RETIRO DE SANTA MISA DE BAUR

XIV

LA SANTA MISA

 «Me acercaré al altar de Dios.»

(Esto vale perfectamente para completar cuando yo explico la participación en la misa en espíritu y Verdad. Ver lo mío sobre la Eucaristía y citar los textos del Vaticano II que tengo en uno de mis libros)

Ideal del sacrificio eucarístico


            Centro y compendio de la vida y la piedad cristianas es la celebración o, mejor dicho, la concelebración del sacrificio eucarístico, que ((el sumo sacerdote, Jesucristo, instituyó y es renovado en la Iglesia constantemente por sus ministros)) (enc. Media.tor Dei, n.° 84 1).

           Es, pues, importantísimo que todo cristiano tenga una idea justa del santo sacrificio y de su colaboración en él.

Hubo tiempo en que, si dejamos a un lado los círculos de los teólogos especializados, se creyó vulgarmente que la santa misa no tenía ya una significación litúrgica. Todas las ceremonias y detalles de su celebración se explicaban más bien alegóricamente: cada una se tomaba como escena cualquiera de la vida y de la pasión de Cristo. La santa misa vino a ser una figuración retrospectiva e histórica de los misterios de la vida y la muerte de Jesús. Esta interpretación alegórica dominó como idea popular de la misa todo el período comprendido entre el siglos IX y principios del XVI.

Es en este tiempo cuando se recapacita en la explicación profunda de la misa ante la urgencia de consideraciones teológico-dogmáticas, y viene a considerarse como el sacrificio de alabanza y de acción de gracias de la Iglesia, es decir, de la comunidad celebrante. La lucha de la Iglesia contra el protestantismo lleva consigo el que, después del Concilio de Trento (1545-1563), se haya hecho hincapié en el sacrificio y en el carácter sacrificial de la Muerte de Cristo, así como en el de la misa como sacrificio de expiación.

Poco a poco se fue superando la estrechez de miras en el modo de considerar la misa, especialmente en los últimos años, gracias al llamado movimiento de renovación litúrgica de nuestro siglo y la encíclica Mediator Dei de S. S. Pío XII.

¿Qué pretende la celebración de la misa? Quiere hacernos practicar ese acto de entrega, acatamiento, homenaje y adoración al Dios Trino y Uno que Cristo nuestro Señor realizó ante el Padre durante toda su vida terrena y particularmente en su muerte en la cruz, en forma de sacrificio, del único perfecto sacrificio. El Señor nos incluye en este acto suyo de adoración y de entrega a Dios, para que tributemos con Él y por Él a la santísima Trinidad el obsequio, homenaje y entrega de que sólo Él es capaz: obsequio, homenaje y entrega, adoración y glorificación tales que excedan infinitamente cualquier acto semejante que por nuestra propia cuenta podamos realizar. Es una gracia inestimable la que nos ha sido regalada al ser convidados a la concelebración de la santa misa.

El santo sacrificio es la conmemoración de la pasión y muerte del Señor. ((Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga)) (I Cor II, 26).

En el centro de la institución por el Señor en la última cena se hallan los sufrimientos de su muerte, cuyo recuerdo debe ser mantenido constantemente en la Iglesia por medio del sacrificio eucarístico y como realizado ante nuestros ojos por Él. De este modo cada misa nos transporta a la cruz en la que nuestro Señor y Salvador se entregó con muerte cruenta por nosotros, personalmente por cada uno de nosotros. ((Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Y asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros)) (Lc 22, 19-20).

En la celebración de la santa misa hacemos revivir el recuerdo de tantas atrocidades como el Hijo de Dios hecho hombre soportó interior y exteriormente, en el alma y en el cuerpo, especialmente al ser clavado cruelmente en la cruz y quedar colgado de ella durante tres horas en la agonía más amarga.

