RETIRO VALLADOLID

INTRODUCCIÓN

TODO SE LO DEBO A LA ORACIÓN

Ya lo he dicho muchas veces y lo diré siempre: Todo se lo debo a la oración. Y me he decidido a escribir este libro, describiendo un poco mi propio itinerario, es para animar a otros hermanos a recorrer este camino de amistad con Cristo «que no es otra cosa oración… estando muchas veces a solas con aquel que sabemos que nos ama», santa Teresa.

Me he animado también, porque siendo totalmente una persona normal, un creyente más que ha recorrido este camino y lo sigue recorriendo, como lo hacen otros muchos cristianos, para encontrarme con nuestro Dios y Padre todos los días, para conocerlo y amarlo más cada día, mi camino no tiene nada de extraordinario.

No soy en nada extraordinario, no soy un místico ¡que más quisiera! Pero como todo se lo debo a la oración y ahora  lo vivo con gozo, teniendo en cuenta que algunas etapas del recorrido han sido duras y no las comprendía bien, sobre todo, en épocas de noches de fe y esperanza, en momentos duros de oscuridad e incomprensión, no digamos en sequedad de amor, sin sentir nada durante meses y años, quiero comunicar mi experiencia, por si pudiera ayudar a hermanos y hermanas, cristianos o sacerdotes, compañeros de viaje,  a recorrer este camino, especialmente en estos  kilómetros duros de sequedades, purificaciones y conversión permanente, porque la oración desde el primer kilómetro es conversión, y cuesta renunciar a los propios criterios e intereses, y seguir a Cristo sobre todo y en todo, que es lo mismo que querer amar a Dios sobre todas las cosas. 

Esta idea, de una forma u otra, la repetiré infinidad de veces, porque la tengo muy metida en el alma, y muchas veces oigo o leo sobre la oración, y, a mi parecer, no se insiste lo necesario y debido sobre esta nota fundamental: conversión, amar a Dios sobre todas las cosas, sobre todo, prefiriéndole al propio yo, al que damos culto, sin darnos muchas veces cuenta, desde la mañana a la noche. Esta es la principal dificultad para hacer oración cristiana.

Quizás no sea muy pedagógico empezar hablando así de las exigencias de la oración, pero lo hago para que nadie se engañe, porque veo mucho escrito sobre el tema, pero la verdad es que no entran dentro del corazón y del fundamento de la oración, siguiendo a nuestros grandes maestros y precisamente españoles: Teresa y Juan de la Cruz.

Convencido de esta verdad, deseo ofrecer, siguiendo mi propio camino de oración, algunas orientaciones y unos consejos, lo más sencillos y concretos posibles, con el fin de ayudar a toda persona de buena voluntad y deseosa de hacer oración, de encontrarse con Cristo vivo, vivo y resucitado, para que no se deje abatir por cantos de sirena y  dificultades que, inevitablemente, ha de encontrar.

Me ha costado a veces sufrir mucha soledad, sufrimiento y  trabajo el vivir algunas etapas de este camino, y me gustaría animar y ayudar un poco a los que se encuentren en circunstancias ordinarias y normales de fallos y caídas de pecados o imperfecciones, o sequedades y de no sentir nada en su esfuerzo por llegar a una amistad y unión más íntima con Cristo, con el Dios vivo y verdadero.

Con alguna frecuencia acostumbro a decir a los que me contemplan: yo no soy un santo, pero tampoco un tonto; lo digo especialmente para expresar que me doy cuenta de lo que me pasa o sucede en torno a mí y no protesto; o de lo que me hacen y muchas veces me callo, como si no me diera cuenta. Hay que sufrir en, con y por Cristo en silencio toda clase de pruebas y humillaciones, vengan de donde vengan. 

Por eso, para mí este camino de la oración es camino principalmente de conversión. La oración es querer conocer y amar más a Jesús; es querer ser no solo amigo que conversa con Él todos los días, sino discípulo que quiere seguirle, conocerle más cada día por la oración para seguirle mejor en la vida; porque oración y vida se conjugan igual; la oración es vida, y la vida es oración . Y ya lo sabemos el camino marcado por el Señor: “Quien quiera ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga”; esto dicho en negativo; porque en positivo se enuncia así: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”.

Por eso, en este camino hay que estar dispuesto a seguir y amar a Dios sobre el propio yo y las propias apetencias, sobre los propios planes y proyectos y cargos y honores, a buscar y seguir al Señor por Él mismo, no por las añadiduras que le acompañan: si alguno quiere ser discípulo mí…;y la muerte del yo es larga y dura, esas son las noches de san Juan de la Cruz, porque todos nos buscamos siempre y en primer lugar a nosotros mismos, el propio yo, el amor propio, y hay que mortificarlo desde el primer día y esto cuesta sudor y lágrimas y lágrimas… es la práctica de la  humildad en grados sucesivos hasta el último, según tu amor a Cristo, según el Espíritu Santo te ilumine y tú quieras dejarte purificar y ser víctima de tu propio sacrificio, de la muerte de tu propio yo con Cristo, para vivir la vida nueva de la gracia, de la amistad plena y total con tu Padre Dios, para amarle sólo a Él, sólo a Él sobre todas las cosas, olvidando o dejando en segundo lugar nuestras apetencias, avanzando en el amar a Dios sobre todas las cosas, ocupando segundos puestos en la vida y en todo, como nos enseñó el Señor, para ocupar los primeros en su amor.

Y hay etapas duras, tanto interiores como exteriores, porque si se juntan las dos a la vez, es el infierno, mejor dicho, el purgatorio, en la tierra como dice san Juan de la Cruz. Y es que muchas veces, casi siempre, nos ponemos en lugar de Dios, nos idolatramos y queremos darnos culto de la mañana a la noche. No digamos si ocupamos algún puesto importante.

Así que cuando el alma se toma en serio la unión con Cristo, lo cual se llama santidad, tiene que empezar por convertirse en el cuerpo y en el alma hasta donde pueda, en las pruebas exteriores de soberbia, avaricia…etc, porque en las pruebas interiores de noche de fe, esperanza y caridad, en relación directa con Dios, el alma ni entiende, ni sabe, ni puede hacer nada, sólo sufrirlo, ser patógeno, dejarse limpiar y purificar de tanto yo que impide el Yo de Dios, la persona de Cristo vivo en nosotros, porque se trata de que “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi, y mientras vivo en esta carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”.

En este camino, el Espíritu Santo es el mejor director espiritual que tenemos, pero el sujeto ha de sufrir las purgaciones, sobre todo, cuando llegan no a las ramas de la persona, sino a las raíces del yo, a la muerte espiritual, a la muerte mística; por eso se llama <noche pasiva> de mortificación y purificación, donde hay que cooperar con la acción del Espíritu simplemente dejándose limpiar y purificar, aceptando, sufriendo el que te quiten hasta las raíces del yo; la noche activa es la que uno puede hacer mortificando todas las manifestaciones del yo: soberbia, avaricia… los pecados llamados capitales «por ser cabeza de otros muchos»; se trata de la mortificación y conversión ordinaria y normal, que todos podemos hacer y donde todos tenemos que actuar directamente. .

