Lunes, 11 Abril 2022 11:48

I. UN CORAZON INQUIETO

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     I. UN CORAZON INQUIETO

     1. Dios escapa a nuestros conceptos y programaciones

     2. La búsqueda incansable del corazón humano

     3. Dios se manifiesta y comunica gratuitamente

     Meditación bíblica

 

1. Dios escapa a nuestros conceptos y programaciones

     El hombre tiene frecuentemente la manía de dominar y poseer. Y si se le ocurre la idea de "Dios", quiere entonces hacerse un Dios a su medida. Pero Dios es infinitamente bueno y no se deja apresar de esas miras achatadas, sino que es él quien se deja ver y encontrar. No existe corazón humano donde no resuene la voz de Dios: "estoy contigo" (Sal 123,18).

     Y no es que las ideas y conceptos sean malos. En ellos de refleja "algo" de Dios. Pero él es "alguien". Si fabricamos ideas nacidas del amor y del deseo de verle y encontrarle, entonces hay algo más que ideas: hay latidos del corazón. En Jesús, Dios nos dice: "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21).

     Algunos han intentado practicar una especie de "religión", en la que prevalecerían los ritos, las fórmulas y los métodos sin la presencia amorosa de Dios "alguien". Si no se busca la presencia de Dios, todo es pegar golpes al aire. No hay "andamio" ni torre de Babel capaz de llegar a Dios. Pero si es el amor el que busca la relación y el encuentro, entonces cualquier detalle sirve para descorrer el velo que oculta la presencia maravillosa de Dios. Los ritos, fórmulas y métodos son buenos como medios para abrirse a una relación con Dios.

     Cuando uno quiere dominar y conquistar a Dios, no se encuentra más que con el eco ridículo de su propia voz. A Dios se le encuentra abriendo el corazón al hermano más pobre, a las flores más olvidadas, al agua que corre, a la luz pasajera...

     Si nos empeñamos en programar la visita de Dios a nuestro aire y en cómo él "debería" hacerse presente según nuestros cálculos y horarios, entonces no experimentaremos mas que ausencia, silencio y lejanía de Dios. Nos quejamos de él, olvidando que somos nosotros los que le cerramos la puerta. Si él es el Amor, se dejará sentir donde haya una puerta abierta al amor. Y amar es darse, es decir, todo lo contrario de encerrarse en sí mismo.

     Dios es siempre sorpresa. Si le comprendiéramos", no sería El. "Dios es escondido" (Is 45,15). "Nuestro saber de él es siempre inmaduro" (1Cor 13,9).

     Respetando el misterio del hombre, descubriremos el misterio de Dios cercano. Cuando se destruye el misterio del hombre reduciéndolo a una cosa útil, Dios no se deja sentir. Entonces no se ve a Dios ni en el hombre ni en la creación.

     Los ruidos y las prisas agrandan y desorbitan los problemas. Quienes son fieles a Dios en los momentos de dificultad, le descubren hasta en "la brisa" vespertina (1Reg 19,12). Una planta pisoteada por un viandante y una hojita seca recién caída del árbol, son una historia de amor entre Dios y el hombre. En los ojos inocentes de un niño y en las manos temblorosas de una anciano, hay huellas imborrables de la presencia de Dios. Al Señor le gusta hablar en el "silencio".

     Dios se acerca y se deja entrever en los acontecimientos, pero sólo a los que tienen capacidad de escuchar, admirar y agradecer. Cuando experimentamos el silencio y la ausencia de Dios y nos quejamos de ello, es que necesitamos dejarnos "lavar los ojos" por Cristo (Jn 9,7).

     En nuestros programas, cuando nos resulta útil, reservamos un espacio para Dios. Pero Dios se deja ver sólo de los sedientos de la verdad y del amor: "soy yo, el que habla contigo" (Jn 4,26; "ya lo has visto" (Jn 9,37).

     Cuando se niega a Dios o se duda de él, se le insulta y se le desafía, él con ternura de Padre (Lc 15,20; Os 11,1-4) comprende que en nuestro pataleo infantil no dejamos de buscarle.

