RETIRO ESPIRITUAL SEMINARISTAS

RETIRO ESPIRITUAL SEMINARISTAS

  1. ELEGIDOS POR DIOS PADRE EN EL HIJO PARA ESTAR CON ÉL Y ENVIARLOS A PREDICAR.

“Venid conmigo. Llamó a los que quiso para que estuvieran con él y enviarlos a predicar”(Mc 1, 17; 3, 14).

Llamadas al seguimiento                                      

         Nos ha elegido para ser santos, consagrados exclusivamente a su servicio. Veremos que nos ha llamado para estar con él. Esta pertenencia exclusiva a Dios exige una vida plena a la que sólo haciéndonos criaturas nuevas (Ef 4, 22-24; 2 Cor 5, 17) podemos aspirar; viviendo la vida de Cristo, su santidad se hace nuestra (1 Cor 1, 30). Cristo, en nosotros, es el verdadero objeto de las complacencias divinas. Somos hijos en el Hijo y por eso se complace también en nosotros (Mc 1, 11).

         San Pablo, al utilizar la expresión en el Amado, en lugar de Cristo, enseña que el amor-gracia nos hace profundamente felices ya que Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito (Jn 3, 16). Somos objeto de la benevolencia divina que no puede menos de trazar en nosotros los rasgos inefables del Amado. ¡Qué confianza debe animar al cristiano si se sabe amado con el mismo amor que el Padre tiene a su Hijo!

         Como composición de lugar para esta meditación puede servir cualquiera de las llamadas de Jesús al seguimiento.

         En el Pirke Abot, en los dichos de los padres, se aconseja a quien quiera formarse que se busque un maestro. Siempre eran los discípulos quienes elegían. Siempre los rabinos eran elegidos por los propios discípulos, según su propia conveniencia; se decidían por el que mejor respondía a sus gustos y aspiraciones. Con Jesús la cosa cambia. El es quien elige. A veces, no acepta a algunos que quieren seguirle. Así procede con el escriba que le dijo: “Te seguiré a donde quiera que vayas” (Mt 8, 19.20), o con el que le pide: “Déjame ir primero a enterrar a mi padre” (Mt 8, 2 1.22), o con el endemoniado de Gerasa que le pedía lo tomase con él. No se lo concedió, sino que le dijo: “Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo”(Mc 5, 18.19).

         Es Jesús quien llama: “Venid conmigo... y ellos -inmediatamente, al instante-, le siguieron” (Mc 1, 17.18). Inmediatamente es la palabra clave. ¡Cuántas vidas desperdiciadas por no haberse decidido a hacer inmediatamente lo que se debía hacer! O se refugia uno en el ayer, o se aplaza para mañana lo que habría que realizar hoy, ahora mismo. Lo que no haga hoy, nunca tendré la posibilidad de hacerlo. La realización de uno mismo, sólo es posible en el momento que transcurre.

         Los llamados dejan redes, barca, familia..., pero es san Lucas quien recalca el despojo total de todo para seguir a Cristo, añadiendo el «afentes panta», el «dejándolo todo» después de cada llamada.

         Los apóstoles dejándolo todo, le siguieron. No lo dejan porque les ha convencido una doctrina sino porque les había cautivado una persona. Se hacen sus seguidores no porque han abandonado algo, sino porque han encontrado a alguien que les ha fascinado.

         La escena del joven rico es tierna y triste a la vez (Lc 18, 18- 23). A esta escena hace referencia un diálogo conmovedor entre Tescelín y Humbelina, el padre y la hermana de san Bernardo, sobre la ida al monasterio de Bartolomé, el hermano menor. «Bartolomé tiene apenas 16 años. ¿Es posible que Dios llame a alguien tan joven a una vida tan inhumana? Tengo el corazón destrozado pensando en él. Es tan sencillo, tan candoroso, tan encantador, dice Humbelina.

         También yo pienso en él, responde Tescelín. La verdad es que casi le prohibí ir al monasterio. Pero, precisamente, cuando iba a hacerlo, el evangelio me proporcionó un contraste aterrador. Recordarás la historia del joven rico ¿verdad?