Contemplando su pasión y muerte reconocemos en Él la expresión y confirmación de su entrega amorosa al Padre y de su perfectísima obediencia: ((Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz>) (Phil 2, 8); reconocemos la manifestación de su amor por nosotros, por cada uno de nosotros en particular, que supera todos nuestros cálculos y todas nuestras medidas: ese amor sublime que le hizo entregarse por nosotros —por mí para expiar en nuestro lugar, para alcanzarnos el perdón de los pecados y hacernos hijos de Dios, objeto del amor del Padre. ((Cristo me amó y se entregó por mí)) (Gal 2, 20).

Al considerar en la celebración de la santa misa su pasión y su muerte, reconocemos que la salvación nos ha venido por la muerte de Cristo en la cruz : por ella se nos han abierto los cielos y la eterna participación de la vida y de los bienes divinos. En la concelebración del santo sacrificio contemplamos el acto de adoración, de homenaje supremo, de maravillosa glorificación del Trino rendido por el Hijo de Dios hecho hombre: tan excelsos, que sólo son dignos de Él; tan exhaustivos, que toda otra adoración, glorificación u homenaje a Dios ha de unirse a ellos, si es que quieren ser atendidos. Porque ((en Él, con Él y por Él es dado a Dios Padre todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos)) (canon de la misa).

Con la memoria de la pasión y muerte de Cristo está estrechamente enlazada, según el espíritu de la liturgia, la de su resurrección y ascensión gloriosas, que se fundan en su pasión y en su muerte y forman con éstas un todo compacto. Mas la celebración eucarística subraya especialmente la muerte en cruz del Señor, ya que en ella Cristo es significado y representado en estado de víctima)) (Mediator Dei, 89) y ((las especies eucarísticas (pan y vino) simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre)) (ibid.).

La celebración eucarística, que se desarrolla en el altar, es todavía más: es un sacrificio, es ofrenda de un sacrificio. El Señor ofreció por primera vez este sacrificio en la última cena en Jerusalén y encargó su celebración a la Iglesia, diciendo: ((Haced esto en memoria mía)) (Mc 14, 22-24; 1 Cor II, 24, 25).El Concilio de Trento explica y acentúa, frente a la herejía de los protestantes, el carácter sacrificial de la misa : ((Cristo, sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Ps 109, 4), quiso dejar en su última cena a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible. Por esto debía conservarse el recuerdo del sacrificio cruento realizado en la cruz hasta el fin de los tiempos y convertírsenos en poder salvífico para el perdón de los pecados que diariamente cometemos. Cristo ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino)) (sess. 2, cap. i).

((El augusto sacrificio del altar no es, pues, una mera y simple conmemoración de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, sino que es un sacrificio propiamente dicho, en el cual, inmolándose in. cruentamente el sumo sacerdote, hace lo que entonces en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre como víctima gratísima» (enc. Mediator Dei, núm. 67). Naturalmente, no derrama ya su sangre, ni sufre como en la cruz, pero ((la sabiduría divina ha encontrado un medio admirable para hacer manifiesto el sacrificio de Cristo por signos externos que son símbolos de su muerte)), ya que ((las especies eucarísticas, bajo las cuales está presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. Así la demostración de su muerte real en el Calvario se repite en todos los sacrificios del altar, porque por medio de símbolos distintos se significa y demuestra que Jesucristo está en estado de víctima» (Mediator Dei, 89).

La celebración del sacrificio eucarístico es el ofrecimiento de un sacrificio en el que Cristo realiza misteriosamente por su inmolación incruenta lo mismo que en la cruz: se ofrece a sí mismo al Padre como víctima agradable a sus ojos. Así, pues, el sacrificio de la santa misa es el sacrificio de la propia ofrenda, el auto-sacrificio de Cristo: el mismo Señor es la víctima que es ofrecida a Dios en la santa misa; sólo ella puede satisfacer al santo Dios. Sobre el altar consagra Jesüs a su Padre toda su vida, su sangre, su corazón, con todos sus sentimientos de obsequio y amor, adoración y alabanza, con el fin de pedir todo lo que ha orado desde el primer momento de su entrada en este mundo, todo lo que ha trabajado y sufrido: Cristo es la víctima y la hostia «pura, santa, inmaculada)), en la que «el Padre tiene sus complacencias)).

