II. ¿NO ME CONOCEIS?
1. Sólo Jesús ha visto a Dios
2. Dios cercano y visible en Jesús
3. Compañero de viaje hacia la visión y encuentro definitivo
Meditación bíblica.
1. Sólo Jesús ha visto a Dios
No hay ningún ser humano que haya visto verdaderamente a Dios en esta tierra. Ha habido siempre hombres auténticos, sabios, santos, fundadores de religión, pensadores, poetas, genios, hombres sencillos y comprometidos en la búsqueda de la verdad y en la práctica del bien... Ninguno ha dicho que ha visto a Dios cara a cara.
Es verdad que ha habido y siguen habiendo muchas personas que dicen tener una fuerte experiencia de Dios, de tipo relacional, artístico, "místico"... Muchas religiones han tenido origen en una fuerte experiencia religiosa de un fundador. La providencia de Dios ha ido dejando huellas de su presencia amorosa, que tiende hacia un futuro de plenitud en la visión y en el encuentro. Pero "a Dios no lo ha visto nadie" (Jn 1,18).
Nadie tiene derecho a considerar como exclusiva su propia experiencia de Dios, porque él se manifiesta a cada uno que abre su corazón al amor. Habrá siempre mucha escoria en el corazón, en las comunidades y en las instituciones civiles y religiosas. Pero "el Espíritu (de Dios Amor) se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad... Es también el Espíritu quien esparce 'las semillas de la Palabra' presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo" (Rmi 28).
Jesús no ha dado origen a una religión sólo a partir de una fuerte "experiencia" religiosa. El es el Hijo de Dios hecho hombre, que "no ha venido a destruir, sino a completar" purificando (Mt 5,17). Se ha hecho hermano de todos y de cada uno sin excepción y sin preferencias de razas y culturas. La originalidad de su vida y de su mensaje radica en su realidad de Hijo de Dios: "a Dios no lo ha visto nadie; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). "Yo hablo de lo que he visto en mi Padre" (Jo 8,38).
Si Jesús nos ha legado un mensaje concreto (resumido en nuestro "credo"), un estilo de vida (mandamientos) y unos signos salvíficos de su presencia (sacramentos), es para invitarnos a una experiencia de encuentro con Dios (oración y caridad), que se convertirá en visión plena y encuentro definitivo en el más allá.
Jesús "convoca" a todo ser humano y a todos los pueblos, con todo su bagaje cultural y religioso (valorado y purificado), para "pasar" a esa "visión" actual de Dios, que se llama "fe": "creed en el evangelio" (Mc 1,15). Los que ya han respondido a la "convocación" forman su "Iglesia" (=comunidad convocada), que él llama cariñosamente "mi Iglesia" (Mt 16,18). A "los suyos" (Jn 13,1), Jesús les confía ese tesoro de la fe, que debe ser patrimonio de toda la humanidad.
La fe en Jesús equivale a una vida de sintonía con él, a un cambio o apertura ("conversión"), a modo de "adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio" (RMi 46). Es, pues, dejarse amar y perdonar por él, para dejarse contagiar de su "visión" de Dios.
Sólo Jesús ha visto verdaderamente a Dios, por ser su Hijo que, como Dios, ha entrado en el seno del Padre, expresándole su amor en el Espíritu Santo. Desde el día de la encarnación en el seno de María, el Hijo de Dios es hombre verdadero, nuestro Salvador, que ha venido para que nosotros, "conociendo" a Dios Amor, tengamos una vida nueva: "ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).
Cuando Jesús nos dice que "miremos" las flores y "observemos" los pájaros (Mt 6,26), nos hace una invitación a "ver" a Dios de modo nuevo. Porque Dios es nuestro Padre y Jesús nos hace partícipes de su misma filiación: "bien lo sabe vuestro Padre celestial" (Mt 6,32); "¡cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a quien se las pida!" (Mt 7,11).