         —,Aquel que se alejó tristemente porque poseía cuantiosos bienes? —Ese. —Pues piénsalo Humbelina. ¡Se alejó de Jesús! Es un pensamiento aterrador y eso después de decir Jesús: "Ven y sígueme”. Luego, pensé en aquel otro joven que se hallaba trabajando con su padre, componiendo redes y se convirtió (escucha bien Humbelina), se convirtió en el discípulo amado, amado por Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. Ya ves por qué di mi bendición a Bartolomé, aunque sólo tenga 15 años. Ha abandonado padre y redes con tanta presteza, como lo hiciera san Juan y ¡yo espero que llegue a ser el discípulo amado!».

         El seguimiento y el amor son el camino para realizarse en plenitud y hacerse el discípulo amado. El amor es el eje revolucionario de todas las acciones del hombre. Y no hay duda de que si se ama, se capacita para el dominio de sí mismo y se es capaz de dejarlo todo.

         En el evangelio de san Juan (1, 35-39) se da una primera llamada, un primer encuentro precioso de Jesús con los discípulos. Unos 70 años después del acontecimiento, el evangelista se acuerda hasta de la hora exacta; eran como las cuatro de la tarde. Este detalle confiere a todo el relato el sello de un testimonio personal. Recuerda las palabras, las circunstancias y muestras de cariño. Además utiliza el verbo menein, propio de este evangelista, alma contemplativa, que significa permanecer, morar, quedarse con él, y expresa intimidad mística con Cristo.

         Aunque esta llamada y primer encuentro sea provisorio, tiene una importancia especial estos días, como la de un primer amor al que hay que volver. En la Biblia hay llamadas a ese primer amor; como cuando Yahvé nos ataba con lazos de amor, nos ponía entre sus rodillas, nos acercaba a sus mejillas y nos seducía para ganarnos el corazón (Os 11, 3.4). Recordemos encuentros llenos de ternura con Jesucristo.

         Cada año, con los peregrinos a Tierra santa, vivimos experiencias de gracia, encuentros y llamadas especiales del Señor. La presencia de Jesucristo la sentimos en todas partes. Lo encontramos en cada lugar. Es imposible el poder huir de su presencia. No se trata sólo de la presencia de Dios, en cuya inmensidad se siente uno abrasado, sino de la de Jesús, hombre, hermano y amigo. En cada lugar santo, Dios nos llama a cada uno, como llamó a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, a Pedro, a Juan, a Felipe, a Pablo...

         Bernanos, en el Diario de un cura rural, reflexiona sobre esa llamada. Todos son llamados, mas no de la misma manera. Un día, los ojos del Señor se fijaron sobre nosotros y según el lugar y la hora, nuestra llamada ha tomado una dirección particular. Bernanos dice que él se hallaba en el huerto de los Olivos en el preciso instante en que el Maestro le pone la mano sobre la espalda y le pregunta ¿duermes?

De la poesía de Tagore emana una honda religiosidad y un emotivo calor humano. Mirad cómo describe las distintas llamadas del Señor: «Viniste a mi puerta con el alba. Y aún me enfadé porque me habías despertado; y no te hice caso y te fuiste. Viniste al mediodía pidiendo agua. Yo me incomodé porque estaba trabajando; y te despedí de mal humor.          Viniste anocheciendo, con tus antorchas llameantes. Me diste espanto y te cerré la puerta. Ahora, en la media noche, sentado solo en mi cuarto oscuro, te llamo que vuelvas, a ti a quien eché con insulto».

         Y podemos recordar la entrañable poesía de Lope de Vega:

«¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue Jesús mío, que a mi puerta cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras? ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío, secó las llagas de tus plantas puras! ¡Cuántas veces el ángel me decía, alma, asómate agora a la ventana, y cuántas, hermosura soberana, mañana le abriremos respondía, para lo mismo responder mañana!».

El cristiano, seguidor de Jesús

         En la historia de la salvación, lo primero que aparece, en los relatos de vocación del Antiguo Testamento, es la llamada de Dios: a Abrahán (Gén 12, 1-4), a Samuel (1 Sam 3, 1-14), a Isaías (Is 6, 1-13)... Y lo mismo sucede en los evangelios, donde Jesús llama a Simón y a Andrés (Mc 1, 16-18), a Santiago y a Juan (Mc 1, 19.20), a Leví (Mc 2, 14)... Más tarde, subió al monte y “llama a los que él quiso y vinieron donde él” (Mc 3, 13). Llama a los que él tenía en el corazón: ezelen. Esta insistencia está subrayada con el autós que significa él, que no hacía falta gramaticalmente, a los que él quiso. Ninguna cualidad, ningún atractivo, se atribuye al que es llamado. Sólo es Jesús quien los tiene en el corazón y por eso los elige, los llama para que estén con él (Mc 3, 14).

