RETIROS SACERDOCIOS

COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO

“REAVIVA EL CARISMA QUE HAY EN TI”(2 Tm 1,6)

Retiros espirituales para sacerdotes

ATENCIÓN

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN: Reaviva el carisma que hay en ti.

1.- YO OS HE ELEGIDO

2.- FORTALECIDO POR EL ESPÍRITU SANTO

3.-MINISTRO DE JESUCRISTO

4.- REALIZANDO EL SACERDOCIO APOSTÓLICO

5.- MINISTRO DE LA PALABRA

6.- DISPENSADOR DE LOS MISTERIOS DE DIOS

7.- IMPLORANTE DE LA MISERICORDIA DE DIOS

8.- YO OS ENVÍO

CONCLUSIÓN: Es Cristo quien vive en mí.

INTRODUCCIÓN

“REAVIVA EL CARISMA QUE HAY EN TI” (2 Tm 1,6)

            Esta hermosa expresión tomada de la segunda Carta a Timoteo, puede servirnos de introducción a estos esquemas o sugerencias elaborados con la intención de ser una ayuda y un estímulo para los retiros espirituales de los sacerdotes. No andamos muy sobrados de vida espiritual en los momentos presentes. Por eso, ante las dificultades internas y externas a las que nos enfrentamos, hemos de reaccionar con decisión y valentía para recuperar el amor primero de nuestra respuesta a la llamada vocacional, que un día, cercano o lejano, nos dirigió el mismo Cristo por mediación de la Iglesia.

            Este el sentido de la recomendación que Pablo dirige a su discípulo Timoteo en la perícopa citada. Timoteo es uno de sus más fieles discípulos en la organización y gobierno de las comunidades cristianas fundadas por Pablo. Como delegado de Pablo, Timoteo ha experimentado ya el peso de la responsabilidad pastoral de las Iglesias. La urgencia de la misión, la atención a las apremiantes necesidades, la multiplicidad de actividades y el agobio de las dificultades pueden desgastar poco a poco la vida del apóstol y provocar la merma de su entrega. Pablo, consciente de este riesgo, escribe a Timoteo, no sólo para solucionar cuestiones eclesiales, sino para ofrecerle también algunas recomendaciones personales que atañen a su vida espiritual y apostólica.

            Por un lado, le recuerda la imposición de manos que recibió de los presbíteros como una bendición y consagración pública para una misión especial: “No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan” (1 Tm 4,14-16). El gesto de la imposición de manos evoca en nosotros el gesto de la ordenación sacerdotal, inicio del ministerio. Al igual que Timoteo, los ministros ordenados reciben, mediante el gesto epiclético de la imposición de manos, el don del Espíritu Santo como la transmisión de una gracia, un poder, una bendición que capacita al ordenado para realizar una misión específica. Como veremos en las diversas meditaciones, el presbítero es ungido con el mismo Espíritu de Jesucristo para ser enviados a la misma misión de Jesucristo.

            Pero Pablo no sólo le exhorta a recordar el carisma recibido por medio de la imposición de manos; sino que le recomienda también “re-avivar” ese carisma recibido: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2 Tm 1,6). Reavivar significa volver a encender el fuego del don divino recibido, no perder la novedad propia del don de Dios, vivirlo en su frescor y belleza originaria.

Y esta es la recomendación que nos hace también a nosotros, sacerdotes. El desgaste del ministerio puede debilitar la fuerza del don recibido el día de nuestra ordenación. Y sin darnos cuenta vamos debilitándonos en nuestra respuesta de amor al Señor y en nuestra entrega de pastores. Es necesario volver al amor primero. Y para ello, se nos ofrecen estas ayudas como un pretexto para pararnos, retirarnos como Jesús en el silencio de la oración y escucha de la voluntad del Padre, y disponernos para servir más y mejor.

Necesitamos renovar nuestra vida espiritual para afrontar con novedad nuestro ministerio pastoral. Necesitamos reanimar la búsqueda de un continuo encuentro personal con Cristo en la escucha de la Palabra, en la celebración sentida de los sacramentos, en el ministerio de la oración… Necesitamos actualizar la fuerza del Espíritu recibido en nuestra ordenación para vivir en plenitud la hermosa misión apostólica que realizamos.

Esta es la finalidad del presente material, que te invito a acoger con disposición de hermano. Pero antes de iniciar su lectura, me gustaría señalar algunas claves que facilitarán su comprensión.

            En primer lugar, aprovechando que estamos celebrando en este curso pastoral 2008-2009 el “año paulino”, no podemos olvidar la figura y magisterio de san Pablo, verdadero modelo de toda vocación apostólica. Al inicio de cada tema se proponen algunos textos breves como ayuda para la oración, vinculados al tema de cada meditación. Es una sencilla presencia testimonial en recuerdo del gran apóstol de Jesucristo.

            En segundo lugar, las diversas charlas parten siempre de textos bíblicos del Nuevo Testamento y se completan con algunas consideraciones en torno al ministerio presbiteral. Se inspiran, sobre todo, en la riqueza teológica de la liturgia de ordenación, considerada en ocasiones como una ceremonia litúrgica “que fue” pero que no tiene ya nada que aportarnos. Craso error. Recordar y profundizar en los textos y gestos de la ordenación presbiteral nos ayudará a reavivar las grandes claves espirituales de nuestra vida y ministerio. Particular importancia merece la Plegaria de ordenación de los presbíteros. Hemos puesto su texto completo al inicio de esta publicación como recurso para su lectura y consulta.

            En tercer lugar, la estructura de los retiros se divide en tres partes. Comienza con una breve oración “paulina” como ya hemos señalado; aunque tal vez fuera más recomendable comenzar con el rezo de alguna parte de la Liturgia de las Horas: Laudes, vísperas o la Hora Intermedia, dependiendo del momento del encuentro o reflexión. Sigue la meditación propiamente dicha. Y se concluye con unos puntos para la reflexión que pueden ayudar a profundizar en los temas tratados.

            Lo que vas a encontrar en estos retiros no son conferencias o lecciones magistrales; sino algunas sugerencias que pueden ayudarnos a comprender y vivir mejor nuestro ministerio presbiteral. En medio del activismo imparable que nos acosa tantas veces, hemos de dedicar tiempo para el Señor y para nosotros mismos en vistas al mejor servicio del pueblo de Dios. ¡Qué bien lo expresaba san Carlo Borromeo cuando aconsejaba a los eclesiásticos de su diócesis cuidarse para cuidar a los demás: “No olvides por eso el cuidado de ti mismo y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presentes a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100,1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16,14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás.”

ORACIÓN

DE ORDENACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS

Asístenos Señor, Padre Santo,

Dios todopoderoso y eterno,

autor de la dignidad humana

y dispensador de todo don y gracia;

por ti progresan tus criaturas

y por ti se consolidan todas las cosas.

Para formar el pueblo sacerdotal,

tú dispones con la fuerza del Espíritu Santo

en órdenes diversos a los ministros de tu Hijo Jesucristo.

 

Ya en la primera Alianza aumentaron los oficios,

instituidos con signos sagrados.

Cuando pusiste a Moisés y Aarón al frente de tu pueblo,

para gobernarlo y santificarlo,

les elegiste colaboradores,

subordinados en orden y dignidad,

que les acompañaran y secundaran.

 

Así, en el desierto,

diste parte del espíritu de Moisés,

comunicándolo a los setenta varones prudentes con los cuales gobernó más fácilmente a tu pueblo.

Así también hiciste partícipes a los hijos de Aarón de la abundante plenitud otorgada a su padre, para que un número suficiente de sacerdotes ofreciera, según la ley, los sacrificios, sombra de los bienes futuros.

 

Finalmente, cuando llegó la plenitud de los tiempos, enviaste al mundo, Padre santo, a tu Hijo, Jesús, Apóstol y Pontífice de la fe que profesamos.

Él, movido por el Espíritu Santo,

se ofreció a ti como sacrificio sin mancha,

y habiendo consagrado a los apóstoles con la verdad,

los hizo partícipes de su misión;

a ellos, a su vez, les diste colaboradores

para anunciar y realizar por el mundo entero

la obra de la salvación.

 

También ahora, Señor, te pedimos nos concedas,

como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores

que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico.

 


TE PEDIMOS, PADRE TODOPODEROSO,

QUE CONFIERAS A ESTOS SIERVOS TUYOS

LA DIGNIDAD DEL PRESBITERADO;

RENUEVA EN SUS CORAZONES EL ESPÍRITU DE SANTIDAD;

RECIBAN DE TI EL SEGUNDO GRADO

DEL MINISTERIO SACERDOTAL

Y SEAN, CON SU CONDUCTA, EJEMPLO DE VIDA.

 

Sean honrados colaboradores del orden de los obispos,

para que por su predicación,

y con la gracia del Espíritu Santo,

la Palabra del Evangelio

dé fruto en el corazón de los hombres

y llegue hasta los confines del orbe.

 

Sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios,

para que tu pueblo se renueve

con el baño del nuevo nacimiento,

y se alimente de tu altar;

para que los pecadores sean reconciliados

y sean confortados los enfermos.

 

Que en comunión con nosotros, Señor,

imploren tu misericordia

por el pueblo que se les confía

y a favor del mundo entero.

 

Así todas las naciones, congregadas en Cristo,

formarán un único pueblo tuyo

que alcanzará su plenitud en tu Reino.

 

Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,

que vive y reina contigo

en la unidad del Espíritu Santo

y es Dios por los siglos de los siglos.

1

YO OS HE ELEGIDO

ORACIÓN INICIAL

Canto: CLN nº 407

Tú has venido a la orilla,

no has buscado ni a sabios ni a ricos,

tan sólo quieres que yo te siga.

SEÑOR, ME HAS MIRADO A LOS OJOS

SONRIENDO HAS DICHO MI NOMBRE

EN LA ARENA  HE DEJADO MI BARCA

JUNTO A TI BUSCARÉ OTRO MAR.

Tú necesitas mis manos,

Mi cansancio que a otros descanse,

Amor que quiera seguir amando

Lectura breve: 1 Tm 1,12-17.

“Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna. Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por los siglos de siglos. Amén”.

Preces:

Ya que Cristo escucha y salva a cuantos en él se refugian, acudamos a él, diciendo:

Te alabamos, Señor, esperamos en ti.

- Te damos gracias, Señor, por el gran amor con que nos amaste; continúa mostrándote con nosotros rico en misericordia.

- Tú, que con el Padre, sigues actuando siempre en el mundo, renueva todas las cosas con la fuerza de tu Espíritu.

- Abre nuestros ojos y los de nuestros hermanos para que podamos contemplar hoy tus maravillas.

- Ya que nos llamas hoy a tu servicio, haznos buenos administradores de tu múltiple gracia a favor de nuestros hermanos.

Padrenuestro

- Apóstol por voluntad de Dios.

Encuentro: atrapado por el amor de Cristo desde el encuentro dialogal y oracional con el Señor resucitado en el camino de Damasco. En el camino de Damasco “fue alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3,12). Experiencia de encuentro con Cristo, ha visto y sentido a Cristo más que si le hubiera visto con sus propios ojos de carne, lo ha experimentado como revelación de amor en el Espíritu Santo. Por eso se consideró siempre como apóstol total de Cristo y no envidiaba a los apóstoles que convivieron con él. Lo amó más que muchos de ellos. Pablo no conoció al Cristo histórico, sino al glorioso y resucitado, igual que nosotros.

En Damasco comenzó este encuentro, camino personal de amistad con Cristo resucitado que tuvo que recorrer Pablo durante toda su vida, como todo apóstol.

“Dios tuvo a bien revelar a su Hijo en mí”. Experiencia que revela y transforma

El encuentro con Cristo le hace apóstol de Cristo.

- Conversión-vocación. Pabo no interpretó su experiencia como una conversión, sino como una revelación que Dios le hizo (Ga 1,15-16).

Vocación: Todos hemos sido llamados como Pablo para ser apóstoles y sacerdotes

Su conversión no es resultado de pensamiento o reflexión personal sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible e inesperada. Cambio. Lo que era ganancia lo estimó pérdida (Flp 3,7-10)

Primero es encontrarse con Cristo y hablar con Él y luego salir a predicar y hablar de Él a las gentes. Primero es contemplar a Cristo y luego comunicar esa experiencia de amor en la predicación y trabajos apostólicos. La caridad pastoral, las acciones de Cristo no se pueden hacer, realizar sin el amor de Cristo, sin el Espíritu de Cristo.

Vocación a la amistad y apostolado.

Experiencia amorosa personal con Cristo renovada todos los días por la oración y la eucaristía. “Para mi la vida es Cristo”. La verdadera vida de Pablo comienza con la convicción de ser amado por Cristo, que había salido a su encuentro precisamente cuando él lo odiaba, practicando con él el amor predicado por Cristo a todos los hombres, especialmente a los enemigos. Desde este momento Pablo lo ama como Señor de su vida: Para mi la vida es Cristo (Flp 1,21). Cristificación de su vida. Primero el amor de Cristo que lo empuja hacia los demás (2 Cor5,14) y luego el amor hacia los demás que lo empuja hacia Cristo

El punto central: Me amó y se entregó por mí (Ga 2,20).

Se asocia a la misión redentora de Cristo que ha de llegar a todas las gentes (Ef 3,8ss). El estilo misionero de Pablo comienza con una opción y decisión fundamental de seguir a Cristo incondicionalmente.

Lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo de modo que nuestra identidad se caracterice en la comunión con Cristo.

TEXTO BÍBLICO: Mc 3,7-20

“Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran. Como había curado a muchos, todos cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.

Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, a Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que le entregó.

De vuelta a casa, se aglomeró otra vez la muchedumbre, de modo que no podían comer. Sus parientes, al enterarse, fueron a hacerse cargo de él, pues pensaban que estaba fuera de sí”

1.- La llamada de los Doce

            Este texto del evangelio de Marcos encierra un gran significado vocacional para todo aquel que prolonga la misión de Jesús en el misterio apostólico y sacerdotal. Estamos habituados a meditar el núcleo de este relato; pero conviene también contextualizarlo con el antes y el después de la llamada a los Doce. Hay expresiones de denso significado para todos nosotros, que pueden ayudarnos a redescubrir el profundo sentido de la llamada que el Señor nos ha hecho a cada uno de nosotros.

            En primer lugar, conviene subrayar que Jesús busca el retiro después de una intensa actividad. Va con sus discípulos hacia el lago de Galilea con la intención de buscar momentos de intimidad, de silencio y descanso para todos ellos.        

Una multitud, una gran muchedumbre de diversos lugares, va tras él, siguiendo sus pasos e impidiendo su propósito. ¿Cuál es la reacción de Jesús? Él… que está cansado, que necesita el reposo del cuerpo y del espíritu, que busca un tiempo de intimidad con sus discípulos y amigos… siente compasión por todos ellos. La mirada del Pastor descubre en aquella muchedumbre las dolencias del corazón humano: “los vio cansados y agobiados como ovejas que no tienen pastor”. Acudían a él porque, tras las curaciones realizadas ya, se había extendido su fama y buscaban la curación de todas sus dolencias. Querían tocarle para encontrar en él el manantial de la salud física, psíquica y espiritual. Jesús los atiende y escucha, se para con ellos y les habla.

Y desde la playa sube a lo más alto del monte para orar, como en los momentos importantes de su vida. Desde el ámbito de la realidad humana asciende al monte buscando la voluntad divina. El monte es el lugar de la oración, de la soledad y del silencio, del encuentro de Jesús con el Padre.

            Muchas veces también nuestro ministerio sacerdotal se siente desbordado por la cantidad de actividades programadas, por la atención a las personas y la diversidad  de necesidades que hemos de afrontar y resolver. Estamos dominados por la  urgencia de la inmediatez y no encontramos tiempo de oración y descanso en medio de nuestra jornada.

            Sin embargo, el ejemplo de Jesús nos recuerda que tras la atención a la gran muchedumbre que le seguía y que no ignoró, “subió al monte” para orar; buscó el tiempo y el lugar apropiados para su encuentro con el Padre en soledad y recogimiento. Nos enseña, de este modo, a no descuidar en nuestro activo y, a veces, cansado ministerio sacerdotal, los momentos de descanso espiritual y reposo fraterno necesarios para escuchar la llamada y la voz de Jesús.

Llamó a los que él quiso.

En el clima orante y silente del monte, Jesús madura la decisión de llamar a los discípulos para instituir el grupo de los Doce. Fue Él quien eligió a los Doce, no los Doce quien le elige a Él. Llama a los que él quiere, no a quien lo desea. Este dato es muy importante para comprender y vivir nuestro ministerio sacerdotal. El ministerio presbiteral se fundamenta en una iniciativa de Dios. Nadie puede reclamar derecho alguno al sacerdocio, ni elegirlo como si fuera una profesión o un oficio. El sacerdocio no es el resultado de una mera decisión personal ni siquiera de una comunidad cristiana concreta. Nadie tiene autoridad para legitimar a alguien a “hacer las veces del Señor”, a representar sacramentalmente a Cristo, a actualizar eficazmente sus mismos gestos salvadores. Somos elegidos por Él, y existe una voluntad de Dios sobre mí. Nuestra vida y ministerio sacerdotal serán plenos en la medida que nos unifiquemos con la voluntad de Dios para nosotros, que es la verdad más profunda de nuestro ser.

            El grupo de los Doce representa al nuevo pueblo de Dios restaurado por Jesús en la inauguración de los nuevos tiempos mesiánicos. Los doce apóstoles están llamados a ser los jefes de las doce tribus del nuevo Israel, es decir, los que cuiden del nuevo pueblo de Dios inaugurado por Cristo: la Iglesia. El ministerio de los Doce vive en el colegio de los obispos, que prolongan la misión apostólica.

Para que estuvieran con él.

La escueta descripción de Marcos señala inmediatamente la finalidad de la llamada: para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar.

Jesús llama al  grupo de los Doce para que permanezcan a su lado, para estar con Él, para conocerle; y posteriormente los envía a predicar y a realizar la obra de la redención. Primero les llama a un trato de amistad íntima con Él, para que puedan ser testigos de su vida y mensaje. Los apóstoles son los observadores primarios de sus palabras y gestos mesiánicos; por eso serán los testigos autorizados para comunicar a los demás lo que ellos mismos han experimentado en su trato íntimo con Jesús.

“Estar con Él” es el requerimiento básico de toda vocación apostólica, no sólo en la etapa inicial de preparación a la ordenación sagrada, sino que ha de estar presente a lo largo de toda la vida ministerial. “Estar con Él” y escucharle es la tarea y misión fundamental de nuestra vida apostólica. Necesitamos aprender a “estar con Él”, en íntima comunión de amor con Él, no sólo en los tiempos oportunos, también en los tiempos difíciles. “Estar con Él” presupone el deseo de perseverar en su amistad, cuidarla cada día y profundizar en ella. Bien sabemos que esto no se consigue con la mera buena voluntad de todos; necesitamos una “determinada determinación” para romper con el ritmo atrapante de nuestra actividad, para ejercitarnos con la disciplina y el método, sin los cuales el hombre no conseguirá nada verdaderamente grande, tampoco en la vida interior. La Iglesia y el mundo necesita sacerdotes maduros y profundos (“santos”, escuchamos decir en muchas ocasiones) para ser llamados y enviados.

Sólo el que está junto a Jesús, puede ser su enviado; y sólo el que es enviado por Jesús, está a su lado.

Para enviarlos a predicar

La finalidad última de la llamada y de la amistad con Jesús es la misión. Los Doce son enviados a predicar la Buena Noticia del Evangelio; y están dotados de la autoridad (exouxia) necesaria para vencer todo tipo de mal, para expulsar los “demonios”, que atormentan y esclavizan al hombre. Se conjugan en esta misión palabras y gestos, predicación y potestad, palabra y sacramento, que son el cimiento del servicio sacerdotal. Los sacerdotes, continuando la misión entregada por Jesús a los apóstoles, prolongan y actualizan las mismas palabras y los mismos gestos salvadores de Jesús, dirigidos a la humanidad de todos los tiempos. Este es el sentido de su misión apostólica: continuar la obra redentora de Jesucristo; y el sentido de nuestra misión sacerdotal. Sin olvidar que el protagonista de esta historia no somos nosotros, sino el Señor.

Para ser conscientes de ello, hemos de estar muy unidos a Él, escucharle constantemente a Él y ser conscientes de su presencia viva: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La misión no es nuestra, es suya. Nosotros somos pobres siervos y humildes trabajadores en la viña del Señor.

2. – “Yo os he elegido a vosotros” (Jn 15,16)

            Para comprender las claves esenciales de nuestro ministerio conviene recordar constantemente la bella liturgia de la ordenación presbiteral. En sus gestos y textos se condensa de manera extraordinaria las claves fundamentales de la espiritualidad presbiteral.

Acercaos

            Cuando el sacerdote designado proclama en alta voz Acercaos los que vais a ser ordenados…, hemos de ver en estas palabras la llamada de la Iglesia al candidato que va a ser ordenado. No es el ordenando el que hace una petición personal en público. Es Dios mismo quien le llama a través de la Iglesia. A través del lenguaje ritual de la liturgia se expresa nuevamente que es Dios quien elige y llama: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). La vocación sacerdotal no es algo propio; es una elección del Señor.

