Lunes, 11 Abril 2022 11:49

V. VEREMOS A DIOS TAL COMO ES

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     V. VEREMOS A DIOS TAL COMO ES

    

     1. Encuentro definitivo

     2. Visión de Dios

     3. Donación total

     Meditación bíblica.

 

1. Encuentro definitivo

     Apenas de habla del cielo o se habla incorrectamente. Dicen que, mal o bien, antes se hablaba más. La imagen del cielo como de un televisor panorámico no sirve de nada. Tampoco sirve la comparación de un museo, de una exposición universal o de un banquete opíparo. Las caricaturas, en este caso, no tienen valor. Nuestro gusto queda estragado por el abuso de los bienes terrenos que, de suyo, deberían ser un pregusto del más allá.

     Por más que imaginemos o inventemos comparaciones para describir el cielo, quedará siempre en pie la afirmación del evangelio de Juan: "a Dios no le ha visto nadie" (Jn 1,18). Pablo dejó constancia de que se trata de "lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar" (1Cor 2,9), y de "palabras inefables que el hombre no puede expresar" (2Cor 12,4).

     Sólo a partir de una actitud humilde y auténtica de no saber, no ver, no poder, Dios comienza a manifestarse a sí mismo. Porque no somos nosotros los que conquistamos la visión de Dios, sino que es él quien se nos muestra y comunica: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8); "los pobres son evangelizados" (Lc 7,22).

     Detrás o "más allá" de cada flor que se marchita está el amor de nuestro Padre que no se desvanece nunca (cfr Mt 6,25-34). Lo que llamamos "cielo" será un encuentro personal, comunitario y pleno con Dios, nuestro "Padre que está en los cielos" (Mt 6,11). Dios está presente y amándonos dentro de cualquier don suyo, desde "su sol" que él nos comunica con amor (Mt 5,45), desde su universo, su tierra, su aire, sus seres vivientes, sus hijos que son nuestros hermanos, como "hijos de un mismo Padre" (ibídem). Todas las cosas, todos los acontecimientos y todos los seres humanos reflejan "su misericordia": "el Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades" (Sal 99,5).

     Si todo ha salido de Dios, en él se encuentra toda la belleza, bondad, felicidad, verdad, saber, poder... Todo, pero de otro modo más profundo y en grado infinito. Dios ha creado al hombre para un encuentro de plenitud. Precisamente por ser la creatura a la que Dios ama por sí misma (GS 24), el hombre puede comenzar a encontrar a Dios en su propio corazón y en ese "más allá" que dejan entender las cosas. "Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).

     No podemos imaginar cómo será el encuentro pleno con Dios y cómo podremos verle tal como es. Sería un contrasentido y un absurdo que ya supiéramos hablar claramente de lo que todavía no podemos ver (1Cor 2,9).

     Lo más importante de nuestra vida es la actitud relacional con Dios y con los hermanos, que debemos ir adquiriendo. Porque es esa capacidad de relación, que Dios ha sembrado en nosotros, la que nos lleva a la trascendencia, al "cielo". "El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo  y definitivo de dicha" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1024).

     Hay un fenómeno constante en la historia humana que será siempre un "misterio": las diversas formas de esclavitud y de abuso de los hermanos. Porque este fenómeno, disfrazado con caretas intercambiables, se produce continuamente: dominar, utilizar, marginar, eliminar, intimidar, clasificar para despreciar... El hombre se construye como tal, sólo cuando adopta una actitud relacional de donación, a imagen de Dios Amor. Allí está la semilla del "cielo" como encuentro y visión de quien nos ha amado desde la eternidad. "Por su muerte y resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo... El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incoporados a él" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1026).

     Estamos embotados para hablar del cielo, porque no nos abrimos al amor. Por haber sido creados a imagen de Dios, que es Amor, "el hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24).

     Este encuentro se puede frustrar para siempre. Cristo mismo, que ama a cada uno hasta dar la vida por él y por todos, ha hablado de este posible fracaso como de "fuego inextinguible" (Mc 9,48) y de "tormento eterno" por la "separación" de Dios (Lc 16,26; Mt 25,41-46).