     Dios sigue soplando con amor para derrumbar todos nuestros castillos de naipes. Nuestras seguridades y parapetos son ídolos falsos porque no suenan a amor. Todas las cosas son buenas porque Dios es bueno. Pero Dios ha creado todo para que construyamos una familia de hermanos. Cuando nos apropiamos de una flor para hacerla exclusivamente nuestra, entonces esa flor ya no comunica el aroma de un "mundo amado" por Dios (Jn 3,16). Cuando el corazón humano se encierra en sí mismo, ya no encuentra al hermano ni a Dios.

     Cuando experimentamos lo quebradizo de nuestro ser y los bandazos de la historia, nos da la impresión de que todo se tambalea, también la "idea" de Dios. La protesta y la rabia no sirven para nada. ¿Por qué no aceptar y amar el hecho de que se derrumba nuestra programación y nuestro andamio? Es nuestra "idea" de Dios la que se resquebraja; pero Dios, que nos ama tal como somos, sigue siendo el mismo: el "Otro", el que es "fiel" a la existencia humana por ser fiel al Amor (Ex 3,14).

     La persona humana empieza a ser tal cuando tiene la audacia de "trascenderse" haciéndose relación y donación a los otros: "a ti levanto mis ojos, a ti que habitas en los cielos" (Sal 122,1). Esos "cielos", donde Dios habita, son el "más allá" de esa superficie algo rugosa de nuestra historia que palpamos todos los días.

     En los momentos de oscuridad, Dios está más cerca que nunca, "más íntimamente presente que yo mismo" (San Agustín). Las explicaciones teóricas son insuficientes. Nos basta con mirar de hito en hito el rostro de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Entonces sentiremos su "mirada de amor" (Mc 10,21). En esos momentos es cuando especialmente "nos guía la fe", pero todavía "no la visión" (2Cor 5,7).

     El misterio del hombre comienza a descifrarse cuando su propio ser se abre al amor. "Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).

     Cuando reconocemos con autenticidad nuestra limitación, sin patalear y sin desanimarse, entonces descubrimos lo más maravilloso de nuestro ser: se abre al infinito, se hace infinitamente receptivo. Entonces Dios se manifiesta descubriendo y comunicando la profundidad de su verdad y de su amor. La prueba de haber encontrado a Dios es la actitud de escucha y de admiración por todo lo bueno que hay en cada cosa y en cada hermano. "Que yo me conozca a mí, para que te conozca a Ti" (San Agustín).

     Sólo los que buscan de verdad, encuentran las maravillas de la creación. La búsqueda sencilla y filial de Dios es señal de haberle encontrado. Todas las cosas nos hablan de él. Desde él se ven todas las cosas en su perspectiva más auténtica. La visión plena de Dios sólo será posible cuando nuestro cántaro, con el que vamos cotidianamente a la fuente, quedará "roto" por la fuerza de los "torrentes de agua viva" (Jn 7,38).

     La palabra "Dios", si no llega a ser relación y servicio a los hermanos, no pasa de ser un adorno deleznable y una idea pasajera, vulnerable por las corrientes del pensamiento y del quehacer humano. Pero cuando Dios es "alguien", entonces "ningún torrente puede extinguir el amor" (Cant 8,7).

 

2. La búsqueda incansable del corazón humano

     Se dice que hay muchas cosas inexplicables, muchos "misterios". Pero lo que existe y es realidad no es en sí mismo un misterio. Es simplemente una invitación a llevar a efecto el deseo de saber y de vivir. El problema consiste en si acertamos o no en esa búsqueda, que un día debe ser encuentro.

     El misterio más profundo con que se topa todo corazón humano sin excepción, es la búsqueda sobre Dios como realidad viviente. No se trata sólo de ideas, que también cuestionan el corazón humano, sino de "alguien" que, habiéndonos creado por amor, nos sigue conduciendo delicadamente hacia él: "nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que te encuentre" (San Agustín).

     No hay pueblo ni cultura que no deje traslucir este "misterio"; pero, como hemos indicado, el verdadero "misterio" consiste en la invitación a continuar en la búsqueda. La tierra reseca ansía el agua para poder hacerse fecunda. Dios nos ha hecho así, a su medida: "mi carne languidece por ti, como tierra reseca sin agua" (Sal 62,2). "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.27).