         En las primeras llamadas los discípulos le siguieron, fueron tras él. Aquí dice que se fueron con él, dejaron su sitio y se fueron donde Jesús estaba; se pusieron en la situación que se encontraba él. Se trata de estar con él, con una presencia física, de acompañarle. “Para que estuvieran con él”. El verbo en subjuntivo estuvieran, indica estabilidad de por vida, para que le acompañaran con una presencia física.

         Cuando durante la pasión, la portera de Caifás, se dirige a Pedro para acusarle, no le dice tú eres su discípulo sino “tú eres de los que estaban con Jesús de Nazaret” (Mc 14, 67). Los discípulos son los que están con él. La llamada era para que estuvieran siempre físicamente con el Maestro y para enviarles a predicar. Para predicar el Reino, es decir, a Jesucristo. Se comprende que tengan que estar con él para testimoniarle. No están para ser instruidos y una vez hechos maestros, predicar ellos la doctrina recibida, sino para «conocerle» íntimamente y después dar testimonio del único Maestro.

         De la escena del primer encuentro de los discípulos con Jesús: “fueron, vieron donde moraba, y se quedaron con él aquél día” (Jn 1, 38.39), se desprende que con él, en primer lugar, no se aprende una doctrina, sino un modo de vivir y esto sólo puede realizarse cuando se experimenta la convivencia con el Señor.

         El objeto primordial de la evangelización no consiste en enseñar un número de verdades, leyes, preceptos..., sino en llevar a los hombres a un encuentro personal con Jesucristo, haciéndolos discípulos suyos.

         Los discípulos no son los repetidores de lo que han oído, sino los que prolongan y ensanchan la acción de Jesús. Estar con él para identificarse con su manera de vivir y actuar, para repetirlo y prolongarlo de la misma forma. Así preparó Jesús a sus apóstoles y del mismo modo nos prepara a nosotros, los llamados a estar con él.

         La radicalidad de la llamada exige la entrega incondicional, que comporta ruptura con el hombre viejo (Ef 4, 22), renunciar a todo lo que pueda impedir el seguimiento, abandonar todo lo que pueda oponerse al servicio del Reino: renuncia a los bienes de fortuna (Lc 9, 57.58; 18, 22), a los lazos familiares (Lc 9, 59.60) y a la propia vida (Mt 10, 39). Sin esa conversión total no hay propiamente seguidores de Jesús.

         La entrega del discípulo responde a la intervención gratuita y amorosa de Dios: “El nos ha amado primero” (1 Jn 4, 10.19). Pero, el seguimiento no se agota con el cumplimiento de estas renuncias. El abandono de todos estos bienes no constituye el seguimiento, aunque puede ser una ayuda que nos capacita para seguirle más libremente. La finalidad del seguimiento no está en estas rupturas, renuncias o abandonos, sino en Jesús mismo. Los llama para estar con él. La humanidad de Cristo juega un papel decisivo pues es la única fuente de vida para sus seguidores. Su amor para con nosotros, que es personal, entrañable y gratuito, es lo primero y la causa del nuestro hacia él. San Bernardo decía: «Amamos porque somos amados. Al amar, nos hacemos acreedores a un mayor amor».

         A la llamada sigue la unión con Cristo, comienzo del hombre nuevo (Ef 4, 23.24). Durante su vida, Jesús predica la conversión al Reino, mas es después de la pascua, cuando el predicador del Reino se convierte en el Reino mismo, cuando como escribe Orígenes, Cristo es autobasileia, el reino de Dios se realiza en su persona. Entonces es cuando se empieza a entender el seguimiento como la vida en Cristo, una identificación con él: “Que hagamos lo mismo que hizo Jesús” (Jn 13, 15), “que procedamos como él procedió” (1 Jn 2, 6), “que tengamos su misma actitud” (Flp 2, 5).

         El término seguimiento ha triunfado desde Lutero, mientras la palabra imitación ha tenido mala prensa, como si ésta representase el orgulloso intento humano de igualarse a Jesús. Pero habría que tener en cuenta que Jesucristo al hacernos partícipes de su vida y de su doctrina, nos atrae irresistiblemente y en ese sentido quiere la imitación de sus seguidores, sin olvidar que es el mismo Maestro quien nos pide que seamos imitadores de la perfección de Dios (Mt 5, 48) y de su misericordia (Lc 6, 36) y que lo imitemos a él (Mt 11, 29; Jn 13, 15).