            El obispo, que en la sucesión apostólica preside la Iglesia reunida y tiene el carisma del discernimiento, hace la comprometida pregunta que a todos nos sobrecoge, porque somos conscientes de nuestra miseria y poquedad: ¿Sabes si son dignos? No pregunta por una dignidad de honor o poder. No se trata de noblezas o privilegios. Simplemente quiere asegurarse ante el pueblo de Dios allí presente, que la vida del candidato se corresponde con el ministerio al que es llamado: representar sacramentalmente a Jesucristo. Esta pregunta ritual ya ha sido contestada por el pueblo en los informes previos a la ordenación, pero permanece como testimonio ritual de la aceptación del pueblo de Dios a sus ministros. Ha sido presentado por el pueblo de Dios ante su obispo para ser examinado en su conducta de vida. El candidato a la ordenación no se presenta, es llamado.

¡Estoy dispuesto!

Ante la llamada sacramental que Dios le hace, ha de manifestar su respuesta libre y personal como aquellos doce apóstoles a Cristo. La expresión Adsum!, ¡presente!, ¡aquí estoy! es la respuesta del que se muestra disponible a la llamada de Jesús, del que está dispuesto a estar con Él, del que está preparado para ser enviado por Él. Más allá de una fórmula burocrática, es la profesión pública de una disposición interior, que se va confirmando progresivamente en el interrogatorio posterior: ¡Sí, estoy dispuesto! La respuesta del presbítero a la llamada de Dios, recibida por medio de la Iglesia, es la disponibilidad, que nace de un corazón libre y humilde. Manifestarse así ante el pueblo de Dios allí convocado y presidido por el Obispo, revela la actitud básica de todo presbítero, no sólo en la ordenación, sino en el servicio presbiteral al que es llamado.

3. - El ministerio presbiteral en el designio de Dios

            En la liturgia que comentamos ocupa un lugar central la Plegaria de Ordenación de los presbíteros. En ella, el Obispo se dirige a Dios Padre para invocar el Santo Espíritu sobre cada uno de los candidatos. Pero en esta venerable plegaria de la Iglesia se expresa también la convicción de que es Dios Padre quien nos llama al ministerio presbiteral; más aún, es Él quien ha previsto en su designio salvífico la existencia de este ministerio para bien de su pueblo.

            Dios Padre es considerado la fuente y el origen de todo cuanto existe. Es el omnipotente y el omnisciente. El omnipotente, porque es el Creador y el Dueño de cuanto existe; también la fuente y el origen de los diversos ministerios. El omnisciente, porque en su presciencia divina crea y distribuye los ministerios existentes en la historia de la salvación a favor de su pueblo. Tal vez nos pueda sorprender esta afirmación, pero Dios Padre aparece en esta magna oración de la Iglesia como el autor y el distribuidor del ministerios.

            Comprendido así, el ministerio presbiteral no es fruto de la casualidad o, incluso, resultado del simple devenir histórico de la Iglesia. Es un servicio querido por Dios para cuidar de su pueblo. Dios ha querido que existiese el servicioel oficio  sacerdotal en Pelperegrinar históricoa lo largo de la Historia de la Salvación. Ya en la Primera Alianza, Dios dispuso hombres dedicados al pueblo para realizar la función sacerdotal, los cuales eran sombra del sacerdocio de la Nueva Alianza. AparecenMoisés y Aarón como figuras elegidas por Dios para gobernar y santificar a su pueblo, y Dios es el que transmite su misión alos setenta varones colaboradores de Moisés y alos hijos de Aarón. Todo es obra de Dios. Es Él también quienenvía al mundo a su propio Hijo, Apóstol y Sumo sacerdote (Hb 3,1). Y este stenuevo sacerdocio, inaugurado por Cristo, se continúa en los Apóstoles y posteriormente en sus colaboradores,vinculados a la obra de loslos obispos y presbíteros.Apóstoles por voluntad divina.

            Dios Padre aparece, por tanto,como quien dispone la existencia de los diversos ministros y el distribuidor de todos los carismas para la edificación de su pueblo En primer lugar, el presbítero es, pues, un hombre llamado, elegido y dispuesto por Dios para formar parte de su designio divino y colaborar en su obra salvadora.

Desde esta convicción espiritual de la Iglesia, la elección y llamada al ministerio presbiteral se debe a una disposición de la voluntad divina. No podemos comprender su sentido y existencia desde los puros razonamientos humanos o históricos, siempre tan empíricos y utilitaristas. El ministerio presbiteral es un misterio que nos trasciende.

La tradición bizantina da especial importancia a la proclamación inicial del rito de ordenación en el que se afirma que es la gracia divina quien designa al candidato: “La gracia divina que siempre sana lo que esta enfermo y suple lo que falta elige a N., diácono amadísimo de Dios, como presbítero. Oremos pues por él para que descienda sobre él la gracia del Todosanto Espíritu”.

En este hermoso texto, presente en la mayor parte de las liturgias orientales, se afirma la convicción eclesial de que es Dios mismo quien elige, llama y designa al candidato a la ordenación presbiteral. Es la “gracia divina” quien elige; pero también quien sana las debilidades y quien suple las deficiencias del elegido. Dios Padre conoce bien nuestra masa, es consciente de las imperfecciones de sus criaturas… por eso, sana y completa, por medio del Espíritu Santo derramado en la persona del candidato, lo que va a necesitar en su ministerio. Si comprendiéramos así nuestra vocación presbiteral… amaríamos más la grandeza del servicio al que el Señor nos llama y descubriríamos que la única respuesta a este magnífico don es la disponibilidad y la fidelidad. La disponibilidad al Señor para servir a su pueblo, siendo fieles a la vocación recibida. Una vocación se desmorona cuando se abandona el deseo de ser fiel a la promesa de amor hecha en libertad; una vocación se debilita cuando se pierde el hábito de escuchar la llamada de Dios en la oración, desplazada por el hacer; una vocación muere cuando se abandona la exigencia de vida con uno mismo, la gracia de la confesión personal y del perdón, cuando nos instalamos en la comodidad del pecado; una vocación desaparece cuando no existe ya el deseo de vivir nuestro ministerio con aquella actitud del inicio, aquel amor primero con el que respondimos a la llamada de Dios y de la Iglesia el día de nuestra ordenación presbiteral: ¡Sí, estoy dispuesto!

Para recordarnos esta actitud y disposición esenciales en la vida sacerdotal, la liturgia de la eucaristía pone todos los días en nuestros labios aquella hermosa oración procedente del misal de san Pío V dirigida a Cristo, que recita el sacerdote en singular y en silencio, pidiendo purificación y fidelidad como preparación a la comunión de los dones eucarísticos: “Señor Jesucristo, hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti”.

            No olvidemos nunca estas significativas palabras. ¡Que ellas sean la mejor respuesta diaria al don de la llamada y elección que Dios ha hecho de nosotros: jamás permitas que me separe de ti!

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Soy consciente que he sido llamado al ministerio presbiteral por pura gracia de Dios?

2 - ¿Cuál ha sido el recorrido de mi ministerio hasta el día de hoy? Evoca las etapas de tu ministerio, los momentos más significativos, las personas más representativas, etc.

3 - ¿Cómo me encuentro en este momento de mi vida presbiteral?

4 - ¿Qué aspectos debo cuidar más para seguir siendo fiel a la vocación recibida?

5 - ¿Dedico tiempo para “estar con Él”, para buscar momentos de retiro y oración?

6 - ¿Perdura en mí la actitud de disponibilidad que manifesté ante la Iglesia el día de mi ordenación?

PARA ORAR

Vuestra soy, para vos nací:

¿Qué mandáis hacer de mí?

Vuestra soy, pues me criasteis;

Vuestra, pues me redimisteis;

Vuestra, pues que me sufristeis;

Vuestra, pues que me llamasteis;

Vuestra, porque me esperasteis;

Vuestra, pues no me perdí;

¿qué mandáis hacer de mí?

Veis aquí mi corazón,

Yo le pongo en vuestra palma:

Mi cuerpo, mi vida y alma,

Mis entrañas y afición.

Dulce Esposo y Redención,

Pues por vuestra me ofrecí:

¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme muerte, dadme vida,

Dad salud o enfermedad,

Honra o deshonra me dad,

Dadme guerra o paz crecida,

Flaqueza o fuerza cumplida,

Que a todo digo que sí:

¿qué queréis hacer de mí?

Dadme riqueza o pobreza,

Dad consuelo o desconsuelo,

Dadme alegría o tristeza,

Dadme infierno o dadme cielo,

Vida dulce, sol sin velo,

Pues del todo me rendí:

¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis que esté holgando,

Quiero por amor holgar;

Si me mandáis trabajar,

Morir quiero trabajando:

Decid dónde, cómo y cuándo,

Decid, dulce Amor, decid:

¿Qué mandáis hacer de mí

2

FORTALECIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO

ORACIÓN INICIAL

Canto: CLN nº 251

Veni, Creator Spiritus,

mentes tuorum visita.

Imple superna gratia

quae tu creasti pectora

Qui diceris Paraclitus,

Altissimi donum Dei,

fons vivus, ignis, caritas,

et spiritalis unctio.

Tu septiformis munere,

Dextrae Dei digitus,

tu rite promissum Patris,

sermone ditans guttura.

Accende lumen sensibus,

infunde amorem cordibus,

infirma nostri corporis,

virtute firmans perpeti.

Hostem repellas longius,

pacemque dones protinus,

ductore sic te praevio,

vitemus omne noxium.

Per te sciamus da Patrem,

noscamus atque Filium,

te utriusque Spiritum

credamus omni tempore.

Ven Espíritu creador;

visita las almas de tus fieles.

Llena de la divina gracia los corazones

que Tú mismo has creado.

Tú eres nuestro consuelo,

don de Dios altísimo,

fuente viva, fuego,

caridad y espiritual unción.

Tú derramas sobre nosotros los siete dones;

Tú el dedo de la mano de Dios,

Tú el prometido del Padre,

pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.

Enciende con tu luz nuestros sentidos,

infunde tu amor en nuestros corazones

y con tu perpetuo auxilio,

fortalece nuestra frágil carne.

Aleja de nosotros al enemigo,

danos pronto tu paz,

siendo Tú mismo nuestro guía

evitaremos todo lo que es nocivo.

Por Ti conozcamos al Padre

y también al Hijo

y que en Ti, que eres el Espíritu de ambos,

creamos en todo tiempo.

Lectura breve: Rom 8,14-17.

“Porque cuantos se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para caer de nuevo en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de adopción filial que nos hace exclamar: ¡Abba!, ¡Padre! El mismo Espíritu testifica, unido a nuestro espíritu, que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también herederos: Herederos de Dios y coherederos de Cristo, con tal que padezcamos con él para ser glorificados con él”.

Preces:

            Oremos a Cristo, el Señor, que ha congregado a su Iglesia por el Espíritu Santo, y digámosle:

            Renueva, Señor, la faz de la tierra.

- Señor Jesús, que, elevado en la cruz, hiciste que manaran torrentes de agua viva de tu costado, envíanos tu Espíritu Santo, fuente de vida.

- Tú que, glorificado por la diestra de Dios, derramaste sobre tus discípulos el Espíritu, envía este mismo Espíritu al mundo para que cree un mundo nuevo.

- Tú que por el Espíritu Santo diste a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, destruye el pecado en el mundo.

- Tú que prometiste darnos el Espíritu Santo para que nos lo enseñara todo y nos fuera recordando todo lo que nos habías dicho, envíanos este Espíritu para que ilumine nuestra fe.

- Tú que prometiste enviarnos el Espíritu de la verdad para que diera testimonio de ti, envíanos este Espíritu para que nos haga tus testigos fieles.

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO: Lucas 4,16-21

“Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque él me ha ungido.

Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres,

para anunciar a los cautivos la libertad,

y a los ciegos, la vista.

Para dar libertad a los oprimidos;

para anunciar el año de gracia del Señor.

Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír.”

            Este hermoso texto del evangelio de Lucas nos relata el inicio del ministerio público de Jesús y el comienzo de su predicación evangélica. Tras los treinta años de anonimato en Nazaret, el bautismo realizado por su primo Juan en el río Jordán y los cuarenta días de prueba y tentación en el desierto, Jesús vuelve a su tierra, a Galilea “por la fuerza del Espíritu”. Parece que todo lo anterior es presentado como una larga preparación de Jesús antes de comenzar su misión mesiánica entre los suyos. Y Jesús aparece al inicio de su misión “lleno de Espíritu Santo” (Lc 4,1), conducido y guiado “por la fuerza del Espíritu”.

            Era sábado cuando Jesús vuelve a Nazaret; y acompañando a los suyos entra en la sinagoga para el servicio cultual acostumbrado. Tras la lectura continua de la Torá, le invitan a hacer la lectura variable de los profetas. Y es él quien pide el rollo del profeta Isaías para elegir intencionadamente el texto que proclama en alta voz ante los congregados. Fijémonos en dos expresiones que pueden ayudarnos a comprender el valor de este relato y la enseñanza que Jesús quiere transmitir a sus paisanos.

- El Espíritu del Señor…  me ha ungido

            Jesús primeramente proclama el texto y posteriormente lo explica. Estos versículos del profeta Isaías, proclamados desde siglos en las sinagogas y conocidos por todos los judíos, hablan del futuro Mesías enviado por Dios al pueblo de Israel. El Mesías esperado contará con el favor de Dios para llevar la salvación a su pueblo. Será ungido con la gracia de Yahvé para realizar acciones maravillosas: liberar a los cautivos, dar la vista a los ciegos, anunciar la Buena Noticia a los pobres y proclamar un jubileo, un año de redención para todo el pueblo. Son las señales que hablan de la irrupción de la era mesiánica en Israel.

            No es casual que, antes de iniciar su ministerio público, Jesús haya sido bautizado (Mt 3,13-17). Juan, el Precursor y Bautista, consciente de la identidad del que se acerca, se extraña del bautismo de Jesús. Pero, Jesús le dice que es necesario cumplir la voluntad de Dios (“Conviene que así cumplamos toda justicia”) y asume este gesto como la preparación última para la era mesiánica. Es el tiempo de la nueva justicia. Jesús cumple e inaugura la nueva ley.

            Se abrieron los cielos, que son morada de Dios, y desciende el Espíritu sobre él. El Espíritu que aleteaba en la creación aparece al inicio de la nueva creación. Es el que unge a Jesús para guiar su misión mesiánica. Así lo recuerda Pedro en la mañana de Pentecostés al referirse a este dato: “como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él” (Hc 10,38). El Espíritu que dirigía a los profetas es el mismo que va a dirigir la misión de Jesús, y posteriormente los comienzos de la Iglesia. El mismo Espíritu que actuó en su nacimiento, lo acompañará toda la vida. El Espíritu desciende sobre Jesús para ungirlo, para capacitarlo y fortalecerlo con los dones necesarios para inaugurar la nueva creación: “Reposará sobre él el espíritu de Yaveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yaveh” (Is 11,2). Este Espíritu septiforme del que habla el profeta confiere al Mesías las virtudes elementales de los antepasados: la sabiduría, ciencia e inteligencia de Salomón; el consejo y la fortaleza que caracterizó a David; el temor de Yaveh de los patriarcas y profetas… Jesús aparece como el Mesías prometido y esperado, el Cristo, el Ungido de Dios.

            Pero también aparece como el Hijo amado. Se abrieron los cielos y se escucha la voz del Padre que confirma la identidad mesiánica de Jesús: Este es mi Hijo amado, mi predilecto, en quien me complazco. Esta expresión evoca las palabras de Isaías, que presentan al futuro Mesías como Siervo: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él” (Is 42,1). Sorprende que Lucas haya sustituido el término Siervo, que emplea Isaías, por el término Hijo. Es evidente que quiere subrayar el carácter filial del Mesías. Pero no hay oposición entre ambos términos. Jesús es el Siervo y el Hijo. Confluyen en él la servidumbre y la filiación. Se puede ser Siervo e Hijo; más todavía, para ser Hijo hay que estar dispuesto a ser Siervo. Este será el mensaje de su vida, que nos transmite a todos nosotros, especialmente sacerdotes.

El bautismo es la presentación pública de Jesús como el Mesías, el Cristo, el Ungido; el Hijo ungido por el Espíritu para ser el Mesías enviado a anunciar y realizar la salvación a los hombres.

2 - El Espíritu del Señor… me ha enviado          

El sentido de la unción con el don del Espíritu es la capacitación para realizar la misión encomendada por el Padre. Jesús inicia su misión conducido “por la fuerza del Espíritu”. La finalidad de la unción es la misión.

Isaías afirmaba también que “el profeta ha recibido de parte de Dios un mensaje y una misión de consolación” (Is 61,1-2). El mensaje y la misión de Jesús consisten en un ministerio de gracia y misericordia, particularmente con los más desfavorecidos y marginados de aquella injusta sociedad judía, prototipo de todas las sociedades históricas. Lucas resalta que el Espíritu capacita a Jesús para anunciar la misericordia entrañable de Dios, no sólo por medio de las palabras, sino también por medio de los signos salvadores que llevan el amor predilecto de Dios hacia todos los desheredados de la tierra. Y esta misión de gracia y misericordia de Jesús es prolongada por sus apóstoles de todos los tiempos hasta el día de hoy.

“¡Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso!” Esta bienaventuranza, dirigida a todos los discípulos de Cristo, resuena en el corazón de todo apóstol como una llamada especial a vivir el ministerio como una misión de gracia y consolación entre aquellos que se nos ha confiado y con todos los que nos encontramos a lo largo de la vida.

También los apóstoles fueron ungidos para ser enviados. El día de Pentecostés, cuando estaban con las puertas cerradas en el Cenáculo, confusos por la muerte de Jesús y atemorizados ante la persecución de los judíos, recibieron el don y la fuerza del Espíritu. El libro de los Hechos de los Apóstoles relata cómo Pedro y los demás apóstoles, tras la unción del Espíritu, salen decididos del Cenáculo y van a la plaza más pública de Jerusalén a anunciar la verdad que han experimentado: la muerte y la resurrección de Jesús, el misterio pascual de Jesús, centro del kerygma apostólico primitivo. Habían sido testigos de la resurrección de Jesús, que se había aparecido a ellos en varias ocasiones; pero les faltaba la fuerza de su Espíritu que los capacita para iniciar la misión encomendada por su Maestro. Al igual que Jesús, los apóstoles son ungidos con la fuerza del Santo Espíritu y son enviados a continuar su misma misión de gracia y misericordia para con todos.

3 - El Espíritu del Señor nos ha ungido y nos ha enviado

También nosotros somos ungidos para ser enviados. Nuestro ministerio presbiteral sólo se entiende a la luz del ministerio mesiánico de Jesucristo, prolongado en el ministerio de los apóstoles. Sin esta referencia, estaremos perdidos y confusos.

            En la liturgia de la ordenación hay un gesto esencial que nos recuerda el don del Espíritu Santo sobre el ordenando. El obispo impone sus manos sobre la cabeza del candidato en silencio, y tras él todos los demás presbíteros presentes. En el caso del diácono es solamente el obispo que preside; en la ordenación episcopal son todos los obispos presentes. Este gesto epiclético manifiesta que hay una transmisión del Espíritu. Por la imposición de las manos del obispo sobre la cabeza del ordenando y la plegaria de la Iglesia se confiere la gracia del Espíritu Santo necesaria para el ejercicio del ministerio presbiteral. Por tanto, también el presbítero es ungido por el Espíritu de Dios y capacitado para la misión que le encomienda.

            El texto de la Plegaria de la ordenación de los presbíteros enriquece y complementa este gesto ritual expresando los motivos de tal invocación y donación del Espíritu: “Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal y sean, con su conducta, ejemplo de vida”.

            Dios Padre, que dispuso la existencia de ministros ordenados para la edificación de la Iglesia, es el principio fontal del presbiterado. Es Él quien elige a los presbíteros y quien, por la fuerza de su Espíritu, los convierte en ministros ligados sacramentalmente a Jesucristo para ser servidores y continuadores del sacerdocio apostólico. Por medio del Espíritu recibido en el sacramento del Orden, los presbíteros son configurados a Cristo, Apóstol y Sumo Sacerdote, de forma que participan ministerialmente de su consagración y misión.

El obispo invoca el don del Espíritu Santo para que descienda sobre el candidato como una donación gratuita por parte de Dios Padre. Se afirma, de este modo, el carácter carismático del ministerio presbiteral para expresar que es un carisma particular del Espíritu, un don espiritual al servicio del Pueblo de Dios, y no simplemente una función sociológica.

A lo largo de toda la oración, el candidato está arrodillado en silencio, expresando con esta actitud su disposición humilde y su unión orante con el obispo para suplicar el don del Espíritu sobre él. Ya había recibido anteriormente el Espíritu como don personal y permanente en lainiciación cristiana; ahora lo recibe de nuevo con el fin de ser capacitado para participar del sacerdocio ministerial de Cristo Cabeza y Pastor,y santificar su vida. Por eso, se pide que renueve en él el Espíritu de santidad.

