LA VIRGEN, MODELO DEL SACERDOTE

LA VIRGEN, MODELO DEL SACERDOTE

De la misma manera que en cualquier actitud cristiana tomamos como modelo a la Virgen, también hemos de fijar nuestra atención en ella como modelo de pastores de la Iglesia. Y es que en el fondo de toda respuesta cristiana está la fidelidad a la voluntad del Señor. De ahí que todo lo que signifique respuesta, tenga en la Virgen el modelo perfecto.

Es modelo, profecía, madre, meta, ayuda. Es la Estrella de la Evangelización.
En primer lugar, la Virgen imita perfectamente al Señor. Lo imita en el SER, aunque los quehaceres sean distintos. Del SER dependerá su estilo en el hacer.
Indico cuatro actitudes de María que son fundamentales en el sacerdote:


1. ES CONTEMPLATIVA


Lo es por excelencia. Está siempre pendiente de Dios, de su palabra, de sus designios; reconoce las cosas grandes que el Señor ha hecho en ella; es consciente de que Dios ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava.San Lucas, después de narrarnos la escena en que San José y la Virgen encontraron al niño Jesús en el templo, nos dice: «su madre conservaba todo esto en su corazón» (2, 51). Conservando en el corazón, contemplando y meditando las obras de Dios, se va descubriendo el por qué de las situaciones que sólo desde la perspectiva de la fe se pueden comprender. Es como se puede encontrar el sentido más hondo que tienen las cosas, descubriendo en ellas los designios de Dios.

El sacerdote debe ser también un auténtico contemplativo. Ha de conservar en su corazón toda la actuación del Señor que va descubriendo en la vida. Como la Virgen, ha de estar pendiente de Dios. Si está pendiente de sí, sólo será capaz de contemplar su pequeñez. Hay que abrirse a los horizontes de Dios.

Si todo el obrar del sacerdote consiste en hacer presente a Cristo ante los hombres, no puede hacerlo debidamente si no está constantemente pendiente de El. No se trata de tener ratos más o menos largos de oración, sino de ser orante. Sólo quien está siempre en actitud orante es capaz de escuchar siempre; de escuchar y de contemplar.
Y escuchar es condición totalmente necesaria para obedecer. ¿Cómo se puede obedecer si no se escucha a quien hay que obede. cer? Ser contemplativo debe suponerle al sacerdote identificarse más cada día con las actitudes de Jesiís de cara al cumplimiento de la voluntad del Padre. Y porque Jesús estaba pendiente de ella, en cada momento descubría lo que el Padre quería que hiciese.

Ser contemplativo el sacerdote significa que ha de estar pendiente de lo que Dios va queriendo de él en cada momento y en cada situación, es decir, ser contemplativo significa para el sacerdote penetrar en la profundidad de la voluntad de Dios que quiere salvar a todos los hombres. Es una presencia ante Dios para ver cómo lo puede hacer presente ante los hombres: una presencia como pastor.


2. ES OBEDIENTE


La obediencia es lo que le da a la Virgen su unidad de vida; su contemplación se expresa en la obediencia; la cual consiste en ponerse confiadamente en manos de Dios para agradarle y obedecer como El quiere. Esta disposición la expresa y la resume en una breve frase: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

Como la Virgen, el sacerdote, además de contemplativo, debe ser obediente, es decir, estar pendiente del Señor para obedecerle. La obediencia de la Virgen estaba centrada en la voluntad de Dios. Nuestra obediencia puede estar dividida entre la obediencia a Dios y la obediencia a otros señores que podamos tener. Quizá tenemos distintas obediencias y estamos un poco divididos. Hay que reorientarlas todas, de manera que la obediencia a Dios sea realmente nuestra única obediencia como lo fue la de la Virgen.
Debemos saber escuchar y saber esperar. Debe ser siempre Dios quien tome la iniciativa. La obra de la salvación es exclusiva del Señor aunque quiera realizarla con la colaboración de los elegidos para ello.La vocación es una elección y una tarea, no un privilegio. Y la respuesta a la vocación es problema de generosidad. Generosidad, en primer lugar, para con el Señor. No podemos centrarnos en lo que vamos haciendo por El sino en lo que El está haciendo por nosotros. De ahí que la actitud más limpia para con el Señor sea agradarle lo más posible. Así deberíamos realizar nuestra vocación.
La vocación se va manifestando y concretando cada día en las distintas situaciones en que nos vamos encontrando. La vocación la actualizamos cada día. Tanto la vocación como las cualidades que cada uno tenemos no se nos han dado para que duerman.
La docilidad no es inoperante ni carece de iniciativa. Está al servicio del proyecto de Dios, pero está cargada de iniciativas, ocurrencias, sacrificios, proyectos, dedicación.
La docilidad a la Palabra de Dios lleva a actuar en favor de los demás; es lo que hizo la Virgen cuando capta que su prima Isabel podía necesitar de ayuda, ya que iba a tener un hijo, y marcha enseguida a atenderla sin esperar a que nadie se lo pidiese.
Lo mismo hizo en Caná cuando se dio cuenta de que faltaba el vino. Y es que, para la obediencia a Dios, ha de estar uno pendiente de las necesidades de los hombres para poder traducir la obediencia en caridad. Cuando uno está pendiente de sí, no puede captar las necesidades de los demás.