El sumo sacerdote que ofrece el sacrificio es también ((el mismo sacerdote que se inmoló a sí mismo en otro tiempo sobre la cruz)) (Conc. de Trento). Cristo celebra en el altar su santo sacrificio con manos limpias y corazón puro. El hombre que ejerce como sacerdote es sólo su instrumento, su órgano; Cristo ofrece por medio de él, y es el verdadero sacerdote en el altar. Él está presente bajo las especies consagradas de pan y de vino y «se ofrece al Padre como en la cruz, si bien no en forma cruenta. En las especies consagradas de pan y de vino, por las que está representado en estado de víctima» (Mediator Dei, 89), expresa a su Padre la total entrega que le indujo a aceptar la cruz y que mantiene siempre.

En estos principios se basa la dignidad excelsa de la santa misa : es un único y mismo sacrificio con el de Cristo en la cruz, un obsequio de infinito valor para el Padre. Por eso el valor de la santa misa, en cuanto que es sacrificio que Cristo hace de sí mismo al Padre, es ilimitado e infinito en cuanto a adoración, glorificación, acción de gracias, expiación y petición dignas de Dios. Al participar en la celebración de la santa misa, podemos y debemos satisfacer nuestro ardiente deseo de adorar, glorificar, alabar, dar gracias y expiar y entregarnos a Dios con todo nuestro amor; lo podemos porque ((en Él, con Él y por Él (con Cristo) le es dado todo honor y gloria)) (canon de la misa).

El sacrificio de la misa es también el sacrificio de la Iglesia. Cristo no conoce sólo el sacrificio eucarístico, sino que lo ofrece como cabeza de su Iglesia, en- la unión más íntima y vital con ella. Todos los que son miembros de la Iglesia, en el cielo, en la tierra, e incluso las almas del purgatorio, se reúnen en torno al sumo sacerdote, Cristo, y ofrecen juntos el sacrificio en el que Él se entrega al Padre. Por medio del sacerdote celebrante es toda la Iglesia la que eleva el cuerpo y la sangre de Cristo víctima. ((Nosotros, tus siervos (los sacerdotes), y tu pueblo santo (la Iglesia) ofrecemos a tu excelsa majestad una hostia santa, pura, inmaculada)) (oración después de la consagración). Todos podemos y debemos unirnos o íntimamente con Cristo, sumo sacerdote, y «ofrecer el sacrificio con Él y por Él, santificándonos con Él)) (Mediator Dei, 79). Al inmolarse Cristo, se in-1 mola la Iglesia, se inmolan todos los que concelebrani el santo sacrificio de la misa: quedamos todos jun-i tamente sacrificados e inmolados a Dios. La Iglesia). entera se inmola como víctima en el cielo y en la tierra juntamente con Cristo, a quien sacrifica en la santa misa, y el sacrificio de Cristo en la cruz se convierte en el sacrificio de la Iglesia, en nuestro propio sacrificio.

En la concelebración de la santa misa nos incluimos y nos acogemos al sacrificio que Cristo ofreció en la cruz para consacrificarnos y «concrucificarnos» con Él. ((La celebración de la santa misa tiende a reproducir en nosotros, por medio del misterio de la cruz, la imagen del divino Salvador, según la palabra del Apóstol: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, mas ya no soy yo: es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20), y así nos convertimos en víctimas para la mayor glorificación de Dios Padre)) (Mediator Dei, 125). «Es, pues, absolutamente necesario que entremos en íntimo contacto con el sumo sacerdote, ofreciendo con Él y por Él, santificándonos con Él)) (ibid. 79).