     El tema de "ver" a Dios es ya clásico y constante en la historia de la humanidad. Se ha intentado dar una explicación a este deseo universal. El tema no es teórico, sino existencial. Se comienza a descifrar el misterio cuando uno acepta el reto de Dios, que ha sembrado en nuestro corazón el deseo de verle y de encontrarle definitivamente. Sin esta aceptación vivencial,es inútil buscar soluciones. "Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo iré a ver el rostro de mi Dios?" (Sal 41,3).

     Jesús hizo brotar en el corazón de la samaritana, que era una mujer divorciada, el deseo de un "agua viva" que es como "rumor de vida eterna" (Jn 4,14). Los deseos de verdad y de bien, que son la quinta esencia de todo corazón humano, sólo se pueden saciar si se orientan hacia la donación, hacia el compartir con los hermanos, hacia Dios Amor. En el camino del martirio, que tendría lugar en Roma, San Ignacio de Antioquía lo expresaba así mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: ven al Padre".

     El corazón humano experimenta unas ansias insaciables y humanamente inexplicables. Los desastres de una humanidad continuamente destruida por guerras, enfermedades, abusos, odios y egoísmos absurdos, deben terminar. Dice San Pablo que nosotros "gemimos dentro de nuestro corazón" (Rom 8,23), como sintonizando con un cosmos resquebrajado que gime oprimido por el pecado del mismo hombre: "la creación entera hasta ahora gime y tiene dolores de parto" (Rom 8,22). Pero ese gemido es auténtico cuando nace de un corazón filial, "que suspira por llegar a la adopción de hijos" (Rom 8,23). Cuando se pierde el espíritu de sintonía con cada hermano que pasa a nuestro lado, el corazón se atrofia. Su "deseo" de Dios sigue martillando, pero ya transformado en una quimera o en una duda enfermiza.

     No es que los que decimos que creemos en Dios estamos necesariamente en mejores condiciones que los hermanos que dicen que prescinden de Dios. El corazón tiene sus trampas. Con la etiqueta de la "gloria de Dios" se han manifestado siempre intereses personalistas que han arruinado personas, instituciones eclesiales y pueblos enteros. El "misterio de la iniquidad" (2Tes 2,7) está en todo corazón humano sin excepción. Pero siempre queda, más hondo todavía, el "misterio de la piedad" (1Tim 3,16). Dios nos sigue amando tal como somos, para hacernos tal como él es. Una persona sencilla oraba así: "Señor, acéptame tal como soy, pero haz de mí lo que tú crees que debo ser".

     Creían los antiguos que quien viera a Dios dejaría de existir: "nadie puede verlo y quedar con vida" (Ex 33,20). En toda afirmación humana hay siempre una partecita de verdad. Veremos a Dios y lo experimentaremos muy cercano, en la medida en que "muramos" a todo lo que no sea amor, para pasar a una nueva vida. Pero, al mismo tiempo, esta nuestra vida del presente no es definitiva y, por eso, la visión plena de Dios sólo será realidad cuando nuestra vida quedará transformada en vida eterna. Así se entiende la afirmación de San Pablo: "no deseamos ser despojados del cuerpo, sino revestidos (de inmortalidad)" (2Cor 5,4).

     Ya podemos decir a Dios, sin complejos de miedo o de conquista: "muéstrame tu rostro" (Ex 33,18); "muéstranos al Padre y nos basta" (Jn 14,8). Los niños no tienen miedo cuando se sienten en un ambiente familiar. Somos los adultos quienes les hemos contagiado nuestros miedos tontos. Cuando el corazón va recuperando su primera fisonomía, todo le parece hermoso. Entonces sabe descifrar la verdadera realidad, donde nos espera Dios, dejando de lado las caretas y fantasmas que nos hemos construido.

     El corazón se atrofia cuando piensa que ya lo tiene todo. Entonces está a un paso de la desesperación, cuando las "aguas torrenciales" arrasa su "casa sin fundamento" (Mt 7,26). La salud del corazón humano se manifiesta en la búsqueda permanente del Infinito. Esa búsqueda se alimenta de encuentros hermosos e inolvidables de huellas de Dios, que desaparecieron luego, como diciéndonos silenciosamente que hay un más allá. "Ahora nosotros te seguimos de todo corazón y buscamos tu rostro" (Dan 3,41).