         En la tradición cristiana se asemeja frecuentemente el seguir a Cristo con imitarle; ya san Agustín decía: «¿Qué, pues, significa seguir sino imitar?». Si se sigue al Maestro es para imitarle y no sólo para adquirir su doctrina que se puede aprender de otras maneras.

         San Beda el Venerable hace este delicioso comentario a la llamada de Cristo al seguimiento: «Sígueme, que quiere decir, imítame. Le dijo: sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar, porque quien dice que permanece en Cristo, debe vivir como vivió él».

         Es natural que al hablar de imitación, no nos referimos a una imitación mimética, anacrónica, que olvide la historia y al Espíritu presente en ella, como tampoco se puede olvidar la diversidad de carismas y de vocaciones que se dan en la comunidad de los seguidores del Señor.

         El santo es un imitador de Jesucristo. La frase de san Pablo, varias veces repetida en sus cartas, “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11, 1), es el resumen de toda la doctrina y vida del apóstol. San Pablo toma esta palabra del teatro. El intérprete de una obra se identifica de tal modo con su personaje, que acaba por adquirir sus rasgos. El sed imitadores míos se convierte en «interpretadme a mí».         Cada cristiano tiene esta doble función: ser intérprete y prototipo, como se afirma en el primer escrito del nuevo testamento: “Por vuestra parte os hicisteis imitadores nuestros y del Señor...,de esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes”(1 Tes 1, 6.7).

         Nosotros debemos identificamos con Cristo de tal modo que se nos pueda confundir con él. Actuamos en este mundo sensible, cuando Cristo ya no puede hacerlo de esta forma.          La santidad, pues, consistirá en la conformación de nuestro ser con el de Cristo. La conformación ontológica, primero; la moral, después.

         La fuerza de Dios se manifiesta en la flaqueza

         El evangelio nos habla de una llamada totalizadora, que hizo Jesús después de haber pasado toda la noche en oración (Lc 6, 12.13). “Llamó a los que quiso... No vosotros me habéis elegido a mí, sino yo a vosotros... Los llamó para estar con él, para que vivieran con él...”

                   Y Dios sigue llamando hoy y nuestra elección es fruto de su amor. Dios nos ha elegido antes de nacer porque su amor es eterno y la llamada divina no depende de nuestros méritos o cualidades, sino exclusivamente de su amor. Es una llamada enteramente gratuita. Si existo, es que Dios me ama, me ha elegido...

         Al igual que san Pablo en Gálatas actualiza el texto de Jeremías, nosotros podemos y debemos hacer lo mismo. Yahvé le dice a Jeremías: “Antes de haberte formado en el vientre materno te conocía; y antes de que nacieses, te tenía consagrado. Yo profeta de las naciones te constituí” (1, 5). San Pablo escribe: “Mas cuando aquél que me separó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mi a su Hijo” (Gál 1, 15.16).

         Dios es quien toma la iniciativa y esto es fuente de optimismo, que en estos momentos de confusión y de inseguridad, recordarlo y saberlo, nos llena de serenidad y de paz. Ser conscientes de nuestra debilidad es motivo de la mayor confianza.

         Este modo de proceder de Dios con toda clase de gente pobre, sin prestigio humano alguno, adquiere categoría de ley. Esta es la ley y en ella pone su ideal el verdadero israelita: “Conocerme porque yo soy Yahvé, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra y en eso me complazco” (Jer 9, 23). Jeremías, al igual que otros profetas, resume la religión verdadera en el conocimiento de Yahvé. Pero los judíos dieron a este texto una interpretación nomista, legalista, fundados en la versión de los LXX, que había cambiado el sujeto del verbo hacer; de ese modo ya no era Yahvé, sino el hombre, el que hacía merced, derecho y justicia, es decir, que el judío se constituía en el autor de su propia salvación; podía gloriarse en sus obras, causa de su justificación.

         San Pablo, abogado celoso de la gloria de Dios, negará en el hombre toda suficiencia, glorificación (Gál 2, 16; Rom 3, 2 1-28), y añadirá machaconamente: “Pues habéis sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8.9).