El profundo sentido y la más íntima significación de la celebración eucarística es, pues, que, en la santa misa, la Iglesia y nosotros mismos nos ofrecemos como víctimas con Cristo crucificado, en santa unidad de sacrificio, en un mismo espíritu, en una misma voluntad y un mismo acto. Mas sólo podremos participar en el sacrificio de Cristo en cuanto aceptemos y preservemos en nosotros su espíritu Sacrificial, su espíritu de obediencia a los deseos de Dios, de humildad, de entrega ilimitada al Padre, de adoración, de glorificación, su amor vehemente y sacrificado a las almas, su odio a todo pecado, su determinación y •disposición constante de expiación, mortificación y penitencia. Sólo así nos es posible manifestar a la excelsa majestad del Dios Trino el tributo de una adoración digna de Él y hacernos participantes en las gracias de la redención.

La condición esencial para que podamos ofrecer justamente la víctima, que es Cristo, en la concelebración de la santa misa, es que nos ofrezcamos nos- otros mismos y nos hagamos una sola e idéntica víctima ofrecida con Cristo al Padre, y con el mismo espíritu con que El se ofreció en la cruz y ahora se ofrece continuamente en el altar: esto es lo decisivo. Concelebrar la santa misa significa y exige algo más que el mero reflexionar piadosamente sobre los textos del misal y sobre las ceremonias y símbolos sagrados; significa y exige algo más que deleitarse en la contemplación de las majestuosas funciones litúrgicas, en - el profundo canto coral o en las armonías del órgano.

Hay que ofrecerse con Cristo en muerte mística einterior, tal real como misteriosa, a semejanza de lo que sucede en la transustanciación de las especies del pan y del vino del sacrificio: son consagrados, dejando de ser lo que antes eran; mueren, por así decirlo, y se convierten en algo nuevo: el cuerpo y la sangre de Cristo. Algo semejante debe ocurrir en nosotros siempre que asistimos al santo sacrificio de la misa: el pan y el vino son nuestro ejemplo: debemos, como ellos, dejar de ser el hombre de ayer — el hombre de la infidelidad, de la falta de autodominio, el hombre que rehúye el sacrificio, el hombre de deseos desordenados, pasiones, inclinaciones y hábitos perversos, el hombre de los apegos absurdos, de la preocupación desmedida por lo terreno, del amor propio desordenado y del egoísmo —.

Queremos y debemos ser víctimas ofrecidas, consagradas a Dios, convirtiéndonos a Él con todo nuestro modo de pensar, sentir y aspirar, en unión con el sentido sacrificial de Cristo y de su entrega total y amorosa como víctima.

       Demos gracias a Dios por disponer de un sacrificio «puro, santo, inmaculado». Démosle gracias porque podemos ofrecerle diariamente esta víctima infinitamente excelsa: el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Con esta víctima tributamos a Dios una glorificación, homenaje, adoración y alabanza realmente dignas de Él. Salgamos de la santa misa con la consciente convicción de que hemos sido ofrecidos e inmolados con Cristo a Dios. Animados por esta conciencia, vayamos al encuentro de las ocupaciones diarias y demostremos en la vida práctica, en el trato con los hombres, en las obligaciones profesionales, que hemos adquirido en la concelebración de la santa misa fuerzas y arrojo para ser más mortificados, más pacientes, más entregados al trabajo y al amor. Nuestro sacrificio no se limita al corto tiempo de la celebración de la santa misa, sino que debe durar todo el día. La santa misa sigue obrando: encuentra su mejor expresión práctica en la alegre y amorosa aceptación de todos los sacrificios y preocupaciones que el Señor querrá enviarnos durante el día.


La realización de la idea de sacrificio en nuestra asistencia a la santa misa


            Si la misa es el sacrificio de Cristo, de la Iglesia y el nuestro propio, el sacrificio en el que ofrecemos a Cristo y a nosotros mismos al Padre, surge una pregunta importantísima: ¿ cómo hay que asistir a la santa misa? Porque de la recta inteligencia del santo sacrificio dependen nuestra oración y nuestra vida cristiana: la misa es realmente el centro y vértice de la piedad cristiana.

