RETIRO DON BENITO (mayo 2014)

VSTV.                  RETIRO DON BENITO (mayo 2014)

Canto: Inúndame, Señor, con tu Espíritu…

Oración:Secuencia, o Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles…

QUERIDAS HERMANAS: Yo todo se lo debo al Espíritu de Dios por la oración, al Espíritu Santo que habla a mi espíritu. Por eso todos los días, le invoco y le beso, diciéndole: Oh Espíritu Santo, Dios Amor, Abrazo y Beso de mi Dios…

       Mi primera vivencia fuerte de Espíritu Santo fue en el Seminario, en octavo curso, 3º de filosofía. Había jugado al futbol, un compañero que tiene dos hermanos sacerdotes me dijo que dejaba el seminario, hablamos llegamos tarde y Al regresar al Seminario había un acto en la Capilla; como llegamos tarde, porque estuvimos hablando por el camino, subimos, con otros compañeros y como era costumbre en estos casos, al coro, donde Angelito tocaba maravillosamente el «armonium»; yo me puse de rodillas porque había Exposición Mayor por ser Novenario de Pentecostés, y ya no me acuerdo de más, porque cuando me quise dar cuenta, estaba solo en el coro. La verdad es que tuve un «sueño de Amor» por el Espíritu Santo; me sentí lleno de fulgores de luz y certezas; habitado por mi Dios Amor, poseído por un gozo de cielo anticipado, me di cuenta de que Él me quería consagrar sacerdote de Cristo con un amor de predilección.

Desde entonces siempre el Dios Amor ha estado muy presente en mi vida; tengo una devoción, una relación especial de amistad con Él, porque me “ungió” con su presencia y me guía en la vida espiritual, especialmente en el camino de la oración y conversión, que todavía continúa, sobre todo para vencer el amor propio, el amor que todos nos tenemos. Y si ha habido equivocaciones en mi vida, que las hay, fue como siempre, porque mi yo se interpuso, como lo sigue haciendo todavía y lo seguirá haciendo hasta media hora después de mi muerte. Es el yo.  ¡Cómo me quiero y me busco! ¡Cómo nos queremos y nos preferimos a Dios! Así que a veces mi amor propio, el amor a mi yo, no me ha dejado escuchar bien lo que me sugería o me pedía el Espíritu, --eterna lucha del Espíritu contra la carne--,  interpretándolo todo según mis criterios egoístas y amor propio, y barriendo siempre para casa; vamos, lo de siempre, si uno no está muy atento.

Es la lucha permanente entre la carne y el Espíritu de la que tantas veces y tan bien nos habla San Pablo y que, por haberla vivido en su  propio yo, describe tantas y tan maravillosamente:Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gal5, 17).

       Cuánto hay que sufrir por seguir al Espíritu de Dios, a cuánto hay que renunciar a veces, por tener que  cumplir con sus exigencias de amor; unas veces, no hablando, callando en silencio y sufriendo humildemente sin rechistar a críticas, persecuciones, incomprensiones.

“le conoceréis porque permanece en vosotros”, “Si alguno me ama, cumplirá mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.Así este Espíritu de Dios va apareciendo en nuestra vida con mano blanda y suave, sobre todo, en momentos de crisis de fe y amor, en momentos que necesitamos luz y consuelo, bueno, en cada uno es distinto, a lo mejor en fulgores de gozo y plenitud de sentido, lo cierto es que insinúa su presencia y se va mostrando no con rostro externo sino por su acción espiritual e interior en nosotros; así que su actividad en nosotros es imprescindible para conocerlo:“le conoceréis porque permanece en vosotros” ; de esta forma le vamos cogiendo cariño, confianza, y luego ya no nos hacemos sin Él, y te cambia el carácter y los modos, y te va transfigurando a su manera de ser, pensar y obrar: es el Espíritu que te va transformando poco a poco a imagen de la Trinidad que te habita, introduciéndonos en su intimidad y amistad divina. 

El Espíritu Santo es el beso del Amor Personal de Dios al hombre ya por el hecho de nacer; si existo es que Dios me ama y me ha preferido a millones de seres que no existirán y me ha llamado a mí a compartir su felicidad eterna, sólo por el hecho de existir.

Me gustaría, querido hermana que me escuchas, que en este momento, ahora mismo, te recogieses dentro de ti, en tu corazón, templo de Dios, que te habita, y te encontraras con Él y le pidieses conocerle y amarle más; me gustaría que pidieras perdón por no haberle amado más, y que dieras gracias a tu Dios Amor, por tanto como le debes, por tanto trabajo realizado en tí, por tanto amor gratuito, por tantos besos llenos del Amor de Dios, por tanta luz y fuerzas recibidas, por la perseverancia y firmeza de tu fe, en este mundo que se va haciendo triste por no conocer o aceptar o creer en el Amor de Dios, que es la única y perfecta e infinita felicidad que existe; la prueba de que Dios existe y nos ama es que esta España nuestra, antes feliz en general viviendo la fe y el amor a Dios, ahora está más triste en sus matrimonios, familias, hijos, amigos y vecinos, si es que quedan todavía, porque se han alejado de Dios, del Amor de Dios, del gozo del Espíritu Santo. Lo tenemos todo y ahora resulta que nos falta todo, porque nos falta Dios. ¡Cuánta blasfemia y pecado hoy contra el Espíritu Santo!

¡Espíritu Santo, nosotros creemos y confiamos en Ti, nosotros te adoramos y te invocamos! ¡Ven, Espíritu Santo, nosotros te necesitamos! Ven a nuestros corazones para que podamos ser hijos en el Hijo amado del Padre en el Espíritu de Amor; ven, Dios Fuego, Amor, Beso Eterno de Luz, Esplendor y Gozo de nuestro Dios Uno y Trino, en ese amanecer eterno del Ser divino entre resplandores divinos de luz y de gloria y de vida infinita de infinitos amaneceres de amores y gozos insospechados descubiertos por el Amor Personal en su serse Trinidad por la riqueza de su ser y existir, en volcán eterno en eterna erupción de una sola Palabra llena de Amor, belleza, luz y esplendores divinos del Verbo, en la que el Padre nos dice todo lo que nos ama, con Fulgores y Resplandores infinitos del Fuego Divino, que enciende y nos enciende en Llama eterna de Amor,   en llama de Amor viva de mi Dios trino  y uno.

Este es mi único deseo al escribir este libro. ¡Ayúdame! ¡Ilumíname, guíame, fortifícame, confórmame con tu voluntad y amor!

3.- Analicemos su nombre: Espíritu Santo

       A) Le llamamos Espíritu, porque no tiene rostro humano. La Sagrada Escritura no presenta una imagen o retrato visible: es espíritu, es amor, fuerza interior, vida. El Espíritu Santo, consubstancial con el Padre y el Hijo, permanece como el «Dios escondido». Aun obrando en la Iglesia y en el mundo, no se manifiesta visiblemente, a diferencia del Hijo, que asumió la naturaleza humana y se hizo semejante a nosotros, de forma que los discípulos, durante su vida mortal, pudieron verlo y «tocarlo con la mano», a Él, la Palabra de vida (Cfr. Jn. 1,1).

Por el contrario, el conocimiento del Espíritu Santo, fundado en la fe en la revelación de Cristo, no tiene para su consuelo la visión de una Persona divina viviente en medio de nosotros de forma humana, sino sólo la constatación de los efectos de su presencia y de su actuación en nosotros y en el mundo.

Cristo dijo: “Le conoceréis porque permanece en vosotros”. Le conoceremos por sus efectos santificadores, si le dejamos vivir en nosotros, si habita en nosotros, si vive en nuestra alma le dejamos hacer como en su casa, en su templo; por eso, muchos cristianos no le conocen, porque por el pecado o por falta de amor no vive en su espíritu

El tener que entrar en nuestra interioridad es una dificultad añadida, porque hoy todo ser realiza y se aprende y se disfruta por la imagen y lo exterior. La oración, la meditación empieza algunas veces en estos tiempos a ser sustituida por representaciones, vídeos…etc. y encontramos mayor dificultad de encontrarse con nosotros mismos, con quien habita nuestro corazón.

ANALICEMOS SU NOMBRE: ESPÍRITU SANTO

       B) ESPÍRITU. Le llamamos espíritu, porque es el alma de nuestra alma, la vida de nuestra vida. Lo que es el alma para el cuerpo, así es el Espíritu Santo para la Iglesia: es el principio vital de todo en el hombre espiritual, de toda vida cristiana, de todo amor verdadero a Dios y a los hombres, y para descubrirle y encontrarnos con Él hay que entrar dentro de la Palabra, de los sacramentos, de los ritos y ceremonias.  

La Iglesia, el cristiano no pueden vivir sin el Espíritu de Cristo. Es la vida de Dios en nosotros. Y para vivirla, como no tiene rostro externo o sensible,  hay que dejarse invadir por Él, sentir su presencia en nuestro espíritu por la vida de gracia, vida de las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad, hacernos dóciles a sus inspiraciones, escuchándole en oración, aceptar su acción santificadora dentro de nosotros:

       «¡ Oh Espíritu Santo, Beso y Fuego de mi Dios, Alma de mi alma, Vida de mi vida, Amor de mi alma y de mi vida, yo te adoro¡ Quémame, abrásame por dentro con tu fuego transformante, y conviérteme por una nueva encarnación sacramental en humanidad supletoria de Cristo, para que Él renueve y prolongue en mí todo su misterio de salvación».

(Oración sacerdotal al Espíritu Santo).

«¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, Amor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre mí con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de mi alma.

       Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural que dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, pacífica, suave, quieta y serena, aun en medio del dolor, ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

       Ven, oh ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones, danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles; solicita     con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte». (SOR CARMELA SANTO).

       C) Santo. Santo es igual a santificador. Es la misión del Espíritu, unirnos a Dios, y eso se llama santificar. Sin Espíritu Santo no hay Cristo ni cristiano ni cristianismo. Ser cristiano es «ser y vivir a Cristo en el Espíritu», es amar y conocer a Dios en el Espíritu Santo. Él es la fuerza de toda oración que se haga “en Espíritu y Verdad”, en el Verbo y en el Espíritu; por eso hay que invocarle siempre al empezarla, para escucharle y hacernos dóciles a Él.

Y nos santifica como alma de nuestra alma y de nuestra vida, como fuerza que va desde dentro hacia el exterior: «¡Oh Espíritu Santoinúndame, lléname, poséeme, revísteme de sus  mismos sentimientos y actitudes sacerdotales (Cristo); haz de toda mi vida una ofrenda agradable a la Santísima Trinidad, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida.

¡Oh Espíritu Santo, Fuego y Beso de mi Dios, ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame, fúndeme en Amor Trinitario, para que sea amor creador de vida en el Padre, amor salvador de vida por el Hijo, amor santificador de vida con el Espíritu Santo, para alabanza de gloria de la Trinidad y bien de mis hermanos, los hombres».

       D) Por eso hay que invocarle con frecuencia, todos los días. Es un signo de vida espiritual auténtica, pujante, encendida. Este era el secreto para el Cardenal Mercier: «Os voy a revelar un secreto de santidad y felicidad; si todos los días, durante cinco minutos, sabéis hacer callar vuestra imaginación y cerrar vuestros ojos a las cosas sensibles y  vuestros oídos a todos los ruidos de la tierra para entrar en vosotros mismos y allí, en el santuario de vuestra alma, dialogar con este divino Espíritu, llegaréis a gran intimidad con Dios. Esta sumisión al Espíritu es el secreto de la santidad».

       El cristiano es un hombre a quien el amor ha hecho entrar en la esfera de Dios, de lo Divino. Es un «renacido» afirma San Juan. «Un hombre divinizado», afirman los Padres de la Iglesia griegos; es un hombre en tres dimensiones, precisa San Ireneo con esta audaz formulación: «Mientras que el hombre natural está compuesto de alma y de cuerpo, el hombre cristiano está compuesto de alma, cuerpo y Espíritu Santo».

El Espíritu Santo viene a mí por la gracia de los sacramentos, de la oración personal para meterme  en la misma  vida de Dios y esto supone conversión permanente del amor permanente a mí mismo, de preferirme a mí mismo para amar a Dios. Soberbia, avaricia, lujuria envidia… en el fondo ¿qué es? preferirme a mí mismo más que a Dios; buscar honores, puestos, aplausos, poder ¿qué es?

El Espíritu de Dios viene en mi ayuda, me ilumina en mi interior para que vea claro las raíces de mi yo, me da fuerzas para decirle que sí; luego  empieza su obra, en la oración personal y la Eucaristía la voy realizando, y yo me siento acompañado en esta tarea y voy cooperando con el amor de Dios que mora en mí, a quien cada día voy conociendo mejor por el amor que obra en mí y me dice cosas y sentimientos que yo antes no tenía ni sabía fabricar y así voy entrando en el santuario de mi Dios y así le voy amando y conociendo de verdad.

       Y como veo que cada día Él lo hace mejor y yo no sé ni puedo ni se de qué va, no dejo por nada del mundo la oración y la Eucaristía por donde me viene todos los bienes, y observo mi vida y me esfuerzo en cooperar hasta que  encuentro hecho lo que quería porque Dios es grande y misericordioso y esto me anima y me da fuerzas para seguir, a pesar de mis despistes y  caídas, porque aquí nadie está confirmado en gracia, precisamente por eso, porque caigo, necesito de Él siempre para levantarme, de la oración, de la penitencia, de la Eucaristía, de seguir avanzando, amando y perdonando a los hermanos, porque quiero amar con el mismo amor de Dios, gratuitamente, con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todo mi ser.

Necesito de Él, de su gracia, de su luz, de la oración diaria y seria, de los sacramentos vividos con su mismo Espíritu, sentimientos y actitudes. Pero si mis labios profesan «ven, Espíritu Santo», y predican amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser,  pero luego no quiero cooperar y lo olvido en mi vida y comportamiento, no me esfuerzo, no lucho todos los días, entonces en el fondo no tengo necesidad de  Él, de su venida santificadora a mi espíritu, y lógicamente desde ese momento, no le necesito, ni tengo necesidad de oración, ni de gracia, ni de sacramentos ni de Cristo ni de Dios, porque para vivir como vivo me basto a mí mismo. Este es el problema del mundo. No siente necesidad de Dios, para vivir como vive, como un animalito, se bastan a sí mismos.

Yo necesito verdaderamente de Él, nosotros necesitamos verdaderamente de Él, por eso estamos aquí, necesito del Espíritu, de su fuerza, del Amor personal del Padre y del Hijo. Soy un poco duro en describir este camino, pero lo hago perfectamente; es que me retrato a mí mismo y me lo sé muy bien; es que me da rabia y pena de tanto pecado original en mí, que estoy bautizado en agua, pero no todavía en Espíritu Santo, por la potencia y el fuego de amor del Espíritu Santo, necesario totalmente para vivir esta maravilla de vida a la que Dios me llama y para la que me ha pensado y creado y dado el Beso de Amor de  su mismo Espíritu.

       Queridos hermanos, siempre el amor de Dios, el Espíritu de Dios; necesitamos el amor de Dios para contagiar de amor a los nuestros, necesitamos su Espíritu para que sean bautizados en Espíritu Santo; necesitamos que el Espíritu de Cristo venga a nosotros para predicar la verdad completa de que Él nos habla tantas veces; necesitamos el Espíritu de Cristo para vivir la vida de Cristo y hacerla vivir y así nuestros apostolados serán verdaderamente apostolado, porque nuestra humanidad será humanidad prestada para que Él pueda seguir amando, predicando, salvando.

       Queridos hermanos: La Biblia empieza diciéndonos que el Espíritu de Dios, el soplo de Dios,  “ruah” en hebreo, “pneuma” en griego, “spiritus” en latín, se cernía sobre las aguas. Sin aire, sin aspirar y respirar aire, no hay vida. Sin Espíritu Santo no hay vida de Dios en nosotros. Los científicos modernos van a dar la razón a la Biblia y la van a convertir de un libro religioso en científico. Porque parece ser que la vida empieza y viene del agua.

La “ruah” Yahve, como soplo o respiración de vida de Dios, indica lo más vital y secreto que hay en Dios, su vida más íntima;  y si lo referimos al hombre “ruah” significa su aliento, su principio de vida, su alma. En este sentido escribe San Pablo que nadie conoce lo íntimo del hombre a no ser el mismo espíritu del hombre que está en él, y nadie conoce las cosas de Dios salvo el Espíritu de Dios (Cfr. 1Cor 2,11) De ahí la necesidad de recibir el Espíritu para conocer a Dios.

       Hermanos, ¿qué pasa si por cualquier circunstancia estamos tiempo sin respirar? Pues que morimos; y si respiramos mal y poco, no tenemos fuerzas para trabajar, tenemos asma que resta vitalidad a nuestra vida. Por eso, respiremos fuerte el Espíritu de Dios, el amor de Dios, no hay que morir, hay que aspirar y respirar a Dios, hay que vivir del Espíritu de Dios, de la vida de Dios. Respira hondo, decimos cuando alguno se marea o se desmaya; pues esto mismo es lo que os digo y me digo: respira, respira hondo, hermano,  en el Espíritu Santo mediante la oración, la eucaristía, el apostolado.

La oración es la fuente de este aire que respiramos en la vida cristiana, es como el jugo gástrico que debe asimilarlo todo en Espíritu Santo, en vida de amor a Dios y desde Dios, a los hermanos en el apostolado; si no respiramos, si no oramos, morimos, aunque digamos misa; la misa, los sacramentos, las actividades, los programas, todo hay que hacerlo respirando el Espíritu de Dios. Y podemos celebrar misa, y morir espiritualmente porque no la aspiramos,  no vivimos la Eucaristía “en Espíritu y Verdad”, en Cristo y en su Espíritu; comemos pero no comulgamos con Cristo, porque no comemos espiritualmente su carne y su sangre, es decir, no nos identificamos con su Espíritu, no comemos sus mismos sentimientos y actitudes. 

 

       Pentecostés es la fiesta de la venida visible del Espíritu Santo a los Apóstoles, la Iglesia, a la parroquia, a la familia cristiana, a cada alma en particular. Con su encarnación y su muerte de cruz, el Señor nos mereció esta venida del Espíritu Santo, del Espíritu de Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, Beso y Abrazo de Felicidad infinita de nuestro Dios Trino y Uno.

A los cincuenta días de la  Resurrección, vino el Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el que somos sumergidos por el Amor, por la llama de Amor viva del Hijo sentado a la derecha del Padre e intercediendo por nosotros. Todos los sacramentos y toda la obra de nuestra santificación se realizan por la potencia de Amor del Espíritu Santo

Pentecostés es el origen de la Iglesia. Cristo lo dijo claramente a los Apóstoles: “Porque os he dicho estas cosas os habéis puesto tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy os lo enviaré. Él os llevará hasta la verdad completa”. Cristo fué al Padre en su ascensión.

Ahora, en el cielo, suplica y nos alcanza la asistencia del Espíritu Santo, para que crezcamos en gracia y santidad, para que seamos fuertes e invencibles y para que alcancemos la perfecta santidad, por medio de la perfecta incorporación a Cristo, a la Cabeza.

En Pentecostés cumple su promesa y envía, a los Apóstoles, a la Iglesia, el Espíritu Santo prometido: prueba de que está con el Padre, de que es el Señor exaltado.

El Espíritu Santo es quien sella y completa la eterna y substancial unión, en la divinidad, entre el Padre y el Hijo. Por lo mismo, es también quien establece la comunidad de vida entre Cristo y nosotros y quien hace que la Cabeza y los miembros vivamos y obremos en la más íntima compenetración y solidaridad. La vida y la acción de Cristo, de la Cabeza, y las del Espíritu Santo, del Santificador, son mutuamente inseparables en nosotros.

Por eso, al Apóstol Pablo le parece la misma cosa «vivir en Cristo» y «vivir en el Espíritu». El Bautismo Cristo es para él idéntico a Bautismo «en el Espíritu». Igual en absoluto a lo que escribe Juan: «En esto conocemos que permanecemos en Él, en Cristo, y Él en nosotros (incorporación con Cristo): en que Él nos hizo participantes de su Espíritu» (1 -Joh. 4, 13). Somos elevados a la vida divina por medio le Cristo, pero también por medio del Espíritu Santo. Donde no actúa el Espíritu Santo, no posible la vida en Cristo. «Los fieles se hacen Cuerpo de Cristo, si anhelan vivir de su Espíritu. El Cuerpo de Cristo vive del Espíritu de Cristo» (San Agustín). Nos unimos al Cuerpo de Cristo, cuando nos unimos al Espíritu del Señor, al Espíritu Santo. La vida divina está continuamente viva y es dada constantemente a Cristo, al Dios humanado. Cuando le dejamos a Él obrar en nosotros, nos envía, en unión con el Padre, al Espíritu Santo, al espíritu de Filiación y de Amor. Este espíritu, a su vez, nos impulsa de nuevo hacia el Padre, nos hace anhelar y aspirar con toda el alma a ser hijos del Padre, a crecer en el santo amor y a conseguir su perfección.