         Dios ha elegido lo pobre, lo débil, lo frágil, lo irrelevante, lo sin prestigio y sin influjo (1 Cor 1, 27-31). Por eso, el ser consciente de nuestra debilidad es motivo de gran confianza, ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la flaqueza (2 Cor 12, 9). Santo Tomás de Aquino profundiza en este obrar divino, afirmando que un artista recibe tanta mayor gloria cuanto más frágil y deleznable es la materia con la que hace su obra de arte; de este modo, nuestra miseria engrandece la obra de Dios.

         Ser conscientes de nuestra bajeza, no es ignorancia de los dones que recibimos continuamente; es la conciencia y aceptación de nuestra constante indigencia. En la medida que crece la convicción de nuestra pobreza, de nuestra nada, aumenta nuestra capacidad de recibir los dones de Dios. Debemos ser conscientes de nuestra incapacidad y miseria para que así podamos recibir la gracia, como algo gratuito y no como un derecho adquirido.

         Nosotros pensamos que para hacer las cosas es necesario el poder, las cualidades, pero la lógica del Señor, sus caminos, son diversos de los nuestros. El nos enseña que el verdadero poder está en la debilidad, en la pobreza. Esta ha sido la doctrina divina enseñada a través de la historia y manifestada por el apóstol de las gentes.

         Sin un reconocimiento de nuestra miseria, no se puede progresar en la vida espiritual. Cuando se llega a esta constatación, se ha puesto la base sobre la que Dios podrá edificar, porque es él quien obra nuestra santidad y no nosotros.

         Para que Dios pueda ejercer plenamente su fuerza, es necesario que el hombre se sienta y se sepa débil. Uno de los textos más extraordinarios de las cartas paulinas es el que acabamos de citar: “Para que no me engría, fuéme dado un aguijón en mi carne” (2 Cor 12, 7-10), no de mi carne como dice la Vulgata.

         San Pablo, en principio, concibe este aguijón como un obstáculo que se opone a su apostolado. Por eso, pide repetidamente a Dios que se lo quite. Pero el Señor que escucha la oración de su apóstol, le da la razón de porqué no quiere alejar este obstáculo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. El poder de Dios alcanza su punto culminante en la debilidad y pequeñez del apóstol. Para el hombre es una paradoja apoyarse en su debilidad. Y san Pablo, que antes, al ver la pequeñez e insignificancia de los elegidos, se había gloriado en el Señor (1 Cor 1, 27-3 1), ahora afirma que “con sumo gusto, me gloriaré, sobre todo, en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo”. Utiliza la misma palabra —que habite, eskenosen-episkenosen— que se ha usado para hablar de la encarnación (Jn 1, 14) y con la que se expresaba la presencia de Dios sobre el arca de la alianza y sobre el templo de Jerusalén.

         En la medida en que uno se siente débil, posee la certeza de que es fuerte. De ese modo no podemos caer en la tentación de atribuirnos lo que es obra de Dios. El proceso que ha vivido san Pablo es para nosotros una lección magistral de la pedagogía divina. Nunca es el hombre tentado en una medida superior a sus fuerzas. Siempre la gracia de Dios —mi gracia te basta, dice el Señor—, es suficiente para que la tentación pueda ser vencida. Es llegar a comprender que Dios nos quiere débiles para poder manifestar, con toda holgura, su infinita ternura, convirtiendo nuestra fragilidad aceptada en fortaleza suya.

         La evolución del apóstol puede concebirse así: Antes de su conversión, Saulo se gloriaba en sí mismo (Gál 1, 14; Flp 3, 6). Más tarde, Pablo se gloría en el Señor (1 Cor 1, 31). Al final, después de haber dado un paso de gigante en el camino de la santidad, el apóstol se gloría en sus flaquezas (2 Cor 12, 9).

La humildad es la verdad

         En latín los términos hombre y humildad se derivan de la misma palabra humus, que significa tierra-suelo. A través de la historia de la humanidad, Dios derriba a los soberbios y da su gracia a los humildes (Prov 3, 34).

         En la Biblia se presentan muchos ejemplos en los que Yahvé ha ejercitado su poder abatiendo a los soberbios, como hizo con los constructores de la torre de Babel (Gén 11, 7-10). La soberbia, la arrogancia, es lo más detestable a los ojos de Dios; por ella el hombre se constituye a sí mismo en centro del universo, desplazando al Señor. En la literatura sapiencial aparece con frecuencia la acción de Dios que humilla a los poderosos y ensalza a los humildes (Sal 113, 7.8; Job 5, 11; Edo 10, 14.18).