3. ES FUERTE


Para actuar con fortaleza hay que encontrar sentido a lo que se hace. Uno es capaz de las acciones más arriesgadas en la medida en que les encuentra sentido. Cuando comentamos que la gente no se esfuerza ni se sacrifica por nada, debiéramos preguntarnos por qué la gente no encuentra sentido al sacrificio, al esfuerzo, a la abnegación y a la gratuidad. Y esa misma pregunta nos la deberíamos formular también nosotros si corremos el peligro de no encontrar sentido a lo que vamos haciendo y nos cansamos y nos desilusionamos. Por eso la fortaleza va unida a la visión de fe que tengamos.

La Virgen fue la mujer fuerte, sobre todo junto a la cruz de su Hijo. Aguantó porque encontró sentido a su sufrimiento; y lo encontró aceptando la voluntad de Padre sobre su Hijo, sobre ella y sobre los hombres.El descubrimiento de su maternidad espiritual le ayuda a mantenerse firme junto a Jesús en la cruz; el dolor de María era jínico porque le amaba de manera única. Pero en las palabras de Jesús:
«Mujer, ése es tu hijo... ésa es tu madre», descubrió el sentido de su inmolación junto a Jesús: su maternidad espiritual.

Las palabras de Cristo en la cruz a Juan y a su madre, más que una donación que nos hace, son una manifestación de la realidad sobrenatural de su maternidad sobre nosotros.La Virgen descubre junto a la cruz que su maternidad sobre Cristo se extiende a todos los hombres.

Si la cruz es donde adquiere plenitud la consagración de Cristo y su identificación con los hombres, también adquiere su plenitud la maternidad de la Virgen sobre Cristo porque se prolonga en su maternidad sobre los hombres. Junto a la cruz madura en la Virgen de manera definitiva, la realidad de su vocación: Madre de Dios y de los hombres, porque Cristo no se entiende sin su vinculación a los hombres.

Lo que es de Cristo es de todos porque Cristo es de todos. Lo que es para Cristo es para todos porque también Cristo es para todos. Si la Virgen es de Cristo y para Cristo, es de todos y para todos.

La fortaleza de la Virgen junto a la cruz le permite ofrecerse con Jesús como don. Unida y vinculada a Cristo, se constituye como Iglesia fiel y perfecta, que se da al Padre en la muerte espiritual de María en el momento de la muerte real de su Hijo. Es el momento en que la humanidad, vinculada a Cristo con María, se hace don con Cristo y como Cristo.

También como la Virgen, el sacerdote debe ser fuerte para poder ser don. Pero su fortaleza sólo es posible en la medida en que encuentre sentido a su sacerdocio. Todo lo relacionado con el sacerdocio de Cristo lleva a la inmolación; no olvidemos que en el sacrificio de la cruz es donde se consuma el sacrificio redentor de Cristo; y nosotros hemos sido llamados para que, a través de nosotros, se continúe el sacrificio redentor.
La cruz de Cristo, la cruz de María y nuestra propia cruz sacerdotal son la misma cruz porque son la misma obediencia a la voluntad del Padre de inmolación por los hombres. En la cruz es donde puede madurar nuestro sacerdocio como don. Por ser la cruz la consumación de la obediencia, la vida de obediencia a Dios es dura. Lo fue la vida de Jesús, lo fue la vida de la Virgen, lo fue la vida de los santos y lo ha de ser la vida de cualquier sacerdote que quiera tomarse en serio su sacerdocio.
Podemos decir que la vida del sacerdote camina hacia su momento clave, que será siempre la cruz de un tipo o de otro. Firme como la Virgen, deberá permanecer en la cruz de su vida y junto a la cruz del Señor. Y esta cruz no es más que afrontar el quehacer inmenso y difícil en el que debemos entrar y para lo que hemos sido llamados; es meternos de lleno en la obra de evangelización de todo el mundo.

4. ES ACOGEDORA


Con el gozo de la Pascua, y en actitud de espera del cumplimento de la promesa de Jesús, la Virgen acoge a la Iglesia y ora con ella a la espera de la venida del Espíritu. Los apóstoles habían visto ya al Señor resucitado, pero no había venido todavía sobre

ellos el Espíritu Santo. La Virgen está con ellos; se sienten acogidosanimados por la Madre de Jesiís.