Por eso, la vida en Cristo, que recibimos en el santo Bautismo (Pascua, paso de la muerte del pecado a la vida de gracia y filiación), quedaría incompleta y no podría llegar a su pleno desarrollo, si no nos fuera enviado el Espíritu Santo. Pascua empuja, forzosa y naturalmente, hacia Pentecostés. Pentecostés es el complemento, la culminación de Pascua. Pascua nos da, por la incorporación a Cristo, una vida nueva. Pero esta vida necesita desarrollarse y fortalecerse. Es necesario que la vida divina, que recibimos en el santo Bautismo, se convierta en un fuego devorador, en un poder y una fuerza, capaces de aniquilar todo obstáculo. Es preciso que alcance su perfección el amor, más fuerte que la muerte, que nos impulsa a ejecutarlo y a entregarlo todo, incluso la sangre y la vida, por Cristo. Todo esto lo obra el Bautismo del Espíritu: Pentecostés.

El Espíritu de Pentecostés es espíritu de mártir, espíritu de confesor. Da luz, coraje, fortaleza invencible. Tanto, que los Apóstoles «salían jubilosos del Sanhedrín, porque se tuvieron por dignos de padecer ignominia por el Nombre de Jesús» (Act. Apost. 5, 41).

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“Envía  tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la tierra”(Psal. 104,30).

 Esta realidad, anunciada en el libro de la Sabiduría, se cumplió en toda su plenitud el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles y lo que estaban con ellos “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería” (Hch.2,4)

       Pentecostés es el día del nacimiento de la Iglesia, del Cristianismo, de la nueva raza. El hombre tocado y ungido por el Espíritu ya no camina en la carne, según las máximas e ideales del hombre puramente natural, totalmente entregado a lo terreno. Camina en el Espíritu. Está lleno de la luz de la verdad, es educado interiormente por el Espíritu Santo, por el Espíritu de Verdad.

En el Espíritu de Verdad la nueva raza contempla las cosas y los acontecimientos de la vida en su relación con Dios, a la luz de la Providencia divina, a la luz de la eternidad. En el Espíritu de verdad y de amor esta raza se rige, en toda su mentalidad y actuación, por un solo motivo y bien: por el que Dios quiere. Son hombres espirituales, espiritualizados. «Viven en el Espíritu» y, por lo mismo, «caminan en el Espíritu» (Gal. 5, 25). Pertenecen a Cristo y han mortificado su carne con sus gustos y pasiones. No aspiran a una gloria vana. No tienen envidia a nadie: sólo mansedumbre, paciencia, amor (Gal. 5, 265g.).

Los frutos del Espíritu son: «Caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, modestia, continencia, castidad.»

En el Bautismo de Espíritu de Pentecostés es inundada la Iglesia, es desarrollada puramente con la Sangre de Cristo y resucitada con Él, con la plenitud de la nueva vida. Hoy aparece al lado de su Esposo celestial, adornada con las arras, que le mereció Cristo y que hoy le entrega, radiante y en todo el frescor y fecundidad de su eterna juventud.

Ahora ya está madura para la dura vida, que le espera sobre la tierra. Y fuerte, para compartir la vida de su Esposo; para permanecerle fiel, a pesar de todo lo que pueda sobrevenirle; para defenderle en todo, dichosa de poder engendrar y conducir a su Esposo nuevas generaciones.

En ella vive y actúa el Espíritu de Dios, el Espíritu de Verdad y de Amor. Él es el alma del Cuerpo de la Iglesia. Él la conduce y guía a su eterno desposorio con Cristo, su Esposo. Éste es el significado de la venida del Espíritu Santo, de la fiesta de Pentecostés.

3. Pentecostés es un día de acción de gracias por la fundación de la santa Iglesia, en la cual están depositadas todas nuestras riquezas sobrenaturales y por la cual se nos trasmiten la gracia y la Redención. Pentecostés es un día de acción de gracias por la venida del Espíritu Santo a nosotros en el santo sacramento de la Confirmación. Es un día de alegre y gozosa confianza en la acción del Espíritu de Dios en nosotros, en su dirección y conducta.

Renovemosen este día nuestra entrega al Espíritu Santo, que vive en nosotros. Él debe ser el alma de nuestra alma. Él debe dominar sobre las ruinas del espíritu propio y de la propia mentalidad. Pentecostés es un día de Rogativas, para implorar la plenitud del Espíritu Santo, de sus gracias y dones.

Supliquemos, pues, con la santa Iglesia: Ven, Espíritu Santo, Y envía desde el cielo Un rayo de tu luz. Ven, Padre de los pobres, Ven, Dador de los dones, Ven, Luz de los corazones.

Ven, Consolador sin igual, Ven, Huésped dulce del alma, Ven, calmante Refrigerio.

Descanso en el trabajo, Frescura en el estío, En el dolor solaz.

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Domingo de Pentecostés.

El episodio de Pentecostés.

1. Han pasado siete veces siete días después de la Pascua: una octava de júbilo. Ahora viene Pentecostés, el Espíritu Santo, prometido por el Señor. Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el eterno y substancial lazo de amor entre el Padre y el Hijo, y entre el Hijo y el Padre. Llega entre el fulgor de una fuerte tempestad y desciende en forma de lenguas de fuego sobre cada uno de los Apóstoles. Impulsados por la fuerza de este Bautismo del Espíritu, los Apóstoles se lanzan al mundo, predicando y confesando por todas partes, con palabras y obras, y hasta con la propia sangre, a Cristo, al Crucificado y Resucitado.

2. El Pentecostés de los Apóstoles. El episodio de Pentecostés nos lo narran los Hechos de los Apóstoles: Los Discípulos se hallan todos reunidos en el cenáculo, junto con María. Hacia la hora de Tercia, es decir, a eso de las nueve de la mañana, se hace en el cielo un gran estrépito, como el de una poderosa tempestad. Entonces aparecen unas como lenguas de fuego, que vienen a posarse sobre la cabeza de cada uno de los Apóstoles. Todos quedan llenos del Espíritu Santo y comienzan a hablar en varias lenguas lo que el Espíritu les sugiere. Mientras tanto, en torno al cenáculo se ha reunido una gran muchedumbre cosmopolita. No se explican lo que ocurre. Oyen contar a los Apóstoles, cada cual en su lengua nativa, las maravillas de Dios. Pentecostés, la venida del Espíritu Santo llena el corazón de amor, de interioridad, de santa alegría. Invade y penetra en los corazones de los Apóstoles y Discípulos. Se hacen grandes, desprendidos, sin debilidades  ni imperfecciones. El Espíritu Santo les modela. Consume el viejo mundo de sus pensamientos, deseos, afectos, sentimientos y motivos y levanta en ellos el reino del Espíritu. Les inyecta nueva vida. Les da coraje, fortaleza, firmeza de carácter, paciencia inquebrantable y presteza para los sacrificios, incluso el martirio, por la causa de Cristo. Es una nueva Creación, Veni Creator Espíritus…

Nuestro PentecostésPara la sagrada liturgia Pentecostés no es solamente un hecho histórico, pasado. El episodio, relatado en los Hechos de los Apóstoles continúa siendo una perenne actualidad. También lo podemos y tenemos que vivir nosotros, este es el sentido de la Liturgia. Lo hace presente para que lo vivamos nosotros. También nosotros, en la celebración de la santa Eucaristía, nos encontramos reunidos todos juntos, en comunidad de oración y de sacrificio.

El primer Pentecostés va a reproducirse y realizarse en nosotros. Por eso suplicamos después de la lectura: «Envía tu Espíritu, y se obrará una nueva creación. La faz del mundo quedará renovada. Ven, Espíritu Santo: llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.»

Ahora, en el sacrificio de la santa Misa, cuando aparezca entre nosotros, en la santa Consagración, el Señor glorioso traerá consigo el Espíritu Santo. En la sagrada Comunión se realizará en nosotros, de un modo visible, el milagro de Pentecostés El Espíritu Santo descenderá sobre cada uno de nosotros y nos llenará de su fuego y de su fuerza. No vendrá en forma de lenguas de fuego, sino bajo el velo de blanca Hostia, que es el mismo cuerpo glorioso del Señor, del portador del Espíritu Santo.

En la recepción de la sagrada Comunión se realiza en nosotros el Bautismo del Espíritu. Llenos del Espíritu Santo, confesamos, hechos portadores del Espíritu, testigos de Cristo, Apóstoles, las maravillas del Señor. Por eso, la sagrada liturgia acompaña la distribución de la sagrada Comunión con estas palabras: «Estando sentados en casa, se hizo de pronto en el cielo un gran estrépito, como el de una furiosa tempestad: aleluya. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y publicaban las maravillas de Dios. Aleluya, aleluya.» ¡Pentecostés es una actualidad!


3. ¡Dios en nosotros! Este es el gozoso mensaje que nos trae Pentecostés. «Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre le amará. Nosotros vendremos a él y haremos en él nuestra morada.» Es decir: el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, en el Amor, que une mutuamente al Padre con el Hijo. Dios no está lejos de nosotros: está en nosotros. Él que conoce al Padre, posee la clave de todos los enigmas, de todos los torturantes problemas de la vida: el Padre me ama. No sólo hoy y mañana, sino por toda una eternidad.

¡Dios en nosotros! Estamos llenos de luz y calor. Dios es luz: es el Sol. ¡Deja que el Sol entre en tu corazón! ¡Dé jale que haga en él su morada! ¡Dios en nosotros! Estamos llenos de fuerza y de fuego. Por nosotros mismos, somos como un terreno seco y sin agua, como un árbol muerto. En Pentecostés bebemos fuego. Un fuego, que abrasa todo lo impuro, todo pecado. ¡El fuego del santo celo por Dios y por nuestro Salvador! Así debemos celebrar esta fiesta.

Pentecostés es la confirmación, el sello y la consumación del misterio de Pascua. Pascua, es Bautismo; Pentecostés, es Confirmación. Pascua, es nuevo nacimiento; Pentecostés es madurez, completa sazón, plenitud de fuerza del Espíritu Santo. El Bautismo del Espíritu Santo nos llama al heroísmo cristiano, a la santificación de los pensamientos, de las aspiraciones, de los motivos. Podemos, debemos se cristianos totales, santos, perfectos.

<<Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra… oremos: Oh Dios que has iluminado los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo, danos saborear lo que es recto… Deus qui corda fidelium sancti … da nobis in eodem Sancto Spiritu recta sapere

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PENTECOSTES

«Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás a de la tierra» (Ps 104, 30).

1.—El Espíritu del Señor llena todo el mundo, y él que mantiene todo unido, habla con sabiduría» (Misal Romano). Esta realidad, anunciada en el libro de la Sabiduría, se cumplió en toda su plenitud el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles y los que estaban con ellos «se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería» (Hch 2, 4).

       Pentecostés es el cumplimiento de la promesa de Jesús: «cuando yo me fuere, os lo enviaré» (Jh 16. 7); es el bautismo anunciado por él antes de subir al cielo: «seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1, 5); como también el cumplimiento de sus palabras: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de su seno» (Jn 7, 37-38). Comentando este último episodio, nota el Evangelista: «Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (ib. 39). No había sido dado en su plenitud, pero no quiere decir que el Espíritu faltara a los justos. El Evangelio lo atestigua de Isabel, de Simeón y de otros más.

Jesús lo declaró de sus Apóstoles en la vigilia de su muerte: «vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros» (Jn 14, 17); y más aún en la tarde del día de Pascua, cuando apareciéndose a los Once en el cenáculo, «sopló y les dijo:. Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22).

El Espíritu Santo es el «don» por excelencia, infinito como infinito es Dios; aunque quien cree en Cristo ya lo posee, puede sin embargo recibirlo poseerlo cada vez más. La donación del Espíritu Santo a los Apóstoles en la tarde de la Resurrección demuestra que ese don inefable está estrechamente unido al misterio pascual, es el supremo don de Cristo que, habiendo ,muerto y resucitado por la redención de los hombres, tiene el derecho y el poder de concedérselo.

La bajada del Espíritu en el día de Pentecostés renueva y completa este don, y se realiza no de una manera íntima y privada, como en la tarde de Pascua, sino en forma solemne, con manifestaciones exteriores y públicas indicando con ello que el don del Espíritu no está reservado a unos pocos privilegiados sino que está destinado a todos los hombres como por todos los hombres murió, resucitó y subió a los cielos Cristo. El misterio pascual culmina por lo tanto no sólo en la Resurrección y en la Ascensión, 5iflO también en el día de Pentecostés que es su acto conclusivo.

2.—Cuando los hombres, impulsados por el orgullo y casi desafiando a Dios, quisieron construir la famosa torre de Babel, no podían entenderse (Gn 11, 1-9; primera lectura de la Misa de la Vigilia). Con la bajada del Espíritu Santo sucedió lo contrario: no hubo confusión de lenguas, sino el «don» de lenguas que permitía una inteligencia recíproca entre los hombres «de cuantas naciones hay bajo el cielo» (Heh 2, 5); y el don del lenguas concedido por el Espíritu Santo es el Amor, Él es Amor, Beso y Abrazo del Padre al HIJO Y DEL HIJO AL PADRE; por el don de lenguas concedido ya no más separación, sino fusión entre gentes de los más diversos pueblos. Esta es la obra fundamental del Espíritu Santo: realizar la unidad por el amor de Dios, hacer de pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios fundado en el amor que el divino Paráclito ha venido a derramar en los corazones.

       San Pablo recuerda este pensamiento escribiendo a los Corintios: «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido deI mismo Espíritu» (1 Cr 12, 13). El divino Paráclito, Espíritu de amor, es espíritu y vínculo de unión entre los creyentes de los cuales constituye un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, comenzada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar la faz de la tierra, como un día renovó el corazón de los Apóstoles, rompiendo su mentalidad todavía ligada al judaísmo, para lanzarlos a la conquista del mundo entero sin distinción de razas o de religiones.

Esta empresa fue facilitada de manera concreta con el don de las lenguas que permitió a la Iglesia primitiva difundirse con mayor rapidez. Y si con el tiempo ese don ha cesado, fue sustituido, y lo es todavía hoy, por otro don no menos poderoso para atraer los hombres al Evangelio y unirles entre sí: el amor. El lenguaje del amor es comprendido Por todos: doctos e ignorantes, connacionales y extranjeros, creyentes e incrédulos.

Por eso precisamente tanto la Iglesia entera como cada uno de los fieles tienen necesidad de que se renueve en ellos Pentecostés. Aunque el Espíritu Santo esté ya presente, hay que continuar pidiendo: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor»

Pentecostés no es un episodio que se cumplió cincuenta días después de Pascua y ha quedado ya cerrado y concluido; es una realidad siempre actual en la Iglesia. El Espíritu Santo, presente ya en los creyentes por razón de esta presencia suya en la Iglesia, los hace cada vez más deseosos de recibirlo con mayor plenitud, dilatando él mismo sus corazones para que sean capaces de recibirlo con efusiones cada vez más copiosas.

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don, en tus dones espléndido; luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo brisa en las horas de fuego gozo enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu eterno gozo. Amén. Aleluya. ( Secuencia).

¡Oh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, Amor increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de tus dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como Esposo dulcísimo de mi alma.

Yo me consagro a ti totalmente; invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural que dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, libre, pacífica, suave, quieta y serena aun en medio del dolor, ardiente de caridad hacia Dios y hacia el prójimo.

Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones, danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles, solicita con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA DEL ESPIRITU SANTO, Escritos inéditos).

Oh Espíritu Santo!, que cambiaste los corazones fríos y llenos de temor en corazones cálidos de amor y animosos... obra en mí lo que obraste el día de Pentecostés: ilumina, inflama, fortifica mi pobre alma y disponla para devolver a su Dios amor por amor. Y que es te amor consista en obras santa, en abnegación constante, en humildad sincera, en fervorosa devoción y en generoso sacrificio; un amor como aquel que  inflamó los corazones de los nuevos creyentes en el Cenáculo. (B. Helena Herrera)

Retiro don Benito 2

La acción del Espíritu Santo en nuestro espíritu por su presencia que es Amor a Dios y caridad fraterna que debe vencer el  amor propio, por el perdón.(Luz.. 506…) (verlo por la cinta QUE LO tapaba)

La acción invisible del Espíritu Santoestá indicada en estas palabras del Señor: «Nadie puede venir a mí, si no le trae el Padre, que me envió.» Lo esencial es y será siempre la acción de la gracia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien Une al Padre con el Hijo. Él es también quien nos une a nosotros con el Hijo y, por el Hijo, con el Padre.

Necesitamos de su actuación en nosotros. Tanto más nos acercaremos a Jesús, a sus misterios y a su gracia, cuanto más nos dejemos invadir del Espíritu Santo. Él debe inspirar todos nuestros buenos pensamientos, deseos y obras. Necesitamos de impulso y ayuda para todo acto de fe, de esperan y de amor de Dios.

Si fueran nuestras virtudes y nuestras obras verdaderamente perfectas y dignas de Dios, entonces necesitaríamos de un modo especial y continuo de la intervención del Espíritu Santo. Poseeremos ya todas las virtudes sobrenaturales y, sin embargo, todavía no seremos más que unos inexpertos principiantes: sabremos lo que tenemos que hacer, pero nos faltarán habilidad,

destreza y facilidad, para llevarlo a la práctica. Debe intervenir el Maestro. Debe acompañarnos en nuestra oración, en nuestro trabajo, en las decisiones que tomemos durante el día, en los dolores y dificultades, que encontremos. Debe iluminar nuestra inteligencia y mover nuestra voluntad. Debe inocularnos su modo de ver, de pensar, de amar y obrar. Nuestra actividad será verdaderamente perfecta, solamente cuando nos haya invadido del todo el Espíritu Santo.

Para conseguir esto, infundirá en nuestra alma las virtudes sobrenaturales de esperanza, caridad, justicia, fortaleza y prudencia, además de sus siete dones. Despliega en la navecilla de nuestra alma las velas, que Él mismo, el Espíritu de Dios, infla. De este modo, ya no caminamos tan despacio y tan fatigosamente a lo largo del mar de esta vida. Somos impelidos y conducidos por el Espíritu. Si el Espíritu de Dios agita las velas de la navecilla de nuestra alma, entonces haremos un feliz viaje. Iremos al Padre, bajo el impulso y la acción del Espíritu Santo, que habita en nuestra alma. Pero, ¡ay de nosotros!, si sólo quisiéramos obrar por cuenta propia, si resistiéramos al impulso y a la acción del Espíritu Santo y no quisiéramos apoyarnos más que en nuestra propia voluntad y en nuestro esfuerzo personal. «Nadie va al Padre, si el Padre no le lleva.»

3. «Todo el que escucha al Padre y se deja enseñar, viene a mí.» Nosotros hemos escuchado al Padre: creemos. Por la fe hemos ido a Jesús. Pero somos llamados a ir a Jesús perfectamente, por encima de todos nuestros hábitos, por encima de todas las mañeras del hombre natural e imperfecto. Esto sólo podremos conseguirlo con la fuerza del Espíritu Santo, por el perfecto y total desarrollo de la gracia de la Confirmación y de los siete dones del Espíritu Santo, que hemos recibido. ¡Qué pocos son, realmente, los que llegan a vivir la vida cristiana en toda su plenitud! ¡Cuántos bautizados, e incluso sacerdotes y religiosos, se detienen antes de llegar al término! Se quedan a la mitad del camino, son mediocres, imperfectos: imperfectos en la oración, en las obras, en el dolor, en todo. ¿Falta algo por parte de la acción del Espíritu Santo? En verdad que no. «He aquí que estoy ante la puerta y llamo» (Apoc. 3, 20). Pero nosotros no prestamos atención a la proximidad, a la llamada, a los impulsos del Espíritu Santo. ¡Vivimos en lo exterior, no en lo interior! ¡Por eso no puede el Espíritu Santo realizar perfectamente su obra en nosotros! ¡Ah, si tuviéramos ojos, para ver!

       Si el Espíritu Santo ha de obrar fructuosamente en nosotros, entonces nos exigirá una gran pureza de corazón, una gran sencillez y humildad de espíritu, un fuerte amor a la intimidad, al recogimiento, a la oración. En fin: un ardiente amor a Dios y al prójimo.

En lugar de esto, nosotros no ponemos ningún cuidado en evitar los pecados veniales, las infidelidades voluntarias, las pequeñas libertades, goces e imperfecciones. Descuidamos la mortificación interior y exterior y no nos desasimos enteramente de las cosas, de las cuitas, del propio yo. Vivimos absortos en las cosas, en los sucesos, en determinados hombres.