Muchos no saben qué deben hacer mientras se celebra la santa misa; intentan entonces ocupar el tiempo en alguna ((devoción» o en determinadas ((oraciones» : hacen la meditación, algunos sacerdotes rezan el breviario, otras personas emplean el tiempo en otras cosas. Y no se dan cuenta de que, como bautizados, son llamados a concelebrar la santa misa: ofrecer a Cristo y en Él y con Él a nosotros mismos al Padre, entregarnos con Él a Dios.

¡El gran mérito de la llamada renovación litúrgica de este siglo consiste en que desde el principio tomó como objetivo principal de su aspiración el fomento y la comprensión profunda de la celebración del sacrificio eucarístico, ya que no podía olvidar que ((el misterio de la santísima eucaristía, instituída por el sumo sacerdote, Jesucristo, y renovada  constantemente por sus ministros, en fuerza de su propia voluntad, es como el compendio y el centro de la vida cristiana)) (Mediatof Dei, 84).

De esto se deduce que para nosotros, los cristianos, tiene una importancia decisiva que aprendamos el modo de asistir y concelebrar debidamente el santo sacrificio, lo cual lograremos solamente cuando nos asimilemos el espíritu de sacrificio con el que el Señor se ofrece en la cruz y nos dejemos penetrar por él enteramente. Asistimos a la santa misa
para ofrecer a Cristo al Padre, y con Él y por Él ofrecernos nosotros mismos, de forma que nos convertimos en víctimas juntamente con Cristo)) (Mediator Dei, 125). Para lo cual es necesario que ((tengamos los mismos sentimientos que tenía Cristo Jesús y que reproduzcamos en nosotros mismos, en cuanta lo permite la natúraleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el Redentor cuando hacía el sacrificio de sí mismo)) en la cruz (ibid. xoi).
¿ Cómo podremos asimilarnos este espíritu sacrificial de Cristo y reproducir sus mismas disposiciones sacrificiales de la cruz? Sólo si tomamos, de corazón, parte, interna y externamente, en la acción que se verifica en el altar.

La participación externa puede realizarse de diversas maneras. Bien estará siempre que usemos el misal y nos unamos de este modo a las oraciones y sentimientos de la Iglesia; que tomemos parte en la llamada misa de comunidad, o en misas dialogadas, cantadas, etc. Mas estas formas de participación externa nunca son esenciales: lo esencial consiste fundamentalmente en que asistamos a la santa misa con la íntima intención de ofrecernos y de inmolamos con Cristo, que ésta es la manera más perfecta de ((concelebrar)) la santa misa.

Así pues, decisiva es, ante todo, la participación interior en el santo sacrificio.
Esta participación interior no requiere esencialmente la penetración del sentido de los textos litúrgicos, símbolos o ceremonias, o el entender perfectamente las fases de evolución del año litúrgico y el proceso de formación de las fiestas particulares o de los ciclos festivos; ni siquiera requiere la meditación de los pensamientos propios de la fiesta contenidos en las oraciones, epístola, evangelio y otros fragmentos bíblicos propios del día. Todos estos conocimientos son muy buenos, sin duda alguna, y conviene que se posean del mejor modo posible; mas nunca forman lo que podemos llamar la alta ciencia de la participación interior y de la asistencia espiritual de la santa misa.

La participación interior es, esencialmente, cuestión de voluntad: de una disposición y estado de ánimo sacrificiales, mayores cada día, de un propósito de la voluntad cada día más decidido y fortificado, más determinado a la perfecta entrega en manos de Dios, a su adoración y su servicio, al cumplimiento de sus mandamientos y de su voluntad, al humilde y amoroso abandono en los brazos de la providencia divina con todo lo que ella, para nosotros, disponga y permita.

Esta es la gran tarea a la que nos obliga la asistencia al santo sacrificio. De que nos empeñemos seriamente en calcar cada vez más profundamente en nosotros el espíritu sacrificial que vernos en Cristo crucificado y en avivar ese mismo espíritu durante la celebración de la santa misa, depende nuestra posibilidad de participar debida y respetuosamente en ella: para mayor bien nuestro y mayor gloria de Dios. En esta penosa y constante tarea consiste, en cierto modo, la única preparación remota aceptable, habitual en nosotros, que nos dispone a la asistencia interior a la santa misa: una preparación que comprende toda nuestra vida, con sus preocupaciones, sacrificios, luchas y dificultades.