         Jesucristo enseña la misma doctrina al notar que los invitados eligen los primeros puestos en el banquete de bodas (Lc 14, 11), y cuando propone la parábola del fariseo y del publicano, saca la misma conclusión, afirmando que el que se humille será ensalzado (Lc 18, 14); y proclama que serán bienaventurados los que tienen hambre porque serán saciados y anuncia la desdicha de los que están hartos, porque tendrán hambre (Lc 6, 21).

         Santa Teresa de Jesús ha escrito: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante, a mi parecer sin considerarlo, sino de presto, esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad».

         San Pablo, muchos siglos antes, llegó a la misma conclusión y pide que no nos tengamos en más de lo que debemos tenernos, y que caminemos sin complacemos en grandezas, sino más bien seamos atraídos por lo humilde (Rom 12, 3.6).

         Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad. Es el concepto de verdad el que subraya el apóstol al hablar de la humildad: “Qué tienes que no hayas recibido? ¿y por qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?” (1 Cor 4, 7). “Porque si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gál 6, 3). No podemos confiar en nosotros ni podemos atribuirnos cosa alguna, ya que nuestra capacidad y confianza viene sólo de Dios por Cristo (2 Cor 3, 4.5).

         Pero atención, como la humildad es la verdad, es igualmente cierto que el vaso de barro está colmado de tesoros (2 Cor 4, 7), y el hombre, como canta el salmo 8, ha sido coronado de gloria y de esplendor y «los que esperamos la revelación de nuestro Señor Jesucristo, hemos sido enriquecidos en todo y no nos falta ningún don de gracia (1 Cor 1, 5.7).

         ¡Todo es gracia!, son las últimas palabras del cura d’Ambriocourt, el personaje del Diario de un cura rural de Bernanos. Es decir, todo lo bueno es gratuito. No es conquista nuestra.

         Pero es necesario el reconocimiento de dichos dones y la gratitud. Tantos dones exigen un corazón humilde, que es el lugar en el que prefiere habitar el Señor (Is 66, 1.2). Y sólo a los humildes, a los pequeños, les revela sus secretos (Lc 10, 21).

         En María encontramos el mejor ejemplo de humildad-verdad, como canta el Magnificat: Dios se ha fijado en su humilde condición, en su pequeñez, en su bajeza. Su elección no es un premio a su humildad. No es la virtud de la humildad lo que ha movido a Dios para llenarle de su gracia, pues de tal modo se destruiría toda su gratuidad. Es verdad que Dios ha visto la humildad de María, el sentimiento que ella tiene de su pequeñez, pero la Virgen sólo sabe de su bajeza e insignificancia. El verdadero humilde no se reconoce como tal; el perfume de esa virtud sólo lo percibe Dios, no la persona que lo emana. María ve su bajeza, Dios mira su humildad.

         Esta doctrina se confirma con la repuesta de san Francisco de Asís al hermano Maseo, al preguntarle la causa de por qué todo el mundo fuera corriendo tras él y desease verle. «¿Quieres saber —dijo Francisco— por qué Dios me ha elegido a mí y por qué todo el mundo viene tras de mí? Esto depende del hecho de que los ojos del Altísimo no han visto, entre los pecadores, a nadie más vil, ni más insuficiente, ni más gran pecador que yo». Hace falta tener los ojos de Francisco y el corazón del pobre de Asís para poder dar esa respuesta y poder decir eso.

         Siempre me parece sobresaliente la síntesis de san Agustín:

         Miseria y misericordia; miseria mía, misericordia de Dios. ¿Por qué me has llamado, por qué me has elegido, tan inepto, tan necio, tan pobre de espíritu y de corazón? Lo sé: Dios ha elegido lo necio, lo débil, lo despreciable para que ningún hombre pueda gloriarse ante Dios (1 Cor 1, 27-29)».

         Al que carece de pobreza, le falta esa humildad, autenticidad, verdad. Mozart, sobre algunos de sus conciertos que menos le gustaban, decía: «Son brillantes, pero les falta pobreza».