Nos preocupamos demasiado Y sin fundamento de nuestra honra, de nuestro bienestar temporal, de nuestro amor, de nuestra salud, de nuestro progreso interior, de nuestra vida pasada, de nuestras Confesiones: no somos libres, estamos llenos de nosotros mismos. ¿Cómo podrá, pues, el Espíritu Santo obrar libremente en nosotros y llevarnos al Padre?

«Ven, Espíritu Santo: llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.»

¡Oh Luz embriagadora! Llena los corazones, Que aman tu Claridad.

Lava lo que está sucio, Riega lo que está seco, Sana lo que está herido.-************************************

Jueves de Pentecostés. El Espíritu de Cristo.

1. El diácono Felipe (Epístola) y los Apóstoles (Evangelio) obran en virtud del Espíritu Santo, que han recibido. También nosotros lo hemos recibido y lo recibimos nuevamente cada día. Por lo tanto, también debernos ser hombres del Espíritu, que ya no obran por espíritu propio, sino en el Espíritu de Cristo, en el Espíritu Santo.

2. El espíritu propio, el espíritu humano, piensa, juzga y valora de un modo puramente humano, natural, terreno. Juzga dichosos a los que poseen riquezas y las gozan; tiene por grandes a los sabios terrenos, a los que honran y aprecian los hombres, a los que tienen un puesto o una dignidad, a los que poseen poder e influjo. Este espíritu se busca a sí mismo en todo y tiene la habilidad de aprovecharse de todas las cosas y sucesos para realizar sus intenciones, para cumplir su gusto. Juega un importante papel en la vida de las personas piadosas y espirituales. Bajo el pretexto de servir a Dios, se busca sobre todo a sí mismo, su natural satisfacción, su propio gusto, su propia honra. En las cosas de la virtud se alía con la prudencia de la carne y predica la moderación, el punto medio. Es una de las principales causas de la tibieza espiritual y una fuente fecunda de discordias y querellas, de frialdad para con el prójimo, de envidia, de excesiva preocupación por el buen nombre. Impide la quietud interior, la paz del alma. Crea en el hombre una exagerada opinión del propio valer y conduce a una vida llena de ansiedades y de continuas preocupaciones. No sin razón es considerado por los maestros de la vida espiritual como «una de las mayores desgracias», que pueden caer sobre el hombre en la tierra. Y, sin embargo, ¡cuántas almas, aun de personas piadosas, gimen bajo la tiranía de este mal espíritu.

El Espíritu de Cristo. El Espíritu de Cristo es el Espíritu Santo tal como Él invadió el alma humana de Cristo, llenándola con la plenitud de su gracia y de sus dones,. «El Espíritu del Señor está sobre mi. Por eso me ungió y me envió a evangelizar los pobres, a sanar a los arrepentidos de corazón, a predicar a los cautivos la liberación, a anunciar el Año de Gracia del Señor (es decir, la redención) y el día de la retribución» (Luc. 4, i8).

Por Espíritu de Cristo entendemos las excitaciones con que el Espíritu Santo movía e impulsaba continuamente la voluntad de Cristo a practicar actos y obras buenas, santas y perfectas, interior y exteriormente. Llamamos espíritu de Cristo sobre todo a la constante y permanente actitud, disposición, orientación y modo de ser de la inteligencia y de la voluntad de Cristo, que el Espíritu Santo obró en Él.

Espíritu de Cristo es el permanente deseo, el interno impulso que empujaba constantemente al Señor a ejecutar en todo la voluntad del Padre, a someterse a cuanto fuera preciso para cumplir la voluntad del Padre, para hacer todo lo que fuera de su agrado, para llevar a cabo la redención de la humanidad.

Este espíritu es en Cristo y en nosotros, miembros de la Cabeza, el espíritu de amor al Padre, de celo por la honra de Dios y la salvación de las almas, de amor a la humildad, a la pobreza, a la obediencia, al retiro, a la oración, al dolor, al sacrificio. Es el interno impulso, el eficaz deseo de pensar y vivir en el sentido de las ocho Bienaventuranzas, en conformidad con el Sermón de la Montaña, de alegrarse solamente en Dios, de ser tenido en poco ante el mundo, de ser despreciado y preterido por él. Es el deseo de llevar una vida de renuncia, de desasimiento, de completa unión con Dios y con Cristo. ¡Sólo Dios, su voluntad y su honra! «El mundo no puede recibir este Espíritu, porque no lo ve ni lo conoce» (Joh. 14, i7).

3. «El Espíritu del Señor llenó el orbe de la tierra. Aleluya» (Introito). Éste es el gozoso mensaje del día de Pentecostés. ¡Lejos, pues, con el propio espíritu, con el espíritu humano, con la mentalidad puramente natural y terrena! El Espíritu Santo, Espíritu de Cristo, quiere poseernos, enseñarnos, empujarnos, conducirnos. Quiere llenarnos con los tesoros de su Luz. Quiere crear en, nuestra voluntad el sentido de la nobleza cristiana, la elasticidad, la estabilidad y amplitud, que necesitamos para una vida verdaderamente santa. Quiere eliminar el obstáculo de nuestra propia voluntad y someter a nuestra naturaleza con todos sus apetitos e inclinaciones. Quiere hacernos instrumentos de los designios de Dios acerca de las almas. ¡Qué estúpidos somos, que no queremos abandonar de una vez nuestro falaz espíritu propio! «Ven, Espíritu Santo: llena los corazones de tus fieles.»

«Todos fueron llenados del Espíritu Santo», del Espíritu de Cristo. Los Apóstoles, en Pentecostés; nosotros, en la santa Confirmación; los sacerdotes, el día de su ordenación. El Espíritu de Cristo debe vivir en nosotros. Los cristianos, singularmente los sacerdotes, debemos asimilarnos los grandes pensamientos de Cristo, tal como nos los conservan los Evangelios. Debemos revivir interiormente la profundidad y la fuerza de sus afectos y motivos, plasmarlos en nuestra vida, modelar nuestra personalidad conforme a ellos.

¡Ojalá estuviéramos todavía llenos de fe en la presencia y la asistencia del Espíritu Santo! Si tuviéramos realmente nuestra mirada fija en el Espíritu del Señor, que habita y obra en nosotros, sería- i mos fuertes para vencer nuestro propio espíritu, para llevar una vida .santa, que fuera provechosa y fecunda en nosotros mismos y en los demás., en la santa Iglesia.

Oración.

Haz, Señor, que la infusión del Espíritu Santo purifique nuestros corazones y los fecunde con la íntima aspersión de su rocío. Por Cristo, Nuestro Señor. Amén.

3. «Aleluya, aleluya. ¡Oh, qué bueno y suave es tu Espíritu para con nosotros, Señor! Ven, Espíritu Santo: llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.»

Lava lo que está sucio, Riega lo que está seco, Sana lo que está herido.

Ablanda lo que está áspero, Templa lo que está frío Y haz recto lo torcido.

Concede a los que, fieles, En Ti solo esperamos, Tu sacro Septenario.

       En la recta participación en el sacrificio de la santa Misa alcanzamos por fruto el perdón de nuestros pecados y de la pena debida a los pecados. Con su santísimo Cuerpo derrama también en nuestra alma el Espíritu Santo, como Él mismo nos lo prometió: «No os dejaré huérfanos. Voy y volveré a vosotros, (en la santa Eucaristía: aleluya. Y se alegrará vuestro corazón. Aleluya» (Comunión).

«Se alegrará vuestro corazón.» Una perenne alegría y una incesante acción de gracias a Dios, por las maravillas que ha obrado en nosotros: he aquí la verdadera actitud del cristiano. ¡Estamos redimidos! ¡Ojalá viviéramos mucho más convencidos de esta verdad de lo que en realidad vivimos! El Señor borró nuestros pecados. Nos ama y, como garantía de su perdón y de su amor, infunde en nuestra alma su Espíritu Santo. «Alma mía, alaba al Señor!» «Llénese mi boca con tu alabanza, para que pueda cantarte el Aleluya.»

Suplicámoste, oh Dios misericordioso, te dignes conceder a tu Iglesia la gracia de que, habiendo sido congregada, por el Espíritu Santo, no sea turbada por ninguna incursión enemiga. Por Cristo, Nuestro Señor’. Amén.

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La caridad y la humildad, condiciones de Jesús al prometer el Espíritu Santo.

 «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad» (Jn 14, 15-17). Al prometer Jesús a sus apóstoles el Espíritu Santo les pide una sola condición: el amor auténtico que se prueba con las obras, con el generoso cumplimiento del divino querer. El Espíritu Santo, Espíritu de amor, no puede ser dado a quien no vive en el amor. Pero a quienes viven en el amor y por lo tanto en gracia, les es asegurado el Espíritu Santo por la promesa infalible de Jesús y por la omnipotencia de su oración. No se trata de un don pasajero limitado al tiempo en que se reciben los sacramentos o en general a un tiempo determinado, sino de un don estable, permanente: en los corazones [de los fieles] habita el Espíritu Santo como en un templo», afirma el Concilio (LG 9). El es el dulce huésped del alma» (Secuencia), y cuanto más crece ésta en gracia, tanto más se complace el Espíritu Santo en habitar en ella y en obrar en ella para llevar a cabo su santificación.

El Espíritu Santo está en el hombre para plasmarlo a imagen de Cristo, para solicitarlo al cumplimiento de la voluntad de Dios, para sostenerlo en la lucha contra el mal y ayudarlo en el conseguimiento del bien. El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rm 8, 26) y haciendo suya nuestra causa aboga por nosotros con gemidos inenarrables” (ib.) ante el Padre. Si los bautizados tienen un abogado tan poderoso y un sostén tan valedero, ¿cómo es que los que llegan a la santidad son tan pocos?

 Es el tremendo misterio de la libertad del hombre y al mismo tiempo de su responsabilidad. Dios que ha creado al hombre libre, no lo santifica contra su voluntad. Si el cristiano no se santifica, es únicamente porque no deja campo libre en sí a la acción del Espíritu Santo, sino que la impide con sus pecados, con su falta de docilidad y de generosidad. Si usase su libertad para abrirse completamente a la invasión del Espíritu Paráclito y para someterse en todo a su influjo, él lo tomaría bajo su guía y lo santificaría Es necesario pues, orar Con la Iglesia:«Ven Espíritu divino lava las manchas, riega la tierra en sequía, doma el Espíritu indómito infunde calor de vida en el hielo (Secuencia).

Oh Espíritu Santo Paráclito, lleva a su perfección en nosotros la obra comenzada por Jesús; fortalece y haz continua la oración que hacemos en nombre del mundo entero; oración continua de de conversión y diálogo con el Espíritu, que a la vez que nos lleva y apresura para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior, da ardor a nuestro apostolado de oración y sacrificio y santidad que desea llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, redimidos todos por la sangre de Cristo.

Y siendo heredad suya, mortifica en nosotros nuestra natural presunción y elévanos a la regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del impulso generoso. Que ninguna atadura terrena nos impida hacer honor a nuestra vocación- que ningún interés mortifique, por pereza nuestra, las exigencias de la santidad; que ningún cálculo humano reduzca a la angostura de los pequeños egoísmos los espacios inmensos de ¡a caridad fraterna. Que todo sea grande en nosotros la búsqueda y el culto de la Verdad, la prontitud para el sacrificio hasta la cruz y la muerte; y que todo, finalmente corresponda a la última oración del Hijo al Padre celestial y a aquella efusión tuya, oh Espíritu de amor, que el Padre y el Hijo desean para la Iglesia y sus Instituciones para los pueblos y para cada una de las almas. (JUAN Xxiii, Breviario)

Perspectiva.Éste es el verdadero cristiano, que ha vivido realmente la Pascua y Pentecostés.  «Y no sólo de esto, sino que también nos gloriamos de nuestras tribulaciones, pues sabemos que la tribulación engendra la paciencia; y la paciencia, la prueba; y la prueba, la esperanza. Pero la esperanza no engaña.» Éste es el verdadero cristiano, que ha vivido realmente la Pascua y Pentecostés. Se alegra en las dificultades y tribulaciones de la vida. Sabe que la tribulación le ofrece ocasión de ejercitar la paciencia. En la paciencia se conserva, se profundiza y fortalece su virtud. La virtud fortalecida engendra la esperanza, la cual no engaña. Alegría en las tribulaciones y dolores de esta vida: he aquí el tercer fruto de la justificación, que nos han obrado la pasión y muerte de Cristo, la Pascua y el santo Bautismo. Sabemos que los dolores causan nuestra eterna felicidad. El incrédulo, el no cristiano es pesimista. Huye del dolor, lo teme, lo evita. Nosotros, en cambio, nos alegramos, cuando tenemos que sufrir. No vemos en el dolor un mal: es el camino para la gloria eterna. Encierra en su seno para nosotros la salvación eterna.

Seguridad.«La esperanza no engaña: pues la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado.» Estamos seguros de lo que esperamos. ¿De dónde procede esta seguridad? Del amor de Dios hacia nosotros. Éste es el dulce secreto del cristiano. Somos amados por Dios, somos amados divinamente. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre en el Espíritu Santo. Este Espíritu Santo es el Amor con el cual y en el cual se ama Dios a sí mismo: es la dulce dicha de la Divinidad. Y este su Amor no se lo reserva para sí solo. Lo derrama también sobre nuestra alma; como un bálsamo salvador, confortante, regenerador.

En el Espíritu Santo amamos a Dios como conviene a Él y ,a nosotros, con el mismo Amor con que Él se ama. Por el Espíritu Santo, que poseemos, devolvemos a Dios el beso de su paternal Amor. ¿Podrá, pues, engañarnos nuestra esperanza, desde el momento en que Dios contempla en nosotros el, rostro del Espíritu Santo, por el cual se ama a sí mismo en nosotros? ¿O no se realizará su promesa: «Como me amó el Padre a mí, así os amaré yo a vosotros?» (Jo. 15, 9.)

Tal es el jubiloso convencimiento de la sagrada liturgia: «La Esperanza no nos engaña: pues la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado.»

3. Esto son los magníficos dones del tiempo pascual, que hoy terminamos. Estamos redimidos, justificados, reconciliados con Dios, en paz con Él. Poseemos la Gracia Santificante y la vida divina. Alegrémonos, pues, de las tribulaciones, pues ellas nos purifican y nos unen con el Crucificado y Resucitado, y nos dan la Esperanza en la gloria de los hijos de Dios en el cielo. Por encima de todo esto, llevamos en nosotros mismos la infalible garantía de lo que esperamos: al Espíritu Santo, al mismo amor divino en persona. ¿No debemos, pues, alegrarnos? ¿No debemos tener confianza? ¿No somos ricos, aun humanamente, en Cristo y en su Iglesia?

«La Caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones, aleluya, por su Espíritu, que habita en nosotros, aleluya, aleluya. Alma mía, bendice al Señor: y, todo lo que hay en mi, alabe su santo Nombre» (Introito).

El tiempo pascual termina con el sacrificio de hoy.

Suplicámoste, Señor, derrames benignamente en nuestras almas el Espíritu Santo, con cuya Sabiduría hemos sido creados y cuya Providencia nos gobierna.

Suplicámoste, Señor, nos inflame el Espíritu Santo con aquel fuego que envió a la tierra Nuestro Señor Jesucristo y con el cual quiso que ardiera vorazmente, Por el mismo Cristo, Nuestro Señor. Amén.

SEGUNDA MEDITACIÓN.

 “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”…

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres ¿es que Tú no nos lo has enseñado todo? pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión:“Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer.” ¿Para qué necesitamos el Espíritu para el conocimiento de la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad?       ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente?

Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven, qué más pueden pedir y tener…Y Tú erre que erre que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, pues qué más queda que aprender; que Él nos llevará hasta la verdad completa; ¿es que Tú no puedes? ¿No nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho? ¿No eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho y hecho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…” ¡A ver, qué más se puede hacer…!

       Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes; vino hecho llama, hecho experiencia de amor; vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón”, pero hecho llama de amor viva, no signo externo, hecho fuego apostólico, hecho experiencia de su mismo amor, del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, Espíritu Santo, Espíritu de Cristo Resucitado, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar por apariciones y conceptos recibidos desde fuera, aunque vengan del mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede meter en el espíritu, en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno, hecho experiencia viva de Dios ¡Experiencia de Dios! He aquí la mayor necesidad de la Iglesia de todos los tiempos. La pobreza mística, la pobreza de experiencia de Dios que nos convierte no en meros predicadores, sino en testigos de lo que predicamos y hacemos, he ahí la peor pobreza de la Iglesia.

       En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive, por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal a cada uno de nosotros en su mismo Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí mismo porque se sumerge por el Espíritu en el mismo Espíritu y Amor y Esplendores y Amaneceres eternos de luz y de gozo divinos,  y se pierde en Dios; allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, que nos quiere para toda la eternidad, mi vida es más que esta vida, yo soy eternidad y he sido creado por Dios para sumergirme eternamente en su eterna felicidad, y por eso envió al Hijo, y por eso le abandonó en la cruz, nos quiso más que a Él dejando que el Hijo –“me amó y se entrego por mí”-- muriera para que todos nosotros podamos tener la misma vida, el mismo Amor del Padre y del Hijo, su mismo Espíritu, que ya en esta vida por participación en su vida nos hace exclamar: “¡abba!”,papá del alma: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan la vida eterna”.

El Hijo amado que le vio triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la SS Trinidad: “Padre, no quieres ofrendas…aquí estoy yo para hacer tu voluntad”,  y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo. Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor al hombre. Dios existe, Dios existe, es verdad, Dios nos ama, es verdad. Cristo existe y nos ama locamente y está aquí bien cerca de nosotros y es el mismo Verbo del Padre, está en ti, «más íntimo a ti que tú mismo», como dice San Agustín, ahí lo experimentan vivo y amante los que le buscan.

Los Apóstoles

       Habían escuchado a Cristo y su evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿Por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros?

Se lo dijo porque hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados,  no abren las puertas y predican desde el mismo balcón del Cenáculo, y todos entienden su mensaje, aunque hablan diversas lenguas y tienen culturas diversas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, y llegamos ellos y todos a “la verdad completa” del cristianismo, a la experiencia de Dios.

       Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos, pero no baja al corazón, a la experiencia; es el Espíritu, el don de “sapientia”, de Sabiduría, el «recta sápere», gustar y sentir y vivir, el que nos da “la verdad completa” de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive. Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de técnicas de oración, de respirar de una forma o de otra, nada de tratados y más tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía, teóricos; hay que convertirse y dejarse purificar por el Espíritu, dejarnos transformar en hombres de espíritu, espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino algo más, es vida según el Espíritu, para llegar llenarnos de su mismo amor, sentimientos y vivencias. Y para eso, y perdonad que me ponga un poco pesado, oración, oración y oración.

       Oración ciertamente por  etapas, avanzando en conversión, hasta llegar desde la oración meditativa y reflexiva y afectiva, a la oración contemplativa,  que es oración, pero un poco elevada, donde ya no entra la meditación discursiva de lo que yo pienso y descubro en Cristo y en el evangelio, sino la oración contemplativa, donde es el Espíritu de Cristo el que dice directamente lo que quiere que aprenda dejándome contemplarle, sentirle, comunicarme por amor y en fuego de amor su Palabra. Hasta llegar aquí el camino de siempre: «Lectio», «Meditatio», «Oratio», «Contemplatio»; primero, como he dicho, la meditación, la  oración discursiva, con lectura o sin lectura del evangelio o de otras ayudas, pero siempre dirigida principalmente a la conversión; luego, hay que seguir así ya toda la vida, porque orar, amar y convertirse se conjugan a la vez e igual.

Si me canso de orar, me canso también de convertirme y de amar a Dios sobre todas las cosas;  si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir más a Dios, y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo; ya no es el «Señor» lejano de otros tiempos que dijo, que hizo, sino  Jesús que estás en mí, mi Dios amigo, Tú que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús…, y la meditación se convierte en diálogo afectivo, y de aquí, si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar, en cuanto me siento delante de Él, ante el Sagrario, me está diciendo: esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio… y me convierto o no me convierto, que es lo mismo que decir: o amo o dejo de amar: que es lo mismo que decir: o dejo o no dejo la  oración como trato directo, diario y permanente, de tú a tú con el Señor y aquí está la razón última y primera de todas las distracciones y pesadez y cansancio y abandonos de la oración y meditación, y que muchos quieren resolver con recursos y técnicas.

Dejamos la oración personal y el trato directo con el Señor, porque no soporto verme siempre con los mismos defectos, que Cristo me señale con el dedo cuando estoy ante el Sagrario; sin embargo puedo seguir estudiando y conociéndole en el estudio teológico y predicando y haré ciertamente apostolado, pero profesional, porque no lo hago en el Espíritu de Cristo; y sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo; soy predicador de Cristo y su evangelio, pero no soy testigo de lo que predico o celebro.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro permanente, vivo y espiritual con Dios.  Y esta es la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta Sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirán. Leamos sus vidas y escritos.