También el sacerdote debe ser un hombre de acogida, un hombre
que debe saber acompañar a la Iglesia en la esperanza. Es el hombre que debe animar y ayudar a quienes ya creen en Jesús pero que todavía son débiles y no se atreven a salir de su refugio y pobres y mujeres de nuestro tiempo, siendo para ellos apoyo y ánimo como lo fue la Virgen y lo sigue siendo en la actualidad con
nosotros.
Si nuestra devoción a la Virgen tiene la doble vertiente de la invocación y de la imitación, en ella tenemos todos los sacerdotes un punto de referencia: invocarla para que actuemos siempre a imitación de su Hijo Jesús; e imitarla en la respuesta que, día a día, hemos de ir dando al Señor en nuestro caminar por el mundo y con la Iglesia como transparencia de Jesús.

MEDITACIÓN: MAGNIFICAT

ESPIRITUALIDAD MARIANA DESDE EL MAGNIFICAT

(Meditación no elaborada, ni corregida ni aumentada)

1. «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lc1,46s).

Aquí vemos, hermanas, una de las actitudes esenciales d María, libre de pecado, que nos enseña mucho, pues es la acti tud testificadora de la Verdad, en la que estaba sumergida la San tísima Virgen. Adán pecó y originó el pecado en la humanidad: la rebelión contra Dios, por querer ser como Dios, sugestionado por el que es la mentira y la soberbia esencialmente. María, en cambio, en el momento de su mayor exaltación: Madre de Dios, sólo sabe proclamar la grandeza del Señor, glorificar al que es ci Autor de todas las obras grandes. Vemos, pues, a María, glorificando a Dios porque se ve salvada por El. Adán glorificó la mentira al aceptar la propuesta del padre de la mentira, Satán, y se alejó del ámbito de Dios. El pecado siempre es negación de la Verdad, Dios, y reafirmación de la mentira, Satán.

María se proclama criatura de Dios, necesitada de El, vinculada a El, por eso se regocija en Dios, su Salvador. Lo contrario a Adán, que no acepta el designio de su Creador sobre El, se separa de Dios al querer, engañado por Satán, glorificarse a sí mismo, llegando a ser como Dios. Dos caminos opuestos al alcance de toda criatura: el de la Verdad, que nos hace humildes reconociendo que sin Dios nada somos y nada podemos; y el de la mentira, que nos hace creer lo que no somos y lo que no podemos sin Dios, creyendo tocar el cielo con las manos, cuanto más alejados estamos de Dios, al situarnos en la mentira.

La enseñanza para nosotras, concepcionistas, es la de asimilar en nuestro espíritu la actitud humilde y glorificadora de María, nuestra Madre, que nos hace sentirnos salvadas por Dios, deudoras de Dios en todo lo que somos y hacemos. No trabajar por adquirir esta actitud de María es quedarnos situadas en la esencia del pecado original, que nos saca de la verdad y de la glorificación que debemos a nuestro Dios Creador y Padre, y, por lo mismo, nos sitúa en la actitud de Adán, engendradora del pecado, y nos hace pecar, revelarnos contra Dios y su designio creador sobre nosotras.

Y en este camino, hermanas, siempre que pecamos estamos frustrándonos, porque estamos activando la fuerza del pecado original que heredamos de Adán, haciendo crecer en nuestro interior su actitud pecadora que destruye el ser o vida divina que recibimos de Dios, generadora de paz y felicidad, de santidad.
Cuando luchamos por liberarnos del pecado, estamos luchando por adquirir la actitud esencial de María, actitud que, por ser la de la libre de pecado, es la actitud libre de error; actitud de humildad, llamamos nosotras, porque está cargada de la verdad de Dios, que hace que le glorifique por su grandeza y santidad. Actitud propia del ser creado por Dios a su imagen y semejanza representado perfectamente por María, nuestra Madre Inmaculada.

Tenemos, por tanto, en María la auténtica actitud del que lucha contra la semilla de Satán, que es la mentira, el error, el pecado, la muerte, que todo esto trae consigo la propia glorificación. Por ello, cuando descubramos en nosotras dones del Señor, cuando a causa de las capacidades recibidas de El hagamos cosas relevantes o bien hechas, jamás busquemos las propias alabanzas, que sería caer en las trampas de Satanás, sino glorifiquemos con toda el alma al Señor, como María, sin que nos quede capacidad para el engrandecimiento propio, sino que todo nuestro ser proclame la grandeza del Señor; y, si no podemos ocultar esos dones de Dios después de haberlo procurado, regocijémonos en Dios nuestro Salvador, pues todo es de El y todo debe volver a El.

Y así hagamos que se cumpla en nosotras con toda fidelidad lo que canta el salmo: «No a nosotros, Yahvé, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 1 13b,1) porque sólo de El es cuanto contiene la tierra, y los bienes que recibimos de El son. Por tanto, como María, devolvamos a Dios lo que es de Dios: todo nuestro ser rendido glorificándole sólo a El. Pidamos a María este espíritu glorificador de Dios.