Pero esta preparación, que debe preceder nuestra asistencia al santo sacrificio, debe ser vivificada continuamente en la misma asistencia. A este fin debemos ordenar lo que se llama «misa de los catecúmenos» o re-misa, con sus oraciones y lecturas, en la que ocupa un lugar preeminente la recitación de algunas oraciones y de la confesión de las culpas para obtener la total remisión de los pecados. Siguen luego nueve exclamaciones de misericordia a Cristo en el «Kyrie eleison» y la oración de la Iglesia.

Nuestro espíritu de oblación tiene aún mejor ocasión para ser reanimado en el ofertoi-io, en el que reproducimos espiritualmente lo que los fieles de los primeros siglos realizaban visiblemente acercándose al altar y depositando allí sus ofrendas: wino, pan, dinero, víveres, etc., como expresión de su común voluntad sacrificial. También nosotros reproducimos esta escena espiritualmente y deponemos nuestros dones en el altar: nuestro corazón, nuestro yo, nuestro arrepentimiento, nuestro estado de ánimo, nuestro ardiente deseo de vivir en el Señor, de darle hoy todo, de aceptarlo todo de buena voluntad y dejarnos guiar humildemente en todo por la suya. Somos «la gota de agua» que el sacerdote vierte en el cáliz, identificándonos con la víctima, que es Cristo. Los religiosos deben renovar el sacrificio total de sí mismos que hicieron en la hora de gracia de su profesión, y deben confirmarlo con nuevo ardor, con nueva determinación de unirse al sacrificio de Cristo sobre la cruz y el altar.

El canto del prefacio nos une al coro exultante y bullicioso de los ángeles, cantando con ellos el ((santo, santo, santo)). Nos ponemos a continuación en comunión con los santos y bienaventurados del cielo, y así, ((estando en comunión», nos preparamos a asimilar la voluntad de sacrificio que se palpa en el sagrado momento de la consagración. Como en otro tiempo sobre la víctima de Salomón se abrió e1 cielo y descendió fuego que consumió su dones, así también se abren los cielos sobre los nuestros de pan y de vino, desciende un fuego santo que se psesiona de ellos, los transforma y los presenta ante el trono / de Dios. Este fuego del cielo es el mismo Cristo, ., nuestro Señor, sumo sacerdote y víctima al mismo tiempo.

En el momento de la consagración se realiza ((la inmolación incruenta por medio de la cual, una vez pronunciadas las palabras de la consagración, Cristo se hace presente en el altar en estado de víctima. Con- lo cual, al poner sobre el altar la víctima divina, el sacerdote la presenta al Padre como oblación a su gloria)) (Mediator Dei, 112-113). Uniéndonos al sacerdote celebrante, ofrecemos al Padre a Cristo, nuestra víctima, la misma víctima que se ofreció en la cruz; a su sacratísimo corazón, con todo su amor, su entrega, su veneración, su alabanza, su acción de gracias, sus méritos y satisfacciones, su intercesión para lograrnos el perdón y la gracia. ((En memoria de la sagrada pasión, de la resurrección de entre los muertos y de la gloriosa ascensión de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ofrecemos a tu excelsa majestad una hostia pura, santa e inmaculada: el pan santo de la vida eterna y el cáliz de perpetua
salud», es decir, a Cristo, que está presente, como 1 sumo sacerdote y como víctima, sobre el altar en el mismo estado de inmolación en que en otro tiempo estuvo una sola vez sobre la cruz.

Ofrecemos al Padre esta víctima santa como un don nuestro, como una propiedad nuestra, como un perfecto complemento de nuestras obras y nuestra oración, de nuestro amor y de nuestro sufrimiento, de suyo insuficientes, como una oración y,  una acción de gracias, una satisfacción, adoración: y glorificación nuestras. Pronunciamos en estos sagrados momentos un doble ((SÍ)) de nuestra voluntad.