En mi libro, La Eucaristía, la mejor escuela de oración, santidad y apostolado (Edibesa, Madrid 2000), hago precisamente un detallado tratado de oración viva, de vida cristiana, de apostolado, de ahí el título, pero vivo, no teórico. Me gustaría que lo leyerais. Es tercera edición, corregida y aumentada, como se dice vulgarmente.

       Necesitamos la venida del Espíritu sobre nosotros, necesitamos Pentecostés. Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive; es más, al no vivirse, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

       Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia, como ya he dicho, será siempre la pobreza de vida mística; es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta venida de Pentecostés para quedar curada, necesita del fuego y la unción del Espíritu Santo para perder los miedos, para amar a Dios total y plenamente.

Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno, pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu. Nos lo dice San Ireneo: «gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei» (LITURGIA DE LAS HORAS, Segunda Lectura, 28 junio, día de su fiesta). 

       Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. “Le conoceréis porque permanece en vosotros”, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

       La Carta Apostólica de Juan Pablo II Novo millennio ineunte, para mí lo mejor y de lo mejor que se ha escrito sobre apostolado, es un reclamo, desde la primera línea de la necesidad de la oración. Es una carta dirigida al apostolado que la Iglesia tiene que hacer al empezar el nuevo milenio. Pero la carta va toda ella cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios: Meta de todo apostolado: la unión perfecta con Dios, es decir, la santidad; el camino, la oración, la oración, la oración; hagan escuelas de oración en las parroquias, oren antes todos los apóstoles, el programa ya está hecho, es el de siempre:

       «No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz».

«En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad... Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad?»

Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe, no se trata de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de verdad completa, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu. La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el bautismo del Espíritu Santo.      

       En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va  a espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos porque vive en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: “abba”, padre, “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

       Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Ireneo: «mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo».

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos el fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, “borrachos”, como admiten tranquilamente los Padres, pero borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

Y un autor moderno dice: «Es el momento más hermoso en la vida de una criatura: sentirse amada personalmente por Dios, sentirse como transportada en el seno de la Trinidad y hallarse en medio del vértice de amor que corre entre el Padre y el Hijo, involucrada en él,  partícipe de su «apasionado amor» por el mundo. Y todo esto en un instante, sin necesidad de palabras ni de reflexión alguna».

«Maravillosa condescendencia del creador hacia la criatura, gracia insigne, benevolencia inconcebible, motivo de confianza en el creador para la criatura, dulce cercanía, delicia de una buena conciencia: el hombre llega a encontrarse, de algún modo, cogido en el abrazo y el beso del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo; unido a Dios con el mismo amor que une entre sí al Padre y al Hijo, santificado en aquel que es la santidad misma de ambos. Gozar de un bien tan grande, tener la suave experiencia de Él, dentro de lo que cabe en esta miserable y falsa existencia: esto es conocer la verdadera vida».

       «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios,  la vivencia es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (Cfr.1 Jn 4,16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar» (ANTONIO LÓPEZ BAEZA, Un Dios locamente enamorado de ti, Sal Terrae, págs. 63-5).

       Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés y nos es tan necesaria una experiencia viva y transformadora del amor de Dios ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo.

El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz:

«En lo cual es de saber que, antes que este divino fuego de amor se introduzca y se una en la sustancia de el alma por acabada perfecta purgación y pureza, esta llama, que es el Espíritu Santo, está hiriendo en el alma, gastándole y consumiéndole las imperfecciones de sus malos hábitos, y ésta es la operación de el Espíritu Santo en la cual la dispone para la divina unión y transformación de amor en Dios. Porque es de saber que el mismo fuego de amor que después se une con el alma glorificándola es el que antes la embiste purgándola; bien así como el mismo fuego que entra en el madero es el que primero le está embistiendo e hiriendo con su llama, enjugándole y desnudándole de sus feos accidentes, hasta disponerle con su calor, tanto, que pueda entrar en él y transformarle en sí» (Ll 1, 19).

9. La peor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística y espiritual, la pobreza de Espíritu Santo

Y la razón ya la he dicho: Si Cristo les dice a los Apóstoles que es necesario que Él se marche para que el Espíritu Santo venga y remate y lleve a término la  tarea comenzada por su pasión, muerte y resurrección, y que, si el Espíritu no viene, no habrá “verdad completa”, la cosa está clara: sin Espíritu Santo, sin vida en el Espíritu, la Iglesia no puede  cumplir su misión y los cristianos no llegamos a lo que Dios ha soñado para cada uno de nosotros.

La mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Más grave lógicamente en los seminarios y noviciados o casas de formación, porque de ahí tienen que salir los directores de apostolado y vida cristiana.

Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el mismo sacerdote, como para el apostolado y la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa, que así se lo recuerda en su liturgia de Ordenación y carta de nombramiento, y la responsabilidad  viene del Señor. Basta leer la Exhortación Pastoral Postsinodal de Juan Pablo II «Pastores dabo vobis».

Allí se nos dice que todos somos responsables y todos tenemos que formar hombres de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos. Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes.

Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato frecuente, personal y afectuoso con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son los obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Y luego se le nota, porque les sale del alma.

Aquí se lo juega todo la Iglesia, la diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que ser algo que le salga del corazón, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor a Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo.

Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma, se olvida o no se acierta.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristiana, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas sólo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Dios nos conceda, pidamos tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas del mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sacerdocio como profesión, no como misión, en lugar y en la persona de Cristo; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero sin Pentecostés, porque allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo.

 Y para todo esto, para hacer el apostolado de Cristo, hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para “enviarlos a predicar” para hacer el apostolado en el nombre y espíritu de Cristo.

TRANSFORMADOS EN LA IMAGEN DE CRISTO POR EL ESPÍRITU


«Oh Espíritu Santo, refleja en nosotros, como en un espejo, la gloria del Señor Jesús, para que seamos transformados en su imagen»(2 Cr 3, 18).


1.—El Concilio Vaticano II eseña que la «santidad de la Iglesia se manifiesta... en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles» (LG 39). Entre ellos, el más excelente, al cual todos los demás van ordenados, es la conformidad con Cristo.

La Encíclica Mystici Corporis lo dice expresamente: <<el Espíritu Santo ha sido comunicado a la Iglesia... para que cada uno de sus miembros, día a día, se vaya haciendo más semejante al Redentor>>.

Todos los elegidos son por Dios «predestinados para ser conformes a la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29); nosotros seremos santos según la medida de nuestra semejanza con Cristo. Y el Espíritu Santo nos ha sido dado precisamente para que esculpa en nosotros los rasgos de esta divina semejanza, haciéndonos «de día en día más semejantes al Redentor». ¡Oh!, sería menester realmente que no pasase un solo día en que esta divina semejanza no aumentase en nosotros.

Esta verdad llegó a impresionar profundamente a Sor Isabel de la Trinidad, que rogaba al Espíritu Santo le diese «una humanidad de complemento, en la cual Jesús pudiese renovar su misterio» (Elevación a la Trinidad).

Si Jesús es el modelo al cual debemos asemejamos, no es presunción aspirar a asemejamos a él de tal modo que nuestra vida sea una «prolongación» de la suya y él pueda continuar en nosotros su incesante obra de adoración y glorificación de! padre y de redención de los hombres.

Nosotros somos incapaces de llegar a una conformidad tan perfecta con Cristo, pero el Espíritu Santo está en nosotros para realizarla. Jesús es el Santo por excelencia; para hacernos semejantes a él el Espíritu Santo nos comunica inicialmente la santidad de Cristo difundiendo en nosotros la gracia, la cual debe después penetrar de tal modo nuestro ser, nuestra actividad, nuestra vida, que haga de cada uno de nosotros un «alter Christus».

Y tengamos presente que la gracia difundida en nosotros por. el Espíritu Santo es idéntica, en su naturaleza, a la que santifica el alma de Jesús; pues aunque a nosotros nos sea dada en medida infinitamente inferior mientras qué Jesucristo Ja posee «sin medida», se trata sin embargo del mismo germen, del mismo principio de santidad. He aquí por qué el pleno desarrollo de la gracia puede llevar efectivamente a los bautizados a la semejanza con Cristo hasta transformarlos en su misma imagen, «como movidos por el Espíritu del Señor» (2 Gr 3, 18).


2. — «Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu del Señor» (2 Gr 3, 18). En su condición de hijos de Dios, los bautizados reflejan en sí mismos la «gloria» de Cristo, es decir, la gracia de su «filiación».

 Esto puede llegar a realizarse con tal perfección <<a cara descubierta», esto es, sin velo alguno— que sean transformados «en la misma imagen» del Señor por acción de su Espíritu que habita en los creyentes. El ideal de la perfecta conformidad con Cristo es tan sublime que sobrepasa inmensamente la capacidad del hombre y sería locura pensar que lo puede conseguir con sus propias fuerzas; sin embargo lo puede alcanzar por el poder del Espíritu Santo «que nos ha sido dado» (Rm 5. 5) y permanece siempre con nosotros para sostener nuestra debilidad.

El Espíritu Santo impulsa desde dentro el deseo de imitar a Cristo, de asemejamos a sus sentimientos y a su vida; infunde energías sobrenaturales, sostiene la buena voluntad del hombre y la refuerza con su divina potencia. El, que guió a Jesús en el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre, guía al cristiano por el mismo camino. Lo ilumina acerca del querer divino, se lo hace apreciar como el mayor tesoro y se lo hace amar como el bien más grande, pues sólo en la voluntad de Dios encontrará su santificación y podrá hacerse semejante a Cristo.

La voluntad divina debe ser para el cristiano, como lo fue para Jesús, su comida y su bebida, de manera que no exista ya en el alma «cosa alguna contraria a la voluntad divina, sino que todos sus movimientos sean en todo y por todo solamente voluntad de Dios» (San Juan de la Cruz, Subida, 1, 11, 2).

Todo esto desea realizar en el bautizado el Espíritu Santo, a continuación de que el alma se abra con toda docilidad a la acción de su gracia.

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En espera de la fiesta de Pentecostés la Liturgia invoca al Espíritu Santo para que venga a purificar los corazones de los fieles (Misal Romano. Oración sobre is ofrendas).

Sólo el Espíritu Santo podrá apartar todos los obstáculos —apego a la propia voluntad, egoísmos, caprichos— que impiden a la gracia de adopción calar hondamente en la vida del cristiano; y así su espíritu totalmente puro, podrá recibir «cara a cara» la irradiación de la gloria de Cristo y ser transformado en su imagen.

 

<<¡Amadísimo Jesús mío! Deseo seguir en unión contigo la regla del amor, la regla de la voluntad de Dios por la cual pueda renovarse y transcurrir en ti toda mi vida. Ponla bajo la custodia de tu Santo Espíritu, a fin de que en todo tiempo esté pronta a la observancia de tus mandamientos y de todas mis obligaciones.

Yo no soy más que un pobre tallo plantado por ti, de mi cosecha soy nada y menos que nada, pero tú puedes fácilmente hacerme florecer en la abundancia de tu Espíritu. ¿Qué soy yo, Dios mío, vida del alma mía? ¡Ah, cuán lejos estoy de ti! Soy como una brizna de polvo que el viento levanta y disperse. Ahora bien, en virtud de tu caridad, el fuerte viento de tu amor omnipotente, por ‘el soplo del Espíritu Santo, me lance a ti con tanto ímpetu, a merced de tu providencia, que comience de verdad a morir a mí misma para vivir solamente en ti, dulce amor mío.

¡Oh dulce amor mío! Haz que yo me pierda en ti; que me abandone completamente en ti, hasta el punto de que no quede en mí ningún vestigio, exactamente como sucede en un granito indivisible de polvo que desaparece sin notarse. Transfiéreme tan totalmente en el cariño de tu amor, que en ti sea aniquilada toda imperfección mía, y ya no tenga en adelante vida alguna fuera de ti>>. (STA. GERTRUDIS, Ejercicios, 4).

VIGILIA DE PENTECOSTES : EL CAMINO DE LA CRUZ

«Ven, oh Espíritu Santo, consolador perfecto… descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, gozo que enjuga las lágrimas» (Secuencia).

1.  «También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza estamos salvos» (Rm 8, 23-24): Aunque redimido por Cristo, el hombre mientras vive aquí abajo o consigue una redención completa y definitiva; como dice el Apóstol, es salvado en la esperanza.

Por otra parte, su cuerpo no está aún glorificado como el cuerpo de Cristo, y por los límites propios de la materia y los defectos de la naturaleza herida por el pecado, es causa de continuas luchas y tribulaciones. De aquí se deriva el estado de sufrimiento que acompaña a toda la existencia humana; es la tarea penosa de su regeneración que, comenzada con el bautismo, se va cumpliendo día tras día bajo la guía del Espíritu Santo, de quien ha recibido las «primicias».

Por eso aun en medio del sufrimiento, el cristiano no puede ser pesimista: no es vana su esperanza ni las tribulaciones son inútiles, antes bien, aceptadas por amor de Dios son el gran medio de la regeneración total, de la plena conformidad con Cristo.

El Espíritu Santo no puede hacer al hombre semejante a Cristo ni conducirlo a la santidad si no es por el camino de la cruz. El Concilio Vaticano II afirma: «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre... siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria» (LG 41). No hay para elcristiano otra forma de santidad que lo haga participar de la gloria de Cristo, sino la que le hace participar de u cruz.

A esta santidad es «movido» por el Espíritu Santo, que, encendiendo en su corazón el amor a Cristo, le hace comprender el valor del sufrimiento que le asemeja a él. No se podrá jamás llegar a la profundidad de la vida espiritual, si no es viviendo en la propia carne el misterio de la cruz.

Santa Teresa de Jesús enseña que aun las más sublimes gracias contemplativas, en que domina la acción del Espíritu Santo, se conceden a las almas precisamente para hacerlas más capaces de llevar la cruz. «Porque —dice la Santa— no nos puede Su Majestad hacérnosle mayor (favor) que es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado...y así tengo yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza... para poderle imitar en el mucho padecer» (Moradas, VII, 4, 4).

2.— «Ven, ¡oh Espíritu Santo!..., vacío está el hombre si tú le faltas por dentro» (Secuencia). Una de las circunstancias en que el hombre echa de ver mejor su incapacidad y su nulidad es la del sufrimiento profundo. Es necesario que el Espíritu Santo le infunda fortaleza para hacerle capaz de llevar con serenidad ciertas cruces que desde un punto de vista humano, no hacen esperar alivio.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» —dice San Pablo— y «el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26). El se hace oración del cristiano, ruega con él y por él aunándolo e el misterio de una súplica a la cual el Padre no puede resistir. Cuando bajo el peso del sufrimiento el hombre se siente incapaz de orar, le queda un recurso: unirse al gemido secreto que, desde el fondo de su corazón, el Espíritu Santo eleva al Padre, y repetir en él y por él — la oración de Cristo: «iAbba, Padre!... no sea lo que y quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14, 36).

Pero hay además en el itinerario de la vida espiritual otros sufrimientos causados por la acción misma del Espíritu Santo, que purifica así las almas para disponerlas a una mayor intimidad y unión con Dios. Por más que el
hombre trate de negar su propia voluntad para conformarse a la de Dios, de despojarse del hombre viejo y de todas sus perversas tendencias para revestirse de Cristo, no llegará jamás por sí solo a un desasimiento y a una abnegación total.

El Espíritu Santo sale al encuentro de su buena voluntad sometiéndole a pruebas exteriores e interiores. El Espíritu Santo —dice San Juan de la Cruz— con su «amorosa llama divina.., está hiriendo en el alma, gastándole y consumiéndole las imperfecciones de sus malos hábitos; y ésta es la operación del Espíritu Santo, en la cual la dispone para la divina unión y transformación de amor en Dios» (Llama 1, 19).

Es imposible que esto se realice sin sufrimiento, que puede llegar a ser muy intenso, pero será siempre saludable,  porque, aceptado con generosidad, lleva a término la purificación del hombre y lo dispone para ser invadido plenamente por la gracia. Al hombre no le queda otra cosa que dejarse conducir y abandonarse con confianza a la acción del Espíritu que lo prueba y lo aflige, no para atormentarlo, sino para introducirlo finalmente «en la libertad.., de los hijos de Dios) (Rm 8, 21). Libertad de adherir a Dios, de entrar en comunión con él para formar «con él un solo espíritu» (1 Cr 6, 17).


<<¡Oh Espíritu de verdad! Hazme conocer a tu Verbo, enséñame a recordar todo lo que él ha dicho, ilumíname, guíame, hazme conforme a Jesús, un «alter Christus», comunicándome virtudes, en particular: su humildad, su obediencia; hazme participante de su obra redentora deseando amar la cruz.

Oh Fuego consumidor, Amor divino en persona! Inflámame, quémame consúmeme, destruye mi yo, transfórmame toda en amor; hazme llegar a la nada para poseer el Todo; hazme llegar a la cumbre del «Monte» en donde sólo mora la gloria de Dios, en donde todo es «paz y gozo» del Espíritu Santo. Que yo alcance en la tierra —a través del sufrimiento y de la contemplación amorosa— la unión más íntima con la Santísima Trinidad, en la espera de llegar a contemplarla sin velos allá arriba en el cielo, en la paz, en la alegría, en la seguridad del banquete eterno. (SOR CARMELA DEL ESPIR1TU SANTO, Escritos inéditos).

<<¿A dónde iré, Dios mío, y a quién recurriré si me alejo de tu Espíritu? ¿Por ventura no es tu espíritu, Señor, descanso en las fatigas, alivio en el llanto, el mejor consolador en cualquier angustia y tribulación?... Tú, Espíritu Santo, has dicho que para los que aman a Dios todas las cosas se convierten en bien; aviva, pues, mi fe y hazme creer efectivamente en esta conso(adora promesa de la cual brota la esperanza.

No te pido que me libres de la tribulación, sino que me la cambies en ejercicio de verdadera virtud y en .aumento de santo amor... Hazme sentir, oh dulce Huésped del alma, tu benéfica presencia, pues prometiste estar con tu siervo fiel cuando sufre: Cum ipsosum intribulatione (Ps. 90, 15)...

Te pido dulce y tranquila paciencia con la fortaleza necesaria para sufrir sin culpa, sin quejas, sin abatimiento de espíritu, sino más bien con paz serena y con mérito. Esperando con firme confianza los consoladores efectos de tu infinita bondad, descanso en paz bajo tus alas y en tus manos encomiendo mi espíritu, mi cuerpo y todas mis cosas, para que en mí se cumpla siempre tu voluntad. (8. HELENA GUERRA, Invocazioni e preghiere alto Spirito Santo, pp. 46-48).

RETIRO DON BENITO

ALMAS DE ORACIÓN

1V. Tiempo Pascual: Sexta semana.

Es necesario orar.


2. «Mucho puede la oración del justo. Elías era un hombre como nosotros, sujeto al dolor. Sin embargo, cuanclo-oró con fervor, para que no lloviese sobre la tierra, no llovió, más por espacio de tres años y seis meses. Después, volvió a suplicar de \‘ nuevo: y el cielo :dió su lluvia y la tierra produjo su fruto» (Epístola). ¡Tan grande es la fuerza y fecundidad de la perseverante y fervorosa oración

de Elías, del justo! Una confirmación de la promesa del Señor: «Pedid y recibiréis.» ¿Cuál no será, pues, la fuerza y eficacia de la oración de la \i Iglesia? ¿Qué poder no tendrán ante Dios las manos de los santos del cielo y de las almas puras y ( santas de la tierra, levantadas todas juntas hacia ‘1 el Padre? La Iglesia ora, con perseverancia, con fervor, sin interrupción, en sus sacerdotes, en sus órdenes religiosas, en sus santos, en María, la omnipotente Medianera, en su Cabeza, Cristo, el Señor. Cristo está, ante el Padre, en el sagrario, , «orando e intercediendo constantemente por nos(1 otros» (Hebr. 7, 25). Unámonos, pues, a la oración
de la Iglesia y también en nosotros se cumplirá la promesa del Señor: «Pedid, y recibiréis.» Tengamos fe en la fuerza de la oración de la Iglesia, en cuya comunidad nos encontramos y oramos. Creamos igualmente en la fuerza de nuestra oración, que es apoyada y completada por la oración de los . muchos hermanos y hermanas en Cristo, hermanos santos y amadores de Dios. ¡Qué tesoro debe ser para nosotros la oración! ¡Cómo debemos apreciarla y amarla!
«Pedid, y recibiréis.» Lo que hoy necesita y busca la Iglesia son sobre todo almas de oración. Todos estamos sujetos a la ley de interceder los unos por los otros. Dios quiere la salvación de todos los hombres. Pero precisa que también ellos lo quieran y obren en consecuencia. Más aún. Es preciso que lo quieran también los demás y que cooperen con ellos. Cada uno es dueño de su destino: pero también es cierto que todos somos dueños del destino de cada uno de los hombres. Todos decidimos la suerte final — salvación o condenación — de nuestros prójimos. En el mundo físico no puede variar de posición ni el más insignificante átomo sin que, al mismo tiempo, afecte y haga cambiar de posición a todos los demás átomos. Lo mismo acontece en

r. «Pedid, ‘y recibiréis. Buscad, y encontraréis. Llamad, y se os abrirá.» He aquí la gran promesa, hecha por el Señor al que pide, al que ora. Apoyados en esta promesa del Señor, asistamos hoy a la Procesión y a la Misa de Rogativas.