Este Espíritu de santidad recibido en el sacramento del Orden garantiza la presencia del Espíritu de Dios en la vida y en el ministerio el presbítero. Tal presencia no es mero don estático, sino fuente dinámica y vitalizadora que actúa en el presbítero y, por medio de él, santifica a la Iglesia y a todos los hombres en su peregrinar histórico hacia la plenitud del Reino de Dios.Sólo con la gracia del Espíritu Santo fructifica el anuncio del Evangelio en el corazón de los hombres; y gracias a la fuerza del Espíritu, los sacramentos actualizan y comunican la salvación ofertada por Dios en Cristo.

La dignidad del presbiterado a la que se alude la Plegaria, no re refiere a la dignidad de un honor o privilegio, sino que se trata de una dignidad sacramental. El sentido primigenio del término dignitas hacía referencia al antiguo cursus gradual de las órdenes sagradas y, por tanto, al sentido de promoción que adquirían. Sin embargo la dignidad del presbiterado se fundamenta en la llamada de Dios y en el don del Espíritu recibido por medio de la ordenación. Es el Espíritu de Dios quien elige, capacita, santifica y perfecciona la pequeñez del siervo llamado al ministerio presbiteral. La invocación del Espíritu condiciona la vida del presbítero, no sólo en la celebración litúrgica de la ordenación, sino en toda su misión presbiteral. Su ministerio es epifanía de la epíclesis central de la ordenación. Toda su vida y todo su ministerio es epiclética. Al estar colmado del Espíritu de Dios, el presbítero se convierte en recipiente del Espíritu Santo (vas Spiritus Sancti) y difusor de ese mismo Espíritu y de sus dones.Como personaconsagrada”, “santificadapor el Espíritu, inicia a partir de la ordenación un nuevo estado de vida.Por eso se suplica que el don del Espíritu convierta suvida en una vida santa. Es laconsecuencia del donprecedente. El don del Espíritu suscitala santidad de vida en el presbítero, porque es la gratiaque lo capacita y fortalece para santificar su vida y para realizar la misión santificadora a él encomendada.

El presbítero ha recibido el mismo Espíritu de Jesús y ha sido enviado a su misma misión. El don recibido gratuitamente, por pura generosidad del Padre, le capacita para vivir su ministerio. Para realizar esta misión, no puede confiar en sus solas fuerzas humanas, sino que ha de dejarse conducir –como Jesús- por la fuerza del Espíritu.

¡Ven, Espíritu divino!,

guía nuestro ministerio presbiteral,

fortalece nuestras debilidades

alienta nuestra fe

para seguir prolongando en medio del mundo

la historia de salvación de Dios con los hombres.

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Soy consciente de que he recibido el don del Espíritu Santo el día de la ordenación para ser enviado al ministerio presbiteral que me encomiendan?

2 - Cuando siento el peso de las debilidades personales y de las dificultades pastorales, ¿siento la fuerza del Espíritu que viene en ayuda de mi debilidad?

3 - He sido enviado por el Padre para realizar su proyecto de salvación sobre el mundo. ¿Cómo puedo hacer de mi ministerio presbiteral una misión de gracia y misericordia? ¿A qué personas debo atender más? ¿Quiénes son los más necesitados de la gracia de Dios donde me encuentro?

PARA ORAR

Ven, Espíritu divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y gracia,

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno.

3

MINISTROS DE JESUCRISTO

ORACIÓN INICIAL

Canto: CLN nº 717

EL SEÑOR ES MI FUERZA,

MI ROCA Y SALVACIÓN

Tú me guías por sendas de justicia,

me enseñas la verdad.

Tú me das el valor para la lucha,

sin miedo avanzaré

Iluminas las sombras de mi vida,

al mundo das la luz.

Aunque pase por valles de tinieblas, yo nunca temeré

Lectura breve: Col 1, 24-29.

“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora en sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo. Por esto precisamente me afano, luchando con la fuerza de Cristo que actúa poderosamente en mí”.

Preces:

            Adoremos, hermanos, a Cristo, el Dios santo, y pidiéndole que nos enseñe a servirle con santidad y justicia en su presencia todos nuestros días, aclamémoslo, diciendo:

Haznos fieles servidores tuyos

- Señor Jesús, probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado, compadécete de nuestras debilidades.

- Señor Jesús, que a todos nos llamas a la perfección del amor, danos el progresar por caminos de santidad.

- Señor Jesús, que quieres que seamos la sal de la tierra y la luz del mundo, ilumina nuestras vidas con tu propia luz.

- Señor Jesús, que viniste al mundo para servir, y no para que te sirvieran, haz que sepamos servirte a ti y a nuestros hermanos con humildad.

- Señor Jesús, reflejo de la gloria del padre e impronta de su ser, haz que en la gloria contemplemos tu rostro.

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO: Marcos 10, 35-45

 

“Se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Les preguntó: ¿Qué queréis que haga por vosotros? Contestaron: Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Jesús replicó: No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar? Contestaron: Lo somos. Jesús les dijo: El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.

Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen.

Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.”

1 – Servir y dar la vida

            Constituye un dato significativo de los evangelios sinópticos el triple anuncio de la pasión. Después de experimentar las dificultades de su misión mesiánica, Jesús anticipa y descubre a sus discípulos el misterio más secreto de su corazón: su pasión, muerte y resurrección. La subida a Jerusalén adquiere desde entonces un tono desconcertante para sus seguidores. En este contexto se sitúa el hermoso relato que acabamos de proclamar. Hay tres tipo de personajes y tres enseñanzas muy oportunas para todo cristiano.

Queremos que hagas lo que te vamos a decir.          

En primer lugar, encontramos a los hermanos Santiago y Juan que se acercan a Jesús para hacerle una petición: Queremos que hagas lo que te vamos a decir. En el evangelio de Mateo es la madre de los Zebedeos, quien hace la petición a Jesús; en Marcos son los dos hermanos. En ambos pasajes, la petición y la enseñanza es la misma.

            Jesús acaba de hacer partícipes a sus discípulos del secreto más profundo de su corazón, abre su corazón para compartir con ellos la pena más profunda: Va a morir. Y en vez de encontrar el apoyo y consuelo de los discípulos, descubre las reacciones imprevistas del corazón humano.

            Santiago y Juan, los dos apóstoles íntimos del Señor, se acercan para pedirle una recompensa. Ante la terrible noticia, no piensan en Jesús; sólo piensan en ellos mismos y en la manera de resolver su situación, despreocupándose de la suerte de Cristo y de los demás discípulos. Exigen privilegios, honores humanos y distinción de los demás. Ciertamente son del grupo de los Doce, pero ellos se sienten más cercanos al Señor y exigen retribuciones por encima de los demás.

            La reacción de los dos hermanos se llama ambición, fruto de la soberbia del corazón humano. La ambición es una búsqueda desordenada de gloria, dominación o grandezas. Nunca se harta de honores. Siempre busca el ser y tener más… que el otro. Por eso, quien la sufre siempre se compara con los demás, estando siempre insatisfecho, sin valorar lo que tiene. La ambición es perniciosa porque desprecia y mata.

            Cuando Jesús escucha sorprendido la petición prepotente de los hermanos, exclama: No sabéis lo que pedís. Incluso al proseguir en el diálogo les vuelve a preguntar: ¿Soy capaces de…? Y aquellos atrevidos discípulos no dudan en contestar: ¡Lo somos! Santiago y Juan tienen una alta consideración de sí mismos, pero es un autoconocimiento poco realista. No se sabe si es valentía o ingenuidad lo que les embarga en este momento. Ciertamente fueron capaces de beber el cáliz del martirio, pero Jesús aprovecha para decirles a ellos, y en ellos a los discípulos de todos los tiempos, que su misión no entiende de prebendas y honores al estilo humano. No es misión suya la recompensa de nadie, ni el premio de nada. Esto es tarea del Padre al final de los tiempos.

            La soberbia de Santiago y Juan se ha manifestado en forma de ambición. También nosotros podemos ser tentados de creernos con derechos por encima de los demás, y exigir al Señor que colme nuestras expectativas humanas de honores y grandezas de todo tipo. La ambición nos lleva a compararnos con los demás, a sentirnos superiores y merecedores del honor de la gente, y no nos damos cuenta que este sentimiento connatural al hombre debe ser combatido por la vida espiritual para que no arruine nuestro ministerio pastoral.

Se indignaron

Los otros diez discípulos, al oír lo que pedían los dos hermanos, se indignaron contra Santiago y Juan. ¿Por qué? Porque también ellos deseaban esos puestos de honor y gloria junto a Jesús. La indignación es el fruto de una no adaptación de la realidad a nuestros propios criterios. El enfado y la ira siempre procuran la descalificación del otro por medio de la crítica. En el fondo, todos ansiaban lo mismo, todos estaban afectados por el mismo pecado: la soberbia. Sin embargo, los otros diez discípulos se indignaron por la envidia.

La envidia se manifiesta como una pena desordenada por la felicidad del otro y un deseo del fracaso de los demás. El envidioso siente fastidio por el bien del prójimo, se aflige por la prosperidad ajena, y esta situación le lleva a instalarse en la tristeza continua, en la murmuración constante, que desemboca en un desasosiego permanente. Tarde o temprano la envidia conduce inevitablemente a la destrucción y a la muerte. Así se nos relata en la Biblia, la envidia fue la causa del primer homicidio: Caín mató a Abel por envidia. El impío odia al justo y se comporta como su enemigo, aún siendo su hermano. Donde está la envidia, está la muerte.

Es importante conocer este proceso para no dejarnos dominar por este sentimiento inicial de envidia ante los demás. También el presbítero puede ser tentado por el pecado de la envidia en su vida y ministerio pastoral. Hay momentos en los que comprobamos que hermanos nuestros son apetecidos y preferidos para cargos y ministerios que, tal vez, hubiésemos deseado nosotros. En otras ocasiones experimentamos el olvido de nuestros dirigentes e, incluso, la incomprensión y el rechazo sin saber el porqué. En todos estos casos, hemos de poner nuestra mirada, no en los otros, sino en el Señor. En Él encontramos la respuesta a nuestros sentimientos encontrados y el modelo a seguir en nuestra vida presbiteral. ¿Qué buscó Él? ¿Cómo vivió Él? Ese es nuestro camino a seguir. Su vida fue ciertamente una kénosis total, un abajamiento de los propios criterios humanos hasta ponerse por debajo de todos en radical ultimidad: “A pesar de su condición divina… se despojó de su rango… se rebajó” (Flp 2,6-8). Esta es la solución al pecado de envidia que, sin una profunda vida espiritual de oración y entrega, va minando la grandeza de nuestra vocación sacerdotal.

Recuerdo las reflexiones del filósofo existencialista alemán Martin Buber, expuestas en su libro “Yo y Tú”. Desde los principios puramente filosóficos, examinaba la conducta humana y concluía con el siguiente proceso que podemos sintetizar en cuatro pasos. Advertía que una persona (“Yo”) era consciente de su propia identidad cuando se contrastaba con otra (“Tú”). Este proceso social inevitable es la base de toda socialización, pero también del conocimiento de uno mismo. Cuando se encuentra el yo y el tú, el siguiente paso es “o yo o tú”. Surge instintivamente un sentimiento de rivalidad natural entre ambos; que da paso al tercer momento “ni yo ni tú”. Es decir, el ser humano que permanece en la rivalidad se autodestruye. El enfrentamiento es el principio de la aniquilación personal y ajena. Y aquí es donde se sitúa la envidia, fuente constante de malestar personal y de destrucción del otro. El famoso filósofo citado concluía afirmando que la vida humana exige la relación “yo y tú”. No es un gran descubrimiento de la ciencia humana. El evangelio lleva ya más dos mil años predicando el amor fraterno como base de la conducta entre los humanos. No lo olvidemos la envidia destruye y mata.           

Reuniéndolos          

Pero sigamos con el texto. Jesús es consciente que la ambición y la envidia, pecados que residen en el corazón de sus discípulos, los destruye y los impide asumir la misión evangélica para la cual están siendo preparando. El pasaje evangélico indica de forma esquemática uno de los datos más significativos del ministerio público de Jesús con sus discípulos: Jesús, reuniéndolos… Jesús “re-une” a sus discípulos. Si los une, quiere decir que estaban divididos. Ciertamente, estaban desunidos por la rivalidad. Pero Jesús concluye el pasaje reuniéndolos de nuevo a todos. Aprovecha el momento para enseñar una nueva lección, que, como maestro, dirige a todo discípulo suyo. Los jefes que gobiernan los pueblos tiranizan y oprimen a la gente, se aprovechan de sus propios ciudadanos. Vosotros no seáis así. Y proclama una de las máximas más elocuentes de todo el evangelio: El que quiera ser grande, sea servidor; el que quiera ser primero, sea el último y siervo de todos. Porque, el Hijo del hombre “no ha venido a ser servido sino a servir”.

            La misión de Jesús se define, no en categorías de honor, sino como un servicio. La misión de Jesús consiste en servir, y no en ser servido. Si el ministerio presbiteral prolonga la misión de Cristo es claro que nuestra actitud interior y exterior ha de ser el servicio.

2. – Ministerio de “re-presentación”

La Plegaria de ordenación de los presbíteros define al presbítero como un ministro de Jesucristo. Al designar al presbítero como un ministro de Cristo se retoma la conocida expresión paulina, tan apreciada por la tradición litúrgica: “ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1). El término latino minister denomina a quien realiza un ministerium, y procede de minus, que se traduce por el menor, el que es menos, el servidor. En contraposición a magister, que denomina a quien ejerce un magisterium, y procede de magis, que significa el mayor, el que es más, el superior o el maestro. La tradición litúrgica  ha privilegiado los términos minister y ministerium para aplicarlos a las personas que realizaban un servicio en la Iglesia, sobre todo, litúrgico. El presbítero es considerado un servidor de Jesucristo, que prolonga la misma misión de Jesucristo, encomendada a los Apóstoles, continuada por los Obispos y, en colaboración necesaria con ellos, realizada también por los presbíteros (LG 28).

La ordenación presbiteral configura al candidato con Cristo para vivir en comunión con Él. La expresión “configurado con Cristo” es una expresión muy querida y usada por el magisterio eclesiástico actual. El sacramento del Orden configura al sacerdote con la persona de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor, por eso participa en su función profética, sacerdotal y pastoral. Obra, por tanto, in persona Christi, es decir, en la persona de Cristo, como embajador de Cristo, como si Dios hablara y actuara por medio de él (2 Cor 5,20). El presbítero está configurado a Cristo por el sacramento del Orden para ser representación  sacramental de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. No es un simple representante de la Iglesia en el mundo, sino el representante de Cristo ante la Iglesia. Junto con la Palabra y los sacramentos, el sacerdocio pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia.

            El presbítero es un servidor, que ejerce el ministerio de la representación sacramental de Jesucristo en favor del pueblo de Dios. Este servicio de “representación” propio del ministerio sacerdotal es necesario y constitutivo de toda celebración litúrgica. No hace las veces de Cristo o lo representa como si éste estuviese ausente; sino como el signo de Cristo presente y operante. El presbítero se convierte en signo sacramental de Cristo presente por el don del Espíritu Santo recibido en la ordenación. De este modo puede representar sacramentalmente a Jesucristo y a su Cuerpo, la Iglesia.

En comunión con Cristo

Por tanto, si representa a Cristo ha de estar en comunión de vida y misión con Jesucristo. Esto es lo que significa la tradicional expresión teológica: “in persona Christi Capitis”. Si los sacerdotes son embajadores de Cristo, sus palabras son pronunciadas con la misma eficacia que las palabras de Cristo, y sus gestos sacramentales son realizados con la misma eficacia que los signos de Jesús. Este es el fundamento de la naturaleza sacramental del sacerdocio cristiano vinculado, por el sacramento del Orden, a la persona del sacerdote.

La Constitución SacrosanctumConcilium afirma que Cristo está presente en la persona del ministro que preside la celebración litúrgica (SC 7), y el decreto Presbyterorum Ordinis declara que los presbíteros están identificados con Cristo Sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de Cristo Cabeza (PO 2). La doctrina conciliar recuerda que Cristo ha querido servirse de la mediación de los ministros ordenados para realizar su obra santificadora. Él es el verdadero sacerdote de toda celebración; y ha querido visibilizar su acción salvadora por el ministerio de quienes han recibido una configuración especial con Él en el sacramento del Orden. Él es quien bautiza; Él es quien perdona, etc. a través del ministerio sacerdotal. Por tanto, el sacerdote es signo sacramental de Jesucristo, quien hace las veces de Cristo, quien ocupa el lugar de Cristo, quien personifica a Cristo. Son diversas expresiones empleadas en los documentos magisteriales actuales para indicar la misma realidad.

El presbítero no habla ni actúa a título personal; es signo eficaz de la presencia de Cristo, porque está capacitado por el Espíritu Santo para realizar lo mismo que Jesús hizo y encargó a sus discípulos que hicieran en memoria de él. Así aparece en algunas expresiones litúrgicas, especialmente en algunos momentos en los que el sacerdote  habla en primera persona. El  ejemplo más claro son las palabras de la consagración eucarística. El presbítero dice: “Esto es mi Cuerpo… mi Sangre…” El posesivo “mi” no se refiere al sacerdote que lo pronuncia, sino a Cristo. Sin embargo, el presbítero, que hace presente a Cristo y ocupa el lugar que ocupó un día Cristo, le presta su voz y toda su persona para que pueda continuar actualizando el misterio de la salvación.

En comunión con la Iglesia

Precisamente porque representa a Cristo Cabeza, el presbítero está llamado a representar a su Cuerpo: la Iglesia, especialmente en la celebración litúrgica. Se complementan mutuamente el ministro que preside, signo de Cristo, y la asamblea litúrgica, signo de la Iglesia. El presbítero, por tanto, visibiliza sacramentalmente la presencia de Cristo, Cabeza de la comunidad, y actúa sacramentalmente también en nombre de todo el Pueblo santo, en nombre y representación de la Iglesia.

            La asamblea litúrgica es el primer signo o “sacramento” de la presencia de Cristo en su Iglesia (Mt 18,20). El presbítero “hace las veces de Cristo” encarnado en el seno de la Iglesia. Es miembro de la comunidad eclesial y ejerce una misión sacramental recibida en ella. Por la ordenación, el presbítero representa a la Iglesia, habla y actúa en su nombre –“in nomine Ecclesiae”. No actúa aislado sino unido a la comunidad eclesial y para su edificación. Su condición pastoral le hace estar pendiente del cuidado y guía del pueblo a él confiado; su condición profética le urge a anunciar el Evangelio entre los suyos y custodiar la enseñanza de la Iglesia; su condición sacerdotal le capacita para representar a su pueblo en la oración y el sacrificio ofrecidos al Padre.

            No es una simple delegación jurídica de la comunidad eclesial, es una configuración sacramental a Cristo, por el Espíritu Santo recibido en el sacramento del Orden, y una capacitación sacramental para representar a su Cuerpo, la Iglesia, en la liturgia. De nuevo, quien representa sacramentalmente a Cristo ha de realizar lo que quiso Cristo, conforme a su libre y divina voluntad. Quién está puesto al servicio de su Iglesia, ha de realizar lo que quiere la Iglesia. Es una intención evidente e imprescindible en todo presbítero.

            El presbítero es llamado por Dios al humilde servicio de la representación sacramental de Jesucristo y de su Cuerpo, la Iglesia. Para realizar esta misión es necesario que el presbítero sea consciente de su condición de siervo y servidor. Son dos acepciones diferentes que reclaman un mismo significado. El presbítero se define como siervo ante Dios. Contrasta la humildad y pequeñez del siervo frente a la grandeza de Dios y la dignidad del sacramento recibido. Esto es lo quiere expresar la postración en el suelo durante el canto de las letanías de los santos. Pero la ordenación presbiteral hace del siervo un ministro al frente de un ministerio, un servidor para un servicio y una misión. El presbítero no puede olvidar la enseñanza de Jesús a sus discípulos: “no he venido a ser servido, sino a servir”. Esta ha de ser la lógica que inspire la llamada al ministerio y su entrega de vida. Sin olvidar que la condición vital para el servicio es la humildad del siervo.

            Me parece oportuno concluir esta reflexión con las letanías que el cardenal español Merry del Val rezaba todos los días después de la comunión. Él, que estaba llamado a ocupar altos cargos de responsabilidad en la Iglesia y que estuvo revestido de todos los honores eclesiásticos posibles, estaba convencido que el principio vital del servicio sacerdotal era la humildad. Por eso la pedía a Dios diariamente.

“Oh Jesús manso y humilde de corazón, ¡óyeme!

Del deseo de ser estimado…                        

Del deseo de ser amado…

Del deseo de ser elogiado…

Del deseo de los honores…

Del deseo de ser ensalzado…

Del deseo de ser preferido…

Del deseo de ser consultado…

Del deseo de ser aprobado…

Del temor de ser humillado…

Del temor de ser despreciado…

Del temor de sufrir repulsa…

Del temor de ser calumniado…

Del temor de ser olvidado…

Del temor de ser ridiculizado…

Del temor de ser injuriado…

Del temor de ser sospechoso… ¡Líbrame Jesús!