En primer lugar, el ((SÍ)) agradecido a lo que se verifica misteriosamente en el altar: Cristo se ofrece ¡como lo hizo en la cruz; el ((SÍ)) alegre a todo lo que l incluye en este ofrecimieiito, valorado y encerrado en su sacratísimo corazón: su entrega generosa, su amor, su oración, su acción de gracias, su alabanza, satisfacción y expiación por nuestros pecados, sus méritos para lograrnos fuerza y gracia para nosotros y para todos nuestros seres queridos; el ((SÍ» agradecido, porque podemos ofrecer al Padre d el santísimo corazón de Cristo con todas sus infinitas riquezas y así suplir nuestra pobreza. ((Bendito el que ha venido (en la consagración) en el nombre del Señor. Hosanna in excelsis».

Y un segundo ((5Í», el de nuestra voluntad de N ser inmolados: queremos vernos elevados sobre lo terreno y lo caduco en estos santos momentos; que- remos ofrecernos a Dios y ser cosa suya, que lo vivamos total y absolutamente, no según nuestra propia voluntad y nuestro sacrificio, sino en unión con la disposición sacrificial de nuestro Señor y Salvador en la cruz. Lo que hacemos de forma incruenta en la concelebración litúrgica de la santa misa, hay que realizarlo de forma cruenta; en una auténtica inmolación, a través de toda la jornada, con un ((SÍ)) serio y eficaz a las palabras del Señor: ((El’ que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo y- tome su cruz y sígame» (Mt i6, 24).

En la asistencia a la santa misa se trata de algo profundamente serio : de los fundamentos de la existencia cristiana, de un interno con-morir misterioso, más eficaz, con el Señor crucificado. Se trata de que con una entrega total elijamos de nuevo cada día
el camino de la cruz y pronunciemos un desinteresado ((SÍ)) a las fatigas, sufrimientos y amarguras que nos imponen el día de hoy y la preocupación por el futuro, con sentimientos de humilde y uni versal obediencia, idénticos a los de Cristo crucificado: ((Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús)) (Phil 2, 5). Convertidos en víctimas! junto a Cristo clavado en cruz, digamos también con l : ((Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió)) (Ioh 4, 24), pues «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi )) (Gal 2, 20). Este «Sí» es incluido en la recitación del padrenuestro, que expresamos en la más íntima unión de espíritu, corazón y voluntad con el Señor, quien lo reza en este momento con nosotros y con toda la Iglesia celestial y terrena.

La santa comunión pertenece a la integridad del santo sacrificio. La concelebración de la misa está vinculada a la ((sagrada cena del Señor)) (i Cor u, 2o), ((en la que comemos el pan del Señor y bebemos su cáliz)) (1 Cor II, 22).Es el banquete en que «anunciamos la muerte del Señor)) (i Cor II, 26) y en el que se reúne la comunidad que lo celebra. La comunión de los santos con el Señor y entre sí tiene que encarnarse y profundizarse en este banquete. Puesto que el banquete eucarístico pertenece a la integridad del santo sacrificio, el que concelebra el sacrificio debe también tomar parte en la mesa del Señor, debe comulgar.

En la sagrada comunión viene a nuestra alma Cristo en persona, Cristo víctima; la llena y penetra de su voluntad y espíritu de sacrificio y de entrega al Padre, fortaleciéndonos para la dura realidad de la jornada y para la inmolación cruenta que cada día se exige de nosotros, y que la inmolación litúrgica, y como tal incruenta, de nosotros en la santa misa, deberá manifestarse en la vida práctica en nuestro trabajo profesional, en nuestras relaciones, en nuestra actitud, digna de quien se ha convertido en víctima agradable a Dios en el santo sacrificio del altar, junto con Cristo crucificado. La exclamación del diácono o del sacerdote en las misas sencillas, Ite Missa est, significa algo más que un simple «podéis marcharos)) : representa un encargo y una recomendación : la misión de entrar en el trabajo o la ocupación diarios con ánimo de total entrega a Dios y a su voluntad, sus mandamientos, designios y disposiciones.