     El ser humano, si no se abre al amor, se destruye a sí mismo, encerrándose en la soledad y frustración. Estos sentimientos (tan frecuentes hoy y traducidos en huida, divorcio, droga, suicidio...), son el subproducto de una sociedad que se cierra al "más allá", construyéndose paulatinamente un absurdo: la pérdida del encuentro con Dios Amor, por no descubrirle y amarle en los hermanos más pobres.

     ¿Cómo podremos hablar del "cielo" a un corazón embotado por la posesión abusiva de bienes que, de suyo, deberían dejar transparentar un amor infinito y misericordioso para toda la humanidad? O construimos la historia amando para poder pasar a la trascendencia y encuentro definitivo con Dios, o caemos en el absurdo de la separación definitiva de él.

     Sólo Cristo nos puede desvelar este misterio, porque "en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, así como la narración del juicio final (donde nos examinarán de amor), brotaron del mismo corazón de Cristo que había narrado con alegría la conversión y el regreso del hijo pródigo a la casa del Padre. Todo lo hizo el mismo primer Amor.

     Los textos bíblicos nos hablan de visión y donación plena de Dios (1Jn 3,2). Pero esta realidad, tan esperanzadora como inexplicable, incluye un encuentro definitivo que será relación personal profunda y que y se ensaya y comienza ya en esta tierra. La relación personal con Dios es una actitud de sintonía y diálogo, a partir de un encuentro de fe, que tiende a la visión  encuentro. Se busca la unión verdadera, sin imágenes, directa, que sabemos que es posible gracias al mensaje de Jesús (Mt 25,34ss).

     Quien está enamorado de Cristo desea encontrarle en el reino de su Padre, que él quiere compartir con los suyos. Es Cristo mismo quien nos invita a estar con él definitivamente (Jn 14,3). Si el modo de pasar a este encuentro es la "muerte", no obstante prevalece el objetivo deseado: "deseo morir para estar con Cristo" (Fil 1,23). Por esto, "caminamos en la fe, no en la visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y morar junto al Señor" (2Cor 5,8).

     Lo que llamamos "cielo", para el cristiano no suena a fantasía ni a alienación, sino a una realidad futura que sólo se construye cambiando el presente en donación. Entonces ya se puede hablar de algo definitivo, a manera de "hogar" (2Cor 5,1), "herencia" (1Pe 1,4), "ciudad futura" (Heb 13,14). El espacio y el tiempo ya no contarán, porque "después de esta vida, Dios mismo será nuestro hogar" (San Agustín). "Vivir en el cielo es 'estar con Cristo' (cf Jn 14,3)... Los elegidos viven en él, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cfr Apoc 2,17)" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1025).

     Esta dinámica del encuentro definitivo con Dios, deja bien a las claras que la felicidad del ser humano no puede consistir en la posesión y el uso de las cosas, por buenas y preciosas que sean, sino en la relación de amado y amante con Dios, es decir, en saberse amado infinitamente y poder amar con el mismo amor. "La bienaventuranza consiste en gozar de Ti, para Ti y por Ti, ésta es la felicidad y no otra"... "Allí descansaremos y veremos, veremos y nos amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin" (San Agustín).

     Al ser humano, especialmente hoy, le preocupa el ser y vivir según su propia identidad. Pero esta realidad profunda y coherente radica en el ser y, sólo a partir del ser, pasa necesariamente a un obrar de donación de sí mismo. Esta identidad, vivida plenamente, sólo será posible en el encuentro definitivo con Dios. Para el cristiano, "entrar en el descanso" (Heb 4,10) equivale a haberse gastado por amar como Cristo (2Cor 12,15)) y por hacerle amar.

     La invitación e iniciativa para este encuentro vienen del Señor: "estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20). Es siempre Cristo quien invita a un "seguimiento" especial, que se convierte en "canto nuevo" (Apoc 14,3-4). En el "más allá", es decir, en el "cielo", es Cristo quien nos espera para compartir plenamente con nosotros su misma glorificación en cuerpo y espíritu, como "alguien sentado en el trono" (Apoc 4,2).