Hay que aprender a leer en la vida una presencia amorosa de Dios. Pero sólo es posible conviviendo con Jesús. El Hijo de Dios no quiso ningún privilegio en provecho suyo. La novedad está en decir, con él: "sí, Padre, porque así te agrada" (Lc 10,21). La historia no se construye ni con la rabia ni con la huida ni con la indiferencia, sino que sólo se construye amando. Y eso sólo es posible cuando se vislumbra una presencia de Dios que nos ama y nos capacita para amar.
En el sermón de la montaña, dice Jesús: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). El "corazón" significa todo ese mundo interior que es expresión de todo cuanto sentimos, pensamos, amamos, queremos... Ahí debe construirse la unidad más profunda del ser humano, como el "ojo" interior, que puede transformar todo nuestro ser en "luz" o en "tinieblas" (Mt 6,22-23). La claridad o limpieza de nuestra "mirada" se traduce en apertura a todo lo bueno para hacerse uno mismo donación, a "imagen de Dios" (Gen 1,26-17). Cuando el "corazón" vive en ese tono, todas las cosas, acontecimientos y personas se hacen transparencia de Dios.
No es posible "ver" a Dios sin vivir en sintonía con los amores y vivencias de Cristo: "tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5). El, en cuanto Verbo o Hijo de Dios, es una mirada amorosa al Padre; en cuanto hombre, tiene nuestros mismos sentimientos, pero abiertos siempre a la presencia y al amor del Padre. Vivió siempre "ocupado en las cosas del Padre" (Lc 2,49). Y esta ocupación era su plan de vida permanente (Mt 3,15), su "comida" o vivencia profunda (Jn 4,34), su "misión" o identidad (Jn 5,30), su "obra" que había de llevar a cabo (Jn 17,4). Por esto no estuvo "nunca solo" (Jn 8,29) y siempre habló de lo que estaba "viendo en el Padre" (Jn 8,38).
Como hombre verdadero, Jesús experimentó la oscuridad de un aparente "silencio" y "ausencia" de Dios (Lc 22,42aa; Mt 27,46). Jesús sabía que el Padre "no le deja solo" (Jn 8,29). Por esto en los momentos de oscuridad y sufrimiento, manifiesta una experiencia más profunda de Dios: "en tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). La vida mortal de Jesús es una "pascua", un "paso" hacia el Padre. El día de la encarnación había orado así: "vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7). Después de su muerte, al aparecer resucitado, dice a los suyos: "voy a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).
Así, en nombre nuestro, como "primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29), "Jesús, el Hijo de Dios, ha penetrado los cielos" (Heb 4,14), siendo "el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8). "Nadie sube al cielo, sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo" (Jn 3,13).
La palabra "cielo" no es, pues, una palabra de adorno, sino una realidad: nuestra misma vida que, por ser vida de Jesucristo, comienza a ser "vida eterna". Con Cristo y en unión con todos los hermanos, ensayamos la visión definitiva de Dios, que un día será nuestra plenitud.
2. Dios cercano y visible en Jesús
Toda la historia humana es una búsqueda de la verdad y del bien. Y en esa búsqueda, gozosa y penosa a la vez, ningún corazón humano ha dejado de preguntarse sobre Dios. El hombre ha ido elaborando ideas y expresiones de ese "alguien", sin el cual la existencia humana se hace un misterio inexplicable. En toda religión hay el riesgo de construirse un "dios" a la medida del propio interés y según las preferencias del momento.
El rechazo de Dios, que aparece con relativa frecuencia en nuestra época, refleja ordinariamente la resistencia innata del corazón a toda caricatura sobre Dios. "Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del evangelio" (GS 19). Muchas veces son los mismos creyentes quienes "han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios" (ibídem).
Dios se nos ha hecho cercano y visible en nuestra historia concreta por medio de Jesús, su Hijo, el "Emmanuel" o Dios con nosotros. Nos quejamos de que Dios parezca ausente y callado ante los acontecimientos humanos. Pero es él quien tiene toda la razón al quejarse de que no le hayamos descubierto presente entre nosotros: "¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido?" (Jn 14,9).