     La "luz" para ver a Dios, ya en esta vida, nos la regala él mismo: "en tu luz veremos la luz" (Sal 35, 10). De hecho, ya tenemos destellos de esta luz "desde el seno de la madre" (Is 49,1). Dios nos ha creado con capacidad de "dominar la tierra" (Gen 1,28) y el universo entero. Ya se entiende que es el "dominio" de continuar la obra de Dios en bien de toda la humanidad y de todo el cosmos. Es esa verdadera "conquista" donde se va descubriendo a Dios, con un velo cada vez más tenue que nos separa de él. Y es entonces cuando el deseo de encontrarle definitivamente se hace más intenso: "rompe la tela de este dulce encuentro" (San Juan de la Cruz). Esta es la "contemplación" cristiana de "ver" a Dios cuando y donde parece que no está o cuando parece que se nos aleja. Este evangelio o "buena nueva" es para "los niños" y "pequeños", cuyo corazón ha echado por la borda los lastres del egoísmo (Mt 11,25).

     El "rostro" de Dios lo intuimos cuando los gozos nos recuerdan el agradecimiento y cuando las penas nos remiten a un "más allá". A veces nos da la impresión de ver "su espalda" (Ex 33,23) más que sus ojos amorosos. Pero él no nos quiere engañar; su "toque" nos produce dolor porque en nosotros todavía hay algo que no suena a él o porque sus dones todavía no son él. "La cruz es un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (SD 8). Con esta luz de la fe, que sólo puede comunicar Cristo, podemos descubrir que "en el mundo en que vivimos está presente el amor" (SD 3).

 

3. Dios se manifiesta y comunica gratuitamente

     El modo de amar de Dios es diferente del nuestro. Nosotros apreciamos a las personas por su cercanía: cualidades, simpatía, utilidad, afinidad... Así "sabemos" quién es quién. Pero Dios es totalmente "otro". El ama porque es bueno; no porque nosotros somos buenos, sino para hacernos buenos como él. Y ama dándose a sí mismo, más que dándonos sus cosas y sus dones. Ama gratuitamente y sin medida, antes de que nosotros existiéramos, antes de que nosotros le conozcamos y amemos. "Nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo" (Ef 1,4). "El nos ha amado primero" (1Jn 4,10).

     Esta gratuidad del amor de Dios nos desconcierta. Primero se nos hace presente en sus cosas o dones, para decirnos que nos ama. Pero luego esos mismos dones aparecen como quebradizos y pasajeros. Y así nos va educando para hacernos comprender que su amor va más allá de sus dones. Su amor es inquebrantable y para siempre: "te he amado con un amor eterno" (Jer 31,3).

     El camino de esta vida es siempre original e inédito. No hay dos pasos iguales ni dos trechos del camino que se identifiquen. Cada época y cada momento son irrepetibles, porque cada persona es amada y se construye de modo peculiar. Pero hay siempre "algo" que es común con aplicaciones diversas: el mirar amoroso y providente de Dios. Cada uno abre un camino inédito, que ayudará a otros hermanos a dar su paso irrepetible. "Caminarán, Señor, a la luz de tu rostro" (Sal 88,16).

     No nos acostumbramos nunca a esas sorpresas de Dios, que son siempre muestras de su amor gratuito. En el Antiguo Testamento, Dios dejaba entender su presencia con el signo de la "nube" (Ex 24,28). Aparentemente, desde entonces no ha cambiado nada. Porque Dios sigue siendo "el otro", el escondido. Pero cuando leemos el evangelio y entablamos relación personal con Cristo, esa nube, sin dejar de serlo, es "nube luminosa" (Mt 17,5). Ahora, después de la encarnación del Hijo de Dios, en cada momento de nuestra vida y a través de su palabra y de los acontecimientos, Dios nos dice: "este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5).