     Puesto que "somos hijos", por participación en la misma filiación de Cristo, somos "herederos de Dios". Por esto seremos "glorificados con él". Para llegar a esta meta, hay que "compartir los padecimientos" y el amor de Cristo ya en esta tierra (Rom 8,15-17). Esta actitud filial es la "fe digna de alabanza, gloria y honor en la venida de Jesucristo" (1Pe 1,7).

     Este encuentro definitivo, hacia el que caminamos, será inagotable en la visión y donación de Dios que es infinito, como amor siempre nuevo y lleno de vitalidad. La Palabra personal de Dios, el Verbo encarnado, que Dios ha comenzado a pronunciar para nosotros, está penetrando en nuestro ser, purificándolo, iluminándolo y transformándolo en el suyo. Este proceso de contemplación, perfección y misión, desembocará en el encuentro vivencial de la visión y unión plena y definitiva.

 

2. Visión de Dios

     Lo más característico del cielo, tal como se describe en los textos bíblicos, es la visión de Dios. Pero es la visión del ser amado, que incluye profunda relación personal y donación mutua y total. Es la visión de Dios Amor. "Le veremos tal como es" (1Jn 3,2); "le veremos cara a cara... como Dios mismo me conoce" (1Cor 13,12).

     Cuando decimos "ver", no queremos decir que se trata de una visión curiosa o estática, como quien contempla un panorama. Es el ver de un conocimiento profundo, relacional, como en familia, que, por tanto, incluye el amar, darse y ser feliz con el intercambio total de las personas amadas. Es entrar de verdad en la "unidad" amorosa y en la "gloria" o realidad profunda de Dios Amor. Es "ver" amando y poseyendo la "gloria" del mismo Cristo como Hijo de Dios (cfr Jn 17,24).

     Ya en esta tierra se comenzó a "ver su gloria" en la humanidad de Jesús (Jn 1,14). Pero este inicio de fe va pasando a ser plenitud de visión y relación en la "vida eterna". "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). Este "lugar" de visión y encuentro es el que nos ha preparado Jesús (Jn 14,2-3), para conocer amando a Dios, participando de su mismo conocimiento y amor sin estorbos ni esperas.

     El hombre ha sido creado para la "gloria" de Dios, para ser "alabanza (expresión) de su gloria" (Ef 1,6). La misma vida humana se va haciendo transparencia de Dios Amor, para llegar un día a la visión y transformación verdadera. "La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión de Dios" (San Ireneo).

     En nuestra vida mortal puede haber un destello o anticipo de esta visión. Pero aún entonces no hay palabras ni conceptos capaces de expresar esta experiencia. Es la gracia que describe San Pablo: "fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede repetir" (2Cor 12,4).

     Esta visión relacional que nos espera, es la consecuencia y herencia del hecho de participar en la filiación divina de Jesús. "Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

     A Dios le vemos o le podemos ver cada día en sus creaturas y, de modo especial, en los hermanos y en nuestro corazón. Pero este conocer y ver es "como en espejo" (1Cor 13,12). En cambio, "luego le veremos cara a cara" (ibídem), como comunicándonos el conocimiento y amor del mismo Dios.

     San Agustín, en las Confesiones, hablando con Dios, cuenta su conversación con su madre Santa Mónica en el puerto de Ostia: "nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres Tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de la vida que hay en Ti".

     Es todo nuestro ser el que verá y amará a Dios. Nuestra misma naturaleza, de cuerpo y espíritu, sin dejar de ser ella, será transformada y capacitada para la visión de Dios: "desde mi carne yo veré a Dios; yo le veré, veranle mis ojos, y no otros" (Job 19,26-27).

     Esta visión amorosa y transformante, visión beatífica, será posible gracias a la luz divina que el Señor nos comunicará elevando nuestra capacidad. Es en la misma luz de Dios que le veremos a él tal como es: "en tu luz veremos la luz" (Sal 35,10). Es luz que nos vendrá de Jesús, porque en el cielo "su lámpara es el Cordero" (Apoc 21,23) y "la gloria de Dios reverbera en la faz de Cristo" (2Cor 4,6).