Que otros sean más estimados que yo…      

Que otros sean más amados que yo…

Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo mengüe…

Que otros sean empleados en cargos, y se prescinda de mí…

Que otros sean ensalzados, y yo no…

Que otros sean preferidos a mí en todo…

Que otros sean más santos que yo, con tal que yo lo sea cuanto pueda…

¡Jesús concédeme la gracia de desearlo!

PISTAS PARA EL TRABAJO

- ¿Me siento unido a Jesucristo en mi vida presbiteral? ¿Siento instrumento de Jesucristo o protagonista de mi ministerio pastoral?

- ¿Soy tentado por alguna ambición concreta? ¿Tengo envidia de alguien? ¿Busco librarme de los sentimientos adversos que pueda tener contra alguien?

- ¿Vivo como un siervo de Jesucristo y un servidor de los hombres?

- ¿Qué predomina en mi vida la soberbia o la humildad? ¿Cómo puedo crecer en mi conciencia de servidor enviado para representar a Jesucristo y a la Iglesia?

- ¿Me siento en comunión con la Iglesia? ¿Contagio el amor a la Iglesia?

 

PARA ORAR

Tomad, Señor, y recibid

toda mi libertad,

mi memoria, mi entendimiento,

y toda mi voluntad,

todo mi haber y poseer.

Vos me lo disteis,

a Vos, Señor, lo torno.

Todo es vuestro,

disponed a toda vuestra voluntad.

Dadme vuestro amor y gracia,

que esta me basta.

(San Ignacio de Loyola)

4

REALIZANDO EL SACERDOCIO APOSTÓLICO

ORACIÓN INICIAL

Canto: CLN nº 401

PUEBLO DE REYES, ASAMBLEA SANTA,

PUEBLO SACERDOTAL, ¡BENDICE A TU SEÑOR!

Te cantamos, Pastor, que nos conduces al Reino,

te alabamos, reúne a tus ovejas en un redil.

Te cantamos, oh Cristo, manantial de la gracia,

te alabamos, oh fuente de agua viva que apaga nuestra sed.

Lectura breve: Rm 15, 14-19.

“Por mi parte, estoy persuadido, hermanos míos, de que también vosotros estáis llenos de buenas disposiciones, henchidos de todo conocimiento y capacitados también para amonestaros unos a otros. Sin embargo, en algunos pasajes de esta carta os he escrito con cierto atrevimiento, como para recordaros lo que sin duda no habéis olvidado. Pero lo he hecho en virtud de la misión que Dios me ha confiado: ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para hacer de los gentiles una ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo.

            Tengo motivos, pues, para sentirme orgulloso ante Dios en nombre de Cristo Jesús. Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí para conseguir que los gentiles reconozcan a Dios. Y lo he realizado de palabra y de obra, con el concurso de señales y prodigios y de la fuerza del Espíritu de Dios, de modo que he podido dar cumplimiento al Evangelio de Cristo”

Preces:

            Alabemos a Jesucristo, fuente de salvación eterna para todos los hombres, y pidámosle con humildad:

            Señor, óyenos.

- Jesús, Hijo de Dios vivo, guíanos hacia la luz de tu verdad.

- Cristo, palabra de Dios, que estás junto al Padre desde siempre y por siempre, consagra a tu Iglesia en la unidad.

- Jesús, ungido por el Padre con la fuerza del Espíritu Santo, consagra a tu Iglesia en la santidad.

- Cristo, sumo sacerdote del nuevo Testamento, comunica a los sacerdotes tu santidad, para gloria del Padre.

- Cristo, sabiduría de Dios, paz y reconciliación nuestra, haz que nos mantengamos todos unánimes y concordes en tu Iglesia.

- Cristo, sacerdote eterno, glorificador del Padre, haz que sepamos ofrecernos contigo, para alabanza de la gloria eterna.     

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO: Jn 21, 1-22

“Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

            Simón Pedro dice: Me voy a pescar. Ellos contestan: Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: No. Él les dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: es el Señor.

            Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron a la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: Traed de los peces que acabáis de coger.

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado.

Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: Apacienta mis corderos.

Por segunda vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: Pastorea mis ovejas.

Por tercera vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.

Dicho esto, añadió: Sígueme.

Pedro entonces, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto quería (el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te va a entregar?). Al verlo, Pedro dice a Jesús: Señor, y éste ¿qué? Jesús le contesta: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.”

1 – La caridad del pastor

Los exegetas dividen el evangelio de Juan en tres partes: el prólogo, el libro de los signos y el libro de la gloria. Este texto pertenece al libro de la gloria (20-21), donde se relata el encuentro de los discípulos con el Cristo Resucitado.

            El relato evangélico nos sitúa en el lago de Genesaret, el mar de Galilea, punto de partida de su predicación mesiánica y lugar de encuentro de los primeros discípulos con Jesús. Allí le conocieron. Allí escucharon la voz de su llamada: “Venid y lo veréis”. Desde entonces, el lago es el protagonista principal de la enseñanza y de la misión de Jesús, el centro de sus operaciones, salidas y trabajo.

            Jesús y sus discípulos vuelven a encontrarse junto al lago. Será el lugar de la nueva llamada a sus discípulos. Esta vez han cambiado las circunstancias. El Cristo pascual aparece como un desconocido vagabundo al borde de la playa. Los discípulos aparecen juntos, de vuelta al único trabajo que conocen desde su infancia: la pesca en el lago. Sin embargo, aunque conocen el arte de la pesca y la geografía del lago, no tienen éxito. La larga pesca nocturna no ha servido de nada, no han pescado nada.

Y al escuchar las recomendaciones de aquel desconocido, que desde la playa les indica el lugar oportuno para la pesca, tal vez se sorprendieran, pero obedecieron. ¿Qué sabía aquel personaje dónde había pesca en aquel lago tan conocido para ellos? La sorpresa fue mayúscula cuando descubrieron la red repleta de peces. ¿Quién era aquel individuo que sabía más que ellos? Los discípulos no sabían que era Jesús. Es el amigo íntimo de Jesús quien confirma la sospecha y le reconoce primero: ¡Es el Señor! Perplejos por la inimaginable sorpresa, nadie se atreve a preguntarle, pero todos tienen la fuerte convicción de que es Jesús.

            Tras una sucesión de imperativos: Traed, venid, comed… los discípulos se reúnen con Jesús en una comida pascual, que evoca la eucaristía, y confirma en ellos la certeza del Cristo vivo y resucitado

            También nosotros, los presbíteros, nos sentimos, a veces, como aquellos discípulos pescando en el lago, sin resultado alguno. Nuestro esfuerzo parece que no produce fruto. A pesar del tiempo dedicado, no hay resultados. Y permanecemos, como ellos, cerrados a cualquier indicación del que pueda saber más que nosotros, incluso a Jesús mismo, porque creemos que nosotros sabemos más que nadie en el arte de la pastoral. Hay que escuchar las indicaciones de Jesús para volver donde Él nos diga y cuando Él nos diga. Entonces, nuestro esfuerzo dará su fruto: La red estaba tan llena de peces que no podían arrastra a tierra.

¿Me amas?

            El centro del relato lo ocupa el diálogo entre Jesús y Pedro. Es una experiencia de amor y perdón. Pedro ha traicionado a Jesús por debilidad, fragilidad y miedo. Pero el Señor no le recrimina ni rechaza; simplemente le ama y perdona. Ante la triple negación se impone la triple profesión de amor de Pedro a Jesús. Quien le ha negado ahora le confiesa. Y muestra así su disposición para asumir de nuevo el ministerio que Jesús le había encomendado: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16,18).

Lo único que le pide Jesús a Pedro es la confirmación de su amor: ¿Me amas? El amor está unido al seguimiento y misión de Cristo. Te amo (Amo te) - Apacienta mis ovejas (Pasce oves meas). La misión presupone el amor. El amor es la condición necesaria para el seguimiento de Cristo y el servicio del ministerio apostólico al pueblo de Dios. Esta es la caridad pastoral, que define el ministerio sacerdotal: el amor inconfundible del buen pastor. Lo que Jesús está manifestando a Pedro es que, al fin y al cabo, el ministerio es cuestión de amor. El amor es el presupuesto indispensable para el ministerio presbiteral.

La respuesta precipitada del impetuoso Pedro al principio, termina siendo una humilde y realista confesión de amor: Tú, Señor, lo sabes todo, tú me conoces por dentro y por fuera, tú bien sabes que te quiero. Esta debería de ser también la actitud y la respuesta del presbítero ante la misión que se le confía. Sin el amor a Jesús no puede haber amor a la Iglesia y a la comunidad cristiana a la que somos enviados.

Apacienta mis ovejas

Todos hemos escuchado interpretaciones preciosas de este emotivo pasaje evangélico, siempre novedoso, cuando se lee en la oración o se proclama en la liturgia. Siempre hay aspectos nuevos, que ayudan a comprender nuestro ministerio apostólico a la luz del hermoso diálogo entre Jesús y Pedro.

Apacentar la grey del Señor supone la entrega cotidiana de la propia vida al servicio de la Iglesia hasta el martirio. El buen pastor que ama a sus ovejas da la vida por sus ovejas. El apóstol recibe una llamada a gastarse y desgastarse hasta el último momento “por ellos”, por los que le son encomendados. ¿Cómo se puede hacer de la propia vida ministerial un servicio de entrega amorosa a los demás? Sólo si estamos unidos a Jesucristo; si amamos y nos sentimos amados por Él. El amor de Cristo es la fuerza de nuestro ministerio. Apoyados en Cristo podremos llevar el peso de nuestro ministerio, que supera las fuerzas humanas. ¡Firmes en el Señor!

El contenido central de este pasaje es la llamada de Pedro a la misión después de Pascua: Apacentar a la Iglesia y anunciar el misterio de Jesucristo. Pedro es testigo de la vida y misterio revelado en Jesús. Él, que era discípulo, se ha convertido ahora en apóstol. El relato enseña que la experiencia del Cristo resucitado es presupuesto básico para el inicio de la misión apostólica. Quien no es testigo del Cristo Resucitado no puede anunciarlo al mundo.

¡Tú, sígueme!

Es la última palabra que dirige Jesús resucitado al discípulo elegido para apacentar sus ovejas. Junto al mandato de apacentar el rebaño, Jesús anuncia a Pedro su martirio. Estas palabras recuerdan el diálogo tenido entre ambos en la última cena: “Adonde yo voy, tú no puedes seguir ahora, me seguirás más tarde” (Jn 13,36). Ha llegado ya “ese más tarde”. Apacentando el rebaño del Señor, Pedro entra en el misterio pascual. Cristo ha vivido el suyo, ahora le toca a Pedro.

Sin embargo, cuando Jesús profetiza a Pedro su muerte martirial, aparece de nuevo su genio impetuoso. Esta noticia le desconcierta. ¿Por qué él? Y es significativa la pregunta que hace por el apóstol Juan, que camina junto a ellos: ¿Y éste qué? Pedro se compara a los demás, no acepta la especificidad de su seguimiento a Cristo y de su vocación apostólica. Los presbíteros hemos de aprender que cada uno de nosotros recorre un camino diferente, aunque todos compartamos la misma misión. Siempre tenemos excusas para compararnos a los demás y, a veces nos cuesta, aceptar la particularidad de las circunstancias de nuestro ministerio.

Jesús recrimina esta reacción de Pedro: ¿Qué te importa a ti lo que hagan o vivan otros? Y matiza con rotundidad la actitud fundamental del ministerio apostólico y el mensaje final de este relato: Tú, sígueme. La motivación primera y última de todo apóstol es el seguimiento de amor a Jesús. Esta es también la condición básica para asumir el ministerio pastoral, como entrega de la propia vida para el servicio de la Iglesia y de toda la humanidad. Ante las posibles excusas y comparaciones, que asaltan y paralizan la vida ministerial, el Señor nos enseña que nuestra única preocupación ha de ser el seguimiento de Cristo, la unión a Cristo, el amor a Cristo. Es la garantía para que la vida pastoral no esté desorientada.

El seguimiento de Jesús es la característica primaria de todo discípulo. Tanto Pedro como Juan aparecen al final de este relato como discípulos y apóstoles que siguen al Señor. Pedro es la representación de Jesús; Juan es el amigo íntimo del Señor. En ambos se manifiesta un  doble aspecto del ministerio sacerdotal: la representación sacramental de Jesucristo y la amistad espiritual con Jesucristo. Ambos se interrelacionan y complementan de tal forma que, no se puede ser representación, sin ser amigo íntimo del Señor. El Señor nos llama al seguimiento de amor, siendo amigos íntimos del Hijo, para representar al Señor en nuestro ministerio como pastores que dan la vida por su pueblo.

2 – El sacerdocio apostólico

La liturgia de ordenación subraya la participación especial del ministerio presbiteral en el sacerdocio y misión de Cristo.

            Cristo es denominado en la Plegaria de ordenación como Apóstol y Sumo Sacerdote (Heb 3,1). Siguiendo su etimología bíblica, el término Apóstol significa enviado. La Plegaria de ordenación menciona a Moisés y Aarón como enviados de Dios para regir y santificar a su pueblo. Éstos son simples hombres; Jesús es el Hijo de Dios, Palabra y revelación del Padre. Su misión es anunciar el Reino de Dios, el Evangelio de la salvación, que es Él mismo: su persona, sus obras y sus palabras. Jesús es el Apóstol y la Palabra del Padre; en Él se identifican Palabra y Enviado. Cristo es denominado también como Sumo Sacerdote (Pontifex). Al ofrecerse a sí mismo al Padre, se convierte en Víctima y Sacerdote. En Él se identifican la ofrenda y el Sacerdocio. Nadie duda de su Sacerdocio único e irrepetible.

            Jesús hizo partícipes de su misión a los Apóstoles, que se convierten en los continuadores de su misión de anuncio del evangelio y santificación de los hombres. Ambos aspectos presentados separadamente en la definición de Cristo son unificados en la novedosa expresión “sacerdocio apostólico”, que aparece, por primera vez, en un texto litúrgico de la Iglesia: “También ahora, Señor, te pedimos nos concedas, como ayuda a nuestra limitación, estos colaboradores que necesitamos para ejercer el sacerdocio apostólico”.

             Los dos aspectos con los que la oración define a Cristo, -Apóstol y Sumo sacerdote-, son aplicados también a los apóstoles y a sus sucesores los obispos en el ejercicio del sacerdocio apostólico; que se prolongan también en el ministerio de los colaboradores de los Apóstoles y en los presbíteros.

            El obispo, conscientes de su fragilidad y limitación para realizar la tarea del ministerio encomendado, pide a Dios Padre le conceda ayudantes, al igual que Dios concedió cooperadores a los Apóstoles. Por el sacramento del Orden, el presbítero es “habilitado” para continuar la misión de Cristo. Su participación en la misión de Cristo Apóstol y Enviado del Padre hace del presbítero un enviado de Cristo con la misión de anunciar a Cristo, Palabra del Padre revelada en el Evangelio. De tal forma que el presbítero, configurado sacramentalmente a Cristo Apóstol, es un apóstol del Apóstol.

            El presbítero es configurado también a Cristo Sumo Sacerdote. De esta forma se convierte en sacerdote del Nuevo Testamento. Cristo es constituido Sumo Sacerdote por su obediencia filial al Padre y por su solidaridad con los hombres. Es Sacerdote y Víctima. De igual forma, el presbítero es sacerdote que ofrece en su sacrificio la única ofrenda agradable al Padre, que es Cristo, y se ofrece a sí mismo obedeciendo filialmente al Padre y asociando en sí a la humanidad. El sacerdocio ministerial del presbítero deriva de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. El presbítero es sacerdote del Sumo Sacerdote.

            El presbítero es, por tanto, “apóstol” y “sacerdote” que participa, por el sacramento del Orden y como cooperador necesario, en el sacerdocio apostólico encomendado a los obispos.

3 - Cooperadores del Orden episcopal

            Una de las afirmaciones más claras y precisas que acentúa la actual liturgia de ordenación presbiteral es la concepción del presbítero como cooperador del obispo. No se trata de una simple cooperación laboral o moral, ni de una mera delegación jurídica o simple acto de obediencia, sino de una cooperación sacerdotal que establece una unión sacramental entre ambos. No en vano las expresiones que se emplean en el texto de la Plegaria de ordenación refuerzan este carácter de cooperación entendida como unión (cooperadores, sean con nosotros, junto con nosotros…). Se emplea el plural para expresar la noción colegial del episcopado. El obispo habla como miembro del orden episcopal.

            Por el sacramento del Orden los presbíteros están unidos a su obispo en íntima comunión sacramental, en un mismo sacerdocio diversamente participado, que hace de los presbíteros verdaderos hermanos y amigos de los obispos.Los presbíteros están unidos al obispo en la dignidad sacerdotal, que los obispos poseen en plenitud. Pero los obispos necesitan de los presbíteros para el ejercicio de las funciones ministeriales propias de su sacerdocio apostólico.

            La unión y cooperación con el Orden episcopal se pone de manifiesto en la ritualidad y en las fórmulas textuales de la ordenación. Su ritualidad más evidente es el gesto de la imposición de manos. El obispo invoca el don del Santo Espíritu en la plegaria de ordenación y es el primero en imponer las manos sobre la cabeza del candidato, prolongada posteriormente por la imposición de manos de los presbíteros presentes. El presbítero es ordenado por el obispo.

            En cuanto a los textos más referenciales de esta vinculación, cabe citar la primera de las preguntas que el obispo dirige al ordenando en el interrogatorio previo a la ordenación:

¿Estáis dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal con el grado de presbíteros, como buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor y dejándoos guiar por el Espíritu Santo?

            Se insiste en la consideración del presbítero como cooperador del Orden episcopal para apacentar el rebaño del Señor, guiado por el Espíritu Santo. Antes de ser ordenado, acepta y se compromete a ser un fiel cooperador del Orden Episcopal; expresada, también, en el gesto ritual con el que finaliza el rito de la ordenación: El obispo da el ósculo de paz al neopresbítero significando con ello la aceptación del nuevo cooperador en su ministerio episcopal.

            Sólo desde esta cooperación y unión sacramental se comprende el contenido de la expresión: segundo grado del ministerio sacerdotal. Con ella no se quiere reducir al presbítero a un simple grado eclesiástico o a un “secundario” ministerio, sino que su grado y servicio consisten en su ser ministerial, que sólo puede ejercerse cooperando “subordinadamente” con el obispo. Subyace en esta expresión un aspecto de gran importancia teológica en nuestros días: el ministerio presbiteral sólo tiene sentido en cooperación y unión con el ministerio episcopal.

            La elección del candidato es obra de Dios; sin embargo es el obispo el que discierne y confirma quién es el elegido de Dios. En palabras tomadas de la tradición bizantina, el obispo designa ritualmente al designado por la gracia divina. Es el obispo quien asume la responsabilidad eclesial de confirmar la elección divina del candidato.

            El obispo es también el ministro que administra este sacramento. La mediación episcopal se expresa en el gesto común de la imposición de manos y la oración que acompaña a este gesto ritual. El ministerio episcopal aparece como mediación sacramental necesaria para la existencia del presbiterado, y el ministerio presbiteral se ordena en vistas a la cooperación con el orden episcopal. Se advierte una cierta lógica que parte de la mediación sacramental en vistas a la cooperación ministerial.

            Esta nota de mediación sacramental que atribuimos al obispo no debe interpretarse en clave de posesión o dominio de la gracia. El don espiritual recibido en la ordenación presbiteral no procede “del”, sino que acontece “mediante” el obispo. No se trata de un matiz de procedencia posesiva, sino de causa instrumental. Ciertamente esta gracia del Espíritu donada en la ordenación presbiteral no acontece sin la intervención o mediación del obispo.

            Por la ordenación, el ministerio presbiteral se inserta en la misión episcopal; se convierte en un cooperador necesario en su misión episcopal. Ser cooperador del orden episcopal significa que comparten la misma misión, aunque sea de forma secundaria o subordinada. La relación entre ambos no puede limitarse a un cumplimiento o imposición jurídica. Los ritos de ordenación denotan la intimidad existente entre ambos ministerios: su unión sacramental ha de ser comunión vital en su ministerio sacerdotal.

            La finalidad de la mutua colaboración es el buen servicio y guía del pueblo de Dios: buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor. El ministerio presbiteral se ordena al crecimiento y edificación de la Iglesia. Las funciones presbiterales están al servicio de los fieles y el presbítero no puede ignorar este sentido eclesial de su ministerio. Es un elegido de entre el pueblo de Dios para servir al pueblo de Dios, como canta el Prefacio I de las Ordenaciones: Cristo, “con  amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión”.

Como receptor de la gracia divina en la ordenación, sabe que no es un don para sí mismo, sino que lo ha recibido en vistas a su misión pastoral para bien del pueblo. El no es el dueño ni el destinatario exclusivo de la gracia, sino el administrador de la Palabra de Dios y de los sacramentos a favor del pueblo santo. Él no recibe esta misión a título personal ni individualmente, sino que lo acoge en una Iglesia y en un presbiterio, presididos por un Obispo. La cooperación del presbítero con el Obispo garantiza la inserción de su ministerio en la misión de Cristo, encomendada a los Apóstoles y continuada por los obispos.

