Santo, dador de vida, Bilbao 1993, págs 15-17.

[73]  VATICANO II, L G, n. 59.

[74] EMILIANO JIMÉNEZ, ibi, pág. 215.

[75] SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, BAC 1991, C.E., can. 6ª y 10ª.

[76] Ibi. pág. 723

[77] R. CANTALAMESSA, El canto del Espíritu, Madrid 1999, pag 412-3.

[78] Cfr. LAUREANO ZABALZA, El desposorio Espiritual según San Juan de la Cruz, Burgos 1964.

[79] MAXIMILIANO HERRAIZ,  La oración Palabra de un Maestro, pags 65-90

[80] Cfr. FEDERICO RUIZ,  Caminos del Espíritu, Madrid 1978, págs 474-493.

[81] MAXIMILIANO HERRAIZ, Ibidem, pág 75

[82] L. BORRIELLO-GIOVANNA DELLA CROCE, Conoscere Dio é la vocazione dell´huomo, Torino 1991, págs83-99.

[83]K. RAHNER, Espiritualidad antigua y actual,  Escritos de Teología VII, Madrid 1967, p. 25.

[84] Cfr MAXIMILIANO HERRAIZ, La oración Palabra de un Maestro, San Juan de la Cruz, Madrid 1991, pags 57-137

[85]Cfr. ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la noche, lectura de la noche oscura de San Juan de la Cruz, Roma 1991.

[86]Cfr J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios. Madrid 1995, 149-150.

 

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