Lunes, 11 Abril 2022 11:48

III LOS TESTIGOS DEL ENCUENTRO

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     III LOS TESTIGOS DEL ENCUENTRO

 

     1. Los hombres que más supieron de amor

     2. Autenticidad de los testigos del encuentro

     3. Un camino viable para todos

     Meditación bíblica.

 

1. Los hombres que más supieron de amor

     En toda la historia ha habido personas muy sensibles a la presencia y a la palabra de Dios. Son los "santos". Su vida, amasada de barro como la de cualquier mortal, fue modelada por una actitud relacional con Dios y con los hermanos. No es que necesariamente tuvieran visiones o revelaciones, sino que sencillamente fueron consecuentes, a partir de un primer encuentro con Cristo: "hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45).

     La vida de cada día es una búsqueda de Dios, donde se actualiza la experiencia de un primer encuentro. Ni el mismo Jesús dio explicaciones teóricas sobre la naturaleza de esta experiencia, sino que invitó a entrar en contacto con su presencia y cercanía: "venid y veréis" (Jn 1,39). Es esta "experiencia de Jesús" (RMi 24), a la que somos llamados todos, la que dinamiza todo el proceso de santidad y de misión, es decir, la actitud de gastar la vida por amarle y hacerle amar.

     Los santos encontraron a Dios porque se abrieron al amor. Su vida fue una búsqueda de Dios y de su Hijo amado, Jesús, sin admitir sucedáneos inútiles. Esa búsqueda es ya señal de haberle encontrado, porque sólo los enamorados buscan así.

     Cuando la esposa de los Cantares dice "busqué y no lo hallé" (Cant 3,2), nos recuerda que los dones de Dios nos dejan entrever a Dios, pero ellos no son Dios: "no quieras enviarme, de hoy más ya mensajeros, que no saben decirme lo que quiero" (San Juan de la Cruz). Trascendiendo las cosas y trascendiéndose a sí mismo, se encuentra a Dios cercano: "hallé al amado de mi alma" (Cant 3,4).

     La búsqueda de Dios es auténtica cuando le buscamos sólo a él. Los signos de su presencia y, sobre todo, Jesús escondido en ellos, son un examen de amor: "¿qué buscáis?" (Jn 1,38). Los dones y mensajeros nos cuestionan sobre la autenticidad de nuestra búsqueda. Cuando Jesús se quiere dar a entender, nos toca el corazón, llamándonos por nuestro verdadero nombre y preguntándonos si de verdad le buscamos a él: "¿por qué lloras? "¿a quién buscas?" (Jn 20,15).

     Los santos no son ídolos ni artículos de museo, sino testigos, modelos e intercesores, como hermanos que hicieron nuestro mismo camino y que ahora nos siguen acompañando en la "comunión de los santos". En ellos encontramos la visibilidad de Jesús y un evangelio viviente. No estorban para el encuentro personal con Jesús, sino que son a manera de cristal que, si está totalmente limpio, deja pasar toda la luz. Si ellos encontraron a Dios y a Jesús su Hijo en su caminar histórico, también podemos encontrarle nosotros.

     San Pedro, el día de Pentecostés, anunció a Jesús resucitado diciendo: "nosotros somos testigos" (Act 2,32). Más tarde, trazaría un  camino para ver a Jesús con los ojos de la fe: "que vuestra fe aparezca digna de alabanza en la revelación de Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso, logrando la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1Pe 1,7-9).

     Siguiendo estas pautas, los santos han vivido en la oscuridad de la fe y, desde esta perspectiva, han encontrado a Cristo resucitado. "Bienaventurados los que sin ver creen" (Jn 20,29), dijo Jesús apareciendo a Santo Tomás y a los demás apóstoles. Es la actitud de María, que creyó apoyada en las palabras del ángel. Como Santa Isabel, los santos se han inspirado en esta fe mariana: "Bienaventurada tú que has creído" (Lc 1,45).

     Quien se abre a la verdad y al amor, es atraído por Dios que es la Verdad y el Amor. El deseo y la búsqueda de Dios es irresistible, porque nace del mismo Dios que lo ha sembrado en nuestro corazón: "no me escondas tu rostro" (Sal 142,7). Este deseo de ver a Dios es ya un preludio de la visión y del encuentro definitivo.