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Soy consciente que el principio que debe primar en mi ministerio es la caridad pastoral? ¿Cómo pastor que soy, quiero y valoro a las personas a las que he sido enviado? ¿Hago acepción de personas?

2 - ¿Afronto las dificultades y las alegrías del ministerio como un aspecto connatural al seguimiento de Jesucristo, sin que afecten a mi disponibilidad y entrega?

3 - ¿Estoy dispuesto a aceptar los sufrimientos causados por la misión pastoral? ¿Qué es lo que más me cuesta?

 4 - ¿Vivo en comunión con el Obispo y con el presbiterio del que formo parte? ¿Me siento en comunión en la misma misión que compartimos todos o prefiero hacer la misión por mi cuenta?

PARA ORAR

Padre mío,

me abandono a ti,

haz de mi lo que quieras.

Lo que hagas de mí

te lo agradezco.

Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad

se cumpla en mi

y en todas tus criaturas.

No deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi alma en tus manos.

Te la doy, Dios mío,

con todo el amor de mi corazón,

porque te amo

y porque para mí

amarte es darme,

entregarme en tus manos

sin medida,

con infinita confianza,

porque tú eres mi Padre.

(Beato Carlo de Foucauld)

5

MINISTROS DE LA PALABRA

ORACIÓN INICIAL

Canto:

TU PALABRA ME DA VIDA,

CONFIO EN TI, SEÑOR.

TU PALABRA ES ETERNA,

EN ELLA ESPERARÉ.

Dichoso el que con vida intachable,

camina en la ley del Señor,

dichoso el que guardando sus preceptos,

lo busca de todo corazón.

Lectura breve: 1 Cor 9, 16-23.

“Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de vanagloria. Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa; y si lo hiciera forzado, al fin y al cabo es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, mi recompensa consiste en predicar el Evangelio gratuitamente, renunciando al derecho que me confiere su proclamación.

            Efectivamente, a pesar de sentirme libre respecto de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Me he hecho judío con los judíos, para ganar a los judíos… Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos para salvar a algunos al precio que sea. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo”.

Preces:

            Invoquemos a nuestro Salvador, que, al destruir la muerte, iluminó la vida por medio del Evangelio, y digámosle humildemente:

            Confirma a tu Iglesia en la fe y en la caridad.

- Por la única Iglesia de Jesucristo, para que se una en el amor. Oremos

- Por los pastores dedicados al ministerio de la evangelización. Oremos

- Por los misioneros que anuncian la Buena Noticia de la salvación. Oremos

- Por los cristianos que dan testimonio de su fe. Oremos

- Por los que aún no han oído hablar de Jesús. Oremos

- Por todos los que cooperan en la tarea evangelizadora de la Iglesia.

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO

1.- Primer discurso de Pedro: Hc 2,14-41

“Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: "Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta:

“Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. "Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio; porque dice de él David: Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que está a mi derecha, para que no vacile. Por eso se ha alegrado mi corazón y se ha alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción. Me has hecho conocer caminos de vida, me llenarás de gozo con tu rostro. "Hermanos, permitidme que os diga con toda libertad cómo el patriarca David murió y fue sepultado y su tumba permanece entre nosotros hasta el presente. Pero como él era profeta y sabía que Dios le había asegurado con juramento que se sentaría en su trono un descendiente de su sangre, vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción.

A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Pues David no subió a los cielos y sin embargo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado." Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" Pedro les contestó: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro." Con otras muchas palabras les conjuraba y les exhortaba: "Salvaos de esta generación perversa."Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas.”

Hasta que no llega el día de Pentecostés, los discípulos tienen la mente cerrada a las enseñanzas y promesas de su Maestro. Están paralizados por el miedo. Pero al recibir la fuerza del Espíritu, probablemente recordaron aquellas palabras suyas: Recibiréis el Espíritu… y os capacitará para ser discípulos míos hasta el confín de la tierra… (Hc 2,38; Jn 20,22). Así fue. Pedro, lleno del Espíritu y cabeza del colegio apostólico, se dirige a sus adversarios (judíos y todos…), y tiene el valor suficiente para anunciar  a Jesucristo, muerto y resucitado, sin temor alguno.

Escuchad esta Palabra

 

            El libro de los Hechos recoge el discurso que inaugura la misión apostólica de Pedro. Como judío que se dirige a judíos, recurre a las profecías bíblicas de Joel, Isaías, David y los Salmos para explicar que esas antiguas promesas hablaban y se han cumplido en Jesús. El centro de su discurso es Jesús, hombre acreditado por Dios entre nosotros y considerado el Cristo. “Vosotros le matasteis… Dios le resucitó”. Este es el centro de la predicación apostólica primitiva. “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”. Pedro y los demás apóstoles con él, se presentan como testigos de este acontecimiento.

¿Qué hemos de hacer, hermanos?

La vehemencia y el convencimiento del discurso de Pedro provoca las primeras reacciones en los desconcertados oyentes: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro es contundente. Llama a la conversión de todos, al cambio de vida, a conformar los propios criterios y actitudes con los criterios del Evangelio y los sentimientos de Jesucristo. La aceptación de la Palabra proclamada, provoca el cambio de vida necesario que conduce a la fe, y se ratifica en el bautismo. La fe nace de la escucha de la Palabra de Dios. Y los que acogieron su Palabra fueron bautizados. El primer fruto de la predicación de Pedro es el crecimiento de la Iglesia.

            Algo parecido ocurrió al apóstol Pablo en su primer discurso. Veámoslo, para armonizar y completar algunas ideas.

2.- Primer discurso de Pablo: Hc 13,13-52

 

            “Pablo y sus compañeros… llegaron a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Después de la lectura de la Ley y los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir: Hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad. Pablo se levantó, hizo señal con la mano y dijo:

            Israelitas y cuantos teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo durante su destierro en la tierra de Egipto y los sacó con su brazo extendido. Y durante unos cuarenta años los rodeó de cuidados en el desierto; después, habiendo exterminado siete naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su tierra, por unos cuatrocientos cincuenta años. Después de esto les dio jueces hasta el profeta Samuel. Luego pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. Depuso a éste y les suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera. De la descendencia de éste, Dios, según la Promesa, ha suscitado para Israel un Salvador, Jesús.

            Juan predicó como precursor, ante su venida, un bautismo de conversión a todo el pueblo de Israel. Al final de su carrera, Juan decía: "Yo no soy el que vosotros os pensáis, sino mirad que viene detrás de mí aquel a quien no soy digno de desatar las sandalias de los pies.

            "Hermanos, hijos de la raza de Abraham, y cuantos entre vosotros temen a Dios: a vosotros ha sido enviada esta Palabra de salvación. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, las Escrituras de los profetas que se leen cada sábado; y sin hallar en él ningún motivo de muerte pidieron a Pilato que le hiciera morir. Y cuando hubieron cumplido todo lo que referente a él estaba escrito, le bajaron del madero, y le pusieron en el sepulcro. Pero Dios le resucitó de entre los muertos. El se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo.

            "También nosotros os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Y que le resucitó de entre los muertos para nunca más volver a la corrupción, lo tiene declarado: Os daré las cosas santas de David, las verdaderas. Por eso dice también en otro lugar: No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio aquel a quien Dios resucitó, no experimentó la corrupción.

            "Tened, pues, entendido, hermanos, que por medio de éste os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis obtener por la Ley de Moisés la obtiene por él todo el que cree. Cuidad, pues, de que no sobrevenga lo que dijeron los Profetas: Mirad, los que despreciáis, asombraos y desapareced, porque en vuestros días yo voy a realizar una obra, que no creeréis aunque os la cuenten."

            Al salir les rogaban que les hablasen sobre estas cosas el siguiente sábado. Disuelta la reunión, muchos judíos y prosélitos que adoraban a Dios siguieron a Pablo y a Bernabé; éstos conversaban con ellos y les persuadían a perseverar fieles a la gracia de Dios. El sábado siguiente se congregó casi toda la ciudad para escuchar la Palabra de Dios. Los judíos, al ver a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía. Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: "Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor: Te he puesto como la luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra." Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna. Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región. Pero los judíos incitaron a mujeres distinguidas que adoraban a Dios, y a los principales de la ciudad; promovieron una persecución contra Pablo y Bernabé y les echaron de su territorio. Estos sacudieron contra ellos el polvo de sus pies y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo.”

 

            El texto proclamado tiene la importancia de ser el primer discurso del apóstol Pablo, tal como aparece en los Hechos de los Apóstoles. Es el discurso inaugural de su misión entre los judíos. Pablo y sus compañeros se encuentran en Antioquia de Pisidia, y participan del culto sinagogal de los sábados. Pablo es invitado a hacer la exhortación al pueblo, tras la doble lectura de la Torá y los Profetas. Y él, lleno del Espíritu Santo, anuncia el mensaje de salvación revelado en Jesucristo.         

            A vosotros ha sido enviada la palabra de salvación

            Pablo comienza haciendo una síntesis introductoria de la historia de salvación que Dios ha hecho con el pueblo de Israel. Es un buen conocedor de la historia del pueblo de Israel, y la presenta como el anuncio de una promesa, como la preparación a la venida de Cristo. La segunda parte de su discurso proclama el kerygma de la predicación apostólica: Jesús, muerto y resucitado es el Mesías esperado. Su conocimiento de las santas Escrituras le permite citar textos conocidos por los judíos para corroborar su mensaje. Jesús es el condenado a muerte por el pueblo y resucitado a la vida por Dios. Anuncia esta Nueva Noticia para suscitar la conversión de los presentes y la adhesión de fe a Jesucristo, el Mesías prometido, anunciado y esperado por el pueblo de Israel. Sólo Cristo puede ofrecer la salvación a los judíos: “por medio de él os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis obtener por la Ley de Moisés, la obtiene por él todo el que cree”. Pablo, fariseo y buen conocedor de la Ley, se presenta ante ellos como testigo de la salvación ofrecida por Cristo Resucitado.

            Nos volvemos a los gentiles

            Tras la intervención de Pablo se produce una primera reacción de desconcierto en el pueblo. En muchos de ellos hay una inminente aceptación y seguimiento de la Palabra anunciada, tanto en judíos como en prosélitos. Dios había tocado su corazón por medio de la palabra y el testimonio de Pablo.

            Sin embargo, ante la multitud congregada al sábado siguiente en la sinagoga para escuchar de nuevo a Pablo, surge la envidia de los judíos, que sienten amenaza su situación religiosa y social en la ciudad. Insultan y contradicen a Pablo en público hasta el punto de promover una persecución contra ellos para expulsarlos de sus territorios.

            Sólo los gentiles, los no judíos, están dispuestos a escuchar a aquellos apóstoles, que predican a Jesucristo con valentía, y están dispuestos a sufrir con gozo toda clase de padecimientos. Es entonces cuando Pablo ve claro que su misión se dirige a los gentiles. La predicación de la fe se dirige prioritariamente a los judíos; pero, ante su negativa, se dirige a los gentiles, que acogen esta decisión con alegría y fe. “Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región”.         

            En los dos relatos anteriores, Pedro y Pablo se presentan ante nosotros como modelos del apóstol que sigue a Jesús. Pedro se dirige a los judíos, Pablo a los gentiles, pero ambos anuncian a Cristo. El testimonio de Pedro y de Pablo es una referencia para la vida presbiteral. El presbítero ha recibido también el don del Espíritu en la ordenación, que le capacita para anunciar el misterio de Jesucristo ante todos, sin excluir a nadie. Es llamado por Dios para llevar la alegría del Evangelio a los que no saben qué hacer en la vida. Como Pedro y Pablo ha de tener en el centro de su predicación a Jesucristo. A veces, estamos cansados de predicar muchas cosas, pero en ocasiones se nos olvida anunciar a Jesucristo. No consiste la predicación en muchas palabras, sino en transmitir la Palabra de Dios cumplida en Jesucristo, que es palabra de salvación para todos los hombres. En el centro de nuestro discurso ha de estar Cristo, punto central de las sagradas Escrituras y de la historia de la salvación.

            Y la Palabra es más creíble cuando está avalada por el testimonio de vida del que anuncia. La fuerza convincente de Pedro y de Pablo impacta a los oyentes y los conduce a la fe en el Cristo muerto y resucitado que predican.

3.- La Palabra de Dios en el ministerio presbiteral

            Ya hemos señalado que Jesús es la Palabra revelada por Dios Padre y dirigida para ser escuchada por todos los hombres: “¡Este es mi Hijo, escuchadle!” (Lc 9,35). La voz del Padre, que se oyó en el bautismo de Jesús, perdura en la Iglesia como una recomendación divina siempre actual y una justificación para llevar la palabra de Jesucristo a todos los hombres. Sólo podrá ser escuchado Cristo si se anuncia su mensaje; y para anunciar el mensaje se necesitan voceros que presten este servicio.

            La proclamación de la Palabra pertenece a la esencia del ministerio apostólico, porque fue un encargo confiado por el mismo Jesucristo a los Apóstoles, y en ellos a toda la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15; Mt 28,19). El mismo Pablo exhortaba a su discípulo Timoteo a proclamar la Palabra y desempeñar el ministerio de la evangelización (2 Tm 4,2-5) a tiempo y a destiempo.

            Es significativo que en el rito de la ordenación de los presbíteros, después de manifestar la disponibilidad a cooperar en la misión apostólica confiada al colegio episcopal, el obispo pregunta a los candidatos:

            ¿Realizaréis el ministerio de la palabra, preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?

            Se especifica que el presbítero es ungido y enviado a anunciar el Evangelio a toda la creación y llevar a los hombres a la comunión con Dios. Según estas palabras el ministerium verbi del presbítero comprende la predicación del Evangelio y la enseñanza de la fe, “digna y sabiamente.

Anunciar el Evangelio

            Los presbíteros, como ministros de Jesucristo, participan de la misión profética de Cristo y de la misión evangelizadora de los Apóstoles. Se convierten así en heraldos y pregoneros del Evangelio al servicio de los hombres.

            Así lo afirma la tradición litúrgica de la Iglesia oriental y occidental, cuando en las plegarias de ordenación de los presbíteros consideran el anuncio del Evangelio como tarea prioritaria del presbítero. La invocación de la Plegaria de ordenación del rito romano no olvida esta misión presbiteral: “Sean honrados colaboradores del orden de los Obispos, para que por su predicación y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres y llegue hasta los confines del orbe”.

            Estas palabras, apoyadas en la tradición bíblica y litúrgica, indican como misión primera del presbítero el anuncio del Evangelio, dirigido a todos los hombres, no sólo al pueblo cristiano. Se caracteriza por su universalidad. El anuncio del Evangelio suscita la fe y, por medio de ella, los hombres son atraídos hacia Cristo. No depende exclusivamente de la valía humana del evangelizador, sino que fructifica por la gracia del Espíritu Santo. Y este anuncio del evangelio es el principio de la vida de la Iglesia. La Palabra suscita, nutre, alimenta y edifica la Iglesia como Pueblo de Dios

            Anunciar el Evangelio no consiste únicamente en la transmisión intelectual de un mensaje, sino que es “poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1,16). El anuncio autorizado del presbítero está configurado como un ministerio que surge del sacramento del Orden y que se ejercita con la autoridad de Cristo. Es un ministerio sacramental, porque “a quien vosotros oye, a mi me oye” (Lc 10,16).

            El anuncio del evangelio que impregna la actividad misionera de la Iglesia, se continúa también sacramentalmente en la proclamación de la Palabra Dios en la liturgia, porque, cuando se proclaman la Escritura en la liturgia, Dios mismo habla a su pueblo. En el corazón de la celebración litúrgica acontece el misterio de la actualización de la Palabra de Dios para su pueblo. Por eso, es una Palabra siempre viva y eficaz, siempre reveladora para quien la escucha como Palabra de salvación.

            Y el anuncio del Evangelio se complemente y madura con la enseñanza y maduración en la fe.

            Educar en la fe

            El ministerio de la Palabra incluye la enseñanza de la fe, que clarifica y madura el primer anuncio a través de la catequesis y la instrucción cristiana. Cuando el obispo se dirige a los que van a ser ordenados presbíteros les recuerda que van a participar en la misión evangelizadora de Cristo Maestro, continuada por los Apóstoles y obispos. Además, establece una conexión entre el ministerio de la Palabra y su vida personal, parafraseando aquellas preciosas palabras de la oración Deus sanctificationum omnium de la antigua liturgia galicana: “Convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.

            En estas palabras se expresa un aspecto de la espiritualidad presbiteral: la Palabra de Dios complica la vida del presbítero. El ministerio evangelizador del presbítero no puede comprenderse como una mera tarea funcional. Por su ministerio ordenado, en el que ha recibido el Espíritu de santidad, el presbítero se convierte en garante oficial y cualificado de la Palabra. No es el dueño de la Palabra, sino su servidor y administrador. No es el único interpretador de esta Palabra, sino un ministro partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia ante el pueblo de Dios. Su enseñanza y educación no consiste en repetir de memoria la doctrina revelada, sino en formar la inteligencia y la conciencia de los creyentes para que puedan vivir de forma coherente las exigencias de la vocación bautismal.

4 -El presbítero, primer creyente de la Palabra de Dios

 

            El presbítero, para ser verdadero ministro del Evangelio, tiene que vivir en familiaridad personal con la Palabra de Dios revelada en la Sagrada Escritura. Decía el papa Pablo VI que: “precisamente porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado”. Debe ser el primer creyente que lee, estudia y escucha esta Palabra, para dar testimonio de ella digna y sabiamente.Porque el ministro que anuncia la Palabra debe ser al mismo tiempo testigo que la vive y testimonia con su vida a los demás, en la predicación, en la enseñanza e, incluso, en la conversación personal.

            Qué actuales y valiosas resultan las recomendaciones de Pablo a su discípulo Timoteo: “Medita estas cosas, ocúpate en ellas, a fin de que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Atiende a ti y a la enseñanza, pues haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te oigan” (1 Tm 4,15-16). La meditación y ocupación a la que se refiere se concreta en el estudio diligente y la lectura orante de la Sagrada Escritura, en la preparación diaria de los textos bíblicos proclamados en la liturgia e inspiradores del ministerio de la homilía, el rezo de la liturgia de las Horas y la lectio divina. El presbítero está llamado por su propio ministerio a no descuidar el trato asiduo y cordial con la Sagrada Escritura, porque es la referencia objetiva para escuchar constantemente la llamada del Señor y donde descubrir la voluntad de Dios para su pueblo. Así lo expresa la hermosa oración que acompaña el gesto de la entrega del Evangeliario al nuevo diácono: “Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituido mensajero. Convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”.

            Quisiera terminar esta reflexión con una elocuente y expresiva anécdota, citada ya en numerosos escritos de tono espiritual. Me parece elocuente para referirla a todos los que ejercen el ministerio de la Palabra en la vida de la Iglesia. No se trata de comunicar palabras simplemente, sino de evocar el misterio profundo que anunciamos.

 

“Al final de una cena en un castillo inglés, un famoso actor de teatro entretenía a los huéspedes declamado textos de Skakespeare. Luego se ofreció a que le pidieran algún “bis”. Un sacerdote muy tímido preguntó al actor si conocía el salmo 22. El actor respondió: Sí, lo conozco y estoy dispuesto a recitarlo con la condición que después lo recite usted también. El sacerdote se sintió un poco incómodo pero accedió a la propuesta. El actor hizo una bellísima interpretación, con una dicción perfecta, de “El Señor es mi pastor, nada me falta…” Los huéspedes aplaudieron vivamente. Luego llegó el turno del sacerdote, que se levantó y recitó las mismas palabras del salmo 22. Esta vez, cuando terminó, no hubo aplausos, sólo un profundo silencio y lágrimas en algún rostro. El actor se mantuvo en silencio unos instantes, luego se levantó y dijo: Señoras y señores, espero que se hayan dado cuenta de lo que ha ocurrido esta noche. Yo conocía el Salmo, pero este hombre conoce al Pastor.”

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Dedico tiempo a escuchar la Palabra de Dios en la oración, la lectura espiritual o el estudio?

2 - ¿Es Cristo el centro de mi anuncio o prefiero otros temas más seculares? ¿Qué imagen transmito de Jesús?

3 - En los momentos de riesgo y dificultad, ¿anuncio o callo la verdad del Evangelio? ¿Estoy dispuesto a afrontar las reacciones adversas por causa del Evangelio? ¿Me da vergüenza anunciar a Jesucristo? ¿Tengo miedo de denunciar las injusticias humanas?

4 - ¿Siento la urgencia de la evangelización? ¿Cómo transmito la fe?

5 - ¿Me considero responsable de la fe de mi comunidad? ¿Qué hago para educar en la fe a los que sirvo?

PARA ORAR

“Te bendecimos y alabamos, oh Dios,

porque, según el designio inefable de tu misericordia,

enviaste a tu Hijo al mundo,

para librar a los hombres,

con la efusión de su sangre,

de la cautividad del pecado,

y llenarlos de los dones del Espíritu Santo.

Él, después de haber vencido a la muerte,

antes de subir a ti, Padre,

envió a los apóstoles

como dispensadores de su amor y su poder,

para que anunciaran al mundo entero el Evangelio de la vida

y purificaran a los creyentes con el baño del bautismo salvador.