     El modo con que Dios se nos hace presente y cercano, lo escoge él, según la medida de su amor infinito, no según nuestros baremos. A nosotros nos parece que le vamos a encontrar cuando nos autojustificamos o cuando estamos con las botas puestas. Pero quien nos creó de la "nada", conoce nuestro "barro" más que nosotros mismos. En esos momentos de autosuficiencia estamos más embotados que nunca. El espera que reconozcamos nuestra realidad tal como es, sin complejos de escrúpulo ni de perfeccionismo. A él le encontraremos en el "templo" de la vida, cuando nos decidamos a aceptarnos "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23). Es que a él le gusta la autenticidad de que sepamos reconocernos tal como somos ante su mirada de amor.

     Por medio de la creación y de la historia, y, sobre todo, por medio de su Hijo Jesucristo, Dios nos ha revelado su amor para hacernos partícipes de él. Dios se nos ha comenzado a manifestar y comunicar. Un día, en el más allá, esos destellos de su presencia y amor serán visión y comunicación plena. Todo es don gratuito de su amor. El ensayo nos resulta doloroso, porque a nosotros nos cuesta amar como él.

     Todos los dones que vienen de Dios dejan entrever una fuente que nunca se agota. El es el "manantial de gua viva" (Apoc 22,1). La gratuidad de esa agua se fundamenta en el amor divino: "vosotros los sedientos, venid a las aguas, aun los que no tenéis dinero" (Is 55,1). Dios sólo nos pide que reconozcamos nuestra sed, que sintamos necesidad de él y de los hermanos, reconociendo nuestra realidad limitada que se abre al infinito.

     Esa gratuidad del amor divino sólo aparecerá plenamente en el encuentro definitivo con él. El "agua" de su misma vida, que él nos ofrece, se nos convierte en "fuente que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14). No podemos comprender ahora ese modo de amor que es característico de Dios. Para poderle ver, Dios nos pide que creamos en su amor. Le comenzamos a "ver" cuando compartimos sus bienes con los hermanos: "lo que hiciereis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis" (Mt 25,40).

     Hay que ensayar en esta tierra el encuentro "inagotable" con Dios. Cuando perdemos la capacidad de admirar las maravillas de la creación y de los retazos de vida de cada hermano, entonces embotamos nuestros ojos para ver a Dios. Si aceptamos amorosamente el misterio de cada ser humano, es que hemos comenzado a ver a Dios. Cuando Dios se nos hará visión plena, no dejará de ser un misterio inagotable y siempre nuevo, sin monotonía ni aburrimiento. Dios es siempre sorprendente.

     Si hacemos de los hermanos una cosa útil y manipulable, nos cerramos al amor y a la visión de Dios. Hablar del "cielo" resulta ridículo sólo cuando ya se ha excluido a algún hermano del cielo del amor.

     El amor gratuito a los hermanos, a ejemplo de Cristo y según se mandamiento nuevo, se expresa en una donación que no se condiciona a la simpatía ni a la utilidad. El camino para "ver" a Dios en todos los momentos de nuestra vida, es ese amor de gratuidad del que Cristo nos ha dejado ejemplo: "amaros como yo os he amado" (Jn 13,34); "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21).

     La luz, el aire, el gua, la tierra, el sol..., nos dan una "seguridad" original. Nuestro ser necesita ver, respirar, beber, comer, caminar... Y todo esto es posible porque todas las cosas son buenas, como procedente del corazón de Dios: "y vio Dios ser muy bueno cuanto había creado" (Gen 1,31). El macrocosmos y el microcosmos, lo mismo que una hojita o un pétalo de flor, son maravillas que invitan a abrirse al infinito. Cuando el hombre pisotea esos dones o se cree el amo y señor absoluto de todo, las cosas ocultan su mensaje. Porque lo más importante de todo es que Dios no sólo nos da sus dones, sino que se da a sí mismo en cada uno de las criaturas. Pero ese amor de gratuidad sólo se comienza a entender haciendo del propio ser una donación a todos y en todo.