Sólo Jesús ha podido decir con autenticidad y verdad: "quien me ve a mi, ve al Padre" (Jn 14,9). Los que buscaban "ver a Jesús" (Jn 12,21) tenían necesidad de sentir a Dios cercano. Jesús es la epifanía personal de Dios: "yo y el Padre somos una misma cosa" (Jn 10,30).
El modo de amar de Jesús es original, porque presenta las características del amor divino. Si nace pobre en Belén y muere desnudo en la cruz, es para decirnos que se nos da él mismo en persona. Si se acerca y recibe a todos y a cada uno sin distinción, es porque transparenta el amor de Dios, que "hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt 5,45).
El fenómeno de recibir o de rechazar a Jesús, es como una tensión histórica humanamente inexplicable: "vino a los suyos y los suyos no le recibieron; pero a cuantos le recibieron, dioles le poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,11-12).
La humanidad de Jesús es un signo o expresión de todo lo que es él. Es Dios, hombre y Salvador: "el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Jn 1,14). "Ver" la realidad de Jesús, en toda su "gloria" de Dios hecho hombre, sólo es posible cuando nos abrimos al amor: "hemos visto su gloria; la gloria propia del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Cuando el corazón se cierra en sí mismo egoísticamente, buscando el propio interés, entonces no es posible ver a Dios presente en nuestra vida: "no creyeron en él... porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,37.44).
En toda la creación y en todo el decurso de la historia, se encuentran signos de la presencia, cercanía y amor de Dios. De modo semejante, desde la encarnación, en todo corazón humano hay huellas de la presencia de Jesús, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano y protagonista: "todo ha sido creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él" (Col 1,16-17).
Es un hecho que se puede constatar continuamente: no hay un solo corazón humano que permanezca insensible ante la bienaventuradas y el mandato del amor. Y es más evidente este hecho cuando se presenta, con autenticidad y coherencia, la vida de Jesús que "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). El atractivo de Jesús es irresistible, cuando su vida aparece a través de la vida de sus testigos. Entonces no deja de "arder el corazón" (Lc 24,32).
La huella de Jesús, que se encuentra en todo corazón humano y en toda cultura, necesita, para despertar en la conciencia de cada persona, encontrar la sintonía de creyentes que vivan enamorados de Cristo y que sean su transparencia. Hace ya veinte siglos que resonaron en el mundo las palabras de Jesús: "yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). "No hay salvación fuera de él" (Act 4,12). El problema de fondo es que Cristo ha querido necesitar de nuestro testimonio para que le encuentren a él como "Dios con nosotros".
Los seguidores de Cristo están llamados a "transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima" (RMi 24). "No hay que dejarse atemorizar por dudas, incomprensiones, rechazos, persecuciones" (Rmi 66). No se puede anunciar a Cristo por medio de evangelizadores tristes y desalentados. La sociedad humana necesita siempre ver en a los creyentes y apóstoles "la alegría de Cristo" (EN 80), como huella clara de su presencia salvífica.
En toda época histórica y, de modo especial, en la nuestra, el ser humano busca garantías de "salvación". Hay miles de propuestas por parte de grupos fanáticos y de sectas ilusas, que, a pesar de ser trampa y cartón, han acertado en el blanco: "sentirse" salvados. La trampa está en el "sentirse" sujetivista al margen del amor de donación y, por tanto, al margen de Cristo "el Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4,14). Una "religiosidad sin Dios" (PDV 6) es un ateísmo camuflado, una religiosidad salvaje.
Es fácil encontrar a Cristo y, en él, a Dios Amor, cuando uno sabe dar un "vaso de agua" al hermano sediento (Mt 10,42), respetar y admirar la inocencia de un niño (Mt 18,10), alentar a un enfermo (Mt 25,36), levantar a un marginado mal herido (Lc 10,33-34), compartir el pan con los demás (Mt 25,35), comprender los defectos del hermano (Mt 7,2ss). Entonces, a través nuestro, "Cristo se convierte en signo legible de Dios que es amor" (SD 3).