     Cuando se deja entrar "la palabra de Dios" en el corazón, es como una "espada de dos filos" (Heb 4,12), que, por una parte, corta las amarras que impiden la libertad, y, por otra, rasga el velo o la nube que nos separa de Dios. Esta palabra comunica "luz" a los que creen, pero se convierte en "escándalo" para los que se cierran a la fe (Lc 2,32-35). Los santos, a ejemplo de María, han sabido compartir la vida de Cristo y, por ello mismo, se han encontrado con él en los momentos más inesperados y de la manera más sencilla que podemos imaginar. A nosotros nos pasaría lo mismo si viviéramos como ellos...

     Las cosas, los acontecimientos y, sobre todo, las personas, dejan entrever a Dios Amor, que se desvive por todos y por cada uno. Pero se necesita un corazón abierto al amor para entender de amor. Quien sólo "utiliza" a los hermanos y a las cosas para su propio interés, embota su corazón y no acierta a ver a quien ha creado todo por amor y se da él mismo por amor. "En cada una de las criaturas vemos a Dios, su sello, su amor, su ternura" (María Inés Teresa Arias).

     Hay una nueva vida que Dios ha sembrado en nuestro ser más hondo. Es la vida de la "gracia", como participación en la misma vida de Dios Amor. Es esa vida, como injerto de la caridad divina, la que nos hace ver más allá de la superficie de las cosas. Es como la voz de la sangre, la "semilla incorruptible" (1Pe 1,23), que nos hace "consortes de la naturaleza divina" (2Pe 1,4).

     Cuando la vida se resuelve en amor, la presencia de Dios se hace más palpable, como inicio de un encuentro definitivo: "rompe la tela de este dulce encuentro" (San Juan de la Cruz). Se adivina entonces que ese encuentro sólo será definitivo después de esta vida mortal: "descubre tu presencia, y máteme tu vida y hermosura. Mira que la presencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz).

     Ese deseo de ver a Dios nace de una realidad profunda que es ya inicio de la visión. Es como un "canto nuevo" que sólo saben cantar los que "siguen al Cordero" (Apoc 14,3-4), es decir, los que viven del encuentro con Cristo por la fe, la esperanza y el amor. Esa buena nueva de Jesús es un don suyo como patrimonio de toda la humanidad. Inmensas multitudes no saben este mensaje porque no ven su transparencia en la vida de quienes decimos que ya creemos.

     Algunos santos han expresado esta realidad por medio de poesía inigualable. Escribía Santa Teresa de Avila: "vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero". Pero los santos sabían muy bien que "de los niños es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Ellos vivieron con un corazón de niño que se abre siempre al infinito. El día de su muerte fue propiamente el día de su verdadero nacimiento. Estos santos son los que amaron de verdad la existencia terrena y más se desvivieron por todos los demás hermanos.

 

2. Autenticidad de los testigos del encuentro

     Los santos nos acomplejan porque son personas auténticas. A veces nos formamos sobre ellos una idea inexacta. De hecho eran personas tan sensibles a la presencia de Dios, que vivían del deseo de verle y de encontrarle. Pero eran así porque reconocían su propia realidad quebradiza ante la infinita misericordia de Dios: "tenemos este tesoro en vasos de barro" (2Cor 4,7). Entonces sabían advertir las huellas de Jesús hasta en el rostro de un pobre, de un enfermo, de un marginado. Para ellos, cualquier persona es "el hermano por quien Cristo ha muerto" (Roma 14,15). Toda persona es una historia de amor.

     Si los santos fueran sólo ejemplo de cosas extraordinarias, ya no serían ellos, sino el fruto de nuestra imaginación. Ellos son ejemplo de que nuestro barro puede ser modelado cariñosamente y maravillosamente por el divino alfarero: "como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano" (Jer 18,6). Dios se deja entrever sólo de los que se reconocen pequeños y pobres: "Dios ha mirado la nada (el "humus", la tierra) de su esclava" (Lc 1,48).