Y lo tengo muy grabado y me lo sé de memoria por haberlo sufrido y gozado, por lo menos las activas, y algunas  de las pasivas, que no se olvidan, y por eso quiero dar una palabra de ánimo a los que se encuentren en esos momentos, desanimados o despistados, sin saber qué hacer; ¡ánimo! que eso indica que estáis vivos, que estáis en camino de encuentro con el Señor, que el Espíritu Santo nos empieza a quitar nuestros apegos y nos ayuda y fortalece en esas necesarias etapas y periodos de sufrimientos, sequedades, humillaciones, pruebas o dudas en la fe, en el amor o en la esperanza para purificarnos de nuestro yo, metido en toda nuestra vida y acciones, incluso, en los apostolados cuando creemos que todo lo estamos haciendo en Dios y por Dios, sin darnos cuenta de que nos buscamos a nosotros mismos ¡que claro lo veo en muchas actuaciones nuestras!

Y lo tengo muy sabido y aprendido porque lo he sudado y trabajado con esfuerzo desde abajo; hay que convertirse en todo y del todo a Dios; y eso que no he llegado muy alto, sin gestos ni hechos singulares, sino paso a paso, toda la vida, con constancia en la oración y conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, poquito a poco, en soledad humana y divina, porque estando tan cerca actuando el Espíritu de Cristo, ni se le nota, y mira que uno le pide ayuda y grita, y nada, como si no oyera o estuviera muerto ¡que duras las pruebas de fe! En estas etapas “hay que esperar y confiar en Dios contra toda esperanza”, como dice san Pablo; y siempre, se sienta o no se sienta nada en la oración, esperar con la confianza puesta en la gracia y ayuda permanente del Espíritu Santo, formador permanente y único maestro de oración y vida espiritual, de la vida según el Espíritu de Cristo, no meramente interior; por favor, para atravesar estas etapas, nada de  mencionar nirvana, respiraciones especiales o canto de lo que sea, esto es, oración según el espíritu de dioses o maestros orientales, no sé. Lo que sí sé es que hace años, la S. Congregación, me parece, de la Fe, publicó unas notas sobre estas prácticas de oración, muy interesantes para algunos, que propagaban esas culturas y prácticas, o se habían despistado y alejado de la Iglesia, sin darse cuenta. Desde luego allí no estaba el Espíritu Santo. Ya diré algo más de esta materia cuando mencione métodos de oración.

Y nada más para introducir y aclarar mis intenciones al escribir este libro; con él, al describir estas experiencias de pruebas y gozos quiero comunicar mi camino de oración, camino de fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que son las únicas que nos unen a Dios, para ayudar, si puedo, a todos mis hermanos sacerdotes o bautizados, a los que quieran leerlas para practicarlas desde la oración personal, único camino que yo conozco y obligatorio para llegar a Dios aún por el camino de la liturgia, donde si por ella, por la oración personal no llego al corazón de los ritos, todo se queda en el altar y no entra en mi corazón. 

Quiero terminar diciendo que, por la oración personal, sobre todo incrustada en la oración litúrgica, el cielo empieza en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios vive y se manifiesta como Amor de Abba, papá del cielo, en Canción de Amor revelada en su Palabra hecha carne y pan de Eucaristía, con Amor de Espíritu Santo: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él.” Y al sentirse uno habitado por la Santísima Trinidad… «Semper vivens in Trinitate, cum Maria, in vitam aeternam», lema de mi vida: siempre viviendo en Trinidad, con María, hasta la vida eterna, en revelación de amor y ternura y belleza infinitas, pero de verdad, no de palabra, uno vive el cielo en la tierra y desea morirse para estar en plenitud de vida y gozo y unión con los Tres, sintiendo aquí ya en la tierra el gozo de vivir, de sentirse amado, pero de verdad, no de pura palabra o poesía, por los Tres, como tan hermosamente lo expresó Sor (ya beata) Isabel de la Trinidad en esta oración que rezo y pido a Dios Trinidad vivirla todos los días:

«Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma ya estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de vos, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma; haced de ella vuestro cielo, vuestra mansión amada y el lugar de vuestro reposo; que nunca os deje solo; antes bien, permanezca enteramente allí, bien despierto en mi fe, en total adoración, entregada sin reservas a vuestra acción creadora…» (Beata Isabel de la Trinidad)

«Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el amado,

cesó todo y dejeme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado. (San Juan de la Cruz)

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

LA ORACIÓN

 

1. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

Confieso públicamente que todo se lo debo a la oración. Mejor dicho, a Cristo encontrado en la oración. Muchas veces digo a mis feligreses y hermanos sacerdotes para convencerles de la importancia de la oración: A mí, que me quiten cargos y honores, que me quiten la teología y todo lo que sé y las virtudes todas, que me quiten el fervor y todo lo que quieran, pero que no me quiten la oración, el encuentro diario e intenso con mi Cristo, con mi Dios Tri-Unidad, porque el amor que recibo, cultivo, y me provoca y comunica por la oración es tan grande que poco a poco me hará recuperar  toda la santidad perdida  y subiré hasta donde estaba antes de dejarla.

Y, en cambio, aunque sea «sacerdote y diga misa» y esté en alturas de apostolados, cargos y honores, si dejo la oración personal, bajaré hasta la mediocridad, hasta el oficialismo y, a veces, hasta trabajar inútilmente, porque sin el Espíritu de Cristo no puedo hacer las acciones de Cristo: “sin mí no podéis hacer nada...yo soy la vid, vosotros los sarmientos”.

Por eso, la oración, sobre todo, la oración eucarística, se ha convertido en la mejor escuela y fuente y fundamento de todo apostolado: «desde el Sagrario, a la evangelización» ha sido el lema del primer Congreso Internacional de la Adoración eucarística celebrado en Roma 20-24 junio 2011: “Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar”: «contemplata aliis tradere».

¿Qué pasaría en la Iglesia, en el mundo entero, si los sacerdotes se animasen u obligasen a tener todos los días una hora de oración? ¿Qué pasaría en la Iglesia, si todos los sacerdotes tuvieran una promesa, un compromiso, de orar una hora todos los días, ante el Sagrario, como un tercer voto o promesa añadida al de la obediencia y castidad? ¿Qué pasaría si en todas las diócesis y seminarios del mundo –esencial y absolutamente obligado y necesario por razón de la ordenación sacerdotal-- tuviéramos superiores y obispos, exploradores de Moisés, que habiendo llegado a la tierra prometida de la experiencia de Dios por la oración, enseñasen el camino a los que se forman y dirigen, convirtiendo así la diócesis, el seminario, en escuela de amor apasionado a Cristo vivo, vivo, y no mero conocimiento o rito vacío, y desde ahí, desde la oración, arrodillado, el seminario se convirtiese en escuela de santidad, fraternidad, teología y apostolado de la parroquias, de la diócesis, del mundo entero? Si eso es así, ¿por qué no se hace? ¿Por qué no lo hacemos personalmente los sacerdotes? ¡Señor, concédenos esta gracia a toda la Iglesia, a todos los seminarios!