     Los bienaventurados verán el rostro de Dios directamente, sin espejos ni mensajeros: "verán su rostro" (Apoc 22.4). El "rostro" significa el mismo ser de Dios, no su reflejo o "espalda" (Ex 33,23). Conoceremos a Dios con el mismo conocimiento con que él nos conoce: "entonces comprenderé como yo mismo soy conocido por Dios" (1Cor 13,12).

     Querer comprender ya ahora lo que sólo comprenderemos después, es como un círculo vicioso. La fe y la esperanza nos ayudan a fiarnos de las palabras y promesas de Dios. Ahora hablamos de lo que "ni ojo vio, ni oído oyó" en esta tierra (1Cor 2,9). Pero entonces, en el más allá, se nos comunicará el "Espíritu Santo", el cual nos hará capaces de "penetrar en lo más profundo de Dios" (1Cor 2,10).

     "A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando el mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia 'visión beatífica'" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1028).

     La predicación de la Iglesia y la reflexión teológica han calificado la visión de Dios en el cielo como visión "clara" (sin sombras), intuitiva (como de mirada profunda de amor), inmediata (sin intermediarios ni "especies"). Será el mismo ser de Dios, su luz divina, que nos iluminará. Los santos agradecían a Dios el cielo futuro ya desde esta tierra: "a tanto llegó tu bondad, que quieres que nuestra gloria no consista principalmente en cosa criada..., sino en ver aquella cara llena de gracias, en ver aquella hermosura infinita que, cuando enhorabuena estemos allá, quitará el velo delante de si para que lo veamos presente, no por alguna especie criada, sino por sí mismo" (San Juan de Avila).

     Dios mismo, ya en esta tierra, por medio de Jesús su Hijo, nos ha comenzado a mostrar su ser y su vida: el Padre se expresa a sí mismo eternamente en el Verbo (su Palabra personal, su Hijo) (cfr Jn 1,1-18); el amor mutuo entre el Padre y el Hijo se expresa en el Espíritu Santo (cfr Jn 15,26). La "generación" del Verbo (por parte del Padre) y la "espiración" del Espíritu (por parte del Padre y del Hijo), constituyen la misma vida de Dios Amor. Dios no es una idea abstracta ni una cosa como un primer motor. Su vida es la máxima unidad y felicidad, por ser sólo donación, relación personal mutua, mirada amorosa e infinita... Este misterio, que ahora sólo "balbuceamos" como niños (1Cor 13,11), un día será visión y comunicación plena. Nos cuesta entender esto y entusiasmarnos por ello, porque todavía no vivimos sólo de amor.

     Al comunicársenos Dios por la creación, revelación y redención, nos ha herido de amor. No nos puede dejar en esta situación de ansiedad por ver su rostro o su realidad plena. Si uno vive con coherencia lo que Dios nos ha dicho en Cristo su Hijo, no puede menos de aspirar a la visión y encuentro definitivo: "descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura, sino con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz).

     Nuestro egoísmo camuflado nos hace pensar principalmente en cómo podremos ser felices al dejar la vida y los bienes de esta tierra. No sabemos compartir con los hermanos los dones creados y los dones de la fe. Entonces hasta nos imaginamos el cielo como si fuera la tierra simplemente mejorada, y sólo para nosotros. Pero la felicidad nace sólo del amor. Dios es Amor y Verdad. En él está toda la belleza, bondad, verdad, fuerza, bienestar...; pero de otro modo y en grado sumo. Nuestra felicidad consistirá en gozarnos de que él sea así; entonces él nos comunicará toda su felicidad infinita. Los santos lo han expresado de un modo tan sencillo, que hasta lo puede comprender un niño, si es todavía niño: "me bastará para ser feliz, ver a Dios feliz" (Santa Teresa de Lisieux). Pero para gustar esto, hay que abrirse más a todos los hermanos de todos los pueblos; porque todos han sido creados y redimidos para esta felicidad. Sin "pregustar" este cielo, será difícil que contagiemos de evangelio a los que todavía no conocen a Cristo.