 

2. «Porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava»


Estremece a María que Dios haya puesto sus ojos en ella. Él, el Sadday, el Omnipotente, ha mirado su pequeñez y le ha hecho Madre del «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 35). Ante este inefable misterio ella se percibe como es, pequeña, muy pequeña y todo su ser se convierte en alabanza al Poderoso que ha mirado su pequeñez. En cambio, Adán en el Paraíso, por no decir el pecado, prescinde del que le ha creado y busca su propia grandeza. El pecado desoye siempre a Dios y sigue la voz de la propia soberbia autosuficiencia que le dice: «Serás como Dios» (Gén 3,5).

         Buscamos ser más, o no someternos a Dios cuando pecamos. María, la que no conoce la senda del pecado, en la grandeza de la mater nidad divina que Dios le ha dado, se asombra de que Dios haya hecho eso con ella. Se asombra de la elección divina, y no encuentra más explicación que la de que Dios ha mirado su pequeñez, la pequeñez de su esclavita.

Como digo arriba, ésta es la senda del no pecado, el asombro agradecido, confiado, de entrega constante y amorosa que inclina todo su ser ante el proyecto de Dios, Señor soberano de todo lo creado, Autor de todo lo bueno.
Asombro nacido de la conciencia de su realidad humana. Elia veía con claridad que sin Dios no hubiera sido nada, porque todo lo había recibido de El. Esta es la grandeza de María: proclamar a viva voz que todo lo había hecho Dios porque había mirado la pequeñez de su esclava, su nada vuelta hacia su Creador y Señor.

Es lo que le faltó a Adán. Adán fue creado por Dios también sin pecado, pero él, desoyendo la voz de la Verdad —Dios, que le había hablado—, escuchó y creyó la voz de la mentira —Satán—, y se metió por la senda del pecado. Su actitud fue de rebelión contra Dios porque no reconoció su pequeñez, sino que en la ocasión que se le presentó buscó su grandeza, en la que encontró su propia ruina, que es el fruto de entrar por la senda de la mentira, del pecado, de la independencia de Dios, de la soberbia. En definitiva, es la actitud de autoafirmación en lo que somos cuando nos apartamos de Dios: nada, pecado.

La actitud de todo ser humano creado a imagen y semejanza de Dios es la de María. Es la que nos conduce a Dios y a su felicidad. Es la actitud por antonomasia que debemos imitar en María las Concepcionistas. Actitud de asombro por haber sido elegidas por Dios, creadas y predestinadas por Dios (Rom 8,30), amadas por Dios con amor de predilección, electivo. Actitud de asombro de que Dios siga amándonos a pesar de nuestros pecados. Actitud de asombro de que Dios mire, siga mirando nuestra pequeñez para concedernos nuevas gracias de misericordia, de amor y perdón. Conciencia de que todo lo que somos y recibimos es del Creador, no nuestro, y de que, si queremos o pretendemos ignorar nuestra nada y pequeñez, nunca cantaremos la grandeza de Dios en lo que somos y hacemos, sino la grandeza de nuestra miseria y debilidad que terminará siempre en la propia frustración, en el propio pecado, diría en el ridículo.

Porque no hay persona que caiga más en el ridículo que la que se alaba a sí misma. Está fuera de sitio, fuera de la virtud. En cambio, está en la virtud y muy cerca de la verdadera conversión quien reconoce la propia pequeñez, pues será iluminada por el Señor para ver con claridad su mediocridad y la belleza de la santidad, para seguirla, para acoger con humilde corazón el proyecto creador y vocacional de Dios confiando en su gracia para vivirlo.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que nos alcance del Señor esta actitud de autenticidad que rezuma verdad, que rezuma a Dios, porque es la verdad y es poner las cosas en su sitio. ¡El grande es sólo Dios! María en la plenitud de su santidad lo sabía, lo vivía, y así lo proclama. Si ella es grande, es porque Dios la ha hecho grande. Es la actitud, vuelvo a repetir, de la libre del pecado, la actitud del humilde, y, por lo tanto, libre de error.

Pues así hemos de ser para ser hijas suyas. No nos será difícil, pues, además de pequeñas en la virtud, somos pecadoras. Asombrémonos con María de nuestra elección, que no merecemos. Y aceptemos con ella lo que Dios ha hecho con nosotras; y, con María, entonemos con agradecimiento un cántico de amor y de alabanza al Creador, porque se ha dignado poner sus ojos en nuestra pequeñez y elegimos para El.

3. «Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Omnipotente, es santo su nombre»

 

María sigue proclamando su vinculación agradecida al Todopoderoso, por el que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Adán, en cambio, buscó su bienaventuranza, su felicidad en la materia, gustando, disfrutando de ella. «Comió del fruto prohibido» (Gén 3,17), y la tierra, la materia, se volvió contra él, porque había desobedecido al Creador de ella. María, aunque contrariada en sus deseos de pasar desapercibida en el pueblo de Israel, encontró su gozo en la aceptación del designio de Dios sobre ella, y allí encontró su bienaventuranza. En la santidad, en el rendimiento de su voluntad, no en la posesión de cosas, sino en la renuncia de su voluntad, encontró su gozo, y con alegría se entregó íntegra al cumplimiento del divino designio, experimentando y cantando su plenitud en ello.