     Pedro, que sería el "testigo" cualificado de Cristo resucitado (Act 2,32) y el que recibiría el encargo de "reconfirmar a los hermanos" (Lc 22,32), aprendió la presencia amorosa de Cristo dejándose mirar por él en un momento de pecado y de fracaso (Lc 22,61-62). Así experimentó en sí mismo que cada persona es una oveja predilecta del "príncipe de los pastores" (1Pe 5,4).

     Pablo, que vivió siempre en sintonía con Cristo (Gal 2,20) y que experimentó repetidas veces su presencia y su palabra (Act 18,18,9-10; 2Tim 4,17), se consideró siempre lleno de "debilidades" (2Cor 12,5) y amado del Señor. Para él, todo ser humano ha sido amado eternamente por Dios en Cristo, hasta llegar a ser "hijo en el Hijo" (cfr. Ef 1,5).

     A Jesús le oyeron y vieron muchos. Todos contemplaron sus signos. No todos creyeron en él, porque muchos "amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,37-43). Cuando Jesús, por intercesión de María, "manifestó su gloria" de Hijo de Dios que comparte con nosotros los gozos y las tristezas, entonces "sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11). A esos seguidores suyos, que descubrieron su presencia amorosa, Jesús les llamó "mis pequeñuelos" (Mt 10,42).

     Es interesante (y hasta nos parece curioso) observar la predilección de los santos por los "pequeños": niños, pobres, enfermos, marginados, personas que buscan la verdad, familia, jóvenes... No iban sólo para proporcionar una ayuda de beneficencia, sino que sabían, por propia experiencia, que esos "pobres" eran las personas más preparadas para encontrar a Dios y llegar a las alturas de la santidad y de la contemplación. Las mejores explicaciones sobre la experiencia de Dios, las escribieron los santos pensando en personas del pueblo sencillo.

     Cada vez es más frecuente ver y oir, en los medios de comunicación social, a personas que, por el hecho de tener un "pedestal", ya se creen con el derecho de hablar de todo y con un tono dogmático. Quien lee los místicos cristianos observa todo lo contrario. Ellos se consideran siempre aprendices. De hecho, sus mejores aplicaciones son frecuentemente una reflexión sapiencial suya sobre experiencias de personas pequeñas y pobres a las que ellos aconsejaron. Una persona de poca "altura" intelectual creía que no sabía orar y pasaba todo el tiempo de la oración pensando o diciendo: "estoy contenta porque Dios es bueno, hermoso, santo"... San Juan de la Cruz lo expresó con lírica inimitable: "gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura, al monte y al collado, do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura".

     La experiencia de la benignidad, de la misericordia y de la ternura paterna de Dios, se obtiene o, mejor, se recibe, reconociendo la propia realidad limitada y pobre. Ese fue el "camino" de los santos. Cristo espera, "sentado y cansado del camino", junto a nuestro pozo de Sicar (Jn 4,6). "El se acuerda de qué (barro) hemos sido hechos, se acuerda de que no somos más que polvo" (Sal 102,14).

     Los santos, por ser humildes, es decir, auténticos, no buscaban a Dios en "cisternas agrietadas", sino en "los manantiales de agua viva" (Jer 2,13). El secreto está en descubrir que los dones que Dios ha puesto en el cosmos y en nuestro corazón, son sólo un mensaje de que es él en persona quien se nos quiera mostrar y comunicar. A Dios se le encuentra en la propia realidad y pobreza. Ese es el único "camino" de la contemplación, es decir, de ver y descubrir a Cristo, la Palabra personal de Dios Amor cerca y dentro de nuestro corazón.

     Los santos lo expresaron así:

 

     "Con el corazón herido vi tu resplandor... Que me conozca a mí para que te conozca a ti" (San Agustín).

 

     "Señor, yo soy una pobre tierra sin agua; dad a este pobre corazón esta gracia" (Santa Juana F. Fremiot de Chantal).

 

     "Mi alma está enferma de hambre de tu amor; que tu amor la sacie... La oración es una queja de la ausencia de Dios... Estás dentro de mí, en torno a mí, y yo no te siento" (San Anselmo).

 

     "Yo no busco ni deseo otra cosa que a ti solo, Señor, atráeme a ti... Abre a un huérfano que te invoca. Méteme en el abismo de tu divinidad; hazme un solo espíritu contigo" (San Alberto Magno).