Sin oración, no somos nada en nuestro ser y existir cristiano o sacerdotal: “sin mí no podéis hacer nada”; pero, por la oración, todos, sacerdotes y seglares, podemos decir con san Pablo: “Para mí la vida es Cristo... todo lo puedo en aquel que me conforta... vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí...”».

         Para orar bien, tenemos que pedir la sabiduría, el sabor de Dios y su conocimiento, como lo hace Salomón, en Sab. 9, 1-10: “Dios de los padres y Señor de la misericordia, envíala de los cielos, mándala de tu trono de gloria, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable”. Y ya antes, en Sab 7, 7-33, había descrito todas las riquezas que le venían con ella: “Invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos... la he comparado a la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena... La quise más que a la salud y belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos; en manos había riquezas incontables... La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, penetrante, inmaculado, lúcido, bondadoso,  benéfico... Renueva el universo, y entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día sale ganando...” (7, 7-30).

         Y donde digo oración, quiero decir conversión y amor a Dios sobre todas las cosas, especialmente sobre el yo personal, al que damos culto y para el cual vivimos de la mañana a la noche, hasta que el Señor nos lo empieza a descubrir por la oración, por el trato personal con Él. Y aquí nos lo jugamos todo y toda la vida de santidad y apostolado.Sobre esta materia de la oración y conversión insisto continuamente, porque estoy convencido hasta la médula, por la vida de la Iglesia, de los santos, por el evangelio meditado, y por mi propia experiencia de conversión permanente de este yo que tanto se quiere y se busca en todo; pero cuánto se quiere este Gonzalo y con qué cariño se busca hasta en las cosas de Dios. De esto hablaré más ampliamente en el artículo siguiente.

Pero voy a anticipar algo, citando a un autor que he leído recientemente y con el que coincido totalmente, porque no sólo tenemos las mismas ideas, sino hasta coincidimos en las mismas expresiones. Y como además de este tema de la conversión se habla poco, tanto en nuestras conversaciones o reuniones de arciprestazgo, como en las meditaciones, retiros espirituales y formación permanente, al menos yo no tengo esta suerte, quiero hacerlo con cierta amplitud, para que no se olvide: «El anuncio del Reino, las palabras de Jesús nacen de la oración y de su intimidad filial con el Padre… Para anunciar el Reino hay que vivirlo. El primer anuncio tiene que ser la misma vida del enviado…quien quiera de verdad anunciar seriamente el Reino de Dios y llamar a  la conversión tiene que comenzar viviendo primero con Jesús (por la oración) y como Jesús (por la conversión)... No es un asunto que se pueda resolver con planes de trabajo ni con reuniones de planificación. El tema capital es la conversión de los que hemos de ser los agentes de la evangelización; conversión al amor de Dios y al amor de nuestros prójimos, amor a Jesucristo que murió por ellos y por todos…El enviado tiene que ser antes discípulo, imitador, seguidor y conviviente con el maestro, del todo identificado con Él, en el pensar y en el vivir (Fernando Sebastián, EVANGELIZAR, Madrid 2010, pgs 180-181-186).

         Y este mismo autor, en relación a la nueva evangelización o pastoral evangelizadora, asegura: «La presentación del Evangelio de Jesús tiene que producir en los oyentes una verdadera crisis de conversión… Si somos sinceros tendremos que reconocer que son pocas las actividades pastorales que buscan realmente esta conversión de los oyentes. La catequesis, la preparación para los sacramentos del bautismo, de la confirmación, del matrimonio y muy especialmente el proceso entero de la Iniciación Cristiana, tendrán que estar centradas muy claramente en este objetivo como algo esencial, y debieran desarrollarse de manera que pudieran alcanzarse con cierta normalidad. ¿De dónde, si no, podremos preparar poco a poco, y con la ayuda del Señor, una comunidad de cristianos convencidos y convertidos? (Ib. pag 69).

         Y como cabeza y pastor de todo este proceso,  el Obispo en cada diócesis. Juan Pablo II escribió: «Con su manera de vivir, el obispo muestra que el modelo de Cristo no está superado; también en las actuales condiciones sigue siendo muy actual. Se puede decir que una Diócesis refleja el modo de ser de su obispo. Sus virtudes—la castidad, la práctica de la pobreza, el espíritu de oración, la sencillez, la  finura de conciencia- se graban en cierto sentido en los corazones de los sacerdotes. Estos, a su vez, transmiten estos valores a sus fieles y así los jóvenes se sienten atraídos a responder generosamente a la llamada del Cristo (¡Levantaos! ¡Vamos! pag 118).

         Insistiendo en este aspecto, dice Don Fernando Sebastián: «La convivencia con Jesús en la oración, el estudio de la Escrituras y de las enseñanzas en la Iglesia de los Santos Padres, de los Papas, tiene que ser la ocupación primera del obispo. Si somos sinceros, hemos de reconocer que no es fácil cumplir de verdad esta primera recomendación. La vida del obispo es muy complicada, tiene que atender a muchas cosas, pero hay que mantener prioridades. La oración y el estudio han de ser siempre nuestra primera dedicación. Hay que tener la suficiente fuerza de voluntad para mantener habitualmente las horas diarias de oración y estudio. Sin esto no podremos hablar las palabras de Jesús con el Espíritu de Jesús... Sin las horas de silencio, dedicadas a la oración y al estudio, las actividades ministeriales se empobrecen sin remedio. No solo hemos de imitar a Jesús en las actividades de su vida pública, hemos de imitarlo también en las largas horas de oración y silencio durante los años de la vida oculta, en sus frecuentes  vigilias de oración. Para ver el mundo como Jesús hay que tratar de convivir espiritualmente con Él en una oración constante (Ib. 191-192).

2. LA IGLESIA  NECESITA SANTOS: EXPERIENCIA DE LO QUE CREE, PREDICA Y CELEBRA

         ¿Y por qué esta necesidad de oración en la Iglesia? Porque la Iglesia necesita santos. El orden lógico  de estos dos primeros artículos del presente libro, según mi vivencia y pensamiento, habría sido éste: 1º, La Iglesia actual necesita santos; y 2º, El único camino que conozco para llegar a la santidad es la oración y todos los demás, incluso la oración y la oración y misterios litúrgicos, tienen que ser recorridos con oración personal. Pero como hacerlo así tal vez me hubiera reportado alguna mueca – ¡otra vez lo mismo, ya estamos...!---, he preferido el expuesto.

          Lo que quiero decir en este artículo, en voz baja, pero suficientemente alto, para que todos  puedan oírlo, porque es duro y doloroso y te lleva disgustos, es que toda la iglesia actual, tanto arriba como abajo, en la cabeza como en los miembros necesita santidad, unión con Dios, experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, sobre todo en la Eucaristía,  experiencia de la fe, esperanza y caridad; y por la razón de siempre: nadie da lo que no tiene, “sin mí no podéis hacer nada…” Y damos a veces mucha teología, conocimientos, catequesis, pero sin dar a Cristo, sencillamente porque no le tenemos. Y no le tenemos, porque estamos tan llenos de nosotros mismos, que no cabe Dios, Cristo, pero sí la teología.