María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones, no por lo que ella haría en el futuro sino por lo que Dios había hecho en su favor, el Omnipotente, el Santo. Y se gozó en su Nombre santo. Se gozó en Dios, no en lo que ya era ella: Madre de Dios. Se perdió en Dios, no en su grandeza maternal. Se olvidó de sí y entonó un canto de glorificación a la divina voluntad.

Recordemos que el Magníficat lo cantó María después de que le dijo su prima Isabel que era bienaventurada porque había creído que se cumplirían las cosas que se le habían dicho de parte del Señor, y María, recogiendo de labios de Santa Isabel esta profecía, cuyo autor era el Espíritu Santo, responde que si la llamarán bienaventurada las generaciones es por el Omnipotente, por lo que El se ha dignado hacer en ella. No sabe salir de Dios María, ni las alabanzas la pueden sacar. Ella queda vacía de sí misma y llena de Dios.

Las alabanzas no caben en ella porque el Verbo de Dios ocupaba todo su ser, y éste es su gozo: Dios y sus cosas, el Omnipotente que las ha hecho, y, a pesar de las alabanzas de Isabel, María deja las cosas en su sitio. Dios es Dios. Su nombre es santo, es el Omnipotente, es el que Es. Y ella es su sierva, su esclava, entregada con amor a su designio divino, con humildad y gozo infinito.

Esta ha de ser nuestra respuesta o actitud ante el designio de Dios sobre cada una de nosotras. Nos ha elegido para El, no porque seamos mejores que las demás, sino porque su nombre es santo, misericordioso. Porque nos ha amado con predilección sin nosotras merecerlo.

Nuestra respuesta ha de ser entregarnos con gozo al cumplimiento de sus designios sobre nosotras, con corazón humilde, proclamando su obra salvadora, redentora, a favor nuestro, sin quedarnos en nosotras, sino sólo en Dios. Viviendo desprendidas de la materia, no sujetas a las cosas, sino sólo en la cosas de Dios, y en Dios mismo, como María.

Vacías de la vanagloria, llenas sólo de Dios, en humildad, reconociendo que sólo Dios es santo, y nosotras quedándonos en nuestro sitio, sólo siervas de Dios, esclavas suyas en el desarrollo interno y externo de nuestra vocación. Reconociendo que todo lo que hay en nosotras es obra de la misericordia y omnipotencia de Dios, quedaremos vacías de nosotras mismas y con el corazón abierto a la obra santificadora del Espíritu.

Muy importante interiorizar este reconocimiento, que hagamos oración sobre ello, porque nuestro ser responde poco o casi nada al Ser divino; por eiio, ha tenido que desplegar Dios su amor, su omnipotencia y su misericordia para atraernos hacia El, día a día. Reconociendo así nuestra pequeñez, nuestra nada, agradecidas nos gozamos, como María, nuestra Madre, en Dios nuestro Salvador. Y nos sentiremos deudoras de El, porque ¡ha hecho tantas cosas a favor nuestro, nuestro Dios y Señor!

 

4. «Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo; dispersó a los de corazón altanero»

 

María, nuestra Madre, recuerda la historia de su pueblo, testigo de las misericordias del Señor cuando ha caminado por las sendas de Dios. Nosotras recordamos hoy a Adán, al Adán de hoy, que se desliga de Dios, gloriándose de sus descubrimientos, de sus conquistas, de sus riquezas, de sus honores. Esto es el pecado, abocado a la ruina.

En un momento pueden venir abajo sus conquistas, sus riquezas. No está en las cosas la seguridad, sino sólo en Dios que prolonga su estabilidad, su misericordia con los que le temen amorosamente, con los que reconocen lo que Dios es: ¡Todo!; el hombre: ¡nada! Pero el pecado piensa así, equivocadamente. Porque fuera de Dios sólo existe el error.

María, o el no pecado, desde su permanencia en Dios, contempla cómo Dios va llenando las generaciones de su gracia y sabiduría, de su inteligencia, en los que le aman y en los que no le aman, aunque ellos no lo entiendan, porque su misericordia y amor son eternos. Pero más en los que le aman y reconocen su poder y bondad.

A éstos los llena de su sabiduría divina, les abre la inteligencia para más conocerle experimentalmente y en toda la creación. Les llena de su gracia, los acoge en su corazón. Todo esto lo contempla María desde su pequeñez, desde su humildad, que le acerca más íntimamente a Dios y al conocimiento de sus designios. Y se gloría de la potencia de su brazo con los que le aman.

Y contempla también cómo la potencia del Omnipotente se complace en lo pequeño, en el humilde, porque se complace en la verdad, no en la falsedad de la arrogancia humana, que terminará bajo la fuerza de su brazo poderoso, que arroja o dispersa a los de corazón altanero lejos de su ámbito de santidad.