     Caminamos hacia esta visión clara de Dios. No entendemos porque todavía no hemos llegado a esta donación plena. Pero ya vislumbramos la visión porque él se nos ha comenzado a "revelar" por resquicios y, de modo especial, por medio de su Hijo, que es "su esplendor" personal (Heb 1,3) e "imagen invisible" (Col 1,15).

     Si, por hipótesis, en este momento llegara el encuentro directo con Dios Amor, tal vez nos sentiríamos avergonzados, porque no le amamos perfectamente con todo el corazón. Para llegar a ver a Dios, no basta con "comprender", hay que "purificarse" (en esta vida o en la otra) para amarle con el mismo amor con que él nos ama. Cuando nuestro corazón ame con éste amor, entonces veremos a Dios tal como es. "Dios es Amor... él nos ha amado primero... hemos conocido el amor y hemos creído en él; el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,7-16).

 

3. Donación total

     El "cielo", por ser encuentro definitivo con Dios Amor, no es sólo relación y visión, sino también donación total y mutua, por parte de Dios y por parte nuestra. Nuestro ser, sin perder su identidad, pasará a transformarse plenamente por la inserción en la misma vida de Dios. Relación, visión y donación (o posesión mutua) no podrán ya separarse. "La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir" (San Gregorio de Nisa).

     La plenitud del ser humano y su felicidad perfecta consistirá en la participación plena y para siempre de la vida trinitaria de Dios Amor. Será la "vida eterna" anunciada y comunicada por Jesús, en su expresión definitiva: "Dios nos ha dado la vida eterna... en su Hijo" (1Jn 5,13; cfr Jn 6,47; 17,3).

     Ya desde ahora "hemos recibido el Espíritu que procede de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido" (1Cor 2,12). Es ese mismo Espíritu de amor el que nos garantiza que podremos entrar en las "profundidades" o intimidad de Dios (1Cor 2,10; 1Jn 4,13).

     Dios se nos dará del todo sólo en el más allá, en cuanto que nos hará semejantes a él, como partícipes de su misma vida. Ello será una consecuencia de nuestra participación en la filiación divina de Cristo. "Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Así será nuestra "herencia" de hijos de Dios (Rom 8,17).

     Nuestra participación en la vida trinitaria de Dios Amor es pura donación suya. En el encuentro definitivo, viviremos y contemplaremos cómo el Padre engendra eternamente al Hijo en el amor del Espíritu Santo. Nosotros seremos partícipes de esa misma vida divina, en cuanto que el Padre nos engendra en el Hijo, como "hijos en el Hijo" (cfr Ef 1,5), y, con el Hijo, nos comunica la misma vida del Espíritu. Experimentaremos en nosotros la misma mirada amorosa de Dios: "tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco" (Lc 3,22; Heb 1,5). Será el fruto final de nuestro bautismo, como "inserción" en el misterio de Cristo (Roma 6,5) y como "complemento" suyo (Ef 1,23). Por esto los bautizados están llamados a ser santos y apóstoles, para comenzar a vivir esta realidad y anunciarla y comunicarla a todos los pueblos.

     La donación que Dios nos hará de sí mismo, como encuentro, visión y participación plena en su misma vida, será para nosotros una nueva vida, que ya comenzó en el bautismo y que será plenitud en el más allá: "por Cristo, podemos acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,19). Por medio de Jesús, nuestra vida quedará definitivamente orientada en el Espíritu Santo, al Padre. Participaremos en la donación de cada persona divina a los demás y entraremos en esa máxima unidad vital y comunión de Dios Amor, como quien entra en su propio hogar y familia (cfr Jn 17,21-24).

     El Espíritu Santo, que Dios, ya en esta tierra, "ha derramado en nuestros corazones" (Rom 5,5), nos hará capaces de ver a Dios y de participar en su mirada amorosa y transformante. El proceso comenzado llegará a su perfección. "A cara descubierta, reflejamos como en espejo la gloria del Señor, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).