         Y donde digo santidad, quiero decir igualmente amor, oración, unión con Dios, conversión, humildad, andar en verdad, vida espiritual, “verdad completa”, esto es, VERDAD de Cristo y AMOR de Espíritu Santo, apóstoles identificados con Cristo, con el Espíritu de Cristo, acciones y vida según el Espíritu Santo, apóstoles con vida mística  y amor total a Dios sobre todas las cosas.

         Constato, por ejemplo, que la Iglesia, actualmente,  tiene buenos teólogos y pastoralistas, buenos pastores y  ovejas, pero faltan santos, santidad, somos mediocres; nos sobra oficialidad y nos falta fervor, piedad, santidad, en vida personal y apostólica; mucha profesión y dinámicas y organización y reuniones, pero falta Espíritu Santo, vida espiritual, vida según el Espíritu; faltan santos; falta experiencia de Dios, no sólo en la parte baja de la Iglesia sino en su parte más alta: Obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, responsables, catequistas.

         Y falta esta experiencia personal o gozo o certeza de verdad en Dios o santidad o perfección o vida espiritual según el Espíritu de Cristo que nos amó y se entregó “hasta el extremo”, porque nos falta encuentro personal de amor, de amistad, de oración personal con Él, no meramente oficial y litúrgica, sin encuentro personal de amor y experiencia gozosa de lo que somos, predicamos o celebramos: “si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán...”: Y el camino único que conozco para llenar de luz de Cristo y sabor espiritual –vida según el Espíritu Santo, “verdad completa”,  a los creyentes y bautizados es la oración, la oración-conversión-amor a Dios sobre todas la cosas a Dios, nuestro principio y fin.

         Para eso vino Cristo, para eso instituyó su Iglesia: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”  (Mt 5,13-16).

         Se ve ya que la lluvia ácida de la secularización del mundo, externa antes a la Iglesia, se va metiendo en lo interno de la Iglesia, y ésta va perdiendo hermosura y atractivo, por olvidar lo que ya nos dijo el Señor: “estar en el mundo sin ser del mundo... si la sal se vuelve sosa...”.

         En la Iglesia actual, con los ordenadores, está todo muy bien ordenado, establecido y reglamentado; en general, no faltan Directorios para todo y ciertamente tiene que haberlos, pero faltan santos, falta experiencia personal de la gracia, de la vida en Cristo, de lo que predicamos o celebramos; necesitamos poner en el apostolado la primacía de la gracia, de lo sobrenatural, ya que en nosotros no cuenta ni preocupa lo que debiera, ni si se habla de ella con la primacía o intensidad que merece; falta experiencia de la gracia, de lo que somos, predicamos, practicamos y celebramos.

         «La nota primera y más importante que ha de caracterizar a la espiritualidad del futuro es la relación personal e inmediata con Dios. Esta afirmación puede parecer una perogrullada, ya que se reduce a afirmar lo que constituye la esencia eterna de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, actualmente está muy lejos de ser algo que cae de su peso. Vivimos en una época que habla del Dios lejano y silencioso, que aun en obras teológicas escritas por cristianos habla de la «muerte de Dios», en una época de ateísmo, que no nace simplemente de un corazón perverso, impío y rebelde, sino que es la interpretación desacertada de una experiencia humana» (K. RAHNER, ESCRITOS DE TEOLOGÍA, La Experiencia del Dios incomprensible, Madrid 1996, pag 24).

En este mismo artículo lo profetizó y expresó muy claramente en esta frase que se ha hecho célebre y conocida: «El cristiano del siglo futuro será un místico o no será cristiano».

Añado otro testimonio muy claro: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia actual es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la Iglesia misma se olvidara de Dios y se fiara más de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita. En resumen: el mayor pecado de la Iglesia actual es la debilidad de la mística» (PAUL ZULEHNER,  Misión Abierta, abril-mayo 1995).

         No somos místicos,  no trabajamos desde la vivencia de lo que somos y hacemos o predicamos, ni me esfuerzo por subir a la cima del monte Tabor, de la oración contemplativa; no llegamos a una oración personal que nos transfigure en Cristo, nos quedamos en el «llano», con un amor y fe ordinaria,  y no subimos por el monte de la oración hasta la cima para ver a Cristo transfigurado y quedarnos nosotros transfigurados por su misma luz y resplandor de vida y gracia y poder decir: ¡que bien se está aquí! y poder así animar a otros a que suban y enseñarles el camino porque lo hemos recorrido, y poder ser «testigos», «notarios» espirituales o místicos de Cristo, videntes de su verdad y de su amor, porque podemos certificar la verdad de lo que creemos, la verdad de Dios y sus misterios, la verdad de la Eucaristía que celebramos y poder confirmar que es «centro y cúlmen de la vida cristiana», como dice el Vaticano II, porque así la vivimos nosotros.

Y no subimos a esta montaña de la oración, del Tabor, porque subir por este Monte del Carmelo, de san Juan de la cruz,  supone esfuerzo, matar el yo personal: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo el que vive en mí...”, conversión permanente, toda la vida hasta la transformación en Cristo, humildad permanente, segundos puestos, perdón a todos y en todo.

         Al faltar más santos, más santidad a la Iglesia actual,  le falta atractivo, hermosura y belleza divina a la Iglesia, a las Diócesis, a las parroquias y congregaciones religiosas, a los sacerdotes y cristianos en general; existen, pero necesitamos más santidad y santos que nos entusiasmen y enciendan en amor a Cristo y a su Iglesia. Que sí, que los hay.  Pero que debieran ser más abundantes, todos los bautizados, porque todos hemos sido llamados a la santidad, y esta debería ser  el aspecto y la faz común y ordinaria y más admirada del cristianismo, incluso por los no creyentes.

         Se ha descuidado mucho en estos tiempos, incluso en los seminarios y casas de formación, por parte de los mismos formadores de sacerdotes y consagradas/os al Señor, la santidad, la consagración, la razón misma de la vida religiosa tanto activa como contemplativa, el concebir la vida humana y cristiana como una aspiración permanente a la vida eterna de unión y felicidad en Dios, para la que hemos sido soñados y creados por el Padre, y por el Hijo que vino en nuestra búsqueda y nos abrió la puerta de amistad y felicidad trinitaria, que realiza únicamente el Santo Espíritu, el Amor Personal del Padre al Hijo y del Hijo al Padre... la vida eterna es que “te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”. Qué bien lo ha recordado el Papa en esta JMJ que hemos celebrado en Madrid.

         Y llegar a la conversión permanente, a la santidad, a la experiencia de Dios, no es cuestión de una operación rápida, por la que te quitan el cáncer y punto; por ejemplo, convocar un nuevo Concilio o Capítulo general de la Orden y ya está solucionado; además, esto es poner el cáncer fuera de nosotros, y no es así, porque nosotros somos esa Iglesia, y también, porque para todo esto, primero hay que reconocerse enfermo, con el cáncer de la mediocridad espiritual, y luego, tratar de curar esta falta de santidad cada uno personalmente.    Y digo mediocridad espiritual, porque no me estoy refiriendo ahora a pecados graves, sino a cierto desencanto de la fe y vida cristiana, al instalamiento en vida mediocre sin fulgores de amor total a Cristo, instalamiento en vida sin deseos de perfección sobrenatural, viviendo una vida llena de mi amor propio, sin tender a la unión total con Cristo, a la santidad, a la vida según el Espíritu del Padre y del Hijo, desde el amor y entusiasmo y enamoramiento por Cristo y  la Santísima Trinidad, de la que no oigo hablar apenas en charlas y meditaciones a los sacerdotes.