María es la pequeña, la que canta su dependencia humilde con el Dios misericordioso que llena de gloria su alma. Así debemos cantar las concepcionistas y vivir nuestra dependencia de Dios, haciéndonos pequeñas frente a quien se quiera hacer grande; siendo humildes ante la prepotencia que tengamos a nuestro alrededor, y gloriándonos de nuestra pequeñez porque sólo Dios es grande, repito, reconociendo vitalmente con las obras esta realidad divina, porque es en lo que se complace Dios, ya que es la verdad, y es lo que nos acerca a El, no la soberbia, no el orgullo, no la envidia de los que hacen grandes cosas, de quien tenga más cosas, sino la vivencia de la esencia de nuestro ser, que es la pequeñez, y es la que nos acerca al Esencial, al Dios misericordioso.

5. «Derribó a los potentados de sus tronos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías»

Continúa María cantando la historia de su Pueblo y las consecuencias que trajo para el mismo su arrogancia y soberbia. Fue la historia también de Adán que arrodilló su corazón ante Satán en el paraíso, ya que «al llegar a ser como Dios» sería dueño de todo. Adoró la mentira, que era el mismo Satán. Es lo que adora el hombre de hoy al adorar el poder y la ambición.

María, desde su corazón humilde, adora la fidelidad de Yahvé con ios humildes que se sacian de sus bienes. María es la pobre de Yahvé que se gloría de no tener nada para recibirlo todo de la fidelidad y del amor de Dios que abre sus tesoros a los humildes. Expresa aquí María su actitud real de despojo de todo lo que no sea Dios, despojo afectivo y efectivo de los bienes materiales y espirituales.

Entendemos, hermanas, que este despojo espiritual, esta experiencia gozosa de sentirse pequeña, muy pequeña ante Dios, vacía, muy vacía de deseos ante Dios para llenarse de su fidelidad y amor, es una reverberación de la existencia de Dios en ella, de su Ser divino en la criatura que no abriga más deseos que los deseos de su Dios, que se gloría en ser pequeña para Ilenarse de la grandeza de su Dios. Más aún, que se goza en ser pequeña, para necesitar de su Dios, de la fidelidad de su Dios, de su amor y lealtad, de su bondad con los humildes de corazón.

En este canto, María nos abre su alma llena de la luz de Dios, llena de Dios mismo, y deja que Dios mismo se haga canto en su boca para decirnos que a los pobres, a los humildes los colma de bienes y despide a los ricos con las manos vacías. Llena de su Ser divino a los humildes que reconocen y cantan la grandeza del que es Eternidad, Autor y Creador de todo lo bueno, Bien infinito que tiende a comunicarse, a darse a los que abren su corazón vacío de cosas a la liberalidad amorosa y divina de su Dios, que se gozan de poseer sólo a Dios. En cambio, deja vacíos de su trascendencia divina a los que están llenos de ambiciones terrenas, encadenado su corazón a las riquezas de la tierra.

Esta revelación del Ser divino, como criatura, sólo la pudo cantar la Unica que fue libre del pecado, sin experiencia de desorden, no atrapada por el mal. Que sólo tuvo experiencia de Dios, de su santidad, de la forma de existencia de Dios, o modo de ser. Que fue muy cercana a Dios y a su modo de pensar, al ser ella purísima, espiritual, santísima, fiel, establecida en la Verdad, en la Inmutabilidad, en Dios eternidad, y por ello siempre fue llevada por el espíritu de Dios. Y la cantó para nosotras para que pensemos como Dios piensa, y para que amemos lo que Dios ama: la humildad y a los humildes, la pobreza y a los despojados, a los que están vacíos de vicios, pero llenos de virtudes, llenos de Dios.

Nosotras entendemos poco de estas grandezas divinas, pero podemos contemplarlas, adorarlas y amarlas, como María, desde nuestra pequeñez, y cantarlas como ella, deseando vivir en Dios y de Dios. No desear tener ningún deseo, para que seamos llenas de los deseos de Dios. Desear estar muy vacías de las cosas terrenas para que nos llene Dios de su amor deseable, fiel, eterno, inefable.

Pidamos a nuestra Madre Inmaculada que así como ella supo tan perfectamente ocupar su puesto y supo vivir pequeña ante Dios, porque lo era de verdad, así a nosotras nos alcance del Señor vivir pequeñas en su presencia, humildes delante de los demás. Que nos enseñe a no prosternamos ante las cosas, ante la ambición y grandezas humanas. Que nos enseñe a no adorar la mentira de Satán y las apariencias falsas de santidad. Que, en fin, nos llene de su espíritu empapado, rebosante de Dios, para que nos convirtamos en un canto de amor a Dios que lo revele, como ella lo hizo.