     Es todo nuestro ser, en la unidad integral de cuerpo y espíritu, el que participará de esta plena donación de Dios. Ya desde ahora somos "ciudadanos de los santos" (Ef 2,19), pero sólo después viviremos en la nueva ciudad, la Jerusalén celeste, cuando "Jesucristo transformará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Fil 3,21). Jesús resucitado, que está a la derecha del Padre, es causa y modelo de nuestra plenitud y perfección final.

     Podremos participar, como componentes del mismo hogar y familia, en el diálogo de amor entre el Padre y el Hijo, y sondear con el Espíritu "las profundidades de Dios" (1Cor 2,10). Nuestro ritmo de vida será el mismo de Dios, puesto que, para los bienaventurados, "Dios mismo es la vida" (San Agustín).

     Nuestra vida definitiva será ya eternidad imperecedera. No será algo estático, sino "la posesión simultánea y perfecta de una vida que no acaba" (Boecio). Sólo conviviendo con Dios, es posible esa "vida eterna", como complemento de la promesa de Cristo, que es "la resurrección y la vida" (Jn 11,25).

     La actitud egoísta, que manifestamos frecuentemente, se hace evidente también en el modo de concebir el cielo, como si la felicidad fuera algo individualista. Por esto no acertamos en nuestras explicaciones sobre el más allá, e incluso aburrimos a los que nos escuchan. Pero si en Dios Amor todo es donación, nuestro cielo de visión beatífica será en comunión de hermanos, como miembros de una misma Iglesia que es esencialmente comunitaria, sin dejar de ser cada persona irrepetible. "No es satisfactoria la posesión de un bien, si se disfruta de él a solas" (San Buenaventura). Por esto, "la gloria es el gozo de la comunidad fraterna" (San Beda).

     El cielo, por ser donación total de Dios y entre Dios y los bienaventurados, no tiene que ver nada con lo estático y el aburrimiento. Allí, o mejor, entonces, podremos amar y ser amados plenamente en Dios. "Amar al Amor crea un círculo vital, de suerte que el amor ya no puede apagarse" (San Bernardo).

     Entonces "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28). Sólo cuando los corazones se abran al amor, llegarán al encuentro, a la visión y a la donación plena de Dios Amor. Mientras tanto, el Espíritu Santo siembra en todos los corazones y en todas las culturas y los pueblos, esa "semilla" evangélica del Verbo que está llamada a "madurar en Cristo" (RMi 28; cfr LG 17; AG 3, 15).

     La tarea más hermosa del ser humano en esta vida, es la de realizarse según estos proyectos maravillosos que no tienen fronteras ni en la entrega ni en la misión. Los santos, que han vivido más cerca de este ideal, han gastado la vida para que todos los hermanos se abran al Amor. "Que todos te conozcan y te amen" (Inés Teresa Arias). Este deseo y compromiso misionero en el presente, es la mejor escuela para ensayar la visión y la donación de Dios en el más allá.

 

                       MEDITACION BIBLICA

-    Preparamos el encuentro definitivo, personal y comunitario con Dios

     "Deseo morir para estar con Cristo" (Fil 1,23).

     "Caminamos en la fe, no en la visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y morar junto al Señor" (2Cor 5,8).

     "Estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

     "Fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede repetir" (2Cor 12,4).

 

- Caminamos hacia la visión de Dios tal como es

     "Le veremos cara a cara... Entonces conoceré como Dios mismo me conoce" (1Cor 13,12).

     "Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

     "Desde mi carne yo veré a Dios; yo le veré, veranle mis ojos, y no otros" (Job 19,26-27).

     "La gloria de Dios reverbera en la faz de Cristo" (2Cor 4,6).

     "Verán su rostro" (Apoc 22.4).

 

- El encuentro y visión será donación mutua y total

     "Dios es Amor... él nos ha amado primero... hemos conocido el amor y hemos creído en él; el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,7-16).

     "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

     "Dios nos ha dado la vida eterna... en su Hijo" (1Jn 5,13; cfr Jn 6,47; 17,3).

     "Y si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él" (Rom 8,17).

     "Jesucristo transformará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Fil 3,21).

     "Por Cristo, podemos acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,19).

     "A cara descubierta, reflejamos como en espejo la gloria del Señor, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).

     "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28).

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