         San Bernardo trae una reflexión que ilumina esta doctrina: «El verdadero humilde siempre quiere ser considerado vil, no ser proclamado humilde»9. «El encanto de las rosas es que siendo tan hermosas no conocen que lo son», palabras que José M. Pemán pone en boca de Ignacio, dirigidas a Javier . María, al ser llamada madre de Dios por Isabel, proclama la grandeza del Señor, no sus méritos de esclava. La Virgen, durante toda su vida, fue consciente de su nada y en ella permaneció en el silencio, sin pretensiones, se despojó de su condición de madre del Señor, y como su Hijo, tomó condición de esclava, apareciendo en su porte exterior como una mujer cualquiera (cf. Flp 2, 7).

SOMOS LLAMADOS PARA ESTAR CON ÉL

         De hecho, gran parte de su vida, Jesús la dedica a formar a sus discípulos. Van a ser sus testigos. Tienen que haberle visto, contemplado y tocado (1 Jn 1, 1). Esto es lo único esencial para el apóstol que ha de ser testigo. Recibimos una revelación especial en el contacto vital con Jesucristo.

         Por esta razón, san Pablo escribe que fue llamado por Dios, ya desde el vientre de su madre, para revelarle a su Hijo (Gál 1, 16). Este aspecto es esencial para la vocación a la que hemos sido llamados, pues la revelación no ha de ser sólo por ciencia, sino especialmente por experiencia, por la unión íntima con Jesucristo. El centro de nuestra llamada es una referencia constante a la persona de Jesús y a su seguimiento. Sólo podemos colaborar con él en la medida en que él viva en nosotros. No hemos sido llamados para realizar algo, sino para entregamos a alguien, para consagrarnos a la persona del Señor. El fundamento de nuestra vocación es esta vida de intimidad con Jesucristo día tras día, hasta llegar a la identificación con él, identificación descrita tan vigorosamente en las cartas de san Pablo, y que a través de la vida de la Iglesia se ha considerado como la meta a alcanzar para todo cristiano.

         San Ignacio, en la petición de las meditaciones de la segunda semana, propone pedir el conocimiento interno de Jesús para más amarlo y seguirlo. La identificación con Cristo es la meta a la que ha de tender cada cristiano. La relación amorosa con el Señor, no es fruto de un esfuerzo humano, sino un don que hemos de hacer objeto de nuestra oración-petición.

         Un grupo de hombres y mujeres convivieron con Jesús, compartieron su vida y se relacionaron con él, de maneras diferentes según su modo de ser. Se mostraron con su maestro con la espontaneidad que inspira la presencia de quien ama. Y resulta provechoso detectar el progreso de sus seguidores, desde aquel primer amor (Jn 1, 35-5 1), hasta la identificación en plenitud de amor con la intimidad de su persona (Jn 21, 15-27). La condición divina de Jesús, no fue obstáculo para la amistad con él.

Un conocimiento más profundo y una relación personal distinta surge después de la resurrección del Señor.

         Después de la muerte de Jesús, los suyos participando del misterio del Señor, se llenaron de tristeza y hubieron de superar su ausencia, pero cuando resucitó, se creó una nueva relación de amistad. La alegría desbordante de los apóstoles es el efecto de una nueva relación amistosa con el Señor. Una nueva presencia vivida en la fe, que les dará fuerza para llegar hasta el martirio. El trato íntimo que antes habían tenido con él, ahora llega a la plenitud.

         Pero atención, Jesús califica de superior la relación íntima que tendrán los que sin haberle visto hayan creído (Jn 2, 29) y san Pedro se refiere con gozo a los que aman a Cristo sin haberle visto (1 Pe 1, 18).

         San Pablo, en todas sus cartas, anuncia su experiencia íntima de amistad con Cristo. Es consciente, desde el episodio de Damasco, de la presencia de Cristo resucitado en su vida, hasta confesar que ya no vive él, sino Jesucristo en él (Gál 2, 20). Es una adhesión personal a una presencia invisible, a Jesús que vive en él; es Cristo quien nos asegura su presencia real en nosotros (Mt 18, 20; 28, 20) y nos capacita para tener con él una relación de amistad (Jn 15, 15).

         Jesús, por su condición divina, dos mil años después de su muerte, es un ser vivo que nos asegura su presencia real entre nosotros, y por su condición humana, nos hace posible una relación amorosa y cordial con él.

         Para conseguir esta realidad se requiere un conocimiento profundo de la humanidad de Jesús a través de los evangelios, de los hechos y dichos del Señor, de sus gestos y palabras. Pero, sin pararnos en lo exterior, sino llegando al espíritu que animó sus actitudes fundamentales, al núcleo más íntimo de su ser.