6. «Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había anunciado a nuestros padres a favor de Abrahán y su linaje por ios siglos» (Lc 1,54s)

 

María canta, por fin, la gloria de la fidelidad de Dios, la gloria de estar cerca de su Dios por su misericordia que se acuerda de lo anunciado a Abraham, de la palabra dada a los que creen y esperan en El. Por el contrario, Adán creyó a Satán más que a Dios y a su fidelidad con El. Se apegó a lo efímero, y el premio fue su destrucción espiritual y moral, y aun material; su incredulidad le alejó de Dios y le metió en el pecado, en el reino de las tinieblas.

         María, en cambio, sabiendo que el Esencial es invisible, ajeno a poseer nada, esperó despojada sólo en Dios, y el premio fue ser acogida por El. Así lo entendió ella en su maternidad divina. Canta que había engendrado a Dios contemplando en ello la acogida de Dios a su pueblo, según le prometió a Abraham. Y en su pueblo se sintió acogida ella también. Así lo canta: «Acogió a Israel, su siervo». Y, como consecuencia de esta fidelidad de Dios, María se veía hecha Madre del Altísimo, y esta misericordia del Señor desborda su alma de gozo y de paz.

Tan profunda fue su fe, su amor, su culto a la fidelidad de Dios, que entonó mayor grandeza para su pequeñez —ser acogida por la fidelidad de Dios— que ser elegida por El para las grandes cosas que había hecho en ella. Estimó mayor grandeza ser acreedora de la misericordia de Dios que de su propia grandeza maternal. Se sintió más acogida de Dios por ser descendiente de Abraham, a quien acoge la fidelidad de Yahvé, que por los méritos de su fiel esclava. En una palabra, hermanas, María, nuestra Madre, lo que canta en su Magníficat es su pequeñez, el esencial despojo de sí misma, ante la obra grandiosa que Dios ha hecho a favor de su pueblo, aunque haya sido ella, como hija de Abraham, la elegida donde Dios ha demostrado su fidelidad a las promesas hechas a Israel.

Como vemos, hermanas, María sólo sabe moverse en Dios, no sabe salir de Dios. Le es imposible. Porque antes había salido de sí misma. ¿Qué nos dice a nosotras, concepcionistas, hijas suyas, hijas de este espíritu íntegramente libre del pecado, despojado del mal, que manifiesta claramente la imagen y semejanza de Dios? Nos dice, resumiendo todos estos días de Ejercicios espirituales concepcionistas, que, asumiendo nuestra realidad ante Dios, es decir reconociéndonos nada en su presencia convencidamente y, consecuentemente vaciando de nuestra realidad humana toda la soberbia y desorden que tenernos, apareceremos ante Dios pequeñas y seremos acogidas por El con entrañas de misericordia, análogamente a como fue acogida nuestra Madre Inmaculada. Y si nos hacemos y aparecemos pequeñas también ante nuestras Hermanas, si somos humildes, viviremos sin duda la imagen y semejanza de Dios, porque cimentaremos nuestra vida en la verdad.

Cimentaremos en la verdad, si somos humildes, los compromisos de nuestra consagración monástica, nuestros votos de obediencia, castidad y pobreza o despojo concepcionista; nuestra clausura o búsqueda de Dios; nuestra oración nuestra alabanza divina. Haciéndonos pequeñas, humildes, cimentaremos en la autenticidad nuestra mortificación y vida d penitencia; nuestro amor a Dios y nuestro amor fraterno; cimentaremos en la verdad nuestra fe y la vivencia de nuestro propio carisma.

En cambio, si no nos hacemos humildes, si no nos establecernos en la verdad, la soberbia o espíritu desordenado de Adán, atravesará nuestro ser haciéndonos desear grandezas, ambiciones. Nos hará prescindir de Dios en muchas ocasiones de nuestras ocupaciones. Desoyendo su voz de santidad, nos hará buscar en las cosas la propia satisfacción y felicidad; nos hará orgullosas gloriándonos de nuestras capacidades o de las propias obras de nuestras manos. Nos hará prosternar, no ante la grandeza de Dios, sino ante los triunfos que nos puede ofrecer la propia honra buscando fama y aplausos humanos en nuestro obrar. Nos hará creer más en la eficacia de las cosas y del propio esfuerzo que en la fidelidad y amor de Dios que da su gracia a los humildes para llevarlas a cabo. Nos hará insensibles al amor de las hermanas, a sus necesidades, a su modo de ser.

Por tanto, hermanas, además de los propósitos que hayamos hecho en estos Ejercicios, saquemos fundamentalmente el de reconocer nuestra pequeñez delante de Dios y de las hermanas, admitiendo humildemente que conozcan nuestra pequeñez, que cuesta más, gloriándonos de ello, para agradar más a Dios; aceptando con paz que se conozcan asimismo nuestros errores y fallos, y que nos los digan en corrección fraterna, para que lo que resplandezca en nuestra vida sea todo y sólo obra de Dios a imitación de nuestra Madre Inmaculada, y seamos así más fácilmente imagen santa de Dios quitando el desorden de nuestra vida.