 

     "No me moveré en absoluto de mi nada, si no soy movido por Dios... Espero luz después de la tinieblas" (San Pablo de la Cruz).

 

     "Nosotros somos pobres de todo; pero si oramos, ya no somos pobres" (San Alfonso María de Ligorio).

 

     "¿Quieres y buscas a Dios? ¿con qué te podrás excusar si no lo tuvieres? No te excusará tu pobreza, que de balde se da" (San Juan Bautista de la Concepción).

 

     "La oración es un ratito que tenemos para conversar con el Esposo, para recrearnos con él... ¿Cuándo me uniré a mi Amado y daré un abrazo a mi Santísima Madre la Virgen María?" (Bta. Paula Montal).

 

3. Un camino asequible a todos

     La vida cristiana consiste en "caminar en el amor" (Ef 5,2). La "ley" que Dios Amor ha dictado y grabado en el corazón es como la ruta que nos lleva a la visión y encuentro con él: "amarás al Señor tu Dios con todo el corazón" (Deut 6,5; Mt 22,37). Esta pauta de la "perfección de la caridad" es una llamada "para todos" (LG 39-40). Jesús proclamó la llamada universal a la santidad con términos nuevos: "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

     Los niños aprenden a caminar porque son consecuentes con su ser de niños. El camino del amor hacia la visión de Dios sólo exige una actitud filial de reconocerse débil, amado y, consecuentemente, capacitado y decidido a abrirse totalmente al amor. San Juan de la Cruz describe los momentos más elevados de la vida espiritual y contemplativa con la comparación de la oveja perdida y reencontrada: "el Buen Pastor se goza con la oveja en sus hombros, que había perdido y buscado por muchos rodeos" (Cántico). Ese encuentro de Dios en lo más hondo del corazón tiene lugar cuando "el alma... con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios" (LLama).

     Se necesita sólo un corazón sano para "leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado" (CA 37). Entonces se adquiere un "conocimiento interno", es decir, profundo de las cosas y de los acontecimientos. Dios ha creado todo por amor, lo conserva todo con amor y está presente amándonos. Diría San Ignacio de Loyola que en todas estas cosas y dones nacidos de su amor, "el mismo Señor desea dárseme" (Contemplación para alcanzar amor).

     Los ojos están sanos para ver a Dios cuando el corazón se hace libre de toda inclinación torcida y egoísta: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). Quien se abre al amor, descubre a Dios Amor dándose. En el agua, en la brisa, en la luz, en la vida..., se contempla a Dios, se le descubre escondido, cuando uno tiene la audacia de decir: "dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta" (San Ignacio, ibídem).

     Lo que dicen los santos sobre la presencia de Dios en nuestras vidas, es algo sencillo y profundo a la vez, al alcance de los niños y de los pobres, como todo el evangelio. Si no fuera así, no sería el mensaje de Jesús o estaría mal expuesto. Pero hay que distinguir el meollo de este mensaje, de la exposición literaria hecha por un escritor humano. La lírica y la teología de San Juan de la Cruz no la puede repetir cualquiera. Tampoco son para todos algunas gracias extraordinarias que, de suyo, no constituyen la santidad y la contemplación. Cuando estos santos escriben, tiene en la mente, como interlocutores o lectores, a la gente del pueblo, con tal que abran el corazón a Dios. De ahí que pongan como modelo del encuentro con Dios a la ovejita perdida y reencontrada, la samaritana, Saulo, la Magdalena, etc. Basta con reconocer la propia sed de Dios, expresándola cada uno a su modo, y querer "amar con todo el corazón".

     Hay tres aspectos que se destacan en el mensaje que los santos, testigos del encuentro, nos quieren comunicar: hay que limpiar el corazón, orientarlo decididamente hacia el amor y procurar ver a Dios en todo. En nuestra vida hay siempre defectos y debilidades, pero hay que tomar una decisión, renovada todos los días, de volver al "primer amor" (Apoc 2,4).