Es particular designio del Señor, que se ha inmolado con infinito amor por nosotros, los hombres, en la cruz, el derramar en nuestra alma, mediante la sagrada comunión, el resplandor y la fuerza de su caridad, y hacer que nos juntemos los cristianos en santa ¿comunión de mesa y vida, como hermanos y hermanas, en unidad interna e indivisible, for- 4i mando un solo cuerpo y una sola, alma. De este modo la comunión es cada día para nosotros una invitación a la caridad como la pide el Apóstol: «La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1 Cor 13, 4-7); una invitación a la caridad, de la que dice el Señor: ((Este, es mi precepto: que os améis unos a otros, como yo os he amado. Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto)) (Ioh 15, 12-16);el fruto de la caridad cristiana que se olvida de sí, que sirve, que ayuda. Sólo con la fuerza de su amor, que nos comunica en la comunión, podemos cumplir este precepto.

La sagrada comunión debe servir también para que nos identifiquemos cada día más profundamente con el Señor, ofrecido en la cruz y en el santo sacrificio de la misa. «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz))
Ph. 2, 5-8). Pío XII explica así esta expresión del Apóstol: ((exige de todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, en cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el Redentor cuando hacía el sacrificio de sí mismo: la humilde sumisión de espíritu, la adoración el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la divina majestad de Dios; exige, además, que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la abnegación propia, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los propios pecados. Exige, en una palabra, nuestra muerte mística en la. cruz con Cristo, de tal forma que podamos decir con san Pablo: ((Estoy crucificado con Cristo» (Mediator Dei, 101).

De este modo, la recepción de la sagrada comunión prolonga la parte precedente del santo sacrificio : se trata, en todo caso, de la última esencia , de nuestro ser de cristianos, que es la unión con Cristo y la semejanza con su muerte (Rom 6, 8). Un cristianismo que no exige sacrificio y no se acerca continuamente a la cruz, intentando asemejarse al Crucificado, no es auténtico cristianismo.

Terminará el sacrificio eucarístico, pero nosotros podremos hacer que perpetúe ininterrumpidamente su poder y eficacia: lo que hemos vivido en la función litúrgica deberá ser mantenido en nuestra vida y encontrar su prolongación en un sincero ((SÍ)> de la voluntad, dispuesta al sacrificio, y la realización generosa de todo lo que nos proponga el día con sus exigencias e imposiciones; un continuo ofertorio en el que vivimos durante toda la jornada nuestra asistencia a la santa misa. Así, el día viene a ser un cántico de acción de gracias, práctico y eficaz, en virtud de nuestra asistencia al santo sacrificio, y será al mismo tiempo la mejor preparación para la misa del día siguiente.

La asistencia a la santa misa, debidamente entendida, no debe quedar sin influencia sobre el conjunto de la vida cristiana. No, porque la misa es el centro de la piedad y de la vida del cristiano, que la penetra y va convirtiendo cada día más en lo que realmente es y debe ser: una vida de unión estrecha con el espíritu sacrificial de Cristo, un conmorir con Él, una auténtica imitación del Señor: ((El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí  mismo y tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará» (Mt 16, 24).

¿ No es realmente algo grande y sublime el poder asistir a la celebración de la santa misa siempre que queramos? ¡Cómo debemos dar gracias! ¿No es una riqueza y una gracia sin igual el que ;, tengamos un sumo sacerdote, Cristo, y que por su bondad dispongamos de sacerdotes que tienen el poder, recibido en su ordenación, de ofrecer el santo sacrificio, y que nosotros, los cristianos, podamos concelebrar y podamos unirnos al sacrificio de Cristo? — ¡ Qué gratitud -debemos también al sacer dote que sube diariamente con nosotros y por nosotros al altar y nos da ocasión de poder unirnos al  sacrificio del Señor y -de su Iglesia, ofreciendo así al Dios santo una adoración, una acción de gracias y una gloria dignas de Él.

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