A,.)

442 IV. Tiempo Pascual: Sexta semana.

IVIaitcs : I.s I1(((s;Lri) (>rr.

el mundo moral y religioso. En virtud de nuestra incorporación con Cristo, con la vid, todos somos solidarios de los demás sarmientos, crecemos al mismo tiempo. Por eso, todos podemos y tenemos necesariamente que impedirnos o ayudarnos los unos a los otros. No cabe la neutralidad. Por consiguiente, puede decirse que, hasta cierto. punto, está en nuestra mano el decidir de la salvación o condenación eterna de los demás, de cada uno de los demás. Somos llamados, no sólo a salvarnos a nosotros mismos, sino también a cooperar a la salvación de todos los demás. Por medio de nuestro ejemplo. Por
medio de nuestra oración. De nosotros, de nuestras ¡ oraciónes depende el que Dios no castigue a los pueblos, como éstos merecen. ¡Con qué violencia claman venganza al cielo los pecados de la humanidad de hoy! ¡Los pecados de incredulidad, de
/ olvido de Dios, de ódio a Dios, de blasfemia contraL Cristo y su Iglesia! ¡El pecado de odio entre los pueblos y clases, los pecados del capitalismo, del materialismo, de la carne! Aunque no haya más que cinco justos en Sodoma y oren, Dios se apiacará. Por eso, la Epístola de hoy nos exhorta con estas palabras: «Orad los unos por los otros, para salvaros. Sí alguien de vosotros se apartare de la verdad y otro le convirtiere (con su oración), este tal debe saber que, quien saca a un pecador de su errado camino, salva su alma.» ¡Salvar almas! En virtud de la oración. Que las almas se salven: he ahí el gran anhelo de la santa Iglesia, en estos días de Rogativas y siempre. 1sta debe ser tam1)ién nuestra gran preocupación. Oremos, pues, con la misma importunidad del impetuoso pedigüeño del Ivangelio de hoy. «Y si persistiere llamando, el otro se levantará, aunque no sea más que por verse libre de su importunidad, y le dará cuanto necesite.» Nosotros pidañiós también mucho, pidamos \\ con ardor, pidamos con constancia. «Pedid, y reciI)iréis.»

3. Nosotros pensamos muy poco en las promesas, hechas por el Señor a la oración. Tenemos poca fe en el valor y eficacia de nuestra oración. ¡De ahí la f alta de confianza y de celo por la oración! Y, precisamente, las promesas han sido hechas a los que tengan confianza. «Todo lo que pidiereis en la oración, estad seguros de que lo alcanzaréis y se realizará» (Marc. II, 24). «Al que tiene fe (con- fianza)’, todo le es posible» (Marc. XI, 22).
Nuestra oración será tanto más perfecta y eficaz, cuanto más nos unamos con la comunidad, con la Iglesia. Cuanto más fe tengamos en ella. Cuanto más obedieate y amorosamente nos sometamos a ella. Cuanto más nos identifiquemos con su liturgia, con su sacrificio y con su oración. Entonces, nuestra oración, tendrá todas las condiciones, que debe reunir la verdadera oración: será,humilde, fervorosa, infantil, filial, llena de confianza. ¡Orad con la Iglesia! «Pedid, y recibiréis.» La liturgia de la Misa de hoy asocia esta promesa a la sagrada Comunión. Aquí, nos unimos, lo- más estrechamei-ite posible con Cristo, con la vid, y con los demás sarmientos, con la comunidad de la Iglesia. En este precioso momento, el mismo Cristo, que se nos da en propiedad, ora con nosotros y por nosotros, junto con toda la comunidad (Comiinión), con toda la Iglesia, un-ida vivamente a ]l. Y nosotros oramos con Él y por Él. Aquí, recibiremos. Aquí, encontraremos. Aquí, se nos abrirá.
- Oración. - , .
Suplicámoste Señor, te dignes’ aceptar paternalmente nuestras súplicas: para que, habiendo recibido tus Dones (la santa Eucaristía) en medio’ de nuestra tribulación, tu consuelo nos haga crecer - en tu santo amor. Por Cristo, Nuestro Señor. Amén.

(VSTetV) RETIRO DON BENITO 6

SEGUNDA MEDITACIÓN (MI LIBRO)

¡Todos quedaron llenos del Espíritu Santo!

Terminábamos la meditación anterior sumergidos en nuestro Dios Trino y Uno conducidos por el Espíritu Santo, alma y vida de nuestro Dios, desde donde fue enviado por el Padre y el Hijo en el día de Pentecostés; vamos a fundamentar el hecho de Pentecostés, reflexionando sobre el Espíritu Santo en la vida y actividad de Cristo para terminar con el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia y vida de todo creyente y espíritu de todo apostolado: sin el Espíritu de Cristo no pueden realizarse las acciones de Cristo.

1.- El Espíritu Santo en la vida de Cristo: ver Eucarísticas, pag. 422

Esto  mismo lo podemos decir brevemente de otra forma :

En la Anunciación: La persona y la vida de Jesús presuponen la acción del Espíritu Santo: el ángel a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc1,26-38). En Mateo el ángel dice a José: “no temas tomar a María por esposa, porque lo que ha engendrado viene del Espíritu Santo”.

En la visita de María a Isabel, recuerdo siempre en este hecho a Sor Isabel de la Trinidad, porque como ella era tan devota de la SS. Trinidad, se sentía habitada por los Tres….era muy devota de la Virgen en su visitación a santa Isabel….. vemos que el niño Juan salta de gozo en el seno de su madre Isabel “llena de Espíritu Santo”. La voz dulce y llena de suavidad de la Virgen y su visita es para Isabel la venida, el medio por el que le viene comunicado el Espíritu Divino, que le llena totalmente a ella y proclama a María bendita entre todas la mujeres: El mismo Espíritu Santo que ha llenado a María del Verbo de Dios, es el que llena a Isabel  de palabras de alabanza e inspiración a María.

Ana es para Lucas la profetisa y todos sabemos que la pneumatología lucana es profecía, presencia del Espíritu en la voz del profeta y en la predicación de la Palabra, todo profeta está bajo la acción del Espíritu de Dios, y Simeón fue al templo “movido por el Espíritu Santo”.

En el Bautismo de Jesúses más  clara la alusión al Espíritu  en la paloma y por la voz del Padre que le proclama el Amado en su mismo Amor Personal, Espíritu Santo.

Jesús es conducido al desierto por el Espíritupara ser tentado por el demonio que no logra alejarle del mesianismo servidor del Siervo de Yahvé al mesianismo político de poder y dominio,  como El había anunciado en la sinagoga de Carfanaún: “El Espíritu Santo está sobre mí.. él me enviado para evangelizar a los pobres, dar la buena noticia….

Jesús, “lleno de Espíritu Santo” da gracias al Padre por todos los dichos y hechos salvadores que hace con la fuerza del  Espíritu Santo, especialmente con los pequeños. Por eso,  todo pecado será perdonado a los hombres, menos la blasfemia contra el Espíritu Santo, es decir, cerrarse a su venida y acción en nosotros.

Y en el discurso de la Última Cenaespecifica cuál será el don principal de su Pascua, que nos enviará desde el Padre: “ Yo rogaré al Padre que os dará al Paráclito que permanecerá con vosotros, el Espíritu de la Verdad”. Lo llama por vez primera Paráclito, que significa defensor, abogado, defensor.. “El que me ama a mi será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él…. Os he dicho estás cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho” (Jn 14, 15-30).

       Para Juan el morir de Cristo no es sólo exhalar su último suspiro, sino entregar su Espíritu al Padre, porque tiene que morir; por eso el Padre le resucita entregándole ese mismo Espíritu, Espíritu del Padre y del Hijo que resucita a Jesús, para la vida nueva y la resurrección de los hombres. Por eso en el hecho de la cruz nos encontramos con la revelación más profunda de la Santísima Trinidad y la sangre y el agua de su costado son la eucaristía y el bautismo de esta nueva vida.

       La partida de Jesús es tema característico del cuarto evangelio: “Pero os digo la  verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Santo, pero si me voy, os lo enviaré… muchas cosas me quedan aun por deciros, pero no podéis llevarlas ahora, pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará de lo que vaya recibiendo. El me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo dará a conocer”. (Jn 16,7-16).

       Qué texto más impresionante. Reconozco mi debilidad por Juan y por Pablo. Está clarísimo, desde su resurrección Cristo está ya plenamente en el Padre, no sólo el Verbo, sino el Jesús ya verbalizado totalmente a la derecha del Padre, cordero degollado en el mismo trono de Dios, y desde allí nos envía su Espíritu desde el Padre, Espíritu de resurrección y de vida nueva. Este es el tema preferentemente tratado por Pablo que nos habla siempre “del Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos”… No se pueden separar Pascua y Pentecostés, porque el envío del Espíritu Santo es la plenitud cristológica, es la pascua completa, la verdad completa con el envío del Espíritu Santo, fruto esencial y total de la Resurrección.  Para esta meditación me voy a quedar con estos textos de Juan y ni  toco el Pentecostés lucano que es principalmente espíritu de unidad de la diversidad de Bábel por el espíritu de profecía, de la palabra, ni el de Pablo que es caridad y carismas: “si por tanto vivimos del Espíritu Santo, caminemos  según el Espíritu” no según la carne, carne y espíritu, naturaleza y gracia.

       Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”…. Vamos a ver, Señor, con todo respeto: es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres, es que Tú no nos lo has enseñado todo…, pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión:  “Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer….” para qué necesitamos el Espíritu para el conocimiento de la Verdad, que eres tú mismo, quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad,  por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente….Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven, qué más pueden pedir y tener…Y Tu erre que erre que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que El nos lo enseñará todo, pues qué más queda que aprender; que El nos llevará hasta la verdad completa….pues es que tú no puedes… no nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho, no eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…”. A ver, qué más se puede hacer….

       Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes, vino hecho llama, hecho experiencia de amor, vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón” pero hecho fuego, no palabra o signo externo, hecho llama de amor viva y apostólica, hecho experiencia del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar con conceptos recibidos desde fuera aún por el mismo Cristo y que solo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede por participación meter en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno.

       En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que El es, subsiste y vive, por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal a cada uno de nosotros en su mismo amor Personal de Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno..queda extasiado, salido de sí porque se sumerge y se pierde en Dios; allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura,allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo, allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses, allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al amado, cuando en Getsemání le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, ante el cual el Espíritu del Hijo amado en nosotros nos hace decir en nuestro corazón: abba, papá del alma. El Hijo amado que le vió triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la SS Trinidad: “Padre no quiere ofrendas…”-- Carta a los Hebreos-- y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo. Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor al hombre. DIOS EXISTE, DIOS EXISTE, ES VERDAD, DIOS NOS AMA, ES VERDAD. CRISTO EXISTE Y NOS AMA LOCAMENTE Y ESTÁ AQUÍ BIEN CERCA DE NOSOTROS Y ES EL MISMO VERBO DEL PADRE….

LOS APÓSTOLES:

       Habían escuchado a Cristo y su evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar…pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive….Y qué pasó, por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que El rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros….pues que hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados… no abren la puerta y predican desde el balcón del Cenáculo, y todos entienden siendo de diversas lenguas y culturas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, vamos, el completo, la verdad completa del cristianismo.

       Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos…es el Espiritu, el don de Sabiduría, el recta sápere, gustar y sentir y vivir… lo que nos da el conocimiento completo de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo.  Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir la puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive. Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía teóricos.. sino espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino vida según el Espíritu.

       Oración ciertamente en etapas ya un poco elevadas donde ya no entra el discurso, la meditación sino la contemplación. Lectio, Meditatio, Oratio, Contemplatio….. primero oración discursiva, con lectura de evangelio o de lo que sea, pero siempre con conversión; luego, un poco limpio, si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir a Dios, a ver a mi Dios y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo, ya no es el Señor lejano de otros tiempos que dijo, hizo, sino tú, Jesús que estás en mí, que estas en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús que…y es diálogo afectivo no meramente discursivo, y de aquí si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar…Gonzalo esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio… y me convierto o dejo la oración como trato directo y de tù a tú con el Señor, si si si seguiré predicando, diciendo misa…. Pero es muy distinto…. Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice S. Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro vivo espiritual con el Espíritu con Dios.  Y esta es toda la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde S. Juan, Pablo, Juan de Avila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirá. En mi libro LA EUCARISTÍA, LA MEJOR ESCUELA DE ORACIÓN, SANTIDAD Y APOSTOLADO hago precisamente un verdadero tratado de oración viva, de vida cristiana, de apostolado, de ahí el título, pero vivo, no teórico. Me gustaría que lo leyerais. Os lo voy a regalar. Es segunda edición pero corregida y aumentada.

       Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive, es más, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

       Queridos hermanos,  la pobreza de la Iglesia es pobreza de vida mística, así titulo un artículo de mi  libro, es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta Unción para quedar curada, de este fuego para perder los miedos, de este fuego para amar a Dios total y plenamente. Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia : Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con El su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu,  S. Hilario: gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei. 

       Vamos a invocarle al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia…. Le conoceréis porque permanece en vosotros, esta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera solo por la fe. La NMI va toda en este sentido, va cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios: Meta: la Unión perfecta con Dios, es decir, la Santidad, el camino, la oración, la oración, la oración….hagan escuelas oración las parroquias, oren antes todos los apóstoles, el programa ya está hecho, es el de siempre: Cristo, a quien hay que amar y hacer que le amen, eso es el apostolado y el camino, la oración. El apostolado sin oración personal y comunitaria está vacío. Y la acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo están vacías de contenido cristiano, por eso no todas nuestras acciones, aunque sean sacerdotales, son apostolado….      

       Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿recibisteis el E. Santo al aceptar la fe? Fijáos bien en la pregunta, tenían fe…no se trata de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de verdad completa, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu… La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo” No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el bautismo del Espíritu Santo.      

       En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va  espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos por viven en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: abba, Padre, “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

       Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. El es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Irineo: mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo. El Cristiano es un hombre a quien el espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos del fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, «borrachos», como admiten tranquilamente los Padres, pero «borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

       “Es el momento más hermoso en la vida de una criatura: sentirse amada personalmente por Dios, sentirse como transportada en el seno de la Trinidad y hallarse en medio del vértice de amor que corre entre el Padre y el Hijo, involucrada en él,  partícipe de su «apasionado amor» por el mundo. Y todo esto en un instante, sin necesidad de palabras ni de reflexión alguna. «Maravillosa condescendencia del creador hacia la criatura, gracia insigne, benevolencia inconcebible, motivo de confianza en el creador para la criatura, dulce cercanía, delicia de una buena conciencia: el hombre llega a encontrarse, de algún modo, cogido en el abrazo y el beso del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo; unido a Dios con el mismo amor que une entre sí al Padre y al Hijo, santificado en aquel que es la santidad misma de ambos. Gozar de un bien tan grande, tener la suave experiencia de él, dentro de lo que cabe en esta miserable y falsa existencia: esto es conocer la verdadera vida»

       Y un (otro) autor moderno dice: Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios —decía el autor que acabamos de citar—, el sentimiento es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (cfr. 1 Jn 4,16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar.

       Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés —en una experiencia viva y transformadora del amor de Dios—, ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo. El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con El por el amor, convertirnos en llama de amor viva con El hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice S. Juan de la Cruz.

¡Gracias, Espíritu Santo!

       Y para terminar, vamos a hacerlo con al anteúltima estrofa del “Veni Creator”: “Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, Teque Utriusque Spiritum, credamus omni tempore”. Por ti, Espíritu de Amor, creyendo siempre en Ti lleguemos a conocer al Padre y al Hijo. Este credamus tiene más de fiarse, de creer a,  que creer en. De todas formas esta fe en el Espíritu Santo nos lleva siempre hasta el que es el Amor del Padre y del Hijo, al que es unión, beso de los Tres en Uno. «Haz que creamos en ti, que eres el Espíritu de amor del Padre y del Hijo». El objeto no es una doctrina en la que hay que creer sino una persona en la que hay que confiar y vivir hasta la intimidad de Dios. Esto es lo que hoy tiene que ser y significar para nosotros decir: «¡Creo en el Espíritu Santo!». No sólo creer en la existencia de una tercera Persona en la Trinidad, sino también creer en su presencia en medio de nosotros, en nuestro mismo corazón. Creer en la victoria final del amor. Creer que el Espíritu Santo está conduciendo a la Iglesia hacia la verdad completa. Creer en la unidad completa de todo el género humano, aunque se nos antoje muy lejana y tal vez sólo escatológica, porque es él quien guía la historia y preside el «regreso de todas las cosas a Dios».

 Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en la Pascua de Cristo, en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas humanas, en la total redención de nuestro cuerpo y  todo el cosmos, porque es El es quien lo sostiene y lo hace gemir, como entre los dolores de un parto.
Creer en el Espíritu Santo significa adorarlo, amarlo, bendecirlo, alabarlo y darle gracias, como queremos hacer ahora, para cerrar este retiro en  que hemos emprendido la aventura de una «inmersión total»en El, de buscar en El por mandato y deseo de Cristo la verdad completa de nuestra fe, cristianismo, sacramentos y existencia, y apostolado por un nuevo bautismo de amor.

Gracias, Espíritu Creador, porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones.

Gracias porque eres para nosotros el consolador, el don supremo del Padre, el agua viva, el fuego, el amor y la unción espiritual.

Gracias por los infinitos dones y carismas que, como dedo poderoso de Dios, has distribuido entre los hombres; tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir.

Gracias por las palabras de fuego que jamás has dejado de poner en la boca de los profetas, los pastores, los misioneros y los orantes.

Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar en nuestras mentes, por su amor que has infundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestro cuerpo enfermo. Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha, por habernos ayudado a vencer al enemigo, o a volver a levantarnos tras la derrota.

Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones la vida y habernos preservado de la seducción del mal.

Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar:¡Abba!
Gracias porque nos impulsas a proclamar: «Jesús es Señor!».

Gracias por haberte manifestado a la Iglesia de los Padres y a la de nuestros días como el vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo,  amor, soplo vital y fragancia de unción divina que el Padre transmite al Hijo, engendrándolo antes de la aurora.
Simplemente porque existes, porque eres el Amor de Dios ahora
y para toda la eternidad, porque nos amas….  Espíritu Santo,  ¡te damos gracias, Señor y Dador de vida!!

(Cantalamessa)

Condición de Jesús al prometer el Espíritu Santo.

 «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad» (Jn 14, 15-17). Al prometer Jesús a sus apóstoles el Espíritu Santo les pide una sola condición: el amor auténtico que se prueba con las obras, con el generoso cumplimiento del divino querer. El Espíritu Santo, Espíritu de amor, no puede ser dado a quien no vive en el amor. Pero a quienes viven en el amor y por lo tanto en gracia, les es asegurado el Espíritu Santo por la promesa infalible de Jesús y por la omnipotencia de su oración. No se trata de un don pasajero limitado al tiempo en que se reciben los sacramentos o en general a un tiempo determinado, sino de un don estable, permanente: en los corazones [de los fieles] habita el Espíritu Santo como en un templo», afirma el Concilio (LG 9). El es el ,,dulce huésped del alma» (Secuencia), y cuanto más crece ésta en gracia, tanto más se complace el Espíritu Santo en habitar en ella y en obrar en ella para llevar a cabo su santificación.