         Y  todo esto nos pasa y no llegamos a ver a Cristo transfigurado, porque nos falta conversión, subir con esfuerzo y muerte del yo por el camino de la oración-conversión que nos haga humildes, mirar nuestro interior –oración-- y ver nuestra pobreza de gracia de Dios y sentimientos de Cristo y nos haga sentirnos necesitados de su presencia y vida y amor para ser y actuar como Él y pedirla todos los días; necesitamos conversión y humildad que nos ayude a negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo pisando sus mismas huellas de humildad, de servicio auténticamente cristiano, según el Espíritu y los sentimientos y vida de Cristo y como Cristo, sin buscarnos a nosotros mismos en las mismas cosas de Dios. Y esto se consigue principalmente por la oración.

         Necesitamos orar más y mejor para ser y existir y actuar en Cristo Sacerdote, con sus mismos sentimientos, para sentirnos necesitados de su ayuda, para la verdadera caridad pastoral de Cristo Pastor Único. Y al hacerlo así, identificarnos con su ser y existir sacerdotal, sentir el amor de Cristo, su abrazo, su gozo en nosotros, sentirlo vivo, vivo y cariñoso y real y verdadero y resucitado, no pura teología o conocimiento o que dijo o hizo, sino que vive y hace y ama actualmente en nosotros y en cada uno da la vida ahora y ama hasta el extremo de sus fuerzas, amor y del tiempo.

         Hay mucha mediocridad en nosotros, falta vida espiritual, según el Espíritu, en nuestra piedad y amor a Dios, y así, aunque seamos curas y obispos y «digamos misa», no llegamos al gozo de lo que creemos y celebramos y predicamos, no podemos contagiar entusiasmo por Cristo, porque nosotros somos los primeros que nos aburrimos con Él y no hacemos oración personal, porque nos aburre Cristo, y no tenemos todos los días y a hora determinada el encuentro de amistad con Él;  y hablamos de Él como un profesor que explica su materia, hablamos de Él como de una persona que hemos estudiado y conocido por  teología, hablamos de un personaje y sobre sus ideas y evangelio,  pero no de la persona misma, conocida y amada personalmente «en trato de amistad»; qué poco hablamos de las personas divinas, de nuestro Padre, del Espíritu Santo, de la misma persona de Cristo en el Sagrario, con los brazos abiertos, en amistad permanente a todos los hombres.

         Y para eso, para este trato personal, para esta amistad y relación personal, el único camino es la oración, «que no es otra cosa oración sino trato de amistad estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama». Si no me ven nunca junto al Sagrario, hablando y amando y gozándome con Él, ¿cómo decir a mi gente que Cristo está allí vivo, vivo, y que se puede hablar y conversar en cada momento con él?  ¿Si no me ven, por lo que sea, no digamos, porque me aburre, cómo voy a entusiasmar a mi gente, al mundo, con Cristo vivo y presente en la Eucaristía?  Aunque sea cura, obispo, religioso, consagrado, catequista, padre o madre de familia, cristiano... Sin esto, Cristo se queda en el pasado, es pura idea, realidad que realizó un proyecto, pero no está vivo en el corazón de los que lo predican, y como consecuencia, en el corazón de los que escuchan. Necesitamos la experiencia de Cristo vivo, vivo y resucitado, por la oración un poco elevada, no meramente meditativa, sino contemplativa, unitiva, transformativa para poder ser puentes entre las dos orillas, para que los hombres puedan pasar por nosotros, como otros cristos, hasta el Padre.

3. LA ORACIÓN, EL CAMINO DE LA SANTIDAD

Este título que acabo de escribir, sonaría mejor, tal vez, así: LA ORACIÓN, CAMINO DE SANTIDAD; pero he preferido el elegido, porque aquí expreso lo que pienso: que la oración no es un camino más, sino el camino, el camino fundamental en el que deben confluir y llegar y andar unidos todos los demás caminos, incluso el camino de la oración litúrgica y la misma plegaria eucarística, compuesta principalmente de la Palabra y del Sacramento, verdaderamente pontifical, puente, irrupción de Dios en el tiempo, como diré más adelante y sobre la cual he escrito dos de mis libros;  todos deben recorrerse con oración personal, también la oficial y pública de la Iglesia, la litúrgica, la Palabra de Dios, la sacramental del pan y del vino, donde no hay que quedarse en los ritos externos, sino llegar al corazón de los ritos o a la fuente de la vida sacramental para sentir a Cristo que nos dice: os amo, estoy dando mi vida por vosotros, estáis salvados… y sentir el perfume de la Virgen, junto al Hijo, santo su vida con Él por nosotros; por la oración hay que llegar también al fundamento del apostolado, que consiste propiamente, no en las meras acciones, sino en el Espíritu con que debemos hacer tales acciones, en el Espíritu de Cristo, que es la caridad pastoral, Espíritu Santo, que es el santificador y salvador.

Para probar la importancia de la oración basta ver lo que Cristo hizo y meditar sus enseñanzas sobre la misma.  Cristo fue un hombre de oración. Pero no sólo para darnos ejemplo de lo que teníamos que hacer, sino porque necesitaba de la oración para relacionarse con el Padre por el Espíritu y cumplir su voluntad: “mi comida es hacer la voluntad de mi Padre… hago siempre lo que le agrada… el Padre en mí, yo en vosotros y  vosotros en mí…”, esto es la oración personal.

 El Evangelio nos presenta a Jesús haciendo oración en todos los momentos importantes de su vida y de su misión. Recordamos ahora algunos, para que nos convenzamos más y lo vivamos mejor.

Su vida pública, que se inaugura con el Bautismo, comienza con la oración (cf. Lc 3, 21). Incluso en los períodos de más intensa predicación a las muchedumbres, Cristo se concede largos ratos de oración (Mc 1,35; Lc 5, 16). Ora antes de exigir  a sus Apóstoles una profesión de fe (Lc 9, 18); ora después del milagro de los panes, Él solo, en el monte (Mt 14, 23; Mc 6, 46); ora antes de enseñar a sus discípulos a orar  (Lc 11,1); ora antes de la excepcional revelación de la Transfiguración, después de haber subido a la montaña precisamente para orar (Lc 9, 28) y de paso nos enseña cómo en la oración o encuentro de la transfiguración es donde el alma siente el gozo y la experiencia de lo que Cristo es y revela; ora antes de realizar cualquier milagro (Jn 11, 4 1-42); y ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia; es toda una oración insuperable en forma y fondo (Jn 17). En Getsemaní eleva al Padre la oración doliente de su alma afligida y horrorizada (Mc 14, 35-39 y paralelos), y en la cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia (Mt 27, 46), pero también de abandono confiado (Lc 23, 46).