     Podemos resumir brevemente la doctrina de San Juan de la Cruz de este modo: buscar con sinceridad ("buscando mis amores"), afrontando la realidad según los planes de Dios ("iré por esos montes y riberas"), dejando de lado todo lo que no suene a amor ("ni cogeré las flores"), si espantarse ante las debilidades y problemas ("ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras"). No puede haber sucedáneos en esta búsqueda ("el ganado perdí que antes seguía"). Para llega al Todo, que es Dios, hay que estar dispuesto a "salir" de la propia instalación y a perder todo lo que no sirva para realizarnos según el amor: "diréis que me he perdido, que andando enamorada, me hice perdidiza, y fui ganada".

     Esta libertad del corazón es una tarea que se va realizando continuamente. Pero no sería posible sin un fuerte enamoramiento de Cristo. Estamos invitados a entrar en sus amores, para quedar captados por él: "en la interior bodega, de mi Amado bebí, y, cuando salía, por toda aquesta vega, ya cosa no sabía, y el ganado perdí que antes seguía" (San Juan de la Cruz). La vida es hermosa porque ya quiere vivirse como donación a Dios y a los hermanos. El hecho de vaciarse de sí (o del falso yo) para llenarse de Dios Amor, hace posible el realizarse a sí mismo de verdad: "ya sólo en amar es mi ejercicio" (idem). El salmista nos invita a orar así: "tu amor es mejor que la vida" (Sal 62,4).

     No es la lírica ni la explicación teológica ni las gracias extraordinarias lo que hace llegar a la experiencia de Dios Amor, sino esta orientación de todo el ser hacia él. Entonces el sol y la luna, el agua y la tierra, y todas las cosas, dejan entrever a quien lo ha creado y lo conserva por amor, y está presente para comunicarse él mismo: "mi Amado, las montañas"... Los "ojos" o mirada de Dios Amor ya se reflejan en el propio corazón y en todo el cosmos. Precisamente porque se experimenta la cercanía de Dios, se siente más fuertemente su ausencia y el "todavía no" de una visión plena. Sólo los enamorados pueden hablar así: "salí tras ti clamando, y eras ido".

     Parece como si del encuentro definitivo sólo nos separara un tenue "velo", a modo de "nube luminosa" que, en el Tabor, muestra a Cristo Hijo de Dios mientras lo esconde (Mt 17,5). Se desea ardientemente la visión: "descubre tu presencia"..., "rompe la tela de este dulce encuentro"...

     Uno desearía sentir los pasos de Jesús, ver sus huellas, oír su voz... Pero ya se ha aprendido a descubrirle más presente y más cercano cuando se le "siente" lejos y en silencio. El mejor regalo de Cristo, siempre presente y cercano, es la convicción de que, si no le vemos, es porque identifica su caminar con el nuestro: "mi alma se aprieta contra ti, tu diestra mi sostiene" (Sal 62,9).

                       MEDITACION BIBLICA

- Aprender de los santos a encontrar a Dios

     "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45).

     "Busqué y no lo hallé... Hallé al amado de mi alma" (Cant 3,2-4).

     "Nosotros somos testigos" (Act 2,32).

     "Los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8).

     "Mi alma se aprieta contra ti, tu diestra mi sostiene" (Sal 62,9).

 

- A Dios se le encuentra en la propia realidad y pobreza

     "¿Por qué lloras? "¿a quién buscas?" (Jn 20,15).

     "Tenemos este tesoro en vasos de barro" (2Cor 4,7).

     "Como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano" (Jer 18,6).

     "Dios ha mirado la nada (el "humus", la tierra) de su esclava" (Lc 1,48).

     "Gustosamente presumiré de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2Cor 12,9).

     "El se acuerda de qué (barro) hemos sido hechos, se acuerda de que no somos más que polvo" (Sal 102,14).

 

- La experiencia de los santos es imitable

     "Venid y veréis" (Jn 1,39).

     "Que vuestra fe aparezca digna de alabanza en la revelación de Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso, logrando la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1Pe 1,7-9).

     "Bienaventurada tú que has creído" (Lc 1,45).

     "Bienaventurados los que sin ver creen" (Jn 20,29).

     "De los niños es el reino de los cielos" (Mt 5,3).

     "Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11).

     "Caminar en el amor, como Cristo nos amó" (Ef 5,2).

     "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón" (Deut 6,5; Mt 22,37).

     "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

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