El Espíritu Santo está en el hombre para plasmarlo a imagen de Cristo, para solicitarlo al cumplimiento de la voluntad de Dios, para sostenerlo en la lucha contra el mal y ayudarlo en el conseguimiento del bien. El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rm 8, 26) y haciendo suya nuestra causa aboga por nosotros con gemidos inenarrables” (ib.) ante el Padre. Si los bautizados tienen un abogado tan poderoso y un sostén tan valedero, ¿cómo es que los que llegan a la santidad son tan pocos? Es el tremendo misterio de la libertad del hombre y al mismo tiempo de su responsabilidad. Dios que ha creado al hombre libre, no lo santifica contra su voluntad. Si el cristiano no se santifica, es únicamente porque no deja campo libre en sí a la acción del Espíritu Santo, sino que la impide con sus pecados, con su falta de docilidad y de generosidad. Si usase su libertad para abrirse completamente a la invasión del Espíritu Paráclito y para someterse en todo a su influjo, él lo tomaría bajo su guía y lo santificaría Es necesario pues, orar Con la Iglesia: «Ven Espíritu divino lava las manchas, riega la tierra en sequía, doma el Espíritu indómito infunde calor de vida en el hielo,, (Secuencia)

Oh Espíritu Santo Paráclito, lleva a su perfección en nosotros la obra Comenzada por Jesús; fortalece y haz continua la oración que hacemos en nombre del mundo entero; apresura para cada uno de nosotros el t(empo de una profunda vida interior da ardor a nuestro apostolado que desea llegar a todos los hom bres y a todos los pueblos, redimidos todos por la sangre de Cristo Y heredad suya, Mortifica en nosotros nuestra natural presunción y elévanos a la5 regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del impulso generos0 Que ninguna atadura terrena nos impida hacer honor a nuestra vocación- que ningún interés mortifique, por pereza nuestra, las exigencias de la justicia; que ningún cálculo humano reduzca a la angostura de los pequeños egoísmos los espacios inmensos de ¡a caridad. Que todo sea grande en nosotros la búsqueda y el culto de la Verdad, la prontitud para el sacrificio hasta la cruz y la muerte; y que todo, finalmente Corresponda a la última oración del Hijo al Padre celestial y a aquella efusión tuya, oh Espíritu de amor, que el Padre y el Hijo desean para la Iglesia y sus Instituciones para los pueblos y para cada una de las almas. (JUAN XXIII, Breviario)        

Busco tu rostro, Señor, tu rostro buscaré… con toda mi vida: oración, trabajo… DESEOS DE CIELO


1.Cristo ha entrado glorioso en el cielo. La Iglesia, que Él ha dejado en el mundo, clava su mirada en el cielo, nostálgica, anhelante, esperando el momento de volver a verle y a poseerle. A Él pertenecen su corazón y su amor. Sin Él, se siente corno desamparada: y una dulce melancolía invade sti corazón. ¡Él, al final; ella, todavía aquí, sobre la tierra!
En esta disposición de ánimo, dama hoy, con el Introito, al Esposo lejano: «Busco tu rostro, Señor: no apartes tus ojos de mi. Aleluya. El Señor es mi luz y mi salud.» Y la Iglesia, que así suplica, somos todos y cada uno de nosotros. «Busco tu rostro.» Y en la oración: nuestra vida no debe ser otra cosa que la expresión de nuestra entrega a Dios y de nuestro deseo de ir a Él con toda pureza de corazón, desprendidos de todo lazo y apego terrenos, que a Él le desagraden. «Busco tu rostro», en una fervorosa oración, en una sufrida y generosa caridad, en una entrega, desinteresada, abnegada, por amor de Dios, a la comunidad, a la Iglesia, a las almas (Epístola): «Lo que hicisteis con el más pequeño de los míos, conmigo mismo lo habéis hecho» (Matth. 25, 40).De este modo, la presente espera de la Iglesia y del cristiano se convierte en una labor conquistadora y civilizadora, realizada por amor de Dios y de Cristo. El alma, que esté llena de estos sentimientos, no buscará en vano el rostro de Cristo. «No os dejaré huérfanos. Volveré a vosotros», en seguida, en el «otro Paráclito», en el Espíritu Santo, que Cristo nos ha prometido enviar en su lugar, como representante suyo (Evangelio). Respondamos a esta promesa con un alegre y agradecido: «Credo—Creo.»

VIVENCIA DE MISA: CRISTO, SUMO SACERDOTE en el altar del cielo y tierra.


2.-En el Ofertorio pensemos en la triunfal entrada de Cristo en el santuario del cielo. Esta entrada es, por decirlo así, la subida del Sumo Sacerdote Cristo al altar del cielo, para realizar allí aquel ofertorio, en el cual el mismo Cristo, impulsado por un amor inefable, se entrega al Padre en una substancial y eterna unión con Él (Ofertorio).

En los dones de pan y vino ofrezcamos también nosotros en sacrificio nuestra voluntad, nuestros gustos, nuestra fuerza, nuestras obras: ¡una total consagración a Dios, una reproducción de la ascensión de Cristo, un «Sursum corda» vivido! Poco después, viene la santa Consagración. Aquí, se hace realidad palpable lo prometido en el Evangelio: «Volveré a vosotros.» ¡Qué venida, tan llena de gracia! «Busco tu rostro.» Ahora desciende Cristo al medio de nosotros y se hace un mismo sacrificio en nosotros y con nosotros, en la más profunda y real comunidad de oración y de sacrificio.

Aquí, en la santa Misa, nos inyecta su espíritu, su convicción sacrificial. Del mismo modo que, con su todopoderosa y eficaz Palabra, convierte la substancia del pan en su propio yo, así penetra también en lo más íntimo de nuestro ser, cuando nos dejamos convertir con Él en una misma Hostia, y nos anima con su espíritu y su vida.

De este modo, por la participación inteligente y activa en el sacrificio de la santa Misa, nuestra vida se convierte, cada vez más intensamente, en una visible expresión del Espíritu de Cristo en nosotros.

Celebrando el sacrificio eucarístico en espíritu y en verdad, muriendo y resucitando todos los días con Cristo, en el santo sacrificio de la Misa, nos convertiremos en un vivo e irrefutable testimonio en favor de Cristo, en una personificada confesión de Cristo. «Vosotros daréis testimonio de mí.» Este el sazonado fruto de la pargo: Amar, Padecer. Este es el sazonado fruto de la participación en el sacrificio del altar.

La participación en el sacrificio de la santa Misa coloca al cristiano en abierta oposición, no sólo con el hombre viejo, que lleva en su mismo interior, sino también conel «mundo» exterior, con los enemigos y de Cristo y de la cruz. «Seréis expulsados de las sinagogas. Y viene la hora en la que, todo el que os mate, pensará prestar un servicio a Dios.» La participación en el sacrificio del altar hace al cristiano, no sólo un heroico luchador, para dar testimonio de Cristo, sino también un victorioso triunfador con Cristo.

«Volveré a vosotros», en la sagrada Comunión. «No pido que los saques del mundo», de sus encantos y seducciones, de su odio y sus persecuciones, «sino que los preserves del mal». La gracia, para perseverar; la gracia, para triunfar del mundo del pecado y del infierno: he aquí el más preciado fruto de la participación en el sacrificio y en el banquete sacrificial. «Volveré a vosotros: y vuestro corazón se inundará de júbilo.»

1 sIn puede llegar a realizarse con tal perfección —a cara descubierta>’, esto es, sin velo alguno— que sean transformados <‘en la misma imagen» del Señor por . dúo de su Espíritu que habita en los creyentes. El ideal do la perfecta conformidad con Cristo es tan sublime que a)l)repasa inmensamente la capacidad del hombre y serj locura pensar que lo puede conseguir con sus propias fuerzas; sin embargo lo puede alcanzar por el poder del 1 Sj)íritu Santo «que nos ha sido dado’> (Pm 5. 5) y per.. inanoce siempre con nosotros para sostener nuestra debi11dm!. El Espíritu Santo impulsa desde dentro el deseo do imitar a Cristo, de asemejamos a sus sentimientos y a su vida; infunde energías sobrenaturales, sostiene la buena voluntad del hombre y la refuerza con su divina potencia. El, que guió a Jesús en el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre, guía al cristiano por el mismo camino. Lo ilumina acerca del querer divino, se lo hace ¡iprociar como el mayor tesoro y se lo hace amar como el bien más grande, pues sólo en la voluntad de Dios encontrará su santificación y podrá hacerse semejante a Cristo. La voluntad divina debe ser bara el cristiano, corno lo fue para Jesús, su comida y su bebida, de matiara que no exista ya en el alma «cosa alguna contraria a la voluntad divina, sino que todos sus movimientos sean e todo y por todo solamente voluntad de Dios» (San Juan de la Cruz, Subida, 1, 11, 2).

Todo esto desea realizar en el bautizado el Espíritu Santo, 5 continuación de que el alma se abra con toda docilidad a la acción de su gracia.

En espera de la fiesta de Pentecostés la Liturgia voca al Espíritu Santo para que venga a purificar los corazones de los fieles (Misal Romano. Oración sobre s ofrendas). Sólo el Espíritu Santo podrá apartar todos los obstáculos —apego a la propia voluntad, egoísmos, caprichos— que impiden a la gracia de adopción calar hondamente en la vida del cristiano; y así su espíritu totalmente puro, podrá recibir «cara a cara» la irradiac iÓfl de la gloria de Cristo y ser transformado en su ¡magen.

¡Amadísimo Jesús mío! Deseo seguir en unión contigo la regla del amor, la regla de la voluntad de Dios por la cual pueda renovarse y transcurrir en ti toda mi vida. Ponla bajo la custodia de tu Santo Espíritu, a fin de que en todo tiempo esté pronta a la observancia de tus mandamientos y de todas mis obligaciones. Yo no soy más que un pobre tallo plantado por ti, de mi cosecha soy nada y menos que nada, pero tú puedes fácilmente hacerme florecer en la abundancia de tu Espíritu. ¿Qué soy yo, Dios mío, vida del alma mía? ¡Ah, cuán lejos estoy de ti! Soy como una brizna de polvo que el viento levanta y dispersa. Ahora bien, en virtud de tu caridad, el fuerte viento de tu amor omnipotente, por ‘el soplo del Espíritu- Santo, me lance a ti con tanto ímpetu, a merced de- tu providencia, que comience de verdad a morir a mí misma para vivir solamente en ti, dulce amor mío.

ioh dulce amor mío! Haz que yo me pierda en ti; que me abandone completamente en ti, hasta el punto de que no quede en mí ningún vestigio, exactamente como sucede en un granito indivisible de po’vo que desaparece sin notarse. Transfiéreme tan totalmente en el cariño de tu amor, que en ti sea aniquilada toda imperfección mía, y ya no tenga en adelante vida alguna fuera de ti. (STA. GERTRUDIS, Ejercicios, 4).

 

 

Pentecostés es el cumplimiento de la promesa de Ja. sús: «cuando yo me fuere, os lo enviaré» (Jn 16, 7); es el bautismo anunciado por él antes de subir al cielo: 1 «seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Hc 1, 5); corno también el cumplimiento de sus palabras: Si alguno tiene J sed, venga a mí: y beba. El que cree en mí, ríos de agua 1 viva manarán de su seno» (Jn 7, 37-38). Comentando este
último episodio, nota el Evangelista: «Esto dijo del Espí. ritu, que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (ib. 39). No había sido dado n ji su plenitud, pero no quiere decir que el Espíritu faltara a los justos. El Evangelio lo atestigua de Isabel, de Simeón y de otros más. Jesús lo declaró de sus Apóstoles en la vigilia de su muerte: ‘<vosotros le conocéis, porque ( permanece con vosotros» (Jn 14, 17); y más aún en la tarde del día de Pascua, cuando apareciéndose a los Once. H en el cenáculo, «soplé y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn. 20, 22). El Espíritu Santo es el «don» por excelencia, infinito como infinito es Dios; aunque quien cree en Cristo ya lo posee, puede sin embargo recibirlo

• poseerlo cada vez más. La donación del Espíritu Santo los Apóstoles en la tarde de la Resurrección demuestra ese don inefable está estrechamente unido al misterio ascua es el supremo don de Cristo que, habiendo erto y resucitado por la redención de los hombres, tiene el derecho y el poder de concedérselo. La bajada de1 Espíritu en el día de Pentecostés renueva y completa este don, y se realiza no de una manera íntima y privada, como en la tarde de Pascua, sino en forma solemne, con ianstaci0ne5 exteriores y públicas indicando con ello que el don del Espíritu no está reservado a unos pocos privilegiados sino que está destinado a todos los hombres como por todos los hombres murió, resucitó y subió a los cielos Cristo. El misterio pascual culmina por lo tanto no sólo en la Resurrección y en la Ascensión, sino también en el día de Pentecostés que es su acto conclusivo.

2. — Cuando los hombres, impulsados por el orgullo y casi desafiando a Dios, quisieron construir la famosa torre de Babel, no podían entenderse (Gn 11, 1-9; primera lectura de la Misa de la Vigilia). Con la bajada de Espíritu Santo sucedió lo contrario: no confusión de lenguas, sino el «don» de lenguas que permitía una inteligencia recíproca entre los hombres «de cuantas naciones hay bajo el cielo» (Hc 2, 5); ya no más separación, jnO fusión entre gentes de los más diversos pueblos Esta es la obra fundamental del Espíritu Santo: realizar la unidad, hacer de pueblos y de hombres diversos un solo pueblo, el pueblo de Dios fundado en el amor que el divino Paráclito ha venido a derramar en los corazones.

San Pablo recuerda este pensamiento escribiendo a los Corintios: «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo, y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu» (1 Cr 12, 13). El divino Paráclito Espíritu de amor, es espíritu y vínculo de UflIÓ los creyentes de los cuales constituye un solo cuerp0 Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Esta obra, zada el día de Pentecostés, está ordenada a renovar i faz de la tierra, como un día renovó el corazón de Apóstoles, rompiendo su mentalidad todavía ligada al judaísmo, para lanzarlos a la conquista del mundo entero ¡ sin distinción de razas o de religiones. Esta empresa ft ) facilitada de manera concreta con el don de las leng5 que permitió a la Iglesia primitiva difundirse con mayor rapidez. Y si con el tiempo ese don ha cesado, fue sus. tituido, y lo es todavía hoy, por otro don no menos Poderoso para atraer los hombres a! Evangelio y unirles entre sí: e! amor. El lenguaje del amor es comprendido c3j todos: doctos e ignorantes, connacionales y extranjeros,  creyentes e incrédulos. Por eso precisamente tanto la  Iglesia entera como cada uno de los fieles tienen necesidad de que se renueve en ellos Pentecostés. Aunque el Espíritu Santo esté ya presente, hay que continuar pidiendo: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor» (Vers. del aleluya). Pentecostés no es un episodio que se cumplió cincuenta días después de Pascua y ha quedado ya cerrado y concluido; es una realidad siempre actual en la Iglesia. El Espíritu Santo, presente ya en los creyentes j por razón de esta presencia suya en la Iglesia, los hace cada vez más deseosos de recibirlo con mayor plenitud, dilatando él mismo sus corazones para que sean capaces de recibirlo con efusiones cada vez más copiosas.


Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don, en tus dones espléndido; luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el 20der del pecado cuando no envías tu aliento.
Riega fa tierra en sequía, sana el corazón enfermo, faya las ,ancha5, infunde calor de vida en el hielo, dorna el espíritu ndómit0, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por w bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al ue busca salvarse y danos tu eterno gozo. Amén. Aleluya.

(Leccionario, Secuencia).

iOh Espíritu Santo, Amor sustancial del Padre y del Hijo, increado, que habitas en las almas justas! Ven sobre ,i con un nuevo Pentecostés, trayéndome la abundancia de dones, de tus frutos, de tu gracia y únete a mí como
Esposo dulcísimo de mi alma. Yo me consagro a ti totalmente: invádeme, tómame, poséeme toda. Sé luz penetrante que ilumine mi entendimiento, suave moción que atraiga y dirija mi voluntad, energía sobrenatural que dé vigor a mi cuerpo. Completa en mí tu obra de santificación y de amor. Hazme pura, transparente, sencilla, verdadera, libre, pacífica, suave, quieta y serena aun en medio del dolor, ardiente de caridad hacia Dios y hacia el prójimo.
Ven, oh Espíritu vivificante, sobre esta pobre sociedad y renueva la faz de la tierra, preside las nuevas orientaciones, danos tu paz, aquella paz que el mundo no puede dar. Asiste a tu Iglesia, dale santos sacerdotes, fervorosos apóstoles, solicita con suaves invitaciones a las almas buenas, sé dulce tormento a las almas pecadoras, consolador refrigerio a las almas afligidas, fuerza y ayuda a las tentadas, luz a las que están en las tinieblas y en las sombras de la muerte. (SOR CARMELA DEL ESPIRITU SANTO, Escritos inéditos).

¡Oh Espíritu Santo!, que cambiaste los corazones fríos y llenos de temor en corazones cálidos de amor y animosos.. - obra en mí lo que obraste el. día de Pentecostés: ilumina, inflama, fortifica mi pobre alma y disponla para devolver a su

Queridos hermanos, el domingo celebraremos Pentecostés, ¿qué hace falta para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal que tuvieron los Apóstoles reunidos en oración con María? Primero, reunirnos con ella en oración estos días y siempre, todos los días. Luego pedir con insistencia el Espíritu Santo al Padre, en nombre del Señor Resucitado, como Él nos lo mandó; y finalmente, esperar que el Padre responda, esperar siempre en oración, en diálogo, en espera activa, no de brazos cruzados, porque la esperanza, la oración verdaderamente cristiana es siempre acción por la contemplación, es suscitar diálogo con el Señor, deseos de Él, llenarse de pensamientos y fuerzas para seguir trabajando.

La oración, si es oración y no puro ejercicio mental, es siempre amor, encuentro, gracia eficaz de unión con Dios, fuerza de su Espíritu para nosotros, para nuestra parroquia, apostolado y  necesidades de todo tipo; la oración y la liturgia verdaderas  siempre son dinámicas, siempre es estar con Él para enviarnos a predicar, a bautizar, a pastorear las ovejas, pero desde el amor: “Pedro, ¿me amas? ... apacienta a mis ovejas”.

Observa, ante todo, que el Espíritu Santo viene no porque se desplace de lugar, sino porque por gracia empieza a estar de un modo nuevo en aquellos a quienes convierte en templos suyos. Que por este retiro y por la oración que hacemos empiece a estar más intensamente en todos nosotros. Dice Santo Tomas de Aquino: «Hay una misión invisible del Espíritu cada vez que se produce un avance en la virtud o un aumento de gracia… Cuando uno, impulsado por un amor ardiente se expone al martirio o renuncia a sus bienes, o emprende cualquier otra cosa ardua y comprometida» (I, q 43, a6).

       Pentecostés es el primer bautismo del Espíritu del Señor Jesucristo Resucitado y sentado a la derecha del Padre, con el mismo poder y amor que Él. Jesús al anunciarlo antes de la Ascensión, dijo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días”. Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra. Así lo dijo en la sinagoga de Cafarnaún.

¿Qué hace falta, hermanos, para que también nosotros podamos tener esta experiencia pentecostal? Primero, pedir con insistencia, como he dicho, el Espíritu Santo al Padre por el Hijo resucitado y glorioso, sentado a su derecha como Él nos encomendó. Y luego esperarlo todos estos días, reunidos con María y la Iglesia, en oración personal y comunitaria, en la acción y oración litúrgica. Esperarlo y pedirlo, porque la iniciativa siempre es de Dios “y el viento nadie sabe de donde viene ni a dónde va...”

       Si queremos recibirlo, si queremos sentir su presencia, sus dones, su aliento, su acción santificadora, tenemos que ser unánimes y perseverantes, como fueron los apóstoles con María en el Cenáculo, venciendo rutinas, cansancios, desesperanzas, experiencias vacías del pasado, de ahora mismo. Primero y siempre orar, orar, orar…

El Espíritu nos ama, es Dios en infinita ternura inclinado sobre el hombre, amándonos con amor gratuito, ¿qué le puede dar el hombre que Él no tenga? Me ama porque me ama, porque me quiere, porque me ha preferido y elegido; si existo es que me ha llamado a compartir una amistad y gozo eterno con Él, con los Tres; es más, aunque todavía no lo comprendo, me ama porque le hace feliz amarme, porque “Dios es Amor”,  algo que nunca comprenderemos hasta que no lleguemos al cielo, Dios es “abba, papá del alma”.

También tenemos que estar dispuestos a que algo cambie en nuestra vida. Ya lo dije antes: la oración en el hombre siempre es conversión a Dios. En positivo, ser hijos en el Hijo amado, en su misma vida que Él nos da, con su mismo Espíritu, qué maravilla, a qué intimidad estamos llamados… Y luego en negativo, porque somos «carne», tienen que luchar espíritu y carne dentro de nosotros, esta es parte importante de la pneumatología paulina, hay que quitar todo lo que nos impida ser hijos en el Hijo, tener los mismos sentimientos de Cristo, vivir su misma entrega al Padre y a los hombres, purificar y quitar lo que nos impida tener su mismo Espíritu, sentimientos, actitudes de amor y de vida.

       Hay que estar dispuestos a vaciarse para que Él nos llene; nos amamos mucho a nosotros mismos, nos tenemos un cariño muy grande y nos damos un culto idolátrico, de la  mañana a la noche, a veces estamos tan llenos de nosotros mismos que no cabe ni Dios en nuestro corazón. Digo ni Dios, porque suena más fuerte, como a blasfemia.