Se puede decir que toda la misión de Cristo está animada por la oración, desde el inicio de su ministerio mesiánico hasta el acto sacerdotal supremo: el sacrificio de la cruz, que se realizó en la oración.

 Los que hemos sido llamados a participar en la misión y el sacrificio de Cristo, encontramos, en la comparación con su ejemplo, el impulso para dar a la oración el lugar que le corresponde en nuestra vida, como fundamento, raíz y garantía de santidad en la acción. Más aún, Jesús nos enseña que no es posible un ejercicio fecundo del sacerdocio sin la oración, que protege al presbítero del peligro de descuidar la vida espiritual, la vida según el Espíritu, dando primacía a la acción, y de la tentación de lanzarse a la actividad hasta perderse en ella. Sin tener el espíritu de Cristo no podemos hacer las acciones de Cristo.

La Iglesia de todos los tiempos también ha insistido siempre en esta necesidad. Me impresionó el discurso que pronunció Benedicto XVI el 22 de septiembre  de 2009 en la residencia pontificia de Castel Gandolfo a 107 obispos nombrados en los últimos doce meses:

«Queridos hermanos en el episcopado: El día de la ordenación episcopal, antes de la imposición de las manos, la Iglesia pide al candidato que asuma algunos compromisos, entre los cuales, además del de anunciar con fidelidad el Evangelio y custodiar la fe, se encuentra el de <perseverar en la oración a Dios todopoderoso por el bien de su pueblo santo>. Hoy quiero reflexionar con vosotros precisamente sobre el carácter apostólico y pastoral de la oración del obispo.

         El evangelista san Lucas escribe que Jesucristo escogió a los doce Apóstoles después de pasar toda la noche orando en el monte (cf. Lc 6, 12); y el evangelista san Marcos precisa que los Doce fueron elegidos para que "estuvieran con él y para enviarlos" (Mc 3, 14).

         Al igual que los Apóstoles, también nosotros, queridos hermanos en el episcopado, en cuanto sus sucesores, estamos llamados ante todo a estar con Cristo, para conocerlo más profundamente y participar de su misterio de amor y de su relación llena de confianza con el Padre. En la oración íntima y personal, el obispo, como todos los fieles y más que ellos, está llamado a crecer en el espíritu filial con respecto a Dios, aprendiendo de Jesús mismo la familiaridad, la confianza y la fidelidad, actitudes propias de él en su relación con el Padre.

         Y los Apóstoles comprendieron muy bien que la escucha en la oración y el anuncio de lo que habían escuchado debían tener el primado sobre las muchas cosas que es preciso hacer, porque decidieron: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch 6, 4). Este programa apostólico es sumamente actual. Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles.

         Ya san Gregorio Magno, en la Regla pastoral afirmaba que el pastor <de modo singular debe destacar sobre todos los demás por la oración y la contemplación> (II, 5). Es lo que la tradición formuló después con la conocida expresión: <Contemplata aliis tradere> (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 188, a. 6).

La oración educa en el amor y abre el corazón a la caridad pastoral para acoger a todos los que recurren al obispo. Este, modelado en su interior por el Espíritu Santo, consuela con el bálsamo de la gracia divina, ilumina con la luz de la Palabra, reconcilia y edifica en la comunión fraterna».

 

         La oración es el medio necesario más importante y necesario para encontrarme con Cristo y su gracia salvadora, ya que hasta la misma liturgia, en los misterios que celebra y hace presentes, si yo no entro dentro del corazón de los ritos y de las palabras y signos que se realizan, por medio de la oración personal, de la unión de fe y amor con Jesucristo, primer celebrante y principal, en su memorial, todo se queda en el altar o en el evangeliario, ya que no ha habido encuentro de amor y de oración, de amistad personal con Él, sacerdote y victima, o con el corazón y sentido de su Palabra.

         La oración es el camino, el medio más directo y necesario para realizar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y la imitación de las virtudes de Cristo. El contacto asiduo del alma con Dios en fe, esperanza y amor, virtudes sobrenaturales que nos unen con Dios, se realiza fundamentalmente por medio de la oración y la vida de oración.

La oración es vida y la vida es oración, y la vida-oración y la oración-vida ayuda poderosamente a la unión, contemplación y transformación del alma en Cristo. La oración es transformante, siempre que sea oración, no rutina o pura reflexión teológica. 

Es más, como he dicho, la oración nos facilita más y mejor la participación fructuosa en la liturgia santa, en la acción sagrada, en la irrupción de Dios y su gracia salvadora en el tiempo; la oración personal alimenta, da sentido y eficacia, yo soy la vid, vosotros, los sarmientos, a todos los demás medios de santificación que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos a su imagen y semejanza, en unirnos a Él para dar frutos de vida eterna: sin mí no podéis hacer nada.

La Eucaristía es Cristo entero y total, el más completo sacramento de Cristo; pero es memorial, lo hace presente él y nosotros tenemos que unirnos en la oración litúrgica suya y de la Iglesia con nuestra oración personal, con la disposición interior de mente y espíritu para vivirla y participarla.

La oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, humildad, confianza y amor, que en conjunto, constituyen la mejor disposición del alma para recibir en abundancia la gracia divina.

Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza o sin perseverancia.

Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el Oficio divino, asistir a Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero su progreso en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. Porque el autor  principal de nuestra perfección y santidad es Cristo por su Espíritu, y la oración precisamente es la que conserva al alma  en ese contacto de fe y amor que santifica o hace santificadores esos medios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina  gracia, en los mismos sacramentos, entonces, como un soplo  divino, la eleva, abrasa, levanta, y ella, con sorprendente abundancia, recibe y rebasa y comunica, es puente, de esa gracia y favores divinos: somos lo que oramos en Cristo.

La vida sobrenatural de un alma es y se realiza y manifiesta por su unión con Dios, mediante la fe y el amor; y esta santidad o unión con Dios debe, pues, exteriorizarse en actos encendidos de amor en la predicación, en la celebración, en la vida pastoral; es el apostolado, sus actos y acciones, los que reclaman la vida de oración, para que estos reproduzcan de una manera regular e intensa, la vivencia, la experiencia de amor, la unión transformativa en Dios.

Lo importante no es hacer apostolado, sino hacer al  apóstol; lo importante no es aprender las acciones, sino ser apóstol, aprender y tener el Espíritu de Cristo; porque no todas las acciones que hacemos o se hacen en la Iglesia, son apostolado, sino las que se hacen o hacemos con el Espíritu de Cristo.

Y esto tiene que empezar en el seminario, donde hay que preocuparse y ocuparse de hacer al apóstol, no enseñar solo teología o a practicar o realizar principalmente acciones. Y en principio, puede decirse, que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en ser apóstol, ser cristiano auténtico, ser madre o padre cristianos, nuestra unión con Dios, esté uno donde esté, depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Por oración no entiendo nada especial, sino la relación o conversación o unión del alma con Dios, o mejor, como dice santa Teresa, «…trato de amistad con Dios estando muchas veces tratando a solas con aquel que sabemos que nos ama».