Te pedimos ahora, Señor,

que dirijas tu mirada bondadosa

sobre estos siervos tuyos

que, fortalecidos por el signo de la cruz,

enviamos como mensajeros de salvación y de paz.

Con el poder de tu brazo, guía, Señor, sus pasos,

fortalécelos con la fuerza de tu gracia,

para que el cansancio no los venza.

Que sus palabras sean un eco de las palabras de Cristo

para que sus oyentes presten oído al Evangelio.

Dígnate, Padre, infundir en sus corazones el Espíritu Santo

para que, hechos todo para todos,

atraigan a muchos hacia ti,

que te alaben sin cesar en la santa Iglesia.”

(Bendicional. Bendición de los que son enviados a anunciar el Evangelio.)

6

DISPENSADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS

Ministro de los Sacramentos

ORACIÓN INICIAL

Canto: CLN nº O27

COMIENDO DEL MISMO PAN,

BEBIENDO DEL MISMO VINO,
QUERIENDO EN EL MISMO AMOR

SELLAMOS TU ALIANZA CRISTO.

La noche de su Pasión cogió el pan entre sus manos
y dijo: "Tomad, comed, esto es mi cuerpo entregado".

La noche de su pasión tomo el cáliz en sus manos
y dijo: "Tomad, bebed es la sangre que derramo".

La noche de su pasión nos dio el Señor su mandato:
"Amaos unos a otros lo mismo que yo os amo".

Lectura breve:

“Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo, tomó el cáliz después de cenar y dijo: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 23-25)

Preces:

            Cristo nos invita a todos a su cena, en la cual entrega su cuerpo y su sangre para la vida del mundo. Digámosle:

            Cristo, pan celestial, danos la vida eterna

- Cristo, Hijo de Dios vivo, que mandaste celebrar la cena eucarística en memoria tuya, enriquece a tu Iglesia con la constante celebración de tus misterios.

- Cristo, sacerdote único del Altísimo, que encomendaste a los sacerdotes ofrecer tu sacramento, haz que su vida sea fiel reflejo de lo que celebran sacramentalmente.

- Cristo, altísimo rey de paz y de justicia, que consagraste el pan y el vino como signo de tu propia oblación, haz que sepamos ofrecernos contigo.

- Cristo, verdadero adorador del Padre, cuya ofrenda pura ofrece la Iglesia del oriente al poniente, junta en la unidad de tu cuerpo a los que alimentas con un mismo pan.

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO

1 – Cuerpo entregado y Sangre derramada… por vosotros: Lucas 22,14-20

 

            “Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: Con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros, antes e padecer; porque os digo que ya no volveré a comerla hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.

            Tomó luego una copa, dio gracias y dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros, porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.

            Tomó luego pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. De igual modo, después de cenar, tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros.”

            El relato de la última Cena se nos describe en los evangelios sinópticos. Todos ellos  coinciden en los gestos y palabras fundamentales de Jesús, en el contexto previo a su pasión y muerte. El pasaje de Lucas que hemos proclamado introduce unas palabras explicativas de Jesús que ayudan a comprender los gestos posteriores. Sólo Él sabe que ha llegado la hora de su entrega. Los apóstoles son ajenos e inconscientes del acontecimiento que presencian. Las palabras de Jesús son presentadas por Lucas como una enseñanza a modo de despedida: ya no volveré a comer (la pascua). Es la última.

            Posteriormente señala la novedad de los gestos de Jesús en el antiguo ritual de la Cena pascual judía. Tomó pan… dio gracias… lo partió…y se lo dio. Esta sucesión de gestos con el pan, -de evidente calado eucarístico-, adquiere un significado nuevo por las palabras que la acompañan: Este es mi Cuerpo derramado por vosotros. Jesús identifica el pan ofrecido con su propio Cuerpo entregado. Posteriormente, al tomar la copa y pronunciar la bendición sobre ella repite palabras de similar significado: Esta es mi Sangre derramada por vosotros. Jesús identifica el vino a su propia vida derramada. Y en ambos gestos repite “por vosotros” para vincularlos a un sentido de expiación o redención sacrificial.

            Pero hay algo más, Jesús recomienda a los discípulos presentes: Haced esto en recuerdo mío. Reciben un mandato de conmemorar sus mismos gestos y sus mismas palabras sin saber exactamente el porqué. Jesús anticipa en el ritual de la Cena su “entrega” que llegará a su culment en la cruz. Ofrece su Cuerpo y su Sangre, su vida entera, en sacrificio a Dios Padre para la salvación de todos. La misión de Cristo se consuma en la ofrenda de su propia vida, en obediencia a la voluntad del Padre, no para bien de sí mismo ni para provecho propio, sino “por vosotros”.

            Desde entonces, los apóstoles cumplieron la misión. Celebraron la eucaristía y la transmitieron cumpliendo el mandato del Señor: Haced esto en memoria mía. Los gestos y palabras que el presbítero realiza en la eucaristía son los gestos y las palabras del mismo Cristo, en los que se actualiza su misterio pascual y se ofrece a todos los hombres y mujeres de la historia la posibilidad de unirse a Él.

            Los evangelios sinópticos no aportan ningún dato más sobre la última Cena de Jesús. Los estudiosos se han preguntado a lo largo de la historia por qué el evangelio de Juan no relata este significativo pasaje. Sin embargo, el evangelista Juan sí describe el gesto posterior a la Cena: el lavatorio de los pies. Y en este relato amplía el sentido ofrecido por Jesús en la institución de la eucaristía, y profundiza en los sentimientos con los que Jesús vivió estos momentos.

2 – Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo: Juan 13,1-15.

 

            “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

            Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y tomando una toalla, se la ciñe: luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.

            Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo. Simón Pedro le dijo: Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le dijo: Uno que se ha bañado no necesita lavarse más los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: No todos estáis limpios.

            Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.”

            Con este pasaje comienza el libro de la Gloria, tercera y última parte del evangelio de Juan. Se acerca la pascua, y Jesús sabe que es la última pascua. Es la hora escogida por el Padre; la hora de la consumación gloriosa del amor; la hora en la exaltación del Hijo en el madero de la cruz; la hora de la exaltación del Hijo del Hombre. Es “su” pascua, la hora de pasar de este mundo al Padre. 

            En la breve introducción al relato del lavatorio de los pies, aparece la expresión “los amó hasta el extremo”, que puede ser el resumen de todo el evangelio de Juan. Para él, la vida y muerte de Jesús ha sido un gesto de amor consumado hasta la muerte.

            Jesús preside la mesa pascual en la que se mostrará a sus discípulos como el sacerdote y la víctima que se ofrece a sí mismo en los signos del pan y el vino, como anticipo de su sacrificio en la cruz. La eucaristía actualiza el misterio de una entrega redentora. Jesús sabe que ya le ha entregado Dios Padre, al enviarle al mundo; ya le han entregado los hermanos (Judas); ahora tiene que entregarse Él. Y este es el sentimiento con el que celebra Jesús la cena y lava los pies.

            Juan relata que Jesús se levanta de la cena y se pone a lavar los pies a los discípulos. Este gesto escandaliza a Pedro y a todos los demás, porque es una función de esclavos. Pero Jesús transforma este gesto repudiable por la sociedad, en un gesto que expresa el vaciamiento de sí mismo, el humilde servicio que está dispuesto a pasar incluso por la humillación y por la muerte. Jesús se pone en el lugar de los esclavos y Pedro no lo entiende: No me lavarás los pies jamás. A Pedro le escandaliza este gesto; le escandaliza la humillación del amor, la servidumbre del Ungido. No comprende el espíritu del Maestro, se excluye de toda comunión con él, de toda participación en su misión: No tienes parte conmigo. Pedro reacciona y se deja lavar los pies, porque quiere a Jesús; pero no entiende. El Señor sabe que lo comprenderá más tarde. ¿Cuándo? En la cruz.

            Jesús vuelve a la mesa como el Señor sentado a la presidencia y como el Maestro que pregunta a sus discípulos: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Quiere asegurarse de que han aprendido bien la lección. Ciertamente Jesús es Señor y Maestro… pero también Siervo y Servidor. Con este gesto quiere dar una lección ejemplar para que sus discípulos sean reconocidos por los mismos sentimientos y acciones de su Maestro: “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”. Quien preside la mesa de la eucaristía ha de estar dispuesto también a servir a los hermanos con humildad. Nadie puede sentarse a presidir la eucaristía si no está dispuesto a entregar su vida, a ofrecerse a sí mismo  en el servicio de una humilde caridad.

            La meditación de estos pasajes evangélicos nos insta a vivir el ministerio sacerdotal como un supremo servicio de amor: servir y amar hasta el extremo. Es una urgente llamada a todos los sacerdotes para vivir el ministerio con los mismos sentimientos de Jesús; para celebrar la eucaristía y todos los demás signos sacramentales con los sentimientos de servicio, humildad y entrega de Cristo.

2.- Administrador de los sacramentos

 

            En la Plegaria de ordenación que hace el Obispo sobre los candidatos pide a Dios Padre que los futuros presbíteros sean fieles administradores de los misterios de Dios. Ya hemos señalado el origen bíblico de esta expresión con la que se denomina el ministerio litúrgico ejercido en la administración de los sacramentos propios de su ministerio presbiteral (1 Cor 4,1).  El presbítero es considerado un administrador o dispensador, no el dueño o poseedor de los dones administrados. Estos dones son misterios “de Dios”, porque pertenecen a Dios. La finalidad del servicio presbiteral está dirigida a la santificación del Pueblo de Dios mediante la administración de los sacramentos propios y ordinarios del ministerio presbiteral.

            Esta alusión al servicio sacramental del presbítero, evoca la pregunta que el obispo le hace al inicio del rito de ordenación: ¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?

            El presbítero debe celebrar los misterios de Cristo con una doble finalidad: la alabanza de Dios y la santificación del pueblo cristiano. Y se hace una pregunta explícita sobre dos sacramentos, la Eucaristía y la Reconciliación, que debe celebrar piadosa y fielmente.

            Los sacramentos ligados al ministerio presbiteral en la Plegaria de ordenación son cuatro: el bautismo, la eucaristía, la reconciliación y la Unción de los enfermos: “Sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios, para que tu pueblo se renueve con el baño del nuevo nacimiento y se alimente de tu altar; para que los pecadores sean reconciliados y sean confortados los enfermos.

            El primero en ser mencionado es el Bautismo. Se pide a Dios que su pueblo sea renovado por el baño del nuevo nacimiento (Tit 3,5-6). El bautismo es el primer sacramento de la iniciación cristiana, que introduce a los hombres en el Pueblo de Dios y renueva constantemente la Iglesia. Si el presbítero tiene como finalidad la formación de un pueblo sacerdotal, la administración del bautismo es esencial en su ministerio.

            El segundo sacramento mencionado es la Eucaristía. Por medio de ella se nutre y alimenta el Pueblo de Dios. Como veremos más adelante, la eucaristía ha sido siempre el sacramento por excelencia del ministerio presbiteral.

            En tercer lugar, se menciona el sacramento de la Reconciliación, por medio del cual son reconciliados los pecadores. El presbítero es un ministro de la misericordia divina, que reconcilia a los hombres con Dios y con la Iglesia, -como la propia fórmula del sacramento manifiesta-, gracias a la muerte y resurrección de Jesucristo. Pero el presbítero es también beneficiario de este sacramento haciéndose testigo de la misericordia entrañable de Dios por los pecadores.

            En último lugar, se menciona el sacramento de la Unciónde los enfermos. La unción con el óleo bendecido alivia la enfermedad y el dolor de los enfermos. La mención de este sacramento en la plegaria misma de ordenación recuerda al presbítero que, como ministro de Cristo, ha de servir también a los enfermos con los medios dispuestos por Él mismo, especialmente con el sacramento propio de la enfermedad. Su ministerio es una misión de consolación y misericordia para los que sufren, que son el rostro sufriente de Jesús.

3.-Centralidad de la eucaristía

            Todos los sacramentos son importantes para el presbíteros. Sin embargo hay una especial relación entre el sacerdocio y la eucaristía. Decía el papa Juan Pablo II que “en la Última Cena hemos nacido como sacerdotes… Hemos nacido de la Eucaristía.”

 

            Haced esto

            Si es importante la celebración de la eucaristía para la vivencia espiritual de todo cristiano, qué decir para aquellos que tienen que “re-presentar” sacramentalmente al mismo Jesús y actualizar su misterio pascual a través de las palabras y gestos salvíficos de la liturgia. Hay una íntima relación entre la celebración de la eucaristía y el ministro que la preside.

            Como afirman los documentos eclesiales “... los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan. Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (PO 5). Efectivamente, la eucaristía aparece como el culmen al que se ordena toda la actividad de la Iglesia. Es la meta a la que tiende toda la tarea evangelizadora y el centro de la misión santificadora de la Iglesia. Se convierte en el sacramento de los sacramentos, porque Cristo se hace presente verdadera, real y substancialmente en las especies del pan y del vino, actualizando el misterio de nuestra Redención para vivificarnos con su mismo Cuerpo y Sangre. Se convierten en alimento y aliento, en fuerza santificadora para los creyentes configurados a Cristo por la comunión, y dispuestos a compartir su misma misión y destino. La comunidad cristiana se “eucaristiza” con su participación en la eucaristía, que es fuente espiritual para la vida cristiana, de donde mana el compromiso y la entrega connaturales a toda opción crística, personal y comunitaria.

            Por ser el centro de la misión evangelizadora y santificadora de la Iglesia, la eucaristía es también el centro de la vida y ministerio de los presbíteros; ha sido siempre el sacramento por excelencia del ministerio presbiteral.

            La liturgia de la ordenación de los presbíteros subraya esta verdad común del sacerdocio católico. En el escrutinio que el obispo hace a los candidatos, pregunta: “¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?

            Y posteriormente en la Plegaria de ordenación, el obispo suplica a Dios Padre que “sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios, para que tu pueblo… se alimente de tu altar”.

            Posteriormente, los ritos explanativos con los que finaliza el rito de la ordenación subrayan el carácter eucarístico del presbiterado en dos signos: la unción de las manos con el santo crisma, y la entrega de la patena y el cáliz con el pan y el vino. La oración que acompaña la unción de las manos especifica que el presbítero es ungido para santificar el pueblo cristiano y ofrecer el sacrificio a Dios: “Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y pàra ofrecer a Dios el sacrificio.” Mucho más explícita es la relación de la eucaristía con el presbítero en la entrega del pan y del vino: “ Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor.” Es el único signo que se le entrega. Se acentúa este aspecto sacerdotal del ministerio presbiteral con las vestiduras sacerdotales que recibe el recién ordenado.

            Por el sacramento del Orden recibido, el presbítero se convierte en el presidente de la Eucaristía para ofrecer el sacrificio de Cristo y, unido al sacrificio de Cristo, ofrecerse a sí mismo. Así, pues, la celebración de la eucaristía exige, también, en el presbítero la actititud oferente de su propia vida y ministerio, porque es la expresión máxima de su servicio sagrado.

          

            “Ser ofrenda existencial permanente”

            El presbítero celebra la eucaristía representando sacramentalmente a Jesucristo, “haciendo las veces de Cristo”, ocupando el lugar que ocupó un día Jesús y poniendo en sus labios las mismas palabras del Señor. Como presidente de la eucaristía, el presbítero puede limitarse a realizar mecánica y miméticamente esta acción ritual exigida por las rúbricas litúrgicas. Sin embargo, si “representa” a Cristo, está llamado a vivir con los mismos sentimientos de Jesucristo. Esta es una de las claves de la espiritualidad presbiteral: no limitarse a ejecutar ritos, sino a vivir el misterio que celebra.

            ¿Y cuáles fueron los sentimientos de Cristo actualizados en la celebración eucarísticas? Ya lo hemos indicado al inicio. Podemos contestar fácilmente que los sentimientos de toda su vida: la entrega de su vida para cumplir la voluntad del Padre en favor de los hombres. ¡Qué bien lo resumen los capítulos “sacerdotales” del evangelio de Juan (Jn 17) o el texto hímnico de la Carta a los Filipenses (2,6-11)! Celebrar la eucaristía significa estar dispuestos a vivir y actualizar en nosotros el misterio de Cristo, es decir, hacer de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios Padre en favor de los hombres: Qué Él nos transforme en ofrenda permanente, oramos en la Plegaria eucarística III; para hacer de nuestra vida “un sacrificio viviente, santo y acepto a Dios”, tal como afirma Pablo en su Carta a los Romanos (12,1). El presbítero, por tanto, y toda la asamblea unida a él, se unen a la ofrenda eucarística de Cristo al Padre unificados por el Santo Espíritu. Celebrar la eucaristía supone para el presbítero estar dispuesto a gastarse y desgastarse por Cristo en servicio de amor a los hermanos.

 

            Hacer de la eucaristía la gran oración presbiteral.

            Jesucristo es el único medidor y gran intercesor ante el Padre. La Iglesia se une en la eucaristía al sacrificio y a la ofrenda que Jesucristo dirige al Padre por todos nosotros. El presbítero ora “por Cristo, con Él y en Él” al Padre presentándole su misma ofrenda. Se covierte así en la gran oración de aquel que preside la eucaristía “in persona Christi Capitis”. Una consecuencia lógica y práctica de este principio es la necesidad de que el presbítero conozca los textos eucológicos de la eucaristía con los que se une a la oración de Cristo y de la Iglesia.

            Y la oración de la eucaristía se prolonga en la adoración eucarística. La Iglesia prosigue invitando a la adoración eucarística fuera de la misa como una de las formas de culto más loables de la tradición católica. La eucaristía actualiza sacramentalmente el misterio de nuestra redención, es celebración del Misterio. La adoración eucarística prolonga un momento particular de la celebración eucarística: la adoración posterior a la consagración del pan y del vino. La Iglesia prolonga este  momento como continuación de la celebración eucarística para afirmar la fe en la presencia viva, real y sacramental del Señor en el pan eucarístico y favorecer la oración de adoración prolongada junto al Señor entregado por nosotros. 

            El presbítero no puede olvidar el culto eucarístico en medio de su comunidad, porque es un medio precioso para fomentar el amor al Señor y al sacramento de la eucaristía. La adoración eucarística ayuda, no sólo a la comunidad de los fieles, sino principalmente al presbítero. Si es un hombre de oración tendrá pasión por la eucaristía.

            Terminemos esta reflexión evocando un precioso signo de la ordenación presbiteral en la liturgia bizantina. Después de las palabras de la epíclesis, tras la consagración de los santos dones, el obispo llama al nuevo presbítero y le entrega una parte del santo pan consagrado, diciéndole las siguientes palabras:Recibe esta prenda y consérvala hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo por quien te será reclamado.

La,be th.n parakataqh,khn tau,thn( kai. fu,laxon auvth.n e[wj th/j parousi,aj tou/ Kuri,ou h``mw/n vIhsou/ Cristou/( o[te par vauvtou/ me,lleij avpaitei/sqai auvtEl nuevo presbítero recibe el santo pan besando la mano del obispo y vuelve a ocupar el primer puesto al lado derecho del altar. Allí, apoya sus manos sobre el altar y recita interiormente la aclamación Kyrie, eleison y el salmo 50. Perdura en esta posición y actitud penitencial hasta el momento previo a la aclamación Lo santo para los santos.Es entonces cuando el neopresbítero devuelve el pan al obispo, para que lo ponga en la patena, y comulga el primero entre los presbíteros, recibiendo el santo pan y la santa sangre del obispo ordenante. Con este gesto se significa que el presbítero, no sólo es el celebrante y presidente de la eucaristía, sino el garante y custodio de este misterio en el ejercicio de su ministerio presbiteral hasta el final de su vida. La actitud de humildad con la que acoge y sostiene el pan eucaristizado es muestra de piedad y amor sacerdotales a la presencia sacramental de Jesucristo. Y desde el inicio de su ministerio presbiteral se le recuerda de la responsabilidad que se ha depositado en él y que él mismo ha adquirido. Se le ha entregado el tesoro más grande de la Iglesia, la presencia vida del Señor: la eucaristía. Y al final de su vida, cuando se encuentre cara a cara con el Señor, recibirá la recompensa por la buena administración ejercida en su ministerio.

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Siento que el Señor comunica su salvación a los hombres en la celebración de los sacramentos? ¿Cómo vivo personalmente la celebración de los sacramentos?

2 - ¿Me siento “re-presentación” sacramental de Jesucristo cuando celebro la liturgia?

3 - ¿Celebra la eucaristía como celebración central del ministerio pastoral? ¿Ayudo a vivirlo así a los demás? ¿La vivo con los sentimientos de ofrenda y humildad que requiere la celebración de este misterio o como una actividad más del día?

4 - ¿Tengo momentos de oración y adoración eucarísticas?

5 - ¿Me confieso regularmente y, a su vez, estoy disponible para que los fieles puedan celebrar este sacramente con facilidad? ¿Tengo que reconciliarme con alguien? ¿Ayudo a los demás a reconciliarse?

6 - ¿Visito y atiendo espiritualmente a los enfermos? ¿Educo a los fieles para comprender y celebrar el sacramento de la Unción de los enfermos? ¿Acompaño y oro por los que sufren?

 

PARA ORAR

 

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, purifícame.

Pasión de Cristo, confórtame.