Queridos hermanos, la verdad es que ha habido temporadas en mi vida en que me he amado así “en la carne”, y por eso me he odiado “en el espíritu”; he sido hombre carnal, que se prefiere a hombre del espíritu, hombre según el Espíritu de Dios. Me duele por no haber amado a Dios con todo mi corazón, con todas mis fuerzas, con todo mi ser. Me he odiado por haberme pasado años y años buscándome a mí mismo como lo primero y a veces, único y lo digo alto y claro; cómo odio ese tiempo, esas conquistas, esos honores buscados, a veces sobre el amor a Dios, ese tiempo perdido para mi Dios, siempre pensando y viviendo para mí mismo, como punto permanente de referencia, tantas acciones, tantas cosas, incluso en las piadosas, hechas en nombre de Dios, pero que no llegaban hasta Dios, porque me buscaba a mi mismo en ellas, precisamente porque me faltaba su Espíritu; porque nunca podré  amar a Dios ni hacer las acciones de Cristo sin el Espíritu de Cristo.

        Y aún en lo que hace referencia a Dios, en el apostolado, tengo que mirar más intensamente a Dios, tengo que trabajar en perspectiva de eternidad, somos sembradores y cultivadores de eternidades, tengo que estar más pendiente de lo eterno que de lo temporal y sociológico y externo de los mismos sacramentos, del apostolado, para llevar por ellos verdaderamente las almas hasta Dios, no bautizar por bautizar, casar por casar sin fe ni amor personal a Dios, sin esforzarme porque las personas se encuentren con la gracia y la vida de Dios.

Soy responsable de las eternidades de mis feligreses, si creo en la eternidad, tengo que vivir más preocupado por ella que por todo lo que pasa. Hasta allí, hasta la eternidad, hasta la salvación eterna y no puramente temporal, tiene que apuntar toda mi persona, todo mi apostolado, también todos mis bautizos, primeras comuniones, bodas, la liturgia, la palabra, tantas ceremonias y ritos para que terminen en sí mismos; tengo que hacer las acciones apostólicas y sagradas mirando a Dios más que a los hombres y haciendo que todos, con mi predicar y vivir, miren a Dios sobre todo lo creado.

Y para esto necesito revivir mi carácter sacerdotal en Cristo, ser bautizado como Él en el bautismo del Espíritu Santo, necesito más fuego y amor, más entrega a la voluntad de Dios: “¡con un bautismo tengo que ser bautizado!”…decía Cristo, obedeciendo al Padre, con amor extremo, hasta dar la vida. Así tengo que hacerlo yo. Necesito el bautismo de fuego del amor de Dios del Espíritu Santo.

       Hermanos, somos simples criaturas, sólo Dios es Dios. Qué grande vivir en la Santísima Trinidad que me habita; qué tesoro, qué regalo, qué don más grande; quiero que me habite y quiero vaciarme para eso hasta las raíces más profundas de mi ser para llenarlo todo de divinidad, de amor, de diálogo, de verdad y de vida: «¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro ayudadme a olvidarme enteramente de mí… para establecer en vos tranquilo y sereno como si mi alma ya estuviera en la eternidad… que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la inmensidad de tu esencia… de tu Espíritu!».

       Lo que el Espíritu toca, el Espíritu cambia, decían los padres griegos. El que clama al Espíritu: Ven, visita, llena… le da la llave de su casa para que el Espíritu entre, cambie, ordene, lleve la dirección de su vida. No podemos con la voz de la Iglesia decir: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles», y luego en voz baja añadir: pero no me pidas que cambie mucho, no me pidas que renuncie a mis criterios, a mis gustos, a mis faltas de caridad, de soberbia; eso es una contradicción, la eterna contradicción o lucha de lo que somos: carne y espíritu, naturaleza y gracia, hombre viejo y hombre nuevo.

Si viene el Espíritu Santo debe ordenar nuestro espíritu según su Espíritu, según su amor, el amor del mismo Dios Trinitario; yo no puedo amar así si Él no me comunica esta forma de amar de Dios, si no me dejo amar por Él primero, y Dios se ama como primero y absoluto por ser quien es, por sí mismo y yo tengo que amar así a Dios como lo primero y absoluto de mi vida, el Espíritu tiene que implantar su amor de esta manera para que yo ame así y esto lleva el destronar a mi yo del centro de mi corazón y de mi vida, esta es la conversión permanente que debo realizar en mi vida; sólo puedo amar así si Él me lo comunica y mora en mí,  entonces Dios será lo primero y lo absoluto.

Para esto tengo que estar dispuesto a vaciarme  de mí mismo, de mi amor propio, de mis propios criterios, sentimientos y comportamientos motivados por mi yo en contra del Espíritu de mi Dios.

Guiados por el Espíritu de Cristo hay que seguir sus mociones y pisar sus mismas huellas, adorando al Padre en obediencia total guiados por su Espíritu, cumpliendo su voluntad, con amor extremo, hasta dar la vida, hasta la muerte del propio yo, del amor propio, del amor que me tengo a mí mismo; y esto cuesta, cuesta sangre y es para toda la vida.

       El Espíritu Santo viene a mí por la gracia de los sacramentos, de la oración personal para meterme  en la misma  vida de Dios y esto supone conversión permanente del amor permanente a mí mismo, de preferirme a mí mismo para amar a Dios. Soberbia, avaricia, lujuria envidia… en el fondo ¿qué es? preferirme a mí mismo más que a Dios; buscar honores, puestos, aplausos, poder ¿qué es?

El Espíritu de Dios viene en mi ayuda, me ilumina en mi interior para que vea claro las raíces de mi yo, me da fuerzas para decirle que sí; luego  empieza su obra, en la oración personal y la Eucaristía la voy realizando, y yo me siento acompañado en esta tarea y voy cooperando con el amor de Dios que mora en mí, a quien cada día voy conociendo mejor por el amor que obra en mí y me dice cosas y sentimientos que yo antes no tenía ni sabía fabricar y así voy entrando en el santuario de mi Dios y así le voy amando y conociendo de verdad.

       Y como veo que cada día Él lo hace mejor y yo no sé ni puedo ni se de qué va, no dejo por nada del mundo la oración y la Eucaristía por donde me viene todos los bienes, y observo mi vida y me esfuerzo en cooperar hasta que  encuentro hecho lo que quería porque Dios es grande y misericordioso y esto me anima y me da fuerzas para seguir, a pesar de mis despistes y  caídas, porque aquí nadie está confirmado en gracia, precisamente por eso, porque caigo, necesito de Él siempre para levantarme, de la oración, de la penitencia, de la Eucaristía, de seguir avanzando, amando y perdonando a los hermanos, porque quiero amar con el mismo amor de Dios, gratuitamente, con todo mi corazón, con todas mis fuerzas y con todo mi ser.

Necesito de Él, de su gracia, de su luz, de la oración diaria y seria, de los sacramentos vividos con su mismo Espíritu, sentimientos y actitudes. Pero si mis labios profesan «ven, Espíritu Santo», y predican amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser,  pero luego no quiero cooperar y lo olvido en mi vida y comportamiento, no me esfuerzo, no lucho todos los días, entonces en el fondo no tengo necesidad de  Él, de su venida santificadora a mi espíritu, y lógicamente desde ese momento, no le necesito, ni tengo necesidad de oración, ni de gracia, ni de sacramentos ni de Cristo ni de Dios, porque para vivir como vivo me basto a mí mismo. Este es el problema del mundo. No siente necesidad de Dios, para vivir como vive, como un animalito, se bastan a sí mismos.

       Yo necesito verdaderamente de Él, nosotros necesitamos verdaderamente de Él, por eso estamos aquí, necesito del Espíritu, de su fuerza, del Amor personal del Padre y del Hijo. Soy un poco duro en describir este camino, pero lo hago perfectamente; es que me retrato a mí mismo y me lo sé muy bien; es que me da rabia y pena de tanto pecado original en mí, que estoy bautizado en agua, pero no todavía en Espíritu Santo, por la potencia y el fuego de amor del Espíritu Santo, necesario totalmente para vivir esta maravilla de vida a la que Dios me llama y para la que me ha pensado y creado y dado el Beso de Amor de  su mismo Espíritu.

       Queridos hermanos, siempre el amor de Dios, el Espíritu de Dios; necesitamos el amor de Dios para contagiar de amor a los nuestros, necesitamos su Espíritu para que sean bautizados en Espíritu Santo; necesitamos que el Espíritu de Cristo venga a nosotros para predicar la verdad completa de que Él nos habla tantas veces; necesitamos el Espíritu de Cristo para vivir la vida de Cristo y hacerla vivir y así nuestros apostolados serán verdaderamente apostolado, porque nuestra humanidad será humanidad prestada para que Él pueda seguir amando, predicando, salvando.

       Queridos hermanos: La Biblia empieza diciéndonos que el Espíritu de Dios, el soplo de Dios,  “ruah” en hebreo, “pneuma” en griego, “spiritus” en latín, se cernía sobre las aguas. Sin aire, sin aspirar y respirar aire, no hay vida. Sin Espíritu Santo no hay vida de Dios en nosotros. Los científicos modernos van a dar la razón a la Biblia y la van a convertir de un libro religioso en científico. Porque parece ser que la vida empieza y viene del agua.

La “ruah” Yahve, como soplo o respiración de vida de Dios, indica lo más vital y secreto que hay en Dios, su vida más íntima;  y si lo referimos al hombre “ruah” significa su aliento, su principio de vida, su alma. En este sentido escribe San Pablo que nadie conoce lo íntimo del hombre a no ser el mismo espíritu del hombre que está en él, y nadie conoce las cosas de Dios salvo el Espíritu de Dios (Cfr. 1Cor 2,11) De ahí la necesidad de recibir el Espíritu para conocer a Dios.

       Hermanos, ¿qué pasa si por cualquier circunstancia estamos tiempo sin respirar? Pues que morimos; y si respiramos mal y poco, no tenemos fuerzas para trabajar, tenemos asma que resta vitalidad a nuestra vida. Por eso, respiremos fuerte el Espíritu de Dios, el amor de Dios, no hay que morir, hay que aspirar y respirar a Dios, hay que vivir del Espíritu de Dios, de la vida de Dios. Respira hondo, decimos cuando alguno se marea o se desmaya; pues esto mismo es lo que os digo y me digo: respira, respira hondo, hermano,  en el Espíritu Santo mediante la oración, la eucaristía, el apostolado.

La oración es la fuente de este aire que respiramos en la vida cristiana, es como el jugo gástrico que debe asimilarlo todo en Espíritu Santo, en vida de amor a Dios y desde Dios, a los hermanos en el apostolado; si no respiramos, si no oramos, morimos, aunque digamos misa; la misa, los sacramentos, las actividades, los programas, todo hay que hacerlo respirando el Espíritu de Dios. Y podemos celebrar misa, y morir espiritualmente porque no la aspiramos,  no vivimos la Eucaristía “en Espíritu y Verdad”, en Cristo y en su Espíritu; comemos pero no comulgamos con Cristo, porque no comemos espiritualmente su carne y su sangre, es decir, no nos identificamos con su Espíritu, no comemos sus mismos sentimientos y actitudes. 

       Y esto es así porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios Trino, y Dios también, si no aspira y respira   su Espíritu,  se muere. Dios no puede existir sin aspirar su Espíritu, su Amor porque “Dios es amor”  y sin amor no hay vida en Dios y el Espíritu de Dios es el Amor Personal en la Trinidad.

Dios es amor, su esencia es amar, si dejara de amar dejaría de existir. Por eso no tiene más remedio que amar, que amarnos y lo digo, sobre todo, para que nos llenemos de esperanza, aunque seamos pecadores, Dios no tiene más remedio que amarnos, porque esa es su esencia, esa es su vida.

Para el Oriente, la Pneumatología, el Espíritu Santo es fundamentalmente luz; para Occidente, desde San Agustín, el Espíritu Santo es amor; para San Juan de la Cruz es «Llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en mi más profundo centro, pues ya no eres esquiva, rompe la tela de este dulce encuentro». Es Llama de amor viva, y como toda lumbre, como todo fuego, a la vez que calienta, alumbra, dice el santo y místico que ha experimentado lo que dice y escribe. La mística es la oración hecha en el Espíritu Santo, una vez que Él ha purificado al alma de sus imperfecciones y limitaciones.

       Cuando San Agustín descubre en su oración este misterio, como un relámpago de luz y fuego caído sobre su corazón, ve iluminado todo el camino que ha venido haciendo hasta aquí y cae en la cuenta de que el Espíritu Santo es ese Dios del que habla la Escritura cuando dice: “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16).

       Sin duda, en Dios todo es amor; pero el Espíritu Santo es amor también en un sentido propio y personal (no sólo natural). Dice la Escritura que el amor “procede de Dios” (1 Jn 4,7) y, a continuación, afirma: “Dios es amor”. Pero es precisamente el Espíritu Santo el que “procede” de Dios como amor (el Padre no procede de nadie y el Hijo no «procede» sino que es «engendrado»).

En la mente de Agustín la luz se hace mediodía, y él exclama con entusiasmo: «¡Entonces el Dios Amor es el Espíritu Santo! Un poco después, tras haber repetido que Dios es amor, el evangelista añade: “El que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él (1 Jn 4,16), indicando la misma presencia mutua de la que antes había dicho: “En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que él nos ha dado su Espíritu” (1 Jn 4,13).Es, por tanto, el Espíritu al que se alude en la afirmación: “Dios es amor”.

Por eso, el Espíritu Santo, Dios que procede de Dios, una vez que ha sido dado al hombre, lo enciende de amor por Dios y por el prójimo, siendo él mismo amor. El hombre, en efecto, no recibe sino de Dios el amor para amar a Dios. Por eso, poco después afirma: ‘El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros” (1 Jn 4,1019). También el apóstol Pablo dice “Al darnos el Espíritu Santo. Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom 5,5)».

Esta visión inspirada en la Escritura, arroja luz sobre la misma vida íntima de la Trinidad; es decir, nos ayuda a comprender algo del misterio del Dios uno y trino. ¡Dios es amor!; por eso --ésta es la conclusión a la que llega San Agustín-- ¡Dios es Trinidad! «Para amar se necesita una persona que ama, otra que es amada, y el amor mismo». En la Trinidad, el Padre es el que ama, la fuente y el principio de todo; el Hijo es el amado; el Espíritu Santo es el amor con el que se aman. Por supuesto, no es más que una analogía humana, pero sin duda es la que mejor nos ayuda a penetrar en las profundidades arcanas de Dios. Yo terminaría esta meditación  con un grito del corazón, con la misma súplica con que la empezábamos:

¡VEN, ESPIRITU SANTO, TE NECESITAMOS!

¡TE NECESITA TU IGLESIA!

Retomo el texto anterior de Juan: “Porque os he dicho estas cosas os ponéis tristes, pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya porque si yo no me voy no vendrá a vosotros el Espíritu, pero si me voy os lo enviaré… El os llevará a la verdad completa”…

Vamos a ver, Señor, con todo respeto: es que Tú no puedes enseñar la verdad completa, es que no sabes, es que no quieres ¿es que Tú no nos lo has enseñado todo? pues Tú mismo nos dijiste en otra ocasión:“Todo lo que me ha dicho mi Padre os lo he dado a conocer.” ¿Para qué necesitamos el Espíritu para el conocimiento de la Verdad, que eres Tú mismo? ¿Quién mejor que Tú, que eres la Palabra pronunciada por el Padre desde toda la eternidad?       ¿Por qué es necesario Pentecostés, la venida del Espíritu sobre los Apóstoles, María, la Iglesia naciente?

Los apóstoles te tienen a Ti resucitado, te tocan y te ven, qué más pueden pedir y tener…Y Tú erre que erre que tenemos que pedir el Espíritu Santo, que Él nos lo enseñará todo, pues qué más queda que aprender; que Él nos llevará hasta la verdad completa; ¿es que Tú no puedes? ¿No nos has comunicado todo lo que el Padre te ha dicho? ¿No eres Tú la Palabra en la que el Padre nos ha dicho y hecho todo?  “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros…” ¡A ver, qué más se puede hacer…!

       Queridos hermanos, en Pentecostés Cristo vino no hecho Palabra encarnada sino fuego de Espíritu Santo metido en el corazón de los creyentes; vino hecho llama, hecho experiencia de amor; vino a sus corazones ese mismo Cristo, “me iré y volveré y se alegrará vuestro corazón”, pero hecho llama de amor viva, no signo externo, hecho fuego apostólico, hecho experiencia de su mismo amor, del Dios vivo y verdadero, hecho amor sin límites ni barreras de palabra y de cuerpo humano, ni milagros ni nada exterior sino todo interiorizado, espiritualizado, hecho Amor, Espíritu Santo, Espíritu de Cristo Resucitado, experiencia de amor que ellos ni nosotros podemos fabricar por apariciones y conceptos recibidos desde fuera, aunque vengan del mismo Cristo y que sólo su Espíritu quemante en lenguas de fuego, sin barreras de límites creados, puede meter en el espíritu, en el alma, en el hondón más íntimo de cada uno, hecho experiencia viva de Dios ¡Experiencia de Dios! He aquí la mayor necesidad de la Iglesia de todos los tiempos. La pobreza mística, la pobreza de experiencia de Dios que nos convierte no en meros predicadores, sino en testigos de lo que predicamos y hacemos, he ahí la peor pobreza de la Iglesia.

       En Pentecostés todos nos convertimos en patógenos, en sufrientes del fuego y amor de Dios, en pasivos de Verbo de Dios en Espíritu ardiente, en puros receptores de ese mismo amor infinito de Dios, que es su Espíritu Santo, en el que Él es, subsiste y vive, por el Espíritu nos sumergimos en  ese volcán del amor infinito de Dios en continuas explosiones de amor personal a cada uno de nosotros en su mismo Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, algo imposible de saber y conocer si no se siente, si no se experimenta,  si no se vive por Amor, por el mismo amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, donde uno los sorprende en el amanecer eterno del Ser y del Amor Divino, y uno queda extasiado, salido de sí mismo porque se sumerge por el Espíritu en el mismo Espíritu y Amor y Esplendores y Amaneceres eternos de luz y de gozo divinos,  y se pierde en Dios; allí es donde se entiende el amor infinito y verdadero de un Dios infinito por su criatura; allí es donde se comprenden todos los dichos y hechos salvadores de Cristo; allí es donde se sabe qué es la eternidad de cada uno de nosotros y de nuestros feligreses; allí se ve por qué el Padre no hizo caso a su Hijo, al Amado, cuando en Getsemaní le pedía no pasar por la muerte, pero no escuchó al Hijo amado, porque ese Padre suyo, que le ama eternamente, es también nuestro Padre, que nos quiere para toda la eternidad, mi vida es más que esta vida, yo soy eternidad y he sido creado por Dios para sumergirme eternamente en su eterna felicidad, y por eso envió al Hijo, y por eso le abandonó en la cruz, nos quiso más que a Él dejando que el Hijo –“me amó y se entrego por mí”-- muriera para que todos nosotros podamos tener la misma vida, el mismo Amor del Padre y del Hijo, su mismo Espíritu, que ya en esta vida por participación en su vida nos hace exclamar: “¡abba!”,papá del alma: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo para que no perezca ninguno de los que creen en él sino que tengan la vida eterna”.

El Hijo amado que le vio triste al Padre porque el hombre no podía participar de su amor esencial y personal para el que fue creado, fue el que se ofreció por nosotros ante la SS Trinidad: “Padre, no quieres ofrendas…aquí estoy yo para hacer tu voluntad”,  y el Padre está tan entusiasmado por los hijos que van a volver  a sus brazos, a su amor esencial, que olvida al mismo Hijo Amado junto a la cruz; Cristo se quedó solo, abandonado, sin sentir la divinidad porque el precio era infinito ya que la conquista, la redención era infinita: entrar en la misma intimidad de Dios, en su corazón de Padre, quemado de amor a los hijos en el Hijo. Qué misterio, qué plenitud y belleza de amor al hombre. Dios existe, Dios existe, es verdad, Dios nos ama, es verdad. Cristo existe y nos ama locamente y está aquí bien cerca de nosotros y es el mismo Verbo del Padre, está en ti, «más íntimo a ti que tú mismo», como dice San Agustín, ahí lo experimentan vivo y amante los que le buscan.

Los Apóstoles

       Habían escuchado a Cristo y su evangelio, han visto sus milagros, han comprobado su amor y ternura por ellos, le han visto vivo y resucitado, han recibido el mandato de salir a predicar, pero aún permanecían inactivos, con las puertas cerradas y los cerrojos echados por miedo a los judíos; no se le vienen palabras a la boca ni se atreven a predicar que Cristo ha resucitado y vive.

Y ¿qué pasó? ¿Por qué Cristo les dijo que se prepararan para recibir el Espíritu Santo, que Él rogaba por esto, que nosotros también tenemos que desearle y pedirle que venga a nosotros?

Se lo dijo porque hasta que no vuelve ese mismo Cristo, pero hecho fuego, hecho Espíritu, hecho llama ardiente de experiencia de Dios, de sentirse amados,  no abren las puertas y predican desde el mismo balcón del Cenáculo, y todos entienden su mensaje, aunque hablan diversas lenguas y tienen culturas diversas y empieza el verdadero conocimiento y conversión a Cristo y el verdadero apostolado, y llegamos ellos y todos a “la verdad completa” del cristianismo, a la experiencia de Dios.