Para esta oración inicial, los libros espirituales, sobre todo, comentarios buenos de evangelios, son muy interesantes. A mí me ayudaron mucho. Aunque yo no soy muy seguidor de los jesuitas en materia de oración, soy más bien, carmelita-teresiano-sanjuanista, sin embargo reconozco que me ayudaron a meditar, a reflexionar, aunque hay que esforzarse un poco para que lo que está en el entendimiento, llegue al corazón.

Es, pues, la oración como la fuente y manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo. El alma que se da  regularmente a la oración saca de ellas gracias inefables que la van transformando poco a poco a imagen y semejanza de Cristo: «La puerta, dice santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez, cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap 8).

La oración meditativa de las primeras etapas, a mí me gusta y me ayudaron mucho las meditaciones tipo ignaciano, preámbulo, composición de lugar, punto 1º, 2º etc. Tipo jesuítico, me ayudaron mucho al principio, durante algún tiempo, aunque luego, para hacer oración-oración, oración-diálogo de encuentro y amistad con Cristo, empecé a dejar los libros, hasta el mismo evangelio.

De la oración saca el alma, sobre todo, en etapas elevadas y contemplativas, superadas purificaciones activas y comenzando ya las pasivas de san Juan de la Cruz, gozos celestiales hasta el punto de desear irse con el Amado: «Descubre tu presencia y máteme tu rostro y hermosura, mira que la dolencia de amor no se cura, sino con la presencia y la figura» «¿Por qué pues has llagado aqueste corazón no le sanaste, y pues me lo has robado, porque así lo dejaste y no tomas el robo que robaste?»

En estas etapas de unión transformativa el alma vive ya en Cristo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí, y mientras vivo en esta carne vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí… para mí la vida es Cristo… una ganancia el morir para estar con Cristo…ni el ojo vio lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.

El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, vivo y palpado resucitado, no pura idea o realidad del pasado, se abraza y se entrega al Amado en plenitud de fe y amor, por un movimiento del Espíritu Santo.

En estos kilómetros del camino de oración, estamos ya en oración contemplativa, no meramente  meditativa, el alma es más  pasiva, receptiva de la gracia, que activa; porque Dios dirige y provoca esta unión, no  ningún esfuerzo puramente natural, sino desde y por la gracia, por la vida de Dios en nosotros: “Nadie puede decir Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo”.

Son etapas ya maravillosas de gozo y, a la vez, de sufrimientos y purificaciones, interiores y exteriores, todas  pasivas y receptivas, que hay que sufrir para llegar a la unión transformativa-contemplativa, una vez que el alma va siendo purgada y purificada por el Espíritu hasta las raíces del yo y de la carne, por la luz de la contemplación, que, a la vez que ilumina, quema, y primero la ciega, noche de fe y amor y esperanza, pero no por falta de luz, sino por exceso de luz, de mirar ya de frente, sin mediación de lectura y meditación, la misma Luz que es Cristo, el rostro de Dios y su gloria y resplandor directamente, no a través de pasajes evangélicos meditados, o sentimientos que yo fabrico, sino siendo iluminado directamente por el Santo Espíritu en el alma que, en un principio, queda cegada, a la vez que la llena de luz, que poco a poco irá ya acoplándose a esta nueva forma de comunicación con Dios y el resplandor de su Palabra directamente comunicada, no a través de medios de oración, por el mismo Espíritu Santo; y luego, una vez purificada la inteligencia y la voluntad y la memoria del alma, empieza a ver con luz divina, con amor de Espíritu Santo,  no con luces o razones o entendimiento propio, sino con luz y entendimiento divino comunicado al alma directamente y de tal forma que la desborda primero, hasta que el alma se adecua a esta nueva forma divina de comunicarse con Dios, de conocer, ver, amar, gozar y sentir el Amor mismo de Dios Trino y Uno. Es la vida de la gracia, de la participación en la misma vida y amor y felicidad divinas.

 

LOS MÉTODOS. Alguno se sorprenderá de que no haya dicho ni una palabra sobre métodos de oración, a pesar de llevar ya un  rato largo hablando de la misma; ciertamente en ninguno de mis libros he hablado de métodos o formas de orar. Pero, ya que he sacado el tema, quiero decirlo claro y en pocas palabras.

Y desde el principio quiero decir que una cosa es la oración y otra cosa es el método o los métodos. En esto hay muchas escuelas y variedades, dentro de la misma Iglesia. A mí no me enseñaron ninguno. Ya lo diré más adelante. Algún método es necesario, porque es un camino que hay que recorrer. Pueden ayudar, pero hay tantos métodos como caminantes; y teniendo siempre en cuenta lo del poeta: «caminantes, no hay camino, se hace camino al andar».

Cada uno puede irse construyendo su propio camino dentro del único camino que es Cristo, llegar a Cristo. La etapas tradicionales ya las sabemos: «lectio», «meditatio»,  «oratio», «contemplatio».

Hoy día, podemos ver que hay almas que están  persuadidas y así lo enseñan que si no se utiliza tal o cual método, no se puede llegar a tener oración. Lo respeto. Pero no confundir métodos con la esencia de la oración, porque eso acarrea luego funestas consecuencia, y de eso son testigos los tiempos actuales, que han obligado a la misma Iglesia a dar unas aclaraciones precisas en este sentido, porque algunos llegaban para unirse a Cristo a utilizar métodos paganos, psicológicos, laicos y neutros, que no te llevan a Dios. Consecuencia: que se termina dejando la oración y el método, porque no hay encuentro con Cristo sino con realidades psicológicas puramente humanas.

Métodos, para mí, los de nuestros santos, en especial, los maestros de oración: santa Teresa, san Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, de Asís, Teresa del Niño Jesús, Beata Isabel de la Trinidad… y de tantos y tantos, porque son miles. Que leamos sus escritos y vivamos su oración.

Método seguro y garantizado, el tradicional: «lectio, meditatio, oratio et contemplatio», dependiendo de la evolución del alma y del progreso en la virtud, con todas las notas y matices personales que queramos ir añadiendo.

La oración siempre es encuentro y conversación con Dios, primero rezando, luego leyendo y meditando, luego hablando y pidiendo, y finalmente contemplando. Es conversación del alma con Dios, en la cual el alma se explaya más y avanza cada día, si se va convirtiendo y obedeciendo a Dios, explayándose todos los días más en conversación hasta llegar a no necesitar libros para meditar y hablar.

Tú cambia los nombres y las formas, pero hay que andar la vía purgativa, que recorren todos los principiantes, aunque dura toda la vida por la conversión permanente; vía iluminativa, llamada así, porque el alma no se esfuerza por discurrir y meditar sino que el conocimiento de Dios se lo dan ya hecho y meditado, el alma no saca el agua del pozo, sino que la lluvia cae del cielo, no hace falta ni la noria, y esto, dice Teresa y Juan de la Cruz, es para los avanzados, los fervoroso, porque los tibios, los que no quieran convertirse, se quedan siempre en la primera etapa y llegan a aburrirse de todo y dejan ordinariamente la oración.