Cristo deja sus huellas en la vida de cada persona. Para una mujer divorciada, las huellas de Jesús eran las de un forastero "cansado del camino", que pedía de beber (Jn 4,6). Para un enfermo que sufría parálisis hacía ya 38 años, fue una pregunta dirigida al corazón: "¿quieres curar?" (Jn 5,6-7). Para un ciego recién curado por Jesús, fue un examen sobre la fe: "¿crees en el Hijo de Dios?" (Jn 9,35). Para Saulo, el fariseo perseguidor de los cristianos, fue descubrir que Cristo vivía en cada hermano: "Saulo, ¿por qué me persigues?" (Act 9,4)...
Jesús está acostumbrado a que le cierren las puertas (Lc 2,7) y a que le esquiven su mirada de amor (Mc 10,21) o a que interpreten mal sus deseos de salvarnos (Jn 4,9). Esos malentendidos son algo "mejor" que la adulación y la indiferencia. Nadie es capaz de reaccionar ante Cristo y ante su evangelio con "tranquilidad" estoica. Algunos aparentan quedarse tranquilos diciendo que son "agnósticos". Pero ya se encarga Jesús de dejarnos en el corazón una cierta inquietud, que sólo puede satisfacerse con un encuentro verdadero: "dame de esta agua" (Jn 4,15).
En toda cultura y religión hay huellas de Dios Amor, como preparación para un encuentro con él, que se manifiesta en Cristo su Hijo. Siempre se puede adivinar huellas de Dios que conducen a una "madurez en Cristo" (RMi 28). Para avivar esas huellas, se necesitan creyentes y apóstoles que, por su vida profundamente relacionada con Cristo y con los hermanos, manifiesten "su experiencia de Jesús" (RMi 24).
Dios se hace visible en nuestra historia personal y comunitaria. En el atropello y muerte de un inocente o de cualquier hermano, allí está él haciéndonos ver el rostro de su Hijo: "a mi me lo hicisteis" (Mt 25,40). Y cuando somos nosotros los hundidos o marginados y en plena tempestad, allí también está él: "soy yo" (Jn 6,20).
Para que otros hermanos descubran a Cristo presente en su existencia cotidiana, como "pasando" y respetando su libertad, se necesita el testimonio de quienes, sin merecerlo, ya han encontrado al Señor: "este es el Cordero de Dios" (Jn 1,36); "hemos encontrado a Jesús de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).
3. Compañero de viaje hacia la visión y encuentro definitivo
La cercanía de Jesús, en cada ser humano sin excepción, es una consecuencia de su realidad de Dios hecho nuestro hermano (Jn 1,14). Nuestro caminar hacia el más allá, se nos hace desposorio con Cristo. El comparte nuestro caminar, haciéndose nuestro "camino" y consorte. Y nos hace sentir su misma experiencia filial: nuestro Padre Dios nos mira con el mismo amor con que mira a Jesús (Jn 17,26). Así nos lo dice él mismo: "el Padre os ama" (Jn 16,27).
Repetidamente Jesús explicó el sentido de la vida humana por medio de parábolas de bodas (Mt 22,1-14; 25,1-13). El mismo es el "esposo" (Mt 9,15), es decir, quien comparte nuestro existir corriendo nuestra misma suerte ("consorte") y haciéndonos complemento o prolongación de su misma vida.
Jesús vivió la experiencia de Dios, su Padre, compartiéndola con nosotros: "yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn 17,22; cfr. 17, 5). Toda su vida es un "paso" (pascua) hacia el Padre (Jn 13,1), llevándonos de la mano a todos y cada uno: "salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre" (Jn 16,28); "subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).