Oh Buen Jesús, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a ti,

Para que con tus santos te alabe

Por los siglos de los siglos. Amén.

(San Ignacio de Loyola)

7

IMPLORANTE DE LA MISERICORDIA DE DIOS.

El ministerio de la Oración

ORACIÓN INICIAL

 

Canto: CLN nº 403

JUNTOS COMO HERMANOS

MIEMBROS DE UNA IGLESIA

VAMOS CAMINANDO

AL ENCUENTRO DEL SEÑOR

Unidos al rezar,

unidos en una canción,

viviremos nuestra fe

con la ayuda del Señor

Lectura breve: (Fil 1,3-11.

 

“Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy; firmemente convencido de que quien inició en vosotros la obra buena, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús. Y es justo que yo sienta así de todos vosotros, pues os llevo en mi corazón, partícipes como sois todos de mi gracia, tanto en mis cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio. Pues testigo me es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”.

Preces:

            Dios nos ama y sabe lo que nos hace falta; aclamemos, pues, su poder y su bondad, abriendo, gozosos, nuestros corazones a la alabanza:

            Te alabamos, Señor, y confiamos en ti.

- Da, Señor, a tus fieles el espíritu de oración y de alabanza, para que en toda ocasión te demos gracias.

- Haznos dóciles a la predicación de los apóstoles, y sumisos a la verdad de nuestra fe.

- Concédenos un corazón humilde, para que seamos sumisos unos a otros con respeto cristiano.

- Tú que amas a los justos, haz justicia a los oprimidos.

- Ayúdanos para que resistamos en la tentación, aguantemos en la tribulación y te demos gracias en la prosperidad

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO: Jn 17

 

“Así habló Jesús, y alzando los ojos al cielo, dijo: "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Peroahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplan mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos."

 

1 – La oración sacerdotal de Jesús

Tras el lavatorio de los pies y la traición de Judas, Juan dedica en su evangelio varios capítulos a las despedidas de Jesús. Son largas pláticas donde reagrupa enseñanzas de toda su misión. Jesús explica por última vez a los discípulos lo que será la vida de la Iglesia después de Pascua, y recomienda apoyarse en la fe (capítulo 14), permanecer en Cristo (c. 15), confiar en el Espíritu (c. 16) y orar al Padre (c. 17).

            El capítulo 17 del evangelio de Juan es un texto sobradamente conocido y meditado por todos los sacerdotes. Se le ha denominado la oración sacerdotal de Jesús. ¿Por qué? Porque todo él está impregnado de la intercesión de Jesús por los suyos ante el Padre. Jesús descubre en ella las disposiciones de su corazón al llegar la hora de cumplir su sacrificio. Tras la cena pascual y antes de desencadenarse los acontecimientos de su pasión, Jesús es consciente del momento que está viviendo, ora al Padre e intercede por sus discípulos amados.

            Es un texto referencial para el ministerio presbiteral, porque nos enseña a orar como Cristo ante el Padre, con sus mismos sentimientos y por sus mismas intenciones. El mismo gesto de alzar los ojos al cielo expresa la actitud de Jesús en coloquio último con su Padre. ¡Llega la hora! ¡Ha llegado la hora! ¡Ya está aquí! Termina su ministerio magisterial y comienza el fin. Es la hora de la glorificación del Hijo, la hora de la glorificación del Padre, la hora de la “vida eterna” entregada a los suyos.          

Padre… yo te he glorificado.

            Para el evangelista es muy importante la glorificación del Hijo y del Padre en esta hora última de la consumación del amor. Jesús glorifica al Padre en la tierra llevando a cabo la obra que le encomendó realizar; es decir, cumpliendo su misión en obediencia a la voluntad del Padre. “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Ha sido una misión de anuncio de la salvación a los hombres: “He manifestado tu Nombre a los hombres”, “las palabras que tú me diste se las he dado a ellos”; pero también realizando los gestos salvadores que inauguran la presencia del Reino de Dios en la tierra de los hombres: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,5).

Y el Padre glorifica a Jesús en su misterio pascual. La muerte en cruz es la hora de su elevación y glorificación; la humillación suprema del Hijo ungido; cuando se revela la trascendente grandeza del enviado, venido al mundo para dar vida a los que por la fe reciben su mensaje de salvación. Jesús acepta voluntariamente su pasión y muerte; en absoluta fidelidad a los designios del Padre. Y Dios Padre lo resucitó de la muerte. Toda la misión del Hijo se ordena a esta obra de salvación, que es manifestación suprema del amor del Padre al mundo.

Por ellos ruego

En estos momentos últimos de pasión, Jesús ora por la comunidad de sus discípulos: por los que tú me has dado, porque son tuyos. No piensa únicamente en él, sino en los suyos. Es un testimonio más de su sincero amor y comunión para con ellos. Intercede ante su Padre para que cuide de ellos, que continúan en el mundo como prolongación de su presencia viva y de su misión salvífica; para que los guarde del mal; para que resistan el odio del mundo con alegría; para que sean santificados en la verdad de la fe, venciendo la confusión del error.

Jesús es consciente de que envía a sus discípulos al mismo mundo que le rechaza a Él. Pide al Padre que cuide de ellos mientras dure su peregrinar por el mundo y que posteriormente estén junto a Él: “Donde esté yo estén también conmigo”.

No ruega sólo por los Doce, sino por todos aquellos que por medio de su palabra creerán en Jesús; es decir, ruega por los creyentes de todos los tiempos, que acogen la predicación evangélica y se adhieren a la fe en Jesucristo.

            La oración de Jesús es modelo también de la plegaria de todo apóstol, de todo sacerdote, de todo presbítero. Es una plegaria que intercede también ante Dios Padre por “los suyos”, por aquellos hombres y mujeres que encuentra en medio de su ministerio pastoral, creyentes o no creyentes.

Por ellos me santifico a mí mismo

            Pero junto a la oración “por ellos”, hay otra impresionante expresión de Jesús en su plegaria sacerdotal: por ellos me consagro, por ellos me entrego, por ellos me sacrifico… para que sean santificados en la verdad. Jesús manifiesta de este modo que está dispuesto conscientemente a ofrecer su vida para la salvación de todos los suyos. Se “consagra a sí mismo” por el sacrificio de su propia vida, y ejerce de este modo su mediación intercesora y sacerdotal. La entrega de Cristo es una ofrenda de amor cuya finalidad no es un bien o aprovechamiento personal, sino “por ellos”, para ellos, “por vosotros”: “No hay amor más grande, que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).

            El sacrificio de Cristo en la cruz es la coronación de una vida de fidelidad plena a Dios en comunión con los hombres. Como Hijo, se adhiere con amor al proyecto del Padre y acepta la muerte como el camino de la fidelidad radical.

            Su intercesión va acompañada de la ofrenda de su propia vida: “Padre mío, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tú voluntad” (Mt 26,42); “Ahora mi alma se siente turbada, ¿y qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Mas para esto he venido yo a esta hora, Padre glorifica tu nombre (Jn 12, 26-27). El deseo más grande de Cristo es la gloria del Padre, y la gloria del Padre le hace pasar por la pasión y la muerte. Esta es también la actitud que caracteriza la oración sacerdotal de los presbíteros: orar a Dios con la ofrenda total de la vida, en obediencia filial al Padre, por amor a los hombres. La obediencia y la fidelidad de Cristo a la misión del Padre garantiza la eficacia de su oración.

            El ministerio presbiteral se presenta, por tanto, como una ofrenda existencial de la propia vida, como una intercesión sacerdotal constante, como una liturgia viva, ofrecida al Padre como el mejor culto de alabanza.

Para que sean perfectamente uno.

            Finalmente Jesús alude repetidas veces a la finalidad de su entrega y oración: “para que sean uno”. Jesús desvela el misterio divino de la unidad existente entre el Padre y el Hijo. Jesús busca la unidad de sus discípulos con Él, y la unidad de todos los suyos entre sí. De modo que Él se presenta como el mediador que garantiza la comunión de sus discípulos con el Padre: Yo en ellos y tú en mí.

Más aún, el testimonio de la unidad en la fe y en el amor de sus discípulos condiciona el fruto de la predicación evangélica y la adhesión a la fe de los evangelizados. La desunión de los creyentes en Cristo es obstáculo y escándalo para la fe. Jesús pide al Padre la comunión de los suyos para que el mundo conozca el misterio del amor de Dios y crean en él: Padre que sean uno para que el mundo crea.

2 – La oración apostólica del presbítero

            La tercera y última de las funciones del presbítero mencionadas en la Plegaria de ordenación es el ministerium orationis. Se pide que los presbíteros, unidos al orden episcopal, imploren la misericordia de Dios por el pueblo a ellos encomendado y por todo el mundo. El contenido de este párrafo está tomado casi literalmente del Decreto Presbyterorum Ordinis, que habla de los presbíteros como ministros de los Sacramentos y hace una mención especial al rezo de la Liturgia de las Horas. Para comprender mejor su contenido lo relacionamos con la novedosa pregunta añadida en la actual edición: ¿Estáis dispuestos a invocar la misericordia divinacon nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?Y posteriormente se dice en la Plegaria de ordenación: Que en comunión con nosotros, Señor, imploren tu misericordia por el pueblo que se les confía y en favor del mundo entero.

            La oración presbiteral implora la misericordia de Dios por el pueblo a ellos confiado y por todo el mundo. No ora solamente por el Pueblo de Dios, sino por toda la humanidad. Su oración conlleva un marcado carácter de universalidad: por todos los hombres.

            Se potencia de este modo la figura orante del presbítero, que siguiendo el mandato del Señor y a ejemplo de los Apóstoles, se dedica asiduamente a la oración (Hc6,4). Al ser constituido sacramentalmente en pastor del Pueblo de Dios ora al Padre por el pueblo a ell encomendado y por todos los hombres. Es una función intercesora y pastoral. Es, también, una misión encomendada por la Iglesia que manifiesta la naturaleza de la Iglesia en oración. El presbítero ora en nombre de la Iglesia, por la Iglesia, con la Iglesia y en la Iglesia, haciendo de su oración una ofrenda de alabanza y acción de gracias a Dios Padre.

La oración forma parte de la misión presbiteral encomendada por la Iglesia desde el mismo momento de su ordenación. Así aparece también en la ordenación de los diáconos y obispos. La oración, por tanto, está vinculada sacramentalmente al ministerio presbiteral. Y puede expresarse de muy diversas formas: desde la oración personal hasta la oración litúrgica.

La oración no puede convertirse en un deber ministerial, sino en un aspecto esencial de la vocación bautismal y presbiteral, que busca la alabanza de Dios y la intercesión por el mundo. La oración del presbítero a Dios Padre es parte de su ministerio pastoral. Por tanto, no puede vivirla como algo oneroso y extraño, sino como un aspecto de su dimensión sacerdotal y un medio de santificación personal.

La plegaria del presbítero no puede ser ajena a su realidad pastoral. Como ministro que representa a Cristo en medio de sus fieles, ha de sentir en su corazón de Buen Pastor la vida de aquellos a quien sirve. La oración presbiteral es reflejo de su caridad pastoral; en ella se expresa el amor del Buen Pastor por todos los hombres. La oración del presbítero ha de estar marcada por la realidad pastoral y social en la que vive. ¡Qué bien lo expresa el responsorio de las II Vísperas del Común de Pastores, refiriéndose al ministerio sacerdotal: Este es el que ama mucho a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo.

La oración es parte integrante de la misión pastoral del presbítero. El ministerio pastoral se convierte, por tanto, en fuente espiritual. La oración y el apostolado del presbítero no son actividades distintas e independientes, sino dimensiones de una misma realidad. El presbítero ha de fundamentar su vida espiritual en el ejercicio de su ministerio.

El presbítero ora tambiénen favor del mundo entero. Es decir, la oración del presbítero es una oración abierta y universal (católica), porque no se circunscribe al ámbito exclusivo de los bautizados en Cristo, sino que abarca a todos los hombres. Es una oración apostólica, porque refleja la caridad del Pastor Bueno que ama a todos y ora al Padre en favor de su pueblo y de todo el mundo. Esta dimensión cósmica hace de la oración presbiteral una alabanza universal a Dios por la universal salvación de todos los pueblos y manifiesta también la dimensión pública de su ministerio.

3 – La oración litúrgica: Liturgia de las Horas

El ministerium orationis del presbítero se manifiesta principalmente en la Eucaristía, cumbre y fuente de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. En ella, el presbítero, junto con la asamblea de fieles congregados, se inserta vital y sacramentalmente en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y operante en los sacramentos y en la oración de la Iglesia. Por eso, recordaba el Concilio Vaticano II que el mismo misterio actualizado en la celebración eucarística se prolonga a lo largo del día en la celebración de la Liturgia de las Horas.

            La Liturgia de las Horas es comprendida como la actualización del misterio pascual de Jesucristo en forma de plegaria y circunscrita al ritmo temporal de la jornada: Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo (PO 5). Esta lógica pascual se manifiesta, sobre todo, en las dos Horas principales, consideradas el doble quicio de la oración diurna. Las Laudes, como oración de la mañana conmemoran la resurrección del Señor y nuestra resurrección con él; las Vísperas, como oración de la tarde, evocan la entrega de Jesucristo en la cruz y la nuestra, como sacrificium laudis ofrecido a Dios Padre.

La Liturgiade las Horas, por ser la oración de la Iglesia, es la fuente de la que brota y en la que se fundamenta la oración del presbítero, que culmina en la celebración eucarística; yun complemento necesario del sacrificio eucarístico, que se extiende y se difunde a todos los momentos de la vida de los hombres.

            Esta encomienda sacramental que la Iglesia confía al presbítero el mismo día de su ordenación, no es exclusiva de este ministerio ordenado. Tiene matices particulares en la vida presbiteral, pero pertenece a todo el pueblo de Dios. Ciertamente la historia de la Iglesia, especialmente en el segundo milenio, ha vinculado la oración de las Horas al oficio clerical y monástico, convirtiendo la plegaria que pertenece a la Iglesia en una obligación exclusiva de los ministros ordenados y quienes han recibido este mandato eclesial. Sin embargo, para el presbítero, la Liturgia de las Horas no puede reducirse a una norma legal u oración privada. Hay que comprenderla en clave sacramental y ministerial, porque es parte de su misión presbiteral encomendada por Cristo y por la Iglesia en la ordenación. Si la Liturgia de las Horas incumbe a toda la Iglesia orante, máxime a quien la representa sacramentalmente.

            El magisterio eclesial afirma que Cristo, no sólo es el principal autor de la oración de su Iglesia, sino que se hace presente cuando la Iglesia reunida celebra la liturgia. Él mismo ora por la voz de su Iglesia. La liturgia es signo sacramental de la plegaria sacerdotal del mismo Cristo. Tanto la eucaristía como la Liturgia de las Horas están en la misma línea de sacramentalidad. Ambas brotan del sacerdocio de Cristo, prolongado por la Iglesia que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio Divino (SC 83).

El presbítero ora no sólo como miembro del Cuerpo eclesial, sino también como ministro ordenado que ejerce la misión sacerdotal de Jesucristo (in persona Christi Capitis). Es parte de su munus sanctificandi. Aunque pertenece a todos los bautizados, es particularmente confiada a aquellos que tienen la misión de guía y presidencia del pueblo de Dios. La Iglesia encarga y urge la celebración de la Liturgia de las Horas a la jerarquía ministerial como un modo de asegurar la oración de Cristo. Así que el presbítero celebra la Liturgia de las Horas en representación de la Madre Iglesia (in nomine Ecclesiae). No hay que interpretar esta expresión exclusivamente en sentido jurídico, sino que se trata de una verdadera expresión teológica. El presbítero asume el ministerio de la oración no como una obligación legalista, sino como una dimensión de su propia vocación pastoral. La Iglesia le pide hacer aquello que su pueblo no hace, para que la función de toda la comunidad sea desempeñada de manera segura y constante al menos por ellos y la oración de Cristo se continúe en la Iglesia sin interrupción.

Es interesante recordar al presbítero que la oración pertenece y es parte de su ministerio pastoral. A veces piensa que su misión se limita a la evangelización y a la celebración de los sacramentos; y considera la oración como una cuestión privada que atañe exclusivamente a su persona. Y, ciertamente, su oración tiene una dimensión pública y personal. Sin embargo, el presbítero está llamado, como Pastor del pueblo de Dios, no sólo a presidir la oración litúrgica unido a su comunidad de fieles, sino también a ser maestro de oración para sus fieles. Quiero recordar aquí, unas interesantes palabras del Papa Juan Pablo II dirigidas a los sacerdotes en una de sus cartas escritas con ocasión del Jueves Santo (1999): Precisamente por su vínculo indisoluble con el sacerdocio de Cristo, el presbítero es el maestro de la oración y los fieles pueden dirigir legítimamente a él la misma petición hecha un día por los discípulos a Jesús: “Enséñanos a orar”... Es precisamente en esta perspectiva que exhorto a cada sacerdote a cumplir con confianza y valentía su cometido de guía de la comunidad en la oración cristiana auténtica. Es un cometido del cual no le es lícito abdicar, aunque las dificultades derivadas de la mentalidad secularizada a veces lo pueden hacer laborioso.

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Dedico tiempo a la oración personal de forma regular a lo largo de la jornada? ¿Soy fiel al compromiso de celebrar la Liturgia de las horas?

2 - ¿Doy gracias a Dios por las alegrías y sufrimientos del ministerio pastoral?

3 - ¿Oro especialmente por las personas que me han sido confiadas? ¿Imploro la misericordia de Dios por todos los hombres? ¿Estoy atento a las necesidades del mundo actual y, en particular, a las necesidades de los más cercanos?

4 - ¿Preveo en la organización de mi tiempo algunos de días de retiro y ejercicios espirituales? ¿Busco la ayuda de la dirección espiritual?

5 - ¿Valoro la oración como parte del ministerio pastoral confiado?

 

PARA ORAR

“Señor, mi Dios,

enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte,

dónde y cómo encontrarte.

Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré estando ausente?

Si estas por todas partes, ¿cómo no descubro tu presencia?

Cierto es que habitas en una claridad inaccesible…

¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en ella?

¿Con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré?

Me creaste para verte,

y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado…

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca.

Porque no puedo ir en tu busca

a menos que tú me enseñes.

Y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas.

Deseando te buscaré, buscando te desearé.

Amándote te hallaré, y hallándote te amaré.”

(San Anselmo)

8

YO OS ENVÍO

ORACIÓN INICIAL

Canto:

 

Sois la semilla que ha de crecer,

sois la estrella que ha de brillar,

sois levadura, sois grano de sal,

antorcha que ha de alumbrar.

Sois la mañana que vuelve a nacer,

sois espiga que empieza a granar.

Sois aguijón y caricia a la vez,

testigos que voy a enviar.

 

ID, AMIGOS, POR EL MUNDO, ANUNCIANDO EL AMOR,

MENSAJEROS DE LA VIDA, DE LA PAZ Y EL PERDÓN.

SED, AMIGOS, LOS TESTIGOS DE MI RESURRECCIÓN.

ID LLEVANDO MI PRESENCIA. ¡CON VOSOTROS ESTOY!

Lectura breve: Ef 1,3-10.

 

“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido en la persona de Cristo

con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,

para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,

por pura iniciativa suya, a ser sus hijos,

para que la gloria de su gracia,

que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,

redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,

hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.

El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia

ha sido un derroche para con nosotros,

dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo

cuando llegase el momento culminante:

recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” .

Preces:

            Hermanos, edificados sobre el cimiento de los apóstoles, oremos al Padre por su pueblo santo diciendo:

 

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia

 

- Padre santo, que quisiste que tu Hijo, resucitado de entre los muertos, se manifestara en primer lugar a los apóstoles, haz que también nosotros seamos testigos de Cristo hasta los confines del mundo.

 

- Padre santo, que enviaste a tu Hijo al mundo para dar la Buena Noticia a los pobres, haz que sepamos proclamar el Evangelio a todas las criaturas.

 

- Tú que enviaste a tu Hijo a sembrar la semilla de la palabra, danos también a nosotros sembrar tu semilla con nuestro trabajo, para que, alegres, demos fruto con nuestra perseverancia.

 

- Tú que enviaste a tu Hijo para que reconciliara el mundo contigo, haz que también nosotros cooperemos a la reconciliación de los hombres.

Padrenuestro

TEXTO BÍBLICO

 

“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos. Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La Paz a vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.

Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y mi mano en su costado, no creeré.

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas y dijo: La paz con vosotros. Luego se dirigió a Tomás: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío. Replicó Jesús: Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.” (Jn 20, 19-30)

1 - Dichosos los que crean

 

            Es interesante la referencia que se hace al domingo en los relatos pascuales de la primera comunidad apostólica. Las apariciones del Resucitado acontecen regularmente el primer día de la semana judía y cada ocho días, para recordar el día santo de la resurrección del Señor. El relato proclamado describe al grupo de los Apóstoles encerrados en el Cenáculo y ofuscados por el miedo y la inseguridad. Se describe una comunidad triste y desorientada. Tenían miedo a los judíos. Las puertas cerradas son signo de la debilidad interior que paraliza el corazón de la comunidad.