Verdaderamente, hermanas, que fue la soberbia la causa del pecado, porque aquí tenemos a María. Ella misma se hace un retrato en su Magníficat y lo cimienta en la verdad, que no sé por qué la llamamos humildad. Su nombre verdadero es reconocimiento de la verdad, que nos lleva al conocimiento de Dios, Causa de todo lo bello y bueno que existe. Quien tiene esta virtud de reconocimiento de la verdad canta como María su pequeñez y sólo sabe gloriarse en Dios su Salvador y Señor. Esta es María, la conocedora de Dios y de sus deudas con Dios, cuyo Nombre es santo.

Si la imitamos, comportándonos como somos, muy pequeñas delante de Dios y de las hermanas, habremos dado el puntillazo mortal a nuestro egoísmo y a nuestro deseo de salirnos de la verdad buscando ser algo o alguien delante de los demás. Nos habremos liberado de lo falso y de la mentira, de todo lo que no es estar en Dios, y con ello habremos conseguido nuestra mayor grandeza, la grandeza a que nos lleva el desarrollo de nuestras raíces: la santidad, y, en consecuencia, ser agradables a los ojos de Dios. Habremos conseguido que nos mire y nos acoja como a María, nuestra Madre, y así seremos de verdad fecundas para la Iglesia, porque Dios podrá hacer cosas grandes desde nuestra pequeñez.

Si no empezamos por aquí, estamos fuera de sitio, habremos perdido el tiempo y fracasado en nuestra vocación concepcionista. Tenemos que situarnos en la verdad, y mirarnos desde Dios, y vernos como somos: nada, insignificantes, pequeñas ante .l, y así tendremos la fuerza de Dios, porque estaremos en El al estar en la verdad. Ciertamente no os puedo desear ni me puedo desear mayor bien que la grandeza de hacernos pequeñas, porque así lo sintamos y deseemos; será prueba de que hemos captado la verdad de Dios.

Es una gran iluminación, sin duda, lo que os estoy y me estoy deseando: la gran iluminación de situarnos en la verdad, en Dios, de donde nos sacó el pecado. Podemos rechazar esta verdad, pero el mal lo palparemos nosotras aquí y en la eternidad. Situémonos en la luz, en la verdad; será el mejor broche de oro que pongamos a estos Ejercicios y a nuestra vida. Lo repito tantas veces porque necesitamos a fondo quitar el lastre de la soberbia que nos atenaza y nos aleja de Dios.

No podremos de otro modo ser concepcionistas, porque precisamente es la espiritualidad que exige vivir lo que estamos reflexionando, que está llamada a vivir la pureza de la sin pecado ¡María! Que es decir estar con ella en Dios, sin querer movernos fuera de Dios porque entendamos que es el supremo valor en nuestra vida, por el que debemos luchar para conseguirlo. Que lleguemos a entender con todo nuestro ser, como María, que Dios es Dios, y nosotras sólo somos sus criaturas, pequeñas criaturas suyas que reciben de El el «ser» y el «hacer».

Que así nos conceda nuestra Madre sentirnos pequeñas ante las demás, y como ella las sirvamos con todo nuestro ser, como nuestra ocupación preferida, así como ella lo hizo con su prima Santa Isabel, para que, en todo momento, proclamemos con júbilo y autenticidad el gozo de sentirnos inmersas en Dios nuestro Salvador, único bien deseable sobre todas las cosas.

Hermanas, ojalá sea éste el fruto de estos Ejercicios: salir de  ellos afianzadas fuertemente en la virtud de la humildad, porque por aquí empezaremos a desandar el camino del desorden, del pecado, de la ruptura con Dios, y nos remontaremos hacia la cumbre de la santidad, hacia la cima del Monte santo de la Concepción, que para eso somos hijas suyas y ella nos tiene por tales. Que nuestra gloria sea parecernos a ella, como lo fue la de nuestra Madre Santa Beatriz, y por alcanzarlo dejó toda la vacuidad del mundo y honra.

Termino recomendándonos, una vez más, el reconocimiento de nuestra pequeñez, y que nos preguntemos cada vez que seamos soberbias en nuestra mente, en nuestro corazón y comportamiento: ¿Cómo nos mirará Dios? ¿Podrá poner El sus ojos en nosotras con agrado?, ¿cómo nos mirará nuestra Madre Inmaculada? ¿Con pena? ¡Qué fracaso de vida! ¡Oh, si lo supiéramos...!

Vamos, pues, a situarnos en nuestro sitio siendo pequeñas, humildes, para que Dios sea grande en nosotras y nos acoja en su misericordia, y su fidelidad nos santifique, nos haga conformes a la imagen de su Hijo, seamos imagen y semejanza de Dios, muy unidas a nuestras raíces: Padre, Hijo y Espíritu Santo, para su gloria. Amén.

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