         En el amor a Jesús buscamos la identificación con él a través del amor, es decir, la transformación de nuestra propia vida. «Amarlo más, para seguirle de más cerca», dice san Ignacio de Loyola.

         El término del amor es la transformación de la propia vida que se realiza mediante una entrega al pobre, al marginado, que es testimonio de la presencia de lo invisible de Cristo en el mundo.

         La imitación de Jesús consiste en vivir el espíritu que animó sus actitudes fundamentales y que exige una renuncia a las seguridades humanas. Es confiar sólo en Dios y entregarse a él.

         La presencia real, aunque invisible, de Jesús resucitado, es motivo suficiente para que se establezca una verdadera amistad. Amistad que han tenido los santos y que viven ahora muchas personas buenas a quienes Jesús les ha otorgado su intimidad. Por medio de la oración-contemplacióny del servicio a los demás, adquirimos luces nuevas que nos permiten penetrar más y más en esta intimidad con el Señor.

         Pero, ¿es posible esa penetración en la intimidad con el Señor? ¿se puede utilizar el término amistad para hablar de la relación del hombre con Dios? Aristóteles se pregunta si es posible la amistad para con Dios y responde: «No hay amistad sino donde el amor es recíproco. Para con Dios la amistad no puede ser tal. Sólo un insensato puede decir que ama a Dios, ya que el amor sólo es posible entre iguales». Y entre Dios y el hombre la desigualdad es absoluta y radical.

         Frente a la palabra de Dios, el hombre responde con el silencio y la adoración, pues Dios de ordinario habla en el silencio. «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo y ésta habla siempre en eterno silencio y en silencio ha de ser oída por el alma». Si hacemos silencio en nuestro corazón, entonces entra remos en el silencio de Dios y le oiremos y le sentiremos. San Ignacio de Antioquía escribía: «El que de verdad posee la palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, a fin de ser perfecto». A veces, en la oración se tiene un sentimiento ausencia de Dios. Pero sentir la ausencia de quien se ama, es un manera de presencia. Y esto, sobre todo, porque sabemos por 1a fe, que él está presente, aunque escondido. La presencia de Dios la encontraremos hasta «entre los pucheros».

         Juan Esquerda Bifet dice: «Cuando la palabra de Dios pare silencio, y cuando su presencia parece ausencia, la relación personal con Cristo nos hace descubrir que ese silencio es sonoro y que esa ausencia es una presencia más honda». Es la «música callada» de san Juan de la Cruz.

         Al aparecer Jesús en la historia de los hombres, hubo un cambio radical. Desde entonces fue posible establecer una relación de amistad con Dios. Pero, después de su muerte, ¿la presencia real, pero invisible de Cristo, es condición suficiente para que se pueda realizar la verdadera amistad? En las amistades humanas, la plena comunión nunca se puede dar del todo; siempre un núcleo íntimo que no puede ser comunicado. Mas esta plena comunión es posible en la amistad con Jesucristo, por ser la palabra más íntima de Dios dada a los hombres. Es «más íntimo que mi yo íntimo» (san Agustín). La relación amorosa del cristiano con Cristo, por medio de la oración y del contacto con la palabra, le colma de luces para penetrar más y más en el conocimiento de la intimidad del Señor. Cuando se consigue vivir amistad con Jesús, establecer esa relación íntima con él y llegar hasta la identificación con Dios a través de la humanidad Jesús, se consigue la paz, la verdadera bienaventuranza ya este mundo.

         En esta meditación le pedimos a Dios el regalo de ser capaces de establecer una relación personal e íntima con Jesús, lo que nos dará ya, mientras vivamos en la tierra, la verdadera felicidad.

         Estar con el maestro era el gran deseo y el gran deber entre los judíos. En el talmud se exige que el discípulo tenga relación personal con el maestro. La instrucción se conseguía mejor viendo la conducta del maestro y de modo más perfecto que si sólo se le oía. Hasta en nuestros días se dice que al profesor se le valora y acepta, en primer lugar por lo que es, en segundo lugar por lo que hace, y en tercer lugar por lo que dice.

         Nosotros, estos días, aprenderemos a valorar los ratos de sagrario, en relación íntima con el Señor, para llegar a ser sus confidentes y testigos de sus acciones.

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