       Hasta que no llega Pentecostés, hasta que no llega el Espíritu y el fuego de Dios, todo se queda en los ojos, o en la inteligencia o en los ritos, pero no baja al corazón, a la experiencia; es el Espíritu, el don de “sapientia”, de Sabiduría, el «recta sápere», gustar y sentir y vivir, el que nos da “la verdad completa” de Dios, la teología completa, la liturgia completa, el apostolado completo. 

Es necesario que la teología, la moral, la liturgia baje al corazón por el espíritu de amor para quemar los pecados internos, perder los miedos y complejos, abrir las puertas y predicar no lo que se sabe sino lo que se vive. Y el camino es la oración, la oración y la oración, desde niño hasta que me muera, porque es diálogo permanente de amor. Pero nada de técnicas de oración, de respirar de una forma o de otra, nada de tratados y más tratados de oración, de sacerdocio, de eucaristía, teóricos; hay que convertirse y dejarse purificar por el Espíritu, dejarnos transformar en hombres de espíritu, espirituales, según el Espíritu, que no es solamente vida interior, sino algo más, es vida según el Espíritu, para llegar llenarnos de su mismo amor, sentimientos y vivencias. Y para eso, y perdonad que me ponga un poco pesado, oración, oración y oración.

       Oración ciertamente por  etapas, avanzando en conversión, hasta llegar desde la oración meditativa y reflexiva y afectiva, a la oración contemplativa,  que es oración, pero un poco elevada, donde ya no entra la meditación discursiva de lo que yo pienso y descubro en Cristo y en el evangelio, sino la oración contemplativa, donde es el Espíritu de Cristo el que dice directamente lo que quiere que aprenda dejándome contemplarle, sentirle, comunicarme por amor y en fuego de amor su Palabra. Hasta llegar aquí el camino de siempre: «Lectio», «Meditatio», «Oratio», «Contemplatio»; primero, como he dicho, la meditación, la  oración discursiva, con lectura o sin lectura del evangelio o de otras ayudas, pero siempre dirigida principalmente a la conversión; luego, hay que seguir así ya toda la vida, porque orar, amar y convertirse se conjugan a la vez e igual.

Si me canso de orar, me canso también de convertirme y de amar a Dios sobre todas las cosas;  si avanzo en la conversión, avanzo en la oración y empiezo a sentir más a Dios, y como le veo un poco más cercano, me sale el diálogo; ya no es el «Señor» lejano de otros tiempos que dijo, que hizo, sino  Jesús que estás en mí, mi Dios amigo, Tú que estás en el sagrario, te digo Jesús, te pido Jesús…, y la meditación se convierte en diálogo afectivo, y de aquí, si sigo purificándome, y es mucho lo que hay que purificar, aquí no hay trampa ni cartón, a Cristo no le puedo engañar, en cuanto me siento delante de Él, ante el Sagrario, me está diciendo: esa soberbia, ese egoísmo, ese amor propio… y me convierto o no me convierto, que es lo mismo que decir: o amo o dejo de amar: que es lo mismo que decir: o dejo o no dejo la  oración como trato directo, diario y permanente, de tú a tú con el Señor y aquí está la razón última y primera de todas las distracciones y pesadez y cansancio y abandonos de la oración y meditación, y que muchos quieren resolver con recursos y técnicas.

Dejamos la oración personal y el trato directo con el Señor, porque no soporto verme siempre con los mismos defectos, que Cristo me señale con el dedo cuando estoy ante el Sagrario; sin embargo puedo seguir estudiando y conociéndole en el estudio teológico y predicando y haré ciertamente apostolado, pero profesional, porque no lo hago en el Espíritu de Cristo; y sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo; soy predicador de Cristo y su evangelio, pero no soy testigo de lo que predico o celebro.

Y de esta oración purificatoria y afectiva pasaré, como dice San Juan de la Cruz, a la contemplativa, a la verdadera experiencia de Dios. Y para esto amar, orar y convertirse se conjugan igual, y el orden no altera el producto pero siempre juntos y para toda la vida. Sin conversión permanente no hay oración permanente y sin oración permanente no hay encuentro permanente, vivo y espiritual con Dios.  Y esta es la experiencia de la Iglesia, toda su Tradición desde los Apóstoles hasta hoy, desde San Juan, Pablo, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio, hasta Sor Isabel de la Trinidad, Charles de Foucauld, madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II hasta el último santo canonizado o no canonizado que existe y existirán. Leamos sus vidas y escritos.

En mi libro, La Eucaristía, la mejor escuela de oración, santidad y apostolado (Edibesa, Madrid 2000), hago precisamente un detallado tratado de oración viva, de vida cristiana, de apostolado, de ahí el título, pero vivo, no teórico. Me gustaría que lo leyerais. Es tercera edición, corregida y aumentada, como se dice vulgarmente.

       Necesitamos la venida del Espíritu sobre nosotros, necesitamos Pentecostés. Cristo les ha enseñado todo a los Apóstoles, pero una verdad no se comprende hasta que no se vive, el evangelio no se comprende hasta que no se vive, la Eucaristía no se comprende hasta que no se vive, Cristo no se comprende hasta que no se vive, la teología no se comprende hasta que no se vive; es más, al no vivirse, lo que no se vive del misterio cristiano llega a olvidarse y así podemos olvidar muchas cosas importantes de teología, de liturgia, de nuestra relación con Dios, si no las vivimos.

       Queridos hermanos,  la peor pobreza de la Iglesia, como ya he dicho, será siempre la pobreza de vida mística; es pobreza de vida espiritual, de Espíritu Santo, pobreza de santidad verdadera, de vida mística, de vivencia y  experiencia de Dios. La Iglesia de todos los tiempos necesita de esta venida de Pentecostés para quedar curada, necesita del fuego y la unción del Espíritu Santo para perder los miedos, para amar a Dios total y plenamente.

Sabemos mucha liturgia, mucha teología y todo es bueno, pero no es completo hasta que no se vive, porque  para esto nos ha llamado Dios a la existencia: Si existo es que Dios me ama, me ha preferido, y me ha llamado a compartir con Él su mismo amor Personal, Esencial, su mismo fuego, Espíritu. Nos lo dice San Ireneo: «gloria Dei, homo vivens, et vita hominis, visio Dei» (LITURGIA DE LAS HORAS, Segunda Lectura, 28 junio, día de su fiesta). 

       Vamos a invocar al Espíritu Santo, nos lo dice y nos lo pide el mismo Cristo, vemos que lo necesitamos para nosotros y para nuestros feligreses, lo necesita la Iglesia. “Le conoceréis porque permanece en vosotros”, ésta es la forma perfecta de conocer a Dios, por el amor, ni siquiera sólo por la fe.

       La Carta Apostólica de Juan Pablo II Novo millennio ineunte, para mí lo mejor y de lo mejor que se ha escrito sobre apostolado, es un reclamo, desde la primera línea de la necesidad de la oración. Es una carta dirigida al apostolado que la Iglesia tiene que hacer al empezar el nuevo milenio. Pero la carta va toda ella cargada de la necesidad y deseo de la verdadera experiencia de Dios: Meta de todo apostolado: la unión perfecta con Dios, es decir, la santidad; el camino, la oración, la oración, la oración; hagan escuelas de oración en las parroquias, oren antes todos los apóstoles, el programa ya está hecho, es el de siempre:

       «No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz».

«En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad... Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad?»

Los Hechos de los Apóstoles nos narran el episodio de Pablo en Éfeso, cuando se encuentra con unos discípulos a los que pregunta: “¿recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe? Fijaos bien en la pregunta, tenían fe, no se trata de salvarse o no, ni de que todo sea inútil en mi vida cristiana, sacerdotal o apostolado, se trata de plenitud, de verdad completa, de tender hacia el fin  querido por Dios, que nos ha llamado a la fe para un amor total, en su mismo Espíritu. La respuesta de aquellos discípulos ya la sabemos: “Ni siquiera hemos oído hablar del Espíritu Santo”. No podemos negar que puede ser hoy también la respuesta de muchos cristianos, y por eso, para Pablo, todos necesitamos el bautismo del Espíritu Santo.      

       En Pentecostés es el Espíritu Santo el que hizo saltar las puertas de aquel Cenáculo y convertir en  valientes predicadores del nombre de Jesús a los que antes se escondían atemorizados; es el Espíritu el que hace que se entiendan en todas las lenguas los hombres de diversas culturas; es el Espíritu  el que va  a espiritualizar  el conocimiento de Cristo en las primeras comunidades cristianas; es el que va a llenar el corazón de los Apóstoles y de Esteban para dar la vida como primeros testigos porque vive en su corazón; es el Espíritu Santo el que es invocado y lo sigue siendo por los Apóstoles para constituir los obispos y presbíteros, es el Espíritu el que vive en nosotros para que podamos decir: “abba”, padre, “Nadie puede decir: Jesús es el Señor sino por el influjo del Espíritu Santo”(1Cor 12,3).

       Para creer en Cristo, primero tiene que atraernos y actuar en nosotros el Espíritu Santo. Él es quien nos precede, acompaña y completa nuestra fe y santidad, unión con Dios. Dice San Ireneo: «mientras que el hombre natural está compuesto por alma y cuerpo, el hombre espiritual está compuesto por alma, cuerpo y Espíritu Santo».

El cristiano es un hombre a quien el Espíritu le ha hecho entrar en la esfera de lo divino. El repentino cambio de los apóstoles no se explica sino por un brusco estallar en ellos el fuego del amor divino. Cosas como las que ellos hicieron en esa circunstancia, tan sólo las hace el amor. Los apóstoles —y, más tarde, los mártires— estaban, en efecto, “borrachos”, como admiten tranquilamente los Padres, pero borrachos de la caridad que les llegaba del dedo de Dios, que es el Espíritu.

Y un autor moderno dice: «Es el momento más hermoso en la vida de una criatura: sentirse amada personalmente por Dios, sentirse como transportada en el seno de la Trinidad y hallarse en medio del vértice de amor que corre entre el Padre y el Hijo, involucrada en él,  partícipe de su «apasionado amor» por el mundo. Y todo esto en un instante, sin necesidad de palabras ni de reflexión alguna».

«Maravillosa condescendencia del creador hacia la criatura, gracia insigne, benevolencia inconcebible, motivo de confianza en el creador para la criatura, dulce cercanía, delicia de una buena conciencia: el hombre llega a encontrarse, de algún modo, cogido en el abrazo y el beso del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo; unido a Dios con el mismo amor que une entre sí al Padre y al Hijo, santificado en aquel que es la santidad misma de ambos. Gozar de un bien tan grande, tener la suave experiencia de Él, dentro de lo que cabe en esta miserable y falsa existencia: esto es conocer la verdadera vida».

       «Pero, ¿por qué esta insistencia en el sentir? ¿Es realmente necesario experimentar el amor de Dios? ¿No es suficiente, y hasta más meritorio tenerlo por fe? Cuando se trata del amor de Dios,  la vivencia es también gracia; en efecto, no es la naturaleza la que puede infundirnos un deseo semejante. Aunque no dependa de nosotros conservar esta sensación de manera estable, es bueno buscarla y desearla. «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (Cfr.1 Jn 4,16): no sólo creído, sino también conocido, y sabemos que, según la Biblia, «conocer» significa también experimentar» (ANTONIO LÓPEZ BAEZA, Un Dios locamente enamorado de ti, Sal Terrae, págs. 63-5).

       Si en esto consiste, concretamente, Pentecostés y nos es tan necesaria una experiencia viva y transformadora del amor de Dios ¿por qué entonces esta experiencia sigue siendo ignorada por la mayoría de los creyentes? ¿Cómo hacerla posible? La oración, la oración, así ha sido siempre en la Iglesia, en los santos, en los que han sido bautizados por el fuego del Espíritu Santo.

El amor de Dios crea el éxtasis, la salida de uno mismo hasta Dios. A Dios no podemos abarcarle con nuestros conceptos, porque le reducimos a nuestra medida, es mejor identificarnos con Él por el amor, convertirnos en llama de amor viva con Él hasta el punto que ya no hay distinción entre el madero y la llama porque todo se ha convertido en fuego, en luz, en amor divino, como dice San Juan de la Cruz:

«En lo cual es de saber que, antes que este divino fuego de amor se introduzca y se una en la sustancia de el alma por acabada perfecta purgación y pureza, esta llama, que es el Espíritu Santo, está hiriendo en el alma, gastándole y consumiéndole las imperfecciones de sus malos hábitos, y ésta es la operación de el Espíritu Santo en la cual la dispone para la divina unión y transformación de amor en Dios. Porque es de saber que el mismo fuego de amor que después se une con el alma glorificándola es el que antes la embiste purgándola; bien así como el mismo fuego que entra en el madero es el que primero le está embistiendo e hiriendo con su llama, enjugándole y desnudándole de sus feos accidentes, hasta disponerle con su calor, tanto, que pueda entrar en él y transformarle en sí» (Ll 1, 19).

9. La peor pobreza de la Iglesia es la pobreza mística y espiritual, la pobreza de Espíritu Santo

Y la razón ya la he dicho: Si Cristo les dice a los Apóstoles que es necesario que Él se marche para que el Espíritu Santo venga y remate y lleve a término la  tarea comenzada por su pasión, muerte y resurrección, y que, si el Espíritu no viene, no habrá “verdad completa”, la cosa está clara: sin Espíritu Santo, sin vida en el Espíritu, la Iglesia no puede  cumplir su misión y los cristianos no llegamos a lo que Dios ha soñado para cada uno de nosotros.

La mayor pobreza de la Iglesia será siempre, como ya he repetido, la pobreza mística, la pobreza de santidad, de vida de oración, sobre todo, de oración contemplativa, eucarística, porque no entiendo que uno quiera buscar y encontrarse con Cristo y no lo encuentre donde está más plena y realmente en la tierra, que es en la eucaristía como misa, comunión y sagrario: «Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Aquesta fonte está escondida, en este pan por darnos vida, aunque es de noche. Aquí se está llamando a las criaturas y de este agua se hartan, aunque a oscuras, porque es de noche». Es por fe, caminando en la oración desde la fe. La iniciativa siempre parte de Dios que viene en mi busca.

Por eso, si los formadores de comunidades parroquiales, de noviciados y seminarios no tienen una profunda experiencia de oración y vida espiritual, insisto una vez más, será muy difícil que puedan guiarlas hasta la unión afectiva y existencial con Cristo. Más grave lógicamente en los seminarios y noviciados o casas de formación, porque de ahí tienen que salir los directores de apostolado y vida cristiana.

Es sumamente necesario y beneficioso para la Iglesia, que los obispos se preocupen de estas cosas durante el tiempo propicio, que es el tiempo de formación de los seminarios, para no estar luego toda la vida sufriendo sus consecuencias negativas tanto para el mismo sacerdote, como para el apostolado y la misma vida diocesana, por una deficiente formación espiritual.

Me duele muchísimo tener que decir esto, porque puedo hacer sufrir y me harán sufrir, pero se trata del bien de los hermanos, que han de ser formados en el espíritu de Cristo. De los seminarios y casas de formación han de salir desde el Papa hasta el último ministro de la Iglesia. Y estoy hablando no de éste o aquel seminario u Obispo, que es el responsable de su seminario, yo me estoy refiriendo a todos los seminarios y a todos los sacerdotes y a todos los Obispos. Y esta doctrina no es mía, sino del Papa, que así se lo recuerda en su liturgia de Ordenación y carta de nombramiento, y la responsabilidad  viene del Señor. Basta leer la Exhortación Pastoral Postsinodal de Juan Pablo II «Pastores dabo vobis».

Allí se nos dice que todos somos responsables y todos tenemos que formar hombres de oración encendida de amor a Cristo y a los hermanos. Los seminarios son la piedra angular, la base, el corazón de vida de todas las diócesis y si el corazón está fuerte, todo el organismo también lo estará; y, si por el contrario, está débil o muerto, también lo estarán las diócesis y las parroquias y los grupos y las catequesis y todos los bautizados, que deben ser evangelizados por estos sacerdotes.

Por eso, qué interés, qué cuidado, qué ocupación y preocupación tienen los obispos, que hay muchos y bien despiertos y centrados en sus seminarios, por la pastoral vocacional, por el trato frecuente, personal y afectuoso con los seminaristas, por la selección y cuidado de los formadores.

Este es el apostolado más importante del Obispo y de toda la diócesis; qué bendición del cielo tan especial son los obispos, que, en su esquema de diócesis, lo primero es el seminario, los sacerdotes, la formación espiritual de los pastores. Y luego se le nota, porque les sale del alma.

Aquí se lo juega todo la Iglesia, la diócesis, porque es la fuente de toda evangelización. Para todo obispo, su seminario y los sacerdotes debe ser la ocupación y preocupación y la oración más intensa; tiene que ser algo que le salga del corazón, por su vivencia y convencimiento, no por guardar apariencias y comportamientos convencionales; tiene que salir de dentro, de las entrañas de su amor a Cristo; ahí es donde se ve su amor auténtico a Cristo y a su Iglesia.

Cómo se nota cuando esto sale del alma, cuando se vive y apasiona; o cuando es un trabajo más de la diócesis, un compromiso más que debe hacer, pero no ha llegado a esta identificación de seminario y sacerdotes con Cristo.

Pidamos que Dios mande a su Iglesia Obispos que vivan su seminario. Es la presencia de Cristo que más hay que cuidar después de la del Sagrario: que esté limpia, hermosa, bien cuidada. Pero tiene que salir del alma, de la unión apasionada por Cristo. De otra forma, se olvida o no se acierta.

La Iglesia, los consagrados, los apóstoles, cuanto más arriba estemos en la Iglesia, más necesitados estamos de santidad, de esta oración continua ante el Sacerdote y Víctima de la santificación, nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué diferencias a veces entre seminarios y seminarios! ¡Qué alegría ver realizados los propios sueños en los seminarios!

¿No hemos sido creados para vivir la unión eterna con Dios por la participación en gracia de su misma vida en felicidad y amor? ¿No es triste que por no aspirar o no tender o no haber llegado a esta meta, para la que únicamente fuimos creados, y es la razón, en definitiva, de nuestro apostolado y tareas con niños, jóvenes y adultos, nos quedemos muchas veces, a veces toda la vida, en zonas intermedias de apostolado, formación y vida cristiana, sin al menos dirigir la mirada y tender hacia el fin, hacia la meta, hacia la unión y la vida de plena glorificación en Dios?

¿La deseamos? ¿Está presente en nuestras vidas y apostolado? Para mí que estas realidades divinas sólo se desean si se viven. El misterio de Dios no se comprende hasta que no se vive. Y el camino de esta unión es la oración, la oración y la oración personal en conversión permanente, que nos va vaciando de nosotros mismos para llenarnos sólo de Dios en nuestro ser, cuerpo y espíritu, sentidos y alma, especialmente en la liturgia, en la Eucaristía, hasta llegar a estos grados de unión y amor divinos.

Dios nos conceda, pidamos tener predicadores que hayan experimentado la Palabra que predican, que se hayan hecho palabra viva en la Palabra meditada; celebrantes de la Eucaristía que sean testigos de lo que celebran y tengan los mismos sentimientos de Cristo víctima, sacerdote y altar, porque de tanto celebrar y contemplar Eucaristía se han hecho eucaristías perfectas en Cristo; orantes que se sientan habitados por la Santísima Trinidad, fundidos en una sola realidad en llamas del mismo fuego quemante y gozoso de Dios, que su Espíritu Santo, para que, desde esa unión en llamas con Dios, puedan quemar a los hermanos a los que son enviados con esta misión de amor en el Padre, en el Hijo por la potencia de amor del Espíritu Santo. 

Si no se llega, tendemos o se camina por esta senda de santidad, de la unión total con el Señor por la oración personal, todo trabajo apostólico tenderá a ser más profesional que apostólico; sacerdocio como profesión, no como misión, en lugar y en la persona de Cristo; habrá acciones y más acciones, pero muchas de ellas no serán apostólicas porque faltará el Espíritu de Cristo: habrá bautizados, pero no convertidos; casados en la Iglesia, marco bonito para fotos, pero no en Cristo, en el amor y promesa de amar como Cristo, con amor total, único y exclusivo; habrá Confirmados pero sin Pentecostés, porque allí no puede entrar el Espíritu Santo, por muchos cantos y adornos que hayamos hecho, eso no es liturgia divina, falta lo principal, la fe y el amor a Cristo.

 Y para todo esto, para hacer el apostolado de Cristo, hay que seguir su consejo: “Vosotros venid a un sitio aparte… el Señor llamó a los que quiso para estar con Él y enviarlos a predicar”; el“estar con Él” es condición indispensable para “enviarlos a predicar” para hacer el apostolado en el nombre y espíritu de Cristo.

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