     Respirar pausadamente el aire puro, hacer que el propio ser deje de endurecerse por la crispación de músculos y nervios, invitar a la mente a que sintonice con ideas de verdad y de bien, todo esto es bueno (a modo de "vía", "método", "yoga"...), a condición de que se convierta en apertura a "alguien" que nos ha concebido eternamente en su corazón. Si faltara nuestra actitud relacional con él, no hay método ni yoga capaz de hacer disfrutar a nuestro corazón la paz de su identidad. El corazón humano es así: o se abre al amor de gratuidad o se atrofia en la drogadicción de sucedáneos engañosos.

     Educarse para el amor de gratuidad es un "riesgo": se puede perder todo lo que no suene a amor. Pero vale la pena saber desprenderse a tiempo de harapos y chapucerías, que nosotros llamamos "tejidos" y "colirios" (Apoc 3,18). El evangelio de Jesús se ha ido propagando siempre por un testimonio de amor "manso y humilde" (Mt 11,29), que se da gratuitamente: "no quebrará la caña cascada ni apagará la mecha humeante, hasta hacer triunfar el derecho" (Mt 12,20; Is 42,3-4).

     El Espíritu de Dios Amor es así. Precisamente por este amor gratuito de Dios, todo ser humano es siempre recuperable. Todos los pueblos de la tierra están esperando ver ese signo verdadero de Dios hecho hombre: "en su nombre pondrán las naciones su esperanza" (Mt 12,21). No hay quien resista a esa fuerza humilde del amor, cuando se manifiesta de verdad. Es la transparencia de las bienaventuranzas la que constituye la misión más eficaz. Por esto "la misión se halla todavía en los comienzos" (RMi 1).

     Se dice que los pueblos desaparecen cuando pierden su "memoria" histórica y cultural. Nuestra "memoria" cristiana consiste en recibir y "rumiar en el corazón" los gestos y palabras de Jesús de Nazaret, que "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). Esa es la "memoria" mariana de la Iglesia (Lc 2,19.51), que sabe "gozarse en Dios Salvador" (Lc 1,47), "admirarse" de sus designios (Lc 2,33) y , consiguientemente, "verle" en el rostro de todo hermano necesitado (Jn 2,3).

 

                       MEDITACION BIBLICA

- Dios "escondido":

     "Dios es escondido" (Is 45,15).

     "Nuestro saber de él es siempre inmaduro" (1Cor 13,9).

     "A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en los cielos" (Sal 122,1).

 

- El deseo universal de ver y encontrar a Dios

     "En su nombre pondrán las naciones su esperanza" (Mt 12,21).

     "No deseamos ser despojados del cuerpo, sino revestidos (de inmortalidad)" (2Cor 5,4).

     "Ningún torrente puede extinguir el amor" (Cant 8,7).

     "Mi carne languidece por ti, como tierra reseca sin agua" (Sal 62,2).

     "Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo iré a ver el rostro de mi Dios?" (Sal 41,3).

     "Gemimos dentro de nuestro corazón que suspira por llegar a la adopción de hijos" (Rom 8,23).

     "La creación entera hasta ahora gime y tiene dolores de parto" (Rom 8,22).

     "Muéstrame tu rostro" (Ex 33,18).

     "Ahora nosotros te seguimos de todo corazón y buscamos tu rostro" (Dan 3,41).

     "Caminarán, Señor, a la luz de tu rostro" (Sal 88,16).

 

- Dios se deja ver y encontrar

     "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había creado" (Gen 1,31).

     "Nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo" (Ef 1,4).

     "Te he amado con un amor eterno" (Jer 31,3).

     "Estoy contigo" (Sal 123,18).

     "Soy yo, el que habla contigo" (Jn 4,26).

     "El nos ha amado primero" (1Jn 4,10).

     "No quebrará la caña cascada ni apagará la mecha humeante, hasta hacer triunfar el derecho" (Mt 12,20; Is 42,3-4).

     "Vosotros los sedientos, venid a las aguas, aun los que no tenéis dinero" (Is 55,1).

     "El agua que yo le daré se convertirá en su interior en un manantial que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14).

 

- Condición para "ver" y encontrar a Dios: amar a los hermanos

     "Amaros como yo os he amado" (Jn 13,34).

     "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21).

     "Lo que hiciereis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis" (Mt 25,40).

     "Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11,29).

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