El Señor habló de este caminar y de esta suerte común, como quien prepara un hogar futuro que ya comienza a ser realidad: "voy a prepararos lugar... De nuevo vendré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros" (Jn 14,2-3). Esta preparación de un hogar común se hace con el seguimiento evangélico de Cristo, compartiendo su misma suerte: "si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26).
Ahora Jesús vive glorificado junto al Padre; pero su deseo más hondo es el de compartir esta gloria y visión de Dios con nosotros, como él mismo lo pidió en la última cena: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado" (Jn 17,24).
Nuestra realidad histórica de peregrinos que no pueden esquivar la muerte, se nos convierte en una nueva experiencia de Dios en Cristo su Hijo. En efecto, Cristo comparte con nosotros nuestras limitaciones y hasta nuestra muerte, para hacernos partícipes de su misma vida inmortal: "si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rom 6,8); "sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).
Se dice de algunas personas santas que llegaron a experimentar sensiblemente la compañía y la palabra de Jesús. Esta experiencia, de suyo, no es señal de santidad, sino que es un signo de lo que hace Jesús con todos, aunque de modo diverso. Tal vez estas personas, debido a su debilidad, necesitaban estas gracias extraordinarias, o quizá también eran gracias concedidas para que pudieran reconfirmar a otros en la fe y vivencia evangélica. Pablo, refugiado en Corinto después de la predicación dolorosa de Atenas, oyó que Jesús le decía: "no tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Act 18, 9-10). Juan Pablo II, en la encíclica misionera (RMi 80), aplica este texto a todo apóstol: "precisamente porque es 'enviado', el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. 'No tengas miedo... porque yo estoy contigo' (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre".
Nuestra fe en el cielo, donde veremos a Dios "cara a cara" (1Cor 13,12), se basa en el amor esponsal de Cristo resucitado. "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen (o han muerto)" (1Cor 15,20). Su muerte y su resurrección son parte de nuestra herencia.
El Padre nos ama como consortes y prolongación de Cristo. Por esto, "por el gran amor con que nos amó... nos dio vida por Cristo... y nos resucitó y nos sentó en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,4-6).
Es verdad que para experimentar esta cercanía de Cristo y vivir gozosamente la esperanza en la visión de Dios, hay que ser consecuentes con la fe cristiana. Pero Jesús ofreció este don a un criminal arrepentido, que nosotros hemos calificado de "buen ladrón": "hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Jesús ha dado "su vida en rescate por todos" (Mt 20,28), puesto que "tenía que morir para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).
En este caminar personal y comunitario hacia la visión de Dios, encontramos, ya en esta vida, destellos de su presencia, palabra y amor. Cristo comparte con nosotros las luces y sombras de este caminar. Para él, nosotros somos parte de su misma biografía: "mi Iglesia" (Mt 16,18), "mis ovejas" (Jn 10,14), "mis hermanos" (Jn 20,17).
Jesús nos incorpora a su misma vida, para formar una sola familia que siga sus mismos derroteros: "quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). Esta familia de seguidores del Señor encuentra en María su modelo y madre, en una "comunión de vida", que se convierte en actualización y "memoria" del caminar histórico de Jesús.
La Iglesia es la comunidad de creyentes convocada por Cristo resucitado, quien está presente en medio de ella. No es que la comunidad eclesial necesite privilegios históricos, sino que, en los mismos avatares del caminar de toda la familia humana, experimenta por la fe la cercanía del Señor resucitado. Experimentar a Cristo cercano es fruto de la solidaridad con los demás hermanos de todos los pueblos. "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia" (GS 1).
El caminar humano está sembrado también de sorpresas desagradables, que frecuentemente parecen ocultar el rostro amoroso de Dios. En estas circunstancias de cruz y de sepulcro vacío, Jesús deja sus huellas pobres, a modo de "lienzos" y de "sudario", para probar nuestra fe, confianza y amor (cfr. Jn 20,6-7). "Ver" a Jesús donde parece que no está, sólo es posible cuando el amor supera la agresividad y el desánimo (cfr Jn 20,8).