De paso, para que no se quede todo en teoría, si queréis, podíamos preguntarnos: ¿hago oración-meditación, todos los días, a la misma hora y lugar, con el evangelio u otro libro en las manos, como un trabajo obligado? A todo creyente, más, a mis hermanos sacerdotes, me atrevo a preguntarles ¿Cuántas veces he hablado en mi vida de oración personal? ¿Conozco su inicio, camino, progreso y evolución? ¿Podría describir mi vida actual de oración?

Dejemos la respuesta en el aire y pasemos a la vía unitiva, que son los iluminados que han llegado a la unión contemplativa, llamada también unitiva, mística y finalmente transformativa en Dios.

Si tenéis dudas sobre esta materia, o necesitan luces para el camino, consulten a san Juan de la Cruz, que de esto sabe mucho, para mí el que más y con mayor claridad y profundidad y lo ha descrito mejor. Pero sabiendo siempre, como él repite, se pone pesado en este asunto, que la oración es más cuestión de amor que de entendimiento. Lo siento por los teólogos y los sabios. Por poco le meten en la hoguera.

El mismo santo nos dice que a los principios hay que buscar y meditar con la razón, pero siempre para llegar «a más amar». Es más, él no trata propiamente del tema de la meditación; lo menciona para decir siempre que hay que pasar más adelante para pasar, por las noches, a la contemplación. Él es maestro de la contemplación, así que habla principalmente para la vía iluminativa, contemplativa y unitiva-transformativa.

Sin embargo, y por experiencia personal y ajena, de  pastoral y equipos de oración que dirijo durante toda mi vida sacerdotal, opino, que es bueno a los principios ayudarse de medios de oración, especialmente del evangelio, de evangelios comentados o meditados por autores espirituales, o de otros libros que te ayuden a reflexionar para amar y convertirte, aunque sea costoso y con esfuerzo y sequedad. Yo aconsejo y creo necesaria, a parte de la oración diaria meditada, la lectura diaria, y para toda la vida, de autores espirituales, de libros de santos o de autores espirituales estupendos de todos los tiempos; personalmente a mí me han hecho mucho bien algunos santos y autores jesuitas y escritores de los años 1950-2000, para mí no todavía superados por autores modernos. Y no cito porque la lista sería larga. Están todos bien subrayados, como a mí me gusta, en mi biblioteca. Repito: aconsejo la lectura diaria, y para toda la vida, de autores espirituales.

Insisto en que es necesario al principio ayudarse de libros para la meditación, el método ignaciano-jesuítico es muy bueno, que esto puede durar más o menos o incluso toda la vida, según la disposición del alma y su constancia y su generosidad en purgarse o mortificarse de soberbia, avaricia, lujuria, ira…etc, porque para los entendidos, la oración personal propiamente dicha empieza, cuando uno ya no necesita exclusivamente de libros para entrar en contacto con Dios, porque la inteligencia y el corazón están encendidos sin necesidad de esos medios, de esa luz sobrenatural de la fe y de amor que a la vez que ilumina, calienta la voluntad y el corazón y le inspira las vivencias del amor y de ideas y de luces y de todo.

Por estar ya más elevada y cerca de la misma Sabiduría de Dios, «sapere, sabor de Dios», se abandona a Él por amor, para cumplir sus deseos de unión y amistad íntima.

Para orar es necesario recogimiento interior, y para esto, cierta soledad, hasta física; yo, por lo menos estoy mas relajado si estoy solo en la Iglesia, que si estoy en comunidad orante; cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema donde estábamos.

Hay que ir corrigiendo las imperfecciones y pecados que el Señor nos vaya diciendo y  descubriendo en estos encuentros de amistad; para mí esto es lo más importante y la causa principal de que no avancemos y retrocedamos en la oración; lo tengo supertrillado este tema; tenemos que luchar desde el primer momento por cumplir el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser… aceptando con valentía todos los esfuerzos que esto nos exija a lo largo de la vida de oración o de la oración vida, que es la oración hecha vida y la vida hecha oración, que siempre deben ir unidas; de otra forma no hay oración verdadera.

Obrando así, amando así en la oración y en la vida, llegaremos a vaciarnos de todo aquello que pudiera impedir la unión con Dios, el abrazo sentido de su amor, vaciándonos de nosotros mismos y nuestras apetencias, anhelos y deseos para llenarnos sólo de Dios, porque si seguimos llenos de nosotros mismos, de nuestros criterios, aficiones  e imperfecciones, Dios no puede entrar, no cabe, no tiene sitio en nosotros; pero si nos vamos vaciando, Él nos va llenando cada vez más y vamos sintiendo su amor, su presencia: “Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Para eso hemos de entrar en la oración siempre con humildad, con reverencia, en la presencia de Dios, es que nos sentamos junto a Él para hablarle, pedirle, besarle; y hay que hacerlo con mucho respeto en el templo, del alma y de la iglesia, silencio de curiosidades y estar mirando otras cosas, serían un desprecio a Dios; y en este momento la adoración es la actitud que mejor cuadra al alma delante de su Dios: “El Padre goza con aquellos que adoran en espíritu y en verdad”.

Luchemos con todas nuestras fuerzas por ser almas unidas a Dios por la oración y el trato diario de amistad; si perseveramos en esta relación y amistad por la oración podemos estar seguros de que seremos mejores cristianos e hijos “ para mayor gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo” (Jn 14,13).

Termino: En este sentido, no hay método de oración, como no hay un conjunto de recetas, de procedimientos que bastara aplicar para orar bien. La verdadera oración contemplativa es un don que Dios nos concede, pero hemos de aprender a recibirlo.

Es necesario insistir sobre este punto, hoy sobre todo, a causa de la amplia difusión de los métodos orientales de meditación como el Yoga, el Zen, etc.; a causa también de nuestra mentalidad moderna que pretende reducir todo a técnicas; a causa, en fin, de esa tentación del espíritu humano por hacer de la vida —incluso de la vida espiritual— algo que se puede manejar a voluntad; todo esto hace que se pueda tener, más o menos conscientemente, una imagen de la vida de oración como de una especie de «Yoga» cristiano.

El progreso en la oración se lograría gracias a procesos de concentración mental y de recogimiento, de técnicas de respiración adecuadas, de posturas corporales, de repetición de ciertas fórmulas, etc. Una vez dominados estos elementos por medio del hábito, el individuo podría acceder a un estado de consciencia superior.

Esta visión de las cosas que subyace en las técnicas orientales influye a veces en un concepto de la oración y de la vida mística en el cristianismo que da de ellas una visión completamente errónea. Errónea, porque se refiere a métodos en los que, a fin de cuentas, lo determinante es el esfuerzo del hombre, mientras que en el cristianismo todo es gracia, don gratuito de Dios.

Es cierto que puede haber alguna relación psicológica entre el asceta o «espiritual» oriental y el contemplativo cristiano, pero es superficial; la diferencia esencial es la que ya hemos expuesto; en un caso se trata de una técnica, de una actividad que depende esencialmente del hombre y de sus aptitudes, mientras que en el otro, al contrario, se trata de Dios, que se da libre y gratuitamente al hombre. La iniciativa siempre es de Dios y nosotros colaboramos por su gracia.

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