En este contexto, Jesús se hace presente en medio de ellos y se manifiesta resucitado. El saludo pascual del Cristo Resucitado es siempre el mismo y repetido varias veces: La paz con vosotros. Ese es el deseo de Jesús para los suyos: paz. Inmediatamente el corazón compungido de los discípulos se alegra al ver al Señor. Son los frutos de la pascua: la alegría y la paz. E inmediatamente les dirige su mensaje: Yo os envío, y los capacita para la misión con la fuerza de su Espíritu.

            La escena aumenta su dramatismo cuando se nos advierte de la ausencia de Tomás y de su comprensible incredulidad ante el testimonio de los hermanos: Hemos visto al Señor. Los discípulos dan ya testimonio experiencial de Cristo Resucitado. Los que no habían creído a las mujeres intentan ahora convencer a Tomás. Pero no lo logran.

            Tomás desconfía del testimonio unánime de los hermanos. No puede admitir la posibilidad del Resucitado. Está cerrado a la novedad del misterio anunciado por Jesús. Pone condiciones: Si no lo veo con mis propios ojos y lo compruebo personalmente, no lo creeré. Representa al hombre escéptico de todos los tiempos con problemas de fe, y no es fácil admitir lo extraordinario en mentes tan racionalistas como las de Tomás. Muchos de los primeros cristianos padecían la angustia de la duda provocada por la fragilidad de la propia fe o la oposición de la filosofía dominante, o incluso por las contradicciones internas de la propia comunidad cristiana.

            Sin embargo, Jesucristo conoce muy bien el corazón humano. No pacta con mediocridades ni con las modas del momento. Conoce nuestras dudas y torpezas; por eso nos invita a la confianza. Sólo el evangelio puede curar nuestras dudas y preocupaciones, como sanó la incredulidad soberbia de Tomás. El encuentro con el Resucitado transformó la duda en confesión de fe; al escéptico en apóstol; al incrédulo en creyente: ¡Señor mío y Dios mío! La duda no puede ahogar la posibilidad de la fe. Qué bien lo entendió el Cardenal Newman cuando afirmaba: “La fe es la capacidad de soportar las dudas”.

            El reproche de Jesús a Tomás puede valer también para nosotros, presbíteros: “¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?... No seas incrédulo, sino creyente”. El Señor nos invita a la fe y a la confianza en él. Incluso en medio de las dificultades posibles de nuestro ministerio o en la vida personal de cada ser humano, el Señor nos dice que la solución no pasa por exigir señales, sino en creer en Jesús: “¡Dichosos los que crean sin haber visto!” Es la última bienaventuranza de Jesús recogida en el evangelio de Juan: la bienaventuranza de la fe. Creer significa vivir; y la vida es cuestión de fe. Así termina la primera conclusión del evangelio de Juan: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30).

Esta es la finalidad del evangelio de Juan: para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida. Juan concluye la narración sobre la vida de Jesús llamando a la fe de sus discípulos como condición indispensable para que haya vida en ellos. El que cree en Jesucristo vive; y el que vive de Jesucristo, cree.

            Tomás exige la demostración empírica de la existencia del Resucitado. Al igual que él, muchos creyentes piden señales a Dios para convencer la fe vacilante o salir de la estéril obstinación. Buscan apoyaturas donde asentar las creencias. Pero el mensaje evidente de este pasaje evangélico advierte que el ver no es condición indispensable para la fe cristiana. Cuando Pedro y Juan corren hacia el sepulcro vacío, contemplan la misma realidad; sin embargo, uno cree en la resurrección de Jesús y el otro permanece en la duda. No es necesario “ver” apariciones de Cristo, ni milagros espectaculares. La fe no depende de visiones. “Ver” no es indispensable para “creer”; sino que apoyándonos en este relato evangélico tendríamos que decir lo contrario: si no lo “creo” no lo “veo”.

            Sólo desde la fe podemos ver la presencia del Resucitado entre nosotros, actuando también hoy en nuestra historia. El camino de la fe pascual no es el de las pruebas sensibles o los hechos extraordinarios. Se apoya en el testimonio vivo de la comunidad creyente. Por tanto, el mensaje final de este relato es una llamada a la fe. Nuestra fe se fundamenta en la convicción de los apóstoles, porque es apostólica.

El pasaje de Tomás nos enseña a todos, también al presbítero, que la condición básica del seguimiento cristiano y de la vida ministerial es la fe en Jesucristo. Somos testigos del Señor Resucitado. Unidos a él podremos superar la tentación de la duda y transformarla en confesión adorante de su presencia viva entre nosotros. La dureza de corazón nos hace incrédulos. La confianza en Él nos hace testigos. Como aquellos discípulos, hemos de suplicar al Señor: ¡Auméntanos la fe! para poder llevar tu palabra de vida y salvación a todos los hombres y mujeres de la tierra.

 

2 - Id por todo el mundo

 

“Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su cerrazón de mente, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Luego les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Éstos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.

            Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios.

            Ellos salieron a predicar por todas partes. El Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que la acompañaban.” (Mc 16, 14-20)

 

            Parece que este texto es una continuación de la experiencia relatada por Juan en el pasaje bíblico anterior. Los discípulos están sentados a la mesa. Es una referencia evidente a la mesa de la eucaristía, que está presente en el centro de los grandes momentos de la Iglesia primitiva. La misión de los apóstoles comienza en y desde la mesa de la eucaristía. La misión del presbítero se inicia desde la mesa eucarística de la ordenación. Desde allí, desde ese acontecimiento sacramental es enviado a iniciar la misión.

            El evangelista Marcos indica insiste también en su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído el anuncio de la resurrección del Señor. Es curioso que desde la experiencia de su incredulidad personal, tras el encuentro con el Cristo Resucitado- son enviados a evangelizar la incredulidad de los incrédulos. Saben a quien se dirigen, porque ellos mismos lo han experimentado.

            Y, aún siendo Jesús consciente de la situación de sus discípulos, los envía a prolongar su misión de salvación por todo el mundo y por toda la historia: Id por todo el mundo, proclamad la Buena Noticia, haced discípulos a todas las gentes, a todas las naciones, empezando por Jerusalén hasta llegar a los límites de la tierra. Jesús habla de una misión universal y cósmica, que han de realizar los discípulos de todos los tiempos. La misión presbiteral se inserta en esta corriente de salvación que prolonga la palabra y los signos de Jesús hasta el final de los tiempos: Proclamad la Buena Noticia…  Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…imponed las manos sobre los enfermos…

Ellos salieron a predicar por todas partes. Los apóstoles acogen el encargo recibido e inician la novedosa misión de anuncio y testimonio de Cristo para ser fermento y alma del mundo, como afirma la Carta a Diogneto. Y el Señor colaboraba con ellos. Es una expresión preciosa para indicar la mutua implicación entre Dios y los apóstoles, entre el esfuerzo humano y la gracia divina, de la misión encomendada. Los presbíteros hemos de recordar que la misión no es nuestra, no la hacemos nosotros, no somos los dueños. Es el Señor quien colabora con nosotros, para que nosotros podamos colaborar con Él. No olvidemos que somos colaboradores y cooperadores suyos; y que Él siempre está con nosotros: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

            El Señor nos envía, por tanto, a realizar nuestra vocación apostólica para edificar la iglesia, en el corazón del mundo, viviendo en santidad nuestro ministerio presbiteral.

 

3 - Para edificar la Iglesia

            La Plegaria de ordenación de los presbíteros señala que la finalidad última del presbiterado es la formación del pueblo de Dios, denominado en este texto como pueblo sacerdotal. Por un lado, es pueblo sacerdotal porque sus miembros son sacerdotes. Se trata del sacerdocio común o bautismal por el que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo formando un pueblo sacerdotal y una nación santa. Por otro lado, está el sacerdocio ministerial, fruto del Espíritu Santo, que suscita en la Iglesia diversidad de carismas y ministerios dirigidos al servicio de Dios para formar, dirigir, animar y unificar su pueblo.

            El presbítero recibe el sacerdocio ministerial como un don particular que le capacita para cooperar con el Orden episcopal y ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que le ha sido conferido. Las funciones ministeriales del presbítero están destinadas a la formación y el crecimiento del Pueblo de Dios. Así pues, el sacerdocio ministerial sólo tiene sentido en relación al sacerdocio común de los fieles. Y ambos son esenciales en la Iglesia. La Iglesia no puede vivir sin el sacerdocio ministerial y el sacerdocio apostólico no puede conferirse sin la Iglesia. La dimensión eclesial es constitutiva del ministerio presbiteral y el ministerio presbiteral es constitutivo de la Iglesia.

            Esta dimensión recuerda al presbítero que Dios nos convoca en un pueblo de llamados (1 Cor 1,1-2), y que nuestra llamada no supone ruptura sino comunión con el pueblo de Dios al que servimos. La llamada presbiteral es también comunitaria y colegial, porque nos llama en un presbiterio. No olvidemos la expresión utilizada en el evangelio para referirse a la  comunidad apostólica: “los hizo Doce”. Nuestra vocación no es individual, sino colegial, tal como se expresa en la imposición de manos que tras el obispo hace el presbiterio en el rito de la ordenación, y posteriormente el ósculo que ofrecen al recién incorporado al colegio presbiteral. La dimensión colegial de nuestro ministerio presbiteral es constitutiva, no accidental. El presbítero ha de aprender a vivir y amar a su presbiterio. Somos portadores de la misma gracia y vocación; y esto ha de llevarnos también a sentirnos hermanos, responsables unos de otros.

 

4 - En el corazón del mundo

 

            La llamada de Dios nos envía al mundo y nos sitúa en el mundo. El mismo Jesús suplicaba al Padre antes de su pasión: “No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal”. Insertos proféticamente en el mundo, los presbíteros correrán el mismo riesgo del Maestro. Bien sabía Jesús las dificultades a las que se exponían sus discípulos, cuando suplica al Padre por ellos.  

            La misión del presbítero, como la de todo apóstol de Cristo, se expone también al rechazo y oposición de este mundo. Mejor dicho, la misión del apóstol de Jesús se debate siempre entre la seducción y la persecución de este mundo. Primeramente la gente te seduce con halagos y alabanzas para ganarte a sus criterios, para usarte a su antojo y manipularte según el propio interés. Pero si te opones con razones propias y contradices lo más mínimo sus planteamientos, pasas inmediatamente a ser perseguido. Desde entonces te conviertes en el enemigo más peligroso y buscarán aniquilarte por todos los medios posibles. Es decir, ha comenzado tu pasión, tu personal abandono y martirio, como muchos hermanos nuestros a lo largo de la historia.

            La misión y finalidad del ministerio presbiteral es formar un pueblo sacerdotal que se transformará en un único pueblo al llegar la plenitud del Reino de Dios. La misión del presbítero se inserta en el proceso salvífico que conduce a todos los hombres y a todos los pueblos hacia el único pueblo de Dios. Por esta razón, se afirma que el ministerio presbiteral es un ministerio eclesial y universal. Aunque está sacramentalmente ligado a la Iglesia, no se agota en ella porque se dirige, también, a todos los hombres. El anuncio del Evangelio tiene como destinataria toda la humanidad; refleja la esencia católica de la Iglesia y del presbítero.

            La misión presbiteral aparece también como un ministerio de unidad. La plegaria de ordenación de los presbíteros presupone un proceso histórico por el que todos los pueblos, congregados en Cristo, llegarán a formar el único pueblo de Dios, que se realizará plenamente en el Reino: “Así todas las naciones, congregadas en Cristo, formarán un único pueblo tuyo que alcanzará su plenitud en tu Reino”. El presbítero se inserta en esta dinámica como ministro de unidad para conducir, por medio de Cristo y guiado por su Espíritu, a todos los hombres hacia el Padre. Se presenta al presbítero desde su ministerio ejercido en la Iglesia, que peregrina hacia el Reino. Es un ministerio de unidad, al servicio de la Iglesia y de la humanidad, ordenado al plan divino de salvación, por el que Cristo congregará en sí a todos los pueblos en un único pueblo, para ofrecérselo a Dios Padre en el Reino eterno.

El ministerio presbiteral se inserta en la historia de la salvación para cumplir el designio salvífico dispuesto por Dios para los hombres.

  La ordenación presbiteral del rito bizantino, habla de un encuentro personal del presbítero con Jesucristo al final de los tiempos, en el que valorará el ejercicio de su ministerio. Este futuro encuentro individual y personal con Cristo supone una llamada a la entrega y responsabilidad presentes. En la Plegaria de ordenación romana, el ministerio presbiteral se inserta en el dinamismo progresivo de salvación que congrega a toda la humanidad en un único pueblo, y lo conduce hacia la plenitud del Reino de Dios. Se describe este momento en clave escatológica colectiva y universal. La misión del presbítero excede el ámbito eclesial para descubrirse universal (católica) y es un factor activo en el proceso de unidad cósmica, que congrega a todos los pueblos en Cristo.

           

5 - Viviendo en santidad

La misión del presbítero exige también la conducta ejemplar en su vida personal y en su tarea ministerial.

La ordenación supone para el presbítero una llamada a ser ejemplo existencial con su conducta y comportamiento de vida en la misión recibida. Si el candidato accede a la ordenación es porque el juicio de la Iglesia le ha considerado “digno” de este ministerio; su conducta ha sido calificada de irreprensible y su fe inconmovible, hasta el punto de ser considerado “agradable a Dios en todo”, como expresan los textos bizantinos. Desciende sobre él la gracia del Espíritu Santo para colmarlo con su fuerza santificadora y perfeccionar sus deficiencias; se renueva en él el Espíritu de santidad para santificarlo y poder santificar en el ejercicio de su ministerio. El don del Espíritu exige respuesta vital a la gracia concedida, que se traduce en un comportamiento digno de la vocación a la que ha sido llamado y del don sacramental recibido en la ordenación presbiteral.

La ordenación supone también una llamada al testimonio ministerial; es decir, el ejercicio del propio ministerio exige en el presbítero una conducta acorde a la dignidad sacramental del presbiterado. El Espíritu Santo recibido en la ordenación, no sólo es santificación personal del presbítero, sino también fuerza y aliento para cumplir su ministerio, actualizando la obra de la redención entre los hombres. Es el Espíritu Santo el que fecunda su ministerio; el que hace fructificar, en el corazón de los hombres, la Palabra de Dios predicada por el presbítero; el que actualiza y comunica la obra de Dios en los sacramentos. El Espíritu está presente en toda la historia de la salvación, también en toda la vida y ministerio presbiteral, para garantizar con su fuerza la santificación prometida por Dios a su Pueblo.

Esta ha de ser la conducta requerida para “la buena administración del propio orden”, como afirma la tradición bizantina, por la que será juzgado el presbítero al final de los tiempos. Se solicita de éste el comportamiento ejemplar de una vida santa, no como una imposición externa, sino como la respuesta lógica a la llamada del Señor a un servicio de amor que aliente la fe y la esperanza del pueblo de Dios peregrino en este mundo.

PISTAS PARA EL TRABAJO

1 - ¿Me siento enviado de Jesucristo allí donde vivo? ¿Soy consciente que participo de la misión de Jesucristo?

2 - ¿Doy testimonio de fe, de alegría y de esperanza con la actitud de mi vida a los demás? ¿Sufro las dudas? ¿Me siento entristecido por la situación histórica actual?

3 - ¿Cómo es la comunicación con mi comunidad: abierta, sincera…? ¿Comparto la vida con ellos o me aíslo?

4 - ¿Cómo es mi comunicación con los demás sacerdotes: confiada, afectuosa, fraterna, distante…? ¿Por qué?

5 - ¿Soy consciente que el Señor acompaña nuestra misión apostólica hasta el final del mundo?

PARA ORAR

CRISTO

es el fundamento, no el edificio;

es la viña, no los sarmientos;

es el esposo, no la esposa;

s el pastor, no las ovejas;

es el camino, no los viajeros;

es el templo, no los moradores;

es el primogénito, no los hermanos;

es el heredero, no los coherederos;

es la vida, no los vivientes;

es la resurrección, no los resucitados;

es la luz, no los iluminados.

(Juan Crisóstomo)

RENOVACIÓN DE LAS PROMESAS SACERDOTALES

en la Misa Crismal

Obispo: Hijos amadísimos: En esta conmemoración anual del día en que Cristo confirió su sacerdocio a los Apóstoles y a nosotros, ¿queréis renovar las promesas que hicisteis un día ante vuestro obispo y ante el pueblo de Dios?

Sacerdotes: Sí, quiero.

Obispo: ¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?

Sacerdotes: Sí, quiero.

Obispo: ¿Deseáis permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y desempeñar fielmente el ministerio de la predicación como seguidores de Cristo, Cabeza y Pastor, sin pretender los bienes temporales, sino movidos únicamente por el celo de las almas?

Sacerdotes: Sí, quiero.

Obispo: Y ahora vosotros, hijos muy queridos, orad por vuestros presbíteros, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus bendiciones: que sean ministros fieles de Cristo, Sumo Sacerdote, y os conduzcan a él, única fuente de salvación.

Pueblo: Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

Obispo: Y rezad también por mí, para que sea fiel al ministerio apostólico confiado a mi humilde persona, y sea imagen, cada vez más viva y perfecta, de Cristo Sacerdote, Buen Pastor, Maestro y Siervo de todos.

Pueblo: Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

Obispo: El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna.

CONCLUSIÓN

Es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)

            La personalidad y la enseñanza de san Pablo es muy rica y casi podríamos decir inagotable. A lo largo de este año surgen publicaciones de todo tipo que muestran la multiforme riqueza del Apóstol.

Sin embargo, deseo subrayar uno de los aspectos que, en mi opinión, ocupa un puesto central en su vida. Está formulado en una expresión de la Carta a los Gálatas, pero su contenido es repetido en infinidad de ocasiones por todos los escritos paulinos: “Estoy crucificado con Cristo, pero no soy yo, es Cristo quien viven en mí, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó hasta dar la vida por mí…” (Ga 2,19-20). La experiencia descrita en estas breves palabras es la de un apóstol y un místico. Tal vez estamos muy acostumbrados a subrayar el carácter misionero y evangelizador de san Pablo; no se si se ha descubierto tanto su dimensión espiritual y mística. Pablo llega a unas profundidades del misterio de Cristo que se identifica con Él, hasta el punto de olvidarse de sí mismo. Ya no es Pablo, es Cristo en Pablo. ¡Qué experiencia de configuración con Cristo!

            Los presbíteros, como ya hemos señalado, son configurados a Cristo por el sacramento del Orden. No dudamos de esta realidad sacramental, pero, muchas veces, permanece como una formulación teológica sin incidencia alguna en la vida personal de los presbíteros. El sacramento del orden nos hace sacramento de su presencia para que el Resucitado pueda seguir predicando, salvando y amando a su pueblo por medio nuestro. No somos nosotros, es Cristo por medio nuestro.

            Esta realidad objetiva sacramental debe convertirse en el presbítero en un acicate para conformar su vida con el misterio que representa. La vida espiritual trata de configurar nuestros criterios y sentimientos humanos con los de Cristo muerto y resucitado. Cuando lo intentamos, somos consciente de la distancia existente entre el deseo y la posibilidad. Es entonces cuando sentimos el peso de nuestra debilidad y flaqueza. También la prueba del sufrimiento que nos purifica, cuando amamos y perdonamos como Cristo en los momentos de cruz.

Somos frágiles vasijas de barro. Sin embargo Dios busca nuestra debilidad para mostrar en nosotros la grandeza de la salvación. Así no podremos atribuirnos nosotros el éxito y los frutos de la misión. Somos pobres siervos inútiles. Pero Dios busca nuestra ignorancia para mostrar en nosotros su sabiduría. Esta es la lógica de Dios cumplida en Pablo.

            Por eso, la única respuesta posible es la fe en Jesucristo como agradecimiento a Dios por la llamada y el don confiados: "La vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20).

Pablo ya no vive para sí mismo, sino que vive de Cristo, con Cristo y para Cristo. Ya no busca realizarse a sí mismo, -como escuchamos tantas veces en nuestras conversaciones-; él busca ser uno con Cristo: Mi vida es Cristo (Flp 1,21).

            Quisiera terminar estas reflexiones con esta urgente llamada a la vida espiritual de los presbíteros. Me gustaría que transformaran nuestra vida presbiteral cotidiana hasta el punto de vivir la fe, la confianza, la alegría y la esperanza de Pablo. "Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?" (Rm 8, 31). ¡Para qué lamentarnos tanto! Si nuestra vida está apoyada en Cristo, unida a Cristo, configurada a Cristo… ¿Por qué temer? Todo lo podemos en Jesucristo. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13). Él es la fuente de nuestra fuerza y energía.

            Termino con las alentadoras palabras dirigidas por el Papa Benedicto XVI en la convocación del Año paulino: “Queridos hermanos y hermanas: como en los inicios, también hoy Cristo necesita apóstoles dispuestos a sacrificarse. Necesita testigos y mártires como san Pablo”. Yo añadiría algo más: Necesita presbíteros como tú, que estén dispuestos a entregar su vida en el ministerio encomendado, comunicando a la humanidad la salvación ofrecida por Dios Padre en Jesucristo.

            ¡Que María, la Virgen Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes, nos acompañe y aliente en esta hermosa vocación al ministerio presbiteral!

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