El desierto tiene sus rutas conocidas sólo de los expertos. Se necesita un guía seguro para llegar al oasis de aguas refrescantes y sanas. Haciéndose nuestro hermano, como "cordero" llevado al matadero, Cristo es, al mismo tiempo, guía y pastor. El ha experimentado la amargura de las "lagrimas" (Heb 5,7), puesto que fue "tentado en todo a semejanza nuestra" (Heb 4,15). De este modo, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano "vino a ser para todos causa de salvación eterna" (Heb 5,9).
Sería una alienación mirar hacia el futuro para olvidar el presente. Pero la vida presente tampoco tendría sentido, si no estuviera abierta al más allá. Nuestros ojos, llenos de polvo, recobran la claridad de su mirada cuando levantamos la cabeza, sin dejar de caminar con los pies en el suelo. El corazón siente la cercanía de Dios en el presente, cuando recuerda que hay una vida definitiva. Cristo nos ayuda a levantar la mirada y a recobrar la esperanza. "El Cordero será su pastor y los conducirá a las fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos" (Apoc 7,17).
La presencia de Jesús en nuestro caminar se descubre por sus huellas eclesiales: su palabra es todavía viviente, su eucaristía es él mismo como pan comido y sacrificio, sus sacramentos son signos eficaces de su acción salvífica, su comunidad eclesial es una fraternidad con Jesús en medio (Mt 18,20)... Su promesa de permanecer con nosotros se ha hecho realidad, que hay que descubrir diariamente, de corazón a corazón: "estaré con vosotros" (Mt 28,20).
MEDITACION BIBLICA
- Sólo Jesús, nuestro hermano, ha visto a Dios
"A Dios no lo ha visto nadie; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18).
"Yo hablo de lo que he visto en mi Padre" (Jo 8,38).
"Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre" (Jn 16,28).
"Jesús, el Hijo de Dios, ha penetrado los cielos" (Heb 4,14).
"El mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).
"Nadie sube al cielo, sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo" (Jn 3,13).
- Jesús se nos hace epifanía personal de Dios
"¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? Quien me ve a mi, ve al Padre" (Jn 14,9).
"Yo y el Padre somos una misma cosa" (Jn 10,30).
"El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria; la gloria propia del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).
"Soy yo" (Jn 6,20).
"Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).
"Sí, Padre, porque así te agrada" (Lc 10,21).
"En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).
"Vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7).
"Todo ha sido creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él" (Col 1,16-17).
- Jesús presente en nuestro caminar hacia visión de Dios
"Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).
"Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado" (Jn 17,24).
"Yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn 17,22; cfr. 17, 5).
"Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).
"Primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29).
"Vino a los suyos y los suyos no le recibieron; pero a cuantos le recibieron, dioles le poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,11-12).
"Voy a prepararos lugar... De nuevo vendré y os tomaré conmigo, par que donde yo estoy, estéis también vosotros" (Jn 14,2-3).
"Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26).
"Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado" (Jn 17,24).
"Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rom 6,8).
"Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).
"No tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Act 18, 9-10).
"Vino a ser para todos causa de salvación eterna" (Heb 5,9).
"El Cordero será su pastor y los conducirá a las fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos" (Apoc 7,17).
"Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen (o han muerto)" (1Cor 15,20).
"Por el gran amor con que nos amó... nos dio vida por Cristo... y nos resucitó y nos sentó en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,4-6).
"Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43).
"Estaré con vosotros" (Mt 28,20).
- La fe en Jesús tiene sus exigencias
"No creyeron en él... porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,37.44).
"No hay salvación fuera de él" (Act 4,12).
"El Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4,14).
"¿Quieres curar?" (Jn 5,6-7).
"¿Crees en el Hijo de Dios?" (Jn 9,35).
"Saulo, ¿por qué me persigues?" (Act 9,4)...
"Hemos encontrado a Jesús de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).
"Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).
"El hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por todos" (Mt 20,28).
"Jesús